La c É en Sefilla - Hemeroteca Digital

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Afio XIV-Madria-Mm. 4.884
ADUXNIBTaADOB
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£1 pago adelantado
DJ Fernando Franco
liadrld, mea. UNA. PESETA.—ProTincia», trimaitre, CINCO. — AotiUai espa&olai y nacionei
fírmantei dal tratado postal, triioettra, DIRZ. —
Portugal. triint',<<;tre, OUílO.—Kn ioi demái paliel
tfimeitra, QUINCE.
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Se Busorlbe en la ^droíiiiílraclón. Al.MUDK^
NA, 2, y en la tlonda fj-.j.flería HIGlM-lFK, Sati»
Ua, U.~Lof auuiiciot se reuibeu onJlauAdmioiatra<'
ción, de 10 de la uin{ittnt<. i 6 da ta tarda, y ea U
Impreata, de 10 á l'¿ de U uocho.
2 5 ejemplares 7 5 cénttmof
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ES El PERfOOlCfl 0£ UTOB CIRCUIJCION OE E S P A H Í
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YA ESJARDE'
en plena crisis, y Cánovas vacila en su
alto asiento. Esos dos funcionhrios, hoy
de cuerpo presente, el gobernador de
Madrid y el alcalde, han desperttido la
idea de la muerte en todos los e.syíritn8.
El Gobierno conservador, según todas
las apariencias, va á iiioiir... jPor qué?
Porque no hia cumplido con su deber.
El Sr. Cánovas ha olvidado que en toda ocasión, y en todo momento, sea lo
que quiera de la ponderación de fuerzas, ae la actitud de Silveia, del amor
propio de Bomero... «obrar bien e« lo
que importa».
Muy i su costa ha aprendido el Gobierno que el empuje de la opinión p ú blica, incontrastable H1 fin y al cabo, no
puede ser repistido impunemente.
' Hace tieropoque el pueblode Madrid re*
clBmaba la sustitución del Sr. Boscti, como una necesidad polJtica, .-y ha.sta locial,
sise quiere... Esta exigencia se hablí formulado de mil modos, suaves ; turbulentos, en la prensa y en la plaza pública. Madrid llegó á sentir la obsesión de
(P«r lelégrAfo)
au alcalde, que vino á convertirse como
en una idea fija de esta villa y corte.
El Gobierno conservador creyó mAs
Sevilla 3 {5 15 t).
digno, de mayor principalidad, oponerse
Las noticias de Granada han produci¿ las corrientes de la opinión, de esa opinión que por tan inequívoca manera r é - do aqui, en las altas regiones, honda
chnííabs la gestión del alcalde, como se irapreMÓD, aumentándose con esto conrechazan las grandes calamidades públi- siderablemente el disgusto cuusado por
la lectura de los periódicos de ayer, que
cas.
En esta situación violentísima, provo- reseñaban los sucesos de Madrid.
No estoy, como es natural, en pormecada por un mal entendido amor propio
y una noción torcida del principio de au- nores respecto al alcance que á dichos
acontecimientos se ha concedido; pero
toridad, llegó por fin el inevitable caso
de rtsolver el cnuflicto de un modo ó de puede calcularse, sabiendo que ha lleotro. ¿Qué habiíi de sncedrr? f,o bubiera gado á pensarse si convendría ó uo reaadivinado cnn!fniii!rn provisión vHZona- lizar la expedición & Granada.
A la hora en que telegrafío, se halla la
blí>: el GoMoriio, «rrollado ñor la opinión
pública, !i(!. a'-aljfirji por obligar á dimi- reina en la Maestranza de Artillería,
tir al Sr. Hof-rli, oiu.! p.-;tí'.bfí ya dimitido donde se repetirán las operaciones realizadas sin ella hace pocos días. Maniíéen todns i;:.'^ co'.icit'iiciHS.
