Mario Onaindia - Biblioteca Nueva

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Mario Onaindia
(1948-2003)
Biografía patria
P R E T É R I TA
Mario Onaindia
(1948-2003)
Biografía patria
FERNANDO MOLINA APARICIO
Presentación: Patxi López
Lehendakari del Gobierno Vasco
Preámbulo: Juan Pablo Fusi Aizpurua
Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid
grupo editorial
siglo veintiuno
siglo xxi editores, s. a. de c. v.
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MOLINA APARICIO, F.
Mario Onaindia (1948-2003) : biografía patria.- Madrid : Biblioteca Nueva,
2012.
Incluye índice onomástico: 335-339.
1. Historia del País Vasco 2. Política 3. Persecución política. Terrorismo.
I. Patxi López (present.) II. Juan Pablo Fusi (preámb.)
946.015
HBJD 1DSER
32
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323.28
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En la edición de esta obra han colaborado el Departamento de Justicia del Gobierno
Vasco y la Fundación Mario Onaindia
© Fernando Molina Aparicio, 2012
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L.
Madrid, 2012
Almagro, 38, 28010 Madrid
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COLECCIÓN PRETÉRITA
ISBN: 978-84-9940-470-7
EDICIÓN DIGITAL
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El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto
de los citados derechos.
Índice
PRESENTACIÓN, por Patxi López, Lehendakari del Gobierno
Vasco ---------------------------------------------------------------------------------
11
PREÁMBULO. MARIO ONAINDIA, UNA CIRCUNSTANCIA NUESTRA, por Juan
Pablo Fusi ---------------------------------------------------------------------------
13
INTRODUCCIÓN ------------------------------------------------------------------
19
CAPÍTULO 1.—MEMORIA Y SANGRE -------------------------------------------
41
CAPÍTULO 2.—VIOLENCIA Y POLÍTICA -----------------------------------------
91
CAPÍTULO 3.—DISIDENCIA Y TRADICIÓN -------------------------------------- 135
CAPÍTULO 4.—PATRIA Y LIBERTAD -------------------------------------------- 209
CONCLUSIÓN ---------------------------------------------------------------------- 295
NOTAS -------------------------------------------------------------------------------- 315
ÍNDICE ONOMÁSTICO ---------------------------------------------------------- 335
Matar a un hombre no será nunca defender una doctrina, será siempre
matar a un hombre.
Stefan Zweig,
Castalion contra Calvino, Zurich, 1936
O ETA o nosotros, espectadores atónitos de sus crímenes, parientes o
amigos de alguno de sus cadáveres y posibles víctimas futuras de la
muerte que ellos administran. Esta es la verdadera división bipartita,
la única dicotomía clara. A partir de esta evidencia, (…) si se actúa
siempre con la ley en la mano, y si se avanza en el aislamiento político
y civil del entorno etarra, (…), la paz será posible. De lo contrario, ETA
seguirá matando, porque esa es su única forma de vivir.
Francisco Tomás y Valiente,
A orillas del Estado, Madrid, 1996.
Una nación (…) es un conjunto de personas que se considera una
nación.
Rupert Emerson,
From Empire to Nation, Cambridge, 1960.
Presentación
Patxi López,
Lehendakari del Gobierno Vasco
Siempre resulta difícil presentar un libro cuando trata de una
persona, pero es mucho más difícil hacerlo cuando has conocido
al protagonista y cuando te unen a él lazos muy profundos de
amistad y admiración.
Este volumen es un trabajo de investigación y análisis
extraordinario que permite acercarse a la figura de Mario
Onaindia y abarcarlo en su totalidad. Confieso que el título,
Mario Onaindia (1948-2003). Biografía patria, me produjo
una sorpresa al inicio, antes de adentrarme en sus páginas,
pero creo que es muy acertado y que resume de manera
inteligente toda una epopeya vital en busca de un sentido y
de un significado a la realidad dura y compleja que le tocó
vivir al biografiado.
Quizá, «heterodoxo» sea el adjetivo por el que más se inclina Fernando Molina para calificar a Onaindia. Y comparto
plenamente esa calificación. Desde una infancia feliz donde
los valores producían seguridad, pasando por una adolescencia en que tales principios empiezan a resquebrajarse al entrar
en contacto con la realidad de la inmigración y las injusticias
sociales, una juventud agitada y comprometida, hasta llegar
a una madurez sabia y serena, hay todo una línea de heterodoxia, de salir de la masa gris y amorfa para protagonizar el
tiempo que vivió; una línea de heterodoxia paralela a la in-
12
Patxi López
teriorización de la injusticia de la violencia y la necesidad de
optar entre la barbarie o la democracia.
Ha habido momentos en la lectura de este libro en los que he
sentido una enorme emoción. Porque al fin y a la postre todos
hemos vivido en mayor o menor medida los acontecimientos
aquí narrados. Y la ciudadanía vasca ha tenido que plantearse
en algún momento los mismos dilemas que se le presentaron
a Mario Onaindia tanto a su razón como, sobre todo, a lo más
profundo de su espíritu y su conciencia.
Mario Onaindia ha pasado a formar parte del panteón de
hombres y mujeres ilustres que son patrimonio común de todos
los ciudadanos y ciudadanas de Euskadi. Su dimensión humana
y su talla intelectual le convierten también en un personaje
que trasciende nuestras fronteras, un espíritu universal capaz
de ser querido y amado por personas de muy diferente origen
y condición.
Y acabo como empecé: el trabajo de este libro es excelente.
Como una operación que desciende hasta lo más íntimo del
alma de Mario Onaindia y que lo va retratando, como si de
una película se tratase, desde aquel niño que poseía todas las
seguridades hasta ese adulto, culto y sabio que poseía todas
las emociones.
Preámbulo
Mario Onaindia, una circunstancia nuestra
Juan Pablo Fusi Aizpurua
Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid
La historia vasca es, por descontado, muchas cosas. Pero
es también la historia de innumerables biografías y entre
ellas, la de Mario Onaindia (1948-2003). Su vida atravesó y
protagonizó, en efecto, momentos decisivos —muchas veces,
dramáticos— de la historia vasca entre 1966-68 y 2003. Parafraseando lo que Ortega y Gasset dijo de Baroja y Azorín
en Meditaciones del Quijote (1914) —«Pío Baroja y Azorín
son dos circunstancias nuestras»—, Onaindia fue así (para
su propia generación, una generación decisivamente marcada
por ETA y el largo ciclo de violencia por ella desencadenado,
y por extensión para la propia historia vasca) una «circunstancia nuestra»; esto es, una circunstancia vasca, con la que
será preciso enfrentarse, y que la historia habrá de entender
y explicar (que es lo que hace, y de ahí su importancia, este
libro de Fernando Molina).
