Vetones y Vettonia: Etnicidad versus ordenatio romana

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Vetones y Vettonia: Etnicidad versus ordenatio romana*
Eduardo Sánchez-Moreno
Departamento de Historia Antigua de la Universidad Autónoma de Madrid
Resumen
los vetones con un extenso territorio a ambos lados
del Sistema Central. Un espacio tradicionalmente circunscrito a las actuales provincias de Ávila y Salamanca
-hasta la ribera zamorana del Duero y los valles del
Águeda y el Côa en los confines de la Beira portuguesa-, el sector oriental de la provincia de Cáceres, el
occidente toledano y los límites del Guadiana central.
Según las fuentes los vetones comparten frontera con
los vacceos al Norte, astures al Noreste, lusitanos al
Oeste, célticos y túrdulos al Sur, oretanos al Sureste,
carpetanos al Este y quizá con los arévacos hacia el
Noreste (Roldán, 1968-69: 100-106, Sánchez-Moreno, 1994). Pero hay que tener en cuenta las imprecisiones y anacronismos en la proyección literaria de los
territoria de la Hispania antigua, sujeta a las directrices del imperialismo romano, en cuyo discurso se inserta como instrumento de propaganda y alteridad
(Plácido, 1987-88, Ciprés y Cruz Andreotti, 1998, en
general Clarke, 1999). E igualmente deben reconocerse las dificultades en la definición política de esas
unidades de población dentro de unas coordenadas
espacio-temporales objetivables. Volveré sobre ambos aspectos más adelante (Fig. 1).
Las siguientes líneas proponen una reflexión
sobre el grado de identidad cultural y cohesión étnica
de las poblaciones que identificamos con el etnónimo
vetones (ουεττωνεζ /vettones en la transmisión de las
fuentes grecolatinas). En primer lugar atendiendo a
su estadio prerromano o formativo de la Edad del Hierro, para seguidamente abordar la definición de la
Vettonia, su demarcación territorial, como espacio etnopolítico del Occidente hispano. ¿Responden estas
gentes y su región a un proceso de identidad y apropiación endógeno, a una realidad indígena, o son más
bien el resultado de una construcción romana, de una
particular ordenación del espacio conquistado?.
Los vetones constituyen el ethnos más oriental
comprendido en los límites de la Lusitania romana. El
escrutinio de las fuentes (básicamente la enumeración de pueblos en vecindad geográfica, por parte de
Estrabón y Plinio, y las ciudades de adscripción vetona que recoge Tolomeo a mediados del siglo II d.C.) y
ciertos indicadores arqueológicos (distribución de verracos, castros, cerámicas peinadas y manufacturas
metálicas, fundamentalmente) llevan a relacionar a
Figura 1. Delimitación aproximada del territorio vetón y localización de los principales asentamientos
(según, J. Álvarez-Sanchís, 2001: 260).
*
Expreso mi agradecimiento a los organizadores de estas Jornadas de Arqueología, una oportuna iniciativa para acercarnos transfronterizamente al mundo de vetones y lusitanos. Ambas entidades poblaban 2.500 años atrás las tierras de Beira baixa, alto Alentejo y
Cáceres, unidas en medioambiente y tradiciones culturales. En la Antigüedad no existían las fronteras estatales que hoy nos identifican
y sitúan, por lo que es conjuntamente, a ambos lados de la raya, como debe abordarse la actualización científica de nuestros -también
compartidos- pueblos prerromanos. Este trabajo se enmarca en el Proyecto de Investigación HAR2008-02612 financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación.
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En lo que a la etnogénesis de estas poblaciones se refiere, su punto de arranque suele establecerse, no sin dudas, en la cultura de Cogotas I del
Bronce Medio-Final, a partir de ciertos indicios de
continuidad poblacional y la filiación de elementos
de cultura material, en particular de algunos repertorios cerámicos (Álvarez-Sanchís, 1999: 37-61). En
cualquier caso su proceso formativo se afianza más
claramente en el Hierro Antiguo con un poblamiento
castreño paralelo al horizonte Soto de Medinilla del
Duero central (Delibes et al., 1995: 59-88, Fernández-Posse, 1998: 46-55, 141-155), que, aun sujeto a
matices, podemos definir como estadio protovetón
(Álvarez-Sanchís, 2003a, Sánchez-Moreno, 2000a:
199-204). En estos “siglos oscuros” -VIII-V a.C.- se
configura un sustrato cultural que al menos lingüísticamente cabe considerar indoeuropeo según constata el posterior registro onomástico de la región
(García Alonso, 2001). Pero el Hierro Antiguo es
momento en el que se reciben también importantes
influencias orientalizantes a través del viejo camino
de la Plata y los vados del Tajo (Martín Bravo, 1998),
hasta el punto de constituir -lo que será luego la
Vetonia- un hinterland septentrional de Tarteso (Sánchez-Moreno, 2000a: 193-199, Rodríguez Díaz y Enríquez, 2001: 137-189). A este respecto y en el contexto de las relaciones comerciales con los activos
centros del Sur, conviene subrayar el papel suministrador de recursos naturales (metales, ganado, cosechas) y humanos de las regiones comprendidas
