Torturadores y sus víctimas, en América Latina Servando Ortoll* I. En su expresión sociológica más llana, la tortura representa aquel método que las fuerzas represivas del Estado utilizan para atormentar (en lo físico y en lo psicológico) a uno o más individuos privado(s) de su libertad. La tortura se justifica y fundamenta en la finalidad de obtener “confesiones” o de castigar disidentes. Extraer información por la fuerza o reprimir discrepantes son dos razones que legitiman los métodos brutales que el Estado ha utilizado en toda América Latina: así en la paz como en la guerra. Desde la perspectiva de los disidentes, al confinamiento -que comparten con otros individuos, presos por delitos comunes- y a la tortura se añade el conocimiento tácito de que, a diferencia de lo que pudiera ocurrirle a otros reclusos, sus familiares y colaboradores cercanos pueden caer también víctimas de !as fuerzas opresivas del Estado. La angustia de que la prisión y la tortura no estén limitadas a sus personas físicas se vue lve un arma devastadora en su contra. Arma que puede destruir la más tenaz de las resistencias psicológicas. La década de los años setenta significó para miles de latinoamericanos el confinamiento involuntario y, como colofones de éste, la tor tura y la muerte. México, lejos de apartarse de estas prácticas, secundó la norma latinoamericana: cientos de muertos o “desaparecidos” ates tiguan las formas más viles de privación de la libertad y abuso de poder. Pese a esto, son pocos los estudios mexicanos que sacan a luz los problemas que han enfrentado personas sometidas a estos métodos atroces. En otros países la situación es diferente. Poetas; artistas, escritores, periodistas, se han consagrado a la grave y crucial tarea de infor mar sobre la tortura en sus naciones. De ahí que al “leer” sus escritos podamos reflexionar en torno a cómo influir en nuestros países -México en este caso- para que cesen esas prácticas medioevales. En lo que sigue he seleccionado fragmentos de la obra de va rios autores que han escrito sobre la tortura. Dos palabras antes de iniciar: soy de quienes creen que en América Latina, para decir la verdad -y no morir en el empeño- debemos acudir a la literatura. De ahí que para discutir el tema me base en materiales que aparecen en nove las. Segundo, quiero reiterar que muchas de las situaciones relatadas sobre la tortura en otros sitios (ficticios y no) de América Latina han ocurrido, lamentablemente, en México. Aspiro -como estoy convencido que anhelan todos los autores que aquí cito- a que el recuento de sus métodos extremos no lleve a nadie a emplearlos en terceros. II. El periodista y ex propietario del diario bonaerense La Opinión, Jacobo Timerman, es, a buen seguro, la fuente más valiosa en torno a la tortura en América Latina. Treinta meses de confinamiento ilegal y de ser torturado en las cárceles clandestinas de Argentina lo convirtieron en autoridad indiscutible del tema. En su libro autobiográfico Preso sin nombre, celda sin número, publicado en español en la ciudad de Nueva York, Timerman reprodujo no sólo muchas de las ”sesiones” de tortura que experimentó, sino también las de otras víctimas del “sector duro” de los militares argentinos, de extrema derecha, que rigieron el destino de su país durante la * Servando Ortoll es profesor-investigador de El Colegio de Sonora, en dedicación exclusiva. segunda mitad de los setenta. De sus páginas rescato los métodos de tortura esenciales que llevaban a que los presos se “ablandaran”. Aunque se dude, hay pasos muy claros a seguir cuando se decide torturar a un individuo. Como parte del rito lo primero es “caer sorpresivamente sobre el ser humano sin permitirle crear algún reflejo, aunque sólo fuera psicológico, de defensa. El