Leer artículo completo - Cristianos por el Socialismo

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LUNES 12 DE MARZO DE 2012
ERODESENCANTO
LUNES 12 DE MARZO DE 2012
ERODESENCANTO
EDIFIO DE LA COMISION EUROPEA EN MADRID
AUTOR CLAUDI PÉREZ
La crisis ya no es solo económica, sino también política, social y de
identidad.
El proyecto de unión nacido de la posguerra languidece
“Europa es una pesada carga que nuestros padres nos ataron a los tobillos por culpa
de nuestros abuelos”. Un joven estudiante alemán pasea todo ese tormento a sus
espaldas en el Instituto Universitario Europeo, en Florencia. A mil kilómetros de
allí, en un pequeño restaurante próximo a la Comisión Europea de la capitalísima
Bruselas, un alto funcionario de un país del Sur sentencia que la UE “ya es, o
debería ser, una organización internacional como la OCDE o el Fondo Monetario
Internacional; ni más ni menos”.
Ese euroburócrata y el universitario no se conocen, y sin embargo comparten una
sensación que recorre el continente de arriba abajo, como una larga cicatriz. El
eurodesencanto, convertido en algunos lugares en un irritante euroescepticismo —
el de los movimientos nacionalpopulistas que tienen el viento a favor en varios
países—, es la penúltima estación de esta crisis que ya no es solo económica, sino
también política y social, de identidad y de modelo; una crisis invasiva, cancerígena,
omnipresente. Para combatirla, Europa se mueve, pero solo cuando tiene el agua al
cuello y siempre arrastrando penosamente los pies. Europa, en fin, tiene gripado el
motor, el relato compartido que sostuvo durante tres generaciones el proyecto de
posguerra de la integración europea. Ha perdido el hilo. Y tiene difícil recuperarlo
porque su genética es controvertida y sus dudas sobre sí misma cada vez mayores.
“Ya no se puede convencer a los jóvenes de que la UE es imprescindible para evitar
otra guerra. Hay una generación para la que eso ya no vale. Necesitamos nuevas
razones”, ha dicho esta semana el ministro de Hacienda alemán, Wolfgang
Schäuble. Durante un tiempo, el recuerdo de la guerra total fue un impulso
determinante para construir Europa; después, la economía y la moneda fueron el
hilo del que tiró la política para coser las costuras de la Unión. Al cabo, unión
monetaria y moneda única exigen una enorme confianza mutua: nadie vende nada
a cambio de un billete si no confía de veras en ese pedazo de papel.
Esa imprescindible confianza se ha desmoronado.
Europa se mueve, pero solo lo hace con el agua al cuello y arrastrando los pies
Una idea de Europa se está apagando. Antes y después de la introducción del euro
la UE fue un foco de atracción para muchos países que veían en Europa un modelo
atractivo, el de la economía social de mercado, el del Estado de bienestar, el de
valores como la prosperidad y la modernidad. La crisis económica es ahora la crisis
de esos valores. “Y coincide con la emergencia de los tópicos más baratos, con esa
guerra dialéctica entre un Norte supuestamente trabajador y ahorrador, y un Sur
vago y despilfarrador. Sin líderes políticos capaces de construir otro discurso, y con
Alemania tratando de imponer su modelo, la legitimidad del proyecto europeo se
convierte en un envoltorio de cristal, frágil y vulnerable”, asegura Josep Borrell,
expresidente del Parlamento Europeo.
El optimismo de hace 10 años choca con la desmoralización actual, que es hija de
esta crisis marcada por la desilusión y el miedo, la ausencia de un liderazgo fuerte,
una toma de decisiones diabólicamente ineficaz. Todo eso deja “la sensación de
haber pasado del cielo al infierno sin pasar por el purgatorio”, resume una fuente
comunitaria. En realidad ese purgatorio existe: Grecia y sus más de dos años de
martirio. La crisis griega, convertida después en crisis existencial del euro, es la
constatación de que la economía determina en última instancia todo lo demás. Y la
enfermedad económica europea es en realidad un cuadro clínico en el que hay
varias dolencias que se retroalimentan: daños en el sistema circulatorio (la banca);
daños en el sistema nervioso (la toma de decisiones, entre Bruselas y el directorio
Merkozy); daños causados por el colesterol (exceso de grasa en la deuda pública y,
sobre todo, privada), y últimamente anemia (estancamiento o camino de la recesión
en todo el continente). A eso hay que sumarle esa dolencia asintomática, la pérdida
del espíritu europeísta, y los efectos secundarios del tratamiento equivocado contra
esos males, como consecuencia de un diagnóstico más que discutible.