entre el Guadiana y el Duero, y la aculturación resultante de lo mismo. Este sustrato orientalizante y otras
estrategias culturales explican el sabor “iberizante”
de algunas manifestaciones de la arqueología vetona: recipientes de bronce, producciones orfebres,
cerámicas pintadas, grafitos en escritura meridional,
etc. (Barril y Galán, 2007). A partir del siglo V a.C.,
con el desarrollo de las periferias tras el ocaso tartésico y la reorientación interregional que la continua,
arraiga en el interfluvio Tajo-Duero un patrón de asentamiento cuyo hábitat más expresivo son los núcleos
fortificados o castros (en general, Almagro Gorbea,
1994, 1995, Martín Bravo, 1999: 131-218, cfr. Berrocal y Moret, 2007). Éstos se emplazan en laderas,
piedemontes y riberos, sobre posiciones preeminentes y con buenas condiciones para el control de territorios y caminos. Algunos son de nueva planta y otros,
preexistentes desde el Bronce Final, se potencian con
la llegada de nuevos grupos en procesos de concentración y presión territorial. Alrededor de los castros
se disponen en ocasiones asentamientos menores y
dispersos (aldeas, caseríos) que señalan una jerarquización del poblamiento en respuesta a factores
estratégico-defensivos y con vistas al aprovechamiento económico del medio. Y como es bien sabido, a
finales de la Edad del Hierro, coincidiendo con el avance de púnicos y romanos por el interior peninsular,
algunos castros se convierten en lugares centrales u
oppida, esto es, en núcleos urbanos mayores dotados de sólidas defensas y con poblaciones que superarían el millar de personas. Los oppida abulenses
de Ulaca (Solosancho), Mesa de Miranda (Chamartín
de la Sierra) o El Raso (Candelada), con superficies
comprendidas entre 20-60 ha., representan los mejores ejemplos (Álvarez-Sanchís, 1999: 111-168, González-Tablas, 2001) (Fig.2-3).
Figura 2. Cuadro-secuencia
de la etnogénesis del territorio vetón
(según, J. Álvarez-Sanchís, 1999: 331, fig. 145).
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Figura 3. Muralla y entrada meridional del oppidum vetón de El Raso (Candeleda, Ávila) (Fotografía, E. Sánchez-Moreno).
mentos plenos de la Edad del Hierro una parte importante de la información sobre la estructura social
procede de las necrópolis de cremación (Ruiz Zapatero, 2007); de entre ellas las más célebres y mejor
estudiadas son las abulenses de Las Cogotas (Cardeñosa), La Osera (Chamartín de la Sierra) y El Raso
(Candelada), clásicas de la arqueología vetona (Álvarez-Sanchís, 1999: 169-172, 295-308, SánchezMoreno, 2000a: 87-106, Baquedano, 2007). Organizadas en sectores funerarios que obedecen a agrupamientos familiares amplios, en ellas el acceso al
espacio funerario es selectivo; con otras palabras:
no está enterrada toda la población, sólo los individuos de derecho y por ello privilegiados. La formación de estos cementerios en paralelo al afianzamiento de los poblados a los que se vinculan como espacio de sus muertos, y su uso temporal (desde fines
del siglo V hasta fines del II a.C. grosso modo) señalan una adscripción al territorio, una definitiva sedentarización y por ende un nexo de identidad espacial y colectiva en estas poblaciones. Las elites tienen su refrendo en las tumbas de mayor riqueza,
que incluyen panoplias militares, instrumental equi-
Las gentes vetonas conforman una sociedad
que desde una clasificación cultural podemos definir
como “guerrera y pastoril”, lo que en realidad no es
una singularidad sino un lenguaje común de la Protohistoria (Ciprés, 1993: 135-159, Gracia, 2003: 4394). Pero, ciertamente, la riqueza ganadera y el cariz guerrero son rasgos definitorios de la identidad
vetona, en especial de sus elites rectoras, pues la
posesión de rebaños es fuente de poder y la ostentación de armas y sus implicaciones un indicador de
estatus (Sánchez-Moreno, e.p.). Estas comunidades
se organizan en territorios políticos de distinto tamaño articulados por un castro u oppidum, capital y
sede de las instituciones civiles y religiosas. Como
ponen de manifiesto las necrópolis de cremación para
los siglos IV-II a.C., a la cabeza de las comunidades
vetonas (compuestas por grupos familiares de distinto rango) se sitúan aristocracias guerreras que
basan su poder en el control de los recursos económicos -sustancialmente ganaderos, como indican los
célebres verracos-, en las relaciones establecidas con
otras regiones y en estrategias de dominio ideológico y coercitivo sobre su grupo. En efecto, en mo67
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no y bienes de prestigio, y se señalan con estelas,
empedrados y pequeños túmulos. Asimismo su porte guerrero es advertido por las fuentes literarias al
significar el auxilio que los jefes vetones prestan a
pueblos vecinos amenazados por el avance primero
de cartagineses y luego de romanos, constituyendo
una suerte de confederaciones militares (Liv. 35.7.8
y 22.8) o participando del lado de Viriato en las guerras lusitanas a mediados del siglo II a.C. (App., Iber.
