DISCURSO PRONUNCIADO POR LA SEORA MINISTRA OLGA

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DISCURSO PRONUNCIADO POR LA SEÑORA MINISTRA OLGA
SÁNCHEZ CORDERO DE GARCÍA VILLEGAS, CON MOTIVO DEL
OTORGAMIENTO DEL DOCTORADO HONORIS CAUSA QUE LE
CONFIERE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN, EN
EL “TEATRO UNIVERSITARIO DE LA UNIDAD MEDEROS”, EN LA
CIUDAD DE MONTERREY, NUEVO LEÓN, MÉXICO, EL 12 DE
SEPTIEMBRE DE 2003.
Excelentísimo señor rector de la Universidad Autónoma de
Nuevo León, Don Luis J. Galán Wong,
Excelentísimas autoridades universitarias,
Ilustrísimo claustro de profesores,
Distinguidos invitados especiales,
Señoras y Señores:
Pocas cosas logran sorprendernos hoy. Nuestra capacidad de
asombro se ha visto mermada, tal vez por la rapidez con que se
suceden los avances científicos que producen mentes tan brillantes
como las de quienes hoy me honran compartiendo esta distinción.
Esos avances, nos han acostumbrado a una situación de
privilegio que alcanza casi todos los campos de nuestra existencia. La
vida se nos ha simplificado a grado tal que pasan desapercibidas
cuestiones tan monumentales como traer el agua a nuestras casas o
tan infinitesimales como los avances en las ciencias de la vida.
Todo ello, que para nosotros puede traducirse tan solo en abrir
una llave, tomar una píldora o consultar a un médico, nos ha colocado
en una situación que difícilmente pudieran haber imaginado quienes,
durante 50 siglos se transportaron a caballo, o quienes, de manera
vertiginosa, iniciaron la travesía del siglo veinte descubriendo el
automóvil y la terminaron a bordo de una nave espacial. Los avances
científicos, que durante casi cinco mil años se fueron sucediendo a
cuenta gotas, durante menos de setenta años en el siglo veinte lo
hicieron en cascada. De lo que venga en el futuro y la velocidad que el
desarrollo científico alcance en el siglo XXI, no habremos de
enterarnos, tal vez, muchos de nosotros.
Sin embargo, el mundo que nos ha tocado vivir tampoco se
parece mucho al que pronosticaron, ya no digamos los filósofos
ilustrados, que pensaban que mientras más capaces fuéramos de
comprender racionalmente al mundo y a nosotros mismos mejor
podríamos manejar la historia para nuestros propósitos; sino los
científicos de mediados del siglo pasado, quienes jamás hubieran
imaginado que se pudiera clonar a una oveja.
La ciencia, es cierto, ha sido utilizada para los fines más
sublimes y benéficos de la humanidad. Hemos duplicado la esperanza
de vida de los seres humanos, hemos erradicado enfermedades –al
menos en una gran parte del planeta– que azolaban y destruían
comunidades enteras, podemos comunicarnos en tiempo real a
cualquier destino en el planeta y hemos traspasado la frontera de
nuestra propia atmósfera para conocer otras realidades fuera de
nuestra propia galaxia; sabemos que 23 pares de cromosomas
distintos componen nuestra desvencijada humanidad, podemos
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transplantar el hígado de un ser humano a otro, hemos descubierto
neurotransmisores, en fin, hemos incorporado a nuestra vida cotidiana
a la informática, la ingeniería y la cirugía.
No obstante lo maravilloso que ha sido todo ello, también existe
la versión contraria: la ciencia se ha utilizado para los fines más
perversos y destructivos. En este plano de la historia, los intereses de
unos cuantos poderosos se han impuesto mediante el uso de la
fuerza, la colonización intelectual, la depredación de los recursos
naturales y el ecocidio. La utilización de los avances científicos con
fines bélicos o poco éticos, ha aniquilado prácticamente el futuro de
generaciones venideras, y pareciera ser que el mayor conocimiento
de nosotros mismos, lejos de resultarnos favorecedor, nos hubiera
llevado a que, mentes perversas y torcidas, hubieran distorsionado la
finalidad de la ciencia, generando con ello un abismo inmenso entre
las personas, las ciudades, las naciones.
Del recuerdo de estos errores está plagada la historia, los
intereses a los que me refiero han tenido nombre y apellido: se llaman
Josef Mengele, Auschwitz, Hiroshima, Seattle, recientemente Nueva
Cork y Bagdad, y tantos más; pero se llaman sobre todo, impunidad.
Esa impunidad que precisamente tiene al derecho como su peor
enemigo. Esa impunidad de la cual la historia universal de la infamia
ha gozado debido a leyes injustas, a gobiernos autoritarios y
ciudadanos indefensos, a la falta de acuerdos en la comunidad
internacional, al odio interracial, al terrorismo. En una palabra, debido
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a la falta de un derecho que se encargase de limitar, de corregir y de
encausar a esa ciencia y tecnología para adecuarlas a los clamores
sociales de justicia y de paz.
Hoy me llena de orgullo ser, de entre los galardonados –todos
ellos distinguidísimos científicos– la única en el ámbito de las Ciencias
Sociales, y la única mujer. Hoy es uno de esos días en que el haber
estudiado derecho se vuelve uno de los orgullos más grandes de mi
vida.
