Varias paginas del l

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Jugamos de nuevo al «coyote». Aún no ha ganado
nadie. Un amigo y yo somos los únicos animales que
quedamos en pie: todos nuestros hermanos han caído hace mucho, iluminados por los focos. Parece cansado.
Los niños pequeños están tumbados en el suelo,
mirando las estrellas, diciéndose cosas absurdas en
voz baja.
—Sólo hay un marciano en todo el universo, pero
no vive en Marte —susurra su hermano pequeño—.
Vive en un banco cerca del cine.
—Ya lo sé —susurra el mío—, lo he visto.
Mi amigo y yo nos tumbamos en la yerba y pactamos un empate.
Otoño de 1985
Mientras canto, las ratas merodean entre mis pies. Las más
pequeñas van a toda prisa, escabulléndose, evitando toparse
con mis zapatos. Las grandes vagan por la habitación, metódicamente enfrascadas en sus asuntos.
Estamos grabando una maqueta en un estudio de Roxbury
cuya «cabina de voces» es un loft enorme al lado de la sala de
control. El loft está a oscuras, excepto por el micrófono, que
tiene un foco encima. Después de grabar los instrumentos
de cada canción, vengo aquí sola para quedarme de pie cantando bajo la luz del foco.
Como trabajamos de noche, las ratas están despiertas y
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se sorprenden de nuestra intrusión, aunque no tanto como
para dejar de hacer lo que se supone que hagan las ratas por
la noche.
Empezamos. Las ratas siguen a lo suyo, yo chillo y grito,
ellas pasan por encima de mis pies.
Las ratas están aquí por unas cuantas buenas razones: comer, reproducirse y no morirse de frío. Es el tipo de existencia válido para un animal.
Parece que mi loba ya no tiene motivo alguno para continuar existiendo. Escarbando por el cálido cosmos vespertino
acabé encontrando una hermosa canción sobre una loba, fue
entonces cuando supe que ella ya se estaba alejando de mí.
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Después vino una cancioncilla sobre abejas, procedente de
un zumbido circular cada vez mayor, hasta que el zumbido
desapareció con ellas.
buzz
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Supongo que todos esos animales son síntomas de canciones. La serpiente, en cambio, aún no se ha convertido en música. Sí que tengo una canción con la palabra «serpiente»,
pero aún estoy esperando a que la loba y las abejas la reclamen para que se vuelva con ellos al lugar de donde vinieron.
A lo mejor su fin todavía no se ha cumplido.
Por supuesto, no es una verdadera serpiente, sino el remanente de un virulento estallido. Ya no estoy muy segura de lo
que significa «real», pero la serpiente entra y sale de la rea219
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lidad, impregnada en un ruido estático, como el de una tele
estropeada.
Sigue aquí aunque no tenga ninguna razón: no come, no
se reproduce, no se muere en el exterior.
Gracias a ella, hasta las ratas me caen bien.
PDQLD
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El grupo hace todo lo posible por mantenerse despierto toda
la noche. Nos tumbamos todos juntos en una colchoneta de
gimnasio, o en una andrajosa alfombra roja, leyendo cómics,
comiendo gominolas orgánicas y bebiendo café quemado.
Tocar es agradable: lo malo son los momentos de espera. Y
hay un montón.
Los cómics les ayudan a mantenerse despiertos. Los cómics underground son nuestra nueva pasión, nuestro gran
descubrimiento aquí en Boston: un mundo completamente
diferente en el que la gente combate por el bien. Envidio su
formato, lo tiene todo: luces, sombras, líneas, paisajes, cuerpos y diálogos. Y Dios, cómo lo sentimos por sus artistas. En
música, las listas de éxito las copan los de las Discográficas
Satán, pero ¿y en el cómic?, ¿quién?, ¿Marmaduke? ¿Cómo
pueden levantarse por las mañanas?
La mayor parte del tiempo, mis pobres compañeros de
grupo se limitan a sostener los cómics, abandonando su lectura en algún punto. Los veo dormir y me doy cuenta de que
ya no son los chicos playeros, limpios y saludables de hace
apenas unos meses. Al principio Boston nos pareció muy feo
y sucio, pero nos hemos acostumbrado a aceptar la mugre
como un estilo de vida, y de hecho, nos resulta reconfortante.