Europa se ha recetado a sí misma austeridad en vena, prescrita por Berlín e
inyectada vía Bruselas. Los mandarines del euro creen que el primer problema, la
gran causa de la crisis, es fiscal. No solo en Grecia: en toda Europa. Y como tal,
pretenden acabar con ella a base de recortes. No está claro, nada claro, que eso sea
así: Paul Krugman, Joseph Stiglitz y compañía son los más beligerantes contra ese
diagnóstico y la consiguiente cura; hasta el FMI, que solía estar justo al otro lado
del tablero ideológico, ha alertado contra los excesos a la hora de declinar el verbo
recortar.
La confianza entre los socios de la moneda única se ha desmoronado
Los efectos secundarios de la austeridad son conocidos. A la corta, sobre todo si se
aplica en todas partes a la vez y en un entorno de excesivo endeudamiento de todos
los agentes —Estados, bancos, empresas y ciudadanos—, el resultado es más
debilidad económica, que se acaba trasladando a la banca (vía morosidad) y a la
deuda pública (más dudas acerca de la capacidad de pago de los países: sin crecer es
imposible pagar). En fin: hay quien compara los recortes con las sangrías de los
matasanos del medievo.
El desafío es considerable: salvando las distancias, el continente “corre el riesgo de
romperse por tercera vez en un siglo”, esta vez sin tanques ni aviones, con los
mercados financieros como única artillería, explica con un punto catastrofista —tan
de moda últimamente— Edwin Truman, del Peterson Institute. El coste de esa
ruptura del euro, a pesar de las Casandras, es tan elevado que lo más probable es
que no se produzca. Siempre con lentitud y siembre a golpes, Europa ha ido
avanzando en la dirección correcta (regulación financiera, pasos adelante en la
unión económica) y ha conseguido cosas impensables hace dos años. El camino es
largo y oscuro: los argentinos saben que a veces la luz al final del túnel engaña y no
es más que un tren de mercancías que se dirige hacia nosotros a toda velocidad. En
ese trayecto hay media decena de estaciones fundamentales.
La banca. Prólogo y epílogo de la crisis. El prefacio de la versión europea de la
Gran Recesión contiene toda la historia, como las primeras frases de las grandes
novelas. En el principio fue la crisis financiera. Por diversas causas: porque algunas
entidades metieron las zarpas en las hipotecas basura de EE UU (la banca
alemana), por las burbujas inmobiliarias (Irlanda, España y de nuevo Alemania,
cuyos bancos financiaron esas burbujas en la periferia), o porque las entidades
estaban hasta las cejas de deuda pública europea, el que hace dos años era uno de
los activos más seguros del mundo, y cuyo deterioro ni Bruselas ni el tándem
Berlín-París son capaces de detener. Es difícil parar ese círculo vicioso entre crisis
bancaria y crisis de deuda soberana porque el análisis sigue basado en la premisa
equivocada: que esta es una crisis causada por el exceso de deuda pública. Falso,
salvo en el caso griego. España e Irlanda tenían superávits fiscales (frente al déficit
alemán) antes de los problemas.
El optimismo
de hace 10 años
choca con la desmoralización
En fin, el prólogo de la Gran Recesión fue la crisis financiera; el epílogo
probablemente también lo será. Al cabo, ahí, en los balances de los bancos, siguen
larvados los excesos de todos los agentes económicos, que durante años
minusvaloraron los riesgos asociados a una economía cada vez más financiera: es
decir, más arriesgada y más difícil de controlar. Luego vino todo lo demás. Purgar
esos excesos durará años.
La deuda pública y el poder de las historias. Todo se arregla con historias”,
dice Luis Landero en uno de sus libros. Todo se arregla, o todo se va al garete con
ellas. En el caso de Europa, el problema de la deuda es variopinto:
el storytelling del caso de Grecia es muy distinto del de Portugal e Irlanda o el de
España e Italia. Pero Grecia, apenas el 2% del PIB europeo, es una especie de
arquetipo de ese drama en capítulos que es la crisis europea y de los merados
financieros.
Una manada de búfalos corre lo que corre el búfalo más débil; si los lobos ven que
pueden atacar a ese búfalo, la veda está abierta para el siguiente (Portugal), para
todos los demás. Eso es, poco más o menos, lo que ocurre en Europa. Grecia tiene
un problema de solvencia. La deuda ya se le ha ido de las manos. Lleva cuatro años
de recesión, el paro crece a toda velocidad, el dinero huye de allí, los bancos
sobreviven solo por la respiración asistida del BCE. Los mercados (los lobos)
observan cómo Europa es incapaz de lidiar con el problema griego, han olido sangre
y atacan por ahí. Al primer rescate le siguió un segundo plan de ayuda, y en
Alemania se habla ya de un tercero: ni siquiera los 130.000 millones de euros del
programa aprobado recientemente, que incluye la participación de la banca en la
reestructuración de la deuda griega, eliminan los riesgos de que la solución al
problema se siga tejiendo y destejiendo una y otra vez, como el mito de Penélope.
