huellas en lo traumático y sus efectos em la subjetividad

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Premio: Comunidad y Cultura
Huellas de lo traumático y sus efectos en la subjetividad
Auschwitz
Miriam Grinberg Robinson
[email protected]
Asociación Psicoanalítica Mexicana. APM.
Algo de lo indecible debería escribirse, cicatrices
y trabajo de ausencia, en espera de poder decirse en re-presentaciones.
M. de Certeau (1995)
En los años cincuenta llegó mi padre a México, dejando atrás la Europa de
la posguerra, con el sueño de que venían tiempos de reparación, de
reconstrucción para
la humanidad, donde el ser humano iba a construir una
historia de esperanza, detrás de tanto sufrimiento. Sesenta años después, tengo
la triste oportunidad de ver cómo un sueño puede volverse pesadilla; cómo
aquellas ilusiones pueden resquebrajarse ante los signos evidentes de una
sociedad que ha dejado que las figuras del miedo, la indiferencia y la violencia
ocupen espacios cada vez más decisivos en nuestra cotidianeidad. Este hecho
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me despierta una primera pregunta: ¿Estaremos a tiempo de salvar esos sueños
que acaso, y sobre todo ahora, no serían sólo de mi padre?
En este momento de la historia de la humanidad me parece indispensable
reflexionar sobre las traumatizaciones masivas provocadas por las catástrofes
sociales que son transmitidas a las generaciones siguientes. Pienso que esto nos
hace responsabilizarnos de la transmisión transgeneracional de huellas
traumáticas en donde el sufrimiento silenciado por la violencia vivida en una
generación, queda inscrita en huellas de memoria que si bien carecen de
representaciones en palabras para ser simbolizadas en las siguientes
generaciones, la esperanza de la elaboración queda depositada en éstas. Ello me
induce a preguntarme sobre los efectos de dicha transmisión en el
establecimiento de la subjetividad respecto a las sucesivas generaciones.
Las catástrofes sociales causan una traumatización masiva en los sujetos
que las sufren, debido al nivel de indefensión al que son expuestos (son
separados violentamente de sus objetos y seres queridos, quedando solos en un
mundo extraño, privados de soporte social, afectivo y a veces ético). La
traumatización es extrema, por lo que el trabajo elaborativo y su simbolización en
una sola generación es difícil. Así, muchas veces esta imposibilidad de acceder al
proceso de duelo ante lo traumático hace que se delegue a la segunda e incluso
hasta la tercera generación, con la esperanza de que, al no ser la generación
directamente afectada, tenga mayores posibilidades de llegar a nombrar e
historizar aquello que ha quedado silenciado.
Para pensar en ello debemos reflexionar acerca de la transmisión de los
fantasmas entre las generaciones y de responsabilizarnos de lo que ha sucedido
con el ser humano a partir de estas herencias transmitidas de una generación a
otra.
Me centraré para ello en ese ejemplo límite de destructividad
que
constituye el genocidio y las torturas instrumentadas por el ser humano
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durante la historia moderna: Auschwitz (lo utilizaré como sinónimo de
Shoá y Holocausto).
En Introducción al narcisismo (1914), Freud señala: “El individuo lleva
realmente una existencia doble, en cuanto es fin para sí mismo y eslabón dentro
de una cadena de la cual es tributario”. Así el sujeto, en la transmisión
generacional, se encuentra dividido entre la exigencia de ser uno en su
singularidad y de ser portador de la cicatriz de una marca genealógica que lo
ubica como tributario de la especie. El ser humano es portador de las historias y
los deseos eróticos y tanáticos de los otros que lo anteceden.
Por eso, como dice W. Benjamín (1955): […“No hay documento de cultura
que no lo sea a la vez un documento de barbarie. Y así como éste no está libre de
barbarie, tampoco lo está el proceso de la transmisión a través del cual los unos lo
heredan de los otros”…] De esta manera, podríamos pensar que todo proceso
cultural es en realidad la historia de la transmisión del proceso establecido entre
las pulsiones, y su marca nos muestra que tanto eros como tánatos son partes
inherentes de lo humano.