La teoría orteguiana de la vida como circunstancia («yo soy
yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo»)
no está traída aquí caprichosamente. Yo veo la vida de Mario
Onaindia —una vida breve, sí; pero intensa, palpitante, esencial— como la vida de un hombre en búsqueda de sí mismo y
en busca de la salvación y de la verdad de su circunstancia más
14
Juan Pablo Fusi Aizpurua
inmediata. Onaindia fue un hombre con vocación, o lo que es lo
mismo, un hombre comprometido con la gestación y salvación
de Euskadi, del País Vasco, obviamente su circunstancia decisiva. Eso fue precisamente lo que unificó y dio sentido a toda su
trayectoria vital, y lo que da razón de ella y la justifica plenamente: su combate por la verdad, desde su militancia inicial en
ETA —que le llevó al juicio de Burgos, la condena a muerte y a
ocho años de cárcel—, a su ruptura radical con la organización
y la violencia, la construcción de nuevos espacios y propuestas políticas (EIA, Euskadiko Eskerra, PSE-EE), la revisión en
profundidad de la historia vasca y del ethos del nacionalismo
(moderado y radical), hasta la denuncia de ETA como fascismo
y la apuesta decidida por Euskadi entendida como comunidad
democrática y no, como comunidad nacionalista, como pueblo
étnico. La trayectoria de Mario Onaindia, el precio de su libertad, fue, pues, una vida vivida como un permanente proceso de
búsqueda y examen de la identidad propia, como una necesidad
de entenderse y explicarse a sí mismo y su entorno social, político, étnico y cultural, como la revisión de la propia conciencia,
como la construcción de una moral.
La biografía de Mario Onaindia —que Fernando Molina aborda en estas páginas con espléndida tensión narrativa, profunda emoción biográfica e impecable complejidad analítica— es
esencial para entender la historia del País Vasco y la democracia
en Euskadi desde los años finales del régimen de Franco (19391975) a la construcción de Euskadi como nacionalidad a partir
de la Transición que se inició en 1975, una historia recorrida, como la propia vida de Onaindia, por la sombra —sombra
terrible— de ETA.
Porque, en efecto, no sabíamos cómo éramos hasta que apareció ETA. Pensábamos que éramos lo que dijo el propio Ortega y
Gasset, un pueblo rectilíneo de alma como de rostro: ETA mató
entre 1968 y 2011 a 859 personas. Cualesquiera que fueran su
origen y sus ideas y planteamientos iniciales —ETA fue, en un
primer momento, una respuesta a la dictadura de Franco y una
Preámbulo
15
reacción generacional contra la pasividad del nacionalismo histórico en la clandestinidad y en el exilio—, ETA fue enseguida
una revolución fallida. Como en el caso de otros movimientos
etno-nacionalistas revolucionarios aparecidos (o reaparecidos)
en la década de los 60 —el IRA irlandés, El Frente Nacional
de Liberación Corso, el Frente de Liberación Quebequés…—,
su definición desde 1968 como «movimiento vasco de liberación nacional» terminó por no ser otra cosa que nacionalismo
a secas. No nacionalismo revolucionario (mucho menos por
tanto, nacionalismo democrático, nacionalismo cívico) sino
violencia, lucha armada, pura militarización del nacionalismo.
Lucha armada, sin duda como instrumento para la creación de
una nueva identidad (o cultura político-nacional) y como base
del proyecto nacionalista propio de la organización; pero ante
todo, como un fin en sí mismo, como una estrategia de lucha
contra el Estado español y paralelamente, de dominio, control
e indoctrinación de la sociedad vasca.
El ciclo de la violencia, las décadas del terrorismo de ETA,
iban a ser, por ello, una de las páginas más sombrías de la historia vasca. ETA no solo mató a sus víctimas: destruyó el fondo
moral de varias generaciones vascas. Porque ETA no fue solo
el resultado de unas determinadas circunstancias históricas, la
España de Franco y el País Vasco de la década de 1960, ni tampoco la manifestación —una nueva manifestación o una manifestación actualizada— de la conciencia étnico-nacionalista
de una parte del País Vasco. ETA nació, o terminó por ser, una
teoría totalitaria de la acción: minoría o grupo armado como
vanguardia de la revolución, liberación nacional encarnada en
un grupo armado que se arroga la representación de la voluntad
popular.
Es ahí donde la biografía, la obra y las ideas de Onaindia
adquieren interés —e importancia moral— superlativos: para
el estudio y la reflexión en profundidad de los siguientes temas,
todos los cuales fueron esenciales en su vida y en su pensamiento (y que deberán ser el epicentro del necesario estudio de
16
Juan Pablo Fusi Aizpurua
las ideas y causas que hicieron posible el terrorismo vasco): 1)
aparición de ETA, lucha armada y juicio de Burgos; 2) redefinición de Euskadi desde los años 1950-60 (al fin y al cabo, una de
las razones que llevaron a la fundación de ETA fue la voluntad
de crear y definir un nuevo nacionalismo); 3) izquierda nacionalista revolucionaria y democracia en España; 4) crítica del
nacionalismo como problema, y ETA como posible fascismo
(tema obviamente polémico: si bien, lo cierto fue que terrorismo, violencia callejera, ultra-nacionalismo, mares de banderas,
épica de la acción, vivir peligrosamente y exaltación de la fuerza
fueron elementos especialmente característicos del fascismo);
5) patria o nación como comunidad cívica (no como comunidad nacionalista), como libertades y derechos constitucionales
y civiles; 6) víctimas del terrorismo, como nueva referencia de
la libertad en el País Vasco.
Mario Onaindia vivió (o así lo reinterpretó posteriormente)
su militancia inicial en ETA como un combate patriótico y revolucionario contra el fascismo español. Descubrió luego, a través
del análisis de la historia y de la realidad socio-económica y
cultural del País Vasco y sobre todo, de la constatación del carácter no nacionalista del movimiento obrero vasco, la pluralidad
vasca como hecho constitutivo de Euskadi (por eso, su voluntad
de construir, tras su salida de la cárcel y su reintegración al País
Vasco en 1977, espacios políticos de integración). Rompió con
el nacionalismo en razón, en última instancia, de su carácter
básicamente étnico, una concepción, para Onaindia, decididamente insuficiente de la nacionalidad, y razón de su consideración del nacionalismo como obstáculo para la construcción de
una Euskadi integrada y democrática. Encontró, por último, las
claves de la posible (y necesaria) democracia vasca —para él,
una aspiración irrenunciable— en el constitucionalismo cívico
no nacionalista. A la vista sobre todo de la evolución ideológica
y estratégica de ETA y su entorno político en la década de los 90
—asesinatos de políticos no nacionalistas, violencia callejera,
contramanifestaciones, «socialización del sufrimiento»—, Ma-
Preámbulo
17
rio Onaindia vio ya en el MLNV componentes inequívocos de
fascismo vasco y en todo nacionalismo, un problema para la
construcción de Euskadi como nacionalidad moderna: como un
proyecto cívico y moral, integrador, como una sociedad abierta
y democrática.
La vida, la obra escrita, la trayectoria política y humana de
Mario Onaindia —que fue un hombre singular, original, con
gran sentido de la ironía y capacidad a veces ciertamente cáustica para el sarcasmo (ironía, sarcasmo y humor son formas
superiores de inteligencia y conocimiento) y con una gran vocación intelectual (de ahí su interés en el cine, la literatura, la
historia, la filosofía política)— compusieron de esa forma un
legado denso, y en extremo atractivo, de incitaciones intelectuales, políticas y morales. En todo caso, la vida, la obra y la
historia de Mario Onaindia son ya parte —parte insoslayable,
necesaria— de la historia vasca. Y aunque fuese solo por eso,
habría que saludar este libro de Fernando Molina. Pero no solo
por eso: ocurre que Fernando Molina ha escrito un libro apasionante, una obra imprescindible.
