Carlos Ruano Díaz Walter Benjamin. Narración y memoria 1

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Ca rlo s R ua no D ía z
Walte r Ben ja min . N ar rac ió n y me mo ria
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Durante la década de los años 20, el anhelo del joven Benjamin por vivir como un
“homme de lettres” se fue diluyendo desde que en el año 1923 su padre perdió
todo el patrimonio y la crisis económica impidió llevar a cabo cualquier proyecto
de futuro. Muchos de sus trabajos le serán devueltos y ganará algunos marcos
efectuando traducciones, así como participando en la creación de guiones y en la
locución de programas de radio (85 emisiones radiofónicas entre 1929 y 1933). En
el año 1930, divorciado y rotos sus vínculos afectivos más importantes (Jula
Cohn, Asja Lacis) pierde su casa paterna y no dispone en propiedad ni siquiera de
una mesa de estudio para trabajar. Su carrera en la universidad se halla en vía
muerta. Este hecho será determinante dos años después cuando, rechazada su
tesis de habilitación, el pensador será ya consciente que no hará carrera en
Alemania. Son los tiempos en que escribe en los cafés y empieza a efectuar sus
primeros experimentos con el hachís.
En el año 1931 escribe un Diario del siete de agosto de 1931 hasta el día de la
muerte, donde promete que no será un diario demasiado largo, confiesa su fatiga
de vivir y su meditación sobre el suicidio. Es también en estos años cuando
empieza a escribir Crónica de Berlín, el precedente de Infancia en Berlín hacia
1900, un texto de carácter autobiográfico en el que Benjamin, al tiempo que
describe sus recuerdos de infancia, reflexiona sobre la memoria y sus caprichos.
Un año antes de emprender el camino del exilio, Benjamin ha empezado a fijar su
mirada en el pasado –motivado quizá por la lectura y traducción de la obra de
Proust– y, en adelante, será difícil encontrar en su obra aquella pasión y
radicalidad que hallamos en los escritos anteriores a esta época. No sería justo
afirmar que Benjamin se reconcilia a través de estos textos con su tiempo
perdido, pero sí podemos decir que, durante este tiempo, la memoria se convierte
en una especie de antídoto contra su propia crisis profesional y existencial. Ha
cumplido cuarenta años, sus perspectivas profesionales inmediatas son, como el
futuro de Alemania, muy oscuras, su vida ha acumulado tiempo suficiente para
escrutar el terreno trillado por la memoria y ya no tiene todo un futuro por
delante.
Lo que aquí presento son varios apuntes y reflexiones en torno a aquello que
Walter Benjamin pensó y escribió durante los primeros años de su exilio. Valga
como homenaje reivindicar la memoria del pensador hablando de su interés por la
transmisión oral y el arte de contar. La historia del arte de contar historias se
acaba, nos dirá Benjamin. Por ello, será aún más inquietante cerrar el círculo de
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su obra con sus famosas Tesis sobre filosofía de la historia. Éste es su último
trabajo y, aún hoy, precisamente por el final que tuvo su historia personal –toda
esta redundancia es intencionada– su lectura, más allá de la validez o no de sus
tesis, todavía nos conmueve. Ahí Walter Benjamin sistematiza su idea de la otra
historia, aquella que nos convoca a todos, la historia de los vivos y de los
muertos. La imagen del ángel contemplando un montón de ruinas –ya sabemoses el mejor resumen de su concepción definitivamente pesimista del progreso. En
los ensayos Experiencia y pobreza (redactado en Ibiza meses después de su huida
de Berlín) y El narrador (publicado en el año 1936 en París), advertía que la
negación y la destrucción de los mecanismos que nos permiten recibir herencia
de la memoria (y de la experiencia) de aquellos que nos preceden, conduce a los
hombres a una nueva forma de barbarie. Creo interesante recuperar estas
reflexiones sobre el sentido de la narración y la tradición (esta memoria
compartida) en estos tiempos tan convulsos y extraños en los que no cesan de
concurrir discursos fatalistas sobre el fin del mundo.