El estudio del acontecer humano en los últimos siglos no deja lugar a duda:
la razón que se presentó como mecanismo emancipador ha servido para
instrumentar una violencia más efectiva y de mayores alcances. Con esto, el ser
humano descubría cómo inclusive la razón se volvía autodestructiva ( Pilatowsky,
2005).
En la segunda Guerra Mundial, tal efecto llega al límite. Así, para Adorno
(1969) el lema de la Alemania nazi era: “Ninguno sufrirá hambre, ni frío; quien no
obstante lo haga, terminará en un campo de concentración”. Esta sentencia nos
muestra claramente como la civilización puede estar al servicio de la barbarie.
El ejemplo de Auschwitz nos muestra el máximo grado de destructividad al
que nos ha llevado la modernidad, que no comienza y no termina con los nazis.
Porque lo que allí apareció no fue la violencia del hombre con el hombre: apareció
lo impensable más allá del odio; apareció el mal radical que tiene que ver con
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transformar al otro en cosa, primero en plaga o enfermedad y luego en material
industrial. Desapareciendo el odio en la mirada (puesto que ya no hay enemigo
humano al cual odiar), aparece una mirada indiferente; lo que se ve ya no es un
humano, es materia prima.
Desde esta perspectiva, el Holocausto significa una mirada reflexiva a esos
mecanismos destructivos inherentes en el ser humano que son parte inevitable del
progreso, sus posibles alcances y efectos.
Dice Reyes Mate (2003): “Esos triunfos parciales logrados por el ser humano
sobre la barbarie a lo largo de siglos, quedó pulverizada en Auschwitz. No sólo
porque el hombre fue capaz de instituir una fábrica de muerte para su semejante,
logrando transformar al otro ser humano en cosa, en material industrial. En donde
la productividad y la limpieza fue parte del proyecto de muerte, sino también fue
pensado como un proyecto del olvido. Todo estaba pensado para que no quedara
ni rastro, por eso todos tenían que morir y los cadáveres debían ser quemados”.
Lo más singular era, como dice el historiador Vidal Naquet, “La negación del
crimen dentro del crimen”, para que no hubiera huella en la memoria de la
humanidad. Así no sólo se constituía el asesinato colectivo de los sujetos, sino el
asesinato de lo simbólico mismo.
Levi (1989) nos narra cómo el SS en Auschwitz dice: “Ninguno de vosotros
quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar, el mundo no lo
creería”. Cuando hay intento de olvidar, de borrar el acto, cuando no hay rituales
colectivos como intentos de elaboración, lo que se inscribe en las siguientes
generaciones es el horror, la palabra indecible y el retorno de lo traumático. Esa
sensación de silencio nos responsabiliza para pensar lo impensable. Porque la
victoria del verdugo es crear ese lugar de horror cuya invocación se vuelve
imposible. Esta ruptura entre experiencia y representación, entre experiencia
vivida y el relato de la misma (Viñar, 2005).
Sabemos que lo que nos queda para tratar de darle un sentido al trauma es
escuchar los testimonios; es dotar de palabras a lo impensable para bordearlo y
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darle un sentido, porque si nos callamos no habrá esperanza. Es a posteriori
cuando existe la esperanza de darle un proceso de historización a esos huecos de
memoria. Evitar la repetición de Auschwitz tiene que significar darle palabras al
sufrimiento y no volvernos indiferentes a él. Porque lo que apareció allí no fue la
violencia, fue el mal radical que está vinculado con un “más allá” al que podríamos
pensar como una desinvestidura de la relación con el objeto: deja de haber
relación de objeto bueno-malo, amor-odio. Aquí sucede la experiencia del terror
que es el colapso yoico cuando el otro desaparece, se desinviste al objeto y
aparece la indiferencia; el otro es transformado en objeto inanimado. Dicen
Winnicott y Lacan que sobre el espejo se provee la matriz simbolizante donde se
produce un pilar de humanización: la identificación de lo humano a través del
rostro acogedor del progenitor sosteniendo la fragilidad de la indefensión
originaria. Es éste el pilar fundacional que se resquebraja o se derrumba en la
experiencia del campo de concentración, donde el otro pierde su condición de
semejante (Viñar 2005).
