¿Quién controla el poder militar?

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LA CONSTRUCCIÓN DE LA NACIÓN ARGENTINA
CAPÍTULO
EL ROL DE LAS FUERZAS ARMADAS
1862-1880 LA ORGANIZACIÓN NACIONAL
Y LA MODERNIZACIÓN
2
¿Quién controla el poder militar?
Disputas en torno a la formación del Estado en el siglo XIX
HILDA SABATO
1
UBA / CONICET
Introducción
En la historia del Estado en América Latina, el monopolio de la violencia por parte de un poder central se ha considerado un paso decisivo. La adquisición estatal del control efectivo del uso de la fuerza se ha analizado como un proceso acumulativo, que en varios casos sólo habría culminado hacia fines del siglo XIX, con el
fortalecimiento de las instituciones militares centralizadas en torno a un Ejército Nacional. La Argentina no ha
sido una excepción ni en su historia ni en su historiografía. Afirmación del Estado y conformación del Ejército se
han considerado como procesos graduales estrechamente entrelazados, que habrían culminado hacia 1880 con
la disolución de las milicias provinciales y la definitiva subordinación de la Guardia Nacional.
Dentro de estos marcos interpretativos, la atención de los estudiosos estuvo dirigida al Ejército como
institución. En cambio, se prestó escasa atención a otras formas de organización militar, en particular a las milicias, pues se entendía que su vigencia conspiraba contra el proceso progresivo de consolidación estatal. Para la
segunda mitad del siglo XIX, éstas aparecían como fuerzas subordinadas y destinadas inexorablemente a debilitarse; es decir, residuales. En los últimos años, esta tendencia se ha comenzado a revertir, dando lugar a una creciente producción sobre ése y otros aspectos del pasado militar, que ha servido de inspiración para estas páginas.2
En ellas, me referiré primero a las formas de organización militar en la Argentina del siglo XIX, en particular a
partir de la sanción de la Constitución de 1853, y a su relación con el proceso de formación del Estado nacional.
A continuación, exploro las diversas concepciones vigentes en el período acerca del uso de la fuerza y la naturaleza del poder estatal, las disputas generadas en torno a esa cuestión a partir de luchas políticas y guerras internas y externas, y las transformaciones que fueron teniendo lugar en materia militar hasta finales de ese siglo.
Ejército profesional y milicia
La organización militar en la Argentina de esos años fue consagrada por la Constitución de 1853 y
reglamentada por leyes y decretos posteriores. Se apoyaba sobre dos pilares principales: el ejército de línea y la
Guardia Nacional, que juntos componían el Ejército Nacional. El primero era de índole profesional y operaba bajo
la comandancia suprema del presidente de la República. La Guardia, en cambio, reclutaba ciudadanos y aunque
en última instancia debía responder al mismo comando nacional, estuvo en general controlada por los gobiernos
1
Centurión, Emilio. Almirante Guillermo Brown. Óleo, 178 x 156 cm.
2
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (Programa PEHESA del Instituto Ravignani) y CONICET.
Existe una amplia bibliografía sobre estos temas referida a diferentes países de América (del Norte y del Sur) así como del resto del mundo.
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CAPÍTULO 2 / 1862-1880 LA ORGANIZACIÓN NACIONAL Y LA MODERNIZACIÓN
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provinciales. Ambas instituciones tenían funciones diferentes y, sobre todo, representaban dos formas distintas
de entender el poder de coerción del Estado.
Esta dicotomía no era una novedad argentina ni latinoamericana. La convicción de que la defensa de
la República tanto de los enemigos externos como internos correspondía a los propios ciudadanos, y que encomendarla a un ejército profesional abría las puertas a la corrupción y la tiranía se remonta a las repúblicas clásicas. Ese principio, sin embargo, se vio con frecuencia impugnado por quienes sostuvieron la conveniencia y mayor
eficiencia de contar con profesionales para la guerra. Esta diferencia de criterios abrió paso al ensayo de distintas soluciones. En nuestras tierras, en el siglo XIX se recurrió a una combinación de los dos sistemas –cuerpos regulares y milicias–, lo que dio lugar a una coexistencia generalmente conflictiva. Sólo a fines del siglo, el predominio de las posturas centralistas llevó a privilegiar el fortalecimiento de los primeros en detrimento de las segundas, para asegurar así el monopolio estatal del uso de la fuerza.
