PLIEGO

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28. 4-17 de junio de 2011
PLIEGO
20 AÑOS DESPUÉS
DE SU MUERTE
ARRUPE VIVE
Pedro Miguel Lamet
Biógrafo de Pedro Arrupe
(Arrupe. Testigo del siglo XX, profeta
del XXI, Temas de Hoy, Madrid, 2007)
PLIEGO
Fe, profetismo y
compromiso
El pasado 5 de febrero, se cumplieron veinte años
de la muerte de Pedro Arrupe, aquel vasco
universal que rigió los destinos de la Compañía
de Jesús durante casi dos décadas. En torno a estas
fechas, un 22 de mayo de 1965, recibió en Roma el
encargo de sus hermanos de guiar a la orden por la
desafiante travesía del posconcilio. Fueron tiempos
inciertos, pero creativos, en los que el “papa negro”
trató de conciliar su fidelidad a la Santa Sede
con un profetismo que le condujo al compromiso
por la liberación de los últimos de este mundo.
Hoy su testimonio sigue tan vivo como entonces,
interpelando, iluminando y entusiasmando, como
referente para la Iglesia del futuro.
U
na anécdota puede sintetizar
una vida. Cuando Pedro Arrupe
daba catequesis a adultos en
Hiroshima, un viejo japonés le miraba
sin pestañear después de que durante
seis meses dijera nunca nada. Arrupe
entonces se atrevió a preguntarle: “¿Qué
opina usted de mis explicaciones?”.
El japonés, con impasible rostro de
samurái, respondió: “No puedo opinar,
porque no he oído nada. Soy sordo. Pero
basta con mirarle a los ojos. Usted es
lo que dice. Cuanto usted cree, eso creo
yo”. Viene a ser lo mismo que lo que el
general de los jesuitas confió al fin de su
vida a un grupo de seminaristas indios:
“Cuando prediquéis no convenceréis por
lo que decís, sino por lo que seáis”.
Quizás por eso y por la importancia
de su legado Pedro Arrupe, cristiano
de sonrisa contagiosa, magnetismo
vital e intuición profética, siga aún
vivo. Continúa inexplicablemente sin
incoarse su proceso de canonización,
pero docenas de centros, colegios
y obras sociales llevan su nombre
y cristalizan su espíritu. Cerca de
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cien seguidores suyos han dado su
vida como mártires por el contenido
nuclear de su mensaje. Y es que en un
mundo radicalizado por partidismos
y banderías, los hombres que han
sabido tender puentes entre ideologías,
culturas y desigualdades nunca mueren.
Tal es el caso de Gandhi, Luther King,
monseñor Romero o Pedro Arrupe.
Acaban de cumplirse, el pasado 5 de
febrero, veinte años de la muerte de
este vasco universal. El recuerdo de su
biografía cambia a la gente, despierta
vocaciones, llama al voluntariado a
jóvenes y ha cambiado a la misma
Compañía de Jesús.
En los tiempos en que la figura de
Arrupe era controvertida, el famoso
cardenal Tarancón se atrevió a declarar
a Radio Nacional: “El padre Arrupe, que
era un profeta, fue excepcionalmente
carismático, intuía el futuro. Y por
eso iba delante de muchos que no
acertaban a seguirle porque no podían
caminar a su paso; y por eso no ha sido
solo un hombre de su tiempo, sino un
hombre que pretendía preparar a sus
compañeros para el futuro, para ese
tercer milenio donde las aguas se irán
serenando y puedan realizar la labor
que tienen encomendada”.
El reloj parado de Hiroshima
Poco después de que el avión,
procedente de Bangkok, aterrizara en el
aeropuerto de Fiumicino, hacia las cinco
y media de la mañana del 7 de agosto
de 1981, Arrupe intentó coger una
maleta. Pero la mano no le funcionaba.
A su regreso de un viaje a Filipinas y
Tailandia, donde se había ocupado de
los refugiados camboyanos, laosianos
y vietnamitas, algo había hecho “clic”
en su cerebro. De los tiempos en que
estudiaba medicina en la Facultad de
San Carlos de Madrid tuvo que intuirlo:
era una trombosis, exactamente un
bloqueo de la arteria carótida con
efectos sobre el hemisferio izquierdo
del cerebro y el lado derecho del cuerpo.
