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Revista de Cultura Latinoamericana
CECAL
Centro de Estudios y Cooperación para América Latina
GUARAGUAO
Revista de Cultura Latinoamericana
Dirección: Mario Campaña
Subdirección: Daniel Gamper y Francisco Marín
Administración: Montserrat Peiró
Consejo Editor: Carolina Hernández Terrazas, Mónica Gozalbo Felip, Francesco Zatta y Ramiro Matas.
Consejo Asesor: Constantino Bértolo, Esperanza Bielsa, Susana Carro Ripalda, Antonio Cillóniz,
Wilfrido Corral, Américo Ferrari, David Frisby, Bridget Fowler, Mike Gonzalez, Román Gubern,
Rhonda Hart, Christian Hermansen, Jesús Martín Barbero, Carlos Monsiváis, Julio Ortega, Ulrich
Oslender, Rossana Reguillo, Humberto Robles, José Sanchis Sinisterra, Vivian Schelling, Andy Smith,
Meri Torras, Fernando Valls.
Corrección: Mónica Gozalbo Felip
Fotografía de portada: Ismael Llopis Navarro, [email protected]
Representante en eeuu: Ligia Chadwick
Representante en Francia: Porfirio Mamani Macedo
GUARAGUAO es una publicación del Centro de Estudios y Cooperación para América Latina (cecal)
Dirección: Pisuerga, 2, 1º 3ª, Barcelona, 08028. España
Página web: http://www.revistaguaraguao.org
Depósito legal: B-45.842-1996
ISSN: 1137-2354
Puntos de Venta en América:
México: Librerías del Fondo de Cultura Económica y Librerías Gandhi
Argentina: Librería Prometeo
GUARAGUAO es miembro de la Asociación de Revistas Culturales de España (arce)
GUARAGUAO es miembro de la Federación Iberoamericana de Revistas Culturales (firc)
Maquetación: Carolina Hernández Terrazas
Impresión: xxxxxx
«Esta revista ha recibido una subvención de la Dirección General de Libro,
Archivos y Bibliotecas para su difusión en bibliotecas, centros culturales y
universidades de España, para la totalidad de los números editados en el
año 2009».
Índice
Editorial
5
Ensayo
7
Abismo y autocomplacencia. Los falsos dilemas de la nueva narrativa latinoamericana
Francisco Marín
Un debate tal vez urgente:
la industria literaria y el control de la literatura hispanoamericana
Pablo Sánchez
Últimas noticias de la narrativa latinoamericana
Elena Santos
9
19
29
¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores
hispanoamericanos?
39
Wilfrido H. Corral
Cambio de ciclo en la narrativa latinoamericana. Una conversación con Antonio José Ponte
Francisco Marín
Recuperación
55
65
Suenan timbres a la espera de la crítica
Mario Campaña
67
Suenan timbres
(Selección) de Luis Vidales
70
Creación
103
El catavientos (fragmento)
Sergio Chejfec
105
Papeles revueltos
Raúl Vallejo
114
Gris de borrasca (fragmento)
Alberto Garrandés
118
Arte
Peter Capusotto, la risa del rock
Martín Ortegui Piñeyrúa
Libros Disidentes, rebeldes, insurgentes,
de Martín Lienhard, por Francisco Martínez Hoyos
Pegar donde más duele. Violencia política y trauma social
en Argentina, de Antonius C. G. M. Robben,
por María Victoria De Negri y Martín Costanzo
El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti,
de Mario Vargas Llosa, por Dimas Mas
Casi nunca, de Daniel Sada, por Elena Santos
Un náufrago asido a una puerta, de Carlos Vitale, por Sònia Hernández
Mis dos mundos, de Sergio Chejfec, por Paco Marín
Missa solemnis, de Raúl Vallejo, por Jorge Aguilar Mora
127
129
135
137
139
142
146
150
153
156
Editorial
El tiempo, la época, su novedad incesante, su conflicto siempre renovado, sus estrategias impúdicas o sutiles
nos obligan a la reflexión alerta. ¿Por qué tantos premios
literarios españoles, los más prestigiosos, los mejor dotados, recaen, una y otra vez, en escritores o en obras de
Hispanoamérica? ¿Tiene eso algo que ver con el proceso
de ampliación del mercado literario, por la lucha por
una posición dominante en un espacio económico y político potencialmente productivo?
¿Las obras tan numerosas que llegan de Hispanoamérica parecen escritas, en un porcentaje alarmante, tal vez no sobre pedido o moldes pero sí
estimuladas y conducidas por patrones previamente diseñados en los departamentos de ventas de los grandes grupos editoriales o en los despachos
de los productores de cine? ¿Qué perspectiva debemos adoptar para juzgar
lo que está ocurriendo? ¿A qué parte de la historia más o menos reciente
hemos de acudir para interrogar el presente? ¿Qué tradiciones hemos de revisitar? El cosmopolitismo de Borges, Bioy y Mujica Lainez, la línea argentina o más bien bonaerense, ¿se prolonga triunfal y eterna en los narradores
que disputan hoy el espacio público? Aquel escarnio que tan fácilmente
se endilga ahora al García Márquez de la Cándida Eréndira y su abuela
malvada, el de los seres voladores, ¿sirve también para olvidar a Rulfo, a
Ribeyro, a Fonseca, a Saer, Arguedas? «Todavía América vive bajo el signo
telúrico de las grandes tormentas y de las grandes inundaciones. Habrá
siempre algún parte meteorológico de Miami, de La Habana, de la Isla de
Gran Caimán, para recordarnos que nuestra naturaleza no ha llegado todavía a ser tan ‘amable’ ni tan ‘sosegada’ como Goethe hubiera querido que
fuera la del mundo entero –a semejanza de su romántica Alemania». Alejo
GUARAGUAO
Carpentier escribía esto en 1952 y vinculaba aquella naturaleza no domesticada con la literatura que entonces germinaba. Hoy, hay sociólogos y
geógrafos que afirman que Latinoamérica es la región más urbanizada del
planeta. ¿Se ha vuelto «amable» y «sosegado» nuestro mundo?
Las indagaciones sobre la narrativa hispanoamericana de hoy, a las que
hemos invitado a destacados especialistas, son de primer orden, creemos,
pero el resultado de nuestra tentativa como revista no nos deja del todo satisfechos, si bien damos por buena la invitación que recibimos de parte de
nuestros colaboradores a pensar en las numerosas interrogantes que todos
ellos proponen, y en sus respuestas a veces sutiles, como las de Ponte, el narrador y poeta cubano entrevistado en este número, cuya palabra, estamos
seguros, resonará una y otra vez en la mente de lectores permeables a las
benéficas meditaciones suscitadas por el arte de la narración.
Ofrecemos aquí una amplia muestra del libro secretamente famoso y
lleno de un incomprensible misterio, que sólo se explica por la incuria
de cierta crítica universitaria. Me refiero a Suenan timbres, el libro del
colombiano Luis Vidales, sin duda una de la grandes obras de la vanguardia, totalmente obviada en la mayoría de los estudios dedicados a la
época y al tema.
Nuestra sección de Creación mantiene su línea y presenta textos inéditos de narradores que con diferentes pertrechos e intenciones proponen
proyectos nuevos. Chejfec, felizmente, empieza a ser leído en España como
se merece. Vallejo y Garrandés esperan su turno.
Mario Campaña
Ensayo
Abismo y autocomplacencia.
Los falsos dilemas de la nueva
narrativa latinoamericana
Francisco Marín
1. Cuatro décadas después del despegue del boom, una nueva generación de narradores latinoamericanos ha tomado forma en la percepción que
tienen los estudiosos de lo que sería un grupo de características comunes, y
a falta de una denominación mejor se ha comenzado a hablar de ella como
la nueva narrativa latinoamericana o, en algunas partes, como el post-boom.
Es un grupo amplio. Fácilmente podrían llegar a la veintena el número de
autores de interés que suelen reseñarse en los medios como representantes
de una capacidad creadora que durante un paréntesis extraordinariamente
largo han debido aguardar a que la alargada sombra de Borges, Onetti,
Cortázar, Lezama, Fuentes, Rulfo, García Márquez, y Vargas Llosa se disolviera en la retina de un lector renovado. Como es bien sabido, el arte no
progresa. Sin embargo, el sujeto al que va dirigido, plantea problemas a los
que el artista debe adelantarse. Hay un punto de partida que nadie debiera
soslayar a la hora de comentar el valor de los nuevos creadores: existen
los nuevos narradores, en efecto, pero fundamentalmente lo que existen
son nuevos lectores. En un alto porcentaje, el lector de Fresán, Villoro,
Morábito, Roncagliolo, Castellanos, Volpi, Rey Rosa, Paz Soldán… se ha
librado –dicho sea sin la menor de las ironías– del lastre de la experiencia
seminal de las lecturas que marcaron un hito en la formación de concepto
moderno de la novela. Corto y claro: hay nuevos descubridores (el autor)
porque hay nuevos territorios (el lector).
Eso no supone en ningún caso hablar de la creación como un fenómeno
nacido a partir de una experiencia cero. Como bien señala Elena Santos en
el artículo que publica este mismo número de Guaraguao, es en los autores
donde se da la mayor conciencia de pertenecer a un campo de largo recorrido cuyas fuentes siguen estando en algo ocurrido, hace mucho, mucho
tiempo. Para ello no hacen falta académicos. Vásquez ha leído a Onetti;
Roncagliolo a Llosa, Pauls a Borges, Álvaro Enrigue a Cortázar, Antonio
GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 9-18
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José Ponte a Lezama… Y los han integrado como creadores de modelos, no
a emular, sino a actualizar. No son inocentes. Saben mirar hacia adelante
y hacia atrás. Las estrategias narradoras para ellos ya no son las derivadas
de una fundación necesariamente formada mediante la práctica reiterada
del ensayo-error, sino las de una refundación –la modernidad, en términos
históricos, ya había sido descubierta, ensayada amortizada– de la que han
sido descartadas las creaciones previamente destinadas al fracaso.
Si el terreno ha cambiado, todo ha cambiado. El demiurgo ha sido sustituido por un avezado hechicero con habilidad para el cálculo y, en muchos
casos, una potentísima mirada crítica. En este sentido no deja de ser significativo el uso recurrente que los escritores de hoy hacen de la crítica literaria:
el autor de hoy se siente global y necesita saber a qué atenerse. Muchos son
asiduos firmantes de reseñas en los principales diarios del ámbito hispanoamericano: como ejemplos dispares, las críticas de Fresán o Villoro –la crítica,
recordó atinadamente Ignacio Echevarría hace unos años, en uno de sus animados debates gremiales, no habla de literatura; es literatura– orientan muy
bien sobre las metas que se plantean ellos mismos como novelistas, mientras
otros escritores dan un paso atrás cuando transigen con que su ligereza como
comentaristas carezca del atractivo turbio de obras. Pero en un caso u otro,
todos ellos son ejemplos de lo mismo: el escritor de hoy es un escritor que
ha hecho sus deberes. Y necesita mostrarlo. Hace un lustro, internet era un
síntoma de ese exhibicionismo, hoy se ha colocado en el núcleo del asunto:
algún día no muy lejano habrá que abordar en esta revista el fenómeno de
los blogs. La lista de autores que mantienen su blog abierto es sorprendentemente llamativa, y en algunos casos con resultados enriquecedores (léase:
estimulantes y orientadores). En otros, lo que se sigue evidenciando es que el
ego no cobra por su peso en bites.
También en el resto de las literaturas regionales (europeas, norteamericanas, asiáticas…) se ha dado ese proceso de reubicación: la década de
los ochenta sentó las bases de un nuevo mundo literario que reaccionó
a la exigencia de los setenta, y seguimos inmersos en él. Si como dijera
Pere Gimferrer, en el cine hace décadas que triunfó Dickens como modelo
narrativo, en la literatura la batalla la han ganado los hijos de Dickens
formados por vía televisiva. No es momento de lamentarse, pero en el
caso de una narrativa latinoamericana, la llamada a tomar el testigo de un
fenómeno de implicaciones tan complejas como lo fue el boom, el resultado no puede sino producir melancolía. La conciencia no se ha trocado
Francisco Marín • Abismo y autocomplacencia
11
en un movimiento global de altura. Más bien, son muchos los autores
que parecen plegarse a los parámetros del público que debieran dirigir.
Rayuela necesitaba imperiosamente ser leído por una generación (la misma
que ingería artefactos poco recomendables como 62/modelo para armar);
la misma de Pedro Páramo y de Paradiso. ¿Alguien hoy considera plausible
una complicidad entre autor y lector de un alcance tan profundo? ¿Y con
tanta generosidad por ambas partes… incluso para el fracaso?
Hubo un tiempo en que la lectura era una religión y autores y lectores
se jugaban la vida. En su maravilloso y recién publicado libro de ensayos,
Encuentros, Milan Kundera cuenta de Cien años de soledad: Tengo la impresión de que esta novela, que es una apoteosis del arte de la novela, es a la
vez un adiós dirigido a la era de la novela. Corría el año 1967. Nunca una
generación ha vuelto a exigir tanto del acto de novelar. Se lee, pero las expectativas se han escorado hacia asuntos menos trascendentes. Hoy, los lectores de narrativa latinoamericana, serían incapaces de disfrutar, de forma
asidua, devota, la complejidad de aquellos artefactos: se los estudia y lee en
las aulas. Como El Quijote. Fuera de ellas, el lector que mantiene la franja
central del consumo busca otra cosa. Y el laboratorio de la creación se ha
avenido a esa sensibilidad: las obras de largo recorrido son aquellas que siguen apareciendo en los planes de estudio; las novedades son las pirámides
de las librerías/centro comercial. Oferta y demanda buscan su equilibrio.
Por supuesto, esa reorganización del gusto no se ha hecho de forma premeditada. Ni tampoco (este detalle es fundamental) redunda en la calidad
de los textos. Nunca en América Latina se había escrito tanto ni la media
había sido tan alta. El lector avezado sabe que no hay una sola editorial de
calidad de tamaño medio hacia arriba que no cuente con unos cuantos nombres de interés en su nómina (si nómina se puede llamar la ridícula cantidad
que la mayoría de ellos cobran como porcentaje por sus libros). Entre todas
ellas han construido una auténtica topografía narrativa latinoamericana, y
se ha convertido en habitual la presencia en los premios convocados desde
España (redistribuidor del caudal creativo por obvias razones industriales)
de nombres transatlánticos. No faltan buenos autores. Lo que falta son las
cimas. Abunda lo interesante, se encuentra con facilidad lo notable, pero la
vieja sensación de trascendencia y connivencia con el lector se instala en los
recovecos, en los autores empecinados, en los fogonazos. ¿Cuántos lectores
tiene Chejfec? ¿Bellatin? ¿Kohan? ¿Ponte? Pasar de cientos a miles, en estos
casos, es hablar de un best-seller. Su singularidad queda reducida al nivel de
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excéntricos, recordando con sarcasmo el altísimo significado literario que
tiene esa palabra: excéntrico. No es un problema. Si bien es cierto que las
exigencias de las nuevas generaciones de lectores son descorazonadoramente inanes, el lector de secta sigue respirando. Y por el mismo motivo que
internet tiene un uso fútil, cabe esperar que este medio pueda cumplir con
dignidad un nuevo papel para lectores convertidos en refugiados.
Como se insiste una y otra vez por todos los interesados en el fenómeno
de la nueva narrativa, el chileno Roberto Bolaño es la excepción del panorama. En su caso, subsiste algo del viejo aroma de comunidad de iniciados
flotando en el aire, y su temprano fallecimiento ha ayudado a alentar el
fenómeno. Con todo, hay un elemento en Bolaño que le separa claramente
del resto: su visceralidad. La lectura de 2666 no deja indiferente a nadie
que se haya introducido en ella, y con todo el cuidado que debe prestarse
a los paralelismos, en la huella que deja hay algo del Informe sobre ciegos de
Sábato. ¿Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato?, se
pregunta el argentino en el arranque de su inolvidable puñalada inserta en
Sobre héroes y tumbas. Como lectura, Monsieur Pain, Amberes o Nocturno de
Chile, arrastran el mismo interrogante no formulado: ¿qué me ha arrastrado a este pozo? La pregunta se hace desde el interior del agujero. La literatura nace, en su caso, para palpar las irregularidades de unas paredes construidas por seres anónimos. Lo intempestivo se convierte en lo natural. No
hay necesidad de ser conciliador con nadie. La admiración hacia Bolaño
tiene algo de cuota para raros. Bolaño vende; también podía haber muerto
solo y en París como su querido César Vallejo. Ya se sabe: Yo nací un día /
que Dios estuvo enfermo. De Bolaño dijo un crítico que, a sus cincuenta y
dos años, el novelista había muerto en plena juventud. ¿Qué hubiese dicho
de Vallejo, un anciano fallecido con apenas cuarenta y cinco?
Demasiadas preguntas. Los seguidores de Bolaño no han apadrinado
nuevos favorecidos y, aislado el fenómeno, se han reordenado de acuerdo
con un gusto que coloca la narrativa latinoamericana, en su conjunto, al
mismo nivel que la policíaca o la histórica. Dentro de ella el chileno es un
capítulo más. Y no breve. Entre lo publicado, lo recuperado y lo inédito
Bolaño puede acabar convirtiéndose en un subgénero.
2. A la vez, esa recomposición de gustos y mercado arrastra consigo una
reformulación de lo latinoamericano en narrativa. El cosmopolitismo, el
fuerte componente metaliterario presente en tantos autores, la seducción
Francisco Marín • Abismo y autocomplacencia
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ejercida por la narrativa de género, esconde un elemento que a mi entender
no ha sido todavía suficientemente analizado. Ello es la vivencia estereotipada de lo occidental. El boom fue muchas cosas, pero esencialmente fue
el descubrimiento de una mirada capaz de enriquecer la sensibilidad occidental. De obligar a cambiar el punto de vista del lector culto, del lector
formado en una estela que venía de Flaubert, pasaba por Proust, Joyce y
Kafka, y se demoraba en los gigantes de la generación perdida norteamericana, sobre todo Faulkner. Con cada uno de esos estratos se había formado
una experiencia poliédrica. Borges, Cortázar, Onetti añadieron una cara
más al rostro cubista del auténtico lector. Su trascendencia radicaba en la
posibilidad de ayudar a construir un corpus artístico nuevo en el que el
mínimo común denominador no alteraba la capacidad creativa de cada
mirada. Conversación en La Catedral era una obra inconcebible desde el
núcleo de la propia tradición occidental; como Pedro Páramo; como Tres
tristes tigres. La renovación venía desde lo periférico, desde la mirada creadora del mestizaje cultural.
Desde entonces, no se ha vuelto a dar un paso de gigante como aquél y
las cuatro décadas posteriores han servido para normalizar lo latinoamericano. Sigue habiendo una temática, un lenguaje, una percepción del medio propia a cada una de las geografías como la había en 1960, pero la
sensación de estar añadiendo una alternativa llamada, no a sustituir, sino
a enriquecer, el tronco de la literatura (Goytisolo dixit) ha desaparecido.
Ese mínimo común denominador que unifica sensibilidades entre lectores
de los lugares más alejados se manifiesta cada vez con más fuerza. Quizás
esa sea la tragedia de la posmodernidad. Aprendimos a ser posmodernos
con Barth y Coover (los últimos grandes deudores del boom; los últimos
que supieron asimilar sus implicaciones creativas y trasladarlas a su propia
obra: desde el norte del continente, actuaron como auténticos compañeros
de generación) sólo para poder leer a Murakami por la mañana, a Roncagliolo por la tarde y a Amélie Nothomb por la noche, y a hacerlo como
quien practica una dieta baja en calorías. Pocas obras de hoy tienen ese
efecto terrible que es obligar al lector a replantearse la experiencia acumulada en función de lo nuevo. Alguna novela de Rey Rosa, de Estévez, el
insoslayable Bolaño…
Hay casos paradójicos que han imprimido un giro inesperado a las normas en juego, convirtiendo esa sensación de compartir espacio común en
una base para la transgresión. Rodrigo Fresán ha ensayado en Jardines de
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Kensington una curiosa forma de extraterritorialidad. Su biografía de JM Barrie,
el autor de Peter Pan, es una compleja vuelta de tuerca que le coloca en una
posición de privilegio: ha elegido su propio modo de asimilación y lo dirige
como una forma de arte que remite a autores como Lethem, Chabon o el
malogrado David Foster Wallace. Es curioso que una de las mejores voces
provenientes de América Latina haya alineado su trayectoria con una líneas
narrativa que tiene buena parte de sus raíces en la nueva cultura popular global: música pop, cómics…Una manera sorprendente de despedir Macondo.
La de ser generacional al ciento por ciento. Se trata de una opción singular y
no generalizable, pero emite una señal que, de modo distinto y menos explícito, han seguido otros auténticos cosmopolitas como Villoro o Bellatin: la
de que las grandes creaciones actuales sólo cabe concebirlas desde la conciencia de las nuevas sensibilidades globales, subvirtiéndolas.
El peruano Santiago Gamboa dio alguna pista cuando en 1997 publicó
Perder es cuestión de método. Aquello hizo fruncir el ceño a más de uno: una
novela latinoamericana se vendía. Y mucho. Y era novela negra. Pronto quedó claro que por lo que se vendía era precisamente por eso. En ella Gamboa
adoptaba todos los tópicos chadlerianos y los refundía con ingenio en una
novela diseñada para cubrir expectativas a la vez literarias y comerciales. Era
una línea de trabajo. Ya no se trataba de escribir como Onetti, y enseguida
vinieron otras novelas que tanteaban nuevas vías para rehacer su relación
con el lector sobre la base del respeto mutuo. Pocos autores se arrogan hoy
el derecho a hacerse sentir tonto al lector. A zarandearlo. En ese camino
ocurrió un momento significativo cuando en 1999 Jorge Volpi ganó un premio importante, el Biblioteca Breve, con En busca de Klingsor, un artefacto
histórico-político calculado para triunfar (un camino pseudocultural deudor
de alguien más dotado que Volpi para las grandes bromas: Umberto Eco),
y con ello el mexicano dio una nueva vuelta de tuerca a la reconciliación
entre lector y escritor. Curiosamente, todas las virtudes que tenía En busca de
Klingsor (y las tenía: las críticas entusiastas que tuvo a su aparición no mentían, sencillamente desviaban el tiro: hablaban de una novela culta cuando
debían hablar de buena literatura popular) se han desvanecido en las obras
posteriores de Volpi. La lectura de la desmesurada No será la tierra (2006) es
un ejemplo desalentador de cómo hay autores que sobrevaloran sus límites.
Pero en todas y cada una de las direcciones mencionadas, subyace la
misma pulsión creativa: el anhelo es global. El lector de lo latinoamericano es capaz de compartir experiencias porque las lleva grabadas en el
Francisco Marín • Abismo y autocomplacencia
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adn de la época, y cuando recibe información intuye fácilmente en qué
casilla colocarla. Raramente va a descubrir que una parte de su capacidad
alveolar estaba inédita, a la espera de un aire nuevo que exigiera su rápida
autogeneración.
3. He hablado más arriba de excéntricos en alusión a aquellos que saben
crear su propio centro. ¿Han quedado por el camino otros autores semejantes? Sí, pero ellos tuvieron la suerte –o la desgracia– de no conformar una
generación. Disfrutaron de contemporáneos; lo fueron entre sí e, impensablemente para nosotros, con sus mayores, pero todos quedaban diluidos en
la corriente de unos próceres cuyos rayos deslumbraban a todos. Cavaron
cada uno su huerto. De ese modo Pitol, Piglia, Vallejo, Saer preservaron su
singularidad. Y lo siguen haciendo. Por razones que nada tienen que ver con
lo cronológico (un ejemplo: Vargas Llosa nació en el 36, Saer en el 37, Piglia
en el 41, Vallejo en el 42 y, sin embargo, el primero pertenece al corazón del
boom, el segundo es un inclasificable, el tercero es tenido como un hombre
de tránsito todavía por asimilar, el cuarto se ha dedicado a la singularidad de
su propia leyenda cultivada a raíz de su novela más estereotipada: La virgen
de los sicarios), quedaron en un no man’s land literario en el que sobreviven
con envidiable dignidad. Son autores que rondan los setenta o se aproximan peligrosamente a ellos (o, peor, han muerto sin llegar: Saer) y que no
buscan su lugar al sol. Sencillamente escriben de acuerdo con la batalla
más difícil de concebir. La de seguir adelante conscientes de la importancia
de lo que otros acababan de hacer. Una novela como Respiración artificial
(Piglia, 1980) sería una buena introducción a muchos de los temas de Bolaño, y sin embargo allí sigue, mero libro de culto que treinta años después
se ve empujado hacia lo escolar y no acaba de ser bien leído ni disfrutado
por quienes debieran. Vallejo, por su parte, ha renunciado públicamente
a la novela: la edad y el espíritu corrosivo le han instado a mofarse de sus
obsesiones, universalizándolas: La puta de Babilonia, sugestivamente analizada en su momento por Daniel Gamper para esta misma revista, es un
magnífico libelo y también es el canto del cisne de una manera de provocar
que choca con la capacidad de asimilación que se extiende ante todo desafío
formulado con todas las cartas a la vista. Encerrado en sí mismo, Vallejo, el
más cervantino de los grandes autores vivos, se ha convertido en metáfora
de quien desea explicitar la falta de caminos en la narrativa de hoy. Su libertad es, en un reflejo transformado, una ampliación de la discreta labor
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de Chejfec. Chejfec (Mis dos mundos) renuncia a la impostura de simular
una narración, sencillamente narrándose, convirtiéndose en una meticulosa obra literaria, pudorosa y constante. Vallejo es mayor, ya ha escrito
La virgen de los sicarios y El desembarrancadero, el alfa y el omega de un
recorrido que sigue apostando por la narratividad; ahora utiliza la pasión
de lo literario para disparar salvas que ya usaron los surrealistas. ¡Qué poco
ha cambiado el mundo en algunas cosas para que un anticlericalismo como
el suyo continúe provocando!
El caso más paradigmático de esos excéntricos es Saer. Por su discreción. Por su elegancia. La ligereza, la enjundia, el papel germinal de una
obra como El entenado (1983) sigue siendo un secreto bien guardado que
periódicamente se reivindica como crucial. Por su visión radical de lo cosmopolita que logra cruzar de modo luminoso dos mundos alejados. En
una entrevista Saer dijo: La literatura latinoamericana para mí es sólo una
categoría histórica, o ni siquiera histórica, una categoría geográfica, pero no
es una categoría estética. Una afirmación como esa recoloca la creación en
un punto cero: su carácter occidental está en otro terreno al subyacente en
buena parte de la nueva narrativa. Su occidentalidad, asentada en Santa Fe,
viene de Homero, de la alta cultura y la más inmensa curiosidad; la otra,
la imperante hoy en día, viene de la redistribución mundial del comercio.
En sus novelas Saer reflexiona sobre lo político, sobre lo filosófico, sobre
lo humano, a veces viajando a un pasado remoto, otras en un casi presente
levemente anacrónico que permite dar una impresión literaria de una realidad aludida, cuidadosamente evocada.
Obsesionado por la captura de la experiencia temporal, propietario de
una prosa dúctil como pocas, su realismo es el realismo de una recreación
alternativa, y en esa dirección avanzan sus personajes. La poesía y el sarcasmo se reúnen para hacer soportable obras cabalmente desquiciadas como
Las nubes, donde unos pobres locos recorren un paisaje vacío en lo que es
una de las grandes percepciones de la inmensidad que ha dado la literatura
(que conecta con Un episodio en la vida del pintor viajero, de César Aira,
otro de los grandes inclasificables).
¿Puede resultar a estas alturas Juan José Saer un escritor anacrónico?
En La grande, su obra maestra póstuma, el mismo paisaje santafesino de
siempre vuelve a ocupar la trama. La anécdota se convierte en posibilidad,
en especulación; su visión mesocrática se adapta generosamente a unos
personajes con los que lleva años conviviendo y de nuevo toca la médula de
Francisco Marín • Abismo y autocomplacencia
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su existencia. A su muerte, ocurrida en 2005, Beatriz Sarlo escribió: Saer no
elude el problema de la realidad. Si se dijera que sus novelas son filosóficas habría
que aclarar que lo son más a la manera de Musil que a la de Thomas Mann.
Problemas filósofos y estéticos, preguntas sobre si es posible una representación de
la realidad, antes que planteados en los diálogos aparecen como performance del
relato (…) Sus diálogos como los de Musil, transcurren entre la consideración seria de lo irrelevante y la perspectiva irónica sobre lo que se intuye verdaderamente
serio. De allí que sus personajes sean creaciones de los que él, como creador,
no se puede desentender, y que son periódicamente retomados, como un
pensamiento en creciente elaboración. Y quizás allí radique el problema de
la dolorosa marginalidad de Saer. Pertenece a una narrativa (una geografía,
dijo él), pero él decide sobre qué fundamentos se desarrolla el juego. Muchas
de sus primeras obras (El limonero real, Nadie nada nunca, la para muchos
mejor de todas: Glosa) resultan difíciles de conseguir. Siendo una obra inacabada, La grande –conviene insistir en ella– estaba planteada al principio
como un libro en siete jornadas. Un hombre escrupuloso como era él dejó
listas las cinco primeras y la sexta quedó tal y como estaba en el ordenador,
sin que llegara a sacar una copia en papel para su corrección. No obstante,
la coherencia de estas seis primeras partes resulta perfecta, y no cabe objetar
nada a su maestría. Más bien todo lo contrario. Es admirable observar cómo
extrajo fuerzas para disparar más y más alto hasta el final. La séptima jornada
es solo una frase: Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino.
En esa séptima jornada era previsible, no tanto que se cerrara una trama,
como que se culminara un delicado artefacto artístico. El lector no queda
desconocedor de lo esencial del libro, y el único problema es que se le ha
arrebatado un desenlace explícito. Ese hecho, en una novela forjada a base
de demoras y digresiones, se asemeja a la interrupción de una larga sobremesa por culpa de una inoportuna llamada telefónica. Sencillamente, algo
queda en suspenso, una experiencia ha sido postergada, pero el lector tarda
en asimilar la profundidad del golpe. Ese sentido de lo inminente enlaza
muy bien con el amor declarado de Saer por la novela negra como artefacto
de la permanente postergación. Qué paradoja que en un momento en que
tantos se refugian en la narrativa policíaca, él, que fue uno de los que mejor
la entendió y la ensayó, sea percibido como un raro.
4. Volviendo al comienzo del artículo, y a la vista de las dificultades
para justificar la mayor o menor trascendencia de una nueva generación
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18
de autores, y su comparación con quienes la precedieron, la sensación que
queda tras el intento de efectuar una aproximación global es una sensación
de vértigo: hay demasiados hilos que jalan en direcciones aparentemente
contradictorias, aunque no necesariamente incompatibles entre sí. Premios
multimillonarios y laborioso trabajo de portátil y Moleskine. Al final, muchos de los del segundo bloque escriben con la mirada puesta en los del
primero. Fogonazos inclasificables como el del outsider Xavier Velasco y su
Diablo guardián son la prueba de que todo puede convivir.
A la novela latinoamericana de la última década se le han contagiado
los problemas que agobian a otras formas de creación, y al igual que el
cine, se mueve entre la invocación de los grandes modelos, la melancolía
de una autocomplacencia conocedora de sus límites y, en fin, el trabajo
desde la refundación laboriosamente pergeñada. Quienes hayan visto el
cine de Lisandro Alonso o Carlos Reygadas no podrán dejar de sentirse
gratificados al leer una novela de Chejfec o Sada. El problema lo tienen
quienes crean que la salvación del cine latinoamericano viene del blando
cosmopolitismo de Babel y esperen algo equivalente en el terreno de la
narrativa. Aunque, ¿no estarán ambos pecando de optimistas al invocar lo
que resulta ser una ausencia? Muchos son los que saben que los límites del
juego están en el abismo, de un lado, y la autocomplacencia, del otro. Y
asimismo son conocedores de que el tiempo se acaba. Los «top-manta» de
novedades hábilmente ciclostiladas que pueden hallarse en muchas ciudades latinoamericanas anuncian la inminente llegada de los bárbaros con su
poder de cuestionamiento y reubicación y, entonces, ¿cómo discriminar los
autores verdaderamente valiosos de los que no aguantarán una, media generación? ¿Con qué herramientas cabe analizar la nueva narrativa… –una
narrativa que ya empieza a ser vieja–, y, a la vez, preparar el análisis de la
que está pidiendo entrada? Eso también permite visualizar la división, la
falla que recorre un listado de nombres admirablemente dotados. Los que
se juegan la vida en la elección de cada palabra no parecen interesados por
saber si el futuro será un desastre o una refundación. Están ensimismados
en su trabajo. Pero, ¿qué ocurrirá con los que amortizan su trabajo en el
corto plazo y son jaleados por la crítica? ¿Habrá un día que podamos decir
de ellos lo mismo que de Onetti: nuestra vida cambió después de conocer
a Juntacadáveres?
Un debate tal vez urgente: la industria literaria
y el control de la literatura hispanoamericana
Pablo Sánchez
Investigador Ramón y Cajal. Universidad de Sevilla
Una posible historia de la narrativa hispanoamericana del nuevo milenio podría empezar razonablemente, al menos en términos didácticos,
con el premio Biblioteca Breve de Seix Barral que, con eficacia comercial,
resucitó el editor Basilio Baltasar en 1999 y que ganó Jorge Volpi con En
busca de Klingsor. Esa novela institucionalizó la aparición de una nueva
vanguardia narrativa hispanoamericana, joven, ambiciosa y algo «parricida». Sin embargo, tal vez esa historia empezó realmente de forma menos
carismática unos años antes, con el polémico premio Planeta que ganó
Ricardo Piglia en 1995 por Plata quemada, que, como es sabido, fue el
inicio de un largo y en muchos sentidos penoso proceso judicial. Que
un referente de la posmodernidad más culta y difícil como Piglia acepte
jugar con las prosaicas reglas del consumo masivo es quizá más relevante
en términos socioliterarios que el triunfo de un joven novelista mexicano
que impresiona a buena parte de los lectores con su renuncia deliberada a
tratar temas autóctonos. Tal vez ahí, en la rendición simbólica de Piglia,
podemos encontrar el pórtico del triunfo mercadotécnico en la literatura
actual en español. El triunfo, en definitiva, de una ambivalencia esencial
para el escritor: mejores condiciones profesionales a cambio de someterse a
la disciplina de la industria editorial.
Evidentemente, historiar un proceso literario a partir de las técnicas
mercantiles y publicitarias contribuye en cierto modo a consagrarlas, y en
ese sentido habría que buscar otros momentos emblemáticos. Pero no se
puede prescindir de la evidencia: la abrumadora mercantilización de la literatura del nuevo siglo es indispensable para entender cómo se está configurando la nueva jerarquía de obras y autores y cómo se están imponiendo
unos códigos de comportamiento en el campo literario (hay aproximaciones hispanoamericanas al fenómeno como la de Escalante Gonzalbo
2007). El nuevo circuito, como corresponde a la era global, es transnacional; es cierto que coexiste con los circuitos nacionales y aun regionales de
GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 19-28
GUARAGUAO
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producción y consumo, y por ello pueden circular, al mismo tiempo, obras
de autores de prestigio regional y distribución escasa como el peruano Zein
Zorrilla junto a autores alfaguarizados más jóvenes como su compatriota
Santiago Roncagliolo. Sin embargo, lo que llama la atención es que las
ventajas (y arbitrariedades) del mercado pueden situar a este último en una
posición mucho más perdurable, y no sólo económicamente.
No es, por supuesto, la primera vez que hay tensiones entre autonomía
literaria y poder del mercado editorial en América Latina, pero ciertamente la situación actual tiene unas características particulares que podemos
empezar a analizar, aunque sea con la prudencia que exige la falta de perspectiva histórica. En los años setenta del siglo xx, críticos tan reputados
como Ángel Rama o Antonio Cándido mostraban su preocupación por
el modo en que la vulnerabilidad cultural latinoamericana propiciaba la
injerencia de instituciones externas y en muchos sentidos alienantes. Temían que el cosmopolitismo imperante y la ansiedad de modernización
marginaran el tesoro de tradiciones literarias locales forjadas desde el siglo
xix sometiéndolo todo a una nueva forma de dependencia cultural. En
otras palabras, temían que el control del sistema cultural, la capacidad
para legitimar y distribuir, quedara en manos de figuras poco preocupadas
por el destino común hispanoamericano o latinoamericano. Eran los años
del boom, que generó tantas polémicas y tantos agravios por el nuevo e
inesperado reparto de dividendos. Pero entonces la cultura industrializada, aunque empezaba a imponerse, no tenía la misma fuerza de hoy, y
aún tenía enfrente a un rival poderoso: la cultura socialista, promovida
básicamente desde la Cuba revolucionaria. Hoy, en cambio, la vanguardia
parece estar, por fin, en el mercado, y ese fenómeno sí es, como mínimo,
novedoso (algunas voces incluso dirán que es alarmante). La era global de
la narrativa hispanoamericana está creando una nueva relación de fuerzas
en la que cada vez son más evidentes, incluso entre la propia crítica, el
prestigio del mercado y la docilidad general frente a las estrategias empresariales. Sin entrar en alarmismos pseudoproféticos, podemos decir que
asistimos a una reorganización de la literatura hispanoamericana como
sistema o como conjunto.
