La noche en Gravad - Zuhar Parte I EL PRÍNCIPE DESTRONADO 1 El príncipe destronado 2 La noche en Gravad - Zuhar Capítulo I LA NOCHE EN GRAVAD-ZUHAR a gigantesca fortaleza de Galador se erigía mar adentro. Era una inmensa y plomiza estructura de piedra, cuyas tres torres, tres puntiagudas agujas, despuntaban sobre la marea y destellaban bajo el influjo de la luna llena. El castillo se había edificado sobre una base plana de arrecifes volcánicos situados a poca distancia del cabo de Eimaz, de tal forma que su efigie imponente presidía la playa como si se tratara de un inmenso coloso guardián, velando siempre por la pequeña ciudad portuaria que se extendía a sus pies. Era imposible adivinar donde acababa lo construido por la mano del hombre y donde comenzaba lo creado por la madre naturaleza. Gravad—Zuhar, pues ese era su nombre, parecía surgir del propio mar, con sus murallas imponentes y su gran torre de homenaje presidiendo toda la basta estructura. No era uno de los castillos más imponentes de Argos, pues en el viejo continente existían otras torres acorazadas mucho más grandes y antiguas que el joven alcázar de Galador, pero lo cierto era que su peculiaridad era reconocida en toda la región, pues como bien decían los viejos refranes de Abisinia: las propias aguas del Lorenord rendían pleitesía a su monarca. El fortín, rodeado por la basta inmensidad azul, ofrecía un aspecto inexpugnable a cualquier enemigo que osara atacar la capital de Abisinia desde tierra o mar adentro. Aquella noche un viento gélido arreciaba desde el norte, trayendo consigo el susurro lastimero de lejanas tierras. La luna, alzándose en lo más alto de una bóveda celeste sombreada por retazos de nubes que cruzaban el negro firmamento como velos fantasmagóricos, ofrecía una vista redonda y brillante, cual rubí de platino incrustado en lo más alto del firmamento. La marea, influida por el propio astro, era alta, y el Lorenord rugía embravecido, asemejándose más al lejano Océano Virgen, siempre sal3 El príncipe destronado vaje y despiadado, que al taimado mar al que todos los habitantes de Galador estaban acostumbrados. Las olas, coronadas por chisporroteantes tiaras de espuma, se alzaban en alta mar y llegaban a la cala con fuerza, rompiendo contra los muelles y haciendo que las embarcaciones que allí se encontraban ancladas se mecieran a merced de un furibundo vaivén. La noche no podía ser más despiadada, y Gravad—Zuhar brillaba como una piedra de nácar perdida en una ingente espesura negra. El invierno se aproximaba inexorablemente, y a aquellas alturas de entretiempo muy pocos eran los pescadores que se decidían a zarpar con la irrupción de la noche. Todos temían encontrarse en alta mar con alguna inesperada tormenta que hiciera zozobrar su embarcación, provocando alguna desgracia irreparable, o incluso caer en la perdición cuando la marea crecida provocara que sus pequeños botes fueran arrastrados más allá de los límites marcados por las leyes portuarias, perdiéndose en la inmensidad del Lorenord para no retornar jamás. La mayoría de ellos preferían pasar las veladas al resguardo de sus casas y zarpar con la llegada de la aurora, cuando el sol, todavía vespertino y perezoso, pudiera guiar sus pasos hacia los bancales de salmones y atunes que fondeaban mar abierto. Aquella noche, el viento rompía contra los muros de Gravad—Zuhar con fuerza, provocando que los pendones ondeasen en las almenas, y que los fuegos y las calderas de la ciudadela se encendieran para desarraigar el frío que inevitablemente prendía en la gélida piedra. Las puertas de Gravad—Zuhar estaban firmemente cerradas y custodiadas por la milicia, y la rampa que conducía desde la cala hasta los arrecifes, erigiéndose sobre enormes arcos de piedra capaces de desafiar las más poderosas corrientes submarinas, estaba despejada y solitaria. Nadie osaba aproximarse al hogar del rey Theorn de Lekesville tan entrada la noche. Había pasado algo más de cuatro horas desde la puesta de sol, y la mayoría de los habitantes de Gravad—Zuhar, ya fueran mozos, criados, cortesanos o nobles, habían dejado de cumplir sus funciones y se encontraban recluidos en sus dependencias. Incluso el rey se hallaba plácidamente dormido en su habitación situada en la torre del este, descansando de un arduo día de intenso trasiego. El señor de Abisinia, descendiente de un antiguo linaje que se remontaba a la fundación de la ciudad, ochocientos años ha, era respetado y querido por todos sus súbditos, ya fueran galardenses, o gentes de las otras provincias vecinas de Abisinia. Su fama benévola, pero a la vez justa, era reconocida entre sus vasallos y admirada por la milicia que regía bajo sus órdenes. Heredero del rey Thur de Lekesville, y décimo noveno descendiente de Greidell de Lekesville, fundador del país, su mandato había sido tan equitativo e imparcial como el de sus predecesores. Había sabido llevar la paz a las fronteras meridionales de Abisinia, algo que incluso en los tiempos de su padre, había sido una empresa ciertamente complicada, pues las disputas por las tierras que se extendían desde la ribera sur del río Sucros hasta los acantilados 4 La noche en Gravad - Zuhar de Erun, ya en la provincia de Yentai, siempre habían sido objeto de enfrentamientos con las circunscripciones de Funtia y Etartax. Los administradores de aquellos dos condados, aislados de la política vaga y descuidada de los herederos de Yentai, siempre habían anhelado extender su precepto más allá de las fronteras que marcaban los límites del norte, y