En Hispanoamérica, la institución de la milicia se remonta a los tiempos de la colonia, cuando la
Corona española, que mantenía fuerzas regulares en sus territorios, también fomentó la creación de batallones
integrados por los habitantes de cada lugar para la defensa local. En el Río de la Plata, estas milicias se organizaron de manera más sistemática a partir de 1801, cuando se estableció que todos los varones adultos con domicilio establecido, debían integrarlas. Apenas unos años más tarde, en 1806 y 1807, sus batallones –engrosados por
miles de voluntarios– jugaron un papel clave en la derrota de los ingleses en su intento de ocupar Buenos Aires.3
Las milicias habían llegado para quedarse. Su presencia resultó clave durante la Revolución de Mayo
y a partir de entonces quedarían asociadas a la aventura que se iniciaba, la de la ruptura del orden colonial y de
construcción de formas republicanas de gobierno. Por entonces, la institución pasó a considerarse un pilar de la
comunidad política fundada sobre la soberanía popular.4 Y si bien después de la Revolución, las necesidades que
impuso la guerra llevaron a privilegiar la formación de cuerpos profesionales, algo más tarde las milicias fueron
reapareciendo tanto en Buenos Aires como en otras ciudades del antiguo virreinato y fueron reguladas por el
Reglamento Provisorio de 1817, dictado por el Congreso de las Provincias Unidas. Cuando en 1820 cayó el gobierno
central, las provincias mantuvieron el sistema de milicias ajustado a las disposiciones de aquel reglamento.
Después de Caseros, y del dictado de la Constitución en 1853 que organizó la República, el gobierno
de la Confederación Argentina intentó nuevamente la creación de Fuerzas Armadas a escala nacional, a las cuales debían contribuir todas las provincias. Se estableció así la formación de un Ejército Nacional integrado por el
ejército de línea, de carácter profesional; las milicias provinciales, para garantizar el orden local, y una nueva institución, la Guardia Nacional, sobre el principio de la ciudadanía en armas. La creación de ésta daba carácter
nacional a una institución que, como la milicia, había sido hasta entonces netamente local. De acuerdo con la
nueva legislación, de 1854: “Todo ciudadano de la Confederación Argentina desde la edad de 17 años hasta los
60 está obligado a ser miembro de alguno de los cuerpos de Guardias Nacionales”.5 Aunque la organización de
esos cuerpos quedaba a cargo de los gobiernos provinciales, dependían del poder central y, como fuerzas de
reserva, debían auxiliar al ejército de línea cuando les fuera requerido por las autoridades nacionales. Sin embargo,
con frecuencia las provincias manejaron esos recursos militares con bastante autonomía.6
Las fuerzas regulares también tenían su historia. Como hemos dicho, las hubo durante la colonia, las
guerras de independencia y después. En la década de 1850, el presidente Urquiza propuso un ejército para la
Confederación, pero apenas contó con el que había formado en Entre Ríos para dotar sus filas. Y cuando
Bartolomé Mitre llegó a la presidencia de la República en 1862, hizo algo parecido: a partir de la estructura militar de Buenos Aires sentó las bases del ejército de línea. En las décadas siguientes, ese nuevo ejército, ampliado
para incorporar reclutas y oficiales de diferentes lugares del país, actuó en distintos frentes, desde la defensa de
las fronteras y la represión de levantamientos armados contra el poder central, hasta la Guerra de la Triple
Alianza contra el Paraguay y la campaña de ocupación de la Patagonia y el Chaco. Desde el gobierno nacional se
hicieron esfuerzos por reglamentar la carrera militar y formar a los oficiales, así como por dotar de recursos y
equipar a las fuerzas. Hacia 1880, este ejército contaba con una tropa regular de cerca de 10.000 hombres, con
una estructura jerárquica establecida, con una organización que cubría todo el territorio, y con equipamiento a
la altura de los tiempos.7
En casi todas las instancias en que intervino el ejército de línea, también lo hizo la Guardia Nacional.
Pero la coexistencia entre ambas instituciones no fue fácil, pues si bien cada una de ellas tenía fines específicos
definidos por la legislación, en la práctica éstas se superponían. Representaban, además, dos modelos diferentes
de organización militar –en términos de su composición, estructura y funcionamiento– y de concebir la defensa
y el poder del Estado. Esta convivencia perduró, con algunos cambios, hasta finales de siglo cuando se instauró
un tercer modelo (inicialmente esbozado en las leyes de 1894 y de 1895, y más tarde confirmado por la ley de 1901)
basado en la conscripción obligatoria para el reclutamiento de soldados, bajo el mando de oficiales y suboficiales
profesionales.
3
4
5
6
Tulio Halperin Donghi, Revolución y guerra. Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla, Buenos Aires, Siglo XXI, 1972; y
“Militarización revolucionaria en Buenos Aires, 1806-1815”, en Tulio Halperin Donghi (comp.), El ocaso del orden colonial en
Hispanoamérica, Buenos Aires, Sudamericana, 1978; Gabriel Di Meglio, “Milicia y política en la ciudad de Buenos Aires durante la
Guerra de Independencia, 1810-1820”, en Manuel Chust y Juan Marchena (eds.), Las armas de la nación. Independencia y ciudadanía en Hispanoamérica (1750-1859), Madrid, Iberoamericana, 2007; y ¡Viva el pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política
entre la revolución y el rosismo, Buenos Aires, Prometeo, 2007; Carlos Cansanello, De súbditos a ciudadanos. Ensayo sobre las libertades en los orígenes republicanos. Buenos Aires, 1810-1852, Buenos Aires, Imago Mundi, 2003.