Ese cambio de las relaciones de fuerzas deriva en buena medida de
razones internacionales de tipo ideológico consolidadas desde la última
década del siglo pasado: la democratización de las sociedades hispanoamericanas bajo parámetros más o menos liberales y el descrédito del
Pablo Sánchez • Un debate tal vez urgente...
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socialismo europeo como alternativa práctica y crítica marcan, tanto como
el auge de la cultura electrónica, unas nuevas reglas para la recepción y valoración de las actividades artísticas. Hay, por supuesto, diversas excepciones y estrategias de resistencia, pero eso no invalida la importancia de esas
dominantes sistémicas. Desde los centros académicos estadounidenses se
reflexiona intensamente sobre la articulación de respuestas poscoloniales,
pero hay que admitir que poco pueden hacer esas élites intelectuales frente
a la fuerza masiva del mercado.
Para completar este panorama se debe añadir otro factor que aquí me
interesa especialmente: la reentrada del sistema editorial español en posición hegemónica. Desde finales de los noventa España se ha configurado
como nuevo centro de producción y consumo, especialmente en cuanto a
la narrativa de Hispanoamérica (la poesía y el teatro merecerían un estudio
aparte, y sin duda, las condiciones son sustancialmente distintas). Al clásico vigor editorial barcelonés, de larga tradición hispanoamericanista, se ha
sumado de nuevo Madrid, una ciudad que en algunas épocas ya funcionó,
o al menos intentó funcionar, como centro de difusión y consagración (por
ejemplo, durante la Segunda República). Hoy muchos novelistas se han
instalado en España buscando oportunidades profesionales y las editoriales
españolas están ampliando su catálogo incluso contratando los derechos
de autor de los clásicos de la segunda mitad del siglo xx (el caso más claro
es Alfaguara).
No voy a abrumar innecesariamente con datos, pero la evidencia es
que en la actualidad España importa de Hispanoamérica muchísimos
menos libros de los que exporta; casi diez veces menos, según algunos
estudios (Escalante Gonzalbo, p. 279). Esta asimetría no es sólo una desproporción demográfica; puede ser fundamental en la creación de nuevas
dinámicas centro-periferia para el desarrollo cultural en lengua española.
Nos movemos en un mercado transnacional, y como tal mercado en él
se están cumpliendo las lógicas mercantiles más elementales: Alfaguara o
Planeta actúan con la misma obsesión por la rentabilidad de Telefónica
o Repsol. Pero lo más importante es que ese poder de los oligopolios
editoriales españoles está consolidando, en el terreno literario, una nueva
vanguardia, porque promueve unas determinadas posibilidades estéticas
en lugar de otras.
Cabría la posibilidad, algo ingenua en nuestro actual contexto ideológico, de pensar que el proceso no es tan influyente como pudiera parecer, que
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es una tendencia provisional o superficial y que la novela hispanoamericana
puede circular y desarrollarse plenamente al margen de esas estrategias comerciales, que quizá caduquen más pronto de lo que pensamos, por culpa precisamente de las propias lógicas del mercado. Pero hay datos que contradicen
ese diagnóstico e inducen a pensar que, en un campo literario tan extenso y
fragmentario como el hispanoamericano, el mercado puede convertirse ya en
la máxima autoridad de selección y jerarquización, de la misma manera que
está sucediendo en tantos ámbitos sociales. Un ejemplo de deliberada estrategia canonizadora sería la función ancilar de las diversas recopilaciones de lo
que podríamos llamar, actualizando un marbete de otra época, «nueva oferta
narrativa hispanoamericana»: Líneas aéreas, McOndo o Palabra de América no
coinciden siempre en la lista de nombres, pero sí en la voluntad de establecer
un cambio generacional en el que las editoriales españolas aspiran a tener la
decisiva capacidad de mediación. La desterritorialización de la cultura que
corresponde a los nuevos tiempos tecnológicos y políticos está creando una
vanguardia internacionalista, muy apta para funcionar en el mercado global,
y las editoriales españoles están aprovechando de forma aparentemente bastante rentable ese nuevo movimiento. Eso significa, por supuesto, que Vargas
Llosa y Fuentes siguen siendo modelos de comportamiento socioliterario, por
encima de Arguedas y Rulfo.
A ello habría que añadir que la estrategia de los premios literarios españoles ya no alcanza sólo a los jóvenes narradores, sino que veteranos de
prestigio como Daniel Sada o Alonso Cueto están entrando en el juego.
Mondadori ha contribuido al afianzamiento internacional de César Aira,
y otro tanto podría decirse de cómo Alfaguara ha popularizado la escritura
iracunda de Fernando Vallejo. Y, por encima de todos, destaca la totemización, claramente enfática, de Roberto Bolaño como figura canónica, que
revela cierta orfandad simbólica de los nuevos narradores. Sin cuestionar
los innegables méritos y la originalidad del novelista chileno y sin olvidar que la obra de Bolaño ha sido publicada mayoritariamente por una
editorial como Anagrama (es decir, una editorial que no forma parte de
los grandes conglomerados empresariales), su encumbramiento póstumo
es un perfecto síntoma de la necesidad, por parte de críticos, medios de
comunicación y autoproclamados herederos novelísticos, de reorganizar
la narrativa hispanoamericana a partir de nuevos modelos que sirvan para
jerarquizar el flujo desmesurado y, en muchos sentidos, inabarcable de novelas de los diferentes países hispanohablantes.
Pablo Sánchez • Un debate tal vez urgente...
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Desde luego, la relación editorial de la literatura hispanoamericana con
España tiene muchísimos antecedentes célebres y no debería sorprender,
en principio, que volvamos a encontrarnos en un periodo de interés por
parte de España. Desde, al menos, la edición barcelonesa de Montaner
y Simón de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma (1893-1896), en
cuatro volúmenes, con una tirada inicial de veinte mil ejemplares, han sido
muchas las intervenciones de la edición española para aprovechar las deficiencias seculares de la comunicación en el continente americano. Y aunque no siempre la literatura hispanoamericana recibía la misma valoración
estética en la península que en ultramar, hay asimismo casos significativos
en los que la aportación española fue decisiva en la evolución hispanoamericana. Unamuno y Menéndez Pelayo inauguraron las lecturas cultas
y canonizadoras de Martín Fierro antes de que llegaran Lugones y Borges.
José Bergamín ayudó a la difusión de la poesía de César Vallejo, y Carlos
Barral fue el descubridor «oficial» del talento de Mario Vargas Llosa. El
intercambio transatlántico no siempre ha pasado a la historia literaria con
connotaciones negativas, a pesar de las muchas polémicas, como la famosa
del «meridiano cultural» en 1927 o las que hubo en los años del boom.
La diferencia es que esta vez el régimen de dependencia, a pesar de
su evidente sentido neocolonial, goza de una aceptación insólita, hasta el
punto de que poco se habla de ello, a ambos lados del océano; o al menos
poco se habla de ello en los medios hegemónicos. Sin embargo, el hecho
de que el sistema español controle y absorba un alto porcentaje de la nueva
narrativa hispanoamericana no es solamente una asimetría demográfica y,
por supuesto, económica: implica, en pocas palabras, un peligroso porvenir para la ignorancia. La capacidad española para producir hoy discursos
sobre Hispanoamérica puede ponerse en cuestión sin demasiada dificultad.
No es, desde luego, una situación homologable a la relación de Estados
Unidos con América Latina; se puede discutir mucho sobre la idoneidad
de esa relación, pero al menos en los centros académicos se genera un gran
porcentaje de saber sobre América Latina. El hecho de que el poder sobre
el pensamiento latinoamericanista actual se sitúe en Estados Unidos gracias a la diáspora intelectual de lengua española es un fenómeno importante y merece un estudio neutral y riguroso. Pero la relación con España no
tiene, desde luego, un similar alcance intelectual. Los criterios españoles se
basan muy directamente en el afán de lucro o en una sospechosa actitud de
paternalismo. No se trata solamente de que para el lector medio español,
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consumidor de Almudena Grandes o Juan José Millás, América Latina sea
un todo borroso y amalgamado que apenas conoce por indicios turísticos;
o de que la crítica española carezca muy frecuentemente de información y
de criterio incluso antropológico acerca de temas de América. El problema es mucho más profundo: empieza con el menosprecio histórico de la
cultura hispanoamericana por parte de España (muy visible, por ejemplo,
en el mundo universitario), sigue con la falta de autocrítica sobre la huella
colonial española (cada 12 de octubre, digamos) y llega hasta la obsesión
neoliberal de algunos medios de comunicación e instituciones españolas
por intervenir y ofrecer imágenes tendenciosas de la realidad cultural y
política hispanoamericana.
Algunos creemos que la falta de pluralidad crítica en los medios de
comunicación españoles es un fenómeno ya demasiado evidente que se
debe, sobre todo, a la dinámica de concentración empresarial de las últimas décadas, pero ese tema es especialmente notorio cuando se trata de
Hispanoamérica, a causa de la importancia innegable de las inversiones
económicas españolas. Algunas voces como la de Vicenç Navarro (2009)
han llamado la atención sobre esa ausencia de diversidad ideológica en los
medios supuestamente progresistas. Se podrían multiplicar los ejemplos,
pero bastaría con pensar en la presencia, habitual hasta la machaconería,
de Hugo Chávez en los medios españoles, cuando la inmensa mayoría de
la población desconoce no sólo el nombre de su predecesor en el cargo,
sino la compleja realidad política de otros muchos países a los que apenas
se presta atención massmediática. En este contexto, destaca especialmente
la actitud de los poderosos medios del grupo prisa, que, a pesar de algunas excepciones, ejercen por lo general una crítica muy severa contra las
tentativas hispanoamericanas de una izquierda populista o estatalista que
pueda poner en peligro los intereses económicos españoles. Esa actitud por
parte española no es simplemente periodística: puede tener y, de hecho,
tiene consecuencias en el conjunto de la actividad literaria, no sólo por la
formación de los hábitos de lectura de los lectores españoles que pueden
comprar las novedades hispanoamericanas, sino también por la entrada de
escritores hispanoamericanos en la sinergia productiva de ese grupo empresarial (véanse algunos ejemplos en Sánchez 2008).
Es cierto que la comunicación cultural hispanoamericana siempre ha
estado muy lejos de ser eficaz, y que, por ejemplo, entre México y Perú
hay también enormes distancias y errores de representación, o sea que no
Pablo Sánchez • Un debate tal vez urgente...
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todo se puede achacar a la creciente hegemonía española y a su oportunismo comercial. Si España o Estados Unidos pueden dominar, en diversos
sentidos, la esfera del latinoamericanismo, en buena parte es por el poder
y la rigidez de los nacionalismos culturales. De hecho, hay que admitir
que tal vez sin la contribución de la edición española sería muy difícil para
muchos escritores salir de sus ámbitos nacionales. Pero esa solución genera
nuevos problemas, porque la imagen que en España críticos, lectores y editores tienen de la realidad hispanoamericana es objetivamente deficiente
(¿quién conoce en España, fuera de las minorías académicas, a Mariátegui, a Arlt, siquiera a Andrés Bello?). Por eso, un esfuerzo generado desde
Madrid o Barcelona por homogeneizar una totalidad tan contradictoria
(en los términos famosos de Cornejo Polar) puede suponer cambios hasta
cierto punto traumáticos para la cultura hispanoamericana, e incluso un
grado de atrofia cultural. En ese sentido, no sabemos si la «herejía» literaria
que ahora promueven las editoriales españolas (una red informal compuesta por Volpi, Padilla, Paz Soldán, Roncagliolo, Iwasaki, Fresán, Thays y
tantos otros) quedará convertida finalmente en nueva ortodoxia dentro de
unos años, pero la estrategia está en marcha y algunas consecuencias ya son
comprobables.
Escapa a los límites muy ajustados de este trabajo realizar un examen
exhaustivo de todas esas consecuencias a la altura de 2009, porque para ello
deberíamos, ante todo, analizar un corpus realmente significativo de textos
de creación y de crítica, y esa tarea exige más tiempo y muchas más páginas. Tampoco se trata de realizar ningún tipo de proclama o manifiesto o
ajuste de cuentas público, ya que podría ponerse en duda, legítimamente,
la objetividad de quien esto escribe. Incluso podría decirse, no sin razón,
que algo hay de retórica manida y previsible en la prédica antimercantil.
Pero podríamos pensar al menos en lo interesante que sería una especie de
observatorio de la globalización literaria que registrara e interpretara objetivamente los cambios actuales, es decir, que contrarrestara racionalmente
el desbordamiento publicitario actual. La agenda inmediata de ese posible
observatorio tendría que prestar atención a toda una serie de factores que
afectan actualmente a los sistemas literarios de lengua española.
Por ejemplo, habría que observar cuál es el sentido simbólico de la misma
idea de «escritor hispanoamericano» hoy, cuando la unidad continental, que
generó discursos literarios muy variados en el pasado, vive uno de sus momentos más bajos de credibilidad. Del mismo modo, habría que estudiar hasta qué
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punto la promoción de la narrativa hispanoamericana desde España privilegia, por un lado, una tendencia cosmopolita susceptible de traducción
a otros mercados, y, por otro lado, una tendencia a reforzar estereotipos
nacionales hispanoamericanos, en particular los que tienen que ver con
la violencia social. Muchos de los nuevos narradores que publican o han
publicado en editoriales españolas se muestran, siguiendo el ejemplo de
Bolaño, muy críticos con el realismo mágico epigonal de Isabel Allende y
similares. Pero esa no es, probablemente, la clave de la nueva poética de
esos narradores, ni la clave de su actual atractivo para los editores españoles.
Esa clave habría que buscarla en otros aspectos: la ausencia de radicalismo
ideológico, por ejemplo, o el desinterés por la experimentación formal y la
complejidad anticomercial del texto. Pero también habría que ser cautos
en ese punto: aunque el mercado los sitúe en la misma mesa de novedades
libreras, no parece fácil aglutinar a un autor como Mario Bellatin con Santiago Gamboa, por ejemplo.
Por ello es preciso evitar las groseras simplificaciones a las que tiende el
márketing editorial. Y por ello nuestro observatorio debería asimismo proceder a un estudio de naturaleza empírica que dejara bien claro si hay o no
preterición de editoriales locales frente a transnacionales en los principales
medios de comunicación, especialmente suplementos literarios, tanto en
España como en Hispanoamérica. Los datos probablemente revelarían de
forma inequívoca la responsabilidad de esos medios con la situación actual
de desequilibrio, e incluso tal vez testimonien la indulgencia, cuando no la
connivencia, con los grandes grupos empresariales.
Y aún quedaría un tercer aspecto que debería estudiarse con calma,
aunque es bastante menos objetivable, y aquí me atrevo sólo a sugerirlo
como otra hipótesis de trabajo. Me refiero al cambio general en la conciencia literaria que ha tenido lugar en España en las últimas décadas y que tal
vez se esté exportando y asimilando en Hispanoamérica como la parte más
discreta y disimulada de la estrategia neocolonial actual.
Se trataría de entrar en el capítulo siempre complejo de los contactos
entre sistemas culturales y el intercambio de modelos y estrategias entre
ellos. Al menos en dos épocas históricas muy conocidas el sistema literario
hispanoamericano influyó en el español y determinó importantes cambios:
la primera fue el famoso «retorno de los galeones» que supuso el Modernismo, y la segunda sería el boom de los años sesenta, en el que Cortázar, García Márquez y Vargas Llosa contribuyeron a oxigenar no sólo la literatura
Pablo Sánchez • Un debate tal vez urgente...
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sino la propia vida cultural del tardofranquismo. Tal vez ahora estamos
asistiendo a un momento inverso, en el que el prestigio económico de España como octava o novena potencia del mundo (de momento) repercute
en el prestigio, al mismo tiempo, de sus editoriales y de sus creadores en
sistemas más «débiles» o periféricos, y supone la exportación de modelos
de escritura y de escritor.
El tema es complejo, repito, y aquí apenas puedo pasar del esbozo.
Retrospectivamente, podemos decir que La verdad sobre el caso Savolta, de
Eduardo Mendoza, fue la obra que probablemente marcó una dirección
importante en la literatura española de la democracia, a partir del nuevo
pacto tácito entre los novelistas y los lectores españoles, fundamental para
el crecimiento de esa industria editorial. El ejemplo más banal y venal del
triunfo de esa actitud décadas después es, naturalmente, la tenacidad con la
que el premio Planeta ha ido ganando poco a poco terreno entre la «gran»
literatura, combinando a presentadores de televisión de discutible talento
literario con figuras importantes, tanto españolas (Pombo o Millás), como
hispanoamericanas (Vargas Llosa). No obstante, por encima de la artificiosidad de los premios, se trata de un fenómeno de más alcance y ya interiorizado mayoritariamente en la comunidad intelectual: el debilitamiento de
la resistencia ante la economía de mercado.
Esa progresiva tolerancia de las reglas del mercado por parte de la clase
letrada española tiene, además, su homología o su correlato con la atrofia
del espectro ideológico de la narrativa española de las últimas décadas. De
la misma manera que el bipartidismo político en España ha arrinconado
a la izquierda no socialdemócrata, han desaparecido de la esfera pública
los escritores e intelectuales que podrían reconocerse en ese margen (la
«otra orilla» del polémico Julio Anguita). Uno de los pocos escritores de
prestigio que se acercaban a esa posición era Manuel Vázquez Montalbán,
y, sin embargo, él mismo reunía muchas características típicas del escritor
profesional, por lo que también podía considerársele un representante de
la cultura industrializada. Hoy subsisten algunas posiciones críticas (pienso
en Belén Gopegui, por ejemplo, y quizá en Isaac Rosa o Rafael Chirbes),
pero su condición minoritaria es obvia.
En ese sentido, habría que preguntarse si hay relación, complicidad o
simplemente confluencia de intereses entre el poder editorial español, la
desaparición de la izquierda literaria, la aparición de una nueva vanguardia
hispanoamericana «glocal» y el prestigio transoceánico de algunos españoles
GUARAGUAO
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autores actuales. Pienso en la cotización de dos autores españoles como
Javier Marías o Enrique Vila-Matas (los dos, por ejemplo, ganadores del
premio Rómulo Gallegos) al otro lado del océano; puede que no sean tan
importantes como Bolaño, pero, en todo caso, su influencia es superior
a la que tuvieron en otros tiempos Camilo José Cela o Miguel Delibes.
Ambos son exponentes tanto de una literatura despolitizada como de la
prosperidad del sistema editorial español, lo que permite plantear la hipótesis de otra vertiente en la relación transatlántica: la literatura española de
hoy, industrializada y frecuentemente tibia desde el punto de vista ideológico, puede estar marcando una cierta iniciativa a la vez estética y social,
una guía para la escritura, entendida como moral de la forma, de algunos
escritores hispanoamericanos. Esa iniciativa completaría y, a la vez, se alimentaría del poder editorial actual, cerrando el círculo de la nueva relación
centro-periferia en el ámbito de lengua española.
Tal relación puede no ser duradera, dependiendo en gran medida de los
intereses editoriales españoles, pero de cualquier modo es una influencia
más que confirma el sesgo globalizador y mercantilista de la literatura del
nuevo milenio y la importancia creciente de España como sistema literario
«envidiable», que exhibe el fasto de las aparentes ventajas del capitalismo
en literatura. Ese es el nuevo paradigma de la escritura en español; su dominio puede no ser total, y tal vez sea desplazado por nuevas reglas en un
futuro próximo, pero de momento es un fenómeno insoslayable. Analizar
este nuevo paradigma puede ser considerado un acto de vigilancia o de
resistencia ética; sin embargo, también puede ser visto de manera menos
grandilocuente, como un auténtico reto para el trabajo del crítico.
Bibliografía
Escalante Gonzalbo, Fernando (2007) A la sombra de los libros. Lectura, mercado y vida pública, México, D. F.: El Colegio de México.
Navarro, Vicenç (2009) «La escasa cultura democrática de los medios». El Plural.com http://www.elplural.com/opinion/detail.php?id=31323. 6 de marzo
de 2009.
Sánchez, Pablo (2008) «¿Otra vez la metrópoli? La tribuna de El País y la literatura hispanoamericana actual», Caravelle. Cahiers du monde hispanique et
luso-brasilien, nº 90, pp. 121-133.
Últimas noticias
de la narrativa latinoamericana
Elena Santos
1. La premisa no puede ser más ambiciosa: realizar una breve reflexión
sobre la renovación que las letras latinoamericanas están viviendo en la última década por parte de una generación de autores que, en muchos casos,
empezó a publicar a finales de los ochenta. Hasta aquí dos falacias. Por un
lado, el concepto «generación» parece obsoleto en un contexto como el
nuestro, donde las solemnes categorías epistemológicas chirrían, más cuando se tiene en cuenta que se trata de un recurso académico para aprehender
lo que a todas luces se trata de una coincidencia en ocasiones accidental.
Por otra, y todavía más flagrante, la idea de que se pueda englobar, desde
una perspectiva llamémosla eurocéntrica y por lo tanto paternalista, toda
la riqueza literaria de un amplio continente bajo un epígrafe reductor y,
desde luego, simplista.
Vivimos tiempos donde la globalización permite desdibujar límites a
vez que se señala una cierta transversalidad, pues resulta imposible deslindar la historia de la literatura contemporánea de la crisis de las ideologías,
así como de la búsqueda de nuevas formas del arte en general, del desarrollo del cine –o de lo audiovisual– y de la resonancia de cualquier fenómeno
sociocultural. Abordar con cierto rigor un asunto de tal envergadura, aportando conclusiones cuando menos provisionales, parece arriesgado, aunque sólo se pretenda consignar algunas pautas de investigación, resultado
de unas pocas intuiciones esbozadas tras unas cuantas lecturas.
A estas primeras dificultades deben añadirse otras: se trata de autores
con conciencia de serlo, que trabajan también de una manera intertextual. Además, un gran número de ellos se ha dedicado profesionalmente
a actividades como la traducción, la investigación o la docencia universitarias, relacionadas a su vez con la teoría literaria. Asimismo juegan con
lo ensayístico, en su vertiente metaliteraria, como parte de sus postulados estilísticos. Por añadidura, algunos de sus libros llevan tras de sí un
enorme bagaje de bibliografía crítica que ha analizado sus constantes,
GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 29-38
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profundizando en cuestiones que, desde una mirada más amplia, como la
que ahora se plantea, se amalgamarán bajo el peso de una abstracción que
procure, en mayor o menor medida, atisbar una grieta a través de la cual
podamos trazar la línea común que los unifica.
Sin embargo, con todas las salvedades posibles, topamos con una paradoja que desvirtúa en parte lo dicho hasta aquí. Desde literaturas procedentes de tradiciones diversas, con trayectorias indiscutiblemente distintas,
viviendo en muchos casos fuera de sus países de origen, estos escritores
están perfilando textos que guardan semejanzas asombrosas, hasta el punto
de permitir la osadía de una hipótesis de trabajo: la insoslayable coincidencia en una serie de rasgos que pueden extrapolarse no sólo a toda la literatura latinoamericana, sino a un ámbito que se escapa de los límites de esa
acotación y que nos conduce directamente hacia una indagación literaria
de mayor alcance.
Pero para empezar habría que detenerse un instante para realizar un
breve repaso de la nómina de creadores a los que indirectamente estamos
aludiendo. Si antes ya hemos comentado una vaga fecha de referencia,
entrarían en esa corriente renovadora el chileno Roberto Bolaño –por citar
al más famoso de todos ellos–, los mexicanos Juan Villoro, Daniel Sada,
Guillermo Fadanelli y Jorge Volpi –y con él la llamada «generación del
crack»–, los argentinos Alan Pauls, Rodrigo Fresán, Martín Kohan y Sergio
Chejfec, el guatemalteco Rey Rosa, el colombiano Juan Gabriel Vásquez, e
incluso la cubana Wendy Guerra o el peruano Santiago Roncagliolo. Basten estos pocos nombres –y unos cuantos más que irán surgiendo al hilo
del análisis– para obtener un retrato de conjunto que podría dar lugar a
una línea de trabajo. La lista no se guía por un afán de exhaustividad, sino
que obedece a un criterio de selección en el que, con toda seguridad, se nos
escapan otros representantes preclaros y poseedores de textos tanto o más
emblemáticos que los citados. Han nacido en los años cincuenta o sesenta,
algunos incluso en los setenta, y se alejan por momentos de las figuras señeras del llamado realismo mágico y del denominado boom de la literatura
latinoamericana. Se han desprendido del peso de esos referentes, pero no
han optado por escribir desde la nada, porque eso es imposible y porque
tampoco ése es su propósito, sino por interpelar de otro modo a sus raíces
nacionales, mediante la vinculación con las literaturas europeas e incluso la
norteamericana, en busca de un cosmopolitismo desde el que desprenderse
de la herencia de unos maestros cuyo liderazgo es aún indiscutible, pero
Elena Santos • Últimas noticias de la narrativa latinoamericana
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que compartían un mundo que poco o nada tenía que ver con el universo
inestable y cambiante, pero también cada vez más homogéneo, que a ellos
les ha tocado vivir.
No obstante, hay que justificar dónde radica esa renovación emprendida por los autores mencionados. Para ello, nada mejor que un repaso
general de sus hipotéticas marcas de estilo, sin incidir demasiado en las
comparaciones con sus predecesores.
2. En primer lugar, estos autores utilizan temas de gran tradición literaria y los incorporan a su mundo novelesco mezclándolos y enriqueciéndolos con nuevas perspectivas. Se trata de una estrategia en la que se
realiza una recreación actual de antiguos códigos narrativos, en este caso
asuntos y motivos, para distanciarse e ironizar con respecto a ellos. No
sólo acuden a la desmitificación, sino que también se sirven de ellos para
abordar asuntos de plena vigencia. Aprovechan «grandes temas» del imaginario americano –o europeo, pues no se marcan demasiadas fronteras–,
haciéndolos reconocibles mediante un pacto lúdico de complicidad con el
lector. Así, acaban remitiendo inevitablemente a su filiación literaria y, a la
vez, cobran un nuevo sentido al insertarse en un contexto diferente, como
sucede con esa visión de una gran pasión amorosa, un auténtico amour fou,
que muestra Alan Pauls en El pasado, cuyo título ya es lo suficientemente
explícito en ese sentido. Pero tampoco dudan en mezclarlos con referencias de la cultura popular –la música rock, el cómic, el cine comercial y de
gran espectáculo, los deportes de masas–, tal como sucede en las obras de
Rodrigo Fresán y Juan Villoro, o incluso con materiales científicos, como
ocurre con el polifacético Jorge Volpi.
Entre los temas predominantes destacan, dentro de una línea intimista
y más introspectiva que la de sus antecesores, la descripción de experiencias
de la infancia y la juventud que jalonan un proceso de autoconocimiento
entendido como aprendizaje. Podrían citarse en este sentido Roncagliolo,
Fadanelli, Morábito o Wendy Guerra, cuyos relatos de formación tienen en
algunos casos un regusto procedente de la tradición norteamericana, de Salinger a Philip Roth, donde se entremezcla lo confesional, lo iniciático y lo
metafictivo, lejos, muy lejos –pongamos por caso– de los relatos fundacionales de Mario Vargas Llosa que podrían estar en el origen de esta tendencia.
La literatura como modo de vida es el eje alrededor del cual giran 2666
o Los detectives salvajes, de Bolaño. No faltan las alusiones a libros, poetas
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o narradores –o a la investigación literaria como en algunos relatos de Los
culpables de Juan Villoro o en La novela de mi vida del cubano Leonardo
Pandura–, del mismo modo que se pueden incorporar menciones a cineastas o iconos culturales de la modernidad. No es extraño, de esta manera,
que el conflicto entre realidad y apariencia se contemple como la posibilidad de discernimiento entre verdad y mentira, memoria y olvido. Ni que la
problemática integración del individuo en el marco social, a partir de este
universo ilusorio, aparezca, por ejemplo, en la evolución de los protagonistas de novelas clave como en la citada El testigo de Juan Villoro o Casi nada,
de Sada. Estamos, por tanto, en la vieja dicotomía entre civilización y barbarie, pero ahora adoptando una perspectiva más moral que localista.
En última instancia, pues, perdura una reflexión político-histórica donde no falta la inevitable alusión a la violencia. Piénsese en el modo en que
abordan el tema Volpi, Rey Rosa, el Vásquez de Los informantes o el Sada
de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Sin embargo, no hay deseo de novelar los grandes conflictos sociopolíticos del continente, por lo
que se prefiere la resolución de un enigma, la búsqueda de un personaje,
una seudobiografía o una historia de amor que puedan acabar mutando
en procesos de maduración personal y de descubrimiento de uno mismo,
aunque sin grandes epifanías. Estos itinerarios, a veces, recurren a leves
alegorías que deben ser desentrañadas por el lector, sin forzar nunca el hilo
narrativo, pero en ocasiones abriendo la puerta a la fantasía y la hipertrofia
de la imaginación, no desde lo real maravilloso ni desde la hipérbole irrealista, sino mediante una serie de recursos o motivos –las visiones y sueños,
los mitos y, en general, cualquier elemento irracional, como los ensueños
religiosos de El testigo, de Villoro– integrados discretamente en el discurso
con el fin de alejarlo del realismo canónico. En muchos casos, la visión del
mundo está marcada por el reflejo del absurdo de la vida humana y del
modelo social contemporáneo, donde el mito relativiza el dogmatismo y
transforma esa perspectiva en una aproximación distanciada y cómplice,
aunque no por ello pierda un ápice de su virulencia.
3. De este modo, su estrategia consiste en la asimilación casi indiscriminada de cualquier elemento procedente de la historia literaria anterior, o
incluso del imaginario cinematográfico –sus relatos de carretera beben más
del western que de Jack Kerouac–, con el fin de crear un mundo novelesco
propio, desde una perspectiva aparentemente continuista (por lo menos
Elena Santos • Últimas noticias de la narrativa latinoamericana
33
en relación a la novela experimental de los sesenta y setenta, al realismo
mágico), pero, en el fondo, tanto o más renovadora que la adoptada por la
narrativa precedente. Se trata de una recuperación de determinados procedimientos tradicionales mezclados con mecanismos manipulados a gusto
de los escritores, con una intención que va más allá del puro mimetismo.
La vuelta a las fuentes del género lleva implícito un modo de narrar más
clásico que, sin embargo, ya no podrá ser el decimonónico.
A partir de ahí, ¿cómo plantear de un modo original la pervivencia y
la vigencia de ciertos géneros? El modo en que Volpi, Roncagliolo, Rey
Rosa, el boliviano Paz Soldán o el cubano José Carlos Somoza asumen el
patrón detectivesco o policíaco resulta ser un buen ejemplo, sin dejar de
poner de manifiesto que la interacción entre géneros produce una especie
de entidad híbrida típicamente posmoderna que, participando de muchos
rasgos de modelos predeterminados (la novela negra o histórica, el folletín,
etc.), no se identifica con ninguno de ellos. Si el género «no es otra cosa
que esa codificación de propiedades discursivas», como asegura Todorov,
estos nuevos autores lo manejan no como una entelequia inamovible, sino
como un código capaz de asociarse con distintos modelos.
En ese sentido podríamos destacar otro elemento que se incorpora a
esta confluencia genérica: el cuento y el relato corto, de gran tradición en
las letras latinoamericanas. La mayoría de los autores son grandes maestros
del cuento –incluso en el terreno de la compilación, como en el caso de
Volpi–. Ejemplo de ello son las siete historias que integran Los amantes de
todos los Santos de Vásquez, Los mejores relatos de Morábito o la antología,
La joven guardia, donde Maximilano Tomas recoge la denominada «nueva
narrativa argentina». Pero, a veces, subvierten su categoría integrándolo en
el marco de un proyecto literario de mayor envergadura. Las arriesgadas
estructuras de Los detectives salvajes y 2666, partiendo del relato breve, la
nouvelle y la novela, mantienen un delicado equilibrio para llegar a una
especie de neogénero desbordante y proteico.
Dejando aparte los géneros puramente narrativos, hay otro componente que viene a complicar la mezcla: el ensayo como emanación natural de la
escritura contemporánea, con una constante indagación sobre los límites y
las fronteras entre relato y no ficción, al estilo de los libros de Claudio Magris. La flexibilidad estructural de la nueva novela –cuyo epígono vuelve a
ser 2666–, permite la entrada del comentario personal, la autobiografía, la
biografía, el diario íntimo o el libro de viajes, cuyos ejemplos serían Mis dos
GUARAGUAO
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mundos, de Chejfec –tan deudor de dos referentes tan poco latinoamericanos como W. G. Sebald o el más lejano Robert Walser– una autobiografía
como La otra cara de Rock Hudson de Fadanelli o una biografía como la
de J.M. Barrie, Jardines de Kensington, de Fresán. La asunción de formas
narrativas a medio camino entre el ensayo y la novela se convierte en una
opción natural porque el tipo de interpretación de la realidad que proponen no se desprende de un signo identificador ni presenta marcas propias.
En la novela, el texto depende de sí mismo y su diseño es el de la realidad
que estructura. Y la compleja realidad contemporánea parece exigir otro
modo de aprehensión que se escape de lo puramente fictivo.
La utilización paródica e irónica de los patrones genéricos, con la absorción indiscriminada de referencias –como las citadas de la culturas de
masas: véase sobre todo Historia argentina, de Fresán–, junto a la superposición de convenciones de distinto origen, además de cierta tendencia a las
historias intercaladas –que provienen en muchos casos de la citada afición
al relato breve–, dan forma, pues, a esta base compositiva de la contaminación genérica.
4. Tras los temas y el tratamiento genérico, el tercer punto de coincidencia entre estos nuevos autores sería la autoconciencia lingüística, es decir, la manipulación deliberada del idioma que se convierte en instrumento
esencial de la complicidad entre autor y lector. Es decir, el lenguaje actúa
como puente entre el pasado literario –en tanto utiliza formas paródicas o
imitativas– y la narrativa contemporánea –dado que mezcla y trastoca formas pretéritas y las filtra por medio de la ironía–, y de ahí que la cuestión
lingüística se erija en uno de los mecanismos definitorios de esta literatura.
En ese sentido las novelas juegan ampliamente con la mezcla de distintos
usos dialectales del español, manejando con absoluta soltura todas sus variedades –como sucede en Tirana memoria del salvadoreño Horacio Castellanos–. De este modo, la arbitrariedad de la comunicación lingüística
–donde conviven el registro culto y el vulgar, el pastiche literario y la voz
mestiza– corrobora la visión fragmentaria e irónica ya sugerida por los
recursos temáticos o genéricos.
Estamos hablando de autores que dominan varias lenguas –como ocurre en el caso de Volpi, Morábito, Rey Rosa o Villoro, por mencionar unos
pocos– y han vivido o viven fuera de sus países de origen. Muchos se han
dedicado profesionalmente a la traducción literaria y se desenvuelven con
Elena Santos • Últimas noticias de la narrativa latinoamericana
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comodidad entre tradiciones e idiomas distintos. Dentro de su internacionalismo, en su huida de lo exótico y lo pintoresco, la inclusión de dialectalismos no deja de ser un guiño autoconsciente, pero no trabajan las
figuras retóricas o los juegos de palabras de una manera tan exacerbada
como ocurría en la narrativa de Guillermo Cabrera Infante, pongamos por
caso, pese a que algunos de ellos provienen de la poesía, como Bolaño o
Morábito. El barroquismo parece haberse convertido en un estigma, y optan por una prosa que puede ser sinuosa, como el período proustiano que
utiliza Pauls en El pasado, pero que poco tiene que ver con el barroquismo
de García Márquez, Alejo Carpentier o cualquier otro gran nombre del
realismo mágico.
Se advierte, por tanto, una notable preocupación formal que en ocasiones deriva en un cierto manerismo de la prosa –que puede rozar el verso, como en el caso de Sada– y que, por lo general, revela sensibilidad y
esfuerzo por lograr un estilo personal, a veces tan epigrámatico como el
de Villoro o los aforismos de Descortesía del suicida del argentino Carlos
Vitale. Sin embargo, hay un doble peligro que debe conjurarse: la excesiva
ligereza del aforismo y el hecho de que, en la sofisticación de la prosa, por
esa búsqueda desesperada del cosmopolitismo en detrimento de lo localista, se pierda la identidad nacional y a veces resulte difícil distinguir entre
un libro de un autor argentino y otro de un colombiano, por ejemplo. No
obstante, los indicios dialectales son una pista que recuerda irónicamente
el marco geográfico y la tradición literaria en que han sido escritos.
5. El subrayado de los aspectos lingüísticos está estrechamente relacionado con otro rasgo: una intensificación general de técnicas literarias tan
variopintas como la utilización del punto de vista subjetivo, los modos
narrativos o la manipulación estructural. Ello exige en muchos casos una
labor de desentrañamiento de referencias, parodias o mecanismos de todo
tipo, porque se trata de una estrategia que opera constantemente con la
intertextualidad. Pero no se abusa del contrapunto ni del perspectivismo,
ni tampoco de las alteraciones temporales –con la lógica excepción de Bolaño–, y se prefiere que las tramas se desdibujen por el peso del lenguaje,
que, a modo de tamiz irónico, acapara la atención del lector, distorsionando el sentido de lo narrado.
