Diccionario de San Josemaría voces Esperanza y

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Diccionario de San Josemaría voces:
Esperanza, Escatología
«ESPERANZA» ............................................................................................. 2
1. La esperanza en la vida de san Josemaría. ........................................................... 2
2. Esperanza teologal, experiencia vivida de la gracia de Dios y
esperanza humana. ....................................................................................................... 4
3. La esperanza cristiana, una realidad auténticamente humana. ...................... 5
4. La fuerza de la esperanza teologal no es compatible con la
pasividad y la evasión irresponsable. ...................................................................... 7
5. La lucha ascética cristiana, manifestación de la virtud de la
esperanza. ........................................................................................................................ 8
6. El apostolado cristiano, fruto de la esperanza. ................................................... 10
7. Conclusión: la esperanza cristiana y la llamada universal a la
santidad. ......................................................................................................................... 11
«ESCATOLOGÍA–NOVÍSIMOS» .................................................................... 12
1. Muerte. ............................................................................................................................ 12
2. Vida eterna y vida terrena. ....................................................................................... 13
3. Juicio y retribución (cielo, purgatorio, infierno). ................................................ 15
4. Retorno y reinado de Cristo. .................................................................................... 19
5. Resurrección de los muertos. ................................................................................... 21
«ESPERANZA»
Paul O'CALLAGHAN
La virtud teologal de la esperanza, básica en todo cristiano, lo fue también en la
vida y en la enseñanza de san Josemaría. En 1934, escribió en Consideraciones
espirituales: "Espéralo todo de Jesús: tú no tienes nada, no vales nada,
no puedes nada. –Él obrará, si en Él te abandonas" (p. 67; C, 731). Esa
convicción fundamental permaneció, e incluso se robusteció, a lo largo de los
años. Al comienzo de su homilía La esperanza del cristiano, publicada en
Amigos de Dios, san Josemaría vuelve a las palabras de 1934 y las completa
con dos consideraciones significativas. La primera es autobiográfica: aquellas
palabras habían sido escritas "con un convencimiento que se acrecentaba
de día en día (...). Ha pasado el tiempo, y aquella convicción mía se ha
hecho aún más robusta, más honda" (AD, 205). La segunda es apostólica y
eclesial:
"He visto, en muchas vidas, que la esperanza en Dios enciende
maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene
palpitante el corazón, sin desánimos, sin decaimientos, aunque a
lo largo del camino se sufra, y a veces se sufra de veras" (ibidem).
1. La esperanza en la vida de san Josemaría.
La afirmación "espéralo todo de Jesús" no era para el fundador del Opus Dei
un punto de partida teorético, sino un punto de llegada: una convicción
consolidada tanto en referencia a la propia vida como a la del Opus Dei y a la
de la Iglesia entera: una convicción vivida, más que deducida, con origen en la
gracia de Dios. El fundador del Opus Dei no habla de la esperanza cristiana
como de una virtud considerada en abstracto; habla de la esperanza del
cristiano, la que se vive día a día:
"Cuando hables de las virtudes teologales, de la fe, de la
esperanza, del amor, piensa que antes que para teorizar, son
virtudes para vivir" (F, 479).
La esperanza es cualificada como «teologal» porque la unión plena y eterna con
Dios es su «objeto formal quod», es decir, aquello que se espera, y Dios
omnipotente y misericordioso, su «objeto formal quo», o sea, la razón por la
que se espera. Y lo es porque Dios mismo actúa directamente en el hombre
que espera, incitándole a dar pasos, motivándole interiormente, haciéndole
superar los obstáculos, el pecado, la angustia, el vacío. Esta convicción de san
Josemaría, personal y eclesial a la vez, puede considerarse, por lo tanto, como
lugar teológico, ámbito válido para la reflexión cristiana. Porque los santos no
sólo transmiten una doctrina, sino que es su vida la que hace que tome cuerpo
la doctrina, y en ese sentido la reproduce.
La riqueza y la profunda resonancia humana de las expresiones de san
Josemaría sobre la acción de Dios por medio de la virtud de la esperanza son
notables. Habla de ella calificándola de "convicción", de "seguridad", de "suave
don de Dios", de "deseo por el que nos sostenemos" (ECP, 3); de una realidad
hecha de fuego, de calor, de amor, del apretar "esa mano fuerte que Dios nos
tiende sin cesar" (AD, 213); de una seguridad y una confianza que Dios pone
en nosotros (cfr. AD, 214); de una protección divina que "se toca con las
manos" (AD, 216), y trae consigo la "seguridad de sentirme –de saberme–
hijo de Dios" (AD, 208), y la de saber que "Dios nos gobierna con su
providente omnipotencia, que nos da los medios necesarios" (AD, 218);
de un don divino que engendra la alegría sobrenatural, siendo como un
auténtico "anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria"
(AD, 278), que espera nuestra llegada y en el que resuena la llamada definitiva:
«ven a la casa de tu Padre».
La reflexión de san Josemaría es fruto de la experiencia vivida de la gracia de
Dios en medio de las circunstancias cotidianas: a partir de esa experiencia, con
una lectura meditada y personalmente interiorizada de la Palabra de Dios, el
significado y la inagotable riqueza de esa palabra viva y vivificante que lleva a
la total confianza en Dios, es descubierto y redescubierto, profundizado y
continuamente confirmado.
2. Esperanza teologal, experiencia vivida de la gracia de
Dios y esperanza humana.
La esperanza es, en primer lugar, fruto de la experiencia de la gracia de Dios,
pues el cristiano debe, sobre todo, dirigir la mirada hacia el cielo, porque sólo
allí "nos aguarda el Amor infinito" (AD, 206). Por eso "un cristiano
sincero, coherente con su fe, no actúa más que cara a Dios, con visión
sobrenatural; trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente,
metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo" (AD, 206).
En repetidas ocasiones, el fundador del Opus Dei explica que el objeto y el
motivo de nuestra esperanza sólo puede ser Dios mismo (cfr. AD, 211, 219,
220).