Al piu.to A oiu' iian llegado las cosas, neuse las órdenes relativas á la marcha
esB medida, como todas las medidas de á Madrid señHÍada para mañana, hacienlos gobiernos indecisos y sin convic- do todo creer, que si ha habido alguna
cioiie.s, llega tarde evidentemente. Ño es vacilación, se ha comprendido pronto la
un acnejdo, es UDa imposición: no se dificultad, y quizás la inconveniencia, de
trata de satisfacer ¿ la opinión pública, llevar á cabo en estos momentos el viaje
sino de echar carne desde ese trineo en á Granada.
que marcha el Gobierno, á la fiera que ^ Mis informes particulares confirman
le persigue, para que se entretenga y plenamente que la corte irá directamente á Madrid; pero es indudable que en
ceje enla persecución.
Anadie puede satisfacer esto. Bosch elevadas regiones, la serie de contrarieestaba ya devorado rhoralmente. Al en- dades que viene sufriendo el Gobierno
tregarlo Cánovas á la multitud, ¿le dá causa desastroso efecto.— Vareas.
más de lo que ce suyo?
Y uo opina asi sólo el pueblo, ese pueblo que interviene en nuestra cosa p ú iS^mlla 3 (6-151.).
blica y que forma la atmósfera politi ^
No quiero atribuir el resultado á una
ca...
noticia mia; pero no ha dejado de sorParece que los motines dt*. estos días
render que cuando se había prescindihan provocado altísimas nerviosidades
0 inadvertidamente, sin duda, de los
y disgustos peligrosos, que pueden traer senadores y diputados, á última hora se
muy transcendentales consecuencias. Las les haya invitado esta noche, para una
águilas del reporterismo, que llegan ¿ fiesta que se celebrará en el Alcázar, de
las múE elevadas regiones, asi lo hacen carácter genuinameiite andaluz y á la
«ii!)er al universo mundo.
que están tarubiéu invitadas ocho bella.'^
Y ee que «! cumplimiento del deber no sci5oritas, entre las que figuran las de
adPxiite dilaciones. El Gobierno h» debi- Parladé, Ibarra, Aclalid, Váaquez y
do destituir A Bosch há mucho tiempo: Bouisíet.
ha ter.ido su día y su hora. Hoy ya es
Habri antea banquete y ac bailarán
tarde.
dcíuuéfl sevillanas.
El Gobierno conservador se halla hoy
Ha marchado á Córdoba, por si convi-
La c É en Sefil a
Los fracasos del Cfoblerno
Fiesta en el Alcázar
Í
niera utilizarlo al capitán general de
Granada, el batallón de cazadores de Gatalúila.
El día 5 saldrá para Cádiz el crucero
Conde de Venadilo.
' Al terruinar éste telegrama sé de una
manera indudable que la corte marchará mañana á Madrid.— Vararas.
Todos unos
Ea, .^ a ha dimitido el alcalde, cosa que
terí«m"o:5 todos por imposible.
Ptrc, .'••¿•nII sedienta, no quería irse
al hoyo áin decirle cuántas son cincO al
miniístfo (le la Gobernación.
Y rffinctó una dimisión que ardía en
un candil.
Por fortuna, llegó el Sr. D, Paco con
la rebaja, y el alcalde dimisionario no
tuvo más remedio que poner agua en el
vino.
Sólo que la dimisión, en su forma primitiva, fué leída ante un corro numeroso de concejales y periodi.-^tas, y por consecuencia, conoce todo Madrid los termines, uada suaves, en que estaba redactada.
No es de creer que el Sr, Víllaverde se
encuentre en el mismo caso que el m.-'.rido de Rosita, aquél de que se habla en
El hoiulre de mundo, (j[we era e! único
que ignoraba lo que sabia todo Madrid.
De modo que el Sr. Villaverde .sahrá
á estas horas,como lo sabemos los demás,
lo que le dice y lo que le queria decir el
Sr. Bosch y Fnstegneras.
Y á pesar de eso, catamos segaros de
que le aceptará la dimisión, quedando
satisfecho del celo, de la intehgeucia y
de la lealtad con que ha desempeñado
su destino.
Porque son así estos conservadores.
Veraad que si fueran á hablar en p ú blico unos de otros, como hablan en p r i vado, sería cosa de recoger «us juicios
para publicar un libro, que seguramente adquiriría gran notoriedad, y que podría titular.^e: Los conservadores pintados por si mismos.
Calcule el lector si serían notable» y
curiosas la semblanza del Sr. Bosch e s crita por el Sr. Villaverde, y la del señor
Villaverde escrita por el Sr. Bosch, y la
del Sr. Romero redactada por el señor
Silveia, y la del Sr. Silveia compue.Hta
por el Sr. Romero, y así sucesivamente.