El prólogo de la Gran Recesión fue financiero; el epílogo también lo será
Frente a las soluciones extremas (solidaridad total o dejar caer a Atenas), la UE
prefiere una solución intermedia. Hay buenas razones tras esa decisión: políticas
(Grecia engañó a sus socios y su salvamento crea una especie de dilema moral en
países como Alemania), ideológicas (no hay rescate sino créditos, aunque al menos
ahora en buenas condiciones, pero la financiación no llega si Grecia no hace lo que
se le ordena: un consenso de Berlín basado en austeridad y recortes). Incluso hay
buenas razones económicas: un salvamento en toda regla provocaría que otros
países, como Portugal o Irlanda, quisieran lo mismo; lo contrario, dejar caer a
Grecia, podría provocar un efecto contagio jupiterino: un momento Lehman. Los
analistas consideran que Europa se ha rearmado y que está mejor preparada que
hace unos meses para contener ese huracán. Pero cuidado. Como decía el liberal
Rudi Dornbusch, “los desequilibrios, en economía siempre duran más de lo que se
espera y siempre se corrigen de forma más brusca de lo previsto”.
La economía en declive. España como piedra de toque. A una crisis provocada
por un excesivo endeudamiento privado que acaba convirtiéndose en público los
Gobiernos responden con políticas de austeridad: el resultado es una peligrosa
recesión. Esa es la historia reciente de Europa, pero así sucedió también en Japón
en los noventa y ese país lleva 20 años en hibernación. El mismo debate tuvo un tal
John Keynes con el Tesoro británico en los años treinta del siglo pasado. La historia
no se repite, pero vaya si rima: la economía europea se recuperó del batacazo
de Lehman Brothers vía estímulos, pero en ese momento empezó el miedo en el
mercado de deuda, Alemania decretó recortes y el PIB europeo se contrajo el 0,3%
en 2011. Italia, Holanda, Bélgica, Grecia y Portugal ya están en recesión; España e
Irlanda, rozando el larguero. Y España vuelve a ser la frontera del euro: los
analistas afirman que si Bruselas insiste en la senda de reducción del déficit que ha
impuesto (en España, del 8,5% de 2011 al 4,4% este año: 40.000 millones), la
segunda Gran Contracción —como la denominan Kenneth Rogoff y Carmen
Reinhart— no hará más que agravarse.
“Alemania impuso hace más de 10 años un régimen de contención de los salarios y
una flexibilización del mercado laboral casi violentos: eso explica
suboom exportador y buena parte de los desequilibrios que emergieron en casi toda
Europa. Contra eso, la única respuesta de la UE es la austeridad generalizada.
Trabajad y ahorrad como nosotros, parecen decir los alemanes. Sacrificaos: los
mercados siempre tienen razón y han decretado deflación para España, para todos.
Pero los mercados no siempre tienen razón. Si se equivocaron durante años
financiando a Grecia a los mismos tipos de Alemania, ¿qué garantías hay de que
ahora estén acertando? ¿Toda Europa debe ser como Alemania?”, se pregunta Paul
de Grauwe, de la London School of Economics. De Grauwe es extremadamente
crítico con Berlín: “El elemento clave que introduce el elemento alemán es
represivo. Instala una visión muy negativa, la de una UE basada solamente en la
disciplina. Con ese único ingrediente, el proyecto europeo puede funcionar. La
solidaridad permitiría aceptar esa disciplina, pero en Berlín esa es una palabra
tabú”, concluye.
El caso español va a ser un examen definitivo de las nuevas reglas fiscales
El caso español va a suponer un examen definitivo para todas esas reglas aprobadas
por la presión alemana a pesar de que la realidad desmiente una y otra vez que esa
sea la salida. “La ideología que está detrás de los recortes es demencial: recortar
40.000 millones en un año para cumplir las reglas a rajatabla, como se le pide a
España, es un suicidio. Si esas son las reglas, habría que cambiarlas: son estúpidas.
Es lógico que el Gobierno de Rajoy trate de limitar los daños. El problema
fundamental es que el núcleo directivo de Europa no asume que esa píldora sin
anestesia es contraproducente”, sostiene Borrell.
España ha vuelto al centro de la diana. “La Comisión está elevando el tono con
Madrid, en parte porque Madrid no ha hecho las cosas nada bien, aunque lo que
pide Rajoy tiene toda la lógica. Pero esto no va de lógica: Bruselas tiene la última
palabra sobre las metas de déficit y de momento, aunque no haya sanción, es
preocupante el estigma que eso puede suponer para la prima de riesgo y la
financiación exterior española”, dice una fuente diplomática. “Es un momento muy
delicado porque Europa se juega la credibilidad de sus reglas, y puede que esas
reglas sean absurdas, pero España se juega mucho más”.