También subraya san Josemaría que la alternativa a la vida cristiana empapada
de esperanza no sería una existencia meramente humana o neutra; sería más
bien una «vida animal», a ras de tierra, aun en el caso de que el hombre
consiguiera llevar una existencia "más o menos humanamente ilustrada" (AD,
206). San Josemaría reconoce la legitimidad de esperanzas concretas, referidas
a objetivos limitados (completar un trabajo, alcanzar una determinada meta,
etc.), pero describe con dolor y sensibilidad la situación patética y desesperada
de las personas que intentan, quizás con grandes esfuerzos, vivir una vida de
esperanza sin Dios. "Me siento siempre movido a respetar, e incluso a
admirar la tenacidad de quien trabaja decididamente por un ideal
limpio. Sin embargo, considero una obligación mía recordar que todo
lo que iniciamos aquí, si es empresa exclusivamente nuestra, nace con
el sello de la caducidad" (AD, 208; cfr. AD, 209). Por eso, concluye, "quizá
no exista nada más trágico en la vida de los hombres que los engaños
padecidos por la corrupción o por la falsificación de la esperanza,
presentada con una perspectiva que no tiene como objeto el Amor que
sacia sin saciar" (AD, 208).
La lectura de estos textos podría hacer pensar que el autor está describiendo
una experiencia de la gracia divina de carácter vertical o desencarnado, como si
el único protagonista de la vida cristiana fuera Dios mismo, que se ocupa de
ahorrarnos el esfuerzo, la energía, el empeño inteligente y perseverante, la
solidaridad constante, de modo que el hombre debe dejarse llevar pasivamente
por la gracia. Podría parecer, en breve, que el dinamismo propio de la virtud de
la esperanza, descrito por san Josemaría, reviste tanto un carácter de
excepcionalidad como una fundamental falta de articulación con la realidad
humana, es decir, con lo cotidiano, con la tarea humana de construir un mundo
mejor, con las "esperanzas terrenas" (AD, 207), o "pequeñas" de las que habla
Benedicto XVI en la Cart. Enc. Spe salvi (nn. 30, 31, 35, 39). Pero no es así.
Para mostrar con detalle la humanidad de la esperanza, y captar a la vez la
naturaleza teológica de la reflexión sobre esta virtud, conviene analizar la
doctrina de san Josemaría desde una doble perspectiva: eclesial y
antropológica. Ambas se encuentran profundamente radicadas en la reflexión
teológica de san Josemaría sobre la virtud de la esperanza. Este hecho se
comprueba a través de los cuatro pasos que veremos a continuación. En primer
lugar, la vida cristiana, con el impulso de la virtud teologal de la esperanza, se
configura como una realidad plenamente humana que puede aflorar en todas
las situaciones, por limitadas y coyunturales que éstas sean. En segundo, la
fuerza de la esperanza teologal no elimina el empeño humano; se opone, por lo
tanto, a la pasividad y a la evasión irresponsable. En tercer lugar, la expresión
más justa de la concreta vitalidad de la virtud de la esperanza es la lucha
ascética cristiana vivida a fondo. En fin, la esperanza cristiana se concreta en el
apostolado cristiano.
3. La esperanza cristiana, una realidad auténticamente
humana.
Hablando de la relación entre las esperanzas terrenas y la esperanza cristiana,
el fundador del Opus Dei se dirige personalmente al lector en un párrafo rico y
denso:
"A mí, y deseo que a vosotros os ocurra lo mismo, la seguridad
de sentirme –de saberme– hijo de Dios me llena de verdadera
esperanza que, por ser virtud sobrenatural, al infundirse en las
criaturas se acomoda a nuestra naturaleza, y es también virtud
muy humana (...). Esta convicción me incita a comprender que
sólo lo que está marcado con la huella de Dios revela la señal
indeleble de la eternidad, y su valor es imperecedero. Por esto,
la esperanza no me separa de las cosas de esta tierra, sino que
me acerca a esas realidades de un modo nuevo, cristiano, que
trata de descubrir en todo la relación de la naturaleza, caída,
con Dios Creador y con Dios Redentor" (AD, 208).
Es decir, el cristiano, por ser hijo de Dios, ve y considera la entera realidad que
le rodea a la luz de la acción creadora del Padre, de la acción redentora del
Hijo, de la acción santificadora del Espíritu Santo. El cristiano, precisamente
porque lo espera todo de Dios y sólo de Él, no deja de «esperar» en las cosas y
de las cosas que Él ha creado; no deja de esperar en el hombre ni siquiera
cuando éste aparece ante sus ojos como poco fiable –como pecador–, porque
se da cuenta de que Cristo ha vencido al mundo. San Josemaría insiste en este
ímpetu intensamente humano de la esperanza cristiana en muchos textos.
"«Es tiempo de esperanza, y vivo de este tesoro. No es una
frase, Padre –me dices–, es una realidad». Entonces, el mundo
entero, todos los valores humanos que te atraen con una fuerza
enorme –amistad, arte, ciencia, filosofía, teología, deporte,
naturaleza, cultura, almas–, todo eso deposítalo en la
esperanza: en la esperanza de Cristo" (S, 293; cfr. AD, 221).
Por esta razón el fundador del Opus Dei comprende teológicamente el
optimismo como manifestación genuina de una esperanza cristiana proyectada
sobre las cosas humanas con el objeto de remover los obstáculos que se
oponen al progreso terreno (cfr. AD, 219). Lo mismo dice san Josemaría en la
homilía sobre la Ascensión del Señor:
"No tengo vocación de profeta de desgracias. No deseo con mis
palabras presentaros un panorama desolador, sin esperanza. No
pretendo quejarme de estos tiempos, en los que vivimos por
providencia del Señor. Amamos esta época nuestra, porque es el
ámbito en el que hemos de lograr nuestra personal santificación.
No admitimos nostalgias ingenuas y estériles: el mundo no ha
estado nunca mejor. Desde siempre, desde la cuna de la Iglesia,
cuando aún se escuchaba la predicación de los primeros doce,
surgieron ya violentas las persecuciones, comenzaron las herejías,
se propaló la mentira y se desencadenó el odio" (ECP, 123).