La manipulación de mecanismos narrativos tradicionales nunca es ostentosa ni en la distribución en capítulos ni en la titulación de los epígrafes,
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como muy bien demuestra de manera ejemplar la obra de Kohan. Se contrapone el estilo directo y el indirecto, se potencia el punto de vista confesional y vagamente autobiográfico, pero nada de ello aparece forzado, sino
entendido como un procedimiento en consonancia con la formulación
ideológica de los relatos, donde se pone en tela de juicio la identidad del
sujeto contemporáneo.
Pese a sus innegables diferencias compositivas, tanto las novelas de
estructuras abiertas –que son las más abundantes– como las completamente cerradas, tanto las de ritmo frenético como las más bien pausadas,
tanto las más concentradas como las más dispersas, guardan una serie de
semejanzas muy profundas. Para empezar, destacan el predominio de lo
digresivo y lo episódico, así como la utilización de la elipsis. Luego, la
elección premeditada de una perspectiva, la exhaustividad, la obsesión por
la verosimilitud, la autoconciencia de su función literaria y la inclusión
de comentarios o excursos alargan y dispersan lo puramente argumental,
hasta el punto de poder convertirse en la materia última del relato, como
es el caso de Chejfec. Y, en fin, la innegable distancia entre los propios
narradores y su relato –impuesta, cómo no, por el autor implícito– obliga al lector a desentrañar el valor de esa perspectiva. El mecanismo es
idéntico en la mayoría de los casos: la elección de una «mirada» deliberadamente forzada para acceder, en clave irónica, a otra «mirada», la del
autor implícito –véase Ciencias morales, de Martín Kohan– y finalmente
a una tercera, la del autor real, aunque ello exija una sistemática tarea de
reconstrucción e interpretación de una serie de contenidos ocultos tras la
riqueza plurisignificativa de los textos.
El narrador, que puede ser falsamente omnisciente –aquí coinciden
Sada y Villoro–, se hará presente o bien desaparecerá por medio del ensamblaje del discurso directo, o del indirecto libre, hasta llegar al monólogo interior, dosificando la mimesis en mayor o menor grado. Se trata
de clichés, de modo que se recurrirá de manera premeditada a una u otra
forma con el fin de acentuar la figura del narrador y la distancia entre éste
y los personajes. Los diálogos estarán insertos en la narración, aparecerán
en cursiva o desaparecerán, subvirtiendo el uso reglamentado de tales convenciones narrativas. No es extraño, después de todo esto, que, aunque no
ocurra en todas las novelas ni en todos los autores, por lo general exista en
esta nueva narrativa un regusto irónico, a veces reconvertido en peripecias
rocambolescas, que apunta directamente hacia el humor como elemento
Elena Santos • Últimas noticias de la narrativa latinoamericana
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constitutivo de las situaciones o los juegos verbales. No hablamos ya de la
ironía presente en los textos de Villoro o de Fresán, sino incluso de la comicidad inverosímil que destilan pasajes en principio más bien melancólicos
de Los detectives salvajes, donde no sólo la parodia y la sátira, sino también
la ironía, se convierten en el pilar sobre el que se asienta la subversión
inherente a la escritura. Se descodifican las claves interpretativas, ya que
nada tiene el sentido que aparenta: por supuesto la realidad reflejada en
los relatos, pero igualmente los modelos literarios que han guiado al autor
para la formulación de su discurso.
6. Cabría plantearse, pues, si podemos hablar de una ruptura absoluta,
pues lo cierto es que, aunque estos autores no desprecian el realismo mágico ni la fuerza residual del boom, reflexionan sobre el acto creativo desde
una postura distante. Y es innegable que el logro de aglutinar la amenidad
de los relatos con la autoconciencia de los medios dispuestos en la ficción
es un punto que se podría asociar con una cierta propuesta posmoderna.
Asimismo, reafirman otro aserto de este último tipo de narrativa: la lectura
moral de carácter ambiguo, como demostración patente de lo cambiante
e ilusorio de las experiencias y de la descomposición de la identidad en el
universo contemporáneo, una lectura alejada del fuerte compromiso que
impregnaba las páginas de los grandes creadores del boom.
De ahí a la novela metaliteraria sólo hay un paso, pues la realidad ya
no será objeto de su reflexión, por lo menos como lo era el contexto latinoamericano en las obras maestras de sus antecesores, sino su signo de
referencia. Se tratará, por tanto, de una metanovela que aporta a la vez un
comentario sobre sí misma, subrayando y poniendo en evidencia sus mecanismos organizativos y dejando entrever el artificio que los sustenta. Se
ha liberado de la ansiedad de la influencia, y sabe, por su bagaje intelectual,
que toda escritura es reescritura, que los textos se nutren de otros textos
–en el sentido más amplio de la palabra– y que, en definitiva, los libros
siempre proceden de otros libros.
Por lo tanto, estos autores no pueden ser modernos, porque ya lo
fueron sus mayores, pero tampoco se pueden limitar a integrarse en una
posmodernidad que no acaban de procesar con la exactitud que desearían. Los grandes nombres de esta renovación –pongamos Sada, Pauls y
Villoro– consiguen superar el esquematismo de la propuesta por méritos
propios, pero sobre todo por negarse a abjurar de los logros de la novela
GUARAGUAO
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más rabiosamente experimental de los sesenta y setenta, conscientes de
no poder repetirla sin caer en el anacronismo pero también mostrando
un gran respeto y admiración por sus predecesores. No obstante, algo ha
cambiado: si estos últimos partían de un paraíso edénico donde todo estaba por inventar, los autores más recientes no sólo han leído a Borges, por
citar nombre emblemático –por otra parte, el más atípico de los padres
literarios–, sino también toda la literatura occidental posterior a él. Además saben que los lectores también la conocemos. Por ello han acabado
encontrando su lenguaje en el resbaladizo terreno del cosmopolitismo, de
lo pop, y asumen la paradoja de la sublimación de lo extraterritorial –en el
sentido, por supuesto, de George Steiner, citado por Ignacio Echevarría en
un texto no por azar titulado «Bolaño extraterritorial»– enraizándose en los
fundamentos del realismo mágico. En este sentido, se hallan en el mismo
punto que buena parte de la literatura actual, cuyo máximo ejemplo español sería Enrique Vila-Matas, pero con la inmensa ventaja –o desventaja,
según se mire– de que sus maestros lo inventaron todo desde unos orígenes
que para ellos están a gran distancia.
7. Me gustaría acabar centrándome en el autor al que se ha aludido
profusamente y que personifica a la perfección todos los asertos expuestos:
Roberto Bolaño. Él como ningún otro ha conseguido la cuadratura del
círculo: el tratamiento de grandes temas no sólo de la posmodernidad, sino
también del imaginario latinoamericano; la fusión de compromiso y legibilidad narrativa; el carácter proteico del juego genérico; la incorporación
de una imaginería cultural amplísima a través de una prosa inconfundible
y sus malabarismos con el autor implícito, ya sea desde la omnisciencia
o desde el más fiero subjetivismo, hasta dinamitar los límites del género.
Bolaño es el representante perfecto del modelo aquí descrito y la demostración de que ser el heredero de un legado de tal calibre, y a la vez tan
ominoso, como el del realismo mágico y el fenómeno del boom no tiene
por qué ser forzosamente un lastre.
¿Qué queda del sesentayochismo
en los nuevos narradores hispanoamericanos?
Wilfrido H. Corral
Aunque la mayoría de la crítica de los nuevos narradores hispanoamericanos de los últimos tres lustros no es virtuosa o intransigente respecto al
«compromiso» que estos aparentemente desdeñan, la tercera edad crítica,
que mantiene su poder interpretativo de manera similar al comportamiento de los protagonistas de las novelas de dictadores de los setenta, insiste en
la necesidad de tomar partido. Cualquier intérprete o narrador tendría que
ser un inconciente perfecto para negar las injusticias que seguirán afectando
a los hispanoamericanos durante este siglo, si la crisis actual es un indicio
de varias condiciones que debe avergonzar llamar «posmodernas». Las exigencias de un lado y otro permanecerán irresolutas, lo cual nos conducirá
al aburrimiento o al regreso a discusiones inconsecuentes entre académicos
y gacetilleros. La pregunta «¿qué queda?» obviamente implica que hubo
algo llamado «sesentayochismo» y que ahora no existe. Creamos lo que
creamos, en 1985 Luc Ferry y Alain Renaut publican La pensée 68, como
recuento de un movimiento o campaña que, según ellos, marcó pautas que
seguían existiendo hasta hace un cuarto de siglo. Ya en este, con La pensée
anti-68: Essai sur une restoration intellectuelle (2008), Serge Audier pretende juntar varias oposiciones al 68. Pero estas no llegan a ser una tendencia
convincente, y sería igual esperar lo mismo de lo que arguyo aquí, porque
no veo la reacción al 68 como un odio o tema de moda, sino como un debate que no se ha dado en la historia literaria. Como demuestra claramente
Claudia Gilman para el ambiente latinoamericano y latinoamericanista,
las disputas por el control de la cultura ya eran cada vez más evidentes en
esos años, y los cubanos no eran la parte menor de, entre otros problemas,
la formulación explícita del antiintelectualismo como subordinación a la
directiva «revolucionaria» (pp. 204-218, 219-230)
El mero hecho de cuestionar los restos del 68 también implica una
toma de posición, cuando aquí se trata de ver cómo una mentalidad cultural hace que detractores y panegiristas lidien directamente con una
GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 39-54
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gama de comentarios fundamentados, y con las confusiones, debilidades
y cualquier oscurantismo. Sólo así se podrá identificar ese pensamiento, y
bosquejar sus consecuencias tal y como se representa en la literatura. En
todo ese andamiaje se olvida o se rehúsa reconocer algo fundamental: los
nuevos narradores y la representación de su «política». No hablo de los
nacidos en los setenta u ochenta asociados con las recientes «generaciones
instantáneas» como los ungidos o anunciados con la antología El futuro
no es nuestro en Hispanoamérica, «Nocilla» en España o los «noveles», que
no experimentaron los traumas que afectaron a sus padres, o abuelos. Más
bien, me refiero a los nacidos en los cincuenta y sesenta, que en el mejor
de los casos ya tienen obra establecida. El hecho es que incluso estos, como
Roberto Bolaño y el hondureño Horacio Castellanos Moya, eran meros
adolescentes en los setenta, apasionados, sí, pero rara vez con experiencia
real. Podrían a lo máximo tirar piedras, pero aún sin considerar diferencias de clase y sofisticación, es dudable que hayan tenido un compromiso
sostenible entonces. No sea crea por lo dicho que concibo a estos autores
como individuos aislados, sino como narradores representativos que, precisamente, cuestionan las suposiciones de los menos enterados de, si se
quiere, la mentalidad de esa generación.
Castellanos Moya, que en el 68 tenía 11 años y vivió en El Salvador
en los años 1975-1979, se pregunta en un texto de agosto del 2008, hasta dónde la atmósfera cultural en la que un joven decide hacerse escritor
influye para siempre en su visión del oficio y la literatura, y admite: «aún
me resulta estimulante, aunque a muchos lectores seguramente les parecerá
más ficción que realidad» (p. 13). En un artículo inmediatamente anterior
y académicamente documentado acerca de lo político en la novela latinoamericana, Castellanos Moya defiende lo literario en el ilusivo término
«novela política», postulando que la defensa de lo político en el género ha
sufrido «un reflujo causado por el hundimiento de la utopía comunista»
(p. 16), puntualizando «puede que yo me equivoque, y que pronto volvamos a tener novelas de militantes, aunque sus causas o ideologías sean
trasnochadas o fruto de entusiasmos desconocidos para mi generación» (p.
16, énfasis mío). La conclusión de Castellanos Moya es modesta, porque
todo su artículo explica convincentemente los fracasos de los dos bloques
en que según él se puede dividir la novela política latinoamericana (pp. 12-15),
aunque en esas categorías expresa entusiasmo por La Fiesta del Chivo de
Vargas Llosa y El apando de Revueltas. Nótese que añade «me llama la
Wilfrido H. Corral • ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos?
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atención que nunca haya encontrado una buena novela sobre la guerrilla
colombiana» (p. 16), a pesar, sigue, de que todos hemos leído excelentes
obras sobre la violencia y el narcotráfico colombianos.
Ya que Castellanos Moya, como Héctor Abad Faciolince (1958) y otros
que mencionaré posteriormente, no es un miembro «oficial» de los nuevos narradores, un factor primordial a considerar son los destiempos y
desencuentros respecto a lo que se considera «nuevo narrador» o «nueva
‘nueva’narrativa». Y la parte de los críticos, como decía y aludía Bolaño en
2666, es responsable de apreciaciones inexactas e incompletas. Así, Antonio J. Gil González arguye que los empeños estéticos de la Nocilla Experience española giran en torno a:
Reconstruir el de la novela de personaje, de la novela psicológica, de la novela
de autoformación y, en general, de cualquier forma de narrativa egótica centrada en protagonistas representativos desde cualesquiera de los puntos de vista
de género, sexual, socioeconómico, profesional emocional, neocultural, etc.,
del entorno de las clases dominantes (p. 27).
Antes, Gil González despotrica contra los convencionalismos de la narrativa que antecede a los nocilleros, recurriendo a generalizaciones sobre
estos y su apego a hibridaciones, postmodernismos cosmopolitas y culturas
mediáticas. Bien. Pero uno se pregunta si en verdad se puede saltar tan
fácilmente de, digamos Vila-Matas y la Generación X, a una «experiencia»
admitidamente apolítica que en su práctica en verdad no ofrece otra cosas que reciclajes harto conocidos, y poco más que un cambio de rúbrica
postmoderna. Como arguye Eagleton al examinar algunas ambivalencias
del tema, «las formas más conservadoras del postmodernismo representan
la ideología de aquellos que creen que, si el sistema va a sobrevivir, se debe
sacrificar la verdad a la práctica» (pp. 40-41), criterio según el cual, añade
Eagleton, «Poncio Pilato sería el primer postmodernista» (p. 41).
Un movimiento como el nocillero palidece aún más si se lo compara
con lo que ha ocurrido y logrado la narrativa hispanoamericana de los
últimos quince años, y otros artículos de este número podrán dar cuenta
de ese desarrollo. Se puede tomar como otro contrapunto de lo imprecisas
que son estas aseveraciones el ejemplo del argentino César Aira, nacido en
1949 y autor de una obra ensayística extensa en que la política brilla por
su ausencia. La narrativa de Aira comienza a publicarse fuera de su país
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precisamente durante los años en que varias editoriales españolas principian a auspiciar y apostar por el grueso de lo que se considera la nueva
narrativa del continente. En ese sentido, Aira también es tan nuevo como
el mexicano Xavier Velasco (1959), autor de la exitosa Diablo guardián
(2003), y éste tiene el valor añadido de no pertenecer o ser reconocido por
las agrupaciones que todavía quieren definir lo que es nuevo en la narrativa
hispanoamericana. Hay entonces que acercarse más al 68, sin reificarlo
como error cognitivo o fracaso moral, sino como una falsedad estructural
que se trasladó en un momento como condición necesaria para la narrativa
hispanoamericana.
Hace casi cuatro décadas se presentó en la University of North Carolina, Chapel Hill, un simposio memorable para la crítica latinoamericanista
académica. Sus actas fueron publicadas por la misma universidad en 1973
con el título Narradores hispanoamericanos de hoy. El «hoy» significaba
examinar la obra de Alfonso Reyes, Cortázar, Asturias, García Márquez y
Puig, y un par de jóvenes de entonces, Vargas Llosa y Sarduy. Toda historia
literaria posee ese tipo de relativismo cronológico, y es superfluo detallar
por qué esos autores pertenecen al canon hoy. Los análisis a la sazón obligatoriamente presentaban la obra en ciernes de Puig y Sarduy. Así, en su
artículo sobre el cubano, Ana María Barrenechea se refiere a la «aventura
textual» de él, indudablemente el narrador más experimental de esa nómina y momento. Para la época de ese congreso había pasado un lustro del
famoso 68 mundial y su reconocida e inmensa tergiversación de la cultura
tradicional de Occidente. Los actos asociados con ese subterfugio crearon
posteriormente un neologismo: el sesentayochismo, sobre todo porque a
cuarenta años de su inicio, sigue siendo más fácil decir lo que no fue que
lo que es. Y ya que México fue uno de los protagonistas mundiales de esa
injerencia que cambió al mundo cultural hispanoamericano, por no decir
el del resto del mundo, no extraña que en su narrativa «mexicana», sobre
todo en Amuleto, Bolaño privilegie esas experiencias, aunque no por las
razones que un público comprometido podría suponer, porque Bolaño
tenía quince años en el 68. Si es verdad que la narrativa de Bolaño contiene destellos de Kerouac, es erróneo pensar que hay una influencia beat
en él, por lo menos debido a un par de razones elementales. Primero, los
beats, de los cincuenta, influyeron a los sesenta, cuando se convirtieron
en hippies. Segundo, tanto en sus novelas como en sus cuentos, Bolaño
muestra a aquellos, generalmente norteamericanos, como seres desechos,
Wilfrido H. Corral • ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos?
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detrito flotante quemado por la utopía a la que querían contribuir, pero
no encontraron.
¿Qué sigue siendo ese sesentayochismo más allá de la consabida miscelánea de rebeldía, nihilismo, revolución, poder para el «pueblo», izquierdismo intransigente, amor libre, politización de todo para todos y, en sus
momentos más poéticos, «una ráfaga de libertad»? Si no hay duda de que
para la expresión cultural el sesentayochismo significó un utopismo que
permitió cuestionar la autoridad y que se exculparan ciertos niños bien de
los excesos y abusos de sus «viejos», tampoco hay duda de que las generaciones actuales pagan o quieren pagara los excesos de sus padres putativos,
entre ellos una transmisión cultural acumulativa que no significa nada para
su propia y renovada «contracultura» en un momento de crisis mundial.
Para ellos, ese mundo es básicamente literario, en el sentido de que no lo
vivieron, y sólo lo pueden sentir al leerlo. Por eso, Castellanos Moya se
expresa de la siguiente manera, relatando la lectura subrepticia que él y
sus compañeros salvadoreños hacían de Haroldo Conti durante los años
de represión centroamericana: «el libro de Conti había liberado nuestras
energías, al mostrarnos que todo gran arte es en esencia subversivo, para
que entendiéramos que la vida no estaba en otra parte sino ante nuestras
propias narices» («De cuando…», p. 13). Por supuesto, no hablan de la
fallida Libro de Manuel de Cortázar, publicada en la misma época.
En Los 68. París-Praga-México (2005), Carlos Fuentes se pregunta si
el 68 fue una derrota pírrica, sin el tono de decepción apocalíptico y a la
larga más real de un documental totalizante como Le fond de l’air est rouge (1977, 1993) del cineasta francés Chris Marker sobre el izquierdismo
revolucionario de los sesenta y su enconamiento en los setenta. Tal fue el
efecto de esos excesos que hoy se da por sentado que las nuevas generaciones son apolíticas, que el concomitante marchitarse de las aspiraciones
socialistas académicas culminó en los noventas, y que para el entresiglo,
incluso a la mejor crítica literaria política le faltaba convicción. ¿Se puede
creer seriamente que fuera de México D. F. y la Córdoba argentina alguien
se traumatiza por Tlatelolco o el Cordobaza? Así, en la Feria Internacional
del Libro de Guadalajara de 2007, en más de un reportaje periodístico se
argüía que los nuevos autores se despegan de lo político y recurren a otros
lenguajes, lo cual dice mucho pero no significa gran cosa. Paralelamente,
si la mayoría de ellos, sobre todos los que no se formaron en universidades
estadounidenses, no se siente atraída a lo que se entiende como teoría o
GUARAGUAO
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crítica entre los académicos hiperespecializados, es porque no conciben
ambas ocupaciones como un remedio que le daría nuevo vigor a las ideas
democráticas. Es interesante al respecto que en su reciente colección de
ensayos publicada en su país el cubano Leonardo Padura (1955) no trate
directamente la política, y más bien la reserve para la crítica artística no
ideológica, afirmando: «La falta de independencia de la crítica, el peso de
los compromisos de la más diversa índole, el temor a la responsabilidad
que significa emitir un juicio –laudatorio o condenatorio, no importa ahora– lastran y devalúan la calidad de la crítica artística cubana» (p. 274).
No es casual, como demuestra Esteban, que sea en la Cuba atascada en
los sesenta que un escritor de los noventa como Padura tenga que buscar
estrategias para sobrevivir la censura.
Si es imposible precisar cuál es la «política» de los novísimos, la mayoría de ellos todavía sigue identificada con antologías como McOndo, Líneas aéreas, grupos como el Crack mexicano, y en un grado mucho menor
con la compilación Se habla español. Hasta hoy sabemos que la política
aceptada les parece menos importante que la estética, por decir una mala
palabra crítica, y que siguen demostrando que la unión no hace la fuerza,
por lo menos en términos de su recepción pública. Aunque la tesis de
Fukuyama sobre el fin de la historia ha sido rechazada repetidamente en
este entresiglo de creciente inestabilidad global, un retoño de esa teoría ha
influido más: la ideología política contemporánea ha superado la división
entre Derecha e Izquierda, sobre todo en estas fechas en que un presunto
baluarte del derechismo como los Estados Unidos está nacionalizando sus
instituciones financieras.
Dentro de ese desarrollo global se da también una consideración cultural y generacional pertinente, que Carlos Monsiváis, partiendo del término
«las alusiones perdidas» de José Emilio Pacheco, define como sigue:
Desaparece la mayoría de las referencias que han sido el código compartido de
los países de habla hispana, y los autores, lo reconozcan o no, se dirigen a los
lectores desde la incertidumbre. ‘¿Qué sé yo de lo que en verdad leen, y cómo enterarme de si leen lo que escribo con datos incontrovertibles ajenos a los índices
de ventas?’ Los puntos de acuerdo y recuerdo se van desvaneciendo… (p. 53)
La condición señalada por Monsiváis no quiere decir que los nuevos
narradores se dirijan a lectores nulos o principiantes. Todo lo contrario, la
Wilfrido H. Corral • ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos?
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narrativa actual es frecuentemente alusiva y política, y no hace llamados
exclusivos a los avatares efímeros de la cultura popular o a la miopía y
nostalgia social descuidada de los ideólogos de los sesenta. Lo que ocurre
es que no lo hace como sus antecesores, y ya durante el apogeo de estos se
intuía que debía haber una tercera vía, por lo menos en la literatura. Como
señala Gilman, en el estudio más contextualizado y vigente de los sesenta,
«Entre 1969 y 1971, lo político-revolucionario pareció encarnarse mejor
en la poesía que en la novela. La pérdida de legitimidad ideológica de los
narradores del boom (por su, en el mejor de los casos, ineficacia), por la
predisposición del género a incorporarse al mercado y su aparato de publicidad, permitió es pasaje» (p. 345, énfasis suyo). Precisamente, es entonces
que un poeta como el recientemente fallecido Mario Benedetti entra en la
canonicidad y, valga la presunta paradoja, en un mercado para su obra que
aparentemente no ha disminuido hasta este siglo.
Así, tal vez el mejor ejemplo de la nueva manera de conceptualizar
y escribir novelas políticas (incluidas una visión renovada del dictador y
la violencia) es el nuevo giro que Castellanos Moya le da a la narrativa
comprometida (término que rechaza para la suya), desde la novela que le
obligó a exiliarse, El asco. Thomas Bernhard en San Salvador (1997), hasta su novela más reciente, Tirana memoria (2008). Como explica en una
entrevista (en otras habla de la «izquierda Stalinista»), sus novelas no son
políticas porque las tramas no están determinadas por el juego del poder,
y en sus libros «los personajes son gente desencantada que alguna vez tuvo
algo que ver con la política, pero que vive pasiones personales» (Tarifeño,
p. 11). A su visión hay que añadir la sutileza de su humor, que comparte
con la mayoría de los otros narradores que menciono aquí, y un énfasis
en una humanidad lejana de estereotipos, que nada tiene que ver con el
propagandismo de El tungsteno (1931) de César Vallejo, o la continua imposibilidad de la narrativa comprometida cubana de los últimos quince
años para decir algo nuevo.
Hoy la «revolución» tiene enemigos diferentes de los del 68, y una indicación es que las novelas de narradores postreros como Eduardo Berti,
Abad Faciolince, Santiago Gamboa, Leonardo Valencia y Jorge Volpi son
altamente literarias en un sentido casi reivindicativo, y frecuentemente se
apegan a la práctica de la «literatura en la literatura» (véase Corral). Vale
decir que esos mismos narradores, particularmente Valencia y su El síndrome de Falcón (2008), Abad Faciolince y su Las formas de la pereza (2007),
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no temen para nada tomar el toro político por los cuernos en su prosa
no ficticia. No obstante otros como Alberto Fuguet y sus Apuntes autistas
(2007), el precursor Enrique Serna con su Las caricaturas me hacen llorar
(1996), e incluso Padura con su Entre dos siglos (2006) tensionan lo político de una manera que requiere otro artículo. Tal vez no arriesgo mucho
al suponer que varios lectores de este artículo no habían nacido cuando se
comenzó a luchar contra el poder ante las cámaras televisivas, y tal vez no
tienen por qué saber qué fue el sesentayochismo. Como diría cualquier
hippy de entonces, si uno se acuerda del 68, es probable que uno no lo
viviera, y no sólo por los experimentos y atolladeros, digamos químicos, de
entonces. La cultura popular y la culta cambiaron a un ritmo acelerado, y
la narrativa no siempre respondió de la misma manera, como vemos para
menor fortuna con el chileno Fuguet, el argentino Rodrigo Fresán y el
boliviano Edmundo Paz Soldán.
En un estudio sensato John Brushwood distribuye la producción novelística hispanoamericana del siglo pasado de acuerdo a años clave, y en
torno a una novela importante. Para Brushwood, Cien años de soledad
(1967) cierra un ciclo, y su libro, que examina novelas publicadas hasta
1970, unos cuatro años antes del presunto fin del boom. En un apéndice
en que provee una lista de las novelas publicadas en cada año del período
que trata, las únicas del 68 que también quedan en la mayoría de otras
historias de la novela, son: 62. Modelo para armar de Cortázar, La traición
de Rita Hayworth de Puig, Inventando que sueño de José Agustín, El hipogeo
secreto de Salvador Elizondo, y País portátil, de Adriano González León. En
términos de influencias en los nuevos narradores, es de notar que a pesar
de que la discute brevemente (pp. 292-296) y la examina como «casi el
opuesto», Brushwood opta por supeditar Tres tristes tigres a la novela del
colombiano que define el ciclo. Como he argüido en otra ocasión, a la cual
remito (Corral), no hay que pasar por alto el protagonismo del lenguaje y
su relación con las nuevas percepciones de los lectores y la crítica y teoría,
correspondencias que conducen a la metaficción.
Después del 68 vendría el grueso del boom, sobre cuyos inicios no hay
consenso, aunque terminaría en lo que Brushwood llama de manera circunspecta un alejamiento del «regionalismo trascendental», concluyendo
que «El hecho que la cultura de una región produce este tipo de ficción
dice algo sobre la cultura misma. La condición podría indicar un tipo de
madurez cultural» (p. 335). Ese cuidadoso desenlace crítico de 1975 se
Wilfrido H. Corral • ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos?
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refiere al giro que tomó la novela hispanoamericana hacia su actualidad, en
que frecuentemente puede ser un modelo para la narrativa exterior, como
se observa ahora con Bolaño, el mejor y mayor representante de los nuevos.
De hecho, ya está superada la época en que las abuelitas voladoras parecían
ser nuestro monopolio y privilegio. Gilman señala que el boom tuvo como
variantes históricas determinantes «la subrayada autoconciencia del papel
del escritor-intelectual como figura pública […] las relaciones de amistad
que generaron fenómenos de consagración horizontal; el énfasis sobre lo
latinoamericano como entidad superadora de las fronteras nacionales y la
difusión por parte de la crítica de la producción latinoamericana a nivel
continental» (p. 265).
Nótese que, por lo menos todavía, lo mismo no ha ocurrido con los
nuevos narradores, más allá de su inicial agrupamiento en antologías,
como he señalado. El fenómeno que señala Gilman tampoco se dio con el
mal llamado y difuso «post-boom». Por otro lado, la generación del «postboom», que según han mostrado los debates de la historia literaria fue más
la preocupación de críticos anglosajones que hispanoamericanos o españoles, fue tan apolítica como la actual. Y si se quiere comprobar que decirlo no es una descalificación sino una aseveración con conocimiento de
causa, no hay más que examinar los leves nexos que proveen esos críticos,
nada disimilares a los que he citado de Gil González. Al concentrarse en
reemplazar figuras representativas con cierta arbitrariedad, o al limitar su
elenco a narradores básicamente canónicos, infravaloran el hecho de que
detrás de las polémicas en torno a terminologías postizas hay una complejidad formal, que no es el monopolio del novelista canónico.1 En resumidas
cuentas, la historia literaria de la narrativa hispanoamericana «postmoderna» falla porque ignora o no admite que el género ya era posmoderno en
los años veinte y treinta, y que varios narradores lo dominaban cuando
eran jóvenes, y el género mismo estaba en una etapa embrionaria. Veamos
entonces la obra de algunos de los nuevos narradores desde el desarrollo
estético y político que he resumido.
Mario Bellatin es uno de los mejores y más enigmáticos de los nuevos
narradores nacidos en los sesenta. Hoy Director de la Escuela Dinámica de
Escritores en su México natal, Bellatin tal vez sea el más atípico formalmente, el Elizondo o Sarduy de su generación, y como el cubano, el más apolítico de un conjunto todavía amorfo e indefinido de talentosos prosistas.
Una diferencia que hay que establecer es que Sarduy y el mexicano Elizondo
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vivieron en un tiempo en que se supeditaba la estética a la política, mientras Bellatin escribe en un período actual, el entresiglo, básicamente despolitizado, que paradójicamente ha producido un relativismo posmoderno
que infrecuentemente se pretende político, múltiple, universalista, cultural
y teórico, falacias que Eagleton ha pormenorizado en la parte más extensa
de su libro sobre las ilusiones del tema (pp. 93-130). En un texto que sirve
de postfacio y suerte de poética a su obra reunida hasta el 2005, Bellatin
afirma que tal vez por la imprecisión crítica «cuando alguien se encuentra
con una escritura que le parece un tanto extraña, de inmediato aparece la
definición noveau [sic] roman para clasificarla. Lo mismo sucede con los
términos kafkiano o experimental. No creo que mi escritura tenga nada
que ver con esa denominaciones» (p. 517). No siempre hay que creerle al
narrador que hace de crítico, sobre todo cuando habla de su propia obra.
La práctica de Bellatin, si tiene poco que ver con el objetivismo francés de
los cincuenta y sesenta, sí tiene mucho que ver con lo raro y extraño, por
subjetiva que sea nuestra percepción de ello.
Respecto a lo político, en esa misma poética Bellatin habla de cómo
cuando hacía pininos con su escritura se compró una máquina de escribir portátil, marca Underwood, modelo 1915, y se puso a copiar páginas
enteras del directorio telefónico o fragmentos de libros de sus escritores
favoritos. Cuenta allí que:
Aquel ejercicio de transcripción de textos de otros autores, reaparecería tiempo
después, en Cuba, donde por razones de escasez mi máquina cumplía una especie de servicio público. Era la única disponible a varias cuadras a la redonda.
Esto hacía imposible negarse al pedido de quien necesitaba redactar alguna
petición al comité central, los cuentos que debían ser enviados con urgencia a
un concurso, o la solicitud del permiso necesario para abandonar el país. (p.
504, énfasis suyo)
Esta cita puede ser leída como un mensaje político, que proyecta cierta
ideología, y puede compararse a la visión de Leonardo Padura que comenté anteriormente. Pero en el contexto del resto del postfacio de Bellatin no
hay ningún otro indicio que apoye la suposición de una lectura política.
Jacques Leenhardt, en su lectura de un relato representativo del nouveau
roman, La celosía de Robbe-Grillet –que logra combinar elementos ficticios con una concentración obsesiva en la descripción de objetos–, advierte
Wilfrido H. Corral • ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos?
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que la literatura se escapa en cierta medida a las trabas ideológicas, aunque
esté ligada a ellas. La única diferencia, explica, es que la literatura:
Puede en ciertas circunstancias vincularse a sistemas ideológicos no dominantes, y por consiguiente adherirse a grupos sociales hostiles a la clase dominante,
sea hacia delante –literatura progresista–, sea hacia atrás –literatura nostálgica–. Por lo tanto, no podrían quedar los vínculos entre literatura y sociedad
fijos en la inmediatez de una relación causal o estructural: hay que apreciarlos
dentro de la dinámica de los grupos y las clases sociales. (pp. 183-186)
Por esas razones, y también porque no es tan claro que podamos oponer
la literatura progresista a la «nostálgica» cuando ambas pueden pecar de
utópicas, la ficción de Bellatin es ejemplar. Después de todo, en algunas
de sus obras la falta de poder del individuo en sociedades totalitarias es el
meollo que determina la rareza del comportamiento de los personajes. Así
sucede en Canon perpetuo (1993), Poeta ciego (1998) y La escuela del dolor
humano de Sechuán (2001), que algunos críticos quieren identificar respectivamente con las sociedades cubana, soviética y china.
¿Cómo leer entonces a este tipo de autor cuando todavía y frecuentemente se asevera que «todo es político», como si fuera lógico que lo que se escoge
no decir o ignorar es un gesto político por antonomasia? Como señala John
Ellis, el error lógico es creer que una afirmación como «todo tiene una dimensión política» conduce directa e inevitablemente a la aseveración que «la
política debe ser la consideración fundamental» al hablar de cualquier expresión cultural (pp. 61-62). Si se piensa en que el contexto provee a la política
una patina diferencial o especificidad necesaria, argumento relativista de la
crítica politizada, piénsese también en otro criterio de Castellanos Moya:
El «ser político» en América Latina es un «ser político» frustrado, en el sentido
de que la gestión de la cosa pública a lo largo del siglo ha sido tan catastrófica
que mantuvo a más de la mitad de la población del subcontinente viviendo
en condiciones de pobreza, bajo sistemas de justicia en que reinaba la impunidad y el crimen, con instituciones políticas débiles y vulnerables, y en marcos
constitucionales en que se cambiaban las reglas del juego con la frecuencia de
un calzón de meretriz («Apuntes…», p. 12).
La cita encarna una admisión que los nostálgicos por el 68 no se atreven
a hacer. La realidad es que en los últimos quince años se ha comprobado
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que los nuevos narradores de hoy están comprometidos con su propia época, y el desafío es diferente. No es este el lugar para explayarse acerca de
otras diferencias entre los nuevos narradores, razón por la cual los críticos
tienden a mencionarlos sólo en el contexto de Bolaño. Sin embargo, no
cabe duda de que la visión que se tiene de ellos revela la persistencia del
paradigma Bolaño, junto con una natural falta de auto-especulación no
exenta de reciclaje de parte de los narradores nuevos, y una previsible cautela de los críticos (a veces incluyendo espaldarazos de los mismos autores)
en libros, revistas, entrevistas y sondeos respecto a qué pasará con ellos.2
El mexicano Juan Villoro expresa de la siguiente manera la expectativa
estética que reinaba hasta el 68 respecto a nuestra narrativa, y que según
él podría seguir definiendo lo que se espera hoy de nuestra cultura en el
exterior:
Uno de los negocios más seguros del momento sería la construcción de una
Disneylandia del rezago latino donde los visitantes conocieran dictadores, guerrilleros, narcotraficantes, militantes del único partido que duró setenta y un
años en el poder, mujeres que se infartan al hacer el amor y resucitan con el
aroma del sándalo, toreros que comen vidrios, niños que duermen en alcantarillas, adivinas que entran en trance para descubrir las cuentas suizas del
presidente. (p. 114)
De los nuevos narradores tal vez el que más se ha interesado por la política, en sentido laxo, es también uno de los más visibles de ellos: Volpi.
Su novela de 2003, El fin de la locura, muestra cómo transformar imperfectamente el discurso no ficticio de un ensayo suyo como La imaginación
y el poder. Una historia intelectual de 1968 (1998) en ficción. Autores como
Vargas Llosa constantemente llevan a cabo ese tipo de transposición, pero
sin la ironía y el sarcasmo de la voz narrativa de la novela de Volpi. Esa
práctica es la virtud y limitación del mexicano, aún considerando el nivel
paródico de su novela, porque un narrador superior como Bolaño logra
mucho más en novelas como Estrella distante (1996) y Nocturno de Chile
(2000). El alto grado de refinamiento intelectual y cultural de los personajes de Volpi, ficticios y reales, como la mezcla de odio de sí mismo y autoestima que es su característica tribal más reconocible, hace de ellos seres
que son a la vez exquisitamente propensos al dolor y expertos en causarlo.
