Secreto Concarán

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SECRETO CONCARÁN
POLO GODOY ROJO
(AÑO 1987)
A MANERA DE PROLOGO
Hay un viejo y secreto Concarán… lo descubrí en unos papeles amarillentos, un
Concarán con su río violento y traidor a un costado, con diez calles estrechas y pocas
casitas blancas resaltando entre los verdores del valle; y las epidemias que lo acosan,
las tempestades, las sequías prolongadas, las mangas de langostas que
frecuentemente barren con todas las esperanzas de sus pobladores. Pero el pueblo ha
seguido y sigue ahí, firme, arraigado a ese pedazo de tierra, creciendo en la cepa
criolla con el alma trascendida de luz.
Desde el alto mirador en que me trepo para contemplarlo, diviso cómo, allá por
el 1905, avanzan el terraplén y la punta de rieles por las que llegará el tren tan
esperado, el miedo de los pobladores a las primeras explosiones en la cercana mina
de wolfram; y cómo observan asombrados las avalanchas de hombres que llegan
hablando en lengua extraña y trayendo costumbres totalmente diferentes a las
conocidas por ellos.
Hay un Concarán olvidado, un viejo y secreto Concarán. Amarillentos papeles y
trascordadas memorias detenidas en el tiempo aquel me permitieron reconstruir su
historia y allí, donde faltaron, alentado por mi cariño a su pasado y a su gente
abnegada y valerosa, que entre los bueno y lo malo lucharon por sacar adelante su
esperanza, dejé que mi imaginación reconstruyera sus días olvidados. Estas páginas
conforman, por consiguiente, una novela, no una historia.
“Secreto Concarán” nace de una realidad que tiene por raíz la abnegación de
los hombres, la entereza de sus mujeres, el amor de sus niñas que tejen y destejen
ilusiones detrás de los visillos de sus ventanitas. Pasado aquel, que se prolonga como
un largo y dulce sueño en el pueblo actual que, a orillas del río Conlara, sigue
mansamente disfrutando de la dicha en su tiempo de trabajo y de paz.
1
La garúa que empezaba a empaparlo, se cristalizó en dos gotas que le
resbalaron desde el flequillo hasta las mejillas flacuchas. Un estremecedor
aullido de perros se levantó desde la punta de la calle de los poleos.
Los talas espesos de la orilla, que estaban a punto de rebalsar de noche,
la convirtieron en una boca de lobo. Sobresaltado y acordándose de la
“Crucesita del Ahogado”, inició la marcha de regreso con mucha desconfianza.
A la orilla del río el viejo mirador se divisaba borroso sobre las barrancas. La
camisita se le pegaba al cuerpo y solamente se escuchaba el chas-chas de sus
usutas. Tenías ganas de llorar y ya no se acordaba de su hambre. En eso,
divisó una lucecita en “El Trompezón”, boliche en el que siempre se entretenía
mucha gente; tal vez alguno le diera un pedacito de pan.
Miró de nuevo hacia la calle larga de los poleos y otra vez, con el olor
mojado de talas, poleos y jarillas, le pareció que, ante sus ojos, con la luz
muriente del atardecer, se recortaba el momento aquel.
Había largado el burro al cerco, cuando bajando las barrancas del río, oyó
el seco golpeteo de los bujes de un coche. La mensajería no podía ser porque
ya había pasado. Cerró la puerta de trancas y bajó al camino. Unos cardenales
cantaban jubilosos. El coche asomó de pronto velozmente por las barrancas y
se le acercó envuelto en una fina polvareda. Se apartó del camino y
sorprendido, vió entones, que el conductor detenía los hermosos y jadeantes
caballos.
-Amiguito… lejos, pueblo? –pudo entender que le preguntaba un hombre
joven, muy blanco, sacando la cabeza por la ventanilla. Nacho señaló con el
brazo estirado hacia un humito, que no lejos, se estiraba hasta el cielo.
-Villa Dolores, ser? –Con la usuta en la mano, a la que porfiaba por
arreglar, asintió, huraño, con la cabeza.
-Pasar algo, amiguito? –El siguió forcejeando con el rústico calzado, caído
el mechón sobre la frente.
-Carambo…carambo…volver pueblo, amiguito? –, le preguntó sonriendo.
Nacho, bajando la cabeza, asintió a penas, entre complacido y avergonzado.
-Yo llevar, amiguito-, dijo abriendo la puerta el viajero, al tiempo que lo
ayudaba a trepar al carruaje.
-Vamos! –le gritó al conductor y el coche retomó el camino, que a esa
hora del atardecer, se llenaba de luz en el canto de los cardenales y mandiocas
y del aroma de los talares y poleos de la orilla.
niño.
-Con quien vivir, amiguito? –preguntó el hombre mirando con atención al
-Con el padrino-, respondió en un hilo de voz, siempre encogido.
-A casa del padrino de mi amiguito… vamos! –volvió a gritar riendo sobre
el ruido de las ruedas y el galopear de los cascos.
Nacho recostó su cansancio de todo el día de andanzas y se dejó
adormecer por el vaivén del coche apoyado en el mullido respaldo. No
respondió a ninguna otra pregunta. Giraban por su cabeza nombres y cosas
que estaban sucediéndole… mama Cruz que estaba en la penumbra, casi
olvidada regresaba con su boca morada, llena de palabras sucias, como sus
viejas polleras.
Como una rueda veloz que giraba más y más perdiendo luces y sombras,
pasaba su mundo y en él veía a su padrino Ciriaco conversando entusiasmado
con los vecinos, repitiendo las mismas palabras: “Tenemos que hacer un
pueblo lindo, pero tenemos que trabajar todos para eso; hay que poner el
hombro con ganas, caray!”. Luego aparecía Clarita con el trasfondo de su
negra cabellera y sus ojos negros de noche sin fin, dulce el rostro, suave la
voz, siempre al lado de su padre para ayudarle y diciéndole a él cuando
regresaba, “esta raspita de dulce la guardé para vos, Nacho. Tienes sueño!
Vamos a dormir”, y lo acompañaba a su cuarto. Que buena era su madrina! Y
una casita que la gente construía aquí y los rubios aleros de las otras y don
Ramoncito más allá que no se daba abasto para hacer tantas puertas y
ventanas. Después, unas carretas cargadas con adobones que pasaban por la
calle y caballos arrastrando varas para cumbreras y tijeras.
Se arrebujó mejor y con los ojos cerrados, le pareció ver entrar la noche
encendiéndose en uno que otro farol. Luego el balido de alguna cabra, voces
roncas de hombre que pasaban conversando o el charco del silencio hecho
pedazo por un estampido y sobre él, los gritos agudos y el galopar nervioso
perdiéndose hacia las barrancas del río.
-Amiguito… ya llegar. -Sintió que le tocaban la rodilla y oyó que el trote de
los caballos aminorado. –Dónde ser casa suya, amiguito?
-En cuantito llegue a la plaza, áhi.
-Bien. Dar vuelta entera plaza-, ordenó el conductor. Castigó de nuevo el
hombre y siguió contorneando lo que se veía como un baldío.
-Esto ser plaza, amiguito? –Mirando los pocos arbolitos que empezaban a
crecer en ella, vió sonreír al forastero.
-Si, aquí nomás-, grito Nacho y el coche se detuvo. Le abrió la puerta el
joven y descendió el niño al tiempo que Clarita, al escuchar que se detenía el
vehículo, se asomaba a la puerta.
-Perdón, lady…señorita –dijo quitándose el sombrero con galantería.
-Podría indicar a forastero un…hotel?
-Como no… -respondió confundida arreglándose el cabello. –Siga
derecho y en la primera esquina, doble a la izquierda. Encontrará una fonda,
porque hotel no hay todavía.
-Tankiu… Jhon… míster Jhon… adiós…! –Y de nuevo partió el coche al
trote veloz de los caballos. Nacho vió que el forastero antes de que el coche
doblara, sacaba la mano saludando y que ella le respondía con el pañuelito en
alto. La divisó enseguida entrar corriendo, olvidada totalmente de él, al tiempo
en que decía en voz alta: -Tatita, tatita! –para contarle de inmediato que
acababa de llegar un “míster” al pueblo.
-Nacho lo trajo… y es joven, y tiene cara de ser muy bueno! –Don Ciriaco,
haciéndose el desentendido, llamó a Patricia para que trajera la luz. Nacho se
había quedado inmóvil y en silencio; miraba a su madrina y le descubría en el
rostro una alegría distinta que no alcanzaba a comprender y estaba seguro de
que en los ojos de ella empezaba a quemarse una luz diferente.
-M’hijo, lléveme el zainito al potrero del puente-, le pidió don Ciriaco. La
vieja sirvienta llegó con un mechero y luego encendió los velones y una
lámpara grande. El obedeció y lentamente pasó muy cerca de Clarita
esperando que le ofreciera un pedacito de torta, como lo hacía siempre que lo
mandaban, pero pareció no haberlo visto. Montó a caballo y salió a todo
galope; tenía mucha rabia. Largó el caballo en el potrero y regresó en seguida,
siempre peleando con la usuta, que se le escapaba del pie. Algo raro le
molestaba en el pecho; aunque quería estar alegre porque había dado un
paseo en el hermoso coche del forastero, no podía, un gran desaliento lo hacía
desfallecer. Llegando al pueblo; luego de encontrar una tropa de carros que se
alejaba, pasó frente a la fonda con la esperanza de ver a su amigo, pero no
estaba. Al lado, en el boliche de “El sol” había mucha bulla y se asomó. Los
parroquianos, alrededor de una mesa algunos y otros apegados al mostrador,
con sus vasos bien servidos, conversaban animadamente en tanto bebían.
Junto a la puerta, un hombre alto, muy buen mozo y bien vestido y dos más,
que el había visto llegar siempre desde la otra banda, hablaban sobre el precio
de una tropa de mulas. El viejo “Ño Mentira” se tumbaba seguidito el vaso,
como siempre, metía la cuchara en una y otra charla y abría grande los ojos
entrometiéndose finalmente en la que más le gustara.
-Aquí donde me ven-, decía el viejo acomodándose su chiripá desteñido
–yo soy como el gato; tengo siete vidas, sí, señor. Yu’hi andau en las tolderías,
mi’han desoyau los talones pa’que no juyera, pero un güen día me les escapé
lo mismo, m’entiende? Y no se rían si también les digo qui’ anduve en la
guerra… sí, sí, señores, como no! Nosotros lu’hicimos hilachita a Mitre…
éramos muchos los puntanos… qué no? Pregunte ‘e lo que quiera saber d’esa
guerra y le voy a contar con pelos y señales como jueron las cosas – finalizó
diciendo cambiando la expresión de la sonrisa permanente de su rostro, al
enojo, quebrándose el sombrero en la frente y alisándose la barba enredada y
grasienta.
-No, mi amigo; nadie duda ‘e su palabra. En nuestra tierra hay muchos
hombres bravos; unos porque son corajudos nomás y otros, como yo, porque la
necesidá los obliga a serlo si queremos seguir andando por la güella. Si nos
achicamos a los gauchos alzaus, si les tenimos miedo a las brujas, a los
hombres-lobos, nunca podríamos hacer nada. Yo voy al Tucumán y debo llegar
cuanto antes con la tropa ‘e mulas que llevo –dijo el hombre alto
acomodándose la fina manta en los hombros.
-Ah, ah! Llegará y cómo no. A su salú! –Y luego de mandarse el
contenido del vaso de un solo trago, el viejo se dio vuelta para seguir
conversando en otra rueda.
-Cómo me dijo que se llama el paraje donde vive? –preguntó el forastero.
-Piedras Pesadas le decimos nosotros –respondió uno de los hombres
que tenía una chalinita vieja echada al hombro.
-Piedras Pesadas? –Parecieron brillarle los ojos en la noche y dio otra
larga chupada al cigarrillo. –Estuve pensando si habría oído bien… porque
nunca escuche un nombre así –añadió hablando como para él solo.
-Güeno sí… mi’agüelo decía qu’era porque por esas lomas habían sabido
encontrar unas piedras brillosas muy pesadas… por eso… yo no sé…
-Brillosas, dice?
-Así contaba él, pero, como le digo, nosotros nu’himos hallau nunca
ninguna.
-Párese en ese bordito… sabe que m’entró una curiosidá muy grande por
conocer ese paraje? Soy bastante conocedor de piedras y quien no le dice…
-Como usté guste, don…
-Sí, si… perderé un día de viaje, pero no importa. Usté podría
acompañarme hasta el lugar? –A la luz de la lámpara le brillaba el rostro
moreno y le chispeaban los ojos.
-Y si, porque no –Respondió el hombre de la chalina inclinándose un
poco.
-Trato hecho –dijo de inmediato el forastero decididamente y Nacho vió
como se estrechaban las manos. Fue en ese momento cuando Ño Mentira
alcanzó a divisarlo afirmado a la puerta y entrando la mano al bolsillo saco un
puñado de caramelos y se los alcanzó diciéndole:
-Y ahura a casita, no? –Nacho lo recibió con las dos manos y salió. Los
burros de doña Eufemia se trenzaban a esa hora a los mordiscones y patadas
como siempre y ponían en la noche sus largos y sonoros rebuznos.
-Donde estuviste? –mirándoles los caramelos, Clarita, creyó adivinar la
procedencia. El se los tenía que haber dado.
-Yo venía, no? –y guardando un poco en el bolsillo se acomodó la tirita del
pantaloncito tratando de ganar tiempo para hilvanar la mentira.
-Sí, y después?
-Güeno, cuando venía pasando por “El Sol”, un hombre mi’atajó y me dio
estos caramelos. –Don Ciriaco lo miró contrariado y salió.
-El te los dio? –inquirió Clarita con aire confidencial.
-No, Ño Mentira no –dijo mintiendo para evitar que lo retaran porque le
tenían prohibido que conversara con el viejo.
-No, te digo si no fue el joven del coche el que te dio los caramelos.
-No, él tampoco; jue otro hombre; yo no lo conozco. –Masticó otro
caramelo y ella se quedó mirándolo como buscando en su cabeza la mejor
manera para hacerle decir lo que a ella le interesaba.
-Quién era, Nacho? –insistió.
-No le digo? Un hombre qu’estaba con Ño Mentira… y hablaban algo de
las Piedras Pesadas. Y sabe, madrina? Hicieron un trato. –Y le bailaron los
ojos.
-Nacho, sabés una cosa? Es muy mala educación escuchar la
conversación de los mayores. Pero antes, decime: no te dio los caramelos el
míster?
-No, no le digo. Jue Ño Mentira, qué tanto!
-Ah! –Y no pudo ocultar su gran desencanto. –Ahora andá; acostate
nomás.
El se quedó parado esperando el beso que le daba todas las noches, pero
ella ya no estaba. Levantándose el pantaloncito, se encaminó hacia el cuarto
donde la vieja Patricia, a la mortecina luz de la vela, rezaba y rezaba.
Cuando se levantó, ya la oyó cantar. Cantaba y cantaba como nunca;
limpiaba la mesa de la sala, las sillas con respaldo altísimo, la pequeña
consola, acodaba los almohadones y como tres veces la vió asomarse a la
ventana.
-Dijo papá que le trajeras el caballo y que fueras después a la capilla.
Obedeció en silencio, pensando que esa niña que acababa de hablarle, no era
su madrina de siempre. En ese momento, por el medio de la plaza, vio cruzar
algunas personas. Del lado del río, dos de las negritas Vega con las cestitas
sobre las cabezas motosas, venían cantando al tiempo que los pies desnudos
danzaban alegremente.
-Tortitas! Tortitas! –gritaban. La campanita de la capilla colgada de un
viejo algarrobo estaba llamando a los vecinos.
Siguió Nacho su camino protestando; tuvo suerte porque el zaino no
estaba con la luna y se dejo poner el bozal en seguida. De vuelta lo ató en el
patio y pasó a la capilla. Era un ranchito que ya se venía abajo, pero él se
cobijaba a la Virgen de los Dolores. Todavía continuaba llegando gente,
aunque doña Deidamia había concluido ya de rezar el rosario.
Una vez finalizadas las oraciones, don Ciriaco los reunió como
acostumbraba a hacerlo en el patio y empezó a hablarle: -Queridos vecinos, les
dijo: como ustedes ven, poco a poco vamos dándole forma a nuestro pueblo.
No sé si tendremos suerte para llegar a hacer un gran pueblo, pero sí es mi
aspiración que podamos formar un pueblito cuyos habitantes sean unidos,
honestos y laboriosos. Eso sí, todo tenemos que hacerlo a fuerza de trabajo,
lucha y constancia. Contra la naturaleza que vuelta a vuelta nos manda el río
encima, contra la langosta que ya se acostumbró a llevarnos las cosechas y
contra ciertos hombres que tratan de entreverarnos las cartas, trampeándonos.
Pero no conseguirán achatarnos, porque es el amor a la Patria el que nos
alienta y nuestros actos están a la vista. Vecinos: mañana se enteraran de una
nueva ordenanza pidiéndoles que blanqueen el frente de sus casas. No me
condenen por eso ni porque les prohíba arrojar y quemar basura en las calles o
pasar con rastras de leña por el medio de la placita. Estamos haciendo un
pueblo y es necesario que luzca limpio y bonito. Y porque así, además, nos
protegeremos de las pestes que ya conocemos y que vuelta a vuelta nos
amenazan de nuevo. Quería también, continuó diciendo, hablarles de la capilla.
Miren ustedes en el estado calamitoso en que se encuentra este ranchito que
guarda la imagen de la Virgen. Cómo no le vamos a poder dar a Nuestra
Señora una casita que sea digna de ella, no les parece? –Agitando sus brazos
en alto, mujeres y hombres respondieron a coro: -Sí, podremos!
-Así me gusta. Y desde mañana mismo, podemos empezar entonces.
-Cuente con cinco varas –dijo en voz alta un hombre de la rueda.
-Yo haré gustoso las puertas y ventanas –intervino diciendo don
Ramoncito el carpintero y otros hablaron de bolsas de cal, de reales y
patacones que ofrecían.
-Señor maestro –dijo don Ciriaco dirigiéndose a un hombre de larga
melena que escuchaba con las manos entrelazadas atrás –Anote, por favor.
Era muy bueno el maestro. Desde un riel colgado de la rama de un árbol,
desde muy temprano llamaba a todos los chicos del pueblo. Con qué cariño
les enseñaba a leer:
V.E.N.
VEN……………….LAS CABRAS SE VEN
V.A.N.
VAN……………….LAS CABRAS SE VAN decían los
chicos a coro en voz alta, bien cantaditas las palabras con la cara llena de
felicidad. Nacho no entendía esas rayas que el maestro iba señalando, pero le
gustaba asomarse a la ventana para escucharlos y el padrino le había
prometido que lo mandaría a él a la escuela.
-Desde mañana cortaremos los adobes en la costa del río. Ya veremos
después quienes se encargan de cargar los hornos –prosiguió diciendo don
Ciriaco.
-Yo mi’ofrezco pa’la corta. Iré con mi mujer y los chicos.
-Muy bien, amigo. Harán falta algunos más –No había terminado de hablar
cuando ya el equipo estaba completo.
-Les anuncio también que pronto entraremos a trabajar en la nueva bocatoma para el canal que haremos.
-Disculpe-, le interrumpió un hombre en mangas de camisa y con el
sombrero en la mano –Don Zenón a dicho qu’el nu’esta di’acuerdo con eso
porque usté va tirar un canal pa’ aprovecharse del agua –Nacho vió como se le
encendían las mejillas al padrino y empezaba a tironearse el bigote entrecano,
señal de que aquello no le había caído muy bien.
-Lastima que no este Zenón aquí. No sé por qué nunca se anima a dar la
cara! Todos saben que si tiramos un nuevo canal es para que sean más los
vecinos que puedan rezar y tener plantas y sembrados. La acequia por donde
traemos el agua ahora corre muy cerca del río y entonces los propietarios de
arriba se quedan sin regar. Es así o no?
-Así es -le respondieron varios a la vez-. A más que anda diciendo que
todo eso de pueblo junto y bonito es nada más que pa’hacer política,
porqui’usté quiere ser candidato –agrego otro-.
Sonrió don Ciriaco. –Bueno, bueno… es mejor reírse que enojarse. Creo
que todos ustedes saben muy bien que yo no tengo ambiciones personales.
Claro que no es culpa mía que algunas personas juzguen mis actos de acuerdo
a sus propias intenciones. Pero sepan, vecinos, que no me caso ni me casaré
con ninguno de los políticos que se apartan de trabajar por el bien general para
pensar solamente en ellos y sus camarillas. Descuiden, que jamás les pediré el
voto ni me ensuciaré ni lo negro de la uña para apañar a los logreros y mal
intencionados. Vayan tranquilos. Algún día sabrán quien es Ciriaco Sosa
-finalizo diciendo-.
Lentamente el grupo se fué alejando, deshilachando sus bullitas, soñando
con ese pueblo bonito y de casitas apretadas unas contra otras, como tan bien
las dibujaba en sus sueños don Ciriaco.
Con sus mejores colores la mañanita pintaba los huertos y se derrumbaba
en verdes hacia el bajo del río, donde los zorzales cantaban en las espesuras
que refrescaba el Conlara.
Cuando él regresó, Clarita estaba en la puerta. Nunca la vió tan bien
arreglada. Tenía un vestido de seda rosa, ajustado en la cintura y el cabello
ligeramente ondulado, lucía adornado por una cinta del mismo color y además
calzaba unos hermosos zapatos que nunca se los había visto.
-No lo viste? –le pregunto al niño.
-A quién…?
-Al forastero… al que te trajo ayer en coche.
-El míster? –pregunto torciendo la boca.
-Sí; a él. –Quedó callado; sintió un malestar que lo hizo enmudecer y pasó
de inmediato al patio. En la huerta había algunas plantas con duraznitos de la
Virgen, pero no tenía ganas de probar ninguno. En la mesa fue igual; no tenía
apetito.
-Qué me le anda pasando al hombre? –pregunto muy serio don Ciriaco al
encontrarlo tan desconocido.
-No tiene apetito porque come tantos caramelos, tatita –respondió Clarita
por él. –Anoche le habían llenado los bolsillos. Primero me dijo que era un
forastero, que, por lo que me contó, anda en busca de una mina.
-Ah, si? Ojalá encuentre. Se da cuenta como progresaría nuestro pueblo?
Bueno, eso si, siempre y cuando no sea la de don Medardo, por supuesto.
-De don Medardo?
-Si, parece que halló unas piedras de mucho valor en su propiedad.
–Nacho, que se preparaba para entrar a la conversación, se sobresalto al oír
golpes en la puerta. Clarita dejó los cubiertos y fue a atender. Se oyó un
vozarrón y luego ella que regresó para decirle a su padre que lo buscaba don
Zenón.
-Hágalo pasar a la sala. –Dejó la servilleta don Ciriaco, se atuzó los
bigotes y salió por atrás de Clarita con tranquilidad. A través de la puerta del
medio, Nacho vio la figura grandota, achinada del visitante, sus ojos globosos,
de mirar distante, sus largas patillas negras, las anchísimas bombachas y la
faja negra que le hacia destacar más el abultado abdomen.
-Disculpe, no? –dijo sin dejar de chicotearse la pierna con el rebenque. Me
contaron lo de esta mañana. Como usté se habrá dau cuenta, eso qui’han
dicho de mí, son perras mentiras! Es gente que me quiere mal, sabe? –Don
Ciriaco lo serenó y luego escuchó que don Zenón se quejaba con voz atiplada
como si fuese un niño castigado protestando por su inocencia.
Clarita había pasado al dormitorio y no regresaba. Entró la Patricia al
comedor y al verlo al Nacho todavía sentado en la mesa, se arrebató: -Y que
ti’has quedau esperando! Que querís ahura… que te sirva el postre? –Y los
mofletes negros se le inflaron y mostró los dientes marrones como si fuese a
pegarle un tarascón. Instintivamente Nacho levanto los brazos para protegerse.
Cuando la vieja se alejó a las chuequeadas, dejó la silla y salió.
-Ta si seré desgraciau! –pensó ya en la calle. –Cuando ‘toy en lo de
mama Cruz, me tiene a los zamarrones; dende que ‘toy aquí, la negra esta
mi’ha de tarasquiar ande mi agarre; y la madrina Clarita qu’era pa’mi como la
mamita que no tengo, parece que ya no me quiere… ‘ta si seré desgraciau!Costeando la plaza caminó hacia el río. Venía el agua clara y lavaba las
piedras como un cristal. Se sacó las usutas y metió los pies en la corriente. Le
dolía la cabeza, lo que nunca. Unos pajaritos que cantaban por lo más
profundo del sauzal, parecieron refrescarlo. Las piedras empezaban a quemar.
-Nacho! Nacho! Vení qui’aquí ‘ta más hondo- Cachilo y el Tero le gritaban
desde un cajoncito de piedras donde se hallaban.
-Vení..! Aquí ‘ta muy lindo! –le volvieron a gritar-. Sacudió la arena de los
pies, volvió a calzarse y haciéndose el desentendido, como si no pudiera
hallarle acomodo en la cabeza a su sombrerito de trapo, subió distraídamente
la barranca; no tenía ganas de hablar con nadie. Más allá, una carreta bajaba
lentamente la barranca y entraba al río; sentía como una quemadurita en el
pecho y las mismas palabras, renovándose en la boca le dejaban gusto a
cháncara: ‘Ta que soy desgraciau! – Buscando la sombra de los árboles,
caminó un buen rato sin rumbo fijo. Algunos jinetes luciendo sus mejores
prendas, pasaban hacia las carreras que se correrían en “El Sifón”. Al llegar al
boliche oyó que estaba cantando Agundio. Qué lindo cantaba! Y cómo hacía
sonar la guitarra! Se acercó a la puerta y lo divisó rodeado de hombres que
parecían contener la respiración para no perder palabra de su canción.
“Quien bien quiso tarde olvida” (1)
cantaba y al llegar al acorde final, una gran algazara premió al cantor. A esa
hora de la siesta un aire fresco salía del almacén con olor a vino, yerba y humo
fuerte de los cigarrillos. Estaba intranquilo. No quiso escuchar más; prefirió
volver a la casa; cruzo la plaza por el caminito de la diagonal, que se abría
entre los yuyos crecidos. Sudando y resoplando cada paso que daba Inocencio
venía desde el río, cargando los pesados tachos con agua. Una lagartija de
brillantes colores cruzó velozmente y desapareció. Se disponía a pasar al patio
para acostarse en su cuerito, cuando Clarita lo divisó en el dormitorio y lo llamó
en voz baja. Se acercó desganadamente haciéndose el interesante.
-Por donde anduviste? –le preguntó ansiosa acomodándole el flequillo.
-Por la plaza.
-No lo viste?
-A quién?-, preguntó fastidiado.
-A él… al míster…- Y pareció rogarle con los ojos.
-No, yo no! –Y se quedó muy serio mirándole los brazos blancos y suaves.
-Estará todavía en la fonda?
-Y yo que se! –respondió molesto por esa insistencia. Empezaba a odiar
al forastero.
-Harías una cosa si yo te la pido? –le rogó de nuevo con los ojos grandes
y hermosos, acercándosele más y envolviéndolo con su perfume.
-Asigún y conforme –contesto como había oído responder a los grandes-.
-Quiero que vayas de una corridita a ver si esta en la fonda.
-Yo no! –respondió secamente y empezó a alejarse.
-Vení! Por qué no?
-Porque no, nomás! –Se miró las manos, indeciso, sin animarse a decirle
que a él no le gustaba andar espiando a nadie.
-Ni aunque yo te lo pida?
-Y a mí qué! –y se encogió nuevamente de hombros.
-Te voy a pagar –lo tentó con voz apagada.
-No…no…más vale me voy a juntar leña p’al horno.
-No seas malo; andá. Te daré caramelos –insistió interesada.
-No.
-Un beso, entonces. Ya está; ahora sí. –Y de inmediato sintió los labios de
ella, suaves, perfumados y el rostro fresco, encantador, le aleteó en el alma.
Sin decir palabra salió a la calle y se fué para otro lado. No quería saber
nada con el inglés. No lo quería. Y recordando el rostro del míster apretó los
puños con rabia. Buscó el camino que llevaba al río y fué en busca de sus
amigos que todavía tendrían que estar bañándose. Por suerte, que los
encontró. El agua y los juegos lo hicieron olvidarse de todo. Cuando caía la
tarde, al regresar, estaba nada menos que el coche del inglés frente a la casa y
él, el forastero, con el sombrero en la mano, conversaba en la puerta con
Clarita. Pasó corriendo por donde ellos estaban, entró a su cuarto y se tiró en el
catre cubriéndose la cabeza con la almohada. Cómo lo odiaba al inglés ese!
A la hora de la cena salió, pero haciéndose rastra. No tenía apetito. La luz
de la lámpara daba sobre los rostros muy serios de Clarita y del padrino. Los
miró sin comprender. Estaban desconocidos. Nunca los había visto así. Tras
una pausa larguísima, ella quebró el silencio.
-Llamó a la puerta para hacerme una pregunta y se quedó conversando
un momento; no me era posible, tatita, decirle que se fuera, -dijo probando
bocado apenas.
-Insisto en que no me parece bien trabar conversación con un hombre
desconocido. Quién le puede decir qué clase de persona es y con qué
intenciones se acerca a buscar conversación?
-El me lo ha dicho, es de una familia inglesa de Buenos Aires. Quieren
comprar campos para estancias y él viene a estudiar esas posibilidades.
-El, claro está, puede decir eso y mucho más; pero no es lo suficiente para
que se le crea a ojos cerrados. Además es un extranjero por el que usted no
debe demostrar ningún interés.
-Nada más que por ser extranjero?
-Extranjero y sobre todo desconocido. Siempre dije que la mano de mi hija
no sería para cualquiera. Usted es muy jovencita para correr el riesgo de una
aventura así.
-Pero papá!- -exclamó ruborizada –Ya no soy una nena, voy a cumplir
veinte años. Además, por el hecho de conversar un momento, nadie podrá
decir que ya seamos amigos; ni menos todavía, por supuesto, que él tenga
algún interés en mí! –Parecía habérsele ajado el rostro de flor en ese momento
y el de don Ciriaco, en cambio, tenía una dureza de piedra, nunca visto en él.
-Mejor así-, dijo finalmente y otra vez se escuchó el ruido de los cubiertos
sobre los platos. Sobre el silencio pasaron grupos de jinetes que regresaban de
las carreras y algunos gritos se encajaban como oscuros hondazos en la
profundidad del cielo.
Parpadeaba la vela y un sorbo, un carraspeo era lo único que alteraba con
el chancleteo de la vieja criada en subir y venir hasta la cocina. Nacho dio un
suspiro de alivio cuando, tras pedir la bendición, Clarita se dirigió a su
dormitorio. Él, a su vez, acercándose a don Ciriaco, con las manos juntas a la
altura del pecho, pidió la bendición y oyó complacido que le respondía como
siempre: -Dios le dé su gracia, m’hijo.- Y ya en el catre, sin poder dormir, la
siguió viendo a Clarita detrás de las rejas de sus ventanas o de las puertas
clausuradas sin poder salir. Y luego eran ojos, muchísimos ojos como los de
ella, pero nublados, anhelantes, desesperados, buscando un pedacito de cielo
que no les era posible alcanzar.
En el pequeño cuarto que hacía de oficina, sentado ante la mesa, don
Ciriaco atendía a la gente que llegaba continuamente.
Una mujercita pobre, con un niño en brazos, avanzó tímidamente: -Himos
veniu a ver si nos da un cuadrito ‘e tierra p’hacer una casita.
-De donde son ustedes?
-De más allá del Quebrachito. Pero qué…allá nu’es vida! Si remamos pa’
criar un animalito, ha’i ser p’al lión; las gallinas, siempre a medias con don Juan
el Zorro y así, qué!-, dijo desalentado. –A más, los muchachos andan con
miedo a las levas…y esa ya nu’es vida, señor!
-Ya se acabaron las levas, señora; esta tierra es de paz ahora. Y
queremos que sea de trabajo también- finalizó diciendo con firmeza.
-Por allá siempre áhi cruzar algún gaucho malo o algún criollo dejaritau,
d’esos que no faltan y qui’andan di’acá p’allá, a la yanca porque no tienen
acomodo en ninguna parte todavía ni hay que darles más de lo que uno tiene, a
veces.
-Todo eso se acabará ya. Aquí le daremos un lote para que hagan la
casita y ya conseguirá trabajo su marido también. Qué sabe hacer él?
-Y güeno…el es labrador di’oficio… labrador de madera fina.
-Caray…! Eso ya no mandará como antes, pero le buscaremos otra cosa,
sabe.
-Gracias, señor, muchas gracias! –dijo secándose una lágrima.
-Y usted?- le preguntó a un criollo robusto, pobremente vestido.
-Y…yo también vengo a ver si me da calce en un lotecito. Ya ni’agua
tenimos en “La Ramadita”. Y así no podimos tener nada…a más ‘e tanto peligro
qui’hay en ese paraje ‘e la sierra por tanto bicho bravo.
-Y que sabe hacer usted, amigo.
-Y…vea, soy güeno en lo que caiga, por un decir. P’al hacha, p’al arau,
pa’ lo que venga. Y mi mujer es di’áhi pa’hacer tinajas.
-Ya no sirve ese oficio; los gringos nos mandan de sus fábricas ollas y
platos muy lindos y baratos y lo nuestro, entonces, ya no tiene compradores,
entiende? Pero podrá trabajar en otra cosa, ya veremos. Cuente con su lote.
Y tras una pausa llamó a su ayudante y le dio la orden: -Dale a este
hombre, el 40, pasando el hospital. Ah, pero corré antes esos burros que andan
comiendo las plantas de la plaza.
-Se los corro yo, padrino?- preguntó Nacho asomado a la puerta.
-Eso ni se pregunta, amigo! Caray, con los vecinos estos! No entienden
que no deben dejar sueltos los animales en la calle. Y todavía hay algunos que
son capaces de sacar algún hilo del alambre para darse en el gusto de pasar
con los carros y rastras de ramas por el medio de la plaza!- Y secándose el
sudor de la frente, se recostó en la silla y quedó mirando hacia fuera como si
soñara.
Nacho espantó los burros a pedradas y regreso apurado porque vió que
Clarita lo llamaba haciéndole señas. Que hermoso estaba el sol! Los
chingolitos saltaban por la plaza como criaturas, las urracas desparramaban su
algarabía en vuelos rasantes y él mismo en ese momento se sentía como un
pajarito que tenía ansias de soltar su corazón al cielo para que fuera a reunirse
con las tijeretas que retozaban muy arriba perseguidas por el carancho.
-Madrina?- Ella estaba esperándolo con una sonrisa, con el cabello negro
bien peinado hacia atrás y un aire diferente en el rostro.
-No estás ocupado?
-No, madrina.
-Entonces, llévamele este papel a Mariquita, quieres?- Se lo recibió de
mala gana.
-Pero tiene que ser ya; y volando, me entiendes?
-Yo no se volar- rezongó apretando su rabia entre los dientes.
-Nacho!- lo reprendió –Qué te pasa?- Sin responderle, salió arrastrando
las usutas, con la boca llena de mohines. Pensaba que demoraría todo lo
posible antes de cumplir con el encargo. No bien dobló la esquina, abrió el
papel y en el montón de rayas amontonadas como palitos que vió, creyó
adivinar el nombre del inglés. Seguro que de él hablaba. Inglés cara de
quesillo! pensó. Y a esa Mariquita, como le gustaban los hombres! No había un
forastero que no llegara al pueblo que no terminara haciéndose amigo de ella!
Y que tenía más que las otras chicas? Nada! Si era una mujer como cualquiera.
Si los muchachos grandes hablaban de ir a un baile, ya les oía preguntar si iría
a estar la Mariquita, que la Mariquita aquí, que la Mariquita allá…Machona!
Razonó apretando el papel con rabia. Todos la ponderaban, pero él no le
encontraba gracia. Sería, pensó, porque era la única a la que se veía por todas
partes, no como a las otras niñas que apenas si aparecían por la calle y cuando
lo hacían era acompañada por los padres, hermanos o alguna criada. Recordó
en ese momento que Clarita le había hecho, como ultima recomendación, que
no fuera a dejar ver el papel por don Ciriaco, pero en el mismo momento que
empezó a correr para llegar a la esquina de la plaza donde vivía Mariquita, lo
alcanzó desde lejos el grito de Ramón, el ayudante de su padrino, grito que lo
dejó plantado en el lugar.
-Dice don Ciriaco que vengas!- Miró el papel culpable y se tocó los
bolsillos del pantaloncito, que no era ni largo ni corto. Lentamente empezó a
chancletear de vuelta, si saber todavía que hacer con el papel que no le cabía
en los bolsillos llenos de piedra. Miró de nuevo hacia la oficina y vió que Ramón
acababa de entrar. Sacó un `poco de piedras de un bolsillo y metió ahí,
apresuradamente, el papel. Luego siguió su camino soltando al aire un silbo
con el que quería imitar a los zorzales.
-Padrino?- preguntó acercándose lentamente a donde él estaba.
-Esperá un minutito, ya te voy mandar.- Y siguió ordenando unos papeles
y luego debió atender a un hombre que llegaba buscando un pedacito de tierra
para sembrar.
-Lo siento; lo único que puedo darle por ahora es un lote en el pueblo.
-No, claro; yo quería un pedacito grande de tierra pa’ sembrar, no? Aclaró
con humildad. Y luego de una pausa, agregó: -‘Toy cansau ‘e pionar en las
estancias, por menos que nada, señor.
-Es una lástima que no le pueda dar nada –dijo don Ciriaco- si usted fuese
gringo y estuviera en las provincias de Buenos Aires o de Santa Fe, tendría
tierra y créditos para semillas y herramientas… pero es criollo, anda por acá y
tendrá que ir tirando con lo poquito que le podamos dar, comprende?
-Así nomás será- respondió haciendo girar velozmente entre las manos su
sombrerito de pobre. Nacho, en una esquina de la pieza jugaba en silencio con
las piedras.
-Lléveme esto a la mensajería-, le dijo don Ciriaco entregándole un
paquete. –Es para don Anacleto Quiroga, de Punta del Agua. Y a no demorarse
jugando por ahí, no?- le recomendó.
-Sí, padrino- dijo al salir apretando entre los brazos el pesado paquete.
-Oiga, amiguito; venga- le ordenó con su tonada cantora cuando ya se
alejaba el niño. –Me parece que va perdiendo un papel. –Nacho, todo
sofocado, se miró al bolsillo y trató de ocultar la parte saliente del papel que se
le escapaba.
-Déme eso; será mejor, no sea que lo pierda.
-No, si no…- intentó defenderse, todo confundido.
-Traiga ese papel, le digo! –Los ojos de don Ciriaco lo miraban con más
severidad que nunca. Se quedó inmóvil, indefenso; entonces él vino y le retiró
el papel del bolsillo. Sin saber qué hacer ni decir, buscó la puerta y salió.
-Que macana! Y ahura? S’enojará la madrina en cuanto s’entere!- Y salió
apresuradamente a cumplir con el mandato, pesando en una y otra cosa, sin
saber qué le diría a su madrina.
Ya llegando, un gringo que pedía explicaciones a un criollo en una lengua
de la que nada podía entender, lo obligó a dar un rodeo por el temor que les
tenía a esos hombres extraños; cada día había de aparecer un nuevo gringo en
el pueblo. Y movían las manos y se ponían nerviosos y gritaban tanto lo que no
lograban hacerse entender, que eran muchos los chicos que se asustaban al
verlos llegar y los grandes, en cambio, se reían de ellos.
-Tengo qu’ir mañana a tráir un arreo de El Hinojito. No si’anima a
ayudarme don Gambagrossa?- alargaba la invitación un criollo a un italiano que
lo miraba con ojos asombrados.
-Que sabe el chancho de freno!- Saltaba riendo otro y todos soltaban la
carcajada. Por eso tenía que ser, que el padrino vivía repitiendo “No se rían de
ellos; eso de aflojarle la cincha a un caballo cuando están haciendo la compra
en un boliche, está muy mal hecho; hay que respetarlos y ayudarlos, caray!”,
finalizaba diciendo.
Como no se escuchaba la corneta que anunciaba cuando la mensajería
había vadeado el río, se arrimó a la puerta del despacho y se puso a huronear
olvidado ya de su preocupación por el papel.
Al hermano de don Yenzo, tan gigantesco y rubio como el que manejaba
la mensajería, llenaba de nuevo los vasos puestos en fila sobre el mostrador.
Estaban ahí el Chelco, el Froilán con su melena cuadrada sobre los hombros y
aspado con el facón cabo de plata, dos hombres más a los que no conocía, y
como siempre, agrandando la rueda, Ño Mentira.
-Dejesé ‘e macanas, viejo!- le decía Froilán mientras se empinaba el vaso.
–Que va a tener qui’hacer en El Águila!
-Te juro, Froilán, que no miento! Por la luz que mi’ alumbra! Mirá, yo soy
amigo de don Medardo, qu’es hombre ‘e ley y justamente ahura me lu’están por
joder…sí, sí, tengo qui’hacerle una gauchada.
-Vos, gauchada a don Medardo? No mi’hagas reir que tengo el labio
partido! -dijo incrédulo y rió con ganas. –Mirá con la gente que se rola el viejo!añadió dirigiéndose al Chelco.
-Bolazos, hermano, del viejo este!- respondió asomándose a la puerta
como si esperara la llegada de alguien; las espuelas le canturrearon sonoras.
-Oime lo que te voy a decir- y el viejo se acercó al hombre fuerte y rudo y
lo tomó de los hombros con las manos mugrientas: Mirame bien, vis? Nu’estoy
borracho, entendís?
-Y como querís que me de cuenta, si ya de tanto tomar ti’ha quedau la
cara ‘e borracho pa’ siempre?
-‘Ta cómo sos!- se quejó desalentado, mirándolo con sus ojos turbios.
-Güeno, no s’enoje, viejo! A ver… que li’anda doliendo?- y con la cara
llena de sinceridad, se le aproximó.
-Ya te dije…tengo qui’hacerle una gauchada a un amigo y necesito que
me prestés tu caballo; pero ya mismo tiene que ser.
-‘Ta bien…’Ta bien; así si’habla.
-Mirá…y te voy a decir por qué- siguió diciendo más tranquilo, Ño Mentira
mientras sus dedos jugaban con la barba. El Chelco levantó las manos para
defenderse: -No, no, amigo. Faltaba más!
-Sí, sí…oíme…risulta que los otros días, no sé si vos t’enteraste y si no
hacé como que nada has oído, salió don Medardo p’al lau e Las Piedras
Pesadas, allá en las sierritas, a buscar unas vacas. Iba con José, el José
Torres, no? Cuando las hallan, que le dice al José, arrialas pa’ este lau y él que
se queda ande‘taba, nomás. Se va el José, pasa al otro lau y las empieza a
arriar. Como era cerca, habían ido a pie, nomás. En una d’esas, como había
una vaca que porfiaba por volverse, alza una piedra pa’ tirarles y l’halló muy
pesada. Ah, la pucha! Que dice y se queda mirando la lomita de la qui’había
alzau la piedra. Quiere alzar otra más grande y apenitas si pudo. Caracho, que
dijo, aquí hay gato encerrau. Yo nunca ví unas piedras tan pesadas así. Y
dicen que ya le pego el grito a don Medardo, que llega y le pregunta que pasa y
qu’el José l’entrega la piedra. Ah, la miércoles! Sabés que es un mineral esto?
Caray! Y áhi nomás que se sacó el pañuelo ‘el cuello y envolvió en él unas
cuantas piedras d’esas. (2).
-Y que pasa! Es mineral o no?
-Güeno, don Medardo no sabe, pero está seguro que sí. Quedó d’ir a San
Luis pa’ mostrar allá las piedras y hacer la denuncia.
-Y mejor pa’ él si se li’hace. No te parece?
-Y pa’ todos los di’aquí si la mina risulta güena.
-Y entonces?
-Es que, pa’ mi modo ‘e ver, si ha dejau ‘tar y no jue a hacer la denuncia
entuavía. Y lo pueden joder, si se descuida.
-Y di’ande sabís eso, vos?
-Risulta qui’anoche…pero no. Date por bien serviu con lo que t’hi
contau…debo hacerle una gauchada…Me prestás el overo o no?
-‘Ta bien, tata –respondió jocoso el Chelco inclinando la cabeza en una
gran reverencia al tiempo que le entregaba la fusta. –Ahi tiene: quiere las
espuelas, también?
-No, no. Tu overito no precisa d’eso.
-Eso sí; no me lo vayas a reventar al caballo, viejo no?
-Nu’es pa’ tanto, pájaros negros, cogote blanco. Aunque en una d’esa…la
gauchada a un amigo vale más que cualquier flete, no te parece?- y salió
bamboleándose. Al verlo a Nacho, sacó del bolsillo un puñado de caramelos,
como lo hacía siempre y se los entregó apurado. No lejos, las notas del
cornetín dejaron oír el anunció del próximo arribo de la mensajería. El pueblo
parecía despertar entonces, en esos tres días al mes que llegaba con la
turbulencia del trote veloz de sus infatigables caballos.
-Miralo vos al viejo…
-Tan zonzo nu’es, algo ha olfatiau, no? –Y los dos parroquianos se
afirmaron de nuevo al mostrador y quedaron tomando sus vinos.
-Pa la Punta del Agua-, dijo Nacho al encargado entregándole el paquete.
-Y la plata? O lu’anoto en el agua?
-El padrino Ciriaco sabe-. Y escapó del despacho cuando la mensajería
daba vuelta a la plaza y se detenía en la parada. Cambiarían los caballos en un
abrir y cerrar de ojos y continuarían viaje de inmediato. Entró corriendo a la
casa y trató de pasar al patio haciéndose perdicita.
-Lo entregaste?- Lo sorprendió Clarita con la pregunta, que estaba ahí,
esperándolo impaciente.
-Sí, si…- tartamudeó desconcentrado.
-Si qué?
-Y… güeno…se lo di…- mintió afirmando su mentira con un seco
movimiento de las manos.
-Ah, menos mal! Me había asustado con la cara que traías!- Y retirando
las manos con las que se apretaba el pecho, se alejo cantando, derechita
balanceando levemente el cuerpo joven, fragante, ceñido por un vestido fresco.
Nacho trajo las lecheras del cerco, separó los terneros, volvió de
inmediato a encerrar las vacas entre interminables balidos, siempre saltando,
siempre arrojando piedras a los conejos y lechuzas que lo miraban pasar
asustadas en los postes. Más tarde la Patricia, rezongando, le acercó un jarro
de mate cocido.
Con la cabeza caída sobre el brazo asentado en la mesa, en esa
oscuridad que venía cubriéndolo, sintió más solo el corazón, como si de pronto
todo el mundo lo hubiera abandonado. Nunca había sentido una cosa igual;
tuvo muchas ganas de llorar, sin saber bien por qué. Retiró el jarro, arrojó lejos
la usuta que ya no le servía y salió a la calle. Nadie se ocupaba de él. Para
mama Cruz, su abuela, era como si no existiera, además no tenía tías ni
parientes cercanos; por lo menos, ninguno se acercaba a él. Y ahora su
madrina lo olvidaba, lo trataba como si ahora fuera otro chico, no el mismo al
que mimaba tanto y a la que él llegara a imaginar como su madrecita.
Regresó cuando la lámpara grande iluminaba el comedor, ya puesta la
mesa y calladito fue a ocupar su lugar. Patricia sirvió la cena, un asado con
ensalada y salió. Nadie decía ni una sola palabra. Ni el reto que esperaba
tampoco le llegó. Jugando con el tenedor, por momentos lo miraba a don
Ciriaco que seguía muy serio. Y Clarita, comiendo desganadamente, le echaba
de vez en cuando unas miradas como preguntándole qué diablos había hecho.
Fruncido el ceño, con la mirada perdida en la pared opuesta, don Ciriaco
bebió de nuevo su copa de una sola vuelta. Continuó estirándose el silencio,
pesado, amenazante, interrumpido apenas por el traqueteo de algún carro que
pasaba por las calles de la plaza.
-Pasa algo, papá?- preguntó Clarita, como si ya no pudiese soportar más.
-Preocupaciones que uno tiene- murmuro entre dientes el hombre.
-Si usted me participara cuáles son, a lo mejor…
-Que casualidad! De usted se trata, precisamente- dijo como si quisiera
triturar con los dientes las palabras.
-De mí?- Todo el rostro de Clarita se había convertido en una pregunta
ansiosa y sus manos de dedos finos quedaron apretándole el corazón.
-Sí, señorita; desde hace unos días hay algo en esta casa que no marcha
bien. Y que irá de mal en peor si no le ponemos remedio de inmediato- dijo
mirándola fijamente.
-No sé… no entiendo nada, papá!
-O no quiere entender, tal vez. Para que las cosas marchen como debe
ser, en la primera oportunidad que tenga, le dice al jovencito inglés que si
quiere tener relaciones con usted, que venga a hablar conmigo- finalizó
diciendo con firmeza y gesto adusto.
-Papá, si yo no…
-No se asuste. Haga lo que le digo. Será mejor para todos. Si él la quiere
ver, si usted quiere conversar con él, que sea aquí en casa, entiende?- Clarita
bajó los ojos, avergonzada.
Desde aquella noche, todo cambió en la casa. A Nacho le pareció que
antes, hasta cada mueble, el aparador, las tarjetitas postales en la mesita
esquinera, los cuadros que colgaban de la pared, habían sido como personas
que tenían alma y que estaban allí gozando también de la alegría y de la
serenidad que eran permanentes en la casa. Los espejos parecían reír
entonces; la mesa, los floreros, todos tenían gestos amigos. Ahora, en cambio,
estaban como a oscuras, como con los ojos cerrados y cubiertos por el luto.
Como el que sentía él, en su corazón.
Como a los dos días oyó llegar al inglés a la casa y su padrino salió a
recibirlo; Clarita estaba en la sala. El espiaba. No entendió bien que le decía el
padrino, pero fue algo de honor y finalmente “ésta es su casa”. El inglés
cabeceaba una y otras vez asintiendo en su media lengua a todo decía, sí, sí,
sí, señor. Era alto, rubio; así de cerca y tan bien vestido le parecía más alto
todavía y dejaba al pasar un perfume que era sin duda el que había
enloquecido a Clarita.
Desde entonces, cuando el míster estaba en el pueblo, venía los jueves y
domingos a visitarla y se quedaba a solas con Clarita. Que le diría? pensaba.
Porque cada día que pasaba se la veía más feliz. Solamente ella cantaba en la
casa; solamente ella reía como nunca. Don Ciriaco, en cambio, estaba como
todas las cosas que había en la casa, silencioso y cada vez más triste. Hasta le
pareció que su padrino se había encogido en los últimos días.
Cuando llegaba el inglés, Nacho sentía deseos de irse lejos para no verlo
junto a Clarita, para no tomar el olor de ese perfume que dejaba al pasar, para
no oírla reír a su madrina y por eso se alejaba a jugar con sus amigos, a
merodear por los boliches, total ahora ya no tenía quien lo reprendiera por eso.
Pero, lo mismo, cuando se daba cuenta, ya estaba de regreso en la casa, sin
saber qué hacer en ella, extrañando todo.
Una noche que don Ciriaco no estaba, se apego a la puerta de la sala
tratando de escuchar las cosas que el inglés le decía a su madrina. Pero por
más que se acercaba, solamente le llegaban murmullos que no podía entender;
hasta que, en su afán de oír mejor, se fue sobre la puerta y ésta se abrió. En
ese momento el inglés le tomaba las manos y la besaba. Escapó a la calle,
pensando que al otro día, Clarita lo reprendería seriamente. Le anduvo
escapando por eso, pero finalmente lo llamó para pedirle que no fuese a andar
contando lo que había visto y le dio caramelos.
Fue pasando el verano y sintió que los días eran más y más rigurosos
para él. A pesar de que vivía rezongando por todo, doña Patricia era la única
que lo tenía en cuenta. Clarita vivía como en otro mundo y don Ciriaco
solamente volvía a ser el mismo cuando estaba en el escritorio y proyectaba,
ordenaba y discutía, sobre esto para la plaza, aquello para el hospital o para
que el río no invadiera otra vez al pueblo con sus terribles crecientes; en
cambio, en la casa no se sabía si estaba o no; pasaba por ella como una
sombra. A veces, viéndose tan solo, Nacho tenía ganas de irse de nuevo a lo
de mama Cruz. Empezaba a comprender que un pedazo de pan no es todo en
la vida. Pero en cuanto lo pensaba un poco más, la recordaba a su abuela tan
atrevida y mano pesada, que en seguida arrojaba al olvido esa idea.
Se hizo más amigo del río, donde pasaba horas y horas bajo los árboles,
mirando jugar los pajaritos, haciendo arroyitos en la arena o mirando bajar las
majadas de cabras que se descolgaban correteando de las barrancas a beber,
como si lo hicieran al compás del cristalino cencerro.
Le conocía bien todos los refugios a Agundio y desde la puerta de los
despachos se quedaba horas enteras escuchando esas historias que entonaba
con su compañero Felisardo. Pico a pico se ponían a cantar e iban contando
todo aquello de un modo tan colorido y bonito que hacían brillar los ojos de los
hombres y los obligaba a pedir una y otra vuelta más. Los domingos se juntaba
con Pedro y el Cachilo y se marchaban a las carreras. Una tarde se armó en
una de ellas un bochinche tan grande, que por poco no quedaron aplastados
por los caballos de la concurrencia, al huir espantados los animales entre los
tiros y la infernal gritería que se armó.
Pero eso era lo de menos, necesitaba andar y andar, olvidarse de la casa
y lo hacía. Ya no tenía quien lo cuidara. Recordaba que, antes, ella, temprano,
le arreglaba el flequillo, le cocía los botones de la camisa, le pegaba remiendos
al pantalón cuando era necesario. Pero ahora, pensaba, aquella niña parecía
no estar en la casa. Lo mismo, tal vez, pensaría don Ciriaco, a quien se lo veía
siempre solo, sin cambiar palabras con nadie en la casa. Clarita no le llevaba
ya los matecitos encopetados que tanto le gustaban y tampoco, desde hacía
bastante tiempo, no la veía anudarle, como antes, cariñosamente, el pañuelo al
cuello.
Ella solamente se asomaba a la calle el día que pasaba la mensajería. Se
le conocía la ansiedad con que esperaba escuchar a lo lejos el cornetín. Y
después, ya de vuelta, trayendo noticias del míster, parecía haber despertado a
la vida y cantaba y reía bulliciosamente. Poco a poco, a medida que
transcurrían los días, caía de nuevo en el silencio, como si sonriera o llorara
para adentro, eso no podía saberse. Aunque estaba seguro de haberla oído
sollozar dos veces en el dormitorio donde pasaba encerrada la mayor parte del
tiempo cuando el inglés no estaba en el pueblo. Ni Mariquita, que había sido su
mejor amiga, venía a visitarla como antes y los tejidos que solían hacer juntas,
los continuaba ella sola. Parecía una arañita, día y noche, teje que teje. Su
descanso era asomarse a la mañana por la ventana que daba al naciente y
quedarse mirando la sierra grande cuando más bonita se la veía con sus
intensos azules y los verdes profundos oscureciéndose en las quebradas.
-‘Ta loca!-, pensaba Nacho y de nuevo le echaba la culpa de todo a ese
perfume raro que usaba el inglés y que por días y días quedaba después de
sus visitas, en la percha donde colgaba el sombrero o en el respaldo de las
sillas que sus manos tocaban.
Loca o no, pero la verdad era que la casa parecía estar en sombras desde
que ella cambiara tanto en su forma de vida. Desde que el míster pisara la
casa, recordaba que una sola vez lo había oído reír a don Ciriaco. Fué una
noche que llegó don Medardo y frotándose las manos le oyó decir al sentarse:
-Y se hizo nomás, compadre!
-Aquello de la mina?- había preguntado don Ciriaco.
-Ah, ah! –y brilló la risa en la cara donosa de don Medardo; la alegría le
inflaba el pecho y más parecía relucir la cadena de oro que le cruzaba de un
bolsillo a otro del chaleco.
-Me alegro mucho, compadre. Tomaremos un traguito a su salud.
Luego, entre sorbo y sorbo, don Medardo fué contando la historia: -Y casi
me embroman, compadre! Si no es por el viejo Ño Mentira que me abrió los
ojos, un forastero me gana a hacer la denuncia! Que apuro bárbaro pasé!fue
como si un santo me lo hubiera traído al viejo, por que en ese momento me dí
cuenta que había dejado pasar días y días sin hacer la denuncia desde que
encontré las piedras, se da cuenta? Que hoy, que mañana y así se habían
pasado un montón de días. El forastero había estado el día anterior recogiendo
piedras en el mismo lugar y era seguro que de inmediato viajaría a San Luis a
hacer la denuncia. Ahí nomás preparé los caballos y salimos con José a la
madrugada, de noche todavía, llevando en las maletas, mi tesoro. Que le
cuento! Fue brava la carrera hasta San Luis, porque el hombre, del que ya
teníamos claras noticias, nos llevaba ventaja. Pero gracias a mi compañero que
es baqueano y conocedor de las sendas más escondidas, pudimos cortar
mucho camino y llegar a hacer la denuncia una media hora antes de que el
forastero se presentara en las oficinas donde yo había llegado por lo mismo.
Fué dura la marcha, pero la ganamos nomás, compadre!
-Y de que es la mina?
-De wolfram. No sabía? Wolfram del mejor. –Levantaron de nuevo las
copas, se dieron un abrazo compartiendo la alegría por tan importante noticia y
siguieron conversando más allá de la hora en que, vencido por el sueño, él se
fué a dormir.
Estañado de luz pasó el verano y empezaron a ralear sus silbos los
pájaros por las costas del río y por las sierritas bajas del poniente. El inglés
hacía como un mes que no se dejaba ver por el pueblo y ese tiempo de
reflejaba en las profundas ojeras de Clarita y en su boca, que parecía seca de
sonrisas.
Pero un atardecer llegó en un hermoso coche nuevo y la casa pareció
haber despertado a un tiempo de fiesta. Ella había colocado flores hasta en el
último rincón, habían recobrado toda la luz sus ojos y reía como una criatura, la
más feliz de todas. Oyó esa noche los pasos pausados de don Ciriaco, el golpe
de los taquitos de los zapatos de la niña y el taconeo firme del inglés. Un
perfume dulce de membrillo entró por la ventana y creyó por un momento que
estaba recobrando el hermoso de la felicidad. Todavía chapotearon en sus
adormecimientos plácidos, los rebuznos cercanos, las lechuzas que alertaban
desde el campanario viejo y algún perro hundió sus aullidos en las sombras,
como si le estuvieran degollando al amo.
Y fue al amanecer que ocurrió como un grito la noticia que los dejaba
abriendo la boca a todos: “Clarita se fué, si, si, la Clarita de don Ciriaco se fue!”.
“La niña Clarita, con el inglés ese…!” -Esa mañana le vió correr una lágrimas
de los ojos de don Ciriaco y tuvo ganas de apretarlo contra su pecho, como si
fuese un hijo indefenso. Pobrecito, don Ciriaco!, decían. Luego le vió cerrar
todas las puertas y ventanas.
Ya no podía más su corazón; rabia y dolor se lo estaban llenando. Rabia
contra el inglés y dolor de recorrer los lugares por donde siempre la encontraba
y saber que no la vería más. Clarita se había ido...por qué? Para donde? Ella
era la madrecita que lo cuidaba, la única que le había dado verdadero cariño.
Ya no tenía nada que hacer en esa casa, por más que don Ciriaco fuera muy
bueno también. Por eso, esa misma tarde se escapó por la tapia del fondo y
anduvo y anduvo sin poder hallar explicaciones para lo que había ocurrido.
Cuando se cansó de andar por la orilla del río, al ver que venía
oscureciendo del sur, pensó que lo mejor era ir a soltar el burro y volverse a lo
de mama Cruz. Que otra cosa podía hacer! Su desconsuelo no le permitía
volver a la casa del padrino.
Cuando se disponía a sacar las trancas de la puerta, el gruñido de un
vizcachón lo sobresaltó. La calle de los poleos se abría a esa hora como una
caverna oscurísima. Hacia el sur, apenas se distinguía “El Mirador”, bastante
viejo ya, sostenido por varas torcidas y con su rústica escalera. Había sido feliz
cuando iba con el padrino a divisar si no venía la mensajería o si había salido la
tropa de carros de la estancia “El Guadal”. De allí veían hacia el norte los
alfalfares, las hermosas alamedas y uno que otro molino que se levantaba a lo
lejos.
-Después para el naciente- le decía a veces el padrino, todas esas tierras
serán sembrados de maíz y trigo. Ya están llegando los gringos y ellos saben
algo de eso. Ño Mentira dice que son chambones para andar a caballo, que no
saben pialar ni capar a un chivo, que lo único que saben es juntar plata…pero
no hay que andar riéndose de ellos, hay que ayudarlos, que ellos también nos
darán una manito- finalizaba diciendo como si hablara consigo mismo. ¡Qué
lindo era entonces subir al “Mirador”!
El miedo pudo más y soltando el burro, se volvió a los troncos largos. Una
fina llovizna empezó a empaparlo. Otra vez le inflo los pulmones el olor a
membrillo que volaba en el aire frío. El río, muy cerca, se arrastraba sobre las
piedras dejando su lúgubre lamento, igual que aquella otra tarde cuando vió
llegar al inglés por primera vez. Zonceras!- pensó estremeciéndose y apurando
más el paso siguió su camino.
Había luz en “El Trompezón” y se acercó. Tenía hambre y empezaba a
sentir frío. Tres caballos desensillados dando el anca al sur, aguardaban
tiritando. Como la puerta estaba cerrada, temeroso de que pudieran echarlo si
golpeaba, se acurruco en el umbral y allí se quedó esperando.
-Me tiene un ratito el gallo, m’hijo?- Un hombrecito flaco que salió desde la
sombra, le depositó en los brazos un gallo con las plumas mojadas.
-Pongasé al reparito pa’ que no se moje-, le indicó con voz tiple y quejosa.
–Ya vuelvo, sabe?- Y tras empujar la puerta entró al boliche dando unas
zancadas como si saltara al caminar.
Dios seguía espolvoreando fragancias desde la fina llovizna.
2
Se acurrucó mejor en el umbral y acomodó el gallo que estaba como
amodorrado en sus brazos. Luego, como la puerta quedara entreabierta, se
entretuvo en mirar hacia adentro del boliche. El mechero humoso borroneaba
las figuras y dejaba caer una tenue vislumbre sobre la estantería
desmantelada. En el mostrador mugriento, cuatro o cinco vasos y manos que
se acercaban para levantarlos con bastante frecuencia, para luego asentarlos
vacíos, era cuanto podía ver desde donde se encontraba. Todos daban la
espalda y el bolichero animaba la charla y festejando a carcajadas cuanto
decía uno u otro.
-Esas son mentiras, requetementiras!- Replicó un paisano.
-Mentiras? ‘Ta que son desgraciaus, carajo! Muchos como yo nos
rompímos el traste pa’ darles esta tranquilidá qu’están disfrutando y cuando
uno les cuenta como jue la cosa, si’han de réir diciendo que son mentiras!
Reconoció la voz a Ño Mentira y no dudo que si llegaba a descubrirlo ahí,
arrinconado, vendría enseguida a llenarle los bolsillos de caramelos y a decirle
que se fuera a las casas.
-Y tan cola crespa qui’había siu el hombre, no les digo?- Dijo el que había
hablado antes.
-Alguno di’ustedes sabe lo que cuenta Martín Fierro? También son
macanas, esas, ah?- y alcanzó a ver que se tironeaba la barba con rabia.
-Güeno, hombre! Nu’es pa’ que se l’hinchen las patas así, caray!
-Es que da rabia, que joder!- dijo Ño Mentira acomodándose el sombrero
descolorido y grasiento. –Yu’hi viviu con los indios…yu’hi siu un
renegau…m’entiende?- Y mirándolos de uno por uno, hizo un largo silencio que
todos respetaron. –Me jui a vivir con ellos porque no quise qu’el comisario
mi’arriara como un burro ‘e tropa. No, eso si que no; a un hombre no se li’hace
eso. Como les digo, hi viviu en el desierto y hasta chinas supe tener. Ella era
servicial y querendona como pocas. Sabis como hacíamos en la toldería si’es
que andando por áhi nos perdíamos en noches muy nubladas? Agarrábamos
un tizón grande y lo tirábamos lo más alto que podíamos. Y así, por algún
arbolito seco, por cualquier señita qui’alcanzábamos a distinguir, ya nos
orientábamos. Y di’otra cosa mi’acuerdo. Cuando salíamos a buscar presa, si
veíamos algún pájaro espulgándose, pegábamos la vuelta áhi nomás, porque
pa’ ellos, pa’ los indios, eso era de muy mal agüero. Cinco años me chupé en
la toldería, m’entiende? Viejo Ño Mentira!- agregó en un rezongo. Luego quedó
pensativo, con la mirada perdida muy lejos; enseguida como soñando, con
increíble sentimiento, empezó a decir:
Mucho tiene que contar/el que tuvo que sufrir
y empezaré por pedir/no duden de cuanto digo
pues debe crerse al testigo/si no pagan por mentir. (3)
-Ponga otro medio litro p’al viejo! –Y el bolichero, feliz al ver que se
seguían calentando los picos, más pronto que corriendo acudía de nuevo a la
bordelesa.
Nacho empezó a sentir sueño y el frío se le fué ganando por los huesos.
Halló a agradable el calorcito que tenía el cuerpo del gallo y se acurrucó más,
apretándolo contra su cuerpo. Empezaba a tupirse la llovizna que azotaba
desde el sur, cuando apareció de nuevo el hombre con su gorra chiquita,
haciendo sonar las bombachas al caminar.
-Gracias, m’hijo. Lo molestó mucho?- Preguntó el hombre recibiéndole el
animal.
-No, no. S’estuvo quedito nomás- Respondió entregándoselo con cuidado,
en tanto se quedaba con el olor a pollo mojado en las manos y en la camisita
vieja.
-Viene fiero del sur, canejo! Ande iba usté, m’hijo?- Preguntó echando
andar.
-Yo no tengo ande ir- contestó el niño trotando a la par del hombre.
-No diga! –exclamó extrañado buscándole el rostro en la oscuridad- Qui’
usté nu’es de doña Cruz? Que nu’es el Nachito, usté?
-Sí, peru’hace mucho que nu’estoy con ella. Me pegaba…por eso!
-Caray! –Dejó la exclamación en lo más oscuro de la noche en tanto se
rascaba la cabeza como buscando una idea que le permitiera arreglar ese
asunto. Solamente se oía el golpear apresurado de los pasos y el grito lejano
de algún tero por la costa del río.
-Y no quiere irse conmigo?- preguntó después de un rato. –Puede pasar
la noche en mi rancho. A más, falta mi’anda haciendo un chico. –Como no le
respondiera, detuvo la marcha y se propuso convencerlo.
-En mi rancho habrá un lugarcito pa’ usté. Y no le faltará un cuerito
pa’tender, ah? Que le parece? –Como el niño continuaba sin decidirse, le
apretó fuertemente la mano y continuaron caminando con rumbo al río,
encogidos los dos, recibiendo en la cara la llovizna helada y con la noche
tapándoles la espalda. La sombra de un perro venía siguiéndolos.
Continuaron chapoteando barro, entre remolinos de agua y hojas
amarillas que desprendía de los árboles el viento del sur. Un fuerte olor a
chilcas les llegó desde el río.
-‘Ta que se puso fiero, compañero!- gritó el hombre para hacerse oír. Con
parte de la camisa afuera, mezquinando la cara al azote del agua, siguió
punteando por el sendero oscurecido, hasta que por fin llegaron. Eran un
rancho estrecho, una cuevita a orillas del río.
-Entre, compañero-. Nacho le obedeció tiritando; recibió el gallo que le
entregaba, en tanto el dueño de casa se encargaba de encender el mechero.
Luego, desde un envoltorio de papel sacó un pan y un pedacito de queso. Hizo
una parte y se la dio al niño. Enseguida se ocupó de hacer fuego como pudo,
con ramitas secas que sacó del techo, puso un tarrito con agua, acomodó el
gallo en una rústica jaula y le tendió un cuero y una caronita vieja para que se
acostara.
-Esta será su cama, m’hijo- Nacho que todavía temblaba de frío, se acostó
de inmediato. El hombre, en tanto seguía alimentando el fuego con más
ramitas, sacó una botella con vino y empezó a beber.
Desde su cama, a la luz de alguna llamita que esporádicamente alzaba su
pureza, le veía el rostro negro, flaco, huesoso, la boca fruncida y unos
mechones de pelo duro que se le desparramaban por la frente en tanto
manejaba con gran habilidad el mate, la botella de vino y el cigarrillo, hablando
y hablando consigo mismo, sin parar.
-Un chico mi’hacía falta. Claro que sí! Y usté, Nachito, me viene como
anillo al dedo. Yo li’haré un lugarcito y nada li’ahi de faltar, m’hijo. Soy pobre,
pero tengo un corazón de madre. Eso sí, usté me cuidará el gallo. Yo solito no
puedo hacer todo. Y a este gallo hay que cuidarlo mucho, mucho, porque vale
oro, sabe? El día que gane una riña grande, ya verá como nos paramos pa’
todo el viaje!- Se fueron apagando las brasas y más pareció arder el fuego en
la cabeza del hombre. Nacho, entre sueños, le oyó contar historias de gallos
muertos, de mujeres cautivas, de miserias infinitas. No supo hasta que hora
gorgoteó el vino en la garganta del hombre ni hasta que hora avivó el fuego
golpeando tronquitos, en tanto el viento se metía silbando por las hendijas del
rancho.
No había amanecido todavía cuando unos fuertes sacudones lo
despertaron. –Vamos! Vamos! ‘Ta creciendo el río!- restregándose los ojos, sin
poder quitarse el sueño, se sentó en el camastro. El bramido de las aguas
revueltas, que lo llenaba de miedo, se escuchaba ronco, amenazante.
Salieron corriendo hacia el pueblo, apenas con lo puesto, apretando el
gallero en sus manos al Bronce. En el barroso amanecer, vieron a otros
pobladores a escapar a toda carrera hacia la plaza y fuertes gritos se oían por
todos lados: P’al alto! P‘al alto! –Sonaban agudos pitos bajo la llovizna que caía
intermitente, alcanzó a distinguir a su padrino corriendo de aquí para allá,
apurando a la gente-. Dejen los animales! La crece es muy grande y ya está
encima! P’al alto! Hay que salvarse!- se le oía gritar entre la sombra y el llanto
de niños y mujeres, balidos de cabras y de vacas, cacarear de gallinas y el
canto asustado de los gallos que escapaban volando atolondrados. Algunas
mujeres, además de sus hijos pequeños, cargaban ataditos con ropa, otras
llevaban cajas o petaquitas con sus pequeños tesoros. Y todos corrían hacia
los terrenos altos del naciente.
A las doce empezó a calmar la lluvia, pero el río siguió roncando más y
más y llegó hasta cubrir la plaza con sus aguas barrosas, que se batían como
enfurecidas. Algunos comedidos carnearon sus propios animales y ofrecieron
carne a los que no tenían. En la noche, alrededor de fueguitos, contaban, cada
uno, con desconsuelo, lo que había perdido y aquello, muy poco, que tenía
esperanza de recuperar.
-Que desgracia, amigo! Una seca bárbara todo el año y ahura esto
p’acabar de componerla! -se lamentaba uno.
-Primero jue la langosta, sí’acuerda? –gimió una mujercita de tez cobriza
que cubría su cabeza con un pañuelo negro. –Ya es hora de que se acaben las
plagas, no le parece?
-Dios l’oiga y el diablo si’haga el sordo!- concluyó diciendo otra.
A medida que bajaban las aguas, no bien podían retornar a sus
propiedades, lo más afectados sentían estrujárseles el corazón contemplando
lo poco que les había quedado. Lloraban las mujeres por la vaquita muerta, el
hombre lamentaba la pérdida de la majada de cabras, el niño la desaparición
de su petiso, todos, los humildes muebles que les había arrastrado la
correntada al escapar del cauce normal.
Otros, en silencio, apretados los puños, se quedaban mirando los corrales
borrados y las casas destruidas: -Maldición!
Cuando a los dos días pudieron regresar a la vivienda, el gallero
comprobó al llegar que, de lo muy poco que tenía, no le había quedado nada.
Apenas una olla colgada de la cumbrera y un banco largo al que no arrastró la
corriente porque se atravesó en la puerta.
-Que le parece, compañero! Vio como es la vida del criollo? –razonó con
pesadumbre el dueño de casa-. Pero di’aquí vamos a empezar otra vez,
comprende? Aquí –dijo acariciándose los brazos- y aquí –pasándole
suavemente la mano por el plumaje al gallo- ‘ta el capital. Mirelé los puyones.
Es bravo el Bronce, bravo, compañero! Ya lo va a ver usté!
Una taza de mate cocido había alcanzado a tomar aquella mañana,
cuando sonó la campanita de la capilla.
-Pa’ que nos llamará don Ciriaco? Algo nos ‘tará por dar, no le parece?-. Y
ladeó la boca descarnada, riendo.
Nacho lo miró sin decir palabra; otros recuerdos le llenaron de luz los ojos;
se miró los pies descalzos y sintió en su cuerpo la camisita vieja y llena de
remiendos. –Si ella me viera!-, pensó a tiempo que se le llenaban los ojos de
lágrimas.
-Que la pasa, amigo?
-Nada…- respondió con un entrecortado sollozo y haciendo pucheros.
-No se quiere quedar solo? Vamos, entonces. Nu’hay qui’aflojar por tan
poco, caray!- y de inmediato el hombre, encajando el gallo debajo del brazo
empezó a subir por el sendero semiborrado, seguido por Nacho y por el perro.
Cuando iba llegando, al divisar Nacho a don Ciriaco, intentó volverse, pero
un tirón que le dio su compañero, lo obligó a desistir.
-No tenga miedo; yo le voy a decir que le deje quedar conmigo, sabe?
Don Ciriaco vestía un traje negro, uno de los que él le conocía, la camisa
blanca, el moño chiquito y los botines relucientes. Casi siempre vestía como
para asistir a una fiesta, pero ese día tenía la cara como cruzada por una
sombra y lo encontró más chiquito, como si estuviera secándose.
Desde la puerta de la capilla, restregándose las manos, empezó a
hablarles a las personas reunidas en el patiecito.
-Vecinos –empezó diciendo- Ya ven el castigo que acabamos de soportar.
Tal vez sea porque no ponemos en las cosas que estamos haciendo para bien
de nuestra patria, la fe necesaria. Pero seguiremos adelante. Y le pediremos a
la Virgen de los Dolores que fortalezca nuestra fe y que nos siga sosteniendo
unidos como hasta ahora. Agradezco a los vecinos que colaboraron para que
no le faltaran alimentos a aquellos que tuvieron la desgracia de perderlo todo o
casi todo en esta creciente. Pero es necesario que hagamos más por ellos.
Reponerles alguna lecherita, armarles una tropillita de cabras, en fin, facilitarles
los medios para que puedan ir tirando. Como todos saben –continuó diciendo-
los ladrillos que habíamos cortado para la capilla, fueron barridos por la
creciente. Tendremos que volver a quemar ladrillos y desde ya cuento con la
buena voluntad de ustedes, para cortar, armar los hornos y quemar. Hay
mucho, mucho que hacer, vecinos. Pero no debemos cansarnos. Les hago
saber también que he pasado una nota al gobierno pidiendo nos mande una
ayuda para ver si podemos corregir el curso del río, que pareciera ponerse más
peligroso cada vez. El trabajo anterior fue insuficiente. Haremos en la curva del
sur una “patas de gallo” más fuerte a fin de que tan temido enemigo no nos
amenace más.
-Con su licencia -dijo un hombre adelantándose con la mano en alto-. Hay
quien insiste en decir que todo ese trabajo que se piensa hacer es al divino
botón, que llevando el pueblo a los terrenos del alto, todo se arreglaría solo.
-Ya sabemos quien es el que habla así -respondió don Ciriaco sin perder
la calma-. Y sé también las cosas que agrega. Tal vez, Zenón, al hacerlo, se
olvide que justamente él tiene sus propiedades para el alto. Y el negocio está
clarito…Pero eso no es lo importante, vecinos. Como ustedes saben, el pueblo
está emplazado aquí por decisión del gobierno; yo les anticipo que si la
próxima asamblea de vecinos resuelve modificar la ubicación del pueblo,
pediremos al gobierno que así lo considere. Eso lo resolverán ustedes
libremente. De acuerdo?
-De acuerdo- respondieron a una voz, los presentes.
-Y ya si’habla de elecciones –prosiguió diciendo- se que algunos han
comentado que toda mi dedicación por el progreso del pueblo, es porque aspiro
a ser candidato a no sé qué. No es así, vecinos, les vuelvo a repetir. Ustedes,
cuando llegue el momento, podrán votar libremente por quién les plazca. Ya les
he dicho antes, que mientras yo esté aquí no he de pedirles el voto ni les
ofreceré ayuda alguna a cambio del mismo. No, señores! Sepan ustedes que
yo no tengo más interés que el de la Patria y el de ustedes… Quiero que
nuestro pueblo sea un pueblo progresista, con gente laboriosa y que viva en
paz. Otra cosa, no. Les recuerdo, eso si, que la hipocresía y la envidia todo lo
carcomen y derrumban. Quienes tienen grandes y nobles cosas en las que
pensar, no pueden perder su tiempo en mezquindades. Ah, otra cosa! –agregópronto, una gran compañía alemana empezará a explotar la mina de “Los
Cóndores”. Están llegando ya muchos extranjeros y llegarán muchos más
todavía. Como no hablan nuestra lengua, se ven en dificultades para hacerse
entender. Por eso les pido, vecinos, que los respeten y que les ayuden,
además, que no se burlen de ellos. Y ahora, antes de separarnos, vamos a
rezar el Padrenuestro, pidiendo a Nuestra Señora de los Dolores que nos libre
de plagas, peligros y epidemias y no deje nunca desfallecer nuestra fe. Padre
nuestro… -Los hombres con el sombrero en la mano, transportadas de fe las
mujeres, todos hincados en el patio, elevaron el piados coro con emoción.
Luego se desconcentraron lentamente-.
-Vayasé yendo –le dijo el gallego a Nacho- que yo hablaré con él –TómeY le entregó el gallo.
Por el medio de la plaza, cargando un gran cajón y seguido por los chicos
que se encantaban con las maravillas que guardaba en él, avanzaba don Alí.
Que alegría sintió al verlo! En ese momento se acordó cuando clarita le hacía
abril el cajón al vendedor ambulante y empezaba a sacar, como si fuese un
mago, más y más cajoncitos, más pequeños cada vez, embutidos en los otros,
pero todos llenos de cosas que hacían abrir los ojos llenos de asombro.
-Mirá, que bonito queda bersonita de osté con esto que yo le boedo
regalar- Y colocaba en el cuello de Clarita un collar de cuentas brillantes o en
sus finos dedos, anillos de piedras refulgentes. –Y esta puntilla? Sólamente
bara las reinas como vos, bunita! –Y la miraba embelesado, de la cabeza a los
pies. Ella sonreía y, como enajenada, seguía probándose todo lo que don Alí le
alcanzaba y le hacía abrir hasta la última cajita. Cuando ya había recorrido
todo, él empezaba a acomodar la mercadería y a encajar, pacientemente, una
cajita dentro de la otra.
-Pero esto es muy caro, don Alí! –le protestaba mirándolo con sus
hermosos ojos acariciantes, como diciéndole, “no me merezco que me regale lo
que a mi me gusta, don Alí?”.
-Boeno, boeno! Bara osté bur bonita deja bor mitá; ya está. Bobre turco
bierde blata! – se quejaba finalmente soltando los brazos, resignado.
Se alejaba luego, don Alí, por las calles polvorientas, seguido por los
chicos y por uno que otro perro, sonriendo siempre, siempre bromeando y
ofreciendo su mercadería con delicadeza y suave voz: -Beine, beineta, jabune,
butones, tuto veinte! Bañuelos, buntillas bara las bonitas, agüita florida para las
noviecitas!...
Ahí estaba ahora don Alí, recién llegado, en medio de la plaza y una
señora le hacía descolgar el cajón del hombro y los chicos armaban la rueda a
su alrededor en un segundo atraídos por las curiosidades que llevaba.
-Bobre baisano, batrona! Casi lleva crece bravo arroyo Papagayo! Ay,
bobre turco, casi berde tuto, blata, jabuncito, anillitos…batrona…Alá salva!- y
juntando las manos elevó los ojos al cielo.
-Hasta cuando va a andar de un lado para el otro, don Alí? Quedesé con
nosotros en el pueblo. Por lo menos aquí estará un poco más seguro, no le
parece?
-Oh, bobre turco gonoce bien qué gana andando y andando sembre… una
ves roban tuta plata… otra bor boco degüellan…así… -dijo pasándose el filo de
la mano por el cuello.
Y a continuación, agregó: -Oh, bobre turco sabe sufrir sol, viento y anda y
anda… ni traguito de agua por leguas y leguas… oh, no! –Nacho vio que la
cara de don Alí adquiría una expresión dolorida. Nunca lo había visto así.
-Hable con don Ciriaco y pídale un lote. Ahí está él, vaya –le dijo la mujer-.
-Sí, bero…osté no le gumbra nada al bobre baisano?
-Vaya, primero. Después, cuando pase por la casa le compraré. Vaya! –lo
animó de nuevo la mujer-.
Cargó el pesado cajón don Alí, acomodó la fuerte correa en el cuello, y
siguió su camino a paso lento, firme las piernas, embarrados todavía los
botines amarillos. Los chicos lo siguieron y Nacho fue con ellos.
-Oh, Nachito –dijo con cariño al reconocerlo-. Y Clarita? Clarita del
amanecer? –Y cerró los ojos como para evocarla con mayor devoción.
-Se jué… -respondió sin mirarlo-.
-Se fue, niña Clarita? A estancia se fue?
-No –aclaró- Se jué del todo-, añadió como con rabia. Don Alí abrió
grandes los ojos, sin alcanzar a comprender lo que oía. Había llegado. Allí
estaban todavía rodeando a don Ciriaco, el gallero y otras personas.
-Boenas…- Saludó muy ceremonioso quitándose el sombrero. –Lo saluda
bobre turco a osté, boena bersona. –Todos respondieron a su saludo con
amabilidad.
De inmediato contó el gran susto que había pasado al cruzar el arroyo de
Papagayo cuando empezaba a llegar la creciente, justamente a la hora del
anochecer; luego lo hizo conocer a don Ciriaco su deseo de quedarse a vivir en
el pueblo, por lo que terminó solicitándole la donación de un lote.
-Pero como no! Elija de los que quedan y cuente con que le ayudaremos a
poner los adobes de su casa.
-Gracias! Gracias bara osté, boena persona, corazón grande! –Exclamó
haciendo reverencias don Alí. –Gracias a osté, boen hombre! –Y le tomo las
manos como para besárselas, con los ojos empañados.
-Después… -continuó diciendo don Ciriaco! se trae una linda paisana y
nos llena el pueblo de turquitos. No le parece, don Alí?
-Oh, gracias, gracias bor todo, boen hombre! Gracias, gracias… -No se
cansaba de agradecer el turco de piernas infatigables y rostro curtido por soles
y vientos de todos los rumbos.
lado.
-Vamos, Nacho. –Salió el gallero tras la invitación y el empezó a trotarle al
-Oiga, oiga! –lo llamó de pronto don Ciriaco-. Pero ya se sabe cómo me lo
tiene que cuidar al chico, no? –le advirtió al hombre-.
-Le doy mi palabra, don Ciriaco!
-Ah! y venga mañana para que empiece a desmontar.
Salieron. Brillaba el sol como un espejo y en lo más hondo del cielo, como
pequeñas anclas que apenas se deslizaban, planeaban unos caranchos.
-Gaucho el viejo! –comentó satisfecho y siguieron el camino, saltando
pozos y barrancas abiertas por la creciente, mirando gruesos árboles
arrancados, muchos semiarrastrados por la violencia de las corrientes-.
Desde una tropa de carros encajados en la costa del río, les llegaba el
grito de los hombres animando a las mulas y el resuello estrangulado, silbante,
de los animales al tironear.
-Mi’ha contratau don Ciriaco pa’ un desmonte –le contó el gallero a
Nacho-.
-Algunos pesos m’hi de ganar. Y usté me cuidará el gallo, sabe? Porque
con este gallo, m’hijo, vamos a ganar arrobas ‘e plata –siguió diciendo en tanto
hacía fuego y acomodaba la ollita para preparar el puchero-. Yo quiero ser rico,
Nachito, pero no pa’ vestirme ‘e señor, si no pa’ otra cosa. Algún día se lo voy a
contar. Y con el Bronce, segurito que ganaré la plata que necesito, como
qui’hay Dios! Toquelé las patas! Mire que púas tiene! Y los ojos? Hay sangre
pura, m’hijo, se dá cuenta? muchas veces me lu’han queriu comprar los
señores poniéndome una pila de billetes por delante, pero no, no lo vendo,
señores, no, no! –Y luego de una pausa, añadió: -Y usté, m’hijito, va a ser un
gran gallero, cómo no! Porque yo le voy a enseñar cómo se los prepara. –Y el
entusiasmo le animaba la cara flaca é inexpresiva.
Nacho observaba el animal con aire indiferente, en tanto roía un pedazo
duro de torta y pensaba en cosas a las que no alcanzaba a definir. La
creciente, los árboles sobre las aguas revueltas y allí, sobre el agua negra y
borrosa, Clarita y sus gritos, entre el alboroto de las gallinas y el largo aullar de
los perros. Después, un aire fresco con olor a membrillo y alguien que lloraba y
una tormenta filosa como un cuchillo golpeando rabiosa las puertas,
destrozando a su paso todo lo que encontraba, despiadadamente. El sol,
arriba, parecía reír esa mañana, pero abajo, cuanto abarcaba su ojo luminoso,
tenía rostro de ruina.
-Usté y el Zorro me van a cuidar el gallo –añadió bebiendo un trago largo
de vino-. Ahora no me van a joder. Hay gente muy mala, Nachito, nu’es de crer.
A mí m’enveneanron otro gallito porque sí. Si el Zorro no mi’hubiera seguiu ese
día, no hubieran podiu entrar a meterle el maíz envenenau. Y este pollo se
salvó porque Dios es grande; pero ya no me joden más, m’entiende?