4. La fuerza de la esperanza teologal no es compatible
con la pasividad y la evasión irresponsable.
San Josemaría critica la falsificación de la esperanza que consiste en asumir un
horizonte meramente humano o mundano de la vida, pero hay otro modo de
considerar la esperanza también incompatible con la doctrina cristiana: una
visión falsa y despreocupada o irresponsable de la «confianza» en Dios. La
esperanza, según esta visión, sería una coartada para justificar el egoísmo sutil,
la fantasía que desea escapar del momento presente, la indolencia, la
comodidad, la superficialidad, la evasión de la concreta realidad humana y
cristiana.
"Con monótona cadencia sale de la boca de muchos el ritornello,
ya tan manido, de que la esperanza es lo último que se pierde;
como si la esperanza fuera un asidero para seguir deambulando
sin complicaciones, sin inquietudes de conciencia; o como si
fuera un expediente que permite aplazar sine die la oportuna
rectificación de la conducta, la lucha para alcanzar metas nobles
y, sobre todo, el fin supremo de unirnos con Dios. Yo diría que
ése es el camino para confundir la esperanza con la comodidad.
En el fondo, no hay ansias de conseguir un verdadero bien, ni
espiritual, ni material legítimo; la pretensión más alta de
algunos se reduce a esquivar lo que podría alterar la
tranquilidad –aparente– de una existencia mediocre. Con un
alma tímida, encogida, perezosa, la criatura se llena de sutiles
egoísmos y se conforma con que los días, los años, transcurran
sine spe nec metu, sin aspiraciones que exijan esfuerzos, sin las
zozobras de la pelea: lo que importa es evitar el riesgo del
desaire y de las lágrimas. ¡Qué lejos se está de obtener algo, si
se ha malogrado el deseo de poseerlo, por temor a las
exigencias que su conquista comporta!" (AD, 207; cfr. AD, 211,
217; C, 412; F, 57).
Es evidente que la invitación cristiana, reiterada con fuerza por san Josemaría,
a un espíritu de gratitud y confianza en Dios como fruto de la virtud de la
esperanza, no excluye el esfuerzo inteligente, solidario, realista, adecuado a
una concreta situación histórica del cristiano. La paradoja y la riqueza principal
de la reflexión de san Josemaría sobre la esperanza están precisamente en la
correspondencia exacta entre la acción divina propia de esta virtud y la lucha
esforzada del cristiano. Cuando no hay lucha, se puede decir que no hay
santidad, no porque la santidad sea un producto de la lucha ascética, sino
porque la lucha ascética cristiana es expresión tangible de la concreta y
generosa acogida de la gracia de Dios.
5. La lucha ascética cristiana, manifestación de la virtud
de la esperanza.
A veces se piensa que la gracia de Dios sirve para simplificar la vida humana,
para ahorrar al hombre el uso inteligente y perseverante de sus fuerzas, para
rellenar las lagunas y deficiencias de su debilidad o incompetencia. Sólo un
planteamiento de este tipo, se dice, permitiría la afirmación de la plena
gratituidad de la gracia divina y podría conducir a la confianza en Dios. Sin
embargo es evidente para san Josemaría que la gracia de Dios no ahorra el
empleo de las energías humanas, sino más bien al revés, induce a la auténtica
lucha ascética, "complicando la vida" del cristiano, como muchas veces recordó
(cfr. AD, 21, 207, 223; ECP, 19; C, 6; F, 900, 901). En otras palabras, la
confianza humana en Dios y en su gracia se refleja precisamente en una
perseverante y práctica lucha ascética.
El riquísimo entrelazarse entre la gracia divina y la respuesta humana generosa,
humilde, comprometida e inteligente, se encuentra en la misma médula de los
escritos del fundador del Opus Dei. Se puede decir que sus enseñanzas al
respecto presuponen dos realidades complementarias. La primera, la acción de
Dios por medio de la gracia que induce al hombre a la lucha perseverante por
superar los obstáculos que se oponen a una vida cristiana. Y la segunda, la libre
y personal respuesta del hombre a esta gracia, que se manifiesta como lucha
ascética concreta y habitual. En todo caso, tres son las manifestaciones
prácticas principales de esta reciprocidad entre la virtud de la esperanza y la
lucha cristiana.
a) Sin una correspondencia a la gracia, la acción de Dios en el hombre es
ineficaz.
Muchos textos de la homilía La esperanza del cristiano exponen la
convicción de que, con nuestra respuesta personal, el Señor "obra en
nosotros y por medio de nosotros", infundiendo seguridad en
nuestra alma, de modo que las dificultades objetivas que nos obligan a
luchar no son obstáculo, sino condición para el desarrollo de la vida
cristiana, porque nos ofrecen la posibilidad de seguir de cerca a Cristo;
por el contrario, cuando no hay una lucha concreta se pierden el sentido
y el frescor de la esperanza (cfr. AD, 210, 211, 212, 214, 216).
b) En el ejercicio concreto de la lucha ascética se pone confiadamente la
mirada en Dios.
El cristiano se esfuerza en una lucha práctica y perseverante, en una
lucha gozosa, positiva, enamorada, que se manifiesta en el concreto
ejercicio de las virtudes humanas, en el cumplimiento del deber, en la
caridad con quienes le rodean. Sin embargo, lo hace siempre "por Dios,
con el pensamiento en su gloria, con la mirada alta, anhelando
la Patria definitiva". Se comprueba esta idea en los varios pasajes de
la homilía La esperanza del cristiano:
"Por eso, me convenceré de que tus intenciones para
alcanzar la meta son sinceras, si te veo marchar con
determinación. Obra el bien, revisando tus actitudes
ordinarias ante la ocupación de cada instante; practica la
justicia, precisamente en los ámbitos que frecuentas,
aunque te dobles por la fatiga; fomenta la felicidad de los
que te rodean, sirviendo a los otros con alegría en el lugar
de tu trabajo, con esfuerzo para acabarlo con la mayor
perfección posible, con tu comprensión, con tu sonrisa,
con tu actitud cristiana. Y todo, por Dios, con el
pensamiento en su gloria, con la mirada alta, anhelando la
Patria definitiva, que sólo ese fin merece la pena" (AD, 211;
cfr. AD, 217, 219).