Introducción
Durante dos años he contemplado, en un rincón de mi oficina de trabajo, los libros que Esozi Leturiondo me entregó una
mañana en Vitoria. Me había puesto en contacto con la mujer
de Mario Onaindia para charlar con ella sobre mi intención de
hacer un breve estudio histórico sobre su marido. Su destino
era un Congreso sobre «heterodoxos de la patria», personas
que habían mostrado, en la España del siglo XX, una trayectoria
biográfica discrepante con el canon que establece que crecemos
identificándonos con una nación y morimos fieles a ella. Ese
canon es el producto más elaborado del discurso nacionalista
sobre la identidad. Y es que existen muchos nacionalismos,
estatales o subestatales, más étnicos o más cívicos (partiendo
de la hibridación común a todos), desde «arriba» (dotados de
un respaldo institucional y público) y desde «abajo» (manifestados a través de la sociedad civil, el espacio local, etc.), oficiales
y banales… Todos se unen en lo que Craig Calhoun denomina
los «aires de familia» y todos tienen peculiaridades propias1.
Y una de las características que dota a todos de un aire común es
su condición de discurso canónico acerca de lo patrióticamente
correcto e incorrecto, que fija las obligaciones que impone la
nación al individuo: creer que cada nación es indivisible; que los
individuos pertenecen solo a una, que el mundo está dividido
solo o primordialmente en naciones... Este discurso no descansa en emoción alguna como afirman los nacionalistas, sino en
una cultura que tiende a primar planteamientos de exclusión
y confrontación con arreglo a una identidad imaginaria, repre-
20
Fernando Molina Aparicio
sentada en símbolos o mitos comunicados mediante narrativas
de nación.
Este Congreso buscaba rescatar el individuo de este discurso
y mostrar cómo es él el que adopta la nación como narración de
su identidad personal, y cómo igual que él cambia a lo largo de
la vida, cambia también (o, al menos, puede cambiar) la nación.
Me parecía especialmente instructivo en sociedades como la
vasca en donde lo nacional sigue lastrado por caracteres sagrados, hasta el punto de que, hasta fecha reciente, se ha asesinado
en su nombre y, lo que es peor, esto se ha considerado algo
honorable por cientos de miles de personas que aún califican a
un terrorista encarcelado como un «preso político».
Barajé para enfocar mi análisis biográfico varios personajes
y terminé, descartando unos y otros, encontrándome con Mario
Onaindia. No me unía vínculo alguno con él. Apenas conocía
cuatro trazos de su trayectoria humana y perfil político. Sí recordaba, en cambio, el que me hubiera resultado extraña su condición de aficionado al cine y al cómic, aficiones que habríamos
compartido de conocernos. Ver su firma en uno de esos libros
fastuosos que editaba Ikusager en los años 80, junto a la de Jon
Juaristi, bajo una portada de esas que tanta emoción me despertaban (un choque de caballería pesada tardomedieval) me había resultado curioso en mi ya lejana adolescencia. Más allá de
ello, sabía que había sido un político abertzale (calificativo que
utilizaré a lo largo de este libro como sinónimo de nacionalista
vasco, no necesariamente radical) que había evolucionado hacia
un cierto españolismo que en nada pareció afectar una honda
conciencia (sea lo que sea esto) de vasco euskaldun.
Por lo demás, simplemente vi que se adecuaba a la trayectoria
heterodoxa que deseaba plantear en ese Congreso y me permitía
no desviarme del tiempo histórico que estaba analizando: la
transición democrática en España. Podía, pues, continuar con
el trabajo científico que desarrollaba en calidad de investigador Ramón y Cajal y miembro del Grupo de investigación que
Luis Castells dirige en el Instituto de Historia Social Valentín
Mario Onaindia (1948-2003)
21
de Foronda. Profundizar en este perfil biográfico me permitía
sumar conocimientos acerca de ese tiempo a la par que podía
desarrollar una cierta reflexión teórica sobre biografía y nación
gracias a la red internacional de investigación biográfica que
Isabel Burdiel dirige en la Universidad de Valencia, a la que
por entonces me había incorporado. Fui invitado por Isabel
a impartir una ponencia en París, en febrero de 2010, que me
permitió profundizar en una cuestión que encontré sorprendentemente poco estudiada a nivel internacional: ¿cómo los
individuos se identifican íntimamente con la nación? ¿cómo
(y cuánto) interfieren en esa identificación personal otras
instancias externas y cómo se ven con autonomía para introducir en ella otros referentes más personales?
Para responder a estas preguntas desempolvé viejas lecturas
sobre nacionalismo hechas en mi época predoctoral, en una fría
sala de la universidad de Edimburgo, mientras contemplaba un
universo de tejados y agujas de iglesias bajo un cielo cuajado
de nubes y me preguntaba qué hacía leyendo en lugar de estar
tomando algo en un pub local, como cualquier español de bien...
A la revisión de estas lecturas uní la de otras y todo me llevó a
cuestionar la tesis clásica sobre la nación que convierte esta en
algo que el individuo asume de forma pasiva, inscrito desde la
infancia en sucesivos procesos de nacionalización política sin
que pueda aportar en ello sus propios puntos de vista. Poco a
poco esta perspectiva externa y vertical ha ido abandonándose,
y me he encontrado con la feliz experiencia de que esas antiguas lecturas escocesas me habían hecho receptivo a una nueva
perspectiva más interna y horizontal2.
Y así, de la mano de esta reflexión teórica, fui profundizando
en la vida y obra de Mario Onaindia Natxiondo. La ponencia
fue luego publicada en un libro colectivo3. Y por entonces se me
presentó la idea de convertirla en un pequeño libro, lo que no
dejaba de ser un tanto extraño. Uno siempre redacta más de lo
que debe, lo que le obliga a reducir sus textos. La técnica no está
mal. Primero escribes lo que te place y luego vas sacrificando lo
22
Fernando Molina Aparicio
menos importante. Es una forma de escritura muy útil cuando
se colabora con revistas anglosajonas, en donde la limitación
del texto es estricta y no se contemplan las excepciones que se
suelen tolerar por estos lares. Sin embargo, elaborar este libro
exigía lo contrario: ampliar un texto inicial. Pese a ello, decidí
hacerlo. Nada me satisfacía más que publicar un libro sobre una
experiencia de nación que me había interesado enormemente.
Sin embargo, es importante entender cuál ha sido el fin del
trabajo que aquí presento.
En primer lugar, no he pretendido elaborar una biografía
generacional, de esas que seleccionan un personaje como reflejo de un colectivo, y al final el individuo termina siendo lo
de menos pues lo que interesa realmente es el retrato de grupo.
Parto del convencimiento de que la experiencia de la nación es
un asunto que puede tratarse en el terreno individual, y quería
estudiarla en Mario Onaindia, por mucho que luego pudiera inscribirla en una dimensión de experiencias compartidas. Se me
ha indicado que muchas de las cosas que digo son ampliables
a una generación de «euskadikos», muchos de ellos reubicados
luego en el constitucionalismo. También que otras tampoco han
sido patrimonio de este personaje, sino de toda una generación
de intelectuales y políticos atrapados por el debate en torno a la
violencia terrorista y el nacionalismo vasco. No lo dudo, y a cada
lector corresponderá certificarlo en el conocimiento que tenga
de otras trayectorias vitales o de la suya propia. Sin embargo,
mi interés no ha sido sistematizar una experiencia individual
con arreglo a estos criterios colectivos, pues en tal caso habría
tenido que oscurecer un estudio que partía de la valoración del
biografiado como individuo único.
