las conspiraciones en puerto rico

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LAS CONSPIRACIONES EN PUERTO RICO
La idea de que en la isla se estaba conspirando de continuo por la independencia y
separación de España no se separaba de la mente del Gobierno insular. Que hubo desafectos a
granel y que se hablaba mal del Gobierno antes de la implantación de las Reformas y de la
Carta Autonómica por todas partes era moneda corriente, pero que las medidas tomadas por el
general Macías, como asegura el señor Cervera en su citado folleto, impidieron los
desembarcos de filibusteros en Puerto Rico es una burda patraña.
Dice Cervera: «Antes, Mattei Lluveras, Lacret y otros cabecillas y separatistas
emigrados organizaron expediciones para invadir la pequeña Antilla. Pero se estableció
excelente servicio de las costas y distribución de tropas en forma tal que les fue imposible
pisar las costas después de inútiles intentos. Una de las expediciones, de 500 filibusteros,
destinada a Puerto Rico y preparada para desembarcar en las costas de la pequeña Antilla,
ante la dificultad de efectuarlo, cayó, al mando de Lacret, en la isla de Cuba.»
Esto es un tejido de datos inverosímiles. Los separatistas puertorriqueños que estaban
en los Estados Unidos y en Santo Domingo jamás pudieron organizar una expedición
filibustera para invadir Puerto Rico; se estrellaban en tres cosas: primero, en las condiciones
topográficas del país, pequeño y falto de maniguas; segundo, en el estado social del
campesino puertorriqueño, pobre y miserable, aplastado por las suspicacias del viejo régimen
colonial, pues ni siquiera podía tener un buen machete de combate y menos una escopeta o
cualquier arma de fuego, y tercero, que para preparar una buena expedición guerrera, por
reducida que fuese, se necesitaba una regular suma de pesos y secundarla con otras
expediciones sucesivas, y los conspiradores puertorriqueños estaban muy alcanzados de
dinero. En vista de esta situación financiera, precaria, los revolucionarios puertorriqueños que
estaban en el extranjero se concretaban a auxiliar a los cubanos en su lucha por la
independencia porque consideraban, con buen juicio, que auxiliar la libertad en Cuba era
trabajar también por la de Puerto Rico. Para ellos los anhelos eran los suyos, y, por
consiguiente, dedicaban su óbolo a la causa de los cubanos.
Por lo tanto, aseverar rotundamente que a los revoltosos separatistas les fue imposible
pisar las costas de Puerto Rico, después de inútiles intentos, es consignar una falsedad
histórica. Jamás hubo expediciones filibusteras expresamente destinadas a Puerto Rico. Hubo
proyectos y planes, y nada más, a pesar de los buenos deseos del general separatista Juan Rius
Rivera, hijo de Cabo Rojo, que hasta hizo, en mayo de 1896, un viaje a la inmediata isla de
Santo Domingo para coordinar, con los patriotas de Puerto Rico, un levantamiento en armas,
teniendo al fin que regresar a Nueva York a marchar a los campos de Cuba. Don Aurelio
Méndez, revolucionario puertorriqueño, desde Samaná había hecho en 1895 circular en
Puerto Rico muchas cartas revolucionarias, pero, a pesar de todos estos esfuerzos y del
laborantismo de los comisionados y agitadores políticos que vinieron expresamente a la Isla a
atizar el fuego de la revolución, nunca se llegó a un hecho práctico, como preparar una
expedición expresamente para Puerto Rico y no poder tomar tierra, como asegura el cronista
de la Capitanía General por las buenas vigilancias costeras del gobernador Macías.
Los cubanos y puertorriqueños propalaban a menudo en Nueva York que la expedición
filibustera venía para Puerto Rico, lo cual hacían con el fin político de despistar a los espías
del Gobierno de Madrid que residían en la gran ciudad americana; en efecto, lo conseguían
siempre, desembarcando fácilmente en las playas de Cuba todas sus expediciones.
Al Gobierno de la pequeña Antilla conveníale también hacer creer las paparruchas de
tales expediciones hacia acá, con el fin particular de poder desenvolver la política interna de
suspicacia contra aquellos hijos del país más connotados. De este modo se hacía creer a los
magistrados de la Audiencia y a los demás empleados de los tribunales de Justicia que en
Puerto Rico existía el katipunan, organizado lo mismo que en Filipinas. Así, los burócratas
maquiavélicos que dirigían las piezas del ajedrez del Gobierno insular, tenían bien dispuesto
el ánimo de los hombres de estos tribunales para cuando conviniera poder repentinamente
encausar, encarcelar, despropiar y fusilar a determinados criollos, dándoles jaque mate. Ya,
preventivamente, había en todos los pueblos, en los puestos de la Guardia Civil, unas listas
con los nombres y apellidos de los criollos ricos, figurando como grandes revolucionarios y
perpetuos conspiradores contra la integridad del imperio español en esta Insula. Nosotros, que
jamás hemos conspirado, hemos visto figurar nuestro nombre en unión de otras muchas
personas distinguidas de Arecibo en una lista que leí en la Guardia Civil de aquella villa.