más a menudo de lo deseable, el rey vigente de Abisinia, se había visto obligado a desplazar sus tropas al valle limítrofe que se alzaba más allá de los márgenes meridionales del Sucros y su afluente menor, viéndose en la triste tesitura de proteger bajo riesgo de muerte ciudades como Trekos, Itata o Entraguas. Dos generaciones atrás, cuando la corona del reino de Abisinia había sido ostentada por el abuelo de Theorn, el rey Constantino de Lekesville, las tierras del sur habían sufrido el asedio constante de las naciones conquistadoras. Se habían desatado terribles batallas que habían traído consigo tristes días de muerte y desesperación. Tal fue el baño de sangre vertido en las tierras de Abisinia, que el propio rey de Yentai, que por entonces era Grako «el bailón», tuvo que tomar cartas en el asunto y ordenar a sus súbditos que depusieran el ataque sobre el país vecino y conformaran sus ambiciones a las tierras que por herencia y por historia les habían sido otorgadas por la gracia de los antiguos. Los señores de Etartax y Funtia tuvieron que acatar la palabra de su amo y derrotados, regresaron a sus ricas ciudades, pero con el tiempo, y ya muerto el rey Constantino, la arrogancia y la envidia que prendía en ambas naciones, provocó que el enemigo volviera nuevamente a la carga, ambicionando el trofeo que a sus antepasados el destino les había negado. Esta vez fue el rey Thur el que tuvo que defender con gran valor las tierras asediadas por tan obstinado invasor, el cual, temeroso de volver a despertar las sospechas de su propio soberano y amedrentado por el poderío de la villa de Abisinia, no tardó mucho en deponer las armas y regresar una vez más con la cabeza bien gacha a sus minúsculos municipios. Desde entonces la paz había reinado al sur del Sucros, y la política moderada de Theorn de Lekesville, había traído consigo tiempos de concordia. Desde Trekos, al sur, a Kron, al norte y al Bastión de Munar, al oeste, más allá de los bosques de Reeven y la Garganta de Onix, el nombre del rey Theorn era querido y pronunciado con orgullo por sus súbditos, ya fueran vasallos o cortesanos. La justicia impartida por el señor de Abisinia era honrada, y aunque el rey no dejaba de ser orgulloso, pues procedía de estirpe noble, solía viajar a menudo a cada una de las provincias que componían su amplio reino con el único fin de interesarse por sus gentes y preservar la armonía entre los límites de la región. La paz era hoy una realidad en aquel alejado confín, y sus habitantes, desde hacía mucho tiempo, descansaban plácidos en sus lechos, ajenos a los temores que en otros tiempos habían provocado que sus antepasados se estremecieran desvelados en esos mismos colchones. Pero en tan tumultuosa noche había una persona que no era capaz de encontrar paz.... había alguien cuyos ojos, consumidos por el odio y la ansiedad, no 5 El príncipe destronado dejaban de otear el norte, allá donde la cala montañosa rompía con el mar, y las simas, altas y aserradas, ganaban la mano al negro Lorenord, adentrándose hacia el este y perdiéndose más allá de donde alcanzaba la vista. El príncipe Elvor de Lekesville, hijo menor de Theorn, temblaba presa de la ansiedad bajo la túnica roja, apoyándose contra la balaustrada del balcón y recortándose su endeble figura contra la inmensidad del mar, encarando el frío y oscuro norte. Su mirada zaina iba más allá del núcleo de casas que se arremolinaban a orillas del Lorenord, más allá de la empalizada que rodeaba toda la ciudad. Su mirada se perdía en el norte, siguiendo la costa y adentrándose entre las altas cumbres de Tom—Bradil, la frontera con las Tierras Baldías. Los ojos del chico, de un marrón penetrante, eran rasgados e intensos, dotando a su rostro de una expresión agreste, casi salvaje, a pesar de proceder de un linaje de alta alcurnia. Su corta melena morena a menudo lucía revuelta, y su acentuada barbilla, le otorgaba cierto aire rudo que, a pesar de su juventud, fomentaba su inapelable apariencia montaraz. El muchacho no tenía más de veintiún años, era el menor de los tres hijos del rey, hacía tan solo dos cuentas que había sobrepasado la veintena, pero su aspecto, aunque todavía irradiaba cierto aire adolescente, era fibroso y a la vez espartano, otorgándole un aire respetable y apuesto que no pasaba desapercibido para las damas de la corte, ya fueran mozuelas de su edad o mujeres de más alta catadura. Aquel aire reverencial tan peculiar que ofrecía era acentuado por su atuendo. Elvor, consagrado al arte místico de lo arcano desde la niñez, portaba la clámide de los hechiceros. La angosta túnica, decorada con cordoncillos de seda y bordados dorados que formaban el símbolo de la garza –emblema canónico de los hechiceros—, le llegaba hasta los pies, ciñéndose a su delgado contorno en un ajustado abrazo y dotándole de un aire monacal que contrastaba abiertamente con su peculiar aspecto bucólico. A todo ello había que sumar su habitual expresión seria y circunspecta. Era como si el joven príncipe hubiera olvidado el significado de la sonrisa. Muy pocas veces se le veía expresar sentimiento alguno de dicha o entusiasmo, siempre deambulaba por los pasillos de palacio en solitario, envuelto en sombras, deslizándose como un espíritu errante incapaz de encontrar paz alguna entre los mortales. Siempre exhibía una expresión turbia, casi tosca, lo cual había provocado que muy pocos osaran aproximársele. Tan solo su padre, el rey, tenía la osadía de referirse a él de igual a igual, sin importarle en absoluto esas