Auschwitz marca algo particular, puesto que ahí no sólo se atentó contra la
especie humana al eliminar parte de sí misma, se exterminó la humanidad del
hombre que la civilización había alumbrado a lo largo de los siglos. Un crimen
contra la especie humana y un crimen con la humanidad del hombre (Reyes Mate
2003).
Las preguntas que surgen son: ¿Qué efecto tiene en la mente humana
este resquebrajamiento de la unidad de la especie? ¿Cómo poder simbolizar
lo traumático y poder asumir la alteridad? (Viñar 2005) ¿Cómo elaborar la
pérdida, salirnos de la indiferencia tanática y recuperar la ética humana
donde el otro sea tolerado? Los genocidios continúan entre nosotros y su vigor
mortífero no se atenúa.
Negar la historia es borrar la memoria. Esto indica el camino para retornar a
Auschwitz. Por eso, a pesar de la dificultad de pensar en aquello impensable,
tenemos la responsabilidad de hacer un esfuerzo. Desde el punto de vista
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psicoanalítico, me parece que podríamos intentar pensarlo desde el trabajo que
hace la pulsión de muerte en la psique humana.
Freud y la destructividad
Freud (1913), en Tótem y Tabú, nos muestra el parricidio como uno de los
temas centrales. Esto plantea el problema del fundamento de los anhelos de
muerte y su interrelación con el problema de la ley. Freud consideraba el
asesinato del padre el acontecimiento cultural por excelencia, acontecimiento que
habría sobrevenido realmente en un pasado remoto, y cuya transmisión
filogenética hereditaria resonaría en los seres humanos aún en nuestros días.
Hasta ahí, si bien la agresividad y la muerte figuraban como parte del cuadro, no
figuraban como fuerzas constitutivas dotadas de basamento pulsional. En 1920,
postula la pulsión de muerte a partir de la experiencia traumática de la primera
Guerra Mundial. Al escribir sus reflexiones en De guerra y muerte (1915), haber
sido testigo de la masacre ejercida en esa guerra debió formar el germen del
futuro giro de la teoría. En Más allá del principio del placer introduce su
conceptualización sobre la destructividad. Posteriormente a la introducción de la
pulsión de muerte, continúa el tema en El Malestar en la cultura (1930), ¿Por qué
la guerra? y el Moisés (1939). Freud escribió estos textos por sus temores
respecto al futuro inmediato de la humanidad, ante las amenazas provenientes de
los regímenes totalitarios. Pero también expresa su opinión crítica respecto al rol
que estaban desempeñando las naciones no directamente involucradas. En el
primer prefacio a la tercera parte del escrito sobre Moisés (1939), dice: “Vivimos
una época harto extraña. Comprobamos asombrados que el progreso ha
concluido un pacto con la barbarie”. Se refería, con gran preocupación, a la
indiferencia y complicidad con la que el mundo reaccionaba frente al nazismo.
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Freud (1937), en Análisis terminable e interminable, distingue entre dos
formas de expresión de la pulsión de muerte: la primera aparece como energía
ligada, que puede ser comprendida en términos de culpabilidad y alimenta el afán
del autocastigo; esta es una manifestación en donde la pulsión de muerte aparece
mezclada con eros, por lo que puede encontrar ligadura. La segunda aparece
como energía libre, es la que escapa a toda comprensión y sentido, la que
establece la compulsión a la repetición; es silenciosa, es indiferente, busca la no
ligadura de los procesos psíquicos.
La agresividad, dice Freud en El Yo y el Ello (1923), es mezcla de pulsiones
de vida y de muerte, por eso inclusive el sadismo es un intento de ligadura, de
vínculo con el objeto aunque sea a través del odio y el control. Esto tendría que
ver con lo malo, no con el mal. En lo colectivo, es la agresividad desenfrenada de
la masa o de los soldados. En cambio, la destructividad es el asesinato sin pasión.
Green (1990) nos explica que es el crimen en frío, donde el criminal mata a sus
víctimas sin tocarlas, como si se tratara de privarlas hasta del goce masoquista
que pudieran extraer de sus heridas.
