Elena Albornoz - Hugo Viademonte

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Elena Albornoz
ELENA ALBORNOZ
A Daniel, bahiense vergonzante
Elena Albornoz
“A vos que te gustan las historia raras de la gente común tendrías que escribir la de Elena Albornoz de Bahía Blanca...” me dijo
mi amigo Edgardo mientras se bebía un anís español “Chinchon”,
tan fuerte como el raki turco, menos dulce quizá. Lo tomaba al estilo “palomita”, dos vasos, no copas, en la mesa, una de ellas con
un poco de agua y varios cubitos de hielo, el otro, un vaso chico,
de raki. Se agrega el raki al agua y al caer toma un color blanco
traslúcido. Se bebe esa agua enfriada, anisada, a tragos breves de
golondrina. Si se tiene firme el pulso, la bebida se va tornando cada
vez más alcohólica por consumo del agua; exactamente al revés
que el whisky on the rock, por ejemplo.
Edgardo es una avecilla del Señor. Menudo, de cutis blanco,
parece frágil. Su inteligencia es como una bandera roja, se ve desde lejos en sus ojos azules, vivaces, siempre interrogando. Toma
su raki con todo el ceremonial de reglamento, pero es capaz de
beber la chicha mascada del alto Perú, esa que preparan las indias
masticando la algarroba y escupiéndola en un cuenco de madera.
Cuando hay suficiente se deja fermentar, se le agrega agua, se cuela, y se bebe el líquido resultante. No todos los rubios son capaces,
y ciertamente tampoco todos los morochos, de beberla.
“Tenés que ir a Bahía Blanca y allá buscar esa historia. Te
va a gustar”. Edgardo sabe de esto porque es periodista veterano,
de los que se van muriendo sin reemplazo. Buen testigo del siglo
XX ha entrevistado a 20 o 30 Presidentes, 6 norteamericanos, una
decena de europeos, la mayoría latinoamericanos. Es culto en el
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sentido noble de la palabra, de los que citan a Shakespeare sin
nombrarlo, trenzado en una charla cualquiera y sin herir a nadie
con erudición, y ahora enseña a pichones de halcones como deben
volar. Vive en Washington, exactamente en Virginia a orillas de
Potomac, en un departamento amplio en medio de un bosque de
opereta, y en primavera sale a caminar al atardecer: “Está lleno de
ardillas que corren por todas partes. Yo no voy a mirarlas, paseo
con ellas como un hermano”, me dice.
Protesto: “A mi no me gustan las historias raras, la vida es
rara, desprolija”, se ríe, lo ha dicho para provocarme y he vuelto
a caer; ya discutimos eso hace casi 10 años, pero le gusta dibujar
con el cuchillo.
En el otoño siguiente voy unos días a Bahía Blanca en busca
de esa historia. Me alojo en el Hotel del Sur, en las habitaciones de
los pisos 9 o 10, los últimos. Desde la terraza se tiene a la ciudad a
los pies como fotografía impiadosa de lo monótono y chato.
Bahía Blanca está 700 kilómetros al sur de Buenos Aires,
aquí termina la feraz pampa húmeda, y de aquí al sur hay que trabajar en serio para criar una vaca, cosechar trigo o soja. A comienzos del siglo XX Bahía Blanca comenzó a llamarse a si misma la
Capital del Sur, en una competencia imposible con Buenos Aires.
Tenía un puerto natural, cenagoso, pero habilitable, por la que salía un río de cereales y carnes hacia Europa. Para vigilar a Bahía Blanca, la marina encontró un muy buen sitio para instalar la
Base Puerto Belgrano, la mayor base naval argentina, una ciudad
inglesa, con sus casas de oficiales al estilo de los regimientos de
la India. Groseramente se dice que en la Argentina el Ejército es
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alemán, la Marina inglesa y la Aeronáutica norteamericana. Como
todo lo grosero tiene su parte de verdad.
Para vigilar a la Marina, el Ejército instaló allí el Quinto
Cuerpo, con jurisdicción sobre casi toda la patagonia. No obstante
la ciudad es bastión de la armada, y la han enriquecido miles de
inmigrantes que atraídos por la pujanza del puerto comenzaron a
trabajar sus tierras. Esta afluencia de inmigrantes también marcó la
ciudad en un cuadro de vida tranquila, sosegada, moderación en las
costumbres. No sobresalir. Nada de ostentación. Los movimientos
sociales de la Argentina fueron apagando las luces de Bahía Blanca hoy superada en la realidad y en los sueños por otras ciudades
patagónicas, pero le han quedado sus plazas grandes, cuadradas,
un cementerio italianizante, con esculturas en cemento y el dolor
escrito con letras grandes y signos de admiración. Flores de papel
de colores porque las naturales se marchitan en pocos minutos. En
verano puede hacer 40º centígrados con vientos de 70 kilómetros
por hora. Un horno de deshidratación, una nube de fina arena cubriendo la ciudad, y en los bancos trabajando empleados con traje
y corbata que tratan cuidadosamente a los ricos de la zona. En invierno 5º grados bajo cero y los mismos vientos. Si no tiene nada
que hacer no lo haga en Bahía Blanca.
Decido comenzar a rastrear a Elena Albornoz al otro día por
la mañana, con una estrategia que no puede fallar. A las 10 y media
me dirijo a la plaza principal y frente a ella está el diario “Nueva
Provincia” al que en voz baja llaman “La Voz de la Base” por su
adhesión espontánea a la línea política de la marina. Pregunto por
Pedro Pascuali y me hacen pasar. Es un veterano periodista más
cerca de la lira que de la guitarra. Los dientes manchados del ciga-5-
rrillo, con ceniza en las solapas de su traje oscuro, lentes de marco
negro y cristales redondos, la imagen de lo que ya fue y se cae a
pedazos. Nada confiable se puede esperar de este hombre juzgando
por las apariencias. Lo conozco desde hace muchos años cuando
yo atendía un negocio en el sur y hacía pivote en esta ciudad. Un
saludo amistoso, casi efusivo y mi invitación para almorzar más
tarde en una parrilla que a él le gusta. Los ritos se cumplen con la
liturgia rutinaria que evita toda sorpresa y da tanta paz.
Nos separamos y me quedan dos horas hasta esperarlo en
una mesa de mantel blanco, vino tinto “Caballero de la Cepa” que
a él todavía le gusta, y del que beberá dos botellas con mi modesta
contribución. A las 7 de la tarde escribirá diáfanamente su nota para
el diario llena de sabiduría pueblerina, atacando o no al intendente,
descubriendo un homicida, criticando al gobierno nacional, según
corresponda, de acuerdo con la pituitaria de la Voz de la Base.
Llega puntualmente al restaurant. No tengo que pedir el
vino, se lo traen. Es conciente que lo he venido a ver por algo preciso y no pierde tiempo en preguntar. Le cuento mi búsqueda y responde: “Sí, si lo de Elena Albornoz...cómo no lo voy a recordar!”.
Por la calle pasan pesados camiones transportando 25 toneladas de
cereales a granel o fruta del alto valle. A veces chicos con cara de
hambre nos hacen señas desde la vidriera pero no se animan entrar.
Está prohibido que los pobres molesten a los ricos cuando comen.