llamas de puro rencor que ardían a perpetuidad en sus pupilas. Aquella noche, el ánimo del muchacho lucía tan turbio como la oscuridad que cubría todo Galador. Su cuerpo, tensionado a causa del gran sacrificio que estaba a punto de acometer, percibía todo cuanto le rodeaba, convirtiéndose en un enorme vórtice capaz de absorber todas las energías místicas que como fuegos fatuos, danzaban a su alrededor. Sus iris marrones se perdían en el norte, allá donde las altas montañas rompían el paisaje, allá donde su destino lo llamaba una y otra vez, aproximándose como negra 6 La noche en Gravad - Zuhar sombra por las áridas tierras que separaban Galador de la inexpugnable cordillera de Tom-Bradil. Sentía la proximidad del maestro, una presencia inhumana que muy a su pesar, se arrastraba por los valles pedregosos y los caminos abandonados del norte, atravesaba la muralla de la ciudad, pasando desapercibida para la guardia apostada en el almenar y arrastrándose por las cada vez más desiertas calles de Galador. Era un ente desarraigado de la sociedad, un paria capaz de provocar un intenso temor en los corazones de todos aquellos que osaran cruzarse en su camino. Elvor lo conocía demasiado bien... había llegado no solo a respetarlo, sino también a temerlo, pues sólo él era capaz de comprender lo que aquella alma en pena podía llegar a hacer. Las nubes negras se condensaron sobre la ciudad de Galador, y el retumbe de un trueno anunció la próxima llegada de la tormenta. El ambiente, saturado de humedad por la presencia del mar, se vio agitado por una brisa gélida capaz de calar en el manto forrado de guata que portaba el joven príncipe. Elvor sintió como su cuerpo comenzaba a temblar bajo el hábito, aun así continuó parado en el balcón, observando como el oleaje del mar se volvía más furibundo, y las luces de la ciudad se encendían una tras otra, tratando de desarraigar la oscuridad creciente que se apoderaba de todo Galador. El hechicero sabía que no podrían aislarse de las tinieblas, pues aquella noche el mal, en su estado más puro, dormitaría entre las murallas de la ciudad, despertando la ansiedad en todos sus habitantes y plagando de pesadillas los plácidos sueños de los cansados galardenses. Incapaz de dejar de temblar, más a causa de los nervios que del frío, el muchacho cruzó los pórticos que daban paso a su habitación, y con un simple movimiento de mano, hizo que los ventanales se cerraran tras de sí, dejando atrás el ulular del viento, que se había convertido en un horrible gemido capaz de erizar el bello del más osado caballero. Elvor se vio rodeado por la oscuridad, y la presencia del maestro, cada vez más próxima, se hizo terriblemente dañina. Durante unos segundos se llevó los dedos a la sien y masajeó su temporal con movimientos uniformes, tratando de descargar inútilmente toda la rigidez acumulada. Estaba muy tenso, demasiado; sentía excesivo temor a lo que pudiera acontecer aquella noche... a que su vida, tal como había presagiado tantas veces el maestro, pudiera cambiar para siempre y que su destino girase inevitablemente hacia una violenta espiral que fuera incapaz de dominar. Sin embargo era consciente de que durante toda su vida, se había preparado para poder afrontar con templanza aquel preciso momento. Tantos años de rigidez espiritual, de aislamiento y de sacrificio, debían haber servido para algo. No podía dudar de sus dotes para la magia, pues el mismo maestro había otorgado su bendición y había asegurado que estaba preparado para el cambio que debía obrarse. Con movimientos rápidos, el muchacho avanzó entre la oscuridad de la celda, y se aproximó a la pequeña mesilla donde se alojaba un redondo velón de cera aromá7 El príncipe destronado tica. Antes de encenderla, Elvor supo que no estaba solo en la estancia. Una segunda presencia se ocultaba en la oscuridad, alguien que había logrado pasar desapercibido hasta aquel mismo instante. El joven se reprochó de inmediato su descuido, y girando sobre sí mismo, encaró el oscuro rincón donde se amagaba tan misterioso personaje. De inmediato comprendió de quién se trataba. Solo ella tenía la suficiente libertad, y al mismo tiempo la turgente osadía, de adentrarse cual prófugo, en las dependencias de un príncipe. Solo ella tenía la voluntad de desafiar su cólera y a la vez la consciencia de que no sería severamente castigada por ello. Elvor discernió en la oscuridad y sus retinas, acostumbradas a la negrura, hallaron el voluptuoso contorno de la dama. Era Ikra de Lekesville, princesa de Galador y hermana mayor del príncipe. —Maud.— murmuró Elvor sin apartar la mirada de aquel oscuro contorno. Agitando los dedos sobre la mecha de la vela, hizo que la llama prendiese y que un cálido resplandor se extendiera por toda la estancia. De inmediato un ligero aroma a incienso se apoderó del ambiente, al tiempo que todas las maravillas que guardaba el hechicero en su pequeño aposento quedaban al descubierto. La habitación, forrada de viejas y desvencijadas estanterías, rebosaba de libros polvorientos y volúmenes antiquísimos cuyas pastas lucían despegadas y dobladas bajo el perezoso resplandor de la llama. Algunos de los estantes, cubiertos de polvo y telarañas, se habían venido abajo por el peso de los libros, otros se combaban precariamente sobre sus bisagras, saturados por compendios y tratados filosóficos de las órdenes arcanas más famosas de Isanté. Había muchos más libros amontonados desordenadamente sobre la cómoda y sobre viejos arcones cerrados a cal y canto que sin duda guardarían