EL HUNDIMIENTO DEL “SHEFFIELD”

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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
EL HUNDIMIENTO DEL “SHEFFIELD”
En la madrugada del 4 de mayo, un segundo bombardero Vulcan procedente de la Isla
Ascensión atacó Puerto Argentino arrojando sobre su pista otras 21 bombas de 1000
libras sin que una sola diera en el blanco (el impacto más cercano se produjo a 60
metros hacia el oeste).
La Operación “Black Buck” se repetía con menos éxito que la anterior ya que lo único
que consiguió fue que los efectivos del Regimiento de Infantería 25 allí apostados
corriesen a sus pozos de zorro en busca de cobertura.
Para entonces, el mundo estaba seguro que se hallaba en presencia de una verdadera
masacre ya que hasta el momento, la Argentina no había logrado nada significativo. Por
el contrario, a esa altura sumaba centenares de muertos, había sufrido el hundimiento de
un poderoso crucero y la destrucción de una embarcación menor, le habían derribado y
destruido numerosas aeronaves tanto en el aire como en tierra y la cantidad de heridos
se aproximaba al medio millar. Como contrapartida, Gran Bretaña solo había sufrido la
pérdida de un hombre en alta mar, consecuencia de un accidente y un herido grave
durante la invasión a las Georgias además de tres helicópteros siniestrados y algunos
gomones Gemini perdidos durante la Operación “Paraquat”, por desperfectos mecánicos
e inclemencias del tiempo.
Los vaticinios ingleses y los análisis efectuados por expertos de todas partes del mundo
parecían confirmarse y los observadores más optimistas comenzaban a sonreír, como
diciendo “ya lo habíamos dicho; la Argentina no va a tener oportunidad de producir
daños a Inglaterra”. Sin embargo, aquel 4 de mayo las cosas comenzaron a cambiar. El
primer indicio de que el asunto no iba a ser tan fácil provino de Puerto Darwin.
Ese día, el almirante Woodward desplegó al grupo del “Hermes” hacia el sudeste de
Puerto Argentino despachando desde su cubierta a tres Sea Harrier con la misión de
atacar el aeródromo de Prado del Ganso y neutralizar la acción de los Pucará.
La patrulla británica estaba integrada por su líder, el capitán W. J. Watt que despegó a
las 12.46 (15.46Z) a bordo del avión matrícula ZA192 llevando tres bombas de racimo
bajo sus alas, el teniente Ted Ball, que decoló dos minutos después en el XZ460 con
tres bombas de acción retardada y el teniente Nicholas Taylor, con otras tres de racimo,
a bordo del XZ450, quien dejó la cubierta a las 12.50 (15.50Z).
Una vez en el aire, los tres cazas pusieron rumbo noroeste y minutos después
sobrevolaban el istmo de Darwin a baja altura y gran velocidad.
Batt y Taylor cruzaron la pista desde el sudeste y arrojaron sus bombas, sin alcanzar el
objetivo. En realidad el segundo no llegó a hacerlo ya que en el preciso momento en que
se disponía a lanzar, fue alcanzado por los cañones de 35 mm de las baterías antiaéreas,
perdiendo al instante el dominio de sus controles. El Sea Harrier comenzó a caer y se
estrelló en las planicies de Calf Park, provocando la muerte de su piloto. Había sido
derribado por los bitubo Oerlikon de procedencia suiza, después de ser localizado por el
radar del GADA 601.
Efectivos del Regimiento de Infantería 12 encontraron los restos del avión sobre la rada,
a 150 metros de la pista de aterrizaje de Prado del Ganso y al cuerpo de Taylor muy
cerca de allí, con el paracaídas semidesplegado, lo que evidenciaba que había intentado
eyectarse sin éxito.
El teniente coronel Italo Ángel Piaggi, jefe de la unidad acantonada en el istmo, apuntó
en su libro Ganso Verde que los aviones atacantes eran cuatro y los derribados dos, uno
de los cuales se precipitó a tierra humeando, en dirección a San Carlos.
Es posible que uno de los aviones sobrevivientes haya sido alcanzado sin llegar a ser
derribado pero lo cierto es que aquel día solo cayó un avión en Darwin, el primero
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derribado por las fuerzas argentinas en lo que iba de la guerra, algo que sirvió para
levantar la moral de una tropa un tanto alicaída por los sucesos de los días anteriores.
Tal vez, el mejor testigo de aquel derribo haya sido el teniente Ball que en su pasada
desde el sudoeste vio claramente la caída de su compañero. Eso no le impidió arrojar
sus bombas y largarse a toda prisa para aterrizar en el “Hermes” a las 13.36 (16.36Z),
minutos después de que lo hiciera Watt. Por los reportes obtenidos tanto propios como
del enemigo, ninguno de los pilotos alcanzó su objetivo ya que ni la pista ni los Pucará
allí estacionados habían sido tocados. Sólo dañaron levemente, los aviones averiados en
incursiones pasadas, a los que los argentinos habían montado como señuelos sobre
tambores de petróleo.
Una vez en el portaaviones, los pilotos sobrevivientes descendieron de sus aviones y se
quitaron los cascos mientras eran asistidos por el personal de mantenimiento y control.
Una pena profunda los embargaba, lo mismo a los efectivos de a bordo y a los
integrantes del Escuadrón 800 dado que Taylor no sólo era un buen piloto sino también
un excelente amigo y un individuo sumamente responsable. Los argentinos lo
enterraron con honores en Prado del Ganso, a escasos metros del aeródromo y el
hipódromo, en un lugar venerado hasta hoy por los residentes locales.
El derribo de Taylor fue sumamente útil en un sentido más práctico ya que entre los
restos de su aeronave se encontraron las planillas con los datos de las performances y el
consumo del avión y las distintas configuraciones de su armamento, material que
posteriormente fue analizado y aplicado en la determinación de los gráficos de plotting
en la Central de Información de Combate1.
Aquel día, la Argentina tuvo una prueba más de la pusilanimidad chilena cuando el
embajador de ese país en Buenos Aires se dirigió a la Cancillería con el objeto de
reafirmar la neutralidad de su gobierno y desmentir categóricamente que hubiese
prestado apoyo y suministros a naves inglesas. Después de esa farsa, cuando
abandonaba el Palacio San Martín, el diplomático manifestó a los representantes de
prensa reunidos en el lugar que la Argentina tenía las espaldas muy bien cubiertas, en
clara alusión a la “firme y leal actitud de Chile”.
Acuciado por cosas más importantes que las declaraciones del embajador chileno, el
Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto elevó al secretario de Estado
norteamericano una nota de protesta por sus recientes declaraciones en las que atribuía a
la intransigencia argentina el fracaso diplomático.
Volviendo al derribo del Sea Harrier, el coronel (RE) Horacio Rodríguez Mottino,
reproduce en su libro del La artillería argentina en Malvinas, las palabras del
subteniente Claudio Oscar Braghini de la 3ª Sección de Baterías “B” del GADA 601,
que fue quien lo abatió. Según su relato, se hallaba atento a la pantalla del radar junto al
cabo Ferreyra, operador del director de tiro, cuando repentinamente detectaron tres
puntos blancos que avanzaban en sentido contrario al ataque del 1 de mayo.
-¡Ahí vienen, mi subteniente!- alertó Ferreyra.
Braghini dio el alerta por radio y le indicó a su compañero que dejase aproximar al
enemigo. Como no obtuvo respuesta, confirmó el alerta por teléfono y acto seguido,
advirtió a las restantes piezas por el intercomunicador.