Por otro lado, tampoco he buscado esa biografía integral que
tanto interesa y demandan las editoriales. No fue tal el motivo
de mi incursión en la vida de Mario Onaindia. ¿Por qué? Primero, reconozcámoslo, porque hacer biografía cuesta mucho.
John Lewis Gaddis lo explica recurriendo a la película Cómo ser
John Malkovich, de Spike Jonze: «Un biógrafo tiene que mirar
Mario Onaindia (1948-2003)
23
las cosas a través de las percepciones de otra persona o, por
así decirlo, apoderarse de otra mente. Para hacer esto hay que
subordinar la propia individualidad; de lo contrario, la biografía reflejaría lo que tiene en la cabeza el biógrafo, no su sujeto.
Pero antes o después también es menester tomar distancia y
reconquistar la identidad; de lo contrario, la biografía carecería de profundidad analítica o de enfoque comparativo. Para
los personajes de la película, esto significaba deslizarse por un
agujero de gusano que, agotado el tiempo de permanencia en la
mente de Malkovich, los expulsaba junto a la autopista de Nueva Jersey. Para el biógrafo, esto significa resistir la seducción
de su sujeto a fin de poder extraer las propias conclusiones. En
ambos casos, son de esperar aterrizajes difíciles»4.
Y el problema es que cuanta mayor aspiración de totalidad
tiene una biografía, más abrupto es el aterrizaje junto a la autopista de Nueva Jersey. El horizonte de «taylorización» del
trabajo del investigador (precario) español en proceso de acreditación hace poco atractivo afrontar con dignidad este tipo
de retos. Cuando uno tiene que repartir su tiempo en publicar
en revistas internacionales y nacionales de alto impacto científico a la par que de enseñar en la universidad, aceptar un
proyecto de este estilo puede llevar al borde de la saturación
intelectual. Por lo demás, los historiadores no vivimos del aire,
tenemos alquileres y pagos mensuales que satisfacer (algunos,
incluso llegan a tener hipotecas, algo poco recomendable dada
la escasa estabilidad de la profesión de investigador en este
estimado país, siempre tan deseoso de inaugurar aeropuertos
o palacios de exposiciones antes que centros de investigación
o programas coherentes de financiación de la investigación).
Y nuestras investigaciones generan gastos, y no precisamente
cortos. Hacer una biografía total requiere de un trabajo que,
en el caso de Mario Onaindia, se verá interferido siempre por
dos circunstancias. Primero, su condición proteica, de hombre
de múltiples experiencias, capacidades y quehaceres, teórico
del lenguaje cinematográfico, editor, traductor, historiador, en-
24
Fernando Molina Aparicio
sayista político y periodístico, escritor de ficción, lector ávido
de todo tipo de materiales culturales y, en definitiva, persona
que gozó de un aire extrañamente renacentista, poco común
en la aburrida política vasca y española. Segundo, su condición
euskaldun, de hombre que tradujo abundantemente y escribió
buena parte de su obra de ficción en euskera, lengua por la
que sintió devoción. Si, como digo más adelante, la patria más
íntima de todo hombre es su infancia, la lengua de esa patria
fue para Mario Onaindia el euskera. Una biografía integral de
Mario requerirá acercarse a materiales documentales mucho
más vastos que los que precisa un acercamiento más singularizado a su experiencia patriótica.
Y el caso es que yo busqué solo esto último. A partir de ello y
de otros muchos materiales podrá realizarse, quizá, en el futuro,
un trabajo más total, acerca de la vida de un personaje muy
importante en la política vasca y española del último medio
siglo. No lo dudo, en todo caso el acercamiento biográfico que
yo seleccioné tiene sentido en sí mismo. Lo he titulado biografía
patria, inspirado en un trabajo sobre historiografía y nacionalismo español de la historiadora norteamericana Carolyn Boyd
titulado Historia Patria. El concepto fue muy común en el siglo XIX español e hispanoamericano y aún pervive en esta última
latitud para referirse a la historia nacional. Yo me he limitado
a trasladarlo de la historia a la biografía con el fin de explicar
eso que suele ser tan difícil de encontrar en cualquiera de ellas
(incluidas las de los nacionalistas ortodoxos): cómo un individuo convirtió la nación en sujeto de su vida, cómo se identificó
con ella, mediante qué símbolos, mitos, afectos, ideas políticas
y prácticas sociales.
Esta biografía patria se inspira en materiales públicos, en
declaraciones vertidas en los medios de comunicación, y en
productos culturales (libros, revistas, comics, películas, documentales, televisión, radio). Porque toda nación es el resultado
de un acto de comunicación entre un individuo y un colectivo,
en el cual se produce un intercambio de informaciones y cono-
Mario Onaindia (1948-2003)
25
cimientos que contribuyen a que aquel se sienta parte de este.
La nación es una construcción imaginaria de signo narrativo.
Esta condición subjetiva obliga a imaginar, como digo en algún
momento de este libro, su continuidad histórica y a crear unos
símbolos que la representen: himnos, banderas, rituales y conmemoraciones, imágenes e ideas, representaciones figurativas y
narrativas… Todo ello la convierte en una elaboración discursiva
pública, si bien tendrá también fuentes de naturaleza privada
a través de las cuales (cartas, diarios, cuadernos de notas, dibujos, lecturas, etc.) los historiadores podemos saber cómo el
individuo en su dimensión más íntima sentía ese vínculo, qué
emociones le generaba, cómo lo interpretaba, etc.
Según la nueva historiografía del nacionalismo, el individuo
se nacionaliza no solo por la acción de fuerzas externas a él
(el Estado, movimientos nacionalistas subestatales) sino por
la necesidad de dotarse de significado en las sociedades (nacionales) contemporáneas. La efectividad de la nación como
identidad descansa en su apropiación por el individuo, y esta
puede rastrearse en la escritura biográfica. Tal es el sentido de
una biografía patria. Anthony P. Cohen propone un concepto
sugerente, el del «nacionalismo personal», con el que se refiere
a la «mutua implicación» que tiene lugar entre nación e individuo, que es siempre autónoma del discurso que practican los
nacionalistas (desde el Estado o desde partidos o movimientos
políticos) por «colectivizarla», por convertir esa implicación en
un fenómeno general. Frente a lo que formulan los nacionalismos, cada individuo incorpora de forma diferente la nación
como relato e imaginario afectivo5.
La biografía patria muestra cómo un individuo se convierte en
nacional a base de integrar en su vida un mensaje, la «narrativa de
nación» (con su vocabulario, símbolos, lenguaje y trama o relato)
y unos canales institucionales de signo estatal o local. Todo ello
a través de tres esferas de identificación. Por un lado, la pública
oficial (Ejército, educación, opinión pública, Administración), y la
semipública (partidos políticos, sindicatos, Iglesias, asociaciones
26
Fernando Molina Aparicio
culturales, deportivas o religiosas), en ambas la asimilación de la
nación se produce a la par que tiene lugar su politización como
ciudadano. Por el otro, la privada, compuesta por la familia, las
amistades, la comunidad y paisaje locales, etc. Estas tres esferas
interactúan a la hora de generar experiencias personales de la
nación que siempre tendrán una dimensión colectiva. A través de
estas vivencias el individuo manifiesta la identidad nacional6.