fórmulas milenarias que el joven hechicero había recreado. También sobre las estanterías podían vislumbrarse frascos de alcohol en cuyo interior se conservaban moluscos palpitantes, sapos, batracios, ojos de salamandra, murciélagos disecados, arañas, escorpiones, lepidópteros, gusarapos rechonchos, e incluso un largo y descarnado rabo de rata que aparecía cortado desde la raíz. Junto a semejantes horrores se alineaban otros frascos cuyo contenido eran sustancias y especias necesarias para la formulación de pócimas sanatorias o hechizos de diversa índole. Entre toda aquella colección de bestezuelas, y perdido en un oscuro rincón, se llegaba a vislumbrar un enorme búho embutido en una minúscula jaula. La expresión del animal, desangelada y tristona, hacía presagiar que su encierro se había prolongado desde épocas intempestivas, o que simplemente, el descuidado señor de aquella desordenada habitación, había olvidado hace mucho tiempo su mera existencia. Una pequeña cama ocupaba la mayor parte del espacio. Las sábanas estaban revueltas y sucias, y el colchón no podía estar más arrugado. Sobre ella también se acumulaban otros muchos libros polvorientos y desgastados, junto a amarillentos 8 La noche en Gravad - Zuhar pergaminos, cuyos textos, transcritos con runas mágicas, aparecían ininteligibles a ojos de un simple humano. La estancia en su totalidad ofrecía un aspecto de caos y de desorden absoluto que no pasó desapercibido para la hermosa princesa. Elvor, incapaz de ocultar la irritación que le producía la irrupción inesperada de su hermana, se aproximó a ella a grandes zancadas y se enfrentó a su mirada cargada de reproche. La belleza de la princesa de Galador era lasciva a la par que sensual. Su rostro, ligeramente bronceado por el sol, era un marco de belleza inconmensurable. Destacaban unos ojos sesgados, semejantes a los del propio hechicero, pero cuyas pupilas, heredadas de la difunta reina Negrianna, lucían con un color índigo tan intenso que podían hacer sombra al más hermoso de los topacios. Su larga melena morena, recogida por una redecilla dorada, caía cual cascada azabache por una larga e interminable espalda, llegándole hasta rozar la cintura. Su cuerpo, sinuoso y grácil, se dibujaba perfectamente bajo un ceñido manto de seda blanca, destacando sus voluptuosas formas y su bien alzado busto. Sus piernas contorneadas, quedaban al descubierto bajo el corto faldón, dejando a la vista unos tobillos saturados de pulseras de la más hermosa pedrería. Portaba en el antebrazo derecho un brazalete tallado en oro amarillo laminado y chapado con incrustaciones de preciosos zafiros. Su escote se veía engalanado por un exótico collar de ámbar extraído de los Bosques de Twentie, y en el dedo anular de la mano derecha portaba un elegante anillo de plata cuya pedrería, compuesta por cuatro exquisitos grantes de Deodor y una brillante circonita, formaban una pequeña flor de gran transparencia y esplendor. Sus labios lucían pintados con carmín púrpura, lo cual dotaba a su rostro de una expresión singular pero inefablemente bella. En todo Galador no existía criatura más atractiva que la princesa de Abisinia, su presencia era suficiente para hacer suspirar a los varones más ricos de las pedanías circundantes; tan solo su carácter, orgulloso y complicado, había salvado la virtud de tan imponente dama. Elvor, siete años menor que la princesa, se situó ante ella y elevó la mirada hasta que sus ojos quedaron prendados en los bellos iris de la doncella. Los pómulos del hechicero se encendieron ante la visión de tanta hermosura en tan íntima situación, aun así supo mantener la mirada desafiante y altiva. El muchacho, a pesar de la diferencia de edad, era tan maduro como la propia Ikra, y su mente, pérfida y vigilante, era capaz de continuar entretejiendo sus indescifrables tejemanejes incluso bajo el imponente acecho de la mujer. Ikra, siempre precavida, estudió atentamente a su hermano pero no pudo hallar nada que respondiera a sus desvelos. —No creo que sean horas adecuadas para interrumpir mi vigilia.— susurró Elvor con voz irritada. 9 El príncipe destronado —Estaba preocupada.— respondió ella, y su voz profunda y sensual llenó de ecos la destartalada estancia.— Padre reparó en tu ausencia durante la cena y llamó a los mozos para interesarse por tu falta. Elvor frunció el ceño ante aquella respuesta y las sombras llenaron su cara, ofreciendo una máscara de resentimiento que a ojos de la princesa ya parecía demasiado habitual. —Eso no es excusa para colarte en mi habitación como una lodronzuela de tres al cuarto. —Los mozos no fueron capaces de dar respuesta a padre. El rey guardó cama preocupado por tu estado. Deberías haber informado a los sirvientes de las circunstancias que te... —¡No los recibí!— exclamó Elvor cortante y cada vez más exasperado.— Tenía cosas más importantes que hacer y desde luego, lo que menos me preocupaba era saciar mi apetito. Mañana ya hablaré con padre y presentaré mis excusas. Ahora no puedo hacerlo. —Eso no es un comportamiento correcto. Padre está preocupado por tu carácter tan poco sociable. El hechicero se revolvió sobre sí mismo al escuchar aquellas palabras. —¿Sí? ¿Así es, queridísima hermana? ¡Qué grata sorpresa ver que nuestro muy loado padre, después de veintiún años de existencia, reclama la presencia del más joven de sus vástagos! Lástima que sea debido a una ausencia a la hora de menear la quijada.— Elvor hizo una pausa y sus ojos centellearon en la oscuridad.