Hay en la lucha ascética, por tanto, una confianza filial basada en las
promesas del mismo Dios, una confianza no abstracta u ocasional, sino
ejercitada "con la mirada alta", también en los momentos de mayor
cansancio. Y es esta confianza lo que da fuerza, lo que da la auténtica
fortaleza divina (cfr. AD, 213, 214, 218; C, 473).
c) La lucha ascética, con su característico «comenzar y recomenzar», tan
propio de la virtud de la esperanza, se traduce en humildad, en
conversión y en penitencia.
Son muchos los textos del fundador del Opus Dei que exponen este
principio. Por ejemplo:
"En las batallas del alma, la estrategia muchas veces es
cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con
paciencia, con tozudez. Aumentad los actos de esperanza.
Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por
altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en
vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos
percances. Pero el Señor, que es omnipotente y
misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para
vencer. Basta que los empleemos, como os comentaba
antes, con la resolución de comenzar y recomenzar en
cada momento, si fuera preciso" (AD, 219; cfr. AD, 215, 217;
F, 222 ss.).
Por último, un aspecto central de la lucha cristiana descrita en estas
enseñanzas es la conversión, la penitencia, y consecuentemente la
recepción asidua del sacramento de la Reconciliación, fuente de alegría y
fruto del don de la esperanza, don que el Señor nos concede cada vez
con mayor abundancia. Hablando del sacramento de la Penitencia dice
san Josemaría:
"Utilizando estos recursos, con buena voluntad, y rogando
al Señor que nos otorgue una esperanza cada día más
grande, poseeremos la alegría contagiosa de los que se
saben hijos de Dios (...). Optimismo, por lo tanto. Movidos
por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la
mancha viscosa que extienden los sembradores del odio, y
redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa,
porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y
así de bello lo restituiremos a Él, si aprendemos a
arrepentimos" (AD, 219).
6. El apostolado cristiano, fruto de la esperanza.
La esperanza se expresa en un modo particular en el empeño apostólico del
cristiano. En un pasaje de su homilía sobre la esperanza titulado "En qué
esperar", san Josemaría comienza haciéndose una pregunta:
"Quizá más de uno se pregunte: los cristianos, ¿en qué debemos
esperar?, porque el mundo nos ofrece muchos bienes,
apetecibles para este corazón nuestro, que reclama felicidad y
persigue con ansias el amor (...). Por desgracia, algunos, con
una visión digna pero chata, con ideales exclusivamente
caducos y fugaces, olvidan que los anhelos del cristiano se han
de orientar hacia cumbres más elevadas: infinitas. Nos interesa
el Amor mismo de Dios, gozarlo plenamente, con un gozo sin fin
(...). No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad
definitiva, porque este mundo es el camino para el otro, que es
morada sin pesar. Sin embargo, los hijos de Dios no debemos
desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos
coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe
bendita, la única que trae verdadera paz, alegría auténtica a las
almas y a los distintos ambientes. Ésta ha sido mi predicación
constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad; llevar a
todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido
sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en
elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u
oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se
iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la
caducidad de lo mundano" (AD, 209-210).
"Y las almas –afirma en otra de sus homilías– nos miran con la
esperanza de saciar su hambre, que es hambre de Dios. No es posible
olvidar que contamos con todos los medios: con la doctrina suficiente
y con la gracia del Señor, a pesar de nuestra miserias" (AD, 51). Y en
una tercera homilía, destinada a hablar de la participación de todo cristiano en
la misión confiada por Cristo a la Iglesia, concluye con estas palabras:
"Pídele a María, Regina apostolorum, que te decidas a ser partícipe
de esos deseos de siembra y de pesca, que laten en el Corazón de
su Hijo. Te aseguro que, si empiezas, verás, como los pescadores
de Galilea, repleta la barca. Y a Cristo en la orilla, que te espera.
Porque la pesca es suya" (AD, 273).
7. Conclusión: la esperanza cristiana y la llamada
universal a la santidad.
El ejercicio de la virtud teologal de la esperanza ha de considerarse esencial en
el conjunto de la reflexión teológica y espiritual de san Josemaría. Basta pensar
en su infatigable predicación, a lo largo de toda su vida, sobre la llamada
universal a la santidad. Cuando se afirma, como ha hecho el Concilio Vaticano
II, que la llamada a la santidad es efectivamente universal, se está
proclamando: 1) que la realidad humana o creada inclina el hombre hacia Dios
y prepara el camino hacia la esperanza teologal, y 2) al mismo tiempo, que
ninguna realidad creada puede obstaculizar o condicionar seriamente el
despliegue de la bondad omnipotente de Dios, empeñada en llevar a sus hijos a
la plenitud de la santidad en Cristo. En consecuencia, el cristiano puede y debe
esperar de Dios la gracia, la abundancia de sus dones, no –por así decirlo– a
pesar de sus propias limitaciones interiores y de los obstáculos exteriores, sino
en y por medio de todas las vicisitudes y circunstancias de su concreta
existencia.
«ESCATOLOGÍA–NOVÍSIMOS»
J.J. Alviar
"Para los hijos de Dios, la muerte es vida" (AD, 79). Esta frase de san
Josemaría resume bien su concepción del destino final del hombre en cuanto
individuo y en cuanto miembro de la familia de Dios. Si bien su enseñanza
escatológica se halla plenamente inserta en la Tradición de la Iglesia, contiene
acentos de especial interés: su modo positivo, amoroso y filial de comprender la
muerte y el juicio divino; su percepción de la conexión sustancial entre la
comunión transfiguradora con la Trinidad que experimenta el hombre en gracia,
y la vida eterna; así como la ligazón entre el reinar de Cristo en la historia y su
reinado al fin de los tiempos. A continuación trataremos estos puntos con
mayor detenimiento.
