Un naufragio en el océano global *Manuel Peinado Lorca Un buque-cisterna, el Prestige, cargado con 70.000 toneladas de crudo, comienza a naufragar frente a las costas de Galicia. La respuesta política es tan inmediata como torpe. Primero, enfrentados a un problema de dimensiones imprevisibles, hay que ocultarlo a la opinión pública. Como es imposible esconder lo evidente, se trata entonces de disminuirlo: se prohíbe hablar de marea negra. Tercera respuesta, el alejamiento del problema. Cuando el ministro de Fomento ordena que se mande el barco “al quinto pino” (sic), ofrece una respuesta que damos todos los días. O es que acaso no damos la misma respuesta cuando se trata de ocultar nuestros residuos Lo que hacemos diariamente con ellos es desviar el problema, ocultándolo de nuestra vista: que las basuras se vayan a otro lado, donde no las veamos, como si no fueran cosa nuestra. Como decía Ortega, “la realidad se venga”. Y la realidad es que 70.000 toneladas de crudo no pueden desaparecer como por ensalmo. Sometidas al azar de vientos y mareas merced a la peor de las decisiones, acaban por aparecer allí donde inexorablemente baten las olas: en las costas, precisamente los lugares donde la contaminación puede hacer más daño. Pero, ¿es el del Prestige un caso aislado? No, es la crónica de una muerte anunciada. El relato local de una larga novela global. Una novela escrita por unos autores cuyas obras escapan a todo control. Diariamente, navegan por los mares europeos quinientos petroleros. Su actividad cotidiana, una vez acumulada, representa esos 2.000 millones de toneladas de crudo que cada año surcan los océanos fuera de control. Si sólo dejaran escapar un uno por mil de su carga –y es bastante más lo que liberan cada vez que limpian sus tanques en alta marlas cuencas oceánicas reciben una contaminación equivalente a decenas de prestiges. El mercado del petróleo, sujeto únicamente a la ley de la oferta y la demanda, escapa al control de los gobiernos y se mueve siguiendo la regla del mejor postor y la seguridad de las aguas internacionales. Quien más abarate los costes, aunque sea a costa de la seguridad, triunfa en el mercado de los fletes del petróleo, cuyas sedes están en países de imposible ubicación, fiscalmente opacos, carentes de responsabilidades internacionales y convertidos, por vía de los hechos y del consentimiento general, en modernos émulos de las fabulosas islas bucaneras donde toda ilegalidad tiene su asiento. Por eso, durante varios días, preciosos días, se ha debatido acerca de si el Prestige iba o no a Gibraltar. Por eso también, durante unas preciosas catorce horas, las que van desde el accidente inicial hasta el comienzo del salvamento, se abrió un proceso electrónico –vía faxes, teléfono e Internet- encaminado no ya a salvar sino a ver quién ofrecía el salvamento más barato. Mientras, el petróleo fluía por los costados del Prestige. Al fin y al cabo, la factura la íbamos a pagar entre todos. Porque al final ocurrirá eso, que la factura la pagaremos entre todos, puesto que es imposible buscar responsabilidades en quien las ha diluido en nombre del mercado, creando sociedades fantasmas, escapando al control de los gobiernos y aprovechando el descontrol de la descoordinación internacional. El caso del Prestige es una más de esas anomalías a que nos somete la llamada aldea global, un ámbito políticamente nuevo en el que las decisiones que a todos nos afectan -el medio ambiente, por citar el ejemplo que ahora nos ocupa- escapan al control de los Estados para situarse en una esfera en la que los beneficios se concentran en unos pocos y los problemas se reparten entre todos. ¿Qué ocurrirá ahora con el Prestige? Pues ni más ni menos que lo que ocurrió con el Exxon Valdez, el superpetrolero que, en 1987, dejó caer sobre las costas de Alaska una carga letal de 40.000 millones de litros de petróleo. Una mortífera marea negra aniquiló la vida en 5.100 kilómetros de playas. Los costes estimados, no ya por la incalculable mortandad causada en la flora y en la fauna silvestres, sino tan sólo en lo que se refiere a los gastos derivados de las operaciones de limpieza y a las indemnizaciones calculadas en pesquerías y otros recursos humanos, ascendieron a 4.000 millones de dólares. Un acuerdo de 1991, en el que la petrolera Exxon habría de pagar una multa de 100 millones de dólares y una sanción anual de mil millones anuales durante diez años por los daños civiles causados, fue recurrida por la compañía. Su recurso fue legalmente aceptado. Finalmente, el coste para Exxon ha sido de 400 millones de dólares en sanciones, mientras que el resto de la factura está siendo absorbido por los contribuyentes norteamericanos a través de los