Una guía al suicidio y la eutanasia

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Una guía al suicidio y la eutanasia
Cuando alguien me pregunta de qué se trata el
pensamiento personalista, por lo general se me
hace difícil explicar sus postulados. Digo, en
seguida, y como para salir del paso, quiénes han
sido sus principales mentores y cómo una parte
importante de su filosofía se deja iluminar por el
cristianismo. Y más, sin vacilar presento al
personalismo como aquella corriente que
defiende a la persona humana y su dignidad
irrenunciable desde la concepción hasta la
muerte natural.
Quizás en líneas generales puede darse por
cumplido el cometido con lo dicho hasta
entonces. Sin embargo, suelo tener la intuición
de que mi interlocutor, para sus adentros, no vea
hasta qué punto un pensamiento de estas
características puede tener implicancias en las
cuestiones más controversiales.
Es gracias a un libro que leí hace unos días que la
explicación de un pensamiento centrado en la
persona se me ha vuelto mucho más cercana. Me
habían regalado un voucher en una importante
librería, con motivo de mi cumpleaños, para
canjearlo por libros. Qué mejor oportunidad,
pensaba, para encontrar material que ayude a la
construcción de un pensamiento crítico y al
mismo tiempo nutra al espíritu.
Así, di con “El sentido de la vida” de Roxana
Kreimer. Su título me llamó la atención, aunque
no conocía a la autora. En la contratapa, invitaba
a un recorrido cuyas estaciones iban desde la
preparación para la muerte hasta el amor a la
vida. Me interesó mucho. Lo llevé.
Hasta aquí sería probable esperar que este
artículo abordara la crónica de cómo ese libro me
ayudó a valorar la vida y reforzar el camino hacia
el sentido. De alguna manera lo hizo, aunque
valga decirlo, después de reflexionar en sentido
contrario a las principales premisas de la autora.
No sé si escribo este artículo más con bronca que
con un políticamente correcto disentir. Sí, me dio
bronca mientras leía el libro. Ahora me pongo
más analítico. Y no es que piense que Roxana
Kreimer se pierda en asuntos triviales, pues no
valdría la pena decir nada al respecto. Escribe
desde una ideología que aggiorna la cultura a los
tiempos actuales, prescindiendo de toda su
raigambre conceptual. Por ese procedimiento,
fuerza una mirada de la historia que se instala en
el desprecio manifiesto por la vida humana.
Antes del análisis puntual del libro me urge
expresar una primera idea como marco para la
crítica. Consiste en comprender la búsqueda del
sentido como una batalla crucial en el seno de la
intimidad y la sed de verdad como motor de esa
empresa. Como una pasión, quien se entrega a la
persecución del sentido, comprueba que es más
un modo de caminar que una meta prefijada.
Mas Kreimer, en las antípodas de esa visión,
rebaja ese deseo de conocimiento y
autoconocimiento, dejando a un lado todo lo que
de compromiso y donación se trate, como valores
que nos abren al otro, permitiéndonos al mismo
tiempo significar –por esa relación que nos
potencia‐ la propia estancia en el ser.
Al extinguir ese fuego altruista que ha movido la
existencia de quienes alcanzaron las cumbres más
altas de las posibilidades humanas, propone en
contrapartida y como clave del sentido de la vida,
el goce egoísta y un atento itinerario hacia la
comodidad y el placer, como panacea de su
concepción existencial.