Los ejemplos de Estados Unidos y Francia fueron importantes en ese sentido. El derecho del ciudadano a portar armas en defensa de
su patria fue uno de los pilares del modelo político anglosajón, incorporado a la constitución de los Estados Unidos en su segunda
enmienda. En la Francia revolucionaria, la Guardia Nacional se consideró “la soberanía nacional en acto, la expresión visible y armada de la nueva fuerza opuesta al absolutismo real” y se asoció con la ciudadanía. Existe abundante bibliografía sobre estos casos.
Véanse, entre otros, Edmund Morgan, Inventing the People. The Rise of Popular Sovereignty in England and America, Nueva York y
Londres, Norton, 1988; y Pierre Rosanvallon, Le sacré du citoyen, París, Gallimard, 1992.
Registro Oficial de la República Argentina, tomo III, 1883, p. 109.
Flavia Macías, “De ‘cívicos’ a ‘guardias nacionales’. Un análisis del componente militar en el proceso de construcción de la ciudadanía. Tucumán, 1840-1860”, en Manuel Chust y Juan Marchena (eds.), Las armas de la nación. Independencia y ciudadanía en
Hispanoamérica (1750-1859), Madrid, Iberoamericana, 2007. El artículo 67º, inciso 24, de la Constitución Nacional de 1853 establecía entre las facultades del Congreso Nacional: “Autorizar la reunión de la milicia de todas las provincias o parte de ellas, cuando lo
La Guardia Nacional
En el diseño institucional del Ejército Nacional la existencia de una fuerza profesional se combinaba,
entonces, con una reserva que si bien debía responder al mismo comando, en la práctica estaba descentralizada:
la Guardia Nacional. Ésta representaba, además, la “ciudadanía en armas” y ocupaba un lugar material y simbólico diferente al del ejército de línea. Por una parte, la Guardia se consideró un espacio legítimo de participación
ciudadana y se convirtió en un actor político fundamental. Las redes militares y políticas tejidas en torno a ella
jugaron papeles destacados en las luchas por el poder, tanto en tiempos electorales como de revolución. Por otra
parte, desde el punto de vista simbólico, las milicias figuraron desde muy temprano en el discurso patriótico
argentino. La actuación de los regimientos coloniales de Buenos Aires contra los ingleses primero y algo más
tarde en la Revolución de Mayo se convirtió en una referencia mítica en la historia de la República. La “virtuosa
milicia” estaba integrada por ciudadanos libres con la obligación de portar armas en defensa de su patria, una
obligación que era a su vez un derecho, un deber y hasta un privilegio. Tal fue la retórica oficial en torno a las
milicias y más tarde a la Guardia Nacional, pero ella también formó parte del imaginario colectivo de amplios sectores de la población que se identificaban con el papel del ciudadano armado y conocían las diferencias simbólicas y prácticas entre esa figura y la del soldado de línea.8
Así, mientras la figura del soldado profesional y pago se asociaba con frecuencia a la del mercenario, la del miliciano, en cambio, portaba el aura del ciudadano. A esa distinción clásica de resonancias republicanas, se sumaba una connotación de índole social o sociocultural. El soldado profesional se asimilaba al pobre que
7
8
exija [la] ejecución de las leyes de la Nación, ó sea necesario contener insurrecciones ó repeler invasiones. Disponer la organización,
armamento y disciplina de dichas milicias y la administración y gobierno de la parte de ellas que estuviese empleada en servicio de la
Nación, dejando á las provincias el nombramiento de sus correspondientes jefes y oficiales y el cuidado de establecer en su respectiva milicia la disciplina prescripta por el Congreso”.
Oscar Oszlak, La formación del Estado argentino. Orden, progreso y organización nacional, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982,
caps. 1 y 2. Entre 1863 y 1881 el ejército regular se componía de doce batallones de infantería, doce regimientos de caballería y tres
unidades de artillería (Comando en Jefe del Ejército, Reseña histórica y orgánica del Ejército Argentino, Buenos Aires, Círculo Militar, 1971).