Este proceso de nacionalización consta de dos fases. La primera implica una personalización de carácter pasivo, en el
sentido de que el individuo actúa solo puntualmente como
emisor público de nación, y concentra esta en el terreno privado. Esta fase la cubrimos todos. No así la siguiente, que
corresponde a un estadio en que el individuo se convierte en
un «productor de nación» y elabora significados de esta que
difunde no solo en la esfera más íntima, sino también en las
otras dos (pública y semipública), en calidad de político, intelectual, artista, activista, etc. El productor de nación supera la
primera fase en la que uno simplemente intercala la nación en
su identidad personal, y toma la iniciativa en el desarrollo de
acciones creativas y estimuladoras de la nación, convirtiéndola
en el atributo de la identidad. La coloca en el espacio público,
elaborándola (de ahí lo de productor) mediante relatos que son
consumidos por otros, de manera que es un canal fundamental
en su proceso colectivo de personalización7.
Mario Onaindia perteneció a este segmento más reducido
de individuos que buscan dotar a la nación de significantes
y significados en el espacio público. Él lo hizo primero como
activista y, luego, como intelectual y político. Además, y eso
es algo más particular en él, en su biografía se detecta un afán
por hacer pedagogía de la patria mediante el relato de su vida.
Es algo de lo que dejó testimonio temprano en su declaración
ante el tribunal militar que lo juzgó en 1970 y que, desde entonces, fue una constante de su discurso que se incrementó
aún más una vez fuera abandonando la ortodoxia abertzale y
asumiendo una posición de disidencia.
Mario Onaindia (1948-2003)
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Los materiales históricos, las fuentes que comunican una
biografía patria son muy variadas. Las hay históricas: un artículo en la prensa o una conferencia o discurso político son
perfectamente ubicados en un tiempo histórico determinado, y
pueden ser rápidamente adscritos a una determinada etapa de
la trayectoria vital de una persona. El problema reside en cómo
tratar otro tipo de testimonios orales y autobiográficos. Estos
últimos son muy importantes en el caso de Mario Onaindia,
que escribió dos gruesos libros de memorias y dejó numerosos
testimonios autobiográficos a los que recurro ampliamente en
este libro. Es más, ya he dicho que utilizó su relato biográfico
para dar lección acerca de los peligros que genera la patria.
El problema es que estos testimonios son hechos a partir de
una memoria personal que es siempre contemporánea («Todo
recuerdo es presente», escribió Novalis), lo que implica que el
biógrafo debe hacer concordar dichos testimonios con los dos
tiempos narrativos en que son formulados: el presente en el que
son escritos y el pasado al cual se refieren.
El carácter de los recuerdos personales es selectivo, y su
textura en tanto que fuente histórica es frágil, parcial y discontinua debido a la erosión del tiempo, la acumulación de
experiencias, la imposibilidad de retener todo lo vivido y el
peso de las circunstancias del presente sobre el ejercicio del
recuerdo8. La memoria en tanto que registro de hechos y experiencias del pasado está contenida siempre en el marco de
un relato, y esta dimensión narrativa que la subsume hace que
los recuerdos, todos, sean el resultado de un proceso creativo
en constante sedimentación y reestructuración. Sean, en definitiva, una construcción transitoria. Por ello, la autobiografía
termina convirtiéndose en un material literario más en manos
de su autor, como Mario Onaindia reconoció en el epílogo de
su primer volumen de memorias9.
El ejercicio autobiográfico tiende a privilegiar una narración
lineal que busca en el pasado síntomas de las preferencias intelectuales, ideológicas o emotivas que su autor tiene en el pre-
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sente, tratando de fijar una coherencia entre ambos tiempos.
Consiguientemente, el manejo de estas fuentes demanda prudencia con el fin de no caer en el error de narrar una vida desde
el después del biografiado10. Pierre Bourdieu señaló que el escritor que aborda su vida reinterpreta esta como un camino hacia
el punto en que se encuentra en el momento de escribirla, que
se desarrolla según el orden lógico (cronológico) del relato. Esto
es, sin embargo, una «ilusión» que lector y narrador convienen
en aceptar pues «lo real es discontinuo» y está «formado por
elementos yuxtapuestos sin razón». Este acuerdo entre lector
y narrador queda consignado, según Philippe Lejeune, por un
«pacto autobiográfico»11.
En su primer volumen de memorias, Mario Onaindia formalizó este pacto al convertir su vida en un relato centrado
en la búsqueda de la libertad frente a programas colectivistas
como la religión, el marxismo o el nacionalismo. Es más, colocó
su infancia y adolescencia como ese tiempo mítico en que se
afirman las raíces del talante propio. En la reedición de estas
memorias reconoció la subjetividad de ese propósito, incluso
se concedió el derecho a extrañarse del relato, elaborando un
sugerente ejercicio de introspección biográfica y reconociendo,
a la sombra de Bourdieu, lo vano de pretender encontrar una
verdad absoluta en el pasado, dados los mimbres narrativos que
requiere su recuerdo. Por ello, definió su autobiografía como
«una síntesis (...) entre la vida, la literatura y la teoría» construida mediante «estructuras de relato (...) que están al servicio de
la creación de un mundo coherente, solo porque únicamente
este es capaz de despertar sentimientos en el lector, pues, al
fin y al cabo, como para los clásicos, también para el narrador
la literatura es una manera de “mover y conmover”». El hecho
de que se sintiera por entonces condenado a muerte en tanto
que político no abertzale (había aparecido en las listas de un
comando de ETA y llevaba escolta) coloca esta reflexión en
un planteamiento de ilusoria linealidad que casa bien con la
prevención del citado sociólogo francés. Sin embargo, en esos
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requiebros intelectuales en los que era maestro, en el siguiente volumen de memorias cuestionó esta linealidad y, con ella,
el orden interno del relato que había formalizado y hasta su
sentido didáctico (mover y conmover): «En mi anterior libro de
memorias escribí que durante toda mi vida, desde que ingresé
en ETA hasta ahora, me he guiado por la idea de la búsqueda
de la libertad. Me gustaría que fuera así, pero (…) muchas veces
es el presente y el futuro lo que da sentido al pasado»12.
Al reconocer el carácter subjetivo de su narración autobiográfica, Mario Onaindia permite que el historiador pueda considerar lo que de positivo tiene la negación de cualquier objetividad
biográfica y salvar, a la par, la dignidad de este tipo de material
como fuente histórica. Así, el biógrafo puede reconocer que el
pacto que con su biografiado formula como lector —y escritor— es honesto, pues el relato que aquel cuenta también lo es
en la subjetividad que asume. Si todo recuerdo es un «acto de
comunicación» con el presente y con los presentes, el contexto
del individuo que recuerda ejerce una influencia evidente sobre
su relato del pasado. La cuestión, por lo tanto, es si este condicionamiento es total o si, como defiendo, es parcial y el individuo
tiene capacidad como «yo consciente» para «discutir y criticar
los libretos o discursos culturales» inscritos en su pasada percepción de la nación, el género, la etnicidad, la política, etc.13.
Por ello, este breve y parcial bosquejo biográfico se surte
de fuentes autobiográficas pero no apela a ellas como trama
narrativa determinante. El análisis biográfico, señala Isabel Burdiel, parte de contrastar «[las interpretaciones] que proceden
del entorno del biografiado y los significados, a su vez variados
e intermitentes, que cada individuo va forjando de su propia
vida»14. Así, he tratado de matizar el relato de vida que elaboró
Mario Onaindia con el que había ido presentando a lo largo
de esta, así como con otras fuentes históricas, orales o escritas,
referidas a él o provenientes de él. En todo caso, lo que sí puedo
afirmar es que le he concedido la posibilidad de ser un cumplido
historiador de su propio pasado.