Los aviones avanzaban a gran velocidad, volando al ras del suelo, cuando llegaron a las
posiciones. A unos 5 kilómetros de distancia, Ferreyra enfocó al primero en el monitor
de TV y casi enseguida Braghini disparó. El piloto hizo maniobras evasivas con
pronunciados zigzags pero las mismas resultaron inútiles. El Sea Harrier fue alcanzado
y comenzó a incendiarse al tiempo que se le desprendía el plano izquierdo.
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El piloto intentó levantar la trompa para ganar altura pero su aparato se frenó en el aire,
dio una vuelta completa sobre su eje longitudinal y comenzó a caer en picada, para
estrellarse a 500 metros de donde se hallaba Braghini. Soldados y oficiales que
presenciaban la escena gritaban eufóricos en tanto el oficial enfocaba en su pantalla
hacia un segundo avión que se alejaba presuroso, después de arrojar sus cargas
explosivas.
El artillero disparó y aparentemente alcanzó el objetivo aunque no logró derribarlo.
Según testigos, el Sea Harrier comenzó a desprender una columna de humo blanco y se
perdió en dirección este, haciéndole creer al teniente coronel Piaggi que se había
precipitado a tierra..
Mientras los soldados entusiasmados vivaban a la patria, el soldado Hugo Quiñones,
completamente al descubierto, disparó desde el apuntador óptico con su fusil FAL,
hasta que se le trabó el arma por la rotura de una pieza2.
Una densa columna de humo se elevaba hacia el cielo desde el punto donde se había
estrellado el avión de Taylor, cuando la emocionada voz del vicecomodoro Pedrozo
hizo llegar a Braghini y Ferreyra las felicitaciones del alto mando.
Al tiempo que fracasaba la gestión del presidente Belaúnde Terry, comenzaba a gestarse
la del secretario general de las Naciones Unidas, Dr. Javier Pérez de Cuellar. Casi al
mismo tiempo, el gobierno de Costa Rica proponía a los países miembros de la OEA
trasladar la sede de ese organismo “a una nación que ofreciera condiciones óptimas para
tratar asuntos inherentes al continente americano”, clara alusión a la postura totalmente
parcial de Estados Unidos3.
Aquella era una propuesta utópica por lo impracticable, sin embargo, ponía en evidencia
el sentir de las naciones latinoamericanas con respecto a la política de Washington y el
creciente malestar que se generaba en la región. Por otra parte, cuando Pérez de Cuellar
volvió a reclamar la aplicación de la Resolución 502 y exigía a ambas partes el cese
inmediato de las hostilidades, en la Cámara de los Comunes, Francis Pym anunciaba
que su gobierno iba a vetar cualquier determinación del organismo internacional sobre
el cese del fuego en tanto la Argentina no retirase sus tropas de las islas. A esa altura,
nadie podía imaginar lo que estaba a punto de ocurrir.
Una de las mayores proezas que los argentinos llevaron a cabo durante la guerra fue
haber descifrado por sí solos el complicado sistema Super Etendard/Exocet que los
franceses les habían vendido en 1979.
Los primeros aparatos llegaron al país a bordo del BDT ARA “Cabo de Hornos” (Q42),
que el 17 de noviembre de 1981 los depositó en la Base Naval de Puerto Belgrano. Se
trataba de las primeras cinco unidades de un total de catorce, encargadas a la DassaultBreguet en 1978 para reemplazar a los obsoletos Skyhawk A4Q de la 2ª Escuadrilla de
Caza y Ataque que necesitaba imperiosamente renovar su arsenal.
A las aeronaves se les asignaron sus correspondientes números de matrícula, a saberse
0751/3-A-201, 0751/3-A-202, 0751/3-A-203, 0751/3-A-204 y 0751/3-A-205 y
tripuladas por los pilotos de la mencionada unidad, volaron el 19 de noviembre hacia la
Base Aeronaval Comandante Espora, donde aterrizaron sin novedad tras un corto vuelo
de 15 minutos.
La Armada adquiría, de ese modo, material de última generación que se había
supervisado en un viaje realizado por personal técnico especializado en julio de 1978,
cuando cobraba cuerpo la crisis del Canal de Beagle. En la oportunidad, se firmó un
preacuerdo de compra y al año siguiente se formalizó la operación.
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La decisión tuvo su origen en la negativa de los EE.UU. de reemplazar a los viejos A4Q
por cazas navales F-18 porque consideraba a la Argentina un país de alto riesgo. La idea
era asignarlos lo antes posibles al portaaviones “25 de Mayo” para seguir desde allí con
el programa de operaciones embarcadas que se venía realizando con los cazas de origen
americano desde 1971.
En septiembre de 1980 una comisión especial fue enviada a Francia, para recibir
entrenamiento básico (50 hombres en total) tanto de pilotaje como en materia de
mecánica, sistemas de armas y radares. El mismo, se llevó a cabo en la Escuela de
Aviación Naval de la Base Naval de Rochefort-Soubise, próxima a la isla de Oléron,
sobre el mar Cantábrico, en la Base Aeronaval de Lavisiau ubicada en la Bretaña
francesa y en el portaaviones (R-98) “Clemenceau” y finalizó el de agosto de 1981,
cuando el personal argentino regresó al país.
Incorporados a la 2ª Escuadrilla de Caza y Ataque, los cazas franceses pasaron a
depender de la 3ª Escuadrilla Aeronaval del CANA que impartió directivas en el sentido
de continuar los entrenamientos para que el personal seleccionado se fuese
familiarizando con su funcionamiento, mientras se aguardaba la llegada de un equipo de
técnicos franceses que debían preparar e instruir a los pilotos en el marco de un
programa mucho más sofisticado.
A poco del regreso del personal técnico desde el país galo, comenzaron a circular
inquietantes versiones en el sentido de la poca predisposición de los franceses para con
sus pares argentinos, limitándose solo a brindar instrucción en lo estrictamente esencial.
Tres meses después del arribo de los cazas y los misiles Exocet, debían hacer lo propio
los técnicos de la Dassault-Breguet para instruir a los pilotos navales en el
funcionamiento de la interfaz entre uno y otro (avión y misil), pero con el estallido de la
crisis, el gobierno de Mitterrand frenó su partida, comprometido como estaba con Gran
Bretaña y la OTAN. Una vez más la Argentina quedaba sola y a la deriva.
La orden de movilización de la 2ª Escuadrilla de Caza y Ataque llegó el 31 de marzo de
1982, cuando la flota invasora navegaba hacia Malvinas. Pilotos y técnicos fueron
desplegados sin saber lo que realmente ocurría aunque intuyendo que algo fuera de lo
normal estaba por suceder. Lo que la mayoría ignoraba era que el gobierno de Francia
había suspendido la entrega de los nueve Super Etendard y Exocet restantes enviándolos
a los depósitos de la Base Naval de Burdeos, porque su gabinete acababa de decretar el
embargo de armas y se negaba a suministrar el asesoramiento técnico que exigía el
contrato de compra firmado en 1979.
El Alto Mando naval comprendió que había que trabajar aceleradamente si se quería
ganar la guerra y así fue como encomendó a una unidad técnica el descifrado de los
sistemas de a bordo y tener todo listo lo antes posible ya que la entrada en acción era
inminente.
Se seleccionó un equipo encabezado por el suboficial mayor Carlos Banegas para que
procediera a completar los trabajos de ensamble del misil y poner en funcionamiento su
sistema de radar. El hecho de que el sistema solo había sido probado en polígonos de
tiro por sus fabricantes implicaba un desconocimiento absoluto de su efectividad en
combate y generaba bastante incertidumbre.
Los técnicos argentinos desmontaron el complicado sistema de a bordo y tras un
minucioso análisis, comenzaron las pruebas para descifrar las claves que les permitirían
desglosar la conexión que traspasaba la información del avión al misil. Mientras lo
hacían, sus cabezas estaban puestas en una prueba anterior que se había llevado a cabo
antes del estallido de la guerra, en la que el mecanismo no había funcionado.
