Untitled - Cometadigital

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Yo soy SARA
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El timbre
Un sonido familiar despertó a Sara del profundo sueño
en que se hallaba. Al principio, y con la confusión del
primer momento, pensó que se trataba del despertador,
y lo buscó tanteando con su mano izquierda, ya que
estaba boca abajo en la cama. Buscó por toda la mesita
de noche, y cuando lo encontró presionó el botón de
off, que sobresalía un poco más que el resto de los pulsadores. Sin embargo, viendo que no cesaba el sonido,
entreabrió un poco los ojos y, al mirar en dirección al
lugar donde se encontraba el aparato que había perturbado su descanso, y que le estaba provocando una espantosa jaqueca, vio con desaliento que no se trataba
del despertador.
—Ring —sonó otra vez.
¡Claro!, cómo podía haber sido tan estúpida, si estaba de
vacaciones y no había puesto el despertador, ¿para qué?
Ese sonido tan familiar era el timbre del portal de la
finca.
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—Riiiiing.
Sin duda era el timbre del portal, pero Sara no se inmutó, en la cama estaba y en la cama siguió.
—Riiiiiiiiiiiiing.
Volvió a sonar el timbre, pero esta vez de forma más
insistente.
La casa de Sara tenía dos timbres, uno en el portal y
otro en la puerta principal que da acceso a la vivienda.
Cada uno tenía un sonido propio. Cuando sonaba el del
portal, dentro de la casa se escuchaba un sonido alegre,
lejano y suave, de poca intensidad. El de la puerta principal era harina de otro costal, era sin duda mucho más
molesto: sonido más grave y ensordecedor. Cuando
sonaba se quedaba retumbando un buen rato por toda la
casa, e incluso dentro de los oídos de todos los seres
que tuvieran la desgracia de toparse dentro de ella. El
electricista que los instaló lo había hecho al revés. En
aquel momento Sara agradeció su torpeza, porque aunque era molesto no se podía comparar con el de la puerta. Así que, cuando el portal estaba cerrado con llave y
venía alguna visita, ésta podía permanecer sólo un momento esperando o pasarse horas delante de la puerta
sino disponía de un móvil para avisar que el timbre no
funcionaba, que en verdad era todo lo contrario, pero el
bullicio de la casa, como la televisión, la radio o una
reunión de amigos en plena conversación podían minimizar su sonido.
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—Riiiiiiing —Seguían insistiendo.
—No pienso levantarme, así se caigan las aves del cielo
—dijo.
—Riiiiiiiiiiinnnng.
—¡Halaaaaa¡ Tú quema el timbre, que me pagas uno
nuevo. ¿Quién será ese pesado? ¿No ve que no hay
nadie en casa? —volvió a pensar.
El timbre sonó un par de veces más, pero Sara ya no lo
oyó, porque había metido los dedos en los oídos y estaba cantando Live is life de Opus, en hispaninglis, como
ella sólo sabia cantar.
—La la la la la la la la la la la la la la la la la la la la live, la
la la la la live is life la la la la la let us all talk about life la
la la la la live la la la la la...
Cantó y cantó lo suficiente para que, aparte de haber
podido provocar un diluvio sin precedentes en la historia de la humanidad, la persona o personas que estuvieran tocando el timbre se hubieran aburrido y desistieran
de su intención de ponerse en contacto con ella.
Se quitó los dedos de los oídos y esperó un tiempo; su
plan había funcionado. Ya nadie la molestaba, podía
seguir tirada en la cama dejándose llevar. Giró la cabeza
hacia la mesita, el reloj señalaba las nueve horas, ¿serían
las nueve de la mañana o las nueve de la noche? Debían
de ser las nueve de la mañana, habría dormido unas
pocas horas, pero las suficientes como para encontrarse
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con las pilas recargadas. Aun así, no hizo el menor esfuerzo para levantarse de la cama.
—Riiiiiiiing —sonó el timbre de la puerta principal.
—Toc toc toc —alguien se estaba dejando los nudillos
en la puerta.
—¡Saraaaaa¡ ¿Estás ahí? —gritó alguien desde la puerta.
—Noooooo…, no estoy —chilló Sara—. ¿No ve que
no hay nadie en casa? —dijo elevando el tono de voz.
—¡Ábreme la puerta, niña!
—No me da la gana. ¿Está sordo? Le he dicho que no
hay nadie en casa, váyase, Doc —volvió a insistir Sara,
que ahora ya había reconocido la voz de Daniel—. Estoy de vacaciones y necesito dormir.
—Si no me abres la puerta, la tiraré abajo.
—¿Sí? ¿Usted y cuantos más? Jajajajaja.
—La tiraré, Sara, no me provoques.
—¡Ah, ya sé¡ La tirará soplando, ¿no?
Esta vez nadie contestó.
