¿Somos lo que comemos…y lo que nos movemos? Patricia Aranda Gallegos Una mañana en un hogar de clase media urbana, en la que habita una familia de padre, madre y dos hijos, por lo general inicia con un desayuno que se consume con algunas prisas, en ocasiones se comparte un cafecito, leche y alimentos que incluyen, tortillas de harina, huevo y queso y con menor frecuencia alguna fruta o frijoles. Sin más preámbulo los integrantes de la familia se suben al carro o caminan a la parada del camión para llegan a la escuela y el trabajo en donde desempeñan sus actividades, por lo general las mismas implican poca movilidad, ya sea sentados en el pupitre escolar o en los diferentes tipos de trabajo entre los que predomina el rubro de servicios. Llega medio día o la tarde y todavía es posible la vuelta a casa para comer y hacer algunas tareas…sentados, casi la misma posición en que después se ve la televisión o se utiliza la computadora para “relajarse” y fuera de las actividades de limpieza, se acabó el día con una rutina básicamente sedentaria. Pero con sus variantes, esto no solo sucede en clase media, si hacemos las cuentas en el día son pocos los que se dedican a trabajos que implican una gran cantidad de esfuerzo físico y son muchos los que quedan vulnerables a lo que actualmente se define como un problema de salud pública por sus nexos con enfermedades tales como las cardiovasculares y la diabetes: la obesidad. El significado de las palabras ha cambiado con el contexto, de manera que en otras épocas si nos referimos a que un niño había engordado utilizábamos la palabra “repuestito” porque muy seguramente se había repuesto, efectivamente de un proceso de enfermedad diarreica ya que las enfermedades de este tipo ocupaban los primeros lugares de mortalidad general. Cuarenta años después, el mayor riesgo de mortalidad general se asocia a otro tipo de factores tales como hipertensión y diabetes. La Encuesta Nacional de Salud y Alimentación de 2006 nos advierte que en México y Sonora tenemos una combinación de factores relacionados con la desnutrición en algunas edades y condiciones, así como con la obesidad de manera general. La combinación de ambas nos presenta una problemática seria en torno a los factores de riesgo de las enfermedades señaladas. Los datos de la encuesta nos dicen que mientras la prevalencia de hipertensión arterial por diagnóstico médico previo en Sonora es muy superior a la del promedio nacional, 10 de cada 100 niños menores de cinco años de edad, tienen baja talla y 8 de cada 100 tienen sobrepeso. Una tercera parte de los niños en edad escolar y de los adolescentes presentan exceso de peso, es decir, una combinación de sobrepeso más obesidad y siete de cada 10 adultos mayores de 20 años, presenta exceso de peso y 80% de este grupo de población presenta obesidad abdominal. La alta prevalencia de diabetes en algunos grupos étnicos es preocupante, tomemos el caso de los Seris y pensemos en las implicaciones en su futuro próximo. Estos datos han tenido serias implicaciones, no solo para la redefinición y revaloración del concepto de obesidad en sí mismo, sino para la política pública y los efectos prácticos en las relaciones sociales, por ejemplo, una persona con sobrepeso va teniendo mayores costos si desea contratar un seguro de vida, porque la empresa supone que será un sujeto que se enfermará con mayor facilidad y le será más oneroso; o bien, algunos empleadores van anexando el criterio de obesidad o de intolerancia a la glucosa como condiciones negativas para hacer una contratación con el mismo argumento. Los programas preventivos han enfocado sus esfuerzos para combatir esta condición, enfatizando sobre todo la voluntad y responsabilidad individual. Sin embargo es necesario reflexionar sobre las formas de incidir en el cambio de rutinas desde todas las instituciones. Un estilo de vida no se construye efectivamente en los procesos de socialización y en ellos la que se realiza en la familia es fundamental, pero no depende sólo de ella, se requiere considerar los espacios urbanos y los factores condicionantes que se encuentran también nuestras formas de traslado y trabajo. Quitar de la agenda estos últimos, sobre todo en la población estudiante y económicamente activa, les deja poco tiempo del día en el que se puede hacer algo al respecto. Como sociedad hemos dado un valor positivo al deporte en algunas edades pero otro negativo que necesitamos revalorar, por ejemplo, en la adolescencia esta misma actividad deja de ser parte obligatoria de la currícula escolar entre los jóvenes adultos y se vuelve una actividad optativa ¿No será hora de reflexionar sobre el papel de la educación media y superior con este componente?. En este sentido la Universidad de Sonora ha dado un buen paso con la inclusión de algunas materias optativas en las que el deporte es un requisito, falta re-significar y fomentar los aspectos lúdicos que puede conllevar esta actividad. No se pueden quedar fuera de las opciones de intervención los espacios laborales y educativos si se requiere de un impacto en las prácticas de este tipo. Algunas empresas han demostrado que incluir algunas actividades físicas en la jornada resulta incluso benéfico a la productividad. Ante la magnitud del problema, urge considerar todos los niveles de intervención, derecho y responsabilidad social e individual.