Tal vez sea así porque ante lo que Monsiváis llama «la catástrofe educativa,
Wilfrido H. Corral • ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos?
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robustecida por el desplome de las economías y el desprecio neoliberal por
las humanidades» (p. 89) los nuevos narradores se esfuerzan demasiado
ante su público virtual, o simplemente lo menosprecian indirectamente
con alusiones que sospechan no identificarán.
En una reseña de El fin de la locura Roberto González Echevarría arguye que aquella novela:
Es un esfuerzo por darles vida y a la vez un riguroso emplazamiento de los intelectuales latinoamericanos de entonces, incluidos, por supuesto, los novelistas,
precursores inmediatos del autor. El logro de Volpi es guardar una distancia
media ante esos individuos y acontecimientos, que aparecen simultáneamente
como actuales y remotos, entelequias del recuerdo y agentes de la conciencia
presente. (p. 60)
No se puede sostener esa idea, precisamente porque esa novela de Volpi
ha sido concebida de una manera demasiado suelta como para profundizar
en una idea. El tono burlón respecto al compromiso de entonces, con el
cual uno puede estar de acuerdo o no, revela una postura ideológica de la
cual sólo un crítico que piensa igual puede extraer algo más trascendente.
Cuando termina El fin de la locura, uno se siente como si hubiera asistido
a un cóctel lleno de gente fascinante, con quien no tuvo tiempo de hablar. Volpi nos mete en las vidas de los personajes repentinamente, y uno
procede hacia un matorral de alusiones, chistes privados e idiosincrasias,
imperfectamente.
Ese proceder ocasiona dos resultados. Primero, las complicaciones de
la novela (que se multiplican) y las revelaciones dramáticas comienzan a
parecernos apuradas e histéricas. Segundo, los lectores se podrían cansar de
los personajes demasiado rápido. Volpi, entusiasmado por evitar lo obvio,
construye una pila de incidentes atroces e improbables que terminan serruchando la lógica de su relato. Precisamente, en su más reciente colección de
ensayos, Mentiras contagiosas, Volpi presenta por lo menos dos visiones apocalípticas de la narrativa y su futuro, «Réquiem por la novela» (pp. 11-16) y «La
obsesión latinoamericana» (pp. 143-154). Es probable que esa percepción
de nuevos narradores como él tenga que ver con la pérdida de una cultura
medular, también señalada por Monsiváis, quien especifica: «el mayor peligro para la novela no es el culto a las imágenes (que obliga en demasiados
sitios a sólo considerar novela a la telenovela), ni el desdén tecnocrático
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hacia la letra escrita, sino la pretensión de eliminar la complejidad.» (p.
62, énfasis suyo). Por su parte, Castellanos Moya le manifiesta a Tarifeño
que su generación está asediada por el «puterío» del mercado, y que en sus
novelas «las tramas no están determinadas por el juego del poder» (p. 11).
Si los nuevos narradores han vuelto generalmente al placer de contar
historias, manteniéndose dentro de los avatares de un tipo de oralidad,
todavía no superan la práctica de un narrador como Vargas Llosa, salvedad
hecha de las diferencias de edad, experiencia y talento. Tal vez se trate de
dedicación al oficio, y aunque se note cierto carácter reiterativo en la crítica y teoría del peruano, una cosa queda clara: su sentido de libertad total
respecto a lo que hace y su conciencia de una continuidad entre el pasado
oral y la escritura. Así, en un reciente ensayo sobre la ficción concluye
que la escritura «dio a las ficciones una estabilidad y permanencia que no
podían tener las ficciones orales» (p. 17). Desde el principio hasta el fin de
sus novelas mayores, como se ve en Volpi, Gamboa e incluso Bolaño, no
siempre se encuentra una selección del material que le da vida a la historia;
no se reducen los detalles para mantener el movimiento del relato y darle
forma a experiencias que son esencialmente contrahechas.
Si los narradores de hoy a veces no se diferencian entre sí es porque
no quieren levantar la voz para expresar alguna disidencia o matiz diferenciador con su propia línea oficial, y la paradoja es que en sus testamentos hablan de cómo no se puede abusar de la autoridad literaria para
tomar represalias contra quien ejerce el derecho de opinión. Después de
haber diagnosticado la ortodoxia irracional como el error de una Nueva Izquierda moribunda, como hace Volpi en El fin de la locura, ahora tendrán
que encontrar correcciones para el moralismo predominante de la vieja
izquierda, sin caer en las mismas trampas. Pero hasta la fecha es como si
temieran el castigo al disenso, que irónicamente es la fuente principal de
su presencia en la historia actual de la narrativa. Este debate es pertinente y
necesario, sobre todo si se considera que se puede trazar un arco mexicano
respecto al 68 que va desde Los periodistas (1978) de Vicente Leñero hasta
68 (1991) de Paco Ignacio Taibo, que representan a aquella generación
comprometida, para desmitificarla. Hoy, si uno escribe una novela sobre
los comprometidos sesenta, en verdad se está escribiendo una novela histórica, para críticos geriátricos. Como decía antes, pocos nuevos narradores
quieren recordar esos años, porque saben cómo terminaron, y para quedar
bien quieren seguir los buenos ejemplos.
Wilfrido H. Corral • ¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos?
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Notas
Así las distinciones de Donald L. Shaw que culminan en la versión ampliada de su Nueva narrativa hispanoamericana. Boom. Posboom. Posmodernismo (1999). Su A Companion to Modern Spanish
American Fiction (Londres: Támesis, 2002) calca el libro anterior, aunque el capítulo «The 1940s, the
Pre-Boom: The Changing View of the Writer’s Task» (83-108), renueva su genealogía. Shaw provee
interpretaciones individuales valiosas (la tensión en torno al realismo es una) y reprueba varios excesos
críticos con razón. Menos felices son dos esfuerzos similares de 1995, el reciclaje de Raymond L. Williams, The Postmodern Novel in Latin America: Politics, Culture, and the Crisis of Truth, y Philip Swanson, The New Novel in Latin America: Politics and Popular Culture after the Boom. Toda traducción es
mía excepto donde se indique lo contrario.
2
Véase: Cuadernos Hispanoamericanos 604 (octubre 2000), dossier dirigido por Teodosio Fernández,
Desafíos de la ficción, ed. Eduardo Becerra (Alicante: Cuadernos de América Sin Nombre, 2002), Iago
de Balanzó et al., Cuadernos de la Cátedra de las Américas I (Barcelona: Institut Català de Cooperació
Iberoamericana, 2004), José Luis de la Fuente, La nueva narrativa hispanoamericana (Valladolid: Universidad de Valladolid, 2005), Cuadernos Hispanoamericanos pp. 673-674 (julio-agosto 2006), dossier
dirigido por Leonardo Valencia, Jorge Fornet, Los nuevos paradigmas. Prólogo narrativo al siglo xxi (La
Habana: Editorial Letras Cubanas, 2006), Montoya Juárez y Esteban (véase Obras citadas), y La narrativa del milenio, ed. Jorge Ruffinelli. Nuevo texto crítico xxi, pp. 41-42 (2009).
1
Obras citadas
Bellatin, Mario. «Underwood portátil. Modelo 1915». Obra reunida. México
D.F.: Alfaguara, 2005, pp. 499-522.
Brushwood, John S. The Spanish American Novel: A Twentieth-Century Survey.
Austin: University of Texas Press, 1975.
Castellanos Moya, Horacio. «Apuntes sobre lo político en la novela latinoamericana». Cuadernos Hispanoamericanos 694 (abril 2008), pp. 9-17.
____. «De cuando la literatura era peligrosa». Babelia 871 (2 agosto 2008), p. 3.
Corral, Wilfrido. «Distanciamiento estético, literatura en la literatura y nuevos
narradores». Aisthesis 41. 2 (Julio 2007): 91-116.
Eagelton, Terry. The Illusions of Postmodernism. Oxford: Blackwell, 1996.
Ellis, John M. «Gender, Politics, and Criticism». Literature Lost: Social Agendas and the Corruption of the Humanities. New Haven: Yale University Press,
1997, pp. 60-88.
Esteban, Ángel. «Estrategias para sobrevivir a la censura en los 90 en Cuba (Sobre Leonardo Padura y su paradójica situación).» Entre lo local y lo global. La
narrativa latinoamericana en el cambio de siglo (1990-2006). Ed. Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban. Madrid: Iberoamericana/Vervuert, 2008, pp.
183-196.
Gil González, Antonio J. «El proyecto nocilla y la nueva narrativa». Insula
LXIII. 26 (Noviembre 2008). 26-30.
GUARAGUAO
54
Gilman, Claudia. Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina. Buenos Aires: Siglo veintiuno, 2003.
González Echevarría, Roberto. «La razón recobrada». Letras Libres [España] III.
29 (Febrero 2004): 60-61.
Leenhardt, Jacques. Lectura política de la novela. La celosía de Alain RobbeGrillet. Trad. Félix Blanco. México D. F.: Siglo Veintiuno, 1975.
Monsiváis, Carlos. La ilusiones perdidas. Barcelona: Anagrama, 2007.
Padura, Leonardo. «De la indigencia a la mendicidad». Entre dos siglos. La Habana: IPS/Hivos, 2006. 271-274.
Tarifeño, Leonardo. «Horacio Castellanos Moya.’No tengo pasiones políticas».
ADNCultura, La Nación. 2. 75 (17 de enero de 2009). 11.
Vargas Llosa, Mario. «El viaje a la ficción». Letras Libres [México] X. 110 (Febrero 2008). 12-17.
Villoro, Juan. «Iguanas y dinosaurios: América Latina como utopía del atraso».
Efectos personales. Barcelona: Anagrama, 2000. 107-115.
Volpi, Jorge. Mentiras contagiosas. Ensayos. Madrid: Páginas de Espuma, 2008.
Cambio de ciclo en la narrativa latinoamericana.
Una conversación con Antonio José Ponte
Francisco Marín
Francisco Marín –Cuando se habla de nueva narrativa latinoamericana,
el referente, aun por omisión, es el boom y su conjunto de grandes figuras.
Sin embargo, entre la época de mayor influencia de ese conjunto de autores y
la percepción de un nuevo movimiento generacional hubo un tiempo muerto
difícil de definir. En su opinión, ¿qué conjunto de hechos permitiría retomar el
sentido de movimiento que parece haber cuajado en la última década?
Antonio José Ponte –Pienso que ese tiempo muerto del cual me habla,
difícil de definir, debió de estar lleno de tareas pendientes para la crítica
literaria. Esa crítica, empeñada en sacrificar individuos con tal de formar
especies, habrá sido incapaz de vérselas con una época en que las grandes
figuras comenzaban a apagarse... Pero, hablando solamente de narrativa
latinoamericana, suponiendo la hipótesis de un lector exclusivo de ésta y, si
acaso he sido ese lector, puedo decir que no recuerdo haber notado tiempo
muerto alguno. Aunque aclaro enseguida que este hipotético lector del que
hablo no se conforma con grandes figuras y grandes libros solamente.
–¿Pueden los nuevos narradores hacer un juicio ponderado sobre los viejos
maestros? ¿Existe, de manera genérica, algún lazo con ellos? Me gustaría conocer su opinión personal sobre los autores del boom y saber si hay alguno de
ellos –Lezama o Carpentier son emblemáticos en el caso cubano­– que inspire
su propia creación y el motivo de ello.
La revista Letras Libres me encargó hace dos meses que examinara la
obra narrativa de Gabriel García Márquez. Volví a los libros suyos que
había leído ya, y leí su producción última, que había evitado hasta entonces. Mi opinión recibió, al publicarse, acusaciones de estar teñida por la
GUARAGUAO ∙ año 13, nº 29, 2009 - págs. 55-64
GUARAGUAO
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envidia. Saltó a la vista de varios lectores la diferencia entre el crítico y el
criticado: ¿quién era yo para acercármele al viejo maestro, y qué meteduras
de pata no tendría por delante en mi camino, seguramente peores que las
que él cometiera en sus obras más recientes?
Llegó a pensarse que mi juicio venía dictado por la amistad de García Márquez con el dictador de mi país. Pero, de ser así, tendría que haber escrito (a diferencia de lo que hice en una entrega anterior de esa misma revista) maravillas
de la novela póstuma de Guillermo Cabrera Infante. Y no fue el caso.
Dicho esto, no creo que deba esperarse de los nuevos narradores un juicio
ponderado sobre los viejos maestros. Será, casi siempre, un juicio interesado.
Fui hace tiempo un rendido lector de Carpentier, llevo años sin leerlo,
y me propongo volver a alguna de sus novelas próximamente. José Lezama
Lima, en cambio, me ha acompañado desde que lo leí por primera vez.
Me interesa cada nueva noticia biográfica suya que aparece (la biografía
de Carpentier es execrable), y Lezama cuenta, además, con el aliciente de
los varios géneros. De manera que, si desatiendo al poeta Lezama, me las
estaré viendo con el Lezama ensayista o el Lezama narrador.
–¿Puede darnos su juicio «interesado sobre los viejos maestros»? Nos intersaría particularmente su juicio actual precisamente sobre la obra de Carpentier
y Cabrera Infante. ¿Qué encontraba entonces, qué le fue útil de ellos en su
formación, si algo hubo? ¿Qué esperaría encontrar ahora, pues si piensa volver
a Carpentier será a buscar algo, o me equivoco?
Leí a Carpentier a fines de los setenta del siglo pasado. Sus últimas novelas
alcancé a leerlas recién aparecidas. En la Cuba de esos años, Carpentier representaba la posibilidad cosmopolita. Rara posibilidad para un autor cubano, la
de irse a vivir lejos, precisamente a París, sin que sus títulos dejaran de aparecer
en editoriales cubanas. (José Lezama Lima, que hubiera representado también
esa posibilidad de un conocimiento del mundo, había muerto poco antes y
aún pesaba sobre él censura, por lo que ni siquiera había oído sus apellidos.
Borges, Paz, Vargas Llosa y otros también estaban censurados y, por supuesto,
tampoco conocía por entonces a todos aquellos autores cubanos que habían
salido al exilio.) Pero mi admiración de entonces por algunos libros de Carpentier no ha sido puesta a prueba. François Mauriac sostuvo que la mayor
amabilidad que podríamos dedicarle a ciertos autores de nuestra juventud es
Francisco Marín • Una conversación con Antonio José Ponte
57
no volver a leerlos. En el caso de Alejo Carpentier no creo que sea necesaria esa
amabilidad. Hoy, en una librería (la mayor parte de mis libros permanecen en
La Habana), leí el inicio de El Siglo de las Luces: admirable. Leí también el final
de El reino de este mundo y me pareció insoportable por su tono sentencioso y
didáctico, que hizo que recordara toda aquella literatura del realismo socialista
que conseguí evitar mientras leía a Carpentier.
A Guillermo Cabrera Infante, en cambio, leído más tardíamente, sí que he
logrado releerlo. Me divirtió enormemente por primera vez, y me ha aburrido
casi siempre en los regresos. Porque, gastada la sorpresa de sus ocurrencias, creo
que queda poco en sus páginas. Aunque tal vez detrás de esta objeción habría
que declarar su virtuosa manera de hacer memorables juegos de palabras y
situaciones. Pues si no sorprende al releerse, es debido al perfecto recuerdo
de lo que se leyera en él. He llegado a pensar que sus dos novelas principales
pertenecen al género japonés del ukiyo-soshi, novelas del mundo flotante, historias de la moda y de la belleza tras las que se corre: todo perecedero. Falta en
ellas, sin embargo, algo del trasfondo filosófico encontrable en las anécdotas
pasajeras de Ihara Saikaku. En cuanto a sus crónicas periodísticas y sus reseñas
cinematográficas, me parecen sumamente disfrutables.
–Tengo la sensación de que hay una serie de nombres de una trayectoria
espléndida cuyo papel e importancia ha quedado muy disminuido por su complicada ubicación temporal. Pienso en Piñera, Pitol, Saer, Piglia… ¿Cuál cree que
es su peso sobre los nuevos narradores? ¿Existe siquiera ese peso, esa influencia?
Existe, al menos en mi caso. Al menos, en el caso de esos cuatro autores
que menciona. (Leo, además, con entusiasmo al Piñera poeta y al poeta
Saer.) Son oblicuos, son fragmentarios, son discretos. Si parecen soberbios,
es a fuerza de tímidos que son. Me siento cerca de estos ejemplos, no sé si
equivocadamente.
–Ya que reconoce usted esta influencia, ¿puede precisarnos en qué consiste
ésta, aclarando de paso el significado en su caso de «oblicuo» y «fragmentario»?
De lo oblicuo y de lo fragmentario puede aprenderse, creo, delicadeza.
Esos narradores que menciona tienen la suficiente delicadeza como para
GUARAGUAO
58
que no sepamos de antemano hacia dónde van sus libros. Puede sacarse
de ellos la lección de lo inapresable. Los encuentro tan azorados como
debo de estar azorado yo, su lector. No saben, o saben poco. Comparten
con sus lectores su ignorancia, sus incertidumbres, sus tanteos. Otros, en
cambio, evitarían ofrecer al lector tan bochornoso espectáculo, y terminan por no dudar. Se muestran perfectos y resultan (al menos para mí)
perfectamente ilegibles.
–Cambiando de tema, desde su punto de vista, ¿existe algún elemento cohesionador de la actual nueva narrativa? Pienso en la percepción que en los
setenta, en Europa, se tuvo del boom y del protagonismo que adquirió el concepto «realismo mágico».
Ya era bastante reducido el concepto de ese grupo de escritores de los
años sesenta como para estrecharlo aún más con los afiliados al realismo
mágico, esa maquinaria de banalizar epifanías.
En cuanto a la actualidad, supongo que las prácticas empaquetadoras
de la cultura darán, tarde o temprano, con algún concepto equivalente.
Tengo que confesar que a mí no me desvela descubrirlo.
–¿Qué opina del peso que han ido asumiendo entre los novelistas de su
generación temas como la infancia o los años de formación? ¿Hay una retirada
hacia territorios más cómodos entre los nuevos narradores?
Si estas dos preguntas están directamente relacionadas y la infancia es
vista como territorio cómodo para un narrador, hablamos entonces de una
infancia entendida laciamente, sin drama. Hablamos de una infancia para
el aburrimiento. Pero hay también infancias endiabladas, ¿no? Y en ellas
caben siempre unos protagonistas sumamente frágiles, que no comprenden del todo, y a quienes afectará terriblemente cuanto suceda: niños. De
manera que una infancia puede ser tan incómoda (por ambiciosa) como la
pretensión de narrar la historia política de todo un continente. Depende,
en cualquier caso, de cada escritor.
Francisco Marín • Una conversación con Antonio José Ponte
59
–Relacionado con eso me gustaría plantearle el tema de lo latinoamericano. En
muchos de los viejos autores, el problema del conocimiento latinoamericano –y con
ello me refiero tanto a los aspectos geográficos como históricos– estaba latente como
un descubrimiento seminal. Sin embargo, esa orientación creadora parece haberse esfumado o bien juega un papel muy menor. ¿Han abdicado los nuevos
narradores de la preocupación latinoamericana? ¿Subsiste en algunos de ellos, y
de ser así, de que modo lo hace?
En muchos de los viejos autores el problema del conocimiento latinoamericano pudo empezar como un descubrimiento seminal, pero no tardó
en convertirse en cuestión de representatividad: por ellos hablaba todo un
continente. De esos autores se esperaba la Gran Novela Latinoamericana,
y esos autores alentaron tales expectativas, de modo parecido a como muchos narradores estadounidenses se han empeñado en dar la Gran Novela
Norteamericana.
Su preocupación latinoamericanista no tardó en convertirse en una
moraleja razonada de antemano, moraleja todavía sin fábula, pero en busca
de ella. Y calculo que una previsión así habrá de existir también entre los
narradores más jóvenes.
Yo prefiero, por el contrario, las fábulas cuyas posibles moralejas están
por llegar. Aún mejor, las fábulas cuyas posibles moralejas no llegarán. Las
fábulas (aunque esto constituya un imposible) sin moraleja.
–¿Puede decirnos por qué encuentra objetable –al menos esa es la impresión
que da– que los viejos maestros hayan inspirado a lo que usted llama la «representatividad», aparte de la «moraleja en buscar la trama»?
Bueno, me gustaría que dudasen un poco. Cuando me gustan los viejos maestros, es porque no andaban convencidos del todo. Permítame
definir esto «con la cobardía del ejemplo» (la frase es de Pessoa). Las páginas que Carlos Fuentes dedica a los Austria en Terra Nostra me parecen intachables, maravillosas. Han de estar entre lo mejor que ha escrito él, y entre lo mejor escrito en nuestra lengua por esa época. Pero no
podría decirse lo mismo de aquellas que se ocupan, en la misma novela,
de lo utópico. Éstas, llenas de baratija simbólica, no merecen aquéllas.
Yo supongo que Fuentes gozaba de suficiente libertad al tratar con los
GUARAGUAO
60
Austria, mientras que Utopía debió dictarle cuánto podía escribir acerca
de ella. Porque lo utópico era un problema para el cual un celebrado autor
latinoamericano debería aportar certezas. Y la moraleja, en este caso, existía antes que la trama. Fuentes no averiguaba acerca de lo que pudiera ser
Utopía. El lector no podría acompañarlo en investigación alguna porque
de antemano existían unas conclusiones. Y poco importa con cuánta suntuosidad fuera encubierto un cálculo de esta clase.
–¿Cuáles son los temas que, en su opinión, no están suficientemente reflejados en la actual literatura? O, como alternativa, ¿qué puntos de vista o modos
de abordar los viejos temas son los que echa usted en falta?
Esta pregunta induce a nostalgias del boom, a nostalgias del modernismo, o a nostalgias de la novela de la tierra, ninguna de las cuales padezco.
Pero no vaya a pensarse que esas nostalgias me faltan debido a un tremendo contento por la actual literatura latinoamericana.
–Desde la revisión del relato decimonónico, ¿cómo juega, en su caso, con
conceptos como memoria, pasado o ficción o grandes temas como el amour fou,
el doble o el relato iniciático? ¿Desde esa perspectiva –o desde otras, por supuesto–, se siente cercano a los postulados posmodernos?
Memoria, pasado y ficción son conceptos que podrían resumirse en
la obtención de un tono narrativo convincente. Se trata, en suma, de un
problema de dicción. Es cuestión de vencer la incertidumbre, cuestión de
dar con esas zonas de seguridad desde las que (suponemos) habla el relato
decimonónico. Un relato que, desde lejos, se nos ocurre seguro de sí mismo, muy poco nervioso.
Sin embargo, visto desde adentro (perspectiva que puede alcanzarse
mediante la relectura, la traducción, la adaptación teatral o cinematográfica), el relato decimonónico revela sus faltas de confianza. Y es preciso
volver a leer la literatura más vigorosa hasta dar con sus indecisiones y flaquezas, hasta arribar al momento en que aún no estaba decidida del todo,
y bien podría comportarse de otro modo.
Francisco Marín • Una conversación con Antonio José Ponte
61
Tendríamos que aspirar a leer como si estuviésemos metidos en la escritura de lo que leemos. Visto así, también dudaban los maestros y su fuerza
estuvo en encontrar el modo de dejar atrás sus dudas. Lo mismo, con suerte, debería ocurrirnos ahora.
–¿Cree que esa misma visión es compartida por otros narradores? ¿Por quiénes? Generacionalmente, ¿a qué autores se siente cercano y cuáles son a su entender sus nombres de referencia?
No puedo opinar por las confesiones que me hayan hecho otros narradores porque el diálogo entre colegas, tal como me ha tocado practicarlo,
evita esas escabrosidades. Pero hay libros que siento cercanos, y menciono
algunos autores de esos libros: César Aira, Lorenzo García Vega, Juan Villoro, Matilde Sánchez, Álvaro Enrigue, Sergio Chejfec, Rolando Sánchez
Mejías, Reinaldo Laddaga… La lista es incompleta, por supuesto, y creciente. Caben en ella narradores de distintas generaciones. García Vega,
por ejemplo, es octogenario.
–Su generación empieza a tener sus iconos, y entre ellos, de manera muy
significada, Roberto Bolaño. Me gustaría conocer su valoración de este autor.
He leído poco a Bolaño. Por sólo tres libros suyos, dos excelentes y uno
decepcionante, mi valoración no tiene mucho peso. Me gusta su economía
narrativa. Me gusta cómo crea tiempos de espera, puntos muertos, calmas
chichas. Me gusta que haya dado con una región (la frontera mexicana),
una figura (el poeta) y una épica.
–¿Qué papel cree que está jugando el ascenso de las literaturas de género –especialmente policíaco, pero también el de aventuras y otros– entre los nuevos narradores?
La narración policíaca y la narración de aventuras gozan de esa insolencia envidiable que adjudicaríamos a la novela decimonónica. No es raro
entonces recurrir a ellas para recuperar el hilo del relato. Y tal vez no existan mejores modelos para justificar una sucesión de peripecias.
GUARAGUAO
62
–Relacionado con lo anterior, me gustaría preguntarle sobre el perfil del
lector latinoamericano (o de lo latinoamericano). ¿Se podría hacer un perfil del
actual lector de lo literario? Para muchos, el lector de los viejos tiempos, exigente, fiel, es una especie en extinción… ¿cómo ha evolucionado ese perfil?
Si resulta difícil armar el retrato robot del nuevo narrador latinoamericano, cuánto no lo será obtener el del lector de éste. En cualquier caso,
yo insisto en postular la figura del relector. Y esta postulación me obliga a
escribir para ser leído más de una vez.
–El cosmopolitismo parece ser otra de las señas de identidad de los nuevos
narradores. ¿Va ese cosmopolitismo en detrimento de una creación fuerte? Me
explico, y sin caer en una dicotomía total: ¿no es éste un elemento que juega a
favor de la ligereza y en contra de la fundación de territorios literarios?
Pienso ahora en Bolaño, en el poco Bolaño que conozco. Puede que sus
libros mejores sean un buen ejemplo de cómo narrar territorios sin abjurar
del cosmopolitismo. Y, hasta dónde sé, sin procurarse una representatividad a la fuerza.
Aunque habrá que estar atento al modo en que Bolaño empieza a ser
leído, porque esas lecturas podrían investirlo de una condición que él estaba lejos de querer otorgarse.
–Volviendo a las temáticas abordadas por los nuevos narradores y sus modos
de desarrollarlas, y si finalmente concluimos que el nexo unificador no existe, o
lo hace de manera muy leve, ¿cree usted que podría hablarse de una identidad
en negativo? Algo así como una unión en la diferencia, donde lo latinoamericano no sería el punto de llegada sino el de partida...
¿Para qué emprender una definición así por vía negativa? ¿Latinoamérica es Dios? La única definición por vía negativa que me parece, si no
provechosa, ingeniosa, es la de Dios.
A la larga, lo que desea un escritor es escaparse de cualquier clasificación y constituirse en especie. Cada escritor, una especie. Lo mismo que los
ángeles. Dejar de pertenecer a tal o más cual generación, a tal o más cuál
Francisco Marín • Una conversación con Antonio José Ponte
63
literatura nacional, a tal o más cual continentalidad, para representarse a sí
mismo solamente. Que es, al final, representar a nadie.
Caigo, sin embargo, en la cuenta de que esta contestación mía opone a
un continente la soberbia más que continental del escritor.
–Bajo ese enfoque, tal vez resulte clarificador la nada despreciable cantidad
de narradores latinoamericanos que trabajan lejos de sus orígenes. ¿A qué cree
que es debido ese hecho?
Amén de las razones económicas y políticas, ¿pudiera ser por ese mismo impulso de superar detalles (patria, país, tierra) de que hablaba antes?
Bien mirado, ese impulso constituye también una razón de economía y de
política. De administración artística. De esa política del espíritu de la que
alguna vez trató Válery.
–En su caso, el exilio es inverso. ¿Cómo vive la experiencia de autor cubano
que sólo publica en el exterior? ¿Cómo se plantea la integración de su posición
ante el sistema político castrista en la creación literaria?
En La fiesta vigilada cuento mi experiencia dentro de ese sistema político. Para escribir libremente tuve, durante años, que publicar mis libros
fuera de Cuba. De no haberlo hecho así, habría tenido que referir lo político de manera velada, por alegorías. Y detesto las alegorías, que aplacan lo
candente con sus rizos, y disuaden con su rococó.
Yo vivía en La Habana, mis libros aparecían en México o en Barcelona
o en San Francisco, y en la mayoría de los casos ni siquiera podía asomarme
a las presentaciones de ellos, y las reseñas me alcanzaban como si fueran
botellas echadas al mar. De manera que, libro tras libro, mi idea de quiénes
los leían resultó ser bastante fantástica. Y, si es siempre misterioso el destinatario de unas páginas, en mi caso (hablo de hace algunos años) se hizo
más misterioso todavía.
GUARAGUAO
64
–Por último, ¿tiene alguna cosa que añadir o algún tema que le gustase
abordar?
Sólo me queda dar las gracias.
Antonio José Ponte (Matanzas, Cuba, 1964) Poeta, ensayista y narrador. Ha publicado, entre otros
títulos, Las comidas profundas (Deleatur, Angers, 1997), Asiento en las ruinas (Renacimiento, Sevilla,
2005), In the cold of the Malecón & other stories (City Lights Books, San Francisco, 2000), Cuentos
de todas partes del Imperio (Deleatur, Angers, 2000), Un seguidor de Montaigne mira La Habana/Las
comidas profundas (Verbum, Madrid, 2001), Contrabando de sombras (Mondadori, Barcelona, 2002),
El libro perdido de los origenistas (Renacimiento, Sevilla, 2004), Un arte de hacer ruinas y otros cuentos
(Fondo de Cultura Económica, México D. F., 2005) y La fiesta vigilada (Anagrama, Barcelona, 2007).
Es co-director de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, que se publica en Madrid.
Recuperación
Suenan timbres
A la espera de la crítica
Mario Campaña
La vanguardia poética latinoamericana, aquel período de incesantes
y multidireccionales transformaciones que, grosso modo, va de 1914 a
1941, de Non Serviam (1914), de Vicente Huidobro, a Muerte de Narciso
(1937), Muerte sin Fin (1939) y Enemigo Rumor (1941), de Lezama Lima
y José Gorostiza, es uno de los períodos más explorados de nuestra historia
literaria. Tempranamente, en 1926, el peruano Alberto Hidalgo junto al
mismo Huidobro y a Jorge Luis Borges confeccionaron y publicaron en
Buenos Aires el Índice de la Nueva Poesía Americana. Con escasas excepciones, como las de Oliverio Girando y tal vez también Winett de Rodhka,
absurdamente excluidos por Hidalgo, figuraba en ese libro la plana mayor del vanguardismo en lengua castellana escrito en América. Junto a 16
poetas argentinos, 16 chilenos y 14 peruanos, un solo colombiano queda
acreditado en el mosaico vanguardista: Luis Vidales, un joven de 22 años
de edad. Vidales acababa de publicar, en ese mismo año de 1926, su libro
Suenan timbres. Mientras los vanguardistas argentinos, chilenos, peruanos,
mexicanos, nicaragüenses o ecuatorianos han encontrado valiosos intérpretes y críticos, que han difundido sus obras y destacado sus logros, la
suerte de Vidales ha sido distinta. En Colombia la vanguardia no despegó
como en el cono sur, por ejemplo, y ésa tal vez sea una de las causas de
las peculiaridades de su historia poética posterior. Vidales y su libro, sin
duda una obra maestra del período, han sido y son citados sólo de paso
en los libros de historia de la vanguardia. En la abstención de los críticos
e historiadores ante ese libro mayor se revela una limitación elemental de
la bibliografía colombiana e hispanoamericana: Suenan timbres no fue reeditado ni en Colombia ni en ninguna otra parte hasta 1976, cuando Colcultura celebró discretamente las «bodas de oro» del libro con una segunda
edición. Pese a la tercera edición, de 1986, de la Universidad de Antioquia,
Suenan timbres sigue sin contar con la difusión y la valoración crítica que
necesita y merece.
GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 67-69
GUARAGUAO
68
¿Cuántos especialistas en literatura hispanoamericana del siglo xx conocen esta obra verdaderamente singular? Para todo lector será evidente
que Suenan timbres no nació al dictado de nadie, de ninguna escuela o
nombre de moda, americano o europeo, como ocurrió con otros vanguardistas. Su origen es una clara voluntad de subversión. Su inteligente y fino
sarcasmo dio forma a la primera muestra de antipoesía hispanoamericana,
como se puede observar en numerosos poemas; así en:
Aquél que vuela muy alto
El ministro cayó. Aquello ocurría cuando se encontraba
más encumbrado. Cuando se sintió en el asfalto tuvo la neta
impresión de que somos criaturas del cielo. Y si no, no
hubiera caído.
El libro nace también de una implacable indagación en la propia intimidad del personaje poético, cuya construcción es uno de los mayores
logros del libro. Creo que hasta la aparición de la obra de Carlos Germán
Belli no se produjo en la poesía hispanoamericana otra criatura perfectamente identificable en tanto personaje como la que se expresa con tanto
desparpajo en Suenan timbres. La fecundidad de las intuiciones de Vidales
en esa tarea constructiva de un personaje es innegable. Una prueba es «El
vecino de adentro». Es más que probable que Borges, que, como hemos
dicho, incluyó a Vidales en el Índice de nueva poesía americana, de 1926,
evocara el poema recién mencionado en ese célebre texto llamado «Borges
y yo», que todos tenemos en la memoria, publicado casi cuarenta años
después de Suenan timbres:
El vecino de adentro
Me lo encontré en la avenida. Su identidad conmigo
era, como si dijéramos, escandalosa. Le dije: «¿Quién es
usted?». Y me soltó, susurrando las sílabas: «Luis Vidales».
Le grité, angustiado: «¡No! Yo soy Luis Vidales». Y para
asombro de mi parte, me respondió con aplomo: «¿Y quién
lo contradice?». Y en verdad, no tuve nada qué argüirle.
Mario Campaña • Suenan timbres. A la espera de la crítica
69
Vidales nació en 1900 y murió en 1990. Fue funcionario público, secretario general del partido comunista de Colombia, militante a favor de la
guerrilla liberal y representante diplomático del gobierno de Jorge Eliécer
Gaitán. Su bibliografía, oficialmente, está compuesta por Suenan Timbres
(1926); Tratado de Estética (1945); La insurrección desplomada (1948); La
circunstancia social en el arte (1973); Historia de la estadística en Colombia
(1975); La Obreríada (1978); Poemas del abominable hombre del barrio de
Las Nieves (1985). Una colección de su obra inédita fue publicada en los
Cuadernos de Filosofía y Letras de la Universidad de Los Andes (Vol. V,
núm. 3, Bogotá, julio-septiembre de 1982). El profesor Carlos Vidales,
hijo del poeta, asegura que su padre sufrió el expolio o pérdida accidental
de los siguientes libros inéditos: Espejo de la pintura, Diario suyo y mío,
Teresianas y Dimensiones de la patria.
Que Guaraguao pueda ahora presentar a sus lectores una antología de
Suenan timbres se debe a la generosidad del editor y poeta Nicanor Vélez,
que quiso poner en mis manos este libro largamente buscado.
Suenan timbres
Luis Vidales
Visoncillas en la carretera séptima
1
Yo estaba ante una vitrina
–preocupado–
sacando manos y manos
del escaparate de mi imaginación
y midiéndoselas a una Venus de Milo.
2
Pasaron dos señoritas
y por primera vez
desde tanto tiempo que venía preocupándome
vi cómo sus piesecillos
iban desenvolviendo el hilo de su andar
que habían dejado amarrado en casa.
3
Supe lo que decora el automóvil fugaz
a la mujer que va por la acera
elegantemente ataviada
y lo que realza una iglesia
a la mujer que pasa por junto.
GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 70-102
Luis Vidales • Suenan timbres
71
Cinematografía nacional
Por el cielo amarilloso
de linterna
pasan las nubes colombianas.
Y cómo se las nota que no habían ensayado
antes.
Los árboles
–por ser la primera vez que trabajan en el cine–
aparecen
tiesos
cohibidos
amanerados.
Pero el salto de Tequendama
lo hace con naturalidad
como si tuviera
una larga práctica
en cinematógrafo.
Por los alrededores de Bogotá
merodea la luna.
¡Y qué luna!
Es una Luna barnizada de blanco
y con instalación propia.
GUARAGUAO
72
Afuera
el cielo de la noche
oscuro
ampuloso
es un inmenso gongorismo.
Luego veo la luna.
¡Oh! ¡Oh!
¡Les saca a los transeúntes
sus fichas antropométricas contra el muro!
¡Son como clichés quemados
que huyen!
Y en el salón de la noche
yo aplaudo
las películas incoherentes
de este Pathé Baby.
Super-ciencia
Por medio de los microscopios
los microbios
observan los sabios
Luis Vidales • Suenan timbres
73
Los Arcos-Iris
Arcos-Iris lejanos,
Desde el principio del mundo.
Caravanas de jirafas de colores
los pies en el agua
y el cuello dócil en el cielo.
Arcos - Iris.
Los que pasaron por los cielos
de mi infancia azul.