Eurobonos y el puente sobre el río Kwai. El problema más acuciante sigue
siendo Grecia. Hay una especie de consenso entre los economistas: el último plan
de salvamento sirve para ganar tiempo, pero el problema sigue ahí, latente. Si
Europa pretende que Grecia sea un caso único debe acelerar la construcción de un
cortafuegos potente para evitar el contagio. Y para más adelante, debe construir un
mecanismo de solidaridad creíble, algo parecido a lo que permite que EEUU pague
primas de riesgo como las de Alemania pese a tener un déficit como el de España,
una deuda como la de Italia y algunos Estados (California) con situaciones a la
griega.
La solución son los eurobonos. Pero no es tan fácil: en economía no hay comidas
gratis. Si hay que mutualizar la deuda, no basta con una política monetaria común;
también hay que armonizar las políticas fiscales, y eso lleva su tiempo, y sobre todo
exige un cambio del mobiliario sociopolítico en muchos lugares, con los viejos
Estados-nación resistiéndose, como siempre, a ceder soberanía. Alemania se opone
a los eurobonos porque argumenta (con muy buenas razones) que pasará mucho
tiempo antes de que llegue la deseada armonización fiscal.
Pero si los eurobonos son la otra orilla del río, el Banco Central Europeo (BCE)tiene
que ser el puente que permita a Europa llegar hasta ellos sin ahogarse. El BCE está
funcionando para los bancos: la barra libre de liquidez a tres años ha sido
fundamental para evitar un accidente, para explicar el remanso de paz de las
últimas semanas. Pero el Eurobanco no pone el mismo énfasis en salvar a los
bancos que a los Estados. Ha comprado bonos, pero a regañadientes por las
resistencias de Berlín. Y ha tenido que idear una fórmula imaginativa para que con
ese dinero sean los bancos quienes compren la deuda europea y sorteen así el
dogmatismo y la ortodoxia del Bundesbank, que aun así no ha ahorrado críticas al
BCE, probablemente la institución que más ha hecho porque el club del euro se
sostenga en pie.
Posdemocracia, camisas de fuerza y otros monstruos. Las grandes crisis
económicas son movimientos tectónicos que aceleran el declive de unos imperios y
la emergencia de otros. Y suelen acarrear terremotos políticos, sociales, de todo
tipo. La legitimidad democrática es una de las grandes críticas que ha recibido la
UE desde siempre, y esa crítica es hoy más actual que nunca: la gran preocupación
de muchos europeos son los límites externos, las camisas de fuerza que impone la
Comisión Europea —cuyos comisarios no pasan por las urnas— a los Gobiernos
nacionales. Las secuelas en las relaciones entre economía y democracia son uno de
los motores del eurodesencanto: la política se ha convertido en algo que los
mercados (y algunos eurócratas) ven como un riesgo potencial (La fragmentación
del poder europeo, J. I. Torreblanca).
Lo que algunos analistas llaman posdemocracia gana peso en Europa: el presidente
del Consejo Europeo, el belga Herman Van Rompuy, ha advertido al Gobierno
tecnocrático de Italia que “no tiene tiempo” de pensar en convocar elecciones. La
Unión presiona también para que Grecia retrase los comicios, y ha llegado hasta el
extremo de obligar a todos los partidos a firmar un documento en el que se
comprometen a no revocar los recortes si ganan las elecciones: sea cual sea el
programa electoral con el que se presenten. La Comisión amenaza con sanciones a
algunos países por no meter la tijera, pero no serán los comisarios quienes se
presenten a las elecciones si el recorte no sale como se esperaba. Todo ello es fruto
de un estado de excepción permanente, en lo económico y probablemente también
en lo político, que no hace más que alimentar ese mal posmoderno que es el
eurodesencanto.
En su monumental Posguerra, Tony Judt hablaba de la “respuesta hiperbólica”
europea hasta hace poco: “Resulta comprensiblemente tentador narrar la historia
de la inesperada recuperación europea a partir de 1945 en clave autocomplaciente o
incluso lírica. Al igual que muchos mitos, ese milagro encierra un mínimo elemento
de verdad, pero deja fuera la mayor parte”. Con la crisis, el péndulo ha cambiado y
está justo al otro lado: el pesimismo acerca de Europa, ese eurodesencanto, está tan
sólidamente incrustado que va a costar mucho tiempo y esfuerzo despejarlo.
Europa, la vieja utopía factible, corre el riesgo de parecer hoy un poco menos
factible, incluso para quienes hicieron del europeísmo una segunda piel. Pero quién
sabe.