Nos esperaran a la salida, como caballos flacos. Hoy no hay viento
y el sol parece sino estar contento de alumbrar Bahía Blanca, al
menos resignado, con buen humor. Unas gaviotas callejean por el
cielo en su vuelo planeado como avisando que el mar está cerca,
pero no precisan buscar peces en el agua para comer. Están abur-6-
guesadas y solo comen trigo, o maíz que se le cae a los camiones.
Cuando traen soja se la dejan a los gorriones que son los chicos
pobres de ellas.
“La que vive es la hija, Cecilia, maestra jubilada, ella te
puede contar todo. Figura en la guía de teléfonos pero usa el apellido de su madre. Nunca se casó. Acá ya casi nadie se acuerda de
eso, pero fue importante”. Se que de ahora en más no agregará una
palabra a la historia. Ya me puso sobre la pista y es el precio que él
considera justo para una parrillada con “Caballero de la Cepa”.
Nos ponemos a charlar de cualquier cosa y aquí aparece el
otro Pascuali, el que sabe todo del último siglo de Bahía Blanca.
Toda historia que merezca ser contada estará archivada en su cabeza, los asesinatos políticos y de los otros, el hijo bastardo del
párroco de Santa Cecilia, la hija enana del hacendado más rico, el
bordado más variopinto, con hilos de todos los grosores, de todas
las calidades que forman la alfombra de una ciudad provinciana,
en la que no pasa nada aparentemente, y que muchas veces, puertas
adentro es un nudo de víboras. Pascuali sabe todo y es verbalmente
el cronista de la villa, aquel viejo cargo español que designaba al
que tenía por ocupación ser el reservorio memorioso.
Mientras toma su decimoquinta copa le calculo la edad,
unos 70 años; le resto el deterioro del tabaco, 10 años; le sumo la
experiencia de su observatorio, la gama de sus amistades o fuentes; le resto la tos y carraspera de un cáncer que anda por ahí, y
continúo haciendo una suma algebraica que resuelta, me anticipa
que se morirá en cuatro años. Es probable que sea la última vez que
lo vea vivo, no viajo seguido ya a Bahía Blanca. Pienso que esta
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despedida hay que celebrarla, entonces, y cuando pido dos cafés le
agrego dos Carlos I, un sólido brandy de Domecq. Hasta Pascuali
se asombra: “¿Que estamos festejando?”, me dice y no me animo
a decirle que su tren ya está para partir. Sin duda que él lo sabe y
ya tiene las maletas listas. ¿Estará casado, tendrá hijos, dejará algo
escrito? Me asusta descubrir que a lo mejor yo soy el Pascuali de
Pascuali y que será mi memoria y mi crónica la que postergue la
declinación de esta luz que se está apagando. En lo que resta de la
tarde tendré que buscar a Cecilia Albornoz para pedirle la historia.
A las 5 de la tarde la llamo por teléfono desde el hotel. Me
contesta una voz clara, de buena dicción que responde sin titubear.
Yo me disfrazo de redactor de una revista de Buenos Aires que he
venido a Bahía Blanca para conocer de primera mano la historia
de Elena Albornoz que fue tan importante en su momento. Me interrumpe cortés pero decidida: ”Para mi lo sigue siendo”. Trato
de ocultar mi inestabilidad inicial, el hecho que no tenga la menor
idea de que se trata la historia, pero ella en todo caso supondrá que
yo lo se y nada me pregunta. Con buena fe provinciana me cita a su
casa al otro día a las 10 de la mañana. Le menciono como al pasar
que su nombre me lo dio Pascuali el redactor de la Nueva Provincia. “Lo pensé”, me dijo sorprendiéndome.
Cuelgo el teléfono y advierto mi soledad. Son las 5.20 de la
tarde, estoy en la habitación 914 del Hotel del Sur, en Bahía Blanca, y tengo que matar el tiempo, nunca mejor dicho, hasta la hora
de la cena. Salgo a la calle y me siento a tomar un café frente a la
plaza San Martín. Me da la impresión que cada uno que pasa tiene algo que hacer, que soy el único desocupado de la ciudad, que
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todos tiene una tarea eslabonada con algo que hicieron y algo que
harán. Los veo como hormigas caminando por las calles, llevando
la hoja recién cortada arriba del hombro, por el camino trillado,
la depositarán en la despensa, volverán a salir a buscar otra, luego dejarán de trabajar, comerán, no se si las hormigas duermen, y
seguirán haciendo lo que tiene que hacer hasta que un zapato las
pise, una abeja las ataque, o se mueran de viejas.
De casualidad tomo el diario del día y leo por encima las noticias locales: nació una hija del joven matrimonio...chocaron dos
vehículos... asaltaron una panadería... murió una chica en un aborto que le hizo la tía con agujas de tejer. En alguna parte las hormigas están vivas, aman, se odian, se ayudan, se matan entre ellas.
Nada de esto parece que le ocurre a la gente que está en la Plaza o
que atraviesa la sombra del General San Martín, negra, reflejando
plana su caballo encabritado y el dedo señalando hacia el oeste.
Quiero encontrar un hombre tranquilo que amistosamente
me hable de un libro que leyó, de sus problemas con su mujer, y
me prometo contestarle con la misma moneda. Quiero un desconocido para charlar de las cosas que no puedo hablar con mi esposa,
le quiero decir todo lo que me molesta de ella, las veces que me
veo a mi mismo comiéndome mi cinturón de cuero, masticando
despacio desde la punta, sin un vaso de agua, y con el presagio
agorero de alguién que me dice lo difícil será la hebilla. Con los
dos pulgares quiero apretar mi ántrax en el cuello y sentir que salta
el pus caliente y que me duele muchísimo, y que queda latiendo
como una bomba de tiempo; pero con la confianza que a partir de
ese momento viene la mejoría. Pero solamente masco el cinturón
que cada vez se hace más largo.
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Aparece un gnomo negro que se desplaza medio oblicuo y
que lleva su cascarón de caracol a un costado, en lugar de llevarlo
en el lomo, emite unos sonidos que no entiendo y se echa a mis
pies tomándome una pierna. Hace algo, luego toma la otra pierna
y sigue manipulando con cosas que saca de su marsupia, Me tira
de los pantalones suave pero firme. Terminó de lustrar mis zapatos
y quiere cobrar dos pesos por su trabajo. Se los pago como si llovieran desde mi bolsillo los monedas necesarias porque mi cabeza
ya está charlando con una muchacha treintañera, deportista, que
hace 4 años vive en Bahía, que tiene amigos “gente interesante”
de su edad, algunas en pareja, otros rebotados de uno o dos matrimonios, que salen a navegar, que hacen vida de club, magníficas
instalaciones, un restaurante excelente, y me pregunta que hago
yo, y charlamos e intento mirarle los pechos que se mueven como
chicos traviesos debajo de su blusa verde suave, con la pequeña
libertad que les concede un corpiño de satén, blanco, que me deja
ver algo de los bultos, me esconde los pezones oscuros, y pienso
mientras le hablo de literatura donde estará el hotel más próximo
para llevarla, por que seguramente no querrá ir a mi hotel, donde
estará gente que potencialmente puede conocerla.