1. Muerte.
"¿Has visto, en una tarde triste de otoño, caer las hojas muertas? Así
caen cada día las almas en la eternidad: un día, la hoja caída serás tú"
(C, 736). San Josemaría meditaba frecuentemente sobre la muerte, en cuanto
realidad humana tan inexorable como el pasar del tiempo. La perspectiva de la
muerte –tanto la suya como la de otras personas– le movía a la oración y a la
acción. "Me hizo meditar aquella noticia: cincuenta y un millones de
personas fallecen al año; noventa y siete al minuto (...): díselo
también a otros" (S, 897). En parte, la consideración del tema fue provocada
por su experiencia –tres de sus hermanas fallecieron siendo él muy pequeño– y
por su intensa labor pastoral: entre sus escritos hay muchos relatos de sucesos
ocurridos en torno al lecho de muerte: del gitano moribundo en un hospital en
Madrid, que hace un bello acto de contrición (cfr. VC, III Estación); de una
mujer que veía en su larga y penosa enfermedad la bendición de Dios (cfr. F,
1034); o de un doctor en Derecho y Filosofía, cuya brillante carrera quedaba
truncada con la muerte en una sencilla pensión (cfr. S, 877). San Josemaría
pudo constatar de primera mano actitudes muy divergentes ante la muerte,
desde la alegría (incluso la serena impaciencia, cfr. S, 893) hasta el
sobrecogimiento (cfr. C, 738) y la tristeza (cfr. S, 879).
Él tenía una visión eminentemente positiva de la muerte, como expresa un
punto de Surco, en el que da la vuelta a un dicho popular: "Todo se arregla,
menos la muerte... Y la muerte lo arregla todo" (S, 878). Pensaba así,
porque para él la muerte no significaba el punto final. En el mensaje de san
Josemaría aparece una formulación paradójica, del estrecho vínculo entre la
muerte y la Vida (con mayúscula). "¿No has oído con qué tono de tristeza
se lamentan los mundanos de que «cada día que pasa es morir un
poco»? Pues, yo te digo: alégrate, alma de apóstol, porque cada día
que pasa te aproxima a la Vida" (C, 737). "Si me comunicaran: «ha
llegado la hora de morir», con qué gusto contestaría: «ha llegado la
hora de Vivir»" (F, 1036). Tales afirmaciones se mueven en dos niveles: por
un lado, el físico, biológico o terrenal, en el cual la vida queda visiblemente
truncada por la muerte; por otro, el trascendente y sobrenatural, en el cual la
vida se trueca en Vida (con mayúscula), un Vivir más pleno, allende la muerte.
Este Vivir tiene contenido específico: el encuentro definitivo y amoroso con
Dios, la reunión del hijo con su Padre (cfr. S, 885; F, 1034; S, 881; C 735), y
con Jesucristo, María, José, los ángeles y los santos (cfr. AD, 220). Desde este
punto de vista, el morir no puede entenderse como una tragedia, sino como un
alegre llegar a casa:
"Cara a la muerte, ¡sereno! –Así te quiero. –No con el estoicismo
frío del pagano; sino con el fervor del hijo de Dios, que sabe que la
vida se muda, no se quita. – ¿Morir? – ¡Vivir!" (S, 876; cfr. C, 744).
2. Vida eterna y vida terrena.
Puede afirmarse que el pensamiento de san Josemaría sobre la muerte se
encuadra dentro de una visión más amplia: la biografía de un hijo de Dios, con
la nota predominante de amorosa aceptación de la voluntad del Padre en cada
instante. "La santidad consiste precisamente en esto: en luchar, por ser
fieles, durante la vida; y en aceptar gozosamente la Voluntad de Dios,
a la hora de la muerte" (F, 990; cfr. S, 883). En este horizonte, la muerte
forma parte del gran itinerario espiritual de identificación progresiva con Cristo.
Al igual que el Hijo hecho hombre obedeció al Padre en todo hasta la muerte en
la Cruz y fue luego resucitado y glorificado (cfr. F, 1022,1020), el cristiano ha
de cumplir y amar la voluntad del Padre, viviendo y muriendo con los mismos
sentimientos que Cristo. Con la actitud de absoluta entrega al Padre, el cristiano
puede vivir sus días "sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte" (AD,
141; cfr. F, 987). Su propia muerte, aceptada con amor, sería el coronamiento
de una vida de entrega filial (cfr. C, 739).
Toda la existencia terrena del hombre, en cuanto período de maduración de
una entrega filial, está transida de una tensión que puede denominarse
escatológica: "El tiempo es nuestro tesoro, el «dinero» para comprar la
eternidad" (S, 882; cfr. C, 355). Nos hallamos ante otra formulación
paradójica mediante la que san Josemaría, siguiendo la fe católica, vincula el
tiempo terreno con la eternidad. No se trata de dos conceptos meramente
yuxtapuestos, sino de dos realidades existenciales que él percibe como
verdaderamente compenetradas, en la vida del cristiano y en los planes divinos.
Gastarse uno en la tierra sirviendo a Dios y a los demás equivale realmente a
adentrarse en un misterio de comunión divina (cfr. AD, 208).
Esta dimensión escatológica de la vida ordinaria provoca en el cristiano un
sentido de urgencia y responsabilidad. "Entiendo muy bien aquella
exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: «tempus breve
est!» (1Co 7, 29), ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la
tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más
íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y
como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto
nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar" (AD, 39). El
tiempo no debe ser desperdiciado: es vida (cfr. S, 963), es gloria (cfr. C, 355);
un hijo de Dios, durante su corta existencia terrenal, ha de emplearse a fondo
en el cumplimiento de la voluntad del Padre, normalmente en los quehaceres
ordinarios:
"Porque fuiste «in pauca fidelis», fiel en lo poco, entra en el
gozo de tu Señor. Son palabras de Cristo. «In pauca fidelis»...
¿Desdeñarás ahora las cosas pequeñas si se promete la gloria a
quienes las guardan?" (C, 819; cfr. F, 1008).
