Alla viene el temporal clima y mitologia entre lo culto y lo popular

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Revista Umbral - Sección Memorias
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N.1 Septiembre 2009: 267-277
Teoría de Gaia
“¡Allá viene el temporal”:
Clima y mitología entre lo culto y lo popular
Lilliana Ramos Collado
Facultad de Estudios Generales, Universidad de Puerto Rico, Río Piedras
San Juan, Puerto Rico
[email protected]
Resumen
Los fenómenos climáticos a través de la historia cultural suelen asumir relatos fantasiosos. La narración
final plasmada a lo largo de la historia, recrea de forma automática los discursos del relato aceptado.
Los eventos fortuitos han pasado a ser parte de una visión que manifiesta la tempestad y el castigo, que
limpiarán la cultura. Se analizan los grandes metarrelatos simbólicos de la historia occidental que han
producido un pensamiento de mitificación idealizada. La imagen de la tormenta es ingobernable y viene
a significar la limpieza, del gobierno y la catástrofe, de la ley y el orden. Este lenguaje internalizado en
toda manifestación de vida, expresa la elocuencia del ambiente vivo, que abandonan el repertorio
cuando esta lleno de augurios que anuncian la llegada de una tormenta. La renuncia comunitaria para
atender el calentamiento global incrementa la ferocidad de estos eventos que mitológicamente,
limpiaran todo, borrarán la vida, para comenzar nuevos paradigmas.
Palabras claves:Temporal, mitología, clima, lenguaje internalizado, metarrelatos, fenómenos climáticos.
Abstract
The climatic phenomena across the cultural history are in the habit of assuming prone to fantasizing
statements. The final story formed along the history, recreates automatically the speeches of the
accepted statement. The fortuitous events have occurred to be a part of a vision that demonstrates the
tempest and the punishment, which they will clean the culture. There are analyzed the big symbolic
metanarratives of the western history that have produced a thought of idealized mythification. The image
of the storm is ungovernable and comes to mean the cleanliness, of the government and the catastrophe,
of the law and the order. This language internalized in any manifestation of life, expresses the eloquence
of the living environment, which is leaved behind with the auguries that announce the arrival of a storm.
The community resignation to attend to the global warming increases the ferocity of these events that
mythologically, they were cleaning everything, they will cleanse life, to begin new paradigms.
Keywords: Hurricane, mythology, weather, internalized language, metanarratives, climate phenomena.
La construcción imaginaria de los fenómenos climáticos a través de las culturas suele
asumir la forma de relatos fantasiosos protagonizados por seres sobrenaturales y
héroes semidivinos o humanos que afirman su valía ante la prueba que el desastre
natural constituye para el individuo y su comunidad. Ante la claudicación de todo orden
que el desastre implica, el héroe establece un discurso de estabilización que presupone
la conversión de un mundo periclitado en un nuevo mundo que habrá de levantarse
sobre los escombros dejados atrás por el cataclismo. Así, al decir de Heráclito, nada
nace ni muere: todo se trasforma en aras de un constante reprocesamiento de materias
y energías, de un perpetuo reciclaje de lenguajes simbólicos que siempre reclaman
expresión narrativa mediante relatos del final.
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El Apocalipsis o el relato del final, cede al impulso de imaginar ese momento
inenarrable ante el cual el entendimiento humano pierde su arraigo y cede a la
inhumanidad de una materialidad todopoderosa en su amenidad e impersonalidad.
Pero realmente no cede, sino que propone un relato cuya función es darnos siempre la
esperanza de constituir sentido, incluso cuando todo sentido ha llegado a su final, o
cuando solo queda el sentido del final. Situación paradójica que da cuenta de la
posibilidad de que el relato sobreviva a su narrador y sea dicho por nadie y por ninguna
voz, pero a gritos a través de un paisaje desnudo de toda existencia humana. Como
afirma Frank Kermode en su “Sense of an Ending”, libro que fecundó grandes
controversias en el ámbito de la teoría literaria mundial, nosotros los humanos
recurrimos al relato ante la evidencia palmaria del caos y del sinsentido del mundo,
porque la forma del relato nos devuelve al orden, al cosmos. Y si bien Kermode admite
que recurrir al relato es nuestro triste destino, lo cierto es que el acto de configurar una
narración es equiparable al acto de fundar un mundo. Quizás, pues, sea cierto el
dictum de Jacques Derrida: ―Rien hors du texte‖… ―Nada fuera del texto‖. Habría que
decir que no hay mundo sin discurso que lo exprese, pues ese discurso es su condición
de inteligibilidad.