Fuente “El País Negocios” 11 de marzo de 2012
EDIFIO DE LA COMISION EUROPEA EN MADRID
AUTOR CLAUDI PÉREZ
La crisis ya no es solo económica, sino también política, social y de
identidad.
El proyecto de unión nacido de la posguerra languidece
“Europa es una pesada carga que nuestros padres nos ataron a los tobillos por culpa
de nuestros abuelos”. Un joven estudiante alemán pasea todo ese tormento a sus
espaldas en el Instituto Universitario Europeo, en Florencia. A mil kilómetros de
allí, en un pequeño restaurante próximo a la Comisión Europea de la capitalísima
Bruselas, un alto funcionario de un país del Sur sentencia que la UE “ya es, o
debería ser, una organización internacional como la OCDE o el Fondo Monetario
Internacional; ni más ni menos”.
Ese euroburócrata y el universitario no se conocen, y sin embargo comparten una
sensación que recorre el continente de arriba abajo, como una larga cicatriz. El
eurodesencanto, convertido en algunos lugares en un irritante euroescepticismo —
el de los movimientos nacionalpopulistas que tienen el viento a favor en varios
países—, es la penúltima estación de esta crisis que ya no es solo económica, sino
también política y social, de identidad y de modelo; una crisis invasiva, cancerígena,
omnipresente. Para combatirla, Europa se mueve, pero solo cuando tiene el agua al
cuello y siempre arrastrando penosamente los pies. Europa, en fin, tiene gripado el
motor, el relato compartido que sostuvo durante tres generaciones el proyecto de
posguerra de la integración europea. Ha perdido el hilo. Y tiene difícil recuperarlo
porque su genética es controvertida y sus dudas sobre sí misma cada vez mayores.
“Ya no se puede convencer a los jóvenes de que la UE es imprescindible para evitar
otra guerra. Hay una generación para la que eso ya no vale. Necesitamos nuevas
razones”, ha dicho esta semana el ministro de Hacienda alemán, Wolfgang
Schäuble. Durante un tiempo, el recuerdo de la guerra total fue un impulso
determinante para construir Europa; después, la economía y la moneda fueron el
hilo del que tiró la política para coser las costuras de la Unión. Al cabo, unión
monetaria y moneda única exigen una enorme confianza mutua: nadie vende nada
a cambio de un billete si no confía de veras en ese pedazo de papel.
Esa imprescindible confianza se ha desmoronado.
Europa se mueve, pero solo lo hace con el agua al cuello y arrastrando los pies
Una idea de Europa se está apagando. Antes y después de la introducción del euro
la UE fue un foco de atracción para muchos países que veían en Europa un modelo
atractivo, el de la economía social de mercado, el del Estado de bienestar, el de
valores como la prosperidad y la modernidad. La crisis económica es ahora la crisis
de esos valores. “Y coincide con la emergencia de los tópicos más baratos, con esa
guerra dialéctica entre un Norte supuestamente trabajador y ahorrador, y un Sur
vago y despilfarrador. Sin líderes políticos capaces de construir otro discurso, y con
Alemania tratando de imponer su modelo, la legitimidad del proyecto europeo se
convierte en un envoltorio de cristal, frágil y vulnerable”, asegura Josep Borrell,
expresidente del Parlamento Europeo.
El optimismo de hace 10 años choca con la desmoralización actual, que es hija de
esta crisis marcada por la desilusión y el miedo, la ausencia de un liderazgo fuerte,
una toma de decisiones diabólicamente ineficaz. Todo eso deja “la sensación de
haber pasado del cielo al infierno sin pasar por el purgatorio”, resume una fuente
comunitaria. En realidad ese purgatorio existe: Grecia y sus más de dos años de
martirio. La crisis griega, convertida después en crisis existencial del euro, es la
constatación de que la economía determina en última instancia todo lo demás. Y la
enfermedad económica europea es en realidad un cuadro clínico en el que hay
varias dolencias que se retroalimentan: daños en el sistema circulatorio (la banca);
daños en el sistema nervioso (la toma de decisiones, entre Bruselas y el directorio
Merkozy); daños causados por el colesterol (exceso de grasa en la deuda pública y,
sobre todo, privada), y últimamente anemia (estancamiento o camino de la recesión
en todo el continente). A eso hay que sumarle esa dolencia asintomática, la pérdida
del espíritu europeísta, y los efectos secundarios del tratamiento equivocado contra
esos males, como consecuencia de un diagnóstico más que discutible.
