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Luis Longhi
CABARETERAS
Registros de Santiago Solís
LUIS LONGHI
CABARETERAS
Registros de Santiago Solís
ABRAZOS
Longhi, Luis
Cabareteras. Registros de Santiago Solís
1a Ed. ABRAZOS books, 2008
134 páginas; 21 x 14,8 cm.
ISBN: 978-3-939871-11-8
1. Narrativa argentina. I. Título
CDD A863
Diseño de portada: Javier De Ponti
Foto de portada: Olivier Elissalt (Con autorización del autor)
© Luis Longhi
© ABRAZOS books, 2008
ABRAZOS books
Daniel Canuti
Postfach 150113
70075 Stuttgart
Germany
www.abrazosbooks.com
[email protected]
En colaboración con
www.art-dealing.com
Arte Contemporáneo
Argentino
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de los titulares del copyright bajo las sanciones establecidas en las
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o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, como así también la distribución de ejemplares de ella
mediante alquiler o préstamo público.
A mi viejo, que me hizo pincha y tanguero
A mi mamá, porque la extraño
A Marisol, por la sonrisa que me
dedicó aquella noche en el teatro
A Emma, por ser Emma
Prólogo
Era un Cristo embanderado con genuinos pergaminos de furia,
nacidos en desnaturalizadas madrugadas alcohólicas y turbulentas.
Clavado en su silla, abrió los brazos con la esperanza de recibir esos
indignos martillazos que lo terminaran de fijar para siempre en su
mundo cabaretero. Una santa bataclana de forma y fondo multicolor
se acercó devotamente con el instrumento y se lo acomodó en las rodillas. Él enredó sus manos en las correas con un rencor que se hacía
evidente en su gesto de piedra. Su espíritu rebelde y sombrío comenzó a exprimirse desde ese gusano de cotillón que le temblaba entre las
piernas, inundando la oscuridad con la luz de una música diabólica
que lastimaba los corazones.
Fue un Big Bang. Mi universo se había creado.
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Las rayas del Tigre
Resulta notorio que aquel hombre de traje a rayas, al que
todos llaman Tigre, tenga en su cara un rictus tan delicadamente
siniestro. Dan ganas de abrazarlo y de golpearlo con la misma intensidad. Las mujeres le rinden una llamativa pleitesía. Los hombres se
dividen entre aquellos que lo saludan con respeto y admiración, y
aquellos otros que lo saludan con respeto y un odio indisimulable. A
nadie es indiferente y de ahí provenga tal vez su discutible popularidad.
Apoyado en el vetusto mostrador acaricia, midiendo su fragor,
a una muchacha vestida de hombre a la que todos llaman Pepita. Ésta
le pasa una mano por detrás de la oreja, lo besa en el cuello y, ante la
risa parca del Tigre, salta rauda al escenario donde arranca con una
copla que dice:
A mi me llaman Pepita, jai jai
Mi corazón es de piedra, jai jai
Mas si aparece un buen hombre, jai jai
Mi corazón es de arena, jai jai
Sepan los santos del cielo, jai jai
Que el tango me hace cosquillas, jai jai
Justo en el punto ande todos, jai jai
Quieren guardar su rosquilla, jai jai
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Todos aplauden, alardean, gritan bravos; todos, excepto el
Tigre, que gira dando la espalda a la felicidad ajena. No hay alegría
en su corazón. Un whisky lo atilda, un cigarro ayuda a envolverlo en
ese aura de humo y misterio que tan bien le sienta. Permanecerá así,
sumido en inacabados pensamientos hasta que alguien lo palmee respetuosamente anunciándole su turno. En el alcohol disuelve las brasas
a posteriori de su última pitada. Previo al último escalón, escupe restos de tabaco. Su concentración está atorada en la punta de sus zapatos. Recién al sentarse en su silla inclina hacia arriba la cabeza para
echarle un vistazo general al salón. Sus ojos negros como el charol
iluminan el escenario. Sus cejas tupidas y su sonrisa de comisuras caídas, que más bien parece a punto de lanzar una imprecación, anuncian
el comienzo. Lo siguen un tal Roberto en el piano y un tal Tito en el
violín. Fija su espalda contra el respaldo, abre los brazos cual Cristo
en anhelada crucifixión mientras una copera le coloca el bandoneón
en sus rodillas. Hay una respiración profunda que sugiere introducción. Las conversas y los murmullos van desapareciendo paulatinamente. Se percibe que mide uno a uno a todos los presentes al cerrar
los ojos y sentir el silencio, el anhelado silencio que precede a la inauguración de la poesía hecha tiempo en continua vibración de metales
surcados por vientos de insatisfacción, antes de acuchillar la primera
nota de su instrumento. Su ceño se frunce como una cariátide. Cae una
botella pero el vino que se derrama no es interrumpido. Es increíble
la pausa que instala este hombre. Por fin, desde su más íntima lucidez,
concibe un gesto ordenador: con una mano acaricia una medallita que
cuelga de la otra y embiste al nácar que adorna la jaula que vibra al
compás de su corazón.
Es casi imposible describir la música pero sepan que el Tigre
es el mejor. Arranca con un acorde espeso, grave, aletargado, que
resume oscuridad. Su zurda da miedo. Avanza con rigor de condenado hacia cuevas sin salida. Sus compañeros lo siguen en lenta procesión hasta que una luminosa melodía comienza a filtrarse desde alguna secreta claridad que su mano derecha había ocultado desde que el
dueño del tiempo desembarcara entre nosotros, insospechada si uno
sólo se atuviera a lo que expresan sus ojos. Este hombre tiene ángel y
demonio. Dice con su bandoneón lo que antes no se podía o era des-
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conocido o intraducible. Sigue avanzando con la promesa, certificada
en su ímpetu, de atorar y confundir núcleos que modifiquen pensamientos.
Algún adolescente que juega a ser hombre, disfrazado con un
traje inmenso, se atranca en una nube de tabaco. Hombres y mujeres
tensan pulso, mirada, respiración. El pobre muchacho quisiera morir
en ese instante; sólo Pepita se pierde en una leve sonrisa. El Tigre cierra sus ojos y detiene la música. ¡Dios, detuvo la música! Temo por la
salud del irreverente. La tos invade el antro, el muchacho ni siquiera
se atreve a huir y es un balazo en su pecho cada moco que se le escapa. El Tigre apoya el fueye sobre un costado. Se desprende el saco. En
su cintura hay un arma. De un bolsillo extrae un pañuelo, se seca la
frente. Todavía sentado, levanta la cabeza y mira en dirección al
muchacho sin decir palabra alguna, apretando los labios, sofrenando
su instinto. El desdichado joven se desploma en su silla. Pepita chasquea dos veces con sus dedos. Entre dos lo alzan y se lo llevan. El
Tigre se reconcentra en sus zapatos, escupe de bronca, se toca la
medallita y vuelve a arrancar, pero esta vez no hay acordes oscuros,
melodías lánguidas ni fraseos aletargados. Ahora todo es ritmo y
taquicardia. Y, por supuesto, nadie se queja, ni siquiera el bandoneón
que no hace mucho aprendió a hacerlo en las manos de este animal.
–Está bien que entre pero no que tosa –masculla el Tigre elaborando pensamientos.
–Se asustó el pobre. No tendrías que haberlo mirado así. Era
un chico... –comenta Pepita sin mucho interés.
El Tigre sigue absorto, vaya a saber uno en qué mundos.
Revuelve en su interior meneando en forma circular el vaso de
whisky, al que sostiene con la palma abierta desde su embocadura.
Está aquí y allá y ése es su estado habitual. Pepita le acaricia la pierna peligrosamente.
–Tres whiskies son suficientes para frasear con intensidad
–reflexiona en voz alta el Tigre–. El alcohol embrutece la zabeca pero
ablanda el corazón. Después del quinto, la zurda se adormece y la
derecha es puro diablo. Haceme acordar para mañana que no me pase
de ahí. Soy capaz de matar a alguien...
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Pepita ya está dentro del bolsillo de su pantalón.
–Acá hay un muerto, me parece...
Se mata de risa. Sin quitarle la mirada de encima pone su cara
bien cerca de la de él. Casi un desafío. Entrecruzan alientos. Cualquier
otra mujer ya tendría desfigurado el rostro por mucho menos. Pepita
esto lo sabe y lo aprovecha a su favor para manipular a su antojo a
clientes, coperas y empleados. Él apoya el vaso en el mostrador, interrumpe su reflexión, inmoviliza a la hembra entre sus brazos, le pasa
la lengua por el cuello, la besa, la muerde, la vapulea. Ella se deja
hacer, le gusta que él la toque, la use, se divierta, si es que hubiera en
algún rincón de su alma lugar para ese tipo de sentimiento. El boliche
entero simula seguir con su rutina. El mostrador se tambalea. Se abrazan como serpientes, gimen, bastardean. La fila de vasos enjuagados
amenaza con caer. Los murmullos y movimientos de clientes, coperas
y empleados aumentan al compás de la franela. Todos escuchan y no;
todos miran y no; todos son testigos y no; todos contarán esto mañana a quien quiera escucharlo. Pepita aprieta sus dientes con los ojos
bien cerrados y ahoga el grito que todos esperan. El Tigre la suelta, se
abotona el saco, paladea un último sorbo de whisky, le obsequia una
mirada seca, contracturada, y emprende la retirada. Antes de llegar a
la puerta de salida, alguien le alcanza el sombrero y la caja con su bandoneón.
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El universo
En un principio, eran todos monstruos indescifrables, violentos y caóticos. Manga de poetas, músicos, activistas tangueros acribillados bajo una luna de estiércol, borrachos poseídos y desprejuiciados. Un desprejuicio que los dotaba de ciertos aires provocativos que
irremediablemente empujaba a cada asiduo o extraño visitante de sus
tertulias a echarles una mirada inquieta, despectiva y hasta cargada de
admiración en algunos casos, no lo vamos a negar. Ejercían con su
desparpajo un polo de atracción que decoraba la mesa de siempre en
un eterno ámbito nocturno aun durante el día. Antiguos héroes de
aclamadas redadas de a cuchillo incomprobables, rapsodas con ese
don tan particular con el que cuentan los hacedores de las filosas filosofías populares y que encandilan sobre todo a los jóvenes en sus primeras excursiones aventureras. Esto último haya sido quizá el motivo
de mi acercamiento. No puedo ni quiero ocultar mi interés antropológico, valga la exageración del término, ante una motivación que a la
postre resultaría tan... ¿cómo podría decirlo?... tan cara, tan determinante en mis afectos ulteriores. El del tango es un mundo pleno por
donde se lo mire. Y, de pronto, me lo topé frente a frente, con ese aire
apocalíptico-burlón que lo caracteriza, sacudiéndome la modorra y
echándome en la cara toda su grata amargura de pedante sepulturero.
Ya me habían advertido del poder hipnótico de esa cueva. Un
escenario que, sin quererlo, sin amagues ni estridencias, se transforma
de un día para el otro en un movimiento continuo que arrasa con corazones, dudas, estigmas..., mi Dios, que arrasa con el amor. La palabra
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amor me atemoriza; de tan común me resulta extraña. Contadas veces
la tuve en mi boca y esas pocas, creo, en referencia a enamoramientos ajenos.
Mi amor hacia Érika avanzaba tan monótono que sólo después
de la ruptura me atreví a reflexionar sobre su esencia. Entrar en mundos nuevos impulsa al razonamiento y eso fue lo que provocó, entre
otras cosas, la llegada del tango a mi vida. Pensar mi propia vida
como nunca antes lo había hecho. Aunque no siempre “pensar la vida”
es bueno. Soy consciente de una buena cantidad de censuras autoimpuestas por el bendito acto del pensamiento que quizá (imposible
saberlo) me hubieran redituado algún que otro momento de placer.
Pero bien, aquí estoy en este punto de mi mediocre existencia, compensado y modificado gracias al tango. Culpa del tango.
El tango es entender que al amor te lo arrancaron con una
sopapa. El tango es hacer la noche más triste. El tango es una mierda,
sobre todo cuando te hace ver lo que uno no quería o no sabía o no
podía asimilar, por más que se encontrara demorado por ahí cerquita
esperando el momento justo para devorarte. Siempre odié las frases
hechas y temo estar entremezclándome con algunas. ¡Pero qué va! Así
viene barajado el mazo, parece. Detesto los amaneramientos del
tango, sus recursos hipócritas, su profundidad panfletaria, el desamparo que provoca en las noches solitarias, pero sobre todo lo detesto
por haberse metido en mi vida, así, sin preámbulos, sin un entrenamiento previo de madrugadas eternas, provocándome un sinnúmero
de contradicciones y revelaciones. Esas mismas que hoy día me hacen
quererlo, sin embargo, en tanto y en cuanto ayudó a desentrañar en mi
naturaleza tanto impulso acorralado, tanto instinto reprimido. Admito
mi oportunismo de escribiente al inmiscuirme con esta temática pero
no me creo por ello merecedor de ninguna reprimenda.
Divergencias sobre causa y efecto no son precisamente el
impulso de estos humildes registros. La vida me viene persiguiendo,
me pisa los talones, me advierte a cada segundo de los acordes finales,
ociosos a veces, imprevistos según el caso, pero siempre un “sol-do”
auténtico, atrevido, viril.
El modo macizo en que nos sorprenderá la muerte fue una
idea que comenzó a hacer estragos en mi monotonía la noche aquella
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en que escuché por primera vez la ruptura que un tango, Tigre
mediante, un tango, insisto y no me importa, un tango, me cago en las
formas, me acosó hasta ahí, hasta el punto exacto en donde te duele
en infinito un “chau”, un “adiós”, una simple despedida que lo es para
siempre. Entre “muerte” y “chau, no nos veremos más” no hay diferencias. Del “hola” al “adiós” hay tan poca cosa. “Percanta que me
amuraste en lo mejor de mi vida”... Siempre es así. Siempre es siempre, nunca es siempre.
Cuando Érika me dejó, lo hizo en el mejor momento
de mi vida. Cuando la reencontré, fue en el mejor momento de mi
vida. Al escribir esta parrafada alegórica, estoy bebiendo un tinto que
es una maravilla y es el mejor momento de mi vida. ¿Quién me lo
podría discutir? Brindo, entonces, por esto, por aquello, por el tango,
por sus frases hechas, por su mundo, por su fábrica, por su industria y
por mi corazón acribillado (culpa del tango) pero retemplado (gracias
al tango).
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El motivo
Todo empezó con el fin de mi relación con Érika. Los motivos de aquella ruptura nunca fueron del todo claros. Ella sorpresivamente perdió su dulce timidez, su habitual sonrojamiento, su inmaculada austeridad, para dar paso a un sospechoso carácter tórrido. De
piedra ardiente fueron sus ojos, y sus movimientos dejaron de minimizarse para alzarse en cada gesto al fuego fatuo de los grandes
sacrificios. Tan evidente metamorfosis distanció cualquier posibilidad de diálogo y pronto pasé del amor a la incertidumbre, el peor de
los estados.
El por qué digo “el peor de los estados” es algo de lo que no
estoy muy convencido hoy, pero, en el presente de aquel entonces,
puedo aseverar, lo era. La no certeza, ese raro suspenso de película
que nos invade en la realidad, genera un movimiento, un cisma, una
serie de cambios inevitables que sólo Dios sabe hasta dónde llegarán.
Yo creía en verdad estar enamorado profundamente de Érika.
Profundamente no es lo mismo que perdidamente. Perdido, sí, estuve
cuando se alejó en forma tan abrupta de mi lado.
Fueron días complicados para un joven habituado como yo a
la sobriedad, la austeridad, las buenas costumbres. Mi trabajo en el
ministerio, la vida familiar, mis estudios de derecho, fueron tornándose monótonos y sin sentido. O, por mejor decir, mi soledad evidenció
la monotonía de un cotidiano que no se destacaba precisamente por
sus saltos en el vacío o sus giros inesperados. Mis propios amigos
pasaron de las cargadas desmesuradas por mi amargura de abandonado, a un dejo de preocupación ante la falta de respuestas anímicas que
hicieron temer por mi salud mental y física. Apenas si podían apartarme cada tanto del ostracismo en que me había sumergido, arrancarme
con supremo esfuerzo una sonrisa, un gesto de aprobación, un monosílabo sibilante; lograr que dirigiese la mirada a una insinuante cadera, unos labios de lomo o una rodilla desnuda.
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Y fueron ellos, precisamente, quienes me convencieron una
noche de sábado de olvidar todo o lo poco que se pudiera en una
excursión por el sur, que incluiría el por entonces mentado “La
Buseca de Avellaneda”. Esa noche, aquella preciosa noche en que de
alcohol y de tango, Tigre mediante, se tiñeron mi corazón y mi pensamiento, comenzaron estos registros, el motivo que me condujo desde
entonces.
Que el detonante de todo haya sido una mujer vindica en mis
preceptos una vieja frase que solía escuchar en ronda de amigos al
final del relato de alguna aventura, amargura o extrema decisión:
“¡Pero qué mujer!”
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Canción animal
Océano Atlántico
Pepa:
Los toros y el bosque peleaban oscuros y empujaban aprovechándose del don de su fuerza. No fue lo que vi lo que me enmudeció.
Fue lo que hice; fue porque fui yo, porque yo no creía que fuese capaz
de matar...
Solita y roja cayó de golpe, y se calló de golpe, y así la dejé,
roja en la oscuridad de mi bosque de ingratitudes, roja... y negro
desde entonces es mi destino. Soy un animal.
Solo con mi bandoneón viajo a París. Quisiera concentrarme
únicamente en la música pero siento que no voy a poder.
Dios me marcó y sé que ya no podré salir de este corral.
Deseo encontrar la luz de París y que ella me libere, aunque temo que
esa liberación tenga que ver con mi final.
Te quise y te quiero pero ya no nos volveremos a ver.
Lorenzo
Algunos años pasaron antes de que Pepita, ya retirada del ambiente, me abriera el cajón de sus recuerdos. Devenida cocinera me la crucé una tarde en el comedor del ministerio. Al reconocerla se inició una charla que, lejos de incomodarla, la emocionaba en
cada evocación. Muchas anécdotas me contó en ese y otros encuentros, pero a esta carta yo le atribuyo un caudal histórico trascendente,
pues no sólo pone en evidencia la naturaleza de un hombre siniestro
y sensible dentro de su oscuridad, tan vinculado a la historia del tango
sino también, la influencia que el carácter y los modos de este hombre, en tanto que artista, ejercieron sobre ese género popular naciente. Cualquiera que haya escuchado sus tangos quizá esté de acuerdo
conmigo.
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Hubo una, entre todas las cosas que me mostró Pepita, que me
llamó poderosamente la atención: una foto de Lorenzo, el Tigre, con el
Sena y Notre Dame de escenografía, apoyado en un lujoso automóvil
Amilcar abrazado a dos favorecidas señoritas. Alice era una de ellas, una
deslumbrante y lujuriosa morocha de exageradas curvaturas que se divertía acariciando entre sus dedos una cadena de la que pendía una medallita. Quizá víctima de un hechizo, la mirada ardiente del Tigre apuntaba
hacia esas manos que se adivinaban inquietas. No pude enterarme, a pesar
de mi insistencia, de cómo esa fotografía estaba en su poder, pero sí de
ciertas cuestiones que tornaron aun más rica esta historia:
Alice (de la otra muchacha de la foto no pude saber el nombre
y en verdad poco importa) era una de las tantas pupilas que poseía
Lorenzo, pero sin dudas su preferida y la más rebelde. La había conocido en Buenos Aires en un tiempo en el que el tráfico de blancas era
un hábito frecuente y el Tigre no estaba ajeno a todo ese asunto. Cada
noche después de su recorrida musical por distintos cabarets porteños,
Lorenzo recalaba en un sótano zaparrastroso de Barracas que, según
dicen algunas lenguas, le pertenecía. Su señorial presencia, su elegancia y su porte contrastaban llamativamente con aquel boliche inmundo y roñoso. Esto, sumado al hecho de ser ya un músico reconocido,
no hacían más que aumentar el respeto de todos los allí presentes.
El boliche tenía pretensiones de cabaret. Era pequeño y conllevaba cierta tendencia mugrienta que podía juzgarse como premeditada. Piso de madera. Cuatro o cinco mesas amontonadas junto a un
mostrador pleno de botellas y copas a medio limpiar. Una cortina violeta (que parecía marrón, según la descripción detallada que me efectivizó Pepita) separaba el salón del vestíbulo donde había una habitación que usaba una puta francesa con los clientes ocasionales. Ella no
era fea pero el de la belleza no era precisamente su mejor atributo.
Tenía un aura especial que salpicaba sexo a cada paso. No había quien
no girase al menos un instante para verla pasar. Sabía ser simpática,
se vestía poco y tenía unos pechos formidables. Apenas hablaba español o simulaba no entenderlo. A diferencia de otras compatriotas, no
había llegado a Buenos Aires engañada por inescrupulosos cafiolos.
Ella sabía muy bien a qué venía. Le gustaba su oficio y de verdad disfrutaba choreando a los clientes. No era buena. Era Alice.
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“Viajaron en el mismo barco y por eso desconfío de la sinceridad de esa carta que usté acaba de leer. Dudo de que en París haya
sido su pupila; deduzco que era su socia y, sucia como era, culpa de
ella lo habrán enterrado tan joven… aunque el Tigre claro que no era
ningún santo. Esa medallita era la imagen de San Benito, la obsesión
de Lorenzo y Santo Patrono de todos los habitantes del cabaret.
También yo alguna vez en mis épocas inocentes tuve esa figura colgada del cuello, creo que se la regalé a una novata el día en que abandoné para siempre ese mundo. Lorenzo me hacía rabiar con su exagerada devoción, le hablaba y la tocaba todo el tiempo. Cuando murió
no la llevaba encima. Esa perra se la habría quitado para alterarlo. Son
tan orgullosos como cabuleros los cabareteros. Aquella noche había
una suerte de conciliábulo de macrós y a Lorenzo le reclamaban una
muerte y varias pupilas que se habían enceguecido (no era para
menos) con el carisma y la astucia del Tigre. Él era el único extranjero y el único que, amén de malandra, era un artista genial, por eso el
odio y la envidia que todos le tenían. Muchas veces me preguntaron
si ese calor que irradia su música, ese apetito sexual, esa cruel amargura eran la consecuencia de su vida o viceversa. Poco importa saberlo ahora. Yo tuve su amor en cientos de noches íntimas que guardaré
para siempre en lo más hondo de mi corazón, que el resto del mundo
se quede con sus tangos. Pas de reflexión para mí. Aquella tarde sacaron esa foto. Alice, astuta como supongo que era, entre mimo y toqueteo le habrá birlado la medallita. Mientras buscaban la pose ideal,
matándose de risa se la eludía. Obsesivo como era, Lorenzo no podía
sacarle la mirada de encima a los dedos que maltrataban su amuleto.
Ni bien la cámara disparó ella salió corriendo y se metió en un oscuro boulevard repleto de turistas. El Tigre fue a la reunión sin su protección espiritual. Él lo sabía, era de Dios que lo iban a matar. Por eso
habrá sido que antes de entrar a la fragua me mandó este telegrama...”
Pepita, temblorosa, sacó de entre sus ropas un viejo papel
amarillento:
“Recordame por mi música, sólo por mi música”
Lorenzo
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“Lo que no voy a perdonarle nunca es que ella tenga un tango
y yo no”.
Con toda la bronca, con todo el dolor que debió causarle mostrar el triunfo de una enemiga, puso ante mis ojos la carátula, dibujada por el propio Lorenzo, de la partitura del tango “Alice”.
21
Letra y música
Múltiples historias y mentiras verdaderas rodean a infinidad
de tangos con nombre de mujer. El citado “Alice”, “Felicia”, “María”,
“Margot”, “Malena”, “Gricel”, “Mireya”, “Esthercita”, etcétera.
Admito que en mis primeros tiempos sin Érika, la segunda
reacción (la primera, sin dudas, la sinrazón más desesperada) fue
ahuyentar su imagen en la letra de un tango. No hacía mucho había
escuchado por primera vez “Mi noche triste”. Aquel “Percanta que
me amuraste en lo mejor de mi vida / dejándome el alma herida y
espinas en el corazón...”, me provocó cierto estremecimiento y un
mundo de ideas. Me identifiqué tanto con aquellas palabras, todo
era tan claro en ese sufrimiento que, además de calificarla como
una letra sublime, no vacilé en entender que había sido escrita
luego de un cruel desengaño. “Sabiendo que te quería/ que vos eras
mi alegría y mi sueño abrasador/ Para mí ya no hay consuelo/ y por
eso me encurdelo pa´olvidarme de tu amor”. Dentro de un marco
de ingenuidad que ahora me atrevo a admitir, lo imaginé a Pascual
Contursi liberando a su corazón del tormento que le provocaba ese
abandono a partir del instante mismo en que estampó el punto final
a la última frase de su tango. Me aboqué entonces, con la desmesura del recién iniciado, a la búsqueda de la catarsis fácil y urgente que andaba necesitando. Hice vanos intentos que, por supuesto,
naufragaron, quizá por mi poca sensibilidad artística, acaso por mi
falta de conocimiento tanguero. Hasta ese momento el tango me
era indiferente. Lo tenía como algo superfluo, banal, pegajoso.
También es cierto que desde aquella noche en “La Buseca”, el
tango se me hizo carne. Pero debieron pasar cientos de noches en
boliches de mala muerte, abrazado al más borracho de los borrachos, refregando mi cuerpo en cientos de caderas preciosas y patéticas, para que pudiera por fin organizar en mi pensamiento la idea
de lo que era ese mundo.
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Mi primera (y única) letra de tango, que nunca llegó a buen
puerto, pasó por dos etapas: inicialmente pretendía eternizar aquella tranquila dulzura de Érika, sus bellos modos, sus tímidas caricias. Debo admitir que su nombre no me ayudaba para ninguna
rima romántica; la dureza de esa sílaba final complicaba todo
intento de poetizarla. Esto fue, en principio, lo que comenzó a
cambiar el ángulo de mi visión sobre lo que ella había sido en mi
vida y, por ende, la naturaleza y el concepto que le quería dar a mi
tango. Pasé de querer guardar su recuerdo en una caja de cristal, a
querer guardar su recuerdo en el fuego de la chimenea. El cambio
tan brusco que había experimentado en su carácter no podía deberse a otra cosa más que al demonio escondido y disimulado desde
siempre. De pronto, todo el pasado perdió credibilidad y mi letra
de tango se transformó en la historia de una mujer vampirizada
desde el mismo día de su nacimiento y con el único objetivo del
engaño perpetuo. Me sentí terriblemente estúpido al concluir que
una mujer llamada Érika no podía contar con el don de la dulzura
y la transparencia.
No pasó mucho tiempo desde mi revelación tanguera en “La
Buseca” hasta que me convertí en un habitué de la nocturnidad porteña. En mi afán por escribir la catártica letra que andaba necesitando,
consulté con varios personajes de la noche para que me iniciaran en
los secretos de la composición. Uno de ellos, el que a partir de nuestro primer y casual encuentro (en el “Abdulla Club”, escuchando el
maravilloso sexteto de Osvaldo Fresedo con el agregado de Juan
Carlos Cobián en el piano) se transformó en mi protector y guía espiritual, fue Eugenio Rataplán.
Rataplán (como gustaba que lo llamaran), era de baja estatura, menudo y tendría unos 45 años. Ejercía sobre sus interlocutores una atracción divina. Sus dichos y pensamientos se movían con
la rapidez de un roedor y sus relatos laberínticos requerían de un
gran nivel de concentración para su mínima comprensión. En aquel
primer encuentro, recuerdo haberle resumido mi desdicha y mi
necesidad de evacuar todo en la letra de un tango. Él, con una gracia sin igual, me tomó por las orejas, me desengominó un poco y
me dijo:
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–Mire, m´hijito, al pan, pan y tango, al tango. No me venga
con expropiaciones insípidas ni cuadrículas que no se llenan. Lo último que yo haría en mi vida sería desangrarme en un tango por una
desgraciada.
Ante la evidencia de sus palabras, casi en susurro por temor a
la burla, le transmití mi “Teoría Contursi”. Con la seguridad de un
maestro y la certeza de un matemático, me retrucó con unos argumentos tan precisos que hasta llegué a pensar que había previsto nuestra
conversa y su consiguiente temática.
–“Mi noche triste” fue el comienzo de nuestro fin. Hasta ese
momento y puesto que se lo considera el primer tango, podríamos asegurar que nuestros genuinos artistas se desenvolvían en un sarcástico
clima quilombero que nos sumía en un estado de constante alegría.