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Al no buscar perseguir un «orden lógico», una trayectoria
coherente y rotunda, que creo irreal en toda biografía, he preferido dejar un hueco a la humanidad de Mario Onaindia, a
su incoherencia y a las dudas que le invadieron, aunque en
su memoria autobiográfica no las mostrara como tales. Esta
incoherencia se verá, por ejemplo, en ese juicio de Burgos en
donde se declara internacionalista pero termina cantando el
himno de guerra abertzale; o en esos años 70 en que razonaba de forma heterodoxa sobre la patria vasca mientras evitaba
cuestionar la violencia terrorista con que esta era difundida y
afirmada en el espacio público; o en ese giro posnacionalista
en que mantuvo un posicionamiento a favor del diálogo y la
pacificación muy cercano al del abertzalismo, que pocos años
después terminaría revocando…
Volveré, en el epílogo a reflexionar sobre la incoherencia y la
paradoja en toda biografía. En todo caso, esta lectura de su vida
es la que me ha permitido ubicar en él la nación. Porque en las
trayectorias biográficas ortodoxas esta, como cualquier identidad
colectiva (la clase, la religión, el género) se presenta como un
proceso que se define en unos primeros estadios de juventud
y permanece después inamovible. Esta visión implícitamente
teleológica ha presidido los estudios sobre prosopografía del movimiento obrero y las biografías de grandes líderes y estadistas.
Y es aún más acusada en las de nacionalistas, que son fieles a una
consideración primordialista de la nación, por lo que convierten
estas vidas en prototipo del discurso canónico nacionalista15.
Esto tenía poco sentido en una trayectoria patriótica heterodoxa. Dotar a este relato biográfico de un sentido lineal hubiera
impedido comprender el sentido que la nación tuvo en Mario
Onaindia. Porque es, precisamente, a través de la nación y su
inherente subjetividad como puede percibirse que la fragmentación, la discontinuidad y un cierto margen de indeterminación son parte consustancial de cualquier biografía. Es tarea
del historiador desentrañar las variables en que se produce
esta interacción, establecer prioridades entre ellas e intentar
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entender «cómo, en un tiempo y lugar determinado, surge y
se realiza un “yo”»16.
Jon Juaristi, inspirado en Connor Cruise O’Brien, ha señalado
que los nacionalismos son compendios de «historias de nacionalistas», como la religión cristiana lo es, en buena medida, de
vidas de santos. Esta tesis tuvo su influencia en Mario Onaindia.
Y es que más allá del individuo y sus paradojas, el discurso nacionalista es inmune a la crítica histórica pues «se trata de una
historia, no de una argumentación: una historia que prolifera,
que vive en variantes, que se multiplica en historias generacionales y, sobre todo, individuales: en biografías, es decir, en
historias de nacionalistas17.
En el relato que hace de su vida todo nacionalista existe un
tiempo pasado en el que determinados incidentes tempranos
(siempre con un individuo ajeno a su comunidad afectiva, normalmente un funcionario o compañero despreciativo para con
la patria) o descubrimientos traumáticos de la memoria familiar
actúan como clave reveladora de la nación. Esta experiencia
será aún mayor en el caso de que el individuo provenga de una
familia que no le hubiera trasmitido la nación con la que se
identifica en el presente desde el que escribe, cosa muy común
en nacionalismos como el vasco, que frente a lo que se suele
pensar fue un movimiento político muy limitado sociológicamente hasta el tardofranquismo. En este caso, nos encontramos ante una narrativa de la conversión, en la que el individuo
dota a la nación de un significado de revelación religiosa. La
otra narrativa (auto)biográfica es la de transmisión, en la que el
entorno afectivo y local inducen al individuo a normalizar la
nación como identidad heredada, adoptando un relato personal
inscrito en la memoria familiar18.
Esta última narrativa es la que adoptó Mario Onaindia en
sus tiempos de abertzale, y así lo razonó cuando dejó de serlo.
En este trabajo, sin embargo, se verá cómo, si bien esta fue la
fórmula general, siempre se vio completada por otras fórmulas
complementarias a la propia conversión, caso de la propia reve-
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lación o el misterio, todas de apasionado simbolismo religioso.
Por eso su biografía es más enriquecedora que todas aquellas
que siguen el patrón nacionalista, dando por hecha la nación
en el estado temprano de la vida de la persona y objetivándola mediante una de estas dos narrativas19. Porque este patrón
clásico no redunda sino en un sometimiento de la escritura
biográfica a esa ilusión de un continuo vital simbolizado en la
nación como una especie de emoción primordial. La nación se
convierte, en estas biografías amoldadas al canon nacionalista,
en un recurso narrativo con el que adoptar uno de los dos modelos biográficos ilusorios a los que se refiere François Dosse:
el genético, «que presupone un encuadramiento continuo de
las cosas de manera análoga al crecimiento de la vida humana»
y el esencialista, en el que «la coherencia de una existencia es
(…) organizada linealmente en torno a una esencia, al estilo de
la hagiografía»20.
Mario Onaindia, en cambio, supo ir de dentro a fuera de la
nación, despegarse de la narrativa lineal inspirada en el canon
nacionalista y convertir esta identidad en un hecho personal.
Y para narrar este cambio biográfico, este paso que le permitió transformar la objetividad de la nación en subjetividad, el
biógrafo debe insertarse en su propia biografía o, en expresión
de Jon Juaristi, «el paisajista debe figurar en el paisaje»21. La
reflexión puede ubicarse en lo que Richard Vinen ha bautizado como «giro autobiográfico» de la historia contemporánea,
fuertemente inducido por la necesidad de dotar a esta de mayor
respetabilidad en el marco de las ciencias humanas, así como
por el «redescubrimiento» que una nueva generación de historiadores ha hecho de la subjetividad como parte fundamental
del relato del pasado22.
El biógrafo es siempre el gestor de la vida de su biografiado,
es el que ordena sus actos, reflexiones y vivencias en el espacio y en el tiempo, el que dota de «ilusión» de realidad la vida
que narra. El giro lingüístico ha contribuido a hacer patente
este peso de la mirada subjetiva del historiador en el individuo
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historiado, y ello debe ser resaltado siempre, más aún si biógrafo y biografiado han compartido tiempo histórico23. Como
historiador, me reconozco como parte implicada en la empresa
biográfica. Máxime cuando el relato que he elaborado toca cuestiones que afectan a mi memoria. Lo que ocurre es que concedo
un valor limitado al testimonio del «testigo» pertrechado de
razones fundadas en el consabido «yo estaba ahí», «yo lo vi»,
etcétera. He explicado esto al abordar el carácter narrativo y
presentista de toda memoria. Lo mismo he de aplicarme, pues,
a mí mismo en tanto que tal «testigo», por lo que no creo que el
que comparta con mi biografiado ciertas experiencias pasadas
constituya un gran problema.
Sin embargo, existe otra razón para hacer explícito mi papel
en el relato de vida que elaboro. Y es que, como dicho gestor,
soy consciente de que he seleccionado un segmento analítico de
entre otros. Reconozco que he escogido como eje de mi relato
biográfico una más de las muchas identidades que tenemos los
individuos. Puede parecer un reconocimiento poco importante,
pero es que existe el peligro, muy presente en la historiografía vasca, de sobrevalorar lo nacional, lo que lleva a dejarnos
atrapar por la cultura del nacionalismo, muy dada a acentuar
el valor de la política y, específicamente, de lo nacional en la
vida de los individuos.