Trasladado al hospital Salvator Mundi,
de Roma, a las siete de la mañana,
el escáner confirmó el diagnóstico:
embolia en la arteria carótida izquierda.
En aquel instante, el frenético
reloj, cargado de infatigable actividad
apostólica, del padre Pedro Arrupe se
detuvo. Igual que se quedó trágicamente
congelado el reloj de Hiroshima a las
ocho horas quince minutos y diecisiete
segundos de aquel fatídico 6 de agosto
de 1945. Un joven piloto americano
mascador de chicle, comandante
Paul Tibbets, miró desde el morro de
plástico de su B-29, y contemplando lo
que acababa de provocar –la primera
explosión atómica de la historia–,
exclamó: “¡Qué hemos hecho, Dios mío!”.
Arrupe no olvidaría jamás aquel
reloj parado. Ni los baldes que tenía
que utilizar para recoger el agua de las
inmensas ampollas de los damnificados,
que atendió día y noche en su noviciado,
convertido en hospital provisional. Ni
los cascotes de una ciudad convertida en
cenizas, entre los que se oían los gritos
de sombras ambulantes que pedían
ayuda o un poco de agua. Con una navaja
de afeitar a modo de bisturí, extraería
miles de fragmentos incrustados en la
piel en unas inolvidables jornadas en
las que apenas supo lo que era conciliar
una o dos horas de sueño. Sin medicinas
ni instrumental tuvo que servirse de un
sexto sentido médico: sobrealimentar a
una multitud de heridos para estimular
en ellos la autocuración.
Su gesta humana fue increíble; su
relato posterior, espeluznante. Pero
Pedro Arrupe ignoraba aún todo lo que
iba a suponer en su vida la experiencia
interior de una descarga superior a la
atómica. Quizás lo que los orientales
llaman la “iluminación” y en el lenguaje
cristiano se ha llamado ilustración
interior, algo parecido a la que san
Ignacio de Loyola experimentó en
Manresa, junto al Cardoner.
Desde entonces, Arrupe iba a
permanecer joven y libre, además
de profético en el sentido bíblico del
término. Elegido superior provincial, ya
había vivido un poco de todo, desde que
naciera en Bilbao el 14 de noviembre
de 1907: la orfandad de padre y madre,
la vida universitaria en la Facultad de
Medicina de Madrid, donde arrebató el
premio extraordinario al futuro Nobel
Severo Ochoa; el enfado por ello, al
abandonar la carrera, de su profesor
Negrín, que llegaría a ser primer
ministro de la República; el impacto de
la pobreza en los suburbios de Madrid y
del misterio en los milagros de Lourdes;
su ingreso en el noviciado de Loyola,
donde se reveló al mismo tiempo
como simpático y ejemplar; el exilio a
Bélgica por la expulsión de la Compañía
durante la Segunda República; los
tiempos del nazismo en Alemania,
cuando los superiores le destinaron a
estudiar psiquiatría; el choque del estilo
americano y el corredor de la muerte
en los Estados Unidos; el estallido
de la Segunda Guerra Mundial en Japón,
con su descubrimiento apasionado
del zen y la cultura oriental; la cárcel
cuando era párroco en Yamaguchi,
acusado sin motivo de espía; el desafío
de formar en el espíritu ignaciano
a enigmáticos jóvenes japoneses que
venían del frente.
Tales vivencias y viajes le permitieron
adquirir desde muy joven una
conciencia planetaria: “Me siento
universal –diría–; nuestro papel, de
hecho, consiste en trabajar para todos
y por ello trato de tener un corazón lo
más grande posible y de comprender
a todos”, declararía más tarde a las
cámaras de la Rai. Porque, como me
confesó sin dudarlo: “Me gustaría tener
un pasaporte de ciudadano del mundo”.
El provincial Pedro Arrupe se
preparaba para responsabilidades
mayores. Ya había dado varias veces
la vuelta al mundo y había vivido una
continua experiencia internacional, en
la variopinta comunidad jesuítica de
aquel país de misión, donde potenciara
la famosa Universidad Sophia, cuando
en 1965 fue elegido en Roma para
general, vulgo “papa negro”, de la
Compañía de Jesús. Por estos caminos
Pedro ingresaba en la nueva era
En la Facultad de Medicina (años 20)
posconciliar con una aportación única:
la inculturación, término acuñado por
él, dentro del pluralismo.
Estaba convencido de que “ninguna
cultura es perfecta” y de que “los
valores culturales no son absolutos.