Y así empezaron para Nacho sus días de gallero, al lado de ese hombre
flaco, con cara de castigado y el perro de orejitas paradas y cola larga y peluda.
Cuando el gallero regresaba a la noche de su trabajo, lo primero que buscaba
era el gallo. Luego se lavaba, preparaba la comida, un asadito a veces, a otras
un pedacito de queso o chicharrones con pan.
Lo soltaba al gallo para verlo caminar con paso elástico, airoso el largo
cogote y luego le preparaba la comida, como si fuese para un hijo. Le hablaba
en voz baja y cuando lo asentaba de nuevo en el suelo, lo hacía con tanto
cuidado como si fuese un cristal lo que depositaba, al tiempo que le besaba la
cresta roja.
-Así tiene que ser, sabe? –Y Nacho miraba indiferente, sin decir palabra.
Como pensaba que nunca se ocuparía de ese oficio, llegaba a la conclusión de
que no había nacido para ser gallero.
Y en las noches, mientras que la vela parpadeaba, ya tendido en su
jerguita, le oía conversar, sin cuidarse si él dormía o no.
-Sabe, m’hijo, cómo me llamo? Porque yo también tengo nombre, no vaya
a crer; No soy el gallego, como me dicen. Yo no me llamo Mártiro Dolores.
Pucha! Pareció dolerle el nombre. Levantó del suelo el porrón de ginebra y se
mandó un trago largísimo.
-Yo no conocí a mi mama, sabe? Me la robaron los indios y nunca más la
volvimos a ver. Tata murió al poco tiempo de abatimiento y a mis hermanos los
desparramaron a todos… Pero yo siempre sueño que l’ando buscando y que
llega un día en que, por fin, la encuentro. No se sí será cierto, pero cuentan que
ya sacaron todos los cautivos de las tolderías. Ella no volvió. Pero tengo
esperanzas ‘e que está viva. Y pa’ esto quiero ganar plata, sabe? Pa’irme un
día al sur y andar por donde dicen que la tuvieron cautiva. Esta plata que junto
es pa’jugarle un día en una sola apuesta al Bronce. Al mismo diablo l’hi de
jugar si se mi’aparece. Porque con mi gallo no le tengo miedo a nadie. –Y otro
buen taco de ginebra lo afirmaba en su fe.
Lentamente resbalaba el sebo de la vela y Nacho caía y caía en el sueño
tranquilo de los ángeles y lo acompañaban en él gallos, muchos gallos, gallos
cacareando, púas de gallos como puñales, ojos de gallo pidiendo misericordia,
remolinos de plumas de todos los colores y en medio de todos, inclinado,
echando a su Bronce, Mártiro Dolores y gritando con su voz lastimera: -Todo lo
que tengo lo juego a mi Bronce, señores!
Algunos días, con el gallo bajo el brazo, Nacho iba a llevarle agua o
tabaco con hinojo al desmonte y se quedaba un buen rato acompañándolo.
Pareciera mentira que siendo tan flaco tuviera tanta fuerza y aguante, porque le
daba y daba al hacha sin parar, barriendo con troncos y churquis a todo viento.
-Con esto si’aumenta mi plata, Nachito; un día, cualquier día, llegará al
pueblo un chino con mucha plata y entonces me jugaré entero a mi gallo.
Y se quedaba mirando bien lejos, con la cabeza echada hacia atrás, como
si estuviese rogando a todos los santos que eso sucediese cuanto antes.
Un día domingo lo acompañó al reñidero, pero por más que lo desafiaron
aquellos que tenían sus gallos preparados, no aceptó.
-Te lu’echo al tuertito y no pido ventajas –le proponía uno-.
-Por cuanto? –preguntaba Mártiro Dolores apenas si mirándolo al posible
candidato con el lado del ojo.
-Por treinta pesos.
-Nu’áhi bajar mi Bronce al tambor por tan poca plata.
-La pucha…qui’había siu agrandau el mozo! Y la traza del gallo nu’es pa’
tanto que digamos! –finalizaba diciendo, lo que arrancaba la carcajada de los
compañeros.
Se sucedían las peleas en el reñidero y la pasión de los hombres crecía
por sobre el sufrimiento de los animales. Hasta la respiración parecían contener
para que no fuera a faltarle el aire al gallo preferido. Regresaba al rancho con
la noche encima y Mártiro Dolores seguía comentando sobre las riñas que
habían visto; a todos los gallos los encontraba flojos y les anotaba uno y mil
defectos.
-Nu’hay gallo como mi gallo! Cuando tira el puazo, es una puñalada al
corazón! Nu’hay caso! Ande pisa mi gallo se li’han de sacar el sombrero más
de cuatro, comprende? –Otros regresaban a esa hora ebrios de las carreras o
de alguna rifa y entre disparos al aire se aturdían a los gritos de “Viva el
Doctor!” ó “abajo tal o cual!”.
De tanto estar junto al gallo y al perro, Nacho se había echo muy
compañero de ellos, especialmente del perro. Cuando se cansaba de jugar,
revolcándose en el suelo como dos criaturas, salían a corretear por la orilla del
río. A veces iba a buscar la carne o “los vicios”, siempre seguido por el “Zorro”,
que con sus orejitas paradas y cola peluda batiéndola al aire, recibía cuanto
tarascón andaba suelto por esas calles de Dios.
Al pasar por las casas de “las motocitas”, como le decían a las negritas
Vega, se encontraba a veces con las más chicas de ellas, que era igual que las
otras, pero de piel más tinta y con los rulos como chicharrones en la cabeza
renegrida. Si la veía regando el patio, le gritaba para hacerla rabiar: -Rieguemé
bien el patio, no?
-Que t’importa a vos! Si no sos mi patrón, zonzo! –le respondia
enfurruñada-.
-Termine áhi di’na vez y valla a tráirle un pedazo grande de torta a su
patroncito! –continuaba provocándola.
-En eso me voy a ocupar! Si no les digo, negro cara de matuasto!
-Callesé, le digo! Agora verís!- y amagándole una atropellada, daba la
vuelta y seguía su camino muerto de risa, oyendo como la negrita le gritaba
“cara ‘e perro sentau” y otras cosas por el estilo.
Llegó el invierno y el vientecillo sur que corría por el valle le cortaba las
carnes como nunca. Tiritando comía el maíz tostado que le dejaba ya
preparado Mártiro Dolores para que acompañara al tarrito de mate cocido.
Buscaba la resolana y ahí se quedaba oyendo tiritar el río entre las piedras y
mirando la sierra grande del naciente crecer y crecer como un gigantesco
cristal azul. Contemplando el cielo sin nubes, sentía como si se le limpiaran los
ojos de todo ese barro en el que chapoteaba diariamente. En las noches, el
gallero dejaba el brasero cerca de la puerta con las brasas bien encendidas y
así se acostaba calentito en su cama de caronas y encima se echaba el
jergoncito viejo. En tanto el hombre le seguía hablando y hablando de lo que
era su obsesión y de tanto oírle contar historias de peleas de gallos y de
trampas, a veces lograba hacerlo interesar en alguna de ellas.
-Yo tenía un gallo, Nachito –le contaba- el Acero, que en dos saltos ya
estaba sobre el otro y li’había hecho clavar el pico, por más pintau que fuese.
En cuantito lu’acentaba en l’arena, como le digo, ya se l’iba al humo con el
puyón bien preparau. Que gallo bravo, viera! Gané unos pesos con él, pero
pocos. Yu’era muy zonzo, entonces. Trabajaba en l’estancia “El Ojo ‘el Río”,
como un animal, pa’ tener…qué! Una camisita, unas chancletas y uno qui’otro
cobre qui’apenas si alcanzaba para ginebra. Pero el zonzo aquél si’acabó, si
señor! Ahura lo que gano trabajando lo guardo. Y el día que se haga la gran
pelea qu’espero, ya verán! Porque algún agalludo áhi de cái algún día... y
entonces… el Bronce gana, Nachito, gana!
-Se frotaba las manos entusiasmado y seguía hablando y hablando,
entretanto se tumbaba el pote de ginebra que no le faltaba nunca.
-Y entonces le compraré a usté una ropita como la gente, pa’ que no pase
frio. Que no? Si’ha pensau que tengo el corazón en la panza, como las vaca?
No, m’hijo, no! Parece que no me cre, pero es así, que caray! Y después m’iré
al sur a buscar a mama. Se da cuenta lo que va a ser cuando la encuentre y le
diga…no me conoce, mama? Yo soy su hijo, el Mártiro Dolores..! Claro, yu’era
chiquito entonces, mama! –Y su ternura y el dolor parecían iluminarle la última
palabra que pronunciara.
Un ronquido de Nacho lo volvía a la realidad y entonces cambiaba de
destinatario su charla y se dirigía al gallo o al pote de ginebra; en otras, como si
fuese a conseguir respuesta, a la botella vacía, en cuyo pico temblaba la luz de
la vela.
Pocos recordaban un invierno tan frío como aquel y el aire parecía feliz de
poder correr a revolcarse en la escarcha y regresar después por los
desplayados a los ranchitos llenos de agujeros, por donde se colaba. Pero para
Nacho eso no era nada. Le había escuchado al padrino decir a los vecinos que
se prepararan para festejar la fiesta grande de la Patria. Y ningún argentino
debe faltar desde el principio al fin –había agregado-. Porque de esta manera
demostraremos que no somos renegados y que estamos agradecidos a los
hombres que nos legaron este hermoso país. Y además, vecinos, les quiero
decir que, como ya tenemos elecciones cerca, respeten todas las opiniones.
Con insultos, puñaladas y talerazos no se alcanzará nunca nada firme y
duradero. Y otra cosa: no difamen ni mientan para sacar ventajas. Todo lo que
se hace buscando el mal de nuestros semejantes a la larga se nos vuelve en
contra. Y nada más. Hasta el Nueve de Julio, aquí en la plaza, a la salida del
sol –había finalizado diciendo aquella tarde ante los vecinos reunidos-.
Después de ese día, en cuanto lo rodea, en cuanto ve y escucha, todo es
aire bullicioso de fiesta; a las niñas se las ve comprando las telas más bonitas
para sus vestidos; ya se sabe que después cocerán día y noche. A los
muchachos se les da por arreglar mejor que nunca sus pilchas, para que
luzcan como nuevas, si no lo son, pero más que nada se ocupan de sus
caballos y aperos. Y muchos jóvenes se andan buscando con los ojos por
anticipado, como el Escolástico y la Maclovia.
-Maclovia…
-Ah..?
-Tenís novio?
-Por…?
-No sé si m’entendís…- Ella retuerce el cuerpo y sonríe y él la mira con
picardía, como diciéndole de esa manera lo que quiere hacerle saber.
-Ah, ah… -responde con un movimiento afirmativo de cabeza-.
-Y vos a mí, Maclovia?
-Y…yo no se…- Y se tironea fuertemente los dedos.
-Y que te parece… cuándo podrás saberlo?
-Y…yo no se… -le hierven los cachetes y sigue arrancándose los dedos a
tirones.
-Si vas al baile el nueve, áhi me podrás decir que si sí o que si nó.
-Güeno…sí, si tata me lleva te voy a decir que si sí o que si nó.
Y luego se separan, sofocados, con el corazón agitado por todo lo que no
han podido decirse con palabras, pero sí han expresado con los ojos, con la
sonrisa que intenta atraer.
Mártiro Dolores, en tanto, sólo piensa en su gallo. Anda como afiebrado,
preparándolo. Pareciera tener la absoluta seguridad de que está llegando el
gran día que a vivido esperando, ese día en el que su gallo le permitirá llenar
los bolsillos de plata, como siempre sueña y sueña.
Ya de noche, medio a escondidas, saca una chuspa y cuenta una y otra
vez la plata que tiene y la guarda de nuevo, escondida cuidadosamente.
Con mayor prolijidad que nunca, le prepara el alimento al Bronce, le afina
las plumas, se las engrasa, lo arroja desde lo alto para que caiga y endurezca
las patas y se queda largo rato mirándolo, como si fuese un ídolo.
Y el ocho a la noche, llega con la noticia.
-Mañana, será, Nachito! –dice agitado y tiene un brillo raro en los ojos,
como si una chispa de locura cruzara por ellos, al tiempo que una sofocación
pareciera desfigurarle el rostro.
-Yo lu’hi visto con mis ojos..! Y el chino viene con plata… y viene a
ganar..! Justito qu’es lo que yu’estaba esperando! –Y camina de un lado para el
otro, se tironea las patillas y mira hacia todos los rincones como si estuviera
aguardando que, de repente, algo malo se levantara oculto en el mismo
rancho.
-Llego despuecito ‘e las doce –continuó diciendo-, en un macho negro,
grandote, con montura chapiada en plata y con plata en las cabezadas y
riendas con virolas qu’es un lujo. A la legua se conoce qu’es riquísimo el
hombre –ponderó-. –Más alto que yo, retinto, con chambergo negro, aludo,
unas botas negras relucientes, hasta la rodilla, cara seca, puro hueso y una
barbi’ta ‘e chivato. Y lo ví a su gallo también. Lo tenía atau a una estaca.
Parece ‘e fierro! Viera, m’hijito! No le miento. Pero nunca áhi ser tanto! Mi
Bronce lo tendrá que poder…Fácil! La jugada ya ‘ta echa… -Se le secaba la
boca, le ardían los ojos y respiraba cada vez con mayor dificultad, como si
estuviera ahogado.
-Y es muy grande el otro gallo? –preguntó impresionado Nacho, sin poder
ocultar su miedo.
-No le digo que sí, m’hijito? Pero es igual… Mi Bronce no se li’achica a
naide habiendo plata en juego. Será mañana a la tarde… -le oye decir como si
estuviera soñando-. –Y apostaré hasta l’última chirola.
-Y si pierde? –Tiene mucho miedo Nacho. El avienta los brazos como
para arrojar muy lejos tal idea. –La boca se li’haga un lau, carajo!
Y ya en sueño, ya en lo más profundo, Nacho le oye repetir una y cien
veces, como si rezará: -mañana…mañana…!
Y cuando pinta el alba del día nueve, los pasos secos, nerviosos del
hombre, anuncian que el gran día a llegado. Nacho se a puesto la camisita
vieja, bien lavada y el gallero unas bombachas nuevas, amarillas, amplias, que
lo hacen más flaco todavía y luce, además, flamantes alpargatas bordadas.
Al despuntar el sol, entre el brillo de los aleros, casi todo reciente las
descargas de cohetes y el ondear de banderitas en el frente de las casas, la
concurrencia ve llegar a la plaza de los alumnos, bien formaditos cantando la
marcha de San Lorenzo, con el maestro adelante y todos marcando el paso
como soldaditos. Hay sol, pero el aire escarchado, corta como un cuchillo; sin
embargo en todos los rostros hay alegría y emoción. Más todavía, cuando
dirigidos por el maestro, el gran coro del pueblo canta el Himno Nacional,
emocionado, entusiasta y al final hay aplausos y gritos fervorosos de ¡Viva la
Patria! Que cerca se la siente! Allí, en cada pecho, allí, en cada mano
encallecida de esos sufridos trabajadores, en el pensamiento de los hombres
que miran lejos, saboreando el porvenir, en el aire limpio y aromado, en el
susurro de algún pájaro compañero en ese murmullo sordo, pero estremecedor
que el silencio pareciera levantar mágicamente de la tierra: ¡Viva la Patria!
Y allí está, viva, presente, en el discurso del maestro, cuya larga melena
tiembla en las arengas, en la Oración a la Bandera, en los versos que dicen
luego los niños con la fuerza de toda su sangre y emoción desbordante:
“La tierra estaba yerma, opaco el cielo
la derrota doquier, nuestro campeones…” (4)
Y después de los versos y vivar otra vez sostenidamente a la Patria, el
desfile de los jinetes siguiendo a la enseña azul y blanca, pone fin a la primera
parte de la fiesta; luego los vecinos se quedan en grupos en la plaza o pasean
por las calles del pueblo. Concurrirán luego al asado popular, donde cada uno
arrimará su cuchillo y buen apetito. Es día de felicidad, de gran alegría para
todos; todos se sienten más cerca uno del otro y el amor anda suelto buscando
su otra mitad en los jóvenes.
-Ay, Dios! Cuando seremos dos! –Suspira uno al pasar cerca de la niña
que lo atrae. Las mujeres lucen sus polleras bien planchadas, o sus vestidos de
tafetán rosado o terciopelo, los negros rebozos, enteros, las botitas amarillas,
las sortijas que las hermosean más todavía. Los hombres compadrean con sus
blusas bordadas, sus hermosas chalinas, las polainas brillantes, los primorosos
pañuelos de seda al cuello, los tiradores de plata que muchos lucen dejando
ver el cabo blanco de plata de su facón compañero. Agundio y Felisardo, allí
nomás, en el almacén de la esquina, cantan a dos voces, como solamente ellos
saben hacerlo. Nadie como Agundio para tocar la guitarra que pareciera ser
parte de él o para cantar como Felisardo con su voz suave y bien timbrada.
Llega la tarde y hay carreras de sortija y empieza el baile popular. Si todos los
pueblos tienen corazón, allí está el corazón de ese pueblo, cantando, riendo,
asomando enamorados en los ojos de los jóvenes y en las palabras llenas de
fuego y de picardías, en las ganas de charlar y reír de los mayores. Flautea el
aire en los aleros y el cielo está cristalino y azul, azul y la sierra grande
pareciera haberse acercado y las colinas chicas del poniente, se ofrecen
acogedoras, allí, al alcance de la mano, pasando el río.
Nacho mirando una y otra cosa, se había entretenido; cuando lo buscó el
gallero no estaba y el sol se había corrido al poniente ya. Desde lejos divisó
flameando la bandera roja que anunciaba el lugar del reñidero y hacia ese lugar
se dirigió seguro de encontrarlo. Y como tenía que ser, ahí estaba, afirmado a
una pared, rígido, sin una sonrisa, como tajeado el rostro por una sombra
filosa. Al verlo llegar, sin decir palabra, le entregó el gallo y pasó de inmediato
al interior del patio por la puerta, dando zancadas, envuelto en sus bombachas
amarillas. Al quedar solo con el animal, Nacho se lo apegó a la cara con cariño.
-Tenís que ganar, Bronce, sabís?
No tarda en regresar Mártiro Dolores; lo encuentra más flaco todavía.
-‘Ta chicaniando ese viejo ‘e porra. Seguro qu’el gallo d’èl es nochero, por
eso ‘ta mañosiando pa’ empezar la pelea. Pero qué m’importa! Lo mismo li’haré
saber qu’esto nu’es chacra di’azafrán- dice pasándole suavemente la mano por
el cuello estirando al animal.
-Vamos-, lo invita de pronto. Entran. Hay mucha gente rodeando la
cancha y otros llegan haciendo comentarios.
-Te parece que ganará el gallo de Mártiro?
-Y con que…pican las avispas!– Crecía el bullicio. El patio va quedando
totalmente en sombras. Algunos gallos que ya han peleado, cantan desde las
jaulas como anunciando el día.
-Treinta pesos al Bronce! –grita uno lanzando el desafío.
-Pago! –responde el dueño del Negro, mostrando un puñado de flamantes
billetes y relucientes chirolas en la mano.
-Cincuenta más! –dice en voz alta y temblorosa el Mártiro Dolores, cada
vez más pálido.
-A mi juego mi’han llamau! Pago y pago nomás! –grita el viejo copando
todas las paradas. –Y vayan cayendo, señores, que tengo pa’ darles en el
gusto a todos esta tarde!-, grita arrogante el negro forastero, ardiéndole la cara
huesosa y temblándole la barba renegrida de chivato.
El juez golpea las manos y se presentan los rivales. Mártiro Dolores
parece no poder respirar y los mechones negros de sus pelos duros, le
molestan más que nunca al caérseles a la cara.
-Igual en peso y a reventar!
-Di’acuerdo! –asienten los hombres.
-Convenido también en que, si al toque de oración la lucha es pata,
seguirán con las luces hasta reventar.
-Di’acuerdo!-, vuelven a asentir los contendores a la vez.
-A los presentes les queda prohibido hacer apuestas en voz alta una vez
empezada la riña ni tirar dinero por encima de los gallos –manda el juez con
firmeza-.
Más se aprieta la concurrencia y un vaho cálido de tabaco y sudor sube
espeso de la rueda. Nunca se ha visto tanto entusiasmo ni tanta plata junta
alrededor de un reñidero en Villa Dolores.
-Cien más al Bronce!
-Pago!- Y el forastero sigue y sigue copando todas las paradas y sus ojos
redondos y saltones, cubiertos por el ala ancha de su sombrero negro, miran
burlones a unos y a otros.
-Aquí los gallos! –ordena enérgico el juez y les observa el plumaje y las
púas a los animales.
De inmediato los hombres depositan frente a frente a los gallos.
-Si no dan pico, habrá careo, -aclara el juez finalmente-. Pero ya el
Bronce, avanzando decididamente, al primer tiro violento le baja limpia la cresta
al Negro. Pero éste reacciona y chorreando sangre, se le aproxima, bravos los
ojos, firmes las patas, como picoteando el aire. De pronto lanza el feroz puazo
y le saca pluma apenas, cuando el Bronce, como una luz, tira de revoleo un
golpe que le da de refilón en la fuerte pechuga de su rival.
Mártiro Dolores, arrodillado a la orilla del ruedo, mudo, pareciera querer
ayudar a su gallo haciendo fuerza con las manos y los pies.
-Dale, Bronce, dale! –murmura apenas, mordiendo las palabras. El
forastero, en cambio, mira la pelea sin que se mueva un músculo de la cara. La
sonrisa burlona de sus ojos renegridos no se le borra ni por un instante.
Más chirolas y billetes salen de los tiradores y chuspas de los
villadolorenses y por señas y en voz baja se entienden con el forastero que
sigue copando todas las paradas. Apenas mueven la cabeza los concurrentes,
apretados, todos inclinados sobre el tambor, atrapados por el ritmo endiablado
que tiene la pelea. Es pelea dura, pareja, sin respiro para uno y otro. El Negro,
con dos puñaladas terribles, a debilitado al Bronce, pero éste no afloja ni un
tranco y con la cabeza chiquita, con movimientos de víbora en el cuello, fintea
eligiendo el sitio donde asestar el próximo golpe.
Se oye apenas la respiración entrecortada de los hombres, sobre el roce
nervioso, endurecido, de los pasos de los animales, que levantan en su trajinar
sin pausa, un leve polvillo parduzco.
De pronto, fulminante, el Bronce salta y de un puazo le cierra un ojo al
Negro. Ve más sangre, le tiemblan las patas y le vibra el cuello como una
cuerda a punto de estallar. Y otra vez va a la carga, pero el Negro, medroso, se
le gana bajo el ala. Mártiro Dolores presiente que sus sueños están a punto de
hacerse realidad. No puede perder nunca su gallo esta pelea; ya lo tiene a su
disposición al rival, sí, sí, ya lo tiene…! De un momento a otro habrá de
liquidarlo. Desarmado, desorientado, el Negro camina apresuradamente, como
si se dispusiera a escapar. El Bronce, encarnizado, lo busca de nuevo con
fiereza, lo alcanza, parece medir cuidadosamente el golpe, que descarga de
pronto con la velocidad del rayo y todos ven como salta el ojo del Negro y se
convierte en un montoncito de tierra y de sangre.
-Está ciego! Está ciego! –Se oye exclamar. El otro ojo hace rato que lo
tiene cerrado ya.
-Sigue la pelea! Es a reventar! –recuerda enérgico el juez-.
-Está ciego…! –se oye el murmullo dolorido. Pero no… tal vez no
totalmente ciego, porque ese golpe que tiene la ferocidad de una puñalada
mortal, no ha sido lanzado al aire, sino a su rival, que se ha salvado raspando
de ser degollado. Más aún se conmueve la mosquetería.
El Bronce pierde más y más sangre. Nadie se mueve en el ruedo. Nadie
respira. Exhaustos, pero bravos hasta la muerte, los combatientes luchan por
sobrevivir. El corazón de los hombres, que más se apretujan, está golpeando
como un tambor. Y es un remolino aquello y una furia de acecidos y de golpes
en un inesperado borbollón de espuelas y de plumas, el Bronce da con el pico
en tierra. Los VIlladolorenses quedan helados. Solamente el forastero mira
aquello con la misma sonrisa fría que no lo ha abandonado desde que empezó
la pelea.
-De cabeza el Bronce! –Ordena el juez-. Las sombras de la tarde
borronean las figuras. Suenan tristes las campanitas de la capilla dando el
toque de oración. De inmediato, dos faroles grandes inundan de luz el
redondel.
Mártiro Dolores, temblando, toma a su gallo con las dos manos por el
lomo y lo asienta proporcionándole cabeza al rival. A tientas el Negro saca otro
violento tiro y yerra. El Bronce respira apurado; mira hacia uno y otro lado como
enloquecido, chorreando sangre de la cabeza a las patas, igual que su rival que
se mueve a tientas. Y dispara también un golpe que pareciera ser el último, el
de “difuntiar”, pero no lo acierta.
El Negro, en el mismo momento que el Bronce cae tras su fallido intento,
lanza un puazo terrible, una puñalada mortal que da en el blanco
inesperadamente. Aleteando, entre estertores, borbollando sangre, queda el
Bronce, hecha trizas la cabeza, desparramando su plumaje que brilla como
cobre derramado en medio del ruedo de luz que dibujan los faroles. Y un
ronquido horrible, que hace estremecer a los presentes, manda de espaldas a
Mártiro Dolores en el mismo momento en que se acerca a levantar a su gallo.
-El Negro, señores! –proclama con voz inalterable el juez.
-El Negro!- y el forastero alarga el brazo y su mano empieza a recoger
más y más billetes entre los apostadores del Bronce, que miran sin comprender
cómo Mártiro Dolores sigue allí, tendido, como buscando estrellas.
-Ese hombre esta muerto, caballeros! Como su gallo!- grita el forastero
con su cavernario vozarrón, enaltando la cabeza paseando por sobre todos su
mirada altanera y la sonrisa burlona, en tanto sigue llenando el ancho tirado
con el dinero que continua recibiendo con indiferencia, como si no le interesara
mayormente.
Uno de los presentes trae un espejo y se lo aproxima a la boca del caído,
en tanto otros le cepillan las manos.
-Está muerto!- sentencia apesadumbrado.
-Está muerto el Mártiro Dolores!- se corre la voz enseguida. Cuando
alguien, tras el revuelo, pregunta por el forastero, ya no está. Por ninguna parte
se lo encuentra. Se ha hecho humo en su mula negra, que va cargada, según
dice el último que lo vio, con dos pesadas alforjas llenas de plata. –Pa’ mi que
jue mandinga!- dice un viejo persignándose, mientras sigue buscando el la
sombra, con los ojos achicados, el bulto del hombre aquel que no ha dejado ni
rastros.
Entre el bullicio, Nacho queda como perdido. Cuando se resuelve a salir,
la noche lo aprieta con sus sombras y no halla que hacer. Al rancho no volverá
más, prefiere, en todo caso, ir a lo de mama Cruz. Por la plaza a oscuras, no se
ve ni un alma. Solamente uno que otro jinete cruza al galope. Desde un cerrado
callejón, le llega el insulto de unos borrachos. Tiembla de miedo y de frío. Todo
lo hace sufrir esa noche. La soledad lo espanta como nunca.
Cuando su miedo es más grande, cuando no puede contener más sus
ganas de llorar, oye un ligero tropel y al darse vuelta se encuentra con el
“Zorro”, que le expresa su alegría, pegando saltos y dando cortos aullidos. –
“Zorro”!- , exclama con alegría, como si acabará de ver a su salvador. Con el
no puede ir a otra parte que no sea el rancho de Mártiro Dolores; y agachado,
apegándose al perro que busca ese rumbo, caminan hacia las sombrías
barrancas del río.
3
No habían avanzado mucho cuando el andar del río, transparentando el
silencio, se volvió rumoroso como el rezo profundo y apagado de un coro de
ancianas. Una lechuza perdió por los huracos barranqueños su fúnebre chistido
y las voces de unos borrachos, que avanzaban en tropel, parecieron
aproximarse. De nuevo tuvo mucho miedo y se detuvo. El perro continuó
avanzando a trote lento, pero de pronto se detuvo también como a esperarlo.
-“Zorro”!-, volvió a gritarle llorando y el perro, como desentendido y
obedeciendo a sus propios deseos, prosiguió la marcha.
-Vení, “Zorro”!- Y corrió envuelto en su llanto hasta alcanzarlo. Allí lo tomo
del cogote y lo fue arrastrando con rabia de vuelta. Pareció entender al fin el
animal y juntos emprendieron lentamente el regreso.
No tenía ni idea a donde podría dirigirse. Mama Cruz vivía lejos y el
padrino no le recibiría a esa hora. En casi todas las casas dormían ya y
solamente en muy pocas, una ralla de luz caía por debajo de la puerta
entreabierta de algún boliche. Prestó atención y oyó que en “El Sol” estaba
cantando Agundio. Pareció que sus fuerzas se recuperaban y esperanzado
caminó hacia el despacho.
Asomando la cabeza por la puerta entreabierta, vio que su amigo estaba
rodeado por otros hombres que lo escuchaban atentamente. El conocía todas
las historias que Agundio cantaba al compás de la guitarra, entrecerrando los
ojos, sonriendo, como si estuviera mirando allí, dentro de su propio corazón, las
cosas hermosas que entonaba.
“Atiendan, señores mío, atiendan les contaré
el verso de aquel muchacho/que enamoró a una mujer” (5)
Se apegó con más fuerza al perro que porque seguían castañeteándole
los dientes. Y de nuevo se le apareció la imagen de su abuela como una
salvación; pero otra vez lo golpeó el mal recuerdo del trato despiadado que le
daba, sobre todo cuando se emborrachaba. Además siempre la amenazaba
con entregarlo al tío Baltasar, un viejo ciego que venía desde “El Bañado”
montado a su burro a pedir limosna al pueblo; ya había estado con él unos
días, pero era malísimo y desconfiaba de todo. No, no iría a casa de la abuela;
prefería morirse de frío. El cielo lucía como una plata y la helada se destendía
despiadadamente. Sobre la dulzura del canto, cuando caía el último acorde de
la guitarra, reventó el grito: -Lindo cantó cristiano! Viva el Agundio! –Asomó de
nuevo la cabeza para ver mejor quienes estaban. Cuando hizo chirriar la
puerta, Agundio lo vio y se dirigió hacia donde él se encontraba-.
-Qui’andás haciendo a esta hora?
-Nada…- le respondió, sin moverse del umbral donde se había sentado.
-Cómo nada!- Lo miró apenado, inclinado a su lado-. Comiste algo?- El
niño movió la cabeza negativamente. Entró de nuevo Agundio al despacho y
volvió en seguida trayéndole un pedacito de pan.
-Tenés donde dormir?
-Yo no. El gallero se murió.
-Con él estabas vos? –Nacho asintió con la cabeza. Entonces, el cantor,
sin dudar, lo tomó de la mano; la sonrisa que siempre lo acompañaba, se había
borrado de su rostro.
-Así es que no tenés donde pasar la noche. Y que noche! Vamos. Te
quedarás esta noche en casa-. Le echó su manta sobre los hombros y se
alejaron.
-Y éste? –Agundio señaló el perro que trotaba adelante con la cola entre
las patas.
-Era del gallero.
-Ah! –Y luego de una pausa bromeó sonriendo: -Vaya a saber qué irá a
decir mañana mama cuando vea que tiene dos pensionistas.
No quedaba lejos la casita de adobes. Entraron. Prendió un fósforo y a
tiempo que la señalaba, dijo: -Esta es mi cama; acostate nomás.
-Y el “Zorro”? –preguntó tiritando Nacho.
-Parece que se quedó afuera. Dormite nomás. Enseguida vuelvo. –Y le
acomodó dos gruesos jergones encima.
Al despertar al otro día, lo vió a Agundio durmiendo, medio sentado al pié
de su cama, con la cabeza apoyada en la pared.
Era tarde ya cuando despertó el dueño de casa y tras indicarle que lo
esperara allí mismo, lo vió cruzar el patio hacia la otra parte de la casa. En
seguida oyó que lo llamaba; avanzó lentamente, con desconfianza. Cruzó el
patio y se detuvo en la puerta de la galería.
-Aquí ‘ta el hombre- le oyó decir a Agundio. Una señora alta y muy blanca
se le acercó.
-Cómo te llamas?
-Nacho- respondió.
-Nacho?
-Sí, señora- respondió como le había enseñado Clarita.
-Esta leche es para vos, Nacho- agregó al tiempo que le indicaba sobre la
mesa un jarro lleno de leche humeante.
-Pero ya sabís que tenís qui’hablar con l’agüela d’el –Le indicó a Agundio
con voz fina y quejosa y con una entonación que hacía pensar que estaba a
punto de llorar, en tanto se acomodaba su anchísima pollera.
-Pero si, mama! Que li’hace a doña Cruz uno menos en la casa si tiene
como una docena de pichones que li’han dejau d’herencia las hijas!
Siguió Nacho tomando la leche en silencio, observando de reojo las cosas
nuevas que veía en la casa, dos petacas grandes, una silla de madera con alto
respaldo, ese olor distinto, grato, a yerbas y frutas; en el patio vió un burro
atado, los grandes árboles de la quinta y en todo, una quietud, una dulzura que
parecían levantarse como una leve llama desde cada cosa.
Enseguida le aprendió el nombre y algunas de las costumbres de doña
Santa, como había aprendido anteriormente las de Clarita y las del gallero.
La anciana lo trataba con cariño y le enseñaba con paciencia las cosas
que debía hacer en la casa. Temprano, montado en el burro, salía a buscar las
lecheras; antes, por las tardes, apartaba los terneros; luego salía al campo a
traer leña para el hornito o para la cocina. Nunca se cansaba. Estaba contento
en esa casa; le gustaba. Y más todavía cuando Agundio estaba en ella y tras
afinar la guitarra, empezaba a ensayar los viejos cantos o aprendiendo otros
nuevos. Se le sentaba al lado y no despegaba los ojos de esos dedos que
parecían volar suavemente sobre las cuerdas y que hacían brotar de la caja
las armonías desconocidas, sueños que parecían llegar desde un cielo muy
distante.
Muchas veces doña Santa agrandaba la rueda y allí se quedaba en la
silla, mirando con adoración a su hijo. Y a cada momento le servía mate,
pastelitos, dulces, mil cosas exquisitas que ella misma preparaba, llenándolo
de mimos y cuidados, como si fuese una criatura.
-Pero mama, quedesé tranquila; ya no soy un chico!- protestaba Agundio
a veces cariñosamente, feliz de ver que se desvivía por atenderlo.
-No seas consentido! No te cuido a vos; cuido esa voz y el alma que está
en tus canciones; porque áhi ‘ta Dios, m’hijo! –le decía embelesada, con su voz
que siempre parecía estarle naciendo desde una gran pena.
Se declaraba vencido Agundio y dejaba que lo cuidara de las corrientes
de aire, que siempre su vinito estuviera quitado el hielo en invierno, un licor
distinto cada vez para que agasajara a sus amigos.
Un día Nacho se acordó del “Zorro” al que no había vuelto a ver desde
aquella noche en que se separaron y fué a buscarlo seguro de que lo
encontraría en el racho del gallero. Lo encontró, sí, pero estaba muerto. Una
mujer que pasaba por el lugar, le dijo: -Viera como lloraba en las noches! Daba
lástima, animalito ‘e Díos!
A la orilla del río quedaba la casa de las negritas Vega. Las más grandes
lavaban ropa en la misma corriente de agua y las otras extendían sobre las
piedras grandes, siempre cantando, palmoteando, bailando y riendo. Subió por
el caminito de la barranca a comprar la carne que le había encargado doña
Santa, sin poder olvidares del “Zorro”. Pobrecito! Qué mala suerte había
tenido! Y tan bueno que era! Dos chicos montados en burro, con ganchos
llenos de leña, avanzaba al trotecito y desde la toma vio venir a Inocencio con
dos tachos llenos de agua, como siempre acezando y haciendo exclamaciones
de disgusto.
La más chicas de las negritas Vega pasaba por la calle rumbo al pueblo
llevando sobre la cabeza, en un atado, la ropa planchada para entregar,
derechito el cuello, firme la cabeza, haciendo equilibrios con el atado sobre el
pachiquil. Con los pies descalzos, ágiles, negra la cara sonriente, parecía que
llevaba la felicidad, el canto y el baile en el cuerpo, igual que sus hermanas,
que se contoneaban de la misma manera.
-Nacho!- oyó de pronto que lo llamaban. Se detuvo. Era la niña Mariquita.
-Es cierto que estás en lo de doña Santa?
-Sí, niña.
-Está Agundio?
-Sí, niña.
-Contame, qué hace?
-Y…nada. Toca la guitarra y canta nomás.
-Querés un caramelo?
-Si usté me da…- Y la mano blanca, bien cuidada de la niña, le entregó un
caramelo.
-Adiós, Nacho…- Cuando quiso acordar, Mariquita había desaparecido en
el Interior de la casa y puertas y ventanas se veían totalmente cerradas. Quedó
preocupado, pero se alejó saboreando el caramelo.
Cada día encontraba más gente en el pueblo. Sulkys, tropas de carros y
carretas, troperos con la yegua madrina adelante marcándoles el camino con el
tintineo alegre del cencerro, hileras de caballos atados a las argollas en el
frente de los negocios. Don Alí había abierto ya su tienda; colgaban las telas de
puertas y ventanas hacia fuera y se leía un letrero que decía: “Gran Baratillo”.
Un Viejito jumero arreaba su tropita de burros cargados, gacha la cabeza,
curtidos por la sed y los azotes. Había mucha, mucha gente en el pueblo y
Nacho, vuelta a vuelta se quedaba distraído, mirando tanto ir y venir, tantas
caras desconocidas.
Cuando se le terminó el caramelo, cayó en cuenta que se había demorado
más de lo debido y fué con apuro a cumplir con el mandado.
Desde aquel día quedó con el buen recuerdo del caramelo que le regalo la
niña y, desde entonces, cada vez que lo mandaban hallaba pretexto para pasar
por el frente de la casa de ella con la secreta esperanza de que saliera a repetir
el obsequio. Y al comprobar que eso empezaba a suceder y como descubriera
la alegría que le daba a la niña cuando le contaba algunas cosas de Agundio y,
además, que la entrega de caramelos aumentaba, empezó a inventar saludos
diciendo que él se los mandaba. De solo escuchar, Mariquita parecía empezar
a soñar.
-‘Ta la zonza ésta!- pensaba Nacho alejándose. Un día, además de los
caramelos le entregó un papel. –Entregaseló a él cuando esté solo- le
recomendó.
Llegó a la casa y aunque en ese momento Agundio conversaba con doña
Santa, sintiéndose triunfante, le entregó el papel de inmediato: -Esto le manda
la niña Mariquita- Doña Santa miró el papel sorprendida, aunque al parecer
satisfecha.
-La Mariquita te manda eso? –Agundio, sin responderle, empezó a
desenvolver el papel con indiferencia.
-Que te dice? –pareció clamarle en su tono lloroso doña Santa.
Luego de una pausa y enterado del contenido, le respondió secamente:
-Zonceras!
-Cómo zonceras!. Una niña como Mariquita no se va a poner a escribir
zonceras en un papel. –Y luego de una pausa, añadió: Te has dado cuenta de
que ‘ta enamorada de vos?
lado.
-Pero yo no de ella…- volvió a responder con fastidio, mirando hacia otro
-Cómo no vas a poder querer a una de las niñas más lindas del pueblo?
Más de cuatro si’andan muriendo por ella y vos estas haciéndote el interesante.
Además los campos y animales que tiene Ruperto… Yo sé bien.
-Según dice más vacas que piedras tiene el río- bromeó Agundio con
pocas ganas.
-Y entonces…que esperás?
-Mire, mama…cuando yo busque mujer pa’ casarme, será por que ella me
guste y no por los campos o cantidad de vacas que tenga el padre!
-Pero sí podrías hacerlo pensando en tu pobre madre. Ya estás en edad
de formar un hogar y eso es lo que más desearía ver realizado. Estoy vieja y
enferma… no te duele eso? Además, Mariquita es mi amiga y la quiero.
-Y yo no…fijesé qué casualidad! –Pareció que a doña Santa la había
mordido una víbora. Se le cambió el color de la cara, se enaltó más todavía y el
enojo le arqueó las cejas y le hizo fruncir la boca, como si le doliera.
-Ah,sí! Pero muy bien que podís andar haciéndole los bajos y perdiendo
las babas por una cascos livianos como la Paloma.
-No ofenda, mama –le advirtió Agundio- M’extraña que una cristiana como
usté haga eso. Más todavía sabiendo qu’es cierto que me gusta la Palomita.
–El rostro blanquísimo de doña Santa había pasado al rojo vivo y en ese
momento volvía a la palidez mortal. Pero todavía tenía tiempo para insistir. –No
se que vas a hacer…sabís qu’el padre d’ella no te pasa, porque dice que vos
sos un calavera…y nu’anda muy errau que digamos…
-Como yo no pienso casarme con el viejo y ni roncha mi’hacen sus dichos.
Aunque si juera por eso nomás, el día qu’ella me lo pida, tiro la guitarra al
diablo y listo el pollo. –Doña Santa batía con nerviosidad su amplia pollera
negra y tapándose los ojos con el pañuelo, a paso vacilante, entró a su
dormitorio.
Y desde entonces todo fue diferente en la casa. Doña Santa dejó de
desvivirse por Agundio y él empezó a dejar de ser el muchacho juguetón que
cantaba y hacia bromas todo el día. Solamente cuando llegaba Felisardo de
visita con su guitarra, se les escuchaba cantar y contar historias que los
divertían.
-Sabis lo que le pasó al viejo Zenón? -contaba Felisardo-. Los otros días
lo mandó tata a mi hermano a llevarle un papel; como vos sabís, el viejo Zenón
no sabe leer, pero de puro agrandau, como firma con tres rayas paradas,
quiere hacer saber que si sabe; mi hermano le entrega el papel y cuenta que le
daba vuelta de arriba abajo; a las mil y quinientas que le pregunta haciéndose
el zoncito: -Que le dijo mi compadre que le llevará? El capacho, don, que le
contesta mi hermano. Y nada más? No, nada más, que le dice. Ah, ah! Con
razón qui’aquí decía algo de capacho y nada más, que dijo el viejo atusándose
los bigotes, muy serio y ceremonioso.
-No te digo? Es pícaro el viejo y agrandau además –comento Agundio
riendo-. Luego siguieron ensayando sus bordoneos entre charla y mate.
-Sabís, hermano? –dijo de pronto Felisardo- anoche me encontré con un
viejo ‘e la costa y mi’a enseñau un verso que debe saber todo mozo que nu’es
correspondido.
“Un mocito enamorau/debe tomar este giro
sacarle la pluma al tero/cuando se encuentra dormido” (6)
Y de inmediato, entusiasmados, entraron a ensayar el canto a dos voces.
Felisardo era un muchacho alto, morocho, de ojos verdes, que generalmente
hablaba muy poco. Una vez Nacho oyó contar que el abuelo de Felisardo, que
vivía cerca de Santa Bárbara, había muerto en batalla peleando al lado del
general San Martín. Y que el padre, más de una vez, había andado
acompañando a Ontiveros en lo que entendían era luchar en defensa de la
tierra nativa.
Eso eran los únicos momentos que se vivían con alegría en la casa,
momentos de los que ya no participaba doña Santa, que prefería permanecer
sola en sus habitaciones.
Por eso Nacho montaba en el burro y salía a recorrer las calles del
pueblo.
-Niño! Bajate d’ese animal! –le ordenaba doña Santa a veces-. Te van a
salir callos en la cola de tanto andar! –sonreía Nacho y dejaba descansar un
momento al animal; pero en seguida ya estaba otra vez, montado en su burro,
acercándose al río, asomándose a los boliches, husmeando por todos los
rincones. Claro que por lo de Mariquita ya no iba, porque Agundio le había
prohibido que lo hiciera.
Era primavera y los brotes de los árboles estaban ardidos. Una helada
tardía había quemado todo asomo de vida. Por donde fuera, su burro lo había
de tapar con la tierra que levantaban sus vasitos; en las carnicerías o en los
negocios, las mujeres arrebozadas, hablaban todas de lo mismo.
-Y…cómo mi’ha d’ir…regularcito nomás…
-Pinta fiero el año, no?
-Mezquinazo di’agua, y pa’ colmo, ésta helada tardía, comadre!- y se
chupaban los labios partidos por el frío.
-Se nos ‘tan muriendo los animalitos. Ya himos cueriau dos vaquitas.
-Santo cielo! Hasta el río si’ha secau! Si seguimos así… -Y en un suspiro
sepultaban las quejas.
Una tarde oyó llamar las campanitas de oratorio y cuando él llegó, ya
estaba acercándose gente de todas partes. Don Ciriaco saludaba a unos y a
otros y con todos se entretenía conversando. Como no quería dejarse ver por
él. Nacho observaba cuanto sucedía escondido detrás del burro. –Bueno,
vecinos –empezó diciendo- ya todos más o menos saben el motivo de esta
asamblea. Pero antes, quiero hacerles saber lo siguiente: como la última
creciente, al carcomer la barranca, cortó el camino a la otra banda, por la costa
del río, pedí permiso al dueño de la propiedad para utilizar una lonjita de tierra
para trazar por ahí el destruído, pero se ha negado diciendo que no puede
achicar su propiedad. Esa es la causa por la que los vecinos de la otra banda
siguen incomunicados, ésa y no otra. Por supuesto que ya he comunicado al
gobierno esta situación, para que disponga lo que corresponde. Hay otro
vecino, siguió diciendo, que en fechas indebidas, saca el tapón de la boca-toma
y deja sin agua a la gente, no solamente para el riego, sino también la que
necesitan para beber cristianos y animales. He hablado con él, pero se hace el
desentendido. Una nación no puede hacerse con habitantes egoístas. Una
nación se hace con coraje, con abnegación y también con generosidad,
honestidad y grandeza de alma. Y ahora vamos al motivo de mi llamado; como
ustedes saben, están listos ya los ladrillos para la capilla. Y como le
prometimos a nuestra Patrona, la primera tanda la llevaremos en nuestros
brazos. Desde mañana los carros de don Juan, que están a nuestra
disposición, completarán el acarreo. Ahora mismo, entonces, iremos al río los
que quieran acompañarnos a cumplir con nuestra promesa. Si alguno de
ustedes tiene algo que opinar, desde ya lo escuchamos.
Tomó la palabra un hombre de aspecto humilde y dijo que estaba muy
conforme y que se ponía a disposición con su mujer y todos sus hijos.
-Y ustedes? -preguntó don Ciriaco abarcando con la mirada a los
presentes.
-Di’acuerdo, señor –le respondieron a coro con firmeza-.
-Y ahora, vecinos, elevemos una plegaria a Dios para que nos dé fuerzas
a fin de que podamos proseguir luchando por nuestros ideales y contra las
plagas y epidemias que aparecieran querer castigarnos y contra todos los que
intentan hacernos fracasar en nuestros propósitos de hacer del nuestro, un
pueblo unido y progresista.
Y todos hincados rezaron el Padrenuestro, con voz clamorosa las mujeres
y como un bajo firme y profundo, el emocionado rezo de los hombres.
-Y ahora, antes de salir, cantemos el Himno Nacional. –De pie, firmes,
como soldados, mirando la Bandera que ondeaba en un rústico mástil,
entonaron la canción patria, transfigurados los rostros por la emoción y el
entusiasmo, transformados por una fuerza interior que se les asomaba a los
ojos, aleteaba como una alegría trinante en los rostros y se hacía fuerza y
convicción en los puños apretados.
-Ahora, vamos-, los invito don Ciriaco finalizada la canción. Y salieron
como caravana correteando adelante los niños, las mujeres y los hombres en
grupo por el estrecho sendero que a las pocas cuadras bajaba las barrancas y
daba acceso al río en cuya orilla del naciente estaban los hornos. Y una vez
allí, los niños cargando uno o dos ladrillos, cuatro o cinco las mujeres y los
hombres cuantos podían, emprendieron el regreso como hormigas con sus
carguitas, comentando como iba a ser de bonita la capilla nueva. Y
entusiasmados, fueron una y otra vez, incansables, animosos, amenizando con
cantos y charlas cada viaje, hasta que don Ciriaco se dio por satisfecho con la
buena obra realizada.
Cuando a eso de las doce Nacho regresaba a casa, vio a la distancia la
pollera hilachenta de mama Cruz y luego que le hacía señas. Como si hubiera
visto el diablo, le pegó un tirón de las riendas al burro y lo taloneo con
desesperación buscando un rumbo contrario. Clarito oía los gritos de la mujer y
los repetidos insultos: -Vení, chino, te digo! Perdulario! –Era su abuela, pero
temía estar al lado de ella. Miedo al hambre que había en ese rancho y a los
insultos y castigos que le propinaba, especialmente cuando estaba borracha,
cosa que sucedía con mucha frecuencia. En esa casa se juntaba hombres y
mujeres a la hora que fuese, especialmente desde el atardecer en adelante y
había de correr el vino que daba gusto, aunque la ollita de la mazamorra no
estuviera en el fogón. Por eso le huía; sin embargo, todavía, a pesar de la
distancia, le llegaban con claridad los gritos de la vieja: -Agora verís, pícaro! Ya
te g’ua retirá d’esa casa donde no t’enseñan a respetá a tu agüela!- regresó
con el alma en un hilo, tomó un porongo de agua en el corredor y se quedó ahí
esperando que se le bajara el corazón.
-Te pasó algo, niño? -le preguntó alarmada doña Santa al verlo así.
-La mama Cruz…- respondió con la voz entrecortada señalando con la
barbilla la calle, con el susto en los ojos, como si de un momento a otros fuera
ver entrar a su abuela.
-Que ti’ha hecho!
-Dice que me va a llevar… Y yo no me quiero ir..! –Y se prendió de la
cintura de doña Santa y le entró a poner al ojo. Ella lo calmó con un platillo de
dulce de calabaza, de cascos cristalinos, que bien sabía le gustaba mucho.
-Calmate. No dejaré que te lleve-, -lo consoló-. No, no. con quien voy a
rezar si te lleva a vos, en las nochecitas? –agregó sonriendo-. Poco a poco
Nacho se fue calmando. Tenía razón. Ella le había enseñado a rezar el rosario
y en las noches de verano salían a patio, bajo la higuera grande que siempre
los acompañaba; entonces ella rezaba y rezaba mientras pasaba las gastadas
cuentas del rosario y él le contestaba como podía. Más apurado todavía, si oía
jugar en la esquina a los chicos de los Mora. Cómo le gustaban esos coros
cuando, tomados de la mano, unos venían cantando y desde el otro extremo,
respondía el grupo de los otros chicos de igual manera: “Yo soy la viudita del
Conde Laurel/me quiero casar y no encuentro con quien”.
Por eso se le escapaba en cuanto podía y era el último en dispersarse al
finalizar los juegos. Pero a esa hora, Agundio ya no estaba nunca, como antes
en la casa.
Doña Santa se quedaba sola en el patio y él la oía suspirar seguidito y a
otras repetir sollozando: -Hasta l’hora que no viene, Dios mío! –Se había
puesto muy flaca y en su cara huesosa los ojos aparecían como agrandados.
Una mañana Nacho se dio cuenta de que, al parecer, de un momento para otro
se le había puesto toda blanca la cabeza a doña Santa.
Pareció renacer ella, cuando una mañana, lo que nunca, Agundio se
levantó muy contento, se arrimó a donde ella estaba, la besó, y le hizo otras
fiestas y en seguida le dijo que había conseguido choclos, que por qué no le
hacía unas humitas bien picantes. Ella lo miró primero como si lo desconociera.
-Y podría empezar cebándome unos matecitos. Ya no me da en el gusto,
mama.
-Y acaso usted, le da en el gusto a su mama vieja?- le replicó con una
entonación más quejosa que nunca.
-Y por qué me pide usted, cosas imposibles? Así como a la guitarra no la
toco nunca por apuestas, si un día llego a casarme, sepalo bien usted, nu’áhi
ser por dar en el gusto a nadie, juera de mi propio corazón –Ella parecía estar
sorda o no querer escuchar.
-En estos días qui’usted nu’estuvo yo me sentí muy enferma. Mariquita
vino a cuidarme. Que niña güena! Que feliz me haría usted si me la diera pa’
hija! –Y se quedó embelesada mirándolo y suplicándole en silencio con una
sonrisa para que así fuese.
-Nunca, mama; ya le dije! No la quiero ni la podré querer nunca –le
respondió con disgusto-.
Pareció que le habían echado rescoldo a doña Santa, porque
soliviantándose, le soltó como un insulto: -Ni yo tampoco a la Paloma! Mientras
yo tenga uso ‘e razón, esa mujer nu’entrará jamás en esta casa!
-Será como usté dice, mama –respondió Agundio inclinando la cabeza-. Y
ya sin poder contenerse, siguió diciendo la anciana: -No si’a enterau, acaso,
qu’el padre d’ella ya li’ha buscau otro con plata pa’ casarla? La
Paloma…añadió con desprecio.
-Eso ‘ta pensando él. Peru’es carrera a la que vamos a correr, todavía.
-Dende ya vaya sabiendo que voy a rogar a todos los santos pa’ que esa
mala mujer no sea suya –finalizó diciendo al borde del llanto-.
-Gracias, mama- respondió Agundio mirándola con amargura y se marchó.
Desde entonces llegaba a las casas como si fuese una visita. Se lavaba,
cambiaba de ropa y salía de inmediato. Doña Santa se parecía cada vez más a
una sombra. Apenas probaba bocado, apenas si hablaba con alguien. La lana
de sus tejidos se enredaba en algún rincón, las pailas estaban dadas vueltas
bajo los árboles, la casa había perdido el aroma a limpio que tanto le agradaba
a Nacho; todo era triste. A veces se quedaba mirándola en silencio y le parecía
ver que se le había secado los ojos de tanto llorar.
El hacía los mandados como siempre, sin apuro, mirando hacia uno y otro
lado, escapándole a las amenazas de doña Cruz y de sus hermanos, que
querían arrastrarlo al lado de ella. No se sentía capaz de compartir esa vida
que llevaban, recogiendo desperdicios en el matadero. Le gustaba más andar
libre en su burro, bañarse en el río con sus amigos, robarle un poquito de dulce
a doña Santa cuando se quedaba dormida a la siesta. No podía quejarse de su
vida.
Una noche en la que el mechero sofocaba con el humo que despedía,
alguna chicharra desvelada anunciaba el madurar de algarrobas inexistentes y
doña Santa lloraba la muerte de dos vaquitas por falta de pasto, le pidió en un
lamento que fuera a preguntar por su hijo, ya que hacía varios días que no
aparecía por la casa.
-Ya largué el burro- se disculpó ganado por la pereza.
-Nu’importa; vaya a pata, nomás. Mire en que boliche está y venga a
contarme. Hijo ingrato!- se lamentó.
Apenas había recorrido una cuadra, cuando le salió al paso un perro
desconocido, enorme, que se le paró adelante, amenazándolo. Muerto de
miedo, ya pensaba en regresar, cuando se acordó de las palabras que le
enseñara doña Santa para esos casos. –San Roque! San Roque! Qu’este perro
no me toque! –Apenas las hubo pronunciado, el animal, como distraído, salió a
buscar un árbol para olfatearlo.
Bajo el cielo, el canto de Agundio llegaba como si estuviera haciéndolo
desde la boca de una quebrada. Ya le conocía esos versos que hacían reír a
los presentes:
“Soy pobre como una rata/pero güeno como el pan
y luchando me verán/en esta vida tacaña”. (7)
Estaban reunidos en el patio de “El Farol”. Al finalizar el canto, vio que
Agundio aceptaba los vasos de vino que le alcanzaban y los bebía como un
muerto de sed. Nunca lo había visto beber así. Tenía el cabello largo, echado
sobre la cara y una sonrisa de hombre perdido se diluía en su rostro.
-Eche vino y eche borra, dijo el gaucho de la zorra!- seguía pidiendo con
el vaso en alto.
En una de ésas, como si saliera debajo de unos de los bancos que allí
había, lo vió aparecer al viejo Ño Mentira, con su cara de sueño y los ojos
pícaros que muchas veces sabían hablar por él.
-Eso que decía, mi’hace acordar ‘e cosas ‘e mi vida.
-Güeno…ya salió con otra. Este viejo miente por arrobas-, le salió al cruce
un morocho joven, limpiándose los bigotes.
-Yo no pago a naide pa’ que me creiga, m’entiende?- Y los miró a todos
con aire desafiante. Como quedaran en silencio, aprovechó el viejo para copar
la banca.
-‘Ta que me gustaba ‘e muchacho andar a todo rumbo! Quería ser como
los pájaros. Un día, por tentar suerte, preparé mis dos caballitos y me largué
p’al sur. Que te g’uá contar lo que jue ese viaje! Una mañana d’esas ‘e Dios,
cuando llevaba como cuarenta días ‘e marcha, mi’ataja una tropa y el milico, lo
mesmo qui’a Fierro, me dice:
“Cuánto tiempo hace que vos/andás en este partido?
Cuantas veces has veniu/a la citación del juez?
No t’hi visto ni’una vez/has de ser algún perdido”. (8)
-Caray, que me las ví fieras! –Comentó acomodándose el sombrerito
sucio.
-Por la gente que llevaban me dí cuenta qui’andaban reclutando pa’
mandar al desierto-, continuó diciendo.
“Dame vos tu papeleta/me dijo igual qui’a Picardía.
Yo te la voy a tener;/esta queda en mi poder
y ansí, si te resertás/todos te pueden prender”. (9)
Y esto jué como cuenta el mesmo Fierro, m’entiende?
“Y es necesario aguantar/el rigor de su destino
el gaucho nu’es argentino/sinó p’hacerlo matar”. (10)
Y al terminar de recitar, quebrándose el sombrerito, siguió diciendo:
-Te das cuenta ahura, de lo que me pasó? Mi’arriaron con los otros…hijos
‘e su madre…! Pero como mi mama no m’hizo zonzo, gracias a Dios, en cuanto
mi’abrieron una hendijita, me les hice perdiz y jui a dar con mis güesos en una
toldería. Ah! –Dio un suspiro y se relamió los bigotes.
-Si nu’es mentira áhi ser cierto!- Comentó un viejito que estaba medio
arrodillado en su banco.
-Sacó trago!- gritó Agundio con los ojos perdidos y se empinaron los
vasos.
Pareciéndole a Nacho que ya había visto lo suficiente, salió despacito y
una vez en la calle, echó a correr. Cuando pasaba por la plaza, vio que un
grupo de personas avanzaba decididamente y alcanzó a distinguir a hombres
que cargaban palas y hachas. Los vio en seguida detenerse frente a la casa de
don Ciriaco, al tiempo que gritaban: -Queremos agua! Un ladrón de agua nos
está matando de sed y la autoridad no hace nada! –Al oír los gritos salió con
cara de preocupado el dueño de casa, ajustándose los pantalones todavía.
-Que pasa, vecinos!- le oyó preguntar en voz alta.
-Lo qui’usté sabe! Zenón y sus cumpas ponen un tapón toma arriba
cuando se li’antoja y nos roba el agua!
-Es un abuso! Vamos a terminar ya mismo con eso. Ya nos tienen
cansados!
-Los vamos a denunciar al juez!
-Que juez ni ocho cuartos! El juez es más sinvergüenza todavía que todos
estos trompetas juntos! –Dijo otro.
-Escuchen, vecinos! Haremos la denuncia a San Luis. Hay que tener
calma.
-Y hasta que el gobierno ‘e San Luis se li’ocurra hacer justicia, tenimos
qu’estar cruzau ‘e brazos y muriéndonos de sed?
-No, no!- rugieron a coro, levantando palas y hachas en forma
amenazante.
-Ya mismo tendremos agua! Ya, ya! –Y fueron a seguir la marcha.
-Esperen, vecinos! Mañana…- intentó prometer don Ciriaco.
-Que mañana ni mañana! Ya, tiene que ser!- volvieron a rugir y salieron
rumbo al sur.
-Esperen! Yo también voy!- Y corrió por atrás de la caravana don Ciriaco.
Nacho siguió su camino con rumbo contrario y al llegar a la casa, encontró
a doña Santa todavía rezando.
-Lo viste?- le preguntó enderezándose en cuanto lo vio llegar.
-Sí; áhi ‘ta en “El Farol”.
-Te dijo a qui’hora va a volver?
-No dijo nada; áhi ‘ta tomando. Toditos ‘tan repicaus.- Y haciendo la cara
fea añadió: -Y más sucios y hediondos que pichón de jote!
-Dios me valga!- exclamó la anciana y llevándose las dos manos a la
cabeza, como si fuese a enloquecer, echó a llorar como una criatura.
Nacho tendió su catre en el patio y se acostó. Toreaban los perros como
si estuvieran viendo “aparecidos” y un fuerte olor a yuyo quemado acarreaba el
aire que se entretenía jugando con las hojas secas de la higuera.
Las ausencias de Agundio se hacían más y más prolongadas. A veces no
aparecía durante semanas enteras. Y volvía flaco, consumido, con una
amargura que no se le borraba de los ojos. Y a ella, también parecía que la
pena la iba doblando como a una vela. No se hablaban entre ellos. Se
cruzaban como dos sombras.
-Que te pasa, hermano-, le preguntó un día Felisardo.
-Parece que se la llevará nomás el otro a la Palomita…te das cuenta?
-Y por eso te vas a andar mamando con patas y todo, todos los días?
-Y qué querís que li’haga! Es zonzo el cristiano macho cuando el amor lo
domina! O no sabías eso vos?
-Dejaté’e macanas, hombre!
-No sabís, hermano, como me duele el alma cuando si’hacen cierto esos
versos que siempre cantamos: “Del desprecio que mi’has hecho/m’hi sentiu,
m’hi sentiu…”- Y continuaba lamentándose por ese amor contrariado.
Estaba llegando a su fin un verano extremadamente seco y no había ni un
durazno para pelar ni un higo para poner en los zarzos. Hasta las chicharras en
su cerrado silencio, parecían haberse secado. Nacho se aburría en las casas y
montado en su burro, siempre atento a esquivarle a mama Cruz, llegaba a
merodear por la casa de don Ciriaco, donde seguía atendiendo a la gente en la
piecita que daba frente a la plaza.
-Venimos ‘e lejos, señor –decía un forastero- allá nu’era vida. Hace poco
nos asaltaron y nos llevaron hasta las cobijas. Quisiéramos quedarnos aquí,
sabe? Por lo menos agua del río no nos va a faltar:
-Ni un lote donde llevar una casita tampoco –añadió don Ciriaco- y pasaba
en seguida a atender a otro recién llegado.
-Yo también sería deseoso de quedarme a vivir aquí. ‘Toy cansau di’andar
rodando como piedra bola. Por mi trabajo en ninguna parte pagan nada y allá,
con este año malo ni una chiva si’ha podiu criar.
Y así, fuera a la mañana o en horas de la tarde, se lo veía a don Ciriaco
tratando de complacer a unos, yendo y viniendo siempre, en mangas de
camisa observando las casuarinas, moreras y paraísos recién plantados en la
plaza y cuidando, también, celosamente, quienes eran los vecinos que daban
cumplimiento a sus ordenanzas, especialmente a aquellas referidas a la
limpieza.
-Ramón-, le observaba una tarde y a su ayudante. Hay que vigilar más la
plaza. Siguen entrando animales que nos comen las plantas, caray!
-Sí, señor. Pa’ mi que los hacen entrar adrede. Y ya sé quiénes son.
-Aseguresé bien y tomaré medidas, porque no podemos seguir con lo
mismo.
-Ah, señor! Esta mañana vino el encargau del matadero a decir que no
sabe si se jue o le robaron una vaca negra del corral.
-Cuando fue?
-Dijo qui’ayer. Y por más qui’ha bichau desde “El Mirador”, dice que no vio
nada.
-Pero rastros habrá dejado. En seguida llameló a don Eusebio, que
segurito hallará los rastros que lo llevarán al sitio donde está el animal.
-Ah, también vino doña Juana. Dice que a su casa a llegau un pariente ‘e
la sierra…que viene enfermo el hombre…y que pa’ ella es de la peste.
-De la peste?- Se puso de pie y anhelante espero la respuesta.
-Así dijo ella por lo menos…de viruela- agregó cortándosele la voz.
-Caray, Ramón! Cómo no me dijo en seguida eso. Mire, amigo si es
viruela. Quien podrá ser conocedor aquí de la enfermedad? –Dijo preocupado,
con el ceño fruncido en tanto empezaba a pasearse a trancos largos.
-Que yo sepa… a no ser don Alí…a él li’oyó contar mama qui’una vez
pasando por l’Estanzuela vio dos enfermos de viruela.
-Cierto es!- exclamó don Ciriaco golpeándose la frente. –Ya mismo vaya a
llamarlo. Que venga cuanto antes. Ah! y de paso llegue por lo de doña Juana y
dígale que no vaya a andar desparramando eso de la peste, porque entonces
toda la gente se nos va a ganar para los montes.
-Creo que ya anduvo contando… y con pico y cola…
-Con más razón lleguesé volando a la casa de ella. Que digo yo que cierre
bien el pico.
A medio correr y llevado por el susto, escapó Ramón a cumplir con la
orden. Al trotecito de su burro, luego de pedirle la versión a don Ciriaco, partió
Nacho a contarle a doña Santa el gran miedo que tenía por la conversación
que acababa de escuchar. La noche amenazaba con llegar, cuando desde la
plaza oyó que Agundio lo llamaba.
-Donde ti’habías metiu que no te podía encontrar! –le reprochó-. Mira,
atendé bien, porque tenés que hacer ahora mismo lo que te voy a decir.
Nacho lo miro sin decir palabra, con el susto pintado en el rostro y con
más ganas de escapar de una vez a las casas.
-Andate a la casa ‘e la Palomita- le explicó en voz baja, pero no por la
puerta sinó por atrás ‘e la casa. Te quedás por áhi haciéndote el zonzo, qu’ella
se va a asomar por la tapia y entonces vos decile que vaya a lo de la Rosa, que
áhi la esperaré yo. Repetí lo que le vas a decir –le ordenó-.
-Qu’esta noche la espera en lo de la Rosa –repitió Nacho sacándose el
flequillo de la frente-.
-Por la puerta no ¡ojo! Por la tapia tenís que ir! –Y por nada del mundo vas
a pegar la vuelta sin darle el mensaje. Cuando ella si‘asome. Entendido, mi
gaucho? –Por respuesta Nacho hizo un murmullo. Quiso contarle que tenía
mucho miedo por lo de la viruela, pero no le salieron las palabras. La tarde
moría en Villa Dolores en aquél seco verano, enterrado por el polvo que
levantaban una tropa de carros y una yunta de yeguas con tramojo que, a
chicotazo limpio arreaba un muchachito semi desnudo, montado en pelo. Más
allá, una jardinera cargada con personas y un coche, salían con rumbo al sur.
Al pasar por lo de don Alí, le oyó gritar como un chancho al que están
degollando. Ramón estaba dándole el mensaje y él se negaba a obedecer.
-Mentira! Yo no! La juro bor Dios que yo no la gunozco a la beste! No la
gunozco, la juro, la juro!- Y ponía las manos por delante, horrorizado.
-Yo no sé –decía Ramón-, pero si usté no va por las güenas, don Ciriaco
lu’hará llevar por las malas, segurito.
-No; no la iré! Antes bobre Alí morir que ir breso! Y la beste, no, no, bor
Dios! –clamaba, ya agachándose, ya enderezándose o estrujándose la blusita
sufrida, mesándose los escasos cabellos.
-La beste…la beste..! Oh, bobre de nosotros…morir todos, morir como
moscas! Morir, segurito, morir..!- gritaba sollozando aterrado.
-Usté sabrá lo qui’hace!- dijo Ramón con voz temblorosa y se alejó.
Siguió su camino Nacho, apareciéndosele a cada momento la cara llena
de horror de don Alí y sus chillidos impresionantes, que le hacían apurar el
corazón de miedo: -Morir todos, todos! Bobrecitos!- le había oído gritar.
Al pasar frente a algunas casas, veía velas prendidas, como si alumbraran
a algún santo y también ardían en uno que otro horno; pero no había
movimiento de gente. Ni a la Pelada de doña Crisanta ni a la Negrita de doña
Cleta, que todo el día se cruzaban por la calle haciendo mandados tampoco se
las veía. Llegó a casa de la Palomita por el baldío del fondo, tal como le había
indicado Agundio; apartando unos churquis que no lo dejaban pasar, se colgó
de la tapia para asomarse, pero era alta y le costaba trepar. Esperó un
momento. Pero ella no se asomaba. Por más que hacia en medio de ese
silencio, por olvidarse de don Alí y de sus gritos, volvían repetidamente a
golpearle el corazón y el miedo a la viruela era mayor que la atención que
podís prestar al mensaje que tenía que dar.
Encontró muy raro que todavía no lo hubieran olfateado los perros.
Haciendo un esfuerzo, logró trepar por fin y asomó la cabeza. Con razón; no se
veía a nadie. Las últimas gallinas que andaban por ahí, aleteaban subiéndose a
un viejo algarrobo. Trató de mantenerse colgado un momento más, pero no
pudo. El miedo le hizo aflojar las manos. El mismo miedo que le hacía dar
vuelta la cabeza, como si de la noche, que estaba desparramándose por todos
lados, fuera a aparecer la viruela negra, horrible, con garras más grandes que
las de un león. Descansó un momento y casi no podía contener sus ganas de
escapar del lugar; pero las palabras de Agundio lo mantenían clavado allí, por
temor a un buen reto. Y ella que no aparecía! Toda la noche tendría que
esperarla? ‘Ta la Paloma! Tenía razón doña Santa! Era una zonza! Tras un
momento dispuso colgarse de nuevo de la tapia de adobes. No, no se veía
nadie, nadie. No había luz tampoco ni los perros se divisaban. Otra vez se le
aflojaron las manos y quedó de nuevo pisando la tierra, mirando hacia uno y
otro lado, sin saber que hacer. El miedo le hacia aflojar las piernas y desde
todos los rincones del baldío, lleno de churquis y arbustos, le parecía que de un
momento a otro había de levantarse un bulto horrible que era el que traía la
peste; por todas partes oía gruñidos sordos, leves crujidos, estremecimientos
del aire en las ramazones secas, sollozos ahogados, lejanos aullidos de perros.
Y la Palomita no aparecía.
-‘Ta que los parió!- protestó abrazándose al burro- Chinita ‘e porra!
Un perro se puso a gañir por la costa del río y le hizo poner el cuerito de
gallina. Arriba, las estrellas apenas brillaban borradas por un cielo terroso.
Latiéndole fuerte el corazón, se asomó de nuevo y vio solamente sombras, la
gran sombra de los árboles en el patio. Nada se movía adentro de las casas y
el silencio era total. Un tropel fuerte, que no sabía de qué podía ser ni de donde
venía y un llanto agudo y largo de mujer, se le metieron en los huesos y lo
obligaron a largarse de la tapia. Ya no pudo soportar más. De frente al baldío,
buscó entre las sombras y bultos aquello que lo amenazaba; y de todas partes
le parecía que se levantaba la muerte, el terror, cruces y mujeres, muchas
mujeres llorando. Y no lo detuvo ya el temor a la represión de Agundio por no
esperar a que saliera la Palomita. Sin pensarlo más, montó en el burro y le
clavo con rabia los talones ansiando escapar cuanto antes de aquel lugar que
por todas partes le levantaba la horrorosa cara de la peste, tan parecida a la de
don Alí, con los ojos agrandados por el miedo y dando gritos como si lo
estuvieran matando. Como si el animal que montaba, se hubiera contagiado de
su horror, galopó como no lo había hecho nunca y fue a rayar en la luz de la
lámpara que caía a la calle desde el boliche. Desmontó de inmediato y se
quedó pensando en lo que debía hacer. Se le volaba el corazón. Qué le diría a
Agundio? Que por su miedo no había esperado que saliera la Palomita? No, se
enojaría muy mucho… Siguió pensando. Entraba uno que otro hombre al
despacho y todos parecían muy preocupados; se decían entre ellos unas pocas
palabras en voz baja y salían de inmediato muy apurados. La luna chiquita se
había ido a acostar y nadie quedaba en la calle, por lo que se dispuso a
regresar. Lo hizo mirando hacia uno y otro lado, imaginando que, desde
cualquier rincón le saldría ese hombre que andaba en el pueblo sembrando el
horror de la peste. En casi todas las casas veía velitas que ardían temblorosas,
como sacudidas por el miedo también. Ya no le quedaban dudas de que doña
Juana había desparramado a todo viento la mala noticia y la gente alumbraba a
San Roque y a las ánimas y era más que seguro que esa misma noche,
apenas empezada la novena al santo, habrían escapado del pueblo. No era la
primera vez que tenía que hacerlo ante una epidemia semejante. Por eso las
calles estaban desiertas a esa hora, lo que nunca. Llegó despacito a lo de doña
Santa, deseando que no estuviese Agundio.
-Y? –le largó la pregunta saliendo inesperadamente de entre la sombra.
-Le dije…- mintió tiritando y casi sin darse cuenta.
-Ella misma salió?
-Sí, ella-, continuó mintiendo y mirando hacia otro lado.
-Qué te dijo?- volvió a preguntar Agundio con ansiedad.
-Nada…nada…
-No sabes si estaba el viejo?
-Me parece que lo oí hablar.
-‘Ta que los tiró ‘e las patas! Así que no te dijo nada.
-Nada- volvió a repetir alzando las manos como para que leyera en ella
toda la verdad.
No esperó más Agundio. Entró a la habitación, raspó un fósforo y prendió
la vela. Luego juntó alguna ropa de él y la dejó doblada sobre la cama. Se alisó
de nuevo el cabello, se llenó las manos de agua florida y diciéndole que se
acostara, fue a salir.
-Hay peste…- se decidió a decir Nacho en voz baja viendo que
irremediablemente tendría que quedarse sólo con todos los fantasmas que
desde hacía rato venían persiguiéndolo.
-Qué decís?-, se dio vuelta Agundio, preguntando distraído.
-Qui’a llegado al pueblo un hombre enfermo de viruela.
-Quien te vendió semejante bolazo!
-Don Ciriaco –dijo a tiempo que se sacaba tiritando la camisita
remendada.
-Viejo embustero!-, y al oír unos pasos por el patio, salió- Sos vos? –le
oyó preguntar.
-Sí…que pasó!-. Se alejaron un poco más y siguieron conversando.
-Le puse los puntos. Ya está decidida- le oyó decir.
-No ti’apuraste, hermano? –le conoció la voz a Felisardo.
-No, qué tanta soga! Ya está di’acuerdo. Sabe que la espero en lo de la
Rosa. Si va, bien. Sino alzo vuelo yo solo lo mismo. No la espero más.
-Arreglaste con los otros?
-Del todo no. Pero si la Paloma me falla, lo que no creo, agarro viaje con
lo que me ofrezcan.
-Que macana!
-Yo no sé si será macana, pero ya no aguantó más seguir viviendo así.
-T’enteraste qui’hay viruela en el pueblo?
-Lo que faltaba pa’ echarla a perder del todo…! Pero será cierto?
-Por lo menos hay mucha gente qui’alzó sus caronitas y se largó a los
campos.
-La pucha..! Güeno…vamos. –Y se alejaron como en punta de pie. Oyó
como los pasos se apagaban hasta perderse a lo lejos. Se hizo un ovillo, se
tapó hasta la cabeza y trató de dormir. Pero otra vez llegó el miedo. La peste!
Primero se le aparecieron de nuevo los ojos aterrorizados de don Alí, luego
eran miles de ojos de gatos, brillantes, quemantes, que andaban por los
rincones, se descolgaban de las cañas del techo y subían de nuevo lentamente
a su cama. Entonces ya no podía más y estaba a punto de lanzar un grito.
Quedaba esperando, sin respirar, que llegase a tocarlo cuando aquello, al
parecer, se alejaba; pero le quedaba saltando el corazón en la boca. Si
empezara a amanecer…pensaba. Pero no; faltaba mucho todavía. Se
acurrucaba de nuevo y mordía las sábanas para no gritar. Ni aún después de
que el sueño lo hubo vencido, se alejó de su cabeza ese fantasma aterrador
que volvía en cada una de sus pesadillas interrumpidas por los sobresaltos.
Pero era el suyo un sueño corto, intranquilo, porque en seguida estaba otra vez
con los ojos abiertos tratando de descubrir esos pasos, que apenas se oían,
pero que se acercaban más y más…esa respiración de alguien que estaba ahí,
ahí mismo, a su lado. Sentía la boca seca y aunque hacía calor, un escalofrío
le recorría el cuerpo. Un rebuzno que parecía nacer en la misma pieza y que se
prolongó mucho más allá de lo acostumbrado, le obligó a enderezarse. Algún
galope de caballo se oía alejarse más y más y un coche partía
apresuradamente y desaparecía su tropel, como si se hundiera en alguna
encrucijada misteriosa…Y en lo más hondo del silencio, no supo a qué hora, en
alas del aire que soplaba del sur, le llegó el conocido bordoneo de las guitarras
no había otros guitarreros como Agundio y Felisardo. Y fue una tonada lo que
cantaron, una tonada triste, la despedida de un corazón lleno de resentimiento.
Eran versos a los que no recordaba haber escuchado antes:
“A tu puerta he llegado/pesaroso y afligido
del desprecio que mi’has hecho/m’hi sentido, m’hi sentido.
Ya lu’hi visto por mis ojos/y por mis sentidos muero.
Ya no quiero más amores/ya no quiero, ya no quiero!” (11)
Cuando la canción pareció volverse una luz de estrella, quedó de nuevo
todo en silencio. Intentó dormirse otra vez, pero no pudo. Por un momento,
escuchando el canto, se había olvidado del miedo, pero regresaba de nuevo.
Le parecía que era un bicho negro que andaba por el suelo, arrastrándose y
que en cualquier momento treparía a su cama y se le prendería como
garrapata. Estuvo nuevamente a punto de saltar de la cama, para llegar
corriendo hasta la casa de doña Santa, para pedirle que lo protegiera. Tal vez
cuando ella se enterara que había llegado la peste al pueblo dispusiera
también escapar al campo. Pero los golpes sordos de unos pasos y un
murmullo de voces lo serenaron.
-Pasen- dijo Agundio al tiempo que encendía la vela en la habitación.
-Han cantado como no escuché cantar jamás-, comentó un desconocido.
-Y pa’ una prenda que no se lo merecía!- se quejó amargamente Agundio.
-Ayer la sacamos a esa tonada- Conoció en el que acababa de hablar a
Felisardo, que se había sentado a los pies de su cama.
-Muy bonita, muchachos, muy bonita! –Y luego de una pausa, agregó:
-Pero no sé por qué me pareció que, en la casa donde la cantaron, no había
nadie.
-Que no! Lo que pasa es que el padre de la Paloma, conociéndome la
voz, no me va a dar las gracias nunca, porque me odia. Y ella tiene miedo.
-Levantando un poquito las colchas, Nacho vió que Agundio estaba terminando
de acomodar su ropa en un paquete. Cuando lo hubo hecho, pasándose la
mano por la negra melena, dijo: -Estoy listo ya y dispuesto a viajar con usted.
-Muy bien; ya le digo; no sé qué sueldo l’irá fijar el diputado pero será
bastante. Es un tipo alegre y ahora que vienen las elecciones, él quiere llevarle
alegría a su gente donde quiera se junte para esperarlo. Es loco por la guitarra
y muy buen gaucho el hombre.
-Con más razón, entonces. Cuando usté guste…- Y Agundio levantó su
bulto.
-Vamos. El coche nos espera.
-Felisardo…hermano! –dijo abrazándose a su amigo-. Si algún día llegas
a ver a esa mujer ingrata, decile que aunque debiera despreciarla porque
entregó a otro su corazón por un tirador lleno de plata, la perdono, que la
perdono y la sigo queriendo. Adiós, hermano! –Sopló la vela y salieron. En
seguida se oyó arrancar el coche y hasta lejos se escucho el tamborilear de los
cascos veloces.
Ya no pudo dormir. Mil cosas seguían revoloteando por su cabeza. Se
cubría entero con las cobijas, pero igual lo alcanzaba el miedo. Tras una
eternidad, oyó el primer piar de los pajaritos y que quería asomar por la puerta
la claridad del alba; ya no esperó más. Se largó con desesperación de la cama
y corrió a despertar a doña Santa. Sin embargo, ella ya estaba de pie y andaba
juntando ramitas para prender el fuego.
-Niño! Que bicho ti’ha picado qui’has madrugau tanto!
-Hay peste! Llegó al pueblo un hombre con viruela!- Soltó como un vómito
la palabra terrible.
-Viruela decís? Santa Madre de Dios, Nuestra Señora de la Libranza!exclamó espantada llevándose las manos a la cabeza.
-Quien te dijo eso?
-Anoche…el padrino dijo! Y lo hizo llamar a don Alí, porque él conoce la
viruela…
-Bendito mi Dios! Y yo aquí, solita, sin saber nada! Y Agundio que nu’ha
veniu…! –Su cara estaba hecha una cera.
-Sí, sí vino anoche…muy tarde… y se jue…se jue con un desconocido
–añadió- de inmediato, como si le causara placer dar otra mala noticia.
-Salió otra vez, decís? Se jue a cantar?
-Sí, pero lejos; lo llevó un diputau. Sacó la ropa y llevó todo.
-La ropa también?- Camino hacia la pieza de Agundio con débil paso,
apretándose con una mano el corazón, tanteando, como si de pronto hubiese
quedado ciega. Nacho la siguió, preocupado porque le creyera de una vez.
-No ve?- le dijo indicándole la cama revuelta y la petaca sin una prenda.
No bien alcanzó a ver eso, pegó un grito doña Santa y llevándose las manos al
pecho, cayó como fulminada.
Nacho, sin saber que hacer, escapó a la calle dando gritos: -Se murió
doña Santa! Cayó muerta doña Santa! –pero no se veía a nadie por ninguna
parte-. Golpeó la puerta de los Mora, pero fué inútil. Fue más allá y golpeó de
nuevo una y otra puerta, pero nadie le abrió. Las calles estaban desiertas.
Apenas uno que otro perro las cruzaban al trotecito. Viéndose perdido, lleno de
miedo, se acordó de doña Cruz y hacia la casa de ella corrió como
enloquecido. Como a las dos cuadras la vió avanzar hacia donde él corría.
Nunca le pareció ni más buena ni más santa una mujer.
-Agüela! –gritó sollozando al tiempo que se le echaba en brazos-.
-Qui’andas haciendo por la calle, m’hijo! Vení, vamos a la costa! Todos,
todos se van…hay peste, sabís? –Y se le agrandaban los ojos y batía al
caminar apresuradamente la pollera vieja y sucia.
-A la costa? –Se limpió la nariz con el dorso de la mano y la miró aliviado
–Doña Santa cayó muerta-, le contó mientras le trotaba al lado ya de vuelta
hacia las casas.
-Sí…a la costa… ya mesmo…- siguió diciendo la mujer sin prestarle
atención y tratando de arrastrarlo de un brazo, nerviosa, mirando hacia atrás
como si de un momento a otro la peste fuera a alcanzarlo.
-Allá…- señaló Nacho alargando el brazo hacia la casa de doña SantaElla ‘ta muerta…!
-Dejáte de zonciar…vamos…ha llegau la peste…no te digo? –Y el miedo
le torcía la boca y le ponía sombras en los ojos- O te querís morir aquí? –Y le
pegó de nuevo un zamarrón con todas sus fuerzas.
-Allá…- dijo señalando de nuevo Nacho, en tanto ella lo tironeaba de
nuevo.
-No, no…ya se va Sinibaldo y nos vamos con él en el carro, oíste? Vamos!
Dios nos libre de la peste! –Y echó a andar con rapidez, gacha la cabeza,
haciendo sonar las chancletas, desentendida de Nacho.
El, sin convencerse del todo y sin poder dejar de pensar en doña Santa, la
siguió finalmente hasta llegar al carro que ya estaba listo para partir.
Seguía envuelto en el duro silencio el pueblo y el sol apenas quería
asomar, cubierto por un cielo terroso, lúgubre, agorero.
4
Como en medio de una niebla espesa le llegaban las voces.
-‘Ta achuchau entuavía. –Sintió una mano que se le asentaba en la frente.
-Criatura ‘e Dios! –Un fuerte olor a poleo le llenaba los sentidos y en algún
momento le pareció que quedarían en claro todas sus sensaciones. Pero junto
con ese olor fresco, dulce, penetrante, le llegaba una la luz blanca, potente,
como de cristales de fuego, que lo enceguecía.
-Y qué vamos a hacer con este chico tan enfermo? Tenimos que
disponer…
-Pues… -Era una voz de mujer, gruesa, aguardentosa, a la que le parecía
haber escuchado otra vez, la que asentía.
Como si llegará desde lejos, le pareció oír balar un cabrito. Luego, unas
urracas que llegaron volando alborotaron el algarrobo grande del patio. Se dio
vuelta en el catre de tientos. Tenía frío y temblaba. Sentía como si la noche lo
estuviese apretando y él, con desesperación, buscaba todas sus fuerzas para
escapar, para salir de esa nube negra que lo cubría.
-El burro…
-Mire, si le da la patada más abajito, lo mata!
-Virgen Santa! Que criatura traviesa!- Por el sendero de piedra oía los
golpes lentos del paso de las vacas. Y otra vez el olor a poleo que le llenaba
las manos, la boca, la sangre toda. Y por fin el recuerdo, que se fue abriendo
como un senderito de luz…el burro…su alegría…iba muy feliz…ahora sí
regresaba su memoria…corría…iba corriendo…sí, y después…después otro
montículo de sombra que no lo dejaba avanzar…hay un trecho de frío que lo
obliga a estirarse…ese cansancio llenándole los huesos…él corría muy alegre.
Ah! sí, lo habían mandado al Alto…podría ver a Carmencita…y eso lo llenaba
de gozo… y el burro estaba atado a un poste y el llegó corriendo por atrás y se
acercó para dar el salto y caer montado…y entonces…mueve los brazos,
quiere defenderse, algo le duele mucho, muchísimo, se queja de nuevo… Ah!
el golpe, el golpe fue tremendo…le pareció que empezaba a volar y cayó entre
los poleos. Nada más, otra vez…todo es sombra helada de nuevo…Abrió los
ojos y debió cerrarlos de inmediato, dolorido por el golpe de luz que le llegó por
el ventanuco.