La persona humana y su dignidad inalienable,
cabe decirlo de entrada, no tiene nada que hacer
con la manera en que la autora entiende el
sentido de la vida. Es que la persona es un fin en
sí misma y jamás se la puede utilizar como un
medio (desechable, canjeable, negociable) sea
para el objetivo que fuere. El deber moral que
tenemos para con el otro es una realidad de la
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que no se puede renunciar. Sin embargo, las
posiciones que Kreimer presenta en su libro
exhiben un pensamiento que no expresa otra
cosa que la incapacidad –o el rechazo previo a su
posibilidad‐ de amar y la amargura producto de
ese modo de entender la vida. Ocurre que
cuando el otro se convierte en una barrera a mi
realización, cuando ese otro, que ya no es el
abstracto “pobre” o el que está solo, sino mi
hermano o mi padre, con todas las vicisitudes que
su vida pueda tener, marcan el límite a mis
aspiraciones, se hace evidente una ideología del
yo que no se fortalece en la complementariedad,
sino que busca la autoelevación narcisista. Más
concretamente, cuando proyecto mi vida dando
cauce a mis deseos sin prever que tarde o
temprano el dolor tendrá un lugar en esa
construcción, entiéndase a partir de las pérdidas
(muerte, divorcio, desarraigo, etc.) y no
incorporándolas como situaciones que aunque
nadie podría desearlas, nos tornan quienes
somos, nos fortalecen y nos obligan a superarnos,
no queda más que inteligir como Sartre que el
infierno son los otros.
Volvamos al libro. Al comienzo me entusiasmaba
con la idea de la muerte como destino
irrevocable de todos nosotros y la intención de
ponerla sobre la mesa, hablar de ella, y no
eludirla, ya que pienso que es un tema que no
puede sortearse si de buscar el sentido a los días
se trata. Kreimer, basándose en los clásicos, habla
del arte del buen morir, como el arte del buen
vivir. Cita a Platón, “filosofar es aprender a morir”
y parafrasea a los antiguos, “si quieres amar la
vida, prepárate para la muerte”. Durante todo
ese comienzo la autora propone una reflexión en
la que el sentido de la vida se encuentra
íntimamente ligado a la concepción que
tengamos de la finitud y remarca la importancia
que tiene dedicarle un tiempo a pensar la
muerte, que en definitiva es pensar la vida. Si
considero y asumo la muerte como el límite
objetivo a mis proyectos, puede esta conciencia
ayudarme a poner manos a la obra y focalizarme
en lo importante.
Hasta aquí sin dudas el libro con su propuesta me
resultaba atrapante. No obstante una vez
planteado el punto de partida todo comenzó a
desvanecerse. En primer lugar, a través de un
vulgar ataque a la religión y en particular al
judeocristianismo, como menciona a lo largo de
sus páginas. Y digo vulgar, porque no es que
critico una postura opuesta a la religión, nada
más lejos de mis intenciones, sólo que cuando el
foco es el desprecio y la falta de respeto a la
creencia ‐por ende a los creyentes‐, no puede
decirse otra cosa. Sostiene la autora,
pretendiendo quitarle crédito a la fe, que está
demostrado científicamente que no hay
posibilidades de supervivencia después de la
muerte, y me pregunto ¿qué tendrá que decir la
ciencia sobre la vida ultraterrena y a través de
qué método puede osar verificar lo que está más
allá de todo parámetro mensurable?
Así, negando el vínculo entre el sentido de la vida
y la trascendencia, es decir, anulando la
esperanza de un más allá, analiza la muerte,
buscando hacerla de alguna manera amigable,
aunque quitándole como acontecimiento, por lo
pronto extraordinario (se muere una sola vez),
todo el respeto que merece. Para Kreimer,
tenemos que ir naturalizando la muerte al punto
de entenderla en analogía al descanso, al sueño.
Pensamos en la muerte como algo cruel cuando
gozamos de buena salud, dice la autora, pero
cuando llega la enfermedad y la debilidad que
minan nuestro cuerpo, “al igual que el cansancio
anhela el reposo del sueño, la idea de morir se
torna más aceptable o, incluso, deseable”. Es
decir, muy sutilmente establece un correlato de
la vida como deseable solamente si están dadas
ciertas condiciones.
Sin embargo, lejos de mí estaba pensar que esta
presentación de la muerte, como algo que se va
haciendo apetecible cuando aparece el
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sufrimiento o se deteriora el cuerpo, llevaría a
una auspiciosa defensa del suicidio y a una
promoción de la eutanasia.