De este modo, la canasta estaba preparada, siendo luego cosa fácil arrojarnos en ella y
recaudar ipso facto en Puerto Rico, como se ha hecho en Cuba y Filipinas, grandes
cantidades de dinero con el secuestro y venta en pública subasta de los bienes de los
supuestos conspiradores. Afortunadamente, los hijos de Puerto Rico pudieron librarse de esta
triste hecatombe, de la cual no pudieron evadirse los desgraciados cubanos ni los infelices
filipinos.
Antiguamente, los oficiales del fisco declararon la guerra a los indios, a pesar de
cuantas leyes promulgaron los Reyes Católicos y el emperador Carlos V en favor de los
indígenas; desaparecieron los indios y los célebres incomunicados para doctrinarlos en la
religión católica contra la trata, y a pesar de los tantos proyectos de emancipación que no
cuajaban; y cuando por fin los africanos fueron libertados en 1873 por los nobles
sentimientos de las buenas repúblicas españolas, se desarrolló la guerra embozada contra el
criollo en general. El objetivo era sostener la factoría colonial con el pomposo nombre de
Provincia y que produjera mucha azúcar, mucho café y mucho tabaco. Los medios que se
usasen todos eran buenos con tal que fueran seguros y no salieran a la superficie. Política
desastrosa y que tenía que dar resultados funestísimos (1).
El Gobierno de los Borbones, así como lo hizo el de los Austrias, luchaba y se resolvía
contra el progreso y la libertad que el tráfico mercantil y la situación geográfica importaba a
la isla, y cuando no se podía entorpecer más, entonces venían las concesiones públicas, para
luego, poco a poco, ir mixtificándolas hasta suprimirla. Así tuvimos libertades el año de 1812
que se perdieron el año 15; de nuevo el año de 1820 que se quitaron el 23; otra vez el año de
1836, para desaparecer el 37, arrojando a las Cortes del Reino a nuestros diputados y a los
cubanos. Por cierto que éstos publicaron un Manifiesto de protesta: documento de oro
magistral, pero los diputados puertorriqueños no dijeron esta boca es mía. Se esgrimió contra
las Antillas la daga de dos filos de que Cuba y Puerto Rico se regirían por leyes especiales, y
así se hizo constar en la Constitución, y como la libertad y la tiranía pueden informar en
principio leyes especiales, el Gobierno escogió la mano zurda y no la derecha para
gobernarnos, y a Cuba fue el déspota general Tacón y a Puerto Rico el general Pezuela, que,
aunque ilustrado y progresista, tenía que atenerse al régimen imperialista.
Por supuesto que en la misma España se sentía este vaivén funesto de la política de los
esbirros del muy amado Fernando VII y la muy amada doña Isabel II.
Desde el año 1837 hasta el 73 gimió la Isla en la tenebrosa noche de un coloniaje vil.
Con el triunfo de la revolución española de 1868 tuvieron los patriotas antillanos algunas
esperanzas en la acción pujante de progresistas peninsulares; pero Cuba se lanzó a la guerra
de la independencia y en Puerto Rico se iniciaron algunas reformas. Por fin vino la libertad el
año de 1873 a visitarnos por obra y gracia de la República, pero pronto la arrojó de entre
nosotros el sable del general Sanz, cuyo estúpido despotismo lo premió el Gobierno de
Madrid nombrándole marqués de San Juan de Puerto Rico. Retorna otra vez la libertad a
nuestros lares en 1898 por la acción liberal hispana, la influencia de la minoría republicana y
lo demás de Cuba; y a los primeros pasos que da entre nosotros se le llena el camino de
obstáculos. Y, dados los antecedentes que anotamos, tan pronto hubiera terminado la guerra
hispanoamericana y hubiera quedado esta tierra por España, es de creer hubiera sido
mixtificada nuestra Carta Autonómica, si es que no la imprimían en absoluto, como hizo el
general Sanz con las libertades de imprenta, reunión y asociación y ley electoral obtenidas en
1873. La conducta seguida con nosotros por los Gobiernos borbónicos durante todo el siglo
XIX nos da derecho a pronosticar así, pues por un decreto de fuera de 1875 quedó sancionado
de nuevo en nuestra isla el poder discrecional del gobernador; en un decreto general de 4 de
mayo de 1878 decía el Ministro de Ultramar señor Eluayen: «Aceptando el criterio del
Consejo de Estado, el Ministro que suscribe entiendo que, dado el estado particular de
civilización, cultura de Puerto Rico es preciso organizar allá el poder de tal manera que
intervenga en todos los actos administrativos de alguna importancia: que conozca el
desarrollo de todos los intereses; que sancione con su autoridad toda iniciativa; que regule
todo movimiento de verdadera trascendencia; que sea, en suma, el centro moderador de todas
las fuerzas, para que aun cuando en su nacimiento y progreso se les deje en completa libertad,
para enfrenarlas si llegan a traspasar los límites de la legalidad y de la conveniencia pública.»