Una cultura que se encierra en sí misma
se empobrece, se anquilosa, muere. Si
la fe queda encerrada en una cultura
particular, sufre esas limitaciones.
La fe debe mantener su continuo
diálogo con todas las culturas. Fe y
cultura se emulan mutuamente; la
fe purifica y enriquece la cultura y la
cultura enriquece y purifica la fe… El
pluralismo en la expresión de la fe, no
solo no es un mal necesario, sino un
bien al que hay que aspirar… Mientras
que la unidad se mantiene por la
unicidad de la naturaleza humana y la
unidad del espíritu que anida vida y
todo esfuerzo. El Espíritu Santo realiza
el deseo, humanamente imposible –y
sin embargo más profundo del hombre–
de la unidad radical en la más radical
diversidad” (Sínodo de 1977).
A partir de entonces, la onda
explosiva de Pedro Arrupe se extiende
a todo el mundo, respondiendo a los
desafíos de los años 60 y a la era
posconciliar dentro de la Iglesia.
Optimista por naturaleza, se mantuvo
jovial y sonriente viviendo una relación
de persona a persona con cada uno
de sus súbditos, volcado hacia el
futuro, con una continua creatividad.
Impresiona leer hoy las primeras
declaraciones de aquel general
que defendía al silenciado Teilhard
de Chardin, aseguraba que todo ser
humano, “hasta un criminal”, lleva
dentro de sí el “elemento cristiano”
y se metía en el bolsillo a súbditos,
superiores de otras órdenes religiosas,
periodistas y cámaras de televisión.
En aquellos años creativos de una
Iglesia que se despertaba de un largo
letargo, Arrupe parecía correr aún
más deprisa que la historia, con sus
intuiciones de futuro sobre la Iglesia de
América Latina o contra el racismo en
los Estados Unidos: “Aunque hay que
reconocer debidamente las pasadas y
presentes realizaciones en el apostolado
interracial, sigue siendo verdad que la
Compañía de Jesús no ha comprometido
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sus efectivos humanos y sus recursos en
ese apostolado en la medida en que los
negros necesitaban de nuestro servicio”
(1967). O sus ideas cobre los “colegios
de niños ricos”, que hizo levantarse e
irse del Congreso de Antiguos Alumnos
de Valencia a más de un “distinguido
exalumno”: “Por lo tanto, tenemos
que reconocer que el individualismo
y, a veces, el deseo de sobresalir en
que os hemos formado no pocas veces
y que vosotros habéis continuado
fomentado en la vida, debe ser
transformado en deseo de servir…
Aquello que he formulado como
‘personas para los demás’: hombres
y mujeres para los demás”.
“Jesuitas como los de antes”
Aquel general que quería más “amigos
en el Señor” que súbditos, se reunía
con los curas obreros, les decía las
cosas claras a los dictadores Franco
y Stroessner; entraba en la cárcel a
visitar a Daniel Berrigan, el jesuita que
quemara los archivos del Vietnam, y
participaba lúcidamente en los grandes
acontecimientos eclesiales. Sus viajes,
para conocer la Compañía, acercaron
su figura entrañable y sencilla a cada
jesuita, que se sentía “personalmente
atendido”. Era el estallido de lo
universal, de una Iglesia inculturada,
de su aire abierto y dialogante.
Lejos de huir y arredrarse en tiempos
de crisis, apretaba el acelerador
buscando nuevos horizontes en los
convulsos años 60 y 70. Cuando los
catastrofistas se asustaban por las
deserciones y la crisis vocacional,
Arrupe decía sonriendo: “El último que
apague la luz”; y cuando un jesuita
“colgaba los hábitos”, exclamaba:
“Ahora tenemos que quererle más”. No
era un loco, era, hasta por su parecido
físico, salvando los abismos, una nueva
versión actualizada de Ignacio de Loyola
quien, en su tiempo, se atrevía a decir
que “si la Compañía se disolviera como
sal en el agua le bastaría un cuarto
de hora de oración para reencontrar
la paz”.
Pero a partir de este momento
también comienzan los problemas con
la Santa Sede. Pablo VI, que profesaba
un cariño especial hacia Pedro Arrupe
–su confesor Dezza encontraría una
oración del general entre las páginas
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de su viejo breviario–, comenzó, como
sabemos, a asustarse en su última etapa
de las consecuencias ambiguas creadas
por la revolución espiritual que
había provocado el Concilio Vaticano II
en la Iglesia.