-Hijo! Por fin!
-Que susto nos has pegau! –Le asentaban las manos en la frente, le
palpaban los huesos; y donde le asentaban un dedo, le dolía. Pero le sonría
por haberlas encontrado de nuevo.
-Y esta semana tenimos que dejar la propiedad sin falta!
-Si será desalmau el viejo ese! –Apenas movió la colcha para verla con un
ojo; sí, la conocía, era la curandera.
-Pueda ser qu’el Sinibaldo si’anime a hablarlo pa’ que nos deje quedar
unos días más hasta qu’este chico se reponga; después, que sea lo que Dios
quiera!
-Pues…- Los dos bultos se movían envueltos por una niebla otra vez. Y
las mismas palabras continuaban llegándole como escapadas de una nube de
frío.
-Irnos, si...pero a dónde? –Hubiera querido decirles, al pueblo, pero no
pudo mover la lengua. Su mano tocó la suavidad del cuero en el que estaba
acostado y luego acarició los tientos del catre.
Recordó haberles oído conversar varias veces, que amenazaban con
quitarles la propiedad desde un día que llegaron dos hombres montados en
hermosos caballos. Un baqueano los acompañaba. No entendió muy bien
Nacho de lo que hablaban, pero sí descubrió que, justamente desde entonces,
las cosas empezaron a cambiar en el rancho. Parecía haber menos luz y casi
nadie hablaba. Era como si a las palabras las secara un viento crudo que
bajaba, sin cesar, noche y día de la sierra. El tío Sinibaldo era muy flojo, nadie
podía desmentir eso y parecía que hasta las usutas le pesaban pero ahora
andaba como un pájaro al que le han roto el nido. Se sentaba en cualquier
rincón, una pierna montada en la otra, con los ojos capotudos, de pestañas
cortas y rectas, perdidos a lo lejos o en el techo de jarilla mientras fumaba sin
parar un solo momento. Y la tía Panchita, que era incansable y bulliciosa como
una pititorra, andaba también como doblada por la escarcha. Igualmente el
abuelo, al que veía pasar, curcunchito, largo el cuello estirado hacia delante,
tratando inútilmente de enderezar la cabeza. Lo lindo, todo lo lindo que en “Alto
Vistoso” había vivido, empezó a ser recuerdo.
A los dos o tres días de haber llegado con el tío Sinibaldo huyendo de la
viruela, unos arrieros que cruzaban esa tarde, dejaron la noticia de que no
había tal peste en el pueblo y que la gente había huído de miedo empezaba a
regresar, ya tranquilizados. Contaban los arrieros que habían llegado a la villa
cuando las campanas tocaban a muerto. Al preguntar, les habían explicado que
había fallecido una persona a la que en principio creyeron estaba enferma de
viruela. Pero todo había sido, al parecer, como opinaba don Alí, un sarampión
mal curado, o algo así.
Fue suficiente que escuchara aquello doña Cruz, para que de inmediato
saliera a buscar una jardinera para que la llevara de vuelta al pueblo. Y en la
madrugada que estaban cargando sus cosas para regresar, comprendieron la
imposibilidad de llevar a grandes y chicos y entonces, como Sinibaldo se
quedaba y debiendo dejar a uno de los chicos, optaron por dejar a Nacho.
El mismo tío Sinibaldo lo había pedido: -Y…dejemeló al Nachito- había
dicho con su voz quejosa.
Así vino a quedar en ese rancho que le habían prestado. Y desde
entonces se hizo pastor. A la luz del lucero preparaba su callanada de maíz
tostado y alía con el perro pastor al paso presuroso de la majada. Como no
eran muchas, de una a una las fue conociendo a las cabras y pronto aprendió a
distinguir las dóciles de las mañosas. La Pata Mora, La de Zarzillos y en
especial, el chivato, imponente con su cornamenta y barbas duras, que nunca
se le achicaba a ningún rival; viéndolo tan fuerte, valiente y decidido, soñaba
con llevarlo algún día al pueblo para desafiar al más bravo que por ahí pisara,
porque estaba seguro que lo vengaría de aquella derrota que sufriera Mártiro
Dolores con su gallito guapo; de tal manera, pensaba, curaría su pecho el gran
dolor que las muertes de aquella triste tarde le dejaron. Y ese recuerdo traía de
nuevo con claridad, el momento en que el Bronce quedaba tendido en el suelo,
bañado en sangre, con las patitas para arriba y con él venía la imagen de su
amigo, el gallero, todavía tendido, con los brazos en cruz y luego el “Zorro”,
estirado en la puerta del rancho, duras las patas y mostrando los dientes, como
si todavía estuviese defendiendo la casa de su amo. Y todo eso había sucedido
porque otros más fuertes habían derrotado al Bronce en aquel triste atardecer.
De tales cosas se acordaba con frecuencia en su soledad de pastor andando
por entre los cañadones pajizos o en las verdeantes quebradas, en tanto hacía
volar las piedrecitas blancas con las que jugaba a la payana o haciendo rodar
los palitos para ganarse a la pichica.
A veces las cabras trepaban y trepaban por los cerros altos donde
raleaban ya los árboles y los trinos; y entonces, desde tan hermosos miradores
se entretenía en ubicar la posición de los ranchitos que se divisaban hacia el
bajo, en las cercanías de Larca; el de doña Pacomia, rodeado de altas
palmeras, el de don Anacleto, la casa de las chicas bonitas más allá y la
capillita blanca. O de lo contrario, sentado como en elevado sitial del silencio,
divisaba la grandiosidad del valle del Conlara, lleno de verdes de todos los
tonos, al que imaginaba como un lugar encantado, donde todo era cielo. A
otras, las cabras merodeaban por la quebrada siguiendo la costa del arroyo
bordeada por helechos, calagualas, ramilletes, salvias y altamisas y se dejaba
arrullar por la música del agua, que desgranaba su fantástica pedrería hacia el
poniente. Algún trino lo tentaba a veces y se entretenía buscándole su nido por
el solo deseo de saber si tenía huevos o pichoncitos, o si no, se demoraba
siguiendo las abejitas de palo en busca de su colmenar. Se sentía feliz de ser
pastor, menos cuando corría viento o lo sorprendía en medio de la sierra y su
soledad, esas fuertes tormentas de la siesta que bajaban entre relámpagos y
terribles truenos pareciendo que derribarían la montaña sobre sus débiles
huesos. Y se quedaba en la cueva a la que había alcanzado a llegar, encogido,
temblando de miedo, repitiendo alguna de las oraciones que le había enseñado
doña Santa.
Pero su vida de pastor se acabó de pronto, cuando una noche llegó el tío
Sinibaldo diciendo que a partir del día siguiente, tendrían que salir con una
tropa de burros a bajar cal desde los cerros y que él tendría que puntear
adelante como marucho.
Se puso contento, porque había visto otros chicos que cabalgaban
guiando la tropilla y eso le gustaba. Además podría andar a caballo, aunque
fuera en burro o yegua, no importaba. Descansarían sus pies que siempre
estaban lastimados, porque no había de faltar espinas o guija afiladas que no
se le clavara.
Esa noche comió con más gusto su zapallito asado con leche, le pareció
más blando el cuero sobre el que tendía una carona y su corazón se apresuró
a traerle el sueño, esperando que lo despertara al amanecer para latir de
alegría.
La tía estaba muy contenta, el tío tomo medio litro de vino como para
retemblar el ánimo y los chicos, como siempre, lloraron hasta que lo venció el
sueño. Le oyó decir que ganaría mucho dinero, que comprarían un ranchito,
alguna vaquita y muchas cosas más. Parecía soñar despierta la tía Panchita
sacando cuentas y cuentas de lo que compraría y el tío como si no fuese de
este mundo, asentía con la cabeza chiquita diciendo a todo: ah, ah…
El alba lucía toda en el lucero, cuando ya arrancaban del patio, él adelante
como un general y atrás, siguiéndolo, la tropa de diez burros, todos cargados
con harina, azúcar, yerba y lo que fuese; la sierra, al frente, parecía
agigantarse a medida que subían y subían y Piedras Blancas, señalada arriba
por el color de sus piedras, parecía alejarse más y más en el repecho
empinado. Por momentos el miedo le borraba la alegría de ser marucho,
cuando el senderito apegado al importante cerro, se estiraba bordeando un
rumoroso precipicio. Seguía y seguía tratando de olvidarse; abajo, muy
profundo, como un esquilón gigantesco, resonaba el cencerro de la yegua
madrina. Desde las piedras ásperas y peladas, divisaba hacia el bajo, lejos, el
mundo verde de los pájaros, sus bellos colores. Allí la soledad era como un aire
frío que le llegaba hasta los huesos, aunque el sol pareciera andar al alcance
de la mano. Solamente escuchaba el repiqueteo parejo de los vasitos menudos
de la tropa, algún estornudo, un largo rebuzno de miedo. Y los hombres, atrás,
mudos, apenas si arrojando algún pedrisco a la distancia a alguno de los
animales que remoloneaba o alentándolo con uno que otro grito, que las
quebradas multiplicaban deshojándolos hasta deshacerlos en ese sordo mundo
de piedra.
Al fin llegaban a la cantera y en ella los hombres quemados por el polvo
de cal, salían de las cuevas como bichos despellejados, muchos sin pestañas,
con las manos y los brazos desollados. Y era descargar para la cantina lo que
llevaban y cargar las árganas con cal para regresar de inmediato; apenas si el
descanso daba tiempo para aflojarles las cinchas por un momento a las
bestias, dejarlos que se revolcaran y bebieran; luego, de cara al valle, iniciaban
la marcha incesante otra vez.
De tanto ir y venir en su oficio de marucho, Nacho conoció la baquía de
estos animales para descender por esas cuestas de Dios, uno tras de otro en
los estrechos senderos, curtidos a la sed y al hambre, humildes, entregados a
su duro destino. Al llegar a “Macho Muerto” y conociendo que la playa de
descarga quedaba cerca, solos apuraban el paso y más rápido movían las
patas, acezando, pegando largos, electrizantes rebuznos de alegría. Y una vez
en ella, sin que nadie les ordenara, se detenían en el mismo lugar a esperar
que los aliviaran de su cargamento. Cumplido esto, tras un revolcón en la
arena, ya estaban como recién traídos del potrero para iniciar el regreso. En
ese constante ir y venir, se le endurecían los huesos a Nacho y en los espejos
de agua que atravesaban y en su propia sombra, reconocía su figura, con el
sombrerito de trapo, tristes los ojos, la cara flaca, largas las piernas. Entonces
él pensaba que así nomás tenía que ser porque él no tenia madre; porque veía
a los chicos de la tía Panchita que con sólo mirarse en los ojos de ella parecían
lavarse la cara y hacerse más lindos, borrados de sus rostros todo rastro de
dolor o de tristezas. Le parecía también, que él se asemejaba mucho al perro
pastor que sólo se lamía sus embichaduras para curarse. Pero no dejaba que
se prolongasen esos pensamientos lacerantes, porque tenía otros más lindos.
En la noche, mirando tiritar alguna estrella, el perfume de las flores de la
quebrada, le traían recuerdos del río, de la plaza, de las callecitas del pueblo y
con ellos, las manos de Clarita acariciándolo y sus palabras llenas de cariño; o
también la dedicación con que el gallero le servía el platito de locro o el
churrasquito compartido, como si realmente fuese un hijo a quien atendía.
Llegó el invierno y la tía empezaba a prepararle una ropita gruesa para
hacer frente a los fríos, cuando el tío, al regresar una noche, los sorprendió con
la noticia.
-No, m’hijo, no se prepare; mañana nu’iremos a la cantera- Con una
pierna montada sobre la otra, sentado en un banquito, chupaba lentamente el
pucho al tiempo que se acariciaba el ralo bigote negro.
-Cómo dice?- La tía dejó de zurcir para oírlo mejor.
-Hi sacau cuentas…y es trabajo que no me conviene este de la cal
–Hablaba con voz aflautada y soltaba una palabra lejos de la otra, como si le
costara pronunciarlas.
-Pero Sinibaldo… -No dijo más la tía. Sabía que era inútil protestar. En
nada le haría modificar su decisión. Dos o tres meses en el mismo trabajo lo
hastiaba. Y se quedaba a pensar, a vagar de aquí para allá, siempre en
silencio, como si le molestara que le dirigieran la palabra, como si su vida
hubiese sido hecha para andar siempre solo.
-Mejor!-, pensó Nacho –Y desde entonces, el tío, luego de vender la
tropita de burros, volvió a su viejo oficio de changador. Nacho le ayudaba a
veces, como pastor, carrero, en alguna corta y trilla o techada; menos mal, que
nunca le faltaba trabajo, de manera que la ollita siempre aromaba con su rico
olor a puchero o a locro, cuando no era el muy grato zapallo asado.
Si ella protestaba pidiéndole que buscara un trabajo que le rindiera más,
con un ligero brillo que se le asomaba a los ojos y con una sonrisa que sus
labios apenas sabían dibujar, le respondía: -No se mi’apure, Panchita! Ve que
mujer más atropellada, ésta! Ya tuito mejorará. Que no oyó decir que ya vienen
los gringos con los bolsillos llenos de plata a comprar tuito lo nuestro?
-Lo nuestro? Y qu’es lo nuestro?- le preguntaba ella, incrédula.
-Los bosques que tenimos, las minas, los animales, los campos, todo.
Ellos se vienen con hambre ‘e llevarse todo y todo les gusta.
-Y se las llevarán…que zonzos nu’han de ser, como nosotros. Pero…y
nosotros qué vamos a remediar con eso?
-Ve? ‘Ta qui’había siu desalvertida! Lo que tengamos, mucho o poco, lo
vamos a hacer plata áhi nomás. Y después…habrá trabajo a rodo y correrán
las monedas como el agua.
-Que fácil que le parece!- se lamentó ella, llorosa.
-‘Ta pensando que son mentiras mías? Preguntelé al compadre Juan o al
Timoteo; ellos ‘tuvieron en el pueblo y saben mejor…s’ están preparando allá
de lo lindo pa’ embuchar. Y a más, ‘ta por llegar al pueblo el fierrocarril.
-Fierrocarril? Y qu’es eso! –Los chicos también abrieron grandes los ojos.
El mechero largaba de vez en cuando una gruesa bocanada de humo que les
borroneaba los ojos y los hacia lagrimear.
-El tren…? –No entendía nada, nada, la tía –Qué es eso?
-Qué se yo! –Y luego de quedarse pensando un buen rato, agregó: -Unas
chatas de fierro, que van por un camino de fierro también, como si volaran,
muy, muy ligero.
-Jesús, María y José! –Se santiguó asustada la mujer –Será posible?
-Y cómo no…! Y por áhi vendrá tuito lo güeno…
-Virgen santa! Y tanta gente di’otra laya! Dios nos libre y guarde!
-Gringos…Y qué tiene que ver! Son cristianos lo mesmo que nosotros. Ni
más ni menos- añadió con su voz tiple y desganada el tío.
-Pero…- El susto de la mujer quedó espejado en el rostro de los hijos
pequeños, hasta que, finalmente, cayeron rendidos en las caronillas tendidas
en el suelo.
Y era cierto que los más leídos empezaban a hablar del ferrocarril y se les
hacía agua la boca. –Ahora sí, no ve, compadre? Casi ni vamos a tener
necesidá de trabajar… con vender la leña o hacerle carbón, ya está. Olvidesé
di’andar sobando una lonjita o sembrando un cuadrito ‘e trigo que se lo comerá
la langosta. Ahura viene la plata…y mucha!- Y se saboreaban, como si el
tesoro estuviera ahí, al alcance de la mano.
Nacho los oía conversar cuando llegaba alguna visita y sentados en el
patio hacían correr la ginebra. Solamente el abuelo, agachadito, curcuncho,
desde el tronco que le servía de asiento, los escuchaba en silencio, se
quedaba pensativo y de vez en cuando, allá lejos, interrumpía la conversación
con algunas palabras dichas en voz baja, que más que nada eran un gruñido:
Uhhhh! –alzando sus manitas flacas.
Y de eso mismo conversaban en las noches cuando iban al Alto. No había
nadie que no dijera que las tres niñas que ahí vivían, eran las más bonitas del
pago; eso sí, muy pocos tenían la suerte de verlas. Vivían recluidas por
razones que muy pocos podían explicar, en compañía de un hermano mayor.
La casa era de las mejores del lugar, con comedor, sala, cuadros en las
paredes, un espejo, jardines y quinta. Cuando ellos llegaban de visita, en
seguida sacaban unas copas muy lindas y platos de loza, según fuera lo que se
disponían a servir y todo, licor o dulce, eran exquisitos. A Nacho le pegaba un
brinco el corazón cuando la tía Panchita, que era la pariente pobre de esa
familia, les ordenaba a todos los chicos que se lavaran bien y se pusieran la
otra muda, porque esa noche irían de visita al Alto. Ya por anticipado
saboreaban las cosas ricas que siempre les servían y él, por su parte, se
alegraría viendo a las Tres Marías tan bonitas, suaves y olorosas, que lo
besaban al llegar y se quedaban mirándolo.
-Pero mirá! Que hermosos ojos tiene!- decían y mientras lo observaban, él
se quedaba paradito, aspirando el perfume de ellas y dejándose admirar por las
tres que se aproximaban a mirarle los ojos.
Pero no era tanto por eso su alegría, sino por que luego de estar un rato
entre los mayores, se reunían con los niños de un vecino y si la noche era de
luna, jugaban sin cansarse a la “cáscara rueda” o al “hilo de oro, hilo de plata”.
Y se alegraba porque vería a Carmencita, podría sentarse al lado de ella, le
oiría la voz de cascadita de arroyo que tenía, le miraría el rostro moreno, más
lindo que el de las Tres Marías juntas; estando al lado de ella, sentía algo así
como eso que había oído decir que llamaban felicidad: como un suave
calorcito, una alegría, el corazón, lleno de ganas de reír.
Cuando los amiguitos se iban porque se había hecho muy tarde, ellos
volvían a la rueda de los mayores y sentados a una orilla, se quedaban
cabeceando, escuchando las conversaciones por pedazos. Otra vez volvían a
oír hablar del ferrocarril, de grandes tropas de carros, de hachadas que se
estaban empezando ya, de grandes hornos de carbón. Y siempre el abuelo
tenía que salir contando alguna historia de aparecidos, brujas o fantasmas, que
nunca le faltaban. Entonces, ellos, abriendo más los ojos, encogiéndose
muertos de miedo, le oían contar siempre cosas diferentes.
-Yo también, como muchos, en aquellos años me réiba ‘e la luz mala que
dicen aparecen por “El Retumbadero”, pero un güen día aprendí que nu’era
broma, caracho! No se si ustedes si’acordarán que por áhi supieron matar a un
tal Gauna y a su hijito, angelito ‘e Díos! Y la cruz áhi ‘ta entuavía, ustedes la
habrán visto- contaba alargando aún más el cuello, siempre bien estirado:
-Güeno, mejor dicho, el padre jue el único qui’hallaron muerto áhi, en ese
mesmo lugar. El chico no; el chico desapareció; jue por demás que le buscaban
el rastro, porque nu’hallaron nada. Tal vez se les escapó, pero qué podría
hacer una criatura ‘e cinco años, sola, perdida en medio d’esos montes…y
ustedes saben lo que son esas espesuras, no? Si hasta ‘e día, cuando uno
pasa por áhi se l’encoge el cuerito. No, caray! Tal vez el chiquito se lo comió un
lión o vaya a saber qué!
Se quedaba callado el abuelo, tal vez ordenando lo que vendría después
o, a veces, como si ya se hubiese olvidado de lo que estaba relatando. Ya
sabían que era necesario azuzarlo con un “y di áhi”? para que continuara con
su historia.
-Y bueno…cómo les venía contando…una vez, hace bastante ya,
necesitaba tomar la mensajería hasta “El Morro”, que pasaba a la villa a la
madrugada, de manera que preparé mi mulita y salí poco antes ‘e la
medianoche, cosa ‘e llegar a tomarla sin apuro. Mi mula era güena y sentidora,
que daba miedo. ‘Taba serenita la noche y yu’iba sin cuidau, pensando en otra
cosa, cuando entré por “El Retumbadero”. Qué espesuras, mi Dios! Unos
vizcachones gruñían correteándose por los desplayaus, y alguna lechuza
chillaba como si viera pasar el zorro. En eso, la mula paró las orejas y ya se me
plantó en seco, también. L’empecé hablar y a tocarla despacito con las
espuelas, hasta que siguió a las culanchadas, bufando desconfiada. Apenas
había andau un trechito, cuando sentí algo raro atrás mío, una cosa que m’hizo
enfriar la sangre. Miré con el lau del ojo y ví un bulto blanco sentau en las
ancas. Carafita! Que se había puesto fiero el caldo ‘e gato! Ni necesidá tuve
di’animar la mula, porque al sentir aquello, salió como alma que lleva el diablo!
Que julepe, compañero! Y esto que les cuento, mi’ocurrió áhi, donde ‘ta la vieja
cruz en “El Retumbadero”.
El camino de regreso en esas noches lo hacían los chicos a las
espantadas, como la mula del abuelo, porque cualquier sombra que dibujaba la
luna, cualquier bulto que se levantara, o el leve crujido de la horqueta de un
árbol movido por el viento, ya les parecía que era el fantasma o el alma del
angelito que andaba clamando por su salvación.
Ya en la casa, aliviado de todas sus pesadillas, por más cansado que
estuviese y siempre muy duro su catre, Nacho se había de quedar recordando,
por un largo rato, los momentos pasados en sus juegos, pero, en especial, el
rostro de Carmencita, cada uno de sus gestos cuando se le acercaba, cuando
lo elegía a él como su compañero preferido. Carmencita! Un aletazo de sueño
se la borraba junto con las estrellas, para encontrarla de nuevo al amanecer
entre el perfume de nardos que tenían aquellas noche de verano y el rumor de
la acequia, que baja cantando desde los cerros.
Con el sol que asomaba sobre las crestas azuladas de la sierra grande,
todo recuerdo sombrío quedaba atrás y empezaba de nuevo la vida llena de
luz, de trotes largos en su burro por los senderos pedregosos, orillando las
acequias que bajaban velozmente entre peperinas y hierbabuena. Si era en
verano, lo acogía el arrollo con sus baños cristalinos y la sombra fresca de
cocos y de inmensos molles y el concierto infinito de los pájaros que cantaban
hasta ver florecer la primera estrella de la tarde. El su burro, libres por las
mesillas de piedras, por las cuestas escarpadas, por las sendas que se
enroscaban a los cerros hasta coronarlos. A veces, solamente el hambre lo
traía de vuelta a casa. Gozaba igualmente cuando lo mandaban a Larca a
vender los cueros del cabrito. Que lindo era el pueblito con su capilla blanca,
su puñadito de casas rodeando la plaza y los canales de piedra atravesándolo!
Larca aparecía siempre transparente al sol, con el campanario blanco casi
tocando la inmensa sierra azul. Luego de cumplir con los mandados, compraba
cinco de pan, ponía el burro al tranco y regresaba silbando.
Llegó un tiempo en que no sabía bien que pasaba, pero se daba cuenta
que algo amenazaba esa dulce felicidad suya; la veía triste a la tía Panchita y
cada día la encontraba más flaca; la comida había empezado a escasear y
nadie, al parecer, tenía deseos de hablar en la casa.
-No jué a hablar con el juez? –Oyó varias veces que le preguntaba ella al
tío Sinibaldo cuando regresaba en las tardes.
-Y pa’ qué!-, le respondía con la boca pastosa, desalentada la mirada.
-Cómo pa’ qué! Acaso no sabe que nos van a quitar la propiedá?
-Y güeno… así nomás será…- Y sentado en el banco, apretándose las
menos entre las rodillas huesosas, se quedaba con la cabeza baja, mirando el
suelo.
-Qué no le da pena perder el rancho que tanto nos costo conseguir? Los
corrales, la huertita, esta poquita cosas que tenimos?- le echaba en cara,
afligida.
-Pa’ qué calentarse! Al cuete son los candiales y los caldos de gallina.
La tía se iba a sollozar a escondidas por la cocina o atrás del horno donde
no la viera nadie. Al Nacho le daba rabia verlo al tío tan grande y tan dejado.
Claro, que le iban a dolor las cosas que había en la casa, si ella, juntamente
con el abuelo, era quien las conseguía a fuerza de trabajar el día de punta a
punta! A veces, cuando ella continuaba insistiendo que fuera a hablar con el
juez, ya molesto, quedaba empacado como un león y ni a tomar agua a las
casas se acercaba; o también, en otras, disgustado, todo lo que hacía al
recordarle que les quitarían la propiedad, era,: -Mejor, así nos vamos a la villa.
Allá vamos a tener tierra gratis y güen trabajo en la mina. Ahi si que se gana
plata! Que tanto lamentarse!
-Y usté se va a meter en la mina a trabajar?-, le preguntaba la tía
totalmente descreída. –Ese trabajo nu’es pa’ usté, m’entiende?
En tanto ella seguía hilando de noche, cuidando los chicos, haciendo la
comida, cerrando portillos para que no se entraran las cabras a los sembrados,
pareciendo a veces que se le iban a quebrar los huesitos con tanto esfuerzo.
Nacho, contagiado con la tristeza que veía, también llegaba a pensar:
mejor si nos vamos al pueblo! Y apoyando la cabeza en la pared, veía de
nuevo las callecitas, el río, la plaza con los árboles nuevos y en ella su padrino.
Lo recordaba con su cara de hombre bueno, serio, atendiendo a todos los que
se acercaban a pedirle un conchavo o un lugarcito para levantar su humilde
vivienda. Casi todos venían acobardados de esa vida solitaria y rodeada de
peligros que llevaban, castigados por las pérdidas de cosechas o por
asaltantes solitarios y anhelaban conseguir su derecho a la felicidad.
Lo recordaba también en la oficina, dictándole ordenanzas y más
ordenanzas a Ramón, preocupado porque el pueblo progresara de una vez:
“Todos los vecinos –le dictaba-, blanquearán sus edificios por el interior de
ellos con cal, en el termino de ocho días. Los corralones, sitios, patios y el
frente de la calle de cada propietario, en el término de seis días los pondrán en
las mejores condiciones de higiene. Botarán la basura a una distancia de seis
cuadras de la plaza por la parte este, siendo prohibido quemarla en el radio
municipal. (12)
-Ah,- decía arreglándose el bigote- y también esto: “Queda prohibido
desde la fecha atravesar con arreos de animales, cualquiera sea su especie,
por las calles de la plaza de esta villa. Los contraventores pagarán 5 pesos de
multa. Y los que aten animales en los postes o alambres, pagarán dos pesos”
(13).
Y entre aquellos recuerdos, regresaba Clarita, que lo quería como una
madre y doña Santa con su cara blanca como una cuajada y junto a ella
Agundio y Felisardo con sus cantos y guitarras. De todo eso se acordaba y
llegaba a pensar como el tío que era mejor irse a vivir al pueblo. A veces lo
veía montar su machito, muy temprano y marcharse sin rumbo; regresaba a la
noche, cansado, muerto de hambre, descompuesta la cara, como si hubiese
andado conversando con el “uñudo”; largaba el machito y se sentaba en
cualquier rincón, como si fuese el único habitante del mundo. El abuelo,
sobando siempre una lonjita, lo miraba desde lejos y meneaba la cabeza, como
diciendo: “esté ya no tiene vuelta”!
Además, por ese tiempo aumentaron los forasteros que llegaban en
vistosos y bien aperados caballos o en regios coches, buscando a los dueños
de los campos para proponerles negocios muy convenientes. Casi todos
hablaban lenguas extrañas, pero habían aprendido muy bien lo necesario para
hacerse entender en aquello que les interesaba.
-Cuántas hectáreas su bosque?
-Tantas…- le respondían.
-Yo oferta tanta plata en mano por monte-. A veces el criollo, que ya había
cerrado trato con otro comprador, se disculpaba diciendo: -Discúlpeme; no
puedo; ya lo vendí.
-‘Tonche, yo ofrezco doble.
-No, no se trata de eso, don; yu’hi dau mi palabra y tengo que cumplirla.
-Palabra?- No entendían-. No firma todavía papeles?
-No, don; papeles no. Pero hi’dau mi palabra, no le digo?
-Palabra…palabra…y que valer palabra?- y volvía a la carga con la
tentación. –Yo dar tres veces más por monte… platita en mano…usté ser rico
así… Si no firmó papeles… que palabra ni palabra…! Aquí tiene billetes…- Y
había más de un criollo que de tal manera empezaban a dejarse tentar por los
puñados de billetes y mandaban al diablo la heredada costumbre de respetar la
palabra empeñada para cumplir un compromiso.
Los forasteros llegaban como sedientos, buscando bosques vírgenes,
preguntando por minas, haciendo hurgar aquí y allá en las sierras, olfateando
donde podría estar el gran negocio, restregándose las manos con fruición
cuando descubrían algo que podían satisfacer sus grandes apetencias.
En tanto él oía a los criollos comentar entusiasmados en el boliche
mientras dejaban pasar las horas vacías: -Ahura sí…se viene nomás el
fierrocarril! Vamos a tener plata a carradas! Sabís en cuanto vendió ya el monte
don Cenobio? –Y daba una cifra que dejaba abriendo la boca a todos los
presentes- Y vamos a poder fletar y quemar carbón y trabajar en la minas bien
pagos. Al diablo las hachuelas y guadañas!
-Eso si que va a ser vida!- comentaba otro con entusiasmo.
-Lindo, hermano! Vamos tomando un trago a cuentas!- Y pedía, contento,
otro medio litro- Y brindaban y brindaban con alegría incontenible hasta quedar
con los cogotes cruzados, borrachos, vencidos, estupidizados.
A casi todos les alegraban tales noticias, menos a las mujeres que
protestaban por la llegada de esas cosas nuevas que ya se avecinaban; según
lo que contaban, pronto se produciría el nacimiento de una forma de vida
totalmente nueva y jamás imaginada por los criollos, que ha todos los haría
muy ricos, de la noche a la mañana. Bastaba tener algo, aunque fuese muy
poco para vender y ganas de trabajar, aunque tampoco fuesen muchas, pero
que un futuro cercano, todos pudieran vivir como grandes señores.
-Oficios? Pa’ que oficios! Si por eso no pagan nada! Ahura m’hija la plata
vendrá sola. Basta con tener dos brazos. Que oficio ni oficio! Ganaremos plata ,
muchísima plata sin saber ningún oficio. Ya verá! –Y eso de vivir como
señores, que en otros tiempos no les había preocupado en absoluto, se les
había vuelto necesario de pronto y por eso se quedaban las horas, sentados
ante un medio litro, soñando con la forma de ganar más y más para tener más
para gastar, para darse buena vida.
-Por fin, hijo!- Volvió a oír la voz quejosa de la tía Panchita esa mañana y
luego la gruesa y áspera de otra mujer, a la que asociaba, sin saber por qué,
con la voz de una bruja.
-Eso le pasó por travieso! Bien hecho! –Se dio vuelta de nuevo en el catre
y por un tiempo muy largo, quedó perdido en un mundo de pesadillas, y de
sueños tormentosos. Carcajadas de brujas se entremezclan con pelotones de
hormigas negras en lo más oscuro de un vizcacheral, donde a él lo obligaban a
revolcarse. Gritaba entonces, y alguna mano que le apretaba las suyas, le
ayudaba a despertarse y volvía a un mundo en el que se sucedían las sombras
y la luz. A veces, en ese estado, se quedaba largo raro como si le escuchara
contar al abuelo, viejas cosas que ya las había contado hacía muchísimo.
-Si no lo sabe, m’hijo, sepa que las águilas pelian a garrotazos con las
alas. Ah! Y sabe otra cosa? Yu’hi visto en las cumbres cómo les enseñan a
volar a los pichones. Vea, primero lo levantaban al pichoncito como a unos
cincuenta metros y los largan pa’ qu’el bicho vaya ensayándose y endureciendo
las alas. Después los sueltan desde más y más arriba, así hasta que aprenden
a planiar solitos. Y sabe como les enseñan a buscar presa? Primero les
enseñan a matar. Ellos agarran un bicho chico nomás y se los llevan al nido pa’
el pichón lo mate…y se lo coma por supuesto. Despué le llevan otro más
grande y así, ya cuando salen del nido, salen sabiendo matar. Viera qu’es lindo
verlos ‘e cerca! Eso sí, es peligroso, porqu’el nido, muy pelau él, lu’hacen en
las cumbres, encima ‘e los despeñaderos.
Cuando Nacho amaneció con ganas de correr un día, ya todo estaba
preparado para partir. El juez había dado la orden de desalojo. Habían cargado
el carrito con los catres y cajones, la batea, el mortero, los lazos, las ollitas; y
para llevar arreando, un puñadito de cabras. Estaban más tirantes los ojos de
la tía Panchita y el único que se lo veía desconocido, era el tío Sinibaldo.
Caminaba de aquí para allá, restregándose las manos con muchas ganas de
conversar, con la sonrisa difícil de armar en su boca desparramada,
ofreciéndola a uno y a otro, como si fuese su camino de liberación. Los chicos
lloraban, cacareaban las gallinas encerradas en unas árganas viejas, algunos
de los perros aullaba como dando el adiós para siempre al “Alto Vistoso”. Ya
por el camino, el tío Sinibaldo que no cesaba de hablar, soñando igual que un
niño al que le han regalado el juguete codiciado.
-Ahura, sí, Panchita! Tuito será diferente!
-Dios l’oiga!-, respondía ella débilmente, sobre el traqueteo del carrito. Por
largo rato callaban, cada cual ganado por sus propios pensamientos y
preocupaciones y solamente se escuchaban entonces, el ruido de las cadenas
y el traquetear parejo de las mulas en su marcha al cuesta abajo. Se divisaba
como ahumado el valle; tierra y humo oscurecían a aquel día de agosto de
1904, la verde gema que irradiaba siempre desde su hermosa amplitud. Largo
se les hizo el viaje, más todavía cuando cruzaban por “Pozo Cavado”. Un
vientecito frío que corría desde “Los Cerrillos” por el pelado cañadón, los hizo
sufrir, cortándoseles las carnes. Apuraron más las mulas y dando diente con
diente, llegaron por fin a Villa Dolores.
Un pueblo muy distinto al que conocía empezó a descubrir Nacho. En los
cuatro o cinco años de ausencia, no lo sabía bien, habían construido muchas
casas más; todas estaban embanderadas aquella tarde y la gente iba y venía
como en los días de las grandes fiestas.
Ubicaron en seguida el lote que le habían donado al tío Sinibaldo y sin
mucho apuro entraron a descargar el carro. Nacho, ansioso por ver de cerca de
la gente, por descubrir las cosas nuevas que le ofrecían a los ojos, sintiéndose
un hombrecito ya, llevado por su alegría y curiosidad, ganó la calle y se mezcló
con los que pasaban para uno y otro lado, riendo y conversando, muy
contentos todos, como si se les hubiesen pintado las sonrisas en el rostro.
En los almacenes y en la fondas, los caballos atados a las argollas,
confirmaban que la espera venía siendo larga, porque se les veía la panza
sumida a los animales y trillado el lugar donde pisoteaban.
Miraba atentamente a cada una de las personas que encontraba,
buscando alguna cara conocida, pero era inútil. Toda parecía ser gente nueva,
diferente. Gringos y turcos, en su mayoría, pasaban hablando en voz alta,
acomodándose las gorras ajustadas a los gruesos sacos que lucían, todos
vestidos, como igualmente los criollos, con prenda de domingo, las mujeres con
vestidos de vivos colores y muchos chicos con unos botines tan pesados, que
apenas si podían levantar los pies del suelo.
-A l’estachione! –les oía decir a muchos de ellos. Qué será eso, se
preguntó; pero todos en ese momento caminaban hacia el este del pueblo, por
lo que se dispuso a hacer lo mismo. Había, ahí cerca nomás, una casa nueva,
muy bonita, con techo rojo, a la que le habían hecho, además, unos veredones
anchos, donde empezaba a concentrarse la gente. Veía muchas banderas
azules y blancas y otras de distintos colores y unos músicos con acordeones y
guitarras tocaban piezas muy alegres.
-El tren! Cómo será el tren! –se preguntaban en las distintas ruedas que
se habían formado y a las que él se aproximaba curioso. En un momento,
viendo tanta ansiedad, le entró miedo y estuvo a punto de escapar corriendo en
busca de la tía Panchita, pero en ese momento se encendieron unos faroles
grandes y muy bonitos y entonces dispuso quedarse para ver que ocurriría. Por
un rato continuó todavía el bullicio y se escucharon las risas nerviosas de la
gente. Algunas personas subieron al palco adornado con banderas y entre
ellas, distinguió a su padrino, con traje nuevo, acompañado por don Heriberto,
don Medardo y otros amigos de él.
-El tren! El tren! –oyó de pronto que gritaban algunos y empezaban a
correr hacia el sur, atropellándose. Sonó la campana, tocaron unos pitos, los
músicos arrancaron con una polca y se escuchó primero un rumor seco, tembló
la tierra y desde la curva, vió aparecer una hilera de luces que avanzaban, algo
así como un río luminoso que corría resoplando como un toro gigantesco,
envuelto en su triunfal avance por un silbato agudo que sonaba sin cesar.
- El tren! El tren! -Y mientras muchos hombres se abalanzaban a la orilla
del andén para ver mejor, las mujeres y los niños, tomados fuertemente de las
manos, retrocedían poseídos por el miedo, temblando, con la respiración
entrecortada, abiertos los ojos, sacudidos profundamente por aquella aparición
fantasmal.
Rápido como la luz, entre fuertes pitos, reventar de cohetes, resoplidos,
sonar de campanas y ruido infernal de hierros, envuelto en una espesa
polvareda, aquel gigante entró a la estación despidiendo un aire caliente y
coronando su entrada con un alegre é interminable silbato. Más fuerte hacían
sonar la campana de la estación y la gente, nerviosa, gritaba y aplaudía, se
mordía los labios, daba saltos incontenibles, encendidos los ojos por la
emoción, descargando así a los cuerpos de tan tensa espera.
- El tren! El tren! – Allí estaba con su coche para pasajeros, lleno de luz y
la máquina, poderosa, resoplando adelante.
Antes de que se detuviera, un señor vestido con uniforme azul y botones
dorados se descolgó corriendo, tocando un silbato y gritando: -Concarán! Al oír
aquello, todos aplaudieron y alguien gritó de nuevo, eufórico, descontrolado:
-Viva Concarán! Y en coro potente, los presentes respondieron en forma
vibrante: -Viva!
Muchos señores y señoras bajaron de los coches y subieron al palco,
donde el padrino, entre otros señores muy bien vestidos, que leyeron sus
papeles, dijo un discurso como aquéllos que le había escuchado decir en la
plaza para las fiestas patrias. De nuevo todos aplaudieron y vivaron a la Patria,
entre el reventar de cohetes y sonar alegre de campanas. En seguida, algunos
viajeros en lengua muy enredada, hablaron un rato largo de cosas que él no
alcanzó a entender. Finalmente salieron en grupos para el hotel donde cenaría
la comitiva, en tanto otros se preparaban para el asado popular que se serviría
allí mismo. La orquesta, en tanto, que no se daba descanso, hacía arremolinar
a las parejas que se dejaban llevar por la música en medio de las risas y la
alegría desbordante de todos. Cómo brillaban los vestidos de las mujeres y
lucían de buenas mozas con sus vistosas caravanas y collares! Los hombres
no se quedaban atrás haciendo brillar sus tiradores amonedados, sus botas y
polainas lustrosas, sus flamantes pañuelos al cuello! A cada momento el grito
de Viva Concarán! reventaba en el coro bullicioso y los que se acercaban a las
mesas donde se servía el asado, alzaban los vasos regocijados brindando por
la salud de los presentes. Más allá, los cohetes en serie interminable, seguían
haciendo espantar a los caballos y enloquecer a los perros de la vecindad.
En medio del bullicio y entre un remolino de gente, alcanzó a divisar a
Clarita, llevando a una nenita de la mano.
-Clarita! Madrina!- le gritó siguiéndola, pero ella no le escuchó y se perdió
apresuradamente entre el gentío.
-Miralo al Nacho! Nacho!-, oyó que lo llamaban desde atrás. Cuando se
detuvo, corrían hacia él Cachilo y Juancho.
-Muchachos!- se abrazaron emocionados.
-Qué grandote estás, Nacho!
-Y ustedes parecen unos hombres ya!
-Ti’acordás cuando nos bañábamos en el río?
-Y aquella vez que m’hiciste corcoviar el burro tirándole ‘e los pelitos de la
cola y nos guastó como chicotazo en los churquis?
-‘Ta güeno ‘e recuerdos ya –dijo el Juancho-. Vengan qui’aquí ‘ta lo
güeno. –Siempre riéndose, caminaron costeando las altas barandas de madera
que rodeaban los jardines de la estación hacia el sur.
-Ya verás lo que nos hallamos! –Los tablones donde habían trabajado los
asadores estaban vacíos. Los hombres, más allá, carcajeaban y bebían
olvidados de todo. Pasaron al otro lado de los baños y agachándose, el
Juancho, de entre unos churquis, levantó triunfalmente una botella.
-Y ‘ta llenita! –dijo con la cara llena de risa-.
-Y es rico lo que tiene! –agregó el Cachilo saboreándose-. ¡Probá!
Nosotros ya nos mandamos unos tragos. Nacho se llevó el pico de la botella
los labios y luego de gustar ligeramente el líquido, se mandó dos tragos largos.
-‘Ta muy rico! Que es, muchachos?
-Ani.
-Ani?
-Sí...anisau, no vis?
-‘Ta muy güeno. Tomá vos, ahura-. Y le pasó la botella. Se sentaron
haciendo ronda y desentendiéndose del frío que los obligaba a encogerse,
continuaron bebiendo de trago en trago.
-Ahurita llegará otro tren lleno de gringos.
-Más gringos?
-Sí; van pa’ la mina.
-A la mina? –Nacho estaba en la luna.
-‘Ta de lindo allá...vieras...!
-Es como si juera un pueblito- aclaró el Cachilo.
-Cuando vas llegando, se ve abajo a la gente como un hormiguero-, le
contaron. Cuando el contenido de la botella bajo de la mitad, luego de un
momento de euforias que orilló todos los temas, la charla empezó a decaer; la
modorra los fue aplastando parejo. En eso, Nacho vio que las luces, a la
distancia, gritaban y gritaban cada vez a mayor velocidad. Vencido, finalmente,
soltó la cabeza y no supo más nada.
El fuerte tropel de otro tren que llegaba a la estación, lo despertó. Entre
una nube de tierra vió que del mismo descendían muchos pasajeros. Todavía
en el cielo limpio brillaban las estrellas. Se restregó los ojos para ver mejor.
Muchos gringos grandotes con cajas enormes y baúles que se acomodaban a
la espalda se arremolinaban en el andén y en tanto hacían grandes ademanes
decían en voz alta “jau, jau” o algo así que no alcanzaba a entender. En otro
ruedo de luz había otro grupo como de treinta que hablaban también a los
gritos y miraban sin cesar hacia uno y otro lado. Con la cabeza que le daba
vueltas todavía, se aproximó lentamente, con desconfianza, a uno de los
grupos. En eso vio que le hacían señas. Con más ganas de retroceder que de
obedecer al llamado, se acercó. Inclinándose hacia él, el hombre le habló de
cosas que no logro entender. Otro trato de aclararle lo que le decía el anterior,
pero resultó lo mismo; igualmente se quedó en ayunas.
-Mina...sabe donde queda mina? –dijo un tercero que acababa de
incorporarse a la rueda-. Entonces pudo responder afirmativamente con la
cabeza al extranjero que le había preguntado.
-Querer indicar caminito? Paga...paga bien, quiere? –Volvió a asentir con
la cabeza, sin animarse a hablar. Eran unos hombres enormes que tenían
sacos y gorras de cuero y botines con herraduras que hacían crujir las piedritas
que habían echado en esa parte del andén.
-Vamos quiere –dijo finalmente Nacho decidido a ganarse lo prometido.
-Fortgehen*! –Cargaron sus grandes y pesados equipajes en sus anchas
espaldas y salieron con él a la cabeza. Abandonaron en seguida la zona
iluminada de la estación y emprendieron la marcha de cara al oeste. Un aire
frío los castigaba de frente. Hasta lejos continuaron oyendo los acordes que
parecían sonar cada vez con mayor entusiasmo, frecuentemente acompañados
por explosiones de entusiasmo, gritos y aplausos. Luego era el largo eco de
carcajadas, gritos y alaridos plenos de melancolía de algún borracho, seguidos
por el desaforado torear de los perros.
Pisándole los talones, los pesados pasos y uno que otro gruñido de los
bultos humanos que él apenas alcanzaba a distinguir en la semiclaridad de la
noche, continuaron avanzando hacia las barrancas del río, al que ya
escuchaban cerca, saltando como un niño travieso entre las toscas. Por
momento, oyendo hablar a aquellos hombres de una forma tan rara y viendo
que los ensombrecidos churcales y arbolitos bajos amenazaban con cerrarles
el paso, sentía que el miedo lo tironeaba de atrás. Pero le hacia mucha falta el
pago que le habían prometido y además, no podía ni pensar en volverse solo al
pueblo a esa hora. Apretando los puños, siguió y siguió, entre el frío y la
sombra, acompañado por alguna cristalina estrella que empezaban a diluirse
en el cielo.
5
-Pa’ qué llorar guachadas por nada!- dijo al tiempo que intentaba
incorporase sobre el barril del vino, donde, desde hacía rato, estaba
arrinconado. La tarde ensombrecían las cosas del boliche y los olores parecían
*
Vamos!
espesarse. Vino, tabaco, yerba y, a ratos un fuerte vaho que entraba por la
puerta, de los orines de cristianos y de animales.
Desde hacía rato, no podía determinar cuanto tiempo, como una pesadilla
escuchaba el parloteo en media lengua de un gringo, alegre ya con una copas
de más en la cabeza.
-‘Tonche... –contaba- había que pasar prado chico y riacho; en eso que
prepara para sacar botas y cruzar, una sorpresa: Veserki! Veriarki! Catenavev!
gritar muchachos en todos ideoma...ardillitas! Vémosla correr! Como allá,
Uropa, que son juguetoncitas! Bajamos pronto de hombros nuestros baúles y
formar círculo y las dejar así contra agua helada del río. Pero estos ardillitas, no
huir como otras juguetoncitas de allá, no; quedar ahí sentadas con la cola
contra el lomo y parece hablar con vocecitas quejosas en la ideoma de ellas.
Pero nosotros seguir presionando y un rusito que tenía lla al alcance una, quiso
garar...offff! Que horrible! La ardillita larga perfume a la cara de este rusito; éste
‘pieza a gritar...y ‘tonces, todas, como a la voz de mando, ponen sus aparatos
contra nosotros! Y escapar todas direcciones, pero ellas nos alcanzan con sus
choros perfumados. Los nuestros tan queridos equipajes, traídos de Selva
Negra, Stutgard, Luping, Dresden en Alemania, de cerca del río Don, del Elba y
de Cárpatos! Puaffff! todo bautizado por ardillitas creollas. Todo olor
penetrante, fuerte, fuerte, nos revuelve estómago! Qué asco! (14).
Algunos criollos que lo escuchaban afirmados al mostrador, sonrieron
guiñándose el ojo y otros compusieron el pecho.
-Son los zorrinos, don, -apuntó uno- y es un olor que dura mucho rato.
-Otros vasitos?
-Bueno…- respondió como resignado, pero con una sonrisa de picardía.
-Y después, don Jaros?
-Y después… Tanto perfume y engarrotados, resuelve hacer fueguito y
preparar cafecito. Llevar luego otro susto grande porque ver pasar en eso,
cinco animales, uno tras del otro con la cola y la cabeza para abajo, pero
mirando a nosotros y como rondando. –Volfa! grita un alemán. Vlei! dice ruso,
pero supuestos lobos siguen nomás caminito orillando riacho. Parecía ser no
tiene interés ser amigos de gringos. (15) –dijo mirando a los criollos-.
-Sindudamente qu’eran zorros, don.
-Y di’áhi? –Curioseó otro.
… “’Tonces, seguimos cruzando agua heladita, heladita y de a dos
seguimos por campos pelados, subiendo montañita baja y sin haber podido
dejar a orilla de fuego fuerte olor de ardillitas; al amanecer, aparece un
vallecito, abaco, abaco, bien abaco, chiquito, oscuro, con una que otra lucecita.
Bajamos entre piedras y tomamos dirección casa con luz más grande, más
iluminada; llegar ahí; era cantina y dos mozos prepara mesa para desayuno de
personal. Llegar nosotros, entrar y mozos tapar nariz y gritar: puaf! Que olor!
Olor a zorino, aj, aj…! –Y mozos, cantinero, cocinero, todos escapar tapándose
la nariz. ‘Tonces, tomar cantina cuenta nuestra y servir nosotros, rico café,
mantequita…’zucar y todo cuanto rico haber ahí. Osos hambrientos, come
todo, todo! Hasta que viene patrón enojado y echar a todos para que necesita
cantina sin olor a zorino!- Rió restregándose la barba dura y los criollos lo
hiceron amistoso coro.
-Estos gringo…!- dijo un criollo castigándose las bombachas con el
rebenque.
Era cierto lo que estaban escuchando. Así había sucedido aquella noche
cuando los guiara hasta la mina, -pensó Nacho-. Tomaron café con galletas y
antes de pasar a la administración, luego de entregarle a él muchas monedas,
entraron. Así vino a quedar solo en la mina, sin saber qué hacer. Empezó a
merodear y se entretuvo mirando el ir y venir de la gente, motores que no
conocía, todo aquello tan novedoso, en tanto encontraba algún carro que lo
llevara de vuelta al pueblo.
Por la boca del túnel entraban y salían los volquetas cargados con
minerales y uno que otro obrero, con las ropas mojadas, chupada la cara y los
ojos enrojecidos. Aquí y allá se oían fuertes reventones, algunos tan fuertes
que hacían temblar la tierra bajo sus pies. Los motores atronaban con su
marcha alocada y una alta chimenea desparramaba un humo negro y espeso.
Corriendo más abajo, encontró un arroyo con aguas sucias, donde algunos
niños y mujeres mal vestidas, hurgaban en la arena, buscando algo. Entre
ellos, aumentando el barrizal en ciertas partes, hozaban unos cerdos. Por
otras, tratando de arrearlos, un niño inocente, montado en un palo que llevaba
un tarro en un extremo a manera de cabeza de animal, gritaba hasta rasgarse
la garganta. A todo rumbo crecía el pedregal, pardo, oscuro en partes, en otras
con muchas tonalidades de gris y donde algún arbolito raquítico luchaba por
sobrevivir entre la sed de las piedras. Por los senderos bien marcados que
trepaban la áspera ladera, alguna blusita se divisaba y un canto de niño
parecía teñido de nostalgia y pena.
Un buen rato había recorrido el lugar sin encontrar carro alguno que
pudiera llevarlo de vuelta. Todos iban cargados. Con la plata que le habían
pagado los gringos, compró cinco de pan y queso y luego de guardar en el
bolsillo un pedazo de pan, se entretuvo mordisqueando el resto. En la
empinada cuesta de la salida del lugar, una tropa de carros intentaba subirla
desde hacía rato. Como la carga excedía la fuerza de los animales en el
empinado repecho, hombres y bestias, en medio de gritos, sonoros chicotazos
y alaridos, libraban una terrible lucha que agotaba a todos. Andando de aquí
por allá, se le había ido la mañana. La sombra empezaba a darse vuelta y ya
pensaba en emprender el regreso a pie, cuando vió que se acercaba un niño
de cabeza blanca, corriendo sobre las piedras con los pies descalzos.
-A dónde vas?
-Jugar. –Se dio cuenta que era un gringuito de seis o siete años, de ésos
recién llegados al país. Su lengua estaba todavía muy dura.
-Y así, descalzo? Y si te clavas una espina?- El chico lo miró sin decir
nada.
-Y las alpargatas?-, insistió señalándole los pies descalzos.
-No, no…yo botín-, respondió sonriendo y mirándolo con simpatía.
-Güeno, si, los botines. –Con la misma sonrisa le respondió ladeando un
poco la cabeza: -Mama esconde, sabe? Pero yo escapa igual –añadió
triunfante-.
-Ah, ah!- exclamó Nacho haciéndose el muy grande. –Y donde vivís?
-Allá…ve? Casita…cuevita contra loma. Vamos? –Y le tendió la mano
blanca, llena de amistad. Empezaron a caminar lentamente, conversando como
dos viejos amigos, de la mina, del pueblo, de las mulas que había visto morir
en el repecho, de juegos y mil cosas más que volaban por su imaginación.
-Ahí casita mía, ve? Vamos? –dijo al aproximarse a ella.
-No; a qué –le respondió Nacho-.
-No querer tomar acua? Yo dar acua; vamos. –Se dejó arrastrar de la
mano.
La humilde vivienda se acostaba contra una loma gris. Allí habían
apoyado una parte del techo y las otras paredes estaban levantadas con
piedras lajas apiladas.
Un perro flaco festejó la llegada del niño. De inmediato entró en la piecita
y salió trayendo un porongo con agua, al que Nacho bebió con mucho gusto.
No se veía a nadie en la habitación. Sin embargo un niñito lloraba adentro y
una mujer chillaba diciendo cosas que él no lograba entender. El gringuito,
encogiéndose de hombros y poniendo cara de fingido susto, lo invitó a que se
alejaran del lugar.
-A dónde?
-Por áhi… mama enocada…pegar duro si agarar…- y fingiendo horror, de
nuevo, se cubrió la cara con sus manos chorreadas por la mugre.
-Pero lo mismo tendrás que volver.
-Ah, pero no li’hace. Yo ya andar mucho…- Y mirándolo con una alegría
que al parecer no se le borraba nunca del rostro, le preguntó de pronto cual era
su nombre.
-Nacho-, le respondió sin vacilar.
-No, Nacho no ser nombre. –Y lo seguían mirando con sus ojos celestes,
que parecían estar riendo de su torpeza. Se dio cuenta de que casi había
olvidado ya cual era su nombre.
-Ah, sí…Ignacio…José Ignacio. Me dicen el Nacho.
-Y…nada más? –Nacho advirtió de nuevo que algo le faltaba. Y de pronto
no supo si era el Sosa del padrino o el Castro de la abuela lo que le
completaba.
Se quedo en silencio por un momento y luego preguntó a su vez. –Y vos,
cómo te llamas?
-Yo? Yurka- dijo golpeándose el pecho.
-Yurka?- Qué raro le sonó ese nombre!
-Sí, Yurka- Y agregó algo más que no pudo entender. Al pasar por una
casilla que se levantaba pegada a la bocamina, un hombre que manipulaba en
ella las llaves y palanquitas de un tablero, le hizo señas con la mano.
-No querés trabajar? –le pregunto a Nacho- muchacho que hace trabaco
debió llegar hace una hora y no llegar. Necesito irme y no puedo abandonar.
Hombres trabacando abaco.
-Pero yo no sé. Además, soy muy chico.
-Cuanto año tener? –preguntó mirándolo determinadamente.
-Y…más o menos trece o catorce…no mi’acuerdo bien.
-Bien, bien…! Si ya ser hombre, qué tanto! Yo enseñaré. Anima? Fácil,
fácil…y pagaré- Quedó mirando las palanquitas sin decidirse.
-Vamos! Ves luz roja y verde? –Nacho miró que se encendían
alternativamente y que, de acuerdo a eso, el hombre accionaba la palanquita
correspondiente.
-Fácil. Ve? Lo único, estar atento, muy atento. Cuando llega jaula abajo,
prende aquí. Entonces, con esta palanca, sube jaula. Anima, amigo?
Se animó. Mientras observaba palancas y tablero, hizo algunas preguntas
para salir de dudas, luego se sentó en el banquito ya decidido.
-Bien, bien… eso es… así. Ya está…mucha atención, no? Yo volver más
tarde. Veré mujer mía enferma y vuelvo. –Y ya cuando ya se alejaba,
dirigiéndose a Yurka, le señaló el camino, diciéndole: -Y usté, a casita. Vamos!
Quedó Nacho preocupado por su trabajo. A cada rato esperaba verlo
llegar al encargado, pero llegó de vuelta cuando se hacía la noche. Todo había
salido bien. De pronto, se sentía un hombre y, para más, un hombre muy
importante. Y sonriendo feliz, se imaginaba ya que todos andaban comentando
que él era el obrero más chico que había en la mina.
-Bien, bien, amiguito!- Lo alentó el hombre al ver su buen desempeño.
Trabaca mecor que otro muchacho. Quiere quedar? –Sin pensarlo siquiera
asintió con la cabeza –Yo pagar bien, sabe? Faltar quente que trabaque aquí y
no llega. Y esto. Bah! Trabaco para chico! Mañana a las ocho, sabe? –No se
animó a decirle que no tenía casa donde quedarse, que no era de la mina,
que…muchísimas cosas más. Se quedó ahí cerca, pensando en lo que debía
hacer, hasta que, finalmente dispuso comprar otros cinco de pan y queso y ya
vería donde podría pasar la noche. Al otro día, a las ocho, tenía que
presentarse a prestar servicio. Y se las arregló como el hombre que creía
empezar a ser ya. Decididamente se arrimó al primer fogón que encontró,
donde unos carreros se disponían a pasar la noche debajo de los carros. Y ahí
la pasó, arrinconadito como pudo. Y bien temprano se presentó a trabajar. Se
cansaba mucho al principio de tanto estar sentado, sin poder hacer
movimientos con las piernas, de estar solo todo el día sin tener siquiera ni con
quien conversar; pero a todo se fue acostumbrando. Como a los tres meses, un
sábado a la noche se encontró con sus amigos, los mineros extranjeros.
-No quiere ir pueblo?- le preguntó al que llamaban Jaros-. Nosotros ir a
pie, de paseo, mañana. Vamos?
-Güeno-, respondió feliz, pensando en que volvería al pueblo y podría
contarle al tío Sinibaldo lo que le había ocurrido. Algún peso y un montón de
monedas le estorbaban en el bolsillo.
Salieron bien temprano. Muchos de los gringos eran juguetones como
criaturas. A los más grandotes y barbudos no se les entendía más que las
señas. Había otros, de menor estatura, a los que veía por primera vez y a los
que les decían gallegos. A ellos y a don Jaros sí le comprendía, aunque le
llamaban la atención que los gallegos llenaban las palabras con eses.
De lejos, aquel día en cuanto traslomaron, mucho antes de cruzar el río
vió dibujarse la blanca torre de la iglesia. Luego apareció el pueblo, todo
blanco, apretadito a la orilla del río que lo cruzaba como por un túnel de
sauces. De pronto se acordó de su padrino y lo imaginó como siempre,
dictándole a Ramón ordenanzas y más ordenanzas, como él decía: “Y les doy
un plazo de treinta días para que saquen del pueblo los corrales que hay en un
radio de cinco cuadras”. Afuera los chanchos, las vacas y los malos olores. Y
reía don Ciriaco luego de protestar contra unos pobladores que no le
obedecían, pero seguro de que a la larga, tendría que triunfar su afán de
progreso.
Allá abajo se divisaba ya el pueblo blanco y el sol de aquella entrada de
primavera parecía corretear por las estrechas callecitas y pintaba los brotes en
sauces y alamedas. Que bonito estaba Concarán! como queriendo llegar más
pronto apuraba su corto y saltadito paso y le venían a la memoria los rostros
que tanto anhelaba ver. Doña Josefina, la niña Clarita, don Ciriaco, sus buenos
amigos.
A pesar de que el día estaba fresco, cuando llegaron a la orilla del río, los
gringos empezaron descalzándose para cruzarlo, siguieron jugando con el
agua cristalina y terminaron hundiéndose, desnudos, en lo más hondo de la
corriente, como grandes osos, en medio de gritos de júbilo. Alex, Max, Livio!se llamaban entre ellos correteándose como niños.
Cerca del mediodía, temblando los cuerpos, se resignaron, por fin, a dejar
el agua. Treparon las barrancas y con alegría descubrieron que la primavera
empezaba a llegar por la calle de los poleos. Las calandrias y los zorzales
cantaban desde los chañares en flor y bandadas de golondrinas cruzaban por
el cielo anunciándola con alborozo. A los gringos, todo lo que iban conociendo
les llamaba la atención.
-Y questo, casita chiquita redonda?
-Es el horno p’hacer el pan-, les explicaba Nacho. Más adelante una
chinita molía su morterada de maíz.
-Que hace chica golpeando tronco hueco con un palo?
-Muele el maíz p’hacer la mazamorra.
-Ah, ah!- Entendían poco, pero seguían preguntando a medida que
avanzaban. Ya entrando al pueblo, una banderita roja ondeaba desde la punta
de un palo.
-Y eso? Hay grande peligro ahí? –preguntaba uno haciéndose el
atemorizado.
-No, no...es una carnicería. Avisan que tienen carne...pa’ la comida, si.
-Comer!, comer!- Y movían exageradamente las grandes mandíbulas
haciéndose los que masticaban como unos muertos de hambre.
Ya en el pueblo, les llamaba la atención los caballos atados a los postes o
a las argollas que de exprofeso había en el frente de algunos almacenes, los
que descansaban con la cabeza tirada para abajo, lacrimosos los ojos,
abanicándose la cola sin cesar.
-Aquí! Aquí! Comer y beber!- Y como un ejército hambriento entraron a la
primera fonda y se ubicaron ante las mesas arrastrando sillas y gritando.
-Eh! Que fai...! Questo qué! Orden! Orden!- decía a los gritos y levantando
las manos, el gringo dueño del despacho, ante semejante avalancha. Nacho
alcanzó a divisar detrás del mostrador a una jovencita con cara de ángel y
largas trenzas rubias, que observaba con curiosidad tanto movimiento y ruido.
Sin saber porqué, sintió en el corazón como una bocanada de frescura y que lo
poseía una alegría desconocida. Qué bonita era!
-Renata! Core...! Que venga presto!- ordenó el fondero a la jovencita
haciendo sonar nervioso las manos. Ella salió a todo correr.
-Mangiare! Mangiare, presto! –gritaba un grupo golpeando las manos.
-Was haven sia zu essen?* decían unos alemanes a toda voz más allá. En
medio del bullicio y alocado movimiento, le quedó sonando el nombre de
Renata y sintió como si se le hubiesen grabado en el pecho la imagen de la
gringuita con su cutis blanco y unos ojos celestes, puros, limpios como el
mismo cielo de Concarán. Renata! –Aturdido, dispuso alejarse de tanto bullicio
y pronto dejó atrás a sus amigos con sus gritos y risotadas. Unos niños venían
cantando, sentados en la punta de la cola del burrito; pasaba también un carro
descargado al trote de las mulas y en dos breques, tirados por yuntas de
hermosos caballos blancos, paseaban unas niñas, las que le trajeron de nuevo
la imagen de Renata. Qué linda, qué linda era la gringuita! –volvió a pensar.
-Concarán! –Le parecía un sueño estar otra vez en sus callecitas limpias y
de casas muy blancas. Cómo había crecido! No eran muchos los años que
había estado ausente, pero le parecía haber regresado a un pueblo totalmente
nuevo. Llegó a una esquina de la plaza y se detuvo sin saber a dónde dirigirse.
Pensó en el tío Sinibaldo y en su abuela Cruz. En ese momento, corriendo para
darle alcance y en tropel, llegaron a su lado el Cachilo y Pedro.
-Di’ande has saliu?– fue el saludo que le hicieron.
-De la mina, pues.
-Y aquí que te daban por perdiu...otros decían qui’andarías con el viejo
Nico.
-Con el viejo Nico? Y por qué? –preguntó sin comprender.
-Porque cuando llegó el tren, el viejo asustau, si’alzó p’al monte y hasta la
fecha nu’ha vuelto.
-Si será zonzo! Yo no. ‘Toy enterito y todo, no vis? –Y mostró su cuerpo
con la blusita corta y el pantalón que apenas le bajaba de la mitad de la canilla.
-En la mina, dijiste? Y qui’hacías allá?
-Trabajo. Qué te pensás! –Y otra vez se tiró el pantalón.
-Abajo? –El Cachilo no lo podía creer.
-No, no...soy...soy maquinista –vaciló antes de dar nombre a su oficio.
*
Que tiene para comer?
-Ah! –Exclamaron a coro mirándole las alpargatas nuevas. Nacho,
comprendiendo que empezaban a mirarlo con más respeto, se dio más
importancia todavía.
-Ahora vine con unos gringos. Ellos me pagan todo lo que como y tomo.
-Tomás, también? –lo seguían mirando y se rascaban la cabeza, no
sabiendo si reírse de él o respetarlo más todavía.
-Y no?
-Anisau? –preguntó Pedro haciendo la cara fea.
-Ni me lo nuembren! –Respondió poniendo la misma cara de Pedro, sin
poder evitar la repugnancia que le producía aquel mal recuerdo.
-Mirá...allá viene el gringo-, dijo el Cachilo señalando con la barbilla a un
muchacho rubio que avanzaba por la vereda bamboleando su cuerpo grandote,
meneando la cabeza, nervioso, acomodándose la gorra chiquita en la cabeza y
a su lado, casi corriendo para no quedarse atrás, la misma niña que a él lo
había deslumbrado.
-Me quedo con la hermanita –dijo Pedro observándolos-.
-Son hermanos? –Le saltaba el corazón a Nacho feliz de verla otra vez.
-Y ‘ta de peya la gringuita!
-Callate, que si te oye el gringo, te mata! –exclamó Pedro dándole un
fuerte codazo-. Es más loco que yegua parida!
-Y la mezquina?-, se interesó por saber Nacho mirándola acercarse con
su gracioso andar.
-Y no? Ya vas a ver!-, le respondió el Cachilo. En un momento y con la
niña que algo le decía en voz baja, llegaron hasta el lugar donde estaba el
grupo, que se abrió para dejarlos pasar; no se había alejado mucho la pareja,
cuando el cachilo dándose vuelta para el otro lado, gritó: -Chau, cuñau!
Se detuvo en seco el muchachón y con el rostro encendido, se dio vuelta
y apretando los puños, avanzó hacia el grupo.
-Quien fue?- grito airado.
-Que te pasa, gringo!-, respondió el Cachilo haciéndose el indiferente. A la
distancia, la niña esperaba muy preocupada por lo que ocurriría.
-Te voy a romper la crisma, Cristo!- gritó amenazando con los puños en
alto. Cachilo y Pedro, viendo semejante mole que se les venía encima,
retrocedieron unos pasos, acobardados.
-Qué vas a romper vos, gringo come ajo!- intervino Nacho en defensa de
sus amigos.
-Que no? Que no?- y quiso atropellarlo, pero la niña corrió y lo tomó de los
brazos fornidos intentando contenerlo.
-No, Chicho, no! Espeta! Vamo, vamo!- le rogaba colgándose de él que
porfiaba por desprenderse, en tanto Nacho lo esperaba con la guardia armada.
-No, no pelea! –Continuaba diciendo ella y lo miraba a Nacho como
rogándole.
-Que pasa acá! Vamos, cada cual a su corral! –El agente de policía
haciendo jugar la fusta en el aire, procedió a dispersarlos.
-Si no le digo! Haciéndose los gallitos! –comentó alejándose-: No bien lo
hubo hecho, los amigos se reunieron de nuevo y siguieron caminando hasta la
esquina.
-‘Ta los gringos estos! Y pensar que si’ha llenau el pueblo ‘e gringos y
turcos! Que los parió!- comentó el Cachilo.
-Sabís? –añadió Pedro-. Nos miran como a sapos di’otro pozo.
-Y qui’hacen...? –preguntó el Nacho-.
-Al principio, nada. Si’hacen los moscas muertas. Pero después, si te
descuidas, ti’agarran d’hijo.
-Y güeno...nu’hay que dejarse arriar con las riendas –opinó Nacho-. Hay
que pararlos y decirles, oiga, amigo, ande va conmigo al hombro!– y se enaltó
haciéndose el más hombre.
-Pero este gringo me la paga! –dijo el Cachilo-. Calentarse así por una
broma! No te digo?
-Se te vino encima como avispa colorada el desgraciau! Y qué piñas debe
pegar!
En seguida se separaron, sintiendo que todavía les quemaban los puños.
Nacho había decidido ya que iría a visitar al tío Sinibaldo, por lo que siguió
caminando hacia un costado de la vías del ferrocarril. En seguida logro ubicar
la casita. Era nueva, pero apenas más grande que una cuevita, construida con
adobes, con un agujero apenas como ventana y con la cocinita al frente. Ya
imaginaba que otra cosa no era capaz de hacer el tío Sinibaldo.
El mismo, con sus desalientos de siempre, inexpresivos los ojos
capotudos y más cansada la voz, lo recibió al llegar.
-Nachito...por donde ha andau, m’hijo!
-Y... –Se quedó con la cabeza gacha, sonriendo, saboreando la respuesta
que iba a darle, en tanto, lentamente se entraba la camisita de bramante en el
pantalón.
-Ya nu’hallamos que pensar lo que usté nu’aparecía! –dijo el tío.
-Anduve trabajando.
-Trabajando? –Lo miro sin entender-. Ah, sí? Entre... –Lo invitó a pasar
desde el lado de la puerta. Ya en el interior, acomodando los ojos en la
penumbra, alcanzó a distinguir, en el único catre que había, a la tía Panchita,
echa un guiñapo, suelta la cabellera sobre la almohada, agrandados los ojos
cadavéricos y con profundas ojeras azuladas.
-M’hijita... llegó el Nachito-, dejo caer el anuncio como un lamento,
acercándosele. Ella continuó inmóvil, con la mirada perdida en la ramazón de
jarilla del techo, puestas las manos huesosas una sobre la otra; apenas parecía
respirar.
-Hace mucho qu’esta enferma?
-Y...a los poquitos días que llegamos empezó a sentirse mal. –Y bajando
la voz, agregó: Dicen qu’es mal que li’han hecho. –Por un momento quedaron
allí con la cabeza baja, sin decir palabra. Luego el dueño de casa lo invitó a
salir.
-Ya no conoce, casi –En ese momento llegaba el abuelo, más curcuncho y
con el cuello más tirado hacia adelante todavía, acompañado por cuatro de los
chicos, semidesnudos y seguidos por una sombra de perros.
-Qué dice, m’hijito! –El abuelo, temblorosas las manos y llorosos los ojos,
lo apretó entre sus brazos con cariño. –Se nos había perdido, pues.
-Hallé conchabo en la mina.
-Usté, abajo, áhi en...?- Lo miro con miedo de que así fuese.
-No, no. Arriba; soy maquinista.
-Ah, la fresca!-, exclamó el viejo rascándose la cabeza. Por un momento
quedaron como mirándose hacia adentro.
-Vio lo que le pasa a m’hija? –comentó tras un breve silencio-.
Pobrecita...l’han embrujau...dicen! –Nacho lo miró sin saber que responder.
-Y así nomás es...pobre m’hija, caray! –Lentamente acercó un banquito y
se sentó. Al lado había una cabeza de vaca y se la ofreció a Nacho para que
hiciera otro tanto en ella.
-Ya vuelvo, dijo el tío Sinibaldo y se alejo lentamente rumbo al pueblo.
El día jugaba en las ramitas nuevas, se encendía en el ala de las primeras
abejas, derrumbaba cataratas de luz por todas partes, caía por sus ojos, se
arremansaba en sus manos. Pero no podía arrancar ni la penumbra ni el dolor
que había en el rancho ni asentarse en los ojos enormes, desorbitados en la tía
Panchita. Uno de los chicos jugaba con tierra, otro se revolcaba con los perros
detrás de la casa. El abuelo sacó la guayaca overa, la deslió lentamente y
empezó a armar un cigarrito de chala.
-Ya le digo, m’hijo, a poco de llegar cayó enferma. La médica vino los
otros días y dio el fallo. En cuanto le miró las aguas, dijo, no ve? ‘Ta clarito! Ya
sé quien es. Traiga una pala; venga. Caminamos por entre los yuyos secos y al
llegar al alambrau qui’hay detrás de las casas, le dijo a Sinibaldo, cave aquí...él
cavó...’Taba durísima la tierra, pero a la segunda puntiada, ella dijo: Ahi
‘ta...con cuidau...pare! -Pegó una larga chupada a su cigarrito de chala el
abuelo y el humo le cubrió la cara. Se retorció la chala del cigarro y el humo se
disolvió en el día.
-Si’agachó la vieja –siguió diciendo- y arañando un poco con las manos en
la tierra floja, sacó un muñequito ‘e trapo d’este tamaño y enseñó el alfiler que
le atravesaba el pecho...vino callaita y se sentó al lau d’ella...Pobrecita! ‘Taba
como si l’hubiera zamarreau. En seguidita se tapó con el rebozo y se fue
diciendo...quien sabe si la voy a poder...es muy juerte la otra...haré tuito lo
posible... Y en eso estamos, m’hijo, aguardando nomás...ya ve, en un solo
ser... –Nacho miró para otro lado, sin saber que hacer. Una sensación rara se
le ganó por todo el cuerpo. Se sintió de pronto como si todos los males del
mundo lo hubiesen acorralado.
-Y nosotros
aquí ‘tamos...sin conseguir trabajo!- se lamentó
parsimoniosamente. –Hacíamos algunas changuitas en el matadero...pero
ahura, ni eso! A veces áhi algo pa’echarle a la olla... a muchas no, como
agora.
-La pucha! –Se mordió los labios hasta hacérselos doler.
-Por nosotros no, por ella y las criaturas, sabe? Yo no se... –En ese
momento el tío Sinibaldo, como la exhalación de una pena, llegó caminando
con la pachorra de siempre.
-Consiguió algo? –preguntó el viejo, por decir algo; las manos vacías del
recién llegado ya le estaban adelantando la respuesta.
-Nada-, contestó torciendo la boca. Ya la tarde intentaba borrar el sol con
unas gruesas nubes y el viento se arrastraba por el sendero polvoriento.
Nacho, de pronto, se enderezó dispuesto a partir, como si lo hubieran
impulsado desde abajo.
-Volveré otro día; ya me voy. Tome tío. –Y sacando la mano que guardaba
en el bolsillo, le entregó el dinero que llevaba.
-Gracias, m’hijo –le agradeció al recibírselo. Güelva cuando usté quiera.
Le pesaban los pies y la noche caía anticipadamente en su corazón. La
tía, el hambre, la oscuridad, los ojos agrandados, brillantes, la cara flaca y
sucia de los chicos, todo le pesaba en el alma. Sacudió la cabeza. Una sombra
nueva, diferente, pasaba por su corazón como borrándole toda luz, dejando
atrás el límite de la claridad; estaba trasponiendo un umbral; empezaba a
descubrir que su tiempo de niño había quedado atrás. Sentía que por primera
vez su corazón le pesaba en el pecho y su sonrisa de ángel se fue
transformando en una leve mueca dolorosa.
Como oyera unos gritos más allá de la plaza, le vino el recuerdo de la
gringuita con su cara preciosa y aquella alegría que le llegó el primer momento
al recordarla, quedó envuelta de inmediato en una gran pena pensando en el
mal encuentro que había tenido con el hermano de ella. Nunca le había
gustado pelar; no se explicaba porqué lo había enfrentado, olvidando una
recomendación de su padrino, a la que siempre había tenido presente: -No se
rían de los gringos, más bien hay que ayudarlos a salir de cualquier apuro.
Pero eso si, no se me agringuen ustedes. –Y él se había olvidado totalmente
de eso.
En “El Farol” encontró a sus compañeros cargando las últimas botellas y
cantando cosas que nadie entendía, al tiempo que se reían y bailaban
bulliciosamente.
-Oh, camarada Nachito! –exclamaron al verlo entrar. Viva, viva!- y
prorrumpieron en aplausos.
-Vamos ya camarada! –Pero desentendido de ellos, luego del saludo,
cruzó todo el despacho buscando algo con ansiedad. La imaginaba como una
lámpara encendida en medio de la lobreguez del despacho. Pero ella no
estaba. Compró una etiqueta de “Caras y caretas” y prendió un cigarrillo.
Luego, lentamente, atardeciendo ya, salieron en busca del camino del río, con
rumbo a la mina. El saucedal de la costa aún tenía el canto de algún pájaro
solitario y los poleos, con sus brotes nuevecitos, tostaban su rica aroma con el
último rayo de sol.
Llegaron a la orilla del agua que se desflecaba entre las piedras de color y
a la luz de aquel último rayo de sol, se miró en el cristal del agua, curioso,
anhelante. Quería verse las marcas de hombre que había sentido dejándoles
una sombra como cicatrices en el rostro, en ese día tan distinto. Pero no
distinguió nada. Seguía teniendo la misma cara de siempre, la que supiera ver
en los espejos de la madrina, apenas si un poco más agrandada y quemada,
tal vez con cierto aire de tristeza, con cierta ansiedad que se dibujaba en los
ojos, en su sonrisa limpia, ahora un tanto desformada.
Ya los gringos con las botas en las manos, habían cruzado el río y lo
apuraban desde la otra orilla con un “vamos, camarada”, que le salía como
encajado entre los dientes.
El lunes temprano volvió a la casilla aquella vez a reemplazar al
muchacho que hacía el turno noche. El encargado le había recomendado
mucho que no fuese a distraerse en ningún momento en tanto cumplía con su
trabajo, porque en sus manos estaba depositada la vida de muchos operarios.
Pero no precisó de tal recomendación. Apenas si se distraía fugazmente
mirando por la estrecha ventana la mañana de sol reventando contra las
sierritas del poniente, la alegría de las cabras correteando por entre los
peñascos o en divisar a un puñadito de hombres acompañando, a paso lento,
los restos de un amigo al que atrapaba mortalmente el túnel con sus mil
trampas.
Yurka lo merodeaba todos los días reclamándole las usutas que se
comprometiera a hacerle para que pudiera escapar a la siesta sin riesgos para
sus pies. Claro que eso había sido en los primeros días, cuando todavía lo
acosaban tan serias preocupaciones. Pero ahora, momento a momento,
quedaba como hipnotizado recordando los ojos vidriosos de la tía Panchita o a
sus primos, sucios, rotosos, muertos de hambre. A veces, como un relámpago
de trigo y oro nuevo, la imagen de la gringuita parecía acercarse a lavarle el
corazón de impurezas. Sin embargo, en seguida, como si alguien se le
escamotear, quedábase sin ella, solamente con un reflejo dorado en su
sombrío corazón. Nunca le había ocurrido eso. Era cierto que allá, en la casa
de “Las Tres Marías”, cuando en las noches de luna y nardos jugaba con
Carmencita, ella le daba el anillo y él, a la vuelta siguiente, se lo devolvía y,
mirándose a los ojos, se apretaban suavemente las manos, sentía que la
sangre le brincaba como esos hilillos de agua que había visto despeñarse por
entre gigantescos peñones, saltando y cantando, sintiéndose cristales de
versos.
Aquello era distinto. Parecíase a una aroma de nardos, es cierto, que
alegra y vivifica y es muy suave y uno quisiera aspirarlo más y más; pero
cuando se lo busca no está ni en el corazón ni en las manos, sino en el aire, tal
vez en la noche, en los reflejos lunares, en algún lugar que cruza extraviado.
Esto era muy diferente; la imagen de Renata, como la había nombrado su
hermano, había quedado como adherida a él, a su pecho, a sus ojos, donde
estaban las trenzas rubias de ella, con sus ojos claros, color del cielo de
Concarán, con sus gestos suaves de mujer bondadosa, llena de ternuras y de
miedos. Y era también su piel blanca con muchas pequitas y ese loco deseo de
tocarle las manos, de dejarle caer las suyas por las trenzas rubias. Se dio
cuenta que Renata era mucho más que un aroma de nardos. Porque la sentía
en su corazón, como si aquellos cortos relámpagos le dejaran, después de
pasar, un rayito de luz para que lo siguiera acompañando y estaba seguro de
haber cruzado un umbral aquel día y que el cigarrillo fuerte que se puso en la
boca y el humo que tragó como con rabia, era mucho más que un puro gesto.
Por eso espero con ansiedad el final de la quincena para volver a Concarán. Y
el día llegó. Como camarada número uno habría la marcha entre las bromas y
jugarretas de los gringos, que entre ellos se entendían muy bien. Otto, el
grandote con cara de niño, Jaros, su amigo más claro, Franz con su cabeza
pelada, Alex, Livio y los gallegos, Ramonín, Pepín, Juanillo y los rusos Boris e
Iván.
Desde arriba de la colina se divisaba Concarán, como una paloma blanca,
con la torre de su iglesia y las casitas blancas acurrucadas a su alrededor. En
cuanto alcanzaba la vista a dominar el valle, después de la lluvia, setiembre
cantaba en el a todo viento en la hermosura de los verdes y amarillos
chañares, breas y espinillos, eran copones dorados y las jarillas y pichanas de
indio, desparramaban por la tierra todo el oro de la comarca, toda la fragancia
del valle. Pasando el río, el camino de los poleos era un deslumbramiento de
abejas y de flores que trepaban desbordando los bardales.
Siempre en grupo entraron al pueblo, crujientes las botas y botines
reforzados de los extranjeros; dieron una vuelta a la plaza, como siempre
preguntando los gringos por todo lo que les resultaba desconocido,
deslumbrados como los niños, saboreando por anticipado tanta cosas ricas, en
tantas comidas desconocidas para ellos.
-Programa para hoy? Ah, si, si. Comer, comer y comer…! –respondían a
la pegunta-. –Y después...- Y señalaban una calleja hacia el río y todos
asentían con la cabeza y guiñando un ojo: -“Casita de las Latas” …eso! Y se
estremecían enteros.
Qué apuro tenían de llegar al “Farol” para verla a Renata! Pero, y si no
estaba? Y si el hermano de ella, el Chicho, le atajaba la puerta y no lo dejaba
entrar? Era gordo y grandote el gringo y tenía unos puños como maza. Pero
igual se le animaría, llegado el caso.
Por fin entraron a la fonda, chanceando los alemanes, pidiendo vino para
sus botas de Pamplona los españoles, pidiendo de inmediato la preparación de
la comida preferida, todos enseñando las billeteras repletas de buen dinero.
Dos o tres criollos que probaban su vino de la mañana, se ralearon abriéndoles
cancha. A un costado estaba también Ño Mentira con su viejo sombrerito
quebrado en la frente, saboreando su pucho y clavando los ojitos azorrados en
cuanto veía, siempre pronto para entrar en cualquier tema que se estuviera
tratando y copar la banca. Con desencanto comprobó que Renata no estaba en
el despacho. Sentóse en un banco decidido a esperar. El bullicio de los gringos
gritones, cuyos bozarrones parecían rebotar en todos los rincones, lo aturdió.
Por eso salió a dar una vuelta a la casa, pensando que tal vez por el fondo de
la misma pudiera divisarla. Sin embargo no se la veía por ninguna parte. En la
cocina se oían voces nerviosas y era seguro que todos estaban ocupados
preparando fuentones de comida para satisfacer el apetito de tal cantidad de
osos insaciables.
Pensando en la tía Panchita, se dirigió hacia la casa de ella. Un tren
maniobraba resoplando. Algún borracho hacia vivir a cualquier doctor. En
Concarán parecía que siempre había elecciones.
El tronco verde que se consumía en la cocina, ahumaba todo el rancho.
Lo primero que hizo al entrar a la pequeña habitación, fue mirar hacia el catre,
esperando que vería los ojos terriblemente abiertos de la tía, pero no estaba. El
abuelo lo sacó de dudas.
-Se nos jué hace una semana! Pobre m’hija! –Y empezó a lagrimear como
si fuese un chico. Al tío Sinibaldo, que acababa de llegar, se le llenaron los ojos
de lágrimas. Salió al patio en silencio. No sabía que decir. No le nacía ni llorar
ni lamento alguno. Le parecía que todo había sido como tenía que ser y no de
otra manera. Todo estaba dicho. Nadie debiera hablar más de eso. De los
chicos, el mayor, atrás de la casa, sentado en el suelo, roía un pedazo de torta
y los menores todavía dormían acurrucaditos en el suelo, adentro.
Ya en el patio respiró aliviado el aire limpio.
-Sigue en la mina, m’hijo?-, preguntó el tío por decir algo.
-Todavía. –Seguía cayendo el silencio y por un momento solamente lo
interrumpió un tren lejano, que parecía levantarse tronando desde el fondo de
la tierra y la ronca melancolía del cornetín de un marucho que punteaba
delante de una tropa de carros de lentísima marcha.
De nuevo sacó de un bolsillo todo el dinero que guardaba en él y se lo
tendió al tío Sinibaldo.
-Gracias, m’hijo! Dios le demás! –dijo guardándoselo-. De inmediato,
Nacho, sin añadir palabra, se alejó. Anduvo y anduvo como perdido, como si se
le hubieran nublado todos los pensamientos. Era tarde ya cuando le pareció
despertar. Estaba lejos, hacia el sur, cerca de “El Mirador Viejo”. Como si
regresara del mundo de la sombra, con la boca seca y los ojos doloridos, busco
un sendero que lo llevara de regreso al pueblo.
Brillaba ya la luz de lámparas y faroles en todos los despachos y había
bullicio y gente que iba y venía. Continuaba oyendo por todas partes lenguas
extrañas, con raros acentos, que lo desconcertaban.
-Tienen razón los muchachos –pensó-. El pueblo si’ha llenau ‘e gringos y
turcos.
-Nos quieren pisotiar! –había oído decir- y los zonzos se dejan poner la
pata encima.
-Y no…! si tienen plata, que querís! Cuando llegan y no la tienen, la
buscan con uñas y dientes, juntan todo lo que nosotros despreciamos, en todo
eso ven una oportunidad y así la consiguen. Y cómo la cuidan! L’acaricían, la
esconden en el colchón para dormir juntito a ella. Así es como juntan mucha
plata…compran ‘e todo…y después, aguantátelos.
-Algunos.
-No digo todos, pero si muchos.