Desde la más remota antigüedad literaria, los autores clásicos de Occidente
utilizaron los llamados ―portentos climáticos‖ o ―meteoros‖ –en especial, la tempestad—
para significar pronunciamientos divinos que demarcaban momentos de umbral en la
existencia humana. El Mar Mediterráneo, sede privilegiada de las tramas de la épica
antigua, era continuo escenario de tempestades que resultaban sobrecogedoras para
las débiles embarcaciones de estos navegantes primitivos, de modo que la tempestad
devenía, necesariamente, un momento límite que implicaba la muerte. Las
tempestades eran, pues, portentos, augurios del final y de la apertura a una vida otra,
pronunciamientos de la divinidad cuya voz sobrehumana sólo podía concebirse como la
voz elemental de los elementos.
Así, estando Odiseo a corta distancia de Itaca con sus compañeros de viaje,
éstos, recelosos de la avaricia de su rey y creyendo que los sacos que le había
regalado Eolo, el Rey de los Vientos, contienen riquezas que Odiseo no ha querido
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compartir con sus súbditos, abrieron los sacos y dejaron escapar terribles vientos
huracanados que los alejaron de Itaca para siempre, ya que sólo Odiseo lograría
regresar con vida a su patria. Esa tempestad, literalmente metida en un saco a
propósito por Eolo para favorecer el retorno de Odiseo a su patria, fue puesta en
libertad por recelo e ignorancia y le costaría la vida a todos menos a uno: el rey que
regresaba. La moral de la historia es obvia, y más obvia se hace por el uso de la
tempestad como manifestación fenoménica de la ira de un dios que se ha visto
desobedecido en su generosidad. La tormenta es un castigo a los tripulantes de las
naves de Odiseo. De modo que ya Homero, hace casi tres mil años, había recurrido a
la tempestad como instrumento higienizador moral contra la desobediencia y contra los
actos de lesa majestad. Los transgresores no habrían de regresar a su patria.
Deseo comentar para ustedes algunas escenas mucho más dramáticas de este
uso de la tempestad –a la vez mítico y alegórico—en su función higienizante de lo
social humano.
Existen varias escenas de tempestad en la literatura antigua, varias de ellas en
La Odisea, una épica marítima, y muchas otras en los fragmentos que atestiguan el
enorme repertorio de épicas del retorno de Troya, los llamados Nostoi o relatos del
regreso. La literatura latina también ofrece varios ejemplos espléndidos de esta
moralización higiénica de la tempestad, cuyas fuerzas feroces todo lo limpian: los dos
autores más notables son Virgilio, con su Eneida, y Lucano con su Farsalia, en ambos
la tempestad desplaza el hecho del desarraigo humano por la guerra y en ambos la
flaqueza moral de los protagonistas se asume como la ocasión que dispara el
mecanismo moral de la tempestad. Me dedicaré a comentar las de Virgilio, siendo el
más conocido de los dos autores. El pasaje pertinente del Libro I de la Eneida lee así:
[Eolo] golpeó con su lanza el costado
del hueco monte y los vientos, como ejército en formación de combate,
por donde se les abren las puertas se lanzan y soplan las tierras
con su torbellino.
Cayeron sobre el mar y lo revuelven desde lo más hondo,
a una el Euro y el Noto y el Ábrego lleno
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de tempestades, y lanzan vastas olas a las playas.
Se oye a la vez el grito de los hombres y el crujir de las jarcias;
las nubes ocultan de pronto el cielo y el día
de los ojos de los teucros, una negra noche se acuesta sobre el ponto,
tronaron los polos y el éter reluce con frecuentes relámpagos
y todo se conjura para llevar la muerte a los hombres.