56) (vide infra) (Fig. 4).
tenga constatación directa con una cultura arqueológica, como pensara V. Gordon Childe con su exitosa propuesta de los círculos culturales. Al contrario,
la etnicidad es una construcción subjetiva que responde a determinadas percepciones, coyunturas y
manipulaciones (Banks, 1996, Jenkins, 1997, Jones,
1997, Lucy, 2005). Y que además se puede verificar
de distinta forma, por ejemplo internamente (por
parte del grupo protagonista) o desde fuera (por parte
de otro, foráneamente); de manera consciente (movido por alguna motivación) o inconscientemente (sin
intencionalidad manifiesta); en el propio tiempo de
los protagonistas o a posteriori, etc.. Supone, por
tanto, un interesantísimo objeto de estudio en tanto
fenómeno histórico (revisión del pasado) pero también historiográfico (revisión de las maneras en que
se ha leído el pasado desde distintos presentes) (Graves-Brown et al., 1996, Hutchinson y Smith, 1996,
Smith, 2004).
Podemos definir la etnicidad como la identificación propia o externa de un grupo amplio de población sobre presunciones básicas como son, entre otras, un origen y descendencia común -ciertos
o inventados-, un territorio familiar, una afinidad lingüística y una diferenciación cultural percibida o trazada por oposición a otros con los que se coexiste o
pretende diferenciarse (Shennan, 1989: 14, Jones,
1997: XIII). Por tanto la etnicidad y sus formas de
expresión son resultado de una interacción: una entidad existe sólo en contraste con otra hasta el punto de venir frecuentemente definida desde fuera,
de ser la percepción de un “yo” frente a un “otro”.
La conciencia de un grupo por marcar su identidad
(y diferencia) frente a otros es algo que opera activamente en momentos de contacto cultural y stress
sociopolítico, manifiestamente en la Edad del Hierro y durante la conquista romana (Jones, 1997:
129-135, Woolf, 1997, Cunliffe, 1998, Wells, 1998,
2001). Los miembros de una comunidad -en mi opinión, más concretamente, los grupos de poder- hacen expresión de su identidad de forma voluntaria
o predeterminada a través de medios y comportamientos, lo que J. Hall siguiendo al antropólogo
Horowitz denomina indicios y criterios (Hall, 1997:
20-26). Algunos de ellos serían ritos y creencias,
formas de ocupación del espacio, tradiciones y leyes, usos onomásticos, atuendo personal, estilos
decorativos, instituciones y emblemas, himnos y
epopeyas…, que pueden preservarse o no en los
registros informativos.
Figura 4. Modelo gráfico de la sociedad vetona
a finales de la Edad del Hierro
(según, G. Ruiz Zapatero, 2007: 71, fig. 3).
Los vetones antes de Roma: elementos de
identidad en la Meseta occidental durante
la Edad del Hierro.
Es hora de preguntarnos por el grado de identidad de estas gentes. Por los rasgos que, en su caso,
permitan deducir un auto-reconocimiento o “conciencia étnica”: la que lleva a los observadores griegos y
romanos desplazados a la Península a singularizar y/
o diferenciar a los vettones de los restantes populi
hispanos.
Permítaseme en este punto un par de reflexiones sobre la etnicidad en el debate de las identidades de la Hispania prerromana, un tema de notable
actualidad (Cruz Andreotti y Mora, 2004). Los conceptos “etnia” o “pueblo” no son categorías absolutas como hacen pensar las fuentes al alumbrar a las
gentes paleohispanas como realidades fijas o atemporales (Gómez Fraile, 2001: 72), sino procesos dinámicos y situacionales en constante construcción.
La antropología y la sociología demuestran hoy que
la etnicidad es un complejo agente en movimiento
que nada tiene que ver con un decálogo biológico ni
mucho menos racial (por ello invariable o inmóvil),
como se asumía en el siglo XIX. Ni siquiera algo que
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La cultura material y las formas de ocupación y demarcación del espacio verificables arqueológicamente, connotan una identidad en función
de la relación cambiante que un individuo o grupo
establece con los objetos que utiliza y con los ámbitos que ocupa, dotándolos de determinados sentidos que sólo el análisis del contexto en el que se
insertan permite restituir. El punto de partida es
considerar la cultura material como lenguaje de
comunicación no verbal. O dicho de otra manera,
el objeto (y determinados lugares) como expresiones de una interacción social. Por eso mismo los
grupos humanos comunican su identidad a través
de símbolos materiales a los que se otorga un sentido emblemático (Hall, 1997: 133-134, 1998: 267).
En algunos casos, cuando se trata de protagonistas colectivos más o menos cohesionados, ciertos
repertorios materiales pueden entenderse como
una suerte de marcadores colectivos que rastrearían acaso una categoría étnica o identidad supralocal compartida. Lo que vendría dado no tanto en
el objeto en sí como en el uso que se le da en el
curso de una interacción social: la cerámica en la
relación con el más allá al depositarse como ofrenda
funeraria; las armas en las relaciones entre individuos como símbolos de autoridad; el verraco en la
relación con el paisaje como hito protector y territorial…, entre otros ejemplos. O de interacciones
sobre el espacio, como las que tienen lugar en santuarios fronterizos y de convergencia del ámbito
vetón, como he propuesto para el lugar de Postoloboso en Candelada (Ávila) o la Sierra de San Vicente en las proximidades de Talavera de la Reina
(Toledo) (Sánchez-Moreno, 2007: 132-143), o en
la propia práctica trashumante a cuyo amparo se
establecen nexos de hospitalidad, regulaciones e
intercambios entre grupos interregionales que implican de una u otra forma procesos de identidad
(Sánchez-Moreno, 2001a, Renfrew 2002). Se trata, por tanto, de acceder a los comportamientos
de grupo a través del particular manejo que se
haga de la cultura material y de la asignación de
espacios históricos; mecanismos que, en un análisis contextual conjunto pueden llegar a maniobrar
estrategias de identidad.