ser humano es esposado por la espalda, sus ojos vendados. Nadie dice una palabra. Los golpes llueven sobre el ser humano. Es colocado en el suelo y se cuenta hasta diez, pero no se lo mata. El ser humano es luego rápidamente llevado hasta [...] una cama de lona, o una mesa, desnudado, rociado con agua, atado a los extremos de la cama o la mesa con las manos y piernas abiertas. Y comienza la aplicación de descargas eléctricas. La cantidad de electricidad que transmiten los electrodos [...] se gradúa para que sólo duela, queme, o destruya. Es imposible gritar, hay que aullar”. 1 El tomar a las futuras víctimas por sorpresa es, en breve, decisivo: en las prisiones argentinas lo primero que los torturadores hacían era “pasarlos por la máquina [de tortura], aun antes de preguntarles quiénes eran. La primera sensación del preso tenía que ser una sesión de shocks eléctricos para que bajara las defensas, de entrada”.2 Otro tanto lo experimentaron los siquiatras, una vez que las fuerzas armadas argentinas concluyeron que ellos “conocían muchos entretelones de las actividades subversivas de la guerrilla urbana”,3 puesto que “los comba tientes recurrían a la psicología en busca de soluciones a problemas concretos, o para resolver desestabilizaciones emocionales”. 4 Los psiquiatras, según los militares, condicionaban al “terrorista urbano para la lucha clandestina”,5 ya que fortalecían “el espíritu de los guerrilleros cuando se sentían deprimidos por las dificultades de la vida clandestina”. 6 Sin más preámbulos, léase lo ocurrido a una psiquiatra por los pasillos del hospital bonaerense donde ejercía su profesión: “una mé dica es arrastrada por los cabellos, con las manos atadas a la espalda, por la larga galería de un hospital municipal en Buenos Aires. La arrastra un hombre corpulento vestido de civil. En determinado momento, la cubren con una manta, la echan sobre una camilla, y la introducen en un pequeño camión”. 7 Esto es lo último que se conoce de ella o de su paradero. III. A la tortura inicial le sigue el confinamiento. Un encierro en las mazmorras de edificios sucios, derruidos, en donde imperan las ratas, la inseguridad, días eternos, muros altos, retretes inmundos. Ese es, en suma, un “mundo de cucarachas, vómitos ya secos sobre las ropas, trozos de carne semicrudos comidos en el suelo”. 8 El preso político debe perder toda noción de tiempo y espacio: las luces permanecen prendidas en todo momento; al detenido se le cubren los ojos cuando acude al retrete o lo Jacobo Timerman, Preso sin nombre, celda sin número (Nueva York: Random Editores, 1981), 33. 2 Ibid., 8. He corregido ciertos errores de dedo de la impresión estadounidense, sin marcarlos en el texto. 3 Ibid., 93-94. 4 Ibid., 98. 5 Ibid. 6 Ibid., 93-94. 7 Ibid., 93. 8 Ibid., 91. 1 2 cambian de prisión. El recluso es prisionero de su soledad, de su aislamiento. Pasa de torturas e interrogatorios espeluznantes al silencio más absoluto. El cautivo pierde control sobre su persona: es una pieza más en el entramado político de un gobierno que busca permanecer en el poder, a toda costa. AI suplicio corporal le sigue el tormento psíquico. Se restringe al máximo la libertad de movimiento del prisionero. “La celda es angosta. Cuando me paro en el centro, [...] no puedo extender los brazos. Pero la celda es larga. Cuando me acuesto, puedo extender todo el cuerpo. Es una suerte, porque vengo de una celda en la cual estuve un tiempo -¿cuánto? - encogido, sentado, acostado con las rodillas dobladas”. 