Partir será media muerte

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DIÁLOGO CON MANUEL MEJÍA VALLEJO*
AFANES Y REFLEXIONES DE UN HOMBRE Y UN CREADOR
LITERARIO
Partir será media muerte
pero llegar, muerte entera
M. Mejía Vallejo
Augusto Escobar Mesa
Universidad de Antioquia
[email protected]
La creación debe ser humana e idéntica a sí misma
AEM. "Si las palabras indican realmente lo que tu sientes, entonces es
sublime", decía Stendhal. ¿Manuel Mejía se ha caracterizado por esa
fidelidad a sí mismo y a su entorno como obedeciendo a una voz interior de
absoluta transparencia?
MMV. Cada autor tiene que ser su propio norte, su meta y su camino. Si
dice las cosas honradamente, con sinceridad espontánea, sin sometimiento ni
acomodación a religiones ni a filosofías ni a políticas ni a costumbres o
sistemas, su obra será retrato fiel de algo humano; se proyectará en el
universo. Mi aporte a la literatura colombiana ha sido la autenticidad. Mi
padre me dijo un día en una finca: "mentir es el único pecado que existe". Y
yo le creo. En este sentido, yo soy auténtico. Ni a mis seres cercanos ni a
mis hijos ni a mi mujer ni a las amantes que he tenido, les he mentido nunca.
El no mentir no es una cualidad literaria, en absoluto; pero no ser sincero es
una anti cualidad literaria o humana. Yo no digo mentiras, afronto mis
hechos. Y tal vez lo haga por conveniencia personal. Recuerdo aquello que
decía algún clásico: "si el pícaro supiera las ventajas que trae consigo ser
hombre de bien, sería hombre de bien por picardía".
Vivir la para parroquia para alcanzar el universo
AEM. Se ha dicho que el gran escritor es aquel que fiel a su entorno puede
captar lo esencial de sus propias raíces, como lo hizo Joyce, Faulkner, Rulfo,
Carrasquilla. ¿Tu arraigo a la tierra antioqueña hace parte de tu vocación
ineludible de escritor?
MMV. La tierra antioqueña es mi primera visión del mundo, es el elemento
determinante de toda mi obra literaria. Todo lo que escribo gira en su
derredor: sus hombres, sus paisajes, sus costumbres, sus sentimientos, sus
sueños y olvidos. Muchas veces nada hay tan universal como lo local.
Ningún pueblo es disidencia de la humanidad
AEM. En la búsqueda de lo universal en lo particular, Ezra Pound reconocía
que era una verdadera lucha conservar el valor de una cultura local y
particular en medio de ese horrible alud que lleva todo a la uniformidad.
Aunque abordas temas que otros han tratado como la violencia, el guapismo,
el destino trágico, el coraje o la muerte, ¿tu obra no está marcada por unos
trazos tan singulares que la hacen de suyo distinta?
MMV. Muchas de mis páginas guardan ese sabor violento porque tienen
como tema central el hombre y el medio que nos representa y circunda, y la
violencia como producto de la anarquía de pueblos en formación, del
contacto con las tierras bravas. ¿Acaso no es hombre universal el hombre
nuestro? ¿No es grito del mundo nuestro propio grito? ¿No sonríen los niños
de la tierra en la sonrisa de un pequeñuelo de nuestras montañas? ¿No canta
y sufre el hombre eterno en el canto y la queja de nuestros habitantes?
Ningún pueblo es disidencia de la humanidad. La humanidad es todo lo
demás, más ese pueblo. Y si queremos dar algo grande, ese algo tiene que
salir de nosotros mismos. Sólo tenemos este pueblo, esta tierra. Querámoslo
o no, a ellos estamos irremediablemente ligados y en ellos tendremos que
afirmarnos si aspiramos a producir una voz que, por auténtica, sea universal.
Estar atento a los cambios de la sociedad
AEM. Si "la literatura es una arma del pueblo", como dice Jorge Amado, el
escritor debe ser el "intérprete de los deseos y de los combates de su
pueblo", ¿debería estar, entonces, siempre atento a los cambios que en él se
produzcan?
MMV. Releyendo la Biblia vi algo que está calificado como el siglo de la
corrupción y la perdición: renegaban los profetas contra las generaciones
que transformaban las buenas costumbres. Entonces era el siglo del diablo.
En toda época ha habido una moral, que en fin de cuentas no es más que una
costumbre, y en toda época también ha habido crisis que anuncian cambios
fundamentales con respecto de lo que se cumplió y se predicó antes.
Esencialmente el hombre cambia poco, aunque todo cambio deja una huella
en el hombre, y si el novelista trabaja con seres humanos, tiene que seguir
atento a los cambios que en alguna forma modifican su materia prima, que
siempre es, ha sido y será el hombre. El hombre y su circunstancia.
En lo elemental está lo eterno
AEM. Como un Neruda o Castro Saavedra que cantaron a lo elemental en su
poesía, ¿se diría que tu recreas lo cotidiano trascendido, porque lo has hecho
tuyo desde La tierra éramos nosotros?
MMV. Hay que cantar los motivos elementales porque son eternos. Los
instintos, la muerte, la infancia y lo que no parece, es lo que deja rayas
profundas en la humanidad. La profundidad humana se encuentra en el sabio
y en el idiota, en el culto y en el ignorante, en el obrero y en el patrón, en la
misma tierra y en el mismo firmamento. Hay que decir lo que conocemos
profundamente, aunque ignoremos lo que otros saben, y tendremos un valor
igual a ellos. Lo importante es dar nuestro mensaje.
Estar en la búsqueda de la permanente sabiendo que todo es transitorio
AEM. La finalidad de todo artista –según Faulkner– es detener el
movimiento, que es la vida, por medios artificiales y mantenerlo fijo de
suerte que cien años después, cuando un extraño lo contemple, vuelva a
moverse en virtud de que es vida. Puesto que el hombre es mortal, la única
inmortalidad que le es posible, es dejar de sí algo que le sea inmortal. ¿Esa
dual condición de lo eterno y contingente unido que preocupa siempre al
hombre, ¿no aparece de manera recurrente en tu obra como un fantasma
obsesivo?
MMV. Uno es un componente mínimo, pero requetemínimo de esa
eternidad. Uno es un componente de eso eterno y no le toca nada. Uno pasa,
pasa el mundo, las aves, los árboles, la mujer amada, el amor y el olvido, el
sueño. El aire de lo efímero arrasa con todo. Sólo unos pocos en poesía han
podido mostrar esos componentes de permanencia. El sentimiento de
impotencia también puede dar cosas muy bellas, como la Biblia. En la
Biblia observamos ese sentimiento en los libros de Job, en Jeremías, en los
salmos. Todos están en esa búsqueda de lo permanente sabiendo que todo es
transitorio. Son puentes unitivos que el hombre trata de crearse con las cosas
permanentes, con las cosas eternas, y a uno la eternidad no le importa.
Conozco muy pocos poetas que de verdad me hagan sacudir, porque han
alcanzado eso esencial tan difícil de precisar. Mi obra refleja el eterno de las
cosas, la fuerza del destino y de la sangre, pero no es determinista. He
buscado la autenticidad de lo vivo, de lo que es sin concesiones, pero con
esperanza y en busca de luz. No es una obra de tesis, porque es humana.
Primero el estado del alma que el de la razón
AEM. Para unos escritores la mejor obra es la que están escribiendo, para
otros, el libro que vendrá –como diría Blanchot–, ¿para ti cuál es?