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La isla de Ibiza ocupa un lugar muy importante en la biografía de Walter Benjamin.
En ella vivirá, como turista, desde el 19 de abril al 17 de julio de 1932. Cuando
regrese un año más tarde (abril de 1933), será ya en calidad de exiliado y su
experiencia será otra bien distinta. Pero esta primera estancia fue muy positiva
para Walter Benjamin. A nivel existencial, digamos, pero también a nivel de
producción de ideas. Benjamin recopila historias que reescribe conscientemente
como narrador y dispuesto, en cierto sentido, a participar de la tradición oral que
sospecha está desapareciendo. Ejerce de verdadero flâneur. Observa y toma
notas en su diario. Estas notas se convertirán más tarde en relatos y en los
ensayos mencionados. Pasea y, al igual que su admirado Robert Walser, sabe que
el camino es el espacio para revelaciones inesperadas y el acto de caminar, una
manera intencionada de recibir el relato de las cosas, iluminaciones que él llama
profanas. También durante esos días Benjamin pasea por el Berlín de su infancia
mientras escribe su Crónica. Pasea por sus recuerdos, pero sin nostalgia, con
riguroso método y haciendo crónica de una especie de experimento
epistemológico relacionado con la narración del tiempo y de los recuerdos.
Benjamin pasea del mismo modo que indaga y “excava” en el pasado sepultado
en su memoria. De vez en cuando la atención se proyecta sobre un paisaje que de
pronto “está lleno de dioses” y que se llena de almas por todos lados, leemos en
sus diarios. Tanto es así que Benjamin termina por descubrir también el anverso
de una isla en la cual, si agudizamos el oído, suena a vacío al pisar porque, como
alguien le ha dicho, está llena de tumbas. Así experimenta cómo en la isla (y
según revela toda iluminación profana) lo más lejano y más cercano se
confunden.
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Años más tarde escribirá en La obra de arte en la era de la reproductibilidad
técnica: “¿Qué es el aura propiamente hablando? Una trama particular de espacio
y tiempo: la aparición irrepetible de una lejanía por cercana que ésta pueda
hallarse. Ir siguiendo, mientras se descansa, durante una tarde de verano, en el
horizonte, una cadena de montañas, o una rama que cruza proyectando su
sombra sobre el que reposa: eso significa respirar el aura de aquellas montañas,
de esa rama.”
Es posible que Benjamin se inspirase en los paisajes de la isla de Ibiza y en sus
construcciones para pensar el concepto de aura. En este paisaje ahora revelado,
la casa ibicenca se convierte para Benjamin en verdadero objeto de
contemplación y de admiración. Sin estilo ni arquitectura, producto artesanal, la
casa blanca se manifiesta como herencia de un saber atávico que integra el muro
de piedra dentro de un camino agreste, el porche y el olivo y, en este sentido, la
imagen es fondo y figura al mismo tiempo porque no hay diferencia orgánica entre
la naturaleza y la casa. También la casa ibicenca pasará a ser el nuevo modelo
comparativo entre las nuevas construcciones modernas y los habitáculos
burgueses, la prueba de que es posible el hábitat en un lugar sin ornamento,
donde los objetos aún no han sido enmudecidos y silenciados por la serialidad
producida en fábricas; viviendas donde el valor y el uso aún no se han divorciado.
A través de la oposición de la casa ibicenca y estas otras construcciones,
Benjamin suscita la contradicción que se da entre el valor de uso y la decoración
superflua e inútil en lo que llama “interioridad burguesa”. “En nuestras casas
bien equipadas no hay espacio para lo valioso porque falta el margen de libertad
para que preste sus servicios” –escribe en su diario. Ya en un trabajo previo (Tres
iluminaciones sobre Julien Green) había escrito:“Nos quieren transformar de
habitantes en usuarios de las casas, de orgullosos propietarios en
menospreciadores prácticos”.