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Pero había que tener en cuenta un factor importante: la inteligencia británica ya había
desplegado a sus agentes y los de sus aliados para determinar el grado de preparación
que tenían sus oponentes y sobre todo, el armamento del que disponían.
Los ingleses estaban seguros de que para contrarrestar la imposibilidad de poner en
funcionamiento el complejo sistema francés, los argentinos iban a adquirir material
bélico en el mercado negro o en países del tercer mundo y eso había que evitarlo.
Al tanto de lo que sucedía, el alto mando argentino puso en marcha una compleja
operación de desinformación tendiente a desorientar a sus adversarios y para ello
encomendó al capitán de navío Carlos Corti, encargado de la Subcomisión Naval con
asiento en la representación diplomática de París, montar un operativo destinado a
despistar a los servicios secretos británicos.
Corti convocó a su gente a la embajada y una vez allí reunida, la puso al tanto de las
órdenes impartidas desde Buenos Aires., señalando al capitán Julio Ítalo Lavezzo, para
ponerlas en práctica.
Lavezzo era un marino experimentado, veterano del conflicto del Canal de Beagle
donde había prestado servicios como piloto, a bordo del “25 de Mayo” y contaba con un
impecable historial que incluía varias salidas desde el portaaviones, una de ellas el 15 de
diciembre de 1978, cuando se le ordenó dar caza a un Aviocar C-212 chileno que al ser
interceptado a la altura del Canal O’Brian, a 100 millas del Cabo de Hornos, se dio a la
fuga4.
Sabiendo que se trataba de un hombre de acción, el capitán Corti le solicitó que trazase
un plan para desviar la atención de la inteligencia enemiga y se lo presentase a la mayor
brevedad posible.
El veterano piloto, hombre de muy buena presencia con su metro noventa de estatura,
no lo hizo esperar. La idea era simular negociaciones con traficantes de armamento y
agentes intermediarios de naciones del tercer mundo para desviar la atención de agentes
europeos y norteamericanos del verdadero objetivo: ocultar al enemigo que técnicos e
ingenieros argentinos trabajaban aceleradamente en la puesta a punto del sistema Super
Etendard/Exocet y la obtención de los correspondientes repuestos para su
funcionamiento.
Y los británicos cayeron en la trampa ya que durante días estuvieron siguiendo a la
gente de la Subcomisión Naval en París que, de acuerdo a la información recogida,
había concretado dos operaciones, una en España y la otra en Italia.
Los agentes del servicio secreto de la OTAN siguieron cautelosamente al personal naval
argentino cuando se desplazaba hacia ambas penínsulas. El grupo encabezado por
Lavezzo, viajó al aeropuerto de Génova simulando un encuentro con elementos
desconocidos.
Los espías europeos vieron a los argentinos descender de un automóvil y ascender a
otro en el más absoluto “sigilo” y “disimulo”, tal como lo relata el mismo protagonista.
De ahí los vieron partir hacia el este, atravesando parte de la Liguria y la Toscana hasta
llegar a uno de esos típicos establecimientos rurales italianos denominados “cascinas”,
donde los esperaba un inexistente traficante de armas. Los agentes británicos y sus
aliados mordieron el anzuelo porque siguieron ambas pistas durante días, descuidando
otros canales. Aguardaron allí durante horas sin que la entrega se efectivizase5, mientras
tanto, en la lejana Base Naval de Puerto Belgrano, al otro lado del mundo, el equipo de
técnicos trabajaba febrilmente.
El mayor Banegas explica en el documental “Malvinas, la guerra desde el aire”, que fue
incurriendo en el error reiteradas veces que dieron con la combinación, probando
número por número, con infinita paciencia hasta llegar a la cifra correcta, es decir, hasta
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completar el procedimiento por el cual el misil “leía” la información que se le enviaba
desde la computadora de a bordo.
Eso llevó un tiempo hasta que, finalmente, el mecanismo fue descifrado y cuando la
valija con la computadora que reemplazaba al misil indicó que el mismo había salido, es
decir, que el dispositivo se había puesto en marcha, los ingenieros prorrumpieron en
vivas y abrazos. Era la prueba fehaciente de que el total de los parámetros que se habían
montado eran los correctos y que el proyectil recibía la información,
La Argentina dejaba perplejos no solo a ingleses y franceses sino a los expertos en
armamento y defensa del mundo y se aprestaba a poner en práctica el flamante material
Eran las 08.07 hora argentina (11.07Z), cuando el avión Neptune 2P-2H matrícula
0708/2-P-112 de la Armada Argentina despegó de Río Grande al mando del capitán de
corbeta Ernesto Proni Leston, con la misión de verificar si había ruta despejada para tres
Hércules C-130 que debían volar hacia Puerto Argentino.
Los Neptune eran viejos aparatos de exploración antisubmarina de fabricación
norteamericana, desarrollados en la década del cuarenta, cuya autonomía de vuelo era
de 20 horas y su alcance de 6406 kilómetros.
Desplegados desde la Base Comandante Espora a Río Grande en el mes de abril, el
TOAS disponía de dos, el matrícula SP-2H 0708/2-P-111 y el mencionado 0707/2-P112, ambos al mando del capitán de corbeta Julio Pérez Roca. Dotados de radares
inadecuados, estaban obligados a efectuar aproximaciones de 100 millas que hacían
sumamente peligrosa su exposición al quedar al alcance de las defensas antiaéreas de a
bordo y para colmo, solo uno disponía de equipo de navegación VLF-Omega.
El 2 de mayo por la mañana, el Neptune matrícula 0708/2-P-112 fue programado para
una misión de rastreo y detección, con el objeto de ubicar balsas del crucero “General
Belgrano” (que no encontró) y para otra de apoyo a los Super Etendard, que fue
abortada a último momento por desperfectos mecánicos. Lo mismo ocurrió el día 3,
cuando se le encomendó una operación antisubmarina.
El SP-2H 0708/2-P-111 fue el que ubicó las primeras balsas del naufragio el mismo 2
de mayo, pasando inmediatamente la información a su base. Poco después, se programó
para él una misión en torno al archipiélago, escoltado por dos Mirage V-Dagger, pero la
misma también se canceló.
En realidad, los Neptune eran sumamente vulnerables al ataque de los Sea Harrier, lo
que sumado a la enorme cantidad de horas de vuelo que tenían acumuladas y el desgaste
de sus motores, en otros tiempos extremadamente poderosos, los hacía en extremo
inseguros.
El 4 de mayo de madrugada (04.07 hora argentina), el SP-2H 0708/2-P-112 al comando
del capitán Proni Leston decoló de Río Grande, poniendo de inmediato rumbo al este
para verificar si había vía libre para los tres Hércules C-130 que tenían que pasar a
Puerto Argentino. Debía volar al sur de las islas, virar hacia el norte y seguir después
hacia el oeste, orbitando el archipiélago sin escoltas por lo extenso de la misión.
A las 04.50 hs (07.50Z) el avión hizo contacto con un buque que resultó ser el
“Comodoro Somellera” que, a dos días del hundimiento, seguía buscando
sobrevivientes del “General Belgrano” y una hora después, los Hércules comunicaron
que abandonaban la misión (en esos momentos la capital de Malvinas estaba siendo
atacada).
Al Neptune, en tanto, se le ordenó posicionarse al sudoeste de Puerto Argentino en
espera de nuevas instrucciones, novedad que su comandante se apresuró a informar a los
once tripulantes que componían la dotación.
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A las 06.05 hs (09.05Z) el cabo Yedra informó que su compañero, el suboficial Pernusi,
radarista de a bordo, había detectado un buque enemigo a 90 millas al este del avión y a
85 de Puerto Argentino, novedad que el operador se apresuró a retransmitir a la torre.