Amparándose en el arte del buen morir, Kreimer
clama por un “derecho a morir decentemente”, lo
que no es ni más ni menos, según lo explica, que
lo que cada uno considere. Negar esto, es para la
autora oponerse al derecho a vivir dignamente.
“Por esta razón, estar a favor de la eutanasia es
estar a favor de la vida”. Promulga la “muerte
libre” como un signo de autonomía y como una
elección racional. Y el suicidio sería el vehículo
que evite las molestias que supone
la
degradación del cuerpo y de las facultades
mentales. En definitiva, “ahorrarse el dolor y las
molestias que conducen a la muerte podría
convertirse en algo tan natural como ahorrarse
un severo dolor de muelas”. Con estas tremendas
definiciones que hacen a la muerte una
“elección” personal, pero no ya una elección al
menos trascendente, sino una tan natural como ir
al dentista, da a conocer su pensamiento.
A su vez, Kreimer no sólo promueve la eutanasia
con la liviandad de desplegarla como una muerte
a la carta, en donde ésta sería una variante al
suicidio, sino que también exhibe principios
eugenésicos, en tanto manifiesta un desprecio
considerable por los débiles o menos aptos, en
sentido darwiniano. Kreimer quita a los ancianos
su dignidad, o en otras palabras su condición de
persona. No entiende cómo podemos ocuparnos
de ellos cuando se van alterando sus facultades
psíquicas y físicas, teniendo en cuenta lo que
implica la consagración de nuestro tiempo,
ahorros y hasta nuestro propio dolor de verlos en
ese estado. “Ser oportuno para morir también es
un acto de excelencia ética”, define.
La autora ve en el anciano una molestia y juzga a
hombres y mujeres mayores que no evalúan
suicidarse por la complicación que le traen a los
suyos. “Los asilos están poblados de ancianos que
no recuerdan quiénes son, ni la razón por la que
llegaron ahí, ni como se llaman. No reconocen a
sus hijos cuando los visitan, no controlan sus
esfínteres”. ¿Cómo podemos tolerar que existan
tales seres? falta que se pregunte directamente,
aunque desliza algo de un patetismo mayor.
Asegura que hay veces que “a los hijos el asilo les
cuesta carísimo y en muchos casos sacrifican su
futuro por una vida que ni siquiera los propios
protagonistas desean prolongar”.
La verdad es que me cuesta mucho no caer en la
ironía para analizar este libro. Creo que el tema
merece seriedad, así que intentaré mantenerme
en esa senda. Pero no puedo dejar de pensar en
cuanta gente como yo, seducidos por un título
tan convocante como lo es “el sentido de la vida”,
caímos en una apología de la indignidad humana,
un texto que promueve lo más bajo de nuestros
instintos de conservación, en donde el yo prima
por sobre todo lo que lo pueda llegar a
incomodar o comprometer. Pienso en quienes
arribaron al mismo interesados en reflexionar
sobre los grandes temas, sobre su vida, sus
vínculos, el sentido existencial, y se encuentran
con una pensadora que los guía a realizarse a
través del suicidio y que valora tanto la persona
humana que a los ancianos, apenas empiezan a
mostrar signos de deterioro, los induce a matarse
directamente o a “ser ayudados” a morir. Claro,
no sea cosa que les traigan problemas a los
parientes o amigos, a quienes la vida les sonríe,
tienen buena salud y un buen pasar económico.
Para explicitar aun más su posición, describe el
caso de un hombre que por tener a su padre
enfermo internado, “tuvo que vender su casa, las
hijas tenían los dientes a la miseria, no pudieron
asistir a los colegios que hubieran deseado” y
para colmo de males terminó siendo abandonado
por su mujer porque ésta no estaba de acuerdo
en dilapidar el futuro familiar por mantener al
suegro. Son tan bajos los pretextos que se usan
para justificar un enfoque cerrado a la vida y al
cuidado de los enfermos y humildes, como si la
vida mereciera ser vivida sólo si se goza de buena
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salud, se tiene el dinero que se desea y eso sí, se
tiene a los padres bien enterrados, no sea que en
una de esas nos tengamos que ocupar de ellos.
este punto refiere que hay dos caminos, por un
lado, optar por la muerte voluntaria, por otro,
morir por vejez o enfermedad.