Europa se ha recetado a sí misma austeridad en vena, prescrita por Berlín e
inyectada vía Bruselas. Los mandarines del euro creen que el primer problema, la
gran causa de la crisis, es fiscal. No solo en Grecia: en toda Europa. Y como tal,
pretenden acabar con ella a base de recortes. No está claro, nada claro, que eso sea
así: Paul Krugman, Joseph Stiglitz y compañía son los más beligerantes contra ese
diagnóstico y la consiguiente cura; hasta el FMI, que solía estar justo al otro lado
del tablero ideológico, ha alertado contra los excesos a la hora de declinar el verbo
recortar.
La confianza entre los socios de la moneda única se ha desmoronado
Los efectos secundarios de la austeridad son conocidos. A la corta, sobre todo si se
aplica en todas partes a la vez y en un entorno de excesivo endeudamiento de todos
los agentes —Estados, bancos, empresas y ciudadanos—, el resultado es más
debilidad económica, que se acaba trasladando a la banca (vía morosidad) y a la
deuda pública (más dudas acerca de la capacidad de pago de los países: sin crecer es
imposible pagar). En fin: hay quien compara los recortes con las sangrías de los
matasanos del medievo.
El desafío es considerable: salvando las distancias, el continente “corre el riesgo de
romperse por tercera vez en un siglo”, esta vez sin tanques ni aviones, con los
mercados financieros como única artillería, explica con un punto catastrofista —tan
de moda últimamente— Edwin Truman, del Peterson Institute. El coste de esa
ruptura del euro, a pesar de las Casandras, es tan elevado que lo más probable es
que no se produzca. Siempre con lentitud y siembre a golpes, Europa ha ido
avanzando en la dirección correcta (regulación financiera, pasos adelante en la
unión económica) y ha conseguido cosas impensables hace dos años. El camino es
largo y oscuro: los argentinos saben que a veces la luz al final del túnel engaña y no
es más que un tren de mercancías que se dirige hacia nosotros a toda velocidad. En
ese trayecto hay media decena de estaciones fundamentales.
La banca. Prólogo y epílogo de la crisis. El prefacio de la versión europea de la
Gran Recesión contiene toda la historia, como las primeras frases de las grandes
novelas. En el principio fue la crisis financiera. Por diversas causas: porque algunas
entidades metieron las zarpas en las hipotecas basura de EE UU (la banca
alemana), por las burbujas inmobiliarias (Irlanda, España y de nuevo Alemania,
cuyos bancos financiaron esas burbujas en la periferia), o porque las entidades
estaban hasta las cejas de deuda pública europea, el que hace dos años era uno de
los activos más seguros del mundo, y cuyo deterioro ni Bruselas ni el tándem
Berlín-París son capaces de detener. Es difícil parar ese círculo vicioso entre crisis
bancaria y crisis de deuda soberana porque el análisis sigue basado en la premisa
equivocada: que esta es una crisis causada por el exceso de deuda pública. Falso,
salvo en el caso griego. España e Irlanda tenían superávits fiscales (frente al déficit
alemán) antes de los problemas.
El optimismo
de hace 10 años
choca con la desmoralización
En fin, el prólogo de la Gran Recesión fue la crisis financiera; el epílogo
probablemente también lo será. Al cabo, ahí, en los balances de los bancos, siguen
larvados los excesos de todos los agentes económicos, que durante años
minusvaloraron los riesgos asociados a una economía cada vez más financiera: es
decir, más arriesgada y más difícil de controlar. Luego vino todo lo demás. Purgar
esos excesos durará años.
La deuda pública y el poder de las historias. Todo se arregla con historias”,
dice Luis Landero en uno de sus libros. Todo se arregla, o todo se va al garete con
ellas. En el caso de Europa, el problema de la deuda es variopinto:
el storytelling del caso de Grecia es muy distinto del de Portugal e Irlanda o el de
España e Italia. Pero Grecia, apenas el 2% del PIB europeo, es una especie de
arquetipo de ese drama en capítulos que es la crisis europea y de los merados
financieros.
Una manada de búfalos corre lo que corre el búfalo más débil; si los lobos ven que
pueden atacar a ese búfalo, la veda está abierta para el siguiente (Portugal), para
todos los demás. Eso es, poco más o menos, lo que ocurre en Europa. Grecia tiene
un problema de solvencia. La deuda ya se le ha ido de las manos. Lleva cuatro años
de recesión, el paro crece a toda velocidad, el dinero huye de allí, los bancos
sobreviven solo por la respiración asistida del BCE. Los mercados (los lobos)
observan cómo Europa es incapaz de lidiar con el problema griego, han olido sangre
y atacan por ahí. Al primer rescate le siguió un segundo plan de ayuda, y en
Alemania se habla ya de un tercero: ni siquiera los 130.000 millones de euros del
programa aprobado recientemente, que incluye la participación de la banca en la
reestructuración de la deuda griega, eliminan los riesgos de que la solución al
problema se siga tejiendo y destejiendo una y otra vez, como el mito de Penélope.