Veinte minutos después, Proni Leston recibió instrucciones de mantener contacto en
forma “discreta” y permanecer en el lugar hasta nueva orden. Amanecía en esos
momentos y había un techo de nubes bajas, lo que hacía sumamente vulnerable al avión
cuando emitía con el radar.
A las 08.14 (11.14Z) el Neptune obtuvo un nuevo contacto notificando a la base que el
buque se había movido un tanto hacia el norte y que parecía mantener el rumbo en esa
dirección. Media hora después, (08.45 de argentina) comunicó que el objetivo se hallaba
junto a otras tres unidades de las cuales, una parecía de gran envergadura, posiblemente
un portaaviones. Fue el momento de máxima aproximación al enemigo, al superar la
marca de 60 millas que los Neptune habían alcanzado los días anteriores.
Proni Leston creyó prudente regresar y por esa razón descendió varios metros para
plancharse sobre el agua y deslizarse un tanto al sudoeste, hacia el sector donde se había
hundido el “General Belgrano”, que sobrevoló a las 09.15 horas.
El reloj daba las 07.30 cuando el teniente de fragata Carlos Machetanz, de la 2ª
Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque, salió corriendo de la sala de pilotos, en la
Base Aeronaval de Río Grande, para dirigirse al casino de oficiales, intentando no
resbalar sobre la escarcha. En esos momentos soplaba un viento helado y la temperatura
se hallaba por debajo del 0.
Cuando entró al recinto, el teniente de fragata Armando Mayora, que se hallaba
recostado sobre un camastro, se incorporó rápidamente y preguntó que estaba
ocurriendo. Machetanz le informó agitado que se había detectado un blanco y que
debían dirigirse a la sala de prevuelo donde ya se encontraban reunidos los demás
pilotos.
Mientras se colocaba el abrigo, Mayora preguntó si no se trataba de otra falsa alarma, a
lo que su compañero le respondió que esta vez, parecía ser que no.
Una vez en la sala vieron que entre los presentes se encontraban los capitanes de corbeta
Augusto Bedacarratz, segundo comandante de la escuadrilla y Roberto Curilovic,
quienes en esos momentos explicaban el plan de vuelo a sus colegas. Mayora no lo
sabía aún pero junto con Bedacarratz, había sido designado para llevar a cabo un ataque
contra la Royal Navy.
Realmente, la elección no podía haber sido mejor. Los pilotos habían volado juntos en
más de una misión de entrenamiento y se conocían lo suficiente como para evitar el uso
de la radio el mayor tiempo posible.
El personal reunido en la sala se hallaba concentrado en la planificación del ataque,
calculando la trayectoria, la altura, la aproximación, el punto de lanzamiento del misil y
el escape, todo en base a la información enviada por el Neptune de Proni Leston.
En realidad, la primera misión Super Etendard-Exocet había tenido lugar el mismo día
que hundieron al “General Belgrano”, cuando el jefe de la escuadrilla, capitán de fragata
Jorge Colombo y el teniente de fragata Carlos Machetanz, decolaron de Río Grande
para atacar un blanco a 80 millas al este de Puerto Argentino, operación que debió ser
abortada por inconvenientes técnicos, a poco de su partida.
Regresando al 4 de mayo, cuando a eso de las 08.20 hs se terminaba de planificar la
misión, el teléfono de la sala comenzó a sonar. Al levantar el tubo el teniente de navío
Luis Collavino escuchó del otro lado, al suboficial Villarroel, encargado de
mantenimiento de la escuadrilla, que solicitaba hablar con Bedacarratz. Cuando este
atendió, le fue informado que el teniente García, jefe del Departamento de
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Mantenimiento, daba el visto bueno para decolar. Todo estaba listo para lanzar el
ataque.
El tiempo esa mañana era malo, lo que, en cierto modo, beneficiaba la operación. La
visibilidad era de 1000 metros, había un techo de nubes de 150, bancos de niebla y
chaparrones aislados, lo que dificultaría ostensiblemente la acción de los Sea Harrier.
Un segundo llamado telefónico, atendido esta vez por Mayora, dio cuenta desde el
Comando de Aviación Naval que los aviones debían partir a las 09.45, la directiva fue
transmitida inmediatamente a Bedacarratz, quien dispuso el inmediato alistamiento de
las aeronaves (09.00).
Comenzaban a vivirse momentos de ansiedad, que se tornaron intensos cuando los
pilotos se colocaron sus trajes antiexposición, sus cascos y sus equipos de supervivencia
que les permitirían soportar las heladas temperaturas del mar durante media hora en
caso de ser derribados.
Cuando los mecánicos terminaban de efectuar los últimos controles, Bedacarratz y
Mayora, ganaron el exterior y acompañados por Colombo, abordaron una camioneta
que los llevó hasta los hangares en los que se guardaban los Super Etendard. Una vez en
el exterior, un helicóptero Sea King pasó lentamente sobre sus cabezas y se detuvo a
pocos metros para posarse suavemente en tierra.
El personal de la base estaba pendiente de aquellos dos hombres y en su fuero interno,
especulaba sobre su suerte y los resultados de la misión.
Dentro de la camioneta, ninguno de los dos parecía nervioso pero seguramente lo
estaban, como lo estaría cualquier piloto que se apresta a enfrentar el peligro. Aún así,
intercambiaron varias palabras con Colombo en tanto el soldado que conducía se
mantenía en el más absoluto silencio, intentando no perder detalle de lo que se decía.
En los galpones varios hombres rodeaban a los aviones. Al llegar al lugar, pilotos y jefe
de la escuadrilla descendieron y se encaminaron hacia ellos para realizar el examen
rutinario.
Cuando todo estuvo OK, los pilotos subieron las escalerillas y se acomodaron en el
interior de sus cabinas, sujetándose a los asientos con las correas y cinturones,
Bedacarratz en el avión matrícula 3-A-202 y Mayora en el 3-A-203.
Las aeronaves fueron remolcadas hasta el exterior y allí encendieron sus motores y con
sus turbinas atronando el ambiente, los pilotos hicieron una detenida verificación de sus
paneles, comprobando que todo se hallaba en orden. A las 09.30 en punto cerraron sus
cabinas y lentamente echaron a andar hacia la cabecera de la pista, seguidos hasta los
laterales por mecánicos y asistentes, quienes lanzaban gritos y vivas a la patria,
desahogando de ese modo, la tensión y el nerviosismo que los dominaba.
Los pilotos devolvieron el saludo apretando los puños y alzando los pulgares y casi
enseguida, después de recargar el combustible que habían consumido durante las
verificaciones y el recorrido hacia la cabecera, dieron máxima potencia y se prepararon
a despegar. Debajo de sus alas derechas se recortaban amenazantes las siluetas de los
Exocet AM-39 que en pocas horas se transformarían en el terror de los ingleses.
Parado junto a los cazas, el teniente Machetanz hizo señas a los pilotos indicándole que
la recarga se había completado y acto seguido, se retiró hacia el costado de la pista
mientras el jefe de la formación (cuyo indicativo era “Boina”), pedía autorización a la
torre para decolar.
Los Super Etendard comenzaron a carretear, el de Bedacarratz primero y el de Mayora
después, remontando vuelo con una diferencia de 10 segundos entre uno y otro.
Los cazas ascendieron a 15.000 pies (4500 metros de altura), donde los vientos
alcanzaban 300/12 nudos y enfilaron directamente hacia el punto de reunión, en busca
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del Hércules KC-130 del vicecomodoro Enrique J. Pessana, que los esperaba para
efectuar el reabastecimiento.