El gnomo pasa por la vereda como aconsejándome prudencia, sin darse cuenta que va a la cola de una serpiente multicolor
de niños que salen de las escuelas, y que en las variaciones de los
tonos de sus uniformes está el lenguaje si van a María Auxiliadora, a Don Bosco o el blanco neto de las escuelas municipales. Una
chica, alta, flaca y granujienta, con vociferante 14 años y piernas
de mango de carretilla me mira con devoción de vaca, y me doy
cuenta que estoy solo en la Cafetería Nueve de Julio tratando de
que pase el tiempo hasta que sea una decente hora para comenzar
la cena.
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Mientras desayunaba se profundizaba el sentimiento de
querer estar en otro sitio. Una mañana diáfana. El sol se sacaba su
capa de oro, y presionado por el otoño encendía su luz blanca que
ya no tenía el potente chorro de energía calcinante con que había
agobiado en enero. La mañana lucía fresca, calma y los restos de
amarillo de la capa se habían depositado en las hojas de los árboles
que comenzarían apergaminarse dentro de pocos días. No quería
ingerir ese pretencioso desayuno hotelero de jugo de naranja envasado, un mal café, tristísimas fetas transparente de símil jamón y
una ensalada de fruta de lata. Tenías ganas de ser camionero y estar
llegando a Bahía en un Mercedes Benz trayendo soja. Mientras me
tocaba el turno de descargar en los silos iría a la cafetería y desayunaría una cerveza, un sándwich de chorizo colorado en pan de
fonda sin miga y con manteca, y al final un café tan malo como el
del hotel, pero en taza grande con mucha azúcar. “¿De donde venís?”, “De aquí no más, de Tres Arroyos, pero dormí un rato en la
estación de servicio del cruce con la 72 porque salí muy temprano.
Descargo y me vuelvo al pago con trote de perro...”
A las 10 en punto estaba tocando el timbre de la casa de la
calle Estomba 684 donde vivía la señora Cecilia: Me sale a recibir
una señora alta, entrada en carnes pero de buen ver, frente despejada, cabello blanco que ayer fue rubio y me hace pasar una vez que
le dije que era “el periodista de Buenos Aires”. Casa baja, sencilla
pero fuerte y bien hecha, con un corredor con plantas y macetas a
la izquierda, y una puerta de hierro y cristales que da acceso a un
pequeño living, a la derecha. Casa diseñada y construida por los
Maestros Mayor de Obra, una categoría de italianos que construyeron todas las casas de la Argentina de los 30 primeros años del
siglo pasado. Cuando nos sentamos frente a una pequeña mesa ratona me ofrece café que ya estaba preparado.
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Con pocas palabras voy directo al tema, me imagino tomando el avión de regreso a Buenos Aires a las 6 de la tarde. A la izquierda hay una ventana semiabierta cruzada en diagonal por una
rama florida del corredor. “Señora me gustaría saber directamente
de usted como fue la historia de Elena Albornoz, su madre”.
Ella también es cazadora. Yo soy su pieza, el que hace diferente el día. “Cuando vino aquel periodista de Buenos Aires...”
dirá dos años después y detrás de su retina estará la fotografía fiel
de lo que yo mismo veo ahora. La rama en diagonal, un trabajoso
sol, un café humeante. “Bueno, la verdad es que no se porque la
llaman la historia de Elena Albornoz, cuando yo creo que el personaje principal fue mi padre”, dice con seguridad. Y agrega: “Hay
muchas formas de contarla. Me gustaría hacerlo desde el comienzo, cuando vino papá.” Me doy cuenta del peligro que corro. Estoy
en riesgo de no poder volar a las 6 de la tarde y me pregunto si
estará justificado el viaje y la persecución de la historia.
La única flor de la rama se mueve como si recién se despertara, impulsada por el suspiro de una enamorada. Movimiento
leve y luego quietud. La sospecha se confirma: “Papá llegó a Bahía
Blanca en 1912 con tres años de edad...” Me comienzo a distraer,
a mirar los objetos de la habitación, a controlar la persistente rama
que cambió de ritmo, ahora baila suavemente un lentísimo vals y
se queda, por un segundo, paralizada en un salto, arrodillada sola
en el escenario. Yo no sabía que eso era el despertar el viento que
me había perdonado hasta entonces. Ahora vals, más tarde se agitaría empujada por los bufidos de un semental y dos horas después
el viento la abría desnudado, inclemente, dejando solo el pistilo,
las medias y enaguas rojas en el piso, llorando ella como una niña
violada, y el viento seguiría tres días.
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Mecánicamente, pero sin creer que valga la pena saco mi
libreta de apuntes para tratar de tener algo que hacer, ya que no
puedo ejecutar lo que tengo ganas, taparle la boca a la vieja y huir
de allí lo más rápido posible. ¿Habrá un vuelo al mediodía?
De pronto la “señora” Cecilia se ha puesto un traje que no
le había advertido, una falda amplia de tela gruesa, de color gris
viejo, una chaqueta haciendo juego, pelo largo peinado hacia atrás,
sentada en el suelo, el fuego a un costado, y haciendo la pregunta
inicial de la que ha nacido toda la literatura de los últimos 1.000
años de occidente: “Queréis escuchar una triste historia de amor
y de muerte...?” El ensalmo que nos lanza desde el portal de un
cuento a la más intrincada historia de amor y espanto que se desgrana en las frases que el aedo recita ante su público cautivo, el que
sabe y no sabe la historia, el que se deslumbra por vez primera y el
que la puede recitar a la par, en la vieja cueva, la plaza de la villa,
el teatro del pueblo.
Habló sin interrupción por más de 2 horas. La etiqueta
bahiense imponía que a antes de las 12.30 terminaran las visitas
de la mañana, y que solo se podían reanudar por la tarde, luego
del descanso. Regresé al hotel con el cuaderno de notas prácticamente lleno, buscando donde comprar otra libreta, papel, algo para
seguir escribiendo. Caminaba rápido, con ágiles pasos que no me
interesaban pero que eran sorprendentemente ligeros. Compré un
cuaderno escolar en una esquina y fui directamente al comedor del
hotel casi sin pensarlo. Pedí un plato de sopa y una carne asada,
y cuando empuñé la cuchara advertí que tenía las manos oscuras,
como tiznadas. Disimuladamente traté de limpiarme con la servilleta pero no era posible. Me di cuenta que no era suciedad, sin un
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vello oscuro que me había crecido mientras los dedos se transforman en pinzas, el pulgar crecía separadamente y los otros cuatro
se juntaban formando una cariácea llave. Crecía mi cabeza y destacaban dos ojos desmesurados y tenía la arboladura de dos antenas.
Las piernas, delgadas y de extremo movimiento estaban cubiertas
de pelos y bailaban dentro de los zapatos. Recién entonces pensé en
mi monstruoso cambio mirándome desde afuera y en la sorpresa y
asco que produciría tal prodigio. Al parece nadie lo notaba. Cuando trajo la sopa el mozo me sonreía por su pequeña boca con aire
de complicidad habiendo sufrido él mismo idénticos cambios. Me
había vuelto hormiga gigante. Había ingresado a la vida cotidiana
de Bahía Blanca y tenía clara la orden de lo que debía hacer, subir
a descansar, acostarme un momento y regresar a la cueva mágica
con mi cuaderno sobre el lomo, tomándolo fuertemente con mis
pinzas.