Yo tenía los ojos tristes y ensoñadores
y viéndoos a vosotros –arcos-iris–
sentía un indeterminado deseo
como de acariciar cuellos
o como de domar serpientes.
Pero el dulce muchacho de mi niñez
hace mucho tiempo que se ha marchado
yo no sé para dónde.
Y ahora
–en esta tarde romántica–
cierro los ojos
y siento que me dejo estrangular de un arco-iris.
GUARAGUAO
74
A Luis Tejada. Elegía Humorística
No hay nada qué decirte.
Jamás quería decirte nada.
Pero aquí –en el periódico–
me obligan a escribirte.
Estoy en el escritorio tuyo
en el rincón tuyo
aquí –en el periódico.
Y desde aquí te lanzo mi interrogación.
Así.
?
¡Qué serpentina es la interrogación!
Pero bueno–qué–
¿se baila bien en el espacio?
¡Los pies deben hacerlo deliciosamente!
Y dime:
¿No has visto por allá
las cometas que se me perdieron
cuando yo era niño?
Mándamelas
que yo las amo todavía.
Quisiera–en cambio–
conseguir que no subiera hasta ti
el ruido del mundo
cuando estás dormido.
¿Suena mucho el mundo
oído desde arriba?
Óyeme.
Llévame
llévame contigo.
Esta vida es mala.
Y se confabulan contra uno.
Por ejemplo–de noche
Luis Vidales • Suenan timbres
75
–cuando estoy dormido–
mi sombra se me va
no sé para dónde
y los pantalones–sonámbulos–
salen en silencio de la noche
andando
andando.
Y mi saco
–guillotinado en el ropero–
está desmadejado
y sus bolsillos
¡oh sus bolsillos!
¡Me sacan la lengua sus bolsillos!
Y hasta la misma cama
es un vehículo
que me lleva a regiones desconocidas.
Llévame
llévame contigo.
Oye lo que te voy a decir.
Es muy triste.
Mira.
Los relojes pierden el tiempo.
GUARAGUAO
76
Geográfica
Mi alma
–¡Aeroplano!–
voló serenamente
por encima de la tierra.
Los océanos navegaban hacia las costas remotas.
Pero luego suspendieron el rumbo
y bajo la curva de sus lomos azules
se durmió el eterno mineral.
Las estrellas giran en el viento.
Europa es un escorpión
España la cabeza
Y la Península Escandinava la ponzoña.
La América del Sur
es un inmenso corazón
botado en el mar por una mujer celeste.
La bota de Italia
apareció a mis ojos de dormido
y me la calcé rápidamente
y pasé a grandes saltos
como un gigante cojo
por sobre las manchas de los países.
Y después...
¡Oh! El puerto.
Pequeño.
¡El puerto de rosa de tu boca!
Luis Vidales • Suenan timbres
77
Cirstología
Las cruces que hay en el mundo
son trampas puestas por los hombres
para cazar a Jesucristo.
Es verdad que el diablo le tiene miedo a la cruz
pero Jesucristo le tiene mucho más miedo
y huye donde ve una.
Esto le ocurre
desde aquella vez
que le pusieron esa condecoración
tan grande
que se enredó en ella
y se murió.
Y sin embargo
Jesucristo ha sido siempre
a través de todos los tiempos el más perfecto
maromero.
Eso es.
GUARAGUAO
78
El paseo
El cielo espejea entre los árboles.
Los árboles se imaginan
que están a orillas de un lago color violeta.
Nosotros advertimos el engaño
y a grandes voces espantamos a los árboles
como si se tratara
de unos altos pájaros verdes
que hubieran escondido
en el plumaje
la otra pierna.
Cuando volvemos a casa
empieza a holgar en mi cabeza
el sombrero de copa de la noche.
Vamos de brazo
–monograma significativo
que no hemos podido descifrar...
En mi pupila del lado del paisaje
llevo el monóculo de la luna.
El sueño aumenta de volumen
a través de la lente.
Si tú quieres soñar
y te hace falta un tónico
vuelve la copa del cielo
¡y bébete el azul!
Tú me escuchas.
Abres los ojos claros.
y toda tú–pequeñita–
te quedas acurrucada
detrás de tus ojos claros.
Luis Vidales • Suenan timbres
79
El gato
El gato se acomoda
en el hueco del sueño.
Lo miro con tristeza
porque dormirse
es lo mismo
que perder un mundo.
Indolente
estila posturas dentro de su forma
como esculpiendo
fugitivas figuras
de gatos.
Oigo el tardo
envolver el ovillo de su música.
Y esto he comprendido.
A la hora en que los gatos duermen
–afuera–en los tejados
andan las sombras solas.
Gatos negros
que caen de la luna.
GUARAGUAO
80
Una carta a Pepe Mexía
¡Salud! ¡Pepe Mexía!
Tiempo seco.
Viento alto del Norte.
Escribo y miro hacia el azul
mientras alegre
saco una lenta falsificación de nubes
de la fábrica leve de mi pipa.
Qué cielo más claro.
Pasan en un vértigo las longitudes celestes.
Los meridianos son hilos de araña.
donde se enredan las estrellas.
Quiero contarle
que ayer vi a los transeúntes
pisar intonsamente el meridiano.
Pero yo envolví el meridiano
lo hice un ovillo
para ponérselo
a mi ciudad ideal.
Y quisiera contarle muchas cosas
en versos claros y sencillos
que no vayan a salir de mi cabeza
como de una máquina norteamericana
tirabuzones de azúcar.
Pero siento que mi sombra
está dándome tirones
y me arrastra hacia afuera
porque quiere tenderse patarriba
con la panza al sol
precisamente como los lagartos.
Luis Vidales • Suenan timbres
81
Y antes de salir al aire libre
y correr y–entusiasmado–
ver que mi carrera
va desbaratando perspectivas...
de pie–sobre mis 2.600 metros
por encima de la cordillera
le doy mi mano de amigo.
Pero hay que tener cuidado
cuando zafemos las manos
para que no se vaya a caer sobre los Andes
el monobrama de nuestras emes.
Las Campanas
A través de la distancia
las campanas conversan unas con otras
sobre lo que sucede en el espacio.
Pero cuando el día las inunda
las campanas se olvidan de sus compañeras
y dejan que sus voces
reboten sobre el embaldosado
y se alejan como un sinnúmero de pelotas de goma
que rueda por las calles de sol.
Y cuando el día se destiña
las campanas le gritarán desde lejos
a la tribu de nubes
que pasa para la batalla del ocaso.
Pero las nubes seguirán su rumbo.
Y las campanas se asomarán para el lado de la noche
y será como si estuvieran asomando
las orejas de la hora.
GUARAGUAO
82
Espejos
Para Juan José Pérez Doménech
En el rompecabezas de la noche
hay sensación de árboles
y de calles fluidas
signos
de la eterna fuga del planeta.
Calles angostas las del cielo
llenas de dengues y rincones.
Las estrellas
son farolitos
colgados a la puerta de las casas.
Y la luna alumbra
porque le da su reflejo
el vitral de una ventana.
Las noches están bocabajo.
Y vuelve el día
que es cóncavo
y que nos copia como un espejo.
¡Ay! que acaso nosotros
no somos otra cosa
que refracciones de otros mundos
vistas en el espejo del día.
Luis Vidales • Suenan timbres
83
El alcohol
Alcohol.
Espíritu.
Vas siempre en fuga.
Loco. Loco.
Desequilibrista.
No eres de nuestro planeta.
¿Qué forma tienes?
Cuando te incorporas
eres llama azul
–inquieto–
y así tocas el límite
de nuestra vida animal.
Pero luego te vas
y no se sabe nuestra incertidumbre
si es esa tu forma
o si eres voluta
o si viajas en círculos
o si pasas en zig-zags por nuestra vida.
Alcohol.
Bajo tu influjo
adentro nos tambalea la vida
y afuera
todas las cosas nos desconocen
y ante nuestros ojos
la calle
–ese reptil inmóvil–
empieza entonces a deslizarse
y los postes no huyen
y las casas en fuga
comienzan a desocupar la ciudad.
Alcohol.
Voy a hacerte una ofrenda.
No es muy pobre mi ofrenda.
Te doy para siempre
para toda la vida
el par de muletas del equilibrio.
GUARAGUAO
84
Las pisadas
La mujer ha pasado
pero sus pasos
se quedaron sonando para siempre dentro de mí.
¿En qué seres ya muertos
repercutiría el ruido de sus pasos
cuando era niña?
La ley de atracción
Esta atracción universal
que me tiene sujeto
a la tierra...
¡Ah! pero algún día
vas a lograr –¡oh! Sabio–
dominar esa fuerza misteriosa
–grave sobre mis hombros–
y entonces
ya no estaré pegado a la Tierra
y podré irme
hacia los canales azules de Marte
o hasta Saturno
–a montar en su rueda de luz–
o hasta Urano triste
o hasta Neptuno esquivo.
¿Me acompañarás entonces
¡oh! dulce niña?
Iremos lejos
lejos.
Y si nos coge la noche
nos quedaremos a dormir
en un pequeño pueblo de la Luna.
Luis Vidales • Suenan timbres
85
Oración de los bostezadores
Dedicado a Leo Le Gris – Bostezador
Señor.
Estamos cansados de tus días
y tus noches.
Tu luz es demasiado barata
y se va con lamentable frecuencia.
Los mundos nocturnales
producen un pésimo alumbrado
en nuestros pueblos
nos hemos visto precisados a sembrarle la noche
un cosmos de globitas eléctricas.
Señor.
Nos aburren tus auroras
y nos tienen fastidiados
tus escándalos crepúsculos.
¿Por qué un mismo espectáculo todos los días
desde que le diste cuerda al mundo?
Señor.
Deja que ahora
el mundo gire al revés
para que las tardes sean por la mañana
y las mañanas sean por la tarde.
O por lo menos
–Señor–
si no puedes complacernos
entonces
–Señor–
te suplicamos todos los bostezadores
que transfieras tus crepúsculos
para las 12 del día.
Amén.
GUARAGUAO
86
Auto-semblanza
Que no sea auto-semblanza–
Señor
Tú lo sabes.
Que mi alba retozona
se me caiga a los pies
o me haga cosquillas
en la punta de la nariz
o se la pase todo el día
jugando con un botón de mi americana–
Yo digo–Señor–
¿qué puede eso
interesarle a alguien?
Desde que tú–Señor–
me enviaste a hacer este largo mandado
por el mundo
yo voy alegre
y
¡qué caramba!
también orgulloso
porque sé discernir
que si llevo un corazón en el pecho
fue porque tú me condecoraste.
Cómo te he agradecido
estos jugueticos fantasmagóricos
de cuerda consecutiva
que nos diste
para los ratos desocupados.
Nosotros les hemos puesto un nombre muy bonito.
Los llamamos mujeres
y están contentos con nosotros.
Pero dime
¿no pudieras mandar uno para mí
–para mí solo–
que tuviera ruedecitas
Luis Vidales • Suenan timbres
87
y una cuerda bien larga
para hablar de cosas razonables?
Qué lindo sería mi juguetico.
Cómo retozaríamos.
Cómo haríamos picardías.
Y en los ratos serios
yo le contaría las cosas
que ni tú mismo sabes.
Le diría
que los caminos andan de noche.
Que las voces
son las manchas del silencio.
Que los espejos viven muertos de sueño.
Y cuando las nubes se pusieran tristes
nos asomaríamos a las rejas de la lluvia
a mirar cómo los rayos hacen
Zig.
Zag.
Y para entonces–¡por fin!–
yo me pondría a traducir
la taquigrafía de los rayos.
GUARAGUAO
88
Cuadrito de movimiento
Estoy en la ventana.
Pequeñito
el paisaje soporta encima
todo el enorme peso de la lejanía.
¡Oh! si dan ganas
de domesticar el paisaje
y amaestrarlo con docilidad
hasta que se le pueda poner un marco
y así
–completamente civilizado–
tenerlo colgado en la biblioteca.
Y entonces
–mientras yo leyera el libro nuevo
sentado en el sillón giratorio–
resultaría sumamente agradable
alzar la vista de improviso
y ver que en el cuadrito llovía–
o hacía sol –o hacía viento–
o empezaban a salir las primeras estrellas.
En el parque
El reloj formula
12 medio-día.
Y cae sobre nosotros
–exacta–
la gran plomada.
Los árboles del parque
alharaquean
como unos loros
dentro de su jaula.
Luis Vidales • Suenan timbres
89
Yo he cogido tus manos
en mi diestra
como un par de guantes.
Pasan lagunas de viento.
Nos aburrimos.
Hace mucha luz para amarnos.
Pasan más lagunas de viento.
¡Hé!
te he tendido la mano
para que te levantes
y el peso de tu cuerpo
como una bola densa
y tibia
ha caído en mi mano.
Vuelve a esperarnos el escaño.
¡Cómo esperan los escaños
en el parque!
Este cielo es un gran pisapapeles
de esos que tienen un paisaje por dentro.
Y los dos nos alejamos
por la callecita que hay en el pisapapeles.
GUARAGUAO
90
Cuando estoy ausente
Cuando estoy ausente
oigo dentro de mí
bochinches extraordinarios
en el piso lejano.
Los retratos charlan de pared a pared
y sacan las manos
y los pies
y se ponen a hacer maroma
colgándose de los noracos.
La cama tira coces al aire.
Los taburetes
dejan de estar sentados
y se incorporan
y el andar
se oyen tranquidos de huesos.
Y las camisas
las americanas
y los sobretodos
accionan
como gentes que alegan.
Los personajes de los libros
salen de las páginas
y se van agrupando sobre el escritorio.
Surgen los paralíticos
los asesinos
los obsesionados
los terroristas
de Dostoiewsky.
Y siguen enfilándose en las figuras rusas.
Los hombres encadenados
que se queman
en los baños evaporados de Siberia.
El estudiante de la máscara de risa trágica.
Los médicos de almas desniveladas.
Luis Vidales • Suenan timbres
91
Y Sacha Yegulev
pasa con sus hombres
y se ven los carros por la carretera empolvada.
Y el viejo que va soltando libros
por todo el camino
corriendo a saltos
tras el carro del muerto
que llevan a escape.
Y siguen saliendo las figuras rusas.
Y salen las gentes de Poe
y los poetas nuevos
y los personajes ingleses
yankees
húngaros
alemanes
del humorismo
y los neuróticos
y los inconscientes
y los niños fóbicos
de Freud.
Y se agrupan en corros diversos
y disparatados
y ríen o lloran
o permanecen indiferentes.
Entonces me meto las calles
bajo las suelas
y llego al piso.
Y cuando interrumpo
sólo alcanzo a ver que las pantuflas
se vuelven a su puesto
como dos cucarachas azules.
GUARAGUAO
92
A una flor
Tú tienes un alma
que sube por el tallo
y te alumbra.
Pero tu alma no sabe hablar
ni sabe quejarse
ni discurrir sobre las cosas.
Yo quisiera–oh pequeña flor (guión sin espacio)
absorta en la materia–
darte del alma intelectiva
porque a mí me pesa mucho toda la que llevo
y a tu alma le falta
un poco de dolor.
Las nubes
Las nubes son almas de mujeres
que perecieron ahogadas.
Mentira.
Las nubes son las ropas blancas
que el viento se lleva
de los alambres de los patios.
También mentira.
Porque
–¿las nubes?–
Naciones que hacen el mapa del cielo.
Continentes
países
islas
las manchas blancas de las nubes.
¡Oh! mi patria
mi única patria.
Luis Vidales • Suenan timbres
93
En los empapelados
Oh primavera
primavera
Olvidad esas flores de campo
y de cielo
y venid a los cuartos
para que revivan las flores
del papel
Oh primavera
primavera
os invoca
la inmensa flora exótica
Pero traed vuestros vientos
porque será bello espectáculo
ver
cómo se mecen al aire
las flores de los empapelados.
GUARAGUAO
94
Poema de la grafonola
En respuesta a la violenta crítica de Antonio José Restrepo
contra Luis Vidales, publicada en el mismo número de
«Lecturas Dominicales» de El Tiempo, No. 131, 15 de
noviembre de 1925. La grafonola acababa de llegar al país.
La gente que vivía en su interior
no me dejaba dormir
y por mucho tiempo –mucho–
me aburrió la vida.
Yo pensaba
que al hombre que gritaba en la caja
lo agarraría de los gañotes
y –afuera–
lo arrastraría de un tirón
aunque se le quedaran los zapatos adentro.
Tuve la intención
de sacar a la maullante señorita
pero estaba muy ligera de ropas
porque yo se lo noté en la voz.
Por mucho rato
oí sus golpes de tacón
al pasearse en el canto.
Y hubo un instante
en que accionó
tan grande
mente
que los brazos se le iban a salir de la caja.
Fue precisamente entonces
cuando desperté...
Luis Vidales • Suenan timbres
95
La grafonola seguía hablando
y la vi hacer un gesto de pájaro
de espulgarse las alas.
Eso bastó. Le vi el cuello curvo
el pico
y el impreciso batir de alas
verdes.
el loro
qué civilización tan asombrosa
ha alcanzado el loro.
GUARAGUAO
96
Poema en dos viajes
i
Biblioteca
Libros. Aquí
sobre mi pequeña mesa.
Dormidos
o con no sé qué de sueño
en las hileras.
De pasta a pasta, dentro,
la vida lleva silenciosamente
su cauce.
Es un circular eterno
y profundo
como la sangre.
Ciudades.
Ciudades que se quedaron para siempre
en una hora
rigurosamente invariable
y melancólica
o alegre
de la aurora
o de la tarde.
Ventanas entreabiertas
que dan al misterio...
Libros, libros.
Selvas,
selvas cuyo olor vaga aún en el recuerdo.
Selvas que la imaginación ve ahora
como ramas
entre las páginas.
Luis Vidales • Suenan timbres
97
¡Y esos cielos espléndidos
que hay en vosotros!
Yo quisiera
vivir eternamente
en uno de esos mundos embrujados
que guardáis en vuestro seno,
al lado de esas gentes imaginarias,
que huyen de lo visual;
cerca de sus mujeres,
invisibles y bellas
y lejanas,
cuyos cuerpos de sueño y de delirio
nadie logra captar.
Y perseguir ilusamente
la mariposa que vuela
cuando se abre un volumen.
ii
La risa en los muros
Sueño recién llegado con mi júbilo:
otro viaje.
Viaje lleno de andén en la promesa.
A este lado de la noche
un libro se me abre
como una puerta.
Adiós. Mi tiempo quiere luz,
quiere horizonte, y se me sale fuera.
GUARAGUAO
98
Sueño que haces la ruta de mi tiempo:
iza tus velas.
Las esclusas
están dando la hora.
Desde la noche sin vacío
subrayada en sendas de hierro
los trenes de las doce de ayer
me están llegando en ramas
con un túnel luminoso
por dentro.
Santología
¡Oh, y el trabajo que me costó descubrirlo! Sucedió.
Que yo estaba mirando al santo. ¿De dónde provendrán
esos reflejos que lleva en la cabeza? Y de golpe. Cuando
menos lo esperaba. Los santos usaron sombrero de copa.
¡Claro! y un día –al descubrirse– les quedaron en la cabeza
los reflejos del sombrero de copa.
Luis Vidales • Suenan timbres
99
La noche
El día es lo más ciudadano que hay. Eso no me lo puede
negar nadie. El día tiene gentes y casas y pegados en las
cintas vertiginosas de las calles tiene tranvías–coches–autos–
etc.–etc. Cualquier día de la semana–llámese lunes o
sábado–está siempre lleno de ciudades. Pero la noche–¡ah!
¡caray! –la noche es lo más inculto que se conoce hasta
hoy. La noche está bien en los matorrales. La noche–
primitiva–selvática–reacia a la civilización–es el último resto
de salvajismo en el mundo. ¿No habrá quién colonice la
noche?
Los dos gatos
El gato y su sombra. Son dos gatos –pero en realidad no
es más que uno. Esto me explica la divinidad. La sombra es
un gato más enigmático. Es más gato. Así deberían ser todos
los gatos. Untados a la pared. Sería bello verlos andar.
Entonces tampoco podría dejar un gato arqueado de señal
hasta donde he leído. Pero podría detenerlo en la pared y
fijarle debajo un tomito de almanaque. Un almanaque es
un pequeño tratado de filosofía. He intentado hacer una
definición. ¡Es tan peligroso! Pero–afortunadamente para mí–
el gato ha desbaratad mis ideas–de un salto–y se ha echado
en la poltrona–sobre su sombra.
De un envoltorio de piel–que parece como si una mujer
lo hubiera dejado sobre la poltrona–sube una musiquilla
constipada.
Ahora todo ha quedado en silencio. He visto la
musiquilla desteñirse en el aire como un color.
GUARAGUAO
100
Teoría de los objetos
Plática en el Café
Como veis esto es un taco y esto es una bola de billar.
Dos cosas distintas–¿verdad? Pues bien. Os digo que son
iguales. La bola de billar es un taco estancado y el taco es
una bola que ha hallado continuidad. Si por hipótesis dais
ductilidad a la bola de billar y la estiráis, la estiráis, notaréis
sorprendidos que la bola era un taco. Y si hacéis lo mismo
con el taco–en sentido contrario–veréis cómo el taco era
una bola de billar. Todos los objetos están en potencia con
respecto a su forma contraria.
Cuando yo voy por la calle vigilo siempre mi bastón
porque me da miedo que de golpe pierda su continuidad y
se vuelva una bola.
Pero sobre todo tened presente esto–de donde se deriva
lo que habéis oído. La línea es una circunferencia desinflada.
Y la circunferencia es una recta que ha echado panza.
Luis Vidales • Suenan timbres
101
Psicología de una actitud
¡Va! ponerse a cuatro patas en el suelo. Sentado veía lo
insignificante que era esto. Arrastrarse. No tenía importancia.
Cualquiera lo haría sin necesidad de un largo proceso
mental.
Me boté al suelo.
¡Oh, qué cambio tan brusco! Yo–¿yo en cuatro patas?
Anonadamiento. Convicción de que yo era un hombre capaz
de todas las bajezas. Naturalmente me levanté al punto.
Pero así supe que ponerse a cuatro patas–también como
muchas otras– es una cosa trascendental.
Aquél que vuela muy alto
El ministro cayó. Aquello ocurría cuando se encontraba
más encumbrado. Cuando se sintió en el asfalto tuvo la neta
impresión de que somos criaturas del cielo. Y si no, no
hubiera caído.
GUARAGUAO
102
El vecino de adentro
Me lo encontré en la avenida. Su identidad conmigo
era, como si dijéramos, escandalosa. Le dije: «¿Quién es
usted?». Y me soltó, susurrando las sílabas: «Luis Vidales».
Le grité, angustiado: «¡No! Yo soy Luis Vidales». Y para
asombro de mi parte, me respondió con aplomo: «¿Y quién
lo contradice?». Y en verdad, no tuve nada qué argüirle.
El enigma
Bastaba que yo me hiciese para mis adentros una
pregunta, para que alguien, en el curso del día, me la
respondiera con exactitud pasmosa. Entonces me quedaba
perplejo: ¿estaba yo en sus adentros?; ¿o este alguien estaba
en los míos? ¡Vaya uno a saberlo!
Creación
El catavientos
(fragmento)
Sergio Chejfec
Si se pone a pensar, el momento más emocionante lo tuvo como observador. En la mitad de la calle, el hombre y la mascota enloquecida que
se volvía contra su dueño y amenazaba devorarlo. Casi más nada había
ocurrido en el último año. Días sucesivos, pautados y repetidos. El tiempo
se estaba convirtiendo en una cinta por la que avanzaba sin oponer resistencia, muchas veces sin advertirlo, con excepción del despertar y el sueño;
eso podía significar sumarse, transcurrir y no reaccionar, aunque prefería
pensar que lo eludía. Recuerda que el hombre quería sacar al perro de un
sitio donde había comida, y tiraba de la cuerda para apartarlo. Estuvieron
así pujando un rato, pero el animal se enojó y aprovechó la fuerza que ejercía el dueño para saltar sobre él. No recuerda si la calle estaba desierta, era
otra de las cosas en que ya no se fijaba, en gran medida porque en el barrio
se había instalado desde hacía tiempo un mismo aire despoblado más allá
de la presencia efectiva de la gente.
Le cuesta recordar el orden de lo ocurrido, pero supone que el hombre
debió de haber tropezado y caído de espaldas por la misma fuerza con
que trataba de retener al perro, y que una vez en el piso se encontró en
desventaja para defenderse. Recuerda mejor los gruñidos del animal, cómo
contraía la nariz y levantaba los labios para mostrar los afilados dientes. Y
según recuerda también, inesperadamente rescató de algún lado el nombre
de eso, lo que el perro hacía: el perro arrufaba. El animal había apoyado
las dos piernas delanteras sobre el pecho del dueño. Y cuando uno veía que
había logrado someterlo y que, como se dice, sólo debía empezar a desgarrar el cuello o la cara a su disposición, la bestia cambió de idea, se distrajo
un instante porque se produjo a lo mejor un movimiento en la incierta
lejanía, y cuando volvió en sí cambió de idea y decidió restregar la lengua
probablemente húmeda sobre la superficie de piel humana que tenía más
cerca y a cuyo dueño de nuevo se sometía.
GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 105-113
GUARAGUAO
106
Ahora recapitula la emocionante escena mientras está sentado en la
única silla de la cocina, ante la mesa angosta junto a la pared, donde habitualmente come. Quizá debido al poco espacio, o a la población de azulejos amarillos, que por sí solos hablan de una época ubicada en el pasado
y supone por lo tanto que guardan alguna memoria de vida diferente, la
cocina le parece el sitio más íntimo y propio, el más auténtico y silencioso,
como una esquiva concentración de vida. Allí se produce la ilusión del
clima de hogar, una señal débil e inconsistente, pero a la que se pliega conforme y a veces ambiguamente agradecido, porque eso lo lleva a imaginar
que él mismo es algo más cierto de lo que en verdad es o cree ser.
Cuando le toca comer, si no tiene mejor opción lo hace mirando la pared, cuyos azulejos reflejan de día la claridad y de noche muestran un poco
de brillo gracias a la luz del techo. La radio de su cuarto, en el otro extremo
del departamento, está encendida todo el tiempo. Le gusta permanecer en
la cocina aun fuera de las comidas, porque las palabras medio lejanas de
los locutores, hablando incansables y de a ratos desertando o reanimados
después de interrupciones, en cualquier caso produciendo lagunas de silencio verbal cuya razón o significado él no alcanza a entender, son lo más
parecido a un clima de vida hogareña o acompañada, otro ingrediente que
se suma a la ilusión.
No sabe qué capricho lo empuja, o más bien no sabe a qué orden pertenece ese capricho, pero se consuela imaginándose como alguien que se
aferra a la idea de continuar aunque el resto se haya derrumbado y esté al
borde de la extinción. Entonces mantiene encendida la radio todo el día,
pero no siempre la oye porque se ha incorporado, la radio, al paisaje convencional de los ruidos. Es un fondo permanente, dichoso a su modo, de a
ratos un poco sórdido pero inocuo, que sin embargo se le hace intolerable
cuando permanece más de lo acostumbrado en su cuarto, o sea al acostarse
por la noche o cuando se sienta en la cama para pensar acerca de algo en
particular. En tales ocasiones debe bajar el volumen hasta dejarlo en un
nivel de murmullo. De modo que por un lado necesita la radio, no puede
vivir sin ella –es desde hace tiempo un sucedáneo de la presencia humana,
esporádica como se verá enseguida–, pero por otro lado, cuando está cerca
del aparato, debido a lo cual el volumen parece un poco alto para la circunstancia, se siente aturdido y no la tolera. (Los ruidos de más allá de las
paredes o la puerta también le gustan. Pisadas, llaves, voces o los golpes de
las reparaciones.)
Sergio Chejfec • El catavientos
107
Ya desde bastante antes del episodio de la mascota, el más emocionante, como decidió llamarlo en su lengua personal, lo peor del tiempo era
su condición difusa, elástica y concisa a la vez, que lo impregnaba todo.
En ocasiones llamaba a algún amigo para pedirle un poco de compañía;
pero tenía la impresión de que eso ocurría cada vez menos. A la mañana
siguiente o dos días después llegaba la visita, y se quedaba hasta que terminaba la tarde. La presencia de los amigos funcionaba como un consuelo de
acción reducida y sobre todo anticipada; lo que era peor, porque era difícil
sobreponerse al sentimiento sórdido que se instalaba antes de cada visita, y
de ese modo desmentía su conveniencia y anunciaba la previsible situación
inminente, los días por venir.
Cuando eran amigas quienes lo visitaban, después del café, después
de la conversación, después de un surtido verbal de quejas relacionadas
con la familia, las amistades comunes o la política en general, se ponían a
preparar comida para los próximos días y luego limpiaban bastante más de
lo que habían usado para cocinar. En uno y otro caso, cualquiera fuera la
visita, varón o mujer, había un signo que indicaba el final: salir a caminar.
Se iban a recorrer juntos las calles de la media tarde; la hora, según él, en la
que el día mostraba mayor duración, la sobrehora, como repetía, definida
como un hito asociado a nada en particular pero a todo en general, así de
indeterminado. Según su punto de vista, era el momento en que el día se
estiraba sin necesidad, porque de todos modos llegaría la noche. Y en esa
falta de necesidad y de premura se escondía el signo, o el costado metafórico, en que hora astronómica y experiencia propia se acercaban, ambos
aspectos estaban abiertos a cualquier eventualidad y así duraban.
Era en ese punto que él mencionaba el viento, palabra que sin embargo
se resistía a usar. Prefería hablar de brisa, como si visitaran un lugar de descanso y estuvieran entregados a la contemplación. La brisa del mar, sopla
la brisa del mar, sopla pareja, decía mientras apuntaba su nariz hacia arriba
como si quisiera oler el gran río de aguas detenidas que tenían a pocas cuadras. La dirección de la brisa era tema obligado en la conversación, porque
resultaba el ingrediente principal del pronóstico. Norte suponía calor, sur
anunciaba frío, este era humedad y oeste clima seco.
Sabía que la conversación sobre el tiempo podía encubrir cierta pobreza en la comunicación, sin embargo no encontraba mejor tributo a la
realidad que demostrarse sensible a sus cambios más evidentes y de algún
modo drásticos. Era volver a ser un poco primitivo, recuperar la noción del
GUARAGUAO
108
pequeño lugar que se ocupa en el mundo, a merced de fenómenos inmanejables. En algún momento de este paseo, antes o después de aspirar el aire
del río, todavía a merced de la sensación de impotencia ante los dictados
del tiempo, su mente era ocupada por una idea. Asumía un punto de vista
aéreo (él prefería llamarlo astronómico) y se veía a sí mismo y a su compañía como un punto extrañamente duplicado, rodeado de edificaciones y
en medio del croquis reticular de las calles. Pero era un delirio que duraba
menos de un segundo. La imagen cenital tenía el efecto de hacerlo más
conciente de su propia situación y del espacio que ocupaba, por lo que
enseguida tenía una muda reflexión nostálgica dirigida a las calles de su
barrio, que a lo largo de los años había hecho propias y ahora no le gustaba
visitar sin compañía.
A diferencia de las amigas, los amigos no cocinaban. Traían el diario y
comentaban las noticias. Pasado un rato, anfitrión y visitante recordaban a
antiguos conocidos que habían dejado de ver: adoptaban el tema con entusiasmo, seguramente con la idea de agotarlo, aunque ellos esperaban que
fuera inagotable, pero después de un determinado punto, aunque variable,
eran incapaces de avanzar porque advertían, sin reconocerlo, que seguir
escrutando lo ocurrido podía volverse contra ellos mismos. Hablaban de
los viejos amigos como si pertenecieran a un mundo aparte: el pasado era
una provincia múltiple y casi aterritorial hacia donde otros, casi siempre
equivocadamente, habían elegido emigrar.
Si tuviera que especular, diría que la conversación con los amigos (incluidas las amigas) es el único sentimiento de nacionalidad que conserva.
Todo lo demás se ha ido diluyendo en la provincia del tiempo, o sea el
pasado, y ha perdido vigencia. A veces los escucha hablar, preferiblemente
sin verlos, desde otro lugar de la casa, cuando algún amigo lee el diario
en voz alta o cuando alguna amiga conversa a viva voz mientras cocina,
en ambos casos encuentra en esas voces con sus particulares acentos y
entonaciones una señal, una especie de blasón común y propio, una clave
a punto de deshacerse pero aún con vida. No es que se haya reducido,
su idea del idioma se ha acotado. Con el paso del tiempo su lengua, el
idioma que profesa, se fue haciendo privado. Por un lado es solipsista, por
otro residual. El idioma es el campo de fuerzas de la elocuencia, y lo que
no está bajo ese régimen sencillamente no pertenece, pertenece a otro.
Encuentra que muchas palabras ofrecen una resistencia imprevista, quedan rebotando en el pensamiento, mientras otras llevan sin problemas su
Sergio Chejfec • El catavientos
109
carga de transparencia. Tiene en claro que no sólo se trata de las palabras,
sino sobre todo de los hablantes. Esos ignotos pobladores del mundo que
pululan más allá de las paredes de su departamento, excepción hecha de
sus amigos.
Amigos y amigas pertenecen entonces a su país, sin embargo muestran
paisajes diferentes. El de los amigos es un panorama asertivo, allí todo está
claro, hasta lo que no se ve; las amigas, por su lado, vienen del territorio
del enigma. Ya nada puede ocurrir entre sus amigas y él de lo que puedan sentirse felices o arrepentidos, pero hay una materia insegura que a
lo mejor deriva del desconocimiento (cierta ignorancia profunda acerca
del verdadero sentido del otro, proveniente del pasado). A veces se pone
a pensar y no sabe muy bien qué decir frente a estos enigmas, ha pasado
tanto tiempo y sigue habiendo cosas que ignora. Las caras de las amigas
son casi siempre inescrutables. La paradoja reside en que por eso mismo
son reveladoras. Quiere decir, ignora la profundidad, pero advierte el significado o el sentimiento que buscan transmitir, al contrario de lo que le
ocurre con los amigos.
No solamente la soledad sino también el solipsismo lo han hecho
perspicaz. Develar los matices se ha convertido en un ejercicio constante;
el problema reside en los largos periodos de silencio, que lo han llevado
a prescindir del habla y por lo tanto de la propia representación de sus
pensamientos. Entonces resulta que es un gran observador, alguien que
lo advierte todo, pero a quien las palabras se le enredan cuando intenta
transmitir las ideas. No solo por la falta de práctica y de conversación, sino
porque los mismos pensamientos tendieron a abandonar su consistencia
verbal. Ahora su cerebro se mueve alrededor de ideas rectoras, no sabe
cómo llamarlas, una especie de corrientes interiores de opinión que se van
intercalando o modificando a medida que la mente trabaja. Si tiene que
recurrir a un símil, prefiere el de los colores y las formas.
Varios años atrás descubrió en el monitor de una computadora el Windows Media, el famoso programa de reproducción de música. Estaba sonando una canción, que por otra parte poco tiempo después olvidaría, y en
el costado de la pantalla vio cómo evolucionaba un dibujo en permanente
variación, reaccionando al avance de la melodía y los cambios de ritmo.
Manchas en disolución (por expansión o por concentración), espirales que
caducaban en el mismo punto donde habían nacido, estrellas informes
y proliferantes. El vórtice de la imagen devoraba la materia disponible y
GUARAGUAO
110
reaccionaba por saturación: enseguida devolvía lo que había absorbido,
aunque por supuesto transformado en otra cosa. Algo así como fluidos
que brotaban al ritmo de la música y se derramaban sobre la superficie del
cuadro hasta desaparecer por los costados. Los colores también cambiaban,
en una secuencia a primera vista desordenada pero previsible.
Se pasó un rato observando la traducción visual de la música. Como
actividad era parecida a mirar una hoguera, o sea, puntos sobre los que
uno tiende a abstraerse para terminar pensando en cosas imprevistas. En
ese momento habrá pensado en la letra de la canción, en la comida que
una amiga le había preparado hacía días y todavía conservaba, en que
tendría que descongelarla al volver a su casa, en la mejor oportunidad para
irse de donde estaba, etc. El desarrollo del dibujo lo tenía hipnotizado,
porque más allá del contenido de sus propios pensamientos, el cambio
de formas lo llevaba a seguir asociándolos con otros sin dejar de mirar
la pantalla. En cierto momento un nuevo instrumento empezó sonar y
se produjo un desorden, era una especie de tambor. La imagen se sobresaltaba con cada golpe, o más bien el contorno de la figura se expandía
brevemente como si latiera.
La percusión irregular amenazaba e interrumpía su propia concentración, pero asimismo le hizo advertir, viendo los efectos sobre la pantalla,
que también su pensamiento evolucionaba a paso de manchas, saltos y
formas variables. En su caso cada idea nueva, antes de adquirir alguna
entidad verdadera, era reemplazada por otra, o mejor aún, cada nueva idea
se interrumpía coartada por el régimen de escasas palabras al que estaba
sometido, y así daba pie a la siguiente, a su vez también inevitablemente
difusa o –para decirlo de acuerdo a sus medias formulaciones– manchada
como si se tratara de un mosaico irregular. Desde entonces lo acompañó
el símil del Windows Media, en ocasiones como autodisculpa, al no poder
profundizar un razonamiento, y a veces como consuelo, al ver las profundidades que podía alcanzar pese a sus melladas herramientas verbales.
