ESCOLARIZACIÓN EN EL NIVEL INICIAL A jugar

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ESCOLARIZACIÓN EN EL NIVEL INICIAL
A jugar, se aprende
Tal vez muchos de aquellos que han tarareado la canción Rosarito Vera, maestra,
evocando los recitales de Mercedes Sosa, desconozcan quién era la protagonista del
tema a la que el historiador Félix Luna y el compositor Ariel Ramírez le dedicaron esa
zamba. Quizás tampoco lo saben, pero sí le agradecen, los padres de aquellos alumnos –
y éstos mismos- que tuvieron la posibilidad de ser incluidos desde muy pequeños en el
sistema escolar, concurriendo al jardín de infantes.
Rosario Vera Peñaloza fue una maestra que dedicó su mayor esfuerzo a promover la
enseñanza en el nivel inicial. Al igual que Juana Manso, impulsó el avance de los jardines
de infantes en la Argentina. La importancia de la tarea de ambas, y de la propia educación
inicial, la reflejan las calles que llevan sus nombres a lo largo y ancho del país.
Las dos educadoras se dieron cuenta que a jugar también se aprende, que los chicos
necesitan desde estímulos hasta un ambiente apropiado y por eso fomentaron la creación
de jardines como el primer lugar de alfabetización.
Quien crea que jugar es algo innato, se confunde. Hasta para saltar en la rayuela se precisa
ir a la escuela. Remontar barriletes, jugar al fútbol o al elástico, no son actividades tan
sencillas como aparentan. “Son juegos que requieren la presencia de un jugador
experimentado que anime, simplifique las reglas, espere los tiempos que lleva aprender la
secuencia del juego y demás”, explica la doctora en Educación Inicial Patricia Sarlé. Y
agrega: “Si bien hay juegos que aparecen en determinados momentos como parte del
desarrollo natural, sólo se complejizan y se vuelven más ricos y variados en presencia de
otros jugadores. Algunos juegos sólo aparecen cuando alguien los enseña, como es el caso
de aquellos que suponen reglas convencionales o diseños especiales. Habitualmente el
lugar para aprender estos juegos es la escuela. Desaparecidas las veredas y los espacios
al aire libre, comunitarios, donde niños de diferentes edades podían jugar juntos, ¿quién
enseña a jugar?”, se pregunta Sarlé, también directora de la carrera de Educación Infantil
de la Universidad Nacional de Buenos Aires.
La especialista sostiene que el juego es una forma de utilizar la mente. “Jugar es al mismo
tiempo una actividad natural y un comportamiento aprendido que tiene tantas caras como
imágenes”, expresa.
En ese mismo sentido, Elisa Spakowsky, Directora Provincial de Educación Inicial
coincide en que a jugar “se aprende y se enseña; quien no tiene un espacio, un permiso o
elementos para jugar, no juega. Si se juega es porque hay algo que autoriza o legitima tal
posibilidad, sea un espacio, material, un adulto que le enseñe, un par que comparta o
aprenda a compartir espacios y juguetes”.
JUSTICIA DE INICIO. Desde los tiempos de Manso y Vera Peñaloza hasta la actualidad,
varios factores hicieron variar el mapa educativo. Uno de ellos, el crecimiento de la tasa
de natalidad, que repercutió en la masividad de la matrícula escolar. Otro, la sanción de
una ley de Educación que –en la Provincia de Buenos Aires- contempla la
universalización de la sala de tres años y la obligatoriedad de las salas cuatro y cinco
años. Es decir, una concepción destinada a evitar la injusticia, o desigualdad, que algunos
chicos puedan aprender desde la primera infancia y otros no.
De este modo, la Provincia de Buenos Aires en particular, y el país en general, son
pioneros en Educación Inicial en el ámbito internacional, apuntando a que los chicos
comiencen la escolarización desde tan temprana edad. Por eso la insistencia actual desde
el Gobierno provincial, a través de la Dirección General de Cultura y Educación, en crear
jardines de infantes con la convicción que estos establecimientos constituyen el primer
lugar de aprendizaje institucional de los niños y que los chicos necesitan aprender.