—¿Qué narices estará planeando?, es zorro viejo y conociéndolo como lo conozco, no se va a dar por vencido tan fácilmente. ¿Cómo habrá llegado hasta la puerta
principal? Juraría que cerré el portal con llave, y la valla
es lo suficientemente alta como para disuadir de saltarla
al más valiente. ¿Y Zeus? Siempre que alguien entra en
la finca se pone como loco aunque sea alguien conocido, si yo no lo mando callar, no para de ladrar. ¡Está
despedido! Mira que no ladrarle ni un poquito. Si Daniel
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ha tenido las narices de saltar la valla, le podría haber
pegado un mordisquín, uno pequeño, jijijiji, bueno,
pensándolo bien, Doc es buen tío, mejor que Zeus no le
haya mordido. Readmitiré a ese canido, pero como
vuelva a fallarme lo despido sin posibilidad de readmisión, ea, queda dicho. Y cuando me levante lo anotaré
en el libro de sus vacunas para que no se me olvide.
—¡Qué¡ ¿Piensas levantarte algún día de estos? —rió
Daniel, que se encontraba desde hacía unos minutos en
el umbral de la puerta.
—¡Ahhhhh¡ —gritó Sara—. ¡Qué susto me ha dado! ¡Es
usted un desgraciado!
—¿Yo?
—¡Sí¡ ¡Usted¡ ¿Ve a alguien más por aquí?
—No.
—Encima, con recochineo ¿Y si me hubiera muerto del
susto? ¿Y si me hubiera dado un jamacuco? Que sepa
que usted sería el único culpable; usted y sólo usted.
—Jajajaja, jajajaajaja —se rió a carcajada limpia el doctor.
—¿Se puede saber qué le hace tanta gracia?
—Mi querida niña, un jamacuco ya te ha dado. Querrás
decir, qué pasaría si te hubiera dado un infarto, ¿no?
—Pues eso, lo que he dicho.
—No, no y no. Tú has dicho jamacuco, que es simplemente una indisposición de los nervios, pasajera y sin
importancia, que es precisamente lo que te ha dado a ti.
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—Bueno, bueno, es igual, lo que usted diga. Y cambiando de tema, ¿cómo ha entrado? —interrogó Sara
mientras encendía la luz de la habitación.
—Cambiando de tema, he venido porque María, la
mujer que trabaja algunas mañanas para ti...
—Sé quien es María, todavía no padezco Alzheimer.
—¿Te quieres callar, cotorra? Decía que María, ayer
martes, cuando vino a realizar su trabajo, trabajo que
desempeña desde las nueve de la mañana hasta la una de
la tarde, todos los martes, jueves y sábados, y que no es
otro que darle de comer a Zeus, a la jauría de gatos y
demás bichos de la finca, además de cuidar el enorme
jardín, no te vio, ni le dio mayor importancia. Pensó
que por fin habías conseguido conciliar el sueño. Pero
hoy, desde la casa de la señora Rosalía, donde trabaja los
miércoles, tampoco vio movimiento, ni oyó ruidos en la
casa. El coche también seguía aparcado en el mismo
sitio que ayer y, sobre todo, vio que todos los bichos
que tienes estaban frente a la puerta trasera de la casa
con pancartas diciendo que se negaban a trabajar sino se
les daba su comida, jajajaja —rió solo, porque a ella no
le hizo ninguna gracia, y para demostrarlo retorció su
boca, pero él continuó hablando—. Rosalía tuvo un mal
presagio, así que, se acercó al portal y toco el timbre.
Como no contesto nadie, entró y le dio de comer a la
jauría de bichos, y seguidamente fue a buscarme. Llamamos primero desde el portal, pero viendo que no nos
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contestabas, abrió y seguimos insistiendo desde el timbre de la puerta principal. Cuando oímos tu voz, ella se
fue a seguir con sus labores en la casa de la vecina más
tranquila, pero muy enojada contigo, y no sin antes
darme la llave de la puerta de la bodega, que es por
donde he subido. Fin de la historia.
—Alto, alto, alto... stop. Todavía tengo una duda, ¿por
qué Zeus no ha ladrado nada?
—Jajajaja, he traído compañía.
—¿Ha traído a Xaira?
Xaira era también un pastor alemán, una hembra muy
bonita y por la que Zeus bebía los vientos.
—¡Sí! Y ahora mismo están jugando los dos en el jardín,
si los vieras...
—¡Como su perra rompa alguna de mis dalias u otra de
mis plantas, le prometo que no le pagaré ni un euro de
nuestras sesiones.
—¡Ehhh…! Perdona, tu perro tampoco es un santo;
además, ahora de lo que menos te tendrías que preocupar es de esos dos. ¿Se puede saber qué demonios te ha
pasado en todo este tiempo? Bueno, aunque estoy deseando que me lo cuentes, necesito aire fresco, esto está
muy viciado. Deberías de abrir la ventana.
—No exagere.
—Llevas sin salir de tus aposentos más de veinticuatro
horas y, preciosa, perdona que te lo diga, pero hueles a
muerto. Deberías darte una buena ducha; mientras, yo
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te preparo el desayuno y luego seguimos hablando, ¿te
parece? —casi ordenó Daniel.
—Está bien, aceptamos barco como animal de compañía.