El cisterna volaba bajo el indicativo “Rata” y además de su comandante, estaba
tripulado por su copiloto, el mayor Eduardo R. Gómez, el primer teniente Gerardo R. J.
Vaccaro, los cabos principales Mario Cemino y F. Luis Martínez y los suboficiales
auxiliares Oscar Ardizzone, Mario Amengual y Manuel O. Lombino.
Al mismo tiempo, la misión “Dardo” con el Learjet LR-35 del primer teniente Eduardo
E. Bianco, a quien acompañaban el teniente Luis A. Herrera y el cabo principal Dardo
Rocha, despegó a las 09.40 de Río Grande para llevar a cabo una misión de “diversión”,
a efectos de atraer sobre sí cualquier ataque de los Sea Harrier, despejando el camino a
los Super Etendar. Dos escuadrillas de Mirage V-Dagger, la “Pollo”, integrada por los
capitanes Amilcar Cimatti en el avión matrícula C-447 e Higinio Robles en el C-414 y
los “Talo” con el capitán Carlos Moreno en el matrícula C-431 y el teniente Ricardo
Volponi en el C-429, decolaron inmediatamente después (10.20 hs), los primeros para
ofrecer cobertura al Hércules y los Super Etendard, y los segundos al Neptune de
reconocimiento. Llevaban los cuatro el mismo tipo de armamento: dos cañones de 30
mm y dos misiles Shafrir.
El KC-130 se hallaba a 150 millas al este de Río Grande cuando los Super Etendard lo
detectaron. Al momento de ser divisado, volaba con sus mangueras extendidas,
maniobra que había sido practicada infinidad de veces por los experimentados aviadores
navales antes del conflicto, por lo que no hubo inconvenientes a la hora del “enganche”.
Los Super Etnedard se aproximaron lentamente, oprimieron los botones de salida de la
lanza y apuntaron a la canasta de ambas mangueras, efectuando un encastre perfecto.
Los tanques se llenaron sin problemas y a las 10.04 hs (13.04Z), cuando se encontraban
a 250 millas del objetivo, se desengancharon.
Finalizada la operación de recarga, el Hércules se alejó y los cazas iniciaron su
recorrido a 800 km/h en dirección al este. A todo esto, a las 10.50 el Neptune 2P-HP de
Proni Leston ya había confirmado la detección del blanco, permaneciendo en el área
durante tres horas para mantener la posición bajo control. En ese lapso fueron
detectados un total de cuatro buques británicos navegando a 85 millas al sur de Puerto
Argentino y 90 de donde se encontraba el Neptune.
Temiendo que el enemigo detectase su presencia, Proni Leston comenzó a volar en
zigzag simulando ser un avión de rescate en busca de sobrevivientes del “Belgrano” y
así fue como a las 10.35 (13.35Z) ascendió hasta los 3500 pies para transmitir las
posiciones del enemigo a los Super Etnedard que venían en camino. Cumplida la tarea,
se retiró a toda prisa, pegado al mar, y después de dos horas y media de vuelo, aterrizó
en Río Grande cuando los relojes daban las 12.04 (15.04Z).
Bedacarratz y Mayora continuaron su vuelo al ras del agua, pasando muy cerca de la
isla Beauchene, por el lado sur, un promontorio rocoso envuelto en brumas, que
emergía siniestro de las heladas aguas del mar, a 47 kilómetros de las costas
septentrionales de la Isla Soledad.
Dejando atrás el peñasco, los pilotos procedieron a alimentar sus sistemas de ataque
UAT, introduciendo en ellos la información recibida y casi al mismo tiempo
ascendieron hasta los 500 pies para intentar localizar los blancos. No encontraron nada
por lo que volvieron a descender inmediatamente para volar en las mismas condiciones
durante las siguientes 25 millas. A las 10.50 (13.50Z), repitieron la operación, trepando
nuevamente hasta los 500 pies de altura y fue entonces que los ecos de cuatro unidades
de superficie aparecieron en sus pantallas, una grande, dos medianas y una más pequeña
un tanto a la izquierda.
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Alberto N. Manfredi (h)
En sus tableros se encendieron las luces de alerta que daban cuenta de que las
contramedidas electrónicas de los radares británicos los estaban rastreando por lo que,
una vez más, volvieron a descender y pegados al agua, continuaron otras 25 millas para
comprobar, después de un tercer ascenso, que los barcos se habían desplazado un tanto
de sus posiciones.
En vista de ello, los pilotos programaron el instrumental de a bordo, orientando la
memoria de las computadoras con las de sus misiles para que los guiase hasta los
objetivos en los últimos 10 kilómetros del recorrido y a las 11.04 (14.04Z), a 30 millas
del blanco, Bedacarratz disparó su Exocet.
El proyectil se desprendió del soporte, cayó unos metros en picada y casi enseguida
encendió su motor, partiendo rasante sobre el agua mientras trazaba un surco con su
estela. Por un momento su numeral pensó que el misil se estrellaría en el mar pero al ver
que su propulsor se había encendido, se tranquilizó.
Dos segundos después hizo lo propio con el suyo, comprobando que todo había salido a
la perfección. Era la primera vez que se disparaba un AM-39 desde un avión y por esa
razón, la incertidumbre era alta.
Mientras los Exocet iniciaban su trayectoria, los pilotos efectuaron un amplio viraje
hacia la derecha y se retiraron, iniciando el escape a 1000 km/h “peinando las olas”,
como solía decirse en la jerga aeronaval cuando se volaba a pocos metros del agua.
Había poca visibilidad y el océano, debajo de ellos, se hallaba encrespado, por lo que
Bedacarratz advirtió a Mayora sobre el peligro que aquello representaba.
En un momento dado, el jefe de la escuadrilla creyó que un PAC de Sea Harrier los
estaba siguiendo pero su numeral lo tranquilizó al informarle que era él quien volaba
detrás, pegado a su cola.
Ese día, el destructor tipo 42 HMS “Coventry” pidió su relevo después de una agotadora
jornada de escolta y protección a los portaaviones. Su radar 965 estaba fallando y
necesitaba ser reparado, por lo que el permiso le fue concedido. Sin saberlo, acababa de
condenar a muerte a su gemelo, el HMS “Sheffield”, que lo reemplazó.
Como se recordará, el “Sheffield” fue una de las primeras embarcaciones en arribar a la
zona de operaciones, proveniente de la base naval de Gibraltar, de donde había partido
el 5 de abril, después de varios meses de maniobras en el Mediterráneo.
Construido en los talleres navales de Portsmouth, fue botado el 10 de junio de 1971 y
asignado el 16 de febrero de 1975. Como todos los destructores de su tipo, tenía 125,60
metros de eslora, 119,50 en la línea de flotación, 14,3 de manga y 5,8 de calado y
desplazaba 3750 toneladas y 4100 a plena carga.
Poseía un calado de 6,70 metros a carga completa y su propulsión, basada en dos
árboles portahélices COCOG, dos turbinas Olympus y otras dos Tyne, todas a gas, le
permitía alcanzar los 18 nudos a velocidad de crucero y los 29 a velocidad máxima.
Sus turbinas llegaban a los 56.000 CV a máxima potencia y los 8500 a potencia de
crucero y su autonomía era de 7400 kilómetros a 18 nudos.
Se hallaba provisto de una doble rampa de lanzamiento de misiles Sea Dart GWS30 con
22 artefactos, un cañón MK-8 de 115mm y dos Oerlikon MK-7 de 20mm., armamento
que completaba un helicóptero Lynx dotado con torpedos MK-46 y misiles Sea Skua.
Aquel 4 de mayo, día frío, con mar calmo y cielo despejado, el “Sheffield” se
encontraba a unos 35 kilómetros delante del grupo de portaaviones, haciendo de escolta
y brindando protección.