Terminé de escuchar toda la historia sin sentir el silbido de
las turbinas del vuelo de las 6 de la tarde y para las 8 tenía terminado el cuaderno. Me despedí de la Maga y al otro día a la mañana,
cuando regresé a Buenos Aires, advertí sentado en el avión, como
se me caía el pelo crecido, como me volvían a crecer los dedos
apareciendo mis pulgares, y la enorme cabeza se enfriaba en su
tamaño habitual, mientras los pies ocupaban todo el interior del
zapato. Como a los hipnotizados me había quedado, sin embargo
una orden dentro de la cabeza. Debía escribir la historia de Elena
Albornoz.
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Joachim Knoller
Era relojero en Maguncia y decidió emigrar a la Argentina en 1912 junto a su esposa y su único hijo Rudolf. Los aires de
preguerra europea que estallaría en 1914, la inestabilidad política, la presión de los impuestos para el armamento, y el enrarecimiento social que preludia una gran matanza fueron los expulsores
de Knoller que permaneció pocos días en Buenos Aires en donde
tomó contacto con la colectividad germánica y siguió en rápido
viaje hasta Bahía Blanca llevado por la fascinación de lo desconocido y salvaje.
Conducido por la solidaridad de su colectividad y con el
apoyo de unas 20 palabras en español, arriba a Bahía Blanca con
la decisión de salir hacia adelante, cualquiera sea la empresa que
le toque. Sube la escala peldaño por peldaño, compartiendo y disputando cada paso a los italianos y españoles, inmigrantes como
él que compiten en cada trabajo, en cada oportunidad. Con fe inquebrantable le dice a su familia: “Tenemos la suerte que no hablamos el mismo idioma que los españoles o algo parecido, como los
italianos. Esa lengua les hace creer a ello que son iguales a los de
acá, y no es así. Esto no es España ni Italia. Como hablamos otra
lengua nos damos cuenta mejor de eso, y vemos más claramente
que tenemos que aprender todo”. Filosofía paradójica que a lo mejor es cierto y que sin duda prendió en su pequeño Rudolf que a
los cinco años era auténticamente bilingüe cuando ingresó al preescolar de los Padres Salesianos.
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Rubio, espigado, alto para su edad, el muchacho era el perfecto salvaje ario de Nietzsche, salvo que carecía de la agresividad
manifiesta. Más bien retraído, excelente alumno creció cumpliendo
todos los objetivos pero sin rebelar nunca si estaba o no satisfecho
con lo que hacía. Pensaba que tenía que hacerlo y esa era para él
razón suficiente.
Le gustaba pescar y los sábados iba con sus amigos desde la
mañana temprano, llevando un sándwich de algo en el bolso, para
volver al atardecer generalmente sin traer nada. Un día fue invitado a pescar por unos amigos de su padre, irían en una lancha aguas
adentro un par de millas. Mas que pescar su función consistía en
ayudar a los pescadores, en preparar la carnada, acercarles comida
que habían traído en abundancia, y vino que no faltaba. Al regreso,
dentro de su alma hizo una pequeña corrección, no le gustaba tanto pescar como el mar. Sintió una atracción especial por ese lomo
líquido azul acero sobre el que navegaba. Los mayores pensaron
que el chico podía marearse en la pequeña embarcación que leía
todas las olas, que tenía que cortar cada ribete de espuma, y que
por momentos se balanceaba de borda a borda y otras de proa a
popa. Pero Rodolfo (había castellanizado su nombre) ni siquiera
advertía las oscilaciones. Su cerebro tenía suspensión cardánica
de tal modo que cualquiera fuese el movimiento él siempre estaba
vertical, sus fuertes piernas compensaban los movimientos y simplemente no advertía el movimiento de la lancha ni el juego peligroso de ocultamiento del horizonte al que lo sometían las olas.
Era navegante nato.
Pescaron muchísimo y sus padres atribuyeron a los peces la
alegría del muchacho. No era eso. Era el mar. A los 18 años termi- 16 -
nó el secundario y su padre que ya era un relojero prestigioso en la
ciudad pudo, por medio de amigos, colocar al chico en una empresa mediana de acopio de cereales. Joaquín soñaba verlo detrás de
un escritorio, ascendiendo en una carrera administrativa, porque
no bancario, porque no llegar a ser cajero del banco de la Provincia, o el casi imposible sueño de Gerente. Los días patrios cuando
desfilaban los soldados y los colegios golpeando los tacos de sus
zapatos contra el pavimento de la calle, el Gerente del banco de la
Provincia, del banco de la Nación, del banco Español, el Presidente de la Sociedad Italiana de Socorros Mutuos, el Presidente de la
poderosa Sociedad Rural, el Comandante del Quinto Cuerpo, de
la Base Naval, el Párroco y el Intendente estaban en el palco oficial presidiendo la marcha. Joaquín cambia la cara de algunas de
las autoridades por la de su hijo y esa imagen superpuesta le daba
fuerzas para avanzar en su lucha por la vida.
La ciudad vivía de las decenas de miles de hectáreas de
campo que la rodeaban. Las cosechas eran compradas según una
intrincada comercialización por los acopiadores, empresas que pagaban al contado un precio determinado y guardaban el cereal para
venderlo en el momento en que subiera la cotización internacional. Este precio respondía a los éxitos de las cosechas de Estados
Unidos, de Europa, y de pocos países más. La Argentina era uno
de los fuertes exportadores de granos, de tal forma que una prolongada sequía en las llanuras de Arkansas significaba el aumento del
precio del trigo de Bahía Blanca. El telégrafo internacional llevaba
diariamente las cotizaciones de cada plaza y no era de extrañar que
grandes acopiadores internacionales fueran quienes casi monopolizaban el comercio.
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Rodolfo entró como cadete en la oficina de Lopez Kairus
y Cía, una de las empresas medianas de la Argentina que estaba
lejísimo de mover los tonelajes que vendían las empresas líderes.
Fue aprendiendo los rudimentos del negocio, a distinguir las variedades, a advertir si el grano estaba atacado de hongos, si estaba en
sazón, o muy húmedo, etc. pero los progresos eran lentos y aún no
se despegaba de hacer el café, ir a comprar el pan de la merienda,
o incluso cebar mate para el Gerente. El mar había quedado lejos
sin que él dejara de oír el llamado de las aguas.
En su casa se seguía hablando alemán y su madre había sido
la polea de transmisión de tradiciones familiares y culturales. Le
enseñó a escribir en alemán y con una cartilla caligráfica aprendió a
expresarse en una letra bellísima que incorporó como propia. Para
los 12 años le había enseñado, también, a escribir en letra gótica,
con una pluma especial y muchísima paciencia. Por entonces, en
las escuelas se enseñaba caligrafía y su dominio era muy apreciado
en los libros de comercio, en los estudios jurídicos, en los bancos,
etc.
Todo el esfuerzo de vio recompensado cuando cumplió 22
años ya que su padre lo incluyó en un viaje a Alemania organizado
por la colectividad de Buenos Aires. Alemania se había despertado
de la frustración y abatimiento de la Primera Guerra Mundial, y
un golpe eléctrico recorría el país. Para Rodolfo todo eso era desconocido y ni siquiera le interesaba. No había vivido esa guerra,
las dificilísima reconstrucción, las duras leyes impuestas por los
vencedores de su patria derrotada, y su noción de Alemania se reducía a una vaga noción del lugar de origen y al uso correcto de su
idioma.