Hilda Sabato, La política en las calles. Entre el voto y la movilización. Buenos Aires, 1862-1880, Buenos Aires, Sudamericana, 1998 (2ª
edición, 2004); “El ciudadano en armas: violencia política en Buenos Aires (1852-1890)”, en Entrepasados, Nº 23, Buenos Aires, 2002;
“Milicias, ciudadanía y revolución: el ocaso de una tradición política. Argentina, 1880”, en Ayer. Revista de Historia Contemporánea,
Nº 70, Madrid, 2008.
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CAPÍTULO 2 / 1862-1880 LA ORGANIZACIÓN NACIONAL Y LA MODERNIZACIÓN
HILDA SABATO - ¿Quién controla el poder militar? Disputas en torno a la formación del Estado en el siglo XIX
se alistaba porque no tenía otro medio posible de vida o, aun peor, al delincuente, “vago y malentretenido” –en
los términos de la época– reclutado por la fuerza, “destinado”. Milicianos eran, en cambio, todos los ciudadanos,
lo que jerarquizaba en principio a la propia fuerza y a sus integrantes. La ley también fijaba diferentes derechos
y obligaciones.
Estas diferencias en varios planos no necesariamente se correspondían con clivajes efectivos. En términos de su composición social, las milicias también reclutaban mayoritariamente, aunque no de manera exclusiva,
a varones provenientes de las capas populares de la población. Sus derechos eran con frecuencia violados. La arbitrariedad en el reclutamiento, la falta de paga, el servicio extendido mucho más allá de los plazos estipulados,
las privaciones materiales, los castigos físicos y el traslado fuera de la región daban lugar a protestas personales
y motines colectivos. Inspiraron, además, toda una literatura de denuncia de las iniquidades del “contingente” y, en
particular, del servicio de frontera. En cuanto a sus funciones, con mucha frecuencia se superponían con las de los
soldados y entonces era difícil distinguir entre una y otra fuerza.
Aun así, Guardia Nacional y ejército de línea respondían a principios diferentes, que resultaban claros
para los contemporáneos. Quienes defendían a los milicianos de los abusos del sistema, lo hacían señalando la
violación de los principios sobre los cuales éste debía fundarse. Por su parte, la retórica de la ciudadanía en armas
cumplía un papel importante en la vida política, y las milicias funcionaban, además, como redes concretas de organización política. Y sobre todo, eran una fuerza parcialmente descentralizada, que fragmentaba el poder militar.
En suma, durante buena parte del siglo XIX las fuerzas militares fueron parte de la vida civil y política argentina y no funcionaron como un estamento diferenciado del resto de la población. Sus jefes, aun en el
caso de los oficiales de carrera profesionales del ejército de línea, estaban asociados a otras actividades y se reconocían en ellas. La identificación corporativa del “militar”, tan habitual en el siglo XX, resultó –por lo tanto– de
un desenvolvimiento posterior.
Jefes militares
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La combinación de diferencias y superposiciones manifiesta en las funciones del ejército de línea y de
la Guardia Nacional, también era visible en la organización de sus mandos. Sólo en la década de 1870, durante
la presidencia de Sarmiento, se crearon instituciones destinadas a dar una formación sistemática a los oficiales
militares: el Colegio Militar y la Escuela Naval. Por lo tanto, durante el período que nos ocupa, los jefes surgieron
de la llamada “carrera de las armas”, de carácter práctica y política. Así, la formación del ejército de línea en tiempos
de Mitre se hizo, como ya señalamos, sobre la base de la Guardia Nacional de Buenos Aires, y sus jefes y oficiales
surgieron de allí. A ese conjunto, se agregaron luego otros oficiales, confirmados en la acción, tanto en el frente
interno como en la frontera y sobre todo, en la guerra contra el Paraguay.9
En cuanto a la Guardia Nacional, los perfiles no eran demasiado diferentes, ya que si bien no había
una carrera formal equivalente a la del Ejército, los que fungían como comandantes fueron, con frecuencia, figuras
civiles pero con trayectoria práctica en el campo de la acción guerrera y muchas veces, con grado en el Ejército.
Tanto en una como en otra institución, los jefes operaban en medio de una trama de relaciones y solidaridades
horizontales y verticales que se desarrollaban a partir de la propia acción militar y política y que alimentaban el
espíritu de cuerpo, dando prestigio a algunos de sus jefes por sobre otros y estableciendo vínculos entre oficiales
que favorecían el reconocimiento corporativo. Éste no era, sin embargo, excluyente.
En efecto, la mayoría de estos jefes y oficiales tenían, además de su historia militar, actuación política
y pública, como hombres de partido, legisladores y periodistas, entre otros. Por lo tanto, identificarlos –como se
ha hecho con frecuencia– simplemente como “militares” puede dar lugar a confusiones y anacronismos. En efecto,
los alcances y límites de esa profesión estaban todavía en definición. Pues si bien existía una carrera posible en el
Ejército y en la Guardia Nacional, más que de una formación profesional sistemática o de un escalafón jerárquico
estricto, ésta dependía sobre todo de la actuación en el campo de batalla y de las conexiones y lealtades políticopartidarias. Esa carrera no era, por otra parte, incompatible con otras “profesiones”.