Este pobre hombre, en su afán victorhuguista, poseía una acerada
esperanza melancólica que lamentablemente pudo cristalizar y, lo que
es peor, eternizar, aunque esto de un modo relativo puesto que, como
preveo, el tango no pasará del cincuenta.
Tal era el empeño que ponía en cada frase que, poco a poco,
todos sus gestos y actitudes iban adquiriendo la exaltación de un
poseso.
–Pero fíjese usté qué curioso el tipo de mujer graficado por
Contursi, Pascual en “Mi noche triste”: “Percanta que me amuraste en
lo mejor de mi vida”. Es curioso, insisto, porque acá la mina no lo deja
al tipo cuando está hecho pelota, en la miseria, sin un mango, como
suelen hacer estas degeneradas. Sino que acá, la mina, vaya uno a
saber movilizada por qué oscuros aires de venganza, espera a que el
tipo esté “en lo mejor de su vida” y, ahí sí, lo abandona como si fuera
un mal desodorante.
Cada tanto se aplacaba, me miraba, creo yo, para medir mi
atención, y continuaba como si nada:
–Aunque es honroso también admitir que la percanta tuvo sus
razones para abandonar a ese pobre idiota. En primer lugar le quiero
señalar la pegajosa utilización de diminutivos del imberbe: “siempre
traigo bizcochitos pa´ tomar con matecitos”, “frasquitos adornados
con moñitos”. Bizcochitos, matecitos, frasquitos, moñitos… ¡Y la
pindorca de Don Euterpe!
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Su entusiasmo de predicador desvergonzado comenzó a
deambular por los senderos del éxtasis.
–Esto pone de manifiesto una conducta infantil irresuelta,
culpa de su madre seguramente, y preanuncia, para colmo, un estilo
de lenguaje propio del bricolaje de una clase de corte y confección. Y
si pensamos, insisto, en que ésta es oficialmente la primera letra de la
historia del tango, evalúe usté las pautas artísticas que les estaba
imponiendo Pascual Contursi a sus legatarios.
Mi asombro, ante tamaña revelación, estaba lleno de admiración y de decepción en partes iguales. De todas formas la cosa estaba
lejos, todavía, de encontrar su punto y aparte.
–Además, la cuestión inmadura del protagonista de esta historia no acaba ahí. Escuche: “Me paso largo rato campaneando tu retrato pa´ poderme consolar…”. ¿Entiende? ¡El tipo apela directamente a
la autosatisfacción melancólica recreativa! ¡Dios mío! ¿Se da cuenta
usté del quilombo en el que se está metiendo al pretender expurgar lo
inexpurgable de una manera apátrida y empequeñecida por la explicatoria que le acabo de suministrar?
No sabía si asentir, negar, salir corriendo o abrazarlo.
–Pero profundizando en la argamasa que a usté lo sostiene le
sostengo que: no sólo Contursi no evacuó su tristeza con la composición de ese tango sino que, además, la mina volvió al no poder encontrar otro gil que la mantenga y, lo que es peor, se la tuvo que bancar
hasta casi el final de sus días con un sueldo miserable que no le alcanzaba ni para comprar el querosén que alimentaba la lámpara del cuarto. ¿O acaso usté por qué cree que se le apagaba? No se desubique
Solís, no se desubique, a ver si todavía usted termina engayolado para
siempre...” Sin pausa y con un inocultable tono burlón, se entreveró
en la siguiente recitativa:
Desde que descubriste tus miserias
Te la pasás hablándome de tangos
Tangos tristes, amargos y decadentes
Me tenés profundamente podrida
Así que te pido
Que junto con tus libros y tu ropa
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Te llevés también esos viejos discos
No quiero quedarme sola
Y saber que los tengo cerca
–¿Sabe usté a quién pertenecen estas amargas palabras piantadas del rencor?
–No –dije timidamente.
–A la maldita “Percanta” mientras desalojaba a su consorte.
Mire, Solís... –hizo una pausa de respiración profunda–, no me joda.
Aquella noche murieron todos mis intentos de querer escribirle un tango a Érika. Lo que sí se encendió en mis meditaciones por
entonces fue el deseo de encontrarla al menos una vez, para corroborar si las sospechas sobre su nombre y su persona eran ciertas o sólo
producto de una sílaba infeliz.
26
El Pibe
Rataplán vivía a la carrera. A pesar de su baja estatura, caminaba medio encorvado y jamás en línea recta. Sus pasos y razonamientos eran de compleja estructura y a menudo el comienzo de un
buen relato naufragaba en una alcantarilla.
–A mí decime “para qué”, pero no “cómo”. Eso corre por mi
cuenta. La furia se encauza al tener un objetivo. ¿Sabés la cantidad de
años que desperdicié por no tener en claros los objetivos ni los submundos o pseudomundos o segismundos... ¿Me seguís?
Apurando la marcha a sus espaldas, le respondía afirmativamente.
–¿Y ahora, qué tenemos ahora? La esquina. ¿Doblamos o
seguimos? Ya, ya, ya. Ya lo tendríamos que saber, pero no. Hay que
resolverlo; se nos acaba el tiempo, nos quedan treinta pasos, veinte,
diez, cinco, cuatro, tres, dos... doblamos. Era apenas una posibilidad,
de todos modos. ¿Y ahora, qué hacemos ahora? Recién teníamos una
vuelta de la esquina y allí nomás nos espera otra y otra y otra y si
siempre resolvemos lo mismo llegaremos al mismo lugar. Por eso no
hay que andar derecho. ¿Por qué te pensás vos que a Arolas le pasó lo
que le pasó, eh? Por andar “Derecho Viejo”.
Estalló en una carcajada de abrirse las ventanas. Eran las 3 de
la madrugada pero ningún insulto lo detuvo.
–El “cómo” es lo más divertido, lo único divertido podría
decir. Es cuando el espíritu creacional manda, cuando el instinto de
amor surge en forma de arte. El “cómo” es acción pura; el “para qué”,
puro bla, bla. ¿Me seguís? Las reglas las invento yo. Mis reglas son
mi religión y mi religión es mía, mía, mía, sólo mía. Bendita mía, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto si tú mientes;
miente, que la verdad es puro cuento. “Yo adivino el parpadeo, de las
luces que a lo lejos... me anuncian que allí ha llegado la noche”.
Contigo si quieres, conmigo que sí quiero. Un tufillo de tinto en liber27
tad acaba de soltarse de su centro por aquí cerca, los “para qué“ ya
están desechados, en tanto un “cómo” se repite en infinito hasta que
me atrevo a imponer una pausa para responder con la certeza de la
praxis de un bon vivant: “Así”. Vení, corramos al sulky. Entremos en
esta cueva.
El Tabarís estaba semidesierto, muchas mesas vacías y otras
pocas con discreta algarabía. En una de éstas se destacaba un grupo.
Rataplán apuró el paso.
–Partiendo del concepto consensuado de que se trata de un
acto de locura, el dilema –vociferó Pusineri, el mayor– debería concentrarse en las razones que tuvo el hombre para cometer semejante
acto de barbarie.
–¡Es injusto –saltó Chicho, el más joven, regordete y mejor
bailarín de todos ellos– calificar de bárbaro un acto que tuvo su punto
iniciático en un engaño en perjuicio del acusado!
–¡Es que ella no lo engañó! –asentó Millán dejando en claro
sus ínfulas doctorales–. Ya lo había abandonado cuando concentró
toda su carne en otra parrilla. El tarro ya se había vaciado. Era una
fulana de cincuentaitantos, no quería quedarse sin el postre. A mí me
resulta comprensible y hasta venerable su partida.
–El problema es sencillo –sorprendió Rataplán. Ninguno hasta
allí había advertido nuestra presencia. Con toda naturalidad acercó
dos sillas entrando de lleno en la discusión–. Lo primero pasa por
entender de qué tipo de mujer estamos hablando para inferir de ello
qué es lo que se merece por tal o cual acto inoportuno. Si la muchacha es dulce, joven, agradable, sobria, sobre todo sobria, dejemos que
estimule sus atributos donde quiera y como quiera, siempre y cuando
no haya un parentesco que extralimite nuestros pudores y cuidados.
Tal sería el caso de una hermana, prima, sobrina y hasta cuñada, aunque en materia de cuñadas el ángulo de la extralimitación varía profundamente. Por eso, si es que la hubiera, aconsejo dejar irresoluta la
esperanza de un engarce, preferible en esos casos prevalezcan eternamente la salud y las apariencias; en fin, siendo sobria decía y retomo
la cuestión en competencia, dejemos que estimule sus atributos puesto que la sobriedad de la fémina actuará como cerco ante cualquier
exceso. Ahora bien, y éste es el punto, si la mujer, como en este caso,
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pasó los cincuenta y aún le pica la argoya... ¡Qué tanta alharaca!
Estaría en todo su derecho... a menos, repito, a menos, y esto es determinante, a menos que se trate de la donna del Pibe, que es precisamente la circunstancia dada según entiendo. Como todos sabemos,
incluso ella debería haberlo sabido, el Pibe no se anda con vueltas a
la hora de amoretonar una faccia. Ella, digamos, no fue prudente.
Entre nos, ¿la desfiguró?
–Se ensañó con las manos, la nariz y las orejas –susurró
Millán–. El resto quedó todo igual. Ese Pibe es un canalla, si sólo
compusiera tangos.
–Es que él se inspira en sus propios actos –afirmó Rataplán–.
Es un artista de lo negro, del apocalipsis, del fin. Su sensibilidad está
atrofiada, lo acepto, pero ustedes mismos lo elogiaron hasta el cansancio por aquel tango tan entrador aun sabiendo que fue después del
asunto de la morocha aquella que se le reía ante cada cuchillada.
–¡Habría que prohibir esos tangos! –escupió con un poco de
whisky Pusineri.
–El fin justifica los medios –confundió el entuerto Millán.
–Pero ¿cuál era el fin del Pibe? ¿El castigo a la fulana o la motivación criminal que necesita para componer un tango? –se sirvió otro
whisky Pusineri asumiendo ya decididamente el comando de la fiscalía.
–Parlanchines míos, no habrá resolución en esta disputa ya que
el útero inclina la balanza; ¿qué hijo de una buena madre no se compadecería? Esto por un lado. Por el otro, ¿qué macho, espejo o pseudoídem
del más macho no aplaudiría tal hazaña? –intentó apaciguar Rataplán.
–No importa la resolución de la disputa tanto como la disputa
en sí. Es importante el disentimiento –concedió Chicho–. A mi me
gustan sus tangos; se me escapan los pies cuando los escucho, son los
más apasionados, los apruebo...
–¡Habría que prohibir esos tangos! –insistió con saña Pusineri.
Se produjo un revuelo cerca del mostrador. Unas sillas cayeron
en el fondo al tiempo que una voz atronadora imponía su presencia.
–¡Habría que prohibir el tango! –sentenció El Pibe apareciendo por detrás de un cortinado. Era alto como un farol. La cara picada
por la viruela, las manos desmesuradamente grandes, los ojos negros
como la noche.
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La escena se detuvo. Ésta era la segunda vez en muy poco
tiempo en que era espectador de silencio tan catedral. Chicho se aferró a su whisky como un grumete al mástil en plena tormenta. Millán
nunca pudo terminar de masticar la aceituna que ya tenía en su boca
y Pusineri sudaba por saberse temblando. Rataplán destrabó el
momento dramático cediendo su asiento y acercando otra silla. Nadie
prestaba la voz ni en susurro como para iniciar ninguna conversación.
El Pibe caminó despacio hasta nosotros, apoyó su sombrero y repitió
con la mirada perdida:
–¡Habría que prohibir el tango! Es peligroso –apoyó un codo
en la mesa–. Miren si no, la gente muere por el tango y no en sentido
figurado –se balanceaba mientras hablaba lentamente, como siguiendo un pausado ritmo que solamente él escuchaba. Se notaba que a su
pensamiento y a su corazón, quizá, le estaban sucediendo imágenes
vertiginosas de una vida en sobresalto. Algo estaba pasando allí adentro; hubiera podido apostar que se trataba de algo tumultuoso lleno de
dolor e ingratitudes. Sin embargo, cada frase era dicha con la entonación de un enamorado–. El tango es barbarie, pero es hermoso que así
sea. A mí me encanta el tango, aunque lo prohibiría si pudiera. No me
divierte matar y las mujeres... son todas bataclanas. Habría que prohibir el tango.
Dijo esto último con tanta dulzura que nos provocó un mar de
contradicciones. Su estampa, sus actos, su historia de hombre violento
reposaban en ese instante sobre las faldas de la ternura y la soledad.
Todos lo mirábamos hipnotizados, desconcertados, con una rara sensación que surcaba un frágil equilibrio entre el temor y la admiración.
Rataplán acercó su mano hasta el hombro del Pibe tratando de contener,
de amparar, de entender semejante confesión. El Pibe cerró los ojos
entregándose, tal vez, a un sueño de paz que él mismo había gestado al
exponerse así, públicamente, sabiéndose buscado por la justicia.
Enérgicas voces sacudieron la puerta. En cuanto lo vieron, los
uniformados corrieron hacia nosotros. El Pibe ni mosqueó, apenas si
nos alcanzó a decir mientras se lo llevaban:
–Recuérdenme por mis tangos. Sólo por mis tangos...
30
Las reglas del juego
Aquellas primeras aventuras nocturnas marcaron para siempre
mi ritmo cotidiano. Empecé a dejarme llevar por Rataplán y su marcha continua hacia “todas partes y ningún lugar, que son la misma
cosa”. A descubrir formas, maneras, estilos, hombres, mujeres, en
cuyos meandros se hallaban los secretos del tango. Cada encuentro
era único e infinito y contenía una verdad auténtica. Desentrañar esa
verdad no era tarea sencilla; quienes formaban parte de ese mundo no
se interesaban en entenderlo, sólo en disfrutarlo y precisamente allí
residía su maravilloso encanto. Eran verdaderos niños, de los buenos
y de los malos, que habían descubierto un juego que se desplegaba
como un manto sobre toda Buenos Aires. Esta ciudad era el tablero
ideal, lleno de sorpresas, de trampas, de saltos al vacío, de montañas
de placer. Brillantes y opacos, lentamente escribían las reglas de este
juego que se vivía intensamente y que concluía, como un signo mágico, en la melodía o en la letra de un tango.
Me sigo preguntando incrédulo qué fue lo que me impulsó
ciegamente a ese mundo. De dónde nació esa extraordinaria avidez
por descifrar, por vivir el tango. Alguna vez se lo atribuí a Érika.
Aquella desesperación del abandonado me sumergió rápidamente en
miserias alcohólicas y musicales. Cuando, por fin, una tarde me topé
con ella, comprendí que no se merecía tal atribución. La única respuesta más o menos válida la encuentro en el hecho de que nadie,
noble o desclasado, contento o amargado, viviendo en Buenos Aires,
se encuentra ajeno a sentir esa rara angustia feliz que provoca un
tango.
Rataplán sentía por el tango amor y odio en proporciones
similares. Detestaba a sus “incondicionales”. Solía decirme: “Una
cosa no quita la otra y viceversa pero me perturban los obsecuentes.
Un tipo que escribe tangos, baila tango, escucha tangos, piensa en
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tango, sueña tangos, ese tipo caga al tango. Con esta gente el tango no
pasa del cincuenta, acordate bien de lo que yo te digo. Lo importante
es ir y volver, no quedarte a vivir porque si no te terminás aburriendo.
Si igual, vayas a donde vayas, hagas lo que hagas, escuches lo que
escuches, vas a terminar al abrigo de esos mismos brazos. Vieja hay
una sola, pero no te quedés a vivir con ella para siempre porque si no,
pibe, se te entumece la musculatura de la experiencia...”
Andar sin saber hacia dónde uno va resultaría peligroso, a
menos que uno vaya bien acompañado. Yo me sentía muy seguro al
lado de Rataplán y no precisamente porque él fuera el más valiente.
No, yo creo que él era un inconsciente, un chico adulto, un voyeur
absolutamente desprejuiciado. Todo llamaba su atención, desde las
conductas más simples hasta las barnizadas de sospecha evidente;
desde la conversación más trivial hasta la más profunda. Tenía una
innata habilidad para inmiscuirse en ambientes elegantes y canallescos
con la misma espontaneidad. La seguridad me la aportaba esa inquietante convicción con la que se zambullía en cada zanja, predispuesto
ya sea a recibir un abrazo caluroso o un botellazo por la espalda.
En alguna ocasión, es cierto, tuve miedo por el final de alguna trifulca en la que me involucré corporalmente, y más de un entuerto me descubrió encandilado por el brillo de la luna en un cuchillo
danzarín, pero ello no ameritó razones suficientes como para apartarme de la compañía de Rataplán y su dedicación cabaretera.
32
El descubrimiento de América
Jirón urbano, desconectado y parco
Achicá tu belleza rústica y oscura
Que en el despelote de esta rula
Me descontrolo, me descontrolo
Recitándome estos versos me arrastraba Rataplán calles abajo
por Corrientes, obnubilado y ansioso por iniciarme en su descubrimiento. “Lo de Angélica”, se llamaba el antro. Nos sentamos en el rincón más oscuro. Pedimos unas cañas.
–No lo vas a poder creer –sentenció Rataplán agudizando aun
más la intriga–. Es de una rareza cósmica. En un principio tuve ganas
de insultarla, hasta de atacarla a golpes, pero después de un rato,
influenciado quizá por la hesperidina y la paz que la mugre destila en
sus invitados de ocasión, me asaltó una irrefrenable pasión, un cosquilleo descontrolado por acariciar toda esa topografía difusa. No te equivoques, ella no es Angélica que es una del montón, la que te digo se
llama Rocamora y todos la conocen como La Rocamora.
Era habitual hablar de mujeres pero jamás lo había visto tan
desbocado. Tomó su trago de un sorbo. Golpeó con insistencia el vaso
vacío contra la mesa reclamando más alcohol. No podía quedarse
quieto. Se rascaba la cabeza, hacía pianito con una mano, se comía las
uñas, miraba para acá, para allá...
En otro rincón, en tanto, una vieja patética medio rapada, teñida de colorado y de auténticas ojeras violetas, se movía al ritmo de un
tango de Greco que a nadie le importaba y que ejecutaba sobre una
modesta tarima un trío. El del piano era de aspecto sobrio, joven,
lindo, sencillo y hasta tocaba bien. Parecía no pertenecer a ese mundo.
El del contrabajo estaba pasado; era un gordo lascivo que no paraba
de junar a una puta polaca que entre mimo y franela le caloteaba el
reloj a un imberbe medio distraído. Tocaba una de cada dos notas y,
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para colmo, su instrumento estaba partido y chirriaba con cada golpe
del arco. El del bandoneón era antiguo, pelado y tenía unos de esos
bigotes que de tan finitos parecen dibujados; tocaba con los ojos
cerrados y la boca abierta pero, a mi entender, no porque la música lo
estuviera transportando sino porque estaba a punto de quedarse dormido. Se le descubría una buena técnica pero le faltaba corazón y eso
destruye a cualquiera, no sólo al artista. Sobre el final del tango, justo
cuando venía su variación final, se quedó definitivamente dormido. El
del bajo le avisó con una patada que casi lo voltea del escenario. El
pianista se sonrojó pero igual cubrió el bache musical. Terminó “La
Viruta” y arremetieron con “Ojos Negros”. La vieja de las ojeras violetas estaba cada vez más inclinada pero no dejaba que nadie la ayudara a menos que fuera por el placer de manosearla.
En ese instante me distrajo Rataplán tomándome con fuerza de la
muñeca. Por una puerta vaivén que daba a la cocina, acababa de aparecer
La Rocamora. Era inmensa, robusta, morena, arrolladoramente beligerante. Se movía en bloque, bastante torpe pero con un encanto que sorprendía por su indefinición. Sólo nosotros la mirábamos embobados. Sólo
nosotros la mirábamos. Era un roble enhiesto, abarcativo y noble, moldeado en finas fragancias de bosque, de bosque y fábrica. Su extraña sensualidad titubeaba al contemplar su fría mirada de granadero. Esto ella
debía saberlo y por eso escondía sus ojos detrás de un simpático flequillo. Transmitía una confusa realidad de mujer imperfecta e insatisfecha.
De repente, la música cesó. El silencio acentuó aún más su
aparición, pero esto resultó casual; la vieja patética había rodado tiesa
por el suelo. Antes de las risas, un segundo de conmiseración corroboró la humanidad de los allí presentes. El joven pianista fue el único
que se atrevió a ayudarla. Los otros músicos aprovecharon la caída
para tomarse unos tragos. Rataplán se puso tenso.
–Necesito tocar esas tetas.
–Te podés meter en problemas...
–Tocalas vos primero entonces y después me contás.
Humedecí mis labios mirándola. Rataplán me había contagiado todos sus deseos. Ella era una exageración, era América, Cabo
Verde y las Antillas. Selva y luna. Brillaba de sudor. Se instaló junto
al mostrador con la vista en ninguna parte.
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Con inquietud cuasi infantil, Rataplán me zarandeaba.
–Dale, andá, pagale una copa y decile que se siente con nosotros... Dale, andá, andá, dale, Santiaguito, dale, dale... –Durante unos
segundos traté de resistir la zarabanda a la que era sometido. Cuando
no aguanté más, me paré con la mirada clavada en el objetivo y hacia
allí me dirigí.
Se sentó frente a nosotros. Rataplán estaba tan nervioso que
para no teclear se agarró una mano con la otra, entrecruzando los
dedos como un devoto en plena plegaria. Me vi copiándolo. Ambos
hacíamos ruido con los pies. Estábamos mudos. Ella sorbió de su
copa, creo que subestimándonos. Yo lo miraba en toques cortos a mi
amigo sugiriéndole que hablara, que rompiera el hielo como tan bien
sabía hacerlo él ante situaciones estáticas y sin salida. Pero nada,
estaba fascinado con los ojos estaqueados en las tetas de La
Rocamora.
Ella se cansó.
–Me llamo Gloria.
–La Rocamora –escupió Rataplán.
Sin mover ni un milímetro de su cuerpo, se sopló el
flequillo. Teatralmente dejó ver sus ojos.
–Gloria, me llamo Gloria.
Yo seguía enmudecido pero, por el contrario, Rataplán se
soltó con esa respuesta, como si la pequeña crisis hubiera despertado
en él una afición periodística.
–No entiendo. Usted es La Rocamora. Representa Rocamora,
su cuerpo argumenta Rocamora y, por algún capricho o secreto elemental, niega una nominación que tan bien la identifica. Si hay algo
suyo que nos quiere ocultar, está en todo su derecho pero no, y repito, no justamente su rocamoridad, que es lo que nos atrajo hacia usted.
O nos ponemos de acuerdo o no nos ponemos de acuerdo, pero no
vengamos con conflictos estúpidos porque si no me paro, me voy y se
acabaron las latas.
Rataplán acababa de renacer. También yo había logrado aflojar un poco mis tensiones aunque no de un modo absoluto. La excitación compartida con mi amigo dejaba ahora un saludable espacio a la
diversión.
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La Rocamora se mordió los labios. Su flequillo volvió a la
normalidad. Apoyó la copa un tanto molesta mientras ensayaba una
suerte de explicación al conflicto que ella misma había generado.
–La Rocamora me dicen acá, pero yo me llamo Gloria. En mi
casa me dicen Gloria, mis amigos me dicen Gloria, el panadero me
dice Gloria...
–El panadero en su panadería...
Un ruido de mesas corriéndose interrumpió la escena. Entre el
pianista y un cliente, se llevaban a la vieja dormida o medio muerta.
–Mmm... Si no se murió, en un rato reaparece –dijo sin gravedad La Rocamora.
–¿Es habitué? –dije por decir algo.
–¿Cómo?
–¿Que si viene siempre?
–Trabajo acá, vengo todas las noches...
–No, usted no m’hijita, mi amigo se refiere al esperpento ese
que se acaban de llevar –aclaró Rataplán.
–Sí. Le dicen Susi. Ya no trabaja. Fue una gran bailarina. El
marido la abandonó hace unos años. Desde entonces se dejó estar.
Quiere morir bailando por eso...
–¿Y usted es casada? –interrumpió ansioso.
–Todas estamos casadas acá... con el mismo hombre. Él nos
quiere, nos protege, nos paga...
–¿Les paga y les pega?
–Sólo nos paga.
–Si yo fuera él, a usted la querría más que a las otras –intenté ser galante.
–Eso es lo que él me dice –coqueteó.
–Pero no hay que creerle, lo mismo le dirá a las otras –balbuceó Rataplán.
–Es sincero cuando lo dice...
–Y yo soy capaz de decir con sinceridad las mentiras más descabelladas. –Un incontenible frenesí se apoderó de su instinto, supe
enseguida que iba a ser difícil sofrenarlo–. No me venga a mí con el
cuento. Usted porque es una crédula, pobrecita, se la ve tan, tan, tan
desprotegida, tan desvalida, tan insegura. Usted se merece una vida
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mejor, más en el centro, en el centro de la atención popular. Usted
tiene sensibilidad, lo adivino en sus ojos. Usted es una genuina artista, un tesoro escondido... Digamé, ¿cómo dijo que se llamaba?
–Rocamora.
–Ro-ca-mo-ra, La Rocamora –paladeó su nombre al borde del
descontrol–. Rocamora, usted es el secreto fogoso que todos escondemos, el paraíso perdido, el trébol de la suerte, el fuerte de la esperanza. Usted es el sol que no se apaga, la luz que nos sorprende. ¡Usted
es la Restauración, Rocamora! –Rataplán crecía en su entusiasmo. Se
puso de pie–. Usted es el grito desaforado, la pintura extravagante, el
mar hecho de cielo, la... la... la..., usted es la perfecta manufactura que
Dios puso a nuestra disposición en un momento como éste en que lo
único que importa es tocarla a usted. Sueño de Rocamora. Ardor de
Rocamora –fuera de sí, sacó un fajo de billetes de su bolsillo al grito
de:– ¡Acá está la plata! ¡¿Dónde hay que pagar que yo pago?!
La Rocamora tomó un poco de distancia. Traté de calmarlo
pero no llegué a tiempo. Por detrás de su figura ya se destacaba la desmesura de un hombre corpulento, de pelo negro aceitoso y párpados
hinchados.
–Oiga, amigo –dijo tomando por los hombros a Rataplán–.
Escuché que tiene una oferta.
Rataplán se dio vuelta muy despacio.
–Nos queremos acostar con su mujer –dijo con firmeza pero
tragando saliva. Con disimulo, corrí lentamente mi silla estableciendo
el hueco necesario para una rápida escapatoria en caso de complicaciones que, supuse, no tardarían en llegar.
El varón levantó la cabeza, puso las manos en su cintura y
preguntó:
–¿Perdón?
No lo dejé responder, me le tiré encima y lo arrastré para la
puerta. Rataplán se resistió un poco pero no tanto. Todavía no habíamos llegado a la esquina cuando me tomó por el cuello gritándome:
–¡¿Pero vos estás loco, vos estás en tu sano juicio, vos estás
de mi lado o qué?! ¡Tarambana, sobón, escaparate de morondanga!
Ese tipo mata, Santiaguito, mata de verdad. ¿Cómo me dejaste tanto
tiempo expuesto al natural reflejo depredador de esa bestia? Vos no
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tenés ni idea de lo que es capaz de hacer esta gente. Nunca más dejes
que me involucre en una cosa así durante un tiempo que excede la
razonabilidad de la imprudencia. Ni bien me paré ya tendrías que
haberme sacado de ese antro. Loco, loco, loco de remate tenés que
estar para no darte cuenta. Dios mío, virgen santa, luna en sombra...
Sin dejar de insultarme, empezó a caminar a pasos cortos pero
intensos. Yo repartía mi ánimo entre el susto y la alegría por la experiencia vivida. Rataplán avanzaba nervioso con las manos en los bolsillos. Después de varias cuadras sosegó por fin su enojo pero sin detener su marcha ágil y neurótica. Sin mirarme, retomó su monólogo.
–Si necesitan amor, les damos amor; si quieren plata, les
damos plata. ¡Son un laberinto estas minas, che! El inconformismo
nos tiene rodeados, Santiaguito. ¿Me querés decir qué cuernos hago
yo ahora con toda esta pasión que me desborda el pecho?
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La filosofía del corpiño
Caminando apurado unos pasos delante de mí, Rataplán me
guiaba por las iluminadas calles del centro.
–¡Vení, corramos al sulky! –dijo arrastrándome adentro del
cabaret.
Se zambulló en una mesa, pidió dos whiskies. Se secaba nervioso con unas servilletitas el sudor que le caía a chorros de la frente.