Imaginaba su cerebro como un ecualizador a través del cual las densidades
y texturas de las ideas se desparramaban en equilibrio y danzaban continuamente mientras formaban contornos variables.
Cuando se asoma desde la ventana de su departamento hace un recuento mental de lo que va mirando. Barrio tranquilo, casi todo lo que
alcanza a ver resulta repetido, de modo que buena parte del recuento es
una comprobación. Las novedades obviamente despiertan su curiosidad;
Sergio Chejfec • El catavientos
111
pero ante la constante reiteración, con el tiempo ha ido bajando el umbral
o exigencia de las novedades: ahora puede llamar su atención la vida en las
azoteas vecinas, por ejemplo una paloma de conducta apenas desviada, y
terminar aferrado a ese animal durante semanas; o algún trabajo vial que
produzca algún contratiempo y pueda ver desde su ventana, etc. En cualquier caso, mientras elabora las impresiones no puede dejar de pensar en
su mente como una figura en desarrollo, a merced de flujos y colores variables. Es lo que irónicamente llama el máximo grado de su autoconciencia.
Una mañana normal es un círculo que evoluciona sin contratiempos, con
contornos esporádicos de discontinuidad, efectos de sus asociaciones habituales. Una mañana anormal se manifiesta, en cambio, en su mente, como
un disco imprevisible, enervado, vapuleado por colapsos y deformaciones.
Si al principio consideró que la escasa conversación reducía su capacidad
mental, tiempo después supo que la representación dinámica de su pensamiento según el modelo del Windows Media era casi la última posibilidad
de encontrar un correlato cierto, una prueba de existencia, de su actividad
conciente.
De modo que en los ratos de contemplación tiene pensamientos paralelos: uno se desarrolla de manera difusa, es la secuencia de lo que va
observando; otro resulta más accesible y posee un lenguaje más familiar, es
la representación gráfica de su proceso mental, «la pantalla» como la llama,
aludiendo por asociación a la ventana del programa de música. Cuando
sale a caminar con alguna amiga o cuando conversa con un amigo en su
casa, su interés entonces debe concentrarse en tres puntos: el pensamiento
derivado de la observación, el avance de los diálogos, y la representación
de la pantalla, por supuesto mucho más accidentada de lo normal como
consecuencia de la doble actividad. A estas tres tareas se ha reducido su
experiencia del idioma, o sea, su actividad solipsista y sus diálogos cada vez
más cortos y espaciados.
Cuando camina por la calle con alguna amiga y llega el momento
en que las réplicas y comentarios empiezan a ralear, él siente la absurda
exigencia de decir algo. No es que el silencio moleste o imponga una
brecha entre ambos –por lo menos no para él, para quien estar sin hablar
es lo más normal y frecuente–, sino que romperlo pertenece al campo del
intercambio social bien entendido, y por lo tanto está entre los avatares
deseables. A veces se pregunta por qué la exigencia es sólo suya, ya que
ninguna amiga, en los años que llevan de caminatas por el barrio, ha roto
GUARAGUAO
112
jamás algún silencio. Se dice que es la deuda amistosa, la forma de compensar el cuidado que le brindan. Las amigas lo ayudan y él retribuye ofreciéndoles el paseo. No advierte que para varias de ellas precisamente esa es
la parte ingrata de la visita, a la cual se pliegan de todos modos porque la
conciben como una extensión de la ayuda. En ocasiones tienen apuro por
regresar, y en otros casos están cansadas de los recorridos, que sin embargo
repiten con una lealtad que sólo la amistad renueva. O puede ser que varias
se hayan olvidado de las molestias y tomen los paseos como esas acciones
inevitables que confirman lo viejo.
Rato después esa mañana, sin justificación ni motivo se sintió inesperadamente alentado, y en un arranque de entusiasmo decidió salir a la calle
con la idea de dar un paseo. Sabía que estaría solo y sin compañía, y eso
no le importó. Quería percibir la mañana fresca y cavilar atravesando las
calles despobladas del barrio. Hacía tiempo había leído que, en ocasiones,
el paseo solitario impone una percepción singular de las cosas: no es lo
mismo andar solo que con compañía, aunque, como ocurría con cierta
frecuencia y le preocupaba cada vez más, entre el acompañante y él se impusiera el silencio. Supuso que una escena similar a las imágenes dinámicas
del Windows Media surgía en esos momentos entre los dos caminantes,
una especie de nube oscilante, cuando pese a la comunicación esporádica
ambos asistían a los mismos hechos, escuchaban los mismos ruidos y estaban alcanzados por los mismos estímulos. Con un poco de optimismo
y buena voluntad luego podían decir que era una forma de compartir la
experiencia. El episodio quedaría registrado en la memoria, no importa si
temporal o profunda, y tampoco importaba si la tarde acabaría confundida
entre las miles de tardes previas o posteriores, casi siempre iguales.
La nube de pensamientos entre los dos caminantes buscaría hacer tangible una comunicación que no siempre resultaba efectiva. También era una
forma de materializar tantos paseos que muchas veces terminaban con una
despedida confusa y rápida, como si no hubieran ocurrido y en todo caso
sin dejar recuerdos. Imaginó algo similar a los globos de las historietas, tal
como aparecen los diálogos o pensamientos sobre los personajes. Un globo
imaginario flotaría entre ellos, aproximadamente a la altura de los ojos, y
en el interior podría verse una figura en progreso, similar al programa de
música, aunque en este caso derivada de las impresiones compartidas.
Al fin y al cabo la decisión de salir solo a la calle significaba un cambio
en su esquema de elaboración mental, por eso cuando dio los primeros
Sergio Chejfec • El catavientos
113
pasos sintió una extraña combinación de desconcierto ante un hecho novedoso y felicidad por la recuperación de una experiencia olvidada. Siempre
había despreciado un poco la tecnología, de la manera quizá más negativa,
asumiendo el papel de quien no precisa creer. Pero ahora debía rendirse
ante esta evidencia dirigida únicamente a sí mismo. Sentía que las formas
se organizaban en su mente según nuevos dibujos, combinaciones de colores y desarrollos que hasta el día anterior hubieran sido estrambóticos; y
que ese nuevo género de asociaciones repercutía obviamente en su capacidad perceptiva: veía mejor, más allá. No es que encontrara una mayor
profundidad en los hechos, sino que, de forma coherente con los nuevos
atributos de la actualización, ahora se organizaban de otro modo y acontecimientos de naturaleza hasta entonces ajena así resultaban visibles.
Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956). Entre 1990 y 2005 vivió en Caracas y desde entonces reside
en Nueva York. Ha publicado las novelas: Lenta biografía (1990), Moral (1990), El aire (1992), Cinco
(1996), El llamado de la especie (1997), Los planetas (1999), Boca de lobo (2000), Los incompletos (que
contó con el apoyo de la beca Guggenheim, 2004), Baroni: un viaje (2007) y Mis dos mundos (2009).
Es autor también de los libros de poemas: Tres poemas y una merced (2002) y Gallos y huesos (2003), y
del libro de ensayos El punto vacilante (2005).
Papeles revueltos
Raúl Vallejo
Y bajo el ojo de Dios escribir un verso
No en un libro ni en una pared sino en los pliegues
Íntimos, en la piel de ángeles supervivientes.
Mario Campaña, Aires de Ellicott City.
«¡Maldito atiborramiento de placenteras aberraciones!»
Nunca ocupo las mesas de los bares que dan a la plaza. Están demasiado
llenas de turistas para mi gusto. Toda esa gente se siente hermosa y tiene
la cabeza llena de fantasías. Sexuales, por supuesto: son las únicas fantasías
por las que los hombres vacían el bolsillo.
Lo que me da risa es que esas fantasías son las que les vendió la agencia
de viaje. Turismo erótico. Basura que apesta a pornografía para pecadores
que van a misa los domingos. ¡Me dan náuseas de tanta risa!
«A veces actúo como si fuera el ángel que blande la espada justiciera de
la ira divina.»
Yo disfruto más de esa zona que sólo frecuentamos quienes conocemos
el sexo desnudo de esta ciudad. Queda a pocas cuadras de la plaza, ahí
donde las cuadrillas de obreros abandonaron la instalación de las farolas
de belleza municipal. No sé si fue por falta de dinero o simple miedo de
alumbrar aquello que no se quiere que tenga luz.
Lo que sé es que estas calles que palpitan a escondidas son las que alimentan los aburguesados placeres de la plaza sin que los turistas lo sepan.
En esta zona oscura nada está claro.
«Las más de la veces soy un cómplice de aquél que reina en la concupiscencia de la carne.»
Aquí, como en cualquier sitio, pagas por todo. Entras a un bar y te estacionas junto a la barra. Pides un daiquiri que cuesta lo mismo que una botella de ron en el supermercado. Metes un par de monedas en la Wurlitzer
GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 114-117
Raúl Vallejo • Papeles revueltos
115
para que suene la música que te gusta. Se te acerca esa rubia de tetas recién
salidas del quirófano y tú sabes que si quieres tocarlas te va a costar.
Y acuérdate que el regateo en cuestiones de sexo siempre es de mal
gusto. Si te dicen que pagues 40, págalos y añade 10 de propina. El uso
generoso del dinero en negocios sexuales es afrodisíaco.
«Siento que el diablo obra amorosamente en mí; pero también siento
que existe un ángel que me protege de mí mismo.»
En este lado de la ciudad yo prefiero lo que parece y no es aunque siempre necesito bajarme varios daiquiris antes de entrar en acción. Cuando lo
hago es como si pusiera mi mano sobre una hornilla caliente pero también
es como si algún bálsamo de Oriente fuera esparcido sobre mi piel.
Me provoca ternura la dependienta de un almacén que se viste de Lady
Di cuando la invitan a un baile de máscaras y, al mismo tiempo, vomitaría
sobre su cara sólo de verla con el pelo pintado, perlas de fantasía y anorexia
de imitación.
«Hoy mi ángel guardián se enfrentó una vez más al demonio custodio
que me acosa.»
En estas calles de la ciudad que los folletos turísticos ignoran, escojo
esos seres prohibidos que son mujeres y hombres a la vez. Varonas. Viven
igual que ángeles de sexo incierto que merecen la expulsión del paraíso.
Pero también viven como demonios de doble sexo que deben ser redimidos
mientras disfrutamos con ellos del placer que dan. No son lo que parecen
pero entregan más de lo que uno se imagina.
No, no soy maricón. Jamás me acostaría con un hombre. Lo que sucede
es que me excitan los claroscuros de esta ciudad que se disfraza igual que
cada uno de nosotros.
«Y soy un ángel exterminador.»
Mi ritual es simple: he palabreado a una Ella sabiendo que es un Él pero
finjo que no sé de qué va la cosa. Para mí se trata de un juego de sorpresas
esperadas. Ya en la cama atraso al máximo el momento de poner al descubierto su secreto. Dice que su nombre es Yuri. Al comienzo bromeamos.
¿Igual que la cantante de «La maldita primavera»? No, igual que el astronauta ruso. El ron del Caribe consigue que nuestro encuentro fluya.
Ella maneja su rostro de pómulos y mandíbula ligeramente angulosos,
iluminado por unos ojos grandes, con la juguetona coquetería de una adolescente dulce.
«Y soy un demonio cómplice.»
GUARAGUAO
116
Me detengo en sus tetas operadas y las chupo como si sólo ellas existieran. No hago el menor gesto por desnudarla por debajo de la línea de
su cintura. Yuri tiene unas tetas suaves y firmes cuyo pezón erizado es un
pequeño botón sobre el que caen mis delicados mordiscos. Se parecen a los
pechos de Juliana, la prostituta a la que siempre acudo después de estar con
cualquier Yuri, para que el sexo quede compensado en mi cuerpo. Juliana
tiene una piel de leche fresca y azucarada. Cierro los párpados por algunos
segundos y siento que acaricio a Yuri y a Juliana al mismo tiempo.
«Ángel y demonio que me atormentan por igual en el crimen con el
que lavo el crimen en que me satisfago.»
En el fondo de mí permito que ambas ejerzan su oficio: ella baja el
cierre de mi pantalón y con su mano traviesa empuña el tronco de mi
miembro endurecido. Lo manosea con pericia y un espasmo eléctrico
circula desde la base hasta su cabeza brillante. Es como si ella quisiera
que termine en su mano que sube y baja rítmicamente. Cuando siento
que me engolosino con las caricias sincronizadas de Yuri y Juliana las
aparto de mí con suavidad. Ahora estoy de pie junto a la cama y Yuri de
rodillas en el suelo. Su boca es un túnel pequeño en el que bombeo con
parsimonia. Juliana tiene los labios húmedos, mojados por la saliva que
baña mi pene.
«También soy un animal puro que se alimenta de carroña.»
De pronto, como en un acto de magia, ella tiene un condón en su
mano que aparece de la nada y lo desliza rápidamente sobre mi masculinidad erguida. Se coloca en cuatro al borde de la cama y se levanta la falda.
Métemelo, gime Yuri. Y yo, ciego, penetro de un solo golpe su glorioso ano
expandido. Al sentir mi pinga henchida en esa cueva en la que calza con
exactitud me transformo en la tormenta que azota sin tregua las calles de la
urbe. Únicamente las mujeres sabias conocen este secreto. Muévete, grita
Juliana. Y yo entro y salgo de esa caverna, que aprisiona mi pene arrebatado, con la furia de un poseído.
«La carne corrompida me indigesta pero me apetece.»
Finalmente he puesto al descubierto su masculinidad. Y, así, mientras
imagino que Juliana es penetrada por mí, Yuri se masturba igual que lo
hago yo cuando el demonio que cuida mis ansias puede más que el ángel
que me protege de mis propias bajezas. Le abro sus nalgas. Quisiera desgarrarlas. Partir en dos ese culo firme. Sé lo que vendrá después y me corro.
«Engullo la carne que hiede y la saboreo con delectación.»
Raúl Vallejo • Papeles revueltos
117
He terminado otra vez. Mi pecho resopla con agitación, me tiemblan
las manos y sudo a chorros. El fondo del mar es nuevamente mi cómplice.
Lo último que me queda de Yuri es la intensidad del desamparo con el que
sus enormes ojos me miraron.
Jamás entendió por qué se hundía en la nada.
***
Entro con facha de náufrago a la habitación de Juliana.
¿Qué te pasó?
Juliana me abraza, me envuelve con una toalla mientras limpia mi cara
salpicada de sangre. Intuye que nuevamente me he convertido en un descendiente de Caín que, como él, anda buscando el perdón de la madre.
De pronto se transformó en hombre, gimo, me hizo su mujer y tú desapareciste. Fue demasiado para mi ángel custodio.
¿Dios mío, otra vez el ángel vengador?
Juliana acaricia mi cabeza. Como siempre que esto pasa, Juliana me
acoge en su seno como una madre que se apiada de su hijo criminal.
Raúl Vallejo (Manta, Ecuador, 1959). Se licenció en Letras en la Universidad Católica de Gauyaquil.
Obtuvo su maestría en Artes en la University of Maryland, College Park, con una beca Fullbright-Laspau.
Integró la Literatura del Banco Central de Guayaquil que coordinó el novelista Miguel Donoso Pareja.
Actualmente es Ministro de Educación de Ecuador. Ha publicado: Máscaras para un concierto (1986),
Solo de palabras (1988), Emelec: cuando la luz es muerte (1988), Fiesta de solitarios (1992), Cuento
ecuatoriano a finales del siglo xx. Antología crítica (1999), Cuento ecuatoriano contmeporáneo (2001), y
de reciente publicación Missa solemnis (2008), entre otros.
Gris de borrasca1
(fragmento)
Alberto Garrandés
En la Casa de los Muertos, mientras enjuga una lágrima inverosímil e
imagina faisanes dorados, rellenos de castañas bajo vaporosos y distantes
crepúsculos, Gata de Angora le ordena con irritación a Flor de Cactus: ¡Tápate eso, cochina! Extrañas excepciones –gráciles rostros en la niebla, susurros discontinuos– hacen que esa noche no sea cualquier noche. El parque
frente a la Casa de los Muertos, donde pervive un ciprés enfermo y la gente
se aglomera antes de entrar en las oficinas del Consejo de Europa, se encuentra desierto y continúa barrido, de vez en vez, por el aire que arrastra
hojas y flores mustias. Hay otros objetos que se deslizan sobre el pavimento
rajado y se traban en las grietas. Materias dispares, llenas de incongruencia
y maldad: dientes recién extraídos, algodones húmedos, cabellos atados
con cintas de colores, y papel sanitario seco, doblado en dos, con manchas
de sangre y acartonamiento de trombocitos. ¡Muslos demasiado suaves,
cánceres, orines, delirios! Los trombocitos brillan como el ámbar milenario. En el inicio mismo de la madrugada, tres niños de nueve o diez años
consiguen sables de metal y combaten en el parque con pertinaz elegancia.
No falta nitidez en el resuello de los metales. Pero ahora, por los iluminados corredores de la Casa de los Muertos, dos tipos metidos en sobretodos
blancos transportan un carro de lata donde se huele el vapor del chocolate
y brillan tazas de loza blanca.
El día anterior, un sujeto que representaba al Consejo de Iglesias del
Levante, había llegado con una carga de cruces de madera labrada –un
obsequio venido de la impar Constantinopla– y las había distribuido dentro y fuera de las salas. Cada una de las cruces mostraba un bonito neón
anaranjado que contribuía a acentuar el fervor. Los sarcófagos resplandecen ahora bajo la iluminación del Altísimo, y en los pasillos un aura nueva
atempera la tristeza.
1. Fragmento del primer capítulo de La sombra de las nubes en el agua, novela inédita.
GUARAGUAO
GUARAGUAO ∙∙ año
año 11,
13, nº
nº 26,
30, 2007
2009 -- págs.
págs. 9-20
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Alberto Garrandés • Gris de borrasca
119
Gata de Angora había mandado sellar el ataúd de su marido. El maquillista, un connoisseur proveniente del Teatro Imperial de La Habana,
no había podido disimular del todo el feo agujero en la frente de Roberto,
practicado en vivo con un taladro eléctrico y una broca de media pulgada,
mientras tres esbirros lo inmovilizaban, con cuerdas elásticas, en una silla
de soberano estilo. Un cuarto esbirro, disfrazado de payaso, afincaba la
broca –que, al ir perforando el hueso frontal, soltaba un humillo encantador–, y un quinto y último filmaba la totalidad del proceso, al tiempo que
el payaso cantaba un aria de Purcell.
En su casa, encima de una mesa habitualmente llena de revistas, y dentro de una inopinada bolsa de nailon para evidencias criminales, había visto Gata de Angora el taladro homicida. La sorpresa de llegar y encontrarse
con todo revuelto no le impedía recordar perfectamente que en la empuñadura del taladro fulguraba un diminuto sello plástico con una marca
desconocida y casi ilegible: Red Snake.
Flor de Cactus es una chica atrevida. A pesar de las circunstancias, se
mete en un baño para quitarse la tanga negra –un hilo dental calado con
meticulosidad–, regresa a la sala donde Gata de Angora rumia su pena, y
se acomoda frente a ella, encaramando las piernas y separando las rodillas.
El borde del vestido está medio en alto y empieza a resbalar a causa del
peso de una cenefa de satín de la que cuelgan cuentas de vidrio. Con las
caras muy alegres los tipos del chocolate invaden el recinto. Y es entonces
cuando Gata de Angora le susurra a Flor de Cactus, en el estilo de una cobra real, mientras intenta borrar un sollozo en el que nadie hubiera creído
jamás: Tápate eso, cochina. Al oír semejante mandato y ver el balsámico
trasiego de las chicas, uno de los chocolateros queda clavado en el piso de
mármol gris, con la boca abierta, sin reparar en el horroroso encanto de
un hilo de sangre que se escurre, inoportuno, por una de las patas traseras
del catafalco.
Los hombres retroceden, no sin antes depositar dos tazas llenas encima
del ataúd de Roberto. A Flor de Cactus aquello le causa una risa nerviosa
que no sabe cómo controlar, y Gata de Angora, que es un ser humano lo
suficientemente normal, cede con naturalidad al contagio de aquella risa.
Para cortarla –porque no era de buen gusto que se carcajeara de ese modo
en el velorio de su marido– se levanta del sillón, ase las tazas y le ofrece una
a Flor de Cactus, que encarna, todo el tiempo, un pequeño desastre, pero
cuya vulva ditirámbica, con oscuros cañoncitos y algunas ronchas debidas
GUARAGUAO
120
a un estío particularmente cruel, se comporta como una maravilla salida
de algún secreto palacio del Reino de Cathay e incorporada, después, en
una de las tantas historias que le censuraron a Marco Polo mientras dictaba
sus crónicas.
Gata de Angora hunde los labios bermejos en el chocolate –espesado
con maicena y especiado con pimienta negra y nuez moscada, de acuerdo
con una antigua receta precolombina– y le dice a la otra: Ponte en situación,
amor, que ahorita empiezan a llegar los demás. Al hacerle ese encargo, mueve
el dedo índice de la mano izquierda y apunta a la falda, aún en alto y a punto de enroscarse sobre las rodillas y caer al fin, desfachatadamente, sobre
el anverso de los muslos. Imagina que así ha de ocurrir y se sorprende, sin
embargo, de que en efecto la falda resbale con insolencia.
Ahora Flor de Cactus lo muestra todo. La medusa bivalva se le empieza
a abrir y Gata de Angora siente que el chocolate se le sube a la garganta. Por
favor, amorcito –ruega vigilando la entrada de la sala–, no hagas eso, ¿quieres?
Flor de Cactus bebe un sorbo y mastica una ínfima raspadura de pimienta.
No le importa conducirse así en la Casa de los Muertos. No estoy en nada,
es el calor, dice. No hace ningún calor, amorcito –masculla Gata de Angora–.
Lo que pasa es que eres una cochina. Hay un instante a partir del cual las
cosas se ponen peores. Cuando Flor de Cactus acaba su chocolate, se libera
de la taza –ahora en el piso– y, con las dos manos, se abre aún más la chatte,
para decirlo parisinamente. Qué calor, mi madre, qué calor, murmura.
Los hombres de blanco y el carro de metal vuelven a irrumpir en la
sala de Roberto, y Gata de Angora se lleva una mano al pecho. Qué susto,
dice. Las ruedas del artefacto son de buena calidad, están bien aceitadas y
el piso ha sido bruñido con aserrín y petróleo. No hay modo de oír cuando
alguien se acerca sigilosamente. Flor de Cactus tiene los ojos cerrados y no
se da cuenta de nada. Uno de los chocolateros, el astuto, ya está listo para
intervenir en la odorífera cuestión de las chicas y contempla, conmovido,
la medusa parpadeante de Flor de Cactus antes de que el espectáculo termine. El otro, un memo, recoge las tazas con lentitud. Blande una mirada
de perfecto alejamiento.
El chocolatero astuto se para delante de Flor de Cactus, se abre el blanco sobretodo y pone al descubierto un traje de poliéster gris sobre el que
reluce una corbata amarilla de lazo. Termina de quitarse el sobretodo, se lo
tiende a su acompañante y le dice a la chica: Soy el agente Legumbre, pero no
vaya a equivocarse con mi apellido… Está resemantizado, no es un apodo. Flor
Alberto Garrandés • Gris de borrasca
121
de Cactus sonríe ampliamente. Veo que entiende –asiente el poli–. Por eso
le haré algunas preguntas. Gata de Angora tensa la cara. Mejor pregúnteme
a mí, soy la viuda de ese hombre –señala hacia el ataúd–. Y, como quien dice,
todo este asunto se encuentra en mis manos. El agente Legumbre se acerca a
su acólito y le sopla una orden al oído. Cuando éste se marcha a cumplirla,
enfrenta de nuevo el semblante serio de Gata de Angora, que ya ha detectado, en la pechera del traje, una curiosa mancha de grasa en forma de
cabeza de conejo. No voy a detenerme en las cochinadas que ya se han visto
aquí, delante del muerto… Sólo necesito saber si usted va por fin a presentar su
denuncia. Es obvio que a su marido lo mataron, y nos cuesta mucho creer que
de su parte no haya habido ninguna reclamación, sermonea. Flor de Cactus
empieza a abanicarse con el borde del vestido. La cenefa y las cuentas de
vidrio producen un sonido raro. Deje de hacer eso, ni siquiera hay calor, le
prescribe el agente con una lástima impropia, como si estuviera dialogando
con una enferma mental. Muy bueno el chocolate, señor Legumbre –opina
Gata de Angora–. En cuanto a la denuncia, quiero que sepa que no moveré un
dedo. En definitiva mi marido está muerto y ahora no soy más que una mujer
demasiado joven que forma parte del patético ejército de las viudas.
Estas palabras resuenan musculosas. El aliento de Gata de Angora huele
a placidez y dulzor. Legumbre va a contestar, pero es interrumpido por la
presencia de su acólito. Al fin los conseguí, jefe –muy contento le muestra
al detective dos filosos sables de acero cromado–. Tuve que quitárselos a
la fuerza y por poco me decapitan, pero aquí estoy… Y la verdad es que no
sé qué pensar, parecen sables auténticos. El agente mira a Gata de Angora y
después prueba la eficacia de uno de los sables en su antebrazo. Sobre el
filo quedan unos pelillos aniñados y rubios y se estremece, vehemente.
Armas peligrosísimas –exclama–. Y lo peor no es eso… Me pregunto de dónde
las habrán sacado esos jovencitos. Flor de Cactus torna a levantarse la falda,
aventándose con indolencia. Legumbre adivina el rasurado de la chica y,
como un rayo de sol, el filo del sable le fulgura hiriente en los ojos. Aprieta
la empuñadura con ambas manos y siente una especie de complacencia
que se desprende de la seguridad que el sable le brinda. Es una empuñadura muy cómoda, con la textura y el grosor exactos.
Gata de Angora frunce el ceño. Tápate eso ya, ¡cochina!, le dice a Flor de
Cactus, que la mira como si al final entendiera. Se levanta de su sillón, movida por una extraña señal, y se acerca al agente Legumbre tras comprobar
que Flor de Cactus se ha tranquilizado. Déjeme ver una cosa, por favor, le
GUARAGUAO
122
pide. El olor irreproducible de la chatte sigue en el aire. ¿Qué cosa?, pregunta
el hombre, reculando un poco ante aquel aliento de doncella exacerbada.
Ahí, en la empuñadura, indica ella entrecerrando los ojos. Legumbre agarra
con cuidado la hoja, deja libre la empuñadura. Gata de Angora se lleva una
mano a la boca. Qué pasa, oye decir. La etiqueta… Mire la etiqueta, indica
ella. El agente examina la pegatina de plástico que cubre la zona inferior de
la empuñadura. Red Snake, lee sin inmutarse. Red Snake… ¿no sabe lo que
es Red Snake?, grita la viuda. Serpiente roja, tercia el acólito. Dios ampara
al inocente. O una referencia a una red… la Red Serpiente, concluye, triunfal, Legumbre. Qué infelices –susurra Gata de Angora con desprecio–. Red
Snake es también la marca del taladro con que mataron a Roberto.
Sin poder desprenderse todavía de la sorpresa, el agente Legumbre se
retira, avergonzado por la imprevisión. No se ha atrevido a despedirse de
Gata de Angora. Se siente cogido en falta y necesita sosiego y algunos ocios
menores para meditar. En ese instante ni siquiera puede detenerse en la
posibilidad de interrogar a los niños. ¿Cómo podría, si los protocolos son
interminables? Baja las escaleras de la Casa de los Muertos, usa el teléfono
público y, a punto de amanecer, luego de decirle adiós al acólito, entra en la
cafetería de los bajos y desayuna unas frituras de maíz tierno con una taza
de cereal saborizado. Al dueño, un marroquí que había hecho en Burdeos
un doctorado en nutrición, le parece que es él mismo quien debe atender al
agente. Y así lo hace. Como Legumbre no sale de su silencio y el marroquí
lo conoce bastante bien, intenta sonsacarlo con un señorial café expreso
Tánger 1958. Inventa recetas al vuelo y se siente atraído por el mundo del
delito, con cuyas noticias alimenta un morbo muy oscuro.
–Los chiquitos esos del parque por poco se matan a espadazos… Cualquier día ocurre una desgracia –se insinúa el doctor en nutrición.
–Buen café –dice el agente sin mirarlo–. ¿Dónde lo consigues?
El marroquí queda pensativo.
–Suministros especiales –comenta reservado–. Todo legal.
–No he dicho nada… ¿Especiales como qué?
El marroquí se separa de la barra:
–A ver, Legumbre… Tú no estarás interrogándome, ¿verdad?
–¿Interrogándote? ¿Me ves cara de estar interrogándote? No. No estoy
interrogándote. Estoy conversando contigo, a pesar de los líos que tengo
en la cabeza. Intento ser cortés. Sólo eso.
–Bueno… ¿Te ha gustado mi café? –sonríe un poco el nutritivo doctor.
Alberto Garrandés • Gris de borrasca
123
–Perdona, hombre, a eso iba… Mira, no es que no me haya gustado,
pero yo mismo podría hacerlo en casa… Preparo la cafetera con un polvito
de canela y unos granos de anís, la pongo al fuego, espero a que cuele y
después le agrego una gota de vainilla, tres gotas de brandy y un poco de
cacao sin leche… ¿Se me olvida algo?
El marroquí lo observa burlón:
–Sí –recoge la taza y mira el reloj de pared–. El azúcar.
Resoluto, el sol ya alumbra la calle cuando el agente Legumbre emprende la marcha hacia su casa. No bien llega a la esquina, siente el bronco
ronroneo del helicóptero de la Central. Mira hacia arriba y distingue claramente la cabeza pelona del teniente Trufado bajo una señal de aviso en
la que parpadea su número personal de registro. Entonces retrocede hacia
el parquecito y espera, con cara de fastidio, a que el aparato descienda y
se pose.
En el parque no hay nadie.
Aunque, en rigor, no está vacío.
Se trata, en todo caso, de un vacío corrompido.
El banco más alejado, que es el más próximo a la entrada principal de
la Casa de los Muertos, lo ocupa una niña de unos doce o trece años. Junto
a ella hay una pequeña jaula metálica dentro de la cual duerme un puma
bebé. De vez en vez se agita un poco y la niña sonríe. Le parece gracioso
que el puma bebé tenga pesadillas y que nadie pueda saber jamás en qué
consisten.
–¡Buenos días! –le grita a Legumbre.
El agente cierra los ojos. «Dioses Benignos, ampárenme», pide en silencio. Evita, obsesivo, el contacto con desconocidos. Sin embargo, mueve
una mano en dirección a la niña y asiente. De acuerdo con su experiencia,
mediante la urbanidad se evitan algunas catástrofes.
El ruido del helicóptero es cada vez mayor, pero algo extraño sucede:
ya a unos siete metros del suelo el piloto deja de descender y apaga la señal
enviada al agente. La niña se ha puesto de pie y vuelve a sonreír.
Él empieza a sentirse raro y agita los brazos con el fin de indicarle a Trufado que se lo lleve de allí. Pero el helicóptero va encumbrándose despacio,
y entonces Legumbre, convencido del origen infernal de los malentendidos, deja caer el cuerpo encima de un banco, baja la cabeza, la sostiene
entre las manos –con los ojos clavados en el pavimento– y permite que el
sol le haga un poco de daño. Cuando esto termina de suceder, ya la niña
GUARAGUAO
124
está a su lado, moviendo la jaula reluciente mientras el puma bebé retoza
entre gruñidos.
–Tiene hambre –observa la niña–. Siempre despierta así, con hambre.
Legumbre alza los ojos y se fija en la niña.
–Qué quieres –le pregunta. A Legumbre le gusta leer historias, no que
se las hagan. De hecho es un buen lector.
–¿Yo? Nada… Procuro vender este ejemplar. ¿A usted no le gustaría
tener uno así en su casa?
–No me gustan esos animales.
–Pero es una buena mascota –advierte la niña–. Sirve para muchas cosas.
A Legumbre aquel diálogo le parece excesivo. Y, además, no deja de
pensar en Red Snake.
–¿No deberías estar en la escuela?
–Hoy no tengo clases –responde la niña antes de poner la jaula en el
suelo–. Creo que voy a entrar ahí, a ver si logro vender a Espartaco.
–Así que se llama Espartaco –sonríe el agente–. Oye, ¿dices que vas a
entrar ahí? Eso es una funeraria, por si no lo sabes.
La niña se pone las manos en la cintura.
–Claro que lo sé. Pero como las personas tristes suele comprar animalitos…
–¡Vaya! Aun así, cuando crezca… –objeta el agente.
–Para entonces ya Espartaco sería un animal muy manso.
–Hmm, no lo dudo –cavila Legumbre, lleno de fastidio–. Pero todo
puede suceder. De pronto se acuerda de que es una fiera y ¡zas!, el zarpazo,
o la mordida.
La niña sonríe otro poco y coge la jaula por la argolla que sirve de agarradera. El agente entrecierra los ojos:
–Así que hoy no tienes clases.
–Hoy no.
–¿Y cómo te llamas?
–Valaria.
–Bonito nombre… ¿De dónde eres? No pareces de por aquí…
–Pues ya ve, adivinó usted… Estudio en La Habana, pero mis padres
viven en Isla del Rey, en San Miguel.
Ojos de almendra, de color verdoso, y carita redonda, un tanto exhausta. Tez crepuscular, sombreada por genes precortesianos, y un cabello
como de fibra óptica teñida con tinta china: duro, brillante y, sin embargo,
acomodaticio.
Alberto Garrandés • Gris de borrasca
125
–Eres panameña –asegura Legumbre, orgulloso de sus conocimientos
de geografía.
–Eso es.
Se levanta y le da la mano a la niña. Hace una presentación ejemplar,
muy formal, con la mirada incrustada en la puerta de la funeraria, por si
las moscas.
–Soy el agente Legumbre. Detective de primera clase.
Valaria aprieta la mano tendida y se sienta en el banco, alisándose el
vestido y observando el rostro del hombre. Este mira al puma bebé, que
se ha quedado dormido otra vez, y regresa a su asiento, junto a su rara
interlocutora. Por el momento no va a marcharse y no sabe exactamente
por qué.
–¿Qué me aconseja? ¿Entro ahí o no? –pregunta la niña.
–No estaría mal. Si quieres te acompaño, por si acaso.
–No se preocupe, ya es de día. Si no me pasó nada durante la noche y la
madrugada, ahora menos… Soy una niña grande –le explica Valaria.
–Bueno, se ve que eres niña y que eres grande –duda el agente–. Pero
como quieras… Yo voy a estar un rato por aquí.
Valaria sube la escalera de la funeraria y empuja el cristal de la puerta.
Avanza resuelta por el vestíbulo, contoneándose, y se adentra en uno de
los corredores. Al final, solitario, el carro de hojalata exhibe un reguero
fulgurante de tazas sucias de chocolate.
Alberto Garrandés (La Habana, 1960). Es narrador, ensayista y editor. Ha publicado las novelas
Capricho habanero (1998) y Fake (2003, Premio La Llama Doble 2002 de novela erótica), así como
los libros de relatos Artificios (1993), Salmos paganos (1996) y Cibersade (2001). Como ensayista se
le conoce por Ezequiel Vieta y el bosque cifrado (1993), La poética del límite (1994), Síntomas (1999),
Silencio y destino (1996, edición corregida y ampliada en Plaza Mayor, 2002), Los dientes del dragón
(1999) y Presunciones (2005). En 1996 ganó el Premio de Cuento La Gaceta de Cuba. Ha obtenido
varias veces el Premio Nacional de la Crítica y en 2005 gana el Premio de Novela Plaza Mayor. Acaban
de aparecer las segundas ediciones de Aire de luz –donde antologó cien años del cuento en Cuba –, y
de El cuerpo inmortal, volumen en el que reunió 30 cuentos eróticos cubanos. Tiene inéditos el libro
de ensayos Heresiarcas y pontífices y la novela Los indóciles.
Arte
Peter Capusotto, la risa del rock
Martín Ortegui Piñeyrúa
Hola, Susana. Mi nombre es Diego Esteban Capusotto, con una s y doble t.
Porque hay Capuzotos con z, y una sola t…y no soy yo. Soy un hombre formal,
que tiene un nombre, y que detrás del nombre hay…poco…o nada. Me gusta
jugar al pádel, sin paleta. Sería con la mano o con una paleta imaginaria. Al
pádel se juega siempre con un compañero, que a veces es uno mismo haciendo
de otro, y a veces es un compañero real que acepta jugar al pádel sin paleta. ¿Si
me gusta hacer notas? ¡Ah, me encanta, sí! Me gusta mucho hacer notas, sobre
todo la del fa, de 5 a 5:10, y el do más tirando a la noche. Ahí está Capusotto,
haciendo uso de su mejor arma, ridiculizando el papel del entrevistado en
un programa de televisión (Cuatro Sillas, Canal á). Desafiando la sobria
profundidad de las preguntas, la música instrumental que sugiere intimidad. Cuando le preguntan si le teme a algo, dice que sí, que a un tren que
viene de frente. Es que es cierto, Capusotto no le tiene miedo a nada. No lo
tuvo antes, cuando decidió crear un programa para que el público se riera
de sí mismo, de todas aquellas cosas de las que nadie se podía reír. Y no lo
tiene ahora, que carga con la irresponsabilidad de ser el personaje humorístico más importante de Argentina, con proyección internacional.