A su padrino, que sabía todas las cosas, le había oído contar que venían
de unas tierras donde todo era escaso, de manera que un día tenían para
comer y otro no; entonces habían aprendido a guardar una parte en los días
buenos , sacrificándose muchas veces, para así poder enfrentar a los días
malos. En cambio, explicaba, el criollo no piensa así. Hasta en los días que los
castiga la mayor escasez, dice: Dios proveerá y sabe que saldrá adelante,
porque no faltará un puñado de maíz para tostar o hacer una buena
mazamorra, un zapallo para asar, la leche de las cabras o de alguna vaquita,
aunque sea prestada, cuando no un peludo o un par de perdices que se le
cruzan en el camino. No hay caso; el criollo está acostumbrado a vivir al día.
No sabe mi le gusta pasar privaciones –Y tenía razón; como también la tenían
los que hablaban así de los gringos.
Un día lunes, vió tiendas nuevas con los trapos colgados hasta la vereda y
a los propietarios en la puerta, llamando: -Entre al Baratillo, sañura! La vende
baratu, baratísimo! Y otro poco más allá: -Aquí quema tudo, batrona! Cumbra,
cumbra, batrona! –“El Baratillo”, “La Liquidadora”, “La Estrella”… y la gente,
principalmente los criollos, siempre tentados, entraba y compraba las pilchas
coloreadas, los mil abalorios y cuentas bonitas que les ofrecían. Ese día tuvo la
impresión de estar viviendo en un gran hormiguero. Hombres y mujeres que
iban y venían cargados o sin carga ya; caballos, mulas y asnos descansando
frente a los boliches, breques en los que pasaban los señores y para el lado de
la estación, carros y más carros descargando sin cesar, leña, carbón y
minerales. Aquella tarde también le llamó la atención unos motores gigantescos
que, entre muchísimos hombres, bajaban con gran dificultad de los vagones. Al
lado de los mismos se amontonaban como mosquitos, realizando la operación
de descarga, nerviosos y tomando todas las precauciones posibles para una
operación exitosa. Escuchó voces dando órdenes y el jadeo de los trabajadores
prendidos a gruesas sogas, graduando su esfuerzo, echando el resto cuando el
momento así lo exigía, temerosos de fracasar.
Sí; estaba muy cambiado el pueblo. Realmente que estaba muy lindo. En
un boliche oyó afinar suavecito una guitarra y luego le llegó el canto de una voz
muy conocida por él:
“Ella traía unos papeles/ con la historia de su vida
y mientras los va leyendo/se va quedando dormida.
Pobrecita la Pastora/que ha fallecido en los campos” (16)
Se acercó con cautela; en medio de la concurrencia que lo escuchaba en
silencio, estaba Felisardo, alto, con el cabello negro, sus ojos verdes y
expresión de ternura que siempre tenía en el rostro.
-Viva Felisardo! –gritó uno salpicando desde lo alto a la concurrencia con
una botella que enaltaba con incontenible euforia.
-Chupen y chupen, negros ‘el norte, que yo pago! –Y medio desde abajo,
se oyó otro que gozaba también con las emociones que le despertaba el canto:
-Ay, ay, ay /no pisen/que soy pión de los Ortices! Y en esa algarabía de
dichos que parecía haberse desencadenado para avivar la temperatura, más
allá, un gaucho grandote y rudo, tirándose el sombrero para atrás y
ajustándose la faja, pegó otro grito con todas sus fuerzas: -Ajá! Dijo un viejo en
Concarán, lu’hicieron sonar di’un palo y si’acabó el refrán! –Y el vino seguía
amoratándoles la boca y la cerveza los llenaba de una alegría postiza, que se
les desbordaba en refranes y carcajadas.
-Felisardo!-, lo llamó desde la puerta cuando hubo terminado de cantar.
-Nachito! Vos por acá? Vení! –Entró y Felisardo lo abrazó con afecto.
-Sentate. Querís comer algo? –No respondió. –Donde anduviste? Ni que
ti’hubiera tragau la tierra!
-Estoy trabajando en la mina. –Felisardo se persignó.
-Pero m’hijo! En la mina? Que macana!
-No, arriba nomás.
-Ah! Menos mal! Porque vos sabís lo que son esas galerías malditas! En
seguida al cuerpo y al hoyo, no? –Y agregó contento, en voz alta, al dueño del
negocio: -Sirva una pasteliada pa’ este amigo! –Y antes de que terminara de
hablar, ya estaba complacido. Otros vinieron a hacer rueda en la misma mesa
para estar al lado de Felisardo, que sabía llenarles los corazones de sueños y
de nostalgias. Más allá, unos gringos se emborrachaban con ginebra y en otra,
había un batifondo infernal de lenguas, donde nadie parecía entenderse.
-Así es que trabajás. Pudiste ir a la escuela después…
-No, no…
-Qué lástima…y a vos que tanto te gustaba, no?
-Sí, pero ya no pude después… -se lamentó con amargura.
-De la mina vienen muchos chicos a la escuela en una carrendanga.
-Sí, pero son los chicos de los ricos, nomás.
-A muchos los trae Janson. Como ya dejó la mensajería…
-Y claro…quien va a viajar en mensajería habiendo tren.
Tren…! Cómo le sonaba de raro esa palabra!
-Si de la rabia que tenía hasta lo quiso hacer descarrilar poniendo unos
durmientes en los rieles –Siguió comentando otro-.
-Si será loco el viejo! –Y todos rieron.
Cuando el gran arremolinamiento de gritos y risotadas se hubo calmado
pudo conversar con Felisardo.
-Y de Agundio, que me cuenta?
-Agundio no volvió más.
-Y doña Santa?
-Sigue solita.
-Así es que no se murió? –No podía creerlo.
-No. Anda muy embromada pero sigue tirando, la pobre.
-Menos mal!- Se quedó pensando con tristeza, en que tal vez nunca
escucharía cantar otra vez “El concierto de la Calandria y el Jilguero”, tal como
ellos lo hacían. Luego de templar las guitarras, empezaba Agundio y luego le
contestaba Felisardo con otra estrofa, mirándolo a su compañero siempre
sonriente, como gozando, pareciendo que realmente estaba viviendo la historia
que contaban en su canto.
“En su prisión, muy solito/,se lamentaba y lloraba;
Una mañana temprano/se apareció la Calandria” (17)
Y que emocionante era esa parte en la que juntaban las voces y uno iba
por alto y otro por bajo, como decía don Ciriaco! –Escapó de sus pensamientos
y otra vez preguntó de Agundio.
-Se sabe muy poco d’él. Algunos dicen qui’anda por San Luis, que vive de
comité en comité y que toma muchísimo. Claro, lo balió fiero la Paloma.
-Y ella?
-Ahí ‘ta…solita. Lo vive esperando.
-Pero cómo! Y aquella noche, por qué no salió entonces!
-Si nu’estaba en la casa, cómo iba a salir! Después, al tiempo supimos
qu’el padre, qu’es más miedoso ‘e las pestes que perro chico, en cuanto
s’enteró qui’había viruela en el pueblo, ató sulkys y jardineras, los cargó a
todos y se jueron al campo. Como iba a salir, pobre Paloma!
-Así es que ella no supo nada! Como vinieron las cosas, no?
-Torcidas...muy torcidas... –Se disponía Nacho a seguir preguntando,
cuando desde una mesa vecina se acercó un muchachón morocho, pelo
crespo, para hablar con Felisardo.
-Bardona, por favor...
-A sus órdenes.
-Buede usté dar serenata esta noche?
-A dónde?
-Ahí, frente a blaza nomás...casita blanca. –Como Felisardo quedaba
dudando insistió: -Casa sañurita más bunita del bueblo, breciosa sañurita! –Y
los ojos se le iluminaron al recordarla.
-La viudita?
-Esa...ésa! –Y juntando las manos, puso los ojos en blanco como
invocando a Alá –Breciosura! Baloma! Diga, buede?
-Esta noche no, lo siento. Pero el sábado sí puede ser.
-Entonces...esta noche no?- Y se quedó mirándolo, con los ojos húmedos,
impotente, vencido, cuando Felisardo le respondió negativamente.
Una vez que se hubo alejado, Nacho le preguntó cual era esa niña tan
bonita de la que había hablado el turco.
-Cómo! No sabís cual es la viudita? –Y luego de una pausa, le aclaró; La
Clarita‘e don Ciriaco. Como la dejó el marido...
-Ah! –Recordó, como si fuese un sueño, haberla visto abrirse paso entre
el gentío en la estación, aquella noche que llegara el tren por primera vez al
pueblo. Tenía razón el turco. Que preciosa era Clarita con sus ojos grandes
llenos de ensueños y su sonrisa tan suave y acariciante!
-Que cante Felisardo! Que cante! –Como de un remolino de lava y fuego
se levantaban los gritos, que más parecían rugidos, de un grupo de hombres
sedientos de vino y de guitarras, de camorras y de afilados puñales.
-Viva la cueva ‘e la lora y el 27 de abril! –gritó otro haciendo correr más
vino todavía en un jarro de un litro.
Felisardo se puso de pie y templó la guitarra como la necesitaba para
cuando el ambiente alcanzaba temperaturas como ésa, el humo de los
cigarrillos se espesaba y el aire se volvía agrio de vino, tabaco y sudor.
-Ese es el temple del diablo? –le preguntó Nacho en voz baja oyéndolo
afinar con tan delicada atención.
-El mismo- le respondió. Muchas veces oyó Nacho secretear a los oyentes
sobre ese temple al que solamente Agundio y Felisardo conocían y que era el
que les permitía arrancar de sus guitarras tan extraños y maravillosos sonidos.
-Viva Concarán! –Y sobre el grito reventaron los cohetes; como un
relámpago cruzó afuera un fogonazo, se oyó un tropel en seguida, abierto
sobre el suspenso que acababa de hacerse, y un insulto subrayó todo antes de
que llegara el silencio total.
Dos o tres individuos se entraron de pronto muy apurados, dijeron algo en
voz baja a otros que estaban ahí y luego salieron apresuradamente. Se oyó de
nuevo un galope enloquecido perdiéndose en la noche. Felisardo se asomó a
la puerta y regresó de inmediato.
-Qui’ha pasau? –preguntó atemorizado el bolichero.
-Balearon a uno áhi ajuera-, respondió. Luego, tomando del brazo a
Nacho lo acompañó hasta la puerta y luego le indicó que se fuera. No se hizo
de rogar y empezó a alejarse lentamente. Al doblar la esquina, oyó que venía el
agente tocando pito y más pito, al tiempo que un grupo de tres jinetes se
perdían a todo galope envueltos en una nube de polvo, rumbo al norte.
Sacó un “Caras y Caretas” y lo prendió. Al pasar junto a la casa de su
padrino, ahí, pegadito a la iglesia, le entraron ganas de llegar a saludarlo. Se
detuvo, observó un momento y vió que estaba a oscuras. Entonces, pensando
en Renata, siguió su camino hacia “El Farol”. Por suerte que los gringos, muy
entretenidos, estaban bebiendo todavía, de manera que podría quedarse ahí
un momento.
-Eh! Camarada! Camarada! –gritaron aclamándolo al verlo entrar. Los
miró sonriente, echó una seca y dejando caer el pucho, lo pisó.
-Ah, Nacho, qué gauchito ser...! Qué tomar, qué comer, Nachito?
-Nada; gracias ya estuve en una pasteleada –dijo por compadrear-.
-Pas-te-lea-da, pas-te-lea-da...- festejaron repitiendo con dificultad la
palabra que acababan de escuchar por primera vez.
Detrás del mostrador estaba don Nino, sirviendo a unos y a otros,
apresuradamente y en ese momento llegó a ayudarle Renata. Estoy de suerte
esta noche!-, pensó. Qué bonita era la gringa! –El hermano, por suerte, no se lo
veía por ninguna parte; haría lo posible por hablarla.
En tanto esperaba el momento oportuno y pensaba que palabras podría
decirle, le pareció que lo había mirado como reconociéndolo y fue lo suficiente
para que se animara a arrimarse al mostrador. Con las ganas que tenía de
verla de cerca, aunque fuese por un instante, nada podía detenerlo ya.
-Me da un vasito de agua?- le pidió con voz que, queriendo ser lo más
agradable posible, le resultó ronca y temblorosa. Ella fue y regresó diligente,
satisfaciendo su pedido. Bebió sin sacarle los ojos de encima. Comprobó que
de cerca era más bonita todavía. Una piel suavecita, manchadita de pecas y el
vestido nuevo que se curvaba graciosamente en el pecho.
Le devolvió el vaso al tiempo que le agradecía y no supo que más decirle
para iniciar la conversación; ella pareció esperar, pero cuando le nació decirle,
“muy fresca y rica el agua”, ella ya andaba sirviendo unas copas que le habían
pedido en la otra punta del mostrador. Por suerte que no se fue; cuando vió
que lo miraba de nuevo, le pidió por señas que se acercara.
-Me da un cartucho de pastillas?
-Grande o chico?
-Grande –Le había dado risa la pronunciación de Renata. Con ese vestido
azul floreadito, más se destacaba el rostro blanquísimo de ella, la carita llena y
esa sonrisa que emanaba dulcemente por más que hiciera por mantenerla
oculta.
-Cinco centavos –dijo entregándole el paquete-.
-Muy poca plata –comento haciéndose el chaludo, en tanto le entregaba la
moneda. Abrió el paquete de pastillas y se lo extendió: -Se sirve?
-No, no, Tante gracie.
-Pero por qué no! Insistió-. Ella pareció dudar. Se quedó mirando hacia
afuera.
-Sirvasé; hagamé el favor! –le pidió sonriendo-. No me desprecie.
-No me dejan, capiche? –agregó ella en voz baja y sus ojos se
encendieron por primera vez. Nacho sintió que sus ojos habían podido decirle
cuanto quería hacerle saber y que los de ella le respondían de igual manera.
Un estremecimiento gozoso le recorrió el cuerpo.
-Su papá?
-No, mío fratello...- apenas pudo decir la última palabra, cuando, como un
ventarrón apareció por la puerta del medio, Chicho.
-Veni, veni...! –dijo haciéndole una seña a Nacho al, pasar a su lado y
cruzó todo el despacho a pasos largos.
-Veni...!-, lo desafió al ver que no lo seguía. Nacho se decidió a
complacerlo. Antes de darse vuelta para seguirlo, oyó que Renata le pedía,
como rogándole: -no, no vaya! –Pero no le fue posible complacerla en el primer
pedido que le hacía.
-Qui’hay! –dijo echando andar detrás del gringo de manera resuelta, en
tanto pensaba, qué me querrá decir éste, aunque algo muy lindo no debe ser
por la cara de lión que tiene. Pero si quiere tortas, tortas le voy a dar. Pasaron
por entre los parroquianos y la estrechez de las mesas. Pero ninguno reparo en
ellos. Don Jaros continuaba llevando la voz cantante en una rueda formada por
criollos y repetía una y otra vez en media lengua el nombre de Concarán.
Salieron. Estaba limpio el aire, con fragancia a yuyos y a estrellas.
-Hi dicho que con la sorella mía no, no capiche?-, le grito Chicho
poniéndosele adelante, en tanto le apuntaba con el dedo.
-Y qué! Sos hijo ‘e Mitre, acaso?
-Con mi sorella no, porco!-, volvió a gritar enardecido.
-Y qu’es di’oro, acaso, tu hermana?- Se le había parado al frente como un
gallito encocorado y aunque el otro le superaba en tamaño, empezó a
aguantarle a pie firme los empujones que le daba, a cada palabra que le decía.
Y tras el forcejeo, luego de un “fachatosta”, Chicho le tiró un fuerte
mamporro; alcanzó a agacharse y lo vió pasar al gringo como un toro
embravecido. Así lo pelearía. Saltando de un lado a otro, como para vistearlo.
Se estaba acomodando el pantaloncito, cuando se le vino encima de nuevo y
otra vez lo esquivó y lo tocó por la cara con la mano abierta, como para
demostrarle que no quería golpearlo. Fue lo suficiente para que Chicho,
enloquecido, en un abrir y cerrar de ojos, se desprendiera el cinto de pesada
hebilla que usaba y se le viniera encima, revoleándolo como si fuesen
boleadoras.
-Ahijuna! Gringo sucio!- alcanzó a decir cuando ya la hebilla había volado
para darle justo en la sien, con violencia brutal. Luego no supo más nada de lo
sucedido.
Como si estuviera muy lejos, le oía contar a ratos a don Jaros, el viaje a la
mina aquella primera vez: -Zorino, era zorino! Que olor, qué olor! Puaj...! –Se
tocó la sien; parecía quemarle y comprendió que lo había lastimado el golpe.
Poco a poco fue recordando de que manera había sucedido todo. Se miró
sentado, medio arrumbado entre bolsas y barricas y se acordó de Renata y de
las pastillas.
-‘Ta que los parió! Que vergüenza! Gringo ‘e la gran flauta!- Otto vio que
había reaccionado y que intentaba levantarse.
-Camarada! –Y le hizo señas con el puño de un golpe en la cabeza.
-Dejeló pastiar qu’engorde! Ya lo voy a agarrar! –Y escupió con rabia.
-Camarada!- gritaron otros gringos acercándoseles al ver que se había
enderezado.
Se pasó la mano por los cabellos, y se metió la camisa en el pantalón y
luego, acomodándose el sombrerito, los miró sonriente, como diciendo:
-Aquí no ha pasado nada.
-Pa’ que llorar guachadas por nada! –dijo y sin mirar siquiera para el lado
del mostrador, buscó la puerta. Los otros lo siguieron. Bajó el alto umbral y
ganó la calle. El aire fresco lo reanimó. No sentía dolor en la herida. Pero si le
parecía que estaba abierta en su corazón. Y en él estaba Renata y sus ojos
color del cielo de Concarán y sus trenzas rubias macizas, como espigas. Y su
voz, suave y distante, que parecía decirle: No tardes en volver...te espero...!
6
Sintió frío; no se había despedido el otoño todavía, pero ya el invierno
anticipado, se desparramaba con crueldad por montes, crestas filosas y
hondonadas, en escarchilla y viento helado. Una estrella limpia se asomó por
un agujero que tenía el techo del ramadón, como ofreciéndole su tibieza. Por
primera vez desde que estaba en la mina, le pareció áspero el jergón y duro el
catre de pobre que le prestaba Lisandro. Se dió vuelta una y otra vez sin lograr
dar alcance al sueño. Y pensamientos que no recordaba haber tenido nunca, le
tocaban el corazón cómo una navaja. No estaba muy seguro de cuál era su
nombre ni su edad; de su madre no le había quedado recuerdo alguno ni nada
sabía tampoco de su padre. Es cierto que en su vida había habido momentos
que, al recordarlos lo hacían sonreír. En lo de doña Santa cuando le
conversaba como si él fuese un grande, en tanto zurcía y zurcía o hacía bailar
el huso, entre cuentos y adivinanzas o enseñándole rezos. En lo del tío
Sinibaldo, en esas noches de invierno cuando todos reunidos alrededor de
unas brasitas, mientras desgranaban a mano las espigas de maíz, cada uno en
su cajoncito o pequeñas árganas, decían adivinanzas o escuchaban los
cuentos del abuelo. A veces, cuando se ponían cargosos y hablaban todos a la
vez, la tía los hacía callar de inmediato diciendo: tiro tres pelotas al aire; una
pa’ Juan, otra pa’ Pedro y otra p’al qui’hable primero. –Y enmudecían, hasta
que al fin, la tentación vencía a alguno y debía pagar prenda cumpliendo con el
castigo que le imponían.
El maíz tostado le llenaba los bolsillos y su corazón siempre tenía ganas
de silbar, como el de los pajaritos allá en la sierra. Ahora, en cambio, era como
si estuviese pisando tierra de otro mundo, como si empezara a descubrir de
verdad su propio cuerpo o se mirara de pronto asomándose a lo insondable de
la vida. Y aquella pelea con el gringo y esa cicatriz que le seguía doliendo por
que no faltaba quien le hiciera recordar aquel momento. Si hasta Frinz, que era
el más serio de todos, tocándose la sien, decía: Compañego Nachito...ya sabeg
lo que dan pollegas- Y reían y el gallego Joselillo, también aprovechaba el
momento para dar rienda suelta a su optimismo. Eh, Nachito! Vino, baraja y
mujé! Bravo, Nachito!
Es cierto que después de aquello, había quedado como curado de sus
ganas de ver a Renata. Pero eso había pasado. Y ahora se encontrara
dispuesto a regresar en cuanto se presentara la primera oportunidad para
vengarse del gringo, cuando se pusiera al alcance de sus puños. No le temía ni
a los brazos fornidos del Chicho ni a la hebilla de su cinto. Y entonces, todos
los que se reían de su cicatriz, lo dejarían en paz, lo admirarían por su hazaña
y él quedaría como si se hubiese sacado del cuerpo todo ese malestar que lo
aplastaba. Tal vez la vida pudiera seguir siendo entonces como en otros años,
aunque nunca más volviera al tiempo aquel, ya perdido. Porque más allá de
todo lo que veía, sobre las cosas que alumbraba su propio conocimiento, había
profundidades de sombra, gritos, llantos, quejas, ojos doloridos que descubría
ahora, momento a momento y por más que intentara negar esa realidad, sabía
que eso estaba ahí y seguiría estando por muchísimo tiempo; y lo sentía como
si fuese un agua sucia y amarga que goteaba incesantemente en su corazón.
Arriba y ahí cerca, como para uso de todos los días, estaba el Capataz,
serio, siempre como tomando mal olor a las cosas y dando las órdenes como si
mandara reos al paredón. También don Klestar, el cantinero, callado,
antipático, aprovechándose de todas las necesidades y dolores ajenos para
quedarse con el dinero de los otros; su mujer, muy buena moza, que en la
casita levantada al costado del alto de la loma, parecía asomarse en las tardes
como para que la admirasen, luego de arreglarse cuidadosamente, por el alto
barandal, donde se quedaba largo rato. El doctor Martín, muy joven, con su
barba muy bien arreglada y su porte de atleta, que tenía a toda hora, debajo de
un árbol, un buen caballo ensillado listo para acudir a donde fuese, en cuanto
se le requiriera. Desde alguna curva del camino o por algún sendero quebrado
de las lomas, aparecía vuelta a vuelta Juancito montado en su caballo de palo
de escoba, arriando vacas imaginarias por la costa del arroyo sucio y
maloliente, donde niños y mujeres lavaban brozas durante todo el día, en
busca de mineral. Todo entre el ruido monocorde de las maritatas, el humo de
las chimeneas, algún profundo reventón y el grito lejano de los carreros
azuzando a sus mulas.
Todo eso era la cáscara; porque más abajo estaban las palancas que él
manipulaba desde la madrugada hasta la noche, atento a las luces indicadoras.
Y los mineros chorreando barro, harapientos, las caras amarillas, como
chupados, que él veía salir del túnel como de una tumba, desalentados, sin un
brillo de felicidad en los ojos. También formaban parte de ese costado oculto de
la mina, Yurka, con su flacura, a quien lo veía cruzar el santo día montado en
su escuálido burro, cargado con tachos llenos de agua y su madre, a la que
divisaba a la distancia lavando hasta la noche y al anochecer, había de ver al
padre, que subía de los socavones, temblorosas las manos, irritados los ojos,
sucio de barro de pies a cabeza.
-Es bravo abajo, Nachito –le contaba una vez que se hubiesen hecho
amigos-.
-Que no se te apague la lamparita, porque entonces, sentirte perdido.
Poner tiro, prender mecha y escapar, amiguito; cuidar que no te caiga gran
piedra de arriba, no? Aprender qué dicen crujidos, porque si alguno no decir
nada, otros sí anunciar gran peligro, sabe? Hay que aprender todo eso y otras
cosas enseñar propio corazón. Además, ojo! No prender nunca un fósforo
–agregaba-. Y después darle y darle sin asco a la piqueta, dele y dele todo el
día, por que si no, llegar fin de mes y fichas que sacar, no alcanzar ni para
pagar cantinero. Ah, duro conseguir fichitas, Nacho!
Y no mentía, porque la pobreza que había en su única piecita, amurallada
a la sierra, lo denunciaba así a todo el mundo. Les faltaba de todo, por más que
no malgastaran en nada y él se la pasara todo el día en el túnel.
Así se explicaba porqué había tantos mineros que tenían la piel
amarillenta y una tos que no se les cortaba con nada. Y dónde estaba la
riqueza que con tanto sacrificio sacaban sus manos? Por los ranchos que se
recostaban en lomadas y pendientes pedregosas, por el cueverío donde se
refugiaban como lechuzas, lloraba la guitarra de un ciego desde la medianoche
hasta que se diluía la sombra con el amanecer y aullaban a la distancia los
perros hambrientos. O el llanto de alguna mujercita encogida, que seguía a un
montoncito de algo que había sido un hombre, envuelto en un cuero o en un
pedazo de lona, así se lo entregaban. Y no quedaba más que llorarlo. En
cuanto él veía, andaba la pobreza y el dolor.
El miedo estaba ahí, además y de nada valía que muchos se persignaran
antes de bajar al túnel, porque los seguía paso a paso y segundo a segundo,
no bien ponían los en la boca-mina.
Y era más irresistible en la “Curva de la muerte” o en el nivel 200 donde,
contaban algunos, se les aparecía “El Descabezado”,o aquella otra galería
abandonada, oscura, tétrica, donde se escuchaba desgarradores gemidos de
tiempo en tiempo. Más allá de los pocos contratistas que se enriquecían,
estaban todos los demás que dejaban lonjas de sus cueros y sus mismos
huesos en esa larga y profunda tumba, según imaginaban.
Entre los pocos criollos que parecían predestinados a convertir en plata la
piedra que tocara, estaba Lisandro.
-En esto nu’hay que ser zonzo, Nachito-, le decía. –Un día que bajemos
al pique te voy a enseñar cuales son las vetas que vale la pena seguir. Hay que
tener buen ojo y saber. Nu’es como dicen, cuestión de suerte. No, m’hijito, no.
A veces es una raya finita, hecha así como con la punta de un lápiz y hay que
seguirla y seguirla, meta pico y maza hasta dar con el bolsón que puede tener
a veces entre 500 y 1.000 kilos. Y ésa es plata fresca y todo pa’ uno. Aunque
también puede ser que después que l’has seguiu un buen trecho, t’encontrarás
con que pareciera que te l’han borrau de repente porque nu’hallás nada, nada.
Entonces ti’ha tocau perder y nu’hay pa’que calentarse. Lo mismo cuando
llegas al final y ti’hallás con un puñaito ‘e mineral qui’a veces no llega ni al
cuarto kilo. No, carajo; nu’es cosa ‘e meterse nomás y decir ya está... voy a
juntar plata allá abajo. No a veces seguir y seguir la veta que se te va más y
más lejos y t’empazas a desesperar; entonces te parecen más duras las
piedras, pero lo mismo le metís y le metís hasta que te quedás sin aliento. Y
salís ajuera y estás amargau y te tomás un güen trago y después otro y
otro...caliente porque has perdiu y te quedás con ganas ‘e que la mina te dé el
desquite. Estu’es igual, igual qu’el juego del monte, sabís?
Todos sabían que si Lisandro ganaba en ese juego, al que jugaba por su
cuenta, era lo mismo porque todo seguía siendo igual. A dos centavos cobraba
el kilo; pero a los discos de cobre que le daban en pago, los hacía rodar en la
cantina y en el boliche del pueblo, como si fuesen latas que nada le costara
ganar. Salía un sábado de su casa y farreaba hasta el lunes o el martes, sin
que nadie supiera por donde andaba. Gastaba sin importarle un comino en qué
lo hacía. Cuando iba al pueblo con su mujer, no se traía las tiendas con turcos
y todo, porque no había manera de traerlos. Porque compraba y compraba
todo lo que le llamaba la atención, más lo que los hábiles vendedores les
ponderaban como productos inmejorables. Aunque ya, una vez de regreso,
dejaran los paquetes sin abrir, tirados en cualquier rincón, la ropa nueva se
podría amontonada al mojarse con el agua de las lluvias que se colaban por los
agujeros del techo; si eran muebles los que habían adquirido, igualmente los
dejaban por donde quiera, a la intemperie, donde terminaban destruyéndose,
ya que nunca prosperaba el proyecto de hacer una piecita más. Prefería seguir
viviendo en el sucucho estrecho que alquilaba por casi nada y despilfarrando el
fruto de su trabajo. Como si no fuese que lo ganara con sudor y sangre. Y se
complementaban en esto muy bien con su mujer. Ella cambiaba la ropa de sus
chiquitas, y las arrojaba a la basura o la regalaba luego de usarla una vez. Los
pares de botines o zapatos flamantes, se desparramaban por entre las piedras
del patiecito y todos los colgajes brillantes de colores que a ella la tentaban en
el pueblo, eran destruidos por los chicos junto con sus juguetes. Igual, igual
que Lisandro, mano abierta para dar y prestar, para condolerse del sufrimiento,
cierto o mentido de cuantos se acercaban a pedirle ayuda.
A Nacho le solía dar lástima cuando lo encontraba borracho, entregando
todo cuanto tenía como si fuese de otra persona. Que distintos eran los
gringos, algunos de los cuales también se emborrachaban, pero teniendo buen
cuidado de guardar primero la mayor parte del dinero que habían cobrado.
-De aquí, gasto esto- pensaban separando un montón chiquito y el resto,
que era la mayor parte, “guardar, guardar bien guardadito”.
-Y pa’ qué los guarda tan bien- le preguntaba algún curioso.
-Oh!- contestaban brillándole los ojos. –Ritornaré allá. Con vento, la vita
mía será diferente, capiche? Y me dirán signore...oh, signore! Per ché laburo
forte, capiche? Y guardo...- y se quedaban soñando con la vida distinta que
llevarían en su patria si lograban retornar llevando mucho dinero.
-Ah, allá! –soñaban-.
Todo esto ocurría en la mina. Un escalofrío lo estremeció. Por altos y
bajos empezaron a cantar los gallos. Con pereza abrió los ojos y de nuevo
divisó las lindas casas de los patrones trepando por las ásperas praderas o
como metiéndose en el arroyo, vió dibujarse la sombra de los ranchos, los
huecos del cueverío abiertos en la piedra viva, donde también dormía gente,
por lo general tirada sobre alguna jerga vieja o bolsas estiradas en el suelo,
amontonados como perros y entreverados con ellos.
Dormir mal, comer peor, vivir jugándose la vida por unas miserables fichas
de cobre parecía ser el destino de todos los que llegaban a la mina. Qué poco
valor tenía allí la vida de un hombre!
Sin embargo, nunca se alzaba una voz de protesta, todos parecían muy
satisfechos con dejar que las cosas siguieran tal cual estaban: trabajar muy
duro jugándose la vida a cada instante, cobrar en fichas, pagar a 40 centavos
la carne que en otras partes valía 25 el kilo y así en todo. Sin embargo, cierto
día que a un gringo se le ocurrió hablar de huelga, fue reprobado por todos.
-Eh, deca, deca de huelgas! Que si non portato bene...adío! –é hizo sonar
una castañeta significando con ello el despido inmediato.
-Y después? Eh? Non capiche?-. Preguntó con una sonrisa amarga.
Todos aprobaron. Tenían miedo a la huelga, a quedarse sin trabajo por culpa
de eso y por eso no se animaba ni a mencionar la palabra.
Con la claridad del día las gallinas empezaron a bajarse de los árboles en
los que dormían. Ya distinguía las formas y colores de las colinas que
bordeaban la mina, la gran montaña de broza, los recuestos encrespados de
casuchas. Se enderezó rápidamente y capujó los pantalones. Desde más allá
de la boca-mina avanzaban los gringos en bulliciosas caravanas. Y era mejor
que no le encontrase mal pisado, porque entonces eran capaces de sacarlo a
la rastra como estuviese, desnudo o a medio vestir. Para ellos, fuera del
trabajo, todo era chiste, motivo de broma o diversión. Había que olvidarse en
cuanto fuera posible del túnel y de sus riesgos.
Hacía tiempo que ya no iban al pueblo porque habían encontrado otro
refugio que les quedaba más cerca y en el que encontraban todo lo que
requería la sed de diversiones que los arrastraba.
Don Cristusek tenía su casa no muy lejos y acostumbraba alquilar sus
caballos a los señores de la mina. Como además tenía también unas cuantas
hijas buenas mozas, fue encontrando amigos entre los mineros. Entendiendo
que a tiempos como esos que vivían, había que sacarles el mayor provecho
posible, empezó a organizar pequeñas reuniones en su casa los días
domingos, ya para rifar una cabeza de chancho o una funda. Poco a poco y
dado el entusiasmo de los primeros concurrentes, aquellas reuniones se fueron
repitiendo con más frecuencia y con mayor número de personas asistentes. A
la damajuana de vino del principio se le sumaron muchas más, agregándosele
también botellas de caña, anisado, cerveza, pastillas, cigarrillos y, en fin, todo
cuanto pudiera necesitar un hombre que sale de una madriguera y quiere
olvidarse de las oscuras horas vividas, comprando todos los placeres que se le
pongan al alcance de la mano. Y qué mejor si a todos aquellos vicios, se le
agregaban unas muchachas modositas, que lucían sus mejores vestidos de
seda o de percal, ajustaditos al cuerpo, con las cimbas prolijamente anudadas
con cinta de color y dispuestas a bailar al compás de muy buena música, hasta
que asomara el nuevo día. Allí, en el patio de don Cristusek, los gringos
retozaban como criaturas y bebían y bailaban todo lo que tocaban los
guitarreros con tal de sentir cerca, aunque más no fuera, el olor de una mujer.
-A lo de Cristhus…! -Decir así para ellos, era como bañarse en agua de
rosas. Y sintiendo hacérseles agua la boca, en un zapateo extravagante,
remedaban a los criollos en sus bailes preferidos. Qué alegría les daba salir
con rumbo a la casa de don Cristhus! Ellos le abreviaban así el apellido porque
era alto y flaco y se dejaba crecer además una larga barba, por lo que lo
hallaban parecido a Jesús, según las imágenes que conocían.
-Camarada Nachito! –Ya escuchaba los gritos a Otto, el más bullicioso y
los palmoteos de Pepillo, que siempre vivía alborotando.
-Ya voy! Ya voy!-, les gritó alisándose el flequillo con la mano y levantando
de paso el pañuelo blanco del cuello que iba a estrenar ese día junto con las
alpargatas bordadas. Bajó corriendo por el sendero pedregoso y se integró al
grupo.
-Salú, camarada Nachito! Salú! –Y todos se cuadraron militarmente ante
él, hasta Frinz, que siempre parecía tener una pena escondida. Es que,
escapando del oscuro socavón, todo para ellos era canto, risa y broma.
-A dónde ir? A Concarán? O a lo de don Cristhus? –preguntó uno-.
–Hace mucho no ir Concarán. Ir Concarán ahora, eh? –Todos aprobaron y
de inmediato enderezaron sus pasos hacia el pueblo, moviendo los brazos
velozmente al costado del cuerpo, simulando un exagerado apuro por llegar.
Afirmando con fuerza lo pies en las piedras, subieron la empinada cuesta y
desde el plano elevado, dominaron toda la azulada extensión del valle. El sol
había cruzado ya las crestas del este, pero la nubazón le cerraba el paso. Se
veía como un profundo tajo cristalino el cauce del Conlara y todo lo demás, en
esa despedida del otoño, se teñía de amarillo y cobre, que a veces parecía
volar en bandadas.
-Mira…mira…! Concarán!- Lo descubrieron de pronto a la distancia,
cuando un rayo de sol pintó de blanco la torre y el caserío de Concarán!
Renata! Se le voló el corazón a Nacho. Después de transcurridos tantos días,
la noche de su humillación pareció haberse borrado. Había renacido en él el
deseo enorme de verla, de escuchar su voz aunque fuese escondido a gran
distancia, pero escucharla otra vez. A Chicho procuraba alejarlo de sus
pensamientos, porque ese recuerdo lo turbaba profundamente. Y mientras
avanzaban, pensaba y pensaba en las cosas que podría decirle a Renata,
soñando en que pudiera dársele una oportunidad para hablarla, lejos del
hermano de ella. Sin embargo, no se le ocurría otra cosa que invitarla con una
pastilla, como la vez anterior o preguntarle si le aceptaría un anillito de regalo.
De pronto, como un trueno sintió que reventaba a su alrededor, la grita: -Oh,
oh, oh! Se enamoró! Se enamoró!-, y todos saltando al verlo tan ensimismado,
palmoteaban riéndose de sus preocupaciones. Ni cuenta se había dado del
largo rato que avanzaba a paso firme envuelto en su propio silencio.
-Oh, oh, oh Renata!- volvieron a corear sus compañeros. Los miró, al rojo
vivo el rostro, pero contuvo su rabia. Ya sabía que esa era la mejor manera de
responderles a las bromas que hacían.
Se acomodó el sombrerito cantor y el ponchito sobre los hombros y
continuo la marcha como si nada hubiese sucedido. Tenía muchísimos deseos
de llegar de una vez a Concarán. Cada día estaba más lindo el pueblo. Ya
habían desaparecido los corrales, muchas casas tenían vereda de ladrillos y
por las noches encendían faroles en alguna esquina cercana a la plaza.
Además, habían construido unas casas que tenían balconcitos y adornos de
mármol; los edificios de la policía y de la escuela habían sido levantados en
altos para que no corrieran riesgos de ser alcanzados por las aguas en caso de
que el río desbordara, como ocurría frecuentemente. Más allá, contra el azul de
la sierra las trincheras de álamos se despojaban de su vestimenta
desamparando a cardenales y a calandrias.
-Eh! Aquí! Tallarine! Mucho! Mucho!- pidieron con desesperación en
cuanto pisaron los umbrales de “El Farol”.
-Un lechoncito! Presto! Picante, bien picante!- les oía repetir.
Decidido a todo con tal de verla, desde la puerta la buscó a Renata, pero
no estaba en el despacho. Don Nino, el padre, lavaba copas, servía, servilleta
en mano, gritaba para adentro ordenando los pedidos y sonreía satisfecho
mostrando los grandes dientes, allí donde todos hablaban, reían o discutían por
cualquier cosa, pero pronto a gastar su dinero.
En tanto él empezaba a saborear un café, sus compañeros bebían sus
primeras copas de grapa o de caña y vuelta a vuelta interrumpían sus charlas
para hacerle preguntas.
-Qué hace hombre con gallina bajo el brazo?
-Es un gallero que lleva su pollo a pelear; va al reñidero.
-Reñidero? –Y se quedaban como saboreando la nueva palabra
escuchada.
-Por qué llevar caballo con vestido?
-Ese es un parejero –le respondía- Hay carreras esta tarde.
-Y de las güenas...- intervino uno de la rueda-. Corren el Alazán, un pingo
di’Ojo di’agua y el Zaino di’aquí. Ya lu’han tapau de plata al Alazán.
De todo había en el pueblo el día domingo. Riñas, carreras, rifas, bailes
en los ranchos, gritos y tiros en la “Casa de las Latas” en cuanto empezaba de
oscurecer.
En ese momento llegó a las chuequeadas el viejo Ño Mentira,
acomodándose el sombrero y fue suficiente que se acercara al mostrador para
que unos muchachos que tomaban sus vasito de vino, empezaran a tirarle la
lengua.
-Cuente, Ño, esa mentira ‘e cuando estuvo en la guerra.
-Mentira? Mentira, decís?- respondió poniendo cara de ofendido. Y
encarándose con otro parroquiano, se explicó: -Lo que yo cuento es ciertito,
m’entiende? Que si’han créido que los gauchos di’antes eran unos bostas? Yo
anduve con ellos y nunca nos achicamos a naide, ni’aunque vinieran
degollando!
-Alabate cola!-, saltó uno tosiendo para hacerlo encrespar. Quedó como
cortado al medio, sin saber qué decir. Luego, mirando con desprecio al que
había hablado, dijo con voz dolorida el viejo: -Atrevius, carajo!
-No li’haga caso,- Ño. Tome un trago y cuente. Como si eso nomás no
hubiese estado esperando, se despacho un vasito de grapa por entre las
barbas engrasadas y luego de chuparse el bigote, empezó a contar la historia
de siempre: -En aquella güelta, mi’acuerdo ya que mi’han preguntau, me tocó ir
a la guerra contra los porteños. Muchos puntanos juimos! Qué jinetes! Y que
peliadores! Y áhi en Pavón andaba el general Lanza Seca galopando al frente y
dando las órdenes. Macho el hombre, sí, señor! Hi serviu bajo sus órdenes y
como les digo, les hicimos comer tierra a los porteños en esa güelta! –Y quedó
en silencio, como diciéndoles con la mirada cansada, qué les parece, eh?
Uno a uno iban aproximándose a escucharlo y todos guardaban silencio.
Que más quería el viejo para seguir contando, aumentando de paso sus actos
de valor. Nacho le había oído contar en varias oportunidades la misma historia.
Recordaba entusiasmado la carga final de los puntanos y Urquiza, que en el
momento decisivo, no los dejaba avanzar, cuando solamente quedaba
asegurar la victoria.
Compró un atado de cigarrillos y salió acomodándose el pañuelo. Tal vez
llegara a visitar a Clarita. Desde el lado del río venía Inocencio, ladeándose de
un lado para el otro, siempre descalzo y quejándose con los pesados tachos
llenos de agua que llevaba con gran dificultad. Frente a la escuela flameaba la
bandera. Le volvieron deseos de aprender a leer. Pero ya no era posible; nunca
le quedaría el tiempo necesario. Frente a los boliches y fondas, caballos y
machos, algunos con guardamontes, despuntaban su aburrido sueño. Desde
adentro salía el bullicio y las carcajadas de los parroquianos, en tanto la
guitarra latosa les calentaba el vino y los sentimientos.
Divisó que la puerta de la oficina de don Ciriaco estaba abierta y entraba a
ella uno que otro vecino. Tirando el cigarrillo y acomodándose el poncho, dejo a
un lado la vergüenza y avanzó decididamente. Allí estaba su padrino vistiendo
traje oscuro, el chaleco azul de terciopelo y la cadena de oro cruzándole el
pecho. Unas diez personas lo escuchaban atentamente.
-Hay gente-, les decía afirmando las palabras con mímicas-, que anden
repitiendo por ahí que soy un viejo cascarrabias. Pero como no me voy a enojar
si uno hace lo posible para que el pueblo tenga una linda plaza, y hay gente
grande que se encrapicha en destruir las plantas y hasta llegar a sacar los
alambres para que sus animales hagan destrozos en ella!
Los vecinos se miraron entre si y susurraron algunos nombres.
-Sí, sí; justamente Zenón es uno de los culpables. Pero no lo hago meter
preso porque no me gusta perjudicar a nadie. Pero quiero que entiendan que
esta preocupación mía por mejorar el aspecto del pueblo es para bien de todos.
Y también quiero que recuerden lo que les digo siempre: Mi preocupación por
mejorar el pueblo no es porque quiera ser diputado, lo hago porque entiendo
que los argentinos debemos colaborar para que nuestro país progrese. Y los
que desempeñamos algún cargo, más que ninguno, debemos hacerlo con
honradez y patriotismo. Si ahora las cosas no marchan como debieran, en
orden y paz, es porque desde arriba mismo con mucha frecuencia, nos
ensucian las aguas con procedimientos desleales. El poder es una teta a la que
muchos se prenden y no quieren largar más, aunque para ello deban valerse
de recursos reprobables. Yo no me prestare nunca a esos juegos sucios y les
pido, vecinos, que ustedes tampoco lo hagan, que no se dejen envenenar con
palabras ponzoñosas, como las que dicen muchos enviados de arriba.
Tenemos que pensar muy seriamente que estamos obligados a dejar para
nuestros hijos un país progresista y en paz, no empobrecido y anarquizado.
Hagamos las cosas bien, con honestidad. Hagamos oídos sordos a la
politiquería de boticas y comités. –Hablaba el padrino con un tono suave, muy
firme a momentos, pero se conocía que sus palabras le nacían de lo más puro
de su corazón.
-Y cambiando de tema –añadió- les doy la buena noticia de que he
conseguido una partida de dinero para desviar el curso del río, haber si de una
vez por todas logramos evitar que las crecientes se nos vengan encima,
arruinándonos todo. Ya lo he buscado a Basconcelos para que en el recodo sur
haga las “patas de gallo” que modificaran el curso de la corriente. –Al finalizar
los miró como esperando la aprobación, pero todos quedaron en silencio.
-Creo saber porque no han aprobado lo que les he dicho y eso que es
muy importante para todos. Porque siguen prestando oído, muchos de ustedes,
a lo que anda diciendo Zenón y sus amigos, de que hay que sacar el pueblo de
aquí porque en cualquier momento lo llevaran las crecientes. Un murmullo de
aprobación llenó la pequeña sala y los presentes se miraron entre ellos
confirmando aquellas palabras.
-Pero no le vamos a dar en el gusto, porque esas son chicanas de vecino
mal intencionado, como les he repetido otras veces ya. Él está pensando
aprovecharse del miedo de ustedes para favorecer sus intereses al poder así
vender mejor sus terrenos, que están precisamente hacia el este, lugar a donde
él quiere sea llevado el pueblo. Hay que abrir bien los ojos vecinos y hacer oído
sordo a los tontos y necios, que tratan de perjudicarnos para beneficiar su
bolsillo.
-Así nomás es, don Ciriaco-, dijo un hombrecito dando unos pasos al
frente.
-Mal intencionau es el hombre!
-Pero si no le hacen rueda para escucharlo cuando habla, morirá por la
boca, como el pez. El río será desviado y Concarán quedará donde está,
vecinos!- finalizó diciendo, rematando con fuerza la frase final. Aplaudieron los
presentes y en los ojos se les vió renacer la fe.
Estaba indeciso, no sabía que hacer todavía, cuando se abrió la puerta
que comunicaba con la casa de familia y apareció por ella Clarita.
-Nacho! –lo llamó-. Se acomodó el pañuelo, se quitó el sombrero y cruzó
por la oficina haciendo una venia al padrino, que continuaba ocupado.
-Pero sos vos, Nachito? –le
resplandeciente el rostro de alegría.
preguntó acercándosele
la
joven,
-Madrina!-, exclamó al reunirse con ella, que lo recibió entre sus brazos.
-Cuanto tiempo sin verte! Entra! –Era el mismo comedor, con su mesa
grande, el aparador con espejos y lleno de cristalería, el cuadro grande con
letras bonitas donde decía, según le habían enseñado: “Donde hay paz y amor
hay siempre prosperidad”.
-Así que te fuiste y me lo dejaste solo a papá, no?- le recriminó con afecto.
-Es que...la extrañaba mucho! –Se le borró a ella por un momento la
alegría que le retozaba en los ojos.
-No, no creas que estoy enojado, fue una broma, nada más. –De nuevo su
sonrisa lo envolvió en una cálida ternura. –Qué bonita es mi madrina!- pensó.
La frente despejada, los ojos suaves, llenos de vida, los labios perfectos
siempre jugando con ellos una sonrisa que atraía secretamente. No tenía toda
la frescura de antes, pero igualmente la belleza de su rostro resaltaba sobre el
vestido oscuro de cuello blanco.
-Esta es mi hija-, le dijo acercándole una criatura de cinco o seis años.
-Contale a Nacho como te llamas-, le pidió.
niña.
-Ruth –El le acarició las trenzas rubias y se miró en los ojos celestes de la
-Estoy trabajando en la mina –dijo respondiendo a una pregunta de
Clarita.
-En la mina? Jesús!-, exclamó escandalizada al oírlo.
-No, pero arriba nomás-, se apresuró a aclarar.
-Es igual; tantas explosiones y derrumbes! Porqué no buscas trabajo aquí.
Y luego volvió a preguntar: -Por qué no buscas trabajo aquí en el pueblo?
-Aprendiste a leer?
-No, madrina. A dónde iba a aprender!
-Si te vinieras a vivir al pueblo, yo te enseñaría. Qué te parece?
-Sí, pero... –Qué buena era su madrina! En cada gesto, en cada palabra
de ella, le parecía encontrar el alma de la madre que no llegara a conocer.
Luego le sirvió un platito de dulce y le siguió preguntando cosas de la mina,
hasta que apareció don Ciriaco.
-Qué te parece la visita que tengo?
-Sí, ya lo ví al mocito. Está hecho un hombre...mira vos.
-Y trabaja...trabaja en la mina, hace mucho ya –añadió-. Luego,
volviéndose a don Ciriaco, se preocupó por el resultado de la reunión que
acababa de finalizar.
-Pienso que la gente quedó contenta, -le comentó-. Claro que nunca falta
un buey corneta, como el tal Zenón que sigue porfiando porque el pueblo sea
llevado al otro lado de las vías; pero la gente no le hará caso, estoy seguro.
Sería un disparate intentarlo siquiera.
-Y por qué se empeña en querer cambiarlo?
-Qué pregunta, hija! No será porque él quiere solucionar patrióticamente
los problemas que aquí tenemos. Lo que pasa es que quiere llevar el pueblo a
tierras que son todas de él. Pero no se saldrá con la suya. Me dá unos
matecitos?
-Y le trajó el dinero ya el cobrador?-, preguntó preocupada.
-Que va a traer! Es seguro que se jugó esa plata ya y no encuentra de
donde sacar para devolverla. Es la segunda vez que hace esto. Pero esta vez
no le perdonaré! Basta ya! Qué tanto! Además ajustaré también a unos cuantos
que tengo ya en capilla porque se valen de mil tramoya para no pagar los
impuestos como corresponde. Y no es que no tengan cómo hacerlo, sino es
que son...-, y quedó en silencio atusándose el bigote, clara señal de su
disgusto. –Y del juez, que te cuento! –añadió con amargura-.
-Que hizo ahora!-, exclamó alarmada Clarita.
-Que mala cosa no hizo, querrás preguntar! Ahora, según la cara del que
pase por el juzgado, gente que viene de afuera, la hace detener y le saca
multa.
-Bueno, papá. Basta de rezongar. Si no la visita pensará que te has vuelto
un ogro.
-Todavía no, pero creo que ya me está faltando poco-, remató diciendo al
tiempo que recibía entre sus brazos a Ruth que venía corriendo a refugiarse en
ellos.
-Estuvo doña Cletita?
-Callate con tu amiga! Me contó lo que le cuesta ahora llegar al pueblo.
-Y por qué tan luego ahora?
-Se le ha puesto que el tren es obra de mandinga. Es tan grande el miedo
que tiene, que para cruzar las vías se levanta un poco la pollera y haciendo
cruces y gritando Jesús, María y José los encara pensando que es el propio
mandinga el que está relumbrando allí en los rieles.
-Que doña Cletita que es ocurrente!
-Nada de ocurrente. Para ella es así y no hay quien pueda sacarle de la
cabeza esas ideas. Ah, doña Juanita te mandó invitar para el baile de mañana-,
dijo don Ciriaco acercándose a la ventana.
-Sí, si, ya me invitó, pero no iré. –De pronto se había puesto muy seria.
-Por qué no; estará muy lindo, sin duda. Vendrán familias de Santa Rosa,
de Ojo de Agua y también de Renca, según oí decir. Te hace falta divertirte un
poco. De paso se calman ciertas habladurías que no me gustan nada-. En ese
momento en que la preocupación le ensombrecía el rostro, se dió cuenta de lo
viejo que estaba su padrino.
-No, no iré-, respondió Clarita –Que hablen todo lo que quieran. Seguiré
siendo la viudita abandonada, esa que...- se cortó su voz por un sollozo.
-Decía porque me preocupa verte feliz.
-Si sabe que soy muy feliz con usted, con mi hija y ayudándole a doña
Pánfila en las obras del hospital. –Y dirigiéndose a Nacho, agregó: Y si decides
venirte a vivir con nosotros, mejor todavía. –Unos golpes dados en la puerta la
interrumpieron. Pausadamente don Ciriaco se dirigió a abrir.
-Berdón, batrón; boedo hablar con osté? –En la claridad de la puerta
asomó la figura de don Abud, que tenía su tienda frente a la plaza. Se lo notaba
muy nervioso y cerraba y abría las manos sin parar.
-Adelante, don Abud- Sin hacerse rogar, entró arreglándose los pocos
cabellos que le quedaban, haciendo sonar en el piso de ladrillo los viejos
botines colorados. Con aire humilde saludó a Clarita haciendo una gran
reverencia a punto de dar con la cabeza en el piso.
salir.
-Permiso- dijo Clarita tomando de la mano a su hija y disponiéndose a
-No, no, bor favor...- suplicó en voz baja y con los ojos turbios, llorosos
don Abud -Guere hablar, sañura...berdone, así con el corazón boesto en la
mano! –y la extendió mostrándosela, como si allí la hubiera depositado
efectivamente. Clarita se detuvo sin saber que hacer. Entonces continuó
diciendo don Abud: -Sañur Ciriaco...osté sabe, bobre turco, hombre de trabajo,
boeno, sañur...-, y otra vez se detuvo y quedó mesándose los cabellos y
estirándose el viejo chaleco de lana hacia abajo.
-Sí, sí, ya se don Abud. Siéntese y hable tranquilo. Usté dirá en que puedo
servirle.
-Boeno, pasa que Bedro...mi hijo Bedro...boeno, no se cómo decirle,
sañur...el Bedro muchacho boeno, juvencito...lindo mochacho el Bedro- Y
sonrió con ternura, como si lo estuviera viendo iluminado por su gran amor de
padre.
-Ah, si, si-, dijo don Ciriaco desconcertado, mirándolo con atención.
-Y ahora, sabe? Guere mujer...guere casarse el Bedro.
-Y bueno, es joven todavía pero si se ha propuesto... -opinó don Ciriaco-.
-Sí, si...así como osté lo dice...se ha brobuesto...y es así, cabeza dura,
como un balo! –Y se dio fuertes golpes con los puños en la cabeza.
-Dice madre...entonces llamaremos a Fadra o Zaída de allá, hijas de
baisanos. Bero él que no y que no! Ah, cabeza dura el Bedro! Madre voelve a
decir...tendrás esbosa boena, bonita, baisana linda, linda...que no y que no,
dice él-, y bajó los brazos desalentados don Abud.
-Y no querrá casar, entonces, no le parece? –opinó don Ciriaco-.
-Bero si...verá, batrón...- y dio unos pasos con la cabeza gacha,
mirándose los botines viejos y sucios, como si ya se retirara.
Clarita, con Ruth a su lado, permanecía en silencio sin alcanzar a
comprender los propósitos de don Abud.
-Batrón, no entende osté? No entende, batrón, bor Dios? Sí, viene Bedro y
la dice...vaya, vaya...brobonga matrimonio Clarita, bur favor!
-A mi? -Se le arreboló el rostro a Clarita y sus manos volaron a la cabeza
presa de estupor.
-Yo ha dicho...bero no Bedro, no boede casar con criollita...bero él no, no
la entende, batrón, no guere entender...y es malo el Bedro... y anda rabioso y
madre llora y llora; bor eso ha dicho, vaya Abud, hable, guere? Borbonga
matrimonio....Borque si no, Bedro hacer locura, gumbrende, batrón?
-No, no siga, don Abud- dijo don Ciriaco viendo que Clarita se cubría los
ojos, a punto de llorar. –No te preocupes, hija; ellos tienen otras costumbres y
debemos comprenderlos.
-Dice no guerer a Bedro? Borque es muchacho bobre, bor eso? –pregunto
don Abud con el rostro desolado-.
-No, no, don Abud, no se trata de eso; usted sabe cómo los apreciamos.
-Y entonces, batrón, entonces? –interrogó de nuevo con ojos llorosos.
-Si yo ni lo conozco a su hijo, nunca he hablado con él y entonces?
–intervino diciendo Clarita con voz temblorosa.
-Bero él sí, el la gunoce a usté. La mira desde la ventana tudo el día. La
basa esbiando bara el lado de osté. La adora, bobrecito el Bedro!
-Eso no es posible, señor. Yo soy casada, no lo sabe, acaso?- Abrió
grande los ojos don Abud, sin poder ocultar su asombro y aproximándosele,
como si buscará en los ojos de ella la señal que le indicará que así era
efectivamente.
-Casada? Osté, bunita, casada? Bero...no estar viudita?
-No! Y aunque así fuera, nunca me casaría si no fuese por amor...con
permiso –dijo y en su salida apresurada completó la respuesta-.
-Berdón, batrón...no guere ofender, sabe? Oh, hijo mío va a guerer morir!
Y elevando las manos juntas, entrecerró los ojos por un momento.
-No es para tanto, don Abud –intentó conformarlo don Ciriaco- Vaya
tranquilo...vaya...vaya... –Lo vio alejarse sin decir palabra, a paso tembloroso,
apenas si tartajearon su última disculpa. Regresó don Ciriaco de la puerta y
pasó el comedor de diario, donde Clarita había dejado caer la cabeza sobre los
brazos puestos en la mesa.
-No haga caso, hija, ningún caso- dijo don Ciriaco intentando consolarla.
-Pero papá, por qué tiene que sucederme esto a mi? Cómo me propone
matrimonio un desconocido? –Y de nuevo se le cayeron las lágrimas.
-Comprenda, hija, es una costumbre de ellos, qué se va a hacer! Vamos,
levante esa cabeza. Ya está el almuerzo? Mire que tenemos invitados ahora,
no es así? –Clarita sacudió la cabeza como para aventar lejos sus
preocupaciones.
-Sí...no te vayas, Nacho-, le pidió –Hoy hicimos empanadas –Pero él ya
estaba de pie, haciendo jugar el sombrero entre las manos.
-Otra vez será, madrina, sabe? Muchas gracias. Resulta que debo ir a las
carreras, unos amigos m’esperan –Y se acomodó el poncho cortón.
-Está bien otra vez será –dijo don Ciriaco tratando de conformarla-. No
deje de jugarle unos pesitos al Zaino nuestro, si es que no se larga el agua
antes de que corra y después me cuenta cómo le ha ido. ‘Tá lloviendo mucho al
sur, sobre el río. –Y mirando por la ventana, agregó: -Me parece que ya está
chispeando. –Nacho le extendió la mano y él lo abrazó, despidiéndolo. Luego
apretó entre las suyas, las dos pequeñitas de Ruth y finalmente Clarita lo
estrechó entre sus brazos y lo besó como cuando era un niño. Que fragantes y
qué suaves y tibios eran los labios de Clarita! Con razón que no solamente los
criollos se enloquecían por ella! No escapaban a su hechizo tampoco los
turcos, que eran muchos ya, los que había en el pueblo. Don Alí había hecho
venir primero a un primo y luego empezaron a llegar otros y otros más.
Salió. Tenía razón el padrino; garuaba finito y estaba muy oscuro para el
sur. Había caminado unos pocos metros por la vereda, cuando de una casa
ubicada frente a la plaza, se abrió de golpe una puerta y volaron a la calle,
como arrastrados por una rara tempestad, sillas, platos, copas y pocillos.
-Bor qué? Bor qué? Nada más que bor ser baisano bobre? Oyó gritar
enfurecido a alguien desde adentro. –Ah, no! –continuaba-. La juro, badre, que
a Bedro nadie la hace esto! –En eso alcanzó a distinguir a un muchacho de
pelo crespo, que con los ojos desorbitados, levantaba con sus manos otros
objetos y los arrojaba también a la calle.
-Bor ser bobre? Nada más que bor ser bobre la desbrecia? Ya verá, ya
sabrán quien es Bedro! Y Temer irá conmigo! Bobre...yo bobre! –Y lo vio salir y
alejarse a pasos largos, sueltos los brazos, volteando la cabeza hacia uno y
otro lado.
Siguió Nacho su camino y en el primer caballo con jinete conocido que
encontró con rumbo a las carreras, montó en ancas.
-Turco loco! –dijo para sí-. –Qué culpa tenía la niña Clarita, que era tan
buena, para que le sucedieran esas cosas! No se explicaba. Más allá del
saucedal, el cielo en un azul oscuro, casi negro, sobre el río ensombrecía de
tempestad inminente la tarde. Cuando llegaron ya estaban los animales que
correrían, gastándose en las primeras partidas. Por todas partes se veían en el
descampado, las pasteleras haciendo hervir la grasa para freír, el humo con
olor a carne asada se elevaba alegremente y en otros recovecos improvisados,
se vendía vino sin parar, en tanto una guitarra les volcaba en el corazón de los
carrerinos, alegría y coraje.
Según contaron, ante la amenaza de tormenta, se había dispuesto hacer
correr más temprano la depositada y para mayor garantía, tres jueces darían el
fallo. En seguida él reconoció en uno de los jinetes a don Alejo, un viejito de
“Ojo del Río”, diablo para correr, con el pañuelo atado a la cabeza y la liviana
fusta en la mano. Caminaba con tranquilidad la cancha y al regresar al punto
de partida, le acariciaba la tabla del cogote a su montado y a ratos parecía
decir algo en voz baja en la oreja.
-Puesta ganada al Alazán!
-Pago nomás! –se oía de punta a punta de la cancha-.
-Cincuenta pesos al Zaino! –Pago y pago!- respondían los forasteros
tapándoles la boca de inmediato. Se abrían los bolsillos de los tiradores y las
manos enarbolaban los billetes de todos los colores. Muchos eran los que
habían venido acompañando al Alazán y muchos más, todavía, los que se
jugaban una fija al Zainito de Concarán. Lo montaba un muchacho currutaco,
de ojos chiquitos, achinados, al que se lo tenía por muy buen corredor. Con las
orejas paradas, airoso el paso, reluciente el pelaje, el Zaino pareciera estar ese
día como para ser el primero en todo. Otras dos partidas hicieron y el Alazán,
en el arranque, se estiro como goma y enardeció a sus partidarios haciendo ver
que tenía sangre. Pero el jinete del Zaino no aceptó el convite.
-Cien más al Alazán!
-Pago! Pago! –Corrían las apuestas como una sola voz en la concurrencia
que se estiraba a lo largo de la cancha con su ansiedad, su emoción y su
codicia.
Y cuando se esperaba que estirando las partidas el viejo buscaría la forma
de cansar al Zaino, aprovechando una leve ventaja de su alazán, lo invitó
inesperadamente, respondió dispuesto el muchacho y castigaron a tiempo que
se oía de una a otra punta de la cancha la exclamación: -Largaron! y “ya se
vinieron nomás”. Tamborilearon como enloquecidos los cascos, la
muchedumbre se volcó como una nube movediza sobre los carriles y se vio a
los caballos pasar el primero cuarto, como un relámpago, sacando una cabeza
de ventaja al Alazán. El viejo, con la fusta al aire, se lo vio como sobrando; en
tanto, el muchacho, echado sobre el cogote de su Zainito, iba tocando a penas
las ancas de su montado como si estuviera seguro de que le bastaría llegar a
los tres cuartos de cancha para apretarlo a penas con los talones y aventajar al
Alazán.
-Doscientos al Alazán! –Las bocas caliente y apasionadas lanzaban el
último desafío, seguras de cosechar y el “pago!” cerraba el reto, confiando a
muerte en que, a la larga, ese flete sería el vencedor.
Pareció haber escuchado aquella esperanza el animal, porque en menos
que canta un gallo logró emparejarlo y fue por demás, que don Alejo castigara
y castigara a dos verijas. El Zaino sobre la raya, había hecho la atropellada
final con todo y mientras unos gritaban: “El Alazán!”, para todo el mundo!, otros
aclamaban al Zaino como al seguro ganador. La última palabra la dirían los
jueces, que estaban reunidos ya, a cierta distancia y hacia la raya se volcó la
concurrencia. Los corredores habían regresado y montados en los caballos
cubiertos por la espuma, esperaban el veredicto. Tras de liberar, uno dio por
ganado al Zaino y el otro al Alazán. Correspondía dar el fallo definitivo al tercer
juez, que era un viejo chiquito, vivo, con más agachadas y mañas que
mandinga. Ahí estaba en su viejo caballo rosillo, tapado con su mantita, el
sombrero mal formado quebrado en la frente, mirando a unos y a otros como si
los estuviera contando para dar el fallo que favoreciera a los más numerosos.
-Que falle el tercer juez!- gritó un impaciente.
-Ya va, m’hijo, ya va! –dijo levantando la mano chiquita, casi sin aliento,
como si estuviera por bendecir. –Esto nu’es chacra di’azafrán.
-Que falle di’una vez!- volvieron a gritar y un remolino de gente se le vino
encima. Levantando el brazo pidió silencio y luego, con una voz firme y gruesa,
que no parecía de él, gritó: -Ganó el Zaino, señores, por una oreja!
En tanto unos daban gritos de alegría, otros se le vinieron bramando de
rabia, como para degollarlo. De pronto, entre ellos, se adelantó un negro
grandote, chiripá listado, quien, abriéndose cancha con un puñal, gritó:
-Ti’has vendiu, maula! –Todos vieron que el viejito juez abría los ojos
como lechuza y parecía no poder creer lo que estaba viendo, porque, adelante,
sosteniendo el puñal amenazante, lo tenía nada menos que al gaucho Fausto
Chavero, que tenía ya unas cuantas muertes en su maleta.
-Di’el fallo justo, señores-, intento defenderse el viejo, al tiempo que
empezaba a desmontar pausadamente, se quitaba la mantita y se la arrollaba
al brazo, como quien no quiere la cosa.
-Mentís! –boconeó el negro con los ojos encendidos por la rabia y ya le
amagó una puñalada también.
El viejo había metido la mano por la cintura como para rascarse y sacó un
cabito blanco de comer asado. Cuando el otro atropelló, afirmándose en la
pierna izquierda, lo espero con tal tranquilidad, como si en toda su vida no
hubiese hecho otra cosa que charquear la cara de los guapos; le hizo un saque
con el brazo izquierdo y el facón del gaucho bravo voló brillando para caer
como a los tres metros. Se quedó sin saber qué hacer aquel hombre temible;
como vela de cera, el rostro. Cuando vio que el viejo, con un movimiento de
cabeza le indicaba que fuese a levantarlo, con desconfianza, se acercó hasta
donde estaba el arma, la alzó y de nuevo se la vino crudito.
-Ah, bárbaro! –grito más de uno cerrando los ojos- Atajelón! –Muchos
miraron para otro lado y unas mujeres que mosqueteaban desde lejos, cayeron
redondas al suelo. Cuando salió la puñalada mortal, el viejo que no había
apartado los ojos del facón de su rival, con la agilidad de un muchacho, le hizo
una cuerpeada justa para dejarlo pasar y con el cabo de su cuchillo, de revés,
le asestó el golpe atrás de la oreja, que lo dejo al gaucho Chavero
revolcándose en el suelo. Viendo aquello, la gente ni respiraba. Cuando el
gaucho medio atontado, se enderezó, mirando a uno y a otro lado, achicado,
con vergüenza, quedó sin saber qué hacer. Luego, cuando nadie esperaba, a
paso vacilante, se dirigió hacia donde estaba el viejo y en momentos en que
todos temblaban porque éste continuaba allí de pie mirando, como si fuesen
otros los que peleaban y no él, tomó el cuchillo del lado del filo y quitándose el
sombrero con la otra mano, se le acercó diciéndole: -Usté es mucho más
gaucho que yo y mi’ha venciu! –El juez, como si fuese su padre, lo recibió con
los brazos abiertos y lo retuvo apretándolo contra su cuerpo.
-Viva don Crisantito! –gritaron algunos aliviados del julepe que se habían
llevado y de todos los pechos reventó la contenida emoción con vivas y gritos
interminables festejando aquella hazaña del viejo.
Se estaban pagando las apuestas todavía, cuando la lluvia, que pareció
estar esperando el desenlace de cuanto debía suceder en esa cancha, se largó
a cántaros. Las viejas pasteleras acomodaron apresuradamente sus enceres y
entre gritos y carreras, quedó la desbandada de la gente hacia todos los
rumbos.
Galoparon un rato Nacho con su compañero y viendo luego que el agujero
no cesaba y que el caballo se negaba a seguir, se refugiaron en un rancho
abandonado. Allí estuvieron fumando y comentando lo sucedido en las
carreras, hasta que comprendieron que aquello no llevaba miras de tener fin,
resolvieron continuar como fuese. Llegaron al pueblo chorreando agua. El, que
había pensado visitarlo al tío Sinibaldo, ya no podría hacerlo. Y regresar a la
mina, le sería igualmente imposible. La oscuridad se había venido de golpe y
solamente algún mugido, uno que otro jinete que cruzaba a todo galope, eran
las únicas señales de que el mundo seguía andando. Buscaría los gringos para
saber qué habían resuelto hacer y de paso procuraría ver a Renata. A poco de
separarse de su compañero, se encontró con Cachilo, que regresaba también
hecho sopa y que lo invitó a su casa.
-No puedo, le respondió –Debo buscar a los gringos en “El Farol”.
-A la gringa, dirás!- dijo remarcando intencionadamente las palabras. Y
agregó gritando bajo la lluvia, para que lo oyera: -Ti’andas relamiendo al cuete
por esa prenda…no sías zonzo! –y se alejó corriendo.
Siguió su marcha a toda carrera por la calle que bajaba de la plaza al río.
Los relámpagos cortaban el cielo como afiladas espadas y los truenos parecían
despeñarse desde altísimas sombras como gigantescas montañas que todo lo
hacían temblar. Llego a “El Farol” hecho un pato.
Había unos pocos parroquianos en la fonda, pero sus amigos no estaban.
-Los gringos ya se fueron- le informó un criollo mirando caer la lluvia como
distraído.
-Hace mucho?
-Temprano, nomás –Se acordó en ese momento que apenas si había
comido una tableta y dos pasteles en las carreras y cuando se disponía a
arrimarse al mostrador para pedir algo, escuchó unos silbatos que le hicieron
contraer el estómago.
-La crece! Viene la crece! Todos a la policía o a la escuela! –algunos
faroles se veían cruzando fugazmente en medio de la oscuridad hacia uno y
otro lado. Azotó con más furia el agua y se oyó el inconfundible rumor del río
cuando ya empezaba a embravecerse. Llantos de niños, balidos de cabras y
aullidos de perros, entre el grito de los hombres y el gemir agudo de las
mujeres, estremecían la noche, que se había espesado de sombras y de
amenazas.
-A la póliche! Vamo, vamo! –Con el terror pintado en el rostro, apareció
por la puerta del medio, don Nino, cubriéndose con una colcha. Traía en las
manos una caja de lata de color azul y detrás de él, llorando, con la cabeza
atada con un pañuelo colorado, su mujer.
-Afora! Tutto afora!-, gritó atropellando como un ciego a los pocos
parroquianos que habían quedado todavía cuidando su medio litro.
-Oiga, aquí no pasa nada, don. Y a este vino yo se lu’hi pagau, estamos?
–Se le retobo un criollo al que no se le había movido un pelo con tanto barullo.
-Qué pagato ni pagato! Fora, fora! Vamo, vamo! Y Renata?
-Ah, si! –La mujer se volvió a las habitaciones y regresó de inmediato
seguido por la niña.
-A la pólichi! –Los hombres se arremangaron los pantalones y él los imitó.
La calle desbordaba de agua. El bramido del río se hacía más y más
impresionante. El viento zamarreaba con furia los árboles, se encrespaba el
agua y amenazadoramente trepaba por los umbrales. En el silencio pesado, los
gritos de las personas y el espanto de los animales, todos los que se movían
parecían dibujados por el terror.
-Señora mía, Virquen de los Dolores! Que desgrachia!- gemía la madre de
Renata, sin decidirse a bajar desde el umbral a la calle inundada.
-Vamos! Vamos!-, gritó el gringo echando de una vez afuera a todos sus
clientes. Había asentado Nacho un pie en el agua turbia y helada, cuando la
mujer, mirando hacia adentro, pegó el grito: Eh! La mamma! Porca!
-Deme la caja; vaya busquelá- se comidió Nacho ante don Nino.
-Ah, no, no!- respondió escondiéndola –haber…alguno…ayuda, pobre
veca!- Penetraron dos criollos al interior y sacaron a la anciana inválida, que
había quedado abandonada en un cuarto del fondo.
Afuera continuaban sonando los pitos sin cesar y los gritos, como si todos
en el pueblo hubiesen enloquecido de repente. Dándose la mano, en medio de
la oscuridad que no permitía distinguir a un paso, llegaron al edificio de la
policía y salvaron los escalones hasta llegar al veredón; a la luz débil que
había por las ventanas, pudo verla a Renata, encogida por el miedo y bien
apegada a su madre. Por las calles, desde todos lados, llegaban familias con
niños y perros, cargando ponchos y cobijas y algunos con cajas y petacas
pequeñas en las que guardaban, lo que consideraban debía ser salvado a toda
costa. La luz de la policía se destacaba como un faro, en noche neblinosa, en
medio del mar. Todo lo demás era oscuridad completa. Lejos, lejos, algún farol
se mecía sobre las aguas, que habían emparejado ya la plaza y batiéndose con
furia contra los muros de los edificios. Allí, en las oficinas y galerías, se
apretaban los refugiados; los hombres inventaban consolar a niños y mujeres,
acurrucados todos en la penumbra, algunos sentados en el piso de ladrillo.
Otros chupaban sus cigarrillos en silencio, preocupados, acongojado el corazón
y más allá algunas mujeres rezaban en voz alta y quejumbrosa.
La noche se hacía cada vez más fría y el viento que se colaba por las
puertas, traía un fuerte olor a chilcas, a hierbas molidas, a greda húmeda y
aventada. Castigaban los relámpagos por las ventanas y el trueno se rompía
abajo, ronco, estremecedor.
Don Nino, consumido por los nervios, hablaba y hablaba en secreto a su
mujer y no encontraba paz. De pronto. Entregándole la caja de la que no se
había separado un momento, abandono el rincón y salió apresuradamente.
Luego le oyó hablar en voz alta con el comisario pidiéndole noticias de Chicho.
Su mujer, vencida por el miedo y por el sueño, dormitaba junto a la anciana
inválida. Renata permanecía también cerca del grupo, en cuclillas. Nacho se
acercó lentamente, en la penumbra hasta el lugar donde ella estaba.
-Renata!-, la llamó en voz baja. Ella levantó la cabeza, como extrañada.
-Ti’hace frío?
-Sí; y a vos?-, le respondió en voz baja teñida de emoción.
-A mí no; querís mi ponchito?
-Si, pero…y vos?
-No te digo que no mi’hace frío? –Tomás…- se lo sacó y aprovechó al
entregárselo, para acercársele más. El corazón le golpeaba en la boca.
-No, no…cuidatto…puede venir papá.
-Nu’importa; entonces m’iré. Renata… -Las palabras, apenas susurradas,
casi no se escuchaban en medio del murmullo acongojado y del sordo bramido
que les llegaba desde el río embravecido.
-Qué…
-Por que nu’estabas en el despacho cuando fui esta noche?
-Sí, si estaba…
-Pero no saliste…
-No pude. Papá no me deca cuando sabes que andas vos por ahí.
-Y si’ocupa de mi? –Se encocoró como un gallito que prepara sus púas.
-Chicho va con cuentos…Por eso cuando llegó la creciente estaba
llorando-, le confió mimosa.
-Renata…tenía muchas ganas de verte. Y vos?
-Mi hermano molto celoso. Inventa cosas- Inclinó la cabeza y sollozó.
-No llorés…que vas a llorar por eso! –Y luego de una corta pausa hizo la
pregunta que desde tanto tiempo vivía soñando poder hacerle: -Me querés,
Renata?- Y entonces la vio bajar y subir la cabecita, como él, desde el primer
día que la conoció, soñaba que le respondería, al tiempo que tomándole la
mano, se la oprimía suavemente. La alegría le desbordaba el corazón.
-Si vos me querés, aunque no podamos vernos, sería igual, nu’es cierto?
Yo vendré de la mina en cualquier momento y vos m’esperarás…y aunque sea
desde lejos, nos veremos, nu’es cierto? –Por toda respuesta ella le alargó de
nuevo la mano, que Nacho recibió tiernamente entre las suyas. Se quedaron en
silencio, buscándose los ojos en la penumbra, escuchándose la respiración
anhelante, sin saber qué más decir. La madre y la abuela de Renata escondían
los sollozos bajos las gruesas colchas con las que se cubrían. Un relámpago
entró violentamente por la ventana dejando ver cómo en un espejo el rostro de
Renata y pareció ver en él, el mismo rostro de la Virgen que adoraban en el
altar del pueblo. Le apretó con más fuerza la mano y un temblor les recorrió el
cuerpo.
-No baja el agua?-, le preguntó un emponchado a otro que venía de
afuera.
-Qué va a bajar! Sigue subiendo, aparcero. No oye cómo brama el río?
Qué barbaridá! En una d’esas tenimos que alzar la cola y escapar pa’ la sierra!
-Jesús, María y José! –clamaron las viejas arrebujadas en sus rebozos y
continuaron rezando en voz más alta todavía.
-No le digo? Si tiene razón el viejo Zenon. A este pueblo hay que llevarlo
di’aquí, porque sino…
Desde lejos se oyó venir a don Nino haciendo sonar sus pesados botines
y rezongando como siempre, en busca de su mujer.
-Allá se no viéne no! –dijo Renata devolviéndole el poncho a Nacho y éste
se alejó de inmediato del lado de la niña.
-María…! –gritó el hombre al llegar-. –No está…Muchacho loco, loco!
-No? No? Si le habré dicho io…no vaya, hico, no vaya! Mamma mía! Il mío
ragazzo! –se lamentó la mujer-.
-Nadie sabe del Chicho! Facha tosta!- Y sacudía con furia la gorra que
estrujaba en la mano.
-Y la caga, María? –Preguntó de pronto don Nino en atiplada voz tratando
de serenarse.
-Aquí…toma –dijo entregándosela-. Como sediento, avaro, caminó en
busca de un poquito más de luz, levantó la tapa y la halló vacía.
-María, eh! Niente, María! –gritó desencajado el rostro, en tanto se
aproximaba a la mujer dando largos pasos.
-No sé…io no sono…io no tocato…nadie tocato, capiche?
-La madonna…! Come…eh? –chillaba como un cerdo. –Lu’han robatto!
Lu’han robatto tutto! Aquente! –gritó- Aquí! Aquí! –Y salió hacia la galería hecho
un ventarrón y de inmediato, regresó acompañado por un agente de policía.
-Este…sí…a preso, si, me a robatto tutto! –dijo señalándolo a Nacho.
-Yo? Yo?-, preguntó enderezándose, sin poder salir del asombro que le
causaba la acusación que le estaban haciendo.
-Vo…vo sacate la plata de la caga!
-Yo no…yo que sé! –exclamó alzando las manos-.
-Parate!-, le ordenó el agente viendo que seguía en cuclillas.
-El es, aquente! El me ha robatto de la mía caga!
-Yo no sé nada, agente, le juro. Regístreme! –Pero ya el agente lo había
tomado de un brazo y lo llevaba por la galería. Renata los seguía y con fuerza
se colgaba del brazo de don Nino, rogándole: -No, papá! No…! El no sabe
nada de eso, papá, capiche? –y lloraba-.
-Eh! Basta! Foera! –gritó rechazándola con furia. Al ver la manera como lo
conducían y oír tanto grito, unos a otros se interrogaban sobre el motivo de
tanto escándalo.
-Y…parece qu’el muchacho si’aprovechó pa’ robarle la plata de la caja al
gringo.
-El Nacho?
-El mesmo, parece. –Cruzaron en silencio el patiecito y abriendo el milico
un calabozo, le dio un empujón que le hizo dar de cabeza contra la pared.
-Y áhi te vas a quedar pa’ qui’aprendas a ser honrau! –Y dando un portazo
lo dejó a Nacho perdido en medio de la oscuridad, del frío, con los
pensamientos hechos un remolino furioso. No atinaba a explicarse nada de lo
ocurrido. Por más y más vueltas que le daba al asunto, no le encontraba salida.
En medio de semejante torbellino, volvía la sonrisa de Renata, apenas el brillo
de sus trenzas, su voz con palabras nuevas, esperanzadas, y luego el viento, la
lluvia y los truenos, afuera, que le deshacían todas las imágenes lindas, como
una tromba. Y de nuevo se alzaban los susurros temerosos de la gente, los
rezos en voz alta, los gritos de don Nino y de pronto, el agente conduciéndolo
detenido como si él fuese realmente el ladrón. Comprendía que de gusto había
tratado de negar, porque nadie, nadie le creería. Desgraciadamente tampoco
tenía a quien hablar para que sacara la cara por él. Donde andarían Agundio,
Felisardo y el tío Sinibaldo! Sentado en el suelo, tiritando, recogió las rodillas y
metió la cabeza entre ellas apretándosela con fuerza.
-Vida, perra, canejo! –Y un sollozo de su tiempo de niño se le escapó del
pecho.
Como entre brumas se fue hundiendo y no supo hasta cuando creció el
rumor de las voces afligidas, afuera, sobre el ronco y ahuecado bramido del río,
que pasaba y pasaba y crecía a ratos en que, el oleaje volcado para atrás, se
dejaba oír en reventones de trueno o estampidos como cuando las hachas
daban el último golpe al árbol gigantesco y éste se desmoronaba
estrepitosamente. Tampoco supo hasta cuando su alma se debatió hundida
entre la sombra, la vergüenza, las sonrisas de burla y los gritos acusadores,
cuando oyó que hurgaban la cerradura del calabozo con la llave y aprecia el
agente, entre un golpe de luz que le hizo doler los ojos. Apenas si pudo
enderezarse.
-Podes ir saliendo!-, le ordenó con brusquedad el agente.
-Voy a declarar?
-Qué declarar ni niño muerto! Te vas a tu casa! –Salí! -Lo siguió sin
comprender bien lo que sucedía.
-Nu’entiendo.
-Apareció la plata, esu’es todo.
-Y? –preguntó más desconcertado todavía.
-Yqué querís! Que t’encierre otra vez?
-No, digo que mi’acusaron de gusto.
ah?
-Y güeno…que ‘tas pretendiendo, que venga el gringo a besarte los pies,
-No, pero…- quiso alegar que cómo podían suceder que lo dejaran cargar
con culpas que no eran de él, pero se le embarullaron las ideas y se quedó
parado, mirándolo al agente, entre dolorido, burlón y apretando los puños de
rabia.
-Y di’áhi? Te vas o esperás que te meta al calabozo otra vez? –Agachó la
cabeza cómo había visto hacer a los bueyes cuando les colocaban las
coyundas para atarlos al yugo y salió a paso lento en la gran confusión que
tenía en la cabeza, no acertaba a calcular cuanto tiempo lo habían tenido
encerrado.
Más allá del río, que parecía sosegado, por sobre las crestas bajas del
oeste, moría entre la nubazón neblinosa y alborotada por los vientos altos, las
desfalleciente claridad del poniente. Las calles eran charcales de barro
pegajoso, donde se encajaban las bestias y las personas que cruzaban de un
lado para otro. Los vecinos, de vereda a vereda, se lamentaban por los
perjuicios sufridos y por todas partes, en árboles y alambres se veía ropa
tendida, colchones y cubrecamas.
Se sintió débil y con mucha sed. No acertaba a donde ir. Caminó
ocultándose, esquivando a la poca gente que encontraba, por que le parecía
que todos iban a señalarlo como al ladrón. Y esta misma palabra se levantaba
desde muy adentro de su pecho y le parecía que rebotaba en su cabeza
haciéndosela doler: -Ladrón! Ladrón! –Con todo, vencido por el hambre, pensó
en comprar un pedazo de pan en el primer boliche que encontrara. De la fonda
no quería ni acordarse; a Renata no la vería más. Su humillación no se lo
permitía. Buscó sus pesos en el bolsillo del pantalón, donde los guardaba
siempre, pero no los tenía. Fué inútil que los diera vuelta, porque allí no había
ni una moneda siquiera. Como si le hubiesen dado un fuerte porrazo en la
cabeza, que lo dejó completamente a oscuras, echó a caminar sin saber por
qué ni para dónde.
Lejos, moría el grito azul de un pavo real.
7
De entre un montón oscuros de días, salió como si hubiese venido
huyendo por un largo y tenebroso callejón, escapando de un perseguidor al que
se unían muchos más intentando darle alcance al grito de: “Al ladrón! Al
ladrón!”. Estaba de nuevo en la mina, entre esas piedras y ranchos conocidos,
desde donde parecían ofrecerles sus brazos para protegerlo. Primero estuvo
escondido en unas barrancas, sin fuerzas para ver a nadie! Lo sacaron el
hambre y la sed. Luego, volvió como distraído a la casilla y al capataz, que
luego de reprenderlo por su ausencia, lo dejó que siguiera trabajando. Pero
cuando terminaba su trabajo del día, se ocultaba de todo el mundo, porque le
parecía que todos iban a señalarlo como al ladrón y sentía que era a fuego esa
marca que le habían puesto y que se avivaba ante la presencia de otros. Y era
muy adentro que le quemaba y se le asomaba a los ojos gritando a todo el
mundo que él era un ladrón; por eso, escapaba, se arrinconaba donde pudiera
estar solo, como un perro embichado. A ratos, como a la luz de un relámpago,
bajo una cargazón de frío y de barro, volvía a verla a Renata, acurrucadita en la
penumbra de aquella noche en la policía, susurrándole palabras de
asentimiento a todo lo que él le decía y de nuevo, le veía los ojos cálidos de
ternura. Como en sueños, en la noche, la veía de nuevo alargando el brazo
para dejar en la suya la manita helada, a la que él apretaba con fuerza, como
para no soltarla jamás. Pero era un instante, nada más, porque en seguida se
le venían encima de nuevo los gritos del gringo, el agente acusándolo, el frío y
la oscuridad del calabozo. Y entonces, la luz chiquita de su corazón giraba y
giraba y solamente alcanzaba a iluminar ese minúsculo contorno. El, su dolor,
la acusación que no concebía sacarse de encima por más que huyera.
Pensando y pensando, empezaba a comprender que eso le sucedía, por
aquello que Otto llamaba “injusticia”. Por algo era que al pronunciar esa
palabra, cuando estaba en rueda de mineros, se encendía de rabia su cara y
su boca se atoraba con palabras que la condenaban.
-Injusticia! Por qué? Hasta cuando? Somos bestias, acaso? Por qué,
entonces?- y hablaba de los bajos jornales que les pagaban, de las penurias
que soportaban en el socavón, de los peligros que los amenazaban
constantemente. Y entonces, alzando sus puños enormes, Otto gritaba: -A la
huelga! Vamos a la huelga, camarada! Como en Buenos Aires...a la huelga!
–Pero los demás lo miraban con descreimiento y se quedaban inmóviles,
sentados en la rueda semi oscura, que armaban en las covachas, como
estatuas de barro. Al fin alguno se decidía a expresar el miedo que los
dominaba a todos.
-Pero nos echarán, antes que darnos aumento. Segurito!