Esta situación puede, quizá, explicar otro rasgo común a muchos de los jefes: su identificación con la
fuerza no era corporativa y podía quedar subordinada a otras identidades. Así, por entonces nadie se sorprendía
frente a alineamientos fundados sobre identidades y lealtades políticas (y aun personales) que tenían precedente
sobre la carrera militar. Al mismo tiempo, y aunque pueda parecer paradójico, aquéllas con frecuencia se forjaban
o se fortalecían en el seno mismo de las instituciones armadas, pues el Ejército y la Guardia constituyeron espacios
de sociabilidad donde se construían y reproducían redes políticas.10
Ejército Nacional
Si hasta aquí hemos considerado a la Guardia y el ejército de línea como instituciones que tenían sus
propias lógicas de organización y funcionamiento, en las páginas que siguen atenderemos a su actuación en los
marcos de un único Ejército Nacional. En los años de la llamada “organización nacional”, éste se desempeñó principalmente en tres frentes: interior, exterior y de frontera, y consumió parte importante del presupuesto del
gobierno nacional. En efecto, los gastos en el rubro “Guerra y Marina” superaron el 50% del total en los años de
mayor actividad de la década de 1860; bajaron para estacionarse en torno al 40% en la siguiente; después de un
pico del 47% en 1880, volvieron a disminuir a porcentajes en torno al 25% en el resto de esa década y aun más
en la siguiente.11
En el primer frente, el interno, las disputas políticas incluyeron el despliegue de la fuerza como una
herramienta recurrente, pues la violencia (en ciertos formatos y con ciertas reglas) ocupaba un lugar aceptado en
la vida política del período. En ese marco, se observa que el derecho del ciudadano a resistir el despotismo fundamentó muchas de las luchas del siglo XIX: según una concepción muy difundida en la época, cuando los gobernantes abusaban del poder, el pueblo (los ciudadanos) tenía no sólo el derecho sino la obligación, el deber cívico, de hacer uso de la fuerza para restaurar las libertades perdidas y el orden originario presumiblemente violado. La mayor parte de las revoluciones de esas décadas se sostuvieron sobre esos principios.12 Así, el cargo de
“despotismo” o “tiranía” fue usado por quienes por diversas razones (no siempre adjudicables a comportamientos efectivamente “despóticos”) estaban disconformes con el gobierno local o nacional de turno y entendían que
podían (y debían) actuar en consecuencia por la vía armada. Según esa visión, correspondía a las milicias y la
Guardia Nacional un rol fundamental pues representaban a la ciudadanía en armas, rol que no dudaron en asumir en levantamientos y revoluciones. Por su parte, si bien al ejército de línea le cabía en cambio el papel de brazo
armado del gobierno nacional, con frecuencia parte de sus efectivos figuraron entre las fuerzas que se levantaban contra el orden imperante.
Así ocurrió en muchos de los levantamientos de la década de 1860, donde las “montoneras” funcionaron como milicias y fueron encabezadas por quienes habían sido (y a veces seguían siendo) comandantes de
Guardias Nacionales y donde oficiales del ejército de línea podían aparecer en uno y otro lado de la trinchera,
según alineamientos regionales de complicada geografía. Esos enfrentamientos muchas veces se interpretaron
como conflictos entre un Estado central y fuerzas que se oponían a su creciente poder. La historiografía reciente, sin embargo, analiza estas guerras en términos más complejos, ya que las alianzas políticas entre dirigentes
provinciales, regionales y “nacionales” muestran un escenario que no puede reducirse apenas a dos términos contrapuestos. En dicho escenario, el Ejército Nacional estaba atravesado por brechas político-militares: no sólo la
Guardia no respondía necesariamente al mando central y dependía de los alineamientos provinciales y regionales, sino que aun el ejército de línea, supuestamente bajo el comando del Presidente, muchas veces se encontraba partido por rivalidades entre jefes que a su vez tenían lealtades previas a las que debían al Estado nacional.13
11
12
13
9
10
Tulio Halperin Donghi, Proyecto y construcción de una nación (Argentina 1846-1880), Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1980; Oscar
Oszlak, op. cit.
Hilda Sabato, Buenos Aires en armas. La revolución de 1880, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.
Oscar Oszlak, op. cit., pp. 112-114.
Esta concepción –que reconocía también sus variantes– estaba en sintonía con algunos de los lenguajes políticos que circularon en
Hispanoamérica del siglo XIX; se vinculaba con viejas convicciones pactistas y de cuño iusnaturalista a la vez que se realimentaba en
nuevas combinaciones con motivos provenientes de las matrices liberal y republicana. Y se articulaba con otros conceptos clave como
los de representación y opinión pública (Elías Palti, El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007).