9 En ocasiones al detenido le angustia saber que la muerte -una muerte “inminente” - le aguarda, pero desconoce el momento (y la for ma) en que ésta ha de llegar. Otras veces es el prisionero mismo quien bus ca el desenlace final, sin alcanzarlo. Parte de la labor de los torturadores es controlar la vida del torturado: de ellos depende alargarla o atajarla. Los primeros saben que retardar la muerte del prisionero es prolongar su dolor, prorrogar su martirio. Cuando empieza el “largo aullido del ser humano” sometido a la “máquina”, alguien de manos suaves controla el corazón, alguien hunde la mano en la boca y tira la lengua para afuera para evitar que el ser humano se ahogue. Alguien pone en la boca del ser humano una goma para evitar que se muerda la lengua o se destruya los labios”. 10 Hay pocos pero importantes escapes a la tortura y al encierro: la víctima debe evitar oponerse al suplicio. “Una vez decidido que el ser humano debe ser torturado, nada hay que pueda impedirlo. Y es mejor dejarse llevar mansamente hacia el dolor y por el dolor, que luchar denodadamente como si uno fuera un ser humano normal: la actitud ve getal puede salvar una vida”. 11 Se debe, además, olvidarlo todo: “el recuerdo es el principal enemigo del solitario torturado. Nada hay más peligroso en esos momentos que la memoria”. 12 IV. La escritora chilena Isabel Allende, quien seguramente leyó a Timerman antes de componer La casa de los espíritus, se pronuncia, al menos en la primera de las sesiones de tortura, por el recuerdo, aunque éste se confunda con otros sentimientos. “Hubo un breve silencio a su alrededor y [Alba Trueba] hizo un esfuerzo desmesurado por recordar el bosque de pinos y el amor de Miguel, pero se le enredaron las ideas y ya no sabía si estaba soñando, ni de dónde provenía aquella pestilencia de sudor, de excremento, de sangre y orina, y la voz de ese locutor de fútbol que anunciaba unos goles finlandeses que nada tenían que ver con ella, entre otros bramidos cercanos y precisos. Un bofetón brutal la tiró al suelo, manos violentas la volvieron a poner de pie, dedos feroces se incrustaron en sus pechos triturándole los pezones y el miedo la venció por completo. Voces desconocidas la presiona ban, [...] pero no sabía lo que le preguntaban y solo repetía incansablemente un no monumental mientras la golpeaban, la manoseaban, le arrancaban la blusa [...]”. 13 Ibid., 4. 33. 11 Ibid., 35. 12 Ibid., 36. 13 Isabel Allende, La casa de los espíritus (México: Editorial Diana, 1992), 360. 9 10 Ibid., 3 En una segunda sesión, Allende coloca en su heroína la fuerza de la rebeldía que, como ya sabemos por Timerman, equivale al suicidio: “Ella no obedeció. La desnudaron con violencia, arrancándole los pantalones a pesar de sus patadas. [...] Luchó contra [su torturador Esteban García], gritó por él, lloró, orinó y vomitó por él, hasta que se cansaron de golpearla y le dieron una corta tregua [...]. Dos manos la levantaron, cuatro la acostaron en un catre metálico, helado, duro, lleno de resortes que le herían la espalda, y le ataron los tobillos y las muñecas con correas de cuero”. 14 Y luego el resto sucedió: “ella sintió aquel dolor atroz que le recorrió el cuerpo y la ocupó completamente y que nunca, en los días de su vida, podría llegar a olvidar. Se hundió en la oscuridad”. 15 Mario Vargas Llosa, en su "novela" realista La fiesta del chivo, relata el inédito caso del célebre asesinato del dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo, ultimado por un grupo de militares el martes 30 de mayo de 1961. Lo extraño del asunto es que, pese a que la conjura resultó en un logro total, los mismos militares tardaron en apoderarse del país, permitiendo así que la familia Trujillo retomara las riendas del poder. La que sigue es la descripción de la captura de uno de los conspiradores. Los métodos son similares a los relatados por Timerman y Allende. ¿Leyó también Vargas Llosa el clásico de los torturados? El detenido se encuentra frente a la El Nueve, conocida residencia