Pero Benjamin se fija también en que la nueva arquitectura contemporánea
deshumaniza el espacio. Las nuevas construcciones pierden el aura, entendida
ahora como bisagra entre civilización y naturaleza: la arcilla o la madera son
reemplazadas por el hierro y el vidrio, producto de la aleación de unos materiales
cuyo crepitar no existe. Es por este motivo que la casa moderna tiende un límite
definitivo entre el campo y la ciudad. En esto se resume la tendencia de la
arquitectura moderna, en eliminar la huella, el rastro, dicho de otro modo, en
sustituir la narración, y por tanto la posibilidad de comunicar la experiencia
vivida, por la funcionalidad, incluyendo en ella el motivo decorativo como
reminiscencia ya sin aura, de otra forma de vivir. En las nuevas construcciones la
tradición, el rastro de una experiencia del pasado, se ha perdido. Pero quizás
también el sentido. Ya sabemos que, mientras la soledad del individuo en el
interior burgués facilita la neurosis, desde un bloque de pisos las miradas se
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pierden en un horizonte que ya no es colectivo. Curiosamente en las estancias de
estos interiores aparecerán papeles estampados en la pared con motivos florales
y, en las mesas, centros decorativos que superarán el estatuto mortuorio de los
bodegones de las pinturas. Y es que, más allá de la muerte, aún pegada a la vida
en su indisoluble unidad dialéctica, encontramos las patéticas flores de plástico.
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Experiencia y pobreza resume parte de estas ideas. Walter Benjamin redacta el
texto en Ibiza durante su segunda estancia en la isla ahora ya en una situación
muy precaria, consciente de la pérdida y de una vida definitivamente truncada.
Durante los últimos días que pasa en Berlín ha sido testigo directo del ascenso de
los nazis al poder y de la situación de terror en que ha quedado la ciudad. Escribe
desde París: “La idea de como está la situación la da menos la sensación
individual de terror que la situación cultural en general. Sobre lo primero es difícil
tener alguna experiencia fiable en términos absolutos. Son indudables los
múltiples casos en los que, por la noche, han sacado a personas de la cama y las
han torturado o asesinado. Quizás más importante aún, aunque también más
difícil de esclarecer, sea conocer el destino de los prisioneros. [...] Por lo que a mí
respeta, no son todas estas circunstancias más o menos previsibles desde hace
tiempo, las que me han conducido, ciertamente sólo hace una semana, a la toma
de decisión repentina de abandonar Alemania. Para ello, ha sido decisiva más
bien la simultaneidad casi matemática con la que, desde todos los sitios donde
tenía relaciones, me han devuelto manuscritos, se han roto tratos que estaban
aún en marcha o ya cerrados o se han dejado peticiones mías sin contestar. El
terror frente a toda conducta o forma de expresión que no se ajuste totalmente a
la oficial ha llegado a límites casi insuperables. Bajo estas circunstancias, la
máxima prudencia en cuestiones políticas, que siempre he practicado por buenas
razones, puede proteger, cierto es, a los afectados de la persecución sistemática,
pero no de la muerte por inanición”.
Al salir de Alemania nada ni nadie le asegura la continuidad de sus contratos e
inicia su particular éxodo hacia ninguna parte, agudizando su crisis personal y un
sentimiento de profunda soledad que ya no abandonará nunca. Esa es la
situación en la que escribe Experiencia y pobreza, un texto en el que Benjamin
establece el correlato entre los efectos de la experiencia de la Gran Guerra y el
peligroso rechazo que, por la necesidad de invocar “un hombre nuevo”, las
nuevas generaciones imponen a la tradición y al pasado. Según Benjamin, para
borrar el rastro de la experiencia, los nuevos arquitectos modernos crean casas
de vidrio que señalan una nueva “pobreza”: la de empezar de nuevo, hacer tabula
rasa, prescindiendo de la experiencia, el consejo y la tradición. Aunque
silenciosa, Benjamin detecta en ello una nueva forma de barbarie. La generación
que experimenta el desastre de la guerra se ve empujada a rechazar todo pasado.