La dimensión escatológica de la vida terrena mueve, además, a desprenderse
de lo que parece felicidad pero, en realidad, es falsedad: "¿Por qué abocarte
a beber en las charcas de los consuelos mundanos si puedes saciar tu
sed en aguas que saltan hasta la vida eterna?" (C, 148). Aquí san
Josemaría retoma las categorías de tiempo y eternidad para subrayar el
contraste entre el vivir superficial y el Vivir auténtico. La referencia a Dios dota
a todo el existir de un valor auténtico. En Dios y desde Dios, el amor humano,
el trabajo, la virtud, el servicio a los demás, la alegría de la convivencia, se
presentan como anticipo de la plenitud de vida a la que Dios finalmente
destina. Por el contrario, los placeres, los amoríos, las vanidades y las
grandezas mundanas se poseen por un corto espacio de tiempo, para luego
desvanecerse (cfr. C, 753, 741, 601, 742). Son en sentido estricto "temporales",
en contraste con Vivir "para siempre":
"Mienten los hombres cuando dicen «para siempre» en cosas
temporales. Sólo es verdad, con una verdad total, el «para
siempre» de la eternidad" (F, 999; cfr. C, 752; F, 1021).
Por esta razón, el creyente no debe permitir que la atracción de las cosas que
no son de Dios le detenga en el camino (cfr. F, 1042; C, 29).
Encontramos en este punto otra tensión en el alma de san Josemaría, muchas
veces expresada, y que evoca la inquietud de san Pablo (cfr. Flp 1, 21 –26):
entre el deseo ardiente de contemplar la faz de Dios, y la voluntad de seguir
trabajando por Dios en la tierra. La actitud de san Josemaría representa un
interesante equilibrio, que él mismo formula de este modo:
"Para nosotros la muerte es Vida. Pero hay que morirse viejos.
Morirse joven es antieconómico. Cuando lo hayamos dado todo,
entonces moriremos. Mientras, a trabajar mucho y muchos años.
Estamos dispuestos a ir al encuentro del Señor cuando Él quiera,
pero le pedimos que sea tarde. Hemos de desear vivir, para
trabajar por nuestro Señor y para querer bien a todas las almas...
En tiempos de santa Teresa, los enamorados –tanto los místicos
como los que cantaban el amor humano– solían exclamar, para
demostrar la intensidad de su amor: «que muero, porque no
muero...». Yo disiento de esta manera de pensar, y digo lo
contrario: que vivo porque no vivo, que es Cristo quien vive en mí
(cfr. Ga 2, 20). Tengo ya muchos años y no deseo morir; aunque,
cuando el Señor quiera, iré a su encuentro encantado: «in domum
Domini ibimus!» (Sal 121 [Vg 120], 1), con su misericordia, iremos
a la casa del Señor" (Notas de una meditación predicada en Roma en
1962: CECH, p. 695; cfr. F, 1037; 1039; 1040).
En definitiva, lo importante para un hijo de Dios no es ver pronto colmados sus
propios anhelos, sino hacer lo que el Padre disponga.
3. Juicio y retribución (cielo, purgatorio, infierno).
La misma actitud sobrenatural de confianza se encuentra en el pensamiento de
san Josemaría acerca del juicio divino, respecto al cual, sin desconocer el
carácter dramático del momento (cfr., por ejemplo, C, 754 y 747), recalca que
el tempus breve en la tierra desemboca en un encuentro con la Trinidad (cfr. S,
881). San Josemaría describe este encuentro poniendo a veces a Dios Padre en
primer término y otras veces a Jesús. "¿No brilla en tu alma el deseo de
que tu Padre–Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?"
(C, 746). "«Me hizo gracia que hable usted de la «cuenta» que le
pedirá Nuestro Señor. No, para ustedes no será Juez en el sentido
austero de la palabra sino simplemente Jesús». Esta frase, escrita por
un Obispo santo, que ha consolado más de un corazón atribulado, bien
puede consolar el tuyo" (C, 168). Quien muere habiendo vivido de fe llega a
un escenario "familiar", un ambiente rebosante de Amor y Misericordia. Este
motivo –teológico– constituye la razón principal por la que un creyente puede
mirar hacia el juicio con ojos esperanzados. Además, el saber que uno ha vivido
en gracia y correspondido al Amor de Dios es otro fundamento –digamos
"antropológico"– de confianza ante la perspectiva del juicio (cfr. S, 890, 875).
Para quien ha vivido santamente el acontecer presente, el "más allá" no es sino
el perfeccionamiento de su relación de amor con Dios y las criaturas. Nos
encontramos aquí con dos principios que, en coherencia con la Tradición
católica, rigen la concepción de san Josemaría sobre la Vida eterna:
a) Un principio de unidad, según el cual hay una esencial continuidad en la
vivencia de la criatura humana antes y después de la muerte. "Después
de la muerte, os recibirá el amor. Y en el amor de Dios
encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis
tenido en la tierra. El Señor ha dispuesto que pasemos esta
breve jornada de nuestra existencia trabajando y, como su
Unigénito, haciendo el bien. Entretanto, hemos de estar alerta, a
la escucha de aquellas llamadas que San Ignacio de Antioquía
notaba en su alma, al acercarse la hora del martirio: «ven al
Padre» (SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ep. ad Romanos, 7), ven hacia
tu Padre, que te espera ansioso" (AD, 221).
b) Un principio de superación o superabundancia, según el cual toda
experiencia terrena de amor y felicidad se queda corta en comparación
con la vida eterna. "El cielo: «ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni
pasaron a hombre por pensamiento las cosas que tiene Dios
preparadas para aquellos que le aman» (1Co 2, 9). ¿No te
empujan a luchar esas revelaciones del apóstol?" (C, 751). "¿Qué
será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la
grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan
en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien
eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?" (S,
891).
Es de notar, en cualquier caso, que tanto en la vida terrena como en la vida
bienaventurada son los mismos protagonistas los que están en relación –Dios
por una parte y la criatura humana por otra–, y en la misma relación esencial:
el Amor. "Un gran Amor te espera en el Cielo: sin traiciones, sin
engaños: ¡todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la
ciencia...! Y sin empalago: te saciará sin saciar" (F, 995; cfr. F, 1030; AD,
209). "Tú y yo tenemos que obrar y vivir como enamorados, y
«viviremos así eternamente»" (F, 988). De modo que el cristiano, de
hecho, vive anticipadamente el cielo en la tierra:
"En esta tierra, la contemplación de las realidades
sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor
al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un
anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día. No
soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una
unidad de vida, sencilla y fuerte en la que se funden y
compenetran todas nuestras acciones" (ECP, 126).