Pedro necesitaba hacer compatibles
dos realidades de su experiencia vital:
la intuición de un clarividente y la
fidelidad a machamartillo a la Sede
Apostólica. Era la semilla del drama
arrupiano. La Compañía siguió adelante
en la arriesgada renovación, cuando
el Vaticano ya comenzaba a retroceder
después de la crisis de la Humanae
vitae. Los jesuitas, liderados por Arrupe,
optaron en su XXXII Congregación
General por luchar contra la injusticia
en el mundo, como una consecuencia
natural de su opción por la fe. Este tema
y la revisión de los grados (diversas
categorías de jesuitas dentro de la
orden) provocaron una intervención
de la Santa Sede.
Pablo VI llamó a Arrupe y no le dejó
hablar. Le ordenó que escribiera lo que
le dictara el sustituto de la Secretaría
de Estado, entonces cardenal Benelli.
Arrupe salió llorando. Pero a los pocos
minutos, con una sonrisa en sus labios,
predicaba a los jesuitas representantes
de todo el mundo y congregados en
Roma cómo obedecer con alegría.
Convertido en una especie de ídolo
para los periodistas –respondía a todo y
a todos–, sus cartas y ruedas de prensa
aparecían hasta en los periódicos de la
Unión Soviética. Por dialogar con todos,
incluidos los comunistas, fue enseguida
acusado de marxismo. Algo que él se
tomaba con sentido del humor, sin que
ninguna crítica coartara su libertad.
Pero también algo que apuntaba
interiormente en su memoria y en el
fondo exasperaba al entonces arzobispo
de Cracovia, Karol Wojtyla, con el que
coincidió en el Congreso Eucarístico
de Filadelfia (1976).
Sus gestos iban mucho más allá
de sus palabras: se planteó en serio
el diálogo con los no creyentes, la
ciencia, el marxismo y las culturas no
occidentales. Pero, sobre todo, escribió
cientos de textos sobre espiritualidad
y fue repetidas veces reelegido como
presidente de la Unión de Superiores
Generales de órdenes religiosas en
Roma. Era un líder indiscutible del
posconcilio, seguido y admirado por el
ala renovadora, entonces mayoritaria,
de la Iglesia.
Pero ni el sector integrista de la
orden ni algunos obispos veían con
buenos ojos las innovaciones de Arrupe,
que había creado un estilo diferente,
más amigable, de gobierno, y nuevas
interpretaciones de la obediencia y
la vida religiosa. La intervención de
los llamados con humor “jesuitas
descalzos” vino sobre todo de España. El
entonces arzobispo de Madrid, Casimiro
Morcillo, estuvo a punto de conseguir
de Roma que se creara una especie
de provincia aparte para el grupo de
jesuitas ortodoxos. Sin embargo, Arrupe,
incansable viajero, que había retrasado
intencionadamente su venida a España,
precisamente por ser su propio país,
lo visitó en 1970 y se metió, con
su simpatía, a muchos conservadores en
Encuentro con periodistas en febrero de 1947, siendo maestro de novicios en Japón
el bolsillo, quienes en el comedor
de Loyola le habían dejado
en el servilletero: “Un vasco fundó
la Compañía y otro se la está cargando”.
Pero la ola de protestas de los que
querían “jesuitas como los de antes”
seguía llegando a Roma. Juan Pablo I
moriría en vísperas de pronunciar
un discurso muy severo a los miembros
de la orden ignaciana1. Es claro que
Juan Pablo II no comulgaba con
las ideas del padre Arrupe, aunque
respetaba su gran categoría espiritual.
El general intentó dialogar con él; pero
el Papa debía de haber tomado ya sus
decisiones internas sobre el tema. En el
precónclave que precedió a la elección
del papa Wojtyla, hoy beato Juan Pablo
II, los cardenales, por expreso deseo
del general de los jesuitas, habían
discutido sobre el estado de la orden en
el mundo y habían analizado el discurso
del papa Luciani. Allí estaba Wojtyla,
que ya había tenido algunos roces con
religiosos en su diócesis.
Arrupe pedía una y otra vez audiencia.