-Y qué?-, respondía Otto acalorado.
-A donde vamos a ir después? Que haremos entonces?
-Es que ganaremos! Nos pagarán mejor! Dejarán de explotarnos con las
malditas fichas y podremos vivir como la gente-, volvía a gritar inflando el
pecho.
-Y si no? y si nos echan encima la policía como hicieron en Buenos Aires
y nos liquidan a balazos? –Otto acotaba sus últimos argumentos contra los que
se oponían a sus ideas y finalmente debía alejarse cabizbajo, masticando
viejas palabras amargas.
-La injusticia! –Ahora Nacho sabía bien lo que era y cuanto dolía. Ahora la
había visto cara a cara y tomaba conciencia de que eso que lo tenía
desamparado, que ese andar suyo por la vida como a la yanca, sin saber como
ni para qué, era por eso, estaba originado en la injusticia. Y volvía a
arrinconarse y se quedaba mirando sus heridas, incapaz de curarlas, sin fuerza
para esconderlas.
Un día, a pesar de que lo esquivaba desde que estuvo preso, se encontró
con Otto.
-Oh, camarada!-, lo saludó –Qué pasa, andar tan perdido?-Nada-, respondió mirando para otro lado.
-Enfermo?
-No, no.
-Triste?
-Tampoco. Si no tengo nada, no le digo? –Y los ojos se le llenaron de
lágrimas.
-Si algo pasa, diga a yo, amigo, sabe? –Quedó en silencio mirando sus
alpargatas deshilachadas. Le parecía mentira que alguien se interesara por él.
-No querer ir Concarán, juntos? Ir mañana, nosotros-, lo invitó sonriente.
-No; otra vez será. –De nuevo quedó solo, pensando en esa mano fuerte
que se le tendía, en las ganas inmensas de volver a Concarán, en el resplandor
suavísimo que se alzaba de los ojos y de las trenzas de Renata cuando ella
volvía a su corazón. Pero no debía volver al pueblo. Tal vez nunca más
volvería. Era al llegar a ese punto de sus pensamientos que su llaga revivía
más dolorosa, toda la humillación sufrida delante de ella, que lo aplastaba.
Aunque así pensaba, no podía desinteresarse, sin embargo, de cuanto allá
ocurría. Por eso se aproximaba a los grupos, especialmente de desconocidos
que regresaban del pueblo, ansioso por conocer las novedades, deseoso de
saber qué se comentaba en él de lo sucedido en la comisaría aquella noche de
la creciente y si algo decían de Renata o de don Nino.
Así les oía contar a unos y a otros que los trenes continuaban llegando
cargados de gente que se entremezclaban al llegar, los que venían a trabajar, a
entregar a esta tierra nueva cuanto sabían y podían y los otros, los
aventureros. Estos eran los que empeñaban cuanto tenían en su tierra de
origen, llenaban una o dos valijas con ropa de primera y un frasco de
despampanante colonia, algunas chafalonías brillantes por alhajas y se
largaban con los ojos bien abiertos en busca de una oportunidad. Y entraban a
husmear por aquí y por allá, lo mismo podía ser un criollo confiado al que
intentarían despojar, que el hallazgo de una mina o la hija de un criollo con
buenos campos y muchas vaquitas, si otra cosa más importante no caía pronto
a sus manos. Y a todos ofrecían su mentida alegría y una simpatía arrasadora
que les abría de par en par las puertas de las principales familias. A la primera
oportunidad, daban el zarpazo y no se les veía ni el polvo después. Las noches
seguían teniendo sus perros aulladores, a la madrugada las gallinetas de doña
Cletita, borrachos desvelados y por las orillas del río, alegres bailes que
duraban hasta el sol alto. Contaban y contaban cosas que sucedían en
Concarán y él, más allá de las palabras, creía adivinar las que callaban é
imaginaban un montón de otras. Así, cuando todo era silencio bajo las estrellas
del pueblo, como de lo más profundo de la tierra empezaría a levantarse un
leve temblor que crecería y crecería en resoplidos alegres y aparecería
curvándose en medio de la noche, para perderse lejos, paulatinamente, el tren
con su luz desvanecida por la distancia, llevándose el sueño de las muchachas
desveladas.
Decían también, que el pueblo seguía creciendo en todas direcciones y
los hechos que conmovían a la población duraban uno o dos días y luego
quedaban olvidados ante nuevos é importantes sucesos. Sin embargo, había
algunos que permanecían inalterables, como la luz mala, que seguía
apareciendo en las noches por “El Retumbadero”. También el amor crecía
arriba y abajo, por el río, por los canales olorosos a hinojo o empezaba a
madurar detrás de los visillos y las ventanas entreabiertas, en los ojos
apasionados de las muchachas que espiaban en las noches y en sus pechos
que se iban en suspiros y susurros. Cada cual a su manera, ponderaba que no
había visto nunca un pueblo donde hubiera tantas y tan bonitas mujeres como
en Concarán, a pesar de que apenas si se dejaban ver en alguna circunstancia
muy especial. Cada cual de los hombres, haciéndoseles agua la boca, hablaba
de una o de otra alabándolas y se trenzaban a discutir por ese motivo ya que
nunca lograban ponerse de acuerdo. Para unos era Elvira, mezquinada por su
familia como ninguna, a la que comparaban con un capullo recién abierto y que
encendía en los hombres, el deseo de verla una y otra vez más. O la viudita,
como le decían a Clarita, de la que codiciaban sus ojos y sus labios; era visible,
entonces, el fuego que los enardecía con solo nombrarla. Cada cual
entrecerraba los ojos, cuando el fueguito de la mateada empezaba a
encenizarse y poco les costaba imaginar que ellas también se desvelaban y
que, de pie frente al espejo, se arreglaban el rostro lo mejor que podían, daban
unos pasos suaves, se quebraban en las caderas y luego se tiraban a la cama
para ver pasar visiones.
Y de esas charlas, pasaban a hablar de la otra parte, que era como la
sombra de aquella, que nacía en los celos, los odios, las ambiciones,
sentimiento que llevaban por lo general, al rancho de doña Pancha donde ella
escuchaba la queja y el pedido y luego de guardar el importe de la consulta en
el bolsillo más hondo de su complicado batón, terminaba prometiendo: -Andá
sin cuidadu! Ese no va a caminar más en su vida! Dejalo por mi cuenta!recomendaba finalmente con las mechas voladas, clavándole al cliente los ojos
de comadreja. Y de su boca sucia caía una risa tiple, entrecortada, que más de
uno creía haber reconocido cuando más alto se hacía el silencio de la noche,
multiplicado en las alturas y desparramada por la inmensidad del mundo, por
las alas desmesuradas de los patos nocturnos, carcajadas que hacían salir en
tales noches a las viejas, para gritar desde el patio a toda voz: -Con Díos y no
con vos!
Los troperos y todas las tonadas y los ponchos y los compradores de
mulas y los pirquineros y los ingenieros y los turcos, más turcos todavía y sus
trapos multicolores, seguían cobrando vida en los labios de los que visitaban el
pueblo. Todo aquello llenaba a Concarán y lo hacía crecer como la gramilla. Y
hasta la “Casa de las Latas” se agrandaba, según contaban con admiración,
agregando que habían llegado caras nuevas, la Porota, la Chicha, la Lily y la
Rusa. Pero así y todo, hacían falta más. Porque desde la siesta, los
muchachos y los que no tenían compromisos, empezaban a llegar mansitos a
comprar cariño, que había que pagarlo muy bien. Los demás lo harían a la
noche, luego de una larga sobremesa o después de jugar al tute en la
confitería. Todos necesariamente, al parecer, tenían que ir de visita a tal lugar.
Y de boca en boca se pasaba la tentación ponderando “y qué mujeres,
hermano!”, soberbias según las veían “con sus ropas finísimas” y “se ofrecen
con un modito al que nadie puede resistir”, seguían contando con las miradas
ausentes. “Y nu’hallas con cual quedarte; si con la Lily que es rubia y tiene
unos ojos que matan o la Rusa qu’es blanca, ñatita y muy agraciada. “Los días
sábados y domingo, allá iban como muertos de sed los gringos de la mina y
aquello se colmaba hasta reventar y a cual más querían demostrar, delante de
ellas, que eran guapos y platudos, por eso pedían bebidas de las más finas y
raras que había. De ahí también que en ese mundo de fascinación, que en
ciertas horas alcanzaba los límites de la locura, los tres agentes no se dieran
abasto para resguardar el orden como era debido.
Oía hablar de todo eso en las ruedas de los fogones. Pero de lo sucedido
a él, durante la última creciente, no se decía ni palabra. Se habrían olvidado ya,
por suerte, de ese episodio? Y por qué no, se consolaba pensando, siendo que
en Concarán ocurrían tantísimas cosas en cada nuevo día?
Ese pensamiento lo alegraba y le parecía que pronto recuperaría la
tranquilidad. Pero de nuevo se sobresaltaba pensando que si un día llegaba a
aparecer por el pueblo, lo señalarían con el dedo murmurando: “ahí va el
ladrón”. Y volvía otra vez a merodear por los lugares donde se reunían los
carreros que venían al pueblo a cargar mineral, mientras tomaban su mate
cocido y asaban una tira de asado; o por las cantinas, en las ruedas que se
hacían comentando cosas del pueblo o hablando con el encargado del
depósito, con el que se había hecho amigo y que viajaba día por medio a
Concarán.
-Allá me contaron que el viejo Zenón ha hecho otras de las suyas. Eso no
extrañaba a nadie, pero sí que nunca le dieran de una buena vez su merecido.
Así se les oyó relatar que era vecino suyo un hombre humilde, muy trabajador,
que araba y sembraba sus cuadros sin cansarse jamás. Unas ovejas de don
Zenón empezaron a hacerle daño. Porque don Juan, que así se llamaba este
vecino le reclamó por el perjuicio que le habían causado, ya quedó muy
disgustado. Los animales, no por eso, dejaron de seguir entrando a los
sembrados de su vecino. Un día lo encuentra en el camino y de pronto, sin
decir palabra, le echó encima el sulky a don Juan, que se salvó raspando de
ser apretado. Pero no conforme con eso, se bajó y se le vino encima
revoleando el látigo, como si se dispusiera a castigar a un niño. “Yo te voy a
enseñar a ser hombre!”, que le había dicho acercándosele. Pero de pronto se
le acabo la furia. Es que don Juan al grito de: “Si das un paso más te mato”, le
estaba apuntando con un revolver que bien se veía no era de juguete. Pegó la
media vuelta el viejo sin mirar para atrás hasta llegar a las casas. Pero desde
ese momento, aumento su odio por el vecino. Todos sabían que solamente
vivía pensando en vengarse porque así lo decía públicamente en el boliche, en
cuanto tomaba una copa de más.
Cuando le decían a don Juan que se cuidara, le restaba importancia
respondiendo “de frente nu’es capaz ‘e nada”. Así quedaron las cosas hasta
que un día se presentaron en su casa el comisario con dos agentes y más
atrás, don Zenón, como si fuese el comandante en jefe.
-Mire, don Juan-, que le dice el comisario, a aquel señor se le han perdido
unas bolsas con semilla de alfalfa y rastreando, hemos llegado hasta su puerta,
por lo que entiendo qui’usté es sabedor de este asunto y vamos a registrar su
casa y usté queda desde ya detenido, que dijo al tiempo que ordenaba a un
agente que lo palpara de armas a don Juan. El dueño de casa que hasta ese
momento no había dicho ni esta boca es mía, al llegar ese momento que le
dice con su humildad de siempre, “mire, señor, disculpe. Primero, yo no soy un
ladrón; segundo, que eso del rastro de semillas que llegan hasta mi puerta, lo
ha hecho hacer Zenón para vengarse de mí; tercero, ustedes no me van a
registrar la casa sin orden del juez; cuarto que no me palpará de armas usted ni
nadie y quinto que puede ir saliendo ya mismo de mi casa!”. Cuando terminó de
decir esto, don Zenón ya había llegado a la calle, el agente marchaba a paso
de ganso, con cuidado de no pisar los pollos y el comisario, con un dedo en
alto, le explicaba: “bueno, sí, ‘ta bien, pero atengasé a las consecuencias”. Esta
bien, que decía don Juan, lo que usté quiera, pero no se meta a comisario si no
sabe lo que le corresponde. Sucedió lo que pensaban. Al otro día volvió la
policía con la orden de allanamiento y armados hasta los dientes. Hurgaron por
todos lados y sin poder encontrar nada de lo que buscaban. Pero lo mismo lo
llevaron preso a don Juan y lo pasaron a Villa Mercedes. Allí lo tuvieron hasta
que el juez dictaminó que no había causa para mantenerlo detenido.
Don Juan se cuidaba más desde entonces, porque sabía que su enemigo
no iba a descansar hasta cumplir con la amenaza que le había hecho. No había
pasado mucho tiempo, cuando un anochecer, por hacer tiempo para esperar a
un amigo que le había pedido lo llevara en el sulky, don Juan entró a “El Farol”
y pidió un vaso de vino. Algunos clientes conversaban afirmados al mostrador,
otros jaraneaban cerca de la puerta, todos muy contentos y sin que hubiera
ninguno que estuviese borracho. En eso llega el sargento se para en la puerta
y dice: “Vayan saliendo, porque el patrón ya quiere cerrar”. Nadie entendió la
orden, pero sin hacer preguntas, empezaron a desfilar lentamente hacia afuera.
Y el sargento siempre ahí, parado en la puerta, con cara de pocos amigos,
como si los estuviese contando. Entre charla y charla, salen todos, según
contaron después, menos don Juan, que se quedaba terminando de tomar su
vaso de vino.
-A usted también l’hi dicho que salga!- que le dice de mal modo el
sargento. Don Juan, entonces, que se levanta y sin ningún alarde, con su voz
de hombre sufrido, que le dice: -Pero qué le pasa, sargento! Si nu’hemos hecho
nada malo!- Fue suficiente para que el otro, como si de repente se le hubiese
metido mandinga en el cuerpo, gritara: -Que salgás di’una vez ti’hi dicho,
maula!-, y junto con pegado, que sacó el revolver y ahí nomás lo despenó.
Nadie podía explicarse al principio porque había sucedido aquello. Pero, con el
correr de los días, empezó a tomarse la punta del hilo y el nombre del que
había pagado para que se hiciese esa muerte, corrió de boca en boca, y ese
nombre era el de don Zenón.
Y la luz chiquita del corazón de Nacho, que giraba allí nomás a su
alrededor, le hacia ver de nuevo a su padrino luchando contra hombres de la
calaña de don Zenón y de peores que él, como don Lucas o el mismo juez,
para imponer el bien sobre el mal, al que ellos representaban tan bien.
Contra ellos y contra los indolentes, seguía luchando para llevar adelante
el pueblo, para hacerlo como él lo tenía dibujado en su corazón, blanco,
apretadito y limpio, con alamedas a todo viento, con el dulce canto del agua de
las acequias en los huertos y compuertas, con la alegría compartida de los
amigos dándose la mano en paz y unión. Y aunque sabía que hasta entonces,
más podía la maleza que su guadaña, fruncía el seño, apretaba los puños y
respaldándose en aquellos buenos amigos que le daban la mano, como Liceda,
Ante, Mora, Oviedo y algunos más, volvía a arremeter procurando llevar
adelante sus ideas.
Lo recordaba cuando él era chico todavía, reuniendo a los vecinos y
diciéndoles: -Y ahora les daré a conocer el presupuesto para el corriente año y
luego leía en un papel largo:
Entradas:
1º) Por impuestos de carga y descarga, marchamo, pesas
y medidas:
$405.-
2º) Por impuestos de rifas, riñas, carreras, bailes y divers.
50.-
públicas:
3º) Por impuestos de tarifas, carruajes y vehículos:
4º) Por derechos de cementerio:
5.40.-
Salidas:
1º) Para ornato de la plaza:
150.-
2º) Para terraplenes de calles:
50.-
3º) Sueldo para un comisario:
100.-
4º) Sueldo para un escribiente:
25.-
5º) Gastos eventuales:
175.-
Lo que hace un total de 500 pesos de entradas y 500 pesos de salidas.
(18) “Y vuelvo a recomendarles, vecinos, finalizaba diciendo, que no larguen
agua a las calles. Cuiden los puentes, pongan árboles en el frente de sus
casas, terminen de hacer las veredas y saquen de una vez las lecheras de las
casas, si no quieren que les aplique una multa”. Pobre padrino! El luchaba,
pero sabía que la sombra viscosa, el odio y la mezquindad andaban siempre
rondando por el pueblo, se arrastraban en las noches proyectando su mal,
reían en silencio, por anticipado, calculando el poder de su destrucción, se
acodaban en los mostradores, mojando la lengua para tonificarla, en el espeso
medio litro de vino. Y sabía que la mala política alimentaba a esos murciélagos
propiciando los entreveros en el comité, preparando las trenzas en los tugurios,
manipulando la libreta de los muertos que harían votar, los dirigentes
capitalinos o personeros, revoloteando como caranchos nocturnos, dejando a
cargo de ellos sembrar la intriga y el veneno, para luego, cumplida su misión,
volar misteriosamente. Más de una vez había oído como se lamentaba su
padrino por la actuación de los hombres de su mismo partido, que también
perdían la línea.
-Al tal Olmedo ese, no solamente lo vamos a dejar afuera, si no que lo
vamos a hacer meter preso también- decía uno de los dirigentes capitalinos.
-Pero por qué! No entiendo!-, le oía decir a don Ciriaco.
-Pero cómo! Si es de los otros y no si’ha queriu dar güelta!
-Opino que es un hombre honesto y su posición es respetable –alegaba
con Ciriaco. –Es de los hombres que necesita el país, milite en cualquier
partido político. Prefiere su ideal a las ventajas que pueda sacar.
-Siento decirle, correligionario, que está miando juera ‘el tarro. Y tengaló
muy presente, porqui’usté se está apartando de nuestros principios, le
replicaba el caudillo en tono severo. –Primero, continuaba diciéndole, tenimos
qui’asegurar nuestra posición, como hombres viejos del partido, caiga quien
caiga. Ya habrá tiempo después pa’ que nos ocupemos de la patria, descuide
usté. No, caramba, nu’hay que dárselas de perdonavidas de los enemigos,
entiende?
Don Ciriaco seguía protestando por esa manera de encarar las cosas.
Aferrarse a los cargos públicos con uñas y dientes para no ser desalojados, le
parecía una acción miserable, lo malo era que de igual forma procedían unos y
otros a la hora en que llegaban a adueñarse del gobierno. La cuestión era
llegar a tener la sartén por el mango.
Aquella noche, después de escuchar la historia de don Zenón, se quedó
pensando en que, al parecer, nadie se acordaba de él en Concarán y menos
todavía de lo sucedido aquella noche en la comisaría. Tal vez pudiera regresar
al pueblo sin que nada ocurriera. Esas ideas suyas que lo perseguían, eran
posiblemente, nada más que pensamientos de un flojo. Pero volvía de nuevo a
preguntarse, quién le robo el dinero a don Nino? Cómo y por qué lo habían
largado aquella tarde a él? Y aunque trataba de alejar aquellas ideas, una y
otra vez venían a rondar por la cabeza. Lo mejor sería, se le ocurrió, ir al
pueblo, llegar a la policía y pedir que le explicaran qué había sucedido aquella
noche. Pero no había terminado de dar forma a aquel pensamiento, cuando
pegó un salto como si acabara de pisar una víbora. Y si lo habían largado por
error y al verlo allí lo volvían a poner preso? No, la policía de Concarán no era
muy quedada. Les daban palos a veces, pero también ellos daban muy fuerte
con látigos, alambres y otras yerbas. No, pensó finalmente. Será mejor dejar
las cosas como están y estas ganas locas que tengo de ver a Renata que
queden guardadas para alguna otras vez. Por ahora no, era muy peligroso.
Pero una noche, oyendo conversar a un grupo de carreros, le pareció de
pronto estar resbalando por una ciénaga que no lo dejaba hacer pie.
-Por avaro le pasó eso al viejo Nino. Jue pa’l’última creciente. No sabía?
-Qué le pasó? –La rueda de oyentes se hizo un signo de pregunta junto a
fueguito que embellecía la noche.
-Eh!-, comentó un italiano –Nino puede hacer muy rico tallarine, muy rico
chanchito asato, pero que es un avaro, es un avaro…bien lo pasato, tonches!
-Jue pa’l’última inundación –siguió contando el informante- y yo recién
ahura m’hi anoticiau. Risulta que mucha gente se guareció en la comisaría esa
noche. En una d’esas, el gringo que había llevau el tarro en el que escondía la
plata, empezó a gritar que se l’habían robau. Y siguió con sus gritos hasta
qu’hizo meter preso a un muchacho qui’andaba por áhi. –En ese punto del
relato, Nacho sentía que le faltaba el aire.
-Pero qué pasó! –siguió contando-. Risulta qui’a l’otra noche, cuando ya
todos ‘taban de vuelta en sus casas y el tano atendía la fonda llena de gente,
se le aparece en el despacho, por la puerta del medio, su mujer enseñándole
una caja igual a la que él había llevado aquella noche a la policía. Ella no decía
nada, solamente le enseñaba la caja y con los ojos parecía preguntarle “cómo
podía ser”.
-Qué!- dijo don Nino sin comprender ni medio.
-Mira, mira!-, que le dijo alargándole la caja.
-Y qué! ‘Ta la plata?-, que le preguntó fastidiado.
-Ma, sí!- que le contestó destapándola y levantando los billetes.
-Porta, presto!- y que se abrazó a la caja, brillante la cara gorda y
coloradota y entró llevándola a la pieza.
-Qué ha pasado?- preguntó ella muy enojada.
-‘Tonches…m’hi confundito! Ah, la marosca!- Y que se tiraba los cabellos.
-Eh, come? Y agora? –El gringo, cerrando los ojos y poniendo un dedo en
los labios, chistó: -No! Niente! Eh? –Pero la gringa chica que pasaba –continuó
diciendo- alcanzó a oír aquello.
-Eh, come!
-Chist! Nadie saberá nada, eh?- que dijo el gringo.
-Ah, si? Y el muchacho sequirá preso?
-Sí, sequirá.
-Per qué! Está preso per que sí! –Y a todo esto se le había plantado
adelante.
-Y bueno…que dice el gringo –Me equivoqué…confundito la caga. Y chao!
-No, chao no. Irá presto a hacerlo largar al muchacho.
-Yo no!- que contestó el gringo y quiso salir para el despacho.
-Irá, papá, irá! –Y allí dicen que la gringuita parecía una fiera y que se le
sacudían como víboras las trenzas en la espalda.
-No, no…tengo vorgoña- que alegaba haciéndose el chiquito.
-Ah, si? Vorgoña. Y él? Eh?
-No li’hace nata…total…negro…es un negrito.
-Y por eso no va a sentir vorgoña? Por eso? Irá!- Dicen que le gritó.
-No, no iré!- que le contestó gritando más fuerte el gringo y se dispuso a
guardar la caja como si tal cosa.
-Si no va, todos sabrán que mintió usté, porque yo lo gritaré en el
despacho, capiche?
-No, hica, no! Eso no!-, que le rogó acercándosele.
-Ah, no?- Y que dio unos pasos en dirección al despacho.
-Renata!- que le gritó de nuevo suplicante.
-Irá?
-No. –Entonces, ella pasó a la fonda y a todos, como si estuviera diciendo
un discurso, les dijo que el padre había encontrado la caja donde tenía
guardada la plata, que se había confundido de caja la noche de la creciente;
por eso, que no le habían robado nada el dinero, como pensó primero. Cuentan
que todos se quedaron mirándola sin comprender, y que en eso apareció don
Nino y con una gran sonrisa, haciéndose el simpático, que se abrió paso
diciendo, permicho, hica, voy a la póliche. Tuve confundito, confundito…una
caga por otra igual, igual…sí…sí, sí, y que se rascaba la cabeza.
-Y lo hizo largar al muchacho?- preguntó uno de la rueda.
-Y claro, pues.
-Y quién sería el pobre diablo?
-Tanto comu’eso no sé –Y así terminó el cuento del gringo avaro- finalizó
diciendo y entre comentario y comentario, le siguieron poniendo otra vez a la
ginebra.
Qué ganas de gritarles tenía en ese momento, yo fui el que estuvo preso
por culpa de la caja del gringo! Y así es que Renata me hizo largar? Tan
grande era su alegría al enterarse de todo eso, que el corazón le latía
apresuradamente. Le pareció que había nacido de nuevo. De manera que don
Nino se había confundido de caja, llevando una vacía a la comisaría... claro,
con el julepe de esa noche...de modo que no todos sabían que era él, el
muchacho que había sido acusado...entonces, nadie lo acusaría de ladrón en
el pueblo...Renata lo quería, lo había defendido, podría volver cuando quisiera
tranquilamente a Concarán. Esa noche no pudo pegar los ojos. Era tan linda la
noticia que no podría refrenar sus ganas de reír y de cantar. Por fin!, se decía
feliz. Pero cuando pensaba un poco más, un temor se levantaba desde muy
adentro, una vergüenza pegadiza porfiaba por hacerle comprender que habría
más de uno que estaba bien enterado de la acusación y no de lo sucedido
después. Para ellos seguiría siendo el negro ladrón...Era una mancha a la que
no podía borrarla todavía. Por eso pensó que lo mejor era no volver todavía a
Concarán a pesar de sus grandes deseos de hacerlo, dejar que pasara el
tiempo, que llegara el olvido para lo sucedido aquella noche. De todas maneras
podía estar tranquilo y sentirse muy contento. La gringuita había demostrado
quererlo y de qué manera.
Con tales pensamientos, volvía a concentrarse, casi feliz en su trabajo, a
ocupar la casilla como si toda la vida la hubiese pasado en ella, con los ojos
constantemente pegados a los tableros, alerta al movimiento de las luces,
atento a las palancas que ponían en funcionamiento los ascensores.
Los domingos se reunía con Yurka y salían a vagar por entre los cerros y
lomadas. Y era el gusto mayor cuando metían dinamita en las hendiduras de la
roca viva, encendían la mecha y las veían volar luego como papelitos, a tiempo
que pegaban el grito que les nacía del pecho con ímpetu salvaje.
A veces los acompañaba el Corbata, un perrito blanco que tenía una
mancha roja en el pecho. Su dueño era un muchacho que hacía bastante que
vivía en la mina y al que le había enseñado, una vez prendida la mecha, a
perseguirla. Seguía y seguía sobre la llamita que viboreaba, amenazando con
morderla, pero la dejaba avanzar más y más y cuando todos, a la distancia,
cerraban los ojos pensando que volvería al estallar la dinamita, tranquilamente,
de un mordiscón y a los manotones, la apagaba. Luego se daba vuelta y con
los ojos de niño feliz, miraba a quienes lo acompañaban como reclamándoles
el aplauso por su hazaña. De esa manera se entretenía con Yurka.
También había muchas canchas de tabas en las que, a la tarde se jugaba
fuerte y se chupaba de lo lindo. Desde lo alto de la loma, echados barriga abajo
a la sombra de algún algarrobillo, miraban atentamente el movimiento de gente,
esperando el momento en que empezaría el gran bochinche, porque no faltaba
nunca un final así. Dos o tres veces por tarde, en esos días de fiesta, se había
de armar el gran entrevero, en el que participaban casi todos los presentes con
puñales, palos y piedras y lo que más a mano tuviera; y siempre finalizaba
aquellos con abundante trabajo para el doctor y los enfermeros.
-Ahora! Allí! Vamos! –Y bajaban corriendo desde su mirador para
presenciar desde más cerca la pelea. Cuando finalizaba, trepaban de nuevo al
balcón preferido para seguir esperando un nuevo estallido de las pasiones. Al
otro día, regresaban a los de siempre: él a su casilla y Yurka a su burro
cargado con tachos de agua.
A veces, en la noche, iba de visita a casa de Yurka. Una noche, al llegar el
dueño de casa luego del trabajo del día, quedó impresionado al verlo tan flaco,
consumido y con el rostro amarillento. Le preguntó a Yurka si andaba enfermo
don José.
-No, -le respondió-. –Está enfermo por el trabajo nomás. El doctor li’ha
dicho que salga del túnel, por que sino le dará el mal de la mina.
-Y ya hubiera salido.
-Ah, si! Pero...y en qué va a trabajar, entonces? –Se fue de la casa
pensando que había tantos hombres como don José que entregaban toda su
vitalidad para llegar al final, en el momento menos pensado, sin tener ni en qué
caerse muertos. Porque aquello era dar la vida a cambio de nada.
A él mismo que apenas si gastaba en ropa, que lo invertido en comida era
insignificante, que tampoco malgastaba en diversiones, cuando llegaba la
quincena, estaba a la par o quedaba debiendo en la cantina. Y por más vueltas
que le diera a sus cuentas, daba siempre igual: no le sobraba nunca ni un
cobre.
Era distinto el caso de Lisandro, de cuya casa había resultado alejarse un
día porque no soportaba vivir en medio de tanto desorden, de tanta diversión y
despilfarro, de tanto entrar y salir de gente extraña. La suerte y el olfato que
tenía lo seguía acompañando, porque donde se ponía a seguir una veta, había
de reventar finalmente en un bolsón que le daba kilos y kilos de wólfram
generalmente. El sí cobraba sus buenos pesos, pero no acababa de recibirlos
que ya había salido de farra, las que duraban dos o tres días y en las que
desparramaba el dinero a mano llena. En las canchas de juego, como en las
timbas o en la “Casa de las Latas”, era recibido como un héroe y rodeado de
toda clase de atenciones. Los cantores le dedicaban las tonadas que sabían
que eran de su gusto y cerraban sus cantos con floridos cogollos en los que lo
ponderaban. Los comerciantes lo adulaban para venderles sus mercaderías,
aquella invendible que tenían en sus negocios. Y así compraba desafinadas
guitarras que nadie usaría, bebidas rarísimas, sillas y mesas que se
destrozarían de andar tiradas por los viejos ramadones. Cuando algún buen
amigo le hacía notar la conveniencia de que guardara parte de lo que ganaba,
riéndose, con su cara joven llena de vida, respondía: -Guardar? Si ya la tengo
guardada. Bajo tierra tengo todo lo que necesito al alcance de la mano. Cuando
preciso, bajo al túnel y saco. Li’anda haciendo falta algo a usté? Y de inmediato
metía la mano en el bolsillo y sacaba un puñado de billetes de los grandes y se
los ofrecía generosamente. Y lo que de él se recibía, no había que andar
pensando después en devolverlo. Muchos al ver que se comportaba de esa
manera, no sabían si lo hacía de inconsciente o de puro compadrón que era.
Porque, por más agalludo que fuese, que no dijera que, como le ocurría a todos
los demás obreros, no temblaba también al pasar en el túnel por la “Curva de la
Muerte”, donde vuelta a vuelta, la forma de un hombre quedaba reducida a un
montoncito de huesos que metían en una bolsa y era entregada arriba para ser
escondida. Que no dijera que al meterse en las oscuras e inacabables galerías,
sin sostén o muy mal contenidas y de cuyos techos, se producían
frecuentemente desprendimientos bajo el efecto de los poderosos reventones
que hacían temblar los cerritos enteros, no se le encogía él también el cuero de
miedo. Cómo iba a ignorar que al menor descuido, al colocar la dinamita, podía
volar con todo, como les había sucedido a tantos ya? Se quedaba un largo rato
mirándolo y no lo entendía. Era realmente un hombre de coraje más grande
que todos los que él conocía o un tonto que no se daba cuenta de lo que
hacía? No los veía a sus compañeros, los mineros, las caras chupadas, los
huesos puntudos que sobresalían de las camisetas diseñando el esqueleto,
hombres de los que, al poco tiempo, no se tenían más noticias de ellos?
Era muy triste la vida en la mina. Toda la riqueza que sacaban, se iba muy
lejos, pensaba, y para los que la recogían con el precio de su sangre,
solamente les quedaba la miseria, el dolor y la muerte, que andaba a todas
horas y por todas partes, en ese escondido refugio del mundo. Era miseria y
hambre lo que se arrastraba por el lodazal del arroyo entre las mujeres y los
niños, que procuraban rescatar migajas de wolfram entre los cerdos que
hozaban hambrientos en el barro de las orillas.
Cuántas cosas sucedían en la mina que quedaban ocultas para siempre.
Una noche llego a visitar a su amigo el magazinero. En seguida, éste le pidió
que bajara al depósito a traerle un cojinete, que le indicó. Sin pensarlo más,
como lo hacía siempre que le solicitaba su ayuda, bajó rápidamente al depósito
por las rústicas escaleras. Antes de encender la luz, vio que detrás de una pila
de cajones, salía una vislumbre temblorosa. Caminó con cautela y al orillar la
pila, quedó paralizado. A cierta altura, con dos velas en la cabecera, velaban a
un hombre en un rústico cajón de tablas. Poco faltó para que, espantado,
pegara el grito. Subió a toda carrera, corrió por el miedo y encima tuvo que
soportar las bromas del magazinero acostumbrado ya a tales cosas, puesto
que, según le contó, allí depositaban los cadáveres que no tenían deudos,
antes de llevarlos a un destino, sólo por ellos conocidos.
El miedo y la muerte, el desprecio por la vida, la miseria y el
estremecimiento que ponía el miedo una y otra vez cuando contaban que en la
tolva del 37, un caballo blanco se parecía, o más allá la sombra de un hombre
que llamaba a todos los que por allí pasaban. Tanta sangre y luto, tanta
injusticia lo quebrantaban a veces y se quedaba desganado, preguntándose
por qué sucedía todo aquello y qué podía hacer para escapar de ese mundo,
que por arriba era actividad, esplendor de riqueza y abajo, la humedad, el barro
y la sombra que escupía como con desprecio el túnel, que se hacía como una
costra en la piel de los mineros, costra que tendrían que llevar eternamente. Y
la luz pequeña de su corazón luchaba por ampliar su círculo intentando
comprender aquello, pero no le alcanzaban las intenciones para llegar a
descubrir la verdad. Solamente llegaba a pensar que cuando no pudiera
soportar más el trabajo que realizaba arriba, tendría que sepultarse vivo en el
túnel y ya se veía desfilando hacia la boca-mina con el casco, farol y piqueta en
mano.
Para olvidarse de tales cosas, se reunía con los gringos y quedábase con
ellos largos ratos en las noches, siguiéndoles la corriente en las bromas y
jugarretas. A veces, los domingos, los gallegos le pedían que los guiara al
monte donde había loros, porque para ellos la mayor alegría era cazarlos,
pelarlo y asarlos en medio de una gran jarana, que no siempre era bien
tolerada por sus vecinos. Otras veces, cuando disponían no ir a Concarán a lo
de don Cristhus, hacían un gran fuego junto a las casillas de cinc donde se
refugiaban y quedaban contando cosas de sus países, historias y recuerdos
que muchas veces los hacían lagrimear. Otras, era discutir sucesos en la mina,
protestar por el escaso jornal, señalar la forma cómo se abusaba el Capataz en
esas situaciones. De todo se hablaba en esas reuniones.
Una noche se le ocurre a Nacho decirle a Otto: -Por qué no m’enseña a
hablar la lengua di’ustedes?
-Linda idea, camarada. Gusta?
-Y... sí. Sería lindo.
-Bueno. ‘Tonches... –Le hizo una seña para que se acercara y de
inmediato, empezó la lección.
A los quince días, ya seguro de haber practicado lo suficiente las frases
que le había enseñado, llega una mañana temprano a la cantina y pensando en
darle una agradable sorpresa al Capataz que llegaba en ese momento, dispuso
saludarlo en alemán tal como Otto le había enseñado que debía hacerlo.
-Sie sind Pferd*
-Como? Cómo diches? –preguntó exaltado a punto de perder los estribo.
Repitió el las palabras y entonces se le acercó el Capataz y mordiéndose los
labios de rabia, le preguntó: -Quién enseño a dechir eso?
-Yo nomás lo aprendí- respondió comprendiendo que había dicho una
barbaridad.
-No sea zonzo, Nacho. Ser eso insulto. Y ve, ve ya si no querer saque a
patadas de aquí.
Escapó Nacho de la cantina como si le hubiesen echado agua caliente.
Y fue desde entonces que el Capataz lo agarro entre ojos y aunque no era
hombre de darse con los mineros, mucho menos lo hizo con él, por supuesto. Y
por las serias observaciones que empezó a hacerle cuando pasaba cerca de la
casilla, se dio cuenta que aquella broma podía llegar a costarle caro. Lo veía
pasar, grandote, gordo, con su cara rojiza y el sombrero chiquito, que a penas
le calzaba en su gran cabeza, siempre echando humo de su gran toscano.
Algunas noches lo encontraba en la cantina conversando con el gringo que la
atendía, con el cual eran socios, según decían. Nacho se había dado cuenta de
que fingía beber y reía animando las conversaciones, haciéndose el bonachón.
-Ya te estoy calando!-, pensaba Nacho. Los gringos mineros hacía mucho
que lo miraban con cara de pocos amigos, porque siempre les mezquinaba el
pago justo por lo trabajado y porque se habían dado cuenta también, que toda
esa simpatía y amabilidad que les ofrecía en la cantina, era solamente para
animarlos a beber y hacer que malgastaran el dinero en provecho de ellos.
*
Usted es un caballo.
-Deca! Deca! –Se la juraban los gringos cuando tocaban ese punto,
muertos de rabia. Los domingos a la tarde solía verlo conversar con la señora
Klestar, esposa del cantinero, en el veredón alto de la linda casa que
ocupaban. Era una señora alta, joven, muy buena moza; usaba el cabello rubio
bien peinado y unos vestidos de colores llamativos, muy escotados que
dejaban ver su pecho blanquísimo. Así vestida, con el rostro sonriente que
atraía, despertaba en los mineros el deseo de verla otra vez, como si fuese una
ensoñación. En su casa organizaban frecuentes reuniones y bailes, a los que
asistían casi siempre, familias venidas de Concarán. A través de los vidrios de
las ventanas, una vez se le ocurrió pasar por el alto veredón, había divisado el
piano, las sillas como vestidas, muchísimos espejos y cuadros de hermosos
colores.
Cuando regresaba al anochecer, viéndola tan alegre, ya fuera con el
Capataz o sola a veces, como esperando la llegada de alguien, no podía dejar
de pensar en los andurriales donde pululaba la gente sucia y triste, los hombres
enfermos y borrachos, la pobreza que todo lo descomponía y llegaba a la
conclusión de que ellos, eran los únicos felices.
Había salido del trabajo un anochecer con las piernas entumecidas, duros
los brazos de estar horas y horas en la misma posición que ocupaba en la
estrecha casilla, cuando, al regresar, llegó por la cantina a comprar cigarrillos.
Había mucha gente en el despacho, como era habitual, unos comprando
provisiones, otros matando el tiempo con su medio litro de vino por compañía.
Empezaba a alejarse ya, cuando oyó que lo llamaba el señor Klestar. Se dio
vuelta.
-Ya va para el “Alto”, muchacho-, le preguntó. El asintió.
-Por favó, llega casa mía y di señora que no venga. Hay mucha quente y
no podré cerrar temprano cantina.
-Cómo no!-, dijo y salió. Desde lejos divisó la casa en el alto, suavemente
iluminada. Despreciando los escalones, trepó velozmente por la parte posterior
de la casa a la alta vereda. Al pasar frente a una ventana, se fijó que tenía el
postigo entreabierto; desde la otra habitación, a través de la puerta intermedia,
le llegaba una leve claridad. Como la ventana quedaba alta, se encaramó con
cuidado, curioso por admirar lo que solamente una vez había podido ver.
Tantas cosas bonitas, mesas, mesitas, altos floreros, copas finas, cristalería de
lo mejor, sillas, cuadros luciendo en la pared toda su belleza, el gran espejo. Y
fue al fijar sus ojos en éste que se quedaron ahí como imantados. Porque en él
se reflejaba con entera claridad, desde la otra habitación, una imagen que
conocía. No podía explicarse cómo sucedía aquello. Tratando de serenarse,
observó con mayor detenimiento y ya no tuvo dudas de que no estaba
soñando. En la habitación contigua, dando la espalda al gran comedor, estaba
la señora de Klestar, perfectamente reflejada en el espejo, con su vestido azul,
cuello blanco, con la cabeza rubia ligeramente echada hacia adelante. Y vio
también unas manos grandes, no las de ella, ciñéndole con fuerza la cintura.
De pronto comprendió todo: un hombre la tenía abrazada. Quien podría ser?
Un leve giro, le permitió ver parte de la cabeza del hombre...y no era la del
señor Klester la imagen que el espejo reflejaba. El viejo pantalón que veía en la
luna del espejo le era conocido...y esa cabeza...esa cabeza no podía ser sino
la del Capataz. Por fin pudo verlo bien. Era él. Una sensación de vergüenza y
el temor, a la vez, de ser descubierto espiando, lo llevaron a descolgarse
apresuradamente, golpeando al hacerlo, fuertemente con el postigo. Sin mirar
para atrás, como si fuese un delincuente, corrió por la vereda y se descolgó por
la punta, como un gato, desmoronando piedras y dándose un revolcón. Había
corrido unos metros cuando oyó la voz de ella, llamándolo.
-Venga! Venga!-, le decía; pero él, haciéndose el sordo, continuó su
carrera.
-Habían sabido ser socios en serio con el Capataz!- reflexionó en tanto
procuraba olvidarse de lo que acababa de ver. Aunque tal vez todo no fuese
más que un error suyo. Continuaba dudando y, al final, llegaba a la misma
conclusión: sueño no había sido, entonces era cierto nomás.
Desde aquella noche, donde lo encontrara, el Capataz se detenía para
hacerle una pregunta cualquiera, ofrecerle un cigarrillo o una pastilla. Qué raro
es esto!-, pensaba Nacho. Otra vez fue la señora quien lo llamó cuando pasaba
frente a la casa de ella. Estaba muy bien arreglada con un vestido rojo y
exhalaba un perfume que le despertó la ansiedad de aspirar profundamente. Le
pareció estar soñando, cuando además, lo invitó a pasar al comedor y le indicó
que se sentara en un sofá lleno de almohadones suavísimos. Ella también lo
hizo y no dejaba de mirarlo con sus ojos claros, lleno de una luz misteriosa que
atraía y obligaba a mantener fija la mirada en ella. Y no sabía que admirar más,
si sus ojos que encantaban o las piernas largas, hermoseadas por medias
finísimas, a las que dejaba ver la pollera ligeramente recogida. También se
interesó ella por saber cómo le iba en el trabajo, que de dónde era, que si hacía
mucho que estaba en la mina. Luego le sirvió un trozo de torta, que acababa de
hornear, y un refresco riquísimo. Le parecía a Nacho que todo eso no era más
que un sueño, provocado por ese perfume que suponía con fuerza suficiente
para enloquecer a cualquier hombre y entre tantos vidrios y espejos, plumas y
suavidades ella atendiéndolo como a un verdadero rey, en tanto parecía
buscarle los ojos de la misma manera que lo hacía el Capataz, como
preguntándole cosas a las que él no acababa de entender.
Para más, al retirarse, le pidió que volviese, que a veces no tenía con
quien conversar. Era increíble eso. Si él era apenas un pobre muchacho, por
qué lo habría hecho?
Cuando le contó a los gringos que había estado conversando con la
señora del cantinero, rieron a carcajadas primero, luego le dijeron que era un
mentiroso y finalmente, batiendo palmas, le inventaron un canto: “Se
enamoró de vos! Se enamoró de vos!” entonaban. –Te vas a casar? –Inclinó
la cabeza con rabia y quedó en silencio. Ni una palabra de lo sucedido
tendría que haberles dicho, pensó. Era un secreto que debió ser total entre
ellos dos; mejor dicho, comprendía que era un secreto a guardar entre tres,
incluido el Capataz. Y pensar, discurría con rabia, que seguía viéndola pasar
a ella, algún domingo por la tarde, muy oronda del brazo de su marido. Se
hacía preguntas a las que su cabeza no le hallaba explicación. Si todo seguía
siendo para ellos igual, qué era el amor? Un sentimiento tan puro y profundo
como él llegara a sentirlo y lo sentía aún por Renata, cómo podían burlarlo de
esa manera? Cómo podía haber algo más poderoso que ese hermoso
sentimiento que llevara a hombres y a mujeres a pisotearlo, a traicionarlo? O
todo lo que se hacía o decía en nombre del amor no era más que otra farsa
de la vida? O es que el amor podía morir en cualquier momento? Y cuanto
más lo pensaba, más crecía su desconfianza por todo lo que ese sentimiento
significaba. Eso era el amor? Siempre el amor tenia que andar junto con la
mentira y la traición? Esta preocupación había desalojado a la anterior de
que era perseguido y día a día se hacía más punzante en su corazón. No,
pero Renata no sería como la señora de Klestar seguramente. Ni él tampoco
procedería mal como lo hacía el Capataz. Era algo tan puro lo que sentía por
Renata, que no alcanzaba a imaginar que un día ese sentimiento pudiera
desvanecerse poco a poco hasta morir. No, nunca. Y como el deseo de verla
se le había hecho incontenible, un día volvió a Concarán. Dos o tres veces
lo hizo sin compañía alguna. Anduvo merodeando por los boliches orilleros,
escondiéndose de los conocidos, temeroso y desconfiado de que pudieran
reconocerlo y señalarlo como a un ladrón. Y aunque la necesidad de ver a
Renata lo empujaba a llegar hasta donde ella estaba, fuese en la situación
que fuese, ese otro pensamiento lo contenía y lo dejaba alicaído. Era
totalmente injusto, lo sabía, pero sentía esa mancha como una maldición que
lo perseguía y no le daba paz. Qué habría pensado Renata al no verlo
aparecer por el despacho durante tanto tiempo? Lo habría olvidado ya? Y
aunque lo tentaba la necesidad de reunirse con sus amigos, de mezclarse
con tanta gente que andaba libremente por la calle, seguía escondiéndose,
buscaba las sombras, le escapaba a la policía y se refugiaba en los ranchos
de la costa del río.
Un oscurecer, cuando más angustiosa se le hacía la necesidad de ver a
Renata, se detuvo en la esquina a una cuadra de la fonda. Estaba pensando
qué haría si ella llegaba a asomarse a la puerta, cuando de pronto la vio
bajar el umbral. A la luz que caía hacia afuera del despacho, alcanzó a
distinguirle su vestido rosa y el delantal blanco que lucía; al rostro se lo veía
como entre brumas. Su emoción lo había inmovilizado. No sabía qué hacer.
En eso vio salir por la misma puerta a un muchacho, le pareció que era el
Cachilo, pero no siguió su camino, sino que se quedó a conversar con ella.
Los celos lo enardecieron. De qué estarían conversando? No sabía que
fuesen tan amigos. Y la charla seguía y seguía. Tragó saliva con dificultad.
Saldría de la duda de una vez por todas. Llegaría hasta “El Farol”, saliera
pato o gallareta. Pero...y si se entraba al verlo acercarse? O si se llegaba a
salir don Nino de repente y al verlo, volvía a acusarlo de ladrón? Le ardían
las orejas y sentía heladas las manos. Pero de qué hablaban tanto Renata y
el Cachilo? No, no soportaría más aquello. En el mismo pucho prendió otro
cigarrillo, se ajustó el pañuelo del cuello y sacando valor de donde no tenía,
se encaminó hacia la fonda. El corazón le golpeaba con fuerzas. No estaba
muy seguro todavía de lo que haría al llegar. Había cruzado la calle cuando
vio que su amigo, al conocerlo lo llamaba y a pasos largos venía a su
encuentro. Se detuvo y le pareció que ella lo saludaba con la mano en alto,
en el momento en que se reunía con Cachilo. Se abrazaron. Le preguntó que
por donde había andado, ya que hacía tanto tiempo que no lo veía por el
pueblo. Luego lo invitó al boliche.
-No, no-, respondió nervioso, apurado ya por seguir su camino. Tal vez,
pensó, le fuese posible ver a Renata.
-Le andás dando vueltas a la gringa, todavía?- le preguntó sonriente.
-Yo? Por qué! Yo no- respondió Nacho.
-Más bien así!- no supo qué decirle –Es lo mejor que te podía haber
ocurrido –continuó diciendo el Cachilo-, porque nu’es más qui’una coqueta,
no valía la pena ni que pensaras en ella. Como amigo te lo digo. Además, no
sé si ti’habrás enterau, anda entreverada con otro. Ahí quedó sin palabras
Nacho. Sintió como si de pronto se le hubiese enfriado el corazón. Chupaba
el cigarrillo como enloquecido y lamentaba en el alma haberse encontrado
con ese amigo. Pero quería en ese momento que el cuchillo le entrara hasta
el mango, por eso, con voz temblorosa, preguntó:
-Ah, sí? Pero mirá, no? Y se puede saber con quién?
Y con aire de importancia el Cachilo le dio la respuesta con toda
seguridad: -Con un telegrafista...un telegrafista qui’ha veniu a la estación y
que come en “El Farol”. Yo m’hi hecho amigo d’él.
-‘Ta güeno...Y qué ti’ha dicho-, preguntó para mortificarse más con la
respuesta. Y el otro fue dejando caer las palabras como gotas de veneno.
-Y qué va a decir...que ya la tiene a punto caramelo.
-Cómo! En el despacho l’habla?- le relampaguearon los ojos.
-Pero, no, zonzo. Por atrás ‘e las casas. –Al leve resplandor de la chispa
del cigarrillo, le pareció ver una sonrisa burlona en la cara del Cachilo. Pero
nunca le había mentido antes y ahora no bromeaba.
-Estás mintiendo-, dijo con rabia incontenible.
-Y... creeme si querís...y no pago pa’ que me crean.
-Ah, sí? –Desde lo más profundo quiso defender su sueño todavía. –Y el
perro bravo que tienen?
-Qué perro bravo ni chico muerto! Vamos, Nacho, no siás chico. Lo
conquistó fácil. A vos nomás te digo, por que mi’ha dicho que no lo cuente a
nadie. Dice qu’el es el primero que l’ha besau...y como van las cosas... –No
alcanzó a terminar la frase cuando el chirlo de Nacho resonó como chicotazo
en la noche, haciéndole volver la cara hacia el otro lado. Y no escuchó
más...ni los desafíos ni los insultos del Cachilo, se alejó con la boca seca y
con una amargura que parecía correrle de la cabeza a los pies.
Anduvo por las orillas del pueblo, pensando todavía en ella y en el otro,
destrozándose los labios, mordiéndose de rabia, viéndolos por todas partes
abrazados y besándose, como el Capataz con la señora de Klestar; y la voz
del Cachilo que volvía otra vez, dura y atiplada, contándole cosas y más
cosas, apenas deteniéndose para tomar respiro y seguir revolviéndole el
puñal en el alma.
-Sí lu’agarro al telegrafista ése...! -pensaba con los ojos irritados como si
de un momento a otro fuese a tenerlo al alcance de la mano. Y de inmediato
pasaba su pensamiento a ella: -gringa desgraciada! Si será...! –Perdió la
noción del tiempo y cuando le pareció despertar, se encontró en un sucio
boliche de las orillas del río, con vaso de vino por testigo de sus
padecimientos. Recordó que en ese mismo lugar, cuando él era niño, lo
había escuchado a Agundio florearse cantando una tonada que le había
gustado mucho: “quien bien quiso tarde olvida, aquello que amara tanto...”
(19). Ahora comprendía bien por qué Agundio cantaba aquellos versos como
si un dolor inmenso le estuviera lacerando el corazón. Cómo olvidar a
Renata! Como iba a pensar que llegaría tan pronto el día en que no tendría
más derecho a soñar con sus ojos claros llenos de esperanza, con su voz
suavísima, con aquellas manos que una noche se las había abandonado en
las suyas, llenas de amor. Pero recordarla era peor, con mayor furia
regresaba el pesar y lo aplastaba.
-No, no es posible. Tiene que haber mentido el Cachilo. Pero...por qué?
Qué iba a sacar con eso? Tenía que ser verdad, entonces, lo que le había
contado. Claro, él era un pobre diablo, un negro cualquiera, como le decía
don Nino y el otro, mal que mal, era un mocito de pueblo, tenía su buena
pinta dominguera y ganaba buen sueldo. Todo eso, sin duda, tenía que
caerle bien al gringo. Sí, así nomás tenía que ser. Hubiera querido estar lejos
de ese lugar, donde nadie supiese de él ni de su sombra.
-Mocito, vamos a cerrar ya. –Una mano le tocaba el hombro en la
semioscuridad del boliche. Salió como un borracho aunque no había tomado
más que dos vueltas y llegó al río. Se descalzó, se arremangó el pantalón
para cruzarlo, pero se detuvo. Le pareció que llevaba muy mucha agua.
Recordó entonces que el día anterior había crecido y como estaba tan oscuro
y no distinguía bien el paso, optó por esperar que aclarara para seguir
marcha hasta la mina. A tientas halló el camino del paso y a una orilla ubicó
el algarrobo grande bajo cuya sombra había jugado tantas veces siendo niño.
Dobló la mantita y se sentó, afirmando la cabeza en el robusto tronco. El
aroma de las chilcas, de berros, mentas y greda húmeda, llenaba el aire. Por
mucho rato escuchó el agua saltando en los toscales del sur, cantando,
corriendo bulliciosamente luego, en las suaves arenas del bajo. Por amar se
sentía allí abandonado, arrojado como una basura, como algo despreciable.
Qué era el amor por una mujer que podía llevar a un individuo a situaciones
semejantes? Algo real o simplemente una visión, un encantamiento, al que
nadie podría alcanzar efectivamente jamás? Volvía a recordar, entonces, otra
vez a la señora de Klestar engañando a su marido. A eso se llegaba
siempre? Su amor por Renata había llegado a sentirlo como para toda la
vida. Pero ella, qué había sentido por él para entregarse al poco tiempo al
cariño de otro hombre? Era un sentimiento cierto el amor, pensaba otra vez o
simplemente un invento de la imaginación de los hombres? Y en ese
momento le llegaban de nuevo las palabras de Ño Mentira con las que
siempre advertía a los muchacho que creían estar enamorados: -“Ojo,
mocitos! A no confundir amor con calentura”. A lo mejor, a muchos le sucedía
así y después ya no había vuelta que darle. Por algo lo diría el viejo que
llevaba vividos sus buenos años. El amor... En medio de la noche se debatió
luchando con los demonios que querían despedazarle el corazón. Uno era
negro, torpe, agresivo y tenía unos dientes de perro bravísimo. El otro,
giboso, igualmente negro y de cuerpo gelatinoso, con ojos penetrantes de
víbora, que le buscaba enfurecido el corazón. Quería echar mano a su
pequeño puñal, pero no lo encontraba y quedaba manoteando inútilmente. El
río, entonces, parecía crecer, se agitaban sus aguas y el ansiaba que
creciera de una vez y desbordase para que se llevara en la correntada esos
bichos horribles, pero demoraba y demoraba y lo único cierto que le
esperaba era su fin cuando alguna de las terribles dentelladas que le
lanzaban los demonios aquellos, dieran en su corazón. Y el sueño zumbaba
por su cabeza como un murciélago horrible que pasaba haciéndolo temblar
entero.
“Cuatro esquinas tiene mi cama/cuatro ángeles me acompañan” –repitió
cuatro veces la oración que le había enseñado doña Santa, en un ruego
ferviente, como si realmente en esas palabras estuviese su salvación.
Lo despertaron las calandrias, los benteveos y los zorzales. Estaba
amaneciendo. Las gallinetas alborotaban en el pueblo. Recordó que cuando
era niño, muchas veces se había sentado en ese mismo lugar y comprendió
que aquellos días habían sido de felicidad, aunque tantas veces anduviera
descalzo y casi desnudo. Se preguntó entonces cómo podía haberse
considerado feliz siendo que no llegó a conocer a su madre, que era muy
poco lo que sabía de su padre y que eran escasas las personas que habían
llegado a interesarse por él. Pensó que los niños son como los pájaros, que
cantan porque sí, porque hay sol, porque la hoja es verde y el cielo azul,
porque las lluvias se vuelcan en ríos y en acequias que luego se abren en
flores, frutos y semillas. Y sino, por qué él había sido feliz? A esos benteveos
que oía cantar, los conocía, estaban intactos en su corazón. En seguida
vendrían las cabras con las que tantas veces había compartido las vainas
que les regalaba el viejo algarrobo. Y comerían sin necesidad de pelearse y
después más tarde, igual que antes, vendría el burro pardo y compartirían la
ración y una pareja colorinche de lagartijas se pasearían a la siesta muy
ufanas, entre ellos. Y otros pájaros más cantarían en la frondosa copa y el río
y el aire fresco, les prestarían su abanico para que a nadie le hiciera calor.
Qué era la felicidad, entonces, si él, en aquel tiempo, sin saber ni siquiera
como se llamaba había sentido una alegría que le daba paz, una paz que era
lo más parecido que podía imaginar, a lo que los hombres nombraban así?
Desde más allá, poco a poco empezó a despertar el pueblo. Fue el
canto de los gallos, primero, las gallinetas de doña Cristobalita picoteando
como enloquecidas la pureza del amanecer, después el pito de la
locomotora, el yunque sonoro de don Blas, el tropel de los galopes, sulkys y
carros, alguna mujer llamando a gritos a su hijo.
Sentado en el suelo, soltó los brazos como queriendo borrar de su
memoria el recuerdo del pueblo, de aquél, su pueblo, al que quería tanto
pero al que se proponía no ver nunca más. El suyo, el que había conocido
siendo feliz, ése estaba guardado en su corazón y allí quedaría para siempre.
En él su padrino y su manso modo de hablar, Felisardo y su guitarra, las
chicas Vegas, cinco o seis, cantando y bailando en la calle con los pies
descalzos, meneando las caderas, sacudiendo las polleritas largas y
marcando el ritmo con las palmas y ladeando para uno y otro lado la cabeza
motosita. Y esos “adiós, compadre, hasta lueguito, ya iré a matear por su
rancho” o “prestemé una lecherita pa’ la leche” o “ahí le mando esos choclitos
pa’ mi compadre pa’ que li’haga unas ricas humitas”. Olvidada la gente de la
sequía que les había llevado toda la cosecha, de las mangas de langostas
que los habían asolado y hasta el río bravo que se les venía encima cada
dos o tres, se daban por entero al trabajo y a hacer todo lo posible por vivir
como si se tratara de una gran familia. Todo eso era amistad, sin duda. Y
amor tenían que ser esos gestos, esas miradas que él había visto en las
jóvenes parejas recién casadas, cuando salían de la capillita y las campanas
sonaban y sonaban. Amor, eso que lo llevaba a don Jacinto a llenar el
breque con sus hijos pequeños y salir a la tarde acompañado por su esposa
a pasear por las calles del pueblo y por las alamedas vecinas. O el de
muchos más que en sus sulkys daban vueltas lentamente a la plaza,
mientras los pequeños jugaban en los molinetes que había echo colocar el
padrino en las esquinas. Todo eso había sido el pueblo de antes. Al de ahora
lo distinguía apenas como detrás de una espesa niebla, lejos, distante,
emergiendo como una pupila viva, fija, que hurgaba y devolvía todas las
cosas y tasaba bienes y conciencias. Y cientos de hombres se atropellaban
en él y las tienduchas ganaban las veredas con sus trapos y trastos
novedosos, estirándose los géneros multicolores como enredaderas por las
paredes que daban a la calle. Por las veredas crecía el golpear de los pasos,
que en su apresuramiento semejaban, a veces, las afiladas pezuñas de
unatropa sedienta de vacunos; tintineaban las monedas en los mostradores
mugrientos, se les endiablaba la sangre a los parroquianos por cualquier
cosa y todo era un tumulto que crecía lo mismo que el río cuando se
encrespaba furioso, levantando oleaje, bramando con fuerza y mostrando en
la punta de la cresta de agua oscura, árboles, vacas, sillas, mesas humildes,
catres y mil cosas más.
Máquinas gigantes continuaban llegando en los vagones del ferrocarril
con destino a la mina. Se multiplicaban arriba, día y noche las risas, bailes y
otras diversiones y abajo crecía la borrachera, la miseria y la idiotez en una
verdadera desorientación que los dejaba con los brazos caídos. Vencidos a
veces por el alcohol, tirados en el suelo, él había visto a muchos criollos que
fueron decentes, sin sentir las moscas que les caminaban por la cara ni las
hormigas que les subían por las manos grasientas cuando, vencidos,
llegaban a aquel estado.
Comprendía mejor por qué su padrino y otros amigos que lo
acompañaban, se hacían firmes contra los que se negaban a andar de
acuerdo con la ley; luchaban contra los tramposos, que también los había,
los matones, los ladrones de agua, el mal juez que los apañaba a todos ellos,
los que solamente vivían pensando en sus propias ventajas y en la manera
de vivir de la mejor manera sin trabajar.
Alzó el poncho, se acomodó el sombrero y encaminó sus pasos hacia el
río. El sol brillaba ya como un espejo. A su querido Concarán no regresaría
nunca más.
8
-Domingo ir Concarán. No acompañar, camarada Nacho? –Otra vez,
como tantas, de nuevo se negó a la invitación de sus amigos.
-Corrió “poli” de allá, eh, compañero? –Otto guiñaba un ojo y reía.
Bajando la cabeza quedaba acoquinado, sin saber cómo defenderse. No le
interesaba Concarán. Es más, quería arrancarlo para siempre de su vida.
Prefería enterrarse en la mina, estar allí contaminado por el dolor y la
miseria, que era lo que veía, palpaba y oía a cada momento.
A la misma señora de Klestar no se la veía con tanta frecuencia en el
veredón de su casa del alto. Y mejor así. Sentía una cosa extraña mirándola.
Empezaba a comprender que le molestaba esa sonrisa permanente que
parecía estar ofreciéndola para todos. Tenía que ser falsa. Cómo podía
sonreír intentando hacer creer que era feliz, cuando para amar tenía que
hacerlo a escondidas? Cómo podía ser feliz si vivía mintiéndole a su marido?
Se compadecía de ella. Porque el amor él lo imaginaba como una llamita
tibia y dulce, que brotaba alegremente del corazón. Cómo podía, esa señora,
haberse equivocado tanto para casarse sin amor y tener que salir a buscarlo
después por caminos torcidos? O el amor era algo que estaba un tiempo y
moría después, como las hojas en invierno o los pájaros bajo las grandes
heladas? O eran los que estaban fuera de la pareja los que tenían poder
suficiente para destruirlo? El amor...o no era como él pensaba, esa llamita
tibia y azul que crecía alegremente, si no todo pura farsa y mentira? Algo
estaba claro; la señora de Klestar era una persona mentirosa y él odiaba la
mentira, porque así se lo habían enseñado. Debía evitarla y para eso, a fin
de que no pudiera llamarlo, para no percibir ese perfume que escapaba de
ella y que al aspirarlo se le iba al alma como una acariciante llamarada,
buscó otro sendero para regresar al lugar de su alojamiento.
Por la misma causa le rehuía al Capataz. Desgraciaba su cara
coloradota, esa sonrisa chocante que le torcía la boca, su manera sobradora
de tratar a los obreros y empleados de la mina.
Día a día descubría más cosas desgraciadas que sucedían en la mina,
pero nadie oía lamentarse por ello. Al señor no se le movía ni un pelo.
Cuando un grupo de obreros se presentaba a reclamarle por la inseguridad
que había en las galerías o por las miserias que les pagaban, ni los dejaba
hablar.
-Ustedes ‘tar aquí para trabacar. Sí o no? Le gusta? Boeno. No le
gusta? Esa que estar ahí ser puerta...buenas noches!les gritaba
echándolos. Y el número de los que quedaban ciegos por algún imprevisto
reventón o de los tullidos para siempre por un súbito desprendimiento, como
los que sacaban a escondidas desde las profundidades de las galerías en
bolsas, destrozados, aumentaba día a día. Pero esas cosas no le importaban
nada al Capataz. Para él un hombre valía tanto o menos que el carbón o la
leña con la que se hacían andar los motores. Con hombres andaba la mina y
él continuaba arrojándole el alimento por la oscura boca hacia las galerías
subterráneas. Así tenía que ser, aunque el Capataz y todos tuvieran que
caminar por entre incontables cadáveres andantes, entre cientos de
individuos que habían cambiado un pedazo grande de esperanzas, por una
enfermedad, mutilaciones o la muerte misma. Por que era un desalmado, lo
odiaban todos y como no era ningún zonzo lo sabía y se cuidaba y hacia
cuidar. En el bolsillo chico de la campera, llevaba siempre un pequeño
revólver al que echaba mano en los trances apurados.
Para olvidarse de todas esas cosas, Nacho salía algunas noches a
tomar mate por los ranchos del bajo, encajados entre los barrancones, donde
tenía amigos y conocidos. Rodeando la pava con agua caliente, cerca de los
chicos que dormían tirados en el suelo, hablaban de enfermedades, en
cansadas palabras en esas largas noches, de mercadería cara, abuso de los
precios, muertes y necesidades. Pero, apenas arriesgando una palabra,
apenas dándole forma a sus pensamientos. Hombres y mujeres parecían
resignados a que las cosas sucedieran de tal manera. No había rebeldía
alguna, como si una fuerza superior los obligara a aceptar esa situación a la
que ellos de ninguna manera se sentían capaces de modificar. Todo ese
mundo era así, una semioscuridad como la que tenían los “sucuchos” que les
servían de cocina, llenos de humo, que apenas si dejaban ver a los ojos
llenos de lágrimas, un poquito más allá de las manos.
-Y güeno-, se quejaba alguno a lo sumo –Este será muestro destino.
Qui’hacerle! –Y allí estaban, entristecidos, flacos, cadavéricos, como
hablando desde un más allá dolorido y pavoroso al que había que llegar de
una sola manera: sufriendo.
-Y ande vamos a ir que más valgamos!- le decía una mujercita de piel
morochita. –Aquí por lo menos trabajaban el Dositeo y el Eulogio. Y a más
-añadía- es pa’ l’único qu’ellos sirven. Si juera como los gringos, entuavía.
Ellos saben de todo. Pero nosotros...-, y bajaba la cabeza como vencida.
La rebeldía del criollo más bravo no iba más allá de emborracharse e
insultar a los patrones. El resto vivía sometido, cumpliendo con todas las
costumbres heredadas: indolentes,
derechos en sus procederes.
confiados,
generosos,
honrados,
-Pa’ qué sirve todo eso ahora?- se decía Nacho sintiendo crecerle las
protestas una noche que regresaba, pasada la media noche, atravesando un
montoncito espeso. Empezó a descender la cuesta barrancosa y se olvido de
todas sus preocupaciones, porque la noche era muy oscura y peligroso el
descenso; pesaba, además, un silencio de cementerio en ese lugar, donde,
contaban, se había aparecido más de una vez una bruja. Don Juancho
recordaba siempre que una madrugada, cuando venía pasando por ese
lugar, escondida tras un churcal vio a una mujer desnuda, con los cabellos
largos echados sobre la cara, quien, con voz llorosa, le rogó: -Présteme su
poncho, por favor y no vaya a contar a nadie que me vio. Y así lo hizo. No
era para creerle mucho a don Juancho, pero por las dudas, se aseguró el
puñalcito bien puesto en la cintura y abrió más los ojos. En eso escuchó
hacia adelante un ligero ruido, raro, sospechoso. Empezó a endurecérsele el
cuerpo y pensó en pegar la vuelta; pero luego, al oír unas piedritas que se
desmoronaban detrás suyo, se encogió del todo. Más cuando al girar la
cabeza, vio un bulto blanco que parecía avanzar agazapado hacia donde él
se encontraba. Se detuvo, entonces, y quedó frío, sin acción. Quería rezar y
no se acordaba de ninguna oración. Yo soy bueno, pensaba, entonces por
qué me van a salir al paso cosas mala a mi? Además, no soy más que un
muchachón a los que no les salen los aparecidos. Seguían cayendo,
entretanto, las piedritas desde lo alto de la barranca y parecía que toda la
oscuridad de la noche se le metía por la boca y por la nariz, no dejándolo
respirar. Miró de nuevo aterrorizado y vio que el bulto blanco, que la mortaja
aquella que según decían asustaba en el lugar, avanzaba lentamente
haciéndose chiquita hacia donde él había quedado paralizado, muerto de
miedo. En eso, de golpe, aquello que se dibujaba apenas, blanco, difuso,
vago, movedizo, tomó forma, una forma conocida y todo fue de inmediato
tenerlo cerca y reconocer al Capitán, el perro blanco de Nicasio, que, como
siempre, andaba muerto de hambre y salía de noche a basurear por el
rancherío.
-Que te parió! –El frío que sentía, se le había vuelto de repente un fuerte
calor, que le corría en sudor por la frente y le mojaba las manos. Sintió que le
volvía el alma al cuerpo y escondiendo su miedo en un silbido, siguió su
camino a pasos largos; adelante, como si nada hubiese ocurrido, siempre al
trotecito, husmeando por los basurales, avanzaba el Capitán.
Otras veces, con tal de hacer algo para matar ese deseo que lo asaltaba
frecuentemente de regresar a Concarán, acompañaba a los gallegos a
buscar loros, esos “bocaos” como ellos decían y que tan a gusto
saboreaban. Regresaban del campo trayendo las mochilas llenas y en medio
de un exagerado bullicio, empezaban con la repetida ceremonia en el
estrecho patio. Ramonín y Pepín los pelaban, Juanillo preparaba abundantes
brasas y los otros, los alambres por donde los pasaban para colocarlos en el
fuego. Luego, mientras uno a uno hacían girar lentamente los alambres,
saboreando por anticipado las presas, hacían circular alegremente las botas
de Pamplona y entonaban sus estómagos con unos buenos mates. Y dele y
dele a la lengua y “recuerdas tú” y después cantos, con una voz rara, distinta,
que lo hacían acordar del canto del cura cuando decía misa en el pueblo
para la función. A veces parecían chillidos o agudos gritos de dolor, como si
les estuviesen pisando los pies.
Mientras los gallegos gozaban de esa manera, el resto de alemanes,
checos, rusos y otros gringos que no sentían ninguna predilección por los
loros asados protestaban siempre y escuchándolos se ponían más y más
nerviosos con tales locuras.
-Muchachos!-, dijo un día Jaros, sabiendo que más tarde llegarían los
gallegos con el producto de su caza –Qué les parece si curamos galleguitos
de cantitos inaguantables?
-Y cómo?
Jaros les explicó su plan y todos aprobaron complacidos. Encerrados
en sus cuartuchos ensayaron rápidamente y se quedaron luego por el patio
haciéndose los distraídos o metidos en sus tugurios. A eso de las doces,
llegan los gallegos con abundantes presas, preparan las brasas, pelan y
destripan los loros, las botas sueltan sus finos y largos chorritos de vino y
cuando ya la carne comienza a dorarse, los gallegos se juntan y empiezan a
cantar con todas sus fuerzas.
De pronto, el alemán que esta sentado en el patio se levanta, el otro que
mira a lo lejos, se acerca distraídamente al grupo de gallegos y Otto y Franz
que salen de las habitaciones y Alex, Iván y Petrov, se reúnen de pronto y
empiezan a dar saltos en un pies, en tanto al otro le sostienen bien arriba con
una mano; a la vez, tomando el tonillo de los gallegos, arrancan a cantar en
medio de la sorpresa de los dueños de la fiesta, que no saben que les ocurre.
Y remedándolos a ellos, los farsantes, cantan más y más fuerte y hacen unos
agudos que traspasan el oído.
“Ay, me duele el dedo pulgar!
Ay, me duele el dedo pulgar!
Llamen al médico por favor, por favor!”
Al darse cuenta de la broma, reaccionan los gallegos y poniéndose
bravos como los toros de su patria, los encaran con furia.
-Calla, calla, que te rompo el alma! –Y mientras vuela un palo, otra toma
la escopeta y hace un disparo al grupo de alemanes. Éstos, doloridos, se
enfurecen a su vez y apoderándose de piedras y de palos, al grito de “Hura!
Hura! Al combate!” se lanzan contra el bando enemigo. Vuelan las botas con
vino, los sombreros, los bancos; silban las piedras y en una de ésas, el
alemán más grandote cae sentado en medio de las brasas y hace volar por
los aires los dorados loritos. Entonces, los gallegos atacan con más furia
todavía y todo aquello se parece al infierno. Como los alemanes y rusos son
más numerosos y fornidos, termina la batalla con la victoria total de ellos y
los gallegos se ven obligados a refugiarse en sus casuchas, sin parar ni un
momento en sus insultos. Y allí termina todo. Con golpeados, heridos,
contusos de toda naturaleza, y sobre lo que iba a ser una alegre fiesta,
queda flotando el penetrante olor a árnica.
Poco a poco los gringos se habían ido aquerenciando en lo de don
Cristhus. Los domingos por la mañana calentaban agua en grandes tachos
para bañarse ruidosamente en las tinas. Después se vestían con lo mejor
que tenían, se perfumaban abundantemente y ya estaban listos para ir a
visitarlo.
Don Cristhus los esperaba con los lechones, abundante vino y la sonrisa
de sus hijas, a las que había agregado, posteriormente, otras jovencitas del
vecindario, que acudían también luciendo todas sus galas. Vestidos de percal
o de seda, peinados atados con moños de color y grandes aros redondos.
Dos guitarreros incansables estaban presentes y a veces venía doña
Mariquita con su acordeón, que no paraba un momento, ella también,
haciendo escuchar valses y polcas lisas, lo mismo que el cieguito Luciano
con su viola.
Los criollos no se quedaban atrás en paquetería con respecto a los
gringos y con sus largas melenas de corte cuadrado, bien perfumadas, el
pañuelo bordado en el bolsillo del saco o la blusa corralera y las bombachas
cayendo sobre las alpargatas bordadas, esperaban su turno para bailar,
fumando o bebiendo tranquilamente su vaso de vino.
A medida que los gringos fueron tomando confianza, empezaron a llevar
sus propios instrumentos, que también los tenían para su entretenimiento.
Iván, el acordeón, Emil, el violín y el polaco, su clarinete. Entonces, un rato
se bailaba con las guitarras y otro con el conjunto de los gringos. Cuando
estos tocaban, toda la cancha que se les abriera era poca; hacían correr la
caña en baldes y los potes de ginebra calentaban hasta los caracuses. La
fiesta ardía por los cuatro costados; pero las niñas, como si nada. A penas
una sonrisa, unas pocas palabras, las mismas para todos, bajo la mirada
vigilante de don Cristhus.
-A no pasarse, eh? A no pasarse!-, advertía de vez en cuando el dueño
de casa. Cuidaba su negocio y le importaba más que nada tener las niñas en
exhibición y vender toda la mercadería que traía del pueblo cada semana:
vino, bebidas de todas clases, salames, sardinas, tortas, todo, que con los
saltos y entusiasmo de los bailarines, le despertaba un apetito y una sed que
iba creciendo momento a momento. Y como plata tenían, barrían con todo. El
negocio marchaba como él quería; pero lo que no podía evitar, era que,
vuelta a vuelta, un revuelo de ponchos y puñales girara como enloquecido
remolino enfriándole las fiestas.
Una noche de mucho calor, todos los concurrentes habían bebido más
que nunca. Las niñas, muy compuestitas, con los vestidos almidonados y
bien planchados, con su toque de maravillas en las mejillas, se comportaban
como siempre, sin demostrar mayor entusiasmo por ninguno de los
asistentes. Pero había un criollo de blusa, pañuelo al cuello, botas negras,
lustrosas, rastra, facón y espuelas de plata, que desde temprano se había
entusiasmado con María, que era la más chica de las hijas de don Cristhus
que bailaba y era la más agraciada. Y el mozo estaba que se salía de la
vaina por ella, haciendo cortes y quebradas con dichos y refranes que
soltaba a viva voz en cuanto le daban entrada.
“Salí un día ‘e Concarán/saltando alambres ‘e púas
‘pa visitar estos pagos/ a ver si me llevo alguna.”
y la buscaba con los ojos a María que pasaba bailando cerca de él en ese
momento. Pero como sus intenciones rebotaban en la indiferencia de la niña,
al parecer, estaba levantando más y más presión.
“Esa niña que baila/vestido overo
es de las que precisa, Ramón Agüero.”
dijo en un momento, Ramón Agüero! Nada menos que Ramón había sido el
mozo ese! –Se corrió la voz en seguida, porque tenía fama de ser mozo muy
calavera y enamoradizo y de no andarse nunca con chicas, cuando de darse
en el gusto se trataba. María continuaba muy tranquila, como si estuviese en
otro mundo. Aceptaba alguna pastilla de sus conocidos, mojaba los labios
carnosos en la copita de licor que le alcanzaban y evitaba comprometerse
hasta con las miradas. Pero el criollo, desde el momento mismo en que la
conociera, parecía estar ahogado y pedía más y más rienda. En una de esas,
bailando el gato con la niña que le llenaba el ojo, en el momento de la
relación, con acento bien intencionado, acercándose cuanto podía a su
compañera, dijo la suya bien cantadita:
“Cuando querrá Dios del cielo/que seamos pajaritos
para pasarnos el día/juntando nuestros piquitos.”
Pero no pocos habían visto afirmados a un poste, como tascando el
freno, a un negro grandote, crespo, con la mantita al hombro y la mirada
embravecida, que pisaba y pisaba puchos. Todo en él daba a entender que
aquello que hacía Ramón Agüero era una provocación para él y que su
paciencia estaba llegando a su fin.
Terminado el gato, cuando Ramón Agüero, con una sonrisa de
triunfador y secándose la frente con el pañuelo se dirigía hacia la rueda de
mosqueteros, el hombre aquél se le aproximó lentamente y en silencio.
-Me permite una palabra?- le dijo en voz baja.
-Con mucho gusto! Ramón Agüero, su servidor-, le respondió con la
simpatía de su amplia sonrisa, a tiempo que le tendía la mano. El negro lo
raleó unos metros de la concurrencia y allí se detuvieron.
-Como esa niña a la qui’usté li’arrastra el ala ya mi’ha dau palabra ‘e
casamiento, le voy a pedir que si’haga un lau. –Se revolvió como charqui en
los brasas Ramón Agüero y dando un paso atrás y quebrándose el sombrero
en la frente, le respondió en voz alta: -Nunca...mi caballo pa’ yegua!
-Finau ti’has de ver, entonces! –Y aquel chino fornido le hizo una
atropellada a fondo con el cuchillo enderezado a matar, golpe que alcanzó a
desviar Agüero y todavía, con agilidad increíble, le hizo jugar la faca por el
pupo y con la zurda le pegó un ponchazo que dejó desorientado a su
desafiante. Pero como este no era hombre de andar solo, ahí nomás se le
vinieron como avispas al mozo bailarín, tres o cuatro de sus compañeros con
los puñales desenvainados. Se escuchaban gritos, se apagaron las luces y
se armó el gran batifondo. Volaban botellas, sillas y palos de tal manera que
en aquel desplayado en medio del monte, parecía que todos los diablos se
habían reunido para revolcarse.
Cuando a los gritos de don Cristhus y a los empujones de los gringos se
separaron, volvió la tranquilidad, había más de uno con cortes de cuchillos en
las manos y en la cara. De Ramón Agüero no había quedado ya ni el rastro.
Solamente el eco de su grito, cuando haciendo rayar el flete en el patio, dijo
delante de todo: -Ramón Agüero jura por esta cruz que volverá! Y chirleando
a su montado, desapareció como una luz, claro está que sabiendo que se
llevaba las boleadoras atadas a las patas.
-Qué noche fue aquella! –Entonces, él conoció a la Coralito, que era la
más chica de todas las hijas de don Cristhus, que no tendría más de 14 años.
No bailaba todavía y con su carita inocente y sus ojos verdes, hermosos,
como un cristalerito, iba y venía cebando mate y sirviendo a las niñas
asistentes sin parar. Qué se va a comparar con Renata –pensó Nacho-. Pero
al conocerla sintió el deseo de hacerse amigo de ella. De paso podría
olvidarse un poco de la gringa y de sus insoportables deseos de volver a
Concarán, que vuelta a vuelta llegaban a desesperarlos.
La buscó con los ojos, pero ella pareció no darse cuenta de que él
estaba en el lugar de diversión. Era inútil que se acomodara el ponchito, que
hiciera algunas cruzadas por entre la gente como amagando entrar al baile o
que se acercara a la pieza donde vendían pastillas, caramelos y tabletas.
Andaba derechita, un poco echadita para atrás y pasaba a su lado como
dormida, a penas si haciendo cimbrar sus gruesas cimbas negras, la boca
trompudita, como con llave, esa boca que era lo que más le gustaba de ella.
-‘Ta linda la Coralito!- opinó en rueda de amigos.
-Pero es una pava...
-D’esas pavas son las que me recetó el doctor- sentenció haciéndose el
mocito corrido.
-No te creas –dijo otro que oía la charla- según me contaron...
Ella pasaba y pasaba, como ausente, lejos de todo bullicio y de la falsa
alegría que parecía hacer encabritar a los presentes. La siguió orillando con
paciencia y buscándole los ojos, hasta que en una cruzada, cuando llevaba
un mate bien copetoncito, la tuvo a tiro.
-Pa’ mi que sea amarguito nomás- le dijo juguetón, susurrándole las
palabras. Pero ella, blanqueándole los ojos, pegó un coletazo y desapareció
en la cocina. No pudo verla más en toda la noche.
Regresó de nuevo con los gringos como a los quince días y allí estaba
con el mismo vestido morado, la cinta azul con moño en la cabeza y su carita
de santa, pareciendo que a sus ojos verdes les estaba estrictamente
prohibido pasarlos en persona alguna. Y no había manera de acercársele.
Por lo menos para él, no le era posible. Al compás de los valses que tocaban
los gringos con sus acordeones y clarinetes, sus compañeros le hacían volar
las polleritas a las criollas. Y luego, al bordonear de las guitarras, eran los
criollos los que pasaban a ocupar el redondo patio y se enterraban en él
zapateando entre risas, gritos y disparos de armas de fuego hechos al aire,
para festejar alguna gracia o picardía escondida en las relaciones.
Todos allí estaban o parecían estar alegres. Solamente ella, Coralito,
estaba siempre como distante. Viéndola tan huraña, a Nacho se le ocurría
que era más arisca que una sacha-cabra. El la miraba y cada vez le gustaba
más su modito de mujer madura, sus ojos, su boca jugosa y la manera
compadrona de caminar cimbrando las caderas. Aquella noche, cuando ya
desesperaba de poder hablarla, en uno de esos borbollones que cada dos
por tres se armaban en el baile, pudo acercársele y dejarle caer las palabras
que tenía pensadas:
-Coralito...necesito hablar con vos –Al oírlo se detuvo, lo miró desafiante
y respondió como con rabia: -Y qué ti’has pensau que yo soy palo di’atar
terneros? Yo no soy la gringa ‘el pueblo, sabelo bien! –Y se le hizo perdiz.
Con esas palabras que le había dicho, tuvo para entretenerse pensando
hasta el día que volviera de nuevo a lo de don Cristhus. De donde había
sacado aquello de la gringa, la Coralito? Quería decir que conocía de sus
relaciones con Renata y estaba celosa? Porque si no, cómo hubiera podido
decir como dolorida, yo no soy la gringa del pueblo? Era ésa, una puerta, un
portillo para poder entrar o nada? Qué difícil se le hacía entender a las
mujeres!- pensaba en tanto esperaba ansioso el momento de volver a verla.
A los gringos les gustaban las hijas del dueño de casa, menos a Iván,
que, con su pote de carrascal con ginebra por toda compañía, miraba como
ajeno a todo lo que en los bailes sucedía: -Ah, Natalia! Allá, Natalia! Natalia
querida!-, empezaba a exclamar suspirando cuando el primer pote iba por la
mitad. Y cerrando los ojos, se quedaba quietecito con la imagen de su novia
rusa bien adentro del alma.
-Criollitas lindas...pero nada; cuenta bailar uno con un palo-, opinaban
los italianos.
-Ecco! Ecco la cuá!-, aprobaba otro –Como palo, ecco!- Sería igual la
Coralito? No parecía muy distinta a sus hermanas mayores, salvo en las
caderas de vaivén tentador. Pero lo mismo estaba resuelto a seguirla hasta
la cueva. Total, Renata era un sentimiento puro al que se lo habían
pisoteado. Pero la gringa con sus recuerdos porfiaba y porfiaba y se quedaba
en su corazón por más que hiciera por desalojarla; entendiéndolo así, quería
ser fuerte para olvidarla, para no dejarse arrastrar por esa imagen que
parecía estar llamándolo constantemente, ya que tanto daño le había
causado.
Cuando llevaba más de tres meses sin pisar por el pueblo, un lunes a la
noche se le aproximó Otto.
-Traer yo un mensaje para vos- le dijo en voz baja.
-Pa’ mi?- le extraño mucho ver la seriedad pintada en el rostro de Otto
que vivía siempre bromeando.
-De Concarán... y seg de mujeg- le aclaró Otto.
-De Concarán... y de una mujer-, dijo pensando en voz alta ante otros
datos que le diera Otto y fue a marcharse, temiendo que el alemán lo hiciera
objeto de otra de sus frecuentes bromas.
-No, no...decir en serio- Y se le acercó más todavía –me hablo
Renata...Renata de “El Farol”.
-Renata?- no pudo disimular su ofuscación.
-Sí; me preguntó por vos...si habría pasado algo que no ibas por allá.
-Y güeno…algún día iré-, respondió como fastidiado.
-Parece estar triste gringuita- añadió Otto muy serio.
-Que va a estar triste!- Hubiera querido contarle todo a su amigo en ese
momento, pero no le salieron las palabras.
-Si ella guere hablar...por que no ir, amigo? No ser malo, camarada!
-Esas son cosas mías...- y haciéndose a un lado, escupió con
desprecio.
-Buen...buen, padrecito!- Dio un salto hacia atrás Otto, poniendo las
manos hacia adelante fingiendo miedo.
Se quedó pensando días enteros que era muy raro que lo hubiese
mandado llamar. Debía tratarse seguramente de una broma de Otto. Era
mejor olvidarse de ella, del telegrafista, del Cachilo y de todo el mundo de
Concarán. Por eso se refugió más intensamente en su vida de minero. Al
terminar con su trabajo salía a andar y andar por entre las quebraditas, sin
rumbo a veces, y se quedaba mateando y charlando por los ranchos, yendo
y viniendo entre sus amigos sin saber bien por qué ni para qué.
Regresaba cansado del trabajo, pero antes de meterse en el catre de
tablas de barricas que le prestaban, cumplía con su costumbre de visitar a
sus conocidos.