Al mismo tiempo ofrece estadísticas, si es que
está bien preparada Roxana. Parece que la
población de más de 80 años crece a ritmo
acelerado, y eso debería llevarnos ‐según
Kreimer‐ a reflexionar sobre los límites éticos a la
conservación de la vida. Del mismo modo,
aplaude a Holanda por ser el primer país en
legalizar la eutanasia en 2002, ¡eso es derechos
humanos! Es que fue tan digna esa primera
muerte por eutanasia que orgullosa la autora la
describe. Se instrumentó a partir de una
computadora que le preguntó al enfermo de
cáncer terminal si deseaba morir, quien a través
de un teclado indicó que sí y de inmediato se le
inyectó una droga intravenosa.
No tengo dudas de que hay momentos en que la
vida se hace cuesta arriba y que existen pesares
que ponen a tiro de la desesperación. Respecto
del suicidio y de la eutanasia –que vendría a ser
un suicidio asistido‐, si bien no los avalo,
comprendo la imposibilidad de entrar en la
intimidad doliente de un enfermo terminal por
ejemplo, o de alguien abatido por el sufrimiento.
Creo que nadie puede juzgar en ese marco la
opción por la muerte, pues dicha decisión implica
haber roto con todos los puentes, con toda
esperanza.
Hay más. Sin estar contenta con su promoción de
la muerte, arremete contra los médicos que se
niegan a la eutanasia con el argumento de que
fueron formados para curar y no para poner fin a
la vida. Si tuvieran en cuenta, les enseña Kreimer,
que poner fin al sufrimiento o a “la vida que ya no
merece ser considerada vida”, también es una
manera de curar... Pero la culpa de todo esto es
del judeocristianismo, por considerar la vida
posesión divina. Por la religión no podemos
garantizarnos una “buena muerte”, es decir,
definir cómo y cuando morir, y así reproducimos
el temor a la muerte, asegura. Yo me pregunto si
no le tememos más a lo que nos espera del otro
lado, si efectivamente hay algo, o algo bueno,
digamos, que a las circunstancias en que
lleguemos a ella. Pero esto es ya una idea mía, en
fin.
La eugenesia proclamada en “El sentido de la
vida” queda de manifiesto con la conclusión de
que “así como los jóvenes caen en la trampa de
no practicar el control de la natalidad, los
ancianos están en idéntica situación por no
practicar el control de su propia muerte”. Sobre
No obstante sí se puede tener una posición sobre
el tema, muy diferente al juicio sobre la persona y
en este campo hay mucho que decir. Por lo
pronto presentar el testimonio de quienes han
atravesado situaciones extremas y de cuya
consternación han encontrado un sentido, que
transformaron en fuente de vitalidad para ellos y
para todos los que asisten a su experiencia. Ahora
es cierto que no puede pretenderse que todo el
mundo esté preparado o se atreva a optar por
una disposición heroica. En ese caso no queda
más que respetar y callar ante el dolor humano,
misterio y prueba por la que tarde o temprano
todos pasaremos.
Lo que sí está claro es que no pueden abordarse
estas cuestiones con la ligereza que lo hace
Roxana Kreimer en su libro. Es alta la
responsabilidad que tenemos para con los otros,
máxime cuando se imparten ideas que pueden
tener repercusiones concretas y ni hablar si el
asunto concierne a la misma vida. La autora tiene
el derecho a expresarse como quiera, de hecho lo
hace y hay quien la publica; pero también y en
iguales proporción es responsable de las
consecuencias que puede generar en los demás.
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