El prólogo de la Gran Recesión fue financiero; el epílogo también lo será
Frente a las soluciones extremas (solidaridad total o dejar caer a Atenas), la UE
prefiere una solución intermedia. Hay buenas razones tras esa decisión: políticas
(Grecia engañó a sus socios y su salvamento crea una especie de dilema moral en
países como Alemania), ideológicas (no hay rescate sino créditos, aunque al menos
ahora en buenas condiciones, pero la financiación no llega si Grecia no hace lo que
se le ordena: un consenso de Berlín basado en austeridad y recortes). Incluso hay
buenas razones económicas: un salvamento en toda regla provocaría que otros
países, como Portugal o Irlanda, quisieran lo mismo; lo contrario, dejar caer a
Grecia, podría provocar un efecto contagio jupiterino: un momento Lehman. Los
analistas consideran que Europa se ha rearmado y que está mejor preparada que
hace unos meses para contener ese huracán. Pero cuidado. Como decía el liberal
Rudi Dornbusch, “los desequilibrios, en economía siempre duran más de lo que se
espera y siempre se corrigen de forma más brusca de lo previsto”.
La economía en declive. España como piedra de toque. A una crisis provocada
por un excesivo endeudamiento privado que acaba convirtiéndose en público los
Gobiernos responden con políticas de austeridad: el resultado es una peligrosa
recesión. Esa es la historia reciente de Europa, pero así sucedió también en Japón
en los noventa y ese país lleva 20 años en hibernación. El mismo debate tuvo un tal
John Keynes con el Tesoro británico en los años treinta del siglo pasado. La historia
no se repite, pero vaya si rima: la economía europea se recuperó del batacazo
de Lehman Brothers vía estímulos, pero en ese momento empezó el miedo en el
mercado de deuda, Alemania decretó recortes y el PIB europeo se contrajo el 0,3%
en 2011. Italia, Holanda, Bélgica, Grecia y Portugal ya están en recesión; España e
Irlanda, rozando el larguero. Y España vuelve a ser la frontera del euro: los
analistas afirman que si Bruselas insiste en la senda de reducción del déficit que ha
impuesto (en España, del 8,5% de 2011 al 4,4% este año: 40.000 millones), la
segunda Gran Contracción —como la denominan Kenneth Rogoff y Carmen
Reinhart— no hará más que agravarse.
“Alemania impuso hace más de 10 años un régimen de contención de los salarios y
una flexibilización del mercado laboral casi violentos: eso explica
suboom exportador y buena parte de los desequilibrios que emergieron en casi toda
Europa. Contra eso, la única respuesta de la UE es la austeridad generalizada.
Trabajad y ahorrad como nosotros, parecen decir los alemanes. Sacrificaos: los
mercados siempre tienen razón y han decretado deflación para España, para todos.
Pero los mercados no siempre tienen razón. Si se equivocaron durante años
financiando a Grecia a los mismos tipos de Alemania, ¿qué garantías hay de que
ahora estén acertando? ¿Toda Europa debe ser como Alemania?”, se pregunta Paul
de Grauwe, de la London School of Economics. De Grauwe es extremadamente
crítico con Berlín: “El elemento clave que introduce el elemento alemán es
represivo. Instala una visión muy negativa, la de una UE basada solamente en la
disciplina. Con ese único ingrediente, el proyecto europeo puede funcionar. La
solidaridad permitiría aceptar esa disciplina, pero en Berlín esa es una palabra
tabú”, concluye.
El caso español va a ser un examen definitivo de las nuevas reglas fiscales
El caso español va a suponer un examen definitivo para todas esas reglas aprobadas
por la presión alemana a pesar de que la realidad desmiente una y otra vez que esa
sea la salida. “La ideología que está detrás de los recortes es demencial: recortar
40.000 millones en un año para cumplir las reglas a rajatabla, como se le pide a
España, es un suicidio. Si esas son las reglas, habría que cambiarlas: son estúpidas.
Es lógico que el Gobierno de Rajoy trate de limitar los daños. El problema
fundamental es que el núcleo directivo de Europa no asume que esa píldora sin
anestesia es contraproducente”, sostiene Borrell.
España ha vuelto al centro de la diana. “La Comisión está elevando el tono con
Madrid, en parte porque Madrid no ha hecho las cosas nada bien, aunque lo que
pide Rajoy tiene toda la lógica. Pero esto no va de lógica: Bruselas tiene la última
palabra sobre las metas de déficit y de momento, aunque no haya sanción, es
preocupante el estigma que eso puede suponer para la prima de riesgo y la
financiación exterior española”, dice una fuente diplomática. “Es un momento muy
delicado porque Europa se juega la credibilidad de sus reglas, y puede que esas
reglas sean absurdas, pero España se juega mucho más”.