Después de un rato, por fin se tranquilizó.
–¡Aaah! Necesito experimentar la paz de la buena música. Esa
mujer me desproporcionó. Es inhumano sentir el deseo y no satisfacerlo.
En el palco, una orquesta muy bien trajeada tocaba de maravillas “Qué noche”, de Bardi.
–¿Vos te acordás la noche que nevó en Buenos Aires?
–No. Debía ser muy chico. Pero jamás podría olvidarme de
esa fecha. Aquel fue el día en que nació Érika.
–¿Perdón? –se hizo el distraído Rataplán.
–Dije que Érika...
–¿Vos me estás diciendo que esa fémina que aún perdura en
tus registros, arribó a este mundo, a esta bendita ciudad, a este paraíso de cálidos abrazos con...
–Con la blancura, la pureza... –intenté adelantarme a la chicana que adivinaba.
–¡La frialdad, insolente; la mácula corpórea del invierno báltico! Ahí estaba el asunto y vos sin avivarte de la gárgara venenosa
que te lanzaron en busca del invierno perpetuo –empezó a amenazarme con el índice–. Ahora entiendo, mascarita, ingenuo frate mío,
hubiéramos empezado por el principio como corresponde y tantas
penurias se hubieran evitado.
–Érika... –intenté una vaga defensa.
–¿Érika? –fingió sorprenderse–. Yo a una mujer con ese nombre la olvido para siempre.
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Sabía que todo lo decía para congraciarse con mi pena, así
que dejé que siguiera con su chamuyo sobreactuado.
–Mirá, nene, a las mujeres hay que recordarlas u olvidarlas en
proporción directa al placer generado. Esa donna te hizo sufrir, así que
mejor no recordarla.
–Yo la quise de verdad...
–La verdad es puro cuento...
–Si es cuestión de proporciones como decís vos, registro centenares de noches placenteras y sólo una con saldo negativo, que fue
precisamente la noche que se fue.
–¿Pero acaso esa noche no destruye de un golpe todas las
anteriores? Debajo de la flor perfecta puede haber una bomba que, si
estalla, consigue que todo el hermoso jardín desaparezca. ¿Me equivoco?
Me aturdí en eternas cavilaciones. Recordé su vestidito amarillo casi adolescente, su fino rubor de bailarina, su olor a diamelas. El
primer beso en el Parque Lezama. El segundo a una cuadra de allí y
los tres que me regalaba cada noche antes de despedirnos. Todos los
domingos amasaba el pan. Sudaba junto al horno de barro que había
en el patio de la casa de la tía; tomábamos mate esperando que se
cocinara hasta que nos sorprendía la siesta debajo de la parra. La guitarra del vecino nos guiaba entre sueños por largos senderos de trigo
siempre compartidos. El trigo era bueno, sano y amarillo. Se mimetizaba con él y más de una vez me vi hurgando en la tierra para poder
cosecharla. Una noche nevó y el trigo se volvió negro. Perdí el pan, la
melodía de la guitarra, la frescura de la sombra de la parra y aquel
recuerdo de tarde mansa. Érika entre sus manos tenía un fusil. Esta
última imagen me distrajo bruscamente de mi ensueño.
–No sé...
Rataplán dejó de prestarme atención. Con el vaso en la mano
escuchaba “Milonguita”. Yo me quedé mirándolo un largo rato esperando una palabra amistosa. Cuando terminó el tango, entre los aplausos de la muchachada, agregó:
–La vida es muy corta, nene. Uno no puede desperdigar tanta
realidad en pos de fantasías inadecuadas. Vos tenés un concepto equívoco del amor y creo que es mi deber de amigo intentar que tus valo-
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res se emparienten de manera fehaciente con las reales posibilidades
que nos ofrece un cotidiano lleno de dificultades. Escuchá con atención lo que te voy a decir: el amor conlleva dos etapas bien claras y
diferenciadas. En la primera, es tu vieja la que se desabrocha el ñocorpi para alimentarte. Y la segunda, se subdivide en cientos de noches
en que nuestra mano hábil lucha por desprender esa estúpida hebillita
en la espalda que nos separa del placer mágico, eterno, sublime...
Atendeme bien, Santiaguito, lo único que nos separa del amor es un
corpiño.
Serían cerca de las 7 de la mañana cuando lo ayudé a entrar
en su pieza. Estaba realmente desarmado. Se tambaleaba de un lado
para el otro llevándose todo por delante. Sin embargo, no perdía su
locuaz lucidez:
–Mirá, nene, lo mejor para olvidar una mujer es encontrar
otra mujer y así sucesivamente hasta el infinito. Es un problema
menos a tener en cuenta. Así la vida se torna más dinámica, más diversa... Ahora bien, si vos querés seguir atorado por aquella perra, hacelo, pero aunque le pongas azúcar al mate no vas a poder disfrutar del
desayuno.
Me senté a los pies de su cama esperando que se durmiera.
Mientras tanto, yo pensaba en voz alta:
–Puede ser. Pero necesito verla una vez más antes de olvidarla. Quiero sacarme esta duda atroz: si era buena o si fingió ser buena.
Rataplán ya roncaba. Oscurecí un poco la habitación colgando su saco de unos clavos que había encima de la ventana y me fui.
Buenos Aires se estaba desperezando. Lucía brillante con un
fresquito maravilloso que se colaba por entre mi camisa. Antes de ir a
trabajar, me tomé un chocolate con churros cerca de Constitución. El
fragor de los trenes congestionaba mis cavilaciones que estallaron en
la certeza de una decisión con el terrible bocinazo de un colectivo que
pasó casi acariciándome la espalda.
Estaba decidido. Esa misma tarde iría en su búsqueda.
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Buscando a Érika
Vivir no es fácil. Buscar vivir es todavía más complicado.
Pero vivir una búsqueda, ni les cuento.
El comienzo fue sencillo: Casa de la tía frente a la estación
Sarandí. Preguntar por Érika. Tía muerta. Sobrina, paradero desconocido.
Segundo paso: Botonería “El Almirante”, empleada despedida.
Tercera escala: Escuela de corte y confección “La Esthercita
que brilló”, alumna libre por faltas reiteradas.
El final fue triste. La primera jornada resultó demoledora.
Al día siguiente, acorralé literalmente a su única amiga declarada. Elsita se sorprendió un poco con mi requisitoria en la esquina de
su casa, pero se mostró sinceramente conmovida al reconocer los
pocos escrúpulos de Érika para desaparecer así como así de sus costumbres, sus amistades y sus sociales. Ninguna decisión de esta naturaleza se compadecía con la moderada manera que tenía de relacionarse con el mundo. Concedió con orgullo ser la única persona con la que
compartía sus secretos y cuanto acontecía a diario en su intimidad,
incluyendo su “monótono noviazgo”. Elsita se atrevió a confesarme
que solía regañar a Ërika por su falta de ambiciones futuras como ser
formar una familia y esas cosas tan comunes para cualquier chica de
barrio. Y no faltaron debates, me confesó, en los que ambas me achacaban un buen grado de culpa al respecto.
Aquello de “monótono” y esto de la “culpa”, los tomé como
un reproche que admití en silencio, aunque sin querer entrar en detalles pues, de todas formas, nada justificaba su sorpresiva desaparición.
Estos datos me condujeron a pensar en la factibilidad de que Érika
hubiese planeado cuidadosamente su huida, cosa que profundizaba
todavía más la intriga. Elsita, dentro de la neutralidad que le era habitual, esbozó un leve llanto que, lejos de conmoverme, me instaló la
duda de saber si todo lo charlado era producto de una triste verdad o
de una mentira ejecutada con esfuerzo. Era consciente que, de haber
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estado Rataplán conmigo, hubiera optado por la segunda opción. No
titubeó, sin embargo, en afirmar que le había dejado una fría carta de
despedida sin coordenadas ni datos adjuntos. Era sorprendente cómo
desde la última charla con Rataplán cada referencia, por nimia que
fuera, hacia la frialdad de Érika, me provocaba una extraña sensación
de bronca exteriorizada, por lo general, en una vaga sonrisa.
Esto de la carta me partió el corazón, pues, habiendo compartido tanto de nuestras vidas, con un evidente cariño más allá de cualquier rutina y a pesar de haberse quebrado tan abruptamente nuestra
relación, un mínimo de delicadeza o sentido común imponía, al
menos, unas palabras de adiós. Pero claro, las cosas nunca son como
uno las piensa y, sobre todo, esto recién puedo decirlo ahora, cuando
del alma femenina se trata. Elsita entendió mi dolor pero no hizo ningún aporte concreto como para que mi búsqueda se encaminara hacia
alguna pista firme, ni siquiera para apaciguar mi desconcierto. Le
rogué que me mostrara la carta pero se negó sin excusas sólidas. Esta
actitud no generó ninguna modificación ni sospecha en mis conclusiones, pero sí unos cuantos interrogantes con respecto a la revalorización de lo que yo entendía por sentido común.
Rataplán no quería perdonarme el no haber acudido a él para
iniciar la recorrida. Estaba ofendido y no había forma de hacerlo recapacitar. Dejó de tutearme.
–Si usted puede solo, avise y no se haga el sabandija. Si usted
no se anima, arrímese al fogón que nunca le faltará un pedazo de
comida. Pero si usted no puede, no avisa y no se arrima, usted es el
mazo sin comodín.
Sorbía a grandes tragos la ginebra sin mirarme.
–Haga lo que se le cante, mire. Pero después que no sea de
Dios el mendigar palangana para que el buche no se pierda. Sea
macho entonces y asuma la alcantarilla.
–Necesito de su ayuda –dije sinceramente–. No quise molestarlo, así de simple.
Acomodó su cuerpo ladeado enfrentándome con su silla. Con
la intriga hecha sudor, me habló pegando su nariz contra la mía y con
la confianza en el trato recobrada.
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–¿Vos de verdad que la querés encontrar?
Estaba tan serio que el monosílabo se me atoró en la garganta.
El temor por la verdad me apesadumbró. Qué sabía yo adónde me podía
conducir una respuesta afirmativa. Repitió la pregunta sin hesitar.
–¿Vos de verdad que la querés encontrar?
–¡Sí!
Se inclinó levemente hacia atrás, pagó las copas y enfiló para
la salida.
–Vení, corramos al sulky.
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El amor sin amor
Nos recibió un hombre mayor, altísimo, flaco, medio encorvado. De abundante pelo entrecano y barba de tres o cuatro días. Sin
decir palabra alguna, de su cabeza partió un gesto seco por el que
entendimos que debíamos seguirlo. Nos hizo esperar en una estrecha
galería blanca como la leche y fría como la leche en la heladera. Tenía
una forma muy particular de moverse, elevaba exageradamente los
pies al caminar, como queriendo disimular los años. Daba la sensación de rebotar cada vez que se contactaba con el suelo. Entre sus brazos, almacenaba un enorme bibliorato que llevaba adherido como si
fuera parte de su cuerpo. Reapareció a los pocos segundos con una
bandeja. Nos ofreció un té que él mismo sirvió con su mano libre y
volvió a desaparecer.
No entendía yo muy bien nuestra presencia allí ni por qué
pensaba Rataplán que este hombre podría ayudarnos. Él se encontraba muy a gusto con su colaboración en mi búsqueda y por eso no me
atrevía a hacerle ninguna pregunta que lo incomodara. Mientras sorbía el repugnante té que nos habían convidado, se empezó a reír y a
farfullar algunas palabras inaudibles de las que sólo sobresalía “bataclanas”. No quise malinterpretar lo que había escuchado y permanecí
en silencio.
Como a los veinte minutos, nuestro anfitrión nos hizo señas
desde una habitación contigua. Ya instalado detrás de un escritorio,
nos invitó a sentar frente a él. Recién entonces se presentó.
–Mi nombre es Evangelino Cristaldi. Soy hombre de Echauri,
Medina y Poncio, en ese orden. Cada uno sabe del otro, pero aceptan
las jerarquías. Todos sin excepción son hombres de bien y tienen
todos sus papeles en regla. Si ustedes hoy están aquí es porque ellos
en asamblea extraordinaria así lo resolvieron. Esto es bueno que se
sepa. Rataplán es hombre respetado. Los amigos de los amigos aquí
se respetan y por eso...
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Me señaló esperando presentación.
–Santiago Solís –dije.
–... y por eso Santiago Solís es bien recibido.
Intentó cierta cordialidad mostrando los dientes en forzada
sonrisa tras la cual contorsionó su huesuda muñeca dirigiendo sus
dedos hacia nosotros.
–Ustedes dirán...
Se respaldó en su asiento para escucharnos. Rataplán, por
suerte, tomó la iniciativa.
–Acá, mi amigo tuvo un desencuentro y anda con ganas de
rever ciertas páginas aún indescifradas...
–¡Ahá! ¿Edad? –preguntó Evangelino entendiendo lo que a
mí no me resultaba tan claro.
–23 –respondí.
–¿Argentina, polaca, francesa, rusa, otras?
–Argentina.
–¿Contexto? ¿Chica, mediana, exuberante, alta, flaca, espesa...?
–Mediana –interrumpí–. Poco frente, amplia retaguardia... ojos...
–No importan los ojos –medio que se enojó.
–... negros.
–Dije que no importan los ojos –insistió neutro, bajando la
vista procurando autoapaciguarse–. ¿Pelo?
–Mucho, abundante... –di esta respuesta un tanto desorientado por el interrogatorio.
–Hablo del color...
–Y, eso depende... –instalé a propósito una pausa.
Rataplán me clavó la mirada ante contestación tan ambigua.
–¡Defínase! –prepoteó gentilmente Evangelino.
–Quiero decir que siempre rubia, aunque el último día que la
vi, casi negro...
–¿Carácter? Aguerrida, deduzco, nunca estándar...
–Deducimos... ahora... pero juro que no parecía. Siempre fue
dulce, amable, cariñosa...
–Generalmente ocurre así –me interrumpió lanzándose con
estrépito a una reflexión aparentemente muy incorporada–. Esto debería saberse. Es inconcebible que la gente se sorprenda. Uno es lo que
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es hasta el exacto instante en que deja de serlo para pasar a ser lo que
deseaba en lo más profundo de su corazón. Lo malo, o lo bueno,
según el caso, es cuando aquello que escondemos se queda en veremos y pasa con nuestra alma a la otra vida. Esto yo en particular no lo
aconsejo, termina por desvirtuar cada acto. Yo soy lo que siempre
quise ser y por eso no me quejo, que se quejen los otros...
–¿Qué otros? –fue mi espontánea pregunta, inadecuada según
el pisotón que recibí de Rataplán.
–Los otros son los que no saben lo que hacen. Cosa que es
seguramente lo que le ocurrió a esta jovencita suya que usté anda creyendo que se descarriló cuando, en realidad, lo que quizá haya ocurrido es exactamente lo contrario.
–¡Bataclana! –alzó los brazos al cielo Rataplán contento con
lo expuesto.
–No entiendo –los miré feo a ambos.
–¿Vos querés entenderla o encontrarla?
–Cuando la encuentre quizá la pueda entender.
–Mire jovencito, yo le aseguro que cuando la encuentre no la
va a reconocer.
–Esto no me gusta nada, no se para qué vinimos –mascullé
enojado.
–Confiá, Santiaguito, confiá.
Se veía que el hombre no andaba con ganas de perder el tiempo, así que retomó la interpelación.
–¿Pies?
–Mas o menos así –hice la forma con mis manos.
–¿Marcas, lunares, cicatrices...?
A medida que preguntaba, Evangelino ojeaba a grandes rasgos en su bibliorato. Sacaba en cámara lenta su lengua, por allí pasaba su enorme dedo como una pinza y con éste finalmente daba vuelta
cada una de las pesadas hojas.
–¿Devota?
No entendía que relación podía tener esto con el camino que
estaban recorriendo las preguntas de Evangelino. Respondí restándole importancia al dato que estaba aportando:
–Sí.
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–¿Algún santo en particular, alguna virgencita? –investigó lascivo.
–Eh, si pero... O sea... Últimamente había cambiado...
Un brillo especial se instaló en su mirada con mi indefinición,
como si estuviera a punto de encontrar la respuesta del millón.
–¿Nombre al que responde cuando la llaman?
–¡Érika! –exclamó Rataplán moviéndose ansioso en su asiento.
–¿Érika? Lo siento –dijo sin dudar Evangelino cerrando con
cierto aire de fastidio su libraco–. No puedo ayudarlos. Nadie con esas
características responde a nuestra firma.
Se puso de pie y sin pausa nos señaló la puerta de salida.
–Sepan disculpar pero tengo que –hizo grandes gestos con sus
dedos– ...tengo que organizar algunas chucherías. Pero, eso sí, espero
asuman la saludable gentileza de no recordar haber visto esta casa ni
esta cara. “Ojos que no ven, corazón que no siente”, ése es nuestro
lema y el de todos aquellos que nos acompañan en nuestro camino del
amor sin amor. Fue un placer.
Custodiando el bibliorato entre sus brazos, nos condujo hasta
la puerta cancel. Con un militar movimiento de su larga cabeza, se
despidió de nosotros.
La soltura anímica de Rataplán se contraponía con mi malhumor. Viejo conocedor de estas cuestiones, no hizo ningún tipo de acotación, supongo yo, para dejarme maquinar en soledad una descarga
que no tardaría en llegar.
Maduré más de diez cuadras la conducta a seguir. Estaba
entre enojarme a muerte por llevarme a buscar a Érika a un submundo prostibulario, o a tomarme en solfa el primer atajo que había elegido y preguntarle sinceramente si, en verdad, tenía la certeza de que
Érika se había convertido en una cabaretera.
Todas mis reflexiones se cortaron de cuajo ante una inesperada máxima rataplaniana:
–Es lo que yo hubiera hecho de haber sido mujer.
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El sueño del antihéroe
Caminamos un largo rato sin decir palabra. Andábamos por
Saavedra, cerca de Platense. Entramos en un bar.
–¿Será posible que no tengas una foto de esa desgraciada?
–Es posible.
Pedimos dos ginebras con hielo. Rataplán estaba inquieto
como siempre. Viajaba con sus pensamientos recorriendo el boliche
buscando algún elemento de distracción. Era raro verlo en un estado
de paz absoluta y ese momento no era la excepción.
Se quedó un largo rato relojeando a un tipo alto, rubio, elegante, que muy cerca de nosotros la jugaba de espectador de todo y de
todos mientras hacía anotaciones en una pequeña libreta.
Disimuladamente el hombre nos miraba y escribía. Yo intuí la intriga
de mi amigo y sabía que si la situación se extendía no iba a tener reparos en interrogar al sujeto. No me equivoqué.
–¿Se le ofrece alguna porquería al caballero? –curioseó sin
anestesia Rataplán.
El tipo finalizó velozmente su tarea. Sin perder su compostura ni su elegancia nos dirigió la palabra.
–Sepan ustedes disculparme –respondió con aristocrática cortesía–. No fue mi intención molestar. Mi nombre es Adolfo –tenía un apellido compuesto que ahora no recuerdo–. Soy escritor. Estoy trabajando
en una novela y partes indispensables de la trama las he situado en este
bar. Así que estoy tomando apuntes para tornar el relato verosímil y...
Estaba segurísimo de que Rataplán se iba a interesar en el asunto.
–¡Ahá! ¿Y nosotros somos parte de la historia?
–No. Claro que no. Pero como los identifico con este paisaje y se
los ve tan... tan... joviales y expresivos, me resultaron representativos...
Rataplán lo interrumpió:
–Siempre soñé con ser parte de alguna ficción.
–¿Ser parte o desarrollarla? –fingió interés el hombre.
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–¿Hay diferencia?
–De ser un creador omnisciente y objetivo en tercera persona,
a tomar partido directo en primera y con ínfulas autobiográficas, hay
una gran diferencia.
–¿Y yo qué quiero?
El tipo medio que trastabilló ante tamaña elocuencia sin sentido. Contuvo con esfuerzo la risa y trató de retomar su modo elegante y cordial.
–Usted sabrá.
–Si supiera ya lo habría hecho –sentenció Rataplán mordiéndose las uñas con seriedad catedrática.
–Miré, mi amigo, cada cual imagina su propia aventura. Será
cuestión de que lo intente, nomás –expuso tomando un atajo–. Pero
sepa que para conocer el secreto de la trama…
–Ahá. ¿Y cómo se intenta? –lo volvió a interrumpir.
El tipo se quedó escudriñándonos con una franca sonrisa
estampada en su rostro. Sin quitarnos los ojos de encima, se acercó
hasta nuestra mesa y zarandeó sus apuntes como introito a una posible disquisición en respuesta a la pregunta formulada. Rataplán y yo
nos acomodamos en nuestros asientos para escuchar, obedientes, una
clase sobre el arte de la ficción, de parte de un caballero que, a esta
altura ya era evidente, poseía un genuino saber sobre la materia. Pero
de pronto, sin mediar ninguna excusa o falsa contestación, el tal
Adolfo se acercó todavía más, nos estrechó las manos, pegó media
vuelta e hizo mutis por el foro. Rataplán lo acompañó durante unos
metros con la mirada y me sonrió incrédulo.
–Engreído el mocito. No creo que llegue muy lejos. Muchos
como él tienen sueños de artista pero no saben siquiera encontrar las
formas apropiadas para describir al héroe de sus divagues.
–¿No sabía que vos tenías sueños de artista?
Al escuchar esta sencilla pregunta Rataplán se mostró visiblemente molesto.
–Yo soy un artista –me observaba con tal severidad, que no
me atreví a contradecirlo.
–¿Ah, sí?
–Que vos no lo hayas advertido excede mi incumbencia.
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Nos quedamos unos minutos en silencio. Rataplán, luego de
recomponer su impaciencia habitual, volvió a investigar cada movimiento circundante buscando otro efecto de la realidad que atrajera
sus sentidos. En medio de ese hurgueteo a través de la ventana del
boliche, descubrió algo en lontananza que lo paralizó.
–Vos no preguntés nada, pagá y seguime.
Con un gesto brusco y ansioso tragó lo que le quedaba de
ginebra, se despegó de su silla y salió corriendo como si la hubiese
descubierto a Greta Garbo buscando desesperadamente un partenaire.
Lo perseguí más de dos cuadras a toda velocidad, hasta que entró, desarmado por la fatiga, en una panadería. Con aire detectivesco registró
ávidamente todo el perímetro y pasó, de manera poco caballeresca,
por delante de una mujer a la que hubieran debido atender antes que
a nosotros.
Pidió media docena de tortitas guarangas. La empleada, mientras armaba el paquete, saludó a la mujer que chusmeaba la vitrina con
las facturas.
–Hola, Gloria, ya estoy con usted... –nos entregó las tortitas–.
¿Y, sobrevivió el canario?
–No, pobrecito. Ya está difunto y enterrado en el patio de la
vecina. Si supiera usté cuánto me hizo sufrir...
No podía creer lo que estaba escuchando. Abrí la boca como
buscando una palabra que pudiera expresar tamaña casualidad.
Rataplán, mordiéndose el labio inferior, me cerró el pico de un manotazo y me impulsó a girar junto con él. Allí estaba La Rocamora, vestida en forma decente, toda de azul, con un pañuelo al tono sujetándole el pelo. En un principio, no nos reconoció. Deduzco que pensó que
éramos delincuentes o algo por el estilo pues retrocedió alarmada. La
panadera dejó caer nuestro vuelto y desapareció detrás de una cortina.
Cuando reapareció, acompañada por un hombre bajo, fornido, en
musculosa y con un palo de amasar en la mano, nosotros ya estábamos saliendo.
La esperamos en la esquina, apoyados en el buzón del correo.
Vimos cómo miraba asustada para todos lados al salir de la panadería
con un paquetito en la mano. Nos escondimos a la vuelta. Cuando se
disponía a cruzar la calle, la interceptamos.
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–¡Gloria en la panadería! –exclamó Rataplán alzando los brazos.
Recién ahí nos reconoció. Se incomodó bastante. Nos pidió
prudencia y aceptamos de buen grado a condición de que tomara algo
con nosotros. Arrancamos en distinta dirección y nos volvimos a
encontrar en un bar a unos cuantas cuadras de allí.
–¿Qué quieren? –preguntó nerviosa.
–Vos nos podés ayudar a encontrar a una amiga a la que se le
volaron los flecos.
–¿Yo?
La charla fue extensa al divino botón. Nos zarandeó con historias tristes de su vida: infancia en Tucumán llena de sobresaltos.
Hermanos diseminados por el país. Un matrimonio frustrado. Otro
matrimonio frustrado. El hombre de su vida, el lenocinio y la actualidad. Nos explicó que Romualdo, su “marido”, es hombre respetado en
el medio y padrino de muchas pupilas. No se anda con vueltas y pega
de revés para lastimar con el diamante.
–Esta marca –dijo señalando una cicatriz debajo de su ceja
izquierda– me la dibujó él un día de todos los santos en que yo no
quería trabajar. Yo seré lo que seré pero soy católica, apostólica y
romana. San Benito me protege contra todo mal. Esta medallita con
su imagen siempre me acompaña. Él es el Santo Patrono de todas
las cabareteras. Yo rezo todas las noches antes de cada pase. Un día
un cliente me quiso atar los brazos al respaldo de la cama pero yo
me negué por la señal de la cruz. Es mi salvoconducto al paraíso.
Se lo prometí a diosito santo la noche que llegué a Buenos Aires.
Esta ciudad esta infectada. El diablo se pasea en cada esquina. Ya
me lo habían dicho allá y yo lo corroboré el día en que vi morir a
un hombre con un cuchillo atravesándole la garganta. Por la boca le
salió un ángel vestido de rojo, así de chiquitito, en miniatura.
Echaba fuego por la boca y me previno de sus actos. Era el Lucifer
en personita. Romualdo se ríe, dice que yo estoy loca. Leo poesía y
cuando puedo las escribo. Puedo leerles alguna si quieren, siempre
las llevo conmigo –empezó a revolver en su carterón. Rataplán la
cortó en seco:
–No.
Ella siguió con su relato como si nada.
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–Cuando junte el dinero suficiente, me voy a volver a
Tucumán para ser enfermera. Tengo una gran vocación de servicio.
Mientras tanto hago mi trabajo, rezo y guardo. Romualdo me cuida.
No le gusta que me humillen. Hicieron bien aquella noche en escapar.
Romualdo los hubiera tajeado ahí mismo delante de todo el mundo...
Rataplán la interrumpió:
–Gloria querida, acá el amigo tiene una pena de amor y quizá
usté pueda ayudarnos...
–¿Y yo qué puedo hacer?
–Conseguir que su Romualdo de buena gana nos reciba. Esto
por un lado; por el otro, que usté, que es una mujer buena y amable,
indague entre sus compañeras si no saben algo de esta muchacha en
cuestión.
Acto seguido, me esforcé en una descripción precisa de Érika
mientras Rataplán se regodeaba mirando embobado a Gloria.
Le dejé el teléfono de mi trabajo. Por poco, lo tuve que remolcar a Rataplán para arrancarlo de su estado contemplativo.
Trepándonos al primer tranvía que se nos cruzó, murmuró:
–El amor es la Gloria y la gloria son esas tetas.
Fueron sus últimas palabras de la jornada.
53
De película
La tarde siguiente nos encontró yendo al cine. El pragmatismo de Rataplán le atribuía a este sencillo acto recreativo secretos
poderes persuasivos para con la realidad establecida.
–Una buena película atraviesa los límites del entendimiento,
los entrecruza con las sinrazones del corazón, y es capaz de provocar
cataclismos sólo superables en energía pura por los decibeles que provoca el viboreo de la lengua deseada al entreverarse en nuestra propia
cavidad bucal con nuestros más íntimos argumentos, que son los mismos que los de ella aunque distintos, para qué lo vamos a negar. Sobre
todo, si es un lunes por la noche, cuando las expectativas de un mundo
mejor no fueron colmadas por el principio de la semana.
Daban una de Gardel: “El día que me quieras”. Era la primera vez que iba con Rataplán a ver una película. También fue la última.
Nunca paró de hablar. Se la pasó todo el filme comentando lo
ridículo de los diálogos y la insensatez de los gestos. Cada cara de
amor, pena o alegría era motivo para un comentario malévolo: “Mirá
cómo sufre pobrecita. Acordate de lo que te digo: esa mina al final o
se muere o termina internada por un ataque al hígado”. “La última vez
que miré a una mujer con esa cara de enamorado, ella me pidió explicaciones por el atropello”. “Canta lindo, pero... ¿era necesario hacerlo en ese momento, justo cuando se le está muriendo la percanta?”.