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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
En esos momentos, las unidades de la flota enemiga se hallaban en “alerta 2 de
vigilancia”, con sus tripulaciones ubicadas en los puestos de defensa, turnándose cada
seis horas.
El capitán James “Sam” Salt se encontraba en el puente de mando cuando desde la sala
de operaciones se emitía un mensaje al “Hermes” que debía ser reenviado al Estado
Mayor de la Flota en Northwood. Mientras eso ocurría, la dotación completa de 289
hombres al mando de 26 oficiales, se hallaba abocada a sus tareas, en plena actividad.
El radar principal de a bordo, un 966 mejorado a partir de un 965, había sido apagado
para evitar interferencias en las transmisiones vía satélite y que los argentinos lo
detectasen. Para compensar esa falta, la pantalla del buque insignia (el “Hermes”) se
comunicaba con la suya por medio de un sistema de transmisión de datos que, a decir
verdad, y como se podrá apreciar, no sirvió de mucho.
Un grave error de los británicos fue dotar a sus embarcaciones de equipos de detección
electrónica sin haberlos alimentado con las características de los Exocet, lo que tendría
consecuencias fatales para el “Sheffield” y otros componentes de la Fuerza de Tareas.
Además, a diferencia de los Sea Wolf, los Sea Dart de a bordo dependían del radar para
ubicar el blanco y de quienes los operaban, para decidir si era amigo o enemigo, lo que
los obligaba a apuntar a un solo objetivo por vez, brindando al atacante un tiempo
precioso. Otro problema era que tampoco se le podía disparar a nada que volase a
menos de 2000 pies debido a que los sistemas de a bordo no captaban nada por debajo
de esa altura. Aún así, los británicos lanzaron sus unidades adelante, subestimando la
capacidad de los aviadores argentinos.
La tripulación del “Sheffield” al igual que la del resto de la flota, le temía más a los
submarinos que a un ataque aéreo, lo que sería una constante a lo largo de toda la
campaña.
El radarista Nick Batho, oficial de operaciones del destructor, se hallaba en su puesto
cuando detectó señales que indicaban la proximidad de un avión, novedad que se
apresuró a comunicar al lugarteniente Meter Walpole, oficial de guardia.
Walpole se dirigió a cubierta para informar lo que ocurría al teniente Brian Layshow,
piloto del helicóptero Lynx y entre ambos se pusieron a vigilar el horizonte. Minutos
después, creyeron distinguir algo a lo lejos, una especie de nube un tanto confusa, que
se recortaba en la lejanía. Al principio dudaron ya que nunca habían visto un misil de
frente, avanzando directamente hacia ellos pero a los dos segundos sus dudas se
disiparon.
-¡¡Por Dios– gritaron al mismo tiempo- es un misil!!
Algo similar ocurrió con Steve Iacovou, subteniente de la Armada Real, que en esos
momentos desempeñaba funciones en el puente de mando junto al timonel, un ayudante,
algunos oficiales y varios marineros. Todos creyeron percibir lo que parecía ser un
torpedo avanzando hacia ellos pero cuando el oficial maquinista apuntó con sus
binoculares, las dudas se disiparon.
-¡¡Es un Exocet!!
Se quedaron todos inmóviles, presas del pánico, hasta que alguien ordenó a los gritos
ponerse a cubierto. Instantáneamente se arrojaron todos al piso, buscando protección
como mejor podían, y ahí estaban cuando el misil perforó el casco del destructor,
Iacovou abrazado al segundo oficial de guardia, cubriendo instintivamente su cabeza
con la otra mano.
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Alberto N. Manfredi (h)
Como han dicho muchos de los tripulantes después de la guerra, aquellos fueron
segundos de una enorme angustia, que parecieron una eternidad.
Una tremenda explosión estremeció al buque, clara señal de que el “Sheffield” había
sido alcanzado.
El misil dio por la banda de estribor cuatro segundos después de ser detectado, en la
mitad del buque, a centímetros de la línea de flotación, estallando en su interior con
inusitada violencia. La explosión sacudió a la nave desencadenando un verdadero
infierno.
El Exocet penetró en línea oblicua, estallando con fuerza hacia arriba, cuando arrasaba
el centro de control de máquinas, la sala de operaciones, el cuartel general de control de
daños, pasillos, camarotes y otras secciones.
El capitán de corbeta Patrick Kettle, oficial ingeniero de a bordo, se encontraba leyendo
un libro en la sala de operaciones cuando la detonación lo hizo estremecer. El buque se
quedó sin energía y una corriente de aire caliente atravesó la sala de control para
esparcirse por los pasillos de babor.
Cuando el misil estalló, Kettle vio a personas y objetos volar delante suyo en tanto salía
despedido de su sillón y daba contra una mampara. Había mucha gente que corría de
aquí para allá mientras los gritos de dolor y desesperación tapaban a los oficiales que
intentaban hacerse oír. Todo era caos y confusión.
Kettle se incorporó y notó aliviado que estaba ileso. Su primer impulso fue correr en
busca de un salvavidas y eso hizo. Al dar con uno, se lo colocó presurosamente y acto
seguido, intentó hacer sonar la alarma radial que, por supuesto, no funcionaba. De todas
formas, se trataba de una simple formalidad porque a esa altura, la dotación entera sabía
lo que estaba ocurriendo. Cuando se comunicó con el sector de proa, le informaron que
la sala de operaciones había sido arrasada y que el humo comenzaba a invadir el interior
del navío, propalando un olor penetrante, insoportable en algunos momentos.
La humareda se tan densa, que en determinado momento, resultaba imposible respirar y
hasta verse las manos cuando se las ponía frente a la cara. Procedió entonces a
abandonar el lugar porque a esa altura, no había más nada que hacer allí.
El personal se arrastraba e incluso gateaba por los pasillos invadidos por la terrible
humareda, colocando sus narices lo más cerca posible del suelo donde el aire era más
respirable (el calor siempre tiende a subir), tal como se hacía en los entrenamientos.
Cuando salió al exterior, Kettle absorbió una profunda bocanada de aire que le provocó
gran alivio aunque se sobresaltó al ver que estaba negro de pies a cabeza, como la
mayor parte de los que emergían del interior del buque.
Una vez en cubierta, se dirigió al sector de popa para ver si el barco se estaba hundiendo
y desde allí pudo ver el gran agujero abierto por el misil con el agua brotando en la
estación principal contra incendios, que debería haberse utilizado para apagar las
llamas.
De momento la nave flotaba, cosa que tranquilizó al oficial ya que eso daría algo de
tiempo para el rescate de sobrevivientes.
A esa altura, la tripulación combatía denodadamente el fuego y como nada funcionaba,
debió recurrir al método de llenar baldes que se bajaban con una soga hasta el mar, se
cargaban y se pasaban de mano en mano, un trabajo inútil que le llevaría más de cinco
horas.
Sin dudarlo, Kettle se sumó a la tarea y eso le sirvió para olvidar momentáneamente el
miedo. Mientras tanto, los incendios se propagaban a gran velocidad, alimentados por el
material altamente combustible que cubría las cuatro millas de cables eléctricos6.
Cuando Iacovou se incorporó vio a varios hombres que corrían en todas direcciones
mientras el oficial de guardia intentaba en vano hacerse cargo de la situación. Algo más
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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
allá, su segundo trataba de utilizar el intercomunicador pero el mismo no respondía.
Como el contramaestre había abandonado el lugar, probó usar los controles para ver si
había posibilidades de dirigir a la nave hacia otra ubicación pero todo fue en vano. El
denso humo entorpecía la visibilidad y dificultaba enormemente la respiración, por lo
que pidió instrucciones al oficial de guardia sin que nadie le respondiese. Sin pensarlo
más, se dispuso a abandonar el puente.