Creo que nos hemos vuelto auténticamente sucios, con ese
tipo de suciedad que no se va con una ducha. Las paredes desconchadas y la moqueta plagada de manchas conectan con
nuestra propia dejadez, y dan a entender que ya pertenecemos
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a este sitio. Espero que sea porque somos puros de corazón.
Cuando llega la hora de tocar, los llamo por sus nombres
en voz baja, dándoles palmaditas en el hombro, procurando
no sobresaltarlos. Me da pena que estén tan cansados: sólo
se han quedado dormidos porque no son bipolares. Son todo
ternura. Esquivan el sueño como los perros esquivan el agua
del baño.
—Yo hago el desayuno —dice Dave somnoliento.
—¿Hay niebla? —pregunta Tea.
Leslie se despereza y me pasa un brazo sobre los hombros.
—¿Cómo están las ratas esta noche?
No existe el tranquilizante que consiga hacerme dormir,
así que me gusta tener una excusa para no hacerlo. El estudio no tiene ventanas, parece Las Vegas o la sede de algún
experimento biorrítmico, y me transporta a un estado de
animación suspendida en el que ya no experimento ninguna
sensación física, sólo un agradable zumbido.
¡Y cómo es el sonido! Explosiones y flores. Como expulsar el hígado al toser y poder verlo después desde fuera. Sí, es
viscoso, pero también posee cierta belleza. Nos hemos convertido en sus intérpretes etéreos y sentimentales, fragmentados y hechizados.
Nuestro productor es un guitarrista vigoroso y locuaz llamado Gary. Es muy arty, tan dulce como un pastel, sólo nos
lleva unos pocos años, aunque desde nuestro punto de vista
es todo un adulto. Tiene las cosas mucho más claras que nosotros e incluso su propia mitología de la carretera.
Nos dimos cuenta de que nos encantaba Gary cuando fuimos teloneros de su grupo y le oímos decir la palabra «infantil» para referirse al técnico de sonido. Nos miramos
unos a otros, con la boca abierta. En nuestra opinión, sólo
los individuos que van en serio utilizan la palabra «infantil».
Encima, Gary quiso producirnos una maqueta, y eso sí nos
pareció ultra-encantador, además de un poco masoquista.
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Afortunadamente, estas dos características nos gustan. Piensa que hemos de tener algo que vender en los conciertos,
algo con lo que ir a suplicar a las tiendas de discos, con lo que
poder obtener algún artículo en la prensa musical de la ciudad, etcétera, y en su opinión, la maqueta que tenemos ahora mismo no es nada del otro mundo.
—No es representativa —dice amablemente.
Así que Gary no sólo consigue que sonemos bien por primera vez, también va a usar su demostrado talento artístico
para que nuestra grabación tenga más entidad que la de la típica demo. Le dije que yo simplemente escribía con rotulador «Throwing Muses» en las maquetas, y él torció el gesto.
—Hay que diseñarla hasta el culo. Yo me encargo —dice.
Gary nos mete en su furgoneta y nos lleva al estudio cada
noche, cautivándonos con sus historias de carretera. Con
ellas parece querer lanzarnos un mensaje: lo horrible que es
ir de gira. Horrible y cañero. Nos centramos en lo de cañero,
porque nos da algo de esperanza. Tampoco insiste demasiado en lo de horrible.
—¡No, no lo comprendéis! —grita Gary, que tiene ciertas
dificultades para mantener la vista en la carretera debido
al entusiasmo que le produce el relato que nos está contando—. ¡El promotor, el camarero, el portero y el técnico de sonido estaban intentando ligar con nosotros! ¡Como si todo el
grupo estuviera obligado a acostarse con ellos antes de cobrar! —Se queda meditando un instante—. Lo que me convierte en un chapero —concluye, con cierto orgullo.
Estamos impresionados.
—¡Vaya! ¿Tu grupo se acostó con la gente de ese antro?
—No, por favor. Pero ellos sí querían
—Oh —dice Tea, decepcionada.
Yo también me quedo un poco desencantada.
—Así que en realidad no eres un chapero.
—Sólo te propusieron que lo fueras —añade Dave.
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—Bueno, ¡podéis considerarme un chapero fallido! —replica Gary a la defensiva.
Leslie se ríe:
—Creo que para eso como mínimo tienes que haber tenido sexo.
Gary piensa.
—De acuerdo. No soy un chapero en absoluto. Me retracto
de todo lo que he dicho acerca de vender mi cuerpo.
Seguimos circulando en silencio. Miro a Gary
—Bueno, por lo menos no eres un chapero fallido.
Cuando grabamos la parte instrumental de las canciones, el
grupo toca en un círculo y nos miramos a los ojos sin descanso. Eso hace más fácil saber cuándo y dónde van a aterrizar el próximo golpe o la siguiente nota. Nunca me había
dado cuenta de esto, pero cada canción suena como dos o
tres canciones seguidas sin conexión entre sí. Además, nuestros acordes son raros y los cambios de ritmo impredecibles:
como bajar corriendo unas escaleras mientras haces juegos
malabares. En directo, el sonido vuela, pero grabarlo resulta desquiciante.
Mis ojos viajan desde la púa de Tea hasta los dedos de Leslie pasando por el pie de Dave, que golpea el pedal del bombo. Estamos jodiendo este… esta especie de puente. Siempre
empezamos demasiado rápido, y después lo ralentizamos en
exceso antes de la parte siguiente.
Nos gustan los cambios abruptos, pero no el tanteo dubitativo, y ahora estamos divagando. Quizá sea culpa mía. El
resto del grupo suele seguirme, y mis manos ahora tiemblan
compulsivamente. Mis manos y yo hemos tenido una pelea
sonada.
Por lo visto soy capaz de dominar el temblor al principio, pero es complicado mantener el control durante mucho
tiempo, y siempre acaba siendo una lucha. Mis dedos acaban
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por darse cuenta de que no pueden seguir y se bloquean, liberando todos los temblores contenidos. Mierda de litio.
Desde los controles, Gary nos habla por el micrófono, interrumpiendo nuestra aberración a través de los auriculares.
—¿No os estaréis atascando en la transición al cambio?
Empezamos a hablar los cuatro a la vez, pero como nadie
tiene micrófono, él sólo oye ruido.
—¿Qué? —pregunta.
Dave se acerca a su micrófono de grabación.
—Sí.
—De acuerdo. Vamos a intentar meter la segunda mitad
del tercer verso dentro de la transición del cambio.
Volvemos a hablar todos a la vez.
—¿Qué?
Dave se inclina.
—Vale.
—¿O es un poco infantil?
Gary sabe hasta dónde llegar. Nunca permite que asome la
frustración, y nosotros tenemos que tocar bien, así que nos
ha enseñado a «identificar nuestra progresión», lo que se
puede traducir como: cuando empecéis a tocar fatal, parad.
Una vez empezamos a tocar fatal, así que tuvimos que hacer una sentada en el colchón para saber qué pasaba. Era
culpa mía: el ritmo de la canción era tan complicado que en
realidad nunca habíamos acabado de asimilarlo, pero ahora
había que grabarlo en una cinta.
—Tiene cierta lógica —aventuré.
Leslie me miró.
—¿Sabes lo que significa esa palabra? —preguntó.
—Bueno, tiene cierto flow —corregí.
Gary nos miraba mientras en el colchón cantábamos las
partes de cada uno para averiguar cómo habían de encajar
entre sí, y después me puso un libro de fotografías en el regazo. Me quedé mirándolo.
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—¿Qué es esto?
—Un libro.
—Oh.
Las fotografías que contenía eran asquerosas, quitaban el
aliento. Animales atropellados, miembros humanos, especímenes de laboratorio, todo iluminado como si fueran estrellas de cine: imágenes cálidas y resplandecientes, con unos
colores enloquecidos que no suelen relacionarse con la muerte y las heridas. Me quedé contemplando mucho tiempo la
foto de una mano herida. No era capaz de pasar la página: es
difícil observar el horror, pero aún es más difícil apartar la
mirada. Es sumamente hermoso.
Me di cuenta de que cuanto más miraba la foto, más me
gustaba. Al cabo de un rato, el ojo se olvidaba de la connotación emocional, y sólo le queda el pasmo por las texturas
y las formas, por el adn y la fragilidad de la que estamos hechos. Una mano herida está llena de elegancia, es exquisita,
igual que un hígado.
—Me parece magnífico —le dije a Gary.
Asintió.
—Es como vosotros.
—Gracias. —Lo miré y pasé la página. Había una foto de
una rata muerta flotando en un frasco. Parecía dormida, no
estaba deformada ni herida, sino… excesivamente tranquila. Encantadora.
Todos y cada uno de sus pelos se habían formado a sí mismos a partir de células, minerales y fuerza de voluntad. La
vida parece tan improbable cuando se la mira de cerca.
—Gracias —le dije a Gary, esta vez no por educación, sino
por haberme hecho entender el motivo de que alguien pudiera querer hacer el ruido que hacíamos nosotros.
Un periódico de Boston describió uno de nuestros conciertos como «cuatro personas tocando cuatro canciones diferentes al mismo tiempo». El que lo escribió pensaba que
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era algo bueno, y es probable que quienes nos siguen también lo interpreten así, pero en realidad no es justo. Tocar
varias canciones distintas sería fácil, lo difícil es tocar la misma canción repetidamente de una manera diferente.
Grabar esa maqueta con Gary nos ha ayudado a ser lo suficientemente conscientes de nuestro propio sonido como
para no sonar como unos tarados. Por ejemplo, nos hemos
dado cuenta de que todas nuestras canciones son profunda y
básicamente ansiosas.
Para interpretarlas bien, hay que tocarlas por encima del
ritmo, ligeramente antes que la batería. En otras, si nos posicionamos claramente después del golpe de la percusión,
sonamos como un espasmo gigantesco. Para amoldarnos a
la ligereza de Dave, tenemos que entrar un instante después
que la batería, aunque esa parte vaya a mil kilómetros por
hora.
Y eso de ir a mil por hora ocurre muy a menudo. Ya sean
estridentes o relajadas, nuestras canciones no transcurren:
corren. Gary llama a las relajadas «country punk». Yo nunca las he etiquetado como tales, simplemente las llamamos
las «divertidas», esas que hacen que el público aúlle y chille
de alivio después de haber transitado por las más extremas.
Éstas son tan intensas que cuando las tocamos en el estudio, sólo podemos aguantar tres tomas. Estamos acostumbrados al directo (donde sólo se permite una), así que cuando nos dejamos llevar con cuidado en lugar de simplemente
dejarnos llevar, nos resulta difícil. «Identificamos nuestra
progresión» bastante rápido cuando una canción está impregnada de energía nerviosa. Con el tiempo hemos procurado canalizar esa energía para que el grupo suene menos
molesto.
Por supuesto, cuando canto, el grupo se vuelve aún más
molesto. Abro la boca y de ella salen cosas terribles: palabras extrañas, ruidos guturales, chillidos de bicho aplastado.
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Y los gritos… no te dan ganas de conocer a esa chica. Con razón las ratas y yo pasamos tanto tiempo juntas.
No puedo creer que me siga saliendo así aun estando narcotizada. Las canciones vuelan con palabras inflamadas, tan
intensas como siempre. Aunque yo, personalmente, no conserve ni un rastro de intensidad, mi voz sigue sacudiéndome
hasta los huesos, como un estallido en el aire. Entonces, al
acabar la canción, la distorsión disminuye y el polvo vuelve
a posarse en el suelo, y desciendo hasta posarme en él, vegetando de nuevo por ahí.
—¿Te encuentras bien? —me pregunta Gary por los auriculares después de una toma especialmente lamentable.
—¿Qué quieres decir? —Una ratita se para y se queda mirándome—. No te lo decía a ti —susurro.
—¿Ah, no? —murmura Gary.
—Sí. Quiero decir, no… ¡sí!
—¿No, sí?
—¿Qué querías decir con eso de que si estoy bien? ¿Tan
mal me ha salido?
—Sonaba tremendo, en el buen sentido.
—Entonces supongo que estoy bien.
VXJDUEDE\
žTXpTXLHUHVGHFLUFRQHVRGHTXHVLHVWR\ELHQ"
žTXpKHKHFKR"
Es curioso estar sentada en una colchoneta a las dos de la
mañana con un bol de cereales de colores escuchando este
desastre. Los cereales se quedan blandos porque me quedo mirando los altavoces, preguntándome por qué suenan
de ese modo. Nunca consigo averiguarlo, simplemente me
traslado a la alfombra roja y sigo mirando. A veces lo intento
tumbada en el suelo, girando la cabeza como si fuera un perro, intentando comprender, pero la música… continúa dejándome perpleja.
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