Green (1990) nos sigue explicando que la aniquilación por nadización, con
indiferencia, consiste en la desinvestidura brutal -a menudo inconsciente- de aquel
que ayer era todavía alguien a quien se estaba ligado por el amor y/o por el odio, y
que de la noche a la mañana se cosifica por efecto de una función
desobjetalizante. Esto quiere decir que la pulsión de muerte obra cada vez que los
objetos de la psique pierden singularidad, para ir siendo progresivamente
reducidos a un estatuto anónimo y en última instancia, no humano. Eso hicieron
los nazis. Primero le llamaron a los judíos sub-humanos (Untermenschen) y luego,
fueron mirados como “mercadería” que había que procesar y vender en las
mejores condiciones de rendimiento y de ganancia. El Mal es insensible al dolor
del otro, por eso es el Mal. O más aún: prefiere ignorarlo. En esta forma de acción
del mal, se piensa que una vez vencido y exterminado éste, reinarán sin rival la
felicidad y el Bien. Así la culpa desaparece, porque las acciones más destructoras
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son acciones purificadoras. Amar el mal sin remordimiento se funda en la
certidumbre de asegurar el triunfo definitivo del bien. Esa es la destructividad
desplegada en el nazismo. “El horror de la Shoa reside en reconocer que los
crímenes fueron cometidos por nuestros dobles, y que las monstruosidades se
llevaron a cabo por hombres ordinarios en nombre de la Kultur, seres humanos
dentro de los cuales convivían armónicamente dos facetas: El eficiente ejecutor de
la “Solución Final”, que al mismo tiempo es un padre amoroso para con sus hijos y
se conmueve hasta las lágrimas escuchando a Mozart (Kijak 2005). Esto tiene que
ver con lo que Arendt (1974) postula como la banalidad del mal (que es un estilo
de ejercer el mal radical): los individuos que cometen actos monstruosos no
necesariamente tienen motivos malignos. Son individuos movidos por el deseo de
complacer a sus jefes, pueden cometer los actos más horrendos. Lo aterrador de
las condiciones burocráticas de la modernidad es que éstas incrementan este tipo
de mal, siendo una posibilidad activa aun después de la desaparición de los
regimenes totalitarios. Desde este entendimiento del mal, los verdaderos hombres
peligrosos son los hombres comunes. Cuando Levi (1986) se pregunta ¿Dónde
está el mal?, al intentar una respuesta se tropieza no sólo con los carceleros sino
también con sus propios compañeros. Dice: “Las primeras amenazas y golpes no
venían de los SS, sino de los otros prisioneros. El mundo del Lager se volvía
indescifrable, todo perdía sus límites, todo era confuso”. Entrar al campo era caer
en una soledad abismal, era perder el nombre y el sentido. El cuerpo sensible se
ha diluido en el anonimato y el otro humano que es condición de la propia
humanidad, ha desaparecido como tal. Éste es el discurso que podemos oír en la
voz de Sucasas (2002) donde nos habla de cómo era visto el hombre en los
campos de concentración. Dejando hablar a Antelme, dice: “Siempre nos
estremecemos por no ser más que tubos de sopa, algo que se llena de agua y
mea mucho. Aquí ya no cabe considerar un cuerpo propio, aparece la extrañeza
de la impropiedad del cuerpo propio; el Lager, una máquina de destrucción de la
subjetividad. El cuerpo del recluido se queda sin identidad, deja de ser un cuerpo
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simbolizado y se convierte en pura carne desnuda. Es un cuerpo sin sujeto o al
borde de perderlo. El mundo del Lager anula el mundo del sujeto, aniquila su
identidad. En el Lager se pierde el pasado, se pierde el nombre, se adquiere un
número tatuado que es el nombre de quien se ha convertido en cualquiera
(hombre sin cualidades, sólo nombrable en el reino de la cantidad). Levy narró:
Haftling: me he enterado que soy un Haftling. Me llamo 174517; nos han
bautizado, llevaremos mientras vivamos esta lacra tatuada. Y Antelme decía: “En
el mundo concentracionario uno se sentía negado como hombre y como miembro
de la especie humana”.