de tortura. “Ahí estaba la famosa casa, en el kilómetro nueve, [...] rodeada de un alto muro de concreto. [...] Lo bajaron a empellones del [auto que lo conducía]. Atravesó un pasillo en penumbra, con celdas donde había racimos de hombres desnudos, y lo hicieron descender una larga escalinata. Se sintió mareado por un olor acre, punzante, a excrementos, vómitos y carne chamuscada. Pensó en el infierno. AI fondo de la escalera apenas había luz, pero en las semitinieblas alcanzó a percibir una hilera de celdas, con puertas de hierro y ventanitas con barrotes, atestadas de cabezas, pugnando por ver. AI final del subterráneo, le arrancaron a jalones el pantalón, la camisa, el calzoncillo, los zapatos y los calcetines. Quedó desnudo, con las esposas puestas. Sentía las plantas de los pies mojadas por una sustancia pegajosa, que manchaba todo el piso de losetas sin desbastar. Siempre a empujones, lo hicieron entrar a otra habitación, casi totalmente a oscuras. Allí lo sentaron y amarraron en un sillón descoyuntado, forrado de placas metálicas tuvo un escalofrío - con correas y anillos de metal para manos y pies". 16 Lo dejaron respirar. Poco después uno de quienes lo ató “empezó a vaporizar el aire y él reconoció ese perfume barato, Nice, que publicitaban en las radios. Sentía el frío de las láminas en los muslos, las nalgas, la espalda, y al mismo tiempo transpiraba medio ahogado por la candente atmósfera”. 17 Comenzó el interrogatorio. Iba a contestar a una acusación cuando “la descarga eléctrica lo levantó y aplastó contra las ligaduras y anillos que lo sujetaban. Sintió agujas en los poros, la cabeza le estalló en pequeños bólidos ardientes, y meó, cagó y vomitó lo que tenía en las entrañas”. 18 La suerte del conspirador estaba echada: Ramfis Trujillo, hijo del dictador, dirigía personalmente las sesiones de tortura. Quería vengarse, pero a la vez ratificar el nombre de la 14 Ibid., 362. 363. 16 Mario Vargas Llosa, La fiesta del chivo (México: Aguilar, 2000), 429-430. 17 Ibid., 430. 18 Ibid. 15 Ibid., 4 cabeza del complot. Le interesaba por ello más atormentar a Salvador Estrella, hijo del general Piro Estrella, que interrogarlo. Salvador tenía sus días contados, pero esos días no pasarían en vano. “Una segunda descarga volvió a catapultarlo contra las amarras -sintió que sus ojos saltaban de sus órbitas como las de un sapo- y perdió el sentido. Cuando lo recuperó, estaba en el suelo de una celda, desnudo y esposado, en medio de un charco fangoso. Le dolían los huesos, los músculos, y sentía un ardor insoportable en los testículos y el ano, como si los tuviera desollados. Pero, más angustiosa era la sed; su garganta, su lengua, su paladar, parecían lijas ardientes”. 19 Quien se interese por tener más detalles sobre las torturas que sufrieron los complotistas en manos de individuos dirigidos directamente por Ramfis Trujillo, deben acudir a la obra de Vargas Llosa. Baste enumerar algunos hechos: sentaban a los conjurados en el “Trono” –“asiento de jeep, tubos, bastones eléctricos, vergajos de toro, garrote con cabos de madera para estrangular al prisionero a la vez que recibía las descargas”- que era la misma “máquina” de que habla Timerman en sus memorias; golpeaban a los presos políticos con porras forradas de goma; los azotaban con los vergajos de toro -llamados también “huevos de toro” que arrancaban a jirones la piel de los apaleados; los quemaban con cigarrillos. Todo esto para no mencionar el constante hedor a excremento y a “carne chamuscada” que se percibía a toda hora en el recinto. El Nueve quedaba lejos del paraíso. El general José René Román Fernández -alias Pupo-, cabeza indecisa de la conjura, constató este hecho. Después de detenerlo las fuerzas de Ramfis Trujillo y llevarlo a un primer