Entre los heridos más graves había un hombre que se quemó íntegro cuando atravesaba
un pasillo, no por las llamas sino por el calor; hubo otros que en la desesperación se
arrojaron al agua mientras un grupo de marineros, a bordo de un bote de goma,
intentaba apagar el fuego que emergía por el orificio que había abierto el misil.
A esa altura, la furia del incendio parecía incontrolable; la cubierta superior comenzaba
a calentarse y la tripulación empezaba a sufrir quemaduras en las plantas de los pies.
Mientras tanto, el capitán Salt, llevando una de las máscaras de oxígeno que había a
bordo, trató de bajar a las cubiertas inferiores para supervisar los daños pero no pudo ir
muy lejos porque las escalerillas se habían caído. Aún así, lo poco que vio lo dejó
estupefacto. Las enormes puertas se habían deformado y en algunos sectores el metal
estaba al rojo vivo.
Fue en ese momento que el teniente Layshow despegó al comando del helicóptero del
buque para solicitar ayuda al “Hermes”.
Desde los portaaviones se despacharon varios Sea King llevando médicos y asistentes,
los primeros para colaborar en las tareas de rescate y atención de heridos y los segundos
para intentar controlar los incendios.
En tanto eso ocurría, las tripulaciones de las diferentes unidades de la Task Force
observaban con angustia la densa columna de humo que marcaba el lugar del desastre y
a las fragatas “Arrow” y “Yarmouth” aproximándose para prestar ayuda.
La primera intentó, sin éxito, combatir las llamas arrojando gruesos chorros de agua a
través de sus mangueras en momentos que un importante número de sobrevivientes
pasaba a ella a través de las redes extendidas ex profeso. Había otros náufragos que
flotaban en las heladas aguas e intentaban ser recogidos con la ayuda de sogas.
Con la pintura de la parte posterior del buque derritiéndose, algunos valientes se
colocaron las máscaras de oxígeno y bajaron a combatir el fuego interior; uno de ellos
no volvería a salir más. De esa manera, se repetían escenas similares a las del
hundimiento del “General Belgrano”, con escenas de heroísmo y entrega que solo en
situaciones límites como un conflicto armado, se pueden ver.
En el resto de la flota persistía el temor de un ataque submarino. Tal era la obsesión, que
desde el HMS “Glasgow”, se arrojaron cargas de profundidad porque alguien a bordo
creyó distinguir un periscopio.
El capitán Salt hablaba por walkie-talkie con su par del “Arrow” (capitán Paul
Bootherstone), cuando el “Yarmouth” disparó repentinamente sus misiles
antisubmarinos respondiendo al aviso de su radarista que aseguraba haber detectado
ecos sospechosos en su pantalla. El hecho ocurrió tan cerca del lugar de la tragedia que
Salt experimentó un gran sobresalto.
Los que también estaban nerviosos eran los artilleros de a bordo quienes por poco no
derriban un avión propio cuando abrieron fuego con sus cañones Oerlikon de 35 mm.
Para entonces, habían partido de los portaaviones varios Sea Harrier con órdenes de
interceptar posibles aeronaves enemigas y se mantenían en alerta varios helicópteros.
Un nuevo temor comenzó a preocupar al capitán Salt y a los comandantes de la flota,
cuando el fuego alcanzó los depósitos de municiones. Y no estaban errados ya que parte
de la misma explotó, provocando nuevos heridos y daños de consideraciones.
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Alberto N. Manfredi (h)
Veinte hombres murieron a bordo como consecuencia del ataque y otros 25 resultaron
heridos (uno de ellos fallecería días después), la mayoría en la sala de computación,
debajo del centro de operaciones y en la cocina, donde en esos momentos se preparaba
el almuerzo.
Dada la situación, no hubo más remedio que abandonar el barco pese a que varios
oficiales y marineros aún se afanaban en apagar los incendios. Al escuchar la orden, los
hombres dejaron las tareas y subieron a la cubierta superior mientras afuera comenzaba
a caer el sol y el frío se tornaba intenso. A medida que iban saliendo, se les proveía de
mantas y ropas secas debido a que se habían estado mojando para combatir el calor. El
clima helado del océano, con sus vientos y baja temperatura, podía resultarles fatal.
Mientras los Sea King evacuaban a los heridos y se esperaba la orden de abandonar la
embarcación, la tripulación comenzó a cantar Always Look on the Bright Side of Life,
tema principal de la película La vida de Brian.
Imperaba la tristeza y hasta se podían ver lágrimas en los ojos de los marineros cuando
la dotación comenzó a pasar al “Arrow”. Casi todos los hombres habían perdido a un
amigo o tenían a otros en muy grave estado ya que hacía tiempo que el personal
navegaba junto y había estrechado profundos lazos de camaradería. De todas maneras,
se sentían aliviados de abandonar el naufragio.
Para Iacovou la experiencia fue algo pavoroso y quedaría grabada en su mente durante
el resto de su vida.
En cuanto al segundo Exocet, el del teniente Mayora, el mismo pasó muy cerca del
“Yarmouth”, posiblemente desviado por el chaff, una nube de pequeños filamentos de
metal de aluminio tendiente a confundir al sistema computarizado de los misiles, y
siguió de largo hasta estrellarse en el mar, después de agotar el combustible.
Fue una jornada de extrema tensión para la Fuerza de Tareas británica y una sorpresa
para muchos. John Witerow, del “The Times” de Londres, que viajaba a bordo del
“Invencible”, apuntaría en su libro La Guerra de Invierno, que al producirse el ataque,
una voz por los altavoces informó con tono excitado que un misil había impactado al
destructor: “El ‘Sheffield’ ha sido alcanzado por un Exocet disparado desde un avión.
Están combatiendo el fuego a bordo. Se encuentra a unas 15 o 20 millas y estamos
enviando equipos contra incendios”.
Casi enseguida comenzaron a sonar las alarmas; y la misma voz puso en alerta a la
tripulación: “¡¡Estamos bajo ataque, repito, estamos bajo ataque!!”.
Todo el mundo se arrojó a cubierta mientras sonaban los silbatos, y se escuchaba con
claridad el rugido de un cohete que pasaba cerca. Era el segundo Exocet, el del teniente
Mayora, volando entre el portaaviones y la “Yarmouth”, desviado por el chaff de esta
última.
A bordo todos oraban en silencio y muchos marineros temblaban. Un periodista escribió
en su cuaderno de notas que se vivieron momentos de horror cuando la gigantesca
embarcación efectuaba maniobras de evasión.
Casi enseguida, se escuchó por los altavoces una nueva voz que daba cuenta de que, al
menos por el momento, el peligro había pasado. La enorme tensión comenzó a ceder.
Alejado el peligro, el personal de a bordo se puso de pie y se apresuró a ocupar sus
puestos en tanto quienes se hallaban en el puente pudieron ver con espanto como los
otros buques navegaban en zigzag intentando evitar supuestos torpedos. La columna de
humo del destructor elevándose a lo lejos, completaba aquel panorama aterrador,
llenando de congoja y preocupación a los marinos.
El del “Sheffield” fue el primer revés de envergadura sufrido por los británicos en la
guerra, después de una serie de éxitos que daban la sensación de que aquella campaña
no iba a ser más que un paseo con alguna que otra incidencia. Lo que acababa de ocurrir
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sirvió para demostrar que no iba a ser así, que la contienda había alcanzado un clímax y
que los argentinos eran capaces de llevar a cabo acciones de envergadura.
Los helicópteros comenzaron a arribar a la cubierta del “Hermes” llevando a bordo a los
primeros heridos. Periodistas y camarógrafos estratégicamente ubicados pudieron
registrar las conmovedoras escenas que estremecerían al mundo, en especial al Reino
Unido.