Pero volvamos, como dicen los novelistas, ala dimisión del alcalde.
El Sr. Bosch estaba autorizado para
hablar gordo al señor ministro de la Gobernación. Ha lucharlo con él de pot-nicia á potencia, y subiendo que no !n
quería y que de.'tiííabH 'í¡''=íittiirli;. .>;'^ 'n;\.
mantenido en S'i ¡uieaiu todo ei tiempo
que le ha dado la gana, y en él conti
nnaria si el Sr. Romero Robledo no le
hubiese mandado que se íuern. jPodta
el Sr. Bosch temer ahora del Sr. Villa-
verde un acto de energía que no se a t r e vió á retilixar ante-s, cuando con tantas
iii-.tn!-L".irt.s se le demandaba la opinión
pública? ¡Qné había de temer!
Bneno es, por tanto, que censuremos al
Sr. Bosch por sus desafueros sin precedentes aquí donde los hay para todo lo
malo, pero no libremos ele culpa á los
demás, y vayamos á creer que muerto el
perro se acabó la rabia.
Para que haya podido habef un alcalde
como el Sr. Bosch, de eterna memoria,
ha sido preciso que hubiera un ministro
como el Sr. Villaverde y un Gobierno como el Gobierno que preside el Sr. Cánovas.
De modo que no se ha hecho más que
dar el primer paso en el buen camino.
Y es necesario que se tire de la cuerda
para todos.
Ofiíés i i l
{Por
fligvtít«)
Granadal
[ll-ZOn.).
A las siete de la noche varios grupos,
en su mayoría de chiquillos, recorrieron
las principales calles silbando y dando
mueras al Gobierno y á Cánovas.
La guardia civil les dispersó fácilmente. Un joven disparó un tiro de r e vólver sobre un guardia civil. No le h i rió. Fué detenido.
Se han cerrado las tiendas.
Han sido incendiados algunos fielatos
por grupo» que debían ser de matuteros.
Los guardias civiles les dieron varias
cargas, dispersándoles.
Se han hecho varías prisiones. Los detenidos pasan de 30.
Se ha restablecido la tranquilidad material, pero se teme que el motín se reproduzca.
Aumentan las precauciones.—TbMo.
CUENTOS PROPIOS
LA CUARTA
VIRTUD
Estaba el deán tomando chocolate y
leyendo entre sorbo y sopa un rlinrio neocatólico cuan lo eutróen su cuartoel ama,
diciendo síHii'ií-sallflda:
—Sefitir, !Í:IÍ e.sta Gnrcerin, y dice que
la catclral sa viiMie, abfjo.
El d'íán, alma de la diócesis, poniiie el
señor ol'i;";po ríe puro bij'^no no sf^rvia
nsda, agitó con la cucharilla el vaso de
«gil* donde «e estaba deshaciendo el
Rxníísrillo, bebióaelQ tranquilament'^ se
limplíó los labios con la servilleta, y
mientroí encendía un cigarro de papel.
más grueso que puro, repuso sin alterarse:
—Lo de siempre... ganas de asustar...
algo tnenqs «era. Dile que pase.
Garcftrjn, el monaguillo más listo y
endiahlado de la santa básilica, traía el
espauto pintado en la cara.
—¿Qué hay, buen mozo?
—Señor, que esta vez va de veras.
—Cuenta, cuenta.
—Pues, ahora mismo estaba yo quitando los cabos de los candeleros del
Carmen, junto al crucero, cuando sonó
por arriba, muy arribota, un ruido como
si crugiera una piedra al partirse, y cayeron tres ó cuatro pedazos mayores
que manzanas. Yo creí que serian, como otras veces, de la mezcla que une los
sillares, pero miré á lo alto y vi que no:
eran de la piedra blanca de la cornisa,
donde hay un adorno que parece una
fila de hueíos y otra de hojas... de pronto ¡pun! otro pedazo gordo, como su cabeza de usted, y dio en la esquina del altar, y partió el mármol... y eché á correr
hacia la sacristía,
—¿Quién estaba allí?