Se aflojan de pronto de frío las fuerzas de Eneas,
gime y lanzando hacia el cielo ambas palmas
dice: «Tres veces y cuatro veces, ay, bienaventurados
cuantos hallaron la muerte bajo las altas murallas de Troya,
a la vista de sus padres. ¡Oh, el más valiente de los dánaos,
Tidida! ¡Y no haber podido yo caer de Ilión en los campos
a tus manos y que hubieras librado con tu diestra esta alma mía
donde fue abatido el fiero Héctor por la lanza del Eácida,
donde el gran Sarpedón, donde el Simunte arrastra
en sus aguas tanto yelmo y escudo, y tantos cuerpos esforzados!»
Cuando así se quejaba un estridente golpe del Aquilón
sacude de frente la vela y lanza las olas a las estrellas.
Se quiebran los remos, se vuelve la proa y ofrece
el costado a las olas, viene después enorme un montón de agua;
unos quedan suspendidos en lo alto de la ola; a estos otros
se les abre el mar
y les deja ver la tierra entre las olas en agitado remolino de arena.
A tres las coge y las lanza el Noto contra escollos ocultos
[…], a tres el Euro las arrastra
de alta mar a los bajíos y a las Sirtes, triste espectáculo,
y las encalla en los vados y las cerca de un banco de arena.
A una que llevaba a los licios y al leal Orontes,
ante sus propios ojos la golpea en la popa una ola gigante
cayendo de lo alto: la sacudida arrastra de cabeza
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al piloto, rodando; a aquélla tres veces la hace girar
la tromba en su sitio antes de que la trague veloz torbellino.
Desperdigados aparecen algunos nadando en la amplia boca,
las armas de los hombres, los tablones y el tesoro troyano entre las olas.
Ya la nave poderosa de Ilioneo, ya la del fuerte Acates
y la que lleva a Abante y la de Aletes el anciano
la tempestad las vence; por las maderas sueltas de los flancos
reciben todas el agua enemiga y se abren en rendijas.
Esta tormenta, que acontece al comienzo de la narración, tiene el efecto de
servir de umbral a la nueva vida que espera al héroe que ha huido de Troya con su
familia y su ejército a fundar una nueva ciudad. La violencia del meteoro signa la
naturaleza radical del cambio en el destino del protagonista. Los dioses mismos se han
involucrado en la configuración de ese destino, y lo hacen manifiesto mediante una
naturaleza desbocada, un mar fuera de madre, un cielo inescrutable y un viento que
barre las nubes e impide consultar los astros para determinar la posición geográfica de
las naves. El ocultamiento de los astros hace que los navegantes se sientan,
literalmente, perdidos en el espacio bajo el embate de un meteoro que incluso borra
toda demarcación entre mar, cielo y tierra.
Al final de la descripción de la tormenta, y luego de la desaparición de varias
naves, Eneas, gracias a la intervención personal de Neptuno, dios del mar, alcanza el
resguardo de tierra firme. Todos menos unos pocos se han salvado. Luego los
sobrevivientes se enterarán que otros de sus compañeros también han resistido el
embate de la muerte.
Nótese la importancia que da el texto al momento en que el timonel cae al agua
y deja la nave sin gobierno. Esta escena, tomada de la Odisea, precisamente subraya
el tópico recurrente de ―la nave del estado‖ y la simbiosis simbólica entre el timonel y el
gobernante, lo cual nos remite de inmediato a la naturaleza alegórica de la tormenta: lo
que ha ocurrido en el espacio natural confirma lo que ha ocurrido en el espacio de
circulación de los bienes simbólicos como la civilización, el gobierno, el estado, la
ciudadanía y la patria. Lo que el viento se llevó, en este episodio, es precisamente,
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todo asomo de historia pasada. Gracias al mar, Eneas se encuentra políticamente
limpio como para comenzar una nueva vida y fundar un nuevo estado.
El simbolismo palmario de esta escena de tempestad se confirma en una
próxima escena, parte del relato que Eneas mismo cuenta en la sala del trono de la
reina Dido en Cartago con motivo de la fiesta de recibimiento que ella celebra para sus
nuevos huéspedes troyanos. Dido, curiosa de conocer cómo fue el final de Troya, pide
a Eneas que le cuente lo que ocurrió durante las últimas horas de vida de esta ciudad
tan rica y tan civilizada que tanto troyanos como aqueos consideraban ―sagrada‖.