lugar para interrogarlo, lo condujeron, como al hijo del gene ral Estrella, a El Nueve. En El Nueve “lo desnudaron y sentaron en la silla negruzca, en el centro de una habitación sin ventanas y apenas iluminada. El fuerte olor a excremento y a orines le dio náuseas. La silla era deforme y absurda, con sus añadidos. Estaba empotrada en el piso y tenía correajes y anillos para sujetar los tobillos, las muñecas, el pecho y la cabeza. Sus brazos estaban revestidos de placas de cobre para facilitar el paso de la corriente. Un manojo de cables salía del Trono para un escritorio o mostrador, donde se controlaba el voltaje”. 20 El interrogatorio principió. Ramfis Trujillo lo encabezaba. Sabía el general Román que de ésta no saldría con vida. La pregunta era cuándo saldría, cuántas torturas, descargas y humillaciones tendría que sufrir antes de que la hora llegara. Por lo pronto contestó a las preguntas de manera general y patriótica. El hijo del generalísimo Trujillo no estaba de humor para escucharlo. “Ramfis movió la cabeza y Pupo se sintió lanzado con fuerza ciclónica hacia delante. El sacudón pareció machacarle todos los nervios, del cerebro a los pies. Correas y anillos le cercenaban los músculos, veía bolas de fuego, agujas filudas le hurgaban los poros. Resistió sin gritar, solo rugiendo. Aunque, a cada descarga [...] perdía el conocimiento y quedaba ciego, volvía luego a la conciencia. Entonces, sus narices se llenaban de ese perfume de sirvientas. Trataba de guardar cierta compostura, de no humillarse pidiendo compasión”. 21 En un momento de su tortura “le sujetaron los párpados a las cejas con esparadrapo”: querían impedir que durmiera. Cuando caía en la “semiinconsciencia” los torturadores “lo despertaban golpeándolo con bates de béisbol”. Le dieron de comer lo inenarrable. Los hombres de Ramfis querían degradar al máximo la humanidad del ex Gene ral. Le quitaron luego los 19 Ibid., 431. 423. 21 Ibid., 424. 20 Ibid., 5 esparadrapos, ceja y todo, para coserle los párpados. Así podría dormir. La tortura se alargó. El ex General supo, cuando lo castraron, que el final se acercaba. “No le cortaron los testículos con un cuchillo, sino con una tijera, mientras estaba en el Trono. [...] No les dio gusto de gritar. Le acuñaron sus testículos en la boca, y se los tragó, anhelando que todo esto apresurara su muerte, algo que el nunca sospechó podía desearse tanto”. 22 Cuando Ramfis supo que le quedaban sólo unas horas, decidió él mismo ultimarlo: “con felicidad, el general José René Román sintió la ráfaga final". 23 V. Mario Benedetti, autor de Pedro y el capitán, aborda el problema de la tortura desde otra óptica: la del torturador que depende del torturado -y de sus confesiones- para su supervivencia psicológica. Cito de nuevo a Timerman, quien se refiere esta vez a la relación entre tor turador y torturado: “ambos parecen sentir que hay algo que necesitan en el otro: el torturador, la sensación de su omnipotencia, sin la cual quizás se le haría difícil ejercer su profesión; el torturador necesita de la necesidad del torturado; y el torturado encuentra en su torturador una voz humana, un diálogo sobre su situación, el ejercicio de algo de su condición humana: pide piedad, ir al lavatorio, un plato más de sopa, pregunta por el resultado de un partido de fútbol”. 24 Pecaría de repetitivo si sostuviera -como me encantaría hacerlo- que al igual que Allende y Vargas Llosa, Benedetti parece haber leído a Timerman. Prueba de ello sería que la cita anterior es, a grandes rasgos, una síntesis de Pedro y el capitán. No habría más que leer la obra -un diálogo en cuatro capítulos entre torturador y torturado en el transcurso del cual se manifiesta el deterioro psicológico del primero y el dominio político del segundo- para corroborarlo. Pero esto, a fin de cuentas, parece imposible: Benedetti publicó su obra por primera vez un año antes de que aparecieran las memorias de Timerman... De “el capitán” -el torturador que resulta ser coronel- son estas palabras: “soy el único que te puede conseguir alivio en las palizas, brevedad en los plantones, suspensión de picana, mejora en las comidas, uno que otro cigarrillo...”