— Llega un poco tarde, ¿No crees? No obstante no debéis preocuparos, la próxima vez no daré pie a que esto suceda y avisaré a los pajes, así todos podréis degustar tranquilos los ricos manjares servidos en la mesa. Ikra suspiró resignada ante tan inquisitiva respuesta. Últimamente Elvor se había vuelto más hermético que nunca. Pasaba los días encerrado en sus aposentos, y muy pocas veces se dejaba ver en compañía de otras personas. Cierto era que en las últimas cuentas, el joven aprendiz se había alejado de la disciplina impartida por el rey, pero Ikra también era consciente de que su propio padre era el responsable de dicho distanciamiento. Theorn, imbuido por las responsabilidades hacia la corona, siempre había mostrado mayor apego y preocupación por el príncipe Galendor, heredero del trono de Abisinia, que por el díscolo y rebelde hechicero. Semejante desprecio no había sido pasado por alto, y Elvor, asediado por su carácter rencoroso, lentamente se había ido alejando del cerco paternal creado por el soberano a raíz de la muerte de la reina madre. La princesa, a pesar de la rebeldía mostrada por su hermano, no se dio por vencida, y continuó asediándolo con sus preguntas. Sospechaba que el infante urdía algo en su desequilibrada cabeza, algo referente a la enemistad que existía entre él y Galendor. 10 La noche en Gravad - Zuhar Desde bien pequeños ambos habían rivalizado en todo, pues Elvor había visto resignado como por tan solo un año de diferencia, Galendor era predestinado a ser soberano del reino y él yacía olvidado por todos. Aquella circunstancia había enquistado la mente del mancebo, provocando que el resentimiento que guardaba hacia su hermano mayor se alimentara, día tras día, con odio y envidia. Únicamente el amor que Elvor sentía hacia el arte practicado por los señores arcanos, lo había salvaguardado de caer en la locura absoluta, encauzando su destino, y a la vez sus esperanzas, hacia las ambiciosas metas que todo aprendiz aspira cuando es investido con una de las tres túnicas arcanas. Sin embargo, y a pesar de haber consagrado su existencia al noble arte de la magia, el joven hechicero seguía ocultando un secreto que a día de hoy no había compartido con nadie, un secreto que había torcido el camino recorrido en pos de la magia hacia derroteros oscuros y siniestros que nadie habría deseado. Ikra, advertida por Izelgood, maestro de Elvor y consejero real de su padre, había espiado los movimientos de su hermano, y tal como el anciano mago llevaba sospechando desde hacía largo tiempo, la princesa de Galador llegó rápidamente a la conclusión de que el azorado muchacho preparaba alguna estratagema que ocultaba a la vista de todos. Por desgracia Elvor contaba con la sagacidad de un zorro viejo, e Ikra era consciente de que si deseaba soltar su lengua, debía mostrarse tan fría como el propio hechicero. Si erraba en su cometido y Elvor averiguaba sus intenciones, sellaría sus labios para siempre y ya nada podría obtener de él. Con un ligero movimiento de cadera, que dejó al descubierto su bronceado muslo, la mujer avanzó hacia el muchacho, y lo rodeó lentamente. Elvor se mantuvo inmóvil, respirando en todo momento la presencia turgente de su hermana. Ella desprendía un aroma tentador a lirio y almizcle, aderezado con el olor a sudor propio de una hembra. El muchacho sintió el tirón irresistible que todo hombre experimentaba en su lívido cuando Ikra alzaba sus armas y disponía sus encantos para entablar un peligroso juego de tentaciones y deseo. Elvor mantuvo la cabeza alzada, y sintió como ella se situaba a sus espaldas. Su voz, profunda y seductora, dotada de una armonía sensual, llegó hasta el joven como suave brisa y acarició su oreja derecha. —Elvor, querido, siento tensión en tu mente...— Y al pronunciar aquella frase, una mano templada surgió desde atrás y se posó en la frente del hechicero. El muchacho sintió como los firmes dedos de la mujer se posaban en su piel y lo atraían hacia un cuerpo cálido y rígido. Una oleada de deseo irracional recorrió todo su ser.—... y también siento zozobra en tu corazón.— Y casi al instante la mono izquierda de Ikra se posó en el pecho de su hermano, introduciéndose bajo la tela y entrando en contacto con la piel. Elvor se sintió atraído por un fuerte abrazo, dejándose acunar por la princesa y percibiendo como el aroma de la doncella se hacía más intenso, hasta el punto de perturbar su razón y atraparlo en un deseo impío impropio de dos hermanos. Pero ella 11 El príncipe destronado también temblaba, Elvor podía sentirlo, su cuerpo se agitaba bajo la fina transparencia de la seda. Sus manos cayeron hacia atrás y se posaron en sus cimbreantes caderas. Ikra suspiró en su nuca y el joven se estremeció. Elvor, como arcano, era consciente de que Ikra poseía en cierto grado el don de la precognición. Las dotes que eran innatas en él, y que a su vez estaban negadas a su aborrecido hermano, latían adormecidas en la princesa. Muy a menudo se había sorprendido a sí mismo espiándola, observando como cerraba los ojos en la oscuridad y se dejaba arrastrar por misteriosas imágenes que surgían como centelleantes fogonazos en su mente adormecida. Eran deseos, anhelos y visiones que ni ella misma era capaz de comprender. El descubrimiento de tal secreto, alimentado por el siseo constante del maestro, consumía al hechicero, pues en tan sensual mujer no solo veía un alma afín bautizada con un don que los hados habían decidido que compartieran, sino también atisbaba en ella un anhelo inalcanzable que se le resistía una y otra vez... un deseo que consumía su mente, y que cuando más cerca estaba de aferrarlo entre sus ansiosas manos, más se le escapaba entre los dedos, como si fuera una angula resbaladiza que se pierde en un estanque completamente vedado para sus pies. Quizás aquella noche la morena no escaparía y sus uñas podrían clavarse entre las resbaladizas escamas, aprisionándola entre sus dedos de una vez por todas. —¿Qué temes, hermano mío?