“¿De qué se ríe?”. “Pasame otro pedazo de chocolate. Mi organismo
está necesitando un poco de verdadera dulzura”.
Varios codazos le incrusté contra su pecho queriéndolo acallar pero sólo conseguía una nueva risotada de su parte. El público
alrededor de nosotros empezó a insultarnos hasta que, finalmente, no
sin poco esfuerzo, lo pude arrastrar hasta la salida.
Discutimos mucho en la puerta del cine. Yo estaba bastante
enojado, pero creo que él jamás tomó en serio mis recriminaciones.
Durante la merienda, en un café de la calle Lavalle, terminó por
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envolverme con su estado jovial. Nos divertimos como chicos haciendo un análisis antropológico de cada peinado que tomaba asiento en
las inmediaciones de nuestra mesa. Del café con leche pasamos sin
intermezzo al vermú. Sin darnos cuenta, habíamos logrado generar un
clima espeso entre algunos clientes, los mozos y el señor pelado de la
caja que aparentaba ser el dueño. En evidente estado de ebriedad,
Rataplán se paró sobre su silla y pidió:
–Un minuto de silencio para todos aquellos hombres... caídos
de su silla en análoga situación a la que experimento en este preciso
momento... ¡Salú! –bebía y arremetía nuevamente–. Un minuto de
silencio para todos aquellos benefactores y militantes de las buenas
costumbres que atentan cada noche... contra las buenas costumbres...
¡Salú! Un minuto de silencio para todos aquellos hombres que el día
que me quieran... me ofrecerán películas que, a pesar de las circunstancias irreprochables de sabiduría popular que las circundan... –detuvo abruptamente su exposición. Se bajó de su escenario improvisado,
dejó algo de dinero sobre la mesa, me tomó de un brazo y huimos presurosos de allí.
Habiendo caminado casi al trote unas cuantas cuadras, se
frenó de golpe. Me tomó por los hombros, más para sostenerse que
para dirigirme la mirada.
–Yo tengo un don, Santiaguito. ¿Vos sabías que yo tengo un don?
–No –dije sonriendo.
–Yo tengo la capacidad suficiente para saber el instante preciso en que alguien está a punto de violentarse conmigo. Vení, vamos a
brindar. Corramos al sulky.
Por suerte, lo pude convencer de que lo mejor entonces era
descansar un rato para que la noche nos sorprendiera con las energías
renovadas. Nos sentamos a comer un helado en la Plaza San Martín.
Con base de sabores frutales, ambos conseguimos aminorar el ritmo
vertiginoso de aquella tarde. Nos pusimos a reflexionar sobre el providencial encuentro del día anterior con Gloria y sobre las escasas
posibilidades, según él, de reencontrarme con Érika.
–No quiero que te me achicharres pero la cuestión no va a
resultar fácil.
–¿Qué proponés?
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–Mirá, a mí me parece que buscarla está bien. Lo que va a
estar mal es encontrarla... ¿Me seguís?
La fragilidad que adquiría mi estado emocional cada vez que
me hablaban de Érika, no me otorgaba libertad suficiente como para
seguirle el tren de sus razonamientos. Era mi corazón el que palpitaba cada vez que pensaba en ella, era yo el que sufría cada vez que la
recordaba. Y ante tal desigualdad de sentimientos era sumamente difícil entrar en un nivel parejo de reflexión.
Le propuse levantar campamento y encontrarnos con los
muchachos donde siempre.
Chicho, abrazado a una imaginaria pareja, ensayaba unos
pasos en el gran salón desierto siguiendo el ritmo melódico del tango
“Recuerdo” que él mismo silbaba. Millán y Pusineri lo ovacionaban
ante cada pirueta. Nos acomodamos en la rueda de amigos retomando
la estrategia del vermú.
–¿Qué cuenta la yunta brava? –nos interpeló Pusineri.
–Elaborando, amigos, elaborando. Las tramas cotidianas no
podrán superarnos y menos que menos una trama vestida de mujer
–sentenció mi guía espiritual.
–¿De qué estamos hablando? –se interesó Millán.
Sinteticé lo más que pude y abrí las orejas esperando consejos.
–¿Y por qué estás tan seguro de que la ñata se te hizo bataclana? –indagó Millán.
–No, yo no estoy seguro, pero estuvimos analizando que
dadas las circunstancias...
–¡Qué duda cabe! –me interrumpió enojado Rataplán–. Es el
deseo oculto de toda fémina ¿O me equivoco?
–¡Bueh! –expresó despectivamente Millán–. Después los tangueros dicen que no son machistas.
Chicho soltó con elegancia a la nada que abrazaba y se detuvo a escuchar lo que prometía ser una interesante disputa.
–¡Yo no soy tanguero! –se indignó Rataplán–. Puede que sea
lo otro que vos dijiste, pero... qué otra alternativa cabe. Todo nos
impulsa a eso. Los motivos sobran. Uno se esfuerza denodadamente
en este mundo por ser alguien, llamar la atención. Para alcanzar
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dichos objetivos, el hombre arriesgó y arriesga todo de sí sin importar las consecuencias. Realizamos grandes expediciones, descubrimos
continentes, inventamos vacunas, inventamos la imprenta, la lamparita, mi Dios... ¡La lamparita! Nosotros hicimos la luz. Vamos al frente
de batalla, llenamos estadios, ganamos campeonatos. ¿Y todo para
qué? Para que nos miren, nos admiren, nos aplaudan, nos quieran, nos
den ráfagas de amor. Pero resulta que cualquiera de estas desgraciadas se pone una pollerita corta, se levanta las tetas, se pinta un poquito... y ya acapara la atención, la admiración popular, el deseo de todo
el universo. ¿Decime vos si esa desventaja no es razón suficiente para
ser machista?
Hubo un sugestivo silencio. Ninguno de los contertulios fue
capaz de contraponer ni una palabra ante semejante argumento.
De a poco, el boliche se fue poblando de músicos que venían
a ensayar con la orquesta del maestro Logiácomo. Rataplán se acercó
a uno de los bandoneonistas y, embalado como estaba, lo pobló de
inquietudes:
–¿Ustedes los tangueros son machistas?
El tipo sintió el impacto del inesperado acoso pero asimiló la
pregunta con calma.
–Y... eso depende –sorprendió el hombre interesándose en dar
alguna reflexión sobre el tema.
–¡Gardel es machista! –afirmo patotero Rataplán sin dejar
hablar–. ¡Buenos Aires es machista! ¿Pero en qué sentido son machistas ustedes los tangueros? ¿Para ostentar o para ocultar? ¿Alguna respuesta, alguna sugerencia? ¿Alguna postulación que sea capaz de sostener tanto regodeo a la marchanta?
Conocedor del desborde emocional que suele afectar a
Rataplán en estas circunstancias, e intuyendo que lo que vendría no
iba a ser nada bueno, hice un vano intento por aplacarlo. Pero estaba
claro que ya nada ni nadie lo detendría en su desmesura.
–¿Cuál es el sentido del amor hacia vuestra “Querida Buenos
Aires”? ¿Por qué razón vuestra “Querida Buenos Aires” ostenta esa
enorme pija en pleno corazón, eh? ¿Por qué razón, si Buenos Aires es
una ciudad y por ende es linda, hermosa, bella, querida..., Gardel,
desde su tango más famoso dice: “Mi Buenos Aires querido”? Vamos,
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explíquenme, a ver ustedes los tangueros, tan sabios y populares, tan
profundos y especulares: ¿por qué Gardel dice “querido” y no “querida”, que sería lo correcto, lo natural....eh? ¡Vamos! ¡Argumenten, mis
amigos, argumenten! Explíquense a sí mismos, si es que pueden.
Saquen a la luz la mugre de sus corazones. ¿O es que acaso se esconde en ese “error gramatical” cierta confusión sexual que no se atreven
a admitir?
Rataplán instaló un clima hostil que aumentaba con sus
dichos cada vez más agresivos. A medida que iban llegando, el resto
de los músicos de la orquesta se sumaba al círculo de debate que, en
realidad, no era tal, pues mi amigo no dejaba espacio para una respuesta sensata o alguna idea que contradijera sus pensamientos.
–Yo les doy la respuesta, entonces, porque queda claro que
ustedes no aceptan las debilidades de esta ciudad que es “ma-ra-villo-sa” y no “ma-ra-vi-llo-so”. Mi Buenos Aires es inquieta, atrevida...
Mi Buenos Aires es “querida”. ¡Falsos! ¡Mentirosos! ¡Embusteros!
¿Me equivoco? A ver, que alguno de ustedes, músicos y obsecuentes
del tango me explique por qué Gardel desparrama machismo y un
dejo de ambigüedad desde su tango más famoso y “que-ri-da”. ¿O
acaso debería decir “tango querido”?
Se armó un revuelo de película. Rataplán no paraba de despotricar contra el tango y los tangueros. Varios de ellos se le fueron al
humo intentando hacerlo callar. Para colmo, seguía empecinado con
Gardel, cosa que caldeaba todavía más los ánimos. La primera respuesta concreta fue un estuchetazo de violín que lo desparramó por el
suelo. Despeinado, con el rostro desfigurado por la agresión, se paró
y empezó a repartir y recibir trompadas que llovían de diferentes
ángulos. Hubo piñas y patadas a granel, sillas, botellas y vasos que
volaban de acá para allá provocando un irresoluble estado de batalla
campal. Por cercanía física, por supuesto que nosotros estábamos con
Rataplán y, obviamente, de su bando. Hubo lucha cuerpo a cuerpo.
Más de uno desenvainó un cuchillo. Rataplán sacó el suyo y estaba
empeñado en tajear los bandoneones. El dueño del boliche gritaba
desesperado, desde arriba del mostrador, que acabáramos con la contienda. Recién cuando escuchamos: “¡La cana, muchachos, araca la
cana!”, se produjo el desbande general.
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Rataplán, un tanto estropeado, lleno de magullones y renqueando exageradamente, había logrado hacerse de un bandoneón.
Corría con desesperación portando la caja del fueye con las dos manos
sobre su cabeza a modo de estandarte. Sin perder la excitación, me
pidió que lo acompañara hasta un terraplén para hacer estallar a ese
“gusano inmundo” bajo las ruedas de una locomotora. Por supuesto
que me negué a ser cómplice de tamaña estupidez y en la siguiente
esquina viré en otra dirección corriendo espantado hasta mi casa.
Puse a llenar la bañadera. Me serví un whisky que pronto fueron dos, tres y ya no supe cuántos. Mirándome desnudo frente al espejo descubrí un hilo de sangre que bajaba desde mi cabeza. Me sumergí. Con los ojos bien abiertos me entretuve viendo cómo el agua se
teñía de rojo. Al límite de la asfixia, sacaba la cabeza para respirar,
tomaba un sorbo de whisky y me volvía a sumergir. Estaba borracho,
estremecido, contento, todo por igual. Seguí con el juego por minutos
o por horas, vaya uno a saber.
Cuando me desperté, estaba tirado en el suelo. Dolorido, la
cabeza me latía. Todo mi cuerpo transpiraba alcohol. Me senté en la
alfombra con la cama de respaldo. Enceguecí mi vista mirando de
frente los rayos de luz que ya atravesaban la ventana y me pregunté,
simplemente me pregunté, si estaba bien, si era feliz, si quería volver
a verla; si me gustaban el tango, la vida nocturna, mi vida actual, mi
amistad con Rataplán. No sé por qué imaginé la vida del Pibe en la
cárcel. Me acordé de Pepita, del Tigre, de La Rocamora.
Cinematográficamente pasaban por mi cabeza todos los gestos iniciáticos de aquellas primeras noches cabareteras.
No me respondí ninguna pregunta. Pero me sentí pleno por
habérmelas formulado.
59
El viaje
Pasé unos cuantos días sin aparecer por el barrio y sin encontrarme con Rataplán. Quería desintoxicarme o algo así. Necesitaba
tomar distancia. Aproveché para retomar cierta lucidez en el trabajo,
visitar a mis viejos que andaban reclamando mi presencia y hasta me
anoté para rendir una materia en la facultad. Es decir, volví a mi antiguo y apacible cotidiano, sin Érika, claro.
Esto habrá durado un par de semanas. Una tarde de mucho
calor en que me encontraba estudiando con escasa concentración, una
piedra golpeó contra la persiana. Bien sabía yo a quién iba a encontrar allí abajo. Un exaltado Rataplán me saludaba y agitaba su sombrero haciéndome señas para que bajara.
Con un entusiasmo adolescente cerré el libro. Se me volcó el
mate sobre los apuntes pero me pareció que no había tiempo que perder,
así que dejé toda la mesa teñida de verde. Abrí la puerta y corrí escaleras abajo. Comprendí que inconscientemente estaba esperando que mi
amigo me viniera a buscar. Era como si la suspensión que me había
autoimpuesto hubiera estallado en una carcajada de liberación, reprimida desde hacía trece días. Me di cuenta de que llevaba contados los días
como si hubiese estado en prisión. Acababa de obtener una conmutación
de penas y mientras abría la puerta cancel sentí un vientito de placer, de
libertad, que me hizo tropezar y rodar por el suelo. Rataplán se mató de
risa. Parecía un chico, feliz por la recuperación de su compañero de
aventuras. Me dio unas gentiles piñas en el mentón y partimos hacia un
encuentro que, según él, requería de mi presencia. Lo seguí sin preguntar, como corresponde con los amigos en los que uno confía.
Llegamos a Retiro corriendo como siempre. Tomamos un tren.
–Vamos a Rosario –me dijo muy naturalmente.
–Ah –fue mi escueta respuesta mientras me ponía a pensar
que, si la idea de Rataplán era quedarse algunos días, iba a tener que
inventar alguna excusa para faltar al trabajo.
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–Vamos, vemos a quien tenemos que ver y si podemos nos
volvemos a la madrugada. No es cuestión de que por buscar a esa
perra tengas problemas en el laburo.
Me gustó sentirme cuidado.
Me entretuve siendo espectador de efímeros paisajes.
Rataplán gozaba de una calma inhabitual en él. El ritmo del tren lo
sosegaba. Evidentemente no carecía de esa paz interior en que
cada tanto nos sumergimos para reposar de la furia mundana. En
silencio disfrutaba del viaje. Nuestra mutua compañía era un placer compartido. Tomando un café con leche en el vagón-comedor,
me sorprendió hablándome de su pasado: huérfano desde muy
chico, lo crió una tía abuela muy vieja a la que odiaba con devoción. Escapó de su casa siendo adolescente y desde entonces:
“Vivo en los suburbios hurgando en cuanta cueva me desvela el
marote. Al cuore lo reservo para escasas ocasiones compartidas
con amigos. A las minas las quiero cuando corresponde. Sin exageraciones pero sin reservas. Cuando quiero, quiero. De mi vieja
casi no tengo recuerdos pero igual la extraño. Uno de estos días me
decido, le pongo un freno a la huevada y me tiro a escribir. Tengo
cada historia...”
Melancólico, se le nublaron los ojos mirando el infinito verde
y el infinito azul que nunca se mezclaban. De pronto, el verde se vio
salpicado de negros y blancos en movimiento. La película se hizo
vacas y sin dejar de mirarlas me preguntó:
–¿Alguna vez chupaste una teta lactante?
–¿Eh?
–Siendo adulto, digo...
–No.
Hubo otro largo silencio. El tren aminoró su marcha. Nos
detuvimos en una modesta estación en la que subieron y bajaron unos
pocos pasajeros.
Volvimos a nuestro vagón. Una joven mujer estaba cargando
con sus bolsos el portaequipaje encima de nuestros asientos.
–¡Ah, perdón! –se sorprendió–. ¿Están ocupados?
–No señora, no. Apropíncuese –galanteó Rataplán–. Si no le
molesta tenernos enfrente…
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La mujer apenas sonrió mientras se terminaba de acomodar.
Era preciosa. De cutis muy blanco, algo pálido, que le daba un aire de
tristeza sin fin. Rubia como una mañana de sol después de la lluvia.
Unos veinticinco años. Mirada bucólica y tímida. Todo en ella era campo
abierto. Tenía un embarazo de siete u ocho meses. El tren arrancó.
Rataplán estaba fascinado. Inquieto como un chico que trama
alguna picardía, se movía para un lado, para el otro, cruzaba las piernas, buscaba mi complicidad, miraba las vacas, miraba a la mujer, me
miraba a mí y volvía a sonreír.
Detrás de una revista, la mujer se quedó dormida. Rataplán me
hizo un gesto con la cabeza que yo no entendí.
–¿Qué?
Repitió el mismo gesto agregando esta vez las manos.
–No te entiendo.
–¡Que le desprendas la camisa! –susurró alterado.
–¿Pero vos estás chiflado o qué?
–¡Dale, apurate antes de que se despierte!
Me quedé mudo. Lo miraba sin poder creer lo que acababa de
escuchar. Lo peor de todo eso era que, de no haber llegado el guarda
para pedir los boletos, seguramente hubiera complacido su pedido sin
reparar en las consecuencias.
La mujer se acomodó el pelo. Sintió vergüenza de haber soñado delante de desconocidos.
–¿Cansada? –pregunté para romper el hielo.
–Y... con esta humedad.
–No se preocupe que ya llega el aguacero –observó Rataplán.
–No –sorprendió con su seguridad la mujer–. La lluvia se hará
rogar todavía un tiempito. No toda nube previene la tormenta.
Hubo una pausa de sonrisas gentiles que iban y venían nerviosamente. No pude distinguir si la mujer había descubierto las oscuras
intenciones de mi amigo que se le filtraban a través de la mirada. Yo
estaba muy tenso, temeroso de lo que pudiera hacer o decir Rataplán.
–Y quién sabe se le adelante el chango... –dije.
–No –volvió ella a sorprender muy segura de sus palabras–.
Nacerá al noveno mes exacto y no será chango... será changa. Me lo
dice la forma de la panza.
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Dijo esto tan feliz y tan luminosa que me emocionó. En otras
circunstancias, hasta me hubiera enamorada de aquella claridad.
–Y será linda como la madre –auguró rozagante Rataplán.
La mujer se puso roja como un tomate. En una mínima sonrisa de agradecimiento ante el piropo, dejó asomar un milímetro de su
lengua. Rataplán empezó a transpirar. Se desprendió el saco. Me lo
quise llevar de nuevo para el vagón-comedor pero se negó.
Más por pudor que por cualquier otra cosa, ella retomó la lectura y otra vez la siestita. Después de observarla en detalle por unos
segundos, pensé: ¡Pero qué mujer! Con su imagen clavada en mi retina, yo también me dejé llevar por el sueño. Rubia, ojos transparentes,
cielo abierto, tierra fértil, trigo y tierra; tierra y girasol. Bañado en
aceite sano como el agua, me abracé a Érika. A su antigua dulzura, su
remanso, su patio grande y limpio. Érika era esa hermosa muchacha
pálida y transparente. Sencilla y frágil. Tímida y feliz. Exultante en mi
dicha arranqué un girasol y se lo ofrecí. Al tomarlo, todo se oscureció.
Su pelo se puso negro, se nubló su transparencia, el cielo de cartón
cayendo de punta agujereaba la tierra. La tierra al abrirse deglutió a
las vacas, al tren y a todos nosotros...
Una brusca frenada me sobresaltó. Estaba solo. Mis compañeros de ruta habían desaparecido como por arte de magia. Intentando
sofrenar mis malos pensamientos, activé mi cuello al máximo de sus
posibilidades articulatorias pero sin resultado. Con el tren deteniéndose, me lancé en alocada búsqueda por los pasillos recibiendo un heterogéneo andamiaje de insultos de todos aquellos que se preparaban
para bajar en la próxima estación. Al llegar al primer recoveco, ahí
donde están los baños, intuí lo peor al encontrar tirada la revista de la
futura madre. Golpeé con desesperación en la puerta, hasta que ésta se
activó y dejó salir a un señor mayor, quien con revulsiva mirada dejó
apoyar con ganas su bastón sobre mi pie izquierdo. Aguanté con temple su tirria y el olor nauseabundo que salía del minúsculo recinto.
Intenté avanzar hacia el otro vagón pero la gente que empezaba a descender impedía cualquier tipo de movimiento. Entregado a las circunstancias dadas, por fin logré asomarme al andén y allí vi cómo
Rataplán ayudaba a la muchacha con sus bolsos. Se despidieron cordialmente.
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Recién cuando el tren arrancó, Rataplán reapareció con una
revista en la mano. Se acomodó a mi lado y se puso a leer como si
nada.
–¡¿Y...?! –pregunté entre ansioso y temeroso por la respuesta.
–Pasó lo que tenía que pasar –sintetizó.
Y no volvió a abrir la boca por el resto del viaje.
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Rosario de sensaciones
Saliendo de la estación de Rosario, caminamos unas pocas
cuadras. Entramos a un bar en la calle Pichincha. Eran cerca de las 9
de la noche. Pedimos una cerveza y dos especiales de jamón y queso
a los que devoramos en tiempo récord. Cuando sacó el dinero para
pagar, a Rataplán se le cayó del bolsillo algo así como un rosario
medio rústico. Podía ser también un cuentaganado o un collar berreta. Sin inmutarse lo juntó del suelo, lo puso sobre la mesa y se volvió
a agachar para atarse los cordones de uno de sus zapatos. Cuando descubrí qué era, lo amenacé apuntándolo con el índice...
–¿No me digas que...
–No es lo que vos crees –se defendió.
–... pusiste el bandoneón en las vías?
Me miraba sin dar respuesta, moviendo hombros, manos y
cabeza con intenciones de establecer una simpatía que a mí me resultaba patética. Lo quería matar. Intentando sofrenar mi cólera, me paré
dispuesto a abandonar de nuevo el barco.
–¡Pará, che, tranquilizate un poco querés! No es lo que vos te
crees.
–Explicame entonces –dije sin sentarme.
–¡El tango es una mierda!
–No estamos discutiendo eso ahora.
–Bien. De acuerdo. Seré breve –se apoltronó en su asiento, bebió
algo de cerveza y se adentró en su versión de los hechos–. Caliente como
estaba aquella noche, con ese libro con botoncitos entre mis brazos, corrí
hasta las vías del ferrocarril con la firme intención de cumplir al pie de la
letra con el plan recién ideado. Estiré al gusano inmundo transversal a las
paralelas y me senté en el terraplén a esperar que ocurriera el milagro de
la destrucción real en particular y simbólica en general del germen de
tanto desaliento cotidiano, porque acá no vamos a ponernos a debatir
sobre el evidente retroceso espiritual al que nos somete...
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–Al punto, Rataplán, al punto –lo interrumpí malhumorado.
No andaba yo con ganas de escuchar ninguna de sus extravagantes
definiciones.
–Bien, al punto justo, entonces. Recostado sobre el pasto en
mi soledad más absoluta, busqué la luna, pero minga de luna aquella
noche. La Cruz del Sur estaba medio chanfleada por lo que dudo que
fuera ella. Suelo confundir los dibujos estelares cuando ando con
ganas de alguna maldad, inevitable según mi parecer. La cabeza me
estallaba de dolor, tenía la cara lastimada y unos cuantos rasguños en
las manos que me hicieron pensar en las garras del tigre. ¿Vos te acordás del Tigre?
–Como para olvidarlo.
–Ése sí que era un canalla de verdad, malo de los buenos, un
artista único. ¡Qué tangos, madrecita mía, qué tangos!
–Tengo entendido que vos odiás el tango –ironicé para evidenciarle una nueva contradicción.
Aprovechando mi interrupción volvió a llenar su vaso, dio un
pequeño sorbo como para mojarse los labios y siguió con su testimonio haciéndose el desentendido de mi acotación, como cada vez que
alguien le remarcaba sus falencias.
–¿Vos te acordás cómo tocaba el bandoneón ese hombre? ¿Vos
te acordás cómo trataba y cómo lo trataban las minas? Era bestial, era
sagrado con su instrumento. Nunca admiré a nadie como a él.
Pausa interminable. De un sorbo tragó el resto de su cerveza.
Me senté.
–¿Y?
–No podía hacerle eso al Tigre. No podía destruir así como así
el arma de su perversión. Cuando escuché el silbato de la locomotora
y vi al maquinista asomándose desesperado, haciendo gestos disparatados como si estuviera dirigiendo una orquesta de músicos esquizofrénicos, me incorporé. Lo saludé al pobre hombre con sus mismos
gestos, consciente de que no hay cosa más descortés que no devolver
un saludo, y me paré junto al bandoneón. Teniendo al monstruo de
acero a menos de doscientos metros, me agaché. Presione una tecla.
¿Sabés vos qué bonita fue esa dulce vocecita pidiendo clemencia?
Con la máquina casi encima, caché al fueye por una de sus correas y
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lo hice saltar hacia mí. ¿Nunca te pasó eso de sacar a bailar a una
mujer muy fea, un poco por la lástima que te provocaba su injustificada soledad y, de golpe, al tenerla entre tus brazos, descubrir ciertos
rasgos antropomórficos ocultos que incitaban a poner en tela de juicio
determinados parámetros del concepto de belleza? Bueno, me quedé
un rato así, abrazado a ese monigote de cotillón todo estirado que se
me escurría entre los brazos como si quisiera volver a su antiguo refugio de manos, rodilla y corazón. Mientras me retiraba, escuché unos
cuantos insultos fugaces a mis espaldas. Entonces empecé a caminar
lento, muy lento, como fraseando con zurda Buenos Aires. Llegué a
mi pieza. Recosté al bicho sobre mi cama y me acosté con él a meditar. Mi pensamiento empezó a dar vueltas. Tantas vueltas que acababa siempre en el mismo lugar. No te vayas a creer que a mí me resultaba fácil toda esta cuestión. No soy tan insensible como vos te imaginás. Con santa paciencia me esforzaba por acomodar cada uno de
los sentimientos que en ese instante naufragaban por mi convulsionada organización interna en su debido lugar. Convine con mi otro yo
que el revuelo ocasionado ya era suficiente, que lo mejor era devolverlo, así que bueh, eso fue finalmente lo que hice. Lo envolví en una
manta y lo abandoné en la puerta del boliche entregado a su propio
destino.
Lo miré con desconfianza. Era evidente que todavía faltaban
un par de detalles para completar la historia.
–Pero como sabía que nunca más volvería a tener un bandoneón entre mis brazos... le arranqué unos cuantos botoncitos para
guardarlos como recuerdo.
Puso su mejor cara de idiota y pidió otra cerveza. Yo me quedé
impávido. Me había vuelto a sorprender.
Un hombre petacón y muy bien alimentado se paró junto a
nuestra mesa. Transpiraba a mares.
–¿Rataplán? –preguntó señalándolo.
–Rataplán... –se paró estirando su mano.
–Rataplán... Cabral –se presentó el gordo.
–Cabral... Solís –me presentó mi amigo.
–Solís... Cabral –me estrecho la mano el hombre–. Siganmé,
los están esperando.
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Lo seguimos por detrás del mostrador secándonos con diplomacia las manos, impregnadas del sudor de Cabral, en nuestros respectivos sacos. Penetramos por una puerta bien disimulada entre la
estantería de las botellas y la entrada a la cocina. Subimos unas escaleras estrechísimas, avanzamos unos metros y descendimos nuevamente. Llegó el turno de un corredor oscuro que apestaba y que desembocó en un patio interno. Cabral caminaba apurado delante de nosotros. Como un tic, se pasaba la mano constantemente por la frente.
Rataplán por lo bajo tarareaba la Marcha de San Lorenzo.
–Es por acá –llegó a decirnos Cabral ya sin aire mientras abría
una puerta–. Pasen ustedes primero.
El contraste de luz y color con el espacio recorrido hasta aquí
nos hirió la vista. Nos sorprendió una habitación inmensa, forrada en
azul, plena de muebles antiguos, espejos de marco dorado, cuadros de
dudoso gusto y origen, enormes lámparas desbordadas de caireles. Un
cisne de porcelana de tamaño real. Un fonógrafo reproduciendo la voz
de Agustín Magaldi cantando “Penado 14”. Un gato negro (real).
Candelabros y veladores, todos encendidos. Un paragüero sin paraguas. Una mesa redonda con un sifón, un pingüino y una pizza esperando. Varias jaulas vacías, una mesita de luz llena de frascos, unas
cuantas estampitas de San Benito y una silla de ruedas. Contra la
pared del fondo, de frente a la puerta, se alzaba como un altar la cama
más grande y brillante que había visto en toda mi vida. En ella, rodeada de almohadones blancos, cubierta por un acolchado también blanco hasta la cintura, estaba la mujer. Con un maquillaje exageradamente teatral y una enorme cabellera artificialmente renegrida que caía
hasta los bordes de la cama, esta mujer, de unos 55 años, nos extendió las manos amablemente.