La intimidad con Dios en la tierra, aunque parcial e imperfecta, es una primicia
de la bienaventuranza:
"Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para
los que saben ser felices en la tierra" (F, 1005, 1006; C, 255).
La comunión feliz con Dios, que se incoa en la tierra y se consuma en el Cielo,
posee entraña trinitaria:
"No estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque
hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a
conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo
y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a
todos los hombres" (ECP, 133).
A lo largo de la vida terrenal la inhabitación y acción del Espíritu Santo ya va
formando "la imagen de Cristo cada vez más en nosotros", "acercándonos cada
día más a Dios Padre" (cfr. ECP, 135 y 136). Este trabajo del Espíritu se
encamina hacia la configuración definitiva de las criaturas como hijos de Dios:
"Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos
también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de
Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como
Padre que es nuestro" (ECP, 136).
La bienaventuranza celestial consiste, entonces, en hallarse sumergido en "el
eterno abrazo de Amor de Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu
Santo y de Santa María" (F, 1012).
Dentro de la visión de Dios–Amor, se encuadra la concepción de san Josemaría
de los otros dos estados escatológicos en que el difunto podría hallarse tras la
muerte: el purgatorio y el infierno. "El purgatorio es una misericordia de
Dios, para limpiar los defectos de los que desean identificarse con Él"
(S, 889). Seguimos dentro de la lógica del amor, que implica identificación y
compenetración, y que exige, en el caso de una criatura con disposiciones
imperfectas, un proceso de enderezamiento o purificación. Tal criatura es ya
amiga de Dios, no está lejos de la faz de Dios –"¡pueden tanto delante de
Dios!", dice san Josemaría, (C, 571) –; y por la misericordia de Dios –removido
por los sufragios de los vivos (cfr. C, 571) – tal alma posee la certeza de llegar
a la plena comunión con la Trinidad.
En realidad, san Josemaría, al referirse a las ánimas del purgatorio –"mis
buenas amigas las almas del purgatorio" (C, 571)–, las sitúa dentro de un
vasto cuadro de solidaridad: ellas son parte de una familia sobrenatural
compuesta por la Trinidad, los ángeles, los santos y los viadores, que tiene un
pie en la historia y otro en la eternidad:
"En la Santa Iglesia los católicos encontramos... el sentido de la
fraternidad, la comunión con todos los hermanos que ya
desaparecieron y que se purifican en el Purgatorio –Iglesia
purgante–, o con los que gozan ya –Iglesia triunfante– de la
visión beatífica, amando eternamente al Dios tres veces Santo.
Es la Iglesia que permanece aquí y, al mismo tiempo,
transciende la historia" (AIG, pp. 42-43).
De este gran misterio de comunión sólo quedarán fuera aquellas criaturas libres
–los demonios y los hombres que mueran sin arrepentimiento de sus pecados
graves– que se empeñen en rechazar el Amor. "Si amo, para mí no habrá
infierno" (F, 1047), asevera san Josemaría. No se refiere él aquí a un amor
sólo profesado con los labios o mantenido como deseo vago; se refiere, al igual
que Jesús, al amor operante:
"Alma de apóstol: primero, tú. Ha dicho el Señor, por San Mateo:
«Muchos me dirán en el día del juicio: ¡Señor, Señor!, ¿pues no
hemos profetizado en tu nombre y lanzado en tu nombre los
demonios y hecho muchos milagros? Entonces yo les protestaré:
jamás os he conocido por míos; apartaos de mí, operarios de la
maldad». No suceda, dice San Pablo, que habiendo predicado a
los otros, yo vaya a ser reprobado" (C, 930; cfr. S, 888 y C, 754).
Así, pues, como contrapunto a la gran melodía del Amor de Dios que preside la
historia de la salvación, san Josemaría percibe la posibilidad real de la libertad
disonante de criaturas libres. Es indudable que Dios es misericordioso y siempre
dispuesto a perdonar; pero también es cierto que ha otorgado irrevocablemente
el don de la libertad a los hombres (cfr. AD, 36), y que este don puede ser
utilizado por "almas mundanas" para "seguir adelante en sus desvaríos"
(C, 747; cfr. C, 749), colocándose fuera del alcance de la misericordia divina.
Esta terrible posibilidad mueve a san Josemaría a insistir en el apostolado,
entendido en sentido profundo como ayuda a la salvación de otros:
"De ti depende también que muchos no permanezcan en las
tinieblas, y caminen por senderos que llevan hasta la vida eterna"
(F, 1011).
4. Retorno y reinado de Cristo.
Volviendo a las relaciones entre tiempo / historia y eternidad en las enseñanzas
de san Josemaría, podemos afirmar que, a la par que invita al creyente a tener
los pies firmemente plantados en el suelo –participando de lleno en la
ordenación de las realidades terrenas según la voluntad divina–, insta a no
perder de vista la meta de la historia: el Reino de Dios, cuya plenitud será
instaurada por Cristo el día de su retorno. Hay en esta visión una tensión en la
que convive el realismo del presente con la esperanza escatológica. Por un
lado, afirma san Josemaría, "la perfección del reino –el juicio definitivo
de salvación o de condenación– no se dará en la tierra. Ahora el reino
es como una siembra, como el crecimiento del grano de mostaza; su
fin será como la pesca con la red barredera, de la que –traída a la
arena– serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la
justicia y los que ejecutaron la iniquidad. Pero, mientras vivimos aquí,
el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con
tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada"
(ECP, 180). Por otro lado, este Reino que crece discretamente en la historia
está destinado a alcanzar, en el día de la parusía, una forma acabada, que
perdurará eternamente (cfr. ibidem).