impuestos. Dentro de veinte años comprobaremos que aquí habrá pasado lo mismo. La política actual, basada en las reglas del Estado-Nación, se encuentra hoy en el escenario de un mundo transformado y absolutamente permeable por el movimiento de bienes y capitales y el flujo instantáneo de la comunicación puestos al servicio de la insaciable búsqueda de beneficios. Por decirlo de alguna forma en la sociedad que nos ha tocado vivir está todo globalizado... salvo la responsabilidad. Y como contraste a esa falta de responsabilidad global, surge como siempre el decidido ímpetu de la responsabilidad local, de la responsabilidad personal emanada directamente desde los ciudadanos. Las muestras de solidaridad dadas por los miles de voluntarios desplazados estas semanas a las costas gallegas son una demostración palpable de lo que quiero decir, de que la falta de respuesta a modelos obsoletos de participación política global en la toma de decisiones que a todos nos afectan –y el medio ambiente es, quizás, la más palpable de todas ellas- obtienen la respuesta primaria de la solidaridad ciudadana. La falta de una adecuada respuesta política coordinada internacionalmente a un problema político transnacional como es el del trasiego petrolífero en esas bombas potenciales que son los obsoletos buques-cisterna como el Prestige, pone de relieve la debilidad del modelo político del Estado-Nación frente a los problemas globales, cuya solución requiere una distribución de competencias y de poder hacia estructuras políticas cada vez más globales capaces de enfrentarse a los grandes problemas internacionales que no pueden ser resueltos por instancias estatales, y, a la vez, hacia estructuras políticas locales que son las mejor preparadas para dar respuestas prontas y eficaces a las cuestiones que afectan a la mayor parte de los ciudadanos en su vida cotidiana. Ambos procesos, convenientemente encauzados desde la perspectiva democrática participativa, son los únicos capaces de dar una respuesta política coherente y estable a los desafíos de la mundialización. Ante la posibilidad de una comunidad global democráticamente participativa nos encontramos tan perplejos como pudiera estarlo un ciudadano ateniense ante un EstadoNación. Pero hemos recorrido un largo camino desde que la democracia apareciera en las ciudades y se creara un largo interregno lleno de incertidumbres que finalmente condujo al Estado-Nación. Se me dirá que es un sueño, pero es la única vía ante la mundialización, que está siendo gobernada desde lugares ajenos a la decisión democrática y comandada por intereses que no son los del común de las gentes. Los movimientos antiglobalización que se manifiestan de cuando en cuando en Seattle, en Porto Alegre o en Barcelona, y la masiva participación del voluntariado en las costas gallegas, son imparables contestaciones lógicas a lo desconocido y reclaman en último término una participación democrática activa en la toma de decisiones que afectan a escala planetaria. Cada vez es más fuerte la conciencia de que existe una importante cantidad de decisiones que han de ser tomadas en un espacio que supera al clásico del EstadoNación. Es en este nivel de decisión política indefinida donde surge una mayor contestación de la ciudadanía, pues no encuentra un procedimiento claro de participación, ni respuestas eficaces, ni legitimidad democrática en las instancias que deciden. Los antiglobalizadores, como los voluntarios que protestan estos días ante la falta de coordinación, no quieren el poder, quieren participar reinventando la democracia. El ámbito global y su gobernabilidad deben depender cada vez más de la acción del ciudadano en el sentido original de la palabra, una acción que va más allá de las fronteras de su país porque se siente sujeto de derechos y obligaciones respecto de cualquier otro habitante del planeta por distante que esté o por muy diferente que se sienta culturalmente. La ciudadanía sin sujeción a fronteras ni a banderas es el concepto más incluyente de la diversidad y la pluralidad, por tanto la mejor garantía para convivir en paz y libertad, una paz y una libertad que se ponen en peligro cada vez que una catástrofe como la del Prestige pone en cuestión nuestra capacidad de reacción y en tela de juicio la actividad política El Prestige, como antes el Urquiola, el Amocco Cadiz o el Exxon Valdez navegan en el proceloso océano global, pero dejan sus problemas en la costa local, allí donde las soluciones solo pueden provenir de la voluntariedad, allí donde la acción política nacional o regional se encuentra constreñida por el oleaje global que impide decidir lo que mejor hacer. * Alcalde de Alcalá de Henares. Puerta de Madrid, 13 de diciembre de 2002.