Pedestal al que se trepó, con una mano detrás y otra delante, en poco
menos de un año, por más que luchó toda una vida por llegar a él. Sus
cabellos largos aparecieron por primera vez en De la cabeza, un programa
de humor de comienzos de 1990, cuna de grandes humoristas argentinos
como Alfredo Casero, Fabio Posca y Fabio Alberti. Al poco tiempo de estar
en el aire, el grupo se disolvió, pero sólo para luego renacer de las cenizas,
no tanto como el ave fénix, con Cha cha cha (sin Posca). Este nuevo ciclo,
que se emitió por período de cinco años, se posicionó con el tiempo como
un verdadero clásico del humor absurdo. De la mano, y el pie, de Juan
Carlos Batman y Peperino Pómoro, entre otros, un reducido pero apasionado grupo de seguidores se fanatizaron con el programa que finalmente
se dejó de emitir por el bajo nivel de audiencia. Sin embargo, este revés no
GUARAGUAO ∙ año 13, nº 30, 2009 - págs. 129-134
GUARAGUAO
130
hizo más que unificar a la secta de vaporesianos (nombre autoimpuesto
por los fanáticos) que cerró filas en defensa de un producto que ponía
la inteligencia al servicio del humor. Y rescataron, en gastadas cintas de
video, los disparatados sketches, como una futura alternativa al tortazo en
la cara y los resbalones con cáscara de banana. El siguiente episodio en
la carrera televisiva de Capusotto fue Delikatessen, en 1998, junto con
Horacio Fontova y Fabio Alberti. Pero la tierra tendría que orbitar todavía una vuelta más alrededor del sol para que apareciera Todo por dos
pesos que, más que trampolín, sería un verdadero cañonazo a la fama para
Capusotto. Aquellos que se inundaron en su propio llanto cuando vieron
desaparecer Cha cha cha, y lo efímero que resultó Delikatessen, perdieron
la cabeza con esta nueva propuesta dirigida por Capusotto y Alberti. Fieles a la herencia humorística, crearon sketches y personajes brillantes que
hicieron enardecer a los adolescentes que cada noche colmaban la tribuna
para ver el programa en vivo. La repercusión en las cifras de audiencia
continuó siendo pobre en contraposición a la popularidad que el programa tenía en las calles. Todos en Argentina conocían ya a Capusotto y a
Alberti, todos sabían de qué hablaban cuando hablaban de Boluda Total
o de Flavio Pedemonti. El ranking musical, segmento en que se recreaban
los grandes clásicos de la música con la letra adulterada, tuvo tal éxito
que muchas veces los jóvenes preferían cantar las estrofas de Todo por dos
pesos antes que las verdaderas. Así fue como, haciendo alarde de humildad
y buen humor, Gustavo Cerati enloqueció a la tribuna con una versión
en vivo de Llamen a Moe (Música ligera). Fue entonces que comenzó a
crearse la noción de que no sólo se estaba ante un humor desternillante e
ingenioso sino que existía definitivamente otro valor. Que los chistes no
eran obra de un cómico oportunista sino de una persona (o personas) que
tenía algo que decir, algo que provenía de una observación del mundo, de
un análisis crítico y que como resultado no arrojaba un ensayo filosófico
sino un programa de humor.
Con ese mismo espíritu crítico, no siempre en el buen sentido de la
palabra, nació Peter Capusotto y sus videos: un programa de rock.
Sería con este nuevo show televisivo del absurdo rockero que Capusotto, acompañado por el talentoso guionista Pedro Saborido, obtendría
el reconocimiento unánime del público y la crítica. En esta oportunidad,
Capusotto es la figura excluyente delante de cámaras, dando vida a cada
uno de los personajes, además del disparatado presentador que se hace
Martín Ortegui Piñeyrúa • Peter Capusotto, la risa del rock
131
llamar Peter Capusotto en honor a sus dos mentores (Pedro «Peter» Saborido y Diego Capusotto).
Es entonces que se da rienda suelta a pequeños sketches que basan su humor en los clichés del rock, intercalados con videoclips musicales previos a
la era mtv. Porque ese es el espíritu y leit motiv del programa: rockeros que
se ríen del mundo del rock. Aparecen desde un adorador de Bob Marley
que encuentra con discutible éxito metáforas acerca de la marihuana en
todo tipo de canciones, hasta un eterno buscador de mensajes subliminales. Pero las verdaderas estrellas del programa son aquellos videos que
muestran en escasos 7 minutos la vida de un personaje del mundo del rock,
siempre con la consigna de ser fieles radiografías de paradigmas sociales.
Está Juan Carlos Pelotudo, el joven cuyo único objetivo en la vida es aprender a tocar un instrumento para tener mayor éxito con las mujeres, o Luis
Almirante Brown, el exquisito poeta de la música que termina escribiendo
canciones vulgares y ordinarias para ganar dinero.
Sin embargo, existen dos personajes a los que resulta necesario realizar
un análisis especial. Por lo que han generado en el público y lo que significan como abstracción de la sociedad. Se trata nada menos que de Pomelo,
la estrella del rock, y Bombita Rodríguez, el Palito Ortega montonero.
Pomelo es el arquetipo perfecto de la estrella de rock argentino. Viste
una chaqueta de cuero, unos jeans, un pañuelo para cuidar la garganta y
un par de lentes de sol que no se quita jamás para no dar a conocer los
ojos probablemente inyectados en sangre. Nervioso, exacerbando y hasta
infantilmente violento. Narcisista por naturaleza y del tipo de transgresor
que vuelca, por desafiante, una taza de café sobre la mesa de un bar. Pomelo es la ridiculización extrema de los personajes que durante años hemos
http://www.youtube.com/watch?v=OlLT7-7FUiU
GUARAGUAO
132
visto en la televisión agrediendo a periodistas o sentados en el banquillo
de los acusados por apología a las drogas. Es todos y es ninguno, y es esa
su principal virtud. Pomelo fue la perfecta carta de presentación para un
público y un canal que no se llevarían ninguna decepción. A tal punto
llegó la masividad del rockstar que en 2007 la revista Rolling Stone lo eligió
Personaje del año. No obstante, las mediciones de audiencia se mantenían
parejas, promediando los 3 puntos de rating en las mejores noches (sus
competidores llegaban a 30).
El otro gran protagonista del éxito de Peter Capusotto y sus videos es Bombita Rodríguez, el Palito Ortega montonero. Bombita es la síntesis en blanco
y negro del típico músico popular rioplatense, cuyas letras denotaban un
fuerte compromiso social pero que a duras penas sonaban en las peñas; y
el cantor del jet set, mediático, con letras cursis y tontas pero una música
divertidísima y pegadiza, siempre presente en las radios y fiestas familiares.
Tiene bigote y pelo largo, viste ropa aburrida, pero todo esto se contrasta con sus gestos amables, sus entretenidos pasos de bailes y su simpatía
constante. Dos estructuras culturales absolutamente distintas conviven en
Bombita, hijo de un payaso trotskista y una vedette nacional-católica. Este
oxímoron con patas no es más que la esperanza (concreta) de la unión entre las melodías alegres y las letras con compromiso social.
Estos dos paradigmas de la cultura rioplatense, Pomelo y Bombita, han
traspasado la esfera del programa, la esfera del humor, incluso de la ficción
y, como sucedió una vez con los personajes de Tolstoi en Rusia, se aseguran
una página en la historia de la Argentina. La gente habla de estos personajes como si se tratase de personas reales… y quizá tenga razón. Porque la
materia prima de estos particulares superhéroes es precisamente lo social,
y esto los hace mucho más posibles que un Batman o un Superman. Si
bien comparten esa popularidad extendida prácticamente a todo el Río
de la Plata, reconocidos por personas que incluso nunca los vieron pero
oyeron hablar, su residuo filosófico o humano es bien distinto. Pomelo no
puede más que quedarse en la parodia, en la crítica y en el mostrar cómo
son las cosas: absurdas, en el peor de los sentidos. Mientras que Bombita
Rodríguez es el nexo social que nunca existió, es una vuelta a un pasado donde las clases sociales no se distancian por los gustos artísticos sino
que comulgan. Es la esperanza del pasado, que lógicamente nunca se va a
concretar, porque es pasado, pero que se concreta en el presente y deja la
puerta abierta al arrepentimiento.
Martín Ortegui Piñeyrúa • Peter Capusotto, la risa del rock
133
Tuvieron que pasar casi dos años al aire en el canal estatal argentino
para que los premios y la popularidad aparecieran para Peter Capusotto y sus
videos. Pero una vez que llegaron, ahí se quedaron, a pesar de las discontinuadas emisiones en televisión. Los adoradores (tan fieles como los de Cha
cha cha) encontraron en YouTube la plataforma ideal para saciar su sed de
Capusotto. Y así fue que a una velocidad envidiable, los videos de Capusotto en internet empezaron a tener cientos de miles de visitas provenientes
de varias partes de América.
La red ofrece ciertas ventajas insalvables: la posibilidad de ver donde y
cuando se quiera, elegir qué video ver, y evitar los videoclips musicales que
muchas veces alejan a los espectadores del televisor. Capusotto a la carta
(y gratis): el sueño perfecto. Y tan así fue, que gracias al éxito en YouTube,
miles de uruguayos comenzaron a interesarse por este disparatado programa del que nunca habían sentido nombrar. Como una verdadera bola de
http://www.youtube.com/watch?v=6g4EZD1HKxw
GUARAGUAO
134
nieve, la legión de seguidores uruguayos creció tanto que decidió juntar
firmas para que el canal estatal comprara el programa. Un buen día, la
noticia fue portada de todos los periódicos: «Peter Capusotto y sus videos
llega a la pantalla estatal de Uruguay a pedido del público». Y en Uruguay
pasó lo mismo que en Argentina. El rating fue bajísimo, incluso menos del
esperado, pero el éxito continuó en internet.
Capusotto dejó claro que no siempre sirven los números de audiencia
para demostrar la popularidad de un programa. Y que el humor inteligente, que parecía muerto entre tantos jaimitos y luces de colores, está más
vivo que nunca.
Libros
Libros
137
Disidentes, rebeldes,
insurgentes
Martín Leinhard
Iberoamericana, Madrid,
2008, 163 págs.
Un experimento de ingeniería social
a gran escala; así puede definirse la historia de América después de 1492. Las
sociedades indígenas se encuentran, o
más bien colisionan, con los conquistadores, que a su vez trasladan al Nuevo
Continente a miles y miles de esclavos
africanos. Sobre esta mezcla racial se
levanta un sistema colonial que generará, inevitablemente, el rechazo de sus
víctimas, ignoradas por una historia
oficial obsesionada con las gestas de los
Corteses y los Pizarros. A rescatar sus
voces silenciadas se ha dedicado Martín Lienhard, catedrático de literatura
hispanoamericana en la Universidad de
Zurich. Disidentes, rebeldes, insurgentes
representa la culminación de una larga
trayectoria dedicada a todos aquellos
que dijeron «no» al dominio de españoles y portugueses, a través del estudio
de diversos casos particulares, bien en
México, Cuba, Santo Domingo, la Luisiana, Brasil o Perú. Algunos capítulos
ya se habían publicado con anterioridad,
aunque en versiones distintas, mientras
otros son rigurosamente inéditos.
En sus estudios, el autor parte de una
premisa metodológica atrevida, aplicar
la historia oral a una época de la que no
quedan, evidentemente, testimonios vivos
a los que entrevistar. El único medio para
sortear este escollo es localizar aquella documentación en la que «hablan» los protagonistas, como las actas judiciales. Hay
que ser, lógicamente, precavido. No en
vano, los testimonios que nos interesan se
encuentran siempre filtrados por personas
a las que no debemos suponer imparcialidad. ¿Quién seleccionaba la información
que debía ponerse por escrito? ¿Con qué
criterios? Eso sin contar el problema idiomático. Esclavos procedentes de África,
desconocedores del castellano, necesitaban un traductor cuando comparecían
ante un tribunal. Por otra parte, salta a la
vista que los reos, en situación de inferioridad, no estaban demasiado interesados en
reconstruir los hechos con exactitud
El historiador, lo acabamos de ver,
maneja un material que posiblemente ha
sufrido más de una distorsión. Para avanzar por este campo minado, y averiguar
qué hay de verdad en los archivos, sólo le
queda afinar el sentido crítico y acercarse,
en la medida de lo posible, al contexto en
el que los testimonios fueron enunciados
y transcritos. Ha de ser, por utilizar la expresión de la historiadora oral Mercedes
Vilanova, fiscal de la palabra y abogado
GUARAGUAO
138
del silencio. Más que lo que dicen los
documentos, interesa lo que ocultan.
Acontecimientos aparentemente modestos, olvidados por los libros de historia
al uso, nos proporcionan una puerta abierta a la comprensión de la sociedad, más
allá de la anécdota puntual. Son, de hecho,
«la punta del iceberg de una realidad por
investigar» (p. 75). En el primer capítulo,
el proceso inquisitorial contra don Carlos
Ometochtzin, señor del reino de Tezcoco
(México), ilustra la desestructuración de
las sociedades nativas, a los pocos años de
la conquista. A continuación, en el Perú
dieciochesco, encontramos la figura fantasmal de Juan Santos Atahualpa, líder de
un movimiento mesiánico contrario a la
dominación española. Lienhard, con buen
criterio, no intenta dilucidar quién fue
Atahualpa realmente, empeño destinado
a fracasar por las lagunas en la documentación, sino cómo se presentó a sus contemporáneos y cómo estos le percibían.
Una vez más, formular preguntas auténticamente relevantes contribuye a iluminar
un poco más el pasado.
La peripecia de dos esclavos fugados,
Enrique y Luis (uno de ellos, acusado de
disparar a los blancos), nos introduce en
el mundo subterráneo de los negros en
la Luisiana española. Demuestra la existencia de canales de comunicación entre
personas supuestamente incomunicadas,
capaces, pese a sus agotadoras jornadas laborales, de crear espacios donde gozar de
cierta libertad, por relativa que ésta fuera.
De la aventura de dos personas pasamos a una comunidad de antiguos esclavos, en Santo Domingo. Desde el punto
de vista europeo, un conjunto acéfalo. Sus
miembros, en realidad, trataban con las autoridades hispanas de igual a igual. En lugar
de oponerse al sistema esclavista, participan
de él cobrando por capturar a cimarrones
sueltos. No pretendían más que conservar
su autonomía, cuestión de principio en la
que no estaban dispuestos a ceder aunque
admitieran negociar los «detalles».
Las mayorías «subalternas» no presentaban, ni mucho menos, un conjunto
homogéneo. Su universo mental y sus
estrategias políticas, objeto primordial
del análisis del autor, son producto de la
mezcla de elementos tan distintos como
el ideario ilustrado de la Revolución francesa y el fetichismo africano. Lienhard
acuña el concepto de diglosia cultural
para referirse a la existencia de unas prácticas culturales dominantes que coexisten
con otras relegadas a la marginalidad. Lo
comprobamos, sin ir más lejos, en el terreno religioso. Con el catolicismo oficial
compiten los cultos más o menos clandestinos de indígenas y negros.
Los esclavos no reaccionan de manera
uniforme ante la tiranía blanca. Su posición dependía, para empezar, de su estatus.
No era lo mismo deslomarse en la plantación que trabajar en la casa del amo, en
condiciones más o menos cómodas. Este
fue el caso de Juan Francisco Manzano, el
esclavo cubano protagonista del capítulo
quinto. Su autobiografía representa un
caso único dentro del ámbito latino, en
contraposición a las numerosas memorias
de esclavos provenientes del mundo anglosajón. Muestra cómo incluso a un esclavo
privilegiado le corresponde sufrir «todo el
Libros
139
horror de un sistema basado en la apropiación del hombre por el hombre» (p. 125).
El género también constituía otro factor influyente: las mujeres, a cargo de los
hijos, solían ser reticentes ante los planes
de los hombres para recuperar la libertad,
siempre peligrosos e inciertos.
Respecto a los objetivos de los rebeldes,
queda claro que cualquier generalización
resultaba peligrosa. A veces reaccionaban
simplemente contra abusos especialmente
crueles de sus dueños, en un «hasta aquí
podemos llegar» donde se jugaba su dignidad como seres humanos. En otras ocasiones soñaban con establecerse en lugares
poco accesibles, donde vivir tranquilos lejos de los blancos. Esto era el cimarronaje
de ruptura, la forma más extrema de un
conjunto de actuaciones destinadas a huir
de la cruda realidad. Podía darse también
el cimarronaje intermitente, es decir, la
fuga ocasional para escapar de un castigo
o ver a la pareja, por ejemplo. Más sutil, el
cimarronaje encubierto consistía en actos
clandestinos como reuniones religiosas,
robos o comercio ilegal. Entre estas tres
modalidades, las distinciones no siempre
presentaban perfiles nítidos.
Nos encontramos ante unos personajes poco perfilados, cierto. Les falta definición. Pero rastrear con la paciencia de un
detective las huellas de los oprimidos no es
fácil. Lienhard, con sus sagaces pesquisas,
proporciona una visión «desde abajo» sumamente reveladora. Los marginados se
convierten así en sujetos de la historia, en
claro desafío al olvido y a la manipulación.
Francisco Martínez Hoyos
Pegar donde más duele.
Violencia política y trauma
social en Argentina
Antonius C. G. M. Robben
Anthropos, Barcelona, 2008,
462 págs.
Con esta traducción al español que
nos trae la Revista Anthropos de la obra
de Antonius C .G. M. Robben originalmente editada en inglés en 2005, el
público de habla hispana, y en especial
el argentino, acceden a un trabajo de
importancia capital para la comprensión del pasado reciente de Argentina.
En Pegar donde más duele. Violencia
política y trauma social en Argentina,
Robben nos propone un análisis detallado del proceso de radicalización de
varios sectores de la sociedad entre las
décadas de 1950 y 1970. La violencia
de los varios bandos enfrentados, que
buscaran pegarle al otro donde más
le dolía, causará el trauma social que
a su vez se traducirá en una espiral de
violencia que transformó a la sociedad argentina en un campo de batalla.
GUARAGUAO
140
Este proceso tendrá como corolario, en
1976, la implantación de un gobierno
dictatorial por parte de las Fuerzas Armadas (ffaa), quienes desplegaron una
«guerra cultural» de tal magnitud que
la sociedad argentina, según el autor,
aun hoy no se recupera del trauma.
El antropólogo y profesor de la
Universidad de Utrecht (Países Bajos),
realiza una minuciosa reconstrucción
de la historia argentina comenzando
en 1945, punto de partida de su análisis. Sin embargo, su propuesta no se
reduce a esto, ya que el autor formula
además una teoría acerca del papel del
trauma en la generación de violencia
política, recurriendo para ello a un modelo psicológico del trauma. Así, busca
explicar las raíces y razones subyacentes
a la escalada de violencia en la Argentina reciente. Desde una metodología
que podríamos catalogar como propia
de la antropología histórica, Robben
recurre a diferentes y variadas fuentes
primarias: entrevistas en profundidad
con protagonistas y testigos de las épocas analizadas, análisis de artículos de la
prensa masiva, pero también los secretos
y clandestinos, además de otros escritos,
documentos y discursos, y observación
y participación en reuniones y manifestaciones ya en la década de 1990.
La obra se encuentra dividida en
cuatro partes que corresponden aproximadamente a cuatro periodos de la historia argentina de la segunda mitad del
siglo xx. La primera parte Robben la
dedica a la emergencia, en su opinión,
de las masas políticas en la Argentina,
ubicando este origen casi mítico en el
17 de octubre de 1945, cuando una
multitud de obreros y trabajadores se
reúne en la Plaza de Mayo (frente a
la Casa de Gobierno) a exigir la liberación de Juan Perón y la convocatoria
de elecciones. Según el antropólogo, a
partir de allí la historia de la Argentina
será la historia de las masas políticas: su
utilización y manipulación por parte
de Perón, su influencia decisiva para lograr la vuelta del líder en 1972, exiliado
después del golpe de estado de 1955, y
el temor que inspirarían en las fuerzas
armadas, conocedoras de su fortaleza.
El autor recorre los acontecimientos de
1969, luego la emergencia de un sindicalismo revolucionario, la importancia
de la segunda generación de peronistas, y los choques y conflictos entre los
diferentes grupos de peronistas. La segunda parte trata acerca de la llamada
Resistencia Peronista, a partir de 1955:
el surgimiento de la guerra de guerrillas
(tanto la peronista como la marxista),
la separación entre éstas y las masas
obreras, a partir de la vuelta de Perón, y
la progresiva militarización de los guerrilleros, a la par de una mimetización
entre estos y las Fuerzas Armadas, y
viceversa, en cuanto a los métodos de
acción de unos y otras. En la tercera
parte Robben presenta la idea de que
la dictadura implantada en 1976 por
los militares argentinos fue una «guerra
cultural», y explicita la base ideológica
de esta guerra. El lector es introducido
aquí a los planes bélicos secretos de las
ff.aa. y a las terroríficas estructuras de
Libros
141
represión implementadas, los centros
clandestinos de detención, la vida de los
presos políticos y, en especial, las técnicas de tortura física y psicológica cuyo
nivel de crueldad y atrocidad, según el
autor, eran un indicador de que la tortura iba mucho más allá del objetivo
de obtener información sobre las organizaciones guerrilleras. En la cuarta y
última parte del libro, Robben describe
las desapariciones forzadas de personas,
otro de los estremecedores procedimientos implementados por el terrorismo de
Estado, junto con las formas de reubicar a los niños y bebés secuestrados con
familias adoptivas, y a las primeras formas de reclamo y protesta de parte de
los familiares de las personas desaparecidas, especialmente las Madres de Plaza de Mayo. Luego, el autor recorre el
periodo de caída de la dictadura y paso
al régimen de gobierno democrático,
con la creación de la conadep (Comisión Nacional sobre la Desaparición de
Personas) para develar la verdad de los
horrores del terrorismo de Estado, y las
complicadas relaciones de los nuevos gobiernos con ese pasado traumático para
toda la sociedad argentina.
La obra resulta un aporte invalorable a la comprensión del pasado reciente de la Argentina y el autor acomete
una tarea exhaustiva de reconstrucción
de los hechos históricos. Sin embargo,
creemos pertinente realizar algunas observaciones a los aspectos teóricos de
la obra. En primer lugar, ya desde el
prólogo a la obra, Robben manifiesta la
importancia de las multitudes políticas
para la cultura argentina, y así es como
ubica el origen de su análisis en el 17 de
octubre de 1945. Sin embargo, a medida que avanza en el relato histórico, este
hilo se va perdiendo de vista, pasando
el autor a priorizar la idea del trauma
social y la violencia política. Creemos
que la importancia de las masas en la
historia reciente de la Argentina no es
igual en cada periodo, siendo que los
contextos de 1945, 1969, de 1972, o
de 1982, por poner algunos casos, son
absolutamente diferentes. Así, y para
retomar este hilo conductor, el autor
termina dando demasiado peso explicativo a las protestas de los familiares
de los desaparecidos y organizaciones
de derechos humanos en la caída del
régimen autoritario. Sin desestimar la
importancia de la acción de los familiares, creemos que hubo otros factores
más importantes que colaboraron en el
debilitamiento del régimen, previos a
las protestas multitudinarias de las Madres. Porque de otra forma, para un Estado capaz de desplegar tan formidable
aparato represivo y supuestamente tan
adverso a las multitudes, los «familiares» hubieran sido apenas una pequeña
molestia fácilmente aplastable. Evidentemente, el régimen ya estaba profundamente debilitado para cuando las
multitudes pudieran empezar a tener
algún efecto de magnitud importante.
Por otro lado, el concepto de «guerra cultural» no se encuentra adecuadamente explicitado. Sorprendentemente, al contrario del resto de su obra,
en el caso de este concepto el autor no
GUARAGUAO
142
nos remite a ninguna fuente teórica
que ayude a comprender la idea. Así,
en algunas ocasiones habla también de
«guerra de culturas» como concepto
intercambiable con el anterior. En este
punto vemos también una falta de profundización de la relación de las bases
ideológicas de las Fuerzas Armadas con
el contexto internacional, a pesar de
que el autor enuncia su importancia.
Finalmente, creemos que sería importante profundizar en la extensión del
trauma colectivo en la sociedad argentina actual, a partir del advenimiento de
la democracia, y explicar por qué razones en este periodo el trauma social no
se traduce en violencia política. Al contrario, los últimos 26 años en democracia, con sus diferentes conflictos y problemáticas, no han visto emerger grupos
radicalizados del alcance y tenor de los
surgidos en las décadas pasadas. Tal vez
esto exceda los límites de la presente
obra, y es posible que en este sentido se
oriente el trabajo que nuestro autor se
encuentra actualmente elaborando.
A pesar de estas consideraciones,
creemos que el libro de Robben representa un aporte de incalculable valor
para el estudio y el análisis del pasado
reciente de la Argentina. La obra constituye una importante contribución a
la comprensión acerca del lugar de las
masas en la cultura política Argentina,
y la relación entre trauma social y violencia política.
María Victoria De Negri
Martín Costanzo
El viaje a la ficción.
El mundo de Juan Carlos
Onetti
Mario Vargas Llosa
Alfaguara, Madrid,
2008, 240 págs.
En contadas ocasiones tiene el crítico la oportunidad de manifestar su
entusiasmo ante la publicación de un
estudio literario, debido a la especialización pseudocientífica, con su jerigonza terminológica ad hoc, que se ha
enseñoreado de la crítica desde que
formalistas, estructuralistas, deconstruccionistas, pragmatistas y algunas
-istas –o aristas...– más desterraron a
la bonachona estilística –la de peculiar
bonhomía, que obras tan excelentes
nos ha legado, desde Vossler hasta Alonso– al lazareto donde la ingenuidad y
lo humano, demasiado humano, tienen
su asiento.
Así que cerré este hermoso y transparente volumen de Vargas Llosa sobre
la vida y la obra de Juan Carlos Onetti,
Libros
143
vino a mi memoria el insuperable y
bellísimo estudio que Pedro Salinas
dedicara a Rubén Darío, La poesía de
Rubén Darío (1975), porque ambos
comparten la misma pasión por desvelarle al lector las claves con las que
hacer la lectura correcta del autor que
han escogido con impagable generosidad literaria, porque tanto en el caso
de Salinas como en el de Vargas Llosa,
su «entrega» a la crítica de la obra ajena ha sabido hacerse no tanto desde
el despojamiento de su condición de
autores reconocidos, cuanto con el
bagaje que esa misma condición les
habilita para agudizar el análisis y ver
más profundo y con mayor claridad.
Si la lectura del estudio e Salinas me
reconcilió hasta con la veta más aparentemente superficial de Darío, el
estudio de Vargas Llosa me ha lanzado –literalmente– a la adquisición de
aquellas obras de Onetti que no había
leído, no por desdén, sino por negligencia y descuido imperdonables.
El viaje a la ficción. El mundo de
Juan Carlos Onetti tiene, entre otras
muchas, la virtud de explicar toda la
obra del escritor uruguayo –aunque
mejor le cabría el calificativo de universal– desde un eje temático que la vertebra. El procedimiento crítico de Vargas
Llosa es aparentemente sencillo, pero
permite descubrir no sólo el verdadero
significado de la obra de Onetti, sino
los porqués de su retórica particular y
de –¿quién da más?– la estrecha relación existente entre su obra y su vida,
puesto que de ésta es aquélla emana-
ción y casi réplica exacta, en la medida
en que buen número de sus personajes
representan su personalidad, sus costumbres y, sobre todo, su amarga, escéptica y nihilista visión de la existencia
y de la sociedad.
Para identificar el principio temático, con su inevitable corolario estructural, de la obra de Onetti: la creación
de un universo de ficción paralelo al
real, cuyos personajes pueden pasar,
dentro incluso de la misma obra, de
uno a otro, como sucede en La vida
breve (1950), novela fundacional del
universo de Santa María, Vargas Llosa
abre su ensayo con una introducción
de carácter antropológico en la que
rescata la figura del «Hablador» en las
tribus amazónicas como lejano antecedente del creador literario, a pesar de
que buena parte de su actividad tenía
un carácter referencial, no ficticio, pues
servía de transmisor de noticias entre
miembros de las tribus alejados los
unos de los otros geográficamente. Con
todo, en los relatos de esos «habladores»
se mezclaban también narraciones ficticias de índole mítica que estarían emparentadas con la función que Vargas
Llosa ha defendido desde siempre para
la literatura: crear mundos de ficción a
donde poder evadirse para escapar del
constreñimiento de lo real y para vivir
las otras vidas que nos es imposible vivir, por causa de nuestras limitaciones
y de nuestra finitud. La mentira narrativa, así pues, es el fundamento de la
ficción: una idea que Vargas Llosa ha
defendido como primer artículo de fe
GUARAGUAO
144
de su credo literario desde que se inició
en el género del ensayo, en el que se ha
prodigado con obras tan notables como
las dedicadas al Tirant Lo Blanc, Madame Bovary o Victor Hugo.
Se ha de agradecer a Vargas Llosa el
haber evitado la tentación pedantusca
de la erudición y el pseudocientifismo
con que suelen adornarse quienes acaban llegando a conclusiones para cuya
obviedad no hacían falta aquellas alforjas, y que nos hable, por el contrario,
con tanta claridad humana sobre unos
seres y unos espacios, y el creador de
ambos, de quienes nos sentimos tan
cercanos porque él ha sabido aproximárnoslos con su transparente capacidad analítica y su potente empatía. Esos
mismos pedantes calificarían su obra
como «ensayo de divulgación», pero
Vargas Llosa puede recibirlo casi como
un timbre de gloria, porque di-vulgar
significa propiamente hacer accesible al
pueblo algún conocimiento, lo que él
ha realizado con tan pasmosa claridad
que se ha hecho acreedor al reconocimiento y al agradecimiento públicos.
Bien amarradito al hilo del orden
cronológico, Vargas Llosa traza en su
ensayo un recorrido por la obra de
Onetti en lo que ésta tiene de perfeccionamiento y acendramiento de un
mundo que, surgido casi como un repentismo genial en la novela La vida
breve, el mundo fabuloso de Santa María, irá ganando en autonomía y densidad humana con cada nueva entrega
novelística posterior a esa obra cumbre
en su carrera literaria.
De forma paralela, Vargas Llosa rastrea en la vida del autor en busca de la
explicación, llamémosla genética, de los
rasgos temáticos y estilísticos que caracterizan a ambos: al hombre y a la obra.
El enfoque biográfico no se adentra en la
minuciosidad con que suele entenderse
el género, sino que se utilizan los datos
imprescindibles para obtener un retrato
del autor que nos ayude a comprender
mejor su mundo literario, tan estrechamente unido a él. De hecho, es muy difícil no leer su obra sin la tentación de
ver un trasunto autobiográfico en muchos personajes. «No tengo tabaco, no
tengo tabaco. Esto que escribo son mis
memorias. Porque un hombre debe escribir la historia de su vida al llegar a los
cuarenta años, sobre todo si le sucedieron cosas interesantes», escribe Eladio
Linacero en El Pozo (2007, p. 12). No se
aprecian experiencias interesantes de carácter externo en la vida de Onetti, pues
fue siempre un autor retraído, silencioso y poco dado a la aventura, salvo a la
interior, la literaria; pero es cierto que
en buen número de sus personajes hay
una proyección de lo que a él le hubiera
gustado ser, aun cuando esos ideales disten mucho de lo tenido por socialmente
aceptable: chulos, jugadores, bebedores,
dueños de burdel, filósofos escépticos...,
una galería del lado oscuro de la sociedad
cuyas existencias desgarradas se plasman
magistralmente en todas sus novelas y
cuentos.
En el análisis de Vargas Llosa sobresale la idea genésica de la creación del mundo paralelo, si bien Onetti reconoció su
Libros
145
deuda, en ese aspecto, con el famoso
condado de Yoknapatawpha de Faulkner, a quien idolatraba literariamente,
tanto que llegó a decir, tras leer sus
obras, que ya no valía la pena escribir.
Del autor americano toma Onetti buena parte de sus juegos narrativos con el
tiempo y con los puntos de vista, además del recurso al narrador-personaje,
con la fatal dosis de ambigüedad que,
para el desarrollo de la trama, supone tal elección. Pero él lo adapta a un
mundo propio cuya naturaleza es muy
distinta del de Faulkner, pues los personajes de éste viven en un mundo que
tienen por real, y en consonancia con
esa realidad actúan, mientras que los
de Onetti se saben siempre personajes
de un mundo ficticio, lo que acentúa la
complejidad narrativa de sus obras. A
ello contribuye un estilo que ha tenido
detractores de mérito, como Anderson
Imbert, pero que a Vargas Llosa le parece el único posible para expresar «la
difusa materia (...) del mundo que inventa», un estilo, en definitiva, que «lo
crea, lo salva y lo redime a la vez». La
dificultad estilística ha de ponerse en
relación, finalmente, no sólo con la índole irreal del mundo creado, sino con
los temas que a través de él se expresan:
la mediocridad, el fracaso, el resentimiento, la sordidez, etc.
Es interesante destacar el elogio
que hace Vargas Llosa de los cuentos
de Onetti, entre los cuales destaca un
par: El infierno tan temido (1957) y
La novia robada (1968), por los que,
aunque no hubiera escrito más nada,
Onetti debería figurar, a juicio de Vargas Llosa, en un lugar de honor de la
literatura universal junto a Borges, Rulfo, Scott Fitgerald, el propio Faulkner y
otros. Del segundo, es más que peculiar
la índole cervantina del asunto, puesto
que todo un pueblo acepta entrar en la
fantasía de la protagonista para no contradecirla; se confabulan para darle visos
de verosimilitud y realidad a los «espejismos eróticos de una enajenada.»
Es inútil leer la obra de Onetti en
clave social, a pesar del episodio de su
encarcelamiento, del que él apenas quiso
hablar nunca, puesto que, según Vargas
Llosa, él fue de los primeros escritores
que afrontaron la creación de una obra
centrada en la problemática existencial
del individuo, en vez de sumarse al regionalismo costumbrista dominante
en casi toda Sudamérica. Sin embargo,
no rechaza Vargas Llosa que pueda ser
admisible una interpretación social de
su obra si de lo que se trata es de establecer un paralelismo entre la derrota
individual y el fracaso de una sociedad
en la que aún las tentaciones caudillistas
y el subdesarrollismo impiden su plena
normalización como sociedades democráticas. Correlato de ese subdesarrollo
social lo sería, por ejemplo, para Vargas
Llosa, en la obra de Onetti, la presencia
dominante del burdel, escenario donde
el detestable machismo tradicional de
esos países encuentra su hábitat natural
y vehicula su agresividad desgarrada.
Vuelve Vargas Llosa sobre la vida
del autor para concluir el volumen y
recuerda que, durante los últimos años
GUARAGUAO
146
de su vida, apenas se levantaba ya de la
cama, desde la que atendía incluso a las
visitas. Y aquí le pondría el único pero
a Vargas Llosa, pues nos dice que «esa
situación de residente estable en la cama
dotaba al novelista de un manifiesto aire
de enfermo imaginario o de excéntrico
personaje de alguna novela no escrita todavía». Me extraña que Vargas Llosa no
haya recordado que sí existe, que se trata
de Oblomov, de Goncharov, cuyo personaje central Oblomov, encarnación de
la inercia y la apatía, no se levanta de la
cama hasta bien entrado el centenar de
páginas; un personaje que no anda muy
lejos de la psicología nihilista del propio
Onetti.
Finalmente, que es siempre, volver
al principio, como un insólito «viaje a la
semilla» quiero dejarle al lector con una
imagen-cifra que nos permite comprender íntimamente no sólo al autor, sino
los temas vertebradores de su obra: «En
colón, el joven lector [y pésimo estudiante] encontró otro lugar idiosincrásico
para sus absorbentes lecturas: el fondo
de un aljibe, al que su hermano Raúl lo
bajaba en un balde, y donde se llevó una
sillita de mimbre, una jarra de limonada
y un ejemplar del Eclesiastés, libró que
dejó fuerte impronta en su memoria y
que en su edad adulta citaría a veces para
justificar su pesimismo y su visión nihilista de la vida». Descenso ad inferos que
nunca dejó de frecuentar, desde El pozo
en adelante; porque la ficción también
es, a veces, un infierno.
Dimas Mas
Casi nunca
Daniel Sada
Anagrama
Barcelona, 2008, 373 págs.