— susurró en su oído.— ¿Cuál es el mal que te consume? Háblame, estoy dispuesta a escucharte y a calmar tu pena. Elvor se dejó llevar por aquella voz tan hermosa. Sintió como los senos de la princesa se aplastaban contra su espalda y su entrepierna ardió con una fuerza incontenible cuando sus muslos se rozaron. Un desconcertante conflicto sacudió su mente, y durante unos instantes se sintió terriblemente perdido. Un peso insoportable había caído sobre su cabeza, pues al alcance de la mano se encontraba aquello que durante tanto tiempo le había sido vedado. El deseo que noche tras noche le había consumido entre las mantas, y que inevitablemente, tras inacabables horas de sueño desvelado, llegaba a comprender que jamás lograría alcanzar. Ahora Ikra se estaba mostrando receptiva, había acudido en su busca... quizás ella también estaba destinada a saberlo todo... a conocer los secretos que el maestro le había confesado. Quizás ese fuera su sino... quizás el maestro errara en su pensamiento... —Ikra...— balbuceó desesperado. —Dime. Elvor sintió como la ardiente mejilla de la mujer se apoyaba contra la suya. —Habla ahora.— El cálido aliento de doncella llegó hasta su nariz y le hizo perder la razón. —Todavía no es tarde... 12 La noche en Gravad - Zuhar —No, no lo es, mi querido hermano.— La mano posada sobre la frente del hechicero apretó con más fuerza e Ikra se sorprendió ante su tacto. La frente de Elvor ardía, era como si hubiese sido abordado por un ataque repentino de fiebre. De pronto la presencia del maestro llenó toda la estancia. Traspasó los ventanales cerrados a cal y canto, y agitó, como un soplo de viento templado, las estanterías repletas de libros y frascos, provocando que incluso el búho adormecido, abriera los ojos de par en par, y se agitara horrorizado entre los barrotes de la jaula. Elvor se estremeció temeroso ante la irrupción del espectro, y antes de que Ikra pudiera comprender lo que sucedía, se apartó de su lado con un movimiento brusco. La mujer vio como el muchacho escapaba irremediablemente de sus brazos. Al principio no supo muy bien el porqué, pero cuando cerró los ojos y la vaharada de aire caliente, casi dañino, golpeó sus brazos y su piel se puso de gallina, comprendió que alguien había irrumpido en la alcoba. —No... no iba a hacerlo...— balbuceó Elvor, y su voz se deformó en un gemido agudo que nada tenía que ver con su habitual talante sereno y templado. Pero Ikra no llegaba a escucharlo. Sus ojos todavía se hallaban cerrados y en su mente comenzaba a surgir una imagen arrastrada por el alma errante llegada de remotas tierras. Primero vio la noche, negra y cerrada, cubierta de oscuros túmulos que ocultaban la luna y las estrellas, después vio el suelo árido y pedregoso... un valle muerto del que surgían enormes fósiles que no podían ser más que gigantescas vértebras de ancestrales colosos extintos. Las montañas, negras y picudas, cerraban el valle por el norte, el este y el oeste. La lava corría ladera abajo por inmensos volcanes que no dejaban de escupir fuego y vapor ponzoñoso de sus rancias entrañas, formando enormes ríos de magma que surcaban la tierra y caían por profundas grietas que conducían al ciego abismo. Pero sobre todo aquel paisaje, ensombreciendo el mal que pudiera habitar en tan horrible infierno, se alzaba una gran torre informe tallada en negra obsidiana. El edificio latía como un pútrido tumor en medio de tanta desolación, una siniestra pústula en la que se condensaba todo el mal y el dolor existente en la tierra. Era una estructura tallada en piedra, pero a la vez era orgánica, pues su efigie, irregular como una aguja deforme, estaba rasurada por extrañas venas que palpitaban llenas de vida. Ikra, horrorizada ante semejante espanto, quiso gritar, pero el sonido murió en su garganta y jamás llegó a ver la luz, quedando estancado en lo más profundo de su esófago y convirtiéndose en un amargo sabor que agrió por completo su paladar. Quiso abrir los ojos pero no pudo, pues su mente seguía abstraída por la gran torre de obsidiana, ejerciendo la misma influencia que una mano aferrada a la garganta. De pronto la perspectiva se alzó por la torre, arrastrándose a ras de los cuatro balaustres sobre los que se sostenía tan descomunal edificio, izándose por su cara más asimétrica, surcando sus más de ciento setenta metros de altura, y serpenteando por 13 El príncipe destronado una efigie carente de ventanucos o estancias. Subió y subió hasta la punta, dejando atrás jirones de nubes negras y deslizándose alrededor de capilares rebosantes de extraña sabia verde, una sustancia espesada que latía como sangre hirviendo a través de una horrorosa placenta. Por fin llegó a la cumbre y antes de que Ikra pudiera comprender lo que estaba aconteciendo, la imagen atravesó el negro muro y se adentro en las profundidades de la torre. Allí aguardaba el señor de aquellas tierras infames, postrado en un gran trono confeccionado con huesos y cráneos, desterrado en lo más profundo de su sitial de hierro, con los ojos cerrados y su rostro cadavérico envuelto en despojos de carroña y carne rancia. Entre