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En el caso de esa generación que ya sólo ve que, tras la contienda, sólo queda
intacto “el cielo azul y un pobre cuerpo”, cualquier tiempo pasado fue peor y, por
tanto, el rechazo a la tradición es absoluto. Lo que observa Benjamin es que, en
consecuencia, necesariamente ese rechazo lleva consigo un empobrecimiento en
experiencia acumulada. La sorpresa, no sólo para Benjamin sino también para
algunos de los arquitectos que visitaban las islas, fue ver cómo la casa ibicenca,
sencilla y preindustrial, era capaz de evocar una especie de anacronismo
(funcional) que resistía a la moda y al enviste de la modernidad. ¿Por qué? ¿Sólo
nostalgia del origen y romanticismo? ¿O también la observación de que la casa de
materiales naturales aúna naturaleza y cultura, sin declarar una radical
diferenciación o dominio de la una por la otra? Quizás la casa ibicenca y otras
construcciones artesanales son excepciones al lema benjaminiano de que
cualquier documento de civilización es un documento de barbarie. O porque
conserva el “aura”, esa bisagra que permite atisbar la actualidad de las piedras o
la vasija sobre la mesa, el reflejo de un pasado, pero todo a la vez, al mismo
tiempo, sin que medie el tiempo.
Hemos inventado una nueva forma de barbarie, pero positiva: queremos volver a
empezar, eliminar todo rastro del pasado, no dejar rastro y la casa de vidrio es el
emblema de esta nueva experiencia. No hay nada en esas casas que nos devuelva
la mirada o que nos permita tener una experiencia, en algo cercano, de la lejanía.
Contrario a todo misterio pero también a toda idea de privacidad, el vidrio vuelve
exterior los interiores: Loos, Le Corbusier, crean espacios en los que es imposible
dejar huella e inauguran esa forma nueva de “extimidad” que, ya en estado muy
avanzado para nosotros hoy, tiene consecuencias todavía impredecibles. Una vez
nos hemos hecho pobres debemos empezar de cero y convertir esa pobreza en
algo decoroso, dice Benjamin. A la luz de este análisis podríamos interpretar el
minimalismo no como un movimiento de vanguardia sino como mero efecto de
retaguardia, la expresión más desesperanzadora de que las palabras, como los
ornamentos en una casa, no valen para nada. Pero, ¿será posible empezar de cero
–se preguntaba Benjamin adelantándose a los acontecimientos– y sobrevivir, a
las puertas de una crisis y una guerra inminente, a los productos culturales del
capitalismo?
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Raoul Hausmann, uno de los miembros más destacados del dadaísmo alemán y
quien casualmente tuvo que compartir la Ibiza de Benjamin durante su exilio,
había escrito en 1921: “el hombre nuevo necesita un nuevo lenguaje sin la
herencia del pasado” y en algunos manifiestos vanguardistas de la época la
retórica del hombre nuevo se conjuga con un lenguaje belicista que es del todo
nuevo. No es de extrañar que el más radical de esos movimientos fuera llamado
futurismo y que sus proclamas tan oscuras fueran signos de tan malos presagios.