¡Y después de afirmar semejante fraude propalaba por los reaccionarios que los puertorriqueños no servían para el gobierno propio, pues todo lo esperaban y lo pedían al gobernador!
Síntesis de este funesto régimen al final de la pasada centuria: el negro explotando el
suelo con el arado y la azada; el criollo explotando al negro y al infeliz campesino con el
ingenio azucarero; la hacienda (2) de café y las plantaciones de tabaco; el español protegido
por la Aduana, la mercería y la protección oficial, y el Gobierno de Madrid explotando (con
una jauría de empleados sedientos de oro y sin pizca de vergüenza) (3), salvo hermosísimas
excepciones, al español honrado, al criollo trabajador, al activo labriego, al negro humilde y
al suelo feraz.
¿Se lucraba España, la noble España, de este infame agiotaje? ¡Ca, no! España se
desangraba de día en día, enviando la flor de su juventud, arrancada del seno de las familias
pobres de las aldeas, a guerrear a Cuba y custodiar los desmantelados castillos de Puerto
Rico, porque ni al señorito noble ni al señorito rico tocábale esta malhadada suerte de tener
que sostener esta estúpida política colonial.
Cánovas decía en las Cortes españolas: «Autonomía para las Antillas. ¡jamás, jamás,
jamás!». León y Castillo afirmaba: «la autonomía es un gran peligro» (4).
Castelar, el gran tribuno, añadía: «Hay que gastar allá el último soldado y la última
peseta.» Y Sagasta, que en el fondo de su alma era de la misma opinión de su antagonista
Cánovas y del republicano Castelar, encargó al ministro Moret hiciera algo en tan críticas
circunstancias para conjurar el conflicto que se les venía encima con la intervención armada
de los Estados Unidos en la desesperada guerra de Cuba. Y el hábil Moret, sin fe en lo que
hacia, confeccionó a prisa una Ley Autonómica para las Antillas. En el año 1837, y tal vez en
el 79 y 82 (5), hubiera sido esta ley un rocío de libertad: salvador roció de nuestro derecho
colonial y de la nacionalidad española; el año 1898 fue para Cuba como salpicar con los
dedos humedecidos en agua las llamas de una fragua encendida, que más se revuelven,
flamean y ascienden; y para Puerto Rico fue una dudosa esperanza, aunque indudablemente la
recibimos con gran regocijo. La madre histórica nos hacia al fin justicia. Justo es reconocerlo
así y hacerle completa rectificación de juicios. Si antes no lo había hecho había sido la obra
de los reaccionarios y de los malos gobiernos.
Sin embargo, contra esa ley tronaron en seguida en Madrid Romero Robledo y el
general Weyler; siendo doloroso ver que la prensa conservadora y parte de la opinión pública
allá y acá aplaudieron la actitud de esos apasionados políticos. En cambio, Pi y Margall, el
sabio hombre público que decía la verdad a la nación y que ya en 1854, en una tierra libre
titulada Confederación Española, pronosticaba todo lo que acaba de pasar con los Estados
Unidos, lo motejaban de imbécil, así como a otros sabios políticos españoles que estaban por
la administración y la implantación del gobierno propio.
Y hoy los amigos Cajal y otros ilustres escritores españoles vuelven a decir la verdad, a
estilo de Pi Margall, y les llamarán malos patriotas (6).
Y todo ello por falta de escuelas. Fernández Bremón, el director de la Ilustración
Española y Americana, uno de los mejores periodistas peninsulares, ha dicho en el número de
su periódico correspondiente al 8 de enero de 1898 lo siguiente: «Y no es que yo tema
complicaciones belicosas con los Estados Unidos: podré equivocarme, pero les considero el
enano de la venta, a quien se le metería el resuello en el cuerpo si nos lo propusiéramos.»