El trabajo de despersonalización sigue una doble vía: por un lado,
masificación y hacinamiento de los cuerpos borran la individualidad de cada uno;
por otro, un repliegue sobre uno mismo en el encapsulamiento de las vivencias del
cuerpo, en una soledad muda. Masa y soledad confluyen en el mismo resultado: el
vaciamiento de la identidad.
Los campos destruyen el tiempo. Borrado el pasado, de la vida previa a la
reclusión: exclusión del futuro, como proyecto de la vida posterior del Lager. Sólo
queda el presente, absolutizado.
El tiempo biográfico-identidad personal y el histórico-pertenencia a la especie son
sustituidos por un tiempo biológico. Así proclamaba un Blockaltester a un grupo
llegados a Buchenwald: “Debéis prepararos para la vida del campo. Es preciso
que olvidéis íntegramente vuestro pasado. Ya no sois nada aquí”. Ése es el sujeto
que da paso a la masa de carne orgánica. Mundo no pensado y apenas dicho:
mundo silencioso, en el que la palabra figura como cuerpo extraño. Ignorando los
fundamentos y las leyes de la sociedad hay una mirada indiferente frente a la
muerte. Ya ni siquiera existe la distinción entre lo vivo y lo muerto, se difumina la
frontera entre el vivo y el cadáver. En el terror no se piensa: se sobrevive o se
sucumbe; sólo en el segundo momento del trauma –a posteriori- es que se puede
elaborar.
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Auschwitz nos hizo enfrentar la manera en que la pulsión de muerte
inherente en el ser humano puede mostrarse “más allá de lo pensable”, en un acto
masivo como energía libre; es decir, se logra un asesinato masivo sin pasión, en
frío, indiferente, pulsión silenciosa, que es la que escapa a toda comprensión y
sentido, es la que establece la compulsión a la repetición; actuada por hombres
comunes. Es decir, lo singular y terrorífico de la Shoa radica en que se actúa
masivamente esa forma de expresión de la pulsión de muerte.
La humanidad, entonces, tendrá que esforzarse por tratar de escuchar los
fantasmas del pasado para, luego, hacer el intento de restituir la condición
humana. La pregunta es: ¿Cómo hacerlo puesto que existen rupturas?
¿Cómo, si la curación total es imposible? Son heridas que no se eliminan, y
cuando esto ocurre, esas marcas se transmiten a las generaciones sucesivas:
Auschwitz es una de ellas. Es una marca que se transmitió en negativo; ella es lo
que quedó de la transmisión del mal radical, no se tienen palabras para elaborarla
y por lo mismo, no hay cómo registrarla. Así que nosotros, habitantes del siglo XXl,
ya no nos asombramos por el horror, como lo hizo la generación que sufrió la
guerra; nos hemos “acostumbrado” a convivir con él cotidianamente y ya ni
siquiera nos sorprende su presencia. Eso es, precisamente, lo que sucede con
una marca transmitida en negativo: busca que aparezca el eterno retorno de lo
igual, y si no se le tramita, desliga silenciosamente. Es preciso tratar de darle una
traducción, sabiendo que algo se escapa; pero también, algo insiste porque intenta
ser simbolizado.
Así pues, si queremos entender cuál ha sido la marca psíquica que dejó la
traumatización de la Shoa, debemos pensarla en relación con la transmisión a las
generaciones actuales, y por lo tanto preguntarnos:
¿De qué manera el horror que causó lo traumático en la Shoa retorna en las
generaciones actuales? ¿La destructividad ha llegado a poner en riesgo la
subjetividad? ¿Qué memoria podemos construir desde el abismo del
silencio?
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La humanidad después de Auschwitz
Como psicoanalistas sabemos que “el porvenir es el pasado que vuelve”. El
horror de Auschwitz permanece inscrito en el silencio. Nuestros padres y abuelos
no han podido hacer palabra de lo siniestro. Auschwitz ha quemado las palabras
que portan el sentido y logran los procesos de simbolización. ¿Cómo recobrar la
esperanza frente al cementerio del sentido incinerado? ¿Cómo es que se
transmiten estos fantasmas?