1) Estilos cerámicos.
Las producciones cerámicas con decoración
incisa “a peine” son altamente representativas del
territorio vetón (Hernández, 1981, Álvarez-Sanchís,
1999: 198-202, Sánchez-Moreno, 2000a: 110-113),
aunque no exclusivas pues desde el siglo VI a.C.
se documentan en el valle central del Duero y regiones próximas: los posteriores territorios vacceo,
astur, arévaco y carpetano, además del vetón (García-Soto y de la Rosa, 1990, Delibes et al., 1995:
112-113, Sanz, 1999). Trabajos recientes como los
de J. Álvarez-Sanchís y G. Ruiz Zapatero para el
ámbito vetón (Ruiz Zapatero y Álvarez-Sanchís,
2002: 265-270, Álvarez-Sanchís, 2003b: 95-97), o
los de C. Sanz Mínguez para el vacceo (Sanz, 1998:
245-272), sugieren una diferenciación de estilos o
variantes decorativas relacionables con grupos
etno-regionales a partir del siglo IV a.C., momento de expansión de estas cerámicas. Así, los motivos exclusivamente incisos (particularmente con la
representación de cesterías formadas por bandas
de rombos) son predominantes en los yacimientos
vetones, mientras que los de carácter mixto combinando incisión e impresión (con temas más sencillos en espiguilla y línea de puntos) tienen mayor
representación en los ámbitos vacceo y arévaco. A
escala intrarregional podrían observarse patrones
locales con la preferencia de unos motivos (y variantes de peine) frente a otros: así, dentro del
espacio vetón las cesterías son las predominantes
en Las Cogotas, los almendrados en El Raso y los
sogueados en La Osera (Ruiz Zapatero y ÁlvarezSanchís, 2002: 268-269). Se trataría en definitiva
de diferencias estilísticas tanto a nivel comarcal
como de asentamiento, que transferirían señas de
identidad formal o externa por parte de individuos
y grupos; esto es, “marcadores móviles” expresados en las relaciones individuales, familiares e interregionales -en las que operan las cerámicas- a
través de la visualización de ornamentos y su simbología, teniendo en cuenta además que las decoraciones cerámicas podrían inspirarse en tejidos y
otros elementos de la indumentaria personal (Fig.
5-7).
En este sentido y para el caso de los vetones
pre-romanos podemos señalar algunos elementos
o “marcadores” materiales que singularizarían a distinto nivel patrones de identidad en la Edad del Hierro. Me centraré en tres casos.
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Figura 6. Vaso con decoración “a peine” y motivos
impresos procedente del castro de Las Cogotas (Cardeñosa, Ávila) (Fotografía, Museo Arqueológico Nacional).
Figura 5. Variantes en los estilos decorativos
de las cerámicas “a peine” y distribución según
asentamientos vetones de la provincia de Ávila
(según, J. Álvarez-Sanchís, 1999: 305, fig. 135).
Figura 7. Urna con decoración “a peine” y rosetas
estampadas procedente de la necrópolis de La Osera
(Chamartín de la Sierra, Ávila): zona VI, sepultura 220
(Fotografía, Museo Arqueológico Nacional).
2) Manufacturas metálicas:
Recipientes de bronce.
Junto a los estilos decorativos, el predominio
de determinadas manufacturas de elaboración a
veces costosa y empleadas en contextos específicos, también anunciaría patrones de identidad en
sus usuarios. Un ejemplo en este sentido es el de
los recipientes de bronce, muy representativos de
las necrópolis vetonas de Sanchorreja, La Osera y
Pajares. En las tres abundan calderos y los objetos
que solemos llamar “braserillos”, que también se
han definido como pátenas, aguamaniles o calderillos con asas (Cuadrado, 1966, González-Tablas
et al., 1991-92, Caldentey et al., 1996, Ruiz de Arbulo, 1996, Celestino, 1999: 78-79, 102-104). Estos
recipientes se integran en los ajuares con una función ritual relacionada con la libación funeraria o,
más pragmáticamente, con la realización de banquetes y prácticas hospitalarias de reafirmación
social. Así, es posible que se emplearan para servir comidas más o menos elaboradas, para el lavado de manos en la recepción del huésped o como
dones diplomáticos o “símbolos de acercamiento”
según he propuesto en otro lugar (Sánchez-Moreno, 1998: 434, 703-706). La asociación de los “braserillos” a asadores, parrillas y otros instrumentos
relacionados con el fuego (manifiestamente en las
necrópolis de Las Cogotas y La Osera; Kurtz, 1982)
apoyaría una función comensal o de banquete. Al
aparecer en tumbas ricas que incluyen panoplias
guerreras, se trataría de objetos de rango o bienes de prestigio (los “braserillos” más antiguos son
importados y de filiación orientalizante; Jiménez
Ávila, 2002: 103-138) propios de las elites. Marcarían, así pues, una identidad funcional verificada
en las ceremonias exclusivas de los grupos privilegiados, sean banquetes u otras, en las que se emplearon tales vajillas antes de su amortización funeraria. Y ello parece tener especial arraigo en las
aristocracias vetonas de los siglos V-IV a.C., que
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fundamentan parte de su poder en las relaciones
e intercambios mantenidos con el mundo ibérico
(Sánchez-Moreno, 1998: 525-533, Barril y Galán,
2007), contexto en el cual cabe entender la recepción de recipientes de bronce de origen meridional.