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No fue un viaje corto. Se quedó tres años reflejados en sus
cartas puntuales que registraban los encuentros con familiares, trabajos diversos, ninguno de ellos calificado y casi permanente falta
de dinero suficiente.
A nadie sorprendió que regresara ya hecho un hombre de 25
años y quisiera dejar atrás Alemania que volvía a respirar el pesado
olor de la guerra; igual al que, en su momento, expulsó a su padre.
Se reenganchó con Lopez Kairus con más ahínco que nunca. Comenzó a viajar para comprar el grano en el campo, la mayor parte
de la semana lo pasaba en un perfecto círculo de 150 kilómetros
de radio. Veía campos, sembrados, cosechas y con gran habilidad
fijaba precios y momentos de compra. Tuvo éxitos notables en su
primer año del retorno y recibió la invitación que esperaba. Dreyfus y Cia, la gran empresa europea de acopio de cereales lo tentó
para que pasara a sus filas mejorándole sustancialmente el salario.
Comenzaba a ascender al Palco de Honor.
Los viajes, su antigua pasión por la pesca, lo fue despegando de su vida social y fundamentalmente de su participación en las
actividades de la colectividad alemana. Su padre fue el primero en
advertir la distancia de Rodolfo con lo alemán y lo atribuyó a desengaños sufridos y no contados. Sus amigos germanos-argentinos
comenzaron a abrirse, se lo dejó de invitar a reuniones a las que
no concurría, y el Vicecónsul alemán en Bahía visitó a Joaquín.
Hablaron largamente y se decidió que el diplomático hablara directamente con Rodolfo que fue citado al despacho oficial. Duró
poco la entrevista que terminó abruptamente. Cuando Rodolfo se
retiró dejó su pasaporte alemán sobre el despacho del funcionario:
“Puede guardarlo o romperlo. No me interesa más Alemania ni la
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guerra que se prepara”. Un agravio innecesario que insultó a toda
la colectividad transformándolo en un paria social para los alemanes.
Al poco tiempo se casó con Elena Albornoz, una chica argentina disciplinada hija de españoles chacareros que conoció en
sus viajes comerciales. El casamiento consolidó el agravio a los
alemanes de la zona, y la dimensión de su gesto fue públicamente
conocida por el núcleo social importante de la ciudad.
Para mejor se sabía que Dreyfus y Cia que se presentaba
como una empresa europea era sospechada de estar integrada por
capitales judíos, y para los jóvenes nazis que comenzaba a actuar
en Bahía Blanca, lo de Rodolfo era directamente una traición patriótica.
Su trabajo profesional tomaba jerarquía y a los 29 años fue
nombrado Subgerente de la Sucursal de Dreyfus en la Regional
Sur que abarcaba la ciudad, el puerto y todos los campos que se
extendieran a 200 kilómetros alrededor.
Comenzó a firmar un telegrama semanal en el que enviaba
la cotización local a unas oficinas de la empresa en Paris que incorporaba siglas comerciales señalando, seguramente, las oportunidades comerciales. No confiaba en ninguno de sus empleados y
personalmente, los jueves por la tarde iba a la Oficina de Correos
para colocar su telegrama.
La temida guerra estalló el 1º de septiembre de 1939 cuando las tropas nazis invadieron Polonia y rápidamente se involucró
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toda Europa. La Argentina se mantuvo como país neutral, de modo
que vendía sus cosechas a quién se las pagara mejor, y las empresas cerealeras obtuvieron ganancias fabulosas. La Segunda Guerra
Mundial fue un “monstruo grande que pisó fuerte”, produciendo
50 millones de muertos. Muertos en ciudades, campos, en el aire y
en los mares. Los temibles submarinos alemanes, unas naves despreciadas inicialmente por los marinos ingleses resultaron tremendamente eficaces y hubo algunos, como el U-46, del Comandante
Günther Prien en solo un mes echó al fondo del mar 66.587 toneladas de abastecimiento para los aliados. Para el final de la guerra
los submarinos alemanes habían hundido 2.603 buques mercantes, con algo más de 50 millones de toneladas en abastecimientos;
175 buques de guerra, 42.000 hombres muertos solamente de las
marinas mercantes, más unos 28.000 hombres de las marinas de
guerra aliadas. La estrategia que utilizaban estaba definida como
“manada de lobos grises”. El arquitecto de la concepción de ataque
era el Almirante Karl Doenitz, y consistía en que nunca un solo
submarino atacara un solo barco. Detectada la presa, se radiaba el
mensaje y una jauría de lobos grises atacaban. Ese fue el poder de
los submarinos alemanes.
El 18 de junio de 1944 Rodolfo Knoller recibió a las 11 de
la mañana una llamada telefónica de alguien que sólo se identificó
como “un amigo”. Rodolfo cambio un par de palabras con su interlocutor y salió para su casa en el automóvil de la empresa. No
había nadie, su hija estaba en el colegio, su esposa ayudaba como
voluntaria en el Hospital Español, y ordenó a la mucama que fuera
al mercado a comprar un kilo de asado. Luego subió a su habitación.
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Minutos después se escucho un sordo ruido, como si se hubiera caído un libro.
En la cama, acostado, con el uniforme de gala de Capitán de
Navío de la Marina de Guerra del Tercer Reich se había suicidado
Rudolf Knoller con su pistola reglamentaria, una Luger Parabelum
calibre 9 milímetros. Lo descubrieron seis hombres que llegaron
apresuradamente a su casa en dos autos oficiales de la Policía. Venían a detener a un espía alemán que informaba al Abwehr , el
Servicio de Inteligencia del Tercer Reich, dirigido por el Almirante
Wilhem Canaris, la salida de Bahía Blanca de los barcos cerealeros
con destino a los aliados, y que los submarinos alemanes hundían
a mitad del océano Atlántico. ¿Cuántas de decenas de miles de toneladas, y cuántos centenares de hombres encontraron su fin en las
profundidades marinas por el señalamiento de Rudolf?
Ahora el espía se había esfumado. Por la más segura vía de
escape, por la que no se regresa nunca.
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Bahía Blanca
“Se imagina mi desconcierto, mi dolor, mi sorpresa. Había
ido a la escuela como siempre. Había desayunado con mi padre a
las 7 y media de la mañana, y habíamos charlado de mi escuela. A
eso de las 12 menos cuarto vino mi tía Susana a buscarme. Nosotros salíamos a las 12 y cuarto. ¿Por qué razón venirme a buscar
media hora antes? ¿Por qué esa cara de preocupación y esos ojos
llorosos? Camino a casa me dijo que tenía que ser fuerte y yo le
dije que si, que era fuerte. Frente a casa había bastante movimiento, me alarmé, y cuando entré mamá me abrazó llorando y me dijo
que papá había muerto. Yo tenía 8 años. Subí llorando las escaleras
hasta la habitación de mis padres, una especie de sagrario al que
no se entraba sin causa justificada y allí encontré el cuerpo de mi
padre sobre la cama, vestido con un uniforme raro que nunca había
visto, y un revólver en la mano derecha. Una enorme mancha de
sangre le salía de un agujero en la cabeza del lado izquierdo. Mi
madre no dejaba que nadie tocara el cuerpo y todavía no había ninguna orden judicial para hacerlo, solo la orden para detenerlo.