MMV. Uno quiere sus obras de distinta manera. Yo quiero mucho La tierra
éramos nosotros, porque fue una obra que a ratos redacté, a ratos la grité y,
por qué no, la sollocé también a ratos. Y no es perfecta, porque primero se
nace a la vida emotiva antes que al razonamiento conciso. Y yo tuve primero
la noción del alma antes que la del cerebro.
Todo se parece a uno no importa la distancia que se tome
AEM. ¿No crees que bien difícil que el escritor controle su yo –casi siempre
en estado de hiperinflación– mediante un actitud de autocrítica permanente?
MMV. A veces uno tiene que olvidar lo que está haciendo para tener la
capacidad crítica de volver a mirarse con ojos ajenos, con sensibilidad de
callejero, como quien dice esta obra no es mía, vamos a ver cómo está. Es
precisamente en ese momento, cuando se está fuera, cuando hay que ver la
obra de uno como algo ajeno, donde no haya vanidad ni alcahuetería ni
complicidad, porque muchas veces el autor es cómplice de lo suyo,
disculpándose, justificando lo que hizo o dejó de hacer.
No hay obra sin mensaje
AEM. La escritura literaria es una de las formas más densas y esenciales de
comunicación. Es lo que el escritor norteamericano John Gardner deja
entender cuando sostiene que la belleza de un texto narrativo no es más que
comunicación en su grado más refinado, donde la forma ayuda a decir lo
que se quiere decir. "Si quiero –dice– escribir sobre un universo ordenado,
mi novela deberá ser ordenada. Si, por el contrario, me interesa narrar la
tensión entre el orden y el desorden, escribiré de modo tal que la forma del
texto exprese dicha tensión". ¿Tu obra es, de manera análoga, comunicación
de un mundo interior que necesita ser de–lastrado?
MMV. El autor, aunque no quiera, siempre está transmitiendo algo a
alguien. Hay un desdoblamiento en el novelista y en el cuentista, en el autor
teatral, y a veces la transferencia de sus posibilidades se retrata en la obra
que escribe. Lejanamente o no, uno se autobiografía un poco en cada
personaje: en el niño, en el anciano, en el militar, en el sacerdote, en la
prostituta, en el santo, en el asesino; en todos los hombres, en todos los seres
que en el fondo viven en cada ser. Pero el mensaje que se da no es un
mensaje directamente deliberado, sino que debe ser una especie de vaho, de
trascendencia, que se saque como conclusión de la obra, de la escena cómica
o dramática, de la postura que ante la vida tome cada uno de sus muñecos.
Hay en este sentido un inmenso peligro en el escritor: hacer de sus
personajes simples mandaderos, simples mensajeros de lo que él quiere
decir. Y así como el escritor, para realizar su obra, necesita, exige y defiende
una libertad total, también está en la obligación de dar a sus personajes el
ámbito de libertad que ellos requieren para no sentirse estrechos y para
alcanzar el suficiente grado de autenticidad que toda criatura de imaginación
necesita o demanda.
El oficio de ser hombre es el de más duro empeño
AEM. Según lo has expresado en diversas ocasiones, antecede a cualquier
oficio, aún el de escritor, la condición de ser hombre en su sentido pleno. Es
decir que ¿si no se logra ésta, vano será cualquier otra actividad?
MMV. Ser poeta, está mejor si es buen poeta. Pero, ante todo, ser hombre en
cualquier circunstancia, no importa si después sale cantando, toreando,
labrando madera, sembrando caña y café por nuestras laderas cordilleranas.
Ser hombre, una de las tareas difíciles en cualquier época, eso es lo
importante. Lo demás viene sobrando, como quien canta si tiene buena voz,
como quien reza si tiene buena fe, como quien espera si cree en la
esperanza, o como quien escribe si tiene talento y hace poesía, esa otra
forma de la respiración. El que canta, el que escribe poemas, el que baila, el
que hace la escultura o la música o negocia, o hace la cuna del ataúd, creo
que en esa división del trabajo nos corresponde a nosotros uno de tantos
oficios, y permanecer fiel a ellos es una forma correcta de existir. Sin
embargo, me han tocado experiencias duras desde pequeño, viajar mucho y
enfrentarme a esa cosa pavorosa y ridícula que llaman vida. Desempeñé
muchos oficios que no correspondían a mi vocación, pero que en sí
concluían a formar esa idea central y capitalizadora, que es el oficio de ser
hombre. El hombre es el espectador asombrado, el testigo, el hacedor, y
aquellos elementos del aire siguen siendo los eternos del habitante terrestre
en cuanto él continúa como centro. El sigue en el timón, y es la máquina
misma, y es el mar, y es el girar de los remolinos sobre su propia cabeza,
vigilante entre el ser y sus espectros, halagando los sentidos y padeciendo al
fijar la mirada en tantas cosas palpables e invisibles que borbotan y
anonadan. Puesto que padecer, según la frase de Valéry, es prestar a
cualquier cosa suprema atención. E ir entendiendo tales briznas, es el castigo
de los hombres que se van superando.
Equivocarse es una manera de acercarse a la verdad
AEM. Hablando acerca de la literatura, Camilo José Cela se preguntaba si la
literatura no era tal vez la manera como el escritor ejercía venganza sobre sí
mismo, pero que ni él mismo sabía con certeza de qué vengarse. En el
proceso de creación, la incertidumbre, el equívoco ¿no son otras formas de
acercamiento a la verdad del escritor?
MMV. Desconfío mucho de lo que hago y seguiré desconfiando de lo que
pueda hacer, porque no olvido que los genios se dan únicamente cuando se
mueren. Puedo escribir en diversos estados de alma; tal vez,
inconscientemente, practico una seudo teoría que tiene sus raíces en la
literatura y que es el mimetismo del alma. El hombre con vocación de
libertad ha de aprender muchas cosas por sí mismo, así se equivoque. El
camino del error es el mejor camino de acercarse a la verdad. En realidad,
dentro del penoso y lento proceso de desarrollo del hombre individual y
colectivo, llegar a equivocarse por sí mismo es una gran conquista. Hay que
tener la audacia de equivocarse. Quedarse callado por miedo a errar es
cobardía. En las artes hay que recorrer también un camino que en cierta
manera se asemeja a aquel. Hay que reaccionar contra el esnobismo, contra
la fácil tentación de obedecer a criterios ajenos por desidia mental o por
menosprecio de las propias posibilidades. Querer, pero querer a fondo, es
una categoría estética, Y pueden ser estéticas nuestras equivocaciones, si
equivocarse es jugárnosla cuando todo está perdido, y sólo nos salvaría la
equivocación. Tal vez acertar incondicionalmente es labor de tramposos, de
quienes siempre ganan, porque siguen el camino trillado después de
descubrirlo quienes supieron arriesgarse.
Las palabras no siempre obedecen a nuestras intenciones
AEM. ¿El ejercicio permanente de escritura no agota y esclerosa a veces?
¿No genera una pérdida de eficacia el discurso propio cuando da vueltas en
redondo? O, por el contrario, la escritura en torno a las propias obsesiones
¿es siempre inagotable?
MMV. Cada día uno se vuelve más desconfiado frente a lo que uno mismo
produce. Perdida la audacia, queda la ignorancia total. Cuando uno
reflexiona sobre tantas cosas, descubre la nada que somos. Podría decirse
que tratar de escribir una novela es una pedantería: las palabras no llegan, no
definen, no obedecen a nuestras intenciones. Las almas no se entregan como
las putas, hay que trabajarlas, hay que bregarlas, conquistarlas, sufrirlas;
cansa llegar a ellas. Y hasta cuándo se logra llegar a ellas y conquistarlas,
¿no habrá un error azaroso en ello?
La vida es el único y gran tema de la literatura
AEM. No importa cuan imbricada sea la trama del acontecer humano
abordado desde la literatura, el núcleo generador de todo es el de una vida
que avizora siempre la muerte. ¿escribir –como diría Reinaldo Arenas– es
una voluntad de vivir manifestándose?
MMV. La literatura es un acto de creación a partir de elementos que el
creador encuentra en su camino. La novela en realidad solo trata de muy
contados temas, de pequeñas cosas que se reducen finalmente a la vida
misma. La literatura en general no pasa de hablar más que de eso, de las
pasiones elementales del hombre. Vivir es interrogarse y aceptar
erguidamente la responsabilidad del oficio. Vivir es seguir muriendo.
Despojarse de todo para alcanzar la libertad
AEM. Para un hombre como tú que has hecho y logrado casi todo lo que has
querido, que has alcanzado los máximos reconocimientos de tu sociedad
¿Qué significa la libertad?
MMV. Los tipos más felices que conozco no tiene Cadillac, están casi sin
camisa. Sí, sin camisa. A uno le ponen cadenas. Mientras más en pelota se
esté frente a las cosas, más libre se es, más feliz.
Para ver la realidad se necesita imaginación
AEM. Henri Michaud decía que escribía para hacer lo real inofensivo. ¿Qué
es lo real para ti?
MMV. "Para ver la realidad se necesita mucha imaginación", decía Juan
Rulfo. Un cierto tipo de juego nos planteamos si deseamos descubrir lo real.
La realidad no es lo que se muestra, la realidad es lo que vive debajo del
hecho que estamos mirando, pues las cosas tienden a esconderse, como las
personas.
Eterno aprendiz
AEM. ¿Qué piensas de ti mismo?
MMV. ¿Qué pienso de mí mismo? Te diré que soy franco en el pensar y en
el actuar; desconfiado consigo mismo y siempre convencido de que toda la
vida seré un permanente aprendiz. Como dijo Gabriela Mistral, con el don
que la caracterizaba: "de toda creación saldrás con vergüenza, porque fue
inferior a tu sueño". Ni de mi vida ni de mi obra me arrepiento, y no quiere
decir que me haya gustado todos los días de mi vida o todas las páginas que
he escrito, sino que cumplieron una misión, al menos de aprendizaje. En
literatura, el camino de las equivocaciones es el mejor maestro. De todas
maneras el autor es un crítico mediocre respecto de su propia obra. Me ha
tocado ser protagonista y testigo de hechos humorísticos, de hechos
dramáticos, de momentos de júbilo y de dolor, y todo forma parte de la vida
de uno, de la experiencia humana que no puede eludir convéngale o no. No
creo que haya contradicción en un hombre que vive la plenitud del amor, la
plenitud del olvido y de la muerte. Es el mismo hombre aquel que sabe
sentir el amor que el que sabe sentir la muerte, el olvido, la angustia o el
humor, y eso no quiere decir que sea contradictorio. En el ser humano está el
ser contradictorio y en el ser de la obra también, porque es producto de la
mente humana. Todo se parece a uno.
Inventar no es más que recrear lo real
AEM. El mundo que recreas como los personajes que convocas a actuar
¿podría tildarse de invención o recreación?
MMV. Hablar de inventar sería una mentira. Inventar, tal vez equivalga a
recrear. Lo que uno imagina, por fantástico que sea, ya pasó o pasará. Uno
no crea nada, uno recrea.
Hay que creer en el amor
AEM. De las muchas dotes que debería tener un escritor, incluida la
soledad, ¿que papel le corresponde al amor?
MMV. Un borrachito de mi tierra decía: "fe es creer en lo que no creemos".
Algo semejante pasa con el amor. Hay que creer en el amor. El amor es
como una guitarra. Una guitarra que necesita muchas cuerdas. La del dolor,
la del recuerdo, la de la esperanza, la del olvido. El gran novelista no puede
dejar de ser pintor, escultor, músico, arquitecto y poeta. Debe ser un
inmenso poeta de cuanto motivo haya, con todos los ritmos interiores. Pero
sobre todo, tiene que amar. Ser el enamorado de lo existente. No transigir
incondicionalmente con lo impuesto como axioma. ¡Amar! Amar
apasionadamente, pero salvarse de todas las pasiones no connaturales al
hombre.
El amor no es una virtud sino una obligación
AEM. Para unos escritores, escribir es un acto de fe, para otros, es una acto
de amor o un sendero hacia la fraternidad. Invirtiendo los elementos, el amor
es, para Thornton Wilder, ese impulso hacia la justificación y la
armonización de la vida. Es la fuente de energía en donde debe alimentarse
la vida a fin de perfeccionarse. ¿Y para ti?
MMV. Amar no es una virtud sino una entrañable obligación del ser
humano. Con esa contraparte, la del reniego. "En el amor se es todo sexo y
en la ira se es todo puñal", dijo el maestro Fernando González, que siempre
tuvo un frase en que apoyarnos. Con fervor sólo puede odiarse aquello que
se ama; o establecer la pelea con aquello que es capaz de herirnos
mortalmente, si de nuestra herida depende su salvación. También el amor
está condicionado al terror o al refugio de fiera perseguida. Nacimos en una
época ambigua, aunque cada época es espejo de sus protagonistas. Seríamos
entonces pregoneros y atestiguadores del caos en que nos regodeamos. Hoy
el amor tiene fea mirada y se parece a un odio con cierta capacidad de
olvido hacia el amor imposible. Hoy el amor es conveniencia, afán de
posesión frente a un cuerpo tendido, trampa regodeadora que se destroza
contra la pared que su mismo afán interpone. Hace parte de la sociedad de
consumo: alborotamiento del sexo porque la valla de los tabúes fue
derrumbada oportunamente; es la traición deliberada, el empuje de goces no
merecidos, sufrimiento en el gemido remedador de la muerte.
La tristeza es otra forma de placer
AEM. ¿La pena y el dolor tienen para ti una connotación de lastre, de culpa,
como puede observarse en algunos de tus personajes?
MMV. El pueblo colombiano, a pesar de todo, es un pueblo triste. Armando
Solano, hablando de los indios de Boyacá, escribió unas hermosas páginas
que tituló La melancolía de la raza indígena, donde hablaba de su sentido
trágico de la existencia, porque tenía que convivir siempre con la muerte
como si fuera un ser infinitamente cercano hasta confundirse con él. Pero
hay una cosa con la tristeza, y es que bien administrada es algo que no le
puede faltar a ningún ser humano: la tristeza ayuda a estar contento. Yo creo
que hay angustias agradables. Me acuerdo de una borrachera en Marinilla un
domingo de mayo, que por coincidencia resultó ser el día de la madre, y
había una serie de campesinos y sobre el saco o la ruana de ellos, recién
sacados del baúl, ponían el clavel rojo, si tenían viva la madre, y el clavel
blanco, si había muerto. Entonces, los de la madre muerta tocaban y tocaban
unas canciones de despechos que allí llaman "madres" –un sufrimiento
cantado–; hay otras que son de "amor", y de "suicidios" cuando el tipo se
aburre y se va. Y estaban muy contentos poniendo ese disco donde hablaban
de la madre: "Madrecita de mi vida,/ consuelo de mis tristeza,/ yo soy el ser
que se aleja/ contando tus tristezas cuitas,/ al cielo le doy una queja/
pidiéndole a Dios consuelo,/ ya te vas madre querida/ hacia un triste
cementerio".
Todas esas canciones tenían siempre unas letras muy mediocres y
estaban acompañadas por un ritmo monótono, pero era muy bueno para
acompasar la pena. Vi a un tipo en un rincón que repetía la misma canción
en la rocola. El hombre ponía los veinte centavos cada rato repitiendo la
canción –cuando un disco gusta piden que no le cambien si no de aguja– y
lloraba; por fin me le arrimé y le dije: hombre, usted está muy triste, hace
como tres horas que está llorando. Cambiemos de canción que aquí hay
discos muy alegres. Entonces se levantó y me dijo: "gracias, mi doctor, esta
tristeza tan buena no me la quita ni el putas". Y es verdad que uno goza, a
veces, con la tristeza, y se engañaría quien tome las letras al pie de la letra:
son enamoradas y muchas veces quien la oye no está enamorado, son de
olvido y muchas quien las oye y las goza no está de olvido, o hablan de la
muerte, del suicidio, y el tipo que las oye no está para suicidarse, pero,
entonces, esa transferencia que la angustia propicia a muchos, hace que uno
goce con las canciones dramáticas. Hoy casi todas las canciones son tristes,
no únicamente las viejas o los tradicionales pasillos. Yo inventé un refrán
que dice: "estoy más triste que una canción ecuatoriana", porque son de lo
más triste que se pueda escuchar, como esta: "tal vez para mis
huesos,/cuando yo me muera,/ quizá lo más blanco,/ quizá lo más blando,
/será el ataúd". En la angustia –como dije– hay una cierta alegría. Cuando
afronto la angustia, cuando describo literariamente el hecho inevitable de
desaparecer –pero sólo si encuentro la forma literaria– estoy muy contento,
inclusive me adhiero al hecho ineluctable de que me voy.
La angustia es ajena al exhibicionismo
AEM. Una buena parte de tu obra fue escrita entre los años 50 y 65, período
de auge del existencialismo que fue, entre muchas cosas, una postura ante la
vida, y la angustia fue uno de los signos distintivos de esta tendencia del
pensamiento. ¿Qué significó ésta para ti y cómo se observa en tu obra?
MMV. La angustia y el sufrimiento, como el goce, son dos caras de una
misma moneda, dos dimensiones que siempre acompañan al hombre, pero
hubo una época en que los nadaístas cogieron la angustia como un cascabel
para hacerla sonar, para que los miraran. Y a mí no me parece que la
angustia sea una forma de exhibicionismo. En ese sentido el novelista tiene
que ser honesto. La muerte es callada y la angustia también es silenciosa. Y
para un creador hablar sobre esos temas requiere, cuando menos, una cautela
inmensa. Porque al querer pintar un ser angustiado puede caer en un
discurso sobre la angustia, lo que falsearía al personaje. Entonces hay que
ponerle tan sólo esa carga emotiva que él merece y que exige en su
momento. Yo creo que hay tantos motivos alrededor nuestro que impiden
ser feliz. Basta mirar el flagelo de violencia que nos ha tocado padecer desde
hace tantas décadas y que se ha recrudecido ahora. Yo soy simplemente un
hombre que convive con algunas cosas, que se adhiere a otras, que rechaza
muchas, que está descontento. Amo lo que tengo cerca, mis hijos, la gente,
el río, el monte, los árboles, los animales, algunos amigos. Y esos rostros
anónimos que me nombran entre labios al reconocerme en la calle, el taxista
que saca de su gaveta uno de mis libros ya deteriorado y se niega a
recibirme el pago de su carrera, los rostros atentos de obreros y estudiantes
cuando les hablo, la sonrisa cordial por las aceras o en el monte. Uno no
advierte la solidaridad y está contento con sus vanidades. Siempre seremos
incompletos. No me gusta la vida como la pintan ahora, detesto la violencia
que se ha vuelto institución nacional, protesto contra la situación del mundo
que parece no tener esperanza. ¿Quién les dijo que era un hombre feliz?
Mientras haya tantos caídos por miseria por balas, no se podrá hablar de
felicidad. A la vida nos la han convertido en un sitio inhabitable para el ser
humano.
Todo acto de escritura autentica conlleva un gesto de eternidad
AEM. En el preciso instante en el que se hace poesía, escribe la poetisa
danesa Inger Christensen, se accede a un universo que se explaya en todos
los sentidos. Es así como el yo del poeta se disuelve y deviene una parte de
eso que siempre ha existido. Escribir ¿no es una manera de reivindicar una
existencia singular, un deseo de permanecer en la memoria colectiva?
MMV. Creo mucho en el valor de la poesía porque es una de las cosas que
combate el sentimiento de desaparición que tiene el hombre de sí mismo.
Uno sabe que queda algo; es una forma de resistirse a morir. Si uno crea
cosas para que lo recuerden, es una pequeña mella a ese sentido de
arrasamiento total por el que lucha el hombre. Entonces uno se encuentra
con ciertos espejismos que dan la impresión de que uno no muere. Es un
poco desgarrador saber que no hay consuelo posible en el más allá, en un
paraíso que a mí, por lo demás, no me interesa en absoluto y que además es
muy aburridor. Tengo una conciencia permanente de que uno no muere
definitivamente.
La rutina atrae la muerte, la vida la enajena
AEM. La rutina aliena al individuo ¿y puede enajenar el trabajo del escritor?
MMV. Yo detesto la rutina. Vivir es una rutina: un día tras otro día, tras otro
día, hasta que al fin suman la muerte. Yo me rebelo contra eso. Me rebelo
contra la vida. Tal vez mi vanidad de estar vivo o el temor de llegar a morir,
hacen que varíe a cada momento mi manera de ser, de mirar las cosas y de
estar. Vivir es permanecer tenso. O, si no, la vida se parecería mucho a la
muerte, a esa muerte que por estar a mi lado ya le tengo cierta confianza. En
cada acto se nos va yendo la vida; no es cierto eso de la sobrevivencia:
morimos un poco en cada cosa que hacemos. El hecho de hablar de la
muerte equivale en cierta forma a una protesta, a un orgullo personal, a una
disidencia desesperanzada.
Déjenme vivir mi vida y mi muerte
AEM. Esas críticas tan acerbas a tu forma de vida ¿no han incidido en tu
creación, por ejemplo, en tus coplas?
MMV. Durante mucho tiempo me apabullaron con reclamos de los
familiares, de los vecinos, de algunos críticos, porque yo era muy
descuidado con mi vida –no con mi obra–. Decían que yo bebía mucho, que
vivía de parranda en parranda y que debería ajuiciarme porque si no me
llevaría el diablo, y a mí no me parecía mal. Todos me viven mi vida y
nadie va a morir mi muerte. Si dijera al morir: a ver, tres voluntarios que
mueran por mí y estoy seguro que no aparece nadie. Déjenme vivir por mí
mismo, que yo tengo la responsabilidad de mi muerte. Déjenme vivir. Todo
el mundo se mete en la vida de uno y después lo acompañan con una corona.
Ni la vida ni la muerte son transferibles. Por eso escribí algunas décimas
para que dejaran esa joda, porque todo el mundo quería salvarme y yo no
quería salvarme:
Y juro aquí entre nos
por San Pedro y por San Pablo,
que nos va a llevar el diablo
qué tal si nos lleva Dios.
Todos me dicen que viva
de esta o de otra manera,
todos me dicen que muera
hacia abajo o hacia arriba.
Todos dicen en qué estriba
la brega que yo asumí,
desde el día en que nací
para jugarme del todo.
Dejen que viva a mi modo,
nadie morirá por mí.
A mí me hablaban de Dios,
yo de Dios sólo callaba
pues lo que se predicaba
lo borraba uno por dos.
Jamás escuché su voz
pero su ausencia presencio,
tal vez por eso sentencio
lo que logré descubrir:
Dios sólo puede existir
cuando lo crea el silencio.
La muerte, esa vecina de confianza
AEM. En tus obras, desde La tierra éramos nosotros hasta las últimas
coplas y décimas, tratas la muerte con tanta confianza como si fuera una
parte inseparable del acto creador y de tu reino imaginario. ¿De dónde nace
tal colegaje?
MMV. Los caminos me mostraron en gran parte la vida. Por el camino del
arriero venían las noticias de nacimientos y muertes: que murió don Juan,
que nació el niño de Los Agudelo, que se casaron Bernardo y Teresa. Dentro
de esa vida apacible, eran acontecimientos naturales, mientras nosotros
seguíamos creciendo y multiplicándose la familia. Si me asombraba crecer,
me esperaba el otro asombro, el de la muerte: de pronto moría un hijo de un
peón que a los cinco años hablaba una media lengua de borracho. Lo
visitábamos en su enfermedad, nadie sabía qué era. El se mantenía junto a
una gallina mansa y descubrimos que la gallina también con sus polluelos se
veía ligeramente borracha; él había escogido sitio junto a un chachafruto, y a
la sombra del borrachero más tóxico hacía la siesta. Se enamoró
infantilmente de la droga implícita en el árbol: murió después. Lo recuerdo
en un ataúd hecho burdamente y pintado con una tierra blanca de vetas
cercanas. A mí me sacudió ese estar en otro mundo un niño que debería
haber vivido muchos años, y que moría prematuramente sin saberse exaltado
por la droga. De pronto escuchaba en la noche gritos de alguien alarmado
que anunciaba una muerte violenta, de hondonada a hondonada, de camino
en camino, de choza en choza con acompañamiento de gallos y perros que al
despertar nos ponían encima la tragedia. La vida, pues, no era el juego con
los arrieros y con hijos de arrieros; la vida también terminaba y había que
afrontar esa cosa tremenda de la muerte. La muerte ya es vecina mía, y
chismosa como casi todas las vecinas. Dice en secreto, en la soledad de uno,
cosas que ella cree y que uno no. Pero claro que ella manda. Vivir, se sabe
ya, es ir muriendo un poco. Se ha hecho la noche, tan noche como yo
mismo, como mi espíritu que irá a oscuras para que brille mejor algo puro
que siempre llevaré conmigo. Siento hambre e ignoro de qué. Tal vez de
vida. Quizás de muerte. No temo morir. Me da vergüenza. La muerte no
puede ser desquite para el fracasado, tampoco refugio. El suicidio es una
manera más o menos fácil de seguir viviendo.
La muerte, un incentivo para vivir
AEM. "No hay muerte natural –afirma Simone de Beauvoir–: nada de lo que
ocurre al hombre es natural, nunca, puesto que su presencia pone al mundo
en cuestión. Para cada hombre su muerte es un accidente e, incluso, aunque
la conozca y la admita, una violencia indebida. ¿Qué sentido tiene para ti la
muerte?
MMV. De la muerte tengo un hondísimo sentido. Está al lado mío, respira al
lado mío. De pronto se me aparece como un ente metafísico, en el terror, en
la frustración, en la cosa no adquirida, y me recuerda que estoy vivo. Para
mí, la muerte es un incentivo para vivir, y cuando llegue, me va encontrar
peleando. Y se va joder conmigo. Yo creo que entre nosotros [los
antioqueños] existe aquel sentimiento trágico de la vida que mencionaba y
trataba tan profundamente Miguel de Unamuno. Y según se conciba la vida,
asimismo se concibe la muerte, o esa tremenda posibilidad casi inmediata de
morir. En nuestra poesía y en nuestra literatura hay una obsesión por la
muerte. Barba–Jacob, nuestro máximo poeta –antes que León de Greiff, me
parece a mí– tenía la obsesión de la muerte, porque él vivía profundamente
la vida y la tenía como una obsesión, pero como una especie de variante de
la vida, como la otra cara de una misma moneda. El hombre nuestro, en un
paisaje muy esquivo, vivía acechado por el peligro, por las torrenteras, por el
paludismo, por las enfermedades. Si repasamos la historia del Ferrocarril de
Antioquia, cuando el cubano Cisneros tenía que matar a pistola las
serpientes que veía subir por las espaldas de sus ayudantes; cuando cada
paralela del Ferrocarril costaba tres muertes por paludismo; cuando
cualquier posibilidad de fundar un pueblo nuevo significaba un
enfrentamiento con arañas ponzoñosas, con el zancudo, con el tigre, con el
hambre o la sequía o con los inviernos excesivos, comprendemos por qué el
hombre tenía urgencia de hacerse fuerte y estimar la muerte como una
hermana de la vida, y siempre la posibilidad de morir. No niego que el
sentimiento frente a la muerte en el hombre del altiplano esté unido también
al sentimiento de su vida. Son vidas amargas, vidas desoladas, vidas
olvidadas frecuentemente, vidas llenas de hambre y de limitaciones, y el
paraíso que se nos ofrece, es inmensamente aburridor. Las canciones
nuestras son tristes como nuestras canciones; las borracheras nuestras son
tristes, la vida no ofrece mayores incentivos en esta vida terrenal. Y los de la
vida eterna son todavía peores.
No hay como el vicio de recordar
AEM. Una de tus coplas dice que: "uno se envicia a vivir como se envicia a
beber y al fin no puede saber si es otro vicio morir". Vivir, recordar, morir
¿son una triple dimensión inseparable de la existencia que tú has vivido?
MMV. La vida es como los días, como el tiempo: va cambiando de golpe,
cuando menos lo pensamos. Hay días en que recibimos un mensaje suave,
hondo, casi triste, y lo saboreamos sin saber su causa. Es como si fuera a
realizarse algo grande, esperado. Y no nos desanimamos aunque sepamos su
mentira. Repentinamente abrimos caminos llenos de la simpleza de las cosas
sencillas. Pero ese momento dura lo que dura un pensamiento; algo parecido
a la ilusión del jugador perdidoso. Es bello llegar a un sitio donde se sabe
que tiene mucho más para recordar que para vivir. Uno se detiene. Rehace
las caras, recuerda. Aquí se sentaba tal, aquí comía tal otro. Los muebles, los
cuadros, los retratos. Los rostros están en algún sitio. Si uno lograra juntar
eso: presencias, voces. Yo quiero hacer una invocación. "Todo en tí fue
naufragio". Recuerdo una idea: un tipo que vuelve a su casa después de
mucho tiempo y ya se han muerto todos. Se sienta a la mesa y tiene que
invocar a los muertos, porque no hay con quién conversar. Allá lejos se
escucha el alarido de algo que quiere volver o desea cubrirse de olvido. Un
ruda angustia se acerca silenciosamente, un hastío de vivir sin darnos cuenta,
un vano esperar. Lo que auguramos es algo ya pasado o cada día más
distante. Si la gloria llegare, ¿para qué la gloria? Ni pasiones ni deseos de
amar, sino olvido absoluto, complejo de no ser. Sólo ese presentimiento
vago en espera dormida de lo que pueda venir, sin pensar en lo que somos;
retiro completo de todo, de nosotros mismos. Calma en el cuerpo, calma y
forzada bondad en el alma, como un niño. Tal vez la cosas no pasan y el que
pasa es uno, con el peligro de estancarse en un recuerdo y de no escuchar
voces nuevas por tratar de captar en un tiempo detenido la propia voz o las
voces que hicieron coro a nuestras desolaciones.
Recordar la época del reino de los sentidos
AEM. Detrás de cada palabra tuya hay un recuerdo. ¿Son más dilectos a tu
memoria aquellos recuerdos que más se aproximan a tu infancia?
MMV. El primer recuerdo de mi vida, a los dos años creo, es un recuerdo
auditivo: el sonido de la navaja de afeitar sobre el rostro áspero de la cerrada
barba de mi padre. Y otro recuerdo que lo tengo siempre presente es el olor
de los caballos sudados que había en nuestra casa de campo. Recuerdo una
tarde en que fuimos de paseo familiar a caballo entre el monte y llegamos a
un potrero donde pastaban novillos de engorde. Mi padre señaló a lo alto y
había una serpiente en las garras de un águila. Aún existían águilas en aquel
entonces, y en el aire veíamos cómo la serpiente se retorcía y cómo el ave
trataba de dominarla. Así seguimos a caballo a otros sitios del monte y al
regreso encontramos como algo extraño en mitad del camino aquella águila
y aquella serpiente muerta sobre el pasto. Yo tendría siete años, me
impresionó ese detalle de algo que se arrastraba como serpiente, de algo que
volaba como águila, y de pronto se juntaban en mitad del cielo para
destruirse y caían frente a nuestro camino asombrado. Puede ocurrir que lo
piense ahora, tal vez en ese momento simplemente hubo un impacto de lo
que podría ser el mundo. De todas maneras esta escena rural, de un
dramatismo cotidiano en quienes hemos nacido en la montaña, me dio a
entender que la vida era en el fondo una inmensa pelea y en alguna forma
luchábamos solos y éramos rapaces de nosotros mismos.
Recuerdo muchas cosas. Estaba pequeño, apenas si intuyo las voces de la
abuela. Vivíamos en una cordillera inmensamente enemiga, donde el sol
aparecía en las riberas del San Juan las nueve de la mañana y se ocultaba a
las tres y veinte minutos de la tarde: eso revela lo hondo que vivíamos, por
lo menos geográficamente. Mi abuela enfermó de muerte y mi madre sacó
permiso al médico del lejano pueblo para ir a Jericó, porque habitábamos
territorio jardineño. A caballo me llevó a mí en sí misma y por ese hecho
nací en Jericó. En Jericó había nacido ella. Tengo, pues, dos nacimientos,
dos camas primeras, dos casas iniciales y me gozo de tener dos pueblos
como cuna. Según ocurre en toda obra de ficción, hay siempre rasgos
autobiográficos, es decir, se autobiografían sensaciones, no las anécdotas
que las producen. En tal sentido el recuerdo viene a participar de las
categorías estéticas en cuanto representa una re–creación, una realidad
trascendida con ayuda de la bruma poética.
Testimonio de amor a las voces del pasado
AEM. ¿Por qué esa reiterada persistencia en los recuerdos del pasado, en el
olvido?
MMV. No sé si una literatura del recuerdo pueda ser válida en un mundo
que exige testimonios de absoluta inmediatez. Tampoco sé qué es la
inmediatez en literatura. Hay algo intemporal en el hombre, en todo escritor,
y lo que él diga, así lo recuerde, está totalmente presente. Puede ser que
cuando uno nace, al otro día sea un poco cadáver respecto del que nació la
víspera; puede ser, pero la suma de tantas muertes es, en fin de cuentas, lo
que hace esta pequeña vida del habitante en la tierra. A medida que uno
cumple años quiere dejar un testimonio y vuelve sobre los pasos perdidos.
Recordar es traer de nuevo al corazón. Cuando a uno le queda menos vida,
evoca. Llega el momento de la vida en que los fantasmas y desaparecidos
tienen una presencia más importante que los que están al lado de uno.
Entiendo al loco, al hombre solo que habla con la mujer que lo abandonó,
aunque ella no esté presente. Hay un testimonio de amor a los pasos y a las
voces. Yo los recuerdo. Voces que cantan, pasos. Los oigo. Dimensión
terrible: dejaron de ser, murieron, se callaron. Solos. La visión de los
perdidos. Uno que está aquí, está solo. Uno está abandonado, tirado. Lo
importante de uno ha ido quedando atrás.
El futuro esta en el pasado
AEM. ¿Tu ha vivido la literatura gracias a tu gráfica y existencial memoria
del pasado?
MMV. El hombre también es la memoria que tratan de arrebatárnosla. El
recuerdo, no como nostalgia torpe sino como recuperación, como un tratar
de situarnos en el mundo. ¿De dónde venimos y para dónde vamos? son las
preguntas que nadie ha sabido responder. Pero será más confusa la respuesta
si olvidamos aquello que fuimos. Alguien dijo una frase afortunada en su
contexto: "nuestro futuro está en nuestro pasado", pero no como
conservadurismo ni retroacción, sino como trampolín para saltar
documentadamente hacia lo que debemos hacer.
El mayor lenguaje, el del silencio
AEM. Ante la ausencia –cada vez más presente– de los que se fueron, ¿qué
queda?
MMV. El silencio. Uno conjura, uno llama al padre, a la madre, al abuelo, al
primo, a los tíos. A veces, en la finca, hablo en voz alta. Ya los mayordomos
no se asustan porque me conocen y son inteligentes. Hay una voz que es el
silencio. Este es el lenguaje mayor que existe. Uno está callado frente a la
gente que murió. La comunicación es imposible. Ellos llegan porque están
en uno. Todos esos tipos que tenían obligación de penar. La gente es un
tarrado de angustias. Nadie se salva.
Fidelidad a si mismo y al medio que le vio nacer
AEM. El deseo del escritor norteamericano John Barth es que su narrativa
sea pasional no sólo en la forma y en el lenguaje, sino también que las cosas
de la vida revelen esa pasión. ¿Cuál es el deseo tuyo? ¿El reencuentro con
los seres conocidos y la historia vivida en el pasado?
MMV. La vida del novelista es una vigilancia sobre el camino que va
trajinando, y si este se alarga dentro de la teoría de los fenómenos circulares,
forzosamente se ha de llegar al punto de partida. Hay un reencuentro con lo
que uno fue, aun sin tener en cuenta que uno jamás deja de ser lo que fue un
día. Yo vivo con mi gente, entre mi gente; quiero mi tierra y para bien o para
mal soy producto de ella. Si bien las lecturas, los viajes, la reflexión, van
mostrando nuevas dimensiones al hombre y al literato, en lo esencial, la
línea de conducta varía poco. Para quienes como yo tiene una vocación
definida por las letras, no hay traición posible. Además, yo trabajo con los
seres que conocí desde niño y con otros que durante la adolescencia, la
juventud y la madurez tenían nacimiento, vidas y muertes semejantes. Mi
ambición es pintar la sociedad que me ha tocado vivir y soportar, y la tierra
que hace posible la aparición de esa sociedad de la cual yo, quiera o no,
formo parte. Aire de tango, por ejemplo, existen personajes que en alguna
forma existieron en La tierra éramos nosotros. Yo viví, por fortuna, la etapa
del campo, del pueblo y de la ciudad. Y cuando en Aire de tango pinto esta
última, caigo en cuenta de que está conformada por campesinos y aldeanos,
o por gentes que tienen tan cerca el ancestro campesino y aldeano, que no
pasan de ser epígonos de ellos.
Nacer para cantar porque se es un soñador
AEM. ¿Podría pensarse que tu vida ha sido una errancia por los recuerdos,
por algo que se perdió muy temprano y ha costado toda una vida para
nostalgiarlo, porque nunca podrá recuperarse?