Pero el Papa blanco solo quiso recibir
al “papa negro” en dos ocasiones
y por breve tiempo. Durante unos
ejercicios espirituales, el padre Arrupe
experimentó una premonición de los
sufrimientos que se le venían encima,
su oración del huerto. “Si mi estilo no
gusta al Papa, debo dimitir”, se había
dicho a sí mismo. En febrero de 1980,
después de consultar con sus asistentes
y las ochenta y cinco provincias,
presentó a la Compañía la renuncia
a su cargo vitalicio. Pero el Papa no
quiso aceptar su dimisión. Tenía algo
pensado para el futuro de la Compañía.
Le comunicó en una carta el 1 de mayo
que a su regreso de África hablarían.
Ante el silencio del Papa, tres de los
asistentes le abordaron durante la visita
de este al Gesù. Le pidieron a Juan Pablo
II audiencia, porque “estamos con el
agua al cuello”. “Será pronto”, contestó
el Papa. La reunión tuvo lugar el 17 de
enero de 1981, pero no dio resultado.
El 13 de abril, el Papa mostró al padre
Arrupe su preocupación de que una
congregación general de la Compañía
eligiera a un hombre afín a la línea
actual. Un mes más tarde, el Papa sufrió
el atentado.
Entonces sobrevino el trombo al padre
Arrupe y se volvió a quedar parado el
Con su sucesor, el holandés Kolvenbach. Abajo, escuchando al P. Dezza al inicio de la CG
reloj. Con medio cuerpo paralizado, tuvo
que volver a aprender a malescribir.
El hombre que hablaba siete lenguas
ya solo las entendía, apenas podía
expresarse en español y había olvidado
todos los nombres. Así tuvo ocasión el
autor de este artículo de visitarlo en
Roma, para preparar su biografía, en
julio de 1983. Estaba en un rincón de
su desnuda habitación de enfermería,
consumido, transparente, con una dulce
sonrisa en los labios y sostenido por un
impresionante fuste interior.
Golpe de mano
Para entonces, la humillación ya
había llegado. Arrupe, conforme a
las Constituciones de la Compañía e
imposibilitado para gobernar, había
nombrado un vicario suyo en la persona
del padre Vincent O’Keefe, que sería el
encargado de convocar la Congregación
General, el “parlamento” jesuítico, que
elegiría al sucesor del padre Arrupe.
Con este fin escribió al cardenal Casaroli
para obtener autorización del Papa.
Pero la Santa Sede intervino de forma
imprevista. Un buen día el secretario
de Estado, Agostino Casaroli, sin avisar
al nuevo vicario, se presentó con
intención de visitar al padre Arrupe
en su habitación de enfermo. No dejó
entrar al padre O’Keefe. Cuando salió,
después de unos quince minutos, había
una carta encima de la mesa y Arrupe
estaba llorando. El Papa interrumpía
el proceso constitucional de la orden y
nombraba un delegado personal suyo.
Casaroli le dijo a O’Keefe: “Hable con el
padre Dezza”.
Se decía que en un principio se había
pensado en un hombre no perteneciente
a la Compañía. Pero, finalmente, se
optó por elegir a un jesuita, el padre
Paolo Dezza, un anciano de 80 años,
semiciego, que había sido confesor de
dos papas y que no se caracterizaba
precisamente por comulgar con las ideas
de Arrupe. Tras la muerte de este, Juan
Pablo II le nombrará, para premiarle por
este servicio, cardenal de la Iglesia. La
medida del Papa no tenía precedentes
desde que, en 1773, Clemente XIV
suprimiera la Compañía de Jesús.
En este período me recibió el padre
Arrupe durante veinte días (con el
permiso del padre Dezza y de su
coadjutor, Giuseppe Pittau, pero
señalándole al mismo tiempo que no
se hiciera notar mucho en Roma), para
concederme la última larga entrevista
de su vida, antes de que perdiera
definitivamente el habla. Recorrimos
palmo a palmo las peripecias de su
trayectoria vital y me hizo preciosas
declaraciones, que dejó a mi arbitrio
y conciencia el darlas o no a conocer.
He aquí algunas muestras: sobre
la opción de los jesuitas por la justicia:
27
PLIEGO
“Sentí que comenzaba algo nuevo.
Tenía una gran certeza interior. No
tenía la más mínima duda. Arrancaba
una nueva era, un nuevo orden. ¡Qué
cosa tan bonita!”. Le comenté que la
opción por la justicia estaba presente en
muchas de sus intervenciones y cartas.
