El agujero de la capa de ozono.

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El agujero de la capa de ozono.
El agujero en la capa de ozono me provocó, en su día, miedo, casi pavor.
No tanto por el fin del mundo en sí mismo, sino porque todo lo que me aleja de
cobra mi pensión de jubilación me desasosiega sobremanera. Una vez que
verifiqué que el fin de la humanidad sería el que nos anunciaban, abandoné mi
trabajo, sin solicitar siquiera la paupérrima indemnización y me quedé en casa a
verlas venir.
El agujero, afirmaban los científicos entonces, provocaría la extinción de
nuestra raza en un tiempo cortísimo, semanas o meses, a muy tardar en el año
2065. ¡Qué un agujero fuese nuestro final tenía un punto!, un punto de cutrez y mal
morir. ¿Dónde quedaban los meteoritos o los alienígenas o los zombis o, incluso,
un diluvio, como el de Noé? No, por un agujero y de ozono, que nadie sabía su
fórmula – O3- hasta finales del XIX. Decidí colaborar para que el apocalipsis no
fuera así, tan desvirtuado y precipitado y suprimí de mi vida el desodorante en
aerosol. Sin embargo, no lo sustituí por el de barra, ¿para qué? –pensé entonces-,
¿para usarlo unos pocos días y después dejarlo a la mitad? Así aguanté tres
meses, con escasitas duchas, la ropa sin lavar y sin desodorarme. Extrañamente
no fue mi mujer la que puso pie en pared, sino yo mismo, el día en que al intentar
quitarme la camiseta naranja esta no se despegó de las axilas.
Otro de mis miedos provenía, como era de prever, del estallido final, ese que
arrasaría edificios, arrancaría palmeras y doblaría carteles. Me alarmaba la idea de
salir volando sin ningún lugar donde agarrarme, salvo los cables de alta tensión.
También estaban las enfermedades que nos pronosticaban los expertos más
agoreros. Por ejemplo, el lento y dolorosísimo cáncer de piel, ese que desprendería
nuestra epidermis y dermis en rebanadas o el escorbuto que provocaría que
nuestros dientes y la legua se perdiesen por el sumidero del lavabo al aclararnos
los dientes o la inflamación supraperinal que nos provocaría padecer los ojos
saltones y estrábicos, como de un camaleón, hasta que estallasen, etc.
Ahora los científicos afirman que el agujero está en franca retirada. ¿Con tan
poquito esfuerzo nos hemos librado? -pregunto. ¿He perdido mi pensión y el
respeto de mis hijos, así como el refugio nuclear prefabricado y los tres mil kilos de
garbanzos y lentejas, para nada?
Pero tranquilos, los científicos también garantizan que en breve encontraran
algún otro motivo con el que acojonarnos. ¡Me siento engañado!, para qué negarlo.
Aun así, me alegro sobremanera de haber colaborado en detener el fin de
nuestra raza, aunque la misma este atestada de hideputas, aunque, además de lo
anteriormente comentado, haya sido a costa de malgastar mi surtido de camisetas
y haberme convertido en un guarro. Incontrovertible.
EGB, ahora ESO.
Tengo un amigo que envejeció de golpe. Un viernes, cuando regresó a casa desde
colegio, tenía doce años y el martes siguiente apareció envejecido.
- Se ha quedado igualito a su padre, comentó uno de los amigos. Los que
también habíamos estado en su casa lo corroboramos
- Clavadito a su abuelo, afirmo otro, su mejor amigo. Los demás callamos,
pues no éramos tan íntimos.
Los compañeros le insistíamos por la causa de su anomalía, pero él nunca
supo darnos razón. Para justificarse y no dejar de ser amigo nuestro afirmaba:
- ¡En ningún sitio dice que haya que envejecer poco a poco! ¡Ni siquiera en
la biblia!
Ante esto los demás callábamos, pues lo que decía era cierto y mentar la
biblia en un colegio de curas era palabra de Dios.
Esta es la verdadera y única razón por la que Nando García Palacios terminó
8º de EGB –actualmente 2º de ESO- a la edad de sesenta y dos años. Tres años
después se jubiló. Incontrovertible.
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