--•Él señor arcipreste: le señalé dónde
había sido, miró, y dijo: «¡Pronto, ¿ cerrar! ¡que no entre nadie,., que no pase
nadie por ahí! Es el })ilar del lado de la
Eitístola. Vaya, este es el acabóse». Yo
volví á mirar, y ¿se acuerda usted de que
los pilares sou como unas columnas cuadradas, grandes, muy grande»? Pues por
arriba, arriba, se han Uesapartao las piedras más gordas, y entre dos de ellas
3ueda un hueco que cabe un gato... y
e allí está cayendo arena y ciiiuas de
cal... Dice el señor arcipreste, que con
que pase un carro por fuera se vicue abajo media iglesia.
—Tenéis razón: esta vez va de veras.
Vamos allá.
El señor deán," muy serio, se puso el
manteo, cogió la teja de reluciente felpa,
y salió diciendo como si el chico pudiese
comprenderle:
—Entre el abaco y la cornisa: allí está
el mal.
A les pocos momentos entraban en la
iglesia. Efectivamente: por uno de esos
fenómenos difíciles de razonar á primera
vista y frecuentes en toda vieja fábrica
arquitectónica, el pilar del lado de la
Epístola se habia rajado en su tercio s u perior lo mismo que una caña, sin que
el arco que en él se apoyaba sufriese, al
J>art:cer, la más ligera desviación: pero
baetai)a vei-en lo alto el hueco de que
hfiWó el muciiUCho para comprender que
fil linndinMento de la'5oved5 ^pú[& sobravenír de nn momento á otro."
Sn.ipendióseel culto, y aquella iií'.'sroa
semana, antes de que comenzaran ÍO»
triibajus de apuntalamiento, el telégrafo
(lifiinílió por el mundo la noticia de que
se había venido abajo la bóveda del crncero.
El Gobierno pidió a l a s Corles un crédito extraordinario, se nombró una J u n ta de restauración, y oi deán fué el alma
31
de ella, porque en la diócesis nada ce
podía hacer sin su consejo.
Era el deán relatlvuuiente ilnsfradti^
leía mucho, tenia fama de entender en
cuadros autiguos, y sabia dar á sus ser*
mones cierto tinto artístico que contrastaba con la austera sequedad de otroB
oradores sagrado.?. Por ejemplo: para
hacer el retrató de un asceta, lo pintaba
como Zurbarán; al describir un martirio,
se inspiraba en el San Bartolomé, de Ribera; al hablar de los horrores de la P a sión, traía á cuento los Cristos demacrados y escuálidos de Morales; y cuando
quería dar idea d« la Ascensión de la
Virgen, la presentaba en periodos tan
brillantes y poéticos como los fondos lu.
minosos que puso Murillo i sus Concepciones: con todo lo cual v ser académico
correspondiente de la de Bellas Arte»,
orque en cierta ocasión mandó á Marid el brocal de un pozo árabe dici<^ndo
que era romano, lo cierto es que pasaba
por sabio, y hasta los periódicos liberales le llamaban erudito. Claro está que
con tales antecedentes fué el alma de Is
restauración. Bajo su dominio tuvo el
arquitecto que pasar las de Caín, pero
al fin y al cabo se levantó el pilar y ae
rehizo la bóveda.
Concluida la parte arquitectónica de
la obra, tratóse de decorar lo que debía
estar decorado, llamáronse pintores y
estatuarios, y previa presentación de bocetos quedaron sustituidos por otros nuevos cuantos santos y santas perecieron
en la pasada catástrofe. Mas no todo s a lió á gusto del deán, y como aún faltaban
por decorar las cuatro pechinas formadas
por los arcos del crucero, se deshizo de
tos artistas que hasta entonces trabajaron
en la iglesia y buscó uno capaz, á juicio
suyo, de concebir y ejecutar maravillas.