3) Verracos.
Una de las creaciones más representativa de
los vetones, los populares verracos, condensan magníficamente el peso de la ganadería en sus creencias
y formas de vida. Las toscas esculturas de toros y
suidos deben entenderse como hitos protectores de
territorios, poblaciones y cabañas domésticas (Álvarez-Sanchís, 1994, 1999: 215-294, 2007, SánchezMoreno, 2000a: 138-146), si bien con un simbolismo
polivalente que impide interpretar unívocamente los
más de cuatrocientos ejemplares conocidos entre el
siglo IV a.C. y tiempos altoimperiales. Al igual que su
morfología (tipo) y conceptualización (significado),
la función de los zoomorfos se reelabora con el tiempo. Los ejemplares más antiguos sugieren, parece,
un sentido territorial y apotropaico como marcadores de pastos, poblados y caminos sobre el paisaje
cultural de la Edad del Hierro (Álvarez-Sanchís, 1998,
2007). Sin menoscabo de otras lecturas, los zoomorfos son un icono de identidad espacial o etnicidad
(Ruiz Zapatero y Álvarez-Sanchís, 2002: 263-265):
la que opera sobre comunidades extendidas sobre
un territorio. Pero además los verracos representan
una de las mejores expresiones del poder de las elites vetonas dueñas de pastos y rebaños, convirtiéndose en emblemas de los señores del ganado y la
guerra (Ruiz-Gálvez, 2001: 216, Álvarez Sanchís,
2003b: 49-55, Sánchez-Moreno, 2006: 61-64). Acorde con lo idea que vengo defendiendo (la progresión
de la identidad colectiva a partir del papel motriz de
los jefes; Sánchez-Moreno, e.p.), los verracos traducirían inicialmente el poder individual de los jerarcas
familiares (los propietarios de pastos y rebaños) para
acabar convirtiéndose en un emblema de grupo (la
comunidad o habitantes del castro que se identifica
bajo este atributo zoomorfo, que es al tiempo sostén
económico y expresión del poder de las elites). Esto
último, el constituir una suerte de imagen heráldica
protectora de la comunidad, de la propia ciudad y
sus gentes, cabe aplicarse al verraco descubierto en
la primavera de 1999 en el nivel inferior de la Puerta
de San Vicente, en la muralla de Ávila (Gutiérrez
Robledo, 1999, Martínez Lillo y Murillo, 2003). Un
hallazgo excepcional al tratarse de un verraco tallado in situ, esculpido directamente en la roca natural
e integrado en el primigenio recinto de la ciudad,
marcando la entrada de una puerta o vano. Sin que
pueda confirmarse todavía si Ávila es una fundación
ex novo del siglo I a.C., con gentes desplazadas de
los castros de alrededor, o un asentamiento indígena
preexistente (Centeno y Quintana, 2003) (Fig. 9-11).
Un caso significado es el de la necrópolis de
Pajares (Villanueva de la Vera, Cáceres) (Celestino, 1999). En ella se reconoce un particular tipo
de urna de bronce batido, con chapas roblonadas
muy finas y de forma troncocónica, el llamado “tipo
Pajares” (Celestino, 1999: 72-78, 101-102). Sólo
en el sector II de esta necrópolis se han encontrado hasta 10 ejemplares en tumbas por lo demás
sencillas y con ajuares modestos. Se desprende
de lo mismo un particular uso funerario de alcance
familiar o gentilicio para los siglos V-IV a.C., momento en que se datan los enterramientos de este
sector (Celestino, 1999: 85-91). Y por tanto una
identidad funeraria, también funcional, expresada
en la predilección por un contenedor cinerario que
hacen dichos grupos familiares. Ello respondería a
unas motivaciones concretas difíciles de desentrañar, cuando no irrecuperables, que en cualquier
caso devendrían y transmitirían una conciencia
compartida (Fig. 8).
Figura 8. Conjunto de urnas de bronce procedentes de la
necrópolis II de Pajares (Villanueva de la Vera, Cáceres)
(Fotografía, S. Celestino Pérez).
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Figura 9. Verraco del castro de Las Cogotas (Cardeñosa, Ávila), en la actualidad en una plaza de Ávila
(Fotografía, E. Sánchez-Moreno).
Figura 10. Detalle de los Toros de Guisando (Ávila)
(Fotografía, E. Sánchez-Moreno).
Figura 11. Verraco hallado in situ
en la Puerta de San Vicente de la muralla de Ávila
(Fotografía, S. Martínez Lillo y J.I. Murillo).