.25 La picana, “instrumento de tortura que se utiliza para aplicar descargas eléctricas en determinadas partes del cuerpo”, según mi diccionario Clave, equivale a la “máquina” de Timerman y al “Trono” de Vargas Llosa. La electricidad, puede apreciarse, es el mejor aliado del torturador de los últimos dos siglos. Pero no sólo dependen los torturadores de la electricidad; sino que también los médicos. En el monólogo que sigue, cuando Pedro empieza a dar muestras de delirio, habla de cómo reaccionan los atormentadores, cuando ocurre un corte de corriente: “en plena sesión de picana, sobrevino el apagón [...]. Y pobres, los mastodontes no sabían qué hacer, porque sin corriente no son nada. Y estaba aquella muchacha con la picana en la vagina, y cuando vino el apagón no sé cómo les pudo dar una patada. Y el bestia prendió un fósforo, pero la picana (ríe) no marc ha a fósforos. (Ríe a carcajadas). No marcha a fósforos. [...] Quedaba la pileta, claro, con su agüita de mierda y sus soretes boyando, pero es difícil hacerlo a oscuras. La pileta no es eléctrica, claro, pero a veces le dan su corrientita. Y no es confortable hacerlo en mitad de un apagón. A oscuras 22 Ibid., 425-426. 426. 24 Jacobo Timerman, Preso sin nombre, celda sin número, 38. 25 Mario Benedetti, Pedro y el capitán (México: Alfaguara, 1988), 15. 23 Ibid., 6 no puede saberse cuándo el tipo no da más. El doctor precisa buena iluminación para diagnosticar la proximidad del paro cardiaco. [...]”. 26 Electricidad; mastodontes sin recurso cuando ésta se les esca pa; interrogadores caídos en enormes crisoles sin escapatoria; torturados que luchan hasta la muerte. ¿Cómo resumir, cómo transmitir lo que ocurre en las cárceles clandestinas de nuestra América Latina? ¿Cómo evitar su propagación dentro de nuestras fronteras? ¿Cómo enunciar la sentencia -y triunfar en el intentodel "nunca más"? Páginas arriba subrayé, quizá demasiado deprisa, por la ansiedad que esto me provoca, que un poder irresistible que tienen los torturadores sobre los torturados es que, para los primeros, no hay fronteras: no hay muros que los detengan. Pueden salir ellos de las prisiones clandestinas, secuestrar a las familias -madres, esposas, hijos, hermanos- de los secuestrados y torturarlos. Parte importante de la tortura es que no tiene fronteras, muros de contención, respeto por la vida -física y psicológica- de los “perdedores”. Si cierro con estas reflexiones no es sino porque ésta me parece la dimensión irrefrenable de la tortura: caer en la cuenta que el tormento no acaba con los torturados dentro, sino fuera del recinto en donde éste se perpetra: en las calles de la ciudad, en los hogares de los torturados, entre los familiares que aún se encuentran en “completa” libertad. Digo todo esto porque quizá el ejemplo más espeluznante de la tortura que haya caído en mis manos no ha sido la obra de Michel Foucault, Vigilar y castigar, ni muchas otras que he leído o consultado a partir de los años setenta. La obra para mí más aterradora fue creada entre 1922 y 1932, en las ciudades de Guatemala y París, escrita por un -¿debo ser reiterativo?latinoamericano: Miguel Ángel Asturias. Y el abismo de la mar literaria se abrió para siempre entre Asturias y Vargas Llosa cuando este último decidió dedicarle páginas enteras a la descripción de la tortura física en las personas de los