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Marinetti, obsesionado por la destrucción de todo formalismo y culto a lo pasado,
escribía en 1911: “alabamos el amor al peligro y la violencia, el patriotismo y la
guerra, única higiene para el mundo, nos alegramos de vivir por fin esta hora
futurista, mientras agoniza la inmunda ralea de los pacifistas”. Nada de “alegre”,
sin embargo, tuvo la experiencia de la Gran Guerra ni tampoco la vida y el tiempo
que le tocó vivir a Benjamin en el exilio. Observamos además como la vindicación
de la memoria y la necesidad de establecer puentes entre el presente y la
tradición son recurrentes en los escritos de estos años, e incluso nos podemos
atrever a señalar la lectura en parte de su obra de ciertos augurios
desgraciadamente hechos realidad. Hannah Arendt, en un artículo escrito en
1945, recién acabada la guerra (“El problema alemán no es ningún problema
alemán”) contestaba a aquellos que, echándose las manos a la cabeza, se
preguntaban sin hallar respuesta cómo era posible que una nación con tanta
tradición como la alemana hubiera podido idear todo el complejo dispositivo de
los campos de concentración y de exterminio: “No hay nada de ninguna tradición
occidental, alemana o no, católica o protestante, griega o romana que forme
parte del nazismo. Ni Tomás de Aquino, ni Maquiavelo, Kant, Hegel o Nietzsche –
la lista puede alargarse [...]– tienen la menor responsabilidad de lo que ha
ocurrido en los campos de exterminio alemanes. Desde un punto de vista
ideológico, el nazismo empieza sin ninguna base en la tradición. Hubiera sido
mejor darse cuenta del peligro que comporta la radical negación de toda
tradición, negación que constituyó el rasgo característico más importante del
nazismo desde el principio”.
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Años atrás, en Dirección única Benjamin describía así, a trazos, los paisajes de la
Gran Guerra: “Masas humanas, gases, fuerzas eléctricas fueron arrojadas a
campo raso, corrientes de alta frecuencia atravesaron el paisaje, nuevos astros
se elevaron al cielo, el espacio aéreo y las profundidades marinas resonaron con
el estruendo de las hélices y en todas partes se excavaron fosas de sacrificio en
la madre tierra. Este gran galanteo con el cosmos se realizó por primera vez a
escala planetaria, es decir, en el espíritu de la técnica. Pero el afán de lucro de la
clase dominante pensaba satisfacer su deseo de ella, la técnica traicionó a la
humanidad y convirtió el lecho nupcial en un mar de sangre”.
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No resulta complicado buscar, entre las páginas de la obra de Walter Benjamin,
los rastros de tales augurios y, reivindicando la transmisión de experiencia tal y
como él la entendía, no está de más rescatar el testimonio de aquellos que
dejaron huella, como narradores de sus vivencias, a través de sus memorias y
escritos. Valgan las “lecciones” de Primo Levi, por ejemplo, que nos legó su
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experiencia en uno de los campos pertenecientes a la zona de influencia de
Auschwitz (Monowitz) en Si esto es un hombre. O el testimonio de la periodista
Marta Hillers que, entre el 20 de abril y el 22 de junio de 1945, en la ya devastada
Berlín, escribirá a hurtadillas una crónica de
aquellos días que un editor posteriormente publicará bajo el título Una mujer en
Berlín, manteniendo el anonimato del texto por expreso deseo de la autora. De él
podemos rescatar, por ejemplo, lo que escribió el viernes, 20 de abril de 1945, a
las 4 de la tarde: “[…] La radio lleva cuatro días muda. Una y otra vez nos damos
cuenta de los objetos de dudoso valor que nos ha procurado la técnica. No tienen
ningún valor en sí, son valiosos siempre y cuando haya una conexión o un
enchufe. El pan tiene un valor absoluto. El carbón tiene un valor absoluto. Y el oro
es oro en Roma, Perú o Breslau. En cambio, la radio, la cocina de gas, la
calefacción central, el hornillo eléctrico, todos esos grandes regalos de la era
moderna no son más que un lastre inútil en cuanto falla la central. Nos
encontramos en estos momentos de regreso a siglos pasados. Somos habitantes
de las cavernas.” Y un poco más adelante: “Yo devoraba los rostros de las
personas. En ellos se refleja lo que nadie pronuncia. Nos hemos convertido en
una nación de mudos.”