Eurobonos y el puente sobre el río Kwai. El problema más acuciante sigue
siendo Grecia. Hay una especie de consenso entre los economistas: el último plan
de salvamento sirve para ganar tiempo, pero el problema sigue ahí, latente. Si
Europa pretende que Grecia sea un caso único debe acelerar la construcción de un
cortafuegos potente para evitar el contagio. Y para más adelante, debe construir un
mecanismo de solidaridad creíble, algo parecido a lo que permite que EEUU pague
primas de riesgo como las de Alemania pese a tener un déficit como el de España,
una deuda como la de Italia y algunos Estados (California) con situaciones a la
griega.
La solución son los eurobonos. Pero no es tan fácil: en economía no hay comidas
gratis. Si hay que mutualizar la deuda, no basta con una política monetaria común;
también hay que armonizar las políticas fiscales, y eso lleva su tiempo, y sobre todo
exige un cambio del mobiliario sociopolítico en muchos lugares, con los viejos
Estados-nación resistiéndose, como siempre, a ceder soberanía. Alemania se opone
a los eurobonos porque argumenta (con muy buenas razones) que pasará mucho
tiempo antes de que llegue la deseada armonización fiscal.
Pero si los eurobonos son la otra orilla del río, el Banco Central Europeo (BCE)tiene
que ser el puente que permita a Europa llegar hasta ellos sin ahogarse. El BCE está
funcionando para los bancos: la barra libre de liquidez a tres años ha sido
fundamental para evitar un accidente, para explicar el remanso de paz de las
últimas semanas. Pero el Eurobanco no pone el mismo énfasis en salvar a los
bancos que a los Estados. Ha comprado bonos, pero a regañadientes por las
resistencias de Berlín. Y ha tenido que idear una fórmula imaginativa para que con
ese dinero sean los bancos quienes compren la deuda europea y sorteen así el
dogmatismo y la ortodoxia del Bundesbank, que aun así no ha ahorrado críticas al
BCE, probablemente la institución que más ha hecho porque el club del euro se
sostenga en pie.
Posdemocracia, camisas de fuerza y otros monstruos. Las grandes crisis
económicas son movimientos tectónicos que aceleran el declive de unos imperios y
la emergencia de otros. Y suelen acarrear terremotos políticos, sociales, de todo
tipo. La legitimidad democrática es una de las grandes críticas que ha recibido la
UE desde siempre, y esa crítica es hoy más actual que nunca: la gran preocupación
de muchos europeos son los límites externos, las camisas de fuerza que impone la
Comisión Europea —cuyos comisarios no pasan por las urnas— a los Gobiernos
nacionales. Las secuelas en las relaciones entre economía y democracia son uno de
los motores del eurodesencanto: la política se ha convertido en algo que los
mercados (y algunos eurócratas) ven como un riesgo potencial (La fragmentación
del poder europeo, J. I. Torreblanca).
Lo que algunos analistas llaman posdemocracia gana peso en Europa: el presidente
del Consejo Europeo, el belga Herman Van Rompuy, ha advertido al Gobierno
tecnocrático de Italia que “no tiene tiempo” de pensar en convocar elecciones. La
Unión presiona también para que Grecia retrase los comicios, y ha llegado hasta el
extremo de obligar a todos los partidos a firmar un documento en el que se
comprometen a no revocar los recortes si ganan las elecciones: sea cual sea el
programa electoral con el que se presenten. La Comisión amenaza con sanciones a
algunos países por no meter la tijera, pero no serán los comisarios quienes se
presenten a las elecciones si el recorte no sale como se esperaba. Todo ello es fruto
de un estado de excepción permanente, en lo económico y probablemente también
en lo político, que no hace más que alimentar ese mal posmoderno que es el
eurodesencanto.
En su monumental Posguerra, Tony Judt hablaba de la “respuesta hiperbólica”
europea hasta hace poco: “Resulta comprensiblemente tentador narrar la historia
de la inesperada recuperación europea a partir de 1945 en clave autocomplaciente o
incluso lírica. Al igual que muchos mitos, ese milagro encierra un mínimo elemento
de verdad, pero deja fuera la mayor parte”. Con la crisis, el péndulo ha cambiado y
está justo al otro lado: el pesimismo acerca de Europa, ese eurodesencanto, está tan
sólidamente incrustado que va a costar mucho tiempo y esfuerzo despejarlo.
Europa, la vieja utopía factible, corre el riesgo de parecer hoy un poco menos
factible, incluso para quienes hicieron del europeísmo una segunda piel. Pero quién
sabe.
Fuente “El País Negocios” 11 de marzo de 2012
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