—¿Que dices?
—Que se vaya a la cocina, que yo me voy a la ducha.
—De acuerdo, pero antes abre la ventana para que se
vaya renovando el aire —insistió Daniel mientras se
tapaba la nariz y hacía gestos.
—Ya le he oído, váyase ya, fus, fus, fueraa…
—Que sí, mujer, que ya me voy, que te puedes levantar
tranquila, que no voy a ver nada que no haya visto antes.
—Pues váyase ya, ¿a que espera?
Salió del dormitorio refunfuñando, Sara hizo caso omiso a sus balbuceos. La muchacha oyó cómo recorría el
pasillo y cómo se abría y cerraba la puerta de la cocina.
Se incorporó para abrir la ventana del dormitorio, quitó
las sabanas de la cama y las llevó con ella al cuarto de
baño; allí, al lado del yacuzzi, estaba la cesta para la ropa
sucia. Se quitó el pijama y las braguitas, y lo introdujo
todo en la cesta. Abrió el grifo del agua caliente. Al oír
correr el agua, le entró unas terribles ganas de orinar, así
que salió disparada hacia el retrete. Llevaba más de veinticuatro horas sin hacer pipí, y no entendía por qué no
tuvo ninguna molestia hasta el momento en que abrió el
grifo. Allí, sentada en el inodoro, desnuda, se preguntó
lo que hacía unos minutos le acababa de preguntar
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Doc: qué narices había pasado para que durmiera más
de veinticuatro horas, no se acordaba de nada. Se incorporó y siguió camino hasta el lavabo, donde enjuagó las
manos con agua y jabón. Se mojó la cara y se incorporó
hasta quedar completamente firme delante del espejo.
—Dormir has dormido, pero tienes una cara, nena, que
da pena. Que baje Dios y la vea, que el pobre saldrá
corriendo —dijo mirándose fijamente al espejo.
Se acercó a la bañera, metió un pie, estaba demasiado
caliente. Esperó a que pasaran unos minutos y esta vez
introdujo la mano, el agua había alcanzado la temperatura adecuada. Cerró el grifo y se metió dentro. Con delicadeza puso en marcha el yacuzzi, y comenzaron a salir
burbujas y chorros de agua por todas partes. Vació lo
que quedaba del bote de sales que había en la repisa. De
entre la colección de frascos de gel que tenía, eligió uno
que olía a rosas. Pronto se llenó la bañera de espuma.
Ahora tocaba disfrutar de un buen baño.
—Toc toc toc —sonó la puerta del baño.
—¿Sí? —cerró el agua para poder oír bien.
—¿Te falta mucho?
—Acabo de meterme en la bañera; sólo llevo diez minutos. No soy superwoman.
—¿Pero, yo no te dije que te dieras una ducha? Que
tozuda eres ¿Puedo entrar?
—Si quiere.
No se lo pensó, entro y la quedó mirando.
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—¿Qué?
—¿Qué bien vivimos, eh?
—¿Por qué lo dice?
—Te parece bonito, yo cocinando para ti, y tú ahí, tan
tranquila, en la bañera —refunfuño Doc.
—¿Qué quiere? ¿Qué le invite a entrar? El agua está
muy sucia, recuerde que llevo más de veinticuatro horas
sin lavarme —dijo con sarcasmo Sara.
Pensaba que él la tenía que estar viendo muy ridícula
con toda aquella espuma en la cabeza, y sin embargo no
había hecho ningún comentario gracioso ni se había
reído y, que después de todo, él era un caballero.
—Tienes cinco minutos para terminar, el desayuno se
enfría —ordenó otra vez Daniel, que salió del cuarto de
baño dejando la puerta cerrada.
Sara aclaró el pelo y el cuerpo todo lo rápido que pudo y
salió de la bañera. Se puso un albornoz descolorido y
viejo que tenia colgado detrás de la puerta, y se recogió
el pelo con una toalla de color rojo, ¿cómo no? Abrió la
ventana para que saliera el vapor de agua, y se fue a la
cocina con los pies descalzos. Nada más abrir la puerta
vio zumo de naranja recién exprimido, mermelada de
mora y lo más importante, tortitas y nata montada; sin
duda, aquel hombre la conocía mejor de lo que ella
pensaba.
—¡Qué bien huele¡ Espero que sepa mejor.
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—¿A qué esperas? Siéntate y pruébalas. Estoy seguro
de que te gustarán.
—Sólo si usted me acompaña.
Daniel cogió otro plato y un vaso en el armario, y un
juego de cuchillo y tenedor en el cajón. Tomó asiento
frente a Sara y se sirvió unas tortitas, a las que echó un
poco de mermelada de mora y nata. Sara lo observaba
sonriendo mientras ella también se servía.
—Ummm… esto está de vicio —dijo Sara.
Pensó que no había nada que le alegrara mas el día que
un buen desayuno acompañado de las vistas tan hermosas que tenían de fondo, y compartiendo mesa con
alguien tan bueno y agradable como Daniel, y que
además supiera cocinar.
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