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En El narrador Benjamin insistirá, respecto a Experiencia y pobreza, que la
experiencia de la Gran Guerra evidencia un “proceso” que parece no detenerse.
“¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En
lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos.
Todo aquello que diez años más tarde se vertió en una marea de libros de guerra,
nada tenía que ver con las experiencias que se trasmiten de boca en boca”.
Perdemos una facultad que nos pareciera inalienable, la facultad de compartir la
experiencia, la de explicar lo que (nos) pasa. ¿Por qué? Porque la experiencia, en
el tiempo de la información, no cotiza, dice Benjamin. En efecto, podemos
constatar que la información circula a mayor velocidad que las personas. Antes
de llegar los protagonistas de la contienda ha llegado la noticia, no sus historias
vivenciadas sino el informe, el acontecimiento explicado e interpretado por los
especialistas. Todos estos síntomas evidencian que esa habilidad para la
narración y, por tanto, para la transmisión de experiencia y conocimiento, ha
entrado en crisis. En El narrador Benjamin analiza cuál es el sentido de ese acto
comunicativo y qué consecuencias tiene perder esa capacidad de relatar las
experiencias propias o ajenas. Vuelve así a “esa vieja cuestión” que le preocupa
desde lejos y que encontramos formulada en aquel cuento escrito durante su
primera estancia en Ibiza (El pañuelo), de la siguiente forma: “¿Por qué se acaba
el arte de contar historias?”.
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La oralidad es la base de la cultura y en los polos de ese acto comunicativo se
hallan siempre dos humanos o dos generaciones. Todos los narradores se sirven
de la misma fuente: la experiencia que se trasmite de una voz a un oído. Incluso,
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en las narraciones escritas, los mejores narradores ponen de relieve ese acto de
comunicación. El diálogo platónico ya es original en ese sentido: Platón se separa
de la escena y enclava los personajes de sus diálogos a cierta distancia dialógica
de lo que se cuenta. Alguien habla y alguien escucha y quien narra tiene algo que
contar, “práctico” dice Benjamin, para la vida. Por eso, sin las narraciones vivas
que quedan en el recuerdo, notamos que estamos desasistidos de consejos. El
arte de narrar desaparece a la vez que la consideración respetuosa hacia el
“aspecto épico de la verdad”, o sea, hacia cierta sabiduría antigua que, a través
de las generaciones, ha sido transmitida de memoria a memoria mediante
cuentos y relatos. Con la aparición de los medios de comunicación de masas, la
forma misma de entender la “comunicación” cambia radicalmente. La actualidad,
la información, la noticia se imponen a la autoridad de lo que viene ya de lejos, y
el ruido mediático, alimentado diariamente por intereses que nunca aparecen
descritos, desplaza la posibilidad de entablar un diálogo con el pasado y el
tiempo. Como dice Benjamin “la escasez en que ha caído el arte de narrar se
explica por el papel decisivo jugado por la difusión de la información. Cada
mañana nos instruye sobre las novedades del orbe. A pesar de ello somos pobres
en historias memorables”. La omnipresencia de la actualidad imposibilita la
realidad efectiva de un pasado. Por eso quizás leemos el diario para el olvido y,
como recuerda Benjamin, difícilmente se olvidan “esas historias que se escuchan
en la mar y para las que el propio casco del buque es la mayor caja de resonancia
y el trepidar de las máquinas su mejor acompañamiento. Historias que jamás hay
que preguntar de dónde vienen”.
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Negarle a la narración y al cuento su sabiduría atávica nos conduciría a dejar de
utilizar los cuentos de hadas como medios de transmisión de cultura. El cuento
de hadas, ese género narrativo, es según Benjamin “el primer consejero del niño”.