El pintor en quien se fijó era hombre
de extraordinario mérito, Llamábase Molina y en él estaban reunidas y ponderadas de tal suerte y en tan justa medida la
ilustración, lasfacultadeá reflexivas y la*
condiciones de pintor, que sabía estudiar,
convertir el e.stüdio eu inspiración, m a durar el pensamiento, y luego darle for-"
ma, haciendo que en su pintura hubiese
idea y que ésta no quedara empequeñecida por mal interpretada. En una palabra, un gran artista que discurría come
Miguel Ángel y ejecutaba como Velézquez. Lo que no tenía, por ser español,'
era dinero: mas á consecuencia de haber
enviado obras á exposiciones extranjera»
y haber retratado á una embajadora hermosísima, en toda Europa era su nombre
conocido. Deseoso de acrecentar su fama,
y también de hacer fortuna, estaba p r e cisamente á punto de expatriarse, como
tantos otros, cuando le buscó el deán e n cargándole los bocetos para las cuatro
pecíjjnas; trabajo que aceptó go/oso. primero poi •¿|,Lft».....,.ÍM.. 863'00 861 «O
lo que va^,íilj«
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taba arbitraots. «1« por 100.. OOOO
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BIBLIOTECA DE EL LÍBERAL
lo que esperaba que nunca se descubriera? jLouffard sabía la veraad? ¿Era dueño del secreto? ¿Iba
h revelarlo? No, no era posible que Rouquinlo
consintiera.
Asegurándose el criminal de que el cuchillo
del italiano seguía sobre la mesa del juez, pasó
el frasquito del veneno de la mano izquierda á la
derecha, y haciendo un esfuerzo supremo se dispuso á intentar un atrevido golpe de mano.
—Coroo le digo A usted, segui á mi patrón, y
le aseguro á usted que ese Rouquín es un hombre
extraordinario. Ahí donde usted le vé, aunque
arece un león ó un tigre encadenado, es un moelo de padre de familia.
Rouquin supo conteaerse. ¿Qué plan acariciaba?
—Mí amo llevaba dos vidas opuestas; todas las
cosas las hacia por partida doble. De un lado el
crimen; de otro la virtud. ¿Quiere usted que le
diga adonde i'ua Mr. Rouquín todos los jueves á
las cuatro de la tarde?
Louffard se mostraba orgulloso del efecto que
producían si..s palabras. Todn.? cuantos le oían,
incluso Rouquín, estaban peiidieate»de los labios
del delator.
Paróse un nmmento para gozar del triunfo que
obtenía, y después de esta breve pausa se dispuso
a contestar ¿ la pregunta que él mismo Se babia
planteado.
—Hable usted —le dijo el juez en tono b e nigno.
Louffard no esperaba más para continuar su
declaración.
Lleno de gozo levantó I» mano derecha como
ar» poííér áT téeho por testigo de lo que iba á
ecir, y exclamó con tono enfático:
—Este excelente, ^este bondadoso, este digno
Mr. Rouquín, todos lofi Jueves, ¿ l a s cuatro en
punto, con el reloj en la mano, se dirigía A Li,..
El miserable no pudo acabar la palabra.
De un salto, forzando el círculo de guardias
^A* ''?.**>^«*ban, cayó Rouquín sobre el antiguo
* i"*?"®*' 9 " " "^ disponía á revelar el secreto que
Ll*lí* *^®i? ^^^^^ ocultar, y antes que los pretn . ^ ! 5!l"""*" "'P*'^''" ?1«él brusco movimien!?o^l. í T' °w" l^ ^'^^ izquierda apretó la garganta de Louffard, obligándole de este molo i
¡abrirla boca desmesuradamente. T e n el mismo
instante, aprovechando la contorsión de aquella
poca, arrojó en ella el veneno que, al tomar aliento, tragó maquinalmente el bandido.
El efecto fué instantáneo. Louffard cayó eofflo
«na masa inerte sobre el pavimento.
Había muerto.
Aprovechando la emoción que había causado
«qnel incidente imprevisto, Rouquín, rechazando
• . « ' ^'iV**"" *í"* querían apoderarse de él, se
«cercó á la mesa, se apoderó del cuchillo que ha» S ^*if ^ V , * " * * ' * 5 " » ' lo hundió en w pecho
P*>Laebajodelcoraaón.
*^
S
J
Iicrror^
AuVermont lanzó u n frito * •
LOS AMORES EN PARTS
es lo mejor que podía suceder, para evitar el
escándalo que seguramente produciría esta causa.
De todos modos, no podía prescindirse de briscar á un médico, aunque solo fuera para certificar sobre las dos defunciones. Hay formalídadei
que es necesario llenar.