Existe una abundante bibliografía sobre estos conflictos. Entre los más recientes, que han inspirado estas reflexiones, véanse en especial María Celia Bravo, “La política ‘armada’ en el norte argentino. El proceso de renovación de la elite política tucumana”, en Hilda
Sabato y Alberto Lettieri (comps.), La vida política en la Argentina del siglo XIX. Armas, votos y voces, Buenos Aires, FCE, 2003; Tulio
Halperin Donghi, Proyecto y construcción..., op. cit.; Gustavo Paz, “El gobierno de los ‘conspicuos’: familia y poder en Jujuy, 18531875”, en Hilda Sabato y Alberto Lettieri (comps.), op. cit.; y los textos reunidos en Beatriz Bragoni y Eduardo Míguez (comps.), Un
nuevo orden político. Provincias y Estado Nacional, 1852-1880, Buenos Aires, Biblos, en prensa.
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En el frente externo, el principal conflicto fue, como sabemos, la Guerra de la Triple Alianza contra
el Paraguay. La Argentina movilizó para la ocasión su ejército de línea, que al comenzar la contienda tenía unos
6.500 hombres, a la vez que convocó a una parte de la Guardia Nacional hasta completar unos 25.000 hombres
en total. Las tropas argentinas tuvieron su compromiso más fuerte en los primeros años ya que, hacia el final,
sólo quedaban unos 4.000 efectivos en ese frente. La guerra fue larga, costosa en hombres y recursos, y muy controvertida desde el principio. Si bien el gobierno de Mitre inicialmente recibió apoyos de diferentes sectores,
incluso de quienes en Buenos Aires se presentaron entusiasmados como voluntarios, también encontró resistencias fuertes que, a medida que el gobierno nacional presionaba por reclutar, se convirtieron en rebelión activa
en distintos lugares del país. Guardias nacionales de varias provincias se opusieron por fuerza a la movilización y
parte de los efectivos de línea y guardias de otras provincias fueron asignados a reprimir esas resistencias.
Mientras tanto, en el frente paraguayo la situación era muy difícil, y si bien a la larga los aliados salieron triunfantes militarmente, los costos humanos y materiales fueron altísimos.
Desde el punto de vista militar, sin embargo, los historiadores han coincidido en señalar que la guerra fortaleció al Ejército Nacional como institución y en consecuencia, contribuyó a consolidar el Estado. Al transformar un conflicto que inicialmente era de índole partidaria en un enfrentamiento entre naciones, la guerra
generó nuevas alianzas y lealtades no sólo entre la oficialidad sino aun entre la tropa. También, al poner a prueba el aparato militar en una contienda de envergadura, fortaleció las relaciones de mando y obediencia, redibujó jerarquías, y creó nuevos liderazgos internos. Finalmente, la represión de los rebeldes contribuyó a debilitar en
gran medida la capacidad de resistencia de las fuerzas de varias provincias, en especial en las regiones del NOA
y del Litoral.14
Desde el punto de vista político, por su parte, si bien Mitre y su partido quedaron muy golpeados por
las vicisitudes de la guerra y por las críticas que despertó su accionar, el alineamiento del gran líder federal
Urquiza con el gobierno nacional abrió paso a una nueva etapa política. La presidencia de Sarmiento fue, en ese
sentido, un momento clave, no sólo porque su candidatura se desmarcó de los clivajes tradicionales entre liberales y federales, sino porque, además, una vez en el poder se ocupó de tomar medidas destinadas a modificar la
organización militar vigente en pos de una mayor centralización y del reforzamiento y la jerarquización del ejército de línea. En consonancia con ello, buscó debilitar la autonomía con que las autoridades provinciales manejaban la Guardia Nacional y afirmar su subordinación al poder central.
El tercer terreno de acción fue la frontera con las sociedades indígenas. La existencia de territorios
de contacto y de disputa con diferentes naciones indígenas venía de larga data. En las décadas que nos ocupan,
el gobierno central y los de provincia continuaron manteniendo fronteras móviles con dichas naciones, y relaciones que alternaban la negociación y la confrontación. Dentro del amplio espectro de acciones que los gobiernos
desplegaban en ese sentido, las militares eran recurrentes. Para operar en ese terreno, recurrían tanto a fuerzas
del ejército de línea como de la Guardia; estas últimas inicialmente correspondían a las provincias con frontera
en disputa, pero a partir de 1870 se dispuso que todas las provincias tendrían que contribuir a ese esfuerzo.