Por lo demás, como gestor de una vida en el pasado me inserto en el relato y opto por un tratamiento cercano del biografiado. Me doy cuenta que he optado por hacer lo mismo que
hice en mi anterior trabajo, pero buscando el fin contrario. En
ese trabajo, que fue una biografía total (lo que quiera que signifique esto) del fundador de las cooperativas de Mondragón,
Jose María Arizmendiarrieta, manifesté la intención de cuidar
la distancia afectiva respecto del biografiado con el fin de hacerle protagonista del relato de su vida, cediéndole la palabra
mediante abundantes citas textuales, de manera que pudiera
justificar por sí mismo sus actos y opiniones. En este libro, el
hecho de que mi relato sea solo parcial y se detenga en una
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dimensión concreta de esa vida, política e intelectual, me ha
inducido a algo parecido, y es algo curioso. He vuelto a apostar por amplias citas destinadas a dar voz a Mario Onaindia,
renunciando a ser su intérprete único. Y no lo he hecho con el
fin de engordar gratuitamente el libro, sino para dotar de cierta
autonomía al protagonista y no invadir su centralidad en el
relato. He mantenido una voluntad de cercanía a él, razón por
la que le denomino por su nombre (Mario). Todo ello con el fin
de contribuir a «restaurar los vínculos que parecían rotos entre
los historiadores y los lectores»24. Todo esto es algo que no he
buscado conscientemente, entiendo que no lo había diseñado
cuando me puse a trabajar sobre esta persona, entiendo que ha
ocurrido porque he tenido claro el componente subjetivo de la
idea de nación, que intensifica aún más el de la escritura biográfica e incentiva esa ubicación del paisajista en el paisaje...25.
He optado también por otras estrategias narrativas, como
avanzar o retroceder en el tiempo a la hora de señalar ideas
y reflexiones. Cuando una idea sobre la nación nace en una
persona, resulta formalizada de una manera que luego se va
transformando con el tiempo, «renacionalizándose», como explicaré más adelante26. Con el fin de hacer patente este proceso,
en ocasiones esa idea la repetiré a lo largo de la trama temporal
del texto, mientras, en otras, preferiré ventilarla estrangulando
su evolución en un único momento. Mi afán es mostrar, en
todo caso, la capacidad que Mario Onaindia tuvo, como individuo, para interactuar con el contexto histórico y arrancar de él
variados significados de la idea de nación que luego difundió
públicamente.
El trabajo biográfico realizado, tanto por su limitación asumida como por la documentación que he consultado, podría
ubicarse en un perfil de biografía política o intelectual. Sin
embargo, no estoy del todo convencido de ello. Esta variante
de la escritura biográfica (muy del gusto de nuestros colegas
franceses) coloca al individuo en un universo de referentes políticos abstraídos muchas veces de su vida íntima, de los afectos
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y dolores, dichas y quebrantos, enfermedad y vejez, amor y
muerte, filias y fobias, ambiciones y frustraciones… En definitiva, colocan la vida en un plano que tiende a fijar una trayectoria coherente, abstrayéndole eso que Bourdieu nos recuerda
que reveló Shakespeare en Macbeth: que la vida es, también,
«una historia contada por un idiota, de ruido y furia, sin ningún significado». No defiendo una posición negacionista de la
biografía política e intelectual, no es que crea que ninguna es
válida si no va enmarcada en una complementaria dimensión
íntima de la persona. Simplemente tengo la impresión de que el
significado que tiene la vida en todo ser humano cambia, y que
el que suele quedar fijado públicamente es el que este le otorga
cuando ejerce el recuerdo en la madurez o vejez, convirtiéndola
en una ilusión de trascendencia bajo la forma de memoria. Comenta Mario Onaindia, refiriéndose a su infancia, que recuerda
de esta «más escenas sueltas, casi fotogramas, que historias.
Y tanto unas como otras están tamizadas y seguramente mediatizadas por los asaltos que someten a la memoria las narraciones
familiares o mis propios sueños»27. Me da la impresión que este
recuerdo no solo fue propio de su infancia sino del conjunto de
su vida y que fue esa memoria posterior, en conjunción con esos
sueños, la que le dotó de una trama narrativa coherente. Una
trama en la que aparecen conceptos políticos e intelectuales que
incidirán en la elaboración de ese pasado como memoria y en la
concepción cambiante de la nación que en ella fue fijando.
A partir de aquí, resulta claro que su biografía patria incorpora
una dimensión política e intelectual evidente. Pero ninguna de
ellas estrangula a la primera. Una nación son muchas cosas, es
desde luego una abstracción política y, como tal, tiene un papel muy importante en los procesos de elaboración intelectual e
ideológica. Sin embargo, no se agota en esas dimensiones. Como
veremos, en Mario Onaindia la nación no solo fue una comunidad política primordial, primero, y cívico-constitucional, después,
que racionalizar y asociar a sus inquietudes políticas e ideológicas, que desde la juventud fueron de signo izquierdista y con
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un importante fundamento marxista. Fue también el PNV de
los 50 y 60, la ETA de fines de los 60, la EIA de fines de los 70, la
Euskadiko Ezkerra de los 80 y el PSE-PSOE de los 90. Y también
la pareja, la familia, los amigos hechos en la propia ETA y en la
cárcel y en su militancia política, a algunos de los cuales ETA
asesinó después. Como lo fueron esos ciudadanos anónimos que
se manifestaron esos años en memoria de estos asesinados y en
reivindicación de su derecho a ser y pensar de forma diferente al
nacionalismo vasco, o antiguos compañeros de EE como el que
cuidaba de los jardines de Zarautz acompañado por dos escoltas.
Y fue también el Athletic de Bilbao, el paisaje (romántico) de la
costa vizcaína y los valles guipuzcoanos, los grandes clásicos de
la literatura en euskera, intelectuales como Miguel de Unamuno
o Jorge Oteiza. Y la tradición republicana y civilista española
cercenada por el alzamiento del 18 de julio de 1936. Y la Constitución de 1812, los fueros provinciales vascos, la Constitución
de 1978, el Estatuto de 1979…
Lo que analizo en este libro no es, pues, la elaboración de
una idea de nación inscrita en una ideología o cultura política
determinadas, o en un ejercicio de reflexión intelectual más o
menos abstracto. Lo que analizo es la adopción de la nación
como narrativa personal. Y este análisis revela, como en el caso
de su paisano Miguel de Unamuno, que la nación, cuando es
explorada en la vida cotidiana del individuo, constituye una
aparatosa metonimia de este. Su personalización implica su
adopción como sujeto narrativo de la vida (los orígenes, la familia, las emociones, las creencias, las ideas políticas).
Se lo leí hace (demasiados) años a Anthony P. Cohen mientras contemplaba el cielo plomizo de un típico verano otoñal
escocés: la efectividad de la nación como identidad descansa no
en la abstracción homogeneizadora que le confieren los nacionalistas, sino en el ejercicio de apropiación subjetiva que sobre
ella ejerce el individuo, asociándola a su universo afectivo, por
lo que «cuando «veo» la nación me estoy contemplando a mí
mismo». Observación que puedo completar con esta: «Mario es
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el principal objeto de estudio de Mario Onaindia en sus libros.
Es su propio personaje filosófico. (…) Todo lo que Mario ha
escrito tiene que ver con su vida»28.