Entre la luz humosa y el olor a grasa de la comida pobre, el sudor de los
hombres apretados en los cuartos estrechos, les oía desgranar las quejas
que guardaban sus corazones resentidos, lamentarse de sus interminables
dolores. El fin de mes los hallaba siempre en la misma situación,
desgastados físicamente y más empeñados todavía en la cantina. Por más
que ansiaban algunos escapar de esa telaraña, las posibilidades se les
hacían día a día, más remotas.
-No mi alcanza pa’nada lo que gano! Por más que le mermamos a l’ollita
seguimos empeñaus igual, igual. Las fichas nu’alcanzan.
-Es qui’habría qui’hacer como dicen los gringos- se aventuró a decir
uno –Huelga...
-Pues...- respondía otro y se quedaba con los labios secos, perdidos los
ojos en el oscurísimo futuro.
-En una d’ésas quien no le dice...- pensaba al rato otro en voz alta,
como si hubiera andado campeando ideas por lejanías inalcanzables...
-Nos podríamos ir de aquí, no le parece?- añadía otro con voz
temblorosa haciendo conocer su idea salvadora.
-Irnos? Y ande, me quiere decir?-, intervenía diciendo la mujercita. –Si
usté –agregaba- a no ser pa’pirquiniar o pa’hachar pa’otra cosa no sirve. Si
juera como los gringos que saben manejar motores, entuavía...- Y luego de
otra larga pausa en la que cada uno quedaba a sufrir los tormentos de sus
propios pensamientos, agregaba alcanzando el mate: -A más, ellos son
albañiles, ellos saben también de tuercas y de tornillos. Y remataba
finalmente: -Y aunque no sepan hacer nada d’eso, son corajudos, lo mismo
dicen que sabe...no, no son nada zonzos como nosotros. –Con la cabeza
baja, doliéndole el sueño intranquilo de los hijos, cuya respiración le llegaba
desde el suelo donde yacían tirados, el hombre asentía en silencio.
-Habría qui’hacer como dice Otto-, participó él – Con una buena huelga,
ya verían; se acabarían las injusticias.
-Huelga? Jesús, María y José!-, exclamó persignándose la mujer. –
Cualquier cosa, menos eso, hijo!
-Con miedo nada va a mejorar. Otto leyó qu’en Buenos Aires la policía
mató a unos cuantos en una huelga y en otra parte del sur hicieron lo mismo,
pero ahura les van a mejorar la paga. –Parecía demacrársele aún más el
rostro al hombre que le escuchaba, el que tenía pegados unos costrones
como de barro amarillento; apenas sí moviendo los labios, dejó caer su
desaliento.
-Y pa’ nosotros eso nu’hay llegar... ‘Tará escrito que tenimos que vivir
siempre así...qué se le va a hacer!- Finalizaba diciendo dejando caer las
manos desalentado.
Sábados y domingos se animaban los tugurios, se espesaban los
aguaduchos por los oscuros andurriales, crecían como yuyos las malas
intenciones y el deseo de los hombres llameaba en las ranchadas donde se
meneaban las caderas de una mujer al compás de los aires de una guitarra
triste y borracha. El vino se ofrecía para alegrarlos, pero los hacía arder
como pavesas y más tarde los dejaba tiritando, impotentes de poder alcanzar
la fantasía que les despertaba, tirados en cualquier cuneta, borrachos,
comidos por las moscas. Solamente el guitarrero debía permanecer neutral o
tratar de serlo y con los cabellos caídos sobre el encordado, a la luz del
amanecer, cerrados los ojos, todavía continuaba tocando de memoria,
inconscientemente, su música brumosa.
Sin proponérselo, Nacho comparaba esos ranchos desnudos, oscuros,
mugrientos, con la casa de la señora de Klestar, donde había sillones
mullidos, grandes espejos, el olor excitante, maravilloso que manaba de todo
aquello. La alegría de ella se prolongaba en una risa clara, que parecía volar
desde los altos barandales al bajo sombrío, lúgubre, donde una carcajada se
alcanzaba solamente después de beberse unas cuantas copas de más. En
qué consistiría, pensaba, poder ser como ella su marido, tener de todo, para
todo y poder mandar sin ser mandado? Y por qué los otros no debían tener
nunca nada y ser siempre los que cinchaban del pesado carretón? Y no
debía ser que sintiera desprecio por ellos porque tuviesen más, sino por la
forma como lo conseguían. Y no solamente él, al parecer, veía las cosas de
esa manera. Aquél que le disparó un tiro a boca de jarro al Capataz y lo dio
por muerto, juraba que repetiría el intento en cuanto se le volviera a poner a
tiro. Y no era el único. Ocurría que eran amarretes y jamás prestaban un
favor a nadie que no fuese de su familia. Suponían, a los otros, sin alma, que
no sentían ni sufrían, tanto niños, mujeres o viejos, eran iguales para ellos.
Sus propios chicos en cambio, los del Capataz, los de los ingenieros, tenían
de todo y temprano salían en dos breques hacía el pueblo en los que
concurrían a la escuela.
Los hijos de los obreros no, para qué! Les convenía, sin duda alguna,
que siguieran siendo ignorantes. El resentimiento así, aumentaba dejándoles
un agua amarga en la boca.
Un anochecer llega Otto de la cantina y dice al grupo de compañeros:
-Capataz está haciendo emborrachar ruso. Después sacará con cantinero
hasta la última moneda de bolsillos. Igual, igual que hace con nosotros. Pero
ahora aprenderá. Voy a dar lección. Vengan –Los invitó guiñando un ojo.
-Van reírse ustedes- Salieron sus compañeros siguiéndolo, llegaron a la
cantina y quedaron algunos de pie junto al mostrador, otros al lado de la
entrada o haciéndose los distraídos a una orilla. Otto no era de achicarse
cuando se proponía hacer alguna cosa. En el interior había un grupo de
rusos grandotes, colorados, riendo y gritando por todo, ya excedidos en la
bebida. Aquello terminaría como ocurría siempre, porque el Capataz azuzaba
a unos contra otros para que se armara la gran trifulca. Se paseaba entre
ellos y contaba cosas de uno que le había dicho el otro y de tal manera los
irritaba. Finalmente, como en otras oportunidades, dos de ellos, por ese
motivo, se tomaron a golpe de puños. Entonces el Capataz, con la cara llena
de risa y picardía en los ojos, chupando su toscano, entraba a oficiarla de
juez. Cuando más dura se había puesto la pelea, Otto, haciéndose el curioso,
se colocó detrás del Capataz y enseñándole a uno de los combatientes un
billete de los grandes, con la otra mano le hizo señas como diciéndole, “dale
a éste, dale!”. De inmediato, a pesar de su gran borrachera, le entendió el
ofrecimiento y se dispuso a ganar el premio. Empezó a buscar la oportunidad
saltando y saltando y al fin, pegando una fuerte atropellada, encaró a su
contrincante y haciéndose el equivocado se echó sobre el juez, dándole tal
trompada que lo hizo rodar abajo de unos bancos. Disimuladamente Otto
hizo efectivo el pago prometido y viendo aquello el otro participante
tomándolo como una gracia, por haber sido festejada, en cuanto vio que el
pelirrojo empezaba a enderezarse trabajosamente, corrió hacia él y dándole
un puñetazo tremendo, lo mandó dormir debajo de los bancos nuevamente.
Viendo que el asunto se ponía castaño oscuro, los mosqueteros que no
estaban ebrios, lo sacaron al Capataz y se lo llevaron sangrando por boca y
nariz.
-Si no se cura con esto, pronto volver a hacer lo mismo. No reír más
Capatacito de pobres trabajadores, no sacarnos un cobre más por estar
borrachos-. Y todos lo aprobaron.
Con él pasaba algo raro desde hacía un tiempo. Donde lo encontrara, el
Capataz se detenía y buscaba tema para conversar, como si lo buscara por
amigo. Cómo podía ser. El todo un señor y yo un pobre diablo-, pensaba.
Una noche al verlo pasar frente al escritorio, salió a la puerta y lo llamó.
-Venga..., le dijo- Nacho, extrañado, miró para otro lado, pensando que
llamaría a alguien a quien no alcanzaba a divisar. Pero no. Era a él.
-Pasa, pasa muchacho! –Que raro que me trate así!-, pensaba. Parecía
una señorita por el trato que le estaba dando. –Quere un cigarrito, amigo
Nacho? –El continuaba chupando su fuerte toscano, con el humo del cual
hacía llorar hasta las piedras; finalmente, lo chicaría.
-Gracias, no fumo –Estaba más encogido que ponchito ordinario, allí en
el escritorio del Capataz.
-Qué tal trabajo?- Y acercándosele, le buscaba los ojos como si quisiera
descubrir en ellos algo que le interesaba muy mucho conocer.
-Bien nomás...- respondió sin saber muy bien qué decir.
eh?
-Bien, muchacho. Así gusta ver contento. Si algo no andar bien, avisa,
-Cómo no. Gracias. –Lo acompañó hasta la puerta y parecía querer
decirle algo más –Así es, muchacho...buen...buen...eh, eh...- Y lo
palmoteaba. –Ya sabe, avisa, no? Cualquier cosa...yo ser amigo...patrón no,
eh? –Y soltaba otra risita forzada que nadie le conocía, porque con todos era
duro, seco, terminante en el trato.
No faltó uno de los alemanes que lo viera salir del escritorio y fue
suficiente para que en la primera reunión de la noche, lo sometieran al
interrogatorio. –Para qué entrar escritorio Capataz, Nacho?
-Y...respondió enredándose en sus ideas. –Quiere saber si estoy
conforme con mi trabajo.
-Ah, si? –Y en tono zumbón siguieron preguntándole: -Y usté, señor
Nachito, qué dijo? No mandó pasear porque explota a usté y nosotros,
pobres gringuitos?
-No dijo nada, eh?- seguían preguntando ansiosos.
-Y qué más decir?- insistían.
-Que cuando me canse ese trabajo que li’avise.
-Ah, si? Y no mandar paseo a ese infeliz con todo, mina, broza, agua
sucia de arroyito con chancho piojoso adentro? Eh?
-Ah! Si a mí preguntar eso!- gritaba otro mordiéndose los puños.
-Y usté, por que no pide mejor cargo teniendo amigo así? Poede ser
patroncito, así nosotros sacamos sombrero ante usté y decig, Señog Nachito,
y pedig aumento y usté dag mucho aumento para que pobrecito gringo
puedan volver un día tierrita querida? –Y siguieron y siguieron aquella noche
y no dudaba que después que él se fue, se abrían quedado pensando por
qué el Capataz había tenido aquella conversación con él.
No había pasado mucho, cuando de nuevo, otra noche, el Capataz que
parecía haberlo estado esperando, lo invitó a entrar a su escritorio.
-Qui’andará buscando este? –pensó, viendo que ese hombre rudo y
torpe, que a todos trataba mal, con él había empezado a comportarse de
manera muy diferente.
-Después que usté fue, amiguito, quedé pensando que ya es tiempo que
yo mejore a usté empleo; algo más liviano, no? Casilla mucho calor, uffa!- y
lo miraba con sus ojillos chiquitos que le asomaban por entre sus espesas
cejas rojizas.
-No, no se moleste...si estoy bien.
-Buen...pero ya sabe amigo...yo ser su amigo...muy amigo suyo. Como
él nada dijera, luego de una pausa, continuó hablando: -Que serio, amigo,
que serio ser usté!- y sonreía echando el humo de su toscano hacia el techo,
como para no intoxicarlo. Cuando ya parecía que la conversación había
llegado a su fin, de pronto, con voz suave, confidencial, el Capataz empezó a
decir: -Amiguito...ya que estar aquí...hablando yo de otra cosa...me dice
señora Klestar...un día...noche, dice...una noche, cuenta ella a mi, estar sola
en casa, oye golpear fuerte postigo ventana; asomo, dice, nada...Salgo
vereda y muchacho, ese muchacho...Nacho, creo, bajar corriendo...cierto,
eso, amigo? Usté ser aquella noche?- Vaciló. No sabía que responder. Pero
comprendió que su arrebolamiento lo había comprometido, no tuvo más que
responder afirmativamente.
-Ya, ya...- siguió diciendo el Capataz. –Yo estar aquella noche cantina
cuando llega allá señora y dice marido de ella, por qué viene? Por qué?
pregunta ella...yo mandé decir no viniera...dice marido...no sabía nada
yo...contesta señora. Pero si yo manda decir con muchacho Nacho, no venga
usté, que cerraré tarde cantina. Y usté, Nacho, viene casa ella, pero no decir
palabra señora, por qué, eh? Ella preocupa mucho por eso...y dice a mi...por
qué no pregunta muchacho?- Y luego de una pausa hizo la pregunta: -Vio a
señora aquella noche usté, eh? Eh?
Otra vez no supo qué responder. Con que ésa era la madre del cordero!
-Eh, muchacho?- insistió mirándolo fijo.
ojos.
-No...yo llamé despacito y creí que no había nadie-, dijo bajando los
-No asomó usté por ventana esa noche para ver si estaba o no señora?
Estaba sola señora –agregó remarcando las sílabas- y claro asustar mucho,
mucho, pobre señora! Así decir ella cuando llegar cantina...yo estaba ‘tonche
cantina... Usté asomó por ventana, eh? Vio señora o no vio esa noche?
preguntó de nuevo acercándosele más y clavándole los ojos con dureza,
como para denominarlo.
-No, no...yo no la vi-, respondió asustado.
-Y cómo! ese fuerte golpe dado en ventana, ‘tonches?
-Yo no sé...pero ya le digo...yo ni mi’asomé.
-Seguro, seguro que no vio ‘tonche señora en aquella noche?-, insistió
con el ceño fruncido y casi a los gritos.
-No le dije que no?
-Buen, buen...- repuso aprobando también con la cabeza. –Eso nomás
querer saber. Ahora ve, ve...!- y adelantándose le abrió la puerta y lo
despachó sin ninguna de las amables ceremonias que usaba antes con él.
Nada de eso le contó a los alemanes, pero pensó no equivocarse al
pensar que tanto el Capataz como la señora Klestar habían querido sacarse
de encima de una vez por todas las dudas que tenían sobre si él había
llegado a verlos juntos aquella noche.
Continuó con su trabajo y sin mayor entusiasmo acompañó alguna otra
vez a los gringos a lo de don Cristhus. Se cansaba de ser mosquetero,
porque allí únicamente se divertían los que jugaban a la taba, bailaban o
bebían. Andaba ese domingo la Coralito con un vestido floreado, de etamina
transparente y aunque la cintura de la muchacha lo seguía tentando, la cara
de ella seguía siendo la misma, fría, inexpresiva, por más moños bonitos que
se pusiera en la cabeza por lo que no se decidía a decirle ni una palabra. Tan
desabrida qu’es la pobre!-, pensaba mirándola a la distancia. Como siempre,
don Cristhus continuaba mezquinándolas a todas y para más, ella le
escapaba, por que tampoco le era posible hablarla. En una confusión que se
armó porque una de las chicas cayó desmayada, no pudo con el genio y
consiguió acercársele tirándole entonces un agarrón a los pájaros polleros,
pero ella apenas si se dio vuelta para mirarlo. Más tarde pudo ponérsele a la
par y aprovechando que el viejo estaba entretenido en otra cosa, pudo
hablarle en voz baja.
-Coralito...
-Qué?- le respondió sin mirarlo, en tanto hacía jugar una ramita verde
entre sus labios.
-Mi’han contau una cosa.
-Quien?- Los colores le habían asomado a la cara y más nerviosa, hacia
pasar de un lado a otro la ramita y a penas si insinuaba una sonrisa.
-Serrucho.
-Quien?-, volvió a preguntar haciéndose la fastidiada.
-Serrucho... dice que me querís mucho.
-Pavote!- y dando media vuelta, se escabulló. Era cierto, no era más
que un pavote. Por qué no se le habría ocurrido decirle una cosa más linda,
siendo que era la primera vez que se disponía a escucharlo? Juna!
Quedó desalentado. Se sentía incapaz de hablar como era debido a una
mujer y siempre terminaba haciendo el ridículo. Mejor sería olvidarse de todo
aquello, rifas, bailes y entreveros parecidos. Se propuso no soñar más y vivir
simplemente como lo que él era, un pobre muchacho. Y se metió de nuevo
en la mina, entre la broza, por la ranchería de los pobres y desamparados. Y
de nuevo oyó las lamentaciones de la gente trabajadora, la amenaza de los
gringos y las palabras de resignación de las pobres mujercitas ya entregadas
a su lucha por una vida mejor. Y después, como un reventón de pasiones por
días y días contenidas, domingos con bailes y borracheras, y noches
cruzadas por amores salvajes, atormentados por puñales ensangrentados y
muerte. Allí también estaban los bolivianos que habían empezado a llegar,
entremezclándose a la vida aquella manifestando una gran inclinación por las
joyas. Si la quincena era buena, el dinero del que podían disponer, lo
destinaban a la compra de alhajas. Pero mucho no les duraba el gusto. Un
sargento, de acuerdo con el agente, había encontrado la manera de hacerse
de un buen sobresueldo sin mayores sobresaltos. En cuanto pescaban un
boliviano borracho, en noches de domingo, lo alivianaban del dinero y de
todos los adornos de oro con los que gustaban llenarse los dedos y las
muñecas. Ya sabían que era inútil quejarse y no les quedaba otra cosa que
cargar con una amargura más. Así era de oscura y mezquina la vida en la
mina. Y de todo eso quería olvidarse también, ignorar que a cada rato en el
túnel o arriba en la cantina, sucedían cosas que hacían estremecer el
corazón de los que todavía lo sentían vivo. Por eso, en cuanto podían,
escapaban con Yurka a recorrer las senditas que faldeaban las colinas, se
entretenían arrojando al aire caracuses llenos de pólvora y era una diversión
para ellos escuchar, al verlos estallar, el eco que les devolvía multiplicados
sus gritos salvajes.
Así estaban entretenidos aquella tarde, cuando de pronto vieron a la
distancia, contra la loma, una humareda en el cielo y oyeron una fuerte
explosión. Corrieron hacia el lugar, que estaba cerca y al llegar encontraron
que el Corbata, el buen perrito amigo que tantas veces los había divertido
con sus hazañas de valor, no eran que un montoncito de huesos.
-Llegó tarde esta güelta...- les explicó el muchacho dueño del perro, con
una sonrisa de niño que ha llorado.
Una mañana se le presentó muy temprano a la casilla el Capataz y con
la cara de perro que tenía para tratar a sus empleados, empezó a decirle que
esto andaba mal y aquello también, que no atendía como era debido el
trabajo y que desde ese momento podía ir pensando en buscar otra
ocupación.
-Me deje retar como un chico y no le conteste nada-, se lamentó al
quedar solo. Pero se cuido de no contar nada a nadie lo sucedido. Todo el
mundo sabía que el Capataz tenía sus taras, de manera que hizo como si
nada hubiera sucedido aquella tarde.
Se complicaron las cosas cuando un atardecer, una enorme piedra se
desmoronó sobre la mano de Otto y se la destrozó. Como el doctor no estaba
en ese momento, hubo que llevarlo en forma urgente a Concarán. Nacho
buscó una carrindanga y se ofreció para llevarlo. Al salir, la primavera estaba
en el aire y en las estrellas esplendorosas. Pero Otto iba mudo y encogido de
dolor. El, por su parte, sentía la enorme preocupación por llegar cuanto
antes al pueblo, por lo que castigaba y castigaba a los sufridos matungos.
Por suerte que al llegar, encontraron al doctor del pueblo. Era joven y muy
amable.
-Pasen...pasen...- le indicó, medio dormido todavía el Dr. Ernst.
-Alemán, usted?- preguntó Otto.
-Sí, alemán-. Y entablaron una conversación en la difícil lengua de ellos,
en tanto el doctor le desataba la mano a Otto.
-Quedará poco de esto, eh?-, le advirtió cuando hubo terminado de
hacerlo.
-Peor es nada-, se resignó Otto mirando hacia otro lado.
-Tendré que cortar esto...y esto también.
-De acuerdo, doctor. Y el cirujano empezó a trabajar. Otto apretaba los
dientes y cerraba los ojos. La lámpara parecía agrandar su ojo desde arriba
de un aparador. Y mientras el doctor cortaba, se oía el rechinar de dientes
del herido, pero sin una queja.
-Bravo! Ya está!- Otto le agradeció con una sonrisa y se abrazaron.
-Una copa?-, invitó el doctor en seguida.
-Sí, sí...pero no puedo olvidar allá, tierra querida. Ah, no, no! –el médico
le contó que él, en cambio, ya había dispuesto quedarse definitivamente.
-Viajé por India, Japón y China- continuo diciendo el doctor Ernst. Pero
no hallar nunca nada como esta tierra. Es cierto que hay plagas, langostas,
sequías, río malo, malo, epidemias. Pero yo quedare aquí. Ayudar como
mejor poder este país. Tengo novia allá, Rosa. Pronto traeré. Oh, Rosa, ve?dijo enseñándole una fotografía. Ella es hermosa y alegre como un pajarito,
como esos pajaritos que amanecer cantando algarrobo criollo del patio. –Y
siguió hablando y hablando de todos los proyectos que tenía con mucho
entusiasmo. –Hay mucho que hacer aquí...mucho, mucho. Ya empecé por
vacunar criaturas contra viruela! Todavía duele? Mucho duele?
-Después de esta wiski, seguro que menos!- dijo Otto mirándose la
mano vendada.
-Sírvase!- Y bebieron otra copa más entre recuerdos y recuerdos.
-Vuelve para curar-, le recomendó en tanto pasaban al pequeño
comedor donde al ofrecerle la última copa, el dueño de casa invitó al brindis.
-Salud...por nuestra Alemania!- dijo el doctor
-Salud-, respondió Otto levantando la copa. –Y por esta tierra linda.
Salieron en la carrindanga de regreso. Era un amanecer venturoso. Los
primeros rayos de luz desde las crestas de la sierra grande, corrían
coronando la punta de los álamos, chorreaban de diáfana claridad las
trincheras compactas; más allá, anegaban con todos los tonos de verde la
amplitud del valle feraz, trepaban por las laderas del poniente en una sinfonía
de luz y vida, que era canto en la garganta de los pájaros, silencio
emocionado en la hondura del cielo, alas de canción en el agua cristalina que
se iba corriendo bulliciosa entre las piedras lavadas del río.
El recuerdo de Renata en la noche aquella de la inundación con frío y
los pies mojados, regresó como un fuerte oleaje y le estrujó el corazón. Creía
haberlo olvidado...pero no... La cercanía del pueblo se la había traído viva,
pura, hermosa... El amor! Azotó los caballos como para huir de una vez por
todas de aquel pueblo al que tanto quería, pero que lo hacía sufrir
demasiado. Ese pueblo, al que empezaban a bajar las tropas de carros
desde todos los rumbos, el que pronto estaría lleno del colorido de los trapos
que los turcos sacaban a ventilar con la primera claridad del día y del que “la
vende baratu...y gumbra, gumbra, sañura, que la liquida...”. Y andarían los
agentes de policía, por las calles, de aquí para allá, añorando el tiempo
perdido de la paz, porque ahora se vivía el de la guerra sin cuartel. Cuatreros
por las orillas del río, matreros, matones a sueldo, borrachos y últimamente,
para colmo, con los dos turcos rebeldes, resentidos, que desde sus
propiedades en el campo, se llegaban a la noche pueblera, jugaban, bebían,
provocaban, descargaban sus revólveres en el dilatado silencio de la
medianoche, dando vueltas a la plaza a toda carrera de sus cabalgaduras.
Su padrino seguiría soñando hacer ese pueblo limpio, blanco, de casitas
apretadas, juntitas, como lo tenía grabado en sus sueños, con hileras de
álamos a lo largo de todos los caminos y canales; luchando siempre por
cobrar los derechos por carga y descarga, pidiendo vacunas para asegurar la
salud de la población ahora que ya contaban con un médico, pregonando
entre los bolicheros que no vendieran bebidas alcohólicas en exceso.
Y detrás de los visillos estarían las niñas de la sociedad preparando sus
más finos encajes para el próximo baile, bordando pañuelitos, tejiendo
finísimas puntillas, leyendo a escondidas “El Parnaso”, recitando a media voz
a Nervo y a Acuña, soñando con que al fin llegaría esa noche feliz, el
príncipe azul tan esperado. Tampoco faltarían en la misma fiesta aquella que
empezaba a desesperarse porque los años se le iban sin remedio e ideaba
intrigas y hacía correr maledicencias para descolocar a otras y ponerse a tiro
de un buen candidato. O la que desentendida de todo eso, apretando la
almohada sobre su cabeza, intentaría sofocar la desesperación de su sangre,
que se arremolinaría al ser contenida por el aislamiento y la soledad y
esconder los besos que se escapaban de su fibra de prisionera, toda una
profunda sed que le marcaba oscuras ojeras.
Y muchos también eran los avaros que, en algún rincón de sus ranchos
o habitaciones, a la luz vacilante de la vela, sacaban tarros o tinajas
enterradas y contaban ansiosos las monedas reunidas, soñando con tener
más y más para volar cuanto antes a su tierra lejana o para sentirse de una
vez por todas, señores poderosos, dueños de tierras y de haciendas.
Concarán quedaba atrás con su juego de luces y de contraluces, con su
montón de prejuicios, sollozos contenidos, esperanzas claras, hombría,
integridad, ambiciones enfermizas y muchas más que guardaba celosamente
en secreto.
Y en medio de ese remolino de fiebre, ambición y maldad, Nacho
imaginaba a Renata como a una flor solitaria. Qué sería de ella! –Pegó otro
lazazo a los caballos como para espantar esa imagen que le turbaba el
corazón, porque también había sido capaz de traiciones, y cruzaron el río de
aguas clarísimas donde la primavera florecía en perlas.
Subían por el camino de huellas hondas y polvorientas, bordeadas de
enterrados jarillales, cuando de repente Otto, poniendo la mano en la rodilla y
mirándolo fijamente, le preguntó:
-Nacho...usté, amigo mío o no?
-La pregunta, Otto!
-Entonces, puede contestar pregunta mía?
-Asigún y conforme.
-Para bien de usté-, le respondió. Se quedó mirándolo atentamente con
sus ojos claros, como pensando las palabras que se proponía decir.
-Qué pasar entre usté y Capataz?
-Nada, por qué?
-Porque según yo ver, primero él llama y convida mucho. Ahora no,
ahora usté molesta, parecer usté ser estorbo para Capataz. Si o no?
-Cómo lo sabe usté?
-Alguno vio salir Capataz casilla suya, amigo. Y nosotros vimos después
a usté cara larga, muy larga desde entonces. Qué pasar, amigo?
-Nada, no le digo?
-No sea chico, Nacho! Si Capataz molesta, si perseguir porque sí, diga,
cuente a amigo suyo, yo Otto, yo gringo que defenderé a usté, sabe?
-Sí, sí, cómo no. Le contaré si algo pasa. Gracias.
-No olvide. Dar palabra, Nacho. Porque Capataz mal tipo. Usté no sufrir
callado.
-Cómo no, Otto. Así lo haré. Gracias.
Siguió manejando preocupado ahora por aquella conversación;
encontraron una larga hilera de carros que bajaban al pueblo cargados con
mineral. Se quedó pensando en la linda paliza que le daría Otto al Capataz si
se le ocurría contarle todo lo qué sucedía con él. Una sonrisa le cosquilleó
los labios...contarle todo a Otto en cualquier momento para que se armara el
gran escándalo, y seguramente, que Otto lo armaría porqué era hombre de
palabra. Pero no, le puso freno a la imaginación. Era mejor dejar las cosas
como estaban. Ya llegaban. La mina se divisaba abajo, con sus galpones,
casitas y ranchos amontonados entre los escarpados murallones que
cerraban la profunda olla. El humo de las chimeneas ascendía unos metros y
luego parecía arrepresarse en el techo del cielo en nubes espesas. Abajo,
como hormigas, se veía el ir y venir de las personas. La mina! Qué mundo de
esperanzas mutiladas para tantos y de dolor interminable!
Siguió con su trabajo, padeciendo por no tener, cuando más lo
precisaba, cuando más y más inquietantes se hacían sus preocupaciones,
donde arrimarse para buscar una palabra de ayuda o de consuelo. Otto, era
cierto, se le había ofrecido, pero la vida lo había hecho desconfiado y no se
decidía a contarle sus pesares. Cómo hubiera querido tener a su lado a su
madre! Ella sí lo hubiera podido consolar. O por lo menos a Clarita, pero ya
había pasado el tiempo aquel en que ella lo protegía.
Siempre había vivido solo, pero en esos momentos, como nunca, le
dolía su gran soledad, su vida de muchacho solo.
No había pasado mucho tiempo de su conversación con Otto, cuando
de nuevo el Capataz se presentó en su casilla de trabajo y de entrada
empezó a reprenderlo: que trabajaba mal, que perjudicaba a la empresa, que
ponía en peligro la vida de personas con sus descuidos, que ya no le
advertiría más y dando una patada en el suelo, salió envuelto en el remolino
de sus enredadas protestas. Quedó abatido. Estaba seguro de que, desde el
primer momento había sido puntual y cuidadoso en el cumplimiento de sus
obligaciones. Por qué vendría ahora a gritarle el Capataz? Por qué inventaba
cosas para reprocharle, todas, todas mentiras? Creía comprender que
empezaría a estrecharlo más y más hasta conseguir que se fuera. O
directamente el día menos pensado le daría el vale y listo. Para remediar esa
injusticia le quedaban dos caminos: Contarle todo a Otto, no dudando el
escándalo que él armaría o alejarse, salir a buscar trabajo en cualquier otra
parte, lejos de ese lugar maldito. De una u otra manera se daba cuenta que
sus días en la mina ya estaban contados.
El domingo había una gran rifa y carreras en lo de don Cristhus. El
entusiasmo de todos los gringos por ir era grande. Con el violín, el acordeón
y el clarinete, ensayaban todas las noches para ese día tan esperado. Abrían
las grandes cajas enchapadas y sacaban los trajes a airear, se probaban uno
y otro perfume, ensayaban nuevos peinados. Era aquello algo nunca visto.
Los más jóvenes iban dispuestos a cargar, de entrada nomás, con las
mejores bailarinas.
Pero el sábado a la mañana se conmovió toda la población minera
porque un muchacho escapó del tablón donde trabajaba y cayó desde la
tolva al pique, desde una altura de treinta metros. Era lo de siempre. La vida
se jugaba a cada instante, en los piques abiertos, en los recodos del túnel, en
cada explosión de las dinamitas. Entonces, las piedritas empezaban a
desmoronarse y rebotaban en los cascos y poco a poco crecían en pedrones
gruesos que aceleraban el miedo a la débil luz de las lamparillas enterradas.
-Que pase! Que pase! Que no sea más que esto! Que no cruja más el
techo! Que se sosiegue ya!-, rogaban y agazapados, inermes, con la piqueta
muerta en la mano, se quedaban espiando de reojo en la polvareda, que el
desmoronamiento no fuese en aumento. El que creía en Dios se persignaba
y el que no, lo buscaba en su interior con desesperación, en tanto los
temblores y los crujidos continuaban extendiéndose sordos, en oscuros
ruidos subterráneos. Y el estridente grito de las sirenas que les llegaban con
su angustioso llamado, les helaba la sangre y ya se veían siendo llevados a
la enfermería, que siempre permanecía activa en la atención de los
accidentados.
-Vamos a divertir mucho, camaradas...hoy vivir...mañana...quien sabe!invitaba Jaros, luego de pasado todo aquello, intentando levantar los ánimos.
Y fue el domingo un día soleado y lleno de verdes para que todos
pudieran divertirse más y mejor. Más niñas que nunca había en la reunión. Y
mientras algunos clientes probaban en la cancha la velocidad de sus pingos,
otros se acercaban al lugar de la rifa que tenía como premio una cabeza de
chancho; y todos empezaban a beber como para apagar una sed
desconocida. No era de gusto, que el dueño de casa había hecho limpiar el
terreno a todo viento. Estaba visto que no quería que nadie fuese a quedarse
con ganas de bailar, de aspirar el perfume de una moza bien apegadita a él;
y así también, de que hubiera cancha para que el vino y la caña corrieran sin
que nada les estorbara.
Allí andaba la Coralito con su carita de santa, con sus dos dientecitos
grandes de vizcacha y estaban como ofreciendo sus moditos suaves y castos
las niñas de la casa y otras invitadas que lucían sus coloridos percales y
sedas brillantes, sus pulseras ordinarias, en las que encajaban el pañuelito
finamente bordado, a los que, pasada la medianoche, más de un afortunado
luciría en el bolsillo de su saco.
Llego la noche y los encontró en la misma: bailando y bebiendo. Los
hombres, haciendo rueda aparte en las jaranas y ellas, impasibles, sin que
ninguno de los presentes pudiera decir “me anda buscando con los ojos”.
Don Cristhus estaba allí con su negocio y en él entraban sus niñas, que eran
las que encendían el entusiasmo para seguir consumiendo, por lo que las
vigilaba para que se mantuviesen frías, indiferentes, prestando su cuerpo
nada más, para el placer del baile.
El se había propuesto no hacerse mala sangre con la Coralito. “Dejala
pastear que engorde”, se repetía a cada rato cuando su instinto de zorro lo
incitaba a echársele encima en un nuevo intento. Y estaba dando buen
cumplimiento a su propósito, aunque no le resultara fácil, porque ella, como
nunca, pareciera andarlo buscando con los ojos verdes y pasaba una y otra
vez por delante suyo, contoneándose, arreglándose el cabello, riendo y
dando saltitos, como si lo tentara a bailar. “Solita se está amansando la
chúcara”-, pensaba y más se le iba detrás de ella la fuerza de su sangre.
-Dejala pastear qu’engorde-, volvía a decirse viéndola pasar muy cerca;
no le daría ni cinco de corte. Era lo mejor. La quería a Renata y no podía
olvidarla a pesar del dolor que sentía por saberse traicionado. Por qué
mentir, entonces? El no procedería como la señora de Klestar. Además, no le
gustaban las mujeres coquetas. Qué se habría pensado la Coralito?
Compro pastillas, comió pasteles hasta llenarse, tomó unos buenos
tragos como para estar entonado, para sentirse el hombre entero que le
pintaba en sombras el sol cuando andaba por los caminos del atardecer. Y
estaba con ganas de bailar, aunque no supiese y de cantar también, aunque
de canto supiera menos todavía.
De todas maneras, no había hecho nada para atraerla. Por eso tuvo la
gran sorpresa, cuando al terminar de bailar el gato en pareja que entusiasmó
a la concurrencia, en medio de aplausos, gritos y disparos al aire de armas
de fuego, ella vino corriendo hasta el lugar donde él estaba medio escondido
y tomándolo de la mano lo condujo a la cocinita que estaba a pocos metros
de la casa, totalmente desierta en ese momento. Se dejo llevar. –Qué te
pasa, zonzo? No me has mirau ni una sola vez!- le dijo al quedar solos en la
cocina.
-Y qué...si parece que voz tenís coronita!. –No halló que otra cosa
decirle, en tanto pensaba: -“Mi’agarró con los perros requetedormidos”- y oía
la respiración temblorosa, acelerada.
-Por lo que te dije la otra vez?
-Siempre. Si nunca mi’has dau corte! Parecís la reina, no te digo?añadió apretándole con fuerza las manos.
-Pa’ que veás que sos un mentiroso! -Y sin más, apegó a la del Nacho
su cara inexpresiva, en la que solamente parecían estar vivos los ojos y pego
su boca trompudita, ésa que tanto le gustaba a él, a la suya, como si quisiera
beberle el alma.
Un tropel de pasos los sobresaltó. Quedaron con las manos tomadas,
respirando entrecortadamente. El sentía el corazón golpeándole en la
garganta, como si anduvieran cavando por esos campos muchos ultutucos
viejos.
-Mañana a la noche el tata no va a estar. Vení.
-Aquí?
-No, aquí no. ‘Tan las chicas y la mama. Allá, en la laderita...cuando
si’haga la nochecita; iré a buscar agua. Vas a ir?
-La pregunta!- respondió atragantándose con las palabras.
-Eso si...me tenes que tráir un anillito-, le pidió.
-Un anillito?
-Claro...o lo qui’a vos te parezca. –Y luego de besarlo otra vez, como si
pusiera la vida en cada beso, escapó como una gatita.
Quedó aturdido. “Tráime un anillo...u otra cosita”. Pero...no podía salir
de su asombro. De manera que... Tratando de escapar de sus pensamientos,
se mezcló a la mosquetería y esperó verla de nuevo. Tomó otros tragos
fuerte, más largos todavía y le pareció que maduraba como hombre. Sacaba
pecho y andaba con ganas de gritar que acababa de besarlo una mujer. Pero
volvió el recuerdo de Renata y entonces no le pareció nada bien lo que había
hecho. Renata, que regresaba con su carita limpia y hermosa, parecía
reprocharle su conducta. Será mejor que me vaya ya mismo y deje de buscar
aquí hoyos para rodar, dispuso. En una de ésas, con más tranquilidad, lejos
del bullicio, podré ver mejor que es lo que me conviene hacer. Y sin pensarlo
más, sin esperar a sus compañeros, se marchó.
Esa noche soñó con la Coralito, que lo besaba de nuevo, que le
apegaba su boca trompudita, llena de suavidades y tibiezas. Pero al
despertar, comprendió de pronto que su corazón la rechazaba. La rechazaba
con fuerza, como si se tratase de un trapo sucio. El, que se había ilusionado
con tener una amiga, un cariño a quien confiarle sus sentimientos más puros
y todas sus esperanzas, se encontraba con una mujer como aquellas que se
alquilaban en la “Casa de las Latas”, según todos contaban. No, no le
gustaban las mujeres que se vendían.
Pegó un manotón el jergón y se limpió la boca con asco, como para
borrar el recuerdo de lo pasado la noche anterior. Pero luego, entre las
sombras, la imagen de Coralito vino y recompuso su carita de santa y sus
ojos le hablaron de lo grande que era su amor, le dijeron que no se
confundiera, que ella no sabía expresar su amor de otra manera, pero que él
era el primero que había amado en su vida. Y si era cierto eso? Si se había
equivocado al juzgarla como lo hizo? Se revolvió en el catre hasta que
cuando llegaba el alba, se quedó dormido.
Despertó cuando Yurka le hablaba y llorando le contaba que su padre
había muerto.
-...el doctor le decía que saliéramos di’aquí, que lu’iba a matar el mal de
la mina...pero él no quería...no quería...! Y ahora...
-Güeno...no llorés más. Esperame, ya voy-, dijo en tanto se vestía.
-Y ahora? Ahí’ta! Quien lu’hace vivir otra vez! –Y Yurka se secaba las
lágrimas con el revés de la manga. Hacía como una semana que estaba
grave y finalmente cayó nomás minado por el terrible mal.
-Hay que tener paciencia...yo hablare con tu mama y veremos...no
llorés.
Yurka y la medre tendrían que hacer frente a la vida para sacar adelante
a los pequeños que allí andaban por la única pieza, cruzándose por entre los
extraños que llegaban al velorio, como pollitos “arronjaus”. La mina había
cumplido. Quedaba uno menos que liquidar.
Esa noche, cuando estaban en el velorio, se escuchó una tremenda
explosión que hizo tiritar las velas y aullar la sirena. En seguida se supo que
ocho o diez personas habían quedado atrapadas en el túnel y que era muy
difícil, casi imposible rescatarlos con vida. Creció el llanto por los rancheríos
y otros niños también miraron todo aquel espanto sin saber por qué.
No demoro entonces, en tomar la resolución. No podía soportar más
aquella vida. Se iría a donde fuese.
-Yurka...me voy-, le dijo de pronto.
-Y a dónde?
-No se...a cualquier parte.
-Y qué vas a hacer?
-Cualquier cosa. Pero no puedo quedarme un solo día más acá,
hermano. Seré carrero, hachero, cualquier cosa, pero lejos del Capataz y
lejos de la muerte qui’hay aquí por todos lados.
-Yo también quiero irme, Nacho.
-Ahora no. primero me acomodaré yo y después vendré a buscarte.
-Seguro?
-Seguro. –Y lo abrazó fuerte hasta las lágrimas. Sentía en el pecho una
opresión que le parecía iba a asfixiarlo en cualquier momento. Y hacía fuerza
por no llorar, porque los hombres no lloran, y pensaba. Y él era, todo un
hombre ya.
Pero desde las piedras de los ranchos lúgubres, de la sombra
temblorosa de algún hombre que cruzaba como un fantasma, del gemir de
las mujeres y de los niños que lloraban la muerte de sus seres queridos, le
subía una aflicción que solamente podía sofocar o disimular huyendo,
huyendo lejos de esa olla maldita, hacia el lugar que fuese.
Y cargó su pequeño mono al hombro y a paso largo empezó a repechar
el camino en busca del sendero más corto que lo sacara de allí, donde todo
parecía estar tocado, para los pobres mineros, por la mano despiadada de la
muerte.
9
Entró al boliche, buscó el rincón más oscuro y se sentó. Afuera lo
esperaba la jardinera. No tardó el dueño del negocio de traerle medio litro de
vino y un vaso empañado. Sabía bien que esa noche estaba destinada a ser
la más larga de su vida. Por más que buscara una claridad que le iluminara
tanta duda, llegaba un momento que se quedaba como en el aire, perdido de
nuevo, como en una pesadilla pegajosa, de la que no conseguía escapar.
Pero, tras pensarlo mucho, había llegado a tomar una decisión. Por eso se
había quedado solo a esa hora de la noche, dispuesto a velar largamente el
medio litro de vino que tenía al frente. Lo demás, lo que vendría, tal vez fuese
lo de menos. El camino que le quedaba para recorrer, a partir de ese
momento, era corto, aunque, lo sabía bien, muy peligroso.
Desde que saliera de la mina, todo había sido difícil. Miraba para atrás y
todo era brumoso. Se veía de nuevo como si estuviese cruzada
permanentemente una interminable nube de polvo, que le tapaba los ojos, se
entraba por la nariz y lo ahogaba. Las personas se desdibujaban, lejos, como
fantasmas y por más que les gritaba para que se acercaran, nadie parecía
escucharlo. Se veía invitándolo a Yurka a incorporarse a su nueva vida que
era la de andar por huellas profundas manejando carros, cruzando guadales
y sierras, ríos y soles, a todo viento, día y noche y compartiendo la lata de
sardina, el trago de vino caliente, el asadito de carne vieja o las rodajas de
mortadela. Eso sí, por Concarán, siempre de paso, mezquinándole la cara a
la gente, temeroso de que algún dedo se alzara de repente para acusarlo de
ladrón.
-Vida perra!-, se lamentó echándose el sombrero sobre los ojos y
acomodándose la mantita bien envuelta al cuello. Un aire fresco, que barrió
con el tufo pegajoso a vino y humo de cigarrillo, hizo parpadear la vela al
abrirse la puerta desde afuera.
-‘Ta lloviznando lindo, caray! Pa’ la madrugada va a ser lluvia con todo.
-Qué sabe usté, hombre!- dijo un muchacho de los que entraba. –Si
l’único qui’usté aprendió en su vida jue a empinar el codo!
-Sosegate, querís? No m’empecés a ochar- dijo el viejo arrimando una
silla a la mesa. Y sacudiendo el sombrero, agregó: -Y fijamente vos... moja y
todo!
-Y no...!- respondió alegre otro de los otro de los que lo acompañaban,
mientras que el bolichero, a una media seña, viejo conocedor de sus clientes,
ya había asentado tres vasos y el jarro de un litro de vino en la mesa que
ocupaba.
-Has hecho bien en invitar...a la plata hay que gastarla, hay qui’hacerla
rodar sin priocuparse, que pa’ eso el diablo las hizo redonditas.
-Y por qué dice que las hizo redonditas?-, preguntó uno.
-Pa’ qu’el hombre corra como un loco atrás d’ellas, no te das cuenta?
No, no, nu’hay que volverse avaro, continua diciendo, como tantos gringos y
criollos que yo conozco y qu’entierran la plata en tarros y tinajas, plata que
nadie va a gozar después. A ésa ya las agarró el diablo, pierdan cuidau.
Sirvieron los vasos, se acomodaron mejor en los asientos y se
dispusieron a prestarle la mayor atención al viejo.
-Que lo parió!-, se lamentó Nacho solo en su rincón. –La cosa va pa’
largo. Y en seguida, en cuanto mire pa’ este rincón, me va a reconocer ese
viejo ‘e porra!- y no hallaba como hacerse chiquito para que no lo viera.
-Así es que las monedas que s’entierran las agarra el diablo, don?
-Ufff! Y no? conozco más de uno...
-Como ser?
-Aquí en el pueblo! Güeno, mejor no te cuento...pero te juro qui’hay,
como no qui’hay. Les voy a contar el caso di’un viejo que conocí cuando era
chica p’al lau del Sauce y qui’hace años ya paró la pata...el finau Crecencio,
qu’en gloria sea- agregó poniéndose serio y rascándose la barba mugrienta.
-Sírvase un trago y cuente di’una vez, viejo!- No se hizo rogar para
ninguna de las dos cosas. Se despachó de una vuelta el vaso de vino y en
tanto afuera se oía que se descargaba el chaparrón, el viejo empezó a
contar.
-Como les digo, era rico el viejo Crecencio, fiero él, pero de güen trato
con la gente; si parecía una señorita; tenía una familia muy guapa y
propiedades en las que todos trabajaban, ahí nadie ‘taba cruzau ‘e brazos.
Tenía di’un todo, que quiere que les diga. Que familia guapa era aquella! Si,
si señor, como le digo, m’entiende? El vendía sus tropas de mula o hacienda
de primera, llevaba sus carretas cargadas ‘e trigo al molino ‘e San Pablo y
vendía después muy bien l’harina. Era hombre ‘e mucha plata el viejo ese
como les digo. Andaba montado en un brioso caballo, freno y fusta eran de
plata, el cabo, por supuesto; compadreaba con su rastra qu’era un primor y
no le faltaba su mantita ‘e vicuña.
-Qué me contás, hermano!- chanceó uno despachándose el vaso en un
suspiro.
-Como les digo, era muy güeno el viejo, pero ajuera, porque ya en las
casas era el mismo demonio; mezquinazo, no li’aflojaba ni un cobre a la
pobre familia, los tenía a insultos y por todo renegaba. Esas cosas se sabían
porque la pobre mujercita, pa’ desahugarse, la vez que llegaba a salir por áhi
cerca a casa de alguna amiga, contaba lo que le sucedía, igual que los
chicos, pobrecitos! Contaba ella que les gritaba a todos, grandes y chicos,
trabajen, carajo, trabajen, pero no si’hagan l’ilusión de que van a ver un peso
nunca de mis manos. Ni vivo ni muerto les voy a dejar un peso! Qui’hombre!
Y así vivían la madre y los hijos, algunos ya pisando los veinte años. Nadie
sabía donde guardaba o escondía la plata, el viejo Crecencio.
-No se li’ha secau la boca, Ño Mentira?- le preguntó uno de la rueda.
-Y cómo le va!-, dijo el viejo riendo y se mandó otro vaso. –Como les
decía –continuo contando- plata tenía muchísima el hombre, pero eso si,
nadie sabía donde podía tenerla guardada. En la casa no, porque áhi era
todo miseria. –Se pasó la mano por la boca el viejo y luego de una pausa y
de mirar fijamente a uno y otro de sus oyentes, siguió diciendo: -Contaron
que una tarde ella le llevo el mate cocido al potrero donde el hombre aquel
‘taba trabajando. Disgustau porque si’había demorau en llevárselo, según él,
la retó primero, y después, le tiro l’ollita con mate cocido por la cara a la
mujer y hasta amenazó con castigarla. Dicen que bramaba de rabia el viejo
Crecencio y que daba miedo verlo. Cuentan que la pobre mujer llegó llorando
a la casa. Al enterarse el hijo mayor de lo sucedido, salió hecho una furia en
busca del padre. Al parecer lu’enfrentó y discutieron muy fiero. Parece qui’el
hijo ‘e tigre no li’aflojó ni un tranco ‘e pollo. El caso jue qu’el viejo nu’apareció
esa noche por las casas y qui’al otro día lu’hallaron horcau de las ramas
di’un arbolito. –Abrieron grandes los ojos sus compañeros y él hizo una
pausa que aprovechó para llenarse de nuevo el vaso.
-Güeno, lo que les quería decir es qu’el viejo se murió y que la plata
nu’apareció por ninguna parte. De manera que la pobre familia quedo a vivir
de lo que ganaban con su trabajo. Pero que tenía plata y mucha el viejo
Crecencio, uff! Que si tenía!- Y luego, bajando la voz y aproximándose a sus
compañeros, añadió: -Esa plata ‘ta enterradita, soy capaz ‘e jurarlo. Al sur
d’esa propiedá sale, de vez en cuando en las noches, una luz mala...por áhi
‘ta el bulto...seguro, seguro...en una d’estas noches...y tosió con disimulo.
-Las botijas?-, le preguntó uno guiñándole el ojo.
-Ajá...!- respondió el viejo dejando caer la cabeza con la mirada fija en el
suelo, como si allí pudieran estar las codiciadas botijas.
Pero como no se podía quedar nunca mucho tiempo callado, al
enderezarse alcanzó a distinguir a Nacho, antes que los otros se repusieran
del efecto que les causaba la historia que acababa de contarles. –Mirándole
el ponchito a Nacho-, dijo señalando con la barbilla hacia el rincón donde
estaba el muchacho, que se sacudió en ese momento como si lo acabara de
morder una víbora. –Mi’acuerdo que mi agüelo me sabiya decir cuando
yu’era chico: tres cosas no ti’han de faltar nunca, Servando...ese soy yo,
aclaró guiñando un ojo y golpeándose el pecho: un caballito, el poncho y un
faconcito, sabís? El caballo viene a ser p’al hombre como las alas pa’ los
pájaros, ni más ni menos. Con el caballo podís volar ande se ti’antoje y a
l’hora que se ti’ocurra si es que es güeno. Y si es que lo sabís sacar de lo
mejor, ni el río más creciu ti’ha atajar, sabís? El poncho tiene qui’ir siempre
con vos, pa’ las güenas y pa’ las malas, p’al frío, pa’las lluvias, pa’defenderte
si si’arma una di’a pie, pa’ taparte a l’hora que seia, pa’ tapar a la güena
moza que ti’ande gustando y si las cosas salen como los hombres andan
buscando siempre, pa’ tender una camita angosta con ella...no se si
m’entiende, no?
-Y el facón?
-Güeno...el facón ya se sabe...áhi ser pa’ comer un asaito, pa’ arreglar
un lazo que se te corta, pa’ cortar una rama qu’estorba, pa’ plantar una
estaca, p’hacer un güeco...que se yo las mil cosas –seguía diciendo-... y a
más p’hacer la pata ancha cuando ti’han buscau fiero la boca...pa’ entonces
áhi tener güena punta y mejor filo. Tres cosas áhi que tener, me repetía
siempre mi agüelo...yo, con los años, l’hi agregau una más...agora son
cuatro.
-Cuatro? Y cuál es la otra?
-Los caramelos...un hombre debe tener siempre caramelos en los
bolsillos. Y metiendo la mano en uno de los suyos, enseñó un puñado: -Son
pa’ los chicos-, siguió diciendo en tanto dejaba escuchar su risa ronca.
-A esa mentira no la oí nunca.
-Mentira? No me sigás ochando, porque te voy a dar güelta la cara di’un
guantón!
-Ah, viejo malo, cuchillo ‘e palo!
-Dejalo que cuente.
-Y güeno, empiece, Ño- Todos sabían que él, donde viera un niño
habría de acercársele para entregarle un puñado de caramelos.
-Risulta qui’una vez... –empezó diciendo- y no me van a crer, me morí,
finalizó atiplando la voz y quedó muy serio, preocupado en armar su cigarrillo
de chala.
-Ah, sí?- se extrañaron los otros y soltaron la carcajada. –Menos mal
que tiene siete vidas como los gatos, que si no...
Nacho se impacientó. El, que había elegido ese rincón y a esas horas
de la noche porque deseaba estar más solo que nunca, de entrada nomás
era descubierto por el viejo; y para más con unos amigos dispuestos a
escucharle todas sus historias, las que a él no le hacían ninguna gracia en
ese momento. Arañándose por dentro, aunque había llegado a ese punto con
una decisión que le parecía bien tomada, todavía dudaba y dudaba. Estaba a
punto de dar el último paso de lo ya resuelto, pero en el momento definitivo,
se sentía más y más confundido. Por eso necesitaba estar muy solo,
necesitaba recorrer con el pensamiento todo lo andado, resumir las cosas
que lo habían llevado a vivir ese momento en que cualquier ruido se le hacía
sospechoso y cualquier movimiento lo sobresaltaba. Inclinó un poco la
cabeza haciéndose el chiquito y acercó los ojos al vaso, como si en el vino
turbio pudiera leer su porvenir.
Sintió regresar el traqueteo de los carros, los silbos, los chirlos del látigo
en el anca de las pobres bestias, el tintinear de las grandes espuelas de
hierro. Se veía con Yurka, que todavía era un chico, bajo soles de fuego,
peludeando, con los carros hundidos en el barrizal hasta el eje, resollando
las mulas, estirándose como si fuese de goma en las tironeadas, gritándoles
con desesperación, exhaustos, muertos de hambre y de sed. Más allá y
siempre, la sed y el cansancio compartido con las bestias, de nuevo el
hambre, un tarro de mate cocido, un pedazo de mortadela mojado con un
chorro de vino, a veces un asadito o charqui, según vinieran las cosas, en
días largos, noches cerradas, tendiendo las caronas bajo las estrellas o bajo
el carro en invierno y en noches de lluvia cuando no hallaban otro refugio. Se
les sacudieron las fibras ante esos recuerdos. Se enderezó un poco. El viejo
continuaba recordando todavía.
-Si, señores...d’esa mojadura me dimanó el mal y me morí...se
m’helaron los huesos de repente y me dormí pa’ todo el viaje. Cuando abrí
los ojos, me topé con qu’iba por un camino alto, muy alto, que pasaba por
arriba ‘e tuito el mundo. ‘Taba güeno eso! Y nu’es de crer, pero yu’iba
contento, livianito, lindo. En eso di con una horqueta ‘e caminos. Uno se veía
sucio, medio oscuro, lleno d’espinas largas di’algarrobo y chañar. El otro
‘taba como barridito y lejos se distinguía un jueguito lindo, como jogoncito,
así, sí, como un jogoncito. No me gasté el seso pensando cual podía agarrar
y seguí por el que me parecía mejor. Caray! Decía yo tocándome la cara con
las manos, qui’andaré haciendo por estos mundo! En eso divise una casa
muy grande y muy bonita. La pucha! –Se acomodó el sombrero Ño Mentira,
levantó el vaso, bebió hasta dejarlo hasta la mitad y se quedó paladeándolo,
mientras la cara se le alegraba y los ojos seguían como soñando con lo que
estaba contando.
-Viejo mentiroso, carajo!- pensó de nuevo encogiéndose otra vez al
tiempo que sentía que un largo temblor le recorría todo el cuerpo-. Este viejo
no la acaba nunca! –Probó de nuevo el vino y nunca le pareció tan agrio
como entonces. Oyó un ruido de cadenas afuera y le volvió el recuerdo de su
carro de barandas altas, los candeleros repletos con palos de leña para el
fuego del asado, la ollita siempre balanceándose y sus animales, flor de
guapos. El Vizcacha, el Conlara...qué machos! Si eran como cristianos.
Parecía que le adivinaban el pensamiento. No necesitaba más que él les
hablara para ser los primeros en hacer lo que les pedía. Cuando los otros
animales se enredaban con las cadenas o se abalanzaban desesperados,
pateando y mordiendo, ellos se estiraban, hinchaban los ollares, les nacía
como un ronco silbo de la presión brutal de los pecheros y cinchaban
dispuestos a dejar allí la osamenta porque él se las estaba pidiendo. Nobles
brutos! Y pensar que una noche, cuando después de varios días de lluvia los
caminos se habían convertido en barrancas intransitables y porque el patrón
lo quería así, había que seguir y seguir, la carga se tumbó y ahí se quedó el
Vizcacha sepultado bajo el tremendo cargamento. Qué guapo había sido ese
animal! Claro, también pudo haber quedado él acompañándolo aquella vez,
pero se salvó raspando. Sin embargo, cuántos eran los carreros que
quedaban en las huellas oscuras por culateadas trágicas y vuelcos fatales!
No había un camino, una senda perdida en el monte, que no tuviera sus
crucecitas de palo, paradas a la orilla y casi todas eran de carreros. El veía
las maderas cruzadas, sabía que al principio tendrían una coronita de flores
silvestres, se podía leer el nombre y la fecha de la muerte, puestos a la
ligera. Pero poco después se secaban las coronas y desaparecían, las letras
se borraban y finalmente nadie se acordaba de ellos, de esos lugares donde
se habían anegado de noche los ojos de un carrero. Caminos, sendas, leña,
trigo, piedras, fletando siempre de todo. Cueros para Rosario, paños y telas
de paso para el Morro y Renca; trigo para los molinos de San Pablo y de La
Quebrada...dele y dele...leguas y leguas...mortadela, agua y vino, chifle
secos, huellas hondas, barrancas, ríos crecidos...silbos y gritos, algún canto
triste al amanecer, soledad que se quedaba con él de tanto andar llenándole
el corazón. Treinta días al mes, de punta a punta con domingos y todos y al
fin de ese tiempo, a penas si les quedaba en el bolsillo unas chirolas para
alpargatas y una camisita ordinaria, para un litro de vino que le hiciera
compañía en sus noches interminables. Qué podía hacer con eso! Qué vida
iba a construir, como le repetía siempre Otto. “Hay que mecorar! Hay que
mecorar!”. Cómo! Con qué alientos! De esa manera, que olla iba a poder
parar si se le ocurría formar rancho! Por eso andaba olvidado de mozas y si
por allá, lejos, lejos, en alguna aguada perdida llegaba a cruzarse alguna a
su paso, les tiraba un agarrón como el zorro a la perdiz y las dejaba pasar.
Porque la que amaba seguía estando viva en su corazón, tenía una cara muy
donosa, unas trenzas rubias y un modo de mirar que ponía cosquillas en todo
el cuerpo. Pero había quedado lejos en el tiempo y solamente porque no
podía arrancarla de sus sentimientos, esa imagen lo acompañaba en sus
cantos y silbidos y en sus largos desvelos. Toda su vida, tal vez, no era más
que un largo desvelo. Cuando bajaba de la sierra guiando el carro desde
mula sillera, prendía en sus silbos el recuerdo de ella y en los pocos tramos
que el camino lo permitía, se ponía a soñar. Miraba el valle, allá abajo, verde
azul y en él, como una gema, su pueblo, la iglesia y a su alrededor, el caserío
blanco, como quería su padrino que fuese y ahí, ahí cerquita, a la sombra de
los alamitos más altos que tenía el pueblo, ella, posiblemente cantando,
peinando sus trenzas rubias, arreglando pacientemente su mejor vestido.
Zonceras!, escapaba la protesta desde su interior. Qué le importaba a él todo
eso! Si desde que había regresado de la mina, nunca más la había visto y
nunca se acercaría por donde ella estaba. Por qué tenía que pensar tanto,
entonces! Si tenía las mulas bien tusadas, y si los espejos que lucían las
anteojeras estaban relucientes y bien prolijas las chasquillas que adornaban
los arneses, no era porque viviera pensando en ella! Sería por cualquier otra
cosa. Renata! Tan distante y tan a su lado! No, no; porque quería hacerse
dolor con su soledad, también le escapaba a don Ciriaco y a Clarita, mismo
que a sus amigos a los que rehuía por sus viejos temores.
Sobre el techo de barro del boliche, se oyeron caer de nuevo gruesos
goterones, la rueda de oyentes, en tanto, seguía bien apretada alrededor del
viejo.
-Y así como lu’estoy viendo a usté, si, señor, mejor entuavía
porqui’había más claridad, no como con este candil guacho que nos has
puesto el loro, lo vi al portero del cielo, si, señor! –Ya había contado, pensó
Nacho porque lo conocía de memoria a ese cuento, que de la casa salió una
mujer muy bonita, a la que le preguntó: “voy bien por este camino”, a lo que
ella le había contestado que si; de tal modo pudo llegar al final donde lo
esperaba San Pedro.
-‘Taba sentau en un gran sillón de cuero, el mozo, mi’acuerdo –seguía
diciendo-, tenía el cabello como una lanita, blanco y sedoso, igual que la
barbita. En una de las manos, de dedos blancos y finitos, tenía una llave
grandota y en la otra un rosario largo, largo, de cuentas de palo
requetegastadas ya.
-Y di’áhi?-, preguntaron todos viendo que se complacía en alargar la
pausa.
-Güeno...m’hinqué, me persiné y cómo él me dijo con su voz de hombre
güeno, adelante, m’hijo, no m’hice de rogar y pasé. M’estaba saliendo el pan
como una flor, caray!-. Se saboreó el viejo, se peinó con los dedos la sucia
barba y luego, pensando y pensando, se despachó el resto del vaso.
La pausa lo dejo a nacho regresar a sus propios pensamientos. No,
Renata nunca había estado lejos. A pesar de todo lo que había hecho para
olvidarla después de aquello que le contara el Cachilo; por eso y porque le
daba vergüenza su traza de carrero mal vestido, no quería dejarse ver por
ella. y además, seguía estando en su mente lo del robo aquel, que se
asomaba como una punta dolorosa en sus pensamientos y que era lo que
más lo alejaba de todo lo que había sido su mundo. No quería, tampoco, ni
oír hablar de ella y a sus ganas de verla, aunque fuese desde lejos, había
podido resistirlas, como quien resiste las terribles ganas de mandarse
muchas copas adentro, cuando un resentimiento le abre heridas al hombre
en sus entrañas más dolorosas.
Pero un día, Yurka, que se había acercado al farol por casualidad,
regresó con la noticia, -Te manda llamar Renata-, le dijo entre alegre y
asustado, mirándolo con sus ojos claros, sorprendido.
-Quien?- No podía creerle.
-La Renata, te digo. Me convidó el Lechuza a comer unas sardinas y
entonces mi’habló. Dice que vas –agregó-. Y ‘ta solita.
-Y don Nino? –Empezó a brincarle el corazón.
-Si’ha ido al campo con el Chicho y vendrán recién a la noche. A más,
doña María ‘ta enferma. Dice que no dejes d’ir –le aumento por su cuenta-.
-Nu’hay ser vizcacha a la siesta!- Porfió todavía, haciéndose el duro.
-Y güeno...no vas... a mi que me come el zorro!-, exclamó Yurka
fastidiado.
Se quedó pensando, sintiendo cómo la duda empezaba a morderlo más
y más fuerte y cómo crecían sus ansias de verla, aunque fuese un solo
instante.
-Y pa’ que podrá ser?
-Y que yo soy un doutor, acaso, pa’ saber?-, se lavó las manos Yurka.
Si no sabís vos...
-Pucha, el amigo que tengo! A más, te parece que `puedo ir con esta
facha?
Y se miró el pantalón raído y la camisa desteñida.
-Andá cambiate y listo!- Verla de nuevo! Nunca se le había ocurrido que
ella lo pudiera hacer llamar. Y qué mejor si no estaban en la casa ni el padre
ni el hermano que lo odiaban. Pero, y si no era así? Si era una cama que le
había tendido? Si querían reírse de él en la casa y encima hacerlo meter
preso de nuevo? Apoyó la cabeza en el horcón del rancho y siguió pensando.
Pero y si en una de ésas era cierto? Cómo desperdiciar esa oportunidad? Un
aire fresco le llenó el corazón y sintió como si alguien lo empujara en ese
momento. En menos que canta un gallo se afeitó, se lavó bien, se puso sus
pilchitas de salir, las alpargatas nuevas y salió. Por fin iba a verla. Gringa!, le
gritaba el corazón olvidado de todas las traiciones en ese momento...si,
porque aquello del telegrafista nunca había sucedido. Apretó los puños como
queriendo despedazar algo. Sintiendo que se le aflojaban más y más las
piernas a medida que avanzaba, llegó. Renata estaba sola, felizmente,
parada en la punta del mostrador, con un vestido coloradito; no había duda
de que lo esperaba, porque estaba más arreglada que nunca. Aunque no
podía mirarla detenidamente, comprendió que se había convertido ya en una
señorita y, al parecer, sus ojos celestes estaban más grandes hermosos.
Pausadamente se aproximó hasta donde ella estaba; le pareció que no
llegaba nunca.
-Por fin a vuelto...Cómo va?-, y le tendió la manita blanca llena de
ternura. Los ojos le brillaban de alegría.
-Más o menos...-, respondió haciéndose el interesante.
-Qué pasó que estuvo perdido tantos...años!
-Cosas del trabajo-, mintió acodándose en el mostrador.
-Las veces que mandé llamar con Otto!- Estaba hermosa, tan tierna, tan
dulce... en ese momento hubiera querido decirle mil veces que la amaba,
pero los celos seguían perturbándolo.
-Si, si; una vez me dijo, pero no pude venir.
-Claro-, coqueteó ella –tendría otra para la sierra, no?- Y sus claros ojos
seguían bañados de ternura.
-No, yo no. –Sentía que un fuerte calor le subía por la cara y ya no pudo
contenerse: -La que tenía otro, era usté.
-Yo?- También se acomodó en el mostrador y dejó, como a propósito,
su cara fresca, al alcance de las manos de Nacho. –Yo, dice?-, volvió a
preguntar buscándole los ojos y empezando a preocuparse al verlo tan serio.
-Hubiera querido no saber nunca de esas cosas!-, siguió diciendo sin
poder ocultar más su viejo resentimiento.
-Qué cosas! Vamo...qué cosas!- Se le había demudado el rostro y era
de adentro o era la luz desfalleciente de la misma tarde la que lo
ensombrecía.
-.Esas que pasaron; pa’ qué negar!
-Nada ha pasatto! Si yo siempre esperaba a vos! Si yo te di palabra, no
recordi? Aquella noche, allá!- y se atragantaba con las palabras y en su
nerviosismo se le confundían los dos idiomas. El la miraba como se encendía
más y más, como una rosa roja. Que bonita estaba! Cuánta ternura había en
sus ojos purísimos!
-Sin embargo, parece que te olvidaste de todo por un telegrafista!
-Telegrafiste? Ma, qué telegrafiste, quiere decirme?
-Y güeno, ya que querís saber –siguió diciendo- coma para
desahogarse de una vez por todas. –Lo sé todo...hasta del lugar donde se
encontraban-. Lo dijo de una vez, apurado, ahogándose, ansioso por que lo
desmintiera.
-No! Mentiras! Parecía como si una llamarada le hubiese empezado a
lamer de repente el rostro y se irguió altiva.
-De donde sacatto eso? Quién lo ha dicho?
-El Cachilo.
-Mentiras! Nunca tuve nada con nadie, capiche? Eso ha dicho porque
estaba celoso... porque yo no le daba corte!-. Y apretándose el rostro con
ambas manos, empezó a sollozar. –Miente! Miente!- gritó otra vez y ya sin
poder contener el llanto, cruzó la puerta del medio hacia el interior y
desapareció. La esperó un momento y no regresó. Asustado, salió en
silencio, desorientado. La había ofendido como un bruto, la había lastimado
sin piedad, cuando ella se le ofrecía llena de amor.
-Qué bruto! Qué bruto!-, se repetía al alejarse, dolorido, a punto de
llorar. Por qué no me tragué la lengua, más bien! En vez de haber estado
contento, de haberle pedido perdón por todo lo que ella hubiese querido!
Pero no...mejor así. No hubiera podido ser feliz jamás con tan tremenda
duda. Ahora trataría de aclarar todo cuanto antes. Más bien que no fuese a
ser mentira lo que le había contado aquella vez el Cachilo.
Y esperó pacientemente que llegara el momento para poder hablarlo.
Tal vez algo había olfateado el Cachilo ya, porque le escapaba como perro al
zorrino. Hasta que un día, por fin, lo tuvo a tiro en unas carreras.
-Con vos quería hablar-, le dijo atajándole el paso.
-Conmigo?- Se había puesto blanco y eso que era muy negro.
-No soy hombre de cuchillo, vos sabís, de manera que no ti’asustes. –El
otro se había detenido y abría grande los ojos. –Solamente quiero que me
digas-, continuó diciendo –De donde sacaste aquello que me contaste de
Renata con el telegrafista...de donde sacaste semejante mentira- finalizó
diciendo, subiendo la voz, acercándosele más todavía.
-Güeno, mirá...yo...
-No, nada ‘e güeltas...jue cierto o fue mentira. Eso nada más quiero
saber.
-Güeno, si...disculpá...es cierto...te jugué sucio. No se que me pasó!
-‘Ta bien. Ni una palabra más. Eso nomás quería saber; pero acordate
bien qui’has dejau de ser mi amigo. –Y dando vuelta lo dejó al Cachilo con
las disculpas en la boca.
Una noche, después de muchas vueltas y esperar porque ella se
negaba a dejarse ver, pudo conseguir que fuese al anochecer a casa de
doña Josefita, la modista y allí le pidió perdón por haberla ofendido tan
injustamente. Renata lloró y comprendió que no era de él la culpa, sollozó
otra vez y como hacia tanto, le dejó las dos manos en las de él y un beso
como para que no la olvidara nunca.
-Nacho!
-Renata! –Tanto amor no cabía ya en su alma y desbordaba por el cielo
en el río caudaloso de las estrellas. Si había amor en el mundo, eso que él
sentía era verdaderamente el amor. Lo demás, aquello como lo de la señora
Klestar y el Capataz y el de otros que conocía, no podían ser otra cosa que
mentiras.
Antes de separarse aquella noche, una sombra cruzó de nuevo por su
corazón.
-Y como haremos para seguir viéndonos? Don Nino no me quiere, tu
hermano menos todavía...y todo porque soy un criollo pobre, un negro, nada
más, como ellos dicen.
-A mi lo que digan de vos no me importa-, le respondió con firmeza.
-Si, pero ellos mandan en tu casa.
-Ah, sí, en las cosas de la fonda y de los animales que compran para
vender, pero en mi corazón no. Y por eso de pobre menos todavía.
-O a lo mejor no me quieren porque siguen pensando que soy un ladrón.
-Por qué ladrón?
-Por lo de aquella noche. Pero te juro que no robe entonces ni nunca!
-Pero no sabías que todo fue porque papá se confundió de caja?
-Confundido? –Luego dejó que ella le contará como había sucedido, tal
como lo oyera relatar aquella noche en la mina. Gracias a ella lo había
largado de la policía, ahora se complacía en saberlo de sus propios labios.
Cuatro años o más, no lo recordaba muy bien, habían pasado ya.
-Y yo en todo ese tiempo sintiéndome perseguido. Te das cuenta de lo
que sufrí?
Unas suaves palabras más de Renata, sus manos blancas puestas en
la suyas, aventaron todos esos viejos y tristes pensamientos.
-Lo pasado, pisado. Ahora podremos ser felices. Deberás buscarte otro
trabajo que sea menos sacrificado. Después, ya verás...lo convenceré a
papá.
Ahora empezaba otra lucha. Por eso aquella noche no pudo dormir. A la
felicidad que le daba el haberse encontrado con Renata, se contraponía
como una sombra el pensamiento de la oposición de la familia de ella por esa
relación. No lo querían a él en la casa. Vaya si había oído contar tantas
veces de familias gringas que se oponían al amor de sus hijas con los
criollos. No los aceptaban por nada del mundo para formar pareja con sus
hijos, como si fuesen despreciables. Y entre vueltas y vueltas en su
camastro, recordó aquella noche haber oído contar de la gringuita que se
enamoró de un muchacho criollo del pueblo, hacía mucho ya, de una de las
primeros familias gringas que habían llegado al pueblo. Ellos estaban
dispuestos a no ceder, a luchar por sus sentimientos hasta que sus sueños
se hicieran realidad. Pero los padres de la niña también habían dicho que
preferían ver a su hija muerta antes que casada con un “negro de ésos”. Y lo
más triste se había producido. Cansada ella de que vivieran mortificándola
en la casa, una noche tormentosa había buscado el camino del río crecido y
se había arrogado a sus aguas. Era historia que siempre se recordaba en las
noches, cuando se evocaban sucedidos de antes.
No pudo dormir. Toda la noche fue sacudido por terribles pesadillas con
Renata y el río terriblemente crecido. Así iría a ser de tormentoso su amor?
Renata había demostrado ya hasta qué punto lo quería y él le correspondería
hasta la muerte.
En ese momento de sus recuerdos se hizo tan viva la imagen de
Renata, que se enderezó de repente pareciéndole que la vería entrar. Pero
no... Más allá de él estaban los muchachos solamente disfrutando con el
inacabable relato del viejo.
-En eso oí batir unas alitas como ‘e seda- dijo Ño Mentira poniendo cara
de asombro. Ya los había entretenido con la parte que alargaba a gusto y
paladar, con todas las maravillas que descubriera, su desorientación en el
paraíso donde había llegado y esa luz que se levantó de repente,
encandilándolo y el suave deslizar de las alas.
-Eran ángeles, muchos ángeles que venían cantando pa’ donde
yu’estaba; que les cuento! Había caritas ‘e todas formas, unas blancas, otras
negritas, pero todas contentas, llenos los ojitos di’alegría. Llegaron a donde
yu’estaba y como digo, empezaron a decirme: vamos, vamos! Y ya
mi’agarraron de los brazos y de las piernas y empezaron a levantarme.
Sosieguen, chicos les decía yo; pero nada. Me daba cuenta que yo pesaba
menos qui’una pluma. Oía músicas, cantos que nunca había oído, mientras
seguía viendo cosas ‘e sueño. Y como no paraban de volar y volar, en una
d’esas se mi’ocurrre decirles, así como m’están llevando a cualquier parte,
por qué no me degüelven a mi casa. Allá la mama ‘tará llorando lo que me
demoro tanto en volver. Cierto, qué pensaría mi pobre mama lo que no volvía
a las casas, pensaba yo. En eso, pareció que todos si’habían puesto
di’acurdo porque empezaron a bajar y bajar. Cada vez más lejos se
escuchaba la música. Me daba cuenta con alegría que m’estaban trayendo
de güelta a la tierra. –Cortó de pronto el relato y se quedó mirando a unos y a
otros, con los ojos llorosos, sonriendo su cara de viejo bueno, como diciendo:
Qué les parece? Y agregó en seguida: -Y volví...cómo no...! Cuando abrí los
ojos ‘taba en mi casa, sanitito!
-Pa’ su agüela, qu’es mentiroso este viejo!
-Te juro por la luz que mi alumbra que no jue sueño. Ciertitito es que
estos ojos con los que te estoy mirando, lo vi a San Pedro y a todas esas
cosas bonitas que dicen qui’hay en el cielo. Y si pedí a los ángeles que me
devolvieran, jue porque no quería que mama se quedara sola, nada más.
-Oiga, don!-, saltó otro –Y qué tiene que ver todo eso con los caramelos
qui’usted le da a los chicos?
-Cómo! No ti’has dau cuenta? Si los ángeles que me soltaron eran
igualitos qu’esos qui’hay por tuitas partes, los mismos ojitos, las mismas
boquitas, m’entiende? Por eso siempre me van a ver con los bolsillos llenos
‘e caramelos pa’ darle a los pobrecitos porque mi’ayudaron a volver.
-‘Ta güeno!-, dijo uno de los muchachos que lo acompañaban. –A su
salú, Ño- y levantó el vaso. El viejo hizo otro tanto, pero antes de beber,
enseñando el escaso resto que le quedaba, protestó: -Y te parece que con
este culito ‘e vino puedo brindar? –Le llenaron el vaso y diciendo “salú”, lo
bebió como si fuese el primero.
Quedó atento esperando que se fuera, pero no, pidieron otro medio litro.
Se impaciento más todavía. Estando ese grupo, no podría salir, en primer
lugar porque el viejo ya lo había conocido y no era difícil que se dispusiera a
seguirlo cuando lo viera salir. Sordamente en el techo de barro tamborileó
con más fuerza la lluvia. Tenía que seguir esperando. Y entre tanto, su
conciencia parecía acosarlo para que desistiera de su propósito. Debía ir? O
era mejor no hacerlo? Recordó que después de aquella noche, cuando
Renata le ofreció sus labios, le pareció que el mundo se había dado vuelta y
que el cielo limpio y purísimo de su pueblo, le estaba llenando el corazón.
Porque tenía una esperanza, empezó desde entonces a descubrir los
yugos que lo sujetaban y se propuso luchar para destruirlos. Desde el
momento que tenía la seguridad de que nadie volvería a acusarlo de ladrón,
se sentía tan aliviado, que le parecía estar mirando a la vida por primera vez.
Empezaba de nuevo a descubrirle su costado hermoso. Y tuvo ganas de
reunirse otra vez con sus amigos, de compartir sus charlas, alegrías y
desazones.
Por eso un día dispuso ir a casa de su madrina y ella se alegró mucho al
verlo llegar. Habían pasado años sin verse.
-Cuánto tiempo sin venir por aquí! Parece mentira, Nacho! –Clarita lo
miraba y miraba, no salía de su sorpresa, admirando su cabeza bien
plantada, el pecho amplio, los brazos fuertes y musculosos.
-Todo el tiempo que nos tuvistes olvidado!- le reprochó.
Luego de disculparse y de relatarle ligeramente como había sido su vida
en los años pasados, le contó lo que se proponía hacer. Ella se alegró más
todavía de saberlo aspirante y se comprometió a buscarle un buen trabajo y
de satisfacer su deseo de aprender a leer y escribir.
Pronto, con Yurka, dijeron adiós a los carros. Entró a trabajar en la
sucursal de la casa Barrera, como encargado del depósito y Yurka lo hizo en
una herrería. Aunque debiera hombrear bolsas, estirar las jornadas muchas
veces hasta la medianoche y las semanas con sus domingos cuando era
necesario, se sentía satisfecho. Era otra clase de trabajo. La mensualidad le
alcanzaba para pagar el fondín en el que se hospedaba, vestirse un poquito
mejor y disponer de algún peso, que hacía volar en diversiones que nunca
faltaban en el pueblo. En tanto, cuando salía temprano de su trabajo visitaba
a Clarita, quien, con mucha paciencia, le enseñaba a leer. Viendo cómo
progresaba, recuperaba la fe día a día. Pensaba en llegar a ser un hombre
capaz. No importaba que a Renata se la siguieran mezquinando. En la fonda
no le era posible verla; a los bailes la llevaban muy poco y cuando eso
sucedía, bastaba que él se dejara ver merodeando, para que don Nino alzara
de inmediato el poncho y levantara el vuelo con todos los suyos.
-Es mejor que no te vean cerca de casa –le pedía Renata-. Te haré
avisar con Yurka cuando sea posible vernos. Y se conformaba con divisarla a
la distancia cuando cerraba el negocio al medio día, saber que la tenía cerca
y que lo amaba. A Chicho lo esquivaba siempre porque se había vuelto muy
calavera y era infaltable en todas las timbas y bochinches.
-Si mi hermano te busca la boca-, le había advertido Renata temerosa
–hacé como que no has oído nada, capiche? Por favor, no vayas a pelear
con él...es mi hermano y también lo quiero. –No era fácil hacer lo que le
pedía, porque el gringo lo había agarrado entre ojo y si lo tenía a mano, más
conociendo su relación con Renata, era más que seguro que trataría de
provocarlo. Una vez oyó a la distancia que intentaba burlarse de él, pero se
alejó del lugar.
-No te calentés, hermano, con la rueda maniada! –Se acordaba de ella y
de sus promesas: -Cree en mí, quiera o no quiera papá, un día seré tuya.
-Si juera gringo...-, se lamentaba con amargura viendo el buen lugar que
le hacían en casa de ella a todos los de su misma nacionalidad. Y así sin
poder verla, pasaban días y días y a veces le entraba como una
desesperación por saber cómo terminaría aquella historia que se ponía tan
difícil de sobrellevar por momentos.
Una noche, cuando en la soledad de una mesa en la confitería
pensando en ella y en lo mucho que tardaba en llegar un llamado, se le
acercó un hombre con traza de rico al que apenas si había visto alguna vez.
Como distraído, empezó a hablarle del tiempo y de bueyes perdidos. De
pronto, buscándole los ojos y como si lo hubiera conocido de toda la vida, le
dijo: -Tengo un trabajito liviano y lindo para vos. Sos el hombre que necesito.
-No, gracias-, se atajó. –‘Toy conforme con el trabajo que tengo.
-Veo que no me has entendido-, le aclaró –Sería sin dejar el que tenés.
Y además... –frotando índice y pulgar, añadió-. Hay mucho de esto...y fácil de
ganar.
-No, no me interesa-, respondió y luego de levantarse, empezó a
alejarse, pero el hombre aquel se le puso al lado, hasta que se detuvo.
-Pensá bien lo que te digo; no te comprometerás en nada, te lo aseguro.
Vos conoces gente que trabaja en la mina y yo tengo allá algunos amigos
que te ayudaran para que las cosas salgan muy bien.
-Adiós-, dijo cortándole secamente las palabras y se fue. No le gustó
para nada el asunto.
-Te hablare de nuevo otro día –insistió el hombre-. Nos convendrá a los
dos, ya verás.
No quiso escucharlo porque debía ser alguno de esos que se hacían
pasar por dueños de una mina, tenían un depósito y compraban mineral
robado en la mina. Buscaban uno o más recibidores que cumplieran con el
trabajo a escondidas, por supuesto, de comprar y recibir el mineral que los
mineros conseguían sustraer con astucia en pequeñas cantidades. Si de
esas cosas había querido hablarle, no había elegido mal. Porque era cierto,
él conocía a más de uno que sabían escamotear un poquito de mineral, que,
con el correr de los días, llegaba a ser un montoncito que pesaba algo. Para
sacarlo se las ingeniaban escondiéndolo en el taco hueco de los botines, en
la vaina de un cuchillito, que no era más que el cabo, en alguna costura
escondida en los sitios más impensados del pantalón. Y se sabía que los
compradores ganaban sus buenos pesos. Quiso arrancar de su cabeza la
idea de aceptar aquello, pero sin embargo lo siguió persiguiendo. Tal vez
fuese la única manera de poder alcanzar lo que anhelaba: Tenerla a Renata
a su lado para siempre. Porque con plata las cosas cambiarían. Si otros lo
hacían y él lo sabía bien, por qué no podía hacerlo él también? Era entonces
cuando volvía a sus oídos con entera claridad las palabras que siempre
repetía su padrino: -“hay un solo camino que merece ser andado en la vida:
el que lleva derecho: es además, el único que permite vivir como deben vivir
los hombres: con la frente bien alta”. Y el padrino sabía de luchas y de todas
esas cosas. El lo había visto discutir con don Zenón, retándolo y a veces
aconsejándolo para que cesara en sus trampas y pillerías y el viejo con su
cara negra, achinada, ponía las manos por delante alegando todo aquello
que justamente perjudicaba a los vecinos. O también, discutir con otros
copetudos que se quedaban con dinero ajeno o que descaradamente se
negaban a pagar deudas que contraían, por el juego o en lujos que podían
darse. Esos eran los caminos torcidos que el padrino condenaba, caminos
que ahora lo estaban tentando a él.
Claro que el pueblo se prestaba para que sucediesen todas esas cosas
que llevaban a buscar los caminos torcidos. Porque aquello era un laberinto,
donde a los pocos habitantes con domicilio fijo, se sumaba una población
flotante que llegaba con los más distintos propósitos. El que había venido a
trabajar honestamente, bebía en el mismo vaso en la fonda con el que
llegaba husmeando a ver donde estaba el negocio que lo haría rico de la
noche a la mañana. Los que presentían que aquí había tierras y riquezas
para explotar seriamente, se codeaban con los que pasaban los días y las
noches tramando trampas y cuentos o jugando, buscando pendencias,
afilando el cuchillo para despachar al que no se sometiera a sus antojos. Las
casas ya no eran las construcciones de adobe que el había conocido en la
infancia, esas casitas fragantes a barro, con sus habitaciones oliendo a
membrillo maduros y a duraznos, con los patios limpios, llenos de achiras y
madreselvas y las acequitas cantando por entre los huertos. Ahora eran
edificios de ladrillos, muchos con altísimas cornisas, puertas con hermosas
molduras y herrajes de bronce, que lucían además umbrales y escalinatas de
mármol. De los vagones continuaban bajando gigantescos motores, a los que
arrastraban muchísimos hombres con infinito cuidado, tirándolos con gruesas
sogas y cadenas, como si fuesen animales sagrados. Las tienduchas
extendían sus estantes hasta las paredes de afuera, por las que se
ramificaban como enredaderas el traperío de color. Tropas de carros se
amontonaban por la zona de la estación, donde se levantaban enormes
estibas de leña y carbón y tres aserraderos atronaban con sus sierras y
motores sin parar. Y por las calles, gente y más gente, la mayor parte
desconocida, forastera, llenando boliches y fondines, de manera especial los
días domingos. De igual manera se llenaban los calabozos, la plata corría
como el agua y el vino como ríos que se iba adentro del hombre quemando y
derrumbando esperanzas. Los árboles de la plaza estaban grandes y los
hilos del telégrafo, recién tendidos, llamaban la atención de todos. “Es el
progreso”, decían los qué más sabían.
Su Concarán de niño, lleno de gente buena, de huertas, verdores y sol,
estaba quedando sepultado por este otro de trenes veloces, noticias que
llegaban por los hilos desde largas distancias, forasteros que dejaban un
mínimo de las riquezas que aquí conseguían y se marchaban con las alforjas
llenas hacia el puerto principalmente o más allá todavía. Si hasta se daba
cuenta ahora que los chingolitos que antes alegraban la plaza y los patios
con sus saltitos y tiernos silbidos estaban siendo corridos por los gorriones
intrusos.
Todo estaba cambiando rápidamente. La resaca de aquella riqueza que
se llevaban unos pocos, se arrinconaba en el rancherío y en los boliches de
la costa del río o cerca de la estación. Y en las dos o tres confiterías que
había cerca de la plaza, se bebía abundantemente de lo mejor y en los
reservados se jugaba hasta quedar desnudos. Y allí eran “piernas”
irreemplazables Pedro y Temer, que no le mezquinaban tampoco a las
tremolinas que se armaban en esos lugares a cada dos o tres, las más de las
veces por la diferencia de un poroto. El cuchillo, en esos entreveros, estaba
ahí, asomando por la faja, espiando la mano, tentándola para ser usado. Los
hermanos turcos, resentidos, habían abandonado el pueblo y criaban
animales en el campo, buscaban negocios donde fuese, pero con seguridad
que al hacerse la noche los sábados y domingos especialmente, caerían a
Concarán con su rabia y con el dolor inocultable de Pedro por saberse
rechazado por la mujer que amaba.