Mi madre habló con una empresa funeraria para velarlo en
casa y al rato llegaron los hombres que se encargarían de ponerlo en un cajón vestido con el uniforme y lavadas las heridas. Un
discreto velo blanco bordado, ocultaba el agujero de la cabeza. Lo
pusieron en el living y como la noticia había corrido por toda la
ciudad comenzaron a llegar curiosos. Algunos llegaban, se enteraban de algún detalle y se iban a sus casas. No querían participar”.
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Cecilia habla con voz firme. Por la puerta del fondo entra un
gato grande, callejero, de esos que tienen la sonrisa semi-escondida
porque son concientes que fueron adoptados por alguien más débil
que ellos, a los que obligan, con zalamerías, que los alimenten. En
lugar de tener que salir, acechar, esperar, inmovilizarse, saltar y
frustrarse una y otra vez hasta que una paloma, un ratoncito, un pájaro enfermo caigan apretados por su garras, estos gatos callejeros
solo tienen que acercarse a las piernas de sus víctimas adoptantes
y refregarse contra ellas diciendo lastimosamente “miau...”, para
que el adulto deje lo que está haciendo y vaya a servirles un platito de leche, atún con aceite de oliva, alimentos importados “que
hacen feliz a su mascota”, y esas cosas. El gato, gordo y lento advierte que su víctima no está interesada en él, y en el mismo golpe
de vista me detecta como enemigo, “el que no cree en sus mugidos”. Se dispone a mostrarme su poder y lentamente avanza hasta
las piernas de Cecilia, arquea el lomo, se apreta contra ella y saca
su ocarina invencible: “Miau...” El títere reacciona como estaba
previsto: “Espera un momento Wilhem que estoy hablando con el
señor”. El gato me mira por el costado del hombro como demostrándome quién manda en la casa.
“¿Cómo se llama el gato?” Pregunto sin inocencia. No me
olvido que Pio XII, el Papa de la Segunda Guerra Mundial, que se
presentaba queriendo convencer de su perfecta equidistancia entre
nazis y comunistas, tenía un canario que amaba y se llamaba ”Gretchen”, un papagayo preferido que se llamaba “Dompfaff” y a la
monja que lo cuidaba la llamaba: “Der guten Engel des Vatikans”.
Equidistante, pero a lo que quería le ponía nombre en alemán.
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“Wilhem”, un nombre cualquiera, el que se me vino a la
cabeza. No se si me quiere o si me odia, anda silencioso por toda
la casa, o sale sin saber yo por donde está. Tampoco yo se si lo
quiero, o simplemente acepto su compañía. No tiene importancia”.
Equidistante.
“¿Y por que razón Ud. usa el apellido de su madre en lugar
del de su padre como es habitual?”. No esperaba la pregunta, quizá
fuera de esos interrogantes que todos piensan pero nadie pregunta. Me responde al mismo tiempo que me sirve otra taza de café:
”Tomé esa decisión porque creo que Knoller es en sí mismo un
honor que le corresponde a él solo. Yo no pretendo vanagloriarme
de lo que hizo otro, aun que sea mi padre. Es una herencia exigente
llamarse Knoller, no?”
Prosigue su relato: “Recuerdo que a eso de las 4 de la tarde
vino el Vicecónsul de Alemania vestido de negro, acompañado por
dos o tres señores. Saludaron a mamá según reglamento y alguno
me pasó la mano por mi rubia cabeza. El Vicecónsul habló un momento a solas con mamá que lloraba quedamente a un costado del
féretro. De pronto, con la anuencia de mamá, el diplomático impuso silencio en el mismo momento en que un ayudante le acercó
una pequeña caja de madera negra lustrada. “Señoras, señores. En
este doloroso momento cumpliendo órdenes recibidas directamente de Su Excelencia el Doctor Adolfo Hitler, Canciller del Tercer
Reich, otorgo post-mortem la Condecoración Cruz de Hierro, en
el Grado de Caballero, al Capitán de Navío Rudolf Knoller, por
extraordinario valor en combate y grandes servicios prestados a la
Patria”. Acto seguido abrió la caja que tenía en sus manos, sacó la
resplandeciente cruz copta en hierro negro, con lazos de seda ne- 25 -
gra, y se la colocó al cuerpo de papá debajo del mentón. “Heil Hitler” con el brazo extendido al frente, y acompañado por algunos de
los presentes, todos los que lo habían acompañado. Asombro general, y minutos después comenzaron a llegar los más conspicuos
representantes de la colectividad alemana, las ofrendas florales no
entraban en la casa y comenzaron a amontonarse en la puerta de
la casa. “Club de Tiro Alemán”, “Club de Equitación Alemán”,
“Consulado de Alemania”, familias de la colectividad, “Personal
de Nueva Provincia”, “Oficiales del Quinto Cuerpo de Ejército”,
“Oficiales y personal de la Policía de la Provincia”, “Sociedad Rural Argentina”, definiciones impensadas que dibujaban las simpatías, y las enemistades en aquellas que faltaban. No había corona
de la Base de Puerto Belgrano. De una forma u otra, Rudolf había
subido al Palco Oficial. Estaba a la derecha del intendente, con su
uniforme impoluto. Al cuello la Cruz de Hierro.
El sol bajaba sus bujías arropándose con las sábanas de arena que había levantado. Wilhem esperaba en la cocina su plato
de leche, el café se había enfriado y a Cecilia le brillaban los ojos
como las lentes de un proyector de cine por el que pasa la película
de su cerebro. Rememora lo que vivó y vivió hace 54 años y su
relato consigue transformar su modesto living en aquel de la casa
de sus padres y está lleno de gente, no puedo acercarme al cajón, el
aire está pesado de gente, perfumes, sudores de poderosos, silencio
dominante y caras compungidas. Con esfuerzo llego al féretro y
veo el delgado cuerpo de Rudolf, le interrogo cuanto tiempo hacía
que había tomado la decisión de terminar así, y a un costado, protegida por una señora gruesa, presumiblemente un familiar, hay un
pequeña niña que no llora, mira con desmesurados ojos que no se
detienen en nada, por momentos se acerca a tocar el cajón con su
padre muerto, pero no llega a verlo. Alguien la levanta y nota el
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collar de cinta negra y el brillante hierro azabache. Detrás del cabezal alguien había puesto dos banderas, la argentina a la derecha
y la alemana a la izquierda. De la casa Dreyfus no vino nadie.
“Tardé más de 30 años en hacer coherente esta historia y en
poderla contar. Ud. la escucha pero no se imagina el trabajo que
hay detrás de ella. Nunca me casé, ya tuve todos los hombres que
necesitaba. Nunca tuve hijos, tuve miles. Viaje dos veces a Alemania para conocer detalles, completar los huecos del relato. He
tardado varios años en tratar de descifrar por que a esta historia la
llaman con el nombre de mi madre, Elena Albornoz, en lugar de
Rudolf Knoller. Nada fue fácil para mi.
Se levanta, va a la cocina, y le sirve la leche a “Wilhem”.
