Breve biografía de José María Bengoa Lecanda Nací en Bilbao el 20 de abril de 1913, en el número 1 de la calle Artecalle, que hace esquina con la calle de la Ribera. Mi padre procedía de Dima y mi madre de Arrigorriaga. Tenían mis padres dos tiendas en la misma calle donde vivíamos. Éramos, pues, una familia de clase media. Fuimos siete hermanos, yo el penúltimo. Fui un estudiante de primaria y secundaria que podría calificarse como del montón. La educación, fue, en general, mala e irregular. Prácticamente nula En literatura y filosofía, y algo mejor en ciencias matemáticas y biológicas. Al concluir el bachiller tuve momentos de confusión acerca de mi vocación. Creí que debía ser fiel a mi sensibilidad a través de una entrega a los hombres. Me atraía la vida de San Francisco Javier, menos que la de San Ignacio. Estuve a punto de entrar en Loyola. Decidí finalmente meditar más el paso trascendental y me inscribí en la Facultad de Medicina de Valladolid. Al comenzar en tercer año de carrera hice un gran esfuerzo intelectual. Este coincidió con la crisis de crecimiento y maduración, que unida a las condiciones climáticas muy duras y a la alimentación deficiente, hicieron que cayera enfermo con una repentina hemoptisis grave, que cortó en seco mis ilusiones. Pensé entonces que este desafortunado episodio marcaría mi vida para siempre. Esto ocurría en febrero de 1932, sin cumplir los diecinueve años de edad. La enfermedad pulmonar parecía evolucionar bien, pero en agosto tuve una recaída. Mis padres, a costa de un sacrificio económico importante, decidieron enviarme al Sanatorio de la Fuentría en el Guadarrama, cerca de Madrid. Estudié los libros de texto correspondientes al tercer año de Medicina, que forzosamente tenía que repetir. Estuve en el sanatorio ocho meses, y al salir, con noventa kilos de peso, me presenté al examen en Valladolid, pasando todas las materias entre junio y septiembre. Los escalofríos, la sudoración y el malestar indefinible no se me quitaron sino muchos años después. Esta época fue crucial en mi vida intelectual, porque de ser un estudiante que apenas daba lo justo para aprobar las materias, salté a ocupar los primeros puestos. Los tres últimos años fueron buenos, con matrículas de honor en prácticamente todas las materias, y sobresalientes en la licenciatura. A primeros de julio de 1936 terminé el examen de Licenciatura y el día 18 comenzó la guerra civil. Seguía yo haciendo vida muy sedentaria y la sensación imprecisa de que algo no andaba bien en mi organismo y continuó la guerra de Euzkadi. Fui declarado, obviamente, inútil total para el servicio militar, No obstante estuve colaborando con el Gobierno Vasco en posiciones de retaguardia, y tuve la oportunidad de organizar los servicios de sanidad militar, en un esquema funcional que fue elogiado por los visitantes extranjeros. Este periodo tuvo también algo que ver con mi acción posterior en Venezuela y a nivel internacional, ya que se me despertó un instinto intuitivo de la organización de servicios, lo que me permitió más tarde llegar a ser algo así como un “especialista en catástrofes”, sobre todo en áreas afectadas por el hambre (sequías, disrupciones sociales, epidemias, inundaciones, etc.) Aproximadamente, en los últimos cuarenta años he participado, en puesto de responsabilidad, en más de cincuenta catástrofes, en Asia, África y América Latina. La experiencia que adquirí en Euskadi en 1936-37 fue decisiva para esta acción. Fui el primer vasco que en Francia tomó la decisión de venir a Venezuela. Embarqué en Burneo en abril de 1938 y llegué a La Guaira (Caracas) quince días después. En Venezuela encontré una amable acogida entre los políticos dirigentes del país, pero no fue fácil encontrar trabajo. Tal vez fueron los jesuitas los que más nos ayudaron a los exiliados. A mí, particularmente, Manuel Aguirre y Víctor Iriarte. A los tres meses de llegar a Venezuela, me ofreció el Ministro de Sanidad y Asistencia Social un puesto como médico rural en Sanare, Estado Lara. El viaje accidentado de dos días no hizo disminuir mi entusiasmo. Sanare era un municipio terminal de unos tres mil habitantes en el casco de la población y doce mil más en caseríos dispersos por una gran extensión de tierra montañesa. Mi obligación incluía también asistir semanalmente