Hemos mencionado ya las resistencias y las protestas que hubo en torno a la movilización de milicias en la frontera y a los abusos a que dio lugar ese sistema, que fue materia de controversia política permanente. Más que
detallar esas fricciones me interesa, en cambio, marcar un punto de inflexión en la política fronteriza: la que tuvo
lugar con la decisión de ocupar militarmente los territorios de la Patagonia y el Chaco.
La campaña de ocupación implicó un importante cambio en la política hacia las sociedades indígenas, por parte de un gobierno que buscaba fortalecer el poder central, controlar efectivamente el territorio que
consideraba bajo su soberanía y reducir a la obediencia a quienes se opusieran a la potestad estatal. El presidente Avellaneda estuvo dispuesto a otorgar al Ejército Nacional la dosis de poder necesaria para alcanzar esos objetivos, un ejército más centralizado, modernizado y disciplinado que el de las décadas anteriores. A su vez, esa
guerra colocó a la institución en un lugar de gran visibilidad, y el éxito obtenido (en relación con los objetivos
planteados) le dio prestigio no sólo a la fuerza sino también a sus jefes, en especial a Julio Roca, quien a pesar
de su alto perfil profesional, operó también, y muy activamente, en el terreno político y pronto se lanzó a la candidatura presidencial.
Frente a ese Ejército aparentemente cohesionado luego de la llamada “Campaña del Desierto”
podría pensarse que los días de la fragmentación militar habían terminado. Sin embargo, como veremos, la
modernización no alcanzó para acabar con los conflictos que involucraban tanto disputas partidarias como principios políticos. Así, poco después se desató una contienda que mostró hasta qué punto aquella fragmentación
seguía vigente.
14
Tulio Halperin Donghi, Proyecto y construcción..., op. cit.; Oscar Oszlak, op. cit.
La revolución de 1880
En el año 1880 los argentinos debían elegir presidente de la República. Luego de varios meses de discusiones y negociaciones en torno a las candidaturas, dos nombres quedaron en firme: los de Julio A. Roca, ministro de Guerra, y Carlos Tejedor, gobernador de la provincia de Buenos Aires. La disputa que siguió involucró no
sólo las movilizaciones habituales en tiempos de elección, sino también conflictos violentos en varios lugares del
país y una última confrontación armada en Buenos Aires.
A poco de iniciada la carrera electoral, Tejedor anunció que su provincia no aceptaría la imposición
de una candidatura “gubernativa” y que iniciaría la “resistencia”. Convocó, entonces, a la Guardia Nacional a
ejercicios doctrinales. El gobierno nacional, en la persona de su ministro del Interior, Domingo F. Sarmiento, respondió de inmediato: las provincias no tenían potestad para movilizar la Guardia, que reclutaba ciudadanos pero
servía de reserva a las fuerzas regulares y debía responder a éstas. El gobernador, sin embargo, insistió en sus prerrogativas y decidió, además, apelar a la población civil para que se nucleara en torno de cuerpos de voluntarios,
según el viejo modelo de las milicias.
El gobierno nacional, en cambio, volvió a reclamar para sí el monopolio de la fuerza, tomando la iniciativa de elevar un proyecto de ley al Congreso referido a la Guardia Nacional. Allí se establecía que ésta “no
podrá ser convocada por las autoridades provinciales, ni aún para ejercicios doctrinales, sino por orden del P. E.
de la Nación” y se ordenaba licenciar inmediatamente todos los batallones provinciales. En el gabinete hubo desacuerdos, pero de todas maneras, el proyecto pasó al Congreso, con un mensaje presidencial donde se afirmaba
que el régimen federal no admitía otras fuerzas que no fueran las de la Nación. También en la Legislatura de
Buenos Aires se trató un proyecto en el mismo sentido.15
Se pusieron así en escena diferentes concepciones acerca de la organización y el control sobre los
recursos militares y del papel que el Estado nacional y las provincias debían tener en relación con el uso legítimo
de la fuerza. La posición del presidente Avellaneda y del candidato Roca se fundaba sobre una concepción fuertemente centralista en la materia. Los rebeldes porteños, en cambio, se oponían a la concentración del poder de
fuego en el ejército profesional y abogaban por una distribución de ese poder entre éste y las milicias, institución que representaba a la vez a las autonomías provinciales y a la ciudadanía en armas. Esta postura no sólo era
sostenida por Tejedor y sus amigos políticos, sino también por muchos de sus adversarios que, como Leandro
Alem, si bien se opusieron a la rebelión encabezada por el gobernador, no coincidían con los centralizadores en
que la convocatoria a la Guardia fuera prerrogativa del gobierno nacional.
Finalmente, los proyectos centralistas no fueron aprobados ni en la Legislatura de la provincia ni en el
Congreso. Y si en ambos casos sus miembros introdujeron medidas para frenar a Tejedor y la revolución en Buenos
Aires, no estuvieron dispuestos, en cambio, a suscribir la doctrina del Ejecutivo Nacional que retaceaba la potestad
de las provincias y sus gobernadores en relación con las milicias.