Que en el mismo Concilio ya habló sobre
el diálogo con el mundo. “Sí, entonces
algunos padres conciliares decían:
‘¡Qué tontería!’ Pero yo me sentía libre.
Sabía: ‘Es de Dios’. Ahora todos están
de acuerdo”.
Sobre su forma de gobernar a los
jesuitas, respetando la libertad de
personas: “Yo no puedo mandar más
que de una manera. No soy autoritario.
Yo les explicaba y que ellos decidieran”2.
Sobre los Papas: “Tuve una gran
confianza con Pablo VI. Hablábamos de
todo. Elegido Juan Pablo II, me recibió
y me preguntó sobre la Compañía,
pero de modo muy general. Ya estaba
preocupado y tenía muchas dudas.
Después de presentar la renuncia, me
recibió dos veces. Pero conmigo habló
poquísimo”. Es claro que el Papa venido
del Este no podía comprender el diálogo
con el marxismo o el apoyo de Arrupe
a los movimientos relacionados con
la Teología de la Liberación, además
de la nueva inmersión secular de los
jesuitas en puestos de frontera. En 1979,
Giuseppe Pittau, que había conquistado
la confianza del Papa, durante el viaje
de este al Japón, y que era su delfín para
sustituir a Arrupe –también premiado
después con el episcopado–, contó
una vez que Juan Pablo II no podía
soportar ni siquiera que se le citase el
nombre de Arrupe en una conversación.
“Se pone enseguida nervioso”, dijo.
El propio padre Arrupe relató que
sistemáticamente bajaba todos los
domingos a la puerta de la curia de los
jesuitas, en el barrio de Santo Spirito,
a saludar al Papa, que pasaba por allí
en coche por la tarde para hacer su
visita semanal a una parroquia romana.
El Papa nunca le devolvió el saludo,
quizá porque iba deprisa. El padre
Ignacio Iglesias, asistente y hombre de
confianza de Arrupe, un día, después de
uno de estos episodios, le comentó en el
ascensor: “Padre, no debería usted bajar
más”. Fue una de las pocas veces que
se enfadó con él: “No baje usted, si no
quiere”, respondió.
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En muchos momentos, a Arrupe le
sobrevenía el bajón psicológico de su
enfermedad. Con medias palabras me
decía: “Yo ya no sirvo para nada; pobre
hombre”. “Yo intentaba decir la verdad
a cada persona francamente, según la
veía delante de Dios. Veo todo claro. Veo
un mundo nuevo. Sentía que me guiaba
una luz. Hemos sufrido mucho”.
Y con su mano izquierda cogía su
mano derecha agarrotada para dar la
bendición. El 2 de septiembre de aquel
año de 1983, autorizada finalmente
por el Papa, se reunía la Congregación
General y elegía sucesor de Arrupe
en la persona del padre Peter-Hans
Kolvenbach. Previamente, Arrupe
había presentado su renuncia y había
leído, por boca de un compañero, su
testamento espiritual a la orden y su
despedida ante la Congregación General,
que le recibió en pie y con la más larga
ovación que haya tenido nunca esta
asamblea a un general de la Compañía
de Jesús. Era el primer general que
presentaba su renuncia en vida.
Más tarde, el propio Juan Pablo II
fue personalmente a visitarle tres
veces a su lecho de enfermo. Las
fotos muestran un Arrupe dulce y
obsequioso frente a la mirada correcta
pero distante del Papa. Otra foto muy
anterior, durante una audiencia, dio
la vuelta al mundo. Reflejaba sin lugar
a dudas una mirada severísima de
Wojtyla al general de los jesuitas. Severo
Ochoa, premio Nobel y compañero de
estudios de medicina –Arrupe le quitó
el premio extraordinario–, a pesar de
declararse agnóstico, le pidió un día
su bendición de rodillas. Teresa de
Calcuta y el hermano Roger de Taizé,
junto a cardenales, obispos y gente
sencilla de todas partes del mundo,
acudieron también a su habitación de
enfermo cuando aún podía expresarse
torpemente. Una comunidad protestante
hacía acto de presencia en su cuarto,
encendía un cirio y entonaba cánticos
religiosos. Todos coincidían en elogiar
su sencillez y en insistir en que Arrupe
era sobre todo “un amigo”.
A partir de entonces, vivió una vida
seminconsciente en una pequeña
habitación de enfermería de la curia
generalicia, a dos pasos del Vaticano,
este hombre apasionadamente seguido
por las mayorías y criticado por las
minorías hasta su muerte en 1991.