sus labios desgarrados por el tiempo asomaban rastros de una dentadura amarillenta, sus mejillas estaban despellejadas y cortadas, y el color marfil de los huesos se hacía paso como herrumbre entre los jirones de piel seca. Era el cadáver de un ser que había perdido todo signo de vida. Postrado y abandonado en su trono, aquella pútrida criatura degeneraba con el paso de los siglos, desgastándose con la lenta cadencia de un péndulo que marca el paso monótono y aburrido de las estaciones. Ikra, rodeada por las tinieblas, quiso huir de semejante pesadilla, pero sus ojos no lograron abrirse hasta que los párpados de tan miserable criatura se alzaron en la noche perpetua que caía sobre aquella sala. Lo vio con plena certeza... los ojos del muerto se abrieron, y el eterno durmiente despertó insuflado de vida. La magia corrupta envolvió todo su cuerpo, y sus hábitos, negros como el azabache, se agitaron al ser sacudidos por unos músculos rancios y perezosos. El ser se agitó, y sus labios desgarrados se movieron, articulando una palabra pronunciada con una voz ajada pero cavernosa: «Márchate». E Ikra despertó de tan horrible sueño. Abrió los ojos y se encontró nuevamente en la estancia de su hermano, rodeada por el tenue resplandor de la efímera llama, pero acuciada por una oscuridad casi tangible. Las sombras que la cercaban ahora parecían bullir con más vida, limitando todos los rincones de la vieja estancia, y transformando la cargada atmósfera de la sala, saturada por el olor a incienso, en un cúmulo de aire irrespirable. Retrocedió unos cuantos pasos, sintiendo como casi le era imposible llenar los pulmones con soltura, y todavía con las imágenes del sueño grabadas en su memoria, se encontró cara a cara con el rostro de su hermano. Elvor yacía pálido entre tanta oscuridad. Su manto carmesí parecía haberse vuelto negro, y las hebillas doradas que engalanaban su toga ahora lucían sombrías, desdibujándose el emblema de la garza. Los ojos del muchacho estaban apagados, y sus labios amoratados no dejaban de temblar virulentamente. Pero lo que más llamó la atención de Ikra fueron las manos del chico, cuyos dedos, convertidos en nudosas ramas, se 14 La noche en Gravad - Zuhar retorcían en tensas garras que parecían a punto de rasgarse. De inmediato corrió en su auxilio, y cuando posó la mano en su nuca, la encontró chorreante de sudor. —¿Qué te sucede, Elvor?— Su voz estaba deformada por la desesperación y todo su rostro se estremecía en un horrible rictus. El chico no respondió, ni tan siquiera reaccionó cuando los dedos de la doncella subieron por su empapada mejilla y se perdieron en lo más profundo de su revuelta cabellera. —Respóndeme, Elvor, por favor... Pero el hechicero se encontraba en estado catatónico. Su mirada se perdía en el horizonte y sus pupilas lucían dilatadas y vacías. Ikra restregó sus manos contra las mejillas del chico en un desesperado acto de infundirle calor y tras unos segundos de denodados esfuerzos, él reaccionó a sus caricias. Regresó a la cruda realidad de repente, y sus ojos, convirtiéndose en meras rendijas, se desviaron hacia un punto indeterminado de la habitación. Su tez se volvió más pálida si cabe, y sus cuencas oculares se abrieron hasta lo indecible. Ikra, siguiendo la mirada de su hermano, buscó en aquel oscuro rincón pero no halló otra cosa más que la nada. Todo seguía igual que antes: desordenado y cubierto de polvo. Sin embargo Ikra creyó atisbar una extraña presencia camuflándose en las tinieblas. No podía percibirla con la mirada, ni tan siquiera era visible al tacto, pero de alguna forma era consciente de que estaba allí, escondida y aberrante. Un ente surgido de la mismísima noche... un fantasma llegado de extrañas tierras, quizás de más allá del etéreo plano de los mortales, y regurgitado a un lugar al que no pertenecía en absoluto. Sin embargo la muchacha sabía perfectamente de dónde había llegado. Todavía recordaba con escabrosa realidad las imágenes que había vislumbrado en su último sueño. —¿Quién es?— balbuceó Ikra. Elvor negó con la cabeza. —Dímelo, hermano... ¿Quién es? ¿Qué quiere? Los ojos de Elvor se cerraron de golpe y todo su cuerpo se convulsionó presa de un fuerte espasmo. Durante unos segundos permaneció en silencio, con la cabeza gacha y el rostro trocado por el dolor. Ikra era incapaz de comprender lo que estaba sucediendo en aquella estancia, pero era consciente de que la presencia del ente ganaba fuerza a cada momento. Cuando los iris marrones del hechicero volvieron a abrirse al cabo de unos segundos, su mirada apareció desapasionada e ida. La princesa volvió a aferrarse a sus hombros, tratando de ofrecerle un apoyo, pero el muchacho ya no sufría, sino que parecía haber entrado en un estado de paz muy profundo, como si todo el dolor que había zarandeado su cuerpo hubiese desaparecido repentinamente. —Será mejor que te marches.— se limitó a decir el hechicero. 