Asegura que hay motivos firmes para resaltar el nombre de su madre. Ella no tuvo ninguna formación política. Procedía de una familia tradicional española y fue educada para ser esposa. Cuando
el sacerdote los casó y le dijo a ella que debía acompañar a su
marido “en la salud como en la enfermedad, en la bonanza como
en las adversidades” verdaderamente lo creyó. Y para ella creer no
tenía sombra de duda. “Creo que iré al cine...” no era frase que dijera alguna vez. Para ella decir “Creo” era una afirmación rotunda
y sin matices. “Creo en Dios” significaba, como lo había enseñado
su compatriota Teresa “Solo Dios basta”. Si Elena supo o no que
su marido era agente encubierto de la Abwehr no era significativo.
Acompañaba a su marido. Cecilia se lo ha preguntado algunas veces y jamás le ha respondido: “Son cosas viejas”, “Por favor andá a
la cocina y poné agua a calentar”, “No te preocupes”, han sido sus
respuestas. ¿Que derecho tienen los hijos de querer forzar el arcón
de los recuerdos de sus padres?”
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Una buena explicación a la pregunta sobre el porque del
“Caso Albornoz”, en lugar del “Caso Knoller”. Creo que hay otra.
La acción de Rodolfo fue un durísimo golpe para la “sociedad
bahiense”. He descrito las características de ese tipo de ciudad.
Vecinos que se conocen todos, las autoridades pueblerinas, decoro,
moderación, no desentonar, saludos generalizados, esa dramaturgia de la clase media que es, en su versión superficial, benévola,
tolerante, limpia, por dentro y por fuera, honrada. Tan fácil de elogiar en la poesía, en una canción, la mitología de “la descansada
vida del que huye del mundanal ruido”. Pero también, en forma
subterránea, las mezquindades, las venganzas tribales, los comentarios malévolos, amores y odios dominantes que a veces afloran y
sacuden el pueblo.
Claro que en Bahía Blanca de la Segunda Guerra Mundial
había habitantes pro-aliados y pro-fascistas, pero esa separación
motivada en una guerra que se vivía en Europa, no impedía que
en el Club Social, los domingos, jugaran a las cartas todos juntos,
o aún aliados contra fascistas, en humorística rueda. Pero nada de
mal gusto. Y la acción de Rodolfo fue para esta gente rígida y encuadrada un exceso, algo peor que un error, que siempre se puede
perdonar. Se mostró por encima de todos obligando a mandar flores o no hacerlo. Teniendo que definirse: ¿aliado o fascista? Encendiendo la impiadosa luz que revela diferencias, que rompe el “de
eso no se habla”. Si el señor Gerente del Banco de la Nación una
noche se acuesta con la malabarista del circo no pasa nada. Es un
comentario jocoso, en todo caso. Pero si se enamora, se escapa con
ella, y deja Bahía Blanca siguiendo a su estrella por los caminos
del Señor, entonces ello es mal gusto y nunca será perdonado.
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La poderosa cortadora de césped que es la crítica social, que
rasura el felpudo verde a los reglamentarios cuatro centímetros no
toleró la aparición de una planta, la tronchó también. No interesaba
de que color era la planta, aliada o fascista, eso carecía de significación. Dijo el León: yo tolero a todos siempre que no sean raros.
¿Y que es ser raro? preguntó el Búho. “Lo que es diferente a mí”,
respondió el León.
Y la ciudad se vengó. Pasó la cortadora de césped. No hay
mención de Rodolfo, no puede haberla. Hizo algo de mal gusto.
Algo raro. Que desaparezca. Que se borre su nombre de la lista de
la gente como uno. Esta historia se llama el “Caso Albornoz”
Han pasado 4 horas de monólogo, a penas interrumpido por
alguna pregunta mía, que ha sostenido Cecilia. Hay que sumarle
las 2 horas de la mañana. Está cansada pero entera. Recuerda todo,
revisó todo, ensambló con dolor y trabajo el panorama completo
del rompecabezas multicolor que la vida, el Destino, Dios, la Suerte, le puso frente a ella a los 8 años. Hay gente que vive un rosario, un largo collar de sucesos rutinario y de vez en cuando, algo
que se destaca, una perla mayor para recordar que corresponde un
padrenuestro después de 10 Avemarías. Otros que, ”in mezzo del
cammin di nostra vita...”, en algún momento de su adultéz son sacudidos por un hecho conmocionante que de alguna manera marca
sus vidas. Y otros pobres escogidos que arrancan a vivir con la
carga de algo irreparable de lo que difícilmente se desprendan en
sus largos años. Cecilia es de estos últimos y toda su vida ha estado marcada por lo que sucedió aquel mediodía de junio de 1944.
Cuando regreso a Buenos Aires llevo en mis libretas estos detalles
que trataré de exponerlos lo más sucintamente posible para dar
vuelta el tapiz y ver el entramado del fabuloso tejido.
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La trama
Voy al diccionario: Busco “trama”, aparece como primera
acepción: “composición interna, contextura” y repito los hechos
que narró Cecilia. Cuando Rodolfo viajó a Alemania en 1933 fue
un muchacho argentino, con referencias culturales alemanas articuladas en una lengua y una caligrafía. No más que eso. Su formación política era inexistente y tenía que detenerse a pensar para
nombrar al Presidente de la Argentina. El viaje duró unos 11 días
ya que hicieron escala en Montevideo, Santos, Río, Lisboa hasta
llegar a Hamburgo. Barco alemán, pasaje completo, inmigrantes y
familias alemanas que aprovechaban un viaje organizado por una
asociación de la colectividad de cada una de las escalas. Durante el
viaje advirtieron desde el primer día que había una completa organización interna. Agradables chicas y muchachos que se identificaron como integrantes de la Juventud Alemana organizaban juegos
y deportes para los de su edad, así como guías mayores conducían
los entretenimientos de los adultos. Canciones, coros, algunas películas en el cine de a bordo, noticias de Alemania en un diario que
se ponía en la cartelera todos los días, y solo una referencia tangencial a la política europea. Antes de desembarcar, llenaron una ficha
indicando donde se los podía contactar “para arreglar el viaje de
retorno”. Rodolfo fijó la casa de sus tíos a donde se dirigía y que
seguramente lo esperarían en el puerto.
A los pocos días lo visitó en esa casa un joven de su edad de
la Juventud Alemana con el que salió algunas horas y le dejó una
propuesta: pasar un fin de semana con otros jóvenes en un campo
de trabajo haciendo tareas para beneficio comunitario.
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Comenzó el adoctrinamiento de Rudolf y habiendo expresado su fascinación por el mar fue invitado a hacer un curso de navegación a vela en Bremen. Aprobó el curso con altas calificaciones
y le propusieron que ingresara a un curso corto de marina en Kiel,
se entusiasmó con la idea y antes de ingresar le expresaron claramente que se trataba de un curso militar para la naciente Marina de
Guerra del Tercer Reich. Ingresaría a una fuerza en formación, la
escuadra de submarinos que tenía gran prioridad en los planes estratégicos. Fue detectado por un oficial de inteligencia de la marina
quien le propuso el ingreso en paralelo a los servicios de información, donde apreciaban particularmente su bilingüismo. Aceptó y
se le duplicaron los trabajos, debía cumplir con las exigencias de
la formación naval, y con su adiestramiento en las tareas de inteligencia. Se cumplía el viejo dicho: “Quien jura la bandera prusiana
ya no posee nada suyo”. Junto a su oficial de enlace de la Abwehr
planificaba su vida, su trabajo, sus relaciones con su familia. Todo.