–Bienvenidos –justo en ese momento Magaldi arrancó con
“Acquaforte”:
Es medianoche, el cabaret despierta
Muchas mujeres, flores y champán
Va a comenzar la eterna y triste fiesta
De los que viven al ritmo de un gotán...
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Cada uno de nosotros le besamos una mano. Cabral estaba
firme como granadero en la entrada de la habitación esperando alguna orden, y reprimiendo con esfuerzo la acción de secarse la transpiración de su frente que ya amenazaba con nublarle la visión.
–¿No teníamos algo que hacer nosotros, Cabral? –deslizó suavemente la gran madama.
–Sí, madám... eehhhh... Tenía... Perdón, teníamos que organizar algunas... eeeeh... –hizo unos gestos incomprensibles con ambas
manos– Algunas chucherías –respondió torpemente el gordo.
–¿Y qué le parece a usted si nos encargamos del asunto?
–sugirió maternalmente ella.
–Me parece bien, madám... ¿Quiere que antes...?
–¡Sí! –interrumpió con firmeza, molesta por tener que responder a algo que aparentemente era una obviedad.
Caminó, entonces, Cabral hasta la fonola, cambió a Magaldi
por Gardel y se retiró cerrando la puerta tras de sí.
–¿Rataplán? –preguntó señalando a ambos.
–Rataplán... –se adelantó él haciendo una franca reverencia.
–Rataplán... Madame Turdeau –se presentó ella agradeciendo
el saludo.
–Madame Turdeau... Santiago Solís –me presentó. Yo me
incliné tratando de copiar la reverencia de Rataplán.
–Solís... Madame Turdeau –repitió el rito–. Bien, ustedes
dirán... –hizo un exagerado ademán indicándonos que nos sentáramos
junto a ella en la cama.
Nos instalamos algo avergonzados por la confianza establecida. Rataplán, por supuesto, empezó a hablar sin puntos ni comas resumiendo el objetivo de nuestra búsqueda. La Turdeau dibujó en su rostro una vaga sonrisa de relativo interés. Yo me distraje al notar que estaba sentado sobre el espacio que debía estar ocupado por las piernas de
ella. Empecé a palpar con mucho disimulo los pliegues del acolchado
hasta corroborar que no existían tales piernas. Sin prestar atención a la
conversación que mantenían, seguí alisando la cama hasta llegar casi al
comienzo del tronco. Toqué un bulto blando. Me asusté. Saqué la mano
bruscamente. Entonces me sorprendió el silencio. Alcé los ojos y ambos
me estaban mirando. Rataplán con odio. Madame Turdeau, no.
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–Alguien me empujó a las vías justo cuando llegaba el tren
–arrancó la Turdeau con dudosa dulzura–. Estaba por viajar a Buenos
Aires. Dicen que esa ciudad tiene un encanto que embruja, que la furia
la puebla y que sus propios misterios la reivindican. Me hubiera
encantado poder comprobar esas presunciones personalmente pero...
el mismo tren que me iba a llevar me dejó sin ir. Tal vez, sea por eso
que me fascina tanto recibir porteñitos simpáticos como ustedes, para
que me certifiquen o me nieguen tanto palabrerío pedante que se dice
por ahí, intercambien experiencias ambulantes con mis pasivos relatos de... “últimamente”, me acompañen en mi postración...
Sospechosamente comenzó a desacelerar el ritmo de sus palabras, como si estuviera densificando sus pensamientos o maquinando
alguna variable maliciosa. Su voz se agravó, entró en una rara cadencia aguardentosa, casi en trance.
–Hace ya bastantes años que vivo de esta manera. No me
quejo, tengo lo que merezco. Pasé la mayor parte de mi vida acostada así que... eso es lo de menos. En una cama acontecen los hechos
más importantes de una vida. ¿No es así? Nacemos, procreamos y
morimos en una cama. Mi lecho es mi universo y en este preciso
momento ustedes forman parte de él. Acá no hay fronteras ni prohibiciones; todo está a la vista. Ahora quiero compartir mi mundo con
ustedes. Todo, sin excepción. Lo que tengo, lo que me falta y lo que
me sobra. Me apenan tanto estas dos preciosas diademas a las que ya
nadie aprecia...
Se abrió su blanco camisón. Como saliendo del agua aparecieron los más grandes pechos que jamás, ni en el más optimista de
mis sueños, hubiese imaginado. Rataplán tragó saliva y quedó duro.
Yo, igual. Se mantenían firmes a pesar de los años que delataban las
arrugas de su cara. Los dejó expuestos ante nuestro asombro unos
cuantos segundos hasta que teatralmente los guardó. Mientras lo hacía
reparó en nuestro estado de fascinación. Esbozó una sonrisa triunfal;
un fugaz deseo se le evidenció en el brillo de sus ojos y los volvió a
sacar. Estábamos los dos hipnotizados contemplando desde ubicación
más que privilegiada un espectáculo estremecedor. Nos tomó una
mano apoyándolas en cada uno de sus pechos. Estuve un largo rato
jugando con su pezón mientras mi mandíbula caía fláccida sobre mis
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rodillas. Sin perder aquel estado de ensueño y sin soltar, levanté lentamente mi cabeza y vi cómo nos contemplaba. Era una perra al cuidado de sus cachorros. Cerró los ojos. Nos comenzó a acariciar. Mi
corazón andaba a los sobresaltos. Cerré los ojos también al sentir que
la Turdeau empezaba a cantar. A cantar y a vibrar en un grotesco dúo
con Gardel:
El gotán se te fue al corazón
Como un dulce chamuyo de amor
Y es por eso que en esta canción
Encontrarás alegría y dolor
Che milonga, seguí el jarandón
Meta baile con corte y champán
Que una noche tendrás que bailar
El tango grotesco del juicio final
Los tres nos balanceábamos al ritmo de su canción. Mis tímidas caricias pronto se transformaron en ansiosas friegas de iniciación
adolescente. Empecé a apretar el pezón con fuerza. Sabía que la estaba lastimando pero ningún tipo de autocensura cabía en ese momento
de placer y ella tampoco refrenó mi exabrupto. Rataplán comenzó a
succionar tan ruidosamente que logró distraerme por un instante, casi
al mismo tiempo en que bruscos golpes a la puerta nos cortaron la respiración. Soltamos y nos paramos en un solo movimiento.
–¡Un momento! –dijo ella con forzada naturalidad mientras
se componía. Me pareció advertir una mueca hostil en sus labios.
–¡Adelante!
Entró Cabral. Absolutamente avergonzado, me tapé la cara
queriéndome transformar en el hombre invisible, como cuando tenía
8 ó 9 años y era descubierto in fraganti en alguna travesura. Los dos
jadeábamos con una agitación y una decepción similar a la de un
corredor después de perder la carrera de su vida. Pretendiendo disimular lo indisimulable, Rataplán ensayó tomar con naturalidad una porción de pizza de arriba de la mesa. El gordo dijo por lo bajo algo que
encolerizó a Turdeau.
–¡Qué no salgan! –gritó.
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Rataplán se atragantó y empezó a escupir muzzarella. Tuve
miedo. Escuché más pasos detrás de la puerta. Golpearon.
Entraron dos hombres muy grandes y violentos. Se pararon sumisos junto a la cama. Sin reparar en nosotros, escucharon atentamente:
–Bloqueen todas las salidas, que sientan el rigor del encierro,
arrepentimiento por entrometerse en mis asuntos y, cuando salgan,
que lo hagan con los pies para adelante. Quiero mis paredes adornadas con su sangre. Las autoridades ya están al tanto así que por eso no
se preocupen.
Recién ahí advirtieron nuestra presencia. Giraron sus cabezas
al unísono clavándonos la mirada. Rataplán, que estaba tan asustado
como yo, dejó caer la porción mordisqueada y se largó a llorar desconsoladamente. Se esforzaba por hacerlo en silencio o quizá disimular, pero sus lágrimas caían como torrentes causando muchísima pena.
Uno de los hombres sacó de entre sus ropas un cuchillo. El otro, un
revólver. Cabral se secaba el sudor esperando la orden ejecutoria para
entrar en acción. En vano intenté recordar el Padre Nuestro. La
Turdeau sentenció:
–¡Vamos, háganlo antes de que se me aparezca la puta piedad!
Apreté los dientes y estuve a punto de pedir clemencia.
Odié a Érika y a mi estúpida ilusión de querer reencontrarla. Odié
a ese viaje sin sentido que estaba ocasionando nuestro final y a un
pegajoso tango que sonaba en ese preciso momento en la voz de
Gardel:
Por esta senda donde un bello ruiseñor
Cantaba alegre sobre un viejo ventanal
Por esta senda yo he volcado de mi infancia
Las arrogancias de mis años de esplendor
Aquí del canto de las brisas aprendí
Las armonías de una dicha singular
Y el alba radiante
Con su deslumbrante
Corola de luces me enseñó a adorar
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Hubo una pausa donde la voz del Mudo cobró protagonismo.
La Turdeau lo advirtió. Entonces, agarró uno de los frascos de su mesa
de luz y lo sacudió con eficaz puntería contra el disco de pasta que
estalló en cientos de pedazos que se mezclaron en el suelo con cientos de pastillitas de colores.
–¡Vamos! –volvió a ordenar arrebatada.
Los hombres salieron presurosos excepto Cabral que se quedó
un instante con su pañuelo en la frente, señalando con disimulo los
restos del disco.
–Sí, Cabral, sí, quiero otra copia.
El gordo salió jadeando. La puerta se cerró. No entendíamos
bien qué había sucedido. Rataplán paró de llorar de golpe, como si
hubiera estado representando el papel de la víctima y hubiese escuchado el “corten” del director. Se sacudió el saco, me miró como si
nada, se agachó para juntar la porción de pizza y empezó a comer
masticando gustosamente. Ella nos contempló suspirando cansada,
molesta por tener que darnos algún tipo de explicación.
–Hay problemas con Morrone. Ya me tiene harta. Muerto el
perro, se acabó la rabia. Así que lo mejor... Bueno, ustedes me entienden. La competencia en estos tiempos puede resultar feroz. Les agradezco la visita y lamento no poder seguir atendiéndolos. Sé que andan
buscando a una muchacha pero no creo que la encuentren en este
barrio. Cualquier otra cosita, hablen con Cabral.
Yo seguía estaqueado en el suelo sin poder hablar, gesticular ni
generar ningún tipo de movimiento que me sacara de allí. Rataplán me
agarró de un brazo y me guió hasta la salida. Cuando llegamos el bar,
maltrataban a un hombre que ya ni se quejaba. La puerta estaba custodiada. No nos dejaban salir. De afuera, trajeron a otro que también
empezó a recibir palos y patadas en todo su cuerpo. Queríamos huir de
ese antro, de esa ciudad. Ajenos a la masacre permanecíamos en silencio. Del tumulto surgió todo ensangrentado Cabral, quien al descubrirnos se acercó hasta nosotros. Lo más amistosamente que pudo dentro
de la barbarie circundante, nos custodió y nos franqueó la salida.
Ya en la calle, detuve por un instante la vorágine interior para
disfrutar del aire fresco acariciando mi cara. Necesitaba sentirme
vivo, libre, real. Caminamos como locos sin rumbo por una ciudad
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desconocida. Todo era tan dinámico y novedoso para mí. Tan fantástico, tan ajeno. Una mueca de incredulidad se fue dibujando en mi
cara mientras intentaba al trote seguir a Rataplán que marchaba unos
cuantos metros delante de mí cantando divertido: ”Cabral, soldado
heroico, cubriéndose de gloria...”
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Búsqueda frenética
Nos apostamos en un boliche enfrente de la estación a esperar
que las horas transcurrieran hasta poder tomar el primer tren de vuelta
para Buenos Aires. Las consideraciones sobre la inutilidad del viaje realizado me rondaban con insistencia. Incluso se deslizó en mi mente el
acabar con toda esa locura de búsqueda caprichosa. ¿Cuál era el sentido
de todo esto? ¿Hasta dónde iba a llegar? ¿Hasta dónde quería llegar?
¿Estaba realmente convencido de las motivaciones de esa búsqueda?
¿Era consciente de los riesgos a los que me estaba exponiendo? ¿La estaba buscando a Érika o me estaba buscando a mí? ¿Cuán lejos nos puede
llevar el instinto de amor? ¿Era todo esto de verdad por amor? ¿O era
simplemente mi orgullo herido que andaba necesitando una reparación?
Rataplán atacó de nuevo:
–Decime una cosa, Santiaguito, ¿si una mina te dice ”muñeco”, vos qué pensás?
Tardé un buen rato en asimilar su pregunta. Yo seguía aturdido con la vorágine que acabábamos de vivenciar pero Rataplán, por
supuesto, mantenía su espíritu intacto o lo había reestablecido después
de un breve paréntesis. Le respondí sin reflexión ni convicción.
–Que... que es una manejadora, que sólo me quiere usar...
–Digamos que sí, que puede ser, que el escenario es amplio
para diversas batallas, pero, si por caso, salís con una mina que no te
dice “muñeco”... ¿Vos qué pensás?
No podía creer que Rataplán estuviera tan fresco y con su
energía en alza. Hacía menos de media hora atravesábamos una situación límite donde la violencia física casi nos choca de frente; era muy
tarde, en una ciudad extraña, con promesas de sinsabor y otros padecimientos. Aún así le respondí:
–Y no, en ese caso no sabría qué pensar pues no tengo ningún
indicio de sus intenciones a no ser que... ¿A dónde queremos llegar
con esto?
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–¿No estamos buscando a Érika?
–¿Y?
–¿La encontramos acaso?
–No entiendo
–¿Te decía ella “muñeco”? ¿Alguna vez esa perra te dijo
“muñeco”? No es un dato menor, Santiaguito. Está pragmáticamente
comprobado que determinadas palabras en boca de cierta gente producen consecuencias irreparables, según el caso. Entonces, o se extirpa la palabra tras un meticuloso trabajo de persuasión o se rompe con
lo pactado o asume uno las cadenas por el resto de siempre. Aunque
no lo creas, tirifilo, estoy a la par de tus sentires tratando de encontrar
recovecos adonde depositar tus esperanzas.
Estaba agotado, demasiado agotado como para introducirme
en alguna conversa estilo Rataplán. Me paré y me fui para la puerta
del boliche sin dar ninguna respuesta.
Tenía ganas de estar solo. Apoyado contra un farol, me distraje reflexionando sobre las estrategias de una hormiga para alzar una
ramita del triple de su tamaño. Agarré la ramita con la hormiga a cuestas y la puse bien cerca de mis ojos. La miré intensamente durante
varios minutos hasta que me puse bizco. Con la vista nublada insinué
un movimiento, pero al primer pasó tropecé con un cajón de basura.
Me clavé la ramita en el cachete. Desde el suelo vi a la hormiga queriendo huir. Inclemente, la aplasté con mi pulgar. Puse mi dedo con la
hormiga aplastada bien cerca de mis ojos. Me empezó a sangrar la
cara y en un acto reflejo me pasé el dedo con restos de hormiga por la
lastimadura. Cuando la volví a mirar, ahora teñida de rojo, movía las
patitas en postrera agonía. Era tan ridícula la imagen que me reí de su
sufrimiento. Cuando tomé conciencia de mi crueldad no tuve mejor
idea que chuparme el dedo. Bah, no fue una idea, fue un acto instintivo, irreflexivo, automático como tantos otros. En eso miré para adentro del boliche y allí lo vi a Rataplán, hablando fluidamente con un
desconocido, señalando en mi dirección. Me incorporé tan rápido
como pude, me sacudí un poco la tierra y en eso estaba cuando los
empecé a escuchar.
El hombre muy simpático, algo rubión, gordito, de baja estatura, hablaba casi sin respirar. Me atacó sin presentación:
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–Yo le diría que se la olvide si total ya no lo va a querer, si no
es obvio que no se le hubiera piantado...
Pestañeé varias veces esforzándome en enfocar con corrección. El tipo siguió sin pausa ni amortiguación.
–... pero si como me dice acá su amigo, usté insiste tanto…
bueno, vengan, siganmé, soy la persona indicada para ayudarlos pero
no les va a gustar nada el cuadro de situación. Érika es la peor de
todas, salvaje como pocas, la buscan sobre todos los violentos y los
muchachos para mandarse algún becerro. Eso sí, costó mucho domesticarla, casi treinta días a pan y agua la tuvimos hasta que entendió y
ahora es de las más solicitadas. Está juntando sus morlacos la turrita.
Si usté quiere verla, el asunto es que tendrá que pagarse al menos una
media hora porque si no, usté comprenderá, no hay arreglo. Yo sólo
intermedio, consigo clientes y me llevo el diez. El patrón me mata si
se entera que alguien la busca para llevársela...
–No, espere –interrumpió Rataplán–. Mire Brizuela, nadie
dijo que se la quiere llevar. Es sólo el encuentro de dos viejos amigos.
El hombre se empezó a reír.
–Ja, ja, ja. No, no, no es Brizuela. A mí me dicen Ciruela.
Todos dicen que si las ciruelas tuvieran cara sería como la mía. A mí
eso me divierte, no me ofende, al contrario, soy bastante popular acá
en Rosario. Usté vaya y pregúntele a cualquiera si sabe quién es
Ciruela. Todos le van a dar una descripción que es tal cual lo que soy,
ni más ni menos, lo que significa que soy yo el único auténtico
Ciruela de todo el Rosario. Ja, ja, ja. Si quiere Dios que aparezca otro,
está bien, pero que sea de cáscara colorada. Así no hay confusión. Ja,
ja, ja; amarillo, amarillo, Ciruela el amarillo. Ja, ja, ja...
Era patético todo y todavía más al mostrar sin pudores una
sonrisa de encías, canaletas y dientes partidos.
–Cóbreme un turno completo –dije sacando los billetes.
Agarró no sé cuántos, ni me importó. Arrancó una carrera
calles abajo que era un triunfo seguirlo. Como alimentado por un
rayo, había recuperado las fuerzas. El motivo lo ameritaba. Ahora
estaba lanzado a una nueva aventura que aparentaba tener pistas firmes. De todas formas, en un íntimo debate decidí rechazar o por lo
pronto no prestar atención a la, sin dudas, contaminada publicidad que
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había esbozado Ciruela sobre Érika. Este pobre pelafustán seguro que
exageraba. Ni en la peor de mis pesadillas podría llegar a aceptar una
cosa así.
Era avanzada la madrugada y no me importó que perdiéramos
el tren de vuelta a la Capital. Esta vez era yo quien llevaba el ritmo.
Rataplán, con dificultad, me seguía unos cuantos pasos por detrás.
Ciruela se metió en un parque tan oscuro que era de temblar. Le pegué
un chiflido y se detuvo seco, como entrenado en esto de obedecer.
–¿Qué le sirve caballero?
–¿No hay otro camino más saludable?
–Sí, pero no se asuste. Yo soy su salvoconducto. Nada le
podrá pasar en este trayecto mientras lo guíe Ciruela. Eso sí, le aconsejo no se retrase… a más de cien metros de mis espaldas pierdo jurisdicción...
Dicho esto retomó con agilidad su camino. Me pareció convincente su escueta explicación. Rataplán me alcanzó con esfuerzo.
Se ofreció a esperarme en el boliche. Ofendido no le respondí y me
aventuré en la negrura. Por supuesto que me siguió. Atravesamos el
parque, un pequeño puente por sobre un arroyo, hasta desembocar en
un barrio de casas bajas, muy distantes unas de otras, lo que generaba
cierto desamparo. Seguimos en dirección a “El Motivo”, que era el
tango que empezó a distinguirse entre tanta soledad.
Al entrar al cabaret, Ciruela charló por lo bajo con un negro
gigante que custodiaba la entrada. No sé qué demonios le habrá dicho,
pero mientras él desaparecía entre el gentío, el grone nos hizo un
ampuloso pero claro gesto indicándonos que esperáramos allí. Por
unos segundos lo seguí con la mirada a Ciruela perdiéndose entre un
tumulto de carcajadas, chirridos, aplausos, copas. En eso estaba cuando lo descubro a Rataplán inspeccionando de abajo hacia arriba al
negro. Iba y venía con sus ojos de los pies a la cabeza. Es cierto que
al gigantón le quedaban llamativamente chicos su levita y su pantalón, pero, en todo caso, no era momento para remarcárselo. El hombre comenzó a sentirse molesto. Temí que se violentase con nosotros.
Le pegué terrible codazo a mi amigo para que la cortara con su escudriñamiento. Haciendo caso omiso del golpe, se lanzó a boca de jarro
con preguntas sobre el cancerbero.
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–¿Buena gente en el fondo, no?
–... ´na gente sí.
–Aunque más de una vez alguno saldrá con las patas para
adelante.
–Vez por semana.
–Buen promedio.
–... ´medio de invierno, en verano día por vez. El calor enfurece.
–¿Día por vez? –repitió divertido Rataplán–. ¿Y por eso usted
se abriga bien, no? Digo, porque acá nada de friolera y ese abrigo que
usted lleva, mamma mía...
–´sasí. El calor enfurece... ´toy listo por si tengo qu´entrar en
acción.
De buenas a primeras charlaban como dos viejos amigos
sobre cuestiones tan intrascendentes como la temperatura ambiente
del cabaret, la importancia de llevar anillos, el precio del ajenjo o la
hora del reparto de sifones. Al advertir tan saludable relación me despreocupé de lo que hiciera o dijera Rataplán.
Yo no me estaba quieto. Mis pies, mis manos, mi cara, iban y
venían en simulados actos de prestidigitación. Tenía frío y calor en
partes iguales. Todavía no podía creer estar tan cerca del objetivo. Mi
ansiedad era un tropel de gestos y movimientos. Tanto que, cuando
tomé conciencia de ello, hasta me pareció sobreactuado. Debía sosegar mi corazón, templarlo para el impacto del encuentro. Imaginé mil
palabras de amor de previsible eficacia. Aventuré otras mil cargadas
de odio y resentimiento. Traté de pensar fríamente. No era posible
que, ante el seguro shock que se avecinaba, me comportase como un
estúpido o como un enamorado engañado o como un amante rencoroso o como una víctima que trama una venganza o como... Pero, por
Dios, ¿cómo era posible saber cuál iba a ser mi reacción? No podía
ser tan ingenuo ni tan mental. ¿Cómo prever en qué lugar se pondría
mi corazón al verla? Tanto había cambiado mi vida desde que me
dejó. De repente, su mirada trasparente atacó mis pensamientos y, por
momentos, no tenía más imágenes que de felicidad. Empecé a buscarla entre todas esas cabelleras coloreadas que se movían extrañas y distantes a pesar del inmundo roce de los cuerpos. Cruelmente me abofeteaban aquellas patéticas risas desarmadas de alcohol. Los resabios
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de felicidad se perdieron entre tanta niebla. El humo aligeraba por
momentos la decadencia tornando dificultoso el registro de lo que allí
ocurría. Me armé de piedad para el impacto profundo que no tardaría
en llegar. Me juré abrazarla de todos modos. Se me hizo un nudo en
la garganta creyendo que ella quizá estaría deseando ese momento del
reencuentro, de la salvación. De pronto, me sentí deambulando en un
estado de vaguedad que viraba del heroísmo a la cobardía con suma
facilidad. La quise con tanto rencor. La odié tan impunemente.
Cuando lo vi a Ciruela haciéndome señas desde el fondo, la maquinaria se detuvo.
Avancé temblando. Estaba yendo hacia mi pasado para destrabar mi porvenir. Me empujaron y me insultaron varias veces durante el trayecto. Ciruela me guió por detrás de un cortinado marrón. Me
pidió que esperara y desapareció.
Más de una decena de puertas desembocaban allí. Había
una notoria diferencia de temperatura con el salón que acababa de
recorrer, hacía frío. Era un enorme patio circular que hacía centro
en el exacto punto donde Ciruela me había dejado. Yo me quedé
quietito como un espantapájaros. No podía, no quería avanzar ni
retroceder. Anulé todo gesto, ademán o expresión. Únicamente mis
ojos se movían siguiendo el rastro de lo que escuchaba o advertía
alrededor; como si me encontrara en medio de un hechizo y cualquier movimiento en falso equivaliera al fin; al fin del juego, de la
gracia o la desgracia, al fin de la búsqueda, del objetivo o del amor.
Con temor me animé apenas a girar la cabeza para alcanzar la totalidad de las puertas que me rodeaban. Detrás de una de ellas estaba Érika, esperándome o no, vaya uno a saber si le habrían advertido.
Se abrió una de las puertas. Respiré profundo. De allí salió un
hombre mayor que sintió vergüenza al saberse observado. Agachó la
cabeza abotonándose el saco, fingió emprolijarse el pelo y enfiló
directo a perderse entre el bochinche cabaretero. Detrás de él salió una
mujer chiquitita, cincuentona, que avanzaba a pasos muy cortos y
moviendo la cola como un monigote. Se estaba acomodando la blusa
cuando, con sorpresa, descubrió mi humanidad. Se enderezó automáticamente.
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–¿Me esperabas a mí, belleza?
No podía hablar, apenas si forcé un gesto negativo con alguna parte de mi cuerpo.
–¿A quién esperás?
No me salían las palabras. Hice un intento por decir “Érika”
pero sólo logré que me dieran ganas de llorar. Es más, creo que alguna lágrima se rebeló de mi pundonor porque la mujer se me acercó.
Me hizo una caricia muy tierna.
–¿Tan mal te tratan allá de donde venís?
Al ver que yo no respondía ni me movía, me tomó la cara
entre sus manos. Por un segundo perdí el control de mi angustia hasta
ese momento contenida y todo se rebalsó. Es tan feo llorar delante de
desconocidos. Maternalmente me secaba las lágrimas con sus pulgares pero tampoco ella decía nada. Me miraba con tanta compasión que
me moría de ganas de que me abrazara.
–¿Por qué no te vas? –me sugirió.
Casi sin voz atiné a decir:
–Érika...
Me miró como entendiendo algo que yo no comprendí.
Lentamente se desprendió de mi cara. Me dio un beso en la mejilla.
–Nunca te enamores de una puta. ¿Sabés, mi amor? No te lo
aconsejo. No es bueno ni saludable. La vida es demasiado complicada ya como para encima andar entorpeciéndola uno con sus debilidades sin sentido. Andá, mi amorcito, volvé a tu casa, va a ser lo mejor.
Otra vez me quedé solo. Me sentía más desvalido todavía que
unos minutos atrás. No sé cuánto tiempo pasó. Seguí parado allí siendo el hazmerreír de muchos clientes y prostis. Las puertas se abrían y
se cerraban dejando siempre entrar o salir alguna pareja. Yo seguía
esperando, como un niño obediente, a que me dijeran qué hacer, adónde ir, con quién hablar.
Recuerdo con exactitud que “La Cachila” sonaba cuando una
mano me hizo señas desde una puerta, una de las pocas puertas que no
había sido abierta hasta ese momento. Invisibles hilos me condujeron
hacia esa mano. Me dejé llevar. Ningún pensamiento me surcaba, ningún sentimiento. Avancé autista. Sólo me detuve cuando la falta de
espacio me obligó. La puerta se cerró detrás de mí. En la habitación
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apenas si entraban un catre y una mesa de luz con una lámpara que
iluminaba en azul. Debajo del camastro se asomaba una palangana
con agua y permanganato, supongo. Ella encendió un cigarrillo y se
sentó dándome la espalda. Estaba un poquito más rellenita que la última vez que la había visto; su piel, al menos lo que podía distinguir en
la penumbra, estaba bastante irritada. Tenía como un sarpullido en su
hombro derecho al que movía continuamente en círculos de adelante
hacia atrás como cuando uno está contracturado.
–Sentate –dijo con voz ronca.
–Érika...
–¿Qué...?
–Ehhhhh... Érika...
Estaba atontado, casi nocaut. Ella fumaba y fumaba tirando el
humo hacia el techo despreocupadamente. Nada la movilizaba. Era
demasiada cruel su indiferencia. No era posible que tomara con tanta
liviandad este encuentro. O, por el contrario, debía creer que esta realidad era la certeza que andaba necesitando para corroborar las suposiciones de Rataplán.
Traté de relajarme, de acomodar mis pensamientos. Comencé
a recorrer la escasa habitación con la mirada buscando palabras,
impresiones, frases. Me di cuenta de que mi cabeza mandaba llevando toda emoción y registro a un plano de mentalidad del que no me
podía evadir. Respiré hondo por enésima vez. Logré sentarme. Al apoyar mi mano en la sábana noté que estaba húmeda. Me dio asco.