A través de esos cuentos los niños entran en contacto con el relato que la
naturaleza comparte con el mundo de los humanos. Aprenden que con astucia e
inteligencia los hombres son capaces de liberarse de la naturaleza y de “las
fuerzas del mundo mítico”. A través de esos cuentos el niño comprende también
que liberarse de la naturaleza no significa dominarla. Muy al contrario, en esos
cuentos la felicidad consiste en comprender que liberarse de la naturaleza
significa, en última instancia, compartir la libertad con ella, pero en ningún caso
en subyugarla. A través de los cuentos infantiles la naturaleza habla, con su
lenguaje, y se comunica con los humanos. Así empezaron los primeros humanos a
tratar consigo mismos, recuerda Benjamin. En tales ficciones, las piedras, los
árboles, los animales comparten un espacio (vieja madre naturaleza) que da
cuenta a los niños del mundo en el que viven. Un mundo que, sin la ayuda de los
cuentos infantiles y de ficción, parecería hoy ya definitivamente escindido. En
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aquel citado paisaje de Dirección única Benjamin seguía reflexionando en torno a
la relación entre la naturaleza y la técnica: “Dominar la naturaleza, enseñan los
imperialistas, es el sentido de toda técnica. Pero ¿quién confiaría en un maestro
que, recurriendo al palmetazo, viera el sentido de la educación en el dominio de
los niños por los adultos? ¿No es la educación, ante todo, la organización
indispensable de la relación entre las generaciones y, por tanto, si se quiere
hablar de dominio, el dominio de la relación entre las generaciones y no de los
niños? Lo mismo ocurre con la técnica: no es dominio de la naturaleza, sino
dominio de la relación entre naturaleza y humanidad”.
Se trataba de no abrir brecha entre naturaleza y cultura. Se trataba de, a través
de la técnica, dominar la relación de los humanos con la naturaleza, no de
erigirnos en dioses o señores y someterla al servicio de una productividad ciega.
Pero, en efecto, porque ya no es lo mismo contar lo que nos pasa viviendo bajo un
paradigma que nos hace habitantes de la naturaleza que hacerlo bajo la ideología
que nos convierte en usuarios de la misma, parece que ya no nos quedan
mecanismos para “comunicarnos” con ella, dice Benjamin. Quizá esto nos
permita de otro modo entender también por qué hemos perdido la facultad de
contar(nos) lo que nos pasa hábilmente y con sentido, y alienados, ajenos a todo,
sea cada vez más profundamente complicado comunicarnos con los otros y con
nosotros mismos.
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Benjamin ve en la concepción moderna del tiempo y de la historia la causa de que
nuestra identidad quede en suspenso y sin sentido, como al vaivén de la “moneda
de la actualidad”. El relato de uno queda a merced de las demandas y caprichos
del mercado y, por tanto, siempre sin garantía de ser un relato completo. La
experiencia de la vida se empobrece a medida que gana en riqueza la vida de la
información o de los productos, pero no sólo la experiencia en sentido empirista –
aquello a lo que nuestras categorías darán nombre– sino también la oportunidad
de legar esa experiencia como valor de uso, esto es, como transmisión de
sabiduría. Cada vida nueva y lo nuevo es para la tendencia moderna lo que
detenta la experiencia de la discontinua “originalidad” de la vida. Sin embargo, en
nuestras sociedades esas “vidas originales” o bien acaban convertidas en
productos de consumo o acaban convertidas en mónadas aisladas que hacen la
vida por su cuenta y, sin capacidad ya de narrar, esto es de contar(se) lo que (les)
pasa, en vidas que no cuentan ya para nadie ni para nada. Para Benjamin ese es el
síntoma de nuestra nueva pobreza. Quien sabe narrar, en cambio, invoca una
comunidad continua en el tiempo y, como el artesano, detenta un conocimiento,
una historia, un consejo que transmite y que a su vez aprendió de otros. “El
recuerdo –según Benjamin– funda la cadena de la tradición que se transmite de
generación en generación”. No hay discontinuidad en este proceso de
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transmisión de conocimiento, como tampoco hay quien nazca sin genes ni sea
capaz de compartir una neo-lengua o crear un lenguaje privado. En efecto, el
vínculo de los recién nacidos con el mundo viejo –para nosotros– y nuevo –para
ellos-– no es un objeto tangible, pero es precisamente el vínculo que permite que
declaremos como intangible derecho humano, el derecho a la educación. La
pregunta que sigue entonces es: ¿puede educarse sin suponer una memoria
colectiva? O, como se preguntaba Benjamin en Experiencia y pobreza: “¿Para qué
valen los bienes de la educación si no nos une a ellos la experiencia?”