conspiradores, ignorando -quizá también para siempre- que la verdadera tortura (de ahí la invaluable recomendación de Timerman de olvidar) se cristaliza en el temor a perder lo que se ha dejado atrás: no en el tiempo, sino en el espacio. El prisionero del calabozo numero 17 (ya que proporciono el número de la celda, debo también suministrar su nombre) es Miguel Cara de Ángel, ex favorito del Señor Presidente, caído de la gracia divina (léase política) por un banal error de cálculo. Cara de Ángel se encuentra, al final de la novela, pudriéndose en lo físico, tras soportar lo inde cible las torturas que sus verdugos le han infligido durante años. Falta llegar al punto final, exterminarlo a él y a su memoria, pero Cara de Ángel se resiste: guarda en su mente una imagen indeleble: “sin aire, sin sol, sin movimiento, diarréico, reumático, padeciendo neuralgias errantes, casi ciego, lo único y lo último que alentaba en él era la espe ranza de volver a ver a su esposa, el amor que sostiene el corazón con polvo de esmeril”. 27 El plan para aniquilarlo, es hacer patente su martirio. Recordarle a él, a Cara de Ángel, que la tortura consiste en permanecer, impotente, dentro de los muros de su prisión, incapacitado de 26 Ibid., 42-43. 27 Miguel Ángel Asturias, El Señor Presidente (México: Editorial Océano, 1998), 371. 7 cambiar (o proteger) los destinos de quienes se encuentran fuera de ellos. El vehículo para destruir al ex favorito desde el interior, es otro prisionero -de nombre Vich- que se presta a entablar amistad con Cara de Ángel a cambio de su libertad y unos cuantos dólares. Dejo la pluma del maestro Asturias que cuente el resto. “El prisionero del [calabozo] diecisiete, le preguntó [a Vich] qué delito había cometido contra el Señor Presidente para estar allí donde acaba toda esperanza humana. [...] Vich acabó por soltar la lengua: ‘Polígloto nacido en un país de políglotos. Noticias de la existencia de un país donde no había políglotos. Viaje. Llegada. País ideal para los extranjeros. Cuñas por aquí, por allá, amistad, dinero, todo... De pronto, una señora en la calle, los primeros pasos tras ella, dudosos, casi a la fuerza... Casada. Soltera... Viuda... ¡Lo único que sabe es que debe ir tras ella! ¡Qué ojos verdes tan lindos! ¡Qué boca de rosoli! ¡Qué andar! ¡Qué Arabia felice!... Le hace la corte, le pasea la casa, se le insinúa, mas a partir del momento en que intenta hablar con ella, no la vuelve a ver y un hombre a quien él no conoce ni nunca ha visto, empieza a seguirlo por todas partes como su sombra... Amigos; ¿de que se trata? Los amigos dan la vuelta. Piedras de la calle, ¿de qué club se trata?... Las piedras de la calle tiemblan de oírlo pasar. Paredes de la casa, ¿de qué se trata? Las paredes de la casa tiemblan de oírlo hablar. Todo lo que llega a poner en limpio es su imprudencia: había querido enamorar a la prefe... del Señor Presidente, una señora que, según supo, [...] era hija de un general y hacía aquello por vengarse de su marido que la abandonó... ‘El susodicho informa que a estas palabras sobrevino un ruido quisquilloso de repetir en tinieblas, que el prisione ro se le acercó y le suplicó con voz de ruidito de aleta de pescado que repitiera el nombre de esa señora, nombre que por segunda vez dijo el susodicho... ‘A partir de ese momento el prisionero empezó a rascarse como si le comiera el cuerpo que ya no sentía, se arañó la cara por enjugarse el llanto en donde sólo le quedaba la piel lejana y se llevó la mano al pecho sin encontrarse: una telaraña de polvo húmedo había caído al suelo... ‘[...] la partida de defunción del calabozo número diecisiete se asentó así: N.N.: disentería pútrida. ‘Es cuanto tengo el honor de informar al Señor Presidente...’” 28 28 Ibid.., 8 371-372.