Si hemos hablado de una tensión escatológica en las enseñanzas de san
Josemaría referidas a la vida del creyente en sentido individual, cabe hablar
también de una dimensión escatológica en su visión de la marcha de la historia
general de la humanidad. Este aspecto es expresado frecuentemente en
términos del reinado o reino de Cristo. Este reinado, asevera san Josemaría, es
ya una realidad:
"no es un modo de decir, ni una imagen retórica (...). Verdad y
justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de
Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará
cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto
del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres"
(ibidem).
El Reino incoado en la historia es en primer lugar el poder de Dios que se
ejerce efectivamente para operar la conversión y salvación de los hombres;
incluye también la colaboración de los hombres en orden a difundir el régimen
divino de salvación. "En la historia, en el tiempo, se edifica el Reino de Dios. El
Señor os ha confiado a todos esa tarea" (ECP, 158). "Mientras esperamos el
retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su reino, no
podemos estar cruzados de brazos" (ECP, 121).
¿En qué consiste específicamente la colaboración humana en la extensión del
Reino? Las ideas de san Josemaría se encuentran condensadas en dos frases de
raíces evangélicas, que él utilizó como lemas: "Et ego, si exaitatus fuero a terra,
omnia traham ad meipsum" (Jn 12, 32); y "Regnare Christum volumus" (cfr. Le
19,14 y 1Co 15, 25). En primer lugar, los seguidores de Cristo deben
empeñarse en realizar la voluntad de Dios en su vida personal:
"Jesucristo recuerda a todos: (...) si vosotros me colocáis en la
cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el
deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece
grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum,
todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una
realidad!" (ECP, 183; cfr. F, 678).
Pero no se trata tan sólo de que cada uno cumpla su deber cara a Dios –como
si fuera una pieza aislada–, sino de involucrar al resto de la humanidad en un
gran movimiento de sometimiento gustoso y filial –junto con Cristo (cfr. S,
608)– al Padre, anticipando de esta manera el misterio de una humanidad
renovada al final de los tiempos:
"Urge (...) llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra
el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos
empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la
profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones
humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende
el tiempo y la caducidad de lo mundano" (AD, 210).
Hay aquí dos pasos: desde dentro (de uno mismo), hacia fuera; y desde unos
pocos, a muchos. Cada uno ha de permitir, primero, que Cristo reine
efectivamente en su mente y voluntad, en sus actos y su conducta exterior;
después, los que son así divinamente regidos –al igual que piedras caídas en un
lago, que provocan ondas concéntricas de creciente amplitud (cfr. C, 831)–
deben actuar como instrumentos para extender el reinado divino a más y más
corazones (cfr. S, 608) y ámbitos (cfr. AD, 210), hasta abarcar todo –"El
mundo.... –«¡Esto es lo nuestro!»... – ¡queremos que Él reine sobre
esta tierra suya!" (S, 292; cfr. S, 608) –. El cristiano es, según esto,
depositario de una misión, la de facilitar la llegada de la acción divina,
purificadora y transformadora, a todo lo creado, para convertirlo en trasunto
del Reino escatológico. "Esta es tu tarea de ciudadano cristiano:
contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las
manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el
trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social" (S,
302). En la medida en que el espíritu cristiano impregne los diversos ámbitos de
la existencia humana, se harán perceptibles ya en la historia los frutos del
Reinado de Cristo: la paz (cfr. C, 301), el amor (cfr. ECP, 183) y la justicia (cfr.
S, 303).
De nuevo, es notable aquí el "principio de unidad", tan presente en el mensaje
de san Josemaría. De modo análogo a como la vida de amor de cada hijo de
Dios se prolonga y se perpetúa más allá de la muerte, los trabajos que los
hombres realizan según la voluntad de Dios son auténticas semillas del campo
cuajado que se espera al final de los tiempos: el Reino escatológico. Por esta
razón, "los hijos de Dios no debemos desentendernos de las
actividades terrenas" (AD, 210).
5. Resurrección de los muertos.
El "principio de unidad", finalmente, halla su aplicación a la condición humana
al fin de la historia. Según la fe cristiana, el hombre salvado –carne y espíritu
elevados por la gracia– está destinado a ser transfigurado –como lo fue Cristo–
por la resurrección gloriosa. San Josemaría reitera con fuerza:
"La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está
endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de
carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con
alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como
un anticipo de la resurrección gloriosa. Cristo ha resucitado de
entre los muertos y ha venido a ser como las primicias de los
difuntos" (ECP, 103).
Hay una ligazón misteriosa entre la vida mortal del creyente y la vida gloriosa
tras la resurrección.
La participación en la vida del Resucitado comienza ya en esta vida, en esta
tierra, con el Bautismo, y de modo especial con la Eucaristía:
"se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz
poderosa, injertada en el Señor" (ECP, 155). San Josemaría asegura
que "si obedecemos a la voluntad de Dios (...) se cumplirá en
nosotros, paso por paso, la vida de Cristo (...). Y cuando venga
la muerte, que vendrá inexorable, la esperaremos con júbilo
como he visto que han sabido esperarla tantas personas santas,
en medio de su existencia ordinaria. Con alegría: porque, si
hemos imitado a Cristo en hacer el bien –en obedecer y en llevar
la Cruz, a pesar de nuestras miserias–, resucitaremos como
Cristo: «surrexit Dominus vere!» (Lc 24, 34), que resucitó de
verdad" (ECP, 21).
Esta vida, vivida santamente –tanto en sus aspectos más materiales como en
sus aspectos más espirituales (cfr. CONV, 114) – constituye la semilla de la vida
resucitada. Con un sano "materialismo cristiano" (cfr. CONV, 115), el
creyente sabe valorar y aprovechar las ocasiones para realizar con espíritu de
santidad las actividades más normales –comer, beber, etc. (cfr. 1Co 10, 31)–,
sabiendo que todo forma parte "de un movimiento ascendente que el
Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el
mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor" (CONV, 115): un
movimiento doxológico que culminará en el último día, cuando todo lo creado
estará sometido a Cristo, y él lo presentará entero al Padre (cfr. 1Co 15, 28).
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