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Los humanos disponemos también de una memoria involuntaria, una historia
social: la narración involuntaria de la especie. Tal como dirá Ricouer, los relatos
siempre apuntan a la dimensión humana del tiempo. Otra cosa es aquello que
estemos dispuestos a hacer con ese tiempo. En ello no sólo decidimos nuestro
futuro sino también la memoria que hemos heredado. Benjamin nos recuerda a
Pascal cuando afirma que nadie muere tan pobre como para no dejar algo
memorable. Por ello, nada tienen en común la memoria de los supervivientes y los
libros de análisis histórico. Recuperamos la memoria histórica si recuperamos las
formas narrativas de la tradición oral. Se trata, recordemos, de organizar
nuestras relaciones con las generaciones futuras, de transmitir un pasado para
poder, como dirá Hannah Arendt, otorgar a los jóvenes la oportunidad de cambiar
el presente y hacerlo más habitable. En esto probablemente consiste tener
conciencia histórica, o del pasado, o la ya no tan aparentemente simple facultad
de recordar. Sabemos que en la pugna entre imaginación y memoria la
modernidad toma partido por la primera. No obstante, por una cuestión
meramente técnica, no existe una sin la otra. Es por esto que, a nivel colectivo, no
podemos menospreciar esta facultad que nos permite convocar a muertos y vivos
en la misma sala de proyección de la historia. Y a pesar de ser cierto que el
capitalismo ha acabado con la posibilidad de imaginar un futuro –hoy el futuro no
encuentra ni entusiastas ni optimistas– y neguemos constantemente el pasado a
favor del lema moderno, estamos obligados a imaginar algo así como un mundo
habitable por semejantes humanos, que aprenden a vivir a través de la memoria
de las experiencias ajenas. Porque a pesar de que nuestra sociedad se defina
como una sociedad de la información, nadie cree de verdad que un conjunto de
datos, sin trama, transmita ningún tipo de experiencia.
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En el recuerdo de alguien, como decía Borges, todos somos inmortales. En las
narraciones también la memoria de los muertos pervive. Algo de nosotros queda
en la memoria de los demás y, también hoy podemos decir, en el código genético
de los vivos. La forma de los relatos nos ayuda a entender aquello que nos
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caracteriza como seres humanos, esto es, ser finitos y mortales. La narración da
sentido a una serie de acontecimientos porque los trama y los enmarca. Tomar
conciencia de esa ilusión es tomar conciencia del límite y, por tanto, de nuestra
condición de seres temporales. Y ahí empezamos de nuevo. Porque esa condición
es la que nos permite, a su vez, considerar la memoria como el medio para
acceder a lo más profundo del ser humano. No sólo la vida del narrador pasa a
través de los recuerdos sino también la vida de aquellos que le precedieron. En la
voz de un narrador también se distinguen armónicos (las voces de otros
narradores), aunque el oído humano se detenga en los lindares que le impiden
reconocerlos. Pero están ahí. Dejaron recuerdos. También en las voces de
aquellos que nos “sobreviven” nuestras voces perduran. Hablemos bien
entonces, tengamos un poco más de cuidado con lo que decimos, intentemos
contar bien nuestras historias.
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