Quizás su naturaleza fuerte y la
extrema austeridad con que se trataba
le mantenían con vida. Sus últimos
proyectos fueron para los drogadictos y
refugiados. El teólogo Jon Sobrino diría
de él que “había ayudado a la Compañía
a ser un poco más de Jesús”.
La peripecia espiritual de esta figura
singular de la Iglesia del siglo XX no es
solo importante en la agitada historia
de los jesuitas de los últimos años,
sino también por su proyección en la
vida religiosa posconciliar. Reelegido
insistentemente presidente de la Unión
de Superiores Generales, fue el artífice
El que fuera general de los jesuitas durante casi dos décadas saluda al papa Pablo VI
de la puesta al día de los institutos de
hombres y mujeres que han optado por
la Vida Consagrada.
Es cierto que los religiosos sufrieron
también el embate del descenso de
vocaciones. Solo los jesuitas perdieron
más de diez mil miembros. Pero,
como Arrupe decía, la crisis había
que inscribirla en un cambio global,
una transformación del mundo y una
caída de los viejos valores que debían
encontrar nuevos cauces en el shock que
vivió el mundo en los años 60.
No obstante, y pese a todas las crisis,
es cierto, los religiosos, ligados a Dios
a través de los votos y realizando su
vocación según el carisma de cada
instituto, gozan a veces de gran libertad
para la denuncia profética e incluso
para la crítica interna de la Iglesia.
Ajenos en su mayoría a la ambición
de cargos o a “hacer carrera” en la
institución, preocuparon al Papa en su
nueva línea de comunión unificadora de
la Iglesia. En casi todos los movimientos
de liberación y deseo de purificación
de la institución, aparecían religiosos.
Romero se convierte gracias a la muerte
del padre Rutilio. El obispo Casaldáliga,
Ellacuría y sus compañeros asesinados
de El Salvador, la inmensa mayoría de
teólogos de la liberación, los obispos
más comprometidos del Brasil, un buen
número de firmantes de los documentos
europeos contra la involución. Lo mismo
se puede decir de la investigación
teológica de frontera.
Amén y aleluya
Pedro Arrupe Gondra no solo fue un
cristiano sin fisuras de nuestro tiempo.
Fue el pionero de la inculturación en
la Iglesia; el líder de la adaptación de
la vida religiosa después del Concilio;
un puente cultural entre Oriente y
Occidente; el padre espiritual de 97
mártires jesuitas en países del Tercer
Mundo; un adelantado del diálogo con
el mundo y las ideologías; un amigo
de los refugiados y drogadictos; y,
sobre todo, un enamorado de la figura
de Jesús de Nazaret, que conjugó en
su vida fidelidad y profecía. Detrás
de su ingente actividad, que no cabe
en muchas páginas, aleteaba la vida
interior del hombre de oración, y el
hombre sencillo, que sabía regalar una
tarta con velas a su secretaria el día de
Un Pedro Arrupe ya enfermó recibió la visita de Juan Pablo II el último día de 1981
su cumpleaños y tratar a un súbdito
como un amigo de toda la vida.
¿A dónde va la Compañía?, le
preguntaban, y Arrupe respondía con
sencillez desarmante: “A donde Dios
la lleva”. Como sintetizaba su sucesor,
el general Kolvenbach: “Confianza
absoluta, gozosa en el Señor, esperanza
ante el Crucificado cargado con su cruz
terrible, que le rompió el cuerpo, pero
nunca su ánimo”.
Y al mismo tiempo, gran sentido
del humor: recién elegido general, el
hermano sacristán le preguntó que a
qué hora quería celebrar misa. “¿Se la
preparo para las siete de la mañana?”.
“Por favor, hermano, no me parta la
mañana”, respondió sonriendo Arrupe.
Apenas dormía y casi no comía.
Su tiempo lo dedicaba a largas horas
de oración y a tratar con los demás.
“Mi hobby es tratar con los hombres”,
solía decir.
Una vez durante un viaje aéreo a
América, le tocó al lado un señor que,
al saber que era jesuita, puso verde al
padre Arrupe, sin imaginar con quién
estaba hablando. “¿Ha visto usted?”,
respondía Pedro, siguiéndole
la corriente. Cuando al aterrizar vio
cómo los fotógrafos se arremolinaban
junto a la escalerilla, este señor
preguntó: “¿Quién es ese padre?”.