a otro municipio, Cubiro, de cinco mil habitantes, situado en una zona fría. Como en el fondo en el fondo del valle se ubicaba el municipio de Quibor, capital del distrito que contaba con un solo médico anciano, me asignaron también la tarea de atender por parte de dicho municipio. En total, mi trabajo cubría una población aproximada de treinta a cuarenta mil habitantes, Para un solo médico no era poco. No obstante, logré visitar y atender todos los caseríos y vacunar a la población. Los curanderos y comadronas empíricas fueron mis amigos, y no perseguí a nadie ( a pesar de las instrucciones que recibí del Ministerio) por ejercicio ilegal de la medicina. Mi lema fue que “era mejor morir por equivocación que por abandono”. Los eduqué y capacité para que su trabajo fuera mejor, y al final de mi gestión, tuve la satisfacción de ver que mi esfuerzo no había sido en vano. Las cinco o seis enfermedades parasitarias predominantes fueron tratadas con medios que la ciencia de entonces consideraba más apropiados. Todavía no habían llegado las sulfamidas y antibióticos. De una medicina individual pasé a ejercer una medicina de masas, y tuve la población bajo control sanitario estricto, sin epidemias graves y con índices de mortalidad relativamente bajos. Sin embargo, me preocupaban más las condiciones o calidad de vida de los habitantes que las enfermedades. La vivienda, la alimentación, la educación, la higiene ambiental, etc., eran de tan bajo nivel que, forzosamente, las enfermedades, principalmente parasitarias, no eran sino un efecto de aquella calidad de vida. Al llegar a Sanare me llamaron la atención tres cosas aparentemente independientes: la estatura baja de una gran parte de la población, que pensé tendría un origen racial; en segundo lugar observé que los niños escolares no jugaban durante el recreo, sino que permanecían sentado en la acera del patio y pensé que ello se debía a que no tenían balones, aros y otros objetos de los juegos infantiles; y finalmente me tuvo altamente preocupado la llegada al dispensario de niños de 1 a 3 años de edad, hinchados, con dermatitis similares a las quemaduras y una tristeza en la mirada que dolía el alma. Tuvieron que pasar varias semanas para darme cuenta que las tres observaciones tenían un mismo origen: el hambre, crónica en el primero, y segundo caso; aguda, en el tercero. Por ello me dediqué a estudiar, por medio de una encuesta en quinientas familias, ayudado por personal voluntario, la alimentación y las condiciones de vida de la población, con el fin de cuantificar las causas sociales de la enfermedad y muertes. Sacando tiempo a las noches, con luz de queroseno, en mi cuarto de hotel modesto, comencé a escribir los resultados del estudio, Así nació el libro titulado Medicina social en el medio rural venezolano, que fue editado por el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social en 1940 y reeditado después varias veces. La acogida fue extraordinaria, que el libro era, en la práctica, la primera contribución al problema social rural que se hacía en Venezuela. Tal vez por eso en 1940 fui llamado a Caracas para organizar una Sección de Nutrición en el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social. Yo hubiera preferido continuar durante unos años más en Sanare; pero fui sustituido por un recién graduado venezolano, que lógicamente tenía prioridad sobre un exiliado vasco. No podré olvidar mientras viva el homenaje que me hizo Sanare al marcharme. Aunque mi función específica era organizar la Sección de Nutrición, mi inquietud me llevo a estudiar la vida de los barrios marginales de Caracas, y ente otras cosas, su alimentación y estado nutricional. Como resultado de estos estudios publiqué un amplio trabajo, titulado El Guarataro, donde analicé los contrastes de la vida rural y urbana de Venezuela. Pronto comenzó el periplo como especialista en catástrofes. El Ministerio me envió, en un corto espacio de tiempo, a atender el problema de las sequías en la Goajira, población indígena; a combatir una epidemia de fiebre tifoidea en Irapa, cerca de la Isla Trinidad; y a aliviar la situación de los damnificados por las inundaciones de los ríos Arauca y Apure, en los llanos venezolanos. Estuve perdido en la selva del río Masparro, por tres días y noches, sin más compañía