También la Provincia fue precursora al convertirse en sede de la fundación del primer
Jardín de Infantes, en 1866, cuando todavía no existía la capitalización, y cuando este tipo
de experiencias eran poco más que efímeras, según reseña Rosa Ponce en su artículo
“Historia de la Educación Inicial”.
En Argentina, el jardín de infantes nació con carácter educativo, a diferencia de otros países
donde se originó con un mandato más asistencial. Nuestro país siempre estuvo abierto a las
nuevas producciones didácticas, las cuales incorporó muy tempranamente.
Sin embargo, durante años, dominados por el recelo hacia la escolarización a corta edad, y
convencidos que un chico se criaba mejor en el seno del núcleo familiar, los padres se
resistían a enviar a sus hijos a una institución escolar, a la que sólo concebían como
alternativa ante la falta de otros recursos para ocuparse de ellos.
Pero, como dice el Director General de Cultura y Educación provincial, Mario Oporto, “los
jardines de infantes no son guarderías donde se dejan los chicos, son un lugar inicial de
aprendizaje, donde empiezan su educación”.
Mucho tardó en revertirse esa concepción de guardería. “Cambió por las necesidades que
demandó la sociedad, la inserción de la mujer en el campo laboral y en la sociedad y
porque la atención de los niños en esta franja etaria fue cobrando mayor relevancia. La
sociedad tomó mayor conciencia de la importancia de la educación desde el inicio de la
vida”, enfatiza Rosa Windler, Secretaria Académica de la carrera de Especialización
Superior en Educación Infantil de la UBA.
Entre quienes explican a su vez esa apertura, se encuentra la licenciada en Ciencias de la
Educación y Directora de Gestión Curricular de la DGCyE, Ana Malajovich. “Se aprende
desde que se nace y ese aprendizaje que abre las puertas de lo social es fundamental
para constituirse en un miembro de la sociedad. Como la sociedad es compleja y los
conocimientos son complejos, es necesario participar muy tempranamente de una
educación sistemática que abra el mundo de los conocimientos a todos los chicos”,
afirma. “Un niño que va al nivel inicial tiene la oportunidad de conectarse con la palabra
oral, escrita, con otros compañeros, desarrollar su lenguaje, conocer los productos
culturales de su comunidad. Así tiene contacto con las producciones artísticas, el mundo
de la plástica, la literatura, la danza, tiene la oportunidad de hacerse preguntas que nunca
se haría fuera de la escuela y de ampliar su conocimiento del ambiente”.
Gustavo Santiago, en su condición de filósofo, y desde la singular experiencia que lleva
adelante mediante talleres de filosofía para pequeños de cuatro y cinco años, aporta su
mirada y, a propósito, acuerda en que “el mejor lugar para un chico es aquel donde está
en contacto con otros y en situación de aprendizaje. El intercambio con pares enriquece
esa posibilidad de pensarse a sí mismo y de pensar los temas con los que se pone en
contacto”. Según él, la educación inicial permite la presencia de los pares y de desafíos
cognitivos y experienciales que están realmente a su alcance, pensados para que los
pequeños puedan afrontarlos. El proyecto en el que trabaja, en buena medida es una
especie de intento de mantener espacios de juego, de cuestionamiento, reflexión y
diálogo. Algo muy fuerte es la idea de cooperación y no de competencia. Esto en el jardín
de infantes se trabaja mucho.
Los educadores sostienen que las diferencias más visibles entre un chico que concurrió al
jardín y el que no lo hizo se encuentran en la inserción que tienen en el medio social. “No
sólo desde lo actitudinal como ser social, sino como una persona que ocupa un
determinado lugar en el mundo, con todo lo que implica conocer la realidad extramuro de
la propia casa”, aclara Elisa Spakowsky.
En la misma línea, Rosa Windler argumenta que “la educación es un derecho de los
niños, garantiza la posibilidad de oportunidades equitativas de aprendizaje y sienta las
bases para una educación actual y para el futuro de estos niños, que serán los
ciudadanos de la sociedad”.
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