“Arrupe”. “¡Tierra trágame!”, exclamó
el pobre señor.
El malagueño Rafael Bandera (tío
del famoso actor, que añadió una “s”
a su apellido), su inseparable hermano
enfermero de los últimos años, recuerda
en su diario la última visita de Juan
Pablo II: la fragilidad y emoción
con que Arrupe saludó al Papa quedó
para siempre inmortalizada en una
fotografía. El Padre General –todavía
lo era nominalmente– le recibió
con estas palabras: “Santo Padre, os
renuevo mi obediencia y la obediencia
de la Compañía de Jesús”. El Papa
respondió: “Padre General, sostenedme
con vuestras oraciones y vuestros
sufrimientos”.
“Puedo testimoniar –cuenta Bandera–
que para el padre Arrupe fue un
encuentro maravilloso. El Papa habló
poco, solo dijo –yo estaba presente en
el cuarto–: ‘No se puede decir lo que
hemos hablado’. Creo que la mirada
de don Pedro lo decía todo: ‘Soy el
mismo, el que te ha obedecido y sigue
obedeciendo, el que te ama y al que has
hecho felicísimo al visitarle’.
Pero no quedó todo ahí. El Santo Padre
Juan Pablo II comió con la comunidad.
El padre Arrupe no consintió en meterse
en la cama hasta que el Papa hubiese
dejado nuestra casa. Así que me pidió
(eran las 9:15) que le bajase a la portería
–quería agradecerle personalmente
la visita–. El Santo Padre, bromeando,
le dijo: ‘Un enfermo a estas horas debe
estar en la cama’. Aquella noche don
Pedro durmió como jamás lo había
hecho después del 7 de agosto de 1981.
Me costó trabajo despertarle”.
Concluido el encuentro en la Curia
Generalicia, que fue distendido e
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PLIEGO
informal y en el que hubo intercambio
de regalos, Juan Pablo ii comentó: “lo
mismo que desde hace muchas semanas
me siento edificado por la Compañía,
me siento edificado por este encuentro
de hoy”.
el secreto de su vida era un intenso
amor a Jesucristo. en los apuntes de
ejercicios escritos cuando fue elegido
general, escribe: “ese amor personal
tiene un carácter de exclusividad o de
unicidad muy importante. al fin y al
cabo, lo único que queda es Jesucristo.
el resto de la colaboración, estima
personal y hasta amor sincero, queda
como algo contingente, limitado,
temporal, variable. lo único que queda
siempre y en todo lugar, que me ha
de orientar y ayudar siempre, aun en
las circunstancias más difíciles y en
las incomprensiones más dolorosas,
es siempre el amor del único amigo,
que es Jesucristo. esto no quita nada a
las demás amistades, a las relaciones
verdaderamente caritativas, de una
sinceridad y valor de parte de los seres
humanos. la vida es así, los hombres
somos así, y las dificultades personales
subjetivas son tales, que solamente
puede contar siempre y en todas
circunstancias con Jesucristo”.
después de muerto, se descubrió que
en su juventud había hecho un “voto
de perfección”, algo a lo que se han
comprometido pocos santos en su vida
y que consiste en elegir siempre entre
varias opciones lo más perfecto, lo más
cercano al evangelio. “en el cajoncito
del reclinatorio, junto a la puerta
de comunicación con el despacho,
encontré, entre otras cosas, –cuenta el
padre Nicolás Verástegui– una tarjeta
postal con la imagen del Señor, creo
que del Sagrado Corazón, impresa
monocroma en tono verdoso oscuro, en
cuyo reverso tenía escrita la fórmula
de su voto de perfección. tengo la
impresión de que, entonces, deduje que
estaba hecha en la ordenación o al fin de
su tercera Probación”.
Mariano Ballester, SJ, que le ayudó en
la logoterapia, ha desvelado que durante
su enfermedad, cuando ya apenas
hablaba, después de leerle algunos
discursos de los que había pronunciado,
momentos antes de la hora de dormir
le oyó decir con su débil media lengua:
“Para el presente, ‘amén’…; para el
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futuro, ‘¡aleluya!’”. era la síntesis
mística de toda una personalidad y
de toda una vida, de un hombre de
su tiempo y un hombre de dios que
es un paradigma para la acción. Hoy
sus intