RENÉ LATOURELLE, S. I. LA SANTIDAD, SIGNO DE LA REVELACIÓN La sainteté signe de la Révélation, Gregorianum, 46 (1965) 36-65. Hasta ahora se ha estudiado suficientemente el milagro como signo del poder de Dios, no tanto el argumento profético y mucho menos el signo de santidad; o, si se prefiere, el signo de caridad bajo sus diferentes formas: santidad de los confesores y de los doctores, santidad de los mártires, santidad de la Iglesia. Se aplica al milagro moral lo ya dicho sobre el milagro físico: se le considera como una especie de superación de las fuerzas de la voluntad, que exige como explicación última la intervención especial de Dios. Simplificación lamentable y derivada de la consideración del milagro físico como arquetipo. Sin embargo, Cristo dijo: ".En esto os reconocerán por discípulos míos, si os amáis los unos a los otros". (Jn 13,35; 17,22-23). El signo de la caridad es el signo más elocuente, como también el más urgente en nuestro tiempo. Actualidad del signo de la santidad Los signos son dones de Dios. Pero tiene n diversa significación según la situación histórica. En el siglo XX el signo que parece ejercer sobre nuestros contemporáneos una atracción peculiar es el signo de la santidad. Es cierto que en el siglo xx no faltan los milagros físicos como en siglos precedentes. Sin embargo, lo que, llama la atención del hombre actual es más la presencia operante de Dios en las almas que su intervención en la naturaleza. El tema de la santidad interesa hoy día y ese interés se refleja en el combate entre el hombre y la gracia, en el conflicto entre el amor humano y el amor divino que recogen las novelas, el cine o el teatro. Si la voz de Juan XXIII ha encontrado un eco tan profundo en el corazón de los hombres del siglo XX, cualesquiera que sean su raza o su religión, es porque esa voz revelaba un amor inmenso, tenia el acento del Buen Pastor llamando a su rebaño. En diferentes contextos, algunos in cluso contradictorios, hombres como Peguy, Bloy, Bernanos, Nietzsche, Saint-Exupéry, Psichari, Dostoievski, han denunciado el fariseísmo bajo todas sus formas; formalismo burgués preocupado, ante todo, por la seguridad, legalismo hipócrita, conservadurismo perezoso, intelectualismo autosuficiente encasquetado en soluciones preconcebidas. El hombre actual, sobre todo el de la posguerra, está sediento de sinceridad, de verdad, de autenticidad, de lealtad. Es sincero hasta la brutalidad. Su sinceridad va del marxismo a la santidad, del suicidio al martirio. Se interesa por la santidad en cuanto muestra un ideal de hombre sin máscara. Porque el santo es transparente ante Dios y ante los hombres. Todos los sistemas filosóficos actuales resaltan el, problema de la significación del hombre y de su inserción en la historia (Merleau-Ponty, Sartre, Heidegger, G. Marcel). ¿Tiene sentido la existencia humana? ¿Puede justificarse? ¿Cómo? La verdad de la, existencia consiste en su perfeccionamiento. El santo encuentra en su amor a Dios una perfección que no le puede dar la sabiduría humana. RENÉ LATOURELLE, S. I. A propósito del encuentro del hombre con la santidad observa E. H. Schillebeeeckx: "los hombres ya tienen bastantes sermones. Buscan una fuerza para su vida y la raíz de esta fuerza". Hablando de si mismo decía Ch. de Foucauld: "Debes proclamar el Evangelio sobre los tejados no con tu palabra sino con tu vida". Los hombres no exigen predicadores sino testigos silenciosos del amor de Cristo, hombres para quienes el dogma sea vida. El testimonio de los convertidos del siglo XX Hay muy diversos tipos de conversión: conversiones en las que dominan los motivos intelectuales; conversiones en que domina la voluntad de realizar un ideal moral de liberación del pecado y de pureza (del paganismo al cristianismo), conversiones de tipo emocional (sobre todo en los casos de evangelización colectiva). Hay conversiones lentas (Agustín) y otras bruscas e instantáneas (san Pablo). Pero cualquiera que sea el ritmo o la duración de la transformación intima, se nota a menudo, por no decir siempre, que la conversión ha sido ocasionada o provocada por un shock inicial. John A. O'Brien, después de haber recogido centenares de testimonios de conversos, cree que el gran motivo de credibilidad del cristianismo ha sido, en la mayoría, la atestación de una ferviente vida cristiana o el encuentro con la santidad auténtica. El cristianismo a, los ojos del converso, se presenta, ante todo, como el descubrimiento de una Buena Nueva que le concierne a él y que compromete toda su existencia. En la brecha abierta por la miseria y el pecado ha entrevisto la salvación, la ha descubierto, a veces, en la Escritura, a veces, en la predicación de la Iglesia, pero más frecuentemente en una vida enraizada en Cristo. El hallazgo de una plenitud de verdad y de vida, en perfecta coincidencia, ejerce sobre el converso un atractivo invencible. No se trata ahora de una santidad en grado heroico, sino del ejercicio constante de la caridad que obliga a sospechar, en aquel que la ejerce, una Presencia divina. La santidad bajo la mirada de la fe La santidad puede ser considerada bajo un punto de vista dogmático y bajo un punto de vista apologético. A la mirada dogmática aparece la santidad como un misterio de gracia, mientras que la visión apologética se pregunta por el origen del dinamismo externo que observa. Dos aspectos igualmente necesarios que se complementan. La santidad no se comprende sino por referencia a Cristo. La vida de Cristo parece inspirada en una actitud filial bajo la mirada del Padre. Cumplir la voluntad del Padre es para Cristo la única preocupación, la única realidad que cuenta. Al entrar en el mundo dice: He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad. (Heb 10,7). La voluntad del Padre es la ley que preside su acción apostólica, su enseñanza, su misión y su sacrificio. Cristo es Hijo por naturaleza. Pero los cristianos están llamados a partic ipar en la filiación del Hijo. El santo es el hombre que vive con plenitud esta vida filial. El que participa ya de la perfección de vida de las personas divinas. El santo es, pues, el hombre nuevo, la nueva creatura, regenerada por Dios, vivificada por su Espíritu. " El amor que le consume -dice Bergson-, no es simplemente el amor de un hombre a Dios, sino el amor de Dios por los hombres". RENÉ LATOURELLE, S. I. Aspectos observables de la santidad ¿Cómo puede ser la santidad signo del origen divino del cristianismo? Lo que caracteriza a la santidad es su discreción, su falta de apariencia, sobre todo, si se la compara con el milagro físico. El santo, observa Bergson, "ha sentido que la verdad se desliza en él como una fuerza operante". La santidad obra sin violencias. Su fuerza de atracción consiste precisamente en esa discreción. Signo aparentemente el más frágil, puede que sea el más eficaz puesto que opera a un nivel humano y apela a la experiencia moral de cada uno. La santidad se presenta, ante todo, como un. valor o más aún como un conjunto de valores porque en el santo triunfan el ser sobre el tener, el espíritu sobre el puro instinto, el amor sobre el odio y el egoísmo, la vida sobre la muerte, Dios sobre el hombre. El santo da testimonio de la existencia de la caridad y despierta el gusto por ella. ¿Por qué los santos -añade Bergson- han tenido imitadores y por qué hombres que han hecho un gran bien han arrastrado tras sí multitudes? No piden nada y, sin embargo, obtienen. No tienen necesidad de exhortar, les basta existir, su existencia es una llamada. La santidad no explica el valor del cristianismo mediante demostraciones o panegíricos: lo muestra presente y operante en una existencia que ha sido por él transformada. Si es verdad que los valores más altos son los que dejan un mayor margen de libertad - la exigencia del valor está en razón inversa de su elevación-, su fuerza de atracción está en