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En definitiva, de la observación de estos elementos cabe concluir que la relación entre repertorios
materiales, sus usos funcionales y simbólicos y la construcción de identidades colectivas, es una interesante
vía en la que hay que seguir profundizando.
reorganizar los espacios provinciales y asentar las
bases ideológicas de la romanización en Occidente
(MacMullen, 2000, Holland, 2004, Everitt, 2008). Por
lo que, aun tratándose de un epíteto no constatado
en los documentos antiguos, podemos considerar a
Augusto como verdadero pater Hispaniarum (GómezPantoja, 2008). Y es precisamente en este horizonte
de la pax augusta en el que hay que leer los datos de
Estrabón (Salinas, 1998, Clarke, 1999: 281-328),
nuestra principal fuente para el conocimiento de las
etnias hispanas (Cruz Andreotti, 1999, García Quintela, 2007a, 2007b).
La Vettonia como espacio etno-político:
¿una construcción romana?.
El nombre de ουεττωνεζ (en griego), vettones
(en latín), es transmitido por primera vez en las fuentes a finales del siglo III a.C., con el alumbramiento
de los pueblos de la Meseta a raíz de la expedición
de Aníbal a tierras del Duero en el 220 a.C. (Sánchez-Moreno, 2000b, 2008). Tras la Segunda Guerra
Púnica, de la mano del largo proceso de anexión y
explotación de las tierras hispanas por parte de la
República romana (Roldán y Wulff, 2001), se extenderá el empleo de éste y otros etnónimos del Occidente hispano al tiempo que los conquistadores van
teniendo constancia de las diversas unidades de población indígena. Las primeras incursiones romanas
en el territorio de los vetones se producen a inicios
del siglo II a.C. con las expediciones de los gobernadores Fulvio Nobilior hasta el Tajo (193-192 a.C.) y
Postumio Albino hasta el Duero (180-179 a.C.). Pero
no es hasta el final de las guerras lusitanas cuando,
con las campañas de Servilio Cepión (139 a.C.) y sobre
todo Junio Bruto (138 a.C.), el primero en arribar al
país galaico, las tierras ocupadas por los vetones se
integran en los límites de la Hispania Ulterior (Sayas,
1993: 216-220, de Francisco, 1996: 70-75, Roldán,
1997: 212). Un dominio romano más teórico que real
pues la pacificación plena del territorio no se logra,
superada la inestabilidad del episodio sertoriano (8272 a.C.), hasta el gobierno de César. Primero como
quaestor (69 a.C.) y más tarde como pretor de la
Ulterior (61-60 a.C.), el brillante general y hábil político que es César desarrolla en Lusitania una labor
que combina el sometimiento de últimas poblaciones levantiscas -obligadas a establecerse en el llanocon la promoción jurídica y la potenciación urbana.
Ahora bien, la visión que las fuentes clásicas
dan de los pueblos hispanos responde a la observación externa, a la lectura sesgada, que los autores
grecorromanos proyectan desde el prisma del choque cultural. Y en una situación además determinante como es la conquista romana de la Península Ibérica, con el progresivo avance de las legiones. Roma
traerá consigo no sólo la reestructuración de la territorialidad indígena, sino la reelaboración por parte
de los conquistadores de una imagen estereotipada
de los conquistados. Los otros, los bárbaros. Bastará
como ejemplo un gráfico pasaje estraboniano a propósito de los vetones, que dicho sea de paso parece
estar tomado de las viñetas de Astérix, lo que avala
por igual la genialidad de R. Gosciny y A. Uderzo y su
buen conocimiento de las fuentes históricas (van
Royen y van der Vegt, 1999):
“Y que los vetones, cuando al entrar por primera vez en un campamento romano, al ver a algunos de los oficiales yendo y viniendo por las
calles paseándose, creyeron que era locura y
los condujeron a las tiendas, como si tuvieran
que o permanecer tranquilamente sentados o
combatir” (Strab., 3.4.16).
“¡Están locos estos romanos!” hubiera sido la
respuesta de Obélix (Feuerhahn, 1996). Entre la anécdota costumbrista y la caracterización estereotipada
del bárbaro (Sánchez-Moreno, 2000a: 38-39), la estampa de estos vetones que no saben sino dormir o
guerrear es el resultado de la simplificación de conductas contrapuestas a los parámetros clásicos; sin
embargo un ejercicio de decodificación nos permitiría recuperar algo del contexto originario en el que
se crea y luego distorsiona esa imagen: el contexto
de las jefaturas guerreras de la Edad del Hierro y,
dentro del mismo, hábitos como el banquete aristocrático, la guerra o los retos personales como formas de afirmación social (Fig. 12-13).
Por su parte, el corónimo Vettonia, como territorio de adscripción de los vettones, es posterior y
hasta cierto punto artificial, consignándose probablemente en los últimos años del siglo I a.C. en el
contexto de la reorganización administrativa llevada
a cabo por Augusto. Es bien sabido que éste último,
princeps triunfante sobre cántabros y astures (29-19
a.C.), concluida en Hispania una conquista que se
había prolongado por dos siglos, es el encargado de
73
Eduardo Sánchez-Moreno
Figura 12. Imagen de Iberia y sus pueblos a partir de los datos de Estrabón (finales del siglo I a.C.)