Los agentes corrieron en busca de un médico
forense, el cual declaró que Louffard había exhalado la abominable cosa que le había servido de
alma; pero manifestó después de minuciosas observaciones, que Rouquin vivía aún y que su herida podía no ser mortal.
Ya por aquella época no se utilizaba apenas
el hospital de presos, y Rouquín fué envia-lo,
aunque á disposición de la justicia, al BoCet
Dim, sala de San Cosme, cama número 32.
El cirujano que curó su herida, poniendo un»
cara muy compungida, exclamó;
—Me parece que si este hombre no las lía, bien
puede asegurar que es de hierro.
Rouquín había realizado con éxito la prími«ra
parte de su plan; se había librado de Louffiírtí,
y su prisión infranqvieable se había tran.<formaílo
en un hospital, del que podría salir, cuando .^o le
presentase una ocasión oportuna, y seguramente
se le presentaría.
Por lo deaViH, r.staba seguro de que se fur<?r?«.
XVII
Cuando Murad pronunció la senteucía de Rouquín, una mujer vestida de. negro y cubierto e í
rostro con un velo, se hallaba entre los testigor
de aquella solemne escena.
Era Lidia.
Después de haber salvado á Andréi, dándole
su propia sangre pai^ regenerar la del pobre j o ven; después de saber que el castigo iba á caen
en breve sobre el miserable á quien nabía ligado
su suerte, iqué le restaba hacer en el mundo?
Andrés la había perdonado, pero nada en et
mundo podría borrar la mancha dfe su pasado.
El veneno que había dejado sin vida é ForiceHi, envenenaba para siempre los amores de L i dia.
^
•
Aun cuando sus encantos y la magnética influencia que ejercía sobre Andrés lograron hacerle olvidar, siquiera fuese por algún tiempo^
su abominable crimen, la desilusión no tardarí»
en aparecer.
La envenenadora no tenía más que un camino
que seguir: el de desaparecer.
'"
Ya una vez había intentado morir, y la muer-^
te no había querido recibirla en su seno.
Se alejó del hotel de Murad y anduvo al azar,
resuelta á poner término A sus desventuras.
Llegó A la orilla del rio y por ella siguió iy»
corriente.
^ .
,
A laa dos de la madrogada todavía seguía a n dando, abismada en lus aoloroaoi penaamientos.:
A pesar it\ minucioso registro que al ingresar
en el Depósito sufren los presos, pues nada, absolutamente nada dejan de escudriñar los carceleros, Rouquin hnbía logrado ocultar un pomito
que ci ntenía un veneno tan activo, que la absorción de una sola gota bastaba para que la persotrn qtie la absoroiese cayera muerta como herida por un rayo,
ñ\ tóoigo era obra suya: que en su infernal sabiduría, hasta los secretos í e la química le eran
fauiillares. Además estaba seguro de sus efectos,
Tiori¡«e lo había enseyado in anima viíi, y la víctima cayó instantáneamente sin lanzar un solo
^ríto.
Si alguna mañana á los cuarenta ó cincuenta
dias de haberse dictado su sentencia, que por
fuerza debía condenarle á pena capital, se abría
}a puerta de su celda en la Roquette para dar paso al jefe de la seguridad, precursor del verdugo,
habría hecho uso del veneno y no habría entregado á la justicia más que su cadáver.
Pero como hemos dicho, esperaba salir de
aquella dificilísima situación, y estaba dispuesto,
wino van á ver los lectores, á arriesgar su vida
por alcanzar la libertad, por más que una sola
pi'oimbilidad contra diez le prometiese el triunfo.
'.¡"anfo el tribunal como la policía habían tomado las mayores precauciones, para que la detención^ de Rouquín permaneciese ignorada.
¡Fué imposible ocultar el suicidio del marqués
de Argenta!! Pero los reporters de aquel tiempo
lio tenífin la audacia que distingue á los de los
tiempos actuales; no penetraban en. el hogar de
los suicidas, ni interrogaban á sus atribuladas
familiü.s, ni siquiera se atrevían á sonsacar á los
dOTtiésIiro.''.