La transmisión, dato ineludible de la vida psíquica, dejará su marca en el
sujeto a través de complejas operaciones de reinscripción y transformación.
Cuando una generación vive un acontecimiento traumático, lo que se transmite
son trazas imposibilitadas de reescrituras, que van trasladándose de una
generación a otra en su cualidad de hueco de memoria. Esta transmisión
establecerá una serie de encadenamientos psíquicos que marcarán fronteras
borrosas entre las generaciones, eslabonando una “cadena traumática
transgeneracional” apoyada en lo que las generaciones anteriores no lograron
darle ligadura y heredando a las siguientes la responsabilidad de darle sentido a
lo traumático (Gomel 1997). El padre le entrega al hijo sus fantasmas para ver si
así él, que no sufrió directamente el trauma, puede ser quien tramite de alguna
mejor manera el duelo. Se le asigna inconscientemente al hijo e inclusive al nieto
la tarea especial de servir como cadena que cicatrice y repare la discontinuidad
que el trauma ocasionó en la ruptura generacional y en la conexión entre
pasado, presente y futuro. La experiencia acumulada al estudiar los procesos de
transmisión transgeneracional nos permite asumir la evidencia de que la huella
impresa por el terror atraviesa las generaciones y marca el futuro de la especie
(Viñar 2005).
Después del Holocausto pareciera que muchos de los mecanismos propios
del sistema concentracionario siguen entre nosotros: la masificación que lleva al
vaciamiento de la identidad y a la soledad; la “superficialización” (Zac-Grinfeld
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1982), que explica como podemos ver en la televisión masacres, actos terroristas,
incontables formas de muerte, al mismo tiempo que comemos cereal con leche y
continuamos con lo cotidiano. Vivimos en tiempos en que el sujeto es amenazado
constantemente por la violencia, el terrorismo, los secuestros… Pareciera que
atravesamos por la civilización del trauma, que ya no se trata del malestar de la
civilización, sino que el trauma es la civilización de nuestro tiempo (Torres, 2006).
El trauma es la manera en que el sin-sentido se expresa en nuestra época.
Incluso pareciera que, a partir de la Shoa, la mirada estética del cuerpo
sufrió una modificación puesto que nos parecen estéticos y “de moda” los
cuerpos que nos recuerdan a los del campo de concentración. Cuerpos que
parecen tubos que se llenan de pura agua y no retienen nada, cuerpos sin
sujeto, cuyas miradas parecen vacías. Recordemos solamente la delgadez
extrema y la expresión de la mirada que en la actualidad podemos observar en
de un gran número de modelos, actrices y de personas en general.
La juventud de hoy es una juventud melancolizada que no adopta la
forma de depresión sino de apatía, de desinterés. Melancolía más difícil de
elaborar puesto que aparece, como diría Green, en blanco; no se nota y por eso
es más peligrosa, es silenciosa, es la que lleva al sin–sentido. Hay una sensación
de masificación, de buscar ser pensados por otros y de miedo a pensar por sí
mismos. Debemos recuperar la realidad de enfrentarnos a esos huecos de
memoria para intentar tramitarlos a representaciones palabras que permitan
restituir el derecho a pensar.
Pareciera inevitable afirmar que algún cambio psíquico se estableció en lo
humano a partir del Holocausto. Freud dice, en El Yo y el Ello, que cada cierto
número de generaciones se modifica el Otro prehistórico. ¿Estaremos siendo
testigos de ese cambio? ¿Habrá habido un trastocamiento de la represión
primaria y en ese sentido una modificación en el Otro prehistórico? Y desde
allí, ¿se habrá dado un cambio en la estructura psíquica en relación con la
ley y la prohibición, donde hoy todo parece posible y la ética y la ley a veces
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parecen tambalearse? Por eso es indispensable, como psicoanalistas, pensar en
la Shoa y su transmisión para entender lo que hoy observamos en este ser
humano que parece autodestruirse ¿Encontraremos caminos, tanto en lo
singular como en lo colectivo, para simbolizar lo traumático?