que las babas (pequeños caimanes) y el ruido ensordecedor de los monos araguatos. Por entonces publiqué el libro Alimentación de las clases obrera y media de Caracas y un segundo titulado Dietas normales. En 1945, con motivo de la llamada Revolución de Octubre, se creó el Instituto que se transformó en Instituto Nacional de Nutrición, donde seguí siendo Jefe Técnico o Subdirector. Desde aquel año hasta 1955 funde la Escuela de Nutrición y Dietética, la revista Archivos venezolanos de nutrición y envié al exterior para hacer estudios de postgrado en Nutrición a un grupo de profesionales venezolanos. En 1955, la Organización Mundial de la Salud (Ginebra), se dirigió al Ministerio de Sanidad solicitando, en préstamo, mis servicios, para ingresar en el Departamento de Nutrición que contaba con un solo profesional. Entonces yo estaba casado –habría contraído matrimonio en 1947- y tenía cuatro hijos. Mi mujer, Amaya Rentería, es hija del famoso poeta euzkeldun, Gorgonio. No era fácil tomar una decisión. Finalmente nos inclinamos a aceptar el puesto que me ofrecían en Ginebra. La Organización Mundial de la Salud tenía sus oficinas en el Palacio de las Naciones. La misión que me encomendaron fue la de estudiar y asistir a los países del hoy llamado “tercer mundo”, es decir, de Asia, África y América Latina. Los tres primeros años viajé por la mayor parte de los países, en búsqueda de información y establecer contactos personales. Casi todos aquellos países estaban todavía bajo el poder colonial de Inglaterra, Holanda Francia y Bélgica, y por tanto, los contactos eran principalmente con funcionarios de los países colonizadores. En Asia trabajé particularmente en India, Tailandia y Birmania. Guardo un recuerdo especial de la India, país que me subyugó desde el primer momento. En África trabajé en Tanganike (ahora Tanzania), Kenia, Uganda Rhodesia del Norte (ahora Zambia), Congo Belga (ahora Zaire), Senegal, Argelia y Sudán. En el Medio Oriente actué en Irán, Irak, Líbano, Egipto y Jordania. En América latina, en todos los países. Mientras en 1955 éramos en la OMS dos profesionales internacionales para asistir a todos los países en el área de la nutrición, en 1974 –al dejar yo la Organización Mundial de la Saludéramos más de ochenta, repartidos por todo el mundo. En todo caso, una gota de agua en el desierto, Un cierto grado de desesperanza nos embargaba a los técnicos internacionales, al observar el escaso rendimiento que producían nuestros esfuerzos. El problema que teníamos entre manos, el hambre, era demasiado grave, demasiado extendido y, por supuesto, demasiado complejo para ser resuelto con fórmulas académicas teóricas, cuya dificultad no estaba en su formulación o planificación, sino en su ejecución posterior por el personal nacional. Yo tenía la ventaja de haber trabajado en un medio deprimido, y por eso, en cierta ocasión en la India, al preguntarme un oyente en dónde había adquirido y la experiencia de los problemas sociales, contesté que en la “Universidad de Sanare”. Lo más positivo, sin duda, fue alcanzar un cierto grado de precisión en el diagnóstico, aunque este aspecto nunca llegó a ser suficiente, y, sobre todo, sensibilizar a la población acerca del hambre mundial. En 1960 nos trasladamos a vivir a Washington, donde estuvimos dos años. Vivimos en Bethesda, cerca de los Institutos de Salud. Los hijos, que ya eran cinco, y al poco tiempo nació el sexto y último, tuvieron la oportunidad de aprender el inglés, lo que les ha sido de gran utilidad posteriormente. En 1962 fui llamado de nuevo a Ginebra, para hacerme cargo de la jefatura del Departamento de Nutrición. Desde aquella fecha hasta 1974 permanecimos en Suiza. En 1973, un año antes de dejar la OMS, pensé que sería de utilidad contar con un manual acerca de las distintas experiencias realizadas para combatir el hambre. En colaboración con el profesor George Beaton, de Toronto (Canadá), preparé un libro titulado Nutrición in Preventive Medicine, que fue publicado por la Organización Mundial de la Salud en 1975. La acogida fue muy buena en todos los países en desarrollo. Regresé a Venezuela en septiembre de 1974, afín de dar al país que supo acogerme en los años difíciles, la experiencia ganada en el campo internacional. Al cumplir 60 años, parecía que había llegado el tiempo de ir reduciendo el ritmo de trabajo. Por lo menos, eso marcan las normas de jubilación de las Naciones Unidas, que obligan a sus funcionarios a retirarse al cumplir esa edad. Tremendo error, ya que la experiencia viene demostrando que después de los 60 años queda un margen inmenso para la creatividad y la acción. Por mi parte puedo decir que esta época posterior a la jubilación, ha sido y es una de las más productivas de mi vida. Al regresar a Venezuela en 1974 tuve la oportunidad de trabajar en el Consejo Venezolano de Investigaciones Científicas (CONICIT) en el área social, cubriendo principalmente los temas de salud y nutrición, a través de los comités de expertos que se crearon a tal fin. Fue una época de gran creatividad. Por la misma época (1974-79) fui normbrado profesor del Curso de Maestría de Planificación Alimentaría y Nutricional de la Universidad Central de Venezuela y profesor visitante del MIT, en Boston (Mass). Cuando estaba a punto de retirarme, por segunda vez, recibí inesperadamente, la invitación del Lehendakari Carlos Garaikoetxea para ocupar el cargo de Consejero de Sanidad del primer gobierno vasco después de la guerra civil. La ilusión era indescriptible pero por otro lado el traslado a Euzkadi en ese momento suponía un cambio importante en la vida familiar. En ese momento, los dos hijos más pequeños estaban estudiando en Caracas y el traslado no era fácil. Por otro lado yo había adquirido la nacionalidad venezolana en 1941, y para ser Consejero del gobierno vasco era necesario tener la documentación española que años atrás las autoridades franquistas me habían negado. No me pareció apropiado jugar a nacionalidades por conveniencias coyunturales y le ofrecí a Garaikoetxea mi colaboración como Asesor de la Conserjería de Sanidad. Así, desde 1979 a 1983 pasé anualmente ocho meses en Vitoria, dedicando los cuatro meses restantes, cada año, a atender en Caracas a mi familia. Mi mujer, Amaya, tuvo la fortaleza de atendernos tanto a mí como a mis hijos simultáneamente. Mi experiencia en Vitoria tuvo un sabor agridulce. Las formas de trabajar diferían bastante de las que yo había tenido antes. En cierto modo me encontré un poco inadaptado. Por otro lado (tal vez ello lo explique todo) las competencias transferidas al Gobierno Vasco eran apenas acciones preventivas, sin responsabilidad en la atención asistencial (hospitales, seguridad social,, etc.) dicotomía difícil de entender. No obstante se hicieron cosas interesantes y el pequeño grupo humano que conformábamos la Consejería estuvo bien compenetrado. Varios proyectos que yo traté de llevar a cabo no pudieron desarrollarse, como la creación de un Centro de Formación continua, sobre política sanitaria, y la puesta en marcha de varios centros de apoyo de medicina preventiva, como ayuda, sobre todo, a los médicos rurales. Al concluir este periodo, parecía que podría comenzar el “reposo del soldado”. Sin embargo en 1983, cumplidos los 70 años, me llamaron de Caracas para dirigir una nueva fundación dedicada a los problemas de la nutrición y el hambre, con sede en Caracas pero con proyección hacia el subcontinente latinoamericano. Fue la Fundación Cavendes, cuyos recursos provenían de una entidad financiera, y en donde fuí el Director Ejecutivo durante 13 años (1983-1996). Puse en marcha 30 programas durante dicho periodo, sobre todo en el área de publicaciones. Publicamos más de 20 monografías y 2 revistas de nutrición, y organizamos numerosos talleres. Fue una época de vértigo la que la fundación desarrolló en tan poco tiempo. Acabo de concluir un libro que lleva el título “Hambre cuando hay pan para todos”, publicado el año 2000. Su contenido es universal y recoge en él la información disponible sobre el tema. Tres hijos y ocho nietos viven en Venezuela; dos hijos con cinco nietos en Ginebra y una hija con un nieto en Euzkadi. Perdimos un nieto en plena juventud en 1998 en un accidente de automóvil. Esta dispersión familiar es el resultado de una vida azarosa, inevitable en el trajín que obliga una dedicación exclusiva al tema de mi vocación. Vale mucho la íntima compenetración espiritual de afecto y amor que perdura cada vez más fuerte en el seno de mi familia. Y eso lo hemos logrado gracias a mi mujer Amaya y a la armonía lograda entre nuestros hijos.