(según, P. Ciprés, 1993: fig. 2, basado en F. Lasserre, 1966).
Figura 13. Mapa del poblamiento prerromano (territorios étnicos y lingüisticos) hacia el 200 a.C. (según L. Fraga da
Silva, Associação Campo Arqueológico de Tavira, Portugal: http://www.arkeotavira.com/Mapas/Iberia/Populi.pdf).
Así pues, historiográficamente hablando, accedemos al paisaje étnico de Hispania a través de
los ojos de Roma. ¿La idea que los vetones tuvieron
de sí mismos -si tuvieron conciencia de identidad
como grupo- coincide con la que transmiten los historiadores antiguos? Muy probablemente no. El cuadro que los clásicos brindan de las agrestes gentes
hispanas es subjetivo (la visión del otro), selectivo
(no están todos los pueblos que son, o al menos no
con igual consideración) y predominantemente tar-
dío. La mayor parte de las noticias son del tiempo
de la conquista, cuando escribe Polibio (mediados
del siglo II a.C.), y algo más tarde Estrabón y Diodoro de Sicilia (fines del siglo I a.C.) (Salinas, 1999);
mientras que las relaciones geográficas de Plinio y
Tolomeo corresponde ya a la organización administrativa altoimperial, por lo que conllevan una transformación del marco indígena (Guerra, 1995, Gómez Fraile, 1997, García Alonso, 2002). Desconocemos además los criterios últimos que emplearon los
74
Vetones y Vettonia: Etnicidad versus ordenatio romana
autores antiguos para enumerar pueblos y tierras,
y, como veremos seguidamente, tampoco sabemos
mucho sobre la génesis y transmisión de los etnónimos. Todo ello hace que un sector de la investigación actual considere que el mapa étnico que trazan las fuentes responda más a una constructio romana que a la realidad indígena (Gómez Fraile,
2001: 79-80, Plácido, 2004: 16). En este sentido,
no se trataría de marcos étnicos sino de espacios
caracterizados por ciertos rasgos geográficos o etnográficos (“las gentes que habitan junto a tal río”,
“en torno al pueblo o lugar de tal nombre”), advertidos desde fuera, que Roma eleva ad hoc a la categoría de territorios históricos. Sin embargo, con
matices pertinentes y asumiendo incluso que las
etnias en su sentido nominal surjan del choque con
Roma, parece lógico pensar que estamos ante procesos avanzados de configuración étnica y definición político-territorial susceptibles de reconocerse
en una serie de indicadores a lo largo de la Edad
del Hierro, en la línea de los analizados para el caso
de los vetones. Siendo precisamente con la acción
de Roma en Iberia cuando estas entidades se convierten en “sujetos históricos” al consignarse en la
historiografía clásica. Hablamos entonces de vetones, lusitanos o vacceos como si de imágenes fijas
se tratara… El mismo retrato estereotipado e infinito que los cómics de Astérix dibujan del galo, el
germano, el griego o el egipcio como arquetipos
etnográficos.
algunas derivaciones toponomásticas (nombres de
ríos, montañas u otros parajes naturales de referencia). En no pocos casos los calificativos étnicos aludirían a las elites dirigentes, que son quienes en un
primer momento lideran y maniobran los procesos
de identidad colectiva. Así, presentándose como valedores de la comunidad, los jefes guerreros cohesionan, definiéndola desde su propia caracterización
ideológica, la etnicidad de las gentes sobre las que
se imponen, inspirando con frecuencia su propio nombre colectivo. A fin de cuentas el poder es identidad
y la identidad cubre el poder. Para los vetones se han
propuesto etimologías en este sentido, hipotéticas
pero ilustrativas. Así por ejemplo, A.M. Canto plantea una relación con el griego étos y el latín vetus,
por lo que los vetones serían algo así como “los viejos, los antiguos” (Canto, 1995: 155). Por su parte
M. Salinas, a partir de los trabajos de M.L. Albertos
(1966: 244), entiende el radical vect- con el significado de “lucha, hostilidad, guerra” en varias lenguas
celtas, para proponer que los vetones serían “los luchadores, los hombres de la guerra” (Salinas, 2001:
38-39, cfr. Tovar, 1976: 202). En similar línea, J.L.
García Alonso defiende una etimología céltica para
vettones a partir de la raíz confluyente vect-/vict-,
sugiriendo el contenido semántico de “los guerreros”, “los saqueadores” o incluso “los viajeros” (García Alonso, 2006: 93) (Fig. 14).
Volviendo al etnónimo vettones, poco sabemos
de su etimología y origen. Parece derivar de un término paleohispánico indoeuropeo, acaso precelta o
lusitano como sugiere J. Untermann (1992: 29-32,
cfr. García Alonso, 2006: 91-93), reelaborado en su
transcripción greco-latina. Significaría ello que estamos ante un elemento endógeno y por tanto con
alguna connotación identitaria, que sin embargo desconocemos en su significado y aplicación originarias,
alusivo a las gentes reconocidas luego como vettones. No hay que descartar sin embargo que esa denominación, aun en lenguaje indígena, podría venir
dada desde fuera por un pueblo vecino a nuestros
protagonistas en un contexto de enfrentamiento o
enemistad, lo que incidiría en una calificación negativa o peyorativa de los vetones. Está comprobado
que, frecuentemente, los etnónimos derivan de antropónimos (nombres de héroes fundadores o reyes
epónimos, reales o míticos) o de denominaciones
genéricas del tipo “los primeros”, “los antiguos”, “los
valientes”, “los hombres”, “los libres”…, sin excluirse
Figura 14. Recreación de un jefe guerrero vetón y su
armamento a partir del ajuar de una sepultura de la
necrópolis de Las Cogotas (Cardeñosa, Ávila)
(según, G. Ruiz Zapatero).