Hombres con terribles quemaduras y graves heridas eran desembarcados por médicos y
enfermeros mientras equipos de voluntarios transportaban camillas con otros
sobrevivientes, algunos mutilados, otros moribundos. También se pudo ver a médicos
que daban respiración boca a boca a hombres chamuscados y gente llevando a marinos
y oficiales con trozos de plástico pegados a sus rostros o con partes de sus cuerpos
humeando, todas ellas escenas escalofriantes.
A todo esto, los Super Etendard atacantes volaban hacia el continente, después de
simular una retirada en dirección a la Antártida a efectos de desorientar a posibles
perseguidores. A esa altura, habiendo comprobado que ningún PAC enemigo los seguía,
ascendieron a gran altitud con el objeto de ahorrar combustible y poco después
establecieron contacto con el avión-tanque KC-130 del vicecomodoro Eduardo J.
Pessana que los esperaba en el punto de reaprovisionamiento acordado durante la
planificación del ataque7.
Lejos de lo que Pessana esperaba, los pilotos le manifestaron que tenían suficiente
combustible para llegar a la base y, por consiguiente, no necesitaban hacer el
reaprovisionamiento.
El comandante el Hércules les pidió los resultados de la misión y una vez recibidos, los
pasó al continente, donde eran esperados con mucha ansiedad. Las aeronaves se
encontraban a unas 150 millas de Río Grande y hacia allí volaban sin ningún tipo de
inconveniente.
Tras recepcionar el mensaje, el oficial encargado de la torre de control se comunicó con
la sala de pilotos para retransmitirlo. Lo atendió el teniente Julio Héctor Barraza quien,
al dar va conocer la novedad, generó la consabida algarabía del personal. El griterío
llamó la atención de los mecánicos y asistentes que se encontraban en los hangares
quienes movidos por la curiosidad, echaron a correr en esa dirección. Allí se les informó
que los aviones habían cumplido su misión y que llegaban en perfecto estado, lo mismo
los cuatro Dagger que les venían dando cobertura.
Después de hablar con el Hércules, Bedacarratz se comunicó con Mayora para decirle
que, a partir de ese momento, pasaban ambos a frecuencia de torre y que se establecería
enlace con ella cuando se encontrasen a 10 millas de distancia.
Y de ese modo, después de indicar que se incorporaban a circuito de aterrizaje, la torre
los fue guiando hasta que ambos tocaron pista. Eran las 12.04 hora argentina y desde el
sudeste soplaban vientos de 030/20 nudos.
El recibimiento que los pilotos recibieron fue apoteósico. Integrantes de las escuadrillas
aeronavales y de la Fuerza Aérea, así como también, personal civil y militar de la base,
salieron al exterior para saludarlos. Algunos de ellos corrían detrás de los aviones,
gritando y agitando banderas mientras cuando los mismos rodaban por la cinta asfáltica
hacia los hangares.
Los aviadores descendieron de sus máquinas y se abrazaron a sus colegas al tiempo que
decenas de manos intentaban palmearlos, ya en la espalda, como en la cabeza y los
hombros. En medio de la emoción, un integrante del personal de la base tomaba
fotografías con su cámara intentando registrar el momento, todo entre vivas, risas y
brazos en alto.
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Alberto N. Manfredi (h)
Pese a que aún no había sido confirmada por el enemigo (que lo haría unas horas
después al admitir bajas en el destructor), se tenía la certeza de que al menos uno de los
misiles había dado en el blanco.
La Aviación Naval Argentina había llevado a cabo un vuelo impecable, altamente
profesional. Bedacarratz y Mayora dispararon sus misiles cuando los sistemas de
detección de sus aviones indicaban que habían ingresado en la zona de alcance de las
antiaéreas enemigas, a unos 35 kilómetros de los objetivos. Los Exocet siguieron el
rumbo introducido en sus memorias y estabilizaron su altura de vuelo a pocos metros
del agua, gracias a los radioaltímetros de a bordo. Habían hecho un vuelo silencioso, sin
producir emisiones, guiados por la posición inicial del blanco a través de los sistemas
inerciales de sus aviones y tal como estaba previsto, a 10 kilómetros de distancia
pusieron a funcionar sus radares de autodirección y guiados por ellos hicieron impacto.
La destrucción del “Sheffield” motivó la detención momentánea de la flota enemiga
cuyos jefes, impresionados, decidieron un cambio de táctica. Como se ha dicho, nadie
imaginaba que la Argentina fuera capaz de llevar a cabo un ataque de tal envergadura y
hundir un destructor de última generación.
Al término del conflicto se dijo en Gran Bretaña y en los Estados Unidos que la cabeza
del misil no había explotado dado que su orificio de entrada era un tanto pequeño,
versión recogida por varios autores, entre ellos los españoles de La campaña de las
Malvinas, quienes se basaban en fotografías y estudios efectuados después del 4 de
mayo, antes de que el “Sheffield” desapareciese bajo las aguas.
Para aquellos analistas, el daño fue causado por la combinación de la energía cinética y
el combustible propulsante del misil durante su desplazamiento por el interior del
buque. Sin embargo, serían el capitán Salt y sus oficiales quienes saldrían al paso para
desmentir esas afirmaciones. “Yo estuve allí –le dijo el comandante del buque a Eddy,
Linklater y Gillman- y sin ninguna duda les confirmo que el misil explotó”.
El HMS “Sheffield” continuó flotando durante seis días. Los incendios se apagaron
entre el 7 y el 8 de mayo y el 9, al ver que se mantenía a flote, los británicos decidieron
conservarlo para analizar los efectos del Exocet y retirar el poco material utilizable que
quedaba a bordo.
La fragata “Yarmouth” lo sujetó con un grueso cable metálico y comenzó a remolcarlo
hacia las islas Georgias, pero a las pocas horas, el destructor comenzó a escorarse
lentamente y al día siguiente, ante los embates de un mar cada vez más encrespado, se
hundió, después de cortarse las amarras y dejarlo a la deriva (la maniobra ponía en
peligro al remolcador).
El 10 de mayo el “Sheffield” desapareciendo bajo las olas, en un punto situado a los 53º
04’S y 56º56’O. Para los británicos se trató de un final mucho más digno que el
desguace al que iba a ser sometido. Era el primer navío del Reino Unido hundido en
combate desde la Segunda Guerra Mundial.
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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
Referencias
1
Capitán de fragata (RE) Eduardo José Costa, Guerra bajo la Cruz del Sur. La otra cara de la moneda.
2
El hecho fue narrado por el sargento primero Roberto Fernández durante la reunión de personal que tuvo
lugar en horas de la noche.
3
Propuso como sede su capital, San José.
4
En aquella oportunidad, decoló del “25 de Mayo” piloteando el Skyhawk A4Q matrícula 0654/3-A-301,
seguido por el teniente de fragata Julio Alberto Poch en el matrícula 0660/3-A-307. Ver: Alberto N.
Manfredi (h): La guerra que no fue. La Crisis del Canal de Beagle en 1978, capítulo “La Hora ‘H’ del
Día ‘D’” (http://crisisbeagle.blogspot.com.ar/2013/05/la-hora-h-del-dia-d.html).
5
Luis Garasino, “Vicealmirante Julio Lavezzo. Relato de un espía” (http:// www.laperlaaustral. com.ar
/contenidos/index.php).
6
Eddy, Linklater, Gillman, Op. Cit.
7
Completaban la dotación el primer teniente Gerardo R. J. Vaccaro, los cabos principales Mario Cemino,
y Francisco L. Martínez y los suboficiales auxiliares Oscar Ardizzone, Mario Amengual y Manuel O.
Lombino.
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