razón directa a su altura. A este respecto el espectáculo de la santidad suscita un vivo deseo de participar en la misma. La santidad es tina llamada, no una coacción. Se ofrece al hombre como una promesa de perfección y superación a la cual se aspira. A. una mirada más atenta la santidad descubre una armonía entre ideal y vida. Concretamente, este ideal es el ideal cristiano traído por Cristo y consignado en el evangelio. La santidad da cuerpo y existencia a este ideal. Hace contemplar el Evangelio en acción. Gracias a la santidad, el hombre encuentra el Evangelio ante sí como una realidad palpable en hombres de carne y hueso. En el santo, verdad y vida coinciden. El mensaje coincide con el testimonio. El santo muestra -y por lo mismo demuestra-, la aptitud del Evangelio para transformar la existencia humana. Este acuerdo entre el mensaje y la vida, entre el anuncio y la contemplación de la salvación es por si mismo signo de verdad. Dialéctica del signo de la santidad ¿Cómo explicar la aparición de este singular tipo de humanidad, de esta criatura nueva que llamamos santo? La santidad es un don de Dios. Los mismos santos atestiguan que lo que tienen lo han recibido de Cristo y de la Iglesia. El espíritu de Cristo obrando en ellos, los purifica, los santifica, los transforma. Tal parece ser la única explicación adecuada de los fenómenos observados. De otro modo constituiría un enigma. Un temperamento bonachón, un ambiente social favorable y una voluntad dotada de gran tenacidad no darían razón suficiente de la santidad tomada en su conjunto. Hay que reconocer, pues, que la fuerza de santificación del cristianismo proviene de su origen divino. RENÉ LATOURELLE, S. I. La santidad es un signo auténtico, un signo fecundo y dinámico, un signo expresivo de amor. En un mundo de rencores y egoísmos la santidad aparece como una búsqueda de amor puro y ardiente, de amor divino. Por ello dispone al alma para reconocer el Amor personal que tiene nombre y rostro, que se revela en Jesucristo. La santidad es signo de verdad en cuanto muestra el Evangelio en ejercicio sin pretender demostrarlo. Pero también en cuanto perfección es signo que debe interpretarse; enigma por descifrar, misterio por descubrir. Ante la problemática de este signo la mente busca una explicación en la coherencia entre el plano doctrinal evangélico y el plano existencial de la vida del santo. Así el signo conduce a una sólida certeza y se convierte en argumento "valde suasivum" del origen divino del cristianismo. Eficacia del signo y condiciones subjetivas Los signos no pueden ser percibidos como tales sino en determinadas condiciones. "El hombre que sea arrastrado por los prejuicios o empujado por las pasiones y su mala voluntad, puede rehusar no sólo los signos exteriores sino también las inspiraciones de lo alto que Dios hace sentir en nosotros". (D. 3876 (23015)). Se precisa desde luego una determinada actitud intelectual: abertura a la hipótesis de la acción divina en el hombre capaz de elevarlo por encima de sus propias fuerzas y transformarlo. Pero hace falta, sobre todo, disposiciones morales. Porque sabemos por el Evangelio que hay sordos voluntarios que se tapan las orejas para no oír y ciegos voluntarios que rehúsan ver. Prisioneros de la tierra que levantan ante sí muros opacos. El mayor es la soberbia, la autosuficiencia, la pretensión orgullosa de que no se necesita a nadie. Por el contrario la conciencia de nuestra cautividad, de nuestra indige ncia, dispone a reconocer la plenitud de la caridad que representa el santo. Hace falta, ante todo, una gran sinceridad, un auténtico deseo de verdad (Jn 18,37) y de luz (Jn 3,19). En un mundo egoísta, la existencia de grupos sociales en que reine la caridad será siempre objeto de asombro y de atracción. Depende de nosotros el que la caridad sea un signo por el que se reconozca a los auténticos discípulos de Cristo (Jn 13,35). Tradujo y extractó: ALBERTO MECA