En el caso de Daniel Sada, no podemos decir que nos hallamos ante un
descubrimiento. Autor mexicano nacido
en 1953, cuenta con una obra considerable y respetada, a la que se le han otorgado en su país cuatro premios de gran
prestigio: el Xavier Villaurritia en 1992,
por Registro de causantes; el José Fuentes
Mares en 1999, por la ambiciosa Porque
parece mentira la verdad nunca se sabe, y
el premio de Narrativa Colima en 2005,
por Ritmo Delta. Un quinto galardón
recibido en España, el Premio Herralde
de Novela de 2008 por Casi nunca, avala
su prestigio y lo sitúa en una perspectiva
inmejorable para su reconocimiento internacional, hasta el punto de que –coincidiendo con las actividades programadas por el Salón del Libro de París con
México como país invitado, en marzo de
2009– el Instituto Cervantes de París le
ha dado trato de figura consagrada. Por
Libros
147
si fuera poco, sus textos se han traducido a varios idiomas y han sido objeto de
diversas adaptaciones cinematográficas. Y
si a todo eso le sumamos las alabanzas de
Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, Juan Villoro y el fallecido Roberto Bolaño, incluso
podemos llegar a sentirnos algo cohibidos
ante un escritor al que el novelista chileno
–que tan certeramente alineaba a sus colegas del lado de sus filias o de sus fobias–
enmarcaba en una literatura cercana a la
del maestro Lezama Lima.
Sin embargo, por encima de las etiquetas y de los honores, olvidándonos incluso
de la referencia al barroquismo, convendría realizar un experimento: adentrarse
en Casi nunca sin sentar cátedra, desde
un punto de vista ingenuo, para sumergirse, sin apriorismos, olvidándonos de
los juicios emitidos por las autoridades,
en el innegable placer de su arrebatadora
lectura. El autor pide que «…los lectores
cumplan las reglas del juego; es necesario
que el lector haga un pacto con mis libros
para que se venzan todos los obstáculos y
esos obstáculos se vencen en las primeras
páginas». En efecto, el relato así lo vale
porque nos encontramos ante una novela
bien trabada, ágil, absolutamente deslumbrante y sobre todo divertida, que lleva
de la mano al lector, engañándole con mil
piruetas narrativas hasta conducirle a un
desenlace que parece la culminación, no
sólo de las expectativas del protagonista,
sino también de una intriga que se sostiene magistralmente, sin caer en lo fácil, a
través de sus casi cuatrocientas páginas, lo
cual supone un mérito enorme en unos
tiempos donde, en ocasiones, en aras
de la aceleración del tempo narrativo, se
descuida la elaboración del lenguaje para
avivar el desarrollo argumental.
Pero vamos a desgranar dónde radica
la excelencia de un texto que no renuncia
a los estilemas del autor para dar vía libre
al atractivo de la trama. Sada llevaba unos
veinticinco años madurando el tema, basándose en una historia vagamente real,
de resonancias familiares, incluso puede
autobiográfica, según ha llegado a insinuarse. Le faltaba sólo, por tanto, escoger cuidadosamente un contexto y un
personaje que marcaran la impronta del
relato. El primer acierto es la delimitación
del marco geográfico y temporal, el norte
de México –recordemos que a Sada se le
ha tildado de «escritor norteño»–, durante los años cuarenta del siglo pasado, y
la elección del carismático protagonista,
Demetrio Sordo, nombre de resonancias
paródicas y que comparte iniciales con el
autor, un antihéroe picaresco y atribulado, cuyo mundo se tambalea en medio
del creciente deseo que siente hacia dos
jóvenes, la prostituta Mireya –una mujer morena, apasionada y sensual– y su
prometida Renata –una donna angelicata, una cándida muchacha, de conducta
intachable y, cómo no, inmaculadamente
rubia–. Este triángulo tan simple, esta figura geométrica formada por un hombre
situado entre dos arquetipos femeninos a
su vez trasuntos de la tentadora Eva y la
Virgen María, sostiene todos los hilos del
discurso, aunque sin ningún tipo de equilibrio entre sus vértices, pues Mireya deja
de ser una seria competidora para Renata
cuando prácticamente no hemos llegado
GUARAGUAO
148
ni a la mitad del libro, mientras que el
dilatado cortejo de la segunda mujer ocupa las restantes páginas, que equivalen a
cuatro años de la vida de Demetrio, de
diciembre de 1945 a noviembre de1949.
Desde luego, no hay que creer por ello
que nos hallamos ante una novela de corte
sentimental. La poco ejemplar trayectoria de este ingeniero agrónomo –casi un
agrimensor kafkiano– obsesionado por el
sexo, se podría decir que «encerrado-conun solo-juguete», y febrilmente ocupado
en conseguir dinero aunque tampoco sea
especialmente codicioso, viene condicionada por un proceso casi épico de peripecias, a la manera de un cuento tradicional,
con una estructura episódica y férreamente cronológica desplegada en capítulos
más o menos breves, donde abundan los
motivos temáticos dibujados como indicios metafóricos. Valga como ejemplo
otra de las obsesiones del protagonista, la
que siente por baños y duchas, como si
tras sus frecuentes «pecados» se le exigiera un agua purificadora tan escasa en ese
ambiente desértico. De ahí que la novela
pueda adaptarse con tanta facilidad a un
análisis en esquema compositivo básico
y en forma de estructura actancial, en la
línea de Vladimir Propp. Sus peculiares
adyuvantes, figuras maternas que puntean
la trama, y sus antagonistas, entre los que
se cuentan también algunos memorables
personajes femeninos, lo dibujan como
un pelele de dudosa integridad moral, un
tanto edípico, que no duda en recurrir
incluso a la intercesión divina para saciar
sus instintos más primarios, aunque eso le
suponga pasar por el altar y realizar todo
tipo de mezquindades con las que alcanzar su objetivo.
La doble moral imperante en la época
aplaude las tretas del héroe tragicómico
cuya desfachatez suele verse coronada por
el éxito, hasta llegar a un final más que
feliz, glorioso, que corona la «perversión
santa» de la consumación del matrimonio. La figura desgarbada de Demetrio,
su gran altura –irónicamente el narrador
le llama «el gigantón»– y su condición de
buen partido en una sociedad machista y
retrógrada, así como el arte del disimulo
que tan ampliamente domina, son sus bazas fundamentales para el engaño en una
espiral de acciones absurdas que, contra
todo pronóstico, le llevan a buen puerto.
El protagonista se erige en pionero de un
mundo hostil y su grado de integración
en la colectividad se recompensa con una
boda en la que se santifica lo erótico.
No obstante, la fuerza actancial queda
refrendada por la figura del narrador, omnisciente y en tercera persona, imaginado
como cronista pero también «indiscreto y
muy cercano a los personajes», en palabras
de Sada, que hace gala a la vez de «cinismo
y sabiduría» al ofrecer un sinfín de citas
metanarrativas y apelaciones al lector: se
desvive por avisarle de sus intenciones y
no duda en introducir leves flash-backs o
aportar ligeros apuntes de época de tono
irónicamente pedagógico, aludiendo al
atraso de los medios de transporte –otro
leit motif de la novela– o a paralelismos
irónicos entre las poblaciones de la trama
y ciudades más o menos señeras. De este
modo, el lector es visto como un ingenuo
desconocedor de la barbarie imperante
Libros
149
en esa lejana época, al que incluso se le
pueden escamotear determinados datos a
base de fulminantes elipsis o dejarle algunos cabos sueltos –el desenlace de Mireya
y su «embarazo», por ejemplo– como para
demostrar su poder de manipulación respecto al material que tiene entre manos.
Esta voz omnívora es la que se deja oír
constantemente, de modo inmediato, y
la que domina las voces de los personajes,
cediéndoles algunas de sus funciones sólo
cuando lo cree necesario. De esta manera,
existe un desfase de claro tinte irónico entre esta voz del narrador, que personifica
la comunidad, y la mirada de Demetrio,
que aparece en estilo indirecto a través de
una marcada introspección, resuelta en el
fluir de conciencia de sus monólogos interiores. Su perspectiva, conocida a través de
sus pensamientos, contrasta con la visión
convencional del mundo que aporta ese
narrador tan omnisciente como falsamente ingenuo. La visión del autor implícito
no es análoga a la del narrador, y el verdadero atractivo de la novela proviene de la
abismal contradicción existente entre ambas. Por supuesto, se trata de un juego de
complicidad de raigambre casi diríamos
clásica, que se propone desactivar la hipotética seriedad de una ficción que a todas
luces pide una complicidad distanciada.
Según el modo adoptado, la historia
transmitirá un intenso vigor, produciendo la sensación del presente y la vida que
fluyen sin cesar, o se alejará hacia un pasado que empieza a difuminarse, cambia
de tonalidad y adquiere un nuevo significado a la luz de los acontecimientos sobrevenidos desde entonces. Los diálogos
incrustados en cursiva y la transcripción
de cartas contribuyen al subrayado de
ese aire vagamente anacrónico, a su vez
compensado por descripciones explícitas
de las hazañas sexuales de Demetrio, que
nos devuelven a la lectura irónica.
Desde el punto de vista genérico, Sada
opta por jugar con las convenciones del
folletín, modelo premeditadamente obsoleto donde los haya y que lleva en su
propio germen la parodia, la vulgarización
del patrón culto del realismo, tanto por
sus lances exagerados o historias delirantes como por esos personajes hiperbólicos
inmersos en un impecable diseño narrativo repleto de golpes de efecto y con una
intriga suspensiva al final de cada parte,
a la manera de jalones del relato. En este
sentido, habría que destacar la deuda con
ciertas derivas del famoso boom de la narrativa latinoamericana de los sesenta, incluso con ecos de un cierto realismo mágico y reminiscencias del García Márquez
de Cien años de soledad, por ejemplo, en
la historia intercalada del pretendiente de
doña Zulema., pese a que no se pueda decir con propiedad que en Casi nada existan
elementos fantásticos.
Al contrario, la maniobra que legitima
todo el proceso es el apabullante dominio
del estilo que demuestra Sada. Podríamos
hablar de la «pérdida de la inocencia» del
lenguaje –en otras palabras, el despliegue
intencionado de todos sus recursos– y el
forzamiento de la descodificación por parte del lector, al que Sada le exige conocer,
o mejor dicho reconocer, las pistas que va
dejando ese lenguaje autorreferencial. Sin
hacer ostentación estilística, desde el dis-
GUARAGUAO
150
curso nominal, con elipsis de predicados,
juega con el contraste entre un castellano
estándar y los giros y vocablos coloquiales
mestizos, en una rica contaminación lingüística. La cadencia de la prosa, que no
abusa de las figuras retóricas, adquiere un
ritmo sincopado y sinuoso, que en algunos
momentos bordea la prosodia del verso en
sus enunciados casi telegráficos clausurados por puntos y aparte, al tiempo que su
profuso despliegue recuerda a los logros
del Valle Inclán más atrevido y esperpéntico, el de Tirano Banderas, a la vez que lo
emparenta con el legado de una determinada novela experimental en su vertiente
mexicana, como podría personificar el
caso paradigmático de Juan Rulfo. El libro
conjuga estos aspectos pivotando sobre los
temas básicos del sexo y erotismo, metáfora última, principio y fin de la novela, alfa
y omega de la epopeya de Demetrio, cuyo
último capítulo se convierte en un tour de
force que dinamita la línea narrativa y nos
retrotrae al más elemental juego verbal y
casi oral, el de la repetición, en un discurso
donde se juega con la duplicidad y la antítesis como salmodia de un proceso orgásmico de proporciones cósmicas.
En suma, Casi nada –cuyo título ya
apunta, con su modestia irónica, a sus veladas intenciones– se dibuja como un texto
sugerente, multiforme y que, en definitiva,
no hace más que confirmar algo que ya intuíamos: estamos ante un autor de primera categoría que sabe dosificar con mano
maestra su actitud no se sabe muy bien si
posmoderna o barroquizante, en cualquier
caso decididamente manierista.
Elena Santos
Descortesía del suicida
Carlos Vitale
Candaya, Barcelona,
2009, 219 págs.
Un náufrago asido a una puerta
Descortesía del suicida es una suerte de work in progress que reúne la narrativa que ya publicara con el mismo
nombre Carlos Vitale (Buenos Aires,
1953) en 1997 junto a otras narrativas breves inéditas. El prólogo de José
María Merino pone ya de manifiesto
desde su primera línea las dificultades
de catalogar estas narrativas breves de
Carlos Vitale dentro de un género sobre
cuyo nombre tampoco parecen ponerse
de acuerdo críticos, teóricos y autores:
microrrelatos, minificción, narrativa
hiperbreve, ultracorto, textículo… Sin
embargo, tampoco parece que a Vitale
le importe demasiado esa indefinición,
puesto que la ausencia de normas rígidas
que encorseten las características de un
género aumenta la libertad del creador,
y Descortesía del suicida es, sobre todo,
Libros
151
un espacio de libertad. Como suele suceder con muchas ideas y visiones interesantes, el libro surge de una paradoja:
desde una composición de pocas palabras, a veces apenas una frase, se evoca
todo un mundo, un pasado, una vida
paralela.
Especialmente interesante resulta
la evocación de una vida paralela, esa
que se desarrolla en otra dimensión
de lo que conocemos como nuestra
existencia. Esa otra vida en la obra de
Carlos Vitale se forma a partir de los
recuerdos, la nostalgia, las pérdidas,
los olvidos y las posibilidades descartadas. Tal vez la manifestación más clara
de la vida paralela es cuando aparece
la figura del doble. El extrañamiento
y la entrada en escena del doble es un
componente que ha dado para mucho
en la literatura, pero especialmente en
la narrativa breve, en los cuentos y en
los microrrelatos. Esto es así porque
como concepto tiene una gran fuerza
de evocación al poner de manifiesto
toda una vida, otra vida: mi doble soy
yo, pero a la vez no porque lo percibo
como otro. Sobre este tema, especialmente útil y esclarecedor resulta el espléndido ensayo La amenaza del Yo. El
doble en el cuento español del siglo xix,
de Rebeca Martín.
En Descortesía del suicida, Carlos
Vitale aborda el tema del doble y la vida
paralela que éste representa en diferentes ocasiones. Tal vez la más clara sea
«El bello durmiente», donde en apenas
siete líneas relata todo lo que le sucede
a Lucas Medina cuando descubre que
lo que bien podría considerar su propio
cuerpo sigue durmiendo en su cama
mientras ha tratado de levantarse para
prepararse una infusión.
Sin embargo, la vida paralela, nuestra otra vida no sólo se manifiesta a
través del doble. «Teléfono» ofrece otro
ejemplo: nuestra vida sucede también
cuando no estamos en los lugares con
los que se nos suele asociar y en los que
transcurre buena parte de nuestra existencia. A veces, casi siempre, nos llaman por teléfono cuando no estamos.
Y esa es la paradoja de la que surge y
evoca una historia tan larga como nosotros queramos hacerla.
De la disección de las cuatro líneas
de «Teléfono» podríamos sacar muchos más de los hilos conductores con
los que se teje Descortesía del suicida.
Un libro en el que se incluyen aforismos, greguerías, microrrelatos o simples ocurrencias podría caer en la dispersión. Sin embargo, Vitale ha sabido
construir un conjunto que probablemente continúa creciendo con un gran
sentido de la coherencia y la unidad.
Tal vez porque los temas abordados en
cada uno de los textos son los temas
universales que preocupan a todo el
mundo y que están presentes en cualquier manifestación literaria, artística
o cultural: las dificultades de la comunicación, el tiempo, la muerte, la
soledad, el desencanto, la decepción…
No obstante, a pesar de abordar temas
tan visitados –y buscados por el lector,
precisamente por su carácter universal,
por tratarse de aspectos que afectan a
GUARAGUAO
152
todo el mundo y sobre los que siempre estamos tratando de encontrar
respuestas–, Vitale sabe tratarlos de
manera que resulten atractivos, sorprendentes e inquietantes.
Su trayectoria como poeta y traductor han servido a Carlos Vitale para
conseguir una narrativa más acabada y
más atenta a los cuidados y los detalles
que exige el lenguaje de la brevedad.
La intensidad de estas micronarraciones guarda una estrecha relación con
el lenguaje poético. Como éste, ha de
ser capaz de construir un mensaje o
todo un mundo, a partir de imágenes,
de evocaciones. Incluso podría decirse
que alguno de los aforismos incluidos
en el libro merecería ser considerados
versos.
Por muchos motivos que se han ido
mencionando hasta ahora, la poesía tiene una presencia destacada y evidente
en este libro, desde su negación, que
a la vez es su exaltación –«O Eliot o
nada»–, hasta la parodia o la crítica de
los poetas y sus egos en una sociedad
como la nuestra repleta de gente que
mucho escribe y poco lee.
Vuelvo a la disyuntiva planteada
sobre Eliot. Son muchas las posibilidades que surgen de una frase aparentemente tan cerrada. Podría parecer que
únicamente nos están dando a escoger
entre dos posibilidades excluyentes.
Sin embargo, las dos posibilidades son
suficientemente amplias como para
encerrar dos mundos. Eliot supone demasiadas emociones, conocimientos,
evocaciones y experiencias como para
descartarlo, porque puede llegar a significarlo todo, pero la nada también encierra o ha encerrado mucho, para llegar a la nada la trayectoria es muy larga
y da un amplio bagaje, por lo que tal
vez resulte tan atractiva para el suicida
descortés.
La posibilidad de la nada y el terror que provoca puede hacer que el
sujeto se aferre a Eliot como el protagonista del microrrelato «La puerta
condenada» se ase desesperadamente
a una puerta por la que es imposible
escapar. Hay aquí tres ideas que son
una constante en la narrativa breve de
Vitale: en primer lugar, el náufrago,
desencantado de su entorno, abandonado, con serios problemas para
comunicarse, nostálgico del pasado, al
borde del abismo pero todavía con la
energía suficiente para aferrarse a un
precario cabo que le mantiene unido
al mundo. La segunda idea sería la de
la puerta. Dice Cristina Fernández
Cubas, maestra de cuentistas, que las
puertas y ventanas siempre tienen algo
de inquietante. De hecho, sus cuentos
están repletos de ventanas y puertas
que tanto pueden ser de entrada como
de salida y que esconden en la misma
medida que muestran. Pero, si cabe, la
puerta del náufrago de Vitale es aún
más desconcertante, puesto que está
flotando en el mar, no abre ni cierra
sino aquello que quiere ver el náufrago
del cuento o el náufrago que lo lee. Directamente relacionado, aparece el tercer elemento: la huida imposible. Este
libro está lleno de huidas imposibles.
Libros
153
Ya desde el título, en el que el suicida ensucia su huida definitiva con su
descortesía.
A partir de estos tres elementos,
estas tres evocaciones, son variadas
las combinaciones que permite, sin
olvidar otro de los componentes que
acaba de aderezar el compuesto: el humor, importante para salvar muchas
de las situaciones o para incorporar
buena parte de las situaciones absurdas a las que se ha de hacer frente a lo
largo del día.
De las evocaciones más abstractas y
más poéticas, Vitale pasa de inmediato
a referentes actuales, contemporáneos y
casi costumbristas. De nuevo, en este
tránsito el humor juega un papel destacado. Existe otro grupo de prosas breves en las que, dejando de lado la parte
más reflexiva, Vitale sale a la calle y
recoge cuanto ve, expresiones que roba
de conversaciones, epitafios que copia
de lápidas en cementerios o grafitis que
quieren ser revolucionarios.
En conclusión, esta Descortesía del
suicida es una sola cosa siendo muchas
a la vez. Ése es el principal mérito de
los buenos cuentos y esa diversidad de
elementos con los que el lector se encuentra al adentrarse en el mundo de
este suicida descortés es el regalo que
Vitale hace a sus lectores.
Sònia Hernández
Mis dos mundos
Sergio Chejfec
Candaya, Barcelona, 2008,
128 págs.
En una novela anterior a la reseñada en
esta revista (Boca de lobo, 2000) el novelista
argentino Sergio Chejfec utiliza una curiosa expresión para visualizar el sentido que
en su caso tiene el acto creativo como gesto
ligado a un elaborado proceso de reflexión:
una palabra –afirma el escritor– no siempre
es únicamente esa sola palabra, como muestran muchas novelas. Es decir, por debajo
de la narración desarrollada por la creación
novelística, Chejfec (Buenos Aires 1956)
induce a pensar algo terrible que determina el proceso creativo desde la humildad de
sus orígenes, desde el simple acto de coger
una cuartilla o un ordenador y comenzar
a unir signos alfabéticos: las piedras sobre
las que se construye el castillo de la trama,
son las propias carceleras de su sentido. En
la colocación de cada palabra no se diseña
otra cosa sino un campo minado que el escritor (en una actitud de víctima y explorador equivalente a la del lector) recorre con
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el pánico de saltar por los aires a causa de
un mal paso. Desde esa perspectiva, Chejfec se aparta a un lado en relación con los
modelos narrativos al uso; no los combate
ni los denigra, sencillamente se distancia
de su recorrido dejando que sean otros lo
que carguen con la responsabilidad de recorrer una y otra vez los caminos de una
narrativa que se ha adentrado en el siglo
xxi con la sensibilidad del xix.
En alusión a esa manera de Chejfec
de entender la literatura, como un premeditado cuestionamiento sin otra solución que la creación misma, se suele hacer
alusión a Sebald, penúltimo eslabón de
una corriente de solitarios que vivió la
creación con el pasmo de quien acaba de
descubrir una fuente y no sabe como no
desperdiciar el agua que mana de ella. La
comparación no es mala, pero no creo –y
tal vez me exceda en la apreciación– que
ni los intereses de Sebald ni su metodología de taxonomista le resulten afines al
novelista bonaerense. Más próxima a la
mirada rasa que muestra Chejfec me parece otro de los grandes narradores y buscadores de sentido que ha dado Europa: el
suizo Robert Walser, un escritor capaz de
hacer explícita en su prosa los problemas
esenciales de su relación con el mundo y
de la ambivalencia de las palabras para
dar un retrato adecuado de un desajuste
insalvable. Y mucho más atrás, y escarbando en la raíz del asunto, se me antoja que un antecedente fuera Laurence
Sterne, con su Tristram Shandy y, sobre
todo, con Viaje sentimental por Francia e
Italia, en un camino que acaba creando
vínculos entre el autor de Mis dos mundos
con otras compañías poco recomendables
como Cervantes. No en vano es Sterne
quien afirma en su segunda obra citada:
Era ir, bien que lo sé, como el Caballero de la
Triste Figura, en busca de aventuras melancólicas, mas es lo cierto que nunca me siento
tan consciente de que existe en mí un alma
como cuando me adentro en esta clase de
aventuras. Sterne habla de las incertidumbres de su viaje en unos términos que se
avienen con los que Chejfec experimenta
recorriendo/amasando sus novelas; con
las mismas expectativas a corto plazo de
quienes –otros lo han dicho: Goytisolo,
Marías...– navegan sin aguja de marear.
En esa orientación que reconvierte la
trama de la novela en el propio trabajo
de escribirla radica la profunda felicidad
lectora producida por Mis dos mundos.
En la novela, un sujeto que no es otro
que el propio autor arranca con una
afirmación incidental que tiene algo de
confesión y, por descontado, interpelación al lector: Quedan pocos días hasta un
nuevo cumpleaños, y si decido comenzar de
este modo es porque dos amigos a través de
sus libros me hicieron ver que estas fechas
pueden ser motivo de reflexión, y de excusa o justificación, sobre el tiempo vivido.
Pocas veces en los últimos tiempos, en
medio de las modas al uso que rehúyen
enunciar el arranque de la novela como
el inicio de un viaje sin otro destinatario
que uno mismo, ha aparecido un reconocimiento tan sincero de la capacidad
constructora de la narración. ¿Santa
Teresa?, ¿de nuevo Laurence Sterne?, ¿el
Sthendal de Vida de Henry Brulard, pero
sobre todo de Recuerdos de egotismo…?
Libros
155
Son tantos los ecos que arrancan esas
palabras, que el lector enseguida se frota
las manos sabiendo que va a encontrar
algo que, acertado o fallido, no le coloque estadísticamente en la categoría de
imbécil. Chejfec juega fuerte, y a partir
de ese enunciado inicial, cumple su palabra, convirtiendo Mis dos mundos en esa
reflexión invocada en la cuarta línea.
El proceso, centrado cronológicamente, tiene también un espacio geográfico exacto: la ciudad brasileña en la que
Chejfec se encuentra participando en
una reunión de escritores y donde dispone de un tiempo libre –el interminable
tiempo muerto de los congresos– para
descansar en su hotel y conocer mejor
la localidad que le ha invitado. Y en ese
descubrimiento urbano, en el que se suman la soledad del hotel y el rumor de la
ciudad incitando a su conocimiento, el
escritor fija su atención en la visita a un
parque descubierto en el mapa –la mancha más grande de la ciudad– y que se le
antoja adecuado para su estado de ánimo (Walter Benjamin, y a través suyo,
Baudelaire). Argumentalmente, Mis dos
mundos no explica nada más que lo ocurrido en ese limitado espacio de tiempo
del que dispone Chejfec y detalla el recorrido que se ve obligado a realizar para
llegar, y finalmente disfrutar, de ese parque que visto en el plano le había parecido próximo, pero cuya llegada le supone retos e inconvenientes imprevisibles
que le obligarán a demorar la excursión
y planificar una estrategia de acceso. Absolutamente solo, el narrador, reconvertido en explorador, reacciona ante lo que
ve y, sobre todo, ante lo que le sugiere lo
que ve. Esa reacción implica una relación
dúctil, en continua recomposición, con
el presente y el pasado que le lleva a momentos de una intensidad extraordinaria
descrita con la parsimonia de quien anota
sus pensamientos sólo para entenderlos
mejor. Cualquier desconocido puede
evocar la existencia de otros desconocidos que, de forma equívoca, acompañan
o acompañaron al autor. Desconocidos
que: Hoy son vapor y sombra, o apenas la
mancha insegura de una presencia furtiva.
Pese a su aparente inutilidad (…) los fantasmas me rescatan, un poco me despabilan
porque con su presencia incierta me instalan en otro lugar, no sé cómo llamarlo, en
una secuencia lateral de los hechos. ¿No fue
James quien definió los fantasmas como
«presencias perfectas»? La recuperación
de la palabra fantasma aplicada al contexto en que la usa Chejfec, seguramente
no hubiese desagradado al autor de Otra
vuelta de tuerca.
Hay también viaje en el espacio
combinado con el viaje temporal, y
así el recorrido por ese parque, el descubrimiento de sus zonas oscuras y de
sus zonas de recreo, de sus jaulas para
pájaros y sus personajes habituales, de
su lago…, le lleva a rememorar otros
parques, o mejor, otro parque, en este
caso europeo, alemán, al que se ha unido en su memoria alguna experiencia
significativa equivalente. A partir de esas
miradas y recuerdos, Chejfec construye
un personaje desdoblado del propio autor. No es el escritor quien se confiese
o autoanaliza, sino un autor posible que
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156
flirtea con su propia soledad en busca de
una identidad reconstruida sin censar.
Y ese autoanálisis, en el otro parque, el
evocado, le conduce a una visión de sí
mismo en un momento crucial que se
desliza con la suavidad de una confesión
efectuada en voz baja: a la orilla del lago,
con la libreta en la mano, repitiendo la
imagen manida, previsible de tantas y
tantas tardes en otros tantos lugares del
globo que, estando abiertos dan pie a la
intimidad, el bonaerense descubre que:
De tanto adoptar una actitud de escritor,
había terminado siéndolo; y ahora –en el
ahora brasileño–, en una especie de pánico retrospectivo me aterrorizaba que me
descubrieran, justamente cuando podía
considerar despejados casi todos los peligros
[...]; temía que alguien, pasando al lado
de mi cuaderno abierto, me desenmascara
como un simple y deliberado impostor.
No es una mala lección de humildad
la de quien cifra su supervivencia como
escritor a la superación del pánico ante
la impostura. La barrera entre lo ansiado y lo previsible es demasiado pequeña
para acertar siempre a fijarla con nitidez,
pero ese sigue siendo el reto de la escritura creativa. La renuncia a ese referente es
la puerta a lo que Chejfec teme mientras
abre su libreta en el parque y observa las
viejas barcas con forma de cisne atadas al
pontón. Sin quitar la mirada de las aguas
del estanque este libro es la respuesta a la
imprecación que encabezaba la primera
página: la proximidad de un aniversario
es buen momento para hacer balance entre lo obtenido y lo que ha quedado atrás.
Y es que ese aniversario es la medida del
tiempo, y el tiempo, inevitablemente, va
unido a la idea de final, de conclusión.
Construido sobre la doble base de una visión personal y de un trasfondo literario
maduro Mis dos mundos logra ese balance
de una vida captada a mitad de su recorrido, ese cuestionamiento melancólico de
las propias arenas movedizas sobre las que
se desplaza la figura del narrador, al tiempo que abunda en una singularidad de la
experiencia con pocas equivalencias en la
narrativa en castellano. En ese sentido,
la novela tiene un doble valor: su logro
narrativo y su denuncia, por omisión, de
las imposturas que dominan el mercado
narrativo global.
Paco Marín
Missa solemnis
Raúl Vallejo
Editorial Seix-Barral,
Ecuador, 2008, 128 págs.
¿Qué palabra se puede decir en
el sacrificio de un dios, cuando de su
muerte depende la salud del mundo?
Libros
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¿Qué palabra es la palabra necesaria
para un dios que se entrega al sacrificio
para salvarnos? ¿Qué podemos decirle
al que nos ha creado cuando lo matamos para poder seguir viviendo? ¿Qué
palabra si Él es la palabra? ¿No sólo le
robamos la vida, también le robamos lo
que es Él para poder justificar nuestro
acto?
La misa es el sacrificio, pero el sacrificio de la misa es el último privilegio
que tenemos los hombres para pronunciar las palabras primeras de nuestra
condición. El sacrificio repetido en
la misa es ya un símbolo, pero es un
símbolo que en cada consagración hace
de la fe la única salud del mundo. Es
un símbolo que regresa a este mundo
y lo vuelve todo poderoso… sólo con
la palabra y solo en la palabra. Justo en
la orilla de la repetición de un acto irrepetible, la palabra recibe la única razón
de su existencia: el sentido de recorrer
ese acto hasta el final para que el símbolo siga siendo símbolo y siga siendo
lo único real, lo único que no significa nada sino él mismo. Símbolo único que se significa a sí mismo, al que
nada ni nadie puede simbolizar, y que,
sin embargo, se difunde, se reproduce
infinitamente al volverse cuerpo de los
hombres.
En Missa solemnis, Raúl Vallejo recoge las palabras rituales de la misa y las
vuelve cuerpo. Si en la misa, las palabras se pronuncian con una legitimidad
precaria pero que es la única posible; en
el rito de Raúl Vallejo, las palabras son
el cuerpo de la fe de cada creyente y no
creyente. Dios en su muerte no sólo
es un concepto sublime, que violenta
todos los engranajes de la razón, de la
imaginación, del entendimiento y de
los sentidos; Dios en su muerte también
es la posibilidad de encontrar en la palabra el reverso de nuestro cuerpo para
acompañarlo a Él –»¡Sí, es azul! ¡Tiene
que ser azul!», dice otro poeta– en ese
acto insensato, en el acto más insensato
y el único donde puede estar el sentido. Las palabras de la misa son las palabras de los presentes en el rito; las de
Raúl Vallejo son nuestras palabras, para
entrar en un diálogo imposible pero
inevitable con el secreto de todos los
secretos: la inocencia de este mundo.
Para el creyente, las palabras de Missa
solemnis recuperan el poder que Cristo
les dio a los hombres en el momento de
escuchar el silencio del Padre y de decidir que su sacrificio debía continuar.
Para los no creyentes, las palabras de
Raúl Vallejo son la expresión desgarradora de una condición trágica; son la
sangre que corre en las venas trágicas de
la creación: ¿cómo podemos crear tanta
belleza y que tanta belleza sea tan frágil,
tan efímera, tan eterna y perecedera?
Missa solemnis tiene, sin duda, el
parentesco de la música; pero el «sin
duda» no es mío, no está escrito desde
«mi» sabiduría; el «sin duda» está escrito
desde la fuerza de las palabras mismas
que quieren reclamar ese parentesco…
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quizás porque la música sigue siendo
ese territorio incógnito donde desaparecen las huellas del sentido. ¿No será
que Él sólo ama la música? Y no la de
las esferas, sino la música de esa espera
de antemano frustrada que es la reconciliación con el silencio. ¿No será que
Él es ese silencio que está detrás de toda
música que reclama constantemente la
inocencia de este mundo?
Por eso Missa solemnis no es sólo el
rito de la misa, sino también todo el
recorrido del acontecimiento, de aquel
acontecimiento incomprensible y que
le ha querido dar un cuerpo a la historia. Raúl Vallejo también recoge las últimas palabras de Cristo y, como otros
poetas y otros músicos, indaga en su
sombra, porque en el cuerpo mismo de
las siete palabras nada hay que buscar.
Es en la sombra, es en el punto final
donde se confunden con los momentos
de la cicatriz donde caben nuevas palabras y nueva música: ¿qué puedo decir?
¿Qué puedo decir a parte de escuchar
«Las siete palabras de Cristo en la cruz»
traducidas por Haydn en dos cuartetos
de cuerdas que no tienen orillas, que
no tienen huellas, que sólo tienen cicatrices, que sólo tienen surcos, que sólo
tienen desgarraduras? Y luego, porque
el rito no termina ahí, luego está la
imagen de la madre al pie de la cruz, sí,
también estaba la madre, sí, la madre
sigue estando, y en su estar ahí, al pie
de la cruz, sigue emitiendo signos que
no podemos sino recoger y reinterpre-
tar. Madre abandonada por el hijo –por
el único hijo de Dios y de este mundo–, e hijo abandonado por el Padre…
momento en que estamos ante «la
eternidad suspendida del irremediable
mutismo de Dios». A esos abandonos
también muchos poetas les han querido dar palabras, y muchos músicos,
melodías. Y Raúl Vallejo les da palabras
y melodías. Aunque sea, como él dice,
«criatura de débil voz», las palabras y las
melodías se bastan solas, porque sólo
ellas saben arreglárselas con la muerte.
¿La muerte? ¿Palabras y melodías de
la vida? Raúl Vallejo ha producido en
«Stabat mater» un rosario de poemas
que supieron ganarse la complicidad
de la historia: en sus palabras y en sus
silencios melódicos, aparecen trágica,
conmovedoramente, todos los matices
de la tristeza de Pergolesi y toda la sabiduría terrenal de Rossini.
Y si la voz es «débil», la resurrección
es propia, justa, exacta como la exaltación del Aleluya. Aleluya, decimos con
el poema, Aleluya, sea lo que sea, ha
resucitado, y basta la imagen, más acá
o más allá de su realidad, para culminar
el testimonio. Aleluya, sí, hacia dentro
o hacia fuera, hacia la inmanente realidad del mundo o hacia su trascendencia, hacia el símbolo o hacia el mero
signo, Aleluya, porque la música y la
palabra siguen vivas.
Jorge Aguilar Mora
El valor de los derechos de autor
Manifiesto de CEDRO en su vigésimo aniversario
En el vigésimo aniversario de la creación de CEDRO, manifestamos que:
1. El trabajo de escritores, traductores y editores es una de las bases de la riqueza intelectual
de la sociedad.
2. La dignidad profesional de autores y editores tiene su fundamento en el Derecho de Autor.
Es legítima su aspiración a obtener una remuneración por el uso de sus obras, y a que su
trabajo creativo se respete y se proteja.
3. El acceso a la información y a la cultura no puede ni debe realizarse sacrificando los
derechos de autor.
4. Las obras de autores y editores constituyen un valor insustituible para la educación, la
formación permanente y la innovación en empresas, organismos públicos y centros
educativos.
5. El sector del libro y de las publicaciones periódicas tiene en España una relevancia
estratégica: contribuye de forma significativa al producto interior bruto, a la creación de puestos
de trabajo, a la mejora de la balanza comercial y a la generación en el extranjero de una
imagen positiva de nuestro país.
Por todo ello:
1. Reclamamos a los poderes públicos un decidido apoyo a los creadores de la cultura escrita y
una defensa enérgica y activa de sus derechos de autor, para alcanzar los mismos niveles de
respeto que existen en otros países europeos.
2. Demandamos el mantenimiento de la compensación para los autores y editores por la copia
privada de sus obras, que se lleva a cabo masiva e indiscriminadamente en una gran variedad
de aparatos y soportes.
3. Instamos a todos los centros de trabajo y de formación en los que se utilizan reproducciones
de libros y publicaciones periódicas mediante fotocopia o digitalización, a obtener la
autorización previa de los titulares de derechos, tal y como exige la ley, mediante una licencia
de reproducción de CEDRO.
4. Expresamos nuestro compromiso con el desarrollo educativo, científico y cultural español,
así como con el necesario progreso de las bibliotecas en nuestro país y con las políticas de
fomento de la lectura.
5. Manifestamos nuestra voluntad de continuar trabajando para consolidar e incrementar los
importantes logros obtenidos en los últimos veinte años en materia de reconocimiento de los
derechos de autor, de remuneración a autores y editores por la reproducción de sus obras, y de
educación a los jóvenes acerca del valor de la creación original, objetivos para los que pedimos
la comprensión y la colaboración de la sociedad.
Madrid, 1 de julio del 2008
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