Una noche, después de recibir la lección, se había quedado
conversando con Clarita. Aunque ella siempre le preguntaba si tenía novia,
no se había decidido todavía a contarle de sus relaciones con Renata. Por
más que hubiera noches, en las que, luego de retirarse a dormir don Ciriaco
y Ruth, la sintiera muy cerca, hablándole con su voz suave y tan llena de
ternura. Mirándola, entonces, sintiéndola tan pura, tan llena de belleza y de
vida, no se explicaba por qué dejaba transcurrir sus días en la sombra, como
una flor apretada entre las piedras.
Poco a poco había ido cesando el bullicio en la calle, aquella noche que
estaba con Clarita. El golpeteo de los pasos por la vereda también se había
sosegado y la paz parecía ir llegando por fin, en aquel sábado desvelado
como todos. Entre otras cosas, había estado contándole de alguna dificultad
que empezaba a tener con el encargado de la sucursal. Cumplía bien con su
trabajo, pero había tenido, al parecer, la mala ocurrencia de interceder para
que se condolieran de un negrito criado que tenían en la casa y al que no le
daban descanso el alba a la noche. Desde entonces lo encontraba torcido al
gerente y con signos de mala voluntad hacia él.
Ya estaba a punto de despedirse de Clarita aquella noche, cuando de
pronto se oyó un tropel de caballos lanzando a toda carrera y de inmediato,
como si fuese sobre la ventana misma de la casa que daba a la calle, se oyó
un violento tiroteo que los hizo temblar y sobre él, tronó el tropel furioso
alejándose por la calle hacia el sur.
-Son ellos!-, exclamó Clarita apretándose el pecho desolada.
-Quiénes?-, preguntó sin entender.
-Los hermanos turcos...casi siempre los sábados o domingos hacen lo
mismo. Me odian. Y qué culpa tengo yo? –Y llevándose las manos a la cara,
sollozó. Luego de una pausa, continuó diciendo con voz cálida y quebrada.
-Yo nunca les hice nada. Ni lo conocía a Pedro siquiera. Además, todo
el mundo sabe que soy casada. Yo tengo marido y espero que algún día
volverá, si no por mi, por mi hija. Por qué me hacen esto! no he despreciado
a nadie. Tampoco tengo pretensión alguna. Por qué había que tenerla! Están
confundidos conmigo. Llevo con resignación la desgracia de mi hogar
deshecho, esta desgracia que no todos comprenden en el pueblo. –Se había
desahogado de golpe y la mirada con los ojos empeñados como
preguntándole por qué tenía que sucederle a ella todas esas cosas.
-Pedro tal vez pensará otra cosa de mí. Pero algún día conocerá toda la
verdad por que nunca he mentido. Entonces, posiblemente, me dejará
tranquila. Hizo una breve pausa y finalizó diciendo: -Pero cuándo llegará ese
día! Tenía ya semejante carga con mi desgracia y ahora debo soportar el
miedo por las persecuciones que me hacen! –Un montón de preguntas
cruzaron entonces por la cabeza de Nacho. Por qué se había ido aquella
noche con el inglés? Por qué los había abandonado de aquella manera a don
Ciriaco y a él? Por qué? pero no se atrevió a hacerlas. La dejó sola,
pareciéndole que se había empequeñecido de pronto, que la noche oscura
se le había entrado por los ojos para quedar asentada en su rostro
atemorizado. Se fue triste, sin alcanzar a comprender porque la vida hace
entrecruzar caminos que, muchas veces, no debieran tocarse jamás. Porque
de ese contacto nace dolor, cuando no desesperación y muerte.
En un boliche se le oía cantar a Felisardo y más al norte, a Domingo
Gauna. Como estaba sin sueño, decidió aquella vez tomar un vaso de vino. Y
ahí, entre el Moncho que pasaba pidiendo una moneda y el Manquito que
estaba caído durmiendo su borrachera, como si lo hubiese estado
esperando, se le acerco de nuevo el desconocido aquel que ya le hablara
una vez.
-Cómo te va, Nacho- Lo saludo como si fuesen viejos conocidos, al
tiempo que se sentaba a su mesa. –No pensaba encontrarte por acá.
-Es lo mismo porque ya me voy- dijo bebiéndose de golpe el vaso con
vino.
-Si el apuro es por que llegué yo, quedate nomás, porque ya me voy.
Solamente que como te vi, te quería repetir con toda seriedad el ofrecimiento
que te hice vez pasada. –Y luego de mirar hacia uno y otro lado, agregó en
voz baja: -No lo pensaste? El negocio es bueno y nos conviene a los dos.
–Le brilló la alegría en los ojos capotudos.
-No se gaste porque no tengo ningún interés-, le respondió secamente.
-Está bien, está bien-. Amago con levantarse, pero de nuevo se quedó.
–Te aseguro que la cosa es fácil, no correrás ningún peligro. Yo tomaré todas
las medidas, no se si m’entendés...se trata de piedras...tendrás que ir a un
lugar que te indicaré, dos o tres veces al mes, a recibir las piedritas, pagarlas
con la plata que te daré y a otra cosa. Mirá si es fácil. En seguida dejarás de
peonar, trabajarás por tu cuenta y podrás tener casita, tu linda mujer, todo!
Si, con plata podrás. –Y lo miró sonriente.
No supo explicarse después por qué, pero se quedó como clavado en el
lugar; cuando se dio cuenta, le había escuchado toda la propuesta. Le dio
rabia.
-.No le dije ya, que no tengo ningún interés en eso?- dijo luego de una
pausa gritándole su desprecio.
-Está bien, amigo, no se enoje. Pero, por las dudas, ya sabe donde
puede encontrarme-. Y salió.
Le quedó un fuerte escozor. Las palabras, dejar de peonar, tener tu
casita, tu mujer, le sonaban como una campanita alegre en el oído. Ya en el
cuarto del fondín se hicieron más claras todavía, y pensando y pensando,
resumía en ese momento su vida así: Nunca tuve casa, no conocí a mis
padres, siempre debí vivir sirviendo a otros, aunque lo que recibiera fuese
muy poco. Siempre viví del favor de los demás, cuando era chico...no fui más
que un pobre negrito huérfano. No he sido toda la vida más que un arrimado
a uno o a otro: A Clarita, al Gallero, al tío Sinibaldo, a Lisandro en la mina.
Ahora, en la soledad de mi cuarto de pobre, sin un mueble, sin luz, sin tener
quien me reciba cuando vuelvo del trabajo, sin nadie que me acompañe, que
me comprenda. Sin poder hallar tampoco, en esa soledad el rostro de mi
madre, a la que cada día tengo más deseos de conocer. Y ahora...ahora
trabajo más y más y gano más, es cierto, pero...cuando me alcanzará para
vivir decentemente? Así nunca. No tenía ni que soñarlo. En cambio si
dispusiera de dinero, entonces todo sería diferente. Qué poder tenía la plata!
pensaba. Y ya se imaginaba contando un grueso fajo de billetes que le
alargaba el desconocido: “Dejar de peonar, tener casa linda mujer viviendo al
lado de uno...”. Y Renata que no esperaba más que mejorará un poquito su
posición para unirse a él, quisiera o no don Nino. Si hacía el trabajito que le
proponía, podría llegar a ser un señor en poco tiempo. Había algunos que
habían llegado a serlo ya, por igual o parecida manera. Total...Además, si era
como le decía el amigo desconocido, en ese trabajo él no correría riesgo
alguno. A ratos se sentía alegre, mirando su lucecita que lo llevaba derecho
al corazón de Renata. Pero si ella llegaba a enterarse de sus propósitos y no
estaba de acuerdo? Y otra duda que le cruzó como un hilo de acero por la
columna vertebral: Y si por desgracia llegaban a descubrirlo? Entonces si
que sería un ladrón y nunca podría sacar esa mancha de su nombre. Y
luchaba y luchaba entre esa tentación y los dictados de su conciencia. En el
empleo, por la calle, cuando descansaba en el duro camastro, día tras día
soportaba la embestida de pensamientos encontrados. Eran dos caminos
finalmente los que habían quedado fijados para su futuro y entre los que
debía optar: con plata y junto a Renata dentro de poco tiempo y llevando una
vida de ricos. O sin riqueza, alguna vez, junto a la gringa llevándosela lejos
una noche, en contra del gusto de la familia de ella. Uno tenía que elegir. Esa
mañana había amanecido triunfante la primera; tenía que ser con dinero que
uniría su vida a la de Renata. En adelante nadie más lo humillaría por su
pobreza.
Afuera se sacudió el caballo que tenía atado a la jardinera. La lluvia
había cesado y caía un afina llovizna. Los que acompañaban a Ño Mentira
juntando las cabezas sobre la mesa, hablaban en voz baja.
-Vaya a saber que estarán tramando en secreto-, pensó.
La media noche estaba llegando y la hora de empezar su trabajo
también. –Cuánto le había costado llegar hasta ese momento, que lo tenía
como acorralado en ese bolichón oscuro, con la boca reseca a pesar de
todos los vasos de vino que se había despachado ya! De buena gana en ese
momento, escuchando la voz de su conciencia, se hubiera echado a correr
pegando saltos por la calle, como queriendo dejar atrás al diablo terrible que
poseyéndolo, lo tentaba y no le daba paz.
-Vida ‘e porra!- Todavía, como los otros no se iban, tubo tiempo de
recordar cuando, creyendo desechada esa posibilidad, le había contado a
Yurka de su encuentro y conversación con aquél hombre desconocido. Su
amigo lo dejó hablar sin decir palabra.
-Decí algo, qué te parece? Hice bien o no?- le preguntó, entonces.
-Te digo que si’hubieras agarrau viaje hubieras hecho una gran macanale respondió acomodándose el mechón de cabello rubio y lacio que se le
resbalaba por una esquina de la frente.
-Nadie se dará cuenta, claro-, insistió- Y yo alzaría unos pesos y en una
d’esas, quien no te dice que mi’alcanza pa’ casarme y todo.
-‘Tas loco! Y si llegan a agarrarte?-, razonó Yurka. Irás preso y nadie te
mirará en el pueblo después. Ni los perros, tenelo por seguro.
-Lo mismo pienso yo, no ti’aflijas. Ni se mi’ha puesto ir. Quería saber
nomás que pensabas vos, por eso te conté. –Sí, por aquellos días estaba
decidido a que así fuese. Pero pasaba el tiempo y no le era posible ver a
Renata ni siquiera a la distancia. Cuando podía hacerle llegar un papel
contándole su angustia, ella le contestaba tranquilizándolo, que tuviera
paciencia, que tal vez mañana o pasado, ya se vería. Pero esperaba y
esperaba inútilmente. Cómo la cuidaban! Por eso se le fue endiablando más
y más la sangre. Quería verla, necesitaba sentirla cerca, ansiaba conversar
con ella. No era posible vivir sufriendo tanto por esa causa sabiendo dónde y
cómo podía verla. Por eso una mañana, no bien don Nino abrió la fonda, fue
el primero en pisar el umbral. La extrañeza se pintó en la cara del dueño del
despacho al ver entrar a ese parroquiano que no lo visitaba nunca.
-Un coñá-, pidió con humildad al tiempo que se sentaba ante la mesa.
Don Nino, escapándose ya de su sorpresa, atusándose los bigotes, iba y
venía atrás del mostrador, sacaba y ponía vasos porque sí en tanto sus ojos
parecían echar fuego.
-Un coña, señor-, volvió a pedir. Fue entonces cuando el fondero se
arrebató y apretando los puños y con la cara colorada, que parecía a punto
de estallar, se dirigió hacia donde él estaba.
-Para usté no hay vinito ni coñá ni nada, porco! Y agora, fora, fora!- le
gritó señalándole la puerta.
-Pero escúcheme, señor!-, intentaba explicarle Nacho, ya de pie.
-Nada de explicachione! Nada! Fora! –Y le volvía a señalar la puerta.
-L’hi faltau en algo yo a usté? –Las uñas empezaban a asomarle solas y
las palabras estaban intentando todavía atajarle la puerta al indio que se
venía como a maloquear.
-Nada de explicachiones! No hi dicho ya, ío? Non capiche? Fora!- Y
mano tendida le señaló otra vez la puerta. El se detuvo y cuando todo se
hacía oscuro por la ofensa recibida, cuando todo su mundo empezaba
desaparecer bajo una espesa capa de niebla, como una claridad divina
llegó la imagen de Renata apareciendo por la puerta del medio.
la
le
a
le
-Papá! Papá, qué hace! –El ya no quiso oír más. Dio media vuelta y
salió avergonzado, sin saber qué decir ni qué hacer, retirando la mano que
parecía habérsele encajado en la cintura donde guardaba su puñalito. Y en
tanto se alejaba con la cabeza gacha, desde la fonda le llegaban los gritos de
la discusión que seguía manteniendo Renata con su padre.
Quedó claro, entonces que el camino de la decencia que entonces
había elegido, no lo llevaría nunca al lado de Renata. Por eso, esa misma
noche, mordiéndose los labios de rabia todavía, salió en busca del
desconocido. Hombre era y si se jugaba el pellejo, no era por enviciado, sino
por la mujer que quería; de esa manera podría llevar la vida igual que
cualquier otro hombre que tiene corazón y buenos sentimientos; no la del
gaucho, tirado, pisoteado, despreciado por todos. Era lo mejor. Entonces,
cuando llegara a lo de don Nino con los puñados de billetes y le dijera: soy
hombre rico...mire cuantos billetes tengo...y vengo a llevármela a Renata. Y a
lo mejor ni se daba cuenta que era él quien había llegado a buscarla a
Renata, porque iba a quedar como hipnotizado mirando los billetes que le
enseñaba. Avaro!
-Vengo por aquello-, le dijo decidido en cuanto le abrió la puerta.
-Así me gusta!- El mundo es de los audaces, amigo!-, le dijo
palmeándolo. Y luego de servirle un trago, y junto con las indicaciones que
le dio para realizar el trabajo, le hizo entrega de un gran rollo de billetes.
-Eso si-, le previno cuando ya se retiraba. –Si lo que pensamos que no
debe suceder, sucede, es decir, que la policía te caiga en el peor momento,
vos no me conoces ni me había visto nunca, entendido? De lo contrario, será
peor para vos.
-Di’acuerdo- dijo y salió aquella noche enteramente dispuesto a cumplir
con lo acordado. Ya estaba todo, el dinero en su bolsillo, la jardinera, los
lugares donde recibiría el mineral bien aclarados, la gente avisada, mineros y
mujercitas que le llevarían el pequeño producto de sus ocultamientos.
Tratando de olvidarse de la preocupación que lo agobiaba, fue aquella
noche a visitar a Clarita. Lo primero que hizo la dueña de casa fue
reprocharle porque hacía tantos días que no la visitaba.
-Anduve muy ocupado, madrina-, se disculpo con una sonrisa que
intentaba ocultar su gran inquietud interior.
-Cuidado con andar por los boliches o jugando al naipe, no?-, lo
amonestó amistosamente mientras lo miraba con sus ojos llenos de ternura,
que tanto le hacían pensar que así debieron ser los ojos de su madre.
-No tenga miedo- fue lo único que se le ocurrió decir en ese momento,
ya arrepentido de haber ido a conversar con ella. Don Ciriaco, que andaba
cerca, al oír la conversación se le aproximó.
-También debés recomendarle que no se meta en casas que no le
conviene. Usted me entiende amigo, no? Y a propósito –añadió tras una
corta pausa- me han dicho que las “señoras” de esa casa han tomado la
mala costumbre de venir a la plaza en ciertas noches y causan escándalo,
por lo que las familias evitan ahora ir a pasear por ella, como antes. Por ese
motivo, he pasado una nota al comisario pidiéndole mayor vigilancia y que
reprima todo atentado contra la moral.
-Ya había oído decir que escandalizaban en la plaza-, confirmó Clarita.
-Bueno, bueno, que hagan ellas esas cosas en contra del pueblo, no
puede extrañar-, siguió diciendo don Ciriaco. Lo malo es que hay gente
inteligente y capaz, que hace todo lo posible por trabar el progreso del
pueblo. Es increíble. Claro, no se dan cuenta que estamos haciendo una
patria y que todo debe ser hecho desde el principio. Pero no hay caso,
prefieren seguir viviendo como potros cimarrones. Y si es en política, qué
vamos a decir: mienten, calumnian, compran voluntades, se agarran con
uñas y dientes al más miserable carguito público, como si no hubiera mil
cosas en las que se puede y debe trabajar para vivir decentemente.
-Bueno, papá-, intervino Clarita. –Te estás enojando y eso no le hace
bien a tu corazón.
-No a mi corazón, sino a mis sentimientos de argentino; ver y oír ciertas
cosas que defraudan a la gente honesta, me envenena la sangre; son otras
cosas las que vive esperando el pueblo. Pero a los que tienen mando,
especialmente, parecen cegarlos sus propios intereses! Y cómo no que
puedo morir por esa causa!
-Bueno, bueno, cambiemos de tema-, le pidió Clarita. –Pero eso sí, no
me cuentes que el juez inventó un nuevo motivo para sacarle multa a algún
pobre hombre.
-Bien-, repuso don Ciriaco cambiando la cara hosca y el tono de voz-.
Ya que no quieres oír hablar de cosas tistes, te contaré cómo se las ingenia
el juez de Larca para administrar justicia. Resulta que a don Pedro se le
desaparecían ovejas cada dos por tres. Como desconfiaba de los perros de
doña Juana, le hizo conocer al juez su sospecha. Y el hombre ni lerdo ni
perezoso, toma la siguiente disposición: “autos y visto el daño que viene
sufriendo don Pedro Clavero: por tal causa, Resuelvo: Mando que doña
Juana Contreras ate sus perros tres noches seguidas. 2º. Si durantes esas
tres noches don Pedro sufre perjuicios, es porque los autores del daño no
son los perros de doña Juana. 3º. Si durante estas tres noches don Pedro no
sufre perjuicios, es porque los autores del daño son los perros de doña Juana
quien pagará a don Pedro Clavero el importe de los animales perdidos. (19)
-Que linda manera de administrar justicia!-, festejó Clarita.
-Pero tal vez ya cambien las cosas. Se habla de voto secreto y de que
todo será diferente. Porque hasta ahora todo lo que se ha hecho es por el
esfuerzo de esa gente humilde que sabe poner el hombro a todo lo que es
progreso. –Y tienen fe en el futuro. Y conste que no te hablo de criollos
solamente; también hay turcos y gringos que no le mezquinan sus sudores a
la tierra. Gente como ésa, honrada y laboriosa, es la que necesitamos. –Y
miró a Nacho, como si esa parte de su discurso hubiese estado
expresamente dirigida a él.
Salió de la casa de su padrino como perro corrido a pedradas. Era cierto
todo lo que había dicho, pensaba en tanto se dirigía a atar la jardinera.
Bastaba con mirar un poquito alrededor para descubrir a los que robaban
agua de las acequias abriendo compuertas ocultas, los que vivían jugando y
emborrachándose, a los patrones que se aprovechaban y pagaban jornales
de hambre a sus trabajadores.
En el otro grupo estaban los que habían levantado la iglesia, los que se
desvivían junto a doña Juana Sosa, Pánfila de Oviedo y la “mamita Matea”
para que no faltara nada en el hospital, los que mejoraban sus casas, los
criollos que sembraban y sembraban sus cuadros aunque no lloviera o
mangas de langostas llegaran en los tiempos de cosecha a barrer con todo,
como los gringos que, con dedicación y esfuerzo, estiraban y estiraban sus
chacras hacia el naciente. Nunca se dejaban vencer por la adversidad.
No, las palabras dichas por don Ciriaco, aunque no quería seguirlas
escuchando, le habían dejado una quemadura adentro. Para su padrino y a
eso siempre le repetía, lo más despreciable era ser ladrón y charlatán.
Pero no podía echarse atrás. Ya todo estaba decidido. Sería nomás con
dinero que Renata vendría a su lado. Todo tendría que salir bien.
El grupo que estaba en el boliche cerca de la puerta, se levantó por fin.
Se acomodaron bien los ponchos y olvidados de él, encararon la noche.
-Ya era hora!-, exclamó bostezando el bolichero. –Y usté también,
amigo.
-Sí, ya salgo. Guardo este vasito y me voy!- Un escalofrío le recorrió el
cuello. Todavía la duda lo hizo balancear como urraca posada en un débil
gajo. Se frotó las manos y no pudo evitar un largo bostezo de miedo. De
pronto, inesperadamente, asomó por la puerta una cabeza mojada. No le dio
ni la posibilidad de esconderse. La figura alta y desgarbada de Yurka
apareció con el mechón lacio sobre la frente chorreando agua.
-Donde ti’habías metiu!-, le reprochó sentándose en la primera silla.
-Qui’andás haciendo a esta hora!
-No vis? –Estaba muy agitado –Buscándote. No sabís? Salió una
partida ‘e milicos p’al lau ‘e la mina. Parece que alguien ha hecho una
denuncia y esta noche les van a cáir a los que compran mineral robado.
Quedó pálido. Levantando los hombros y acomodándose el ponchito,
como si nada le importara y tratando de ocultar el temblor de las palabras,
solamente se le ocurrió decir: Y a mí...qué me coma el zorro!
-En cuantito m’enteré, no se porqué, pensé en vos...cuando jui a tu casa
y no ti’hallé, más todavía...No sea el diablo, pensaba...como no hace tan
mucho me contaste que ti’habían tentau con eso... Y no ti’hallaba...! qué
julepe mi’hi pegau!
-Pero sabía que esa vez nu’agarré viaje...y entonces?
-Sí, sí...disculpame...mejor así... –Y levantando el vaso Yurka se tomó la
última borrita que había quedado. –Ya nadie convida con nada... –Y luego de
una pausa, agregó: -El manquito le dijo que ti’había visto pasar en una
jardinera.
-Cuenteros del diablo!- exclamó fastidiado. –No puede uno andar en
jardinera, acaso, si se li’antoja?- replicó.
-Sí, claro...pero a donde podías ir a deshoras en una jardinera? Por eso
yo andaba más intranquilo que yegua qui’ha dejau la cría. Y el señor, aquí,
muy orondo.
No sabía qué responderle. La dureza que trataba de simular, para no
traicionarse, cedió de pronto. Pensó si no era Dios quien se lo había
mandado en ese momento a Yurka. O Renata, a la qué podría seguir
mirando con alegría desde la esperanza levantada día a día en su corazón.
Sin un solo remordimiento.
-Y qui’hacis ahora?
-Nada. Si ya mismo me voy a desatar. Nu’es cierto, don Nacianzeno?
-Así es, amigo. Vayan saliendo nomás, que g’ua a poner la tranca –Dijo
el bolichero abriendo apenas los ojos pesadísimos de sueño.
-Vas a desatar? Vamos, ti’ayudaré-, se ofreció Yurka.
-Vamos. A mismo tiempo buscaron la puerta, ganosos de irse.
-Llueve?
-Apenitas...- Unos gallos dejaron oír su canto mojado por la costa del
río. La noche parecía haberse vestido con un finísimo traje de tul. Un tren,
desde el norte, resoplaba fuerte, lejos y luego se perdía al caer en alguna
hondonada.
-Y esta noche te quedarás a dormir en casa, sabís?-, le pidió Yurka. –Se
pondrá más contenta la mama si te llevo...!
-Por qué? Qu’ella sabe algo de todo esto?
-No...pero...es madre, sabís? Y... –El caballo empezó a trotar con
ganas.
-Creo que me vendiste fiero-, rezongó con voz gruesa, aunque la alegría
estaba sobrenadando sobre sus palabras.
-No te digo que no? Pero a ella se le puso que te buscara porque no le
gustan estas cosas.
-A quién?
-A mama.
-No te digo...ella sabía algo y ella te mandó a buscarme. –Le entraron
ganas de llorar. Ella lo protegía ofreciéndole el amor y la protección de la
madre que no llegara a conocer, de la que de nada se acordaba. Y aflojando
las riendas, se echó vencido sobre el pecho de Yurka.
-Gracias, hermano!- dijo. Sintió como si lo hubiesen descargado de un
pesadísimo fardo. Y también percibió que la alegría le circulaba por las venas
como un claro arroyito de cristal. Y tuvo ganas de cantar y de gritar. Había
sucedido lo mejor. Renata sería suya como tenía que ser... al final de mucho
esfuerzo y de sufrimientos quizás.
Bajo la garúa toreó un perro. Concarán seguía cobijando sus noches de
sueño y de profundos secretos, como un guardián insobornable que no se
vendía ni por todo el oro del mundo.
10
Era lunes y él estaba en el patio con el lucero brillando arriba y el
fueguito prendido abajo, para cebar unos amargos. Era siempre el primero en
llegar al despacho. Con más razón esa mañana, porque dos alegrías le
estaban tonificando el corazón. Como el domingo trabajaba medio día, al
llegar la tarde dispuso visitar a Clarita, ya aliviado de todo sentimiento de
culpa. Antes de llegar le había salido al encuentro un chico de doña Tecla y
hecho entrega de un papel que le mandaba Renata. “Mañana a la noche
podremos vernos –le decía- estaré en lo de doña Josefina ayudándole a
terminar el vestido de novia para Flora... Ella sabe que irás. Te espero R”. –
Contento guardó el papel en el bolsillo y siguió su camino. Al llegar, en tono
de broma le dijo a Clarita que venía a rendir examen.
Ella de inmediato le tomó la broma en serio y le hizo escribir el dictado y
le dio cuentas y problemas para que resolviera.
-Ya sabe tanto como yo-, le dijo cuando hubo finalizado. –Ahora tienes
que seguir estudiando solo. Leer y escribir mucho, sin abandonarte.
-Gracias a usté, madrina!- Esa noche todo le parecía hermoso; era
como si la luz de la lámpara fuese nueva y alumbrase con mayor claridad
todas las cosas que había en el comedor. Al viejo cuadro colgado en la
pared, al aparador, a las tarjetas, a ella que estaba más hermosa que nunca,
con esa fresca madurez que tienen los días soleados de otoño.
-Ya puedes pedir que te pasen a dependiente.
-Mucho me gustaría, pero...-, respondió apenado, apretando los labios.
-Por qué no!
-Ya le conté a usté que el señor Vilchez me tiene entre ojos...nu’hay
qui’hacerle!
-Deben ser cosas tuyas nomás.
-No le cayó bien aquella vez que le pedí que no lo hiciera trabajar tanto
al negrito criado, ése que ellos tienen. Y bueno...
-Pero cómo puede ser!
-Pero ya ve. Porque no tiene padres ni nadie que hable por él, lo
mandan desde la madrugada hasta la noche a arriar vacas, traer caballos,
hacer mil mandados sin darle respiro. Y en invierno, lo verá usté en las
madrugadas frías, descalzo, medio desnudo, apenas si con una camisetita
que le tape el cuero. Pobrecito...a mí me dio mucha lástima, por eso hablé
por él, pero lo hice con todo respeto; y lo mismo no le gustó al patrón... hasta
llegó a decirme, nada más que por eso, que me estoy volviendo anarquista.
-Anarquista? Jesús, por Dios!-, exclamó Clarita alarmada.
-Y dice qui’ando pidiendo justicia social; ocho horas de trabajo y
domingo libre... No, si estás muy adelantau, me gritó furioso los otros días.
Yo pedí por un chico que tiene hambre y frío, nada más, le dije. Y me
contestó que ya sabía yo cómo les iba a los que pedían justicia. Los matan,
los liquidan como a perros; así es que será mejor que no te metás en lo que
no t’importa, me gritó como desafiándome. Además, al hambre que tiene ese
chico no se lo van a matar nunca. Pero es un cristiano y sufre, le dije y no
tiene por qué sufrir así. Yo también me li’había enojau. Y fue entonces
cuando me gritó otro montón de cosas! –Bajó la cabeza y quedó en silencio,
recordando que aquel día había sentido como si la creciente más brava del
río estuviese pasándole por encima. Porque para rematar, le había dicho “y
es mejor que te quedes callau, porque vos no sos nada muy trigo limpio que
digamos...”. Y él había tenido que morderse la lengua y sujetar los puños
ante la acusación de la que pensaba haberse librado para siempre.
-No hubieras discutido-, opinó Clarita. –Son hombres ignorantes y
mandones que siempre quieren tener la razón, sea como sea.
-Usted sabe, madrina, que soy muy manso, pero ofensas como ésas
no las puedo dejar pasar dos veces. Por eso, para evitarlas, le escribí al
señor Barrera haciéndole saber lo que pasaba. El es todo un patrón y
m’entederá.
-Por supuesto. Es seguro que habrá de entenderte.
-Yo estoy conforme con mi trabajo y hago lo posible por cumplir. Si me
mejoran, entonces estaré más cerca de...- había dicho en ese momento
como soñando.
-De qué? podrías contarme. –Y ya no pudo callar más sus relaciones
con Renata, de lo mucho que se querían y de sus dificultades con la familia.
-Todo a su tiempo-, lo conformó ella. –Ya comprenderán los padres. A lo
mejor yo puedo ayudarte más tarde para que todo salga bien.
En ese momento entró don Ciriaco trayendo un papel en la mano. Lo
encontró envejecido, como vencido el cuerpo y hasta le pareció que vacilaba
al pronunciar algunas palabras. Luego de saludarlo, le entregó el papel a
Clarita.
-Lee, hija, a ver si está bien. Es para el intendente de Villa Mercedes.
–Ella le obedeció de inmediato: “Deseando darle a esta población algún
embellecimiento y sabiendo que esa Municipalidad tiene vacante, con motivo
del alumbrado eléctrico y que dispone de cantidad de faroles y que a la vez
los distribuye a las municipalidades de campaña, le solicito darnos algunos,
los más que pueda disponer. Así también me haga conocer el precio de la
instalación de gas acetileno que existe en esa ciudad”. (20)
-Pero papá!-, protestó la niña sonriendo. –Para que gastas papel si no te
darán corte!
-Pero...y si me dan lo que pido? Que te parece? Tendremos esa
iluminación hermosa que hasta hace poco, tanto le envidiábamos a los
mercedinos. Y podremos salir de noche por nuestras calles sin miedo a los
perros o a pisar algún borracho caído por ahí.
-Tiene razón; pero es seguro que, como siempre, no habrá dinero en la
caja de la Municipalidad para pagar esos gastos y otra vez tendrá que ser su
bolsillo el que haga frente. Y a eso no se lo devuelven jamás.
-Bah, bah!-, rezongó don Ciriaco. –Otra vez con lo mismo. Hasta cuando
te debo explicar que me será devuelto hasta el último centavo.
-Pero cuando? Eso quisiera saber yo-, insistió ella poniéndose colorada.
-Cuando? Bueno, si, cuando muchos pícaros paguen lo que adeudan-.
Y salió amargado, alegando cosas que no se alcanzaron a entender.
Clarita le contó entonces, a Nacho, como se aprovechaban algunos de
su padre porque era bueno y desinteresado y otros muchos, porque nunca se
decidía a cobrarles. Más bien a veces los cobradores municipales se habían
escapado o quedado con el dinero recaudado; él amenazaba con
denunciarlos cuando pasaba el tiempo y no hacían efectivo el pago, pero
nunca lo había hecho, viéndose obligado a reponer de su bolsillo las sumas
faltantes. Como no siempre disponía de dinero para hacerlo, más de una vez
por eso o por que perdió cosechas que ya contaba seguras, debió acudir a
don Ripelloni, ese viejo avaro que prestaba dinero a muy buen interés.
-Y ahora es muchísimo lo que le debe –finalizó diciendo-. Y papá
pareciera no darse cuenta. Además, ahora si le digo algo sobre eso, se
disgusta. Confía en que, llegado el caso, sus correligionarios lo sacarán de
apuro, pero yo no. Me gustaría hacer algo para ayudarlo, pero soy tan inútilse lamentó. –Por el contrario, no he hecho más que aumentar sus
preocupaciones y pesares. –Inclinó la cabeza y guardó silencio. Luego,
mirándolo con sus ojos bañados en ternura, en voz baja empezó a contarle:
-Pero yo también he sufrido muchísimo. Cuando me fui, vos eras chico, no se
si te acordarás...
-Cómo no que mi’acuerdo! No podía darme cuenta por qué lo había
hecho.
-Reconozco que fue un gran error mío. Pero Jhon quería casarse pronto
y papá por nada del mundo permitía que se hablara de casamiento. El decía
que había que esperar, que yo era muy joven, que teníamos que conocernos
mejor y todas esas cosas. Y Jhon porfiaba por llevarme con él cuanto antes.
Finalmente me convenció. Cuánto sufrí por eso! Allá nos casamos enseguida
y hubiéramos sido felices, pero la familia de él me hizo la guerra desde el
principio. No entendía como podía haberse enamorado de mí. Ellos estaban
ilusionados de que Jhon se casaría con una inglesa amiga de la familia, hija
de padres muy ricos y no podían perdonarme que hubiera hecho fracasar
ese matrimonio. De una u otra forma me daban a entender de qué manera
me despreciaban y a él lo fueron rechazando también, alejándolo más y más,
hasta quitarle toda vinculación con los negocios del padre. Al principio, luchó
por salir adelante, continuó diciendo, pero poco a poco empezó a decaer,
porque no podía soportar ese desprecio de su familia habiendo sido tan
querido por ellos. Y le dio por beber. Primero lo hacía en casa, bebiendo
licores cada vez más fuertes. Como trataba de impedirle que lo hiciera,
aprendió a demorarse en las confiterías para beber a gusto. Entonces entré a
desesperarme. Más todavía cuando una vez regresó a los días, enteramente
borracho, sucio, como perdido. Y eso se fue haciendo cada vez más
frecuente. Inútil eran mis ruegos para que nos fueras a vivir a otra parte. No
quería saber nada. Su resentimiento era con la familia y nada lo conformaba.
Como llegó el momento en que habíamos vendido todo y no nos quedaba un
centavo, le propuse que viniéramos a vivir con papá, pues, estaba segura
que nos iba a perdonar. Pero no quiso por nada. Y justamente cuando nació
la nena nos dejaron a la calle; nos habíamos quedado sin tener donde vivir y
sin un centavo para comprarle la leche para la chiquita. Y él, a todo esto,
continuaba como perdido, sin que pareciera darse cuenta de nada! Hice todo
lo posible por salvarlo, pero cuando comprendí que todo estaba perdido,
tomé la determinación de venirme. Allá me sentía incapaz de todo, perdida
en una enorme ciudad desconocida; y tenía en mis brazos un pedazo de ese
amor que me pedía llorando que la salvara. Y entre uno y otro, elegí
quedarme con mi hija, volverme aquí con ella. Confiaba en que papá me
perdonaría, aunque sabía bien también que sería despreciada por el pueblo,
que me dejarían a un lado, como a una mala mujer. Con ella y junto a mi
padre, esperaba tener consuelo. Además, nunca renunciaría a esperarlo a
Jhon. Tal vez un día Dios, apiadándose, le tocara el corazón y le hiciera ver
el camino verdadero. Por eso lo espero siempre. Tengo fe en que Dios le
sacará el veneno que le pusieron en el corazón. Por que es un hombre
bueno, inteligente, capaz. Te acuerdas de él?
-Sí, sí, mi’acuerdo; era alto, rubio, delgado. Yo no le entendía nada de lo
que hablaba. Cuando m’encontró por la Cruz aquella tarde, se mi’había roto
la usuta- recordó como si estuviera soñando. A ella se le iluminaron los ojos
como si de nuevo lo estuviera viendo llegar al pueblo.
-Yo sufrí mucho cuando usté se fue.
-Me imagino.
-La extrañe, porque usté era la madre a la que no había conocido. Y
después, muchas veces me hice pregunta a la que solamente usté podría
haber contestado, se da cuenta?
Otra vez quedó dueña de la noche el silencio. Un lejano tropel, después,
pareció en seguida despertarla y en el campanario vecino, chilló una lechuza
y no dijeron una palabra más.
Todo eso había ocurrido la noche anterior. Pero su corazón egoísta,
mientras chupaba la bombilla, solamente dejaba lugar para dos cosas esa
madrugada: el papel de Renata diciéndole que esa noche lo esperaba en lo
de doña Josefita y las palabras de Clarita prometiéndole ayuda para que
pudiera continuar en forma normal sus relaciones con Renata. Todo era
hermoso, hasta la mañana blanca por la helada, las calles sin un alma. Todo.
La alegría y toda la belleza del mundo estaban en su propio corazón. Entró
silbando al depósito dispuesto a iniciar sus tareas y le extrañó no verlo al
Negrito, que a esa hora solía andar merodeando, esperándolo, en tanto el
frío le hacía tiritar las carretitas.
-Ya tomaste algo?-, le preguntaba al verlo y él siempre respondía con su
vocecita triste y una sonrisa que aparecía como perdida en su carita
aplastada por el miedo: -No, nada.
Entró ordenado una punta del depósito, dele silbo y silbo, porque le
parecía tener rollos de silbo para todo el día. Había pilado unas barricas de
yerbas y se disponía a hacer lo mismo con unas bolsas de trigo, cuando llegó
el Negrito tiritando, con el miedo pintado en la cara: -Dice el patrón que vaya.
-Negrito, oí...- Pero el niño ya había iniciado la marcha del regreso con
las patitas en la tierra helada y la vieja camisetita sin un solo botón, por todo
abrigo.
-Negrito!-, volvió a gritarle, pero el chico ya entraba al escritorio; tal vez
le hiciera llamar para decirle que había dispuesto mejorarlo en el trabajo; en
una de ésas era para hacerlo dependiente. Tenía razón la madrina. El ya
estaba capacitado para sacar cualquier clase de cuentas, entonces... Hasta
la misma puerta llegó sin cortar el silbido. Estaba cerrado, llamó: Pase –le
oyó tronar al señor Vilchez.
-Señor?- dijo deteniéndose frente al escritorio que ocupaba el patrón.
Por un momento el hombre se quedó mirándolo de arriba a abajo, como si
quisiera hacerle notar todo el desprecio que sentía por él. Estaba visto que
no le salían las palabras de la indignación que tenía. Un papel le temblaba en
la mano y se dio cuenta que no era precisamente de frío ese temblor. Dos
empleados que trabajaban en el escritorio, pusieron cara muy seria,
empezaron a dar vuelta papeles sin hacer nada y más allá, desde el
despacho, otros alargaban los cuellos por la puerta del medio.
-Vea, mocito-, dijo por fin, con voz en la que se notaba estaba tratando
de contener en lo posible su rabia. –Desde hace un tiempo vengo soportando
sus reclamos por una u otra cosa.
-Me parece que no, señor –repuso-. La única vez que le pedí algo, fue
por ese chico criado que tienen.
-Usté tiene ideas muy raras en la cabeza, amigo y se las voy a sacar.
-Fue a gritarle que se callara, que no lo provocara más, porque no lo
soportaría, pero el recuerdo de las recomendaciones de Clarita lo
contuvieron.
-Pero ahora-, continuó diciendo Vilchez, en tanto le temblaban de rabia
los largos bigotes- te has tomado el atrevimiento de escribirle al señor
Barrera, nada menos, como si el patrón no tuviera otra cosa que hacer que
leer tus sandeces.
Nacho levantó la cabeza que mantenía inclinada y lo miró fijo como
advirtiéndole ya que era la última que le soportaba.
-Conoces este papel?- Al mirarlo reconoció en seguida su letra.
-Sí, yo he escrito esa carta.
-Y por qué le escribiste a él y no me dijiste a mí las macanas que
pusiste?
-Porque usté no m’hizo caso. Y por que le sigue dando mal trato al
chico.
-Mal trato!-, vociferó remedándole y desparramando saliva por entre sus
dientes ralos. Y vos te creés –añadió- que al patrón le importa un pito lo que
le pasa al negro inservible este?
-Por que así lo creo, fue que le escribí.
-Te chasquiaste fiero. En esta sucursal mando yo. Y se ti’acabaron las
alcagüeterías porque desde ya mismo te ordeno que no me pises más acá!
-‘Ta bien; mi’hace un favor. O se creyó que yo había nacido en esta
casa? Eso sí –agregó-, me tiene que pagar todos los días que llevo
trabajando este mes, como corresponde. –Los empleados no se movían de
sus asientos. Parecía que nadie respiraba.
-Ah, con que querés cobrar!- Y alzó su humanidad de oso, como si
estuviese dispuesto a echársela encima. Pero se contuvo y dando media
vuelta al escritorio, enfiló hacia el sótano al tiempo que le decía: -Vení, aquí
te voy a pagar!- Lo siguió, bien pegadito atrás, sin perderle pisada. No bien
llegaron abajo, empezó el patrón a dar vuelta los pilares, como buscando
algo detrás de ellos. Comprendió que, aunque era grandote y tenía mucha
fuerza, Vilchez buscaba un palo o un hierro para pegarle; por eso no se le
despegaba y lo seguía sin parar. Y dio una vuelta y otra más mirando a los
costados y de reojo para atrás y nada. El seguía siempre bien pegadito a
todos sus movimientos. Cuando parecía que ese juego no tendría fin, el
patrón empezó a trepar de nuevo los escalones y él siempre detrás. Llegó al
escritorio, se sentó todo jadeante y secándose el sudor con el pañuelo, como
si estuviera a punto de sofocarse en pleno verano, quedó revolviendo
papeles y respirando cortito, como si no hallara qué hacer. Nacho, junto al
escritorio, lo miraba sin decir palabra.
-Mañana vení a cobrar-, dijo al fin con voz entre cortada.
Se mordió los labios y fue a gritar ante todo por tamaña injusticia, pero
dando media vuelta, ganó la calle. En un instante se le habían derrumbado
todas las esperanzas. A dónde podría ir? A lamentarse a casa de Clarita? A
buscarla donde fuese a Renata y contarle lo que acababa de sucederle?
Regresó al fondín y encerrado en su estrecho cuartucho, empezó a dar
vueltas y vueltas sin saber qué podía hacer. Qué gran confusión tenía! Allí
estaba todo lo suyo, el catre pobre, la mesa de tablas de cajón, la botella con
la vela, toda esa miseria que era el resumen de su vida. Y cuando ya le
parecía que ese mundo ruin suyo, empezaba a quedar atrás, sentía de nuevo
que la tierra se le estaba hundiendo. Qué podía hacer? Lo mejor, tal vez,
sería irse lejos, muy lejos, donde nadie lo conociera. Pero cómo dejar su
pueblo querido! Y Renata? Qué iría a pasar con ella? Una tremenda angustia
lo batía más y más. Le dolía la cabeza y había perdido la noción del tiempo.
Finalmente, decidido a terminar con todo aquello, inclusive con Renata,
porque no tendría cara para contarle lo que le había ocurrido, empezó a
hacer un atadito con su ropa.
Cuando la oscuridad de ese día entró en su cuarto, como un ladrón,
escapándole a la gente, buscó el camino que llevaba a la sierra. Quería estar
bien lejos cuando llegara la hora en que debía encontrarse con Renata.
Porque si se quedaba, tal vez no pudiese sufrir sus deseos de verla y tendría
que llorar su mala suerte delante de ella. Y no quería que eso sucediese por
nada del mundo.
Pasó los rieles, costeó el cementerio nuevo y al llegar al canal, se sentó
en el puente. Atrás, a esa hora, las lucecitas del pueblo titilaban suavemente,
como si el viento de esa fría tarde, las hiciera tiritar. Sentía tempestades
pasando por su cabeza y que bajaban luego barriéndole con furia el corazón.
Subido a una piedra y mirando hacia el bajo, recordó las palabras que
muchas veces le decía don Ciriaco cuando él era chico: -Cuando estoy
confundido me voy al “Mirador” y ahí, dejando pasear la mirada por cuanto
alcanzo a divisar, pensando en lo mucho que hay por hacer todavía, se me
serena el corazón y me siento más bueno y tranquilo. –Y era cierto.
Recordaba que trepados al viejo “Mirador”, empezaba a hablarle como si
soñara. Allá está el pueblo, le decía que seguirá siendo apretadito y blanco,
pero más grande. Crecerá mucho hacia el naciente. Como para entonces
habrán desaparecido los bosques, todo eso serán chacras y quintas; también
habrá algunas grandes estancias hacía esa parte, hasta llegar a la sierra. Se
da cuenta como será de lindo para entonces todo eso? Habrá trabajo para
todo el mundo. Los ricos no mezquinarán nada a nadie ni se aprovecharán
del trabajo ajeno. Además, pagarán bien y los humildes podrán vivir felices,
todos en perfecta armonía y se respetarán las leyes. Por que usted, m’hijo,
tiene que saber que las aves de rapiña viven donde hay poco, porque ellas
se valen de sus picos afilados y de sus garras para arrebatar el derecho que
los más débiles tienen también para vivir dignamente. Bueno, eso es lo que
se llama injusticia. Y habiendo injusticia no hay para que hablar ni de paz ni
de amor; todas son palabras perdidas, se da cuenta, m’hijo?- Y de nuevo
señalando hacia el norte, decía: -Se harán muchos caminos, correrán
muchos trenes y nuestro país crecerá próspero y feliz. Y habiendo de todo y
para todos, desaparecerán los malos políticos que hoy nos hacen doler tanto
la cabeza. –Y seguía hablando y hablando, como si estuviese conversando
solo, desde el alto “Mirador”, mientras la noche venía borrando los
maravillosos alfalfares, el verde júbilo de los álamos que se agitaban a lo
lejos, el costado azul del río al sur, el solitario cerro de “El Morro”
perdiéndose en la lejanía. Y todavía le parecía escucharlo repitiendo de
memoria las notas que pasaría la Ministro de Gobierno: “Necesitamos una
partida de dinero para desviar el curso del río a fin de que no nos castigue
con sus crecientes...porque este pueblo quiere progresar”. O si no:
“Necesitamos un edificio para la policía, porque ahora está al aire libre y los
archivos andan ambulando de casa en casa; esperando ser atendido en mi
pedido, porque nuestro pueblo quiere progresar, Señor Ministro”, (21)
finalizaba repicando siempre con el anhelo aquel que sentía tan
profundamente. Pobre padrino! Si él también en ese momento pudiese subir
a un mirador y divisar todo lo que estaba pasando en su alma! Pero no. Cada
escalón que intentaba pisar era frágil y al poner el pie, se venía abajo. Era
imposible! Escondió la cabeza entre las manos sin saber quién era ni en qué
lugar estaba. Lejos cantaban unos chicos: “Cucú, cantaba la/cucú, debajo del
agua”. Eran felices, como lo había sido él en esa edad. El golpe de unos
bujes y el traquetear apresurado de unas mulas, lo sacó de la oscuridad en la
que había caído. Oyó una algarabía dentro del carro y se propuso dejarlo
pasar. Sin embargo, el carrero, al divisar su bulto, se detuvo y lo invitó a
subir.
-A donde van?-, preguntó por decir algo.
-A una hachada. Más allá del Retumbadero.
-Y nu’hará falta gente en esa hachada?
-La pregunta! Y pagan bien, amigo! P’al cabo di’hacha alcanza- dijo
riendo.
-Suba y allá trate con el contratista-. No lo pensó dos veces. Varios de
los pasajeros iban muy alegres y la botella pasaba seguidito de boca en
boca. Ya ubicado en el hondo cajón, ante las invitaciones a beber debió
tomar unos tragos y solamente respondió con pocas palabras a lo que le
preguntaron. No tenía deseos de hablar con nadie. Quería estar solo;
ansiaba llegar al medio del monte para escapar de todos. Una lluvia invernal
que empezó a caer, apaciguó los entusiasmos y los obligó a todos a
arrinconarse en un apunta de la caja del carro.
Llegaron cerca de la madrugada, molidos por el zangoloteo. Allá se
persuadió que no tenía ni hacha para empezar en su nuevo trabajo. De modo
que tuvo que entrar empeñándose para disponer de su herramienta. Armó el
“torito” y empezó a vivir su vida de hachero. En tanto el cabo de su hacha
nueva se bruñía, sus manos se llenaban de callos. Tenía que hacerse
pedazo para no quedar atrás en su lucha, porque le faltaba baquía para dar
los golpes que abatían a los árboles gigantes. Menos mal que un viejo, al que
llamaban Mataco, porque nunca dirigía la palabra a nadie, le fue enseñando
cómo y dónde dar los golpes. Y cuando el árbol era muy grande, hasta
dejaba de hacer su trabajo para darle una mano.
Rendido, casi muerto, regresaba a la noche a su chocil y allí todavía el
viejito le alcanzaba unos mates amargos y le asaba el churrasco las veces
que él no tenía voluntad para hacerlo. Fueron duros esos primeros días por
el cansancio, el desprecio que adivinaba en los otros hacheros desde que
descubrieron que era un pueblero, por tanto polvo de recuerdo que no podía
aventar de una vez por todas al diablo, como se proponía. La presencia
siempre cercana del viejito, lo libró más de una vez de pensamientos
descabellados. Era como el hada madrina de los cuentos del abuelo. Gracias
a él, poco a poco se fue acostumbrando a esa vida, dura, metido en la
espesura del monte, en medio del silencio impresionante al que solamente
quebraba el canto de algún pájaro o el golpear incesante de las hachas. Le
pegaba ya a los árboles como si fuesen enemigos y se acostumbró a verlos
tendidos y a echárseles encima con rabia, como para descuartizarlos. Ya no
pensaba como al principio que le destruía la sombra bienechora y que
destruyéndolos ahuyentaba la lluvia y los pájaros.
Una vez por mes venía el “mister” con sus botas altas, su gran sombrero
de corcho, su porte de “mandamás” y pedía a los gritos: -Más, mucho más
“tentetaco”, mucho “tentetaco”! después, duro a quebrachito, poste
quebrachito! Eh? –Y se frotaba las manos, ansioso. Era la madera que tenía
más valor y era grande su apuro para sacarla cuanto antes.
-Pega ariba...ariba...tronco deca...y apura, vamo...vamo! –Pero el pago,
en cambio, era escaso y se demoraba demasiado. Estafaban con la
proveeduría como en todo. Después de pagar el cabo del hacha y las
alpargatas apenas, les quedaba un real para avivar sus desesperanzas.
Hundido en su soledad, se preguntaba cuál era el futuro de esos
hombres fuertes, capaces muchos de ellos, que dejaban todo, mujer e hijos,
para salir a ganar lo que necesitaban para vivir muy pobremente,
rasguñando. Y a veces, lo único que podían llevarles al regresar, era la
amargura por tanta frustración, convertida en una rabia que les clavaba
garras en los corazones. Y de dónde podría venirles la salvación?
Comprendía mejor que nunca que andaban libres, pero que estaban presos y
que eran sus rejas de sombra, de falta de esperanzas, de injusticia. La
injusticia! Se acordó de Otto cuando decía esa palabra apretando los puños y
mirando al cielo, como en un ruego para que alguien viniera a borrarla del
mundo de una buena vez. Y nadie podía decir que no trabajan, porque desde
el alba a la noche, se escuchaba el jadeo de los pechos fuertes dejando toda
su energía en el tableteo de los golpes secos, cortantes de las hachas. Y si
habían algunos enviciados y otros que se habían llenado de mañas para
poder salvar el cuero, al que vivían exponiéndolo para que no se lo hicieran
lonjas, muchos más eran los hombres íntegros que trabajaban de buena fe,
que creían que su trabajo pronto comenzaría a ser valorizado y que entonces
les sería posible empezar a vivirlo como hombres dignos, junto a los suyos.
Como había también los que pensaban que las cosas habían sido siempre
así y que seguirían siéndolo, porque no podía haber otra forma de vivir. Los
ricos gozando de su dinero, los pobres cargando con sus penas.
Y lo mismo que en sus días de carrero, aquí también al frío y al sol
había que pasarlos endureciendo el cuero, no haciéndole asco a nada,
compartiendo las estrecheces del “torito” con las víboras y las arañas. El
agua les llegaba cuando el contratista se acordaba de mandar el muchacho
con el barril, lo mismo que la carne y la galleta. Y a todo había que hacerse,
a la sed, al agua inmunda para beber, a la carne olisca.
En las noches se quedaba a la orilla del fuego, pensando, porque el
sueño se le escapaba de los ojos. Qué vida tan diferente la que llevaba en
ese lugar! Era realmente la de un condenado. Comprendía que si todo lo
lindo que tenía la vida lo había perdido, había sido por su falta de valor para
hacer valer sus derechos con uñas y dientes, como debía ser. Y de nuevo
andaba perdido en los montes como un perseguido. En la hachada no quería
que nadie lo reconociera y como le preguntaban que de dónde era y cómo se
llamaba, inventaba nombres y circunstancias. Aunque no quería saber nada
de Concarán, por que de nuevo se había propuesto olvidarlo para siempre, el
cariño por su pueblo se imponía y allí donde hiciera una rueda de carreros
para comentar lo que en él sucedía, su corazón, como un cazador escondido,
lo llevaba a prestar atención, desde una distancia discreta a todas sus
conversaciones.
-‘Ta lindo el pueblo!-, les oía contar a veces. –La negrada se chupaba
con patas y todo! Total, lo qui’hay es plata pa’tirar p’arriba!
-Hay de todo y pa’ todo-, ponderaba otro.
-Lo conocis al Tuerto Luna? Con l’alpargata se pelió a dos milicos y les
hizo volar el sable al diablo!
-Esos son machos, carajo! –Y para festejar, se mandaban adentro unos
tragos largos y calientes.
Una noche, unos hacheros que iban pasando para Santa Martina,
contaron que le habían dado muerte a don Zenón.
.Dicen qu’era pícaro el viejo, no?
-Uffff! Y lu’agarraron con las manos en la masa; mejor dicho, en l’agua,
porque ‘taba sacando un tapón pa’ robarla, cuando lo dejaron seco di’un tiro
atrás ‘e l’oreja. -A casi todos los que escuchaban, esa noticia los dejó poco
menos que indiferentes. Como el conocía las mil picardías que ese hombre le
había hecho al padrino, pensó en lo aliviado que había quedado con la
desaparición de semejante vecino. Y luego de escucharlos largo rato, se
quedaba soñando con su pueblo de niño, donde todo era lindo, alegre y
como transparente. Concarán pareciera estar siempre amaneciendo en un
día de primavera como si las alboradas durasen hasta más allá del atardecer.
-Por qué no si’acuesta, Nachito?-, le decía don Gabo al que los otros
llamaban El Mataco, tendiendo sus lonitas cerca de las de él.
-En seguida-, le respondía y seguía envuelto en sus pensamientos.
-Parece que ‘ta apenau-, le decía el viejo en voz baja, como si le viniera
de lejos y tras un velo de nostalgias. Se sabía muy poco de ese hombre que
cuando no hachaba, se lo veía sentadito, escondido con los pelos duros de la
cabeza, bien parados, como un cepillo, los pómulos salientes y hundidos los
ojos, que parecían estar siempre preguntando algo que nadie sabía
responder. Si alguien le preguntaba que de donde era, contestaba que de
cualquier parte, “yo siempre anduve en los caminos, como el viento”. De su
nombre apenas se acordaba; vivía como en una noche larga y permanente.
-Le parece que no puedo tener penas?-, le respondía a sus preguntas
en esas noches desveladas.
-Mejor que no...pa’ que...deje eso pa’ los viejos como yo. Fijesé,
yu’antes tenía penas, unas penas que me venían yo no sé donde...ahura
también las tengo, pero ya sé qu’es por culpa del Zurdo, que me vive
buscando la boca.
-Usté no li’haga caso-, le aconsejó.
-Claro que no, pero si un día me toca juerte, hombre soy.
-Eso si que no; dejesé estar, ya arreglaremos eso. –Nadie podía
explicarse porque el Zurdo lo provocaba así. Era un tipo grandote, como un
toro, que vivía buscando camorra. No se le borraba del rostro una sonrisa
burlona y cuando hablaba o reía, dejaba ver unos dientes grandes como de
caballo, de los que había perdido dos o tres ya, de un porrazo que se dio por
mostrar habilidades de domador, que no tenía. Había quedado también con
una pierna torcida a la altura de la rodilla, lo que le daba un aspecto cómico
al caminar. Además de odioso, se lo sabía de boca dura y muy capaz de
pegar una puñalada como si nada. Tenía razón el viejo Gabo de vivir
preocupado; él no se emborrachaba nunca junto a los otros, el viejo comía
solito en su plato de lata, cortando la carne con los dientes, ajeno a todo,
como si viviera en otro mundo, mirando lejos, perdido en sus pensamientos.
Y era entonces cuando más le gustaba al Zurdo hacerse el gracioso,
molestándolo de una manera u otra. A veces, si el viejito estaba sentado en
el suelo con las piernas cruzadas, había de acercársele con la botella de
vino, para obligarlo a beber. Parsimoniosamente don Gabo recibía la botella
y luego de mirarlo a Nacho como preguntándole qué debía hacer, bebía un
trago y se la devolvía.
-Besos no viejo! Besos no!- lo amenazaba mirándolo como para
comérselo y volvía a exigirle que bebiera. –Tomá más, viejo cascarudo! –Y
finalmente cuando el viejito se pasaba dos o tres tragos haciendo la cara fea,
pegaba una carcajada larga que retumbaba por entre los montes, al tiempo
que le hacía cimbrar la melena larga que le caía por la espalda. Había que
tratar de calmarlo para que no siguiera con ese juego. Y con mucha
paciencia tenía que ser, porque era muy quisquilloso y retobado.
Vaya si tenía razón el pobre indio de vivir preocupado con semejante
amenaza. A veces don Gabo desaparecía por dos o tres días sin que nadie
pudiera saber por dónde andaba. Hacía por la noche, despacito y en silencio,
un atadito y al día siguiente no amanecía en su choza. Regresaba taciturno y
se quedaba sentado en el suelo, en un rincón, con las manos sueltas sobre
las rodillas. Solamente de entre los pómulos salientes le asomaban sus
ojitos, como estirados. Si Nacho le preguntaba que dónde había andado,
respondía que “lejos”. Y callaba. Pero afloraba a su rostro playo, como un
dulce éxtasis, una alegría profunda que no alcanzaba a disimular con su
aislamiento y silencio.
Una noche, cuando ya todos los hacheros del campamento se habían
retirado a dormir y las brasas relumbraban levemente como un tibio corazón
de luz, se aproximó al lugar donde estaba Nacho y luego de sentarse,
empezó a decirle en voz muy baja: -Yo soy triste...yo tengo penas...porque sí
nomás será. Cuando no puedo más, cuando la tristeza parece que va a
voltiarme, me voy. Hay un lugar pu’allá, “Los Cerrillos” se llama y áhi güelvo
adonde vivió mi gente. Estando en ese lugar, me parece que oigo hablar a mi
gente, sabe? Pongo mi mano sobre los rastros que ellos dejaron hace
añares, sabe? Y áhi, quietito, veo salir la luna como la vieron ellos y a veces
parece que me van a nacer palabras que no mi’acuerdo pa’ saludarla...lo
mismo mi’ocurre con el Padre Sol. Y viera...hay dibujos en las piedras, cosa
que me parecen haber visto hace muchísimos años cuando era chiquito o
antes di’haber naciu, no se... Y yo los voy mirando di uno por uno y paso mi
mano por encima como acariciándolos...y es como si fuese dibujando el alma
de los que por áhi anduvieron antes. No ve? Y marcando en un desplayadito
del suelo, continuó diciendo: -Hay dibujos así, ve?-, y fue dibujando llamas,
triángulos y muchas otras figuras que él nunca había visto y hablándole de
fecundidad, universo, vida...y como le preguntara que cómo sabía todo eso,
le respondió: -Y...son cosa de las que mi’acuerdo estando áhi, viendo
aquello...me viene no sé de dónde, como si el aire cuando anda entre las
hojas contara cosas o el agüita del arroyo...ellos cuentan cosas... –Le
brillaban los ojos y parecía que sus manos endurecidas apegadas al pecho
apretaran su propio corazón. –Allá hablo mucho con ellos. Y ya cambio. El
corazón se lava de todo esto...tristeza, pena, muerte...toda tristeza queda
allá, como la víbora que deja la pelecha. Y vuelvo a empezar, contento,
pensando que otra vez podré volver y qu’estaré cerquita d’ellos, d’eso que
me parece han siu mío, como si estuvieran mi mama y mi tata y todo mi
mundo. Los viejos caciques nu’han muerto...están vivos. Cuando ando por
allá, por entre las sierritas, oigo cantar el espíritu d’ellos en las
madrugadas...y hay que oír como solloza en las noches de viento porque
vuelve a la tierra querida, Nachito, y nos llama y nos hacer regresar siempre
a los que nos vamos...
Le parecía que el viejo tenía razón. El había estado una vez en ese
lugar donde en cavernas y piedras al aire libre había dibujos y también se
había maravillado al encontrar piedras labradas. Sin duda que en lo más
recóndito del alma, el indio se encontraba con ese mundo que había sido
suyo y el que se le había extraviado bajo una cantidad inmemorial de días.
Por eso lo sintió más cerca desde entonces, como si fuese su propio padre.
Otras lo sentía como si fuese su hermano mayor. Y no le cabía duda de que
así era, en ese mundo opaco por el que atravesaba junto con los otros
hacheros.
Los hermanaba la pobreza, la misma escuálida y mentirosa esperanza,
el vino agrio, toda aquella opresión que les venía de lo que Otto llamaba
injusticia, pronunciando la palabra como si quisiera despedazarla con los
dientes. Pero muchos parecían no tener noticias de ella, y así nomás tenía
que ser, porque todavía se demoraban peleándose, en vez de unirse para
defender los derechos que le pertenecían, especialmente el de vivir como
hombres en una tierra que era de ellos y que todo podía brindarles para vivir
felices. Pero el camino era enredado y cuando pensaban en esas cosas, se
encontraban perdidos como en un gran laberinto. Y lo mismo parecían estar
todos, sin una alegría sana, compartiendo como en un infierno la misma torta
dura, el agua sucia, las esperanzas deshilachadas y unas risas largas,
histéricas, sin motivo. Era, tal vez, ese mundo de pesadilla en el que se
movían el fruto de la debilidad que los quebrantaba, de enfermedades mal
curadas, de las asoleaduras que les chupaba los sesos, de la ignorancia que
les apaga toda luz de esperanzas. No podía haber hombres de instintos tan
salvajes como el Zurdo, a no ser que todas aquellas cosas los hubieran
castigado despiadadamente.
Llegó un día en que, decididamente, el Zurdo quiso golpearlo al viejo
que se negaba a beber de la botella que le alcanzaba. Era lo de siempre.
-Le pido que lo deje de cargosiar- dijo Nacho acercándosele.
-Ve?-, le respondió mirándolo fiero, con el sombrero quebrado en la
frente y la sonrisa de loco marcándole la cara. –Dende cuándo habré recibiu
órdenes di’un bebeleche-. Contuvo su reacción Nacho y buscó la salida
conciliadora.
-No le doy órdenes, pero debe comprender. Don Gabo anda enfermo;
otra vez lo complacerá.
-Sí, otra vez tomaré-, aseguró el viejo levantando apenas una mano y
rogándole con la mirada que lo dejara en paz.
-Querís que yo te cure?-, siguió diciendo el Zurdo, alzando la voz con
insolencia. –Yu’a las mañanas no las curo ‘e palabras, las arranco ‘e ráiz!
Con el cuchillo las arranco! –y buscó entre su faja negra el cuchillo. Fue
entonces cuando Nacho, dando unos pasos al frente llevándose la mano a la
cintura, le reclamó desafiante: -Nu’hi visto zurdo güeno ni burro parejero! Que
lo deje ‘e molestar l’hi dicho!-, le grito poniéndosele adelante ya dispuesto a
todo. El Zurdo, como si no pudiera creer lo que estaba viendo, sorprendido,
respiraba cortito, como acezando. Luego, una risita forzada empezó a
aflojarle el cuerpo y guardando lentamente le cuchillo, avanzó con sus brazos
abiertos hasta donde estaba Nacho.
-Pero hermano! Cómo te la tomás en serio! No vis que ‘taba bromiando?
-‘Ta bien...mejor así. –Cuando el otro, después de repetir que eran
amigos se fue diciendo que iba a buscar más vino al boliche, don Gabo volvió
a hablar.
-Gracias, Nachito! –Y sin agregar más, quedó sentado en el suelo,
inmóvil en su rincón preferido, mirando el fuego, con las piernas cruzadas,
abandonadas las usutas, surcada la cara por miles de arrugas que se hacían
más visibles en ese momento. Más tarde, sin decir palabra, Nacho le oyó
andar como una rata, yendo y viniendo en su chocil. Luego apareció con un
atadito de ropa en una mano y con el hacha en la otra.
-Me voy, Nachito-, susurró apenas, con voz llorosa.
-Y a donde piensa ir a esta hora?
-No sé...pero me voy. No puedo quedarme aquí. Ese loco volverá
borracho más tarde y me matará.
-Pero no le tenga miedo. Perro que ladra no muerde, no vio?
-No, no. Me voy-, insistió decidido a alejarse, pero se contuvo. Por qué
no mi’acompaña un trechito? No seia que me lo tope por áhi.
-Pero no...si ese no vuelve ahora.
-Vamos hasta el pueblo, quiere? Di’áhi seguiré viaje yo solo.
-Sabe, don Gabo? Yo no puedo ir al pueblo- le respondió sin pensarlo
mucho.
-No? Qui’acaso lo busca la policía? –Como le respondiera en forma
negativa, continuo diciendo el viejo: -Y ento? Libre es...puede ir ande usté
quiera. –En parte tenía razón; pero no se decidía, aunque ganas no le
faltaban. Pensaba en Renata, en su madrina, en su cobardía de siempre,
mezquinándole el cuerpo a las situaciones difíciles, negándose a encarar de
frente a las cosas cuando no venían bien. Le daba por pensar, mientras el
viejo lo miraba con ojos suplicantes, que toda la vida la había pasado
pensando solamente en él, con un egoísmo tremendo, con olvido completo
de todos los demás que lo rodeaban. Por qué no podía ayudarlo al viejo
como se lo estaba pidiendo? Era bien cierto que si no ponía distancia con
ese hombre que lo perseguía, en cualquier momento podía degollarlo como a
un peludo. Y de nuevo, cuando le miró los ojos, que seguían diciéndole de
todo su gran desamparo, se sintió tan conmovido, tan lleno de lástima, que
se le acercó y lo apretó fuerte entre sus brazos, pareciéndole que estrechaba
en ese momento junto a su corazón, al padre que no había llegado a
conocer.
-‘Ta bien, don Gabo; en cuento se duerman los otros, nos haremos
perdiz. –Todavía en la mirada del viejo había incredulidad. Pero cuando lo vio
preparar el atadito de ropa, encontró en sus ojos una alegría que nunca le
había visto.
Tras un rato, sobre el silencio total, salieron. Estaba despejada la noche,
florecida de estrellas. Con las senditas apenas alumbradas, cayeron al
callejón. A Nacho le parecía que iba descubriendo de nuevo el maravilloso
mundo de las estrellas. Tal vez, pensaba, al viejo le ocurriera lo mismo,
porque iba soñando, mirando y mirando al cielo, como si quisiera bebérselo.
Ninguno hablaba. Algún colcón intentaba cubrir de oquedad la noche, pero el
silencio seguía abriéndose como una flor purísima. No tenía en claro que
haría al llegar a Concarán. Después de tanto tiempo le resultaría muy difícil
reencontrarse con Renata. Mejor no pensar en eso. Tampoco se animaría a
visitar a don Ciriaco. Vilchez y su gente habrían hecho correr una versión
acomodada a su propio paladar del motivo del despido. Y lo menos que
habían dicho de el, sería que era un anarquista, ladrón y cuchillero. Con todo
eso, cómo podrían quedarse a vivir en Concarán por más que lo deseara! No
le quedaba otra salida que seguir compartiendo la vida del indio.
Caminos...caminos....huir....huir siempre. Ninguno de los dos tenía tierra ni
familia ni quien levantara un dedo por ellos en caso de necesitarlo. El viejo
tomaría un tren de carga esa noche rumbo al sur. En tanto caminaban, se le
hacía más penoso decidirse a abandonar el pueblo para siempre. Aunque
todos sus razonamientos lo llevaran a esa conclusión como la única, no se
definía. De todas maneras, le quedaban todavía unas horas para tomar la
resolución.
Pasada la media tarde llegaron y orientados por él, empezaron a orillar
el poblado en busca de algún boliche donde no lo conocieran. No quería que
nadie se enterara de su paso por ahí. Encontró uno nuevo antes de cruzar
los rieles. “La buena parada” decía el letrero. Poco más al poniente, divisó la
torre de la iglesia, el techo de algunas casitas, el verdor de los huertos y los
dos álamos de la casa de Renata, elevándose airosamente hacia el cielo.
Entraron; medio escondiéndose detrás de la puerta que daba a la calle, junto
a una mesita desvencijada, empezó a compartir con el viejo Gabo las rodajas
de mortadela con pan y el medio litro de vino que pidieron. No hablaban; se
miraban de vez en cuando y se entendían. El sufrimiento parecía haber
ensamblado sus almas. Y los dos se agradecían en silencio por haberse
encontrado. En ese momento estaba poco menos que decidido ya. La idea
de los rieles que llevaban lejos lo atraía y con ellos, el alivio que encontraría
con el olvido de Renata y de su pueblo. Su compañero no le decía nada,
pero entre trago, y trago, más allá de los pómulos aplanados, asomaban los
ojos como tras de una lomada chata, siempre preguntando por qué, hasta
cuando. Por parte de él tendría la respuesta en seguida. De los otros, tal vez
nunca.
Alguna voz lejana, el resoplar de la locomotora, un aullido, la vieja
bigornia de don Blas, el aroma que el aire traía, los pedazos de paisaje que
divisaba a través de la puerta, junto al vino que ya le estaba llegando al
corazón, lo fueron sumergiendo en la nostalgia. Dejar todo aquello que tanto
quería, no ver nunca más a Renata, dejar atrás para siempre esas calles, las
acequias que corrían por el costado de las veredas, la plaza tan bonita, los
zorzales y cardenales llenando de trinos el día, su buen amigo Yurka... era
mucho todo eso, su único capital. Se le humedecieron los ojos y una sonrisa
quedó nublándole el rostro moreno.
-Le pasa algo, Nachito? –No supo qué responder. Paladeó todavía esa
dulce tristeza hecha de hermosos recuerdos y luego respondió: -Sí,
mi’acordaba de un güen amigo que tengo aquí. Y si no lo veo está noche,
estoy seguro que no lo veré nunca más.
-Y por qué no se despide d’él?
-Es que no quiero ver a nadie en el pueblo...ni que me vean...esu’es...
-Ve? Y que juerza qui’ha de ver a los otros? Vealó a él nomás. Dígame
donde podré encontrarlo y yo iré a llamarlo. –Le gustó la idea, le dio las
indicaciones y de inmediato salió el viejo haciendo sonar ligero las usutas.
-Así soy-, se lamentó cuando hubo quedado solo. Todo lo dejo porque
si. No se luchar, soy un cobarde, vivo huyendo como perro sarnoso. Mis
intenciones son buenas, pero de ahí no paso. Y eso de qué sirve. Al Negrito
ya lo olvidé. A Yurka lo saqué de la mina pero lo he dejado después que se
las arregle como pueda. Del tío Sinibaldo ya ni mi’acuerdo y ahora estoy
pensando a ratos en despacharlo al viejo en un tren de carga y que Dios lo
ayude. Soy un desgraciado, un cobarde. Pienso en mí solamente y dejo a los
otros que se las arreglen con su destino. No, no debo ser así. Tengo que
pensar también en los demás y estar decidido a ayudarlos, a jugarme por
aquellos a quienes quiero y que se las ven fiera. Debo ser como m’enseñaba
doña Santa... Ella y su historia de Jesús... –Había dejado caer la cabeza
sobre la rústica mesa. No supo hasta cuándo.
-Ahí lo tiene...- A su lado estaba el indio, y parado, mirándolo, sonriente
y meneando la cabeza, como diciendo que no podía creer lo que estaba
viendo, Yurka.
-No le dije? Ahicito nomás ‘taba-, explico el viejo. Pero Yurka ya se
ahogaba en un mar de preguntas: por qué te juiste, por donde has andau, y
di’ande venís a salir esta noche, hermano! Y él que no podía responder, que
no le decía ni una palabra porque no le nacían. Y se miraban de nuevo,
decían: “Pero mirá, no?”, hacían chocar de nuevo los vasos y compartían en
el vino común la misma alegría por haberse encontrado otra vez.
Cuando por fin se serenaron, Yurka fue el primero en ordenar los
pensamientos.
-Todos me preguntan siempre por vos.
-Todos?- Los ojos relampaguearon a Nacho.
-Si, don Ciriaco, Clarita... –Y la sonrisa pícara de siempre, asentada en
su cara flaca, y el mismo mechón rebelde borrándole parte de la frente,
denunciaron lo que escondía. Hasta que al fin, ya sin poder soportar más,
Nacho soltó la pregunta que ya venía ahogándolo: -Y la gringa...se casó?
-Que se va a casar! Ahi ‘ta esperándote! Flaca ‘e tanto llorar! Vieras!
-No me digas!
-Y como no! Si sos más zonzo qu’el que echo l’argolla al agua pa’ que
si’ablandara! Más de uno se le va de boca lo que la ven solita, con esos ojos
y... Y los que se li’arriman no son ningunos cortados como vos... tienen
chifunía los guasos!- finalizó diciendo engrosando la voz y cortando la
intención que había estado poniendo en las primeras palabras.
-Son gringos chaludos, ya te digo, que li’hacen caír las babas a don
Nino, como viejo que ‘ta por enlazar. Viera!
-Dejalos nomás...- El alma le estaba volviendo al cuerpo.
-Y que pensás hacer? –Cuando le respondió que seguiría viaje hacia el
sur con su amigo en algún tren de carga que pasara esa noche, lo miró sin
decir palabra y luego, como con lástima y sin sacarle los ojos de encima,
exclamó: -‘Tas de remate, hermano! A donde pensás ir a dejar tirada
l’osamenta! Si aquí tenís mucho qui’hacer antes. Si’abrió hace un tiempo
una casa ‘e ramos generales y don Ciriaco te consiguió trabajo áhi.
-Así es que...- Se pasó la mano por el cabello, sin saber qué decir.
-En serio...el mandó que te buscará un día...pero ande ti’iba a hallar!
Pregunté por todos laus, a gente ‘e Renca, de San Pablo, de Santa Bárbara y
nada! Parecía que ti’había tragau la tierra!
-Y el padrino qui’hace-, preguntó cambiando la conversación.
-Ahi ‘ta, lo veo seguidito-, respondió poniéndose colorado.
-Ah, si? Ti’has hecho muy amigo d’el?
-No, no tanto d’el...mi’anda gustando la inglesita.
-Ruth? Esas si que son novedades. –Lo miró detenidamente y lo halló
convertido en un mocito ya. –Y siempre trabajás en la herrería?
-Ahura mi’han ascendido. Soy herrero mayor.
-Mi’alegro. Y eso qu’es?
-Y darle a los fieros en la bigornia con el martillo más grande.
-Andate al diablo! –Y rieron con ganas y se palmearon de nuevo la
espalda como para sacudirse el polvo.
-Contame qui’otras novedades hay-, preguntó con ansiedad. El corazón,
como resucitado, quería sabe de todos aquellos que se asomaban a su
interior en sus horas de mayor nostalgias. Y la voz cansada de Yurka, entre
vaso y vaso de vino, fue satisfaciendo su curiosidad. Pedro y Temer, los
turcos, seguían dando que hablar con su exagerada manera de divertirse.
Todas las noches, le contó, continuaban oyéndose galopes desenfrenados,
gritos de borrachos, disparos por los cuatro costados del pueblo y verdaderas
batallas armadas entre la policía y los matreros y retobados, que no se
entregaban a dos tirones después de armar tremendos zafarranchos. Y no
eran pocas las veces en la que, también a los guardianes del orden se les
había ido la mano dejando a más de uno hecho un colador. Los pocos
caudillos que había, seguían igual, haciendo promesas que nunca cumplían y
los amigos del juego haciendo de las suyas en los reservados y tugurios de
la costa del río.
El mechero se adormecía sobre un tarro en el mostrador, cuando Yurka
hizo una pausa. La noche, afuera, se espesaba. Aspiraban el olor a las
acacias, que se parecían a la flor de la alegría: blancas y dulcemente
perfumadas. Un tren hacía maniobras con un ruido sonoro de paragolpes,
que sonaban a campanas tocando a gloria. El cornetín del marucho sonó del
otro lado de las vías anunciando la llegada de una tropa de carros.
-Ya te dije, sigo pensando en irme con él- dijo señalando con la mano al
indio que permanecía acurrucadito, como si lo único vivo en él fueran sus
ojos.
-No, eso si que no!-, replicó Yurka levantando su alta figura-, ya hiciste
muchas macanas en esta vida. ‘Ta güeno ya. Vamos a casa. Allá
arreglaremos todo; desde ya te digo que tu amigo no será problema porque
pa’él hay trabajo en l’herrería si quiere.
Y cuando quiso acordar, Yurka lo conducía como si lo llevara detenido,
fuertemente tomado de un brazo. El aire fresco de la calle, las estrellas, el
aroma de las flores, un rebuzno lejano, el resoplar de las locomotoras, todo,
todo era Concarán. Y cómo lo quería a su pueblo! Lo sentía en el alma!
-En casa tenís la ropa. Yo te la retire de la fonda cuando te juiste. –Las
pálidas lucecitas de los faroles, apenas temblaban en las calles oscuras; y
por ellas se le aparecía a momentos la imagen divina de Renata. A otras,
eran Clarita y su padrino los que le parecía estar viendo a la distancia. La
alegría de estar otra vez en su pueblo, estaban a punto de enloquecerle el
corazón. Qué infeliz había sido al abandonar todo aquello! Llegaron. Nunca
pensó que en casa de Yurka pudiera encenderse tanta alegría porque él
había regresado. La madre lo agasajaba como si acabara de recuperar a su
hijo más querido y todos los demás la compartían, como si realmente
estuvieran festejando el retorno del hermano querido. Y hablaban de una
cosa y de la otra y no se cansaban de preguntar. Pero cuando la vela se fue
desgastando más y más, Nacho empezó a inquietarse. La imagen de Renata
se le aparecía muy cerca y él se sentía como un pajarito que ve abierta la
puerta de la jaula y todo el cielo al alcance de sus alas.
-Y qui’hacemos?-, le preguntó a Yurka sin poder contenerse.
-Esta noche nu’es pa’ ‘tar aburrido-, le respondió adivinándole el
pensamiento. –Tirá esa pelecha pa’ que vamos a lo de don Ciriaco, que yo
llevaré entretanto a tu amigo a la herrería. Después vendré a buscarte.
-Si, pero...- insistió arrastrado por su idea.
-No, no...-, replicó Yurka adelantándose a lo que le proponía. –Ni soñés
con ver a Renta esta noche. Después que salgamos de lo de don Ciriaco
haremos una pasada por la fonda y nada más por hoy, entendido? –Y fue
diciendo y haciendo.
Don Ciriaco descansaba ya a esa hora porque no andaba bien de saludle contó Clarita. Y de inmediato le dio la buena noticia del empleo con el que
todavía lo esperaban.
-Desde hace tiempo que te aguardan. Puedes ir mañana, si quieres. A
Nacho una nueva claridad le entró por los ojos y le llenó el corazón. Porque
había habido un tiempo en que le parecía que nunca recuperaría el dulce
sabor de las palabras “mañana” y “alegría”. Y de pronto, las estaba
paladeando otra vez. Miraba a Clarita y le parecía mentira que la tuviera tan
cerca, que la estuviera oyendo hablar a su lado con su voz clara y llena de
ternura. Como le gustaba soñar, que así como ella, tenía que haber sido su
madrecita!
-Ya te digo, papá no anda bien y además, sigue preocupándose
demasiado por las cosas del pueblo. Y no hay poder de Dios que le haga
comprender que debe abandonar ese cargo. Es hora ya de que piense en su
salud y sus propios intereses, a los que tiene totalmente abandonados. Debe
comprender también que solamente ingratitudes ha recibido por su
dedicación al progreso del pueblo. –Inclinó la cabeza como para llorar. La
lámpara grande seguía alumbrando como siempre, el aparador, las tarjetas
que él había visto colocadas con tanta prolijidad en la mesita de la esquina
desde que era niño y el espejo que parecía reflejar un tiempo ahora
nebuloso.
-Además-, continuó contándole, -papá debe mucho dinero. Y nada
menos que a Rippelloni que es un desalmado; hay que levantar al día los
documentos, porque no perdona.
-Y cómo hará?-, preguntó preocupado. Le miraba los ojos a Clarita, que
seguían siendo dulces en medio de la niebla que parecía flotar en ellos,
como esas nubes que cruzan enloquecidas barridas por los altos vientos en
medio de la tempestad.
-No sé, todavía. Lo único que puedo decirte es que haré todo lo posible
para evitarle sufrimientos a papá-, dijo las últimas palabras como
ahogándose.
Y había en los ojos y en el gesto de ella la decisión de superar todo lo
que se le opusiera, aún llegando al mayor sacrificio que pudieran exigirle.
Tuvo miedo por Clarita, pero sin saber qué podía hacer, sólo se aventuró a
opinar que tal vez algún amigo pudiera facilitarle una salida.
-Ya lo he intentado –le contesto con desaliento-, pero hasta ahora no he
conseguido nada. El que más o el que menos de sus amigos anda también
en dificultades. Las cosechas se las llevó la langosta. Además, de los
correligionarios de San Luis, papá está desilusionado. Cuando lo necesitan,
vienen, de lo contrario no aparecen para nada; menos, en estas
circunstancias. De los ricos que le deben y que pudieran pagarle, no espera
nada ya porque dan vueltas y vueltas para hacerlo y a él no le gusta andar
cobrando y no le permite tampoco que yo lo haga. A veces me da la
impresión de que papá está muy cansado de todo y que se ha entregado ya.
Lo encuentro últimamente tan triste y amargado! –reflexionó con tristeza-.
–Mañana haré la última tentativa para arreglar esta situación ante Rippelloni.
–Se hizo una larga pausa que él interrumpió.
-Y ese gringo qu’es capaz ‘e todo!
-Sí, anda diciendo que nos pondrá bandera de remate en todo. Pero
levantaré los documentos, sea como sea –finalizó diciendo levantando la
voz-. Y lo miró a Nacho como diciéndole que de esa manera se tomaban las
decisiones.
Como si una víbora le estuviera pasando sobre la piel desnuda, Nacho
se estremeció. Comprendía que Clarita estaba en peligro, que necesitaba
ayuda urgente, pero que él no tenía ninguna posibilidad de prestársela.
De inmediato invitó a Yurka a retirarse. Caminaron en silencio un trecho.
El aire traía el aroma de los árboles y le avivaba el recuerdo de Renata y la
ansiedad de verla cuanto antes.
Y fue de repente, entonces, cuando se escuchó aquel tiroteo que le hizo
comprender que en Concarán también se desvelaban los demonios.
Al otro día se supo que los hechos sucedieron más o menos así: Tal
como lo contara Yurka, más de una vez los dos hermanos turcos, Pedro y
Temer, que bajaban al pueblo solamente en horas de la noche y
especialmente días sábados y domingos, para divertirse y hacer de las
suyas, habían obligado con sus provocaciones y actitudes de matones, a
más de un comisario enviado al pueblo con el fin de someterlos, a achicarse,
a hacer las valijas y partir.
Pero un día llegó un hombre muy humilde, que hablaba poco, de ojos
acerados y mirar penetrante, que había pedido traslado como comisario a
Concarán, precisamente porque se sentía capaz de poner orden en el
pueblo, especialmente en horas de la noche, cuando orillaba lo infernal.
A poco de hacerse cargo nomás, ya se las había tenido que ver con los
hermanos turcos y aunque en esa oportunidad, acataron la orden que les dio
de enfundar las armas y retirarse, eso de haber tenido que hacerlo con la
cabeza gacha, los dejo con la sangre en el ojo; y se sabía que, como
siempre, estaban dispuestos a seguir haciendo cumplir su propia ley, que era
la de la entera voluntad de ellos, impuesta a todos los demás.
Y cuando un día, después de un tiroteo en el que habían participado,
recibieron citación del comisario para presentarse en día y hora determinada
ni por un momento pensaron en obedecerle. Sin embargo, fue precisamente
entonces, cuando las cosas empezaron a cambiar. Y no porque el comisario
les metiera miedo por sus valientes formas de proceder ni tampoco por la
fama de buen tirador que tenía y que ya había corrido de boca en boca. Por
ellos, no hubiesen aflojado jamás ni al más pintado. La rebeldía les venía
desde muy adentro y era algo que no cedería ante nada mientras no
cambiaran las cosas que la habían provocado. Sucedió que la madre de los
muchachos, que era un alma de Dios, que vivía con el martirio permanente
de saber que sus hijos arriesgaban la vida en cada entrada que hacían al
pueblo, al enterarse de aquella notificación, les había mandado rogar que
fuesen a verla y una vez que los tuvo al lado, les pidió llorando que antes que
muertos, quería más bien, saberlos lejos, pero vivos. Así podría pensar, por
lo menos, les dijo, que le bastaría desearlo para viajar a encontrarse con
ellos, sanos y salvos. Y tanto había llorado que, al final, contra la voluntad de
sus hijos, les había arrancado la promesa. Sí, se irían lejos, a cualquier parte,
para complacerla.
Llegó el día indicado y tal como pensaban, los turcos no obedecieron la
citación. Y todos también en el pueblo, tenían por seguro que el comisario no
se quedaría con eso y buscaría por todos los medios a su alcance, hacer
cumplir la ley. Que los llevaría por la fuerza, si era necesario, comentaban
que había dicho el comisario. Y que cumpliría su palabra, nadie lo ponía en
duda, porque en el poco tiempo que llevaba en el pueblo, había demostrado
que era capaz de aguantárselas. Era tabaco fuerte el hombre, estaba
probado.