Reflexioné que dicho asco era sincero, verdadero. Esto provocó un
nuevo proceso de reflexión que me llevó al famoso: “¿Qué estoy
haciendo acá?”. Tuve el impulso de pararme pero cerré los ojos y me
contuve. Alcancé un grado de lucidez suficiente como para considerar
que no era un buen momento para movimientos bruscos. Al abrir los
ojos, ella estaba encendiendo un segundo cigarrillo. Seguía con la
rotación intermitente de su hombro. Como un latigazo, sorpresivamente, su mano izquierda sacudió su omóplato derecho. Vi una cucaracha volar y desaparecer en la penumbra. Sentí pena.
–Se acaba tu tiempo, muñeco...
El “muñeco” retumbó en las sombras. Durante un segundo
interminable esa, en apariencia, inofensiva palabra me acuchilló el
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corazón como el mejor tango en el peor momento de mi vida. Se me
nublaron los ojos pero esta vez logré contener la angustia. Me puse de
pie. Al sentir esto ella tiró su cigarrillo al piso, lo aplastó con sus ridículos tacos de charol y se paró también. Por fin, giró su cabeza hacia
mí. Altiva, desafiante, me miró de frente clavando sus ojos en los
míos, así, penetrantes, como se hace con las personas que uno ama y
con las personas que uno odia. Mi boca se aflojó, mis rodillas se fragilizaron, a poco estuve de caer. Todos mis gestos y emociones percibieron el dolor de lo irreparable. Desde la sinrazón más escalofriante,
la puerta empezó a retumbar como cañones al comienzo mismo de la
guerra. Un impulso criminal se atoró en mi garganta. Ella se empezó
a reír y a reír dejando al desnudo su alma atrofiada mientras movía la
cabeza como una marioneta con oscuras intenciones de ser graciosa,
temerosa, grotesca y despiadada. Y juro que logró generar en mí toda
esa gama de variantes. La puerta estaba a punto de caer cuando, por
fin, se abrió y apareció Ciruela, seguido de Rataplán, quien muy expeditivamente me sacó de allí.
–Le pifiamos, Tiaguito, le pifiamos de perrera. Érika es su
nombre de guerra papanata. ¿No se te ocurrió pensar en eso? ¿Qué te
crees vos, que en este mundo sólo existe tu Érika...?
Pasamos cerca del negro de la puerta quien saludó con mucho
afecto a Rataplán.
–Chau, ´Taplán, nos vemos en Baires.
–Chau, Washington, te espero... Dale, Tiaguito, corré, corré
Con suerte agarramos el tren. ¿Qué querés, que encima te echen del
laburo por culpa de esa usurpadora?
A la carrera salimos del cabaret, a la carrera nos trepamos al
tren y con el mismo impulso nos instalamos en el vagón-comedor. Ni
bien se sentó, Rataplán aminoró los decibeles de la escapatoria.
–Este Washington sí que es un fenómeno... Uruguayo el
grone. Le ofrecí que si tenía quilombos se viniera a laburar a la
Capital. Yo le puedo llegar a dar una mano. Dice que es artista... je,
artista. Todos somos artistas, ¿no, Tiaguito? Tuvo que cruzar el charco porque parece que expropió una donna por falta de reciprocidad en
el regocijo diario. Me juró no ser violento pero que tuvo que actuar en
forma desmedida por circunstancias ineludibles con las que a veces
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nos topamos las personas de bien. ¿Qué te parece? En cualquier
momento éste compone un tango. Mejor tener de amigos a esta gente.
¿Vos qué decís, Tiaguito? ¿No te cayó simpático mi amigo
Washington? Además no sabés, este negro es muy importante, nada ni
nadie más importante que Washington, mi amigo Washington,
Washington Del Carmen, Washington Di Ci.
Apenas si escuchaba sus delirios. No era fácil sobreponerme
de lo recién vivido. Cansancio, congoja, desesperanza, todo eso formaba parte de mi confusión. Para sacarme de mi recogimiento emocional, Rataplán me pegó un par de cachetazos que lograron arrancarme de mi ostracismo. Debo admitir que fue una suerte que lo hiciera.
Resultó gratificante saber que mi amigo estaba ahí conmigo.
Intercambiamos unas sonrisas de mutuo cariño. Pidió dos cafés
dobles, dos medidas de coñac e insistió en contarme las mil formas
que tenía su tía abuela de preparar el arroz con leche.
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Falso movimiento
A pesar de haber llegado cerca del mediodía, en el laburo me
dieron autorización para irme a casa. Les argumenté una terrible descompostura que era corroborada por mi palidez.
Me acosté vestido. Me resultaba imposible cerrar los ojos. En
el piso de arriba, el Gato Froilán tocaba el contrabajo. Taconeaba el
arranque y penetraba varios ambientes a la redonda con su marcación
en cuatro reforzando siempre el primer pulso del compás. Estuvo
horas y horas con aquellas malditas cuatro notas que iban y venían
animosamente, como rugidos de bienvenida al circo de batalla, como
fragor iniciático de una inquietante jornada, como amarga obertura de
fúnebre marcha de recién casados, casados y asesinados. Daban ganas
de bailar, de llorar, de rezar y de matar a ese reverendo contrabajista.
Fueron muchas horas de dolor y de duda. Todo salpicado en
tango, como siempre. Me pareció saludable concentrarme en el sonido ronco y aguardentoso del contrabajo; aprovechar su marcada
monotonía para penetrar en el sueño. Soñar en tiempos de incertidumbre puede acercarnos a certezas imprevistas que en la vigilia y con tal
vorágine de experiencias resultan difíciles de concretar.
La tarde se hizo luna. La ventana bien abierta permitía las
caricias de un fresquito primavera. El contrabajo se abrió y de allí
salió una mujer hermosa, desnuda y angelical. Ella empezó a dirigir la
orquesta con el arco del contrabajo. Los músicos, sonrientes por la
dicha que ofrece la perfección, ejecutaban “La Marcha de San
Lorenzo” en ritmo de tango. Se repetía ad libitum el motivo inicial
pero no era molesta la repetición, por el contrario, era ese instante de
placer perpetuo, era el cielo resumido en un par de compases. El pianista llevaba el ritmo golpeando salvajemente con su puño izquierdo
el arranque de cada compás; las cuerdas sólo hacían contracantos con
pizzicatos y la fila de bandoneones era la encargada de la melodía.
Había un cantor que estaba paradito en un rincón pero sin cantar. Casi
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sin moverse era testigo privilegiado del concierto. Las cerdas del arco
comenzaron a despeluzarse, se desprendían del armazón y volaban
como flechas contra el pecho de cada músico que iba cayendo fulminado como por un rayo. Primero, fueron los bandoneones; después, el
pianista; luego, los violines y, por último, el del contrabajo. La mujer
seguía con su dirección sin inmutarse por la masacre. Cuando ya estaban todos muertos y no quedaba ningún sonido en el ambiente, ella se
acercó hasta el cantor que se había escondido detrás de un cortinado
marrón. A la cuenta de cuatro empezó a cantar con un hilo de voz:
“Febo asoma/ ya sus rayos/ iluminan el histórico convento...”
Me levanté para cerrar la ventana. Una tenue llovizna estaba
invadiendo la habitación y un viento huracanado había conseguido
bajar en varios grados la temperatura. Encendí el Primus y puse agua
para el mate pues ya en un rato tenía que irme a trabajar. Había dormido tan profundamente que tuve que esforzarme un poquito para
recordar qué era lo que me había agotado así. Esto es algo que suele
pasarme cuando me acuesto muy cansado o deprimido; al otro día me
despierto tan pesado de espíritu, que no sé bien qué fue lo que pasó la
noche anterior ni qué tengo que hacer por la mañana. Me di una
reconfortante ducha, tomé a las corridas unos amargos y salí bastante
apurado. Por suerte, el viento había amainado y la llovizna que persistía era tolerable. De todos modos me intrigó lo desierta que estaba la
calle. Eran ya casi las 8, así que tuve que acelerar el paso. Al llegar al
Ministerio, no pude menos que sonreír. Estaba cerrado. Como todos
los sábados, claro.
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Secuencia interior
Amor por la lluvia, ideas con sobresaltos, resbalón en dos
esquinas, sugerencias inauditas. Vermú sin sabor, aceitunas verdes,
cofrades, amigos y devotos. Santos sin iglesia, palabras ridículas, consejos estúpidos, consejos razonables.
Amor por la lluvia, no más luna ni noche estrellada. Días de
tormenta, ropa mojada, frío en los pies, calor de boliche, reflexión de
tango, tropel de bandoneones, cosas viejas, cosas insípidas. Cosas,
muchas cosas.
Amor por la lluvia, días sin Dios, ángeles atropellados, salvaciones sugeridas. Mujeres rojas, mujeres negras. Bilis y sangre helada. Remotas fantasías, sueños enterrados, destinos quebrados, humo y
destellos en la oscuridad.
Amor por la lluvia, estructuras caídas, fronteras renovadas,
límites y sonrisas opacas. Martillos resplandecientes, cajones volcados, ropa sucia, libros cerrados, vermú de mediodía, aceitunas verdes,
tangos revueltos, letras horribles y perturbadoras.
Amor por la lluvia, el silencio, la sombra y el alcohol. Odio
por el tango, la luna, el contacto y el amor.
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Abriendo el telón de mi corazón
–Todo esto que te pasa es real, Tiaguito. Te corriste de tu centro y ampliaste tu hoja de ruta. Eso no está mal. No hay verdad más
verdadera que la más dolorosa. Bancatelá. Hay algunos puntos discutibles, es cierto, pero... Te estás recibiendo de tanguero. ¿Qué más
querés? ¿No estabas tan fascinado con ese mundo de fantasía, ese
estadio ajeno que te maravillaba como un chico, con el Tigre, con el
Pibe, con toda esa manga de artistas de bajo fondo, delincuentes, proxenetas, vividores que hicieron de su vida un tango? ¿No quisiste vos
mismo escribir un tango para engatusar a tu cuore? ¿Me vas a negar,
acaso, que no te circulan estúpidas teorías de obsecuente tanguero
para demostrar que la vida es un cabaret? Bueno, ahí lo tenés, ya sos
un cabaretero más. Te hiciste hombre, Tiaguito, así que dejate de
joder, huevón; cambiá el ángulo del sentir. Cuando una mina se va,
ella se lo pierde. Pensá en la cantidad de tetas que vas a poder disfrutar con total libertad a partir de ahora. Ya está, ya sos parte, dejate de
joder y reíte un poco querés...
–Vos no me entendés.
–No, claro, yo no te entiendo, yo no sé nada de dolores ni propios ni ajenos, yo nunca sufrí, soy insensible, impermeable. Soy
machista y perdedor pero disfruto, con elegancia de pordiosero disfruto de la rara cotidia que nos acontece con verdadera fruición y eso no
me lo vas a negar. Sabés que me podés escuchar y deberías hacerlo. Lo
que pasa es que vos sos un cabeza dura. Abrí tu corazón sobón. Y reíte
un poco, querés. Hacé como Gardel, ¿de qué mierda te pensás vos que
se reía el jetonudo ese? ¿Vos te acordás cuando la mina se le muere y
canta “Sus ojos se cerraron”? Uno piensa que sufre, ¿no es así? Igualito
que vos estás sufriendo ahora. Pero a los dos minutos está otra vez
mostrando su espléndida sonrisa de carnaval. ¿Nunca se te ocurrió
imaginar qué pensamientos le rondaban en ese instante? ¿Sabés vos de
qué se ríe Gardel? De que te hizo entrar, papa frita, de que te la creís88
te. Se ríe de lo que inventaron los otros. Él era ajeno a la interpretación
que hicieron de su mundo, a él el tango le importaba una mierda. A él
le gustaba la joda, el champán, los burros, el cabaret... ¿Qué te pensás
vos que cantaba el Mudo antes de que a Contursi se le ocurriera la calamitosa idea de escribir “Mi noche triste”, de instaurar para siempre el
cliché de la melancolía nacional? Gardel cantaba chacareras, hermanito, cantaba zambas, valsecitos de lo más maricones...
Estaba desbordado, me auxilié con un trago de ginebra.
–¿Por qué ese esfuerzo gratuito de atacar siempre? Nadie te la
cree. Ni vos te la debés creer. Como simple rebeldía tanguera me está
empezando a resultar exagerada...
–Mis exageraciones son barricadas de contención –dijo retrocediendo con gravedad.
–No entiendo.
–Una vez que el volcán se activó, pocas cosas te pueden salvar.
–¿De qué estamos hablando?
–Estamos hablando del amor.
–Estábamos hablando del tango.
–De lo que quieras.
–¿Por qué te cebás tanto contra Gardel?
–Él se metió conmigo.
–Hoy andabas con ganas de mantener una disputa con alguien
y justo caí yo, ¿no?
–Me encanta discutir esto con vos.
–Gardel es Gardel.
–O sea que a vos también te engatusaron...
–Gardel es un artista, un artista incomparable, el más grande,
el tango por excelencia...
–Veo que anduviste comprando frases en oferta. Gardel es el
mentiroso por excelencia...
–¡Basta!
–... admito que fue el más vivo de los vivos. Hizo del tango
un símbolo propio a partir de lo ajeno. Él era francés; el bandoneón es
alemán; “La Cumparsita” es uruguaya... pero el chabón igual se ríe y
habla del tango argentino.
–¿A qué viene todo esto?
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–Viene a que todo es una farsa. Y los tangueros son los farsantes por antonomasia, con sus borracheras metafísicas y sus caras de profunda obsecuencia. Ahora estás entusiasmado con sufrir porque habrás
visto alguna película con final feliz en la que los héroes lo hacían antes
del desenlace. Mascarita, Érika te engañó. Ya está, punto. Por ahí se
hizo cabaretera y por ahí está revolcándose en los brazos de otro gil
como vos o como yo, sin culpa y sin argumentos; eso es lo de menos.
Intenté un nuevo reparo emocional con otro trago de alcohol.
–Yo la quise, ¿sabés?
–No lo sé pero me lo puedo llegar a imaginar. ¿Y ahora, qué
te pasa ahora, la seguís queriendo?
–No. Bah, no sé... me parece que no pero...
–Sin comentarios entonces, el beneficio de la duda te absuelve. Sos un hombre libre. Brindemos por eso.
En la mesa de al lado percibimos clima de ceremonia secreta. Un
muchacho de aspecto informal recitaba con pasión, casi en un murmullo
algo que, entendí, era la letra de un tango. Una barra de curdas escuchaba
con devota admiración. Entre ellos se destacaba un gordito simpático, de
ojitos achinados y cara de bueno, quien, con una sonrisa de cordial sufrimiento estampada en su cara de galleta, hacía garabatos en una partitura.
Contame tu condena
Decime tu fracaso
No ves la pena que me ha herido
Y hablame simplemente
De aquel amor ausente
Tras un retazo del olvido
Ya sé que me hace daño
Yo sé que te lastimo
Llorando mi sermón de vino
Pero es el viejo amor
Que tiembla bandoneón
Y busca en un licor que aturda
La curda que al final
Termine la función
Corriéndole un telón al corazón
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“Manga de poetas, músicos, activistas tangueros acribillados
bajo una luna de estiércol; borrachos poseídos y desprejuiciados. Un
desprejuicio que los dotaba de ciertos aires provocativos que irremediablemente empujaba a cada asiduo o extraño visitante de sus tertulias a echarles una mirada inquieta, despectiva o cargada de admiración en algunos casos, no lo vamos a negar. Ejercían con su desparpajo un polo de atracción que decoraba la mesa de siempre en un eterno
ámbito nocturno aun durante el día. Antiguos héroes de aclamadas
redadas de a cuchillo incomprobables, rapsodas con ese don tan particular con el que cuentan los hacedores de las filosas filosofías populares y que encandilan sobre todo a los jóvenes en sus primeras excursiones aventureras”.
Aquella visión exterior que había logrado madurar desde la
más pura contemplación me tenía ahora como parte integrante. Estaba
maravillado con ese dolor hecho tango que acababa de escuchar. Viré
entonces mi plano de atención hacia Rataplán que había escuchado lo
mismo que yo. Se burló, como era de esperar, con una monería sobradora y siguió perorando ya sin sentido, aunque entre tantas cosas
dichas había una que yo no podía negar: estaba atrapado.
Definitivamente había caído en las redes del tango.
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Pamplemús
–Me llamo Pamplemús –se presentó con un claro acento francés.
La invité con una copa. Era la primera vez que cabareteaba
solo. La última charla con Rataplán me había generado la necesidad
de impulsos propios. Tenía ganas de que nadie me preguntara nada de
mi estado, de mi vida, de mi actualidad. Quería refrescarme en mi
soledad nocturna. El antro elegido revestía un aspecto entre bárbaro y
decadente; el café era muy barato y las mujeres igual. Ni músicos en
vivo tenía.
Ella era de estatura mediana, rubia teñida, bastante rellenita,
con un desaliño que resultaba muy atractivo. Llamaban la atención
sus medias corridas y su pelo sucio y despeinado, cuestión que parecía no importarle; es más, creo que formaba parte de su “charme”.
–¿Pamplemússss? –pregunté alegre.
–Pamplemússss –repitió divertida.
Iba a responderle pero me quedé a mitad de camino. Me crucé
de brazos cautivado con su encanto. Ella me miraba y me sonreía.
Pero no era una sonrisa llana, era un seductor movimiento de su boca
que se hamacaba entre un guiño sensual y la seña del siete de espadas.
–¡Pamplemús! –lancé de golpe sin vacilar.
Se agarró la cabeza con las dos manos y estalló en una carcajada que, de tan contagiosa, me dio temor de acercarme. Me hizo
burla exagerando la pronunciación de su nombre. Con la sílaba final
eternizó sus labios carnosos carmesí apuntándome con ellos, a punto
de disparar. Me gustó el jueguito y ahora era yo quien le copiaba su
gestualidad labial. Entre copas de champagne y un escuálido tango
que sonaba en una fonola mantuvimos una extensísima conversación
utilizando una única y exclusiva palabra para expresarlo todo: “pamplemús”.
“Pamplemús” para hablar del tiempo, “pamplemús” para llamar a la camarera, “pamplemús” para pedir otra copa, “pamplemús”
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para brindar por una vida mejor, “pamplemús” para invitarla a bailar,
“pamplemús” al acariciarla, “pamplemús” para despedirme, “pamplemús” para dejarla.
Las horas se habían desvanecido tan agradables que yo mismo
me sorprendí de mi decisión de partir. Antes de que pudiera alcanzar
la puerta de salida, caminando torcido entre mesas abarrotadas de
gente de todos los colores, feliz por la velada, satisfecho del alcohol y
de mi aventura solitaria, escuché nuevamente su voz hosca y dulce
por encima de unas cuantas risotadas secas, desencajadas y ambiguas.
–¡Pamplemúuuuus!
No llegué a voltear, lento como estaba, con la cabeza gacha
sonreí dándole la espalda. Me quedé así, esperando no sabía qué.
Como un chico me mordí la mano para aguantarme de mirar. Éramos
una pareja más entre tanta presencia de personalidades ausentes, entre
tantas soledades buscando refugio, por eso sé bien que nadie le prestó atención a nuestra escena romántica. Cuando sentí su mano en mi
hombro cerré los ojos, creo que de vergüenza. Imaginé lo que habría
de venir, como si conociera el libreto de antemano pero me sintiera
inseguro a la hora de actuarlo. Tomó mi cara entre sus manos y me dio
un beso. Un lindo y profundo beso más acorde a su nombre que a su
aspecto.
Estaba contentísimo con mi travesura. Apuré el paso sintiendo Buenos Aires todita para mí, ansioso por llegar a mi cama y compartir mi diablura con el techo.
“Pamplemús” al cruzar la calle, “pamplemús” para saludar
algún noctámbulo perdido, “pamplemús” para cantar una serenata.
”Pamplemús” mientras buscaba la llave, “pamplemús” cuando la encontré, “pamplemús” cuando me acosté y al apagar la luz
“pamplemús”.
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Confesión
Cada tanto uno se angustia. Las razones son diversas y el estado ese de vibrato en la garganta, de humedad en el corazón, de retumbar los portones del alma, ese aparente vacío tan parecido al rebalse
de sensaciones no es más que auténtica melancolía y se emparienta
directamente y sin intermediarios con las ganas de vivir. Es tan personal la melancolía. Son esos deseos locos de querer estar solo en medio
del desierto y con igual intensidad querer que todos tus amigos y seres
queridos vengan corriendo a abrazarte. Son muchas las causas y las
razones pero por más diversas que sean, el estado ese de querer llorar
y no, uno lo vive con el mismo desgarramiento ya sea producto de un
abandono, de una tristeza deportiva, de un amor perdido, de una injusticia social, de un quilombo en el laburo, de una discusión con tu vieja
o de un amigo que se fue.
¿Cómo era posible ahora que tanta alegría cabaretera produjera tanta melancolía? En diálogo infrecuente con el cielorraso, seguí un
buen rato balbuceando “pamplemús”, jugueteando con su fonética, su
musicalidad. Cada sílaba contenía un motivo distinto, único e irrepetible, lleno de dulces fragancias melódicas y rítmicas: pám, pam, pam,
pam; plé, ple, ple ple; mús, mus, mus, mus, muuuuuussssssssssssss.
Ple-mús. Sol-do. Ple-mús. Sol-do.
La dedicación y el fervor con los que cantaba aquella sílaba
final no acarreaba otra explicación más que la de pensar, indefectiblemente, en la “ka” de Érika. Sin palabras. Fin de la reflexión.
Tan melanco me puse aquella madrugada que me invadió la
necesidad de sobornar a mi alma con unos tangos. Saborear ese aire dulzón en mitad de la amargura con que te acaricia un bandoneón cuando
gime en el corazón de una tristeza. Encendí la radio desde la cama.
¡Es tan cliché uno para sufrir, la puta madre! Tan tango es todo
cuando quiere. Pase lo que pase uno termina acudiendo siempre al
abrigo de ese mismo arrullo.
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Es como un remanso de transpiración cotidiana que avanza y
avanza con clima de pesebre, hasta que en un momento surgido de la
nada se cae el cielo encima del niño y los alaridos te acuchillan por la
espalda. Entonces hay ruido de volcanes y el golpe del arco en las
cuerdas del contrabajo es siniestro, decadente y atractivo como el mismísimo infierno. Sin embargo, como parte de ese propio devenir, el
cielo enseguida vuelve a ser un cielo manso, tranquilo y azul. El amor
vuelve a ser amor pero en otro lugar. Algo siempre está cambiando
aunque se note muy poco. Otra paz surge de algún vientre que grita
igual porque siempre duele, todo duele, si no miren al que toca el bandoneón. Es un placer, pero un placer que mortifica, que cuesta. Podrán
decirme que los violines, pero no, a los violines les pasa lo mismo. Y
el del piano es un orangután que revienta su zurda con estrépito para
llegar a tiempo (vaya uno a saber adónde), mientras con la derecha
origina contoneos que seducen y arrastran a las mujeres hasta su
cama. No sé bien si será por eso, pero cuentan los que saben que los
que más levantan minas son los pianistas. Será porque tienen una
visión totalitaria del asunto, porque mandan y cantan y marcan y
siempre derechitos ellos, como de fiesta elegante.
Me fascina el tango cuando cuenta mi tristeza y me lo dice
sabiéndolo todo. Lo quiero cuando me abraza en invierno con diez mil
frazadas. Cuando me deja que le entregue entera mi desdicha.
Entonces me acuesto. Y sufro. Como aquella madrugada en que la
radio orquestada no hacía más que repetirme: ”Érika no está. Érika se
fue. Érika ya no existe”.
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Las medidas del amor
–Estás sobreactuando, Tiaguito. No tengo ninguna duda al respecto. Nunca la quisiste tanto y nada justifica tanto sacrificio ni aun el
haberla querido como vos te imaginás que la quisiste. La razón es tan
fogosa como el cuore; empezá a darle algo de bolilla a tu zabeca. Fifty
fifty, al menos. Y pará un poco con el tango. Vas camino a transformarte en otro paria del montón. Otro sufridor profesional. Al tango en su
justa medida, sin exageraciones. No todo en la vida son abandonos,
madreselvas en flor, rumores de milonga o alguna de esas gansadas.
Suspiré agotado.
–Por favor, no empecés de nuevo.
–¿Todavía no te despertaste, malandraca?
–¿Eh?
–¿Este es tu primer asunto, no?
–¿Y?
–Te está saliendo barato, huevón, pero vos te esforzás en
pagar tapado de armiño sin que nadie te lo reclame.
–Nadie te obliga a acompañarme.
–¿Perdón?
–Lo que escuchaste.
–Nunca dejaría de hacerlo, amiguito. A pesar de esos estúpidos intentos de estropearlo todo con objetivos obtusos.
–¿Tengo que agradecer tus palabras?
–No, por supuesto que no. Detesto los agradecimientos.
–Bien, ¿podemos cerrar acá esta charla entonces?
–Yo puedo, ¿vos podés?
Serio como pocas veces, Rataplán me dijo esto último. Su
estilo desafiante no había logrado descarrilarme aunque mi incomodidad, se notaba, iba en franco aumento.
–Pero... –intentó aflojar las tensiones.
–¿Pero qué?
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Masculló unos cuantos insultos antes de responder.
–Nada, Tiaguito, nada –se rió de sí mismo–. Estuve a punto
de caer en las redes de un, sin dudas, falso sentimentalismo que por
suerte pude reprimir. Lo único que cuenta es que no tengo problemas
en que sigamos buscando, si eso es lo que te place. Al fin y al cabo,
no tengo otra cosa más divertida que hacer por el momento.
Me hicieron bien sus palabras a pesar de la ironía final. Los
minutos que siguieron los transitamos madurando silenciosos nuestra
pequeña discusión. Estaba por irme cuando llegó Chicho.
–¿No vayan a avisar el cambio de oficina, eh?
–Pero ¿qué querés, palurdo, que volvamos al “Parlamento”
después del quilombo aquel con la orquesta? A mí todavía me andan
buscando. Ni por la vereda de enfrente puedo pasar.
Se instaló con nosotros. No tardó en advertir mi agujero interior.
–¿Y a éste qué le picó? –le preguntó a Rataplán.
–Le entró una cucaracha en el sentido común.
–¡Uy, qué macana! ¿Sabés vos si le anda solari? Porque si la
cosa es en yunta... se terminan instalando ahí con la cría y no te las
sacás más de encima
–Tranquilo, solari rossi.
–¿Y por dónde le anda?
–Le sube y le baja del menisco al cerebelo sin interferencias,
pero en el trayecto lo caga en el cuore y es ahí adonde se genera el
problemita temático.
–Aaaah... eso sí que es grave. La última vez que una cucaracha se me instaló en el corazón, todo el mundo me pasaba por arriba...
ja, ja, ja.
No me molestó que se divirtieran un rato a costa de mis penurias. Los dejé con lo suyo. Un par de ginebras lograron aislarme, instalándome en un clima acorde con los recientes acontecimientos.
Sin duda, mi vida había experimentado un brusco cambio en
los últimos meses que, desde algún punto de vista, no era despreciable. Mi pasado inmediato era demasiado insípido, ahora lo noto, y
quizá fuera eso lo que a ella le molestaba y jamás se atrevió a decirme. Se aburría conmigo, con mi monotonía, mi gusto amargo por las
cosas, mi poca vocación por las artes, las fiestas, la amistad. Nunca
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antes había tenido una persona tan cercana como Rataplán; incondicional, siempre presente, dispuesto a todo. No sabía hasta hace poco
lo que era la verdadera diversión, el desparpajo, el desprejuicio e
incluso la nostalgia, el extrañamiento y la melancolía. Una cosa lleva
a la otra.
Mi vieja siempre dice: “Lo que está bien, está bien y lo que
está mal, está mal”. De lo que nunca se enteró ella, es que los límites
entre ambos estados varían todo el tiempo. Las fronteras son difusas
y están de un lado o del otro según el impredecible engranaje de los
acontecimientos. Tal vez, sea esto mismo lo que me quiere figurar
Rataplán con tanto palabrerío. No lo sé, pero puede ser.
Érika fue mi primer amor, mi primera mujer, mi primer contratiempo. Pero ya está, ya pasó, ¿tan difícil es entenderlo?
¿Cuántas veces le dije “te amo”? Sólo dos veces. La primera
vez que hicimos el amor y el día que nos reencontramos después de
unas vacaciones que pasé con mi familia. No es mucho, me parece.
Pero ¿y ella? ¿Cuántas veces me lo dijo?