Hoy mi profesión me hace sentir doblemente contenta. Primero,
porque es gracias a ella que, mi queridísima UANL, mi hospitalaria
casa de estudios, mi refugio académico, la familia que hoy me hace
hija suya, me distingue con el otorgamiento de su más alto grado
universitario. Y luego, porque es el estudio del derecho, que iniciara
yo hace más de 35 años con Don Luis Recasens Siches, el primero
de mis profesores en la Facultad de Derecho de la UNAM, lo que me
da pie para disertar, muy brevemente y con su venia, acerca de algo
que, desde la primera clase de sociología del derecho, mi maestro nos
advertía: la enorme distancia que existe entre los avances científicos y
tecnológicos y la regulación que de ellos hace el derecho, sobre la
velocidad de los acontecimientos y la lentitud en su regulación.
Con esa velocidad que he descrito, se han sucedido los más
importantes avances científicos y, de la noche a la mañana, hemos
conocido el interferón, las estatinas y el mapa genético del ser
humano; pero también hemos sido testigos de la destrucción atómica,
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la mutación genética, las armas químicas y bacteriológicas. No
obstante, el lugar del derecho en esos avances no ha sido,
tristemente, el esperado. Pues los principios éticos, ideológicos y
axiológicos de las sociedades que se deben plasmar en las leyes por
medio
del
derecho,
no
han
ocupado
plenamente
su
lugar,
particularmente en lo que a la regulación de los avances científicos se
refiere.
El derecho, que debiera ser cauce, promotor, límite ético y
regulador, catalizador de la ciencia, factor de cambio, contenedor y
guía en todos los campos de la vida, ha sido desplazado. Y de la
misma manera en que la ciencia ha tomado cauces poco útiles para la
humanidad, el derecho se ha alejado de hacer del conocimiento una
bendición y de la tecnología prosperidad, de ayudar a construir la paz
interior en las naciones y la internacional por medio de los acuerdos
de desarme y el respeto a las instituciones internacionales.
Considero, por tanto, que debemos reencauzar nuestras
prioridades: privilegiar el derecho y la ética mediante el cumplimiento
irrestricto de la ley y el impulso de acuerdos amplios, no
condicionados; la ciencia y la educación mediante apoyos concretos,
no su desaliento; la paz social y el diálogo mediante la armonía y la
apertura democrática, no el desorden ni la cerrazón.
De no hacerlo así, por más que el derecho pueda construir el
tejido social y las células que mantienen vivo al organismo societario,
no será, como debiera ser, factor de esperanza social. De no ser así,
nos esperarán épocas de mucha tristeza, de bajezas, de leyes
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injustas y hombres infelices. Si no ponemos al derecho como centro,
como guía de nuestra impresionante realidad científica y si no
apoyamos incondicionalmente a esta, estaremos dejando vacío el
hueco que debe ocupar la esperanza en toda sociedad, estaremos en
el camino de realizar el presagio de Albert Einstein, cuando afirmaba
que la cuarta guerra mundial sería con palos y piedras.
Porque a pesar de que el hombre haya abierto el libro de la vida,
de que haya descubierto el microcosmos y la macroeconomía, como
dijera Darwin, “todavía lleva en su estructura corporal la huella
indeleble de su humilde origen”; pero también, agregaríamos
nosotros, la imborrable grandeza de su lucha evolutiva.
Reiterando mi profundo agradecimiento por este honor, quisiera
abusar un poco más de su tiempo, para rememorar un antecedente
cultural muy importante para el Estado de Nuevo León:
Érase el año de 1857 cuando el gran liberal don Santiago
Vidaurri “…construyó en los astilleros de la Reforma una nave
educativa destinada a viajar por las regiones de la cultura superior de
Nuevo León. La embarcación era frágil… pero las deficiencias fueron
compensadas con exceso, por todas las virtudes de aquel ejemplar
timonel, Don José Eleuterio González, a quien todos recordamos con
el nombre familiar de Gonzalitos…”1
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Discurso pronunciado el 28 de junio de 1951 en el Teatro Florida de Monterrey por Don Nemesio García
Naranjo.
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Desde aquél entonces, esa nave ha hecho un viaje escolar cada
año, primero como Colegio Civil, y luego, desde 1933, como la
Universidad Autónoma de Nuevo León. Con ello, esta casa de cultura
ha prestado ininterrumpidamente durante 146 años, el más grande
servicio que se puede prestar a nuestra patria: la educación.
Ya por último, deseo compartir emocionada las palabras de un
hijo de esta Institución, un ilustre escritor neoleonés: don Nemesio
García Naranjo:
“Creo en ti, Nuevo León, porque la fertilidad que falta en tu
suelo, la tienes en el espíritu, y el oro y la plata que fueron negados a
tus montañas, los llevas en el corazón. Creo en ti, porque substituyes
las deficiencias de una naturaleza pobre, con la acción tenaz que
genera tu industria floreciente. Creo en tu perseverancia épica que
hace brotar manantiales de las rocas, y construye sobre el pedestal de
la aridez, el monumento glorioso de la abundancia. Creo en tu
inagotable espíritu de aventura, que jamás se estanca en rutinas; en
tu inspiración que clarea todos los caminos; en tu recio carácter que
no se empolva; en tu pensamiento que vive en constante renovación;
en tu fe que convierte los desiertos en vergeles y los ocasos en
auroras; en tu optimismo juvenil que hace realizables todas las
quimeras; en tus virtudes de bronce que nunca se dejan adormecer
por el opio de la vanidad; y en tu orgullo de acero que te impulsa a
caminar siempre hacia adelante. Creo en tu pasado, que es un
paradigma de pulcritud; en tu presente que es una lección de eficacia
constructora; pero sobre todo, Nuevo León, creo en tu
porvenir
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radiante, porque tus pupilas siempre alertas, y tus nervios en tensión
creciente, no descansan un segundo en la santa tarea de ensanchar
los horizontes y extender las perspectivas de la patria.”
Muchas, muchas gracias.
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