Eneas acomete un relato impresionante por su carácter visual y por la violencia de los
eventos narrados.
Ya casi al final de la escena, justo después de la horrible muerte de Príamo, rey
de Troya, y mientras Eneas trata de volver a su casa para constatar que su familia
sigue viva. El héroe se topa con su madre Venus, quien descorre el velo que ciega sus
ojos mortales de modo que Eneas pueda ver a los dioses y su papel protagónico en la
catástrofe que destruye la ciudad hasta sus cimientos. Así describe Venus cómo los
dioses son los responsables de la caída y destrucción física de Troya—el primer
―urbicidio‖ (asesinato de una ciudad) en la historia de Occidente—e insta a su hijo
Eneas a escapar de esta debacle donde cielo, tierra y mar se conjugan como potencias
indomeñables en contra de los seres humanos, de sus estados, de sus leyes y de sus
esperanzas de sobrevivencia:
―Hijo, ¿qué dolor tan grande provoca tu cólera indómita?
¿Por qué te enfureces? ¿A dónde se ha ido tu cuidado por mí?
¿No verás antes dónde has dejado a tu padre Anquises,
cansado por su edad, y si viven aún tu esposa Creúsa
y tu hijo Ascanio? Por todas partes a todos les rodean
las armas griegas, y, si no fuera constante mi providencia,
ya les tendrían las llamas y clavado se habría el puñal despiadado.
No eches la culpa a la odiada belleza de la espartana hija
de Tindáreo, ni aun a Paris: la inclemencia de los dioses,
la de los dioses, arruinó este poder y abatió a Troya de su cumbre.
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Mira bien (que ahora retiraré toda la nube que tienes
delante y oscurece tu visión mortal, y, húmeda, se evapora
alrededor; no temas tú los mandatos de tu madre
ni rehúses obedecer sus órdenes):
aquí, donde ves las moles deshechas y las rocas arrancadas
de las rocas y el humo ondear mezclado con el polvo,
Neptuno con su enorme tridente es quien golpea los muros
y los removidos cimientos y la ciudad entera de su asiento
arranca. Aquí la muy cruel Juno ocupa la primera
las puertas Esceas y ceñida con la espada convoca
enloquecida de las naves al ejército aliado.
Mira ya en lo más alto del alcázar a Palas Tritonia
sentada, brillando con su nimbo y la cruel gorgona.
Mi propio padre da ánimo a los dánaos y favorece
sus fuerzas; él empuja a los dioses contra las armas de Troya.
Sálvate, hijo, y marca un final a tus fatigas;
nunca te faltaré, y te llevaré a salvo hasta el umbral de una patria.‖
Así dijo, ocultándose en las espesas sombras de la noche.
En esta sobrecogedora escena, en la cual los dioses aparecen como
personificaciones literales de las fuerzas naturales, se explica sin disimulo alguno la
ideología moral detrás de esta guerra que, con el acto destructor de los dioses, deviene
tempestad: son los dioses los que han destruido a Troya.
¿Qué elementos simbólicos rigen este escenario de la tormenta? Primero que
nada el hecho contundente de una fuerza natural que empequeñece y anonada al ser
humano, fuerza de enorme violencia destructora, de crasa y cruel imprevisibilidad. La
característica principal de su violencia es que fragmenta y distorsiona las formas
usuales de lo natural: borra el paisaje, desorganiza las divisiones que definen los
ámbitos de los elementos, aturde el sensorio humano con sus ruidos ensordecedores, y
se proyecta como un proceso de retorno al caos primigenio. La naturaleza, en la
tormenta, deviene monstruosa: aúlla, se levanta en severos espasmos, se agita, se
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rompe y barre todo con ella. Al final, la superficie del mar parece una playa barrida de
la cual se ha eliminado todo signo de vida. La tormenta es ingobernable y viene a
significar el desgobierno y la catástrofe de la ley y el orden.