Me acuerdo que la primera vez que se lo dije, hice una larga
pausa esperando el “yo también”. Estábamos nariz contra nariz cuando le susurré “te amo”. Ella sonrió, cerró los ojos, me besó, suspiró
levemente como preámbulo a algo importante y me volvió a besar,
pero no dijo nada. Nada.
Recuerdo que pensé: “Lo dije muy bajito, no lo escuchó”. Me
quedé expectante acariciándola suavemente y, cuando reabrió los
ojos, se lo volví a decir, pero esta vez con mayor volumen e intensidad, ”te amo”.
Entonces me besó y me besó y me siguió besando pero no dijo
”yo también”. Yo ni siquiera esperaba un “yo te amo, también”. No.
Me conformaba con un “yo también”, así, a secas. Porque si bien un
“yo también“ vale menos que un “te amo”, se acepta como parte de
pago, como un cheque que sirve para la transacción pero que se cobra
con un pequeño retraso.
Pero no, me siguió conformando con sus besos, que encima
fueron una cantidad de besos desproporcionada, exagerada, como
nunca antes me había dado. Y es claro, eran para distraerme del “yo
también”.
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Y, a los pocos meses, cuando retorné de aquellas vacaciones,
se lo volví a decir. Se lo dije de forma brillante, con fuerza, con buen
sonido, casi impostando la voz para que no quedaran dudas de la certeza de aquella afirmación: “¡Te amo!”.
¡Ay, Dios, me quiero morir! Tan ingenuo fui que ni siquiera
hice la pausa para darle la posibilidad del “yo también”. Como intuí
que no llegaría, la besé, sí, la besé intensamente para evitarle ese
momento ingrato de la pausa infinita. Esa vez fui yo el que la besó
exageradamente. ¡Qué idiota! O sea que fueron tres “te amo”. Tres
contra ninguno. ¿Pero por qué cuernos yo, en cualquier caso, me
hubiese conformado con un pago diferido? ¿Por qué no me di cuenta
de lo significativo de tamaños besos? ¿Por qué había llegado a desvalorizarme tanto?
Rataplán tenía razón, todo esto no era más que una estupidez
que sólo intentaba reparar el orgullo herido. Estaba decidido. No más
ella. No más ir y venir. Basta. Stop.
99
La conquista de América
Fue una decisión tomada, ridícula y volátil.
El lunes, al llegar al Ministerio, en mi escritorio me esperaba una
nota: “Llamó Gloria. Hoy a las siete en el bar del café del último encuentro”.
Ningún dejo de culpa, ni siquiera algún tipo de duda se me
interpuso antes de decidir que allí estaría, a la hora señalada.
Fui solo. Ella, también. Estaba desangelada y temerosa. Fue al
grano.
–Me metieron en un lío, ustedes. Romualdo quiere que le
vayan a hablar. No me creyó ese asunto de que buscan una mujer. Cree
que la cuestión es conmigo y me quiere poner un precio. Yo soy vaca
atada así que no le pude explicar. Es muy violento cuando quiere...
–Pero, Gloria, no, no, no era así la cosa, no. Le tendrías que
haber explicado que...
–¿Vos querés que él me faje?
–No, pero...
–Y más vale que se aparezcan que si no, corro peligro de
sacrificio.
–Pero...
Se fue sin saludar. Tragar el café helado me dio náuseas. No
iba a poder solo con esto.
Rataplán no se mostró ofendido por mi solitario encuentro; al
contrario, estaba entusiasmado con mi iniciativa.
–Es parte de tu nueva condición social: Hombre que está solo
y espera... que un rayo lo parta al medio para instalarse definitivamente en esta dualidad tan característica de la modernidad, donde después
del desajuste de la vida en común, “el hombre” está “solo” con sus más
íntimas esperanzas de brazos abiertos, pero “espera” que, después del
ajuste natural que se impone, otro rayo lo parta al medio y lo deposite
en presente continuo en infinitas soledades y en infinitas esperas...
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–Perdón, pero hay algo que no me queda claro: el desajuste de
la vida en común y el ajuste natural...
–Apuntan a lo mismo. Ambos son necesarios pero sin exagerar.
La tolerancia de la vida en pareja del hombre moderno está supeditada
a un sustancial grado de azar durante el gran baile. La fulana que te toca
en suerte determina cuantiosísimas cosas y éste es el punto. Por ahí,
nuestro santo demiurgo tenía previsto para vos, supongamos, qué se yo,
una muchacha agraciada, de buena familia, con un rescatable futuro
profesional. Pero, en el exacto momento en que a vos te mandan a la
pista, la rubia te argumenta, con escasa verosimilitud, que le agarraron
ganas de piyar. Y, entonces, para evitar una desgracia que presupone,
hace mutis por el foro. Justito en ese preciso soplo de intrascendencia,
por allí pasa una gorda acaramelada que te distrae, digamos, por sus
sandalias de charol y su estampa iconoclasta. Vos caés en la trampa y te
ensartás. Es decir, es lo que debe ser; no fue lo que no quiso o simplemente tuviste mala leche. Dios no puede con todo. Sea como sea, esa
elección azarosa, predestinada o como quieras llamarla, marcará las
variables de los ajustes y los desajustes. Clarísimo.
Con paciencia y dedicación, conseguí apartarlo de su espuma
y adentrarlo en el tema puntual a resolver. Mantuvimos esta vez un
saludable debate. El estado de las cosas no era muy prometedor, así
que, para prevenir inesperadas consecuencias, decidimos ir a “Lo de
Angélica” esa misma noche.
Considerando al encuentro de alto riesgo, nos hicimos
acompañar por Genaro Padovani, un tano de escasos recursos lingüísticos pero humanamente de piedra. Lo conocía sólo de mentas
y al encontrarnos con él en un cruce peligroso cerca del cabaret me
impresionó su aspecto: alrededor de metro noventa de alto por algo
así de ancho. Se comunicaba sólo a través de monosílabos y respondía de manera automática a cualquier indicación que impartiera Rataplán.
Caminando los tres por el Bajo, me sentía custodiado por el
ejército. De algún modo, su compañía me tranquilizaba en cuanto a
salvaguardar nuestra solvencia corporal, pero no estaba seguro de
cómo manejaría este hombre su equilibrio emocional.
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Entramos a “Lo de Angélica”. Era relativamente temprano
para su nocturnidad por lo que había poca gente todavía. El trío recién
se estaba instalando. El contrabajista afinaba con desgano. El bandoneonísta, ostentando una rara lucidez, se acomodaba el trapito debajo
del fueye mientras buscaba pícaras miradas cómplices en la escasa
concurrencia. El pianista, como siempre, prolijito e incólume, esperaba que sus compañeros estuvieran listos para poder empezar. Como
vio que esto nunca llegaría arrancó él solito con la introducción de
”Maipo”. Recién al rato sonaban los tres. Nos acercaron unas copas
sin que las hubiésemos pedido. Detrás del movimiento de las cortinas,
la descubrí a La Rocamora espiándonos. A Rataplán se lo veía muy
entretenido bebiendo, entretanto escuchaba y analizaba el material
femenino. Padovani ni se movía; se negó a beber y era notorio cómo
sus ojos iban y venían demostrando ser una persona responsable en su
trabajo. Vi entrar una mujer mayor de larga cabellera rubia que me
resultó familiar. Dejó su tapado y fue derechito a la pista sin saludar
y sin ser saludada por nadie como en un movimiento rutinario. En eso
me distraía cuando siento a Padovani pararse bruscamente. Junto a
nosotros estaba Romualdo. Por las dudas, Rataplán contuvo al tano
que ya estaba listo para actuar:
–Pará, Padovani, pará –éste asintió con la cabeza y permaneció de pie apretando los puños.
–Romualdo Rebbottaro –dijo el cafiolo extendiéndome su mano.
–Santiago Solís –dije tenso aceptando el saludo–. Rebbottaro,
Rataplán –los presenté.
–Rebbottaro, Padovani –los presentó Rataplán.
–Tomen asiento –ordenó.
Nos sentamos todos menos Padovani que recién lo hizo ante
una cabeceadita de Rataplán.
–¿Cuánto? –nos sorprendió Rebbottaro.
–¿Eh? –dijimos al unísono.
–¿Que cuánto están dispuestos a pagar por la Gloria? –completó mirándome a los ojos.
Con mis escasas dotes actorales, fingí no sorprenderme ante
la requisitoria. Puse una, supongo, estúpida cara de negociador complaciente que disimula un profundo desacuerdo de las partes para no
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interrumpir el trato amistoso. Desde ya que esperaba que mi amigo
me salvara de esta incómoda situación. Hubo un largo silencio en el
que Rataplán sólo atinó a sonreír y a rascarse la cabeza, aunque se
le adivinaban íntimas elucubraciones buscando entender las razones
de aquella pregunta que no lo había sorprendido en absoluto. En un
cuidadoso paneo registró la medida de mi actuación, luego observó
a Padovani y, por último, a Rebbottaro. Éste se puso un poco nervioso ante la pausa que no amenazaba con quebrarse. Hubo un notorio
esfuerzo de su parte por no reformular la inquietud. Rataplán repitió
la sonrisa, esta vez mucho más amplia y con una sorna amplificada
en varios puntos. Su autoestima estaba elevada, cosa que podía acarrear tanto consecuencias divertidas como peligrosas, en parejas
proporciones.
Detrás del cortinado, como un títere perseguido que se esconde bruscamente al ser descubierto, asomaba y desaparecía, cada dos o
tres minutos, la nerviosa cabeza de La Rocamora. Entre sus dedos
tenía enredada su protectora cadenita cuya medallita manipulaba y
besaba con ardoroso frenesí.
En el centro del boliche hubo un pequeño revuelo que incluyó a la mujer rubia de larga cabellera, quien, en una grotesca pirueta,
rodó por el suelo quedando su peluca enroscada entre las patas de una
silla. Recién ahí reconocí a la vieja patética de aquella vez, a la que
poco le importó dejar en evidencia su mugrienta cabellera rojiza.
Empezó a ir y venir la pobre mujer desarmándose lentamente. Movía
los brazos como simulando un vuelo al ritmo del tango ocasional, que,
si mal no recuerdo, era “Alma en pena”. Sus rodillas iban cediendo y
cada tanto volvía a caer y volvía a comenzar. Todo el mundo aplaudía
y se reía de la pobre vieja sin un mínimo de compasión. Mis sentimientos y sensaciones de aquella farsa infrahumana se emparentaban
con los de los allí presentes, por lo que me invadió una terrible lástima por mí antes que por la mujer. Me di asco. Me odié. Esta vez, ser
parte me horrorizó. Pero no podía dejar de gozar con aquel espectáculo siniestro. Todos reían y se burlaban excepto el pobre pianista que
cerraba los ojos para no mirar.
–O sea que no murió –susurré–. Quién sabe se muera esta
noche.
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Alguien, sin querer, chocó contra mi espalda y me volcó parte
del whisky sobre las rodillas. Padovani atinó a pararse para ajusticiar
al inoportuno pero Rataplán lo frenó como a un perro:
–Pará, Padovani, pará.
Asintió con la cabeza y se volvió a sentar vigilante.
Rebbottaro, en tanto, estaba incomodísimo esperando una respuesta a
la pregunta formulada hacía ya varios minutos. Comenzó a respirar
con dificultad como un animal embravecido a punto de saltar contra
su presa. Rataplán no aflojaba y estoy seguro de que, de no haber sido
por la presencia de Padovani, algún diente hubiera perdido. Después
de una recargada tos aguardentosa por fin nos repreguntó:
–¿Cuánto están dispuestos a pagar por la Gloria?
La bronca del cafiolo por nuestro silencio se evidenciaba en
sus resoplidos cada vez menos espaciados. Lo desconcertaba que
nuestra escualidez fuera tan impertinente. El peligro de estallido inminente aumentaba la tensión, sin embargo Rataplán estaba en uno de
esos momentos en que se siente por encima de todo y con la capacidad suficiente como para dominar a cualquier bestia por amenazante
que sea. Sin ningún tipo de hesitación, se lanzó a nadar en plena turbulencia.
–Desde ya –arrancó alzando la voz, hablando a la carrera y
casi sin respirar– que no descarto una leve atracción hacia la contundencia de vuestra querida... eh... eh... ¿Cómo podríamos considerarla? Digo, porque ella creo que es su mujer aunque no de un modo
ortodoxo y bien entendido del término matrimonio, y no con esto me
quiero oponer a relaciones concubinales o superpuestas con algún
que otro exceso que entre hombres no nos vamos a engañar. Somos
pocos hoy aquí y nos conocemos poco, pero no por ello podríamos
negar que hay pocos que se conocen mucho y que el que mucho
abarca poco aprieta y no con esto pretender hacer referencia a un
estado poligámico que en el fondo a quien no le gustaría, aclarando,
para evitar suspicacias, que el aporte de este pensamiento esta hecho
con envidia y admiración... Rebbottaro, amigo, hermano, la vida es
muy dinámica... ¿No le parece a usté una paradoja que hablemos de
dinero cuando lo que está en juego es la felicidá de un alma noble y
pura?
104
–No es pura, es puta –sintetizó con su mejor cara de malo.
–Bueno, bueno, bueno... es cierto, puede ser, lo podríamos
discutir... –una súbita vacilación en su expresión me atemorizó–.
Quién lo sabe, digo, quiero decir... Hay putas que... O sea, convengamos que hay putas-putas, puras putas, putas puras...
Tratando de no perder su postura de exposición didáctica,
apuntó esto último Rataplán. Una sonrisita nerviosa se dibujó en su
semblante hasta ese momento resplandeciente. Intuyendo acaso convulsión irremediable, casi al borde del desastre, sondeó repentinamente:
–¿Usté cuánto pretende?
No pude o no quise entender lo que había escuchado. El cambio brusco que se produjo en su entonación y en su actitud había
logrado descolocarme. Intenté meterme en la conversa pero ya era
demasiado tarde. Rataplán y Rebottaro se levantaron de sus respectivos asientos. Pretendí hacer lo mismo pero una palabra de Rataplán
accionó un brazo que me volvió a sentar:
–¡Padovani!
Desaparecieron detrás del cortinado. Yo me tomé tres o cuatro
whiskies al hilo. La música frenó de golpe en mitad de un compás.
Con mi lucidez en babia sentí un tacazo que me lastimó en la frente.
Entre el pianista y algún parroquiano se llevaban desvanecida a la
vieja patética, que ya no pudo más. Como una burla, su peluca sucia
y despeinada cruzó violentamente la escena para estrellarse contra la
cara del joven músico que cargaba al esperpento. Reaparecieron los
hombres de negocios quienes se estrecharon las manos. Rebbotaro lo
sorprendió a Rataplán con un abrazo. Luego se me acercó y me saludó amistosamente. Lo mismo repitió con Padovani.
–Sepan ustedes disculparme, amigos, pero tengo que terminar
algunas... –hizo unos extraños movimientos con las manos– chucherías que me quedaron pendientes.
Se perdió detrás del cortinado. Lo seguí con la mirada y permanecí un largo rato con la vista hundida en los pliegues de aquel
roñoso telón esperando un segundo acto, un epílogo o algún dato que
evidenciara que toda esta pequeña locura que acababa de acontecer no
era más que real y auténtica ficción. Era consciente del atosigamien-
105
to que el alcohol provoca en los sentidos, pero era tal la inverosimilitud de los acontecimientos que nadie hubiera podido convencerme de
la no-teatralidad de aquel momento.
–¿Y La Rocamora? –pregunté.
Rataplán se pasó la mano por la boca y me palmeó en un hombro. Estaba ansioso, inquieto, al borde del descontrol emocional.
–¿Te interesás más ahora por La Rocamora que por Érika?
–No pero... –no entendía bien qué estaba pasando.
–¡Evitamos el sacrificio, Tiaguito! –alardeó alzando los brazos como cada vez que padecía repentinos ataques de felicidad–.
¡Somos los salvadores de una matriz prometedora que se estaba achicharrando entre la mugre bastarda del “ya no ser”! ¿Te das cuenta de
lo que te estoy hablando? ¿Te das cuenta de lo que esto significa?
–Creo entender que...
–¡La tierra prometida, Tiaguito! ¡Soy un conquistador!
Dicho esto, La Rocamora, vestida de señora y con un pequeño bolso, se acercó hasta nosotros.
–Compré una semana de Gloria.
–Pero...
–Sin chistar. ¿Te parece poco? Una semana es una semana.
Estábamos por rumbear para la puerta de salida cuando La
Rocamora corrió a abrazarse con otra cabaretera que contemplaba
emocionada su partida. Una emoción que no se compadecía con mi
interpretación del asunto. Deslizaron unas cuantas lágrimas hasta que
La Rocamora interrumpió con templanza el entrecruzamiento corporal, llevó las manos por detrás de su cuello, se desprendió la cadenita
y se la entregó a su compañera.
–Tomá, San Benito te va a proteger.
Habrán pasado no más de cinco minutos tras los cuales me
descubrí subiendo por Corrientes en extraña procesión. La Rocamora,
con su parca sonrisa militar, desfilaba tomada del brazo de un
Rataplán feliz que saludaba a los transeúntes y automovilistas como
presidente el día de su asunción. Padovani, fiel a su responsabilidad
laboral, custodiaba desde una segunda línea a la flamante pareja.
Mientras que yo, de oblicua figura, cerraba la marcha silenciando mi
desconcierto.
106
Ser parte
Por unas semanas no supe nada de mi amigo. Debo admitir
que extrañaba su agitada compañía pero también era cierto que atemperar un poco la maquinaria furiosa de nuestro diario movimiento
continuo me iba a ayudar a ver las cosas de otro modo. O, al menos,
eso pensaba yo.
Curiosamente una mañana me lo crucé a Padovani que laburaba en un frigorífico de mi barrio. Recuerdo que no sólo desmintió
mi creencia de su monosilábico lenguaje sino que además me aportó
un par de datos recientes de la vida de Rataplán.
–¡Puro prosciuto! E una lástima la costra que tiene a la gamba
ma... m´a detto il suo amico que le stampa uno alcodone per la paspadura e adaltra cosa. Lui sta contento e allora io sono contento. Sempre
e la stessa contradizione, si la carne e magra que e magra, si la carne
abunda q´abunda. E por eso qu´io non voglio disposarmi. Io preferisco andare al cabarulo una volta al mese. Chaucha contenta e Padovani
contento. M´a detto il suo amico que la sua fémina chera una casquivana. ¿Perqué non si busca altra donna? Chi sono tantíssime cuá a
Buono Saire...
–¿Sabe que pasa, Padovani? Las heridas no cierran tan fácilmente...
–L´ospedale e gratarola.
–No, no me refiero a eso...
Llegar a su trabajo me evitó cualquier comentario inútil. Seguí
caminando despacio hasta el Ministerio y bajo la banderola de la
entrada a mi oficina me quedé un rato pensando en las últimas palabras del Tano. Resulta sorprendente cómo una conversación en apariencia frívola puede detonar insospechadas reflexiones. ¿Y si estaba
en un hospital? ¿Y si había perdido la memoria? ¿Y si había muerto
en un accidente y su cadáver desfigurado no había sido reconocido?
¿Y si acaso la había secuestrado alguna mafia prostibularia para obli107
garla a ejercer la profesión en algún quilombo del sur? ¿Por qué no?
Había tantas alternativas posibles. Todas estas preguntas cayeron
endemoniadamente juntas enturbiándolo todo.
Aquella mañana sellé tantas fichas, pegué tantas estampillas y
cerré tantos sobres, que el mecanismo de la rutina me sumió en un
estado de sopor sostenido por el incesante repiquetear de las máquinas de escribir y por un murmullo apagado y persistente que envolvía
como un himno celestial a las cientos de personas que trabajábamos
en aquel enorme salón.
“Ser parte”, entendí en ese momento, conlleva una cantidad de
derivaciones positivas y de las otras. Los beneficios del estado de pertenencia son discutibles desde muchísimos aspectos. Aquella mañana
en particular me sentí acorralado. Intenté fugarme en vano de pensamientos e imágenes asfixiantes y monótonas. Ninguna pregunta encontraba una respuesta coherente y mi mente avanzaba como un aparato
que lanza diapositivas una tras otra hacia una pantalla en descomposición. Me supe común, me vi personaje dibujado por extraños demiurgos militantes del amor en serie, del agua estancada y el traje gris. Gris
de viejo, de uniforme, de gastado, de poca gracia, de inteligencia atrofiada, de creación industrial. Un baldazo de aguarrás empañó la visión.
De golpe, se me borraron los pocos colores pastel que me quedaban. El
sello, las estampillas y mi lengua se desbocaron como una calesita que
pierde su centro y cuyos caballos y autitos vuelan en loca arremetida
por atravesar las nubes para llegar al firmamento. Me sentí correr y
volar estaqueado en mi escritorio. El techo se me abalanzó, las teclas de
las máquinas de escribir empezaron a golpearme en la cabeza como
cientos de frutos que caen de un árbol maduro hasta que, por fin, el grito
seco, autoritario de mi jefe me sacudió hasta tumbarme. Recién ahí
comprobé que estaba rodeado, que el espacio a mi alrededor había sido
amurallado por mis compañeros que trataban temerosos de ayudarme a
levantar del suelo. Todo mi ser estaba desparramado entre estampillas,
sobres, cintas, lápices y expedientes. La Rémington yacía patas para
arriba encima de mi mano que sangraba sin disimulo.
No dejé que me llevaran al hospital. Me cargaron hasta la
cocinita que está al lado de los baños, me sirvieron un té, vino la asistencia pública, me dieron un calmante y me ordenaron reposo.
108
Mi jefe me firmó una licencia por una semana. Alguien me
llevó a mi casa. Alguien me metió en la cama. Alguien abrió las ventanas, cerró las cortinas y apagó la luz.
109
Música del alma
“Vibra el estandarte, se abalanza sobre tu ritmo corazón y es a
vos a quien quiero llegar. Entero y desahogado. Con mi alma atrofiada, maltrecha pero victoriosa en la partida. ¿Y si pierdo? ¿Y si me
pierdo? ¿Y si dejo de buscarte para encontrarte, así, de pura casualidad cuando la vida lo quiera? ¿Y si me siento en la penumbra del
otoño a escuchar mi música favorita? ¿Y si sos lo que yo no sabía y
en la búsqueda termino de perderte?”
Mis pensamientos no dejaban de molestarme con preguntas
incómodas, frases hechas, razonamientos tan triviales como pseudoexistenciales. Me sentía tan tonto con mi melancolía que me daban
ganas de correr al bar con mis amigos y gritarles: ”Está bien, muchachos, ustedes tenían razón, son todas unas bataclanas. Pero cómo me
gustaría pasar el resto de mi existencia con una de esas bataclanas, y
abrazarla fuerte, bien fuerte, hasta casi ahogarla y que me mienta que
me quiere. Y a mí qué me importa si es cierto o no, mientras lo diga
y lo ejercite de vez en cuando.”
Mujeres bonitas, mujeres del tango, mujeres que me agarran
en plena borrachera para sostenerme y me atosigan hasta embaucarme, mujeres buenas, mujeres peligrosas, dulces, amargas, maternales... mujeres, siempre mujeres.
Cuando manda el tango, Buenos Aires estimula mi presente,
me invade y me devora. Y el pasado es un bandoneón que se agita en
banderola hasta llenar la cabeza y el corazón de cicatrices. El futuro,
en cambio, no existe.
¡Ay, Dios, cuánto me cuesta aceptar estas imágenes! ¡Cuánto
me duele cada recuerdo!
La imaginé durante días con un repertorio de adornos insulsos
cantando tangos decadentes en algún cabaret de mala muerte. Me
causó gracia llegar a pensar que una mina tan voluble como Érika
pudiera comprometerse siquiera un céntimo con un hecho artístico.
110
Aunque también reflexioné que, si había fingido amor durante tanto
tiempo, bien podía ahora desarrollar parte de esa vocación por la mentira desde un escenario. Pero ¿para qué haber desplegado tal esfuerzo
de aparentar cariño o amor por alguien? ¿Era entonces un paso previo
para un objetivo mayor? Y en ese caso ¿cuál era ese objetivo? Mi
familia tiene un pasar más que humilde, así que descarto de raíz un
afán económico. Qué misterio las minas.
Fueron varias semanas, un par de meses quizá los que pasaron
desde aquella secuencia en lo de Rebottaro. Decidí de motu proprio
cesar cualquier tipo de búsqueda e intentar volver a lo que había sido
mi existencia hasta aquel maldito abandono.
La redundancia del Ministerio, el esfuerzo ingrato del estudio
sin objetivos, las noches sin tango ni cabaret, pero sobre todo la distancia de un amigo como Rataplán, habían conseguido volver a trabar
la rueda y el encanto de la vida en sobresalto.
Río manso y tranquilo. Aburridos acordes cientos de veces
escuchados. El laburo, el café, alguna noche de billar y alguna que
otra mala película, con música pegajosa y actores poco creíbles.
Escuchar mil veces “Mi noche triste”, mil veces “Sus ojos se cerraron”, mil veces “Mano a mano”, “Volvió una noche”, “El Motivo”,
“Los Mareados”... ¡Ahhhhh! Me empecé a cansar del tango y su rutina de sufrimiento. Me empezó a agotar profundamente escuchar siempre los mismos tangos de siempre. Y no quiero decir con esto que esos
tangos no sean geniales y sus letras incomparables, pero es inaudito
que no haya cantor, por ejemplo, que extraiga de su repertorio “La
última curda”, “Naranjo en flor” o “Malena”.
Sí, ya lo sé, ya sé que “la vida es una herida absurda”, que
“primero hay que saber sufrir” y que “tres cosas lleva el alma herida:
Amor. Pesar. Dolor.”, pero no me lo repitan, no me lo digan cada vez,
no me abrumen, no me cansen.
Aquel frío domingo de otoño llamé a mis viejos para decirles
que no podía ir a visitarlos. Estaba desanimado, me sentía abatido por
todos mis actos y pensamientos recientes. Sólo quería dormir y soñar
todo el día hasta que el mundo me despertara en otra región, con otros
gestos, otras costumbres.
111
No alcancé ninguna imagen reveladora pues, en ese delgado
estado alquímico donde se funden lo que uno es, lo que uno fue, con
lo que uno desea, en libre asociación de paisajes, personas y personajes disparatados sólo guiados por la inconsciencia, un duro golpe me
hizo descubrir la colcha cuadriculada tejida a mano por mi vieja y ya
sucia de tantos inviernos.
Fue un golpe seco, o quizá hayan sido dos, puede ser, me pareció, pero yo sólo escuché con nitidez uno, el segundo si es que fueron
dos.
Me asomé perezosamente despejando la cuadrícula hasta mi
nariz, abriendo sólo un ojo que me alcanzó para comprobar que
seguía en mi humilde pieza de pensión y que la presencia de algún
ingrato, que nada sabe de desdichas, se empeñaba en destruir mi
dulce y apacible momento mágico del sueño. Quedé un rato así, con
un ojo abierto en equilibrio con el otro, que hacía fuerza para que su
compañero lo siguiera en la oscuridad y el deseo de revelación subconsciente.
Con el cuello realizando un monumental esfuerzo por sostener
a mi cabeza apenas levantada, esperé que “el ingrato” no insistiera y
se fuera.
Evidentemente “el ingrato” lo era con ganas pues insistió con
su llamado. Por lógica cartesiana, deduje que la primera vez, entonces, habían sido dos golpes. ”La gente padece el síndrome de absurdas simetrías”, pensé.
Hay veces en que levantarse de la cama puede convertirse en
una tortuosa aventura sólo practicable con una voluntad de hierro.
Cuántas mañanas debí apelar a esa escurridiza voluntad para llegar en
horario al trabajo.
Con los dos ojos bien abiertos, con mis dos manos entrecruzadas sosteniendo mi nuca, evaluaba con la rapidez de una liebre si dejar
caer mi cabeza en la almohada, hecho que provocaría la inevitable
fuga del “ingrato” o darle la oportunidad del “¿quién es?”
Hubo un impaciente movimiento de tacos altos. Esto provocó
la súbita arremetida de mi cuerpo que llegó a sentarse sin apelar a ningún respaldo. Me asaltó una intriga feroz. Me mordí con ganas el
labio inferior queriendo adivinar nombre y figura de mi visitante.
112
Un liviano carraspeo femenino incrementó el suspenso, pero
como un lector que demora la última página, en lugar de preguntar o
simplemente ir y abrir, bajé despacio los pies hasta el suelo y me
quedé ahí, quietito como cuando de pibe jugaba a las escondidas.