El pasado pacifista de su padre ayudaba a hacer más creíble su
historia. Volvería con la cobertura de un pacifista, desencantado de
Alemania. Las cartas que escribía a su familia eran aprobadas por
el oficial, y se despachaban desde distintos puntos de Alemania
para indicar los viajes hipotéticos que hacía, así como los cambios
de trabajo que informaba.
La Abwehr lo destinó a Bahía Blanca y cuando a los tres
años regresó a la Argentina había aprobado el curso de submarinista habiendo egresado como Alférez de Navío y durante una semana
usó el uniforme que le correspondía. Luego, cumpliendo sus tareas
de inteligencia regresó a Bahía Blanca con el propósito de entrar a
Dreyfus y Cia. Este trabajo brindaba la cobertura especial que necesitaría el servicio, información sobre el movimiento del princi- 31 -
pal puerto argentino. Había pactado un código de comunicaciones
con el Centro sencillo y eficaz. Le escribía cartas intrascendentes
a un supuesto amigo de su edad en Buenos Aires, pero el papel
llevaba un texto oculto escrito con tinta invisible. El corresponsal
de Buenos Aires se encarga de transmitir la información a Berlín.
Después el código fue cambiado. Las cotizaciones cerealeras que
mandaba a Paris contenían en las siglas y en palabras claves la información requerida. No existía en Paris oficinas de Dreyfus en la
dirección a la que él la enviaba, sino una firma comercial de fachada a los servicios de inteligencia alemanes.
Los pedidos de información los hacía su “amigo” de Buenos Aires en sus cartas inocentes que el debía tratar en el baño de
su casa con productos químicos que hacían visible el texto oculto.
Su alejamiento de la colectividad alemana fue también programado por la Abwehr para alejar sospechas, y el Cónsul fue dejado en la ignorancia para hacer más creíble la situación. El día del
suicidio también fue una revelación para el veterano diplomático
que tuvo que condecorar post-mortem a quién consideraba un traidor de su patria.
Era ascendido en su carrera militar regularmente y el uniforme le fue enviado desde Buenos Aires en una caja de fuerte cartón
que llegó normalmente por correo. La caja la guardó en el ropero,
pero en esa época lo que allí se guardaba quedaba absolutamente
prohibido de ser observado por la hija, que muy pocas veces no tenía acceso siquiera al cuarto de sus padres. Curiosamente, luego de
su muerte hubo dos hechos que le llamaron la atención a su madre,
según cuenta Cecilia. En el ropero, dentro de la caja de cartón del
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uniforme, halló otra pequeña caja que tenía 20 libras esterlinas de
oro. Arriba de la caja un texto de hermosa caligrafía estaba escrito
“Fondo de reptiles”. Rudolf había recibido esas monedas del servicio para comprar lealtades o pagar servicios especiales en un momento de urgencia. Veinte monedas había recibido y había veinte
monedas. Nunca fueron tocadas. No recurrió a los reptiles.
“El segundo hecho que le llamó la atención a mi madre fue,
a partir del suicidio de papá, mensualmente le acreditaban en una
cuenta del Banco de la Nación sucursal Bahía Blanca una suma
fija, modesta pero suficiente. Era la pensión militar que sólo se
interrumpió cuando Alemania fue derrotada, pero 4 años después
volvió a cobrarla junto con una suma correspondiente a los atrasos
no percibidos. No guardamos la condecoración. Fue enterrada con
él. Lo único que no he descubierto es quién llamó a mi padre ese
día para advertir su detención. Sospecho que fue un oficial de policía. ¿Sería su control?”
“Me pregunta por la casa. Todavía está, ahora vive un médico, el hijo del que nos la compró a nosotros. Esa casa era queridísima por mamá y por mi. La quise tanto, y estaba tan llena de recuerdos que decidí venderla. No se puede vivir adentro de la catedral
de Notre Dame. Demasiada historia. Lo que no puedo imaginarme
es que fue para mi padre Alemania. Claro, es fácil decir su patria,
pero no, él se sentía muy argentino. Su segunda patria, no, tampoco, Alemania nunca fue segunda en nada para él. Con su muerte
él se fue a Alemania. La imagino como una mujer bellísima, una
amante imposible, atracción, seducción, enamoramiento, embriagues. Que raro, papá enamorado como un chico loco. Jurando lealtad eterna...¿será verdad lo de la bandera de Prusia? Esta es toda la
historia, no tengo nada más para contarle”.
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Son las 8 de la noche. El viento ha amainado y hacia donde
apunta el dedo del Libertador todavía se ve en el cielo un rastro
difuso de luz. Vuelvo hacia el hotel acompañado de fantasmas, de
sombras que yo solo veo. Elena, Cecilia, Joachim, Whilhem, el
Almirante y el gato, la belleza perfecta de la Luger, prodigio de
la mecánica, a la que Cecilia degradó a la categoría de “revolver”
en su relato. Fue y es la pistola más romántica en la historia de las
armas. Ella no sabe este detalle, ¿cuántos más no sabe, cuántos
más no capto yo?. El último submarino alemán que operaba en
el Atlántico Sur, el U-977 se entregó a 300 kilómetros de Bahía
Blanca, en la base Naval de Mar del Plata casi dos meses después
de concluida la guerra. ¿Era de los que recibían la información de
Rudolf?
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Epílogo
Escribo esta historia en un pequeño escritorio que tengo
en el piso 16 de un edificio de Buenos Aires en la periferia del
llamado microcentro. Edificio sólido, magníficamente construido
y mantenido. La empresa que lo construyó se llamó “GEOPE” y
hace unos días, conversando con el viejo encargado del edificio le
pregunté que quería decir ese nombre. “La verdad no se que quiere
decir. Era una firma muy fuerte, que durante el gobierno de Perón
en 1946 trabajaba mucho. Se que hizo muchísimos puentes para
coches y hasta para trenes. En Buenos Aires hizo muchos edificios.
Era de los alemanes”.
El ascensor me lleva mi despacho. Me acuerdo de un tango:
“Yo miro a Buenos Aires del nido de un gorrión”. Es invierno. Me
pongo a escribir mientras espero que se caliente el café. Me siento
cercado de sombras y me escapo por la ventana, ya murciélago
ajado volando hacia el sur. He ido decenas de veces a Bahía Blanca, siempre me pareció una de las ciudades más chatas de las que
conocí, y fueron algunas miles. Hoy, los campos que la rodean son
hermosísimos y cuando el viento da un respiro es un espectáculo
imponente ver a la pampa con una capa de humus de 20 centímetros hundirse lentamente a las aguas del mar, y formar ese lodo negro en muchas partes horadado por los cangrejales que se pueden
tragar un caballo y su jinete en una noche. Al atardecer decena de
miles de cangrejos barrosos salen de sus cuevas como a despedir
al día y, fieles hindúes, levantan sus pinzas saludando la muerte del
sol.
Ciudad chata, intrascendente, donde nada puede pasar...
Hugo Martínez Viademonte
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