MMV. Llevaré un morral de recuerdos y un dolor tan grande como un
corazón. Y mi juventud a cuestas. ¿Será juventud lo que lleve? ¡Nos hemos
cansado mucho, Lucifer! Alguien grita dentro, y un grito desesperado. Tan
hondo, que apenas en mirada vaga se traduce. Siento remordimiento. Soy un
asesino. Maté mi alma cuando aún estaba niña. Maté lo que pudo haber sido.
Me maté a mí mismo. Pero no. Así no moriré. Nací para cantar porque soy
un soñador. Un paralítico con alma de Judío Errante. Quedaré viviendo en
forma de recuerdo. Mi corazón flotará al viento en pavesas enamoradas.
Porque me he nutrido de la savia que alimenta a los grandes y he apurado el
jugo de los desesperados. Mañana saldré para no sé dónde. Mi visión traza
por tierras imposibles rutas contradictorias. Subieron tan alto las ambiciones,
que se cubrieron de nieves perpetuas o quedaron convertidas en páramos
estériles. Os envidio, contertulios de la barbería. Sin complicaciones, lleváis
el alma con vosotros mismos. La mía está muy alta. No baja hasta mí, no
subo hasta ella. Pero mañana empezaré otra vida. Tengo derecho a esperar,
¿por qué no? Mañana tal vez... Mañana. El lazo que me unía a la tierra ya
está roto. Para siempre me alejaré de mis montañas, y de mi niñez, y de mi
gente. ¿Para siempre?... Abandonaré mis montañas para siempre. ¿Para
siempre? Dejaré atrás un pedazo de mí mismo. Yo, nosotros éramos la
tierra. Somos la tierra.
Envejecer es seguir viviendo a través del recuerdo
AEM. Un personaje de Una muerte muy dulce de Simone de Beauvoir
afirma que es "duro trabajo, el de morir, cuando se ama tanto la vida".
Amando como amas tú la vida, ¿no hay una actitud de resistencia a
envejecer?
MMV. Es hermoso envejecer al lado de lo que se ama, dijo más o menos un
paisano. Es no morir, o es seguir viviendo en lo que se dejará sin dolor, con
la única amargura de saber que sobreviviremos en su recuerdo nostalgioso,
con la entrañable servidumbre de los afectos.
Toda narración es autobiográfica
AEM. En alguna oportunidad sostenías que ningún escritor puede eludirse
totalmente ni el más fantasioso. ¿Sigues pensando igual ahora?
MMV. Alguien dijo con acierto que en alguna forma toda obra de narración
es una autobiografía. Uno se retrata en sus criaturas, en ellas refleja sus
vivencias, porque nunca puede dar más de lo que uno mismo es. Quiéralo o
no uno se autobiografía mucho en su obra. Al pintar un sacerdote pinto lo
que yo hubiera sido de haberme ordenado; pinto la prostituta y es como
hubiera sido yo de puta; uno tiene que aprender a transferirse. Si uno fuera a
escribir de una mesa, se "mesificaría", como diría Sartre. Uno tiene que
mimetizarse y si pinta las campanas de día de fiesta tienen que ser distintas a
las campanas que llaman a difuntos o a arrebato en caso de incendio. Tiene
que haber un estilo para cada cosa aun cuando sean un instrumento; el
paisaje al fin de cuentas es un estado de ánimo y si uno está triste, éste está
triste porque uno se transfiere a las cosas que mira. Al natural, soy
absolutamente provinciano y veedor del resto de la especie, hundido en mi
barro sin claudicaciones, querendón de lo mío y lo ajeno, buscador de
caminos, anclado en la tierra con amor y grito clausurado. Porque en mí
están el arriero y el colonizador, el supersticioso y el racionalista, el ateo y el
embrujado, el tahúr y el sabio sin respuesta. Soy muy tímido. Inclusive, hace
muchos años, en la escuela primaria, me ruborizaba por todo. Quiero vivir
como hombre, antes que como escritor. Soy hombre, vivo mi vida, quiero
mucho a mis hijos. Estoy en mi casa, prendo mi chimenea –la que hice con
mis propias manos–, veo mi paisaje y estoy pleno. A mí no me importa esa
vanidad de las cosas. Ni voy porque me inviten. No soy mandadero de
nadie, porque me choca ser mandadero. Ni hago las cosas al amaño de aquel
más poderoso. Esto, en el fondo, es un acto de soledad.
Amante de lo propio y ser sin claudicaciones: autobiografía
AEM. ¿Cómo te autodefinirías? ¿Aquel pasaje autobiográfico de La tierra
éramos nosotros sería el mejor acercamiento a la personalidad de Manuel,
joven, pero en cuyos genes estaba lo que sería y ambicionaría Manuel,
viejo?
MMV. De pronto... pero ya ni sé qué es lo que hay allí, salvo que nunca fui
tan sincero como en esa novela. [Allí escribió]:
Soy campesino. Pero no encuentro mi ruta. Siento grande mi alma pero las
posibilidades pequeñas, muy corta la vida para mis grandes ambiciones. Y
muy grandes las ambiciones para mi esfuerzo fallido. Seré un fracasado,
pienso. Dejé el estudio por continuar con el arte. Para mí, escribir ha sido
una pasión. Si escribía conforme a mis deseos, no podía estudiar.
Necesitaba trabajar. ¿Y si lo hacía? Me ha seducido la política, llevar la
voz de un pueblo que necesita rumbos, de una revolución que nacerá con el
pensamiento y señalada por brújulas de avanzada. Pero, ¿y mis viajes?
Siempre he soñado con viajar. Seré un eterno descontento. Nunca llegaré a
nada.
¿Megalomanía? Pero si me dedicase al arte sería un buen artista. Buen
escritor si renunciara a lo otro. Triunfaría en cualquier carrera, que todas
me llaman con grito desesperado. ¿Qué camino coger, sintiéndome con
iguales capacidades para cualquier empresa?
Vine a la tierra para seguir cavilando. La naturaleza es el mejor libro
anónimo para quien sabe leerlo. A su contacto me siento libre, sin ese
maldito aire de ciudad que asfixia. América necesita novelistas de su tierra
y de sus hombres, y tal vez pueda llegar a ser uno de ellos. ¿Seré acaso un
vulgar soñador? ¿Temeré a las grandes decisiones? No sé a dónde llevarán
los innumerables caminos del alma. Tengo que despertar. ¿Y si lo hago?
Quizás ahí se encuentre el secreto de mi destino.
Tal vez las montañas esculpan mi carácter. Oigo el llamado de mis
ambiciones por caminos opuestos a la realidad. Y me azotan deseos de
estudiar, de viajar, de ser alguien. Quiero estar en toda parte, ser todo,
saberlo todo. ¿No será nada?
¡Necesito despertar! ¡Necesito vivir! Conocer, viajar, sentir y más sentir.
Quien no siente no vive.
Aumentar los ímpetus rebeldes entre las montañas de mi tierra. Imaginar
caminos a orillas de sus ríos tormentosos o apacibles. Contemplar junto a
la ribera el océano y soñar con sirenas que en alguna isla habitan. Y en
barco repasar todos los puertos. Embriagarme de frío en las aguas
nórdicas, de sol enfurecido en los mares del sur. Oír guitarras javanesas y
marimbas centroamericanas. Llenar el espíritu con cantos de guitarras bajo
un cielo andaluz, hurgar en lo hondo de las más hondas sinfonías.
En tierra ardiente esculpida por un mar de trópico, dar formas atrevidas y
colorido de infierno a las nativas que revientan de sensualismo, y queden
sublimadas en el lienzo con los óleos que destila la locura.