15 El príncipe destronado Ikra, profundamente afectada, concentró la mirada en su hermano y trató de llegar a lo más profundo de su interior en un desesperado intento de descifrar sus pensamientos, pero Elvor ya se encontraba resguardado bajo la habitual capa de indiferencia que a menudo ostentaban sus actos. Al comprender que el momento de debilidad había pasado, Ikra volvió a dirigir la atención hacia el lugar donde se había ocultado el extraño ser y descubrió que la presencia se había disipado, como si jamás se hubiera hallado en aquella habitación. —Márchate, hermana. Es tarde y necesito descansar. La mujer negó con la cabeza, pero la mirada impertérrita del hechicero no daba pié a desobedecer su mandato. —Márchate, Ikra. No volveré a pedírtelo una vez más. Esta vez las palabras de Elvor velaban una profunda amenaza, y la doncella, sintiendo como un hálito gélido recorría todo su cuerpo, provocándole profundos escalofríos, se apartó bruscamente de él y dirigió sus pasos hacia el umbral de la celda. Caminó con la cabeza gacha, apresurando el paso, tratando en todo momento de ignorar la mirada acuciante con que la cercaba su hermano. Tan solo cuando posó su mano sobre el pomo de la puerta y el umbral quedó abierto, osó volver la cabeza y mirar por última vez a la oscura sombra en que se había transformado Elvor. El joven se hallaba erguido entre las tinieblas de la estancia, convertido en una silueta etérea, casi ingrávida, que saturaba la atmósfera de la habitación con su apabullante presencia. Su rostro, cubierto por una máscara de negrura, aparecía indescifrable a ojos de la mujer, sin embargo sus labios formaban una macabra sonrisa que dejaba al descubierto una blanca dentadura. Ikra ahogó un gemido ante una visión tan atroz, y balanceando la cabeza, como si tratara de sacudirse aquella imagen de encima, traspasó la puerta y la cerró con fuerza a sus espaldas. Con la respiración agitada, y el rostro envuelto en sudor, la mujer se apoyó contra el vano y trató de recobrar la serenidad. Pero le fue imposible... en su memoria seguía apareciendo la macabra sonrisa de Elvor y su despiadada expresión. De pronto tuvo la certeza de que el muchacho al que había encarado en última instancia no era su hermano. Aquellos ojos fríos se asemejaban más a los de un perturbado homicida que a los del joven hechicero con el que se había criado toda su vida. Una vez más recordó la inesperada aparición del extraño ente y su repentino desvanecimiento. Pensó en cómo la expresión de Elvor había ido cambiando de la angustia a la autoconfianza, en cómo el horror había dejado paso a una extraña sensación de calma y sosiego. Todas aquellas ideas fueron aunándose y entremezclándose en la cabeza de la princesa y dieron forma a un espantoso pensamiento. A una idea tan abominable que de solo ahondar en ella, le provocó un ataque de náuseas. 16 La noche en Gravad - Zuhar Sintiendo flaqueza en las piernas, y notando como todo su cuerpo era presa de intensos temblores, la mujer se apartó de la puerta, y con el horror impregnando su corazón como si fuera una irrompible capa de escarcha, se apartó de la estancia y bajó cabizbaja por los oscuros pasadizos de la torre oriental de Gravad-Zuhar. Elvor permaneció inmóvil mucho tiempo, observando la puerta cerrada y reteniendo en su memoria el hermoso rostro de su hermana; tratando de apaciguar la dentellada de horror que infectaba su mente con el recuerdo cálido y bello de la mujer. Pero en su interior ya ardía, como tantas otras veces, la presencia del maestro, deslizándose por los recovecos de su cerebro como si fuera un gusano infecto. La voz, cruel y cavernosa, brotó en su interior como un amargo suplicio, desencadenando un tumulto estruendoso cuyos ecos llegaron a lo más profundo de su cerebro. «¿Qué hacía ella aquí?» La voz del maestro era autoritaria, y su tono tan elevado que casi causaba dolor. Elvor, atemorizado, negó inmediatamente con la cabeza, pero el inquisitivo maestro no se dio por vencido y continuó asediando al muchacho con sus preguntas. «¿Qué hacía ella aquí, ivdreah?» Esta vez la voz sonó con mucha más fuerza y Elvor tuvo que cerrar los ojos desquiciado, sintiendo como involuntariamente las lágrimas caían derramadas por sus párpados. No deseaba llorar. No deseaba mostrarse débil ante su maestro, por desgracia la tensión que recaía sobre su cabeza era tan molesta que difícilmente podía sobreponerse a la tortura. El maestro sabía castigar cuando era necesario. —No tuve nada que ver.— se quejó el joven hechicero.— Ella se coló en mi habitación a mis espaldas. «Ibas a contarle algo, ¿No es cierto?» Elvor sintió como el sudor volvía a chorrear por todo su cuerpo. Si el maestro sospechaba su traición, sería castigado sin piedad alguna, por suerte aquel interrogatorio solo podía significar que su señor había irrumpido en la habitación demasiado tarde. —No... ella no sabe nada... ni tan siquiera puede llegar a imaginarlo... Mis labios han estado sellados como una losa... Durante un tiempo indeterminado, que se convirtió en una angustiosa tortura para el hechicero, el maestro continuó ejerciendo su inquebrantable garra sobre su cabeza, sin embargo, conforme fueron transcurriendo los minutos, el dolor fue menguando, y la presencia se hizo menos ominosa. Elvor trató de recuperar el dominio de sí mismo, y como tantas otras veces, acabó acostumbrándose a la presencia del ente, acto seguido dirigió su mirada hacia la ventana y observó como había comenzado a llover en el exte17 El príncipe destronado rior. El viento soplaba con fuerza contra los cristales de los ventanales, provocando un constante retumbe en toda la estancia. «Nada puede distraernos, pequeño ivdreah. El nexo de la sangre debe comenzar, pues el tiempo apremia y los acontecimientos se hilvanan unos con otros, cayendo sepultados bajo la incontenible rueda del destino.» Elvor no llegó a comprender las palabras del maestro, pero no preguntó, pocas veces osaba intervenir en las constantes diatribas que formulaba el precepto. Agachando la cabeza, hundió los hombros con aire derrotista, y se preparó para hacer frente al sino que tanto había anhelado. 18