A propósito pegué un leve salto sobre el ruidoso colchón para
que la damisela supiera que el cuarto no estaba vacío.
Juro (y deben creerme) que recién en ese momento tanteé la
improbable posibilidad de una sorpresiva reaparición de Érika. Aun
así y a pesar del naciente interés revolucionario de mi corazón que
pugnaba por atravesarme, seguí con mi juego.
Ella aparentó contener cualquier movimiento en falso. Yo
traté de concentrarme en su respiración plagada de ansiedad. Adiviné
el aire que entraba y salía pesadamente de su boca, manos inquietas,
dedos que se cruzaban y se descruzaban, el cuello en continuos torniquetes custodiando su retaguardia ante la posible llegada de cualquier
curioso que pudiera incomodar.
Hubo un nítido paso hacia atrás a lo que yo respondí incorporándome ruidosamente. Se deshicieron los pasos anteriores y sentí
suspiros que chocaron contra la puerta cerrada. Caminé sin disimulos.
Traté de pararme en simetría con aquella mujer. Sentí mis labios inferiores cayendo y mi cuerpo temblar.
Hice un repaso meteórico de mi vida pasada, de mi búsqueda
y de mi vida actual. Pensé en el primer y en el último beso que le di a
Érika. Recordé, con un temeroso tinte presente y fugaz, la tersura de
sus labios, el timbre de su voz, la luna en sus ojos, el aura de su pelo,
el movimiento de sus manos al hablar. A punto estaba de tocar el lunar
entre sus pechos cuando una nube borroneó la lente de mi imaginación. ¡Dios mío!, de golpe todas esas verdades se tornaron ficticios
rasgos de una fábula que me contenía como co-protagonista. ¿Por qué
cuernos el pasado siempre nos agobia con sesgos melancólicos y
visos de irrealidad? ¿Por qué no puedo tocar lo que imagino?
Se anuló abruptamente cualquier tipo de pregunta sin respuesta
y con una calma que era de no creer, cerré mi ojo izquierdo y avancé con
mi ojo derecho hasta aquella mirilla con la certeza del descubrimiento.
Como en una película, Froilán, su arco y su contrabajo, empezaron por encima de mi cabeza una marca en cuatro con taconeo
113
incluido. Durante esa pequeña introducción me esforcé por enfocar
con claridad. Recién cuando entró una tenue melodía en guitarra pude
vagamente obtener una primera imagen.
La inclinación defectuosa de la lente percudida por los años
más la grasa acumulada me mostraron una figura indefinida que se
movía de una lado a otro según intentaba yo mejorar la visión con uno
u otro ojo. Con denodado esfuerzo alcancé, por fin, un convincente
primer plano. Me distraían, sin embargo, de tamaña reaparición en mi
vida, sonidos de percusión de extraña naturaleza acompañando la pausada marcación de algo que se insinuaba como un tango aunque no
podría asegurarlo científicamente. No quería creer que se tratara de
Froilán y sus amigos que golpeaban las maderas de sus propios instrumentos mientras tocaban.
Estaba tensa. Sabiéndose observada, quiso en vano sonreír. Su
cara se ensanchaba patética, sus comisuras se estiraban en línea recta
hasta casi chocar contra las paredes de los costados y volvían abruptamente a su posición inicial. Supongo que ella también debió entender esto como una mueca estúpida más que una expresión sincera y
orgánica. Intentó el mismo gesto en dos oportunidades, hasta que se
pasó la mano por la cara para detener su musculatura que no aceptaba ningún tipo de orden.
Me sorprendió una sugestiva aparición del bandoneón con el
violín anunciando algo importante que no pude definir. Cuando se
fueron, copó parada el piano repitiendo la melodía anterior de la guitarra; el contrabajo, en tanto, seguía con sus eternas cuatro notas
yendo y viniendo en marcha lenta pero segura. Algo se quebró en mí
en ese preciso instante. Poco importaba si el detonante de esa angustia había sido Érika, la música o esa bizarra combinación de pasado,
presente y futuro envueltos entre una imagen con visos fantasmagóricos y un motivo melódico oportuno. Empecé a llorar. Me pregunté
cuándo cuernos habían subido un piano a la pieza de Froilán y no
podía parar de llorar.
Atorado en la mirilla, las lágrimas entorpecieron aún más la
visión. Los rasgos de Érika se desdibujaban en círculos concéntricos
que caían y se reiniciaban siguiendo los absurdos pero maravillosos
golpes contra cajas y cuerdas que acompañaban a la melodía. De
114
pronto, vi venir su mano hacia mí. Sentí el vértigo de un David ante
un Goliat desmesurado y grotesco.
Apoyó suavemente sus dedos del otro lado en un claro gesto
acariciador. Decidí cerrar por un momento mis ojos y apenas dejarme
oír, sentir ese movimiento de amor entre maderas que susurraba un
antiguo cariño. Revolví fugaz en mis recuerdos los más lindos
momentos vividos al tierno amparo de nuestro dulce romance. Así me
mantuve por unos segundos hasta que volvieron violín y bandoneón
in crescendo lentamente hacia una furiosa llamarada.
Abrí los ojos estimulado por la música y otra vez la caricatura de sus labios que se movían sin saberse absurdos, esforzando un
pausado, lánguido y dramático “perdón”.
El bandoneón se desbocó. Arrancó un viaje vertiginoso lleno
de perdigones que me herían por todos los rincones de mi alma.
Nunca nada ni nadie me habían hecho sentir tanto en tan precioso
momento.
En cámara lenta, ella me tiró un beso con su mano inconmensurable, pegó media vuelta y su pelo enmarañado en estúpido rodete
empezó a descender peldaños como un enorme hipopótamo que avanza hacia su caverna invernal. El contrabajo le marcaba el rumbo. Un
forcejeo de su mano izquierda, atorada en alguna imperfección del
pasamano, detuvo por dos segundos su descenso.
No atiné a abrir. No pude, no quise. Corrí hasta la ventana, iluminé de par en par la habitación y allá la divisé, caminando altiva, con
paso firme. Pretendía descubrir alguna duda en su marcha, alguna vacilación que la hiciera detener y mirar atrás; necesitaba legitimar la sinceridad de su “perdón”, la franqueza de su reaparición. En eso me debatía,
sosteniendo con estoicismo la fragilidad de mi decisión de no correr y
abrazarla, cuando vi sus dos manos entrelazarse por detrás de su cuello
liberando a su pelo, a su corazón y a su vida de todo tipo de ataduras. Su
cabeza se empezó a menear hacia los costados con tanta gracilidad, con
tanta seguridad y prestancia como el tango ágil, metálico, calambre y
revolución que me regalaban en ese instante el Gato Froilán y sus
muchachos. Una sonrisa de satisfacción se fue dibujando en mi rostro
mientras, al escuchar un acorde triunfal y conclusivo, contemplaba en
cinemascope la figura de Érika que doblaba la esquina para siempre.
115
Toda mi vida estaba ahí, en las imágenes de ese otoño revelador. La reaparición de Érika después de tanto tiempo de no verla, de
no hablarle, ya cansado de buscarla... Nuestro evidente final, ahora
rubricado en cuerpo y alma, y aquella bienaventurada música, estaban
inaugurando algo, incluso revalidando mi búsqueda como una estimulante experiencia que iba a cambiar desde entonces y por el resto de
lo que vendrá mi percepción del estado de las cosas.
Cuando aquella noche salí a dar una vuelta, tan sólo para disfrutar de mi nueva soledad, significativa fue la sorpresa que me causó
encontrar tirada en el rellano de la escalera una vieja cadenita de oro
con la imagen de San Benito impresa en una medalla.
Rebobiné en mi cabeza hasta llegar al momento exacto en que
Érika forcejeaba con el pasamano. Automáticamente me fui para atrás
en el tiempo. Me acordé del Tigre antes de empezar a tocar, de su foto
con Alice y de La Rocamora, entregando en piadosa ceremonia el
legado de una auténtica cabaretera.
116
Un final
Estar parado en la puta mitad de ninguna parte no es agradable. Uno padece el vértigo del aislamiento y todo gira en las penumbras del pensamiento. El sentir se torna esporádico. Las cosas vividas
se entrecruzan en ráfagas violentas sin detenerse nunca y los dulces
soplos de prosperidad aparecen y se alejan exentos de lógica.
La imagen que predomina desde mi centro de gravedad es una
inmensa topadora que avanza y avanza arrasando cuanta estructura o
estandarte se interpone a su paso. Cada ladrillo que vuela es un tango
que todo lo inunda y a cada tristeza identifica.
Me cuesta encontrar, sin embargo, aquel motivo o melodía
que acompañe mis buenos momentos: el risueño andar de una tarde
florida, el intenso fragor que se instala cuando alguna mañana Buenos
Aires parece mágica, la simple belleza de un lindo día, la lluvia que
amortigua los malos pensamientos, las noches desenfrenadas y la
espaciosa calma.
Reagrupar los ladrillos en nuevas estructuras a partir de lo
transcurrido, lo derribado y lo recuperado. Y ni qué hablar de sentir
Buenos Aires a las siete de la tarde cuando todo es sudor, vértigo, gritos salvajes, bocinas diabólicas, corridas apasionadas. Aquel ritmo
tambor, entrecortado y virulento de la ciudad que estremece. Que de
golpe duerme y en segundos es pura locura. Ese tango de furia, dolor,
humedad y amor con esperanza, esperanza que llega y que alcanza
hasta una próxima aventura. Ese tango que reivindique e identifique
mi “aquí y ahora”.
El Gato Froilán hace rato que empezó a gatillar colores buscando descifrar este mismo entuerto. En eso está todavía pero por
suerte ya encendió la mecha.
Haber encontrado a Érika lo cambiaba todo. Algo había explotado y mi tarea ahora era la de componer otra melodía que configurase el nuevo jardín de mis sueños.
117
Jamás olvidaré los divinos fantasmas que cobraron forma en
mi interior desde aquella noche en “La Buseca”, ni el patrimonio
feroz con que el tango y su entorno acribillaron mi desencuentro con
la subsistencia.
Me queda lo transitado y el fugaz encuentro de una mañana en
el bar con mi mentor, mi guía, mi amigo, quien, como siempre aunque distinto, desembuchó sus últimos acontecimientos:
–No hay que dormirse en los laureles de la gloria, Tiaguito. El
mundo es injusto con los ganadores y los honestos. Debí exigir algún
tipo de garantía antes de cerrar trato. Admito que existía una tácita
cláusula que imponía toda la vida si me excedía en la devolución
pero... no es posible pagar tantos impuestos por servicios defectuosos.
¿Vos sabés cómo morfa la zángana esa? Encima transpira aceite y
cuando duerme... No se qué hacer, hermanito. La cama me queda
chica y hay veces en que cuando intento aventurarme en su espesura...
me pierdo. Quise hablar con Rebottaro pero se niega a atenderme. Ni
siquiera le exijo que me devuelva los pascuales que puse, simplemente quiero... quiero... que se atreva a aceptar mis reclamos y charlemos
como gente civilizada. Con un subsidio, el que suscribe tendría
resuelta la cuestión. Es una carga muy pesada la del advenimiento
inhóspito que transita uno cuando se topa con el legado justo o injusto del destino inevitable. Soy ácrata por naturaleza, hermanito, y me
cuesta tolerar las certezas de la vida en pareja. Aunque acepto gustoso los beneficios. Vos no te imaginás, Tiaguito, el tamaño de esos
pezones. Son así, como mi pulgar. En mi vida había degustado nada
igual. Al fin y al cabo es un consuelo, la única escapatoria ante lo
incomprensible del cotidiano que me ha tocado en suerte. A veces me
le prendo y ahí sí, de repente la vida cobra un sentido apoteótico, el
instante supremo del presente incólume y continuo sintetizado en un
único segundo infinito. Vos no te das una idea, Tiaguito, la importancia de esas glándulas. ¡Tetas es amor! Ahora, ¿vos serías capaz de
creer que es la primera mujer que tiene olor en las tetas? ¿Vos te habías fijado que las tetas, por lo general, tienen el mismo olor que los
codos o las rodillas? Ahí la pifió Dios, Tiaguito. ¡Cómo no va a existir el olor a teta! Esto yo ya lo tengo conversado con Emilito
Acassuso, que estudia para bioquímico. Él piensa igual que yo y está
118
experimentando crear una esencia aromática que se pueda inyectar en
los pezones. ¿Sería fantástico, no? ¿Vos qué pensás? Soy un elegido,
Tiaguito. No puedo creer que ella sí lo tenga. Por ahí lo hago venir al
Emilio para que le extraiga alguna muestra y después la reproduzca en
el laboratorio. ¡Sublime! ¡Tengo “La Chancha” de la fragancia de oro!
“¡Ilumine la vida! ¡Aromatice sus tetas! ¡Olor a Gloria!”... dirían las
publicidades en radios y revistas.
Estaba hecho un vendaval. Lo dejé desahogarse todo de un
saque pues era placentero escucharlo así de contento. En un respiro,
me atreví a meter un bocadillo.
–¿Y ahora ella dónde está?
–La dejé en lo de una tía para que la cuide y se entretenga un
rato. Le gusta cuidar a la gente. Es muy buena. Tiene una gran vocación maternal. Quizá tengamos un hijo.
–¿Perdón?
–Sin comentarios dentro de lo posible. Acepto que últimamente me surcan aires de contradicción, Tiaguito, pero vos sabés que la vida
es muy dinámica. Quiero hacerme hombre de una buena vez. En algún
momento esto tenía que suceder. Uno ya está grande, ¿viste? Me viene
pasando que cada noche que excursiono en la Gloria me siento el padre
de la patria. De golpe me transformo y me agarra una terrible vocación
de héroe: tengo ganas de la conquista, el exilio y una muerte violenta.
Ya lo estuve charlando con mi futura esposa y ella está de acuerdo...
–¿Con qué parte está de acuerdo?
–Simplemente está de acuerdo, no me va a contradecir, no le
conviene. Hacemos una buena pareja, está cómoda y además...
–¿Y además qué?
–Le completé mi inconcluso poema de amor. ¿Vos te acordás
de la noche aquella en que te la mostré? ¿Aquella preciosa noche en
que nacieron mis deseos de expedición y conquista? –cerró los ojos y
se puso a recitar.
Jirón urbano desconectado y parco
Achicá tu belleza rústica y oscura
Que en el despelote de esta rula
Me descontrolo, me descontrolo
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Se reacomodó la luna
Cuando blanquié con tu negrura
La estándar cotidia
Que me desapasionaba
Hoy sos la reina de la noche
La mugre que necesitaba
La institución que pudre
Pero que acicala
Abarajame Negra
En tu dulce espesura
Y cuando acabe la contienda
Amamantame. Amamantame
Nunca lo había visto tan emocionado. Es más, creo que tampoco lo había visto con esa sensible faceta que acababa de extraer
desde lo más profundo de su corazón. Me acerqué y lo abracé. Era la
primera vez que abrazaba a mi amigo. Se dejó hacer avergonzado
pero feliz. Cuando nos separamos se sonrió apenas y me despeinó
cariñosamente.
–¿Y vos, en qué andás?
–Yo, bueno, que sé yo... tratando de interpretar algunos mecanismos, no todos; aprendí a disfrutar de ciertas naturalezas no entendiéndolas ni hurgándoles en cada resquicio. Alterno buenas y malas,
y ya no busco a nadie en particular de mi pasado inmediato.
Comprendí después de un tiempo que fue una burrada embarcarme en
ésa. Aunque no niego que llené mi bolsa de muchas cosas que eran
desconocidas para mí. Otros rumbos, otras tristezas, otros amores,
otros deseos...
Me miraba y me acariciaba paternalmente. Estaba luminoso,
risueño, brillante. Sin embargo, opacó su tono al decirme a modo de
sentencia:
–Estamos huyendo, Tiaguito, todo el tiempo estamos huyendo. Huimos de lo que no sabemos y avanzamos como locos hacia
otros “no sabemos”. Nuestro santo demiurgo es un borracho, ¿sabías
120
eso vos? Una noche de curda se le cayeron los papeles al piso, se le
mezclaron los argumentos y desde entonces cada mañana su afán
ordenador está librado a la buena del viento, que un día sopla para acá
y después de algún remolino para allá. Así son las cosas pero ¿quién
nos las explica, eh? Nadie. Por eso cada tanto nos conviene hacer un
alto, contener el dínamo, mirar para atrás y, si se puede y te lo permiten, también para adelante, respirar hondo, vislumbrar el paisaje y disfrutar del desayuno que nos alimenta para una jornada que puede ser
la última. Lo que no puede uno es estar solo, ¿entendés?
–Sí.
–Ahora, simple curiosidad, ¿llegaste a saber algo de... de...
¿cómo era que se llamaba?
Me causó gracia su aparente olvido.
–Érika.
–Érika, Érika. ¡Ah, cierto! Érika... también, como para no
olvidarla. Yo a una mujer con ese nombre la olvido para siempre.
Dale, contame, ¿la volviste a ver?
–Sí.
–¿Se hizo cabaretera nomás?
Hubo aquí una inconfundible pausa dramática. Rataplán me
miró fingiendo ansiedad pero no tanto. Yo lo miré igual, pretendiendo
descubrir la verdadera medida de su incertidumbre. Por fin, se rió y
me dijo desafiante:
–No te creo nada.
Se paró, me volvió a desengominar y enfiló para la puerta.
Antes de salir me dijo con cariño:
–Chau, Tiaguito. Nos vemos en la otra vida ¿sabés? Pero, eso
sí, quiero pedirte un favor...
Asentí moviendo la cabeza.
–... recordame por nuestra amistad, sólo por nuestra amistad.
Chau.
Y nunca más supe nada de él.
Santiago Solís
121
Epílogo l
Ingenioso, elegante, pragmático, entrador. Todas estas calificaciones merece Santiago Solís, un tipo al que conocí en circunstancias tan bien narradas por él. Lo que me imponen los hechos relatados
son ciertas aclaraciones que la verdad reclama y allanar el camino a
quien quiera saber qué fue realmente lo que sucedió, si es que esto
importare, puesto que bien puede uno quedarse con la campana
amena, sentimental, divertida y, por momentos, falaz que Santiago
describe.
Tipo solitario como pocos, su vocación por ficcionar a Buenos
Aires y sus noches de cabaret era su único objetivo. Aquella velada en
“La Buseca”, descripta de manera clara en sus registros, fue en realidad nuestro primer encuentro. Me sorprende haya trasladado al
“Abdulla Club” ese primer entendimiento siendo éste, como era, un
refugio de lo más desdichado, que la sola presencia del maestro
Cobián salvaba del incendio.
Me causan gracia también las palabras de admiración que
vierte sobre El Tigre Lorenzo, personaje a quien desde su inaugural
aparición odió con devoción pero, claro, le resultaba caro para sus
relatos.
El motor principal, el detonante de su inserción en el disparate tanguero fue la pérdida de su amor y su consecuente búsqueda.
Búsqueda que podríamos calificar, sin exagerar, de ficticia. Érika
nunca existió. La fue modelando a medida que avanzábamos y nos
íbamos adentrando en el mundo de la noche y del tango.
Este detalle, como tantos otros, muestran a las claras el interés fabulador de Santiago. Entusiasmo que naufraga, a mi entender,
con el nombre de su amada. Un personaje llamado Érika no puede ser
el afán de nadie. Es más, creo que así se llamaba una prima que una
vez me presentó y que era fea, pobrecita, como un tomate pisoteado.
Esto él lo sabía (lo de su prima y la rancia capacidad romántica del
122
nombre de su heroína), pero supongo que formaba parte del mar de
contradicciones sobre el que navegó tanto en su faceta rapsoda como
en su vida la de verdad.
De Pepita evidentemente extrajo el carácter tórrido de Érika;
de la fotografía de Alice, su fisonomía entre exquisita y explosiva; de
La Rocamora, la certidumbre de un destino inevitable; y de la muchacha aquella del tren, su aparente ternura y supuesta liviandad. En cada
paso descriptivo deja constancia de una indudable y fastidiosa insatisfacción, pues, valga aclarar, nunca lo vi tocar ni desear a ninguna
fémina. Queda claro en sus registros que su “amor por Érika” lo salvaguarda de algo que quizá era un claro impedimento físico o sensorial o como quiera llamársele. El Zorzal no fue el primero ni el último
personaje del tango a quien no se lo veía frecuentemente en concretas
citas ni tiroteos amatorios. Es más, en nuestra excursión a lo de la
madama francesa, él no se atrevió a tocar aquellas ”preciosas diademas” a las que yo me adherí como garrapata sedienta.
Su versión de aquel viaje al Rosario está poblada de sinceros
estados de melancolía a los que Santiaguito era tan afecto. Me da la
sensación de que se le superponen las descripciones de Cabral y de
Ciruela, pero no creo que este detalle implique nada relevante. El episodio con la “falsa Érika”, a pesar de sus esfuerzos narrativos, no me
emociona.
Lo que sí me resulta, digamos, sugestivo, es el “reencuentro”
con su heroína de papel; tal vez, el momento más logrado de su relato.
Y una más para no quedarme rengo, aquel recitado: “Desde
que descubriste tus miserias...”, que pone en mi boca, no era otra cosa
sino el germen de su famosa y única letra de tango, que fue la verdadera excusa de nuestras primeras y sinceras charlas. Admito que me
resultó conceptualmente interesante, opinión que le recalqué cuando
me la leyó.
Con estas palabras epilogares, no pretendo desmitificar a
quien con el tiempo se convirtió en un verdadero estratega del pensamiento tanguero, un sagaz mentor de historias que sólo Dios sabrá si
faltan o no a la verdad. Tampoco me moviliza ninguna solicitud malévola al contradecir unas pocas cuestiones registradas por mi amigo,
pero creo oportuno certificar, como parte del asunto, los datos biográ-
123
ficos tal cual ocurrieron y no andar falseando informa a la usanza de
tanto historietista oficial so pretexto, supuestamente, de salvaguardar
la imagen pública de sus creadores, cuando como bien da a entender
Santiago en algún pasaje, los tangos del Tigre o del Pibe tenían que
ver con sus exaltados modus vivendis y viceversa.
Ahora, cualquier recolector de palangana que extraiga de sus
decires máximas del dos por cuatro, encontrará cierta redundancia
petulante y alguna que otra frase inteligente, mezcla de poesía barata
y habladuría popular. Digo esto con todo el cariño y el respeto que me
merece Santiaguito a quien sólo le importaba el dinero por considerar
que el tango como empresa acabaría siendo un redituable negocio y
que sus falsas historias cabareteras impregnarían el éter milonguero
de nuevos y variados personajes que tanto bien le hacen a cualquier
mitología que con el tiempo se precie de tal.
Hoy, al cumplirse un año de su muerte, quiero rendirle un
justo homenaje publicando sus “Cabareteras”, manuscritos que guardé celosamente esperando el momento en que la vox populi tejiera,
por fin, los hilos de su nombre en las marquesinas que un creador tanguero como Santiago Solís se merece.
A modo de testamento quiero sentenciar: “¡Y que viva el
tango!”
Eugenio Rataplán
124
Epílogo ll
Cuando Eugenio Rataplán me acercó los manuscritos precedentes, carecía de tal modo de ingenio, simpatía e inteligencia que
dudé en prestar parte de mi precioso tiempo en analizar la veracidad
o siquiera algún tipo de valor literario en el contenido de tamaño
“Registro popular del cabaret”, como él lo llamaba. Acepté, sin
embargo, leer con detenimiento el material y a la brevedad comunicarme con él para hacerle una devolución.
Averigüé por unos amigos del ambiente nocturno que Eugenio
Rataplán era uno de los más grandes fabuladores con que contaba
Buenos Aires. Uno de esos pintorescos lunáticos queribles, con una
capacidad histriónica comparable a la de los grandes comediantes del
teatro argentino y, por qué no decirlo, mundial. Al recabar suficiente
información y anecdotario de tamaño personaje, entendí de qué manera burló mi entendimiento al actuar mendigo, infeliz, desamparado y
cobarde cuando me trajo sus escritos.
Me cautivó tanto la manera en que logró engañarme, precisamente a mí, que durante años he sido unos de los más grandes mentirosos de Buenos Aires, que al instante en que me relataron sus infundios supe que acabaría mandando a la imprenta estos “Registros cabareteros”.
Su plan era claro: publicar lo que sería su legado y la confirmación de vivir en contradicción pues, como me certificaron cientos
de voces, Eugenio Rataplán, aquel hombrecito menudo, inteligente,
sagaz y huidizo, era uno de los más acérrimos detractores del tango y
su entorno, al que calificaba de ridículo y falsamente viril (mucho de
esto puede descubrirse en sus dichos sobre el Mudo y más aún en su
bizarro epílogo no siempre coherente).
Su amor-odio, verificado en sus escritos, habla a las claras del
objetivo literario de este hombre que vivió y odió tan sólo para amar
y graficar como pocos un mundo –el del tango y el cabaret– a diferen125
cia de otros que, con pegajosa y absurda obsecuencia, alejaron durante tanto tiempo a este mundo y su atmósfera, rica desde todo aspecto,
de la profana y voraz enjundia con que los jóvenes se acercan al aura
de sus sueños.
Me enorgullece, pues, me haya tocado en suerte, como editor
y como tanguero, ser el hacedor de este sencillo legado. Quizás haya
influido el hecho (premeditado sin dudas) de que el protagonista de
estos relatos sea mi homónimo y el chiste de nominar al “amor perdido” igual que la madre de mis hijos. Atribuyo esto a simples y divertidas estrategias del autor para cautivarme.
Lamenté siempre no haber tenido un segundo encuentro con
Rataplán, quien, desde entonces, y una vez enterado de que se publicaría su obra, mandaba un elocuente mensajero para finiquitar los
arreglos. Con él sólo mantenía escuetas y monosilábicas charlas telefónicas que, por lo general, se encaminaban a finales abruptos por
excusas tan estrafalarias como: “Tengo que escuchar al Mudo”, ”Por
una cabeza es pornógrafo” o “Malena finge”.
Su “Y que viva el tango” como frase póstuma suena, después
de saber lo que postuló en vida, ridícula y oportunista. Por eso, para
terminar este breve epílogo sentenciaré con las palabras que solían
caer de boca de Eugenio Rataplán para concluir algunas de nuestras
opacas conversaciones telefónicas: “El tango es una mierda”.
Santiago Solís
126
Nota del editor
Eugenio Rataplán nació en la ciudad de Buenos Aires el 11
de noviembre de 1891 y murió en la ciudad de La Plata el 16 de febrero de 1965. Se le conocen muchos oficios pero se destacó sobre todo
en la restauración acrílica de mamposterías y obras de arte en descomposición.
Fue músico amateur, tocaba el violín y se le conoce un tango,
“La Catapulta”, grabado en 1945 por la orquesta de Francisco
Logiácomo. Supo incursionar en la actividad teatral sin demasiado
éxito aunque es reconocido hasta por sus detractores como un magnífico orador. Murió hablando.
FIN
127
Tangos citados
Pág. 68
Acquaforte de Horacio Pettorossi y J. C. Marambio Catán
Pag. 71
La reina del tango de Rafael Iriarte y Enrique Cadícamo
Pag. 72
Senda florida de Rafael Rossi y Eugenio Cárdenas
Pag. 90
La última curda de Anibal Troilo y Cátulo Castillo
128
Ìndice
Prólogo .................................................................... 7
Las rayas del Tigre .................................................. 9
El universo .............................................................. 13
El motivo ................................................................ 16
Canción animal ............................................................
18
Letra y música ............................................................
22
El Pibe .........................................................................
27
Las reglas del juego ............................................................
31
El descubrimiento de América ..............................................
33
La filosofía del corpiño .....................................................
39
Buscando a Érika ............................................................
42
El amor sin amor ............................................................
45
El sueño del antihéroe ........................................................
49
De película .............................................................. 54
El viaje ......................................................................60
Rosario de sensaciones ..........................................................
65
Búsqueda frenética ............................................................
75
Falso movimiento ............................................................
85
Secuencia interior ............................................................
87
Abriendo el telón de mi corazón ......................................
88
Pamplemús ..................................................................
92
Confesión ..................................................................94
Las medidas del amor .........................................................
96
La conquista de América ..................................................
100
Ser parte ......................................................................
107
Música del alma ............................................................
110
Un final ......................................................................117
Epílogo l ....................................................................122
Epílogo ll ..................................................................125
Nota del editor ............................................................
127
Tangos citados ............................................................
128
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revelados y La matriz, de Mauricio Castro
Tango percepción, de Mauricio Castro
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Tango y Género. Identidades y roles sexuales en tango argentino, de
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Gustavo Benzecry Sabá
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