Y teniendo en cuenta que buena parte de lo que escribió
trató sobre la política vasca, y una parte sustancial de ello
versó sobre la nación, creo que es fácil conceder que cuando
escribió sobre la nación estaba escribiendo sobre sí mismo, o
que, como dice el antropólogo citado, cuando la veía se estaba
contemplando a sí mismo. De hecho terminó convirtiendo su
trayectoria biográfica en ejercicio de pedagogía patria, intercalando ambos relatos, el de la nación y el del yo, de forma que
era difícil distinguir dónde terminaba uno y empezaba otro.
Es lo que le une a Miguel de Unamuno, que siempre me había
parecido, hasta la fecha, un paradigma de esta interacción entre
yo y nación.
Y esto no es un fenómeno circunstancial, propio de personajes narcisistas o vanidosos. Al contrario, puede encontrarse
mejor en ciertas personas que, como Mario Onaindia, se liberaron de esa falsa modestia que impide al nacionalista (al que
lo es permanentemente, al que lo es a ratos, y al que lo quiere
dejar de ser o está aprendiendo a serlo) colocarse en el centro
del relato nacional. Los nacionalistas creen que la nación es un
don que no admite de personalización, que es una fuerza de la
naturaleza, colectiva e inmanente, telúrica y metafísica, eterna
y trascendente que subsume al individuo en un colectivo. Personas como Mario se dieron cuenta de la cruda realidad de que
por debajo de esa fuerza estaban ellos mismos, por lo que eran
capaces de someter a crítica el discurso nacionalista, desmantelarlo y convertirlo en lo que siempre ha sido: una secuencia
narrativa destinada a dotarnos de la ilusión de que no estamos
solos y de que podemos actuar de manera colectiva gracias a
nuestra identificación con una comunidad política abstracta.
La escritura de la nación es escritura del yo. El productor de
nación le concederá variantes y símbolos que permitirán a los
demás individuos adoptar una trama común con que elabo-
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rar ese relato personal, pero en último término este resultará
siempre intransferible, incapaz de ser intercambiado por otros,
pues apelará a lo más íntimo de cada persona. Y esta lección
no es de las peores que uno pueda guardarse, si así lo desea,
cuando vea en este libro cómo Mario Onaindia dialogó con la
nación, cómo hizo de ella un instrumento de aprendizaje de la
democracia y cómo descubrió que su fundamento solo podía
ser la libertad individual.
Este libro no hubiera sido posible sin muchas personas a
las que quiero recordar. En primer lugar, en su diseño original
intervinieron un montón de buenos amigos y colegas con los
que pude mantener un activo debate gracias al Instituto Valentín de Foronda. He de mencionar, así, a su Director, José
María Ortiz de Orruño, su gerente, Oskar González, y a todos
los miembros del Grupo de Investigación IT-429-10 del Sistema Universitario Vasco, liderado por Luis Castells, persona a
quien tanto debo profesionalmente y de la que sigo aprendiendo a ser mejor historiador. Fue concebido originalmente como
ponencia que formó parte de un Congreso que organicé en el
citado Instituto con Xose Manoel Núñez Seixas, con quien llevo ya (tantos) años entablando un diálogo enriquecedor sobre
el fenómeno del individuo y la nación. En su debate agradecí
mucho sus comentarios, al igual que los de Juan Gracia, a quien
mando un caluroso saludo en el trance personal del que está
recuperándose, y de Martín Alonso, de quien tanto aprendo en
materia de teoría política, violencia e identidad.
Las reflexiones y consejos de Jesús Casquete han sido también determinantes en la reflexión que presento en este libro,
algo que procede en uno de los puntales sobresalientes de la
(pobretona) ciencia social vasca. Lo mismo diría de lo recibido
de Raúl López, Joseba Louzao, Álex Quiroga, José María Faraldo
y Ferrán Archilés, que reúnen a dos generaciones de historiadores de vanguardia, con quienes he podido discutir algunas
de las tesis que lo enmarcan en seminarios que, en algún caso,
llegaron a crear ex profeso para ello. Isabel Burdiel, flamante
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Premio Nacional de Historia y una de las personas que más
sabe sobre biografía histórica, me ha amparado a la hora de
debatir en foros académicos renombrados sobre individuo y
nación y me ha permitido formar parte de la red internacional
que dirige sobre biografía e historia. José Luis de la Granja me
proporcionó un abundante caudal informativo y se ha postulado como conseguidor editorial, algo que solo puedo mencionar
con agradecimiento. Jose Luis (Patxo) Unzueta me abrió con
generosidad el archivo de El País, en donde Juan Carlos Blanco
y Ana Lorite me guiaron en varias estancias de investigación
fundamentales para el trabajo que aquí presento y, más aún,
para el que espero fructifique algún día acerca de la transición
democrática y la problemática vasca. También deseo agradecer,
en este punto, al propio servicio de documentación de este periódico su cesión de una de las fotos que acompañan este libro.
Así como a Pilar Fernández, del Servicio de Documentación de
El Diario Vasco, su generosa cesión de varias de las fotografías
que ilustran este libro y su cubierta. Gaizka Fernández ha sido
un revisor concienzudo de los borradores de este libro, aún le
debo uno de los volúmenes de memorias de Mario que está
ya agotado, y promovió con entusiasmo este proyecto en el
seno de la Mario Onaindia Fundazioa. Esozi Leturiondo me
proporcionó documentación y, sobre todo, ha sancionado esta
biografía (parcial) de su marido, igual que uno de sus mejores
amigos, Eduardo (Teo) Uriarte, y Manu Gojenola, su primo y
más experto documentalista. Finalmente, debo mencionar a la
Junta Directiva de la Mario Onaindia Fundazioa, con su presidente a la cabeza, Alberto Agirrezabal, factor clave para que
este libro exista.
Sin embargo, los que más han sufrido este libro, los que
no solo ven su parte buena sino también la mala, de agobios,
estrés y angustias, son aquellos más cercanos. Son mis padres,
hermanos y amigos a quienes tanto tiempo he tenido que retirar
para poderlo dedicar a este encargo que se sumaba a una vida
laboral no precisamente vacía de actividad, y Vanessa, mi pa-
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reja, a quien muy especialmente se lo dedico, porque es la que
lógicamente ha aguantado lo peor de convivir con un escritor
sometido a la presión de tener que ventilar un manuscrito a la
par que da salida a una decena más de encargos de diverso signo. El sino del investigador en esta España a la deriva, incluso
el de aquel que ha alcanzado una «trayectoria investigadora
destacada», según reza la flamante acreditación I3 que obtuve
mientras preparaba este libro, es este: el de trabajar sin saber
en qué medida este trabajo tendrá continuidad y permitirá seguir pagando el alquiler a fin de mes y vislumbrar un futuro
laboral medianamente digno. En tal situación he finalizado este
libro, hecho con igual convicción que aquella que encontré en
una sentencia del dramaturgo Terence Rattingan: «Creo en la
pasión. Creo en el honor. Creo en la alegría. Creo en el coraje.
Y aspiro a conseguir algún día lo más difícil: la elegancia bajo
presión»29. No sé si he logrado dicha elegancia pero sí puedo
dar fe de haber escrito este libro bajo más presión que la que
me hubiera gustado tener, de haberlo escrito con pasión, honor,
coraje y alegría. Por eso ahora ya sí, definitivamente, tras más
de dos años, puedo entregar esos libros a Esozi y ponerme a
otras cosas, si me dejan…
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