Cuando Pedro y Temer bajaron esa noche al poblado, lo hicieron
sabiendo que harían arder de lo lindo a Concarán. Cerca de la medianoche
llegarían a despedirse de la madre; luego, en tanto Temer daba algunas
vueltas revolviendo viejos nideros, Pedro iría a darle una serenata a Clarita.
Ya le había pedido a Felisardo que se preparara para esa noche, diciéndole:
-Brebare canción más bonita, sabe? Quero que ella sepa que nunca bodre
olvidar, nunca!- Y ya Felisardo había elegido la canción y tenía desde
temprano bien templada la guitarra como para hacer llorar hasta las estrellas
en esa noche tibia y perfumada.
Después de la serenata, Pedro se reuniría de nuevo en la confitería con
su hermano y luego de beber la última copa, harían unos disparos al aire
para hacerlo rabiar al comisario y dirían, entonces, su adiós al pueblo, tras
una vuelta a la plaza, que pensaban dar, como era la costumbre de ellos, a
toda carrera y haciendo arder el pueblo a tiros.
Y todo pudo suceder como lo tenían pensado; pero, estaba escrito que
no sería así; ocurriría de manera totalmente diferente.
Cuando cerca de la medianoche llegaron al pueblo, al pasar por la
confitería, Temer vio que estaba brava la mesa de juego y dispuso
demorarse un momento viendo la partida. Fue inútil que Pedro tratara de
convencerlo para que llegaran primero hasta donde estaba esperándolos la
madre y luego, en todo caso, regresaran a jugar si quería; debido a eso,
continuó solo su camino.
Y contaron así lo sucedido: Cuando Temer entra en la confitería el
ambiente estaba caldeado por efecto del vino consumido, algunas trampas
no muy bien disimuladas en la mesa de juego y por la ansiedad de algunos
de los participantes por tomarse desquite cuanto antes de un forastero que
los tiene con la cola al norte. Entra Temer al despacho con las manos
puestas en las caderas, fanfarrón como siempre y viendo dos cartas tendidas
sobre la mesa en las que están fijos, como hipnotizados, los ojos de los
jugadores y mosqueteros, saca su fino puñal y lo arroja con fuerza
clavándolo en la mesa, encima del caballo de oro.
-Al pingo! Copo la banca, cuñau!-, le grita desafiante el tallador
forastero. El hombre no sabe de quien se trata o lo sabe y le da lo mismo,
porque le responde sin mirarlo siquiera: -Por la tuya, que por la mía nu’hay
cuidau! –Y arrancando el puñal de la mesa lo deja con indiferencia a un
costado en tanto pide otra baraja. Aunque se le enciende el rostro moreno y
el desprecio del forastero lo deja mudo, Temer se agacha, deja pasar y
vuelve a gritar con un entusiasmo con el que intenta cubrir su creciente
rabia: -Ah, creollito lindo! Sirva, batrón, voelta redonda! Turco Temer, baga,
carajo! –Y como quien no quiere la cosa desaloja de su lugar a uno de los
jugadores, ocupa la silla alrededor de la mesa y tapa con billetes de cien al
siete de copa.
-Date voelta de una vez...!-, le exige, serio, echando chispas por los ojos
al pallador. Pero el forastero, soltado como por un resorte, pega un salto, cae
cerca de la puerta y queda cuadrado en posición de lucha con el cuchillo en
la diestra y la manta envuelta en el antebrazo del otro al tiempo que lo
desafía: -Te güa curar d’insolencias, turco sucio! –Y sus ojos buscan a los del
oponente, que están relampagueando. El dueño de la confitería tiembla
detrás del mostrador y la mosquetería a quedado como detenida en el
tiempo.
En el mismo momento en que Temer se descuelga en la confitería de su
montado, en la policía dejan el libertad a Ño Mentira, viejo vago que vive más
en el calabozo que en su rancho y sobre el chirrido de la puerta de su
encierro al cerrarla , un milico, muy alterado, llega diciendo que acaban de
llegar los turcos al pueblo. Parecía que esto nomás era lo que estaba
esperando el comisario desde hacía años.
-Ah, sí?- que dijo. Se tocó la cartuchera, se acomodó el cinto y al mismo
tiempo dio la orden: Que se presenten el cabo y el sargento! –No bien
entraron a su despacho, con severidad les había dado la orden: -Voy a
prender a los turcos. Ustedes dos me acompañaran. – Aunque sabían bien
en el baile que el comisario los había metido, no se les movió un pelo; eran
hombres de coraje también. Haciendo chocar los tacos tras el saludo,
salieron por el zaguán detrás de su jefe, haciendo resonar los pasos.
A todo esto, Ño Mentira, a las chuequeadas, temblando, volándose la
mantita deshilachada, ha cruzado la plaza y viendo luz por el postigo
entreabierto de la casa de don Abud, donde reconoce al caballo de Pedro
atado a un arbolito del frente, atraviesa la calle lo más rápido que puede y
golpea la puerta apresuradamente.
-Qu’en es?- Oye que le preguntan.
-Yo. Ño Mentira. Abran! –Entra de inmediato. Allí están los dos viejitos
que lo reciben con los ojos tiernos, con toda la alegría de tener de nuevo, en
ese momento, a uno de sus hijos entre ellos. Pero la expresión sombría de la
cara de Ño Mentira se las borra.
-Que basa, viejo?- le pregunta el anciano temeroso.
-Qui’hay!-, le grita Pedro echando la cabeza para atrás con altanería.
Ño Mentira hace seña de milicos, grillos y señala hacia la policía, como
si quisiera hablar y de pronto hubiese enmudecido.
-Habla di’una vez, carajo, bara boder intinder!-, vuelve a gritar Pedro,
cada vez más nervioso, pensando que vienen hacia él, por lo que prepara el
revólver que lleva encajado en la cintura.
-No hijo, no!- le clama la anciana con lágrimas en los ojos.
Ño Mentira continua sin articular palabra, con lo que termina por sacar
de las casillas a Pedro, que pegándole un fuerte zarpazo con sus manos
poderosas, le ordena: Hablá di’una vez, carajo!
-Es...es...el comesario!- susurra el viejo temblándole las sucias barbas.
–Va pa’ la confitería con dos milicos...!- suelta las palabras el viejo como si
hubieran estado a punto de ahogarlo.
Pega un bramido Pedro y sale; queda el tropel, porque va a toda carrera
por la vereda de ladrillos. Pero ya los hechos se están desencadenando
rápidamente.
Instantes antes el comisario ha llegado a la esquina y conociendo el
caballo de Temer, atado frente a la confitería, se detiene, mira a uno y otro
lado y luego ordena secamente a sus acompañantes: -Ustedes se quedan
aquí...para prender a este me basto y sobra! –Avanza en el momento en que
Temer, avisado de que viene la policía, deja en suspenso su duelo con el
forastero y sale.
-Date preso, Temer, le grita el comisario desde unos 10 metros.
-Vení, llevame vos si sos tan hombre!-, lo desafía el turco pegado a la
pared a pocos pasos de la puerta de la confitería.
-Que te rindás, te digo!-, vuelve a gritarle el comisario.
-Nunca, merda!- y se dispone a hacer puntería con su revólver, al que
ha sacado con asombrosa rapidez, pero el comisario lo ha madrugado. Su
disparo ha sido veloz y certero. Viéndolo caer lentamente, cara a las
estrellas, da unos pasos hacia él el comisario para retirarle el arma, cuando
por la esquina, entre la sombra de los árboles, como un relámpago, aparece
Pedro, ve en la penumbra a su hermano caído y al comisario que va
aproximándose, revólver en mano, y antes de que los agentes puedan
intervenir, dispara todas las balas del suyo. Mira desplomarse al agresor y
caer en cruz sobre el cuerpo de su hermano. Intenta regresar cuando ve a
los guardianes del orden que vienen a la carrera y entonces, decididamente
pasa corriendo por donde están los caídos, desata el caballo de su hermano,
monta en él y huye a todo galope entre los alaridos, perseguido por toda la
policía que se ha movilizado al oír los disparos.
Se alborotó el pueblo. Fue aquella una noche de llanto, de rabia, de
amenazas y rumores que corrían de casa en casa, de rincón en rincón. Y
siguieron por varios días con sus noches, el miedo, los susurros, la
desconfianza y el temor.
Pedro había desaparecido de todos los lugares que acostumbraba
frecuentar. Para algunos, se decía en los cuchicheos que pasaban de vecino
en vecino, había escapado a las sierras. Para otros, se hallaba escondido en
un sótano, en la casa de un paisano de él. Y no faltaba quien hiciera correr la
voz de que sería su propósito, dada su pasión cada vez más encendida,
robar a Clarita en cuanto se le presentara la oportunidad y fugar con ella.
Todos sabían todo en el pueblo, pero en realidad, nadie sabía nada.
Y Pedro apareció como al mes, pasada la medianoche, sobre el silencio
de las calles pueblerinas. Según contó Clarita mucho tiempo después, estaba
desconocido. Vestía ropas destrozadas, usaba una poblada barba y llevaba
un sombrero de anchas alas, como única prenda nueva de vestir.
-Quien es?- había preguntado ella esa noche oyendo que golpeaban
insistentemente su ventana.
-Bedro, batroncita!-, había sido la respuesta tímida, implorante.
-Pedro!- El miedo había estado a punto de sofocarla.
-Sí, sí, Carita! No asuste, osté, bor favor.
-Que quiere usté a estas horas!
-Guere despedirme! Nada más, entiende. Baisano guere decir adiós!
-Ahora huye, cobarde-, le había recriminado.
-No, no, Clarita! Dejeme exblicar bara que vos entinda. Hermano
muerto, bobre madre desgraciada, llora y llora...yo, yo bagaré tudo, tudo,
locura mía bagaré yo, gumbrende?
-Y qué piensa hacer?-, le había preguntado sin poder contener su
emoción.
-Ya sabrá usté, niña. Loco de amor, gumbrenda, bor eso basó tudo esto!
Loco bor vos, yo loco bor vos, gumbrende ahora?
-Si usted sabía muy bien que eso no podía ser!
-Ah, sí que bodía! Bero yo, bobre, desgraciado, baisano bobre! –Hizo
una pausa, como si se hubiese agotado. Luego continuó: Ahora yo bide a
usté, bor favor abra la ventana, Clarita, abra un momentito nomás, bara
boder besar la mano de mi reina!
-Qué está pensando hacer?
-Desbués entregaré a la bulicía. Yo la hice la macana, yo la bagaré,
gumbrende? Bor favor, te ruega la berdone y deje decir adiós, niña bonita!
Abra ventana, bur favor! –Suplicó otra vez y de nuevo guardó silencio,
respirando con dificultad, como si se ahogara, esperando con ansiedad la
respuesta que anhelaba.
-Sí algún día salgo, -prosiguió diciendo- la juro que la bortaré mejor.
Seré baisano bueno como Mateo, como la Eliyas, como tudos. Bediré allá
novia baisana como ellos y haré casa acá yo también, sabe? La juro, Clarita,
la juro bor Dios!
-Sí-, le había respondido conmovida-, le abriré, pero prometamé que
hará lo que a dicho que se irá enseguida de aquí. Nadie debe saber que ha
venido.
-Si Clarita, la juro bor mi madre! –Entonces ella, abriendo suavemente la
ventana, le había tendido su mano pequeñita. El la había tomado entonces
entre las suyas, como si fuese una reliquia y se la había besado largamente,
mojándola con sus lágrimas.
-Adiós, reina! Adiós! –A la leve claridad de las estrellas lo había mirado
por última vez y luego, como si al hacerlo se le fuera la vida, soltándole la
mano había salido con paso decidido hacia la noche.
-Que Dios lo ayude, Pedro!– se supo después de mucho tiempo que
habían sido las últimas palabra que ella le dijo; luego, afirmada a la ventana,
con lágrimas en los ojos, lo había visto cruzar decididamente la plaza en
dirección a la policía.
11
La noticia de la muerte de Ño Mentira, lo dejó muy pensativo. Tres o
cuatro años se habían ido desde aquella noche cuando en le boliche le oyó
hablar de ponchos, puñales, caballos y de hazañas que contaba una y otra
vez. Con el se había ido un tiempo, todo un tiempo, cuando repetía con
entusiasmo algunos versos de Martín Fierro, cuando contaba patriadas del
tiempo mozo, cosas de cuando estuvo cautivo y muchas otras que, no pocas,
habrían sido ciertas, aunque no se las creyera casi nadie. Pensando en el
viejo, se daba cuenta de que atrás y lejos quedaba su niñez endulzada por
los caramelos que él le daba donde llegara a encontrarlo y que, de inmediato,
hacía arremolinar a todos los niños a su alrededor.
Acodado en la mesa de ese rincón de la fonda que elegía siempre
cuando deseaba poner orden a sus pensamientos y alejarse de la soledad de
su frío cuarto de soltero o, como en esa noche, la espera impaciente del
llamado de Renata para terminar de una vez con las dudas que lo
preocupaban. Comprendía que desde su regreso de las hachadas, había
dejado escapar bastante tiempo sin conseguir un acercamiento definitivo con
Renata. Era verla de una escapadita, mirarla desde lejos en la estación a la
llegada de algún tren de pasajeros, recibir un papel escrito a la ligera, y a
escondidas, donde le juraba una vez más todo su amor. Pero de ahí no
pasaba. La familia de ella continuaba sin tolerarlo y por sus amigos se
enteraba que bastaba que entrara alguno de ellos al despacho de don Nino
para que empezara a hablar mal de los criollos, dejando adivinar sus
propósitos.
-Ah, que una hica mía se case con un creollito...con un negrito...jamás!
Y si era ya en horas de la noche, cuando por efecto de la bebida las
miradas se le volvían melancólicas y más se le abotagaba el rostro, había de
concluir con más furia su perorata haciendo gestos despreciativos: -Porco!
Un negrito d’esos...con Renata...nunca!
Y así transcurría su vida en relación con Renata, como una rueda que
giraba, inútilmente en el vacío, sin avanzar ni un solo centímetro.
Ella seguía estando allá, bloqueada; él más acá, ahogando sus
sentimientos, esperando el momento favorable, ese momento que ya, a
veces le parecía no habría de llegar nunca. En la nueva casa donde
trabajaba, su sueldo no era mucho, pero estaba bien conceptuado y algunos
pesos podía guardar de vez en cuando. Teniéndola a Renata a su lado,
pensaba, todo habría de mejorar para él, porque no gastaría en pagarle la
vuelta a los amigos ni los haría volar jugándolos a las patas de algún pingo
en las carreras. Pero ésos no eran más que pensamientos. El entusiasmo
primero de Renata, después de su regreso, parecía haberse enfriado y
cuando él le proponía hacer frente de una vez por todas a las barreras que
los separaban, ella trataba de serenarlo.
-No tanto apuro! Piano, piano! –Un beso, un pañuelito bordado, bien
perfumado que le dejaba en sus manos como regalo y la promesa de un
pronto encuentro más prolongado, terminaban por convencerlo.
-Nada de dudas, eh? Seré tuya o de nadie! –Y en otro beso le hacía
sentir su ardor y lo convencía de la verdad de sus palabras.
-Pero hasta cuando seguiremos así!- se preguntó y sintió ese momento
como si sus ojos hubieran alcanzado a mirar hasta adentro y encontrarse
entonces, con que todo estaba vacío.
La luz de la lámpara a alcohol, le daba un hermoso color cristalino al
vino de su vaso. Un tren paso velozmente entre resoplidos y haciendo sonar
sin interrupción el silbato. Sin duda que era un tren expreso. Desde la
madrugada hasta esa hora, bullía vivo, siempre acelerado el pulso del
pueblo.
Impensadamente y dándole vuelta a sus ideas, se encontró
estableciendo una comparación entra su vida y la del pueblo en los últimos
años. Mientras él se había quedado mirando pasar la vida, el pueblo, en
cambio, palpitaba como un potro embravecido; crecía por los cuatro
costados, cantaba a veces, lloraba en silencio otras, amaba, quería más y
más riquezas, se emborrachaba, gritaba, apuñalaba y todavía le quedaba
tiempo para desparramar y chorrear de miseria las orillas del bajo y las
barrancas altas del río.
Con los primeros días de setiembre, otra vez los durazneros de los
huertos, junto a los hilillos de agua cristalina, había cantado su suavísima
canción rosada, fresca de alegría y de amor.
La iglesia y el frente de las casas, lucían su blancura delirante, tal como
decía don Ciriaco quería verlos la patrona del pueblo para su festividad de
setiembre.
Se había iniciado ya la novena y empezaba a llegar gente de las sierras,
de las estancias vecinas, de las chacras gringas que se agrandaban más y
más, de Santa Bárbara, de San Pablo, toda con su devoción. Sulkys y
breques cruzaban de aquí para allá, con el entusiasmo de mujeres y de
hombres; mozos y mozas llegaban en sus caballos bien aperados algunos,
los otros pobremente, lo mismo daba, y hasta había visto pasar en una de
ésas a Ramón Agüero en su regio flete, llevando en ancas a María, la hija de
don Cristhus. Vaya si había sido hombre de palabra el tal Ramón Agüero!
El cura de Santa Bárbara, que venía para esa época, había empezado
con los bautismos y sermones; y en uno y otro anochecer, en los
casamientos de ricos y de pobres, iría bendiciendo los amores verdaderos,
los mentidos, los pactos para toda la vida o los que durarían a penas una
noche, ante la patrona del pueblo, que lucía su vistoso ajuar traído
especialmente de Francia y sus más bonitas y valiosas joyas, obsequio de
los feligreses.
Muchas parejas se habían casado en esos días y él había debido
conformarse con presenciarlas a la distancia. Hipólita se había casado con
Pascasio, María Luisa con Eladio en esos mismos días...y él, en tanto,
siempre soñando con que alguna de esas parejas, a las que el cura
bendecía, lo tenía a él como protagonista...que le preguntaba el padre:
“Quiere usted a Renata por esposa?” Y él, con voz apenas audible,
respondiendo con un “sí” que habría de nacerle desde el último pedacito de
sus huesos, porque hasta de ahí, la quería a la gringa.
Recordaba en ese momento que cuando se casaron María Luisa con
Eladio, Renata le había mandado decir que no dejara de hacerse presente
esa noche en la iglesia, porque ella iría y quería verlo. Y fue vistiendo sus
mejores pilchas. Y ella estaba con un vestido azul, largo, bien ajustado al
cuerpo, bien peinados los cabellos rubios y finos, rosada como una joven
vendedora de vida. Que bonitos eran sus ojos, su nariz pequeña y recta, los
labios finos que siempre sonreían! Cómo era posible que siendo tan hermosa
se hubiese enamorado de él? Era realmente como él la veía o era que su
gran amor hacía que se engañara? Para salir de las dudas, le preguntaba a
veces a Yurka; -Decime, te parece linda a vos Renata?
-Ajá!-, le respondió brillándole los ojos verdes. –Si está como pa’
comérsela!
-No bárbaro! Pará un poco! A mi me parece linda, pero en una d’ésas mi
corazón m’está engañando.
-Pero no siás zonzo! No vís los tipos que si’andan relamiendo por ella?
Por algo será. Si tiene unos ojos...ese cuerpo y ésos... –Entonces, viendo
que Nacho lo miraba como para fusilarlo, se quedaba sin completar la frase.
Muy hermosa había estado la novia aquella noche y él, mirándola y
sintiéndose tan cerca de Renata, pensaba que así quería que fuese su
casamiento en setiembre y con Renata vestida de blanco y luciendo como la
reina de las flores.
Siempre deshojando la margarita, había dejado escapar los días como
si estuviera metido en una cueva. Le entraron ganas de reírse de su manera
tonta de vivir. Y eso que el pueblo le estaba enseñando diariamente cómo
debía hacerlo. Rebalsando de actividad, parecía decirle, “estoy ansioso
esperando cada nuevo día, cada momento que vendrá para llenarlo de las
cosas que me propongo conseguir”. Claro que no a todas las horas las
llenaba con cosas buenas. Pero bullía, vivía.
Recordaba siempre que don Ciriaco decía que una vez que se
implantara la nueva ley electoral con cuarto oscuro, todo tendría que cambiar
en política. Empezando porque, para entonces, ya no tendrían que viajar a
Renca, en el atrio de cuya iglesia funcionaban las mesas electorales; eso
obligaba a los votantes a molestias y sacrificios dadas las grandes distancias
a recorrer; en vísperas de elecciones, el caudillo reunía a su gente y viajaba
acompañándolos. Hacían noches alrededor de los fogones y cantaban y
exigían más bebidas los viajeros y muchas veces se armaba cada una, que,
al regreso era triste de contar. Ya en el lugar de la votación, los caudillos
montaban guardia en tanto su gente desfilaba por el atrio é iba cantando el
voto ante la mirada amenazadora del comisario y sus agentes. Con el voto
secreto, todo sería diferente, opinaba don Ciriaco.
Sin embargo, la ley se había empezado a aplicar ya y en seguida se vio
que no todo era cuestión de leyes. Vino a descubrirse así que mucho más
importante o tanto como ellas, eran los hombres que aplicaban esas leyes.
Todo continuaba siendo más o menos igual. Al mismo don Ciriaco se lo
había oído decir protestando que, algunos políticos continuaban valiéndose
de las mismas malas artes anteriores para imponer su voluntad. Lo que no
podían hacer en forma directa, lo hacían solapadamente, valiéndose de
personeros, ya movilizándose en la noche y entrevistando en las sombras a
aquéllos cuya conciencia les interesaba comprar ofreciendo cargos públicos,
sembrando intrigas, falsas promesas, indisponiendo a unos contra otros o
entregando bolsas de azúcar, dinero o lo que viniera. El asunto era comprar,
sobornar. Y ya en el comicio, trenzando las cadenas y haciendo votar a los
muertos y ausentes, despojándolos de las libretas cívicas a aquellos cuyo
voto no se podían asegurar, de una manera u otra, el asunto es que no
pudiesen votar. Además, si eran del partido gobernante, atemorizaban con la
policía, la que recibía la orden terminante: “para los correligionarios, todo;
para los otros, nada”.
Con la esperada ley o sin ella, todo continuaba siendo más o menos lo
mismo en política. Corralones llenos de gente, cantores, vino, empanadas y
más vino nublándoles la razón y despertándoles un ciego fanatismo que
encendían más todavía con palabras envenenadas los caudillos. Tenía que
ganar como fuese, el partido gobernante y ningún otro, por nada del mundo.
Al mismo Felisardo le había tocado hallar la muerte en esa época de locura.
Salía una noche del comité, donde había estado cantando y porque se negó
a gritar “Viva el doctor...”, como le exigían los del partido gobernante, lo
mataron de una puñalada a sangre fría. Concarán había quedado sin su
cantor, sin el corazón de sus bellezas, de sus limpios pensamientos, de la
savia que subía desde la tierra misma por la madera de sus canciones, en
las vibraciones de su sentida voz. No lo extrañaron mucho, entonces, porque
algunos ricos habían venido de Buenos Aires trayendo el fonógrafo y discos
con músicos y cantores.
-Esas voces tiples y gangosas que nos mandan, están matando todo lo
lindo que aquí tenemos en canciones. Cuando se nos vaya Domingo Gauna,
adiós tonadas y gatos, decía lamentándose ante sus amigos don Ciriaco.
Vaya si tenía historias Concarán! las mil y unas historias. Las que se
veían, las que no, porque las guardaba en cerrado secreto...las que se
contaban, las que pasaban silenciosas y solamente las sabían las noches
más oscuras y alguna puerta o ventana que se entreabría apenas. O las que
prendían los sueños de las niñas viendo a la distancia pasar un forastero que
le llenaba el ojo, o aquellas que dejaban quemando como una brasa el
apretón de manos acompañado de una mirada profunda y decidora. De la
que tejía a escondidas sus encajes, la que soñaba con irse un día lejos, muy
lejos; la que ansiaba que corrieran rápidamente los días para que el mundo,
al que debía conformarse en contemplar desde atrás de los visillos, fuese
suyo, un mundo lleno de risas, de alegrías y de amor, sin esas odiosas rejas
que las aprisionaban hasta ensombrecerles el mismo corazón.
Había muchísimas muchachas hermosas, a las que muy pocos
conocían; apenas si sabían de sus voces y de sus risas sofocadas.
Únicamente cuando viajaban era posible divisarlas en la calle; pero,
entonces, llevaban sus sombreros con plumas y el fino tul que les ocultaba
los ojos, haciendo más grande aún el misterio de sus almas, la fascinación
de los labios que parecían sonreír permanentemente a la vida, a pesar de la
luz que les mezquinaban. Turcas, gringas, criollas jovencitas y no tan
jóvenes, estaban allí guardadas detrás de cada puerta, tras de cada ventana,
con sus pasiones y sus ansias ocultas. Y nadie era capaz de voltear esas
vallas para mirarlas, como a una flor o como un amanecer estremecedor.
Hasta la misma Renata no aparecía ya por el despacho como cuando era
más chica y ahora también todo era misterio tras de la reja de su ventana,
detrás del visillo donde se la adivinaba añorando la luz perdida.
Las campanitas repicaron de nuevo dando la segunda llamada para la
novena. Esa alegría que del repique le llegaba y el calorcito del vino,
parecieron templarle como una fragua el corazón. Era como si acabara de
descubrir de pronto, unas terribles ganas de vivir, la necesidad de romper
todos los cercos que le coartaban los caminos y no le dejaban alcanzar su
ansiada felicidad. Había sido siempre muy manso y prudente. Pero hasta
cuándo podía seguir siéndolo si por ser así estaba desperdiciando los
mejores años de su vida, todo lo mejor de sus sentimientos? La pregunta le
dolió muy adentro. Unos criollos que entraron al despacho alborotando, lo
sacaron de su ensimismamiento. Aumentaba cada vez más el número de
fieles que pasaban a la novena; se entrecruzaba el bullicio como el golpeteó
del taco de las mujeres o el seco, apagado, del talón que pasaba calzado con
alpargatas. Cuando dieran la tercera, saldría para la iglesia. No podía
soportar más su impaciencia. El llamado de ella no le llegaba; seguro que
otra vez, no le sería posible salir.
Con la vaga esperanza de encontrarse con Yurka, se asomó a la puerta,
no vio a ningún conocido. Titilaban las luces de la calle, que le daban un
lindo aspecto al pueblo tan lleno de gente a esa hora, gracias a esa nueva
instalación de luz, que tantos malos ratos le había dado a su padrino hasta
ver concretados esos sueños. Las noches se estiraban en tertulias familiares.
También vio luz en la biblioteca recién fundada y en la que siempre veía
gente, empezando por su presidente, don Medardo Aguirre, el vice, don José
María Soler y el secretario, don Eladio Ponce (22), los que siempre lo
invitaban a concurrir en las noches.
Regresó a la mesa dispuesto a esperar otro momento, aunque ya no
podía contener más su tremenda impaciencia.
Unos carros pasaron chicoteando sus mulas que hasta esa hora
todavía, no le llegaba el momento del descanso. Mejor dicho, nunca les
llegaba esa hora. Porque la de ellos, era la vida de siempre, como siempre,
para lo de siempre...la necesidad y la desesperanza. Recordando sus años
de carrero, se condolió. Pobres hombres!-, pensó.
Recapitulando un poco, se daba cuenta de que muchos gringos que
habían llegado con una mano adelante y otra atrás, eran próspero
comerciantes o propietarios muy respetables. Por el contrario, había muchos
criollos que cayendo, que tanta riqueza como la que tenían en campo y en
animales era cuestión de entregarla por lo que pidieran y salir luego a gastar
el dinero a la ligera, como les viniera en ganas, se encontraban de la noche a
la mañana con la desagradable sorpresa de que no tenían ni en qué caerse
muertos. Todo eso había sido para ellos como un sueño; y de pronto, el
porrazo y el despertar en medio de la calle. Y algunos se ganaban la vida de
carreros, y otros hachando para los nuevos dueños de sus propios montes.
-Sí, me confié...y áhi tiene!-, decía amargado un viejo cruzando los
brazos.
-Me jugaron sucio-, se lamentaba otro, con los ojo sin vida, cómo si
hasta de ella lo hubieran despojado ya.
Y el de más allá: -Tenía todo, leña, animalitos que me daban un regular
pasar...después, con esto, nos dejamos estar y estar...y güeno, ya ve como
himos quedau...-, terminaba diciendo a la vez que enseñaba sus manos
vacías.
Y no era obra de la casualidad que así hubiese sucedido; habían vivido
de una manera diferente con todo a mano y fácil de conseguir y no estaban
preparados para hacer frente al nuevo orden, la vida nueva, que, de pronto,
los había envuelto como en un remolino. Qué diferencia con los gringos que
venían ávidos de riquezas, sabían encontrarlas hasta en las cosas más
insignificantes que los criollos despreciaban y así, con constancia y esfuerzo,
sumaban y sumaban sus monedas!
Una tarde se le acercó un hombrecito flaco, envejecido, con el rostro
amarillento, sumido, lacrimosos los ojos y vistiendo un pantalón raído y una
blusa rota y sucia. El siguió su camino cuando oyó que lo llamaban por su
nombre. Entonces se dio vuelta para atender al hombre aquel.
-Que ya no me conoce, m’hijo? –le preguntó con acento lastimero.
-Ah, sí, disculpe-, le mintió. –Qué dice?
-Ya vis, m’hijo...ando mal... –Una fuerte tos lo sacudió entero.
–Nu’andaban bien las cosas por la mina y m’echaron del trabajo...y güeno, ya
vis...
Hizo una pausa como para tomar aliento. –Te quería pedir prestau un
par de pesos. Allá ‘ta mi mujer y los chicos sin tener que llevarse a la boca.
Tenía en aquel momento cuatro pesos y se los dio; pero por más que lo
miraba no llegaba a reconocerlo; la barba rala y sucia, esos ojos
ensombrecidos, las manos temblorosas, la voz ronca... Fue al aproximársele
más y al oírlo decir “gracias”, que lo reconoció.
-Lisandro! Usté?- exclamó sin poder ocultar su sorpresa. El, que había
tenido tanto dinero, todo el que se le ocurriera, se le aparecía en ese
momento en la figura de un mendigo, un impresionante retrato de la miseria!
-Ah, la fresca!-, dijo turbado al darse vuelta para alejarse, sintiendo que
un hilo de frío le recorría por la columna vertebral.
Y cuantas cosas así sucedían en el pueblo! No podía quitarse las ideas
raras que llenaban la cabeza cuando lo veía al Mencho, por ejemplo,
pidiendo una moneda. Si había sido un hombre bueno y trabajador, cómo
podía haber llegado a ese punto? O al negro Teodoro, que era la última
basura que estorbaba en los boliches. Allí estaban sin tener a donde ir, qué
hacer, esperando con los ojos suplicantes que alguien se comidiese,
apiadándose de ellos y pagándoles un vasito de vino. Nadie los llamaba,
parecieran no tener quien los esperase ni nunca una ilusión para ver
cumplida al otro día. Tal vez hubiesen sido hombres de carácter muy débil,
que ante los inconvenientes que la vida les ofreció, buscaron consuelo en los
vicios y así se fueron desbarrancando.
Había también los otros, los que por ambicionar lo que no podían
alcanzar honradamente, igual se dejaban tentar y ya nunca vivirían
auténticamente en paz con su conciencia. Y se hacían ladrones, pillos,
vividores y le tomaban gusto a la vida fácil, al riesgo de la mentira, a la
costumbre de vivir escurriéndole el bulto al trabajo y a la ley. Tomaban un
camino que no dejarían jamás.
Conocía también en el pueblo a más de uno que le gustaba vivir una
vida falsa, llena de apariencias. Aunque tuvieran muy poco y nada para
codearse con los demás arriba, se empeñaban en comprar prendas que no
sabían lucir. Cuando no, organizaban reuniones que los obligaba a gastar lo
que no tenían con tal de darse en el gusto de “rolarse” con los ricos. Esos,
pensaba, llevan una vida de mentiras, si vivir podía llamarse salir de un apuro
para caer en otro, echar aquí y allá una mentira para encubrir otra en un
intento por sostener como fuese ese mundo de falsa grandeza en que se
movían. Pobres! Morían ignorando lo mejor, que es dejar que el propio
corazón viva conforme a los sentimientos sanos y nobles que Dios puso en
él.
Y de sobra conocía también a los otros, a los adoctorados, a los que
tenían y manejaban el látigo, a los señorones que se sentían dueños del
mundo, orgullosos y prepotentes. Acostumbrados a dar golpes, quién les
podía hacer entender qué ese poder comprado del que disponía, no ganado
por capacidad ni esfuerzo, jamás podría durarles toda la vida. Qué sabían
ellos de la compasión por el hermano necesitado, de la mano tendida para
brindar una ayuda al caído! Nunca! Solamente pensaban en ellos, en
escuchar la voz de su egoísmo que les aconsejaba ser más y más
poderosos, tener más y más riqueza todavía, aunque a su pasa quedara el
tendal de estafados, sometidos y menesterosos. Los conocía muy bien a
todos. Y desde el momento que, por haberlo vivido diariamente, conocía bien
para qué lado se inclinaba su corazón, tenía la seguridad de que jamás lo
traicionaría.
Por suerte que por la casa del padrino al que consideraba como un
modelo de hombre, humilde, trabajador y bondadoso, las cosas habían
mejorado. Cuando más critica era la situación, cuando Clarita se había visto
obligada a vender sus alhajas y sus palabras dejaban traslucir la intención de
entregarse al mejor postor, así se llamara Rippelloni, con tal de no ver sufrir a
su padre, se produjo un hecho que conmocionó toda la casa y fue tema de
comentario general en el pueblo.
Una tarde cuando Nacho regresaba del correo, oyó desde lejos que se
acercaba el tren de pasajeros que venía de Villa Mercedes. Los martes y
viernes hacía su entrada a la estación a la tardecita, la que se parecía a la
plaza en un día de fiesta. Los muchachos hacían rueda para charlar y ellas,
las jovencitas, tomadas del brazo, con sus risas contenidas, dejaban escapar
sus ganas de vivir plenamente, sus ansiedades por ser vistas y escuchadas,
ya que empezaban a romper viejas tutelas. Nacho también, algunas veces,
desde que se había hecho costumbre ese paseo, gozaba mirándola a Renata
ir y venir con algunas amigas admirando su manera elegante de caminar, el
suave balanceo de su cuerpo y esa mirada furtiva con la que lo envolvía al
pasar cerca de donde él estaba.
Oyó detenerse el tren aquella tarde y divisó entonces la gente que
empezaba a desparramarse por las calles, vio avanzar a cuatro o cinco
personas desconocidas llevando pesadas valijas. Más atrás, de pronto, vio a
otro hombre cuya apariencia lo obligó a acortar el paso para observarlo
mejor. Era una imagen, una forma humana que emergía desde lejos en su
memoria, como si después de haberlo visto alguna vez, se hubiera esfumado
para convertirse en sombra, a la que en ese momento en vano intentaba
recomponer. Ese hombre alto, delgado, por la manera de caminar, por el
color de la piel, por la manera de vestir y ese sombrero de ala corta, sí, sí, le
hacían acordar a alguien. Ah, sí! Al inglés...pero no, no podía ser. Porque
este hombre era mucho más viejo de lo que pudiera ser para esa época,
mister Jhon. Al acercársele más, se detuvo a mirarlo con todo descaro, en
momentos en que el pasajero hacía lo mismo para observar detenidamente
hacia uno y otro lado como buscando una casa a la que no lograra ubicar.
-Don Ciriaco...donde quedar?-, le preguntó al llegar a donde él estaba.
Al escuchar las palabras suavemente encajadas y el timbre de voz, ya no
dudo un momento y se le aproximó.
-Qui’usté nu’es mister Jhon?
-Yes...si-, repuso con tranquilidad clavándole los ojos claros.
-No si’acuerda de mi? –El viajero, con la pipa en la boca, lo seguía
mirando y mirando sin decir palabra.
-No? Yo soy Nacho...el Nachito de don Ciriaco, si’acuerda?
Y luego de un corto suspenso y de echarle un vistazo de arriba a abajo,
exclamó golpeándose la frente:
-Nacho! Ser Nachito usted? –Y cuando él asintió, se confundieron en un
gran abrazo. Y luego fue llegar poco menos que corriendo a casa de Clarita,
llamarla a ella y dejar a mister Jhon en sus brazos, en medio de gritos de
alegría y lágrimas de emoción.
Que linda tarde había sido aquella! Y que suerte que había regresado el
inglés dispuesto a rehacer su vida! Porque con la decisión de Jhon de
trabajar la estancia de don Ciriaco, donde todos habían resuelto irse a vivir,
la situación económica de la familia empezó a mejorar poco a poco.
Y así, aunque achacoso y disminuido, el padre de Clarita, siguió
cuidando como un bien propio del pueblo, al que quería como algo suyo,
atención por la que nunca cobrara un solo centavo. Pero llegó por entonces
un día en que consideró que había cumplido ya con su deber y decidió
retirarse de tales actividades. Entones llamó a asamblea a los vecinos por
última vez. Allí, en el centro de la plaza, en un atardecer, como tantas otras
veces lo había hecho para arengarlos, aconsejarlos o estimularlos en sus
buenas acciones con voz temblorosa fue entregándoles sus últimas palabras
como autoridad.
-No quería molestarlos más, vecinos, con estas asambleas, pero como
he pensado que ésta será la última a la que yo los invite, creo que me sabrán
perdonar. Ustedes saben que mi gran pasión ha sido la patria, nuestra Patria
y que todo mi cariño lo volqué en este pedacito de suelo puntano, al cual he
tratado de entregarle lo mejor de mis ideas y de mi acción desde este
escondido rincón de nuestro valle. Tal vez sea porque estoy cansado o
porque me están venciendo los achaques, me siento como fracasado en
cuanto intenté hacer aquí. Muchas veces soñé que éste pueblo llegaría a ser
la flor del Conlara, el más lindo y progresista de todos los que se levantan a
la orilla de este río, tan manso y amigo a veces, y tan cruel y traidor en tantas
otras. Los que vengan podrán decir hasta qué punto logré alcanzar mis
anhelos, con la ayuda y decisión de ustedes, mis vecinos y amigos. Porque
cuando las pestes nos abatían, más de uno quiso quemar el pueblo para que
nos refugiáramos en los montes y nunca más volviéramos aquí; cuando el río
nos amenazaba con llevarnos las casas y nos dejó tantas veces sin animales
y con los sembrados deshechos, no faltaron los que quisieron abandonar
todo para hacer un pueblo nuevo, más allá, en el alto. Pero a eso, ni a mil
cosas más, no le aflojamos.
Es cierto que muchos pusieron el hombro y otros no, pero eso no
importa. Ustedes vecinos, saben bien como es el asunto. Nos reuníamos,
conversábamos y siempre, siempre, acordábamos finalmente arremangarnos
una vez más y seguir haciendo la pata ancha en el mismo lugar. Cuando ya
no nos alcanzaban las fuerzas para arreglar las cosas por nosotros mismos,
he pasado notas al Ministro de Gobierno y las rematé siempre con palabras
que nacían del alma de todos ustedes, del fervor, del cariño que sentían por
el pueblo, de las ganas de verlo crecer, que se resumían diciendo: “Señor
Ministro: Nuestro pueblo quiere y debe progresar”. A así hemos llegado a
este día, en que debo hacerles entrega del cargo en el que por tantos años
me fueron confirmando. Allí queda la iglesita, el hospital, la plaza bien
cuidada, los canales para riego, el pueblo con sus calles arregladas y limpias.
Luego de una pausa obligada porque se le secaba la boca, continuó
hablando con voz quebrantada, sin poder disimular su emoción: -Tal vez por
esa pasión mía o por esta misma debilidad que me aqueja, he oído las otras
noches que la Patria le hablaba a mi corazón. La escuché clarito y recuerdo
fielmente sus palabras que no eran para hoy ni para mañana solamente, sino
para todos los días que vendrán. Claro, estarán pensando, don Ciriaco se va
a largar a contarnos un sueño...zonceras! Pero aunque así pueda ser, les
pido que me dejen dar ese gusto. Ella decía: “Hijos míos, dónde han estado?
por qué me dejaron sola! No me reconocen ya? Hace tanto que no me miran
a los ojos! Este, que se llena de luz, es mi rostro. Por dónde anduvieron,
hijos, tanto tiempo ausentes? Por qué me desobedecieron y eligieron para
transitar esos caminos llenos de odios y de mentiras? No me ven como estoy
por culpa de ustedes? Empobrecida, perdiendo las mejores oportunidades
para progresar, triste, castigada. Y todo porque han vivido pensando más en
ustedes que en mí. Yo les señalé el camino a mis hijos dilectos San Martín y
Belgrano y ellos se los marcaron a ustedes, camino de patriotismo,
abnegación y desinterés personal. Pero ustedes, al poco tiempo, lo
desecharon. Necesito hacerles saber a todos, de alguna manera, que quiero
la paz, a la que habrá de llegarse por el trabajo, la honestidad y el respeto
mutuo por las ideas! quiero la hermandad, la que habrá de alcanzarse por la
comprensión y la sinceridad. No quiero más mentiras ni odios. Quiero, dijo
alzando su voz la Patria, la Justicia, y la Libertad. Que no haya réprobos ni
elegidos, poderosos señores cargados de riquezas y hombres a quienes les
falta trabajo y pan. Hijos míos: éste es el mensaje que les dejo: que todos
unidos de verdad, alcen la gran bandera de mis ideales, los únicos que nos
llevaran a construir la Gran Argentina del futuro para la felicidad de todos”.
Sus manos rugosas le secaron unas lágrimas, entonces, inclinó la cabeza y
quedó ensimismado, como si rezara en voz baja; en ese momento, desde
sus cabellos blancos pareció dibujarse muy levemente, la aureola de los
santos. Cuando todos aplaudieron, la sonrisa grande de don Ciriaco les hizo
saber a todos los presentes que ése era el mejor premio que podían haberle
ofrecido.
-Pobre padrino!- pensó él entonces. –Seguía soñando para un tiempo
en el cual ya ni memoria habría de él, sin duda alguna. En tanto, el pueblo
real, estaba vivo, palpitaba con fuerza y aunque muchos pícaros como don
Zenón ya no estaba, igual quedaban algunos otros que vivían pensando en
sacar todas las ventajas posibles a costa de los confiados y desprevenidos,
sin escrúpulo alguno.
Por la costa del río, con el oscurecer, como desde las cuevas, asomaba
alguna luz que sábados y domingos era retozona y algún fonógrafo los atraía
poderosamente. La vieja curandera continuaba teniendo mucho trabajo.
También era bullanga, pura música y tiros la larga noche de la “Casa de las
Latas” donde las pupilas se renovaban constantemente y donde más de un
bravo se mostraba dispuesto a hacerse ojalar el cuero por la hermosa Rita o
por la alegre Lily.
Así andaba Concarán...lejos del tiempo lindo, como lo quería y soñaba
siempre su padrino. La política sucia, la ambición de riquezas, la pasión por
el juego, el amor defraudado... Pensándolo bien, por ese tiempo ésas eran
las cuatros aspas del molino que dominaban la vida de Concarán. Lo demás,
lo que hacían los buenos y honestos, casi no se notaba en esos días en que
el pueblo era una permanente ebullición.
El amor...solamente el amor de él era como el espejo de una laguna
totalmente inmóvil. Hasta cuando? Pidió otro medio litro y llenó el vaso. Le
parecía ver en el licor ambarino a Renata que estaba de cuerpo entero,
mirándolo enamorada, sonriéndole, moviendo los labios suavemente, como
llamándolo. El corazón seguía poniéndosele al rojo vivo, como si la fragua
ardiera más y más. Por qué había dejado pasar tanto tiempo sin decidirse a
terminar de una vez con esa situación? Por miedo a quién? Volvía a
preguntarse. Al Chicho, que cuidaba como un perro a su hermana Renata?
Apretó los puños con rabia. Cómo podía cuidarla él, que se había convertido
en un vago sin remedio, que no hacía otra cosa que andar de timba en timba,
derrochando la plata que podía sacarle a escondidas a su padre? Qué tenían
de más ellos para que lo rechazaran así? Una chispa le encendió los ojos. Al
diablo! De esta función no debía pasar. Ella le había dicho que siempre cosía
y cosía su ajuar...él tenía unos pesitos ahorrados, pocos, era cierto, pero
para que más con Renata a su lado.
Levantó el vaso y se bebió el contenido de una vuelta, como si quisiera
beberse de una sola vez la imagen de Renata que estaba reflejada en él.
Reconocía en ese momento que era solamente suya la culpa, porque no se
había decidido nunca a jugarse por ella. Y otra vez se acusó de flojo. Algunos
momentos compartidos regresaron a su memoria, como esos espejuelos de
mica que relampaguean en las laderas de la montaña. Recordó la vez
aquella cuando alguien le había ido a contar de que andaba presumiéndole a
una chica de la otra banda; era mentira, pero muy bien que entonces se las
ingenió para verse a solas con él.
-Tenés algo que ver vos con la Patricia?-, le preguntó Renata.
-Yo? Nada. Apenas si la conozco.
-A ver...mirame. No me estás engañando? Mirá... –lo amenazó-. Si llego
a enterarme de que andás con otra mujer, te juro que no te hablaré más.
-Te digo que no tengo nada que ver con esa chica.
-Sin embargo...- Viendo que se venía la tormenta, montó el picazo.
-Te vuelvo a repetir que todas son mentiras. Yo apenas si la conozco.
Pero si a vos te parece que... –Ahí se asustó Renata.
-Bueno, bueno...no te quiero ver enocado! –Había quedado en silencio
un buen rato, hasta que ella le tomo la mano y se la retuvo suavemente entre
las suyas. Luego le dio un “bacho” y le prometió que haría todo lo posible
para verlo a la noche siguiente. Y cumplió. Estaba visto que cuando se
proponía hacerlo, le era posible hallar la manera para reunirse.
Y en esos pocos momentos en que habían conseguido quedar a solas,
gracias al “gancho” que le hacía doña Josefita, fueron los mejores que
compartieron, porque ella, entonces, había dejado a un lado todos los
temores; les había sido posible decirse todas esas cosas que sus corazones
enamorados guardaban por días y días y aún por años quedaban en simples
propósitos; mirarse hasta beberse el alma, soñar despiertos cómo sería la
vida cuando pudieran compartirla por entero.
La última vez que la viera, después de muchos días de intentarlo
inútilmente, le había hablado francamente de todas sus dudas, de todos sus
temores.
-A veces me da por pensar-, le había dicho –que no estás muy
dispuesta a casarte conmigo.
-Por qué dices eso!-, le había respondido muy afligida.
-Y...porque pasan días y días y no hacés nada para que podamos
vernos aunque sea desde lejos.
-Te juro que no podeba salir, por eso! Por qué no comprende? Alguien
le ha dicho a papá que sigue nuestra relación. Y me cuida y me hace sufrir al
presentarme amigos de él. Y el Chicho igual. Comprende? Y ahora usted
también se enoca! No entiende? Que tengo que hacer yo, entonces?-, le
preguntó mirándolo con ojos suplicantes.
La imagen de la otra gringuita enamorada arrojándose desesperada al
río crecido, lo hizo temblar.
-No, no, Renata...es que no me habías contado que te hacían sufrir
tanto. Te pido que me disculpés. Es que yo también a veces...tengo miedo.
-Miedo de qué?-, preguntó Renata con ansiedad.
-De que dejés de quererme.
-Oh, no, te juro. Papá es duro, muy duro pero yo no cambiaré nunca,
sabe?
-Así me gusta oírte hablar. –Y luego, tomándole las manos, agregó: Si
soy más zonzo! Dudar de vos...Perdoname. A veces me daba por pensar que
habías dejado de quererme porque soy pobre.
-Pobre? Y yo? Deca de pensar en eso...olvida...olvida...! –Y tras una
pausa, como aliviado del dolor y de la pena, continuó diciendo en tanto lo
miraba sonriente: -Una vez me dijiste que me ofrecías nada más que un
cuartito para vivir; bueno, quiero tu cuartito. Ya verás como lo mecoraré. Lo
pintaremos, pondremos la camita así, el roperito de este otro lado y en la
ventanita colgaré unas cortinas llenas de flores... Don Abud tiene unas muy
bonitas...ya verá...Deca de pensar zonceras! Te quiero, non capiche! –Cómo
para no creerle después del beso que le dio!
-La vida ha sido muy dura para mi, Renata, y es posible que siga
siéndolo- le dijo entonces sincerándose más todavía.
-No te pongas triste! Yo te acompañaré siempre, siempre. Ya verás!
Una gran alegría le llenó el corazón aquella noche. Y a todos sus
sueños largamente postergados, los vio más cerca.
Sin embargo, después se sucedieron días y días y no le fue posible
verla de nuevo. Que don Nino, que el Chicho, que la madre, siempre había
inconvenientes, que le hacía conocer con algún mensajero, que le impedía
llegar a lo de doña Josefita. Volvieron otra vez los miedos, las dudas, las
postergaciones, los cuentos que llevaban unos y otros, los que llevaban el
riesgo de que en cualquier momento impidieran la felicidad que procuraban
con su entendimiento.
Por eso pensó que ya estaba bueno de dudas. No pasaría de esa
misma noche sin tomar una decisión después de hablar con ella. En alguna
parte tenía que entrevistarla, donde fuese, pero hablarla y decidir
definitivamente con esa situación que convertía a su cabeza en un
infierno...abriendo puertas o saltando tapias, peleando con el perro bravo que
guardaba el patio o enfrentando a Chicho o a quien fuese. Pero hablaría con
ella esa misma noche. La fragua de su corazón estaba al rojo vivo.
Llenó de nuevo el vaso, lo miró, halló otra vez la imagen de Renata en
él, de cuerpo entero, ese cuerpo alto, cimbreante como un junco, que más de
uno codiciaba golosamente.
-Si debiera dejarte que te lleve el diablo!- pensó, pero de inmediato se la
bebió de nuevo, como con rabia.
-Hasta verte, vida mía! Que tanto andar con medios días habiendo días
enteros!-, pensó sonriendo al descubrir que sus fuerzas adormecidas
parecían haberse despertado con la primavera. Estaba seguro que acababa
de arrojar bien lejos las cadenas que lo inmovilizaban y que todo debía salir
como él quería. Y si así no fuese, entonces cumpliría su vieja idea: Invitarlo él
ahora al viejo Gabo, tomar un tren de carga y no parar hasta donde
terminaran los rieles.
Por la calle había pasado el farolero con su escalera al hombro y luego
por la vereda, gente y más gente que seguía acercándose a la novena,
conversando y riendo, todos muy felices.
El pueblo estaba alegre con las campanitas repicando, la fragancia de la
primavera que exhalaban los huertos, el río susurrándole a un costado, sus
secretas canciones indígenas.
Le hizo gracia la ocurrencia de pensar que el pueblo tenía alma como
los hombres. Pero así nomás debía ser. Y halló en buena parte parecida a la
suya el alma de su pueblo.
Arrancando desde el principio de sus recuerdos, se veía pequeño por
esas calles desoladas y llenas de polvo, noches oscuras con aullidos de
perros y sombrío alborotar de gallinetas. Se vio de nuevo encogido por el
miedo al recordar actitudes y palabras de los mayores: “Se viene la cólera!”
decían lamentándose al tiempo que se persignaban atemorizados. Y
entonces, también todo el pueblo parecía recogerse aterrorizado. Doña
Cristobalita no cruzaba por la calle para ir a cortar pichanas a la costa del río,
con las que barría y barría después; ni tampoco las negritas Vega con sus
pies descalzos y fina cintura llevando la ropa planchada puesta sobre el
pachiquil, a casa de los señores. Y hasta la bigornia de don Blas sonaba en
esos días como si tañera a muerto.
Recordaba aquellos tristes días cuando su madrina se fue y lo dejó solo
con don Ciriaco. Después, su vida junto a aquel hombre tan extraño que era
el gallero; y todas las veces igual, el pueblo con su costado de su noche y
puñal, el río bravo, que, cuando menos lo pensaban, se les venía encima
echando espumarajos de sombras, barro y miedo. Y el rostro desalentado de
los hombres y de las mujeres reflejaba lo que era el pueblo, entonces, con
sus calles desiertas, llenas de barro y de animales muertos a las orillas y con
la tristeza a cuestas. O cuando la sequía les llevaba sembrados hasta el
último animalito o si no, las oscuras mangas de la langosta que dejaba
árboles y sembradíos como en la mitad del invierno y un penetrante olor
nauseabundo que enfermaba. El silencio se adueñaba de todo, la tristeza se
pegaba como costra de barro en el rostro de los hombres y ni siquiera don
Abud sacaba su narguile a la vereda, como solía hacerlo todas las tardes, en
tanto leía apasionadamente un gran libro, viejo ya, por el uso continuado.
Después, poco a poco fueron quedando atrás los viejos miedos. Con la
llegada del tren y de los tantos motores, la riqueza empezó a entrar por las
calles, la alegría cantaba en las fondas, confiterías y casas de baile; todo era
algazara, entonces, bullicio, locura por comprar y comprar, cantos y risas que
se multiplicaban hasta la madrugada. Período de felicidad que tarde o
temprano era interrumpido otra vez por una gran creciente o tempestad que
venían a arrasar con todo.
Había descubierto en ese momento que el pueblo tenía un alma y que
era muy parecida a la suya. Tiempo esperanzado a veces, otro de gran
sufrimiento. Qué cosa rara, pensaba. Un pueblo con alma! Y el alma de él tan
confundida con el alma de su querido pueblo! Con la diferencia de que
mientras el pueblo estaba alegre y parecía retozar, él, en cambio, se había
quedado desde hacía mucho tiempo como un pajarito en invierno.
Pasaba septiembre esa noche por la plaza, por los jardines de las
casitas encaladas, florecía en la risa de la gente...apenas si ligeramente
ensombrecida por el rasguño que les dejara esa mañana el anuncio que
hiciera el cura en la misa, de la guerra que acababa de desatarse en otros
pueblos lejanos y el ruego elevado por todos, pidiendo por el
restablecimiento de la paz. Leve rasguño, nada más en los criollos, pero
dolor y aflicción profunda en los extranjeros que estaban presentes. Por lo
demás, los jóvenes, en el hervor de la fiesta pueblerina, ya se habían
olvidado de ella y se dejaban ganar de nuevo por el alma fascinante del
pueblo, un alma llena de maravillas, que les inundaba el corazón de sueños,
que podían hacerse realidad en cualquier momento, tal vez en un sendero de
la plaza, en un baile o detrás de alguna escondida ventana que ocultaba
secretos suspiros y susurros, que, de pronto, podían transformarse en cantos
de amor eterno.
Llenó de nuevo el vaso, la buscó a Renata en el líquido cristalino y la
bebió de una sola vuelta: Si t’hi visto no mi’acuerdo, vida! –Y otra vez una
sonrisa le llenó el alma. Si, su fragua interior estaba muy al rojo vivo...y su
alma sonaba como si en la bigornia de don Blas estuvieran golpeando a la
vez Yurka y el viejo Gabo con los martillos más grandes y sonoros.
-Que sea lo que Dios quiera!- dijo y acomodándose el sombrero, buscó
la puerta decididamente. Había andado unos metros, cuando divisó la figura
larga de Yurka, con su mechón de siempre resbalando sobre un cuarto de su
frente enmarcando la sonrisa feliz, que venía a su encuentro.
-Por suerte que t’encuentro! Dios te trajo ‘e la mano. Vení, hermano!volvieron y entraron al boliche.
-Hace rato que ti’ando buscando- dijo Yurka mirando hacia uno y otro
lado para asegurarse de que nadie podía oírlos. Luego acercándosele más le
susurró: -La vi...hace un ratito la vi!
-A Renata?
-No, a Ruth! Llegaron de l’estancia. –Parecía estar embelesado.
-Ah!-, exclamó Nacho desilusionado.
-Y ella me miró...te juro que me miró!
-Ve? Y si pa’ eso tiene los ojos, supongo, no?- bromeó.
-No siás zonzo! Iban a la novena! Si había puesto un vestido nuevo y
‘taba más bonita que todas. Vamos!- lo invitó al tiempo que intentaba
arrastrarlo de un brazo.
-No atropelles, hermano. Despacito...por las piedras. Primero quiero que
vayas a ver si no hay moros por la casa ‘e la gringa.
-Ah, te mandó llamar!- dijo Yurka golpeándose la frente. –Pa’ eso te
buscaba, es cierto!
-Ah, sí? Y tan fiero ti’olvidaste?
-Perdoname, hermano, pero es que la inglesita me enloquece.
-Y que te dijo Renata?
-Uffa! Ya se tiene qui’haber cansau d’esperarte...en casa ‘e doña
Josefita...que no dejaras de ir.
-Vamos!- salieron apresuradamente de inmediato.
-Hasta l’iglesia ti’acompaño- le aclaró Yurka.
Los fieles llenaban la iglesia y cubrían también el atrio hasta la entrada
de la calle; todo estaba iluminado como para las grandes fiestas.
Cruzó la plaza poco menos que corriendo. Qué le podía ocurrir a Renata
para que lo hiciera llamar con tanto apuro? Una tropa de carros no le permitió
atravesar la calle de inmediato. En ese momento sintió que alguien lo
llamaba. Se dio vuelta y se encontró con Juancho, que desde hacía un
tiempo se desempeñaba como agente de policía.
-Hermano, dónde vas tan apurau-, le dijo –Ni que jueras a ver tu pior es
nada.
-Justo. En el ojo me pegaste.
-Seguís todavía con la gringa?
-Y más que nunca.
-Eso quería saber.
-Por?
-Mira...está noche va a pasar algo, que, no sé...tal vez te pueda
interesar.
-Qué es? Contá di’una vez, porque ella m’está esperando.
-Yo no sé...güeno...vos sabrás...solamente a vos te lo cuento...no se lo
digás a nadie. No sé si vos sabís lo del Chicho.
-Qui’anda comprando mineral robado?
-Ah, ah. Y esta noche sale una comisión pa’ la mina y junto con la
policía di’allá, les van a dar con todo a los mozos esos...
-Ah, sí?
-Por áhi, por la “Rama Quebrada”, pasando la “Piedra del Jote” es por
donde llegarán primero. Te lo cuento como amigo; por favor, no digás ni una
palabra d’esto a nadie.
-Perdé cuidau. A más, qui’a mi no m’importa nada del Chicho.
-Cómo! No decís qui’andas bien con la gringa?
-Sí, pero...chau. –Y tras ponerle una mano en el hombro, se alejó. Pero
no bien cruzó la calle, quedó como plantado. Cómo no le iba a importar? Si
Chicho era el hermano de la mujer que quería. Y si algo llegaba a sucederle
esa noche, lo que no era difícil, Renata sufriría muchísimo; sabía bien cuanto
lo quería a su hermano. No hallaba qué hacer. En tanto Renata estaría
esperándolo. Se daba cuenta que estaba a punto de portarse como siempre.
Buscar lo más cómodo, lavarse las manos, no enfrentar ningún peligro.
Bueno, sí, que se las arregle, pensó. No podía dejar a Renata esperándolo. Y
fue a seguir su camino desentendido del asunto, cuando su conciencia le
reprochó duramente por comportarse de esa manera. Si algo podía hacer por
ese muchacho, aunque bien sabía que lo odiaba, debía hacerlo. Y tenía que
ser en ese mismo momento. No había un solo segundo que perder. Seguro
que la partida había salido ya de Concarán. Lo que podía suceder era muy
grave. Sí, conocía bien ese paraje, lugar en el que había un rancho
abandonado, donde él también, alguna vez, muy poco había faltado para que
hiciera lo mismo.
Obedeciendo a su voz interior, echó a correr. Estaba en peligro la vida
de Chicho. Cuando más lo pensaba, más se convencía de que era así. Lo
conocía bien. Sabía que andaba siempre armado y que era retobado como él
solo. No se iba a dejar arriar fácilmente. Tenía que ganarle a llegar a la
policía para poder dar el aviso a tiempo, porque si no... Pero si no le creían y
se la tomaba con él? Cómo haría para convencerlo de que era cierto el aviso
que le llevaba? Conociéndolo, no era difícil pensar que desconfiaría de él.
Era brava la jugada! Pero, perdido por perdido, iría lo mismo. Ya lo había
decidido así. Por Renata, por la felicidad de ella, arriesgaría hasta la vida si
era necesario. Lo primero que tenía que hacer, era buscar un buen caballo.
Pero, de dónde podría sacarlo a esa hora? Llegó a su cuarto, cargó el
revólver y guardó en el bolsillo unos pocos pesos que tenía. Todavía pensó
en lo que haría Renata cuando se cansara de esperarlo. Pero ya no se
detuvo. De inmediato fue a buscarlo a don Juan, no tenía en la casa ni un
solo caballo. Paso a lo de don Silvestre y la respuesta fue la misma. Don
Pedrito no podía prestarle porque salía de viaje esa madrugada. Entre idas y
vuelta se le había ido ya como media hora y empezó a desesperarse. Le
quedaba el recurso de pedir prestado un freno y ponérselo al primer caballo
que encontrara suelto por la calle. Pero a dónde encontrar alguno a esa
hora? De pronto se acordó del doctor. El dejaba ensillado toda la noche dos
caballos para salir de inmediato en caso de algún llamado urgente. Uno para
él, el otro para su señora, que siempre lo acompañaba en horas de la noche
cuando el llamado venía del campo. Sin vacilar, corrió a buscarlo.
-Doctor- dijo al llegar –vengo a pedirle que me preste o alquile, por
favor, uno de sus caballos por un rato.
-No, no-, le respondió con su seriedad de siempre el doctor Ernst,
estirando sus largos bigotes. -Serme necesario, sabe muchacho?
-Tiene que ir a alguna parte ya?-, le preguntó desalentado.
-No, no. Pero puede llegar llamado urgente enfermo, sabe? Y hay que
volar- dijo en su lengua confusa, ya con el propósito de entrar en su
consultorio. Quedó abatido Nacho, sin saber qué hacer. Era su última
posibilidad perdida.
-Tiene razón, claro... Yo, mire, doctor, era porque tengo un amigo, no? y
quiero ver si puedo llegar a tiempo para salvarlo. Por eso lo molestaba.
-En peligro? Amigo en peligro, dice, muchacho?- Estiró el cuello y abrió
grandes los ojos.
-Así es-, respondió con pesadumbre pensando en Renata.
-Toma, caballo. Sube, este oscurito mío; el de Rosa no. Mío, brioso,
ligero-, dijo señalándole el bulto de los animales que apenas se distinguían
en la sombra de la noche. No supo cómo agradecerle. Le dio la mano
apresuradamente y desatando el animal, montó con agilidad.
Le clavó los talones y el flete partió con rumbo al río. Sí conocía esos
caminos! Más allá quedaban las sierritas, las escabrosidades, los senderos
escondidos y ásperos, las oscuras quebradas, los churquis espesos.
A eso de la media noche estaría Chicho con alguno de sus cómplices
recibiendo el mineral. Y a esa hora les caería la partida sorpresivamente.
Tenía que llegar antes que los milicos, cuanto antes mejor, para evitar
complicaciones. Le apretó de nuevo los talones al oscurito, que pareció
afanarse en aprender a volar.
Si en realidad quería ganarle a la partida, no le quedaba otra posibilidad
que avanzar cortando camino. El conocía todas las sendas escondidas.
Faldeando las sierritas, bajando las quebradas ocultas, cruzando churcales y
arbolitos espinosos y seguir, seguir sin aflojar un solo momento. Nunca
pensó que fuera tan baqueano el caballito del doctor para galopar por las
piedras.
Afirmando bien las patas, orillaba los bajos profundos, bufaba de miedo
en partes, pero no se detenía; avanzaba siempre con las orejitas paradas en
medio de la difusa claridad de las estrellas, buscando el oculto y viboreante
sendero. En la pampa de piedra volvió a apurarlo y los cascos repicaron
oyéndose hasta lejos, el redoblar multiplicado por el eco. Se imaginó a si
mismo como el jinete fantasma, lastimándose la cara y las manos en las
ramas de los talas y churquis que cerraban los estrechos pasos. Trepó una
cuesta empinada que lo obligaría a bajar con cuidado y ahí, al fondo, daría
con el rancho donde se reunían periódicamente comprador y vendedores.
Por más que hizo, no pudo orientarse con prontitud. Sabían cuidarse muy
bien para que no le resultara fácil a cualquiera localizar el lugar en horas de
la noche. Empezó a sentirse más y más nervioso. Pero de nuevo se acordó
de Renata y se le alegró el corazón. Era por ella que estaba arriesgando el
pellejo en ese momento y eso lo serenó. Alcanzó a divisar, por fin, el
desplayadito en el bajo. Debajo de un algarrobo estaba el rancho, apenas
iluminado. El sendero que todos recorrían y por donde llegaría la autoridad,
caía por el lado opuesto. Era mejor desmontar ahí mismo, para no ser oído.
Ató el caballo y siguió avanzando sigilosamente entre churquis y piedras,
hasta llegar a la cercanía, donde se ocultó entre unas matas. Le pareció que
una sombra cuidaba la puerta. Con el revólver listo dio unos pasos más.
-Quien anda ahí!- gritó el centinela adelantándose y resguardándose a
la vez en el tronco del viejo algarrobo que había en el patiecito. Se hizo un
silencio a penas cortado por el vuelo rasante de una lechuza.
-Soy un amigo-, respondió Nacho sin moverse.
-Salí d’una vez di’áhi si no querís que te meta un plomo!- gritó el hombre
a su vez. Con las manos en alto, decidió obedecer avanzando hacia el
desplayado.
-Qué busca acá!- le preguntó al tiempo que se le acercaba
alumbrándolo con una linterna.
-Necesito hablar ya mismo con el Chicho. Sé que está aquí!- dijo con
firmeza.
-Pa’ qué lo necesita!-, fue la respuesta. No le veía la cara, pero se daba
cuenta que estaba ante un chino grandote, que tal vez por la sombra de la
noche, abultaba más todavía.
- Necesito hablar ya mismo con él, no le digo?
-Pa’ qué!- volvió a preguntar como empacado el centinela con su voz
ronca y hueca.
-Por qué ‘ta en peligro. No mi’ahga perder más tiempo. Llameló. –El otro
demoró en decidirse todavía.
-LLameló ya mismo le digo, si no entraré yo! quiero salvarlo de la
policía, entienda! –Calculaba que los milicos no tardarían en llegar.
Aflojó por fin el hombre y entró al rancho. Se oyó un murmullo y se
apagó la luz. No tardó en asomar el gringo y avanzó receloso. Nacho alcanzó
a distinguir unos bultos que se hacían perdiz por atrás del rancho.
-Quién sos!-, preguntó todavía oculto por el tronco de algarrobo.
-Yo! El Nacho! –Entonces lo vio avanzar con el cuerpo pesado, con la
gorra echada sobre los ojos y la mano tocando el revólver en la cintura.
-Qué buscás acá! Presto!-, grito con rabia.
-Estás en peligro! Vine a avisarte!
-Que peligro ni peligro!-, exclamó con desprecio. -Me querís coder, pero
no a nacido todavía el que lo poeda coder al Chicho, capiche?
-No seás zonzo! Te hablo como amigo! –Estaba sucediendo lo que él
pensaba. Iba a ser difícil convencerlo.
-Amigo? Andate, andate, si no querís que te rompa la crisma, Cristo!- le
gritó señalándole el camino.
-‘Ta bien; pero andá sabiendo que la policía ‘ta al llegar aquí. Te lo juro!agregó intentando ser convincente. –Lo sé por un agente amigo.
-La policía?-, pareció que lo habían desinflado.
-Alguien le sopló que esta noche estarías aquí y vienen! –Siguió
diciendo. En ese mismo momento, muy cerca, se oyó un tropel sospechoso.
-Son ellos! Vamos!
-No, no puedo. Tengo que volver-, dijo Chicho.
-Entendé. Vení conmigo, si no te van a hacer colador! Vení, te digo!- le
exigió de nuevo tironeándolo de un brazo. No habían terminado de ocultarse
detrás de un tupido churcal, cuando cinco milicos, salieron de entre la
oscuridad y rodearon el rancho, al grito de: “Nadie se mueva! La policía!”
Por un momento quedaron agachados, ocultos entre la sombra.
Comprendiendo que si se quedaban podían ser descubiertos, Nacho guió a
su compañero cautelosamente, hasta el lugar donde había dejado el caballo.
-Subí-, le ordenó. Chicho no comprendía nada.
-Como te andan buscando a vos, como no te encuentren aquí, es más
que seguro qu’irán a tu casa. Tenés que volverte ya mismo al pueblo y
ganarles la vuelta.
-Sí, pero...y vos?
-Me volveré ya mismo a macho talón.
-A pata nomás?
-Y qué tiene? Conozco bien el camino.
-Gracias, Nacho! –Temblaba el gringo. Parecía que le estaba entrando
más y más frío en el cuerpo. Montó de inmediato haciéndolo arquear al
oscurito con su peso.
-No bien llegues, largalo en la puerta de la casa del doctor-, le
recomendó cuando partía.
-Chao!-, apenas le oyó decir porque arrancó apresuradamente por el
estrecho sendero.
El, en tanto, tomó una escondida senda que habría de llevarlo a la mina.
Desde allí no le faltaría en qué regresar al pueblo. Había sido providencial su
llegada al rancho; de lo contrario, a esa hora, ya lo irían arreando a Chicho
como a un reo cualquiera o de haberse resistido, vaya a saber lo que podía
haber ocurrido.
Era parte del alba, cuando empezó a descender por las senditas
pedregosas que caían hacia la gran olla donde bullía la mina. De las
lucecitas que se encendían en los ranchos a esa hora, subiendo por las
lomadas, cayendo al bajo de la sombra de las moles de piedra, por cuyas
laderas pasara tantas veces, cuántos recuerdos se levantaban! Su casilla
con la manivela, el túnel exhalando olor a humedad y a pólvora, el sucio
arroyo, Vicentito, el niño tonto y su caballo de madera... Y luego, la señora de
Klestar en el alto veredón, siempre buena moza y bien arreglada, el Capataz
con su toscano, el sombrero chiquito y el grueso pantalón de pana, siempre
sin planchar. Por dónde andarían ahora !
Mucho tiempo después que se hubo alejado de la mina, Otto le contó un
día que aquella mujer y su marido no estaban más en el lugar. –Hiciste bien,
Nachito, de no contar nada de lo que sabías. Así hay que ser siempre,
amigo; discreto, muy discreto.
Frente a la hilera de casas que albergaban a los gringos, vio arder en
aquél amanecer una gran llama y luego proyectadas en la pared sombras
que se cruzaban. Le extrañó ese movimiento. Tal vez estaban de fiesta. Pero
al llegar, el cuadro que encontró estaba muy lejos de ser el que él había
imaginado. Otto estaba sentado en una piedra, con la cabeza inclinada con
un papel en la mano. Frinz sacaba al patiecito su gran baúl. Lo mismo hacían
algunos de sus compañeros.
-Buen día, Otto!-, lo saludó afectuoso.
-Oh, Nachito. –Apenas si levantó la cabeza para saludarlo. Lo mismo
hicieron sus compañeros, que siguieron preparando en silencio sus
equipajes.
-Qué pasa, Otto?- preguntó preocupado.
-La guera...la guera...!- y se apretaba con fuerza los dedos de las
manos.
-Entonces...- El había imaginado que eso de la guerra sucedía muy lejos
y resultaba ser que, en ese momento, estaba palpando parte del dolor y del
horror que la misma traía consigo.
-Es cierto; descraciadamente cierto... y nuestra patria necesita de
nosotros. –Y le enseñó el papel que tenía en la mano.
-Y se van, entonces?
-Ya...ya mismo. –Otto se puso de pie y los demás lo imitaron.
-Ustedes también?-, les preguntó a los checos y a los rusos que
estaban un poco alejados.
-Sí, sí, ahora mismo-, le respondieron –Y Dios querer no encontremos
con hermanos, amigos, allá campo de guera!
-Adiós, camaradas!-, empezaron a despedirse los alemanes.
-Adiós! –La llama declinante barnizaba de tristeza el rostro de aquellos
hombres fuertes como robles, pero que en ese momento no podían impedir
que se les escaparan algunas lágrimas como si fuesen niños.
Avanzan, dan unos pasos, se dan vuelta cuadrándose levantan la mano
y gritan: -Heil, Alemania! Heil, Bismarch!- y finalmente se alejan marcando el
paso con energía.
Dos españoles del grupo de mineros, que han salido de sus casuchas,
se aproximan.
-Y ustedes?-, les pregunta. Se miran entre ellos y ninguno responde. Al
escuchar voces de niños, se dan vuelta.
-Papá! Papá!- dice el mayorcito, que ha llegado semidesnudo, escapado
de la cama.
-Qué quiere?-, le pregunta Juanillo.
-Llegó el abuelo Cristhus!
-Ah! –Y quedan de nuevo preocupados.
-También se van ustedes?
-No, no hemos recibido ningún llamado. Pero si lo recibiéramos sería
difícil, muy difícil!-, le responde Juanillo y una lágrima se le descuelga por las
mejillas.
Se despide de ellos y rápidamente va a dar alcance a los alemanes,
para pedirles que lo lleven al pueblo, ya que están cargando en una jardinera
y dos carrindangas, sus equipajes.
-Guere ir, Nacho?- lo invita Otto. –Sube, amigo! –Inician la marcha.
Nadie dice nada en tanto empiezan a trepar la cuesta dejando atrás el
caserío. Que tiempos tan cercanos pero tan distintos en el corazón de esos
hombres! Abajo, la mina, queda con el jirón de humo de sus chimeneas,
borroneando todo rastro alegre de vida.
Desde la parte más elevada de la escarpada serranía, divisan el
amanecer sobre la iglesia de Concarán, el blanco caserío, las alamedas
trazando en verde el curso de los canales. Mientras a él, el corazón se le
vuela de alegría pensando en Renata, aquellos hombres, sus amigos, tan
alegres y juguetones en otro tiempo, viajan abrumados por la tristeza.
Antes de llegar al Farol, les ha pedido que le permitan descender.
–Vamos, camarada! Tomar último trago juntos!-, le piden.
Pero se disculpa con la promesa de que irá a la estación antes de que
parta el tren que habrá de llevarlos de regreso. Se marcha. Tiene
impaciencia en saber si llegó Chicho, pero no se decide a preguntar en la
fonda. Se enterará preguntando si llegó el caballo que le prestara el doctor.
Luego irá por el negocio a disculparse ante el patrón por no haber ido esa
mañana a trabajar.
Al pasar, ve el caballo, el purito guapo en la casa de don Ernst y siente
un gran alivio. Es la mejor señal de que Chicho está de vuelta. Entra
apresuradamente a su cuarto y se tira en el catre. Está molido. Descansará
un momento, se levantará y correrá al despacho. A la noche, en alguna parte
tratará de encontrar a Renata y le pedirá disculpas por no haber podido
acudir a su llamado. Está pensando en ella, cuando entra muy apresurado
Yurka.
-Recién llegás?-, le pregunta sin poder disimular su extrañeza.
-Si, hace un momento-, le responde enderezándose. –Como qué hora
es ya?
-Las diez, por lo menos. No juiste a trabajar?
-No, no jui.
-Pero hermano! ‘Tas más revolcau que peludo en la ceniza! Por donde
diablos has andau!
-Ya te contaré. Me voy a lavar primero. He pasau una noche...! –Y va en
busca del lavatorio y de la jarra con agua.
-Sabés? Te vine a contar una cosa-, sigue diciendo Yurka. –Pasé por el
almacén, vi que no estabas y pensé que en algo raro andarías.
-Por qué? Qué pasa?- pregunta sobresaltado.
-Güeno, ya veo que no...por un momento pensé que andarías en eso...
-No sé en qué...hablá...
-Hay fiesta en la casa ‘e Renata...eso te quería decir.
-Y cómo sabés? –deja de lavarse. Ahora si que está preocupado.
¿Fiesta?
-No sé bien, pero algo raro pasa. Hay un movimiento en la casa...vieras!
además la divise a la Renata con un vestido y zapatos nuevos, como si
estuviera por ir a un baile...que querís que te diga...Yo no sé –Y en la cara
flaca de Yurka se deslíe su sonrisa de siempre, pintándole una sombra de
inquietud.
-Baile...a esta hora?- y se queda pensativo. Y dónde la viste?
-Pasó por la plaza. Llevaba un gran ramo de flores.
-Y no te preguntó de mí?
-No, no me deje ver por ella.
-Francamente...
-No sé que podrá ser...algunos novios de la sierra?
-No, no...qué le importaría a ella...y a esta hora...fiesta en la casa...que
raro! Además, no sé que fuera a haber fiesta esta mañana en ninguna parte.
-Yo tampoco-, dice Yurka muy serio, corriendo con la mano la caída de
su mechón rebelde.
-Qué podrá ser! –Y a medida que ahondaba en sus pensamientos, más
y más preocupado empieza a sentirse. A ver si a esta hora están agasajando
a otro en la casa...a un candidato de ella, los que siempre ha intentado
imponerle don Nino y a los que ella rechaza, según le decía. Pero si había
cedido al final, disgustado por su ausencia de la noche anterior? –Se secó la
cara rápidamente y lo enfrentó a Yurka.
-Decime...no ti’animás a pasar por la casa de Renata para ver qué es lo
que está pasando? Mientras tanto termino de vestirme. No, porque a ella no
se la va a llevar así nomás cualquier otro! No te demorés, por favor!
-Perdé cuidau...ya mismo vamos a salir de la duda- Y se aleja.
Acaba de avanzar unos pasos por el patio, cuando llega Chicho,
bamboleando su cuerpo enorme, braceando, muy sofocado.
-Está el Nacho?- le pregunta.
-Sí, en la pieza. Y picado por la curiosidad lo sigue hasta la habitación.
-Oh, Nacho! Recién supe que llegaste! Cómo te fue?-, le pregunta
palmeándolo. Yurka mira muy extrañado lo que sucede.
-Bien, bien. Y a vos?
-Eh! No me ves? Enterito! –dice señalándose todo el cuerpo. –Estoy
enterito!
-Y allá...no habrá pasado nada?
-Nada, nada...mi socio escapó raspando. Y quente también, capiche?
Así es que...salvatto! –Y en un arrebató de alegría se va contra él y lo abraza
con toda sus fuerzas. –Gracias, Nacho! Gracias!-, le repite con los ojos
húmedos por la emoción.
-Por qué! Vamos. Si no hice más que cumplir!
-Qué cumplire ni cumplire! Te jugaste pellejito por mí, eh? Vamo! –Lo
suelta y lo sigue mirando a la distancia, con admiración. –De buena me
salvatto!- agrega poniéndose muy serio y soltando los brazos como
desalentado. –Lo hacer macana grande, grande! No sé que pasó por mi
testa! Y anoche, a la madrugada cuando voelve, la mamma que llora, veco
que no halla que hacer, Renata llora...tutto, tutto por mi maledetta culpa mía!
–Y le tiembla la voz y parece a punto de llorar.
-Me imagino-, dice haciéndole entender que lo comprende.
-Pero juro, juro, Nacho- sigue diciendo al tiempo que hace la cruz y la
besa-, que nunca más haré estás cosas...no, no! Te juro...! –Y vuelve a besar
la cruz que hace con los dedos. –Trabacaré...! Trabacaré...le he dicho al
veco y así será!
-Claro...es lo mejor para todos.
-Sí, sí...Y claro, ahora en casa tutti contenti, tutti feliche, capiche?
Le ha vuelto la alegría a los ojos y de nuevo respira con felicidad.
-Por eso quiero que vamos a casa mía.
-A tu casa? Yo? –Nacho no puede entender.
-Sí, casa mía, como si fora la tuya agora, non capiche? –Entiende
menos todavía.
Y con los ojos chispeantes, juntando los dedos de una mano y
acercándoselos a la cara, le habla en voz baja: -Eh, come! No quería ser
fratello mío, hermano mío? Y bueno...agora podrá...podrá! –Y le relumbran
los pómulos gordos.
-Pero...y don Nino?-, pregunta Nacho sin poder creer todavía lo que
está oyendo.
-El veco? Pero hombre! Sí él te manda llamar...El primero no quere,
después yo le cuento lo que ha pasatto...si no foera por él estaría en la
capacha. El dice...en la capacha, hico? Sí, no le digo? Nacho ha
salvatto...gracias a él estoy aquí... Y él mira y mira y no guere
comprender...Nacho, criollito? Y se rasca la cabeza y se tuerce los bigotes.
Sí, papá, el mismo, le digo. Tonche?, me pregunta... Claro, le digo, se portó
macanudo; desde anoche el ser mi mejor amico y quero que usted lo deje
entrar a casa...ah, sí, dice...pero Renata? Y qué, si se quieren, dejalos papá.
Dura la testa del veco para entender. Dejarlos? Ella con el creollito? Y por
qué no, papá? Se cree usted que cualquiera se hubiera metido allá para
salvar a un tipo que no era su amico? Non capiche? Nacho es mi amigo
ahora y vendrá a esta casa...se rascó otra vez la cabeza el veco y volvió a
preguntarme...así que él te ha salvatto, hico? El? Sí, papá, digo yo, sí, sí... Y
bueno; veco ha dicho entonces, decí muchacho que venga...sí, que venga
cuando quiera...
-Ah, sí? –dice Nacho sin poder escapar de su asombro.
-Y si la vieras a la mamma!- continua diciendo Chicho. –A sacatto tutto
su traque mecor que traco d’Italia, su zapattone, tutto, tutto!
-Sí? –Está deslumbrado Nacho. Es imposible; no puede ser eso.
-Y la Renata ha llenado la casa de flores...es la loca de la flore,
capiche? Pero vamo...vamo ya, ya...!
-Esperá que me ponga la camisa- Empieza a creer.
-Ah, creollito lerdo! Deca, así nomás...vamos ya, ya!
Y mientras termina de ponerse el saco apresuradamente, todavía una
pregunta lo sigue mordiendo muy adentro.
-Pero...y don Nino?
-El veco? Non querer creer? ‘Ta chocho, chocho! Creollito a salvatto a
mi hico, dice y te quere abrazar ya, ya!-, finaliza diciendo en voz alta y lo
toma de un brazo y lo saca de la pieza rumbo a la calle. Repara entonces en
Yurka, que se ha quedado parado junto a la puerta.
-Y vos también, amigo de él vamo!
-A tu casa? –Todavía no puede escapar Yurka de la sorpresa que le ha
causado todo lo visto y oído hasta ese momento.
-Claro! vamo a casa! –Parece que a Yurka lo han bendecido, porque
con la cara llena de risa y pasándose la mano por los cabellos, como si ya
con eso bastara para estar presentable en esa fiesta, responde: -Güeno.Luego queda cortado y dice: -Pero así no. –Mirándose el pantalón de diario
que usa. –Me cambio y voy. –Y escapa corriendo hacia la calle.
-Andando, fratello-, dice Chicho y empiezan a caminar. Atraviesan la
calle, entran a la plaza dorada de sol, por cuyos caminitos la gente, más
numerosa que nunca, pasea feliz. No se anima a mirarlo a Chicho por temor
de que todo aquello sea simplemente un sueño y que descubra de pronto
que no ha sido más que eso. Pero lo siente a su lado, huele su olor
característico a ajo, le oye las pisadas fuertes y le mira la sombra que se va
redondeando a esa hora, al lado de la suya más fina y larga. Perfuma la
plaza y por los árboles cantan las reinas moras.
-Pero...será cierto?-, vuelve a pensar. –Y si lo es...qué tendré que hacer
al llegar? Me dará la mano don Nino? Y Renata? Como la saludaré a
Renata? Siente como si se le endurecieran las piernas. No habla nada, nada,
no puede, mil pensamientos lo aturden; pero avanza, avanza, como una
sombra feliz, simplemente.
-Ya estamos más cerca...ya llegamos...ya llegamos- piensa y el corazón
se le vuela.
-Eh, mirá, mirá! –Chicho lo codea con fuerza señalándole al mismo
tiempo una figura que aparece en la esquina, vestida de azul, con los
cabellos rubios bien ceñidos enmarcando el hermosísimo rostro y que lo
saluda cariñosamente con la mano, al tiempo que le ofrece su mejor sonrisa.
-Renata!-, tiene ganas de gritar. En las campanitas de la iglesia está
cantando alegremente el alma de su pueblo. Adelante! Adelante! Siente que
le dicen. Y es el mismo canto el que conmueve a su alma, a su corazón, a su
sangre ardorosa, quemándose en la ansiedad por llegar de una vez por todas
a los brazos de Renata, llenos de amor, del deseo de fundirse en los ojos
puros, con todo el cielo de Concarán, que tienen los ojos preciosos de
Renata.
NOTAS
1. Del folklore puntano.
2. Relatado por la Sra. Rosa Aguirre de Ortíz.
3. Del Martín Fierro.
4. Fragmento de Guido y Spano.
5. El muchacho de la colcha, del folklore puntano.
6. La pluma del tero, del folklore puntano.
7. El hombre de poca suerte, del folklore puntano.
8. Del Martín Fierro.
9. Del Martín Fierro.
10. Del Martín Fierro.
11. Del folklore puntano.
12. Del libro Copiador de correspondencia y ordenanzas del municipio de Villa
Dolores (San Luis), posteriormente llamado Concarán, nombre de la estación del
ferrocarril.
13. Del mismo libro copiador.
14. De cartas del Sr. Jaroslav Quintab a la Sra. de Masramón, cuya gentileza me
facilitó el conocimiento de las mismas.
15. De las cartas citadas.
16. La Pastora, del Folklore cuyano.
17. Concierto del zorzal y la calandria, del folklore puntano.
18. Del citado libro Copiador de correspondencia.
19. Quien bien quiso tarde olvida, tonada de Godoy Rojo y Moyano.
20. Documento facilitado por el Dr. Jesús Tobares.
21. Del libro Copiador de Correspondencia.
22. Del libro Copiador de Correspondencia.
Aclaración:
De las personas citadas en esta novela, tuvieron existencia real en el periodo 1900-1914, que
abarca aproximadamente esta novela, las siguientes personas: Sra. Juana de Sosa, Matea de Mora y
Pánfila de Oviedo; señores: Ciriaco Sosa, Claudio Mora, Medardo Aguirre, Heriberto Liceda, Eladio
Ponce, Pascasio Nievas, doctores Roberto Martín y Siegisfried Ernst, el rastreador Eusebio López, el
carpintero Juan Basconcelos y el guitarrero y cantor Juan Gauna.
Todas las demás, así como las acciones en las que participan, son obras de la ficción.
Polo Godoy Rojo
***FIN***
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