La policía podía guardar el secreto con arreglo á Kus conveniencias. Era esta una de las ventajas de la ley, que tenía á su disposición una
mordaza, y la aplicaba á la prensa con más 6
meno.s presión, según las circunstancias lo exig^iau.
Asi es que era sumamente fácil tener en secreto lo» escándalos que podían manchar el honor de
«na familia.
Se inventaron infinitas historias para explicar
la ninerie del marqués; pero nadie pudo Inventar
la historia de Bertara.
En ¡OK altos círculos, los que sabían algo se
prwgunkibah cómo se haría justicia á Rouquín,
sin qne su causa fuese vista por el tribunal de los
Assises, ó lo que es lo misino, sin que el público
tuviera ocasión de conocer todos los pormenores
del delito de que se acusaba al director de la fa'inói<a Agencia de informes.
£1 criminal no dudaba de que era objeto, sí nO
de interés, por lo menos de curiosidad. ¿Le envetíenarianpara
evitar el «soándalo? La razón de
Estado pertoite solucionea de esta clase, y Rouquin tonia miedo de ser victima de tan irracional
razón. ,
Necesitaba, por lo tanto, áprwuraw» i billar
lOfciuedios de evadirse. •
Do» di«s deapuii del i\tt«iáio M avtüite M
fií.* \i¿éáAá.3íÁ'Mv¿^>i''^W'-
H<'"í''
193
conducido Rouquín al despacho de Mr. de A u vermont, juez encargado de instruir el proceso.
Al recorrer el largo trayecto que separa el d e pósito del Palacio de la Justicia vio el cielo
abierto.
Si no hubiera custodiado su persona en aquello* momentos más que un sólo gendarme, ¡coo
qué facilidad le habría extrsnguladoí Pero 1» policía no le perdía de vista, sabíase que sn fuerza
era hercúlea, y se hablan tomado todo género de
precauciones para oponerse á cualquier golpe de
mano que intentase.
Nada menos que seis gendarmes le custodiaban, y además iban delante dos agentes de la s e guridad V otros dos detrás.
No podía hacer la menor tentativa contra sus
guardianes.
Se resignó, pues; pero antes de penetrar pQr
la puerta á cuyo pie estaba la escalera quQ conduela á los Juzgados de instrucción, el malvado miró al cielo una vez más y sus labios m u r muraron;
—Quizás en breve se cerrarán mis ojos par»
siempre. ¡Valor! ¡Es necesario!...
Poco después entraba en el despacho del juez.
Este magistrado había sido, como liemos dicho, amigo del marqués de Argental, y por la
carta de eistey las revelaciones de Murad, conocía
hasta los más menudos detalles del asunto.
Asi es que dirigió una terrible mirada al que
consideraba con razón como instigador de los
espantosos crímenes que iba á juzgar,
Rouquin comprendió el sentido de aquella mi»
rada, y su sangre se heló en las venas.
El interrogatorio versó sobro la identidad del
prisionero. Para nada se hablZ) de los sucesos reacionados con la hciencin de Bertara.
—¿Es Rouquin su verdadero nombre de usted,
acusado?—preguntó el juez,
—Por ese nombre soy conocido,
—Eso no es una ra/.ón para que sea el que verdaderamente corresponde á usted. Ya sé que ha
tomado usted todo género de precauciones. Por
más que (íeiiáo regi.-itrado minuciosamente en su
A g e n d a y en su domicilio todos los papeles djí
usted, no se ha hallado ningún documento relativo á su íainilia, üisted ha firmado siempre: «Rouquín», pero tengo poderosos motivos para creer
que ese nombre es supuesto.
Rouquiu dijo con sorna:
—Puede usía, señor juez, guardar para su veo
personal esas poderosas razones, pero me juzgar*
usted como tal Rouquin, me condenará uBtea del
mismo modo, y solo Rouquin pagará á la sociedad esa deuda que por lo visto se pretende que
pague.
Despoés añadió riendo con el mayor cinisinof
—No lo dude usía. Si soy condenado, lo* /-<*"
riódicos repetirán la frase sacramental: «Ouand»
aparezcan estas lineas el reo Rouquio habrá ciiado sus culpas y pagado sus deudas A la soexead.» No es este modo de enriquecerse, y ¿M
que se asegura que los que pa«nn )o ijue •. .- .k
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