Cada vez más, nos ocupamos de pacientes que no tienen
palabras para nombrar lo que les pasa; lo más verdadero que sienten dentro
de sí es el vacío, el sin- sentido y presentan grandes dificultades en
constituir una subjetividad. Como dice Mc. Dougall(1990), algunos de estos
pacientes ni siquiera presentan actos-síntomas; su síntoma es la “normalidad” en
la que viven, se conducen como si se tratara de robots programados. En estos
casos el individuo tiene la certeza de ser “normal”, para éste sujeto ser normal es
“estar en el orden; es pertenecer a la masa sin cuestionarse nada”. Estos sujetos
podrían recordarnos lo que Arendt dijo que era la personalidad de los burócratas:
seres ordinarios que sólo cumplen órdenes. Como sostiene Linares(2005) a través
de las palabras de Günter Andres, hoy en día vivimos en “la tecnificación de la
existencia”, esto es, que todos nosotros sin saberlo, cual piezas de una
máquina, podríamos vernos en acciones tan destructivas como las que
Eichmann ( uno de los principales colaboradores en las deportaciones de los
campos de concentración nazis) perpetró en nombre de sus “deberes”, de
su obediencia pasiva. Estos actos son más funestos en tanto las condiciones
que los hicieron posibles no han desaparecido, al contrario, se han reforzado.
Eichmann decía: “Pero yo sólo fui una pieza de aquella máquina, por lo tanto no
soy culpable”. Andres sostenía que todos somos ahora “Hijos del mundo de
Eichmann” y no herederos de la conciencia atormentada del piloto Claude Eatherly
(piloto del avión que lanzó la bomba de Hiroshima), quien dijo: “Si podemos
volvernos culpables actuando como piezas de una máquina, entonces debemos
negarnos a ser piezas de esa máquina”.Sin embargo, las ideas de quienes se
salen del sistema son un peligro para la masa y esto tiende a alienarlos. Ya Freud
(1921) nos decía en Psicología de las masas que la racionalidad del individuo a
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solas se disuelve en la hipnosis de la multitud: la verdad masiva asesina la verdad
singular. La masa rechaza la capacidad del hombre de tener una palabra propia y
creativa. Por eso, frente a la masificación de la barbarie debemos luchar por
rescatar el carácter central de la singularidad.
Conclusiones:
Como psicoanalistas, desde lo singular, debemos buscar en los procesos
psicoanalíticos, que el sujeto intente simbolizar esa historia transgeneracional que
en él ha quedado inscrita a través de huellas de memoria. En la transmisión del
silencio ocurre un quiebre entre representación cosa y representación palabra, y el
lenguaje se transforma en una especie de lenguaje de trámite burocrático sin
anclaje en lo subjetivo. Por ello es preciso que, a través del proceso transferencial,
se intente subjetivizar la historia, que el sujeto pueda diferenciar entre lo que es de
él y lo que le pertenece a las otras generaciones; hacer un trabajo psíquico que
restablezca la temporalidad y re-lance a la historización para dar lugar a la
singularidad, a la subjetivización .
En lo colectivo, como parte de la especie humana, los psicoanalistas
tenemos la responsabilidad de contribuir a historizar esos huecos silenciosos que
nos ha dejado la transmisión del terror causado por la destructividad. Me parece
que el bebé humano de hoy, hijo del trauma de los padres y abuelos del ayer,
exige una especial escucha. La fuerte presencia de lo tanático y los mecanismos
para escapar de ello nos llevan a echar una mirada hacia un riesgoso futuro.
Debemos recordar que, en lo colectivo, no hay elaboración posible para uno
solo, el duelo es asunto de todos. No hay camino del silencio a la palabra que no
pase por el encuentro con los otros. Por eso debemos contribuir, participando en
foros donde la población haga conciencia sobre las cicatrices y las consecuencias
de los límites de destructividad a los que ha llegado el ser humano, puntualizando
que el malo no es sólo el otro; concientizándonos en cómo la destructividad habita
dentro de cada uno de nosotros y reflexionando desde lo inconsciente sobre cómo
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las pulsiones trabajan en el proceso del Mal. A pesar de saber que siempre
quedará un resto no representado del silencio que el mal establece, es
imprescindible tratar de darle una ligadura que le permita al hombre tener la
esperanza de no destruirse. Reconocer la memoria de la maldad es un modo de
preservar la bondad que habita en el corazón humano (Foster 1999). En términos
psicoanalíticos: el trabajo de las pulsiones es el que decidirá si gana eros, y en
ese sentido la mezcla, la ligadura, la palabra creativa que logre un futuro
esperanzador, o que gane tánatos y aparezca la no ligadura, el silencio, el Mal.