Todas estas discusiones revelan que hacia 1880 no había consenso respecto a la completa centralización del poder militar en manos del gobierno nacional. La controversia se dio sobre todo en relación con el grado
de control que las autoridades de provincia debían tener sobre la Guardia Nacional, pero remitía a una cuestión
más amplia acerca de cómo concebir el poder del Estado. Finalmente, esta controversia no se dirimió a través de
las palabras, sino de las armas.
Poco tiempo después de la sanción de esas leyes, los rebeldes porteños movilizaron de todas maneras la Guardia Nacional de la provincia y los batallones voluntarios de milicias. Contaron para ello no sólo con el
apoyo creciente de la población de Buenos Aires sino con la colaboración de varios prestigiosos oficiales del ejército de línea. Si bien ellos habían participado de campañas militares encabezadas por el propio Roca, en esta ocasión pidieron la baja de la institución para poder liderar las tropas porteñas en su resistencia a la “imposición”
15
Hilda Sabato, “Milicias, ciudadanía y revolución...”, op. cit.; Buenos Aires en armas..., op. cit
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LA CONSTRUCCIÓN DE LA NACIÓN ARGENTINA. EL ROL DE LAS FUERZAS ARMADAS
de la candidatura del General apoyada por el gobierno nacional. Éste, por su parte, preparó su defensa convocando a los regimientos de línea y a la Guardia de varias provincias, los que en junio de 1880 se impusieron a los
revolucionarios en sangrientos combates a las puertas de la ciudad. A esa derrota militar siguió la derrota política,
con consecuencias de largo plazo para la organización de la República. Entre las primeras medidas adoptadas por
el flamante gobierno del presidente Roca estuvo la ley promulgada el 20 de octubre de 1880 que prohibió “a las
autoridades provinciales formar cuerpos militares bajo cualquier denominación que sea”.
Modelos
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Así terminaba una larga historia de ambigüedades y controversias en torno a la organización militar
y al control del uso legítimo de la fuerza. Aunque después de ese año de 1880 hubo otras revoluciones y la
Guardia Nacional, en varios casos, volvió a actuar con autonomía del centro, el criterio dominante a partir de
entonces privilegió la concentración efectiva del poder militar. Durante décadas, ese modelo había competido en
desventaja con uno diferente, que pretendía un sistema menos vertical y más fragmentado, en el que ese poder
fuera compartido entre el gobierno nacional y los provinciales. El primero implicaba el fortalecimiento del ejército de línea, formado por soldados profesionales, mientras que el segundo insistía en la necesidad de preservar
la institución de la milicia basada en el principio de la ciudadanía armada. Si bien resulta sin duda excesivo ver
en las propuestas que se enfrentaron en el año 1880 la expresión de dos modelos alternativos de Estado y de
república, lo cierto es que pusieron de manifiesto que había maneras diferentes de pensar la defensa, el uso de
la fuerza y la concentración del poder de coerción.16 También, el lugar de los ciudadanos en la vida política. El
desenlace del año 1880 resultó en el predominio de una sobre otra. No se trató, sin embargo, del resultado lineal
de un proceso progresivo de formación del Estado, sino del triunfo de un tipo de Estado y de un estilo de república por sobre otros posibles, que estuvieron en juego durante varias décadas.
Esa afirmación estatal encontró todavía impugnaciones en las décadas finales del siglo, que si no
pudieron poner en jaque la preponderancia ya establecida del gobierno central en materia militar, generaron
enfrentamientos y perturbaciones no siempre fáciles de controlar. La solución definitiva ocurrió poco después, a
partir de la modificación radical del sistema en su conjunto. La instauración del servicio militar obligatorio y la
constitución de un ejército con mandos profesionales y tropa de reclutas fueron las bases de un nuevo modelo
de defensa que regiría en la Argentina durante casi todo el siglo XX.
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16
Sobre este punto resulta sugerente el análisis sobre el caso norteamericano realizado en Daniel H. Deudney, “The Philadelphian
System: Sovereignty, Arms Control, and Balance of Power in the American States-Union, circa 1787-1861”, en International Organization,
año 49, Nº 2, primavera de 1995.
CAPÍTULO 2 / 1862-1880 LA ORGANIZACIÓN NACIONAL Y LA MODERNIZACIÓN
HILDA SABATO - ¿Quién controla el poder militar? Disputas en torno a la formación del Estado en el siglo XIX
DEUDNEY, Daniel H., “The Philadelphian System: Sovereignty, Arms Control, and Balance of Power in the American
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(*) Existe edición en castellano.
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