Meter el alma por agujeros que lleven a lo desconocido; dormir en
cavernas de esquimales y en rascacielos neoyorquinos. Bajo el techo de una
tolda en los aduares del desierto, en el viento helado de una isla en las
estepas. A orillas de un lago tranquilo, a la tarde. Entre la locura de un mar
con borrascas en la noche.
Ejercitar todos los sentidos. Ser pirata de la vida, tahúr del amor,
prestidigitador de las emociones. Y pecar para sentir con honda embriaguez
lo bello. Porque para contemplar la belleza y sentirla en toda su intensidad
satánica y destructora, es necesario asomarse por la ventanilla del pecado.
Vivir las noches interminables del lejano Norte, en tierras árticas, bañarme
con el resplandor entristecido de las auroras boreales. O en noches con
brisa del trópico en hamaca al vaivén amoroso, recordar, recordar y
adormecerme bajo la tela de las evocaciones.
Temblar junto a la hembra, mulata en las Antillas, salvajemente negra en el
Congo, rubia en Escandinavia, india en mi América, flor de loto en el
Celeste Imperio. Caminar, viajar, caminar. Mi alma lleva el sello de lo
errante. Hace veinte años emprendí el viaje al mundo y aún no he llegado a
la vida. ¡Necesito vivir! Mas, ¿para qué dirigir el deseo a los caminos si
sólo la mirada va con ellos?
En tensión están mis músculos, la sangre aligera su paso, un martilleo sin
ritmo azota las sienes. Y no puedo hacer nada. ¡Y mis ojos enmarcan un
mundo!
Camino por un sendero conocido. Hoy llevo algo muy dentro, casi
desesperado. Vivo uno de esos ratos resignadamente pesimista, registrador
de un desequilibrio anímico. Si pasara la muerte a mi lado no me movería
para esquivarla. Los ojos fijos, abiertos, pero en realidad dormidos. ¿Qué
somos? ¿Para qué se vive? Y con la respuesta vana llega la disposición
para la vida o la muerte, para la lucha o el sueño, indiferentemente, porque
sí. Sólo un presentimiento con gestos de dolorosa ironía.
Y me pongo a pensar en la querencia. Pero sólo sabemos de estas cosas
quienes comimos tierra de niños y de grandes. Quienes dormimos sobre el
césped bajo el techo eterno del cielo, para luego abrir los ojos en la
oscuridad y así seguir soñando. Los que creímos en brujas y en espantos, y
nos bañamos en los mediodías perezosos, y conversamos con los animales y
trepamos a la cordillera para sorber con la vida el horizonte. Quienes
escuchamos narrar a los campesinos sus narraciones poéticamente rudas, y
trovamos con ellos, y peleamos, y bailamos bailes montañeros. Los que
hemos ordeñado vacas, labrado campos, andado desnudos de pequeños,
untados de greda y ceniza, llamando a las gallinas para jugar con ellas. Los
que hemos mirado con picardía a una chapolera que se escurre por el
cafetal o el rastrojo a pesar de haber sonreído, dejando una estela olorosa a
tierra y a ilusión que se escapa y renace. Los que llevamos serenatas
salvando ríos peligrosos y trochas embrujadas. Los que cargamos machetes
con ocho ramales, y guarnieles con secretas, y monicongos, y dados. Los
que hemos estado con la mujer cuando la ruana es techo y es lecho. Los que
montamos en enjalma y tuvimos aprendizaje de esgrima y arriería. Los que
trepamos a los árboles para coger madroños como estrellas, cortapicos,
yolombós, y montamos en talladores mataculines hechos por nosotros
mismos. Los que amamos con ímpetu de contrabando. Los que pulsamos un
tiple cuando el corazón es guitarra acompañadora y el alma el pentagrama
donde leemos la melodía.
Nosotros, los únicos hijos de la tierra.
Yo no entiendo esto de la Raza Antioqueña. Me hablan –y hablo– de
colonos y mineros fundadores de pueblos, abridores de trochas, tumbadores
de montes... ¡No me echen más en cara los antepasados mineros y colonos,
honorables señores! Ellos destruyeron los bosques primeros y vendieron mi
país. Los quiero y los detesto, en ellos sufro y rabio, si rabiar es verbo
activo y doloroso lleno de amor y de ira.
Jamás he necesitado hacer ningún esfuerzo para ser antioqueño. Mamé este
paisaje desde niño, para bien o para mal, y afronto la responsabilidad de
serlo en la buena y en la mala. Al lado de un sereno orgullo observo,
también, la dobleguez de nuca por una desmesurada vergüenza. Sin
lamentaciones, sin pedigüeñez, sin tono lastimero.
También soy un perdidoso: ganar es vano empeño cuando lo que se gana no
pasa de ser una brega por el poder, esa ilusión que apabulla a los que en el
día del hombre sólo ven el espejo donde miran su imagen
acomodaticiamente reflejada. No. Somos los sufridores por obligación y sin
falso alarido, los que negamos tantas vanidades auspiciadas.
Así, quizás, he sido yo. Dar saltos y más altos, coger alientos y seguir para
quedar extenuado después de carrera vana. He dado brincos en el vacío.
Restriego la cabeza y la frente con mis manos de actitudes asesinas. Siento
cárceles las montañas. Al otro lado del río un fantasma se burla con gestos
grotescos. En sus ojos ahuecados brilla el triunfo.
Allá, allá... repito yo. No, no soy yo. Alguien hay dentro de mí. Me han
transformado. Soy el mismo fantasma.
Río San Juan, llévame lejos. Llévame al lugar donde somos sombras que
avanzan y avanzan sin que el cuerpo exista, sin que sepamos qué somos, sin
que el vivir mate las ilusiones. Llévame lejos, al mar de velas henchidas, de
estelas que borrarán las olas; a la isla donde se vive el sueño del oleaje
infinito que he buscado en vano. Allá me esperan los que en esta tierra han
sido. Me llaman los antepasados.
Soy como tú, río San Juan, borrascoso y rebelde. Como estas tierras de
farallones que son sueños de grandeza, de abismos que son pasos de
incertidumbre. Soy un hombre de la raza, la raza misma en busca de su
destino. Soy el Indio Desconocido que perdió su imperio y en cuya alma hay
llanto de multitudes.
Tú fuiste, río rabioso, quien anunció mi llegada con tambores de muerte.
Aquella noche fue espejo de mi alma. Tú tiene la culpa, río con presagios de
agonía. Pero te quiero rebelde y libre. Libre entre una prisión de murallas
insalvables. Seguiremos juntos ostentando la cuna, porque de los Andes
bajamos hechos grito eterno. Sobre tus raudales flotará mi espíritu como de
niño flotaron mis deseos. Se fueron a la deriva, y yo me quedé viéndolos
morir entre las aguas.
¡Llévame! Arrastra mi cuerpo, que es tuyo, porque soy hechura de tí mismo.
Pasan loros y llevan rumbo sur. Ha llegado, compañero, la hora del viaje.
Levemos anclas. Arrástrame como una noche me trajiste, una noche que ya
contempla la aurora. Emprendamos el gran viaje. Allá, allá...
A mi lado caen troncos en piruetas mortales. Siento la caída de las aguas.
!Estoy loco, tierra! Allá, allá. ¡Trágame, tierra! Conviérteme en savia, que
yo robé la tuya un día. Allá, allá. Los loros señalan rumbo sur.
Fuera de mí, dentro de mí, todo es oscuro. Oscuro.
Este es un capítulo del libro: Memoria compartida con Manuel Mejía Vallejo.
Medellín: Biblioteca Piloto para América Latina, 1997.
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