RESUMEN
Se hace una reflexión sobre los efectos en la subjetividad que las catástrofes
sociales dejan en las generaciones subsecuentes.
Las catástrofes sociales causan una traumatización masiva en los sujetos que las
sufren, debido al nivel de indefensión al que son expuestos.
La traumatización es extrema por lo que el trabajo elaborativo y su simbolización
en una sola generación resulta difícil. Así, muchas veces la imposibilidad de
acceder al proceso de duelo ante lo traumático, hace que éste se delegue a través
de una transmisión en negativo, a la segunda e incluso hasta la tercera generación,
con la esperanza de que al no ser la generación directamente afectada, tenga
mayores posibilidades de lograr nombrar e historizar aquello que ha quedado
silenciado en la primera.
Utilizo como ejemplo a Auschwitz puesto que
nos muestra
el límite de
destructividad masiva al que ha llegado el ser humano. Representa también el
ejemplo límite al que nos ha llevado la modernidad, que no comienza ni termina
con los nazis.
Se esbozan algunas ideas alrededor del problema de la Pulsión de Muerte en
relación con el Mal Radical y la Banalidad del Mal.
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Descriptores: Traumatización masiva, transmisión transgeneracional,
subjetividad, pulsión de muerte, destructividad.
Traces of traumatic events, and their effects in subjectivity
Auschwitz
A reflection is made of the effects in subjectivity that social catastrophes cause in
subsequent generations.
Social catastrophes cause mass trauma in subjects who suffer them, due to the
degree of defencelessness they are exposed to.
Trauma is extreme, therefore the elaborative work and its symbolism in only one
generation is difficult. That is why many times the impossibility of being able to
access the mourning process faced with what is traumatic, causes it to be
delegated through a negative transmission, to the second and even to the third
generation, with the hope that by not being the directly affected generation, will
have great possibilities to name and elaborate a history of that that remained silent
in the first one.
I use Auschwitz as an example given it shows the limits of mass destruction
reached by the human race. It also represents the boarder example of where
modernity has taken us that does not begin or end with the Nazis.
Some ideas around the Death Drive problem are outlined in relation with the
Radical evil, and the banality of evil.
Key
words:
Mass
trauma,
trans-generational
subjectivity, death drive, destructiveness.
Organiza
Federación Psicoanalítica de América Latina
Septiembre 23 AL 25 de 2010
Bogotá - Colombia
transmission,
Rastros do traumático e seus efeitos na subjetividade Auschwitz
Este trabalho pretende convidar a uma reflexão sobre os efeitos que as
catástrofes sociais deixam nas gerações subseqüentes.
As catástrofes sociais causam uma traumatização maciça nos sujeitos que as
sofrem, devido ao nível de desproteção ao que são expostos.
A traumatização é extrema pelo que o trabalho de elaboração e a sua
simbolização em uma única geração resultam difíceis. Assim, muitas vezes a
impossibilidade de acessar o processo de duelo diante do traumático, faz que este
seja delegado, através de uma transmissão em negativo, à segunda e até à
terceira geração com a esperança de que ao não ser a geração diretamente
afetada, tenha maiores possibilidades de conseguir nomear e historiar aquilo que
ficou silenciado na primeira.
Utilizo Auschwitz como exemplo, dado que nos mostra o limite de
destrutividade maciça ao que chegou o ser humano. Representa também o
exemplo do limite ao que nos levou a modernidade, que não começa nem termina
com os nazistas.
Esboçam-se algumas idéias ao redor do problema da Pulsão de Morte em
relação com o Mal Radical e a Banalidade do Mal.
Descritores: Traumatização maciça, transmissão entre gerações,
subjetividade, pulsão de morte, destrutividade.
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