Estas frases en boca de un patán campesino pueden pasar, pero en los labios de un intelectual
madrileño, que hay que concederle ilustración y tacto político, producen una tristísima
impresión por el gran error que entrañan.
Explicación: el Gobierno de Madrid, astuto, engañando a la prensa con datos falsos
sobre la escuadra manual y las fuerzas que disponía; la prensa, mal informada, engañando al
pueblo español; éste, desconocedor de lo que pasaba en las colonias ultramarinas derramando
generosamente su oro y su sangre por salvar el honor de la nación. Si al pueblo español se le
hubiera enseñado en las escuelas la geografía y la historia de las Antillas, no lo engaña la
prensa; si la prensa hubiera sido bien informada, no lo engaña tan fácilmente el Gobierno, y
si los hombres del Gobierno hubieran conocido el poderío de los Estados Unidos, no
hubieran ido a una guerra desastrosa y sí a un arbitraje internacional. Pero había que salvar el
trono de un Borbón del empuje revolucionario del pueblo español y el Gobierno se fue de
Roma por todo.
Víctor Hugo lo ha dicho: «Quien dice ignorancia, dice ceguedad, preocupaciones, error,
superstición, despotismo, arbitrariedad, humillación, miseria e inmoralidad.» Y el gran
pensador francés tiene razón.
(1) Rafael M* de Labra, en la pág. XII de su obra La Autonomía Colonial en España (Madrid, 1892), dice lo
siguiente: «He pasado buena parte de mi vida oyendo decir que la abolición de la esclavitud será la ruina de
Cuba y Puerto Rico, donde era casi imposible el trabajo rural del blanco y el esfuerzo voluntario del hombre
libre; que la proclamación de los derechos naturales y de las libertades necesarias seria la señal de la guerra y el
principio de la catástrofe en Ultramar, como lo fue en el continente sudamericano, y, en fin. que así como la
raza latina y las libertades británicas eran incompatibles, así lo eran también España y una política colonial
expansiva. Se me ha dicho esto tanto, que no se cómo no concluí por rendirme».
(2) El partido liberal indicaba la asimilación absoluta para resolver el problema, y no todos los republicanos
estaban por la autonomía, de donde se originaba un vergonzoso status quo que trajo el desastre.
(3) La minoría republicana parlamentaria, compuesta de Pedregal, Azcárate, Pi y Margall, Vallés, Ribat,
Muro, Becerro de Bengoa y Labra, apoyaban la Autonomía colonial.
(4) El ministro de Ultramar, León y Castillo, en su discurso del 29 de octubre de 1881 decía: «Nosotros
vamos a la asimilación; pero a la Autonomía jamás; y no hay que confundir la asimilación con la identidad».
(5) En la circular del 2 de agosto de 1879 decían los cubanos: «En la cuestión social no cabe advertir más
criterio que el de la Abolición inmediata y simultánea sin indemnización alguna pecuniaria. Así lo exige la
pureza de nuestros principios y el interés bien entendido del país. En la cuestión política pedimos que se amplié
la esfera de acción de los Ayuntamientos y Diputaciones provinciales, aplicándose íntegras las leyes Municipal y
Provincial que en la Península rigen; pedimos la separación de los poderes civil y militar; al igual de lo que en la
Metrópoli acontece; pedimos el gobierno del país por el país; el planteamiento del régimen autonómico como
única solución practica y salvadora, por estimar que es el solo régimen compatible con las condiciones especiales
de la isla de Cuba y con las peculiares necesidades a los intereses de la misma». Todavía en 1882 pudo hacerse
algo. Véanse las declaraciones de la Junta Magna celebrada por los representantes del Partido Liberal
autonomista en La Habana el 10 de abril de dicho año. Ya en 1892 el lenguaje del Partido Liberal cubano era
amenazador: se creía venir la guerra.
(6) El señor Díaz Caneja, director del Boletín Mercantil, decía: «Para que tenga lugar esta autonomía, será
indispensable que antes renuncie la nación a su soberanía y rebaje su dignidad, permitiendo que se desconozca
su legitima supremacía en la provincia, que se quebrante la armonía general y se rompan los lazos íntimos que
unían a las Antillas con su Metrópoli. Mas suponer semejante cosa es el extremo de la obcecación o del delirio.
Los que tal pudieran imaginarse, o son unos torpes o unos ilusos al soñar que la heroica matrona que supo...
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