75
Eduardo Sánchez-Moreno
global (Bonnaud, 2002). Como en el caso de Lusitania, Asturia o Callaecia, este último perfectamente
estudiado por G. Pereira (1992), estaríamos ante un
caso más de pars pro toto propio de la ordenatio
territorial romana. Esto es, la denominación de un
amplio territorio a partir de la extensión del nombre
de una de las tribus que lo pueblan (los vettones),
en un momento -la época augustea- en que los espacios indígenas se redefinen en el nuevo orden impulsado por el princeps. En particular la definitiva
creación de la provincia Hispania Ulterior Lusitania,
en la que se integran los vetones, probablemente no
antes del 15 a.C. como sugiere el edicto de El Bierzo
con la mención a la provincia transduriana (SánchezPalencia y Mangas, 2000, Grau y Hoyas, 2001, cfr.
Pérez Vilatela, 2000). Tiempo después en Lusitania
se reconocían dos distritos fiscales o subunidades
territoriales, Lusitania et Vettonia, la segunda correspondiente a la zona oriental de la provincia, según
deducen las inscripciones que mencionan a procuratores de tal adscripción (Roldán, 1968-69: 80, 98100, Bonnaud, 2001: 14-16). El mantenimiento de
esos corónimos en la circunscripción administrativa
del siglo III d.C., fecha de alguna de estas inscripciones, denota el arraigo de aquellas añejas demarcaciones prerromanas. Una idiosincrasia étnica que
igualmente corrobora en época altoimperial el cuerpo auxiliar de caballería, operativo en Britania, integrado por contingente de origen vetón: el Ala Hispanorum Vettonum civium romanorum, atestiguado
epigráficamente (Albertos, 1979, Le Roux, 1982: 9396).
Por otra parte, y esto es un aspecto relevante,
la presión de púnicos y desde el siglo II a.C. en adelante de romanos, representa un factor de inestabilidad en las poblaciones de la Meseta occidental, que
forzosamente reaccionan. La dinamización política se
agudiza en momentos de stress como el provocado
por el imperialismo romano, fenómeno que se superpone y matiza la etnogénesis final de las comunidades de la Edad del Hierro (Almagro Gorbea y Ruiz
Zapatero, 1992). Así pues, en este contexto se maniobran conciencias o procesos de etnicidad verificables por ejemplo en la aparición de confederaciones
de pueblos indígenas frente a Roma, en la emergencia de régulos al mando de ejércitos ciudadanos o en
la expansión del mercenariado. Suficientemente ilustrativos, dos ejemplos bastarán para el caso de los
vetones. En primer lugar la coalición militar de vetones, celtíberos y vacceos en ayuda de los habitantes
de Toletum, ante el avance de las tropas de Marco
Fulvio, pretor de la Ulterior, en dos campañas sucesivas, 193 y 192 a.C. (Liv. 35.7.8 y 35.22.8); una coalición que recuerda muy de cerca el frente panmeseteño de vacceos, carpetanos y olcades que una generación antes había plantado cara a Aníbal en un
vado sobre el Tajo, al regreso de la campaña del
cartaginés al país vacceo (Polib. 3.13.5-14; Liv. 21.5.117) (Sánchez-Moreno, 2001b, 2008). En segundo lugar, el auxilio prolongado que a lo largo del siglo II
a.C. algunos jefes vetones prestan a los lusitanos, y
particularmente a Viriato, en su lucha contra Roma
(App. Iber., 56 y 58). En suma, es en este horizonte
de atomización política e inestabilidad provocado por
la conquista romana, en el que las fuentes alumbran
el engranaje étnico de las comunidades prerromanas.
Sin embargo, la artificialidad de una Vettonia
absoluta no invalida a mi juicio la existencia dentro
de aquel espacio de comunidades políticas (castros,
oppida, luego civitates) copartícipes de rasgos culturales y funcionales. Comunidades en las que, como
señalan los verracos y otros indicadores, son reconocibles procesos y expresiones de identidad compartida a lo largo del I milenio a.C.. Obviamente según tiempos, circunstancias y agentes. Por ello mismo considero legítimo que los investigadores sigamos preguntándonos por “la identidad de los vetones”, bien entendiendo que se trata de una percepción globalizadora, plural, cambiante y en buena parte
exógena.
Hacia un balance final.
Llegados a este punto podemos concluir que la
Vettonia histórica (el dilatado espacio que hoy ocupa
parte de Castilla-León, Extremadura y la raya portuguesa), como sujeto territorial, correspondió más a
una reorganización provincial altoimperial, una elaboración literaria y postrera como recientemente se
ha sugerido (López Jiménez, 2004), que a los límites
políticos de un estado unitario o entidad prerromana
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