Es curioso que, a través de la historia de la filosofía, la tormenta haya
desempeñado un papel notable en la simbología de ese evento inenarrable que suele
denominarse ―sublime‖. Tanto en el opúsculo original de Longino, Acerca de lo sublime,
como en los textos de sus sucesivos traductores y comentaristas, el perihupsos (lo
elevado o sublime) recurre una y otra vez al tópico de la tormenta como locus
privilegiado del evento que cae fuera del lenguaje en tanto sobrecoge y acalla el
entendimiento humano por su prepotencia y su violencia. La ocasión sublime, a su vez,
se caracteriza por el estado de indefensión a la que queda reducido el observador,
enmudecido por el vértigo ante la acción de la naturaleza, completamente fuera del
control humano. Así, el famoso ―yo no sé qué‖, de Boileau en su arte poética del siglo
XVII, aunque debilucho al lado de las poderosas escenas virgilianas, queda corregido y
devuelto a la violencia en los artículos seminales de Joseph Addison titulados en
conjunto “The Pleasures of the Imagination (The Spectator)”, en el famosísimo y
profundo clásico de Edmund Burke, Indagación acerca del origen de nuestras ideas
acerca de lo bello y lo sublime, la importante ―analítica de lo sublime‖ que incluye
Emmanuel Kant en su Crítica del juicio, el comentario de Friedrich Schiller acerca de
lo sublime en sus Cartas acerca de la educación estética del hombre, el famoso y
gigantesco cuadro de Gericault, La balsa de la Medusa, que rememora el naufragio
famoso que indujo a los sobrevivientes a la inhumanidad del canibalismo, y ya más
cerca de nosotros, El sublime objeto de la ideología, de Slavoj Zizek.
En todos estos autores, el suceso sublime impone el reto de la claudicación del
lenguaje e invita a abrazar una especie de retórica del desastre: discurso que surge a
la luz del desplazamiento de las realidades y de sus nombres y descripciones
habituales. La tempestad es visión paradigmática del trastrocamiento de lo real, y en
general, la antesala a una nueva ordenación del mundo. De hecho, para todos los
autores mencionados, poder figurar un discurso ante la tempestad señala al narrador
como un ser capaz de emitir juicios estéticos (en el caso de Kant), de un pensador
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capaz de sobreponerse al terror que lo sublime infunde (Burke), al naufragio del sentido
de estado, en el caso del triste destino de los amotinados de la fragata Medusa, el
famosísimo cuadro de Gericault que ocupa un sitial tan destacado en el Museo del
Louvre, o al avistamiento del objeto de la ideología, invisible para todos los que no
puedan dislocar su pensamiento mediante una cruda crítica simbólica (Zizek).
Como atestiguan Homero, Virgilio y Lucano, la celebridad de que existe una
preferencia a recurrir a tempestades fatales especialmente en el caso de los viajes
marítimos hacia territorios isleños. Los meteoros en tierra firme no suelen evocar estas
disquisiciones tan inquietantes y pavorosas. Los relatos incluidos en las bitácoras de
viajeros y comerciantes ingleses de los siglos XVII y XVII que surcaron los mares del
Caribe son generosos en sus descripciones de los síntomas atmosféricos del huracán
caribeño, del huracán caníbal que todo se lo traga, incluso las islas. Vale señalar aquí
que, en la mitología, las islas eran consideradas por las navegantes como tierras a la
deriva, libradas a los movimientos y al empuje del mar, nunca fijas en un sitio y
constantemente fugadas de toda cartografía. De ahí que a los continentes se les
llamara ―tierra firme‖ y a las islas nunca se les hallara en el mismo sitio en los mapas de
los siglos XV al VXIII.
La isla es, aún hoy, lugar especial de sucesos maravillosos, tierra misteriosa
colocada en el umbral del fin del mar, territorio de ensueño donde van a lograremos
saciar los deseos insatisfechos. Así, la mayoría de los relatos de tempestad en el mar
conciernen a relatos relacionados con las islas, sean del Mediterráneo, del Caribe o de
los mares asiáticos. La tempestad amenaza con hundir la isla, en tanto la isla no es
más que una barca a la deriva, frágil embarcación expuesta a fuerzas que la
sobrecogen.
De hecho, en el caso de las islas del Caribe, desde las primeras crónicas y
bitácoras de exploración de todas las naciones que recorrieron nuestros mares tras la
ganancia de un mercantilismo incipiente, los navegantes mostraron gran preocupación
por el comportamiento del clima, la manifestación de las estaciones y su impacto en la
seguridad de la navegación, y, sobre todo, en la amenaza que ―los vientos‖ constituían
para la seguridad de vida y propiedad en el mar. Estas preocupaciones también se
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manifestarían eventualmente en los colonos que sentaron residencia en las islas,
donde se habría de desarrollar un sistema de pronóstico meteorológico cuya expresión
se asentaba sobre relatos de corte mitológico, a juzgar por el extraordinario y enorme
texto antropológico y arqueológico de Fernando Ortiz, El huracán, su mitología y sus
símbolos. Ortiz, quien estudia cuidadosamente cientos de piezas arqueológicas que
parecen configurar el cuerpo helicoidal de un ser que pudiera asimilarse a la forma del
huracán, rescata algunos de los relatos míticos que aluden a la ira incontenible de un
dios cuyos territorios han sido transgredidos y cuyo castigo tiene que ver con borrar,
mediante la fuerza del viento y del agua, la faz de la tierra.
Las canciones de nuestro folclor que aluden al temporal así lo atestiguan. Los
aguacates en flor y cierta luz verde en el horizonte, la quietud del entorno y la
desaparición de las aves, abonan al repertorio de augurios que anticipan la llegada fatal
del huracán. La impotencia humana ante el cataclismo es la del lamento ante la
naturaleza irremediable del fin de todo, de la borradura de la vida. Como la ira divina en
Sodoma y Gomorra, como la contundencia del diluvio universal, la tempestad se
enseñorea del mundo y lo mata para recomenzarlo bajo nuevos paradigmas.
La inescapable genealogía mítica que opera como matriz hermenéutica de los
eventos climáticos no ha perdido su proverbial fuerza persuasiva. La renuencia
comunitaria a comprender la urgencia de contener los cambios climáticos que ya está
produciendo el calentamiento global atestigua ese escepticismo que proviene de un
continuado sentido de la impotencia humana ante la fuerza de los eventos
atmosféricos. Es inconcebible, dentro del discurso mítico predominante, que los seres
humanos podamos incidir de modo tan contundente en los asuntos de la naturaleza
como para afectar el clima en una dimensión planetaria. Nuestra mítica impotencia
humana ante la tempestad nos paraliza ante los hechos científicos que apenas
podemos comprender por lo arcano de su lenguaje y lo desconcertante de sus
pronósticos. El estribillo famoso de ―Temporal, temporal, allá viene el temporal. /¿Qué
será de mi Borinquen cuando llegue el temporal?‖ es sintomático de esa impotencia. La
fascinación nuestra por las fotos de época de San Ciriaco o San Felipe, por las Hugo o
las de Georges, apenas puede soportar el pensamiento de que la humanidad ha
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causado el incremento en la ferocidad de estos meteoros por causa de la
contaminación industrial que ha desembocado en un acelerado calentamiento
planetario.
Quizás valga la pena decir que mientras los viejos mitos y su lenguaje
apocalíptico dominen la discusión de las consecuencias de este nuevo Apocalipsis,
poco podrá la ciencia ocupar el espacio discursivo. Y mientras la ciencia prefiera la
especulación experimental al establecimiento de lo que mi colega la Dra. Ivette Fred ha
llamado ―modos del hacer‖, poca esperanza habrá debido a la parálisis sagrada que la
fuerza mítica del huracán supone entre sus víctimas. Es imperativo sustituir el miedo
por el conocimiento, porque, si bien el conocimiento puede ser aterrador, nos depara
una conciencia hábil a la hora de salir a la intemperie desnuda para volver a construir el
mundo bajo nuevos (y, por supuesto, mejores) paradigmas.
Citación de este artículo:
Ramos Collado, L. (2009). ―¡Allá viene el temporal‖: Clima y mitología entre lo culto y lo
popular. Revista Umbral, 1, 267-277. Disponible en
http://ojs.uprrp.edu/index.php/umbral/article/download/37/25
Producción y Recursos en Internet:
Producción de Umbral, Facultad de Estudios Generales, Universidad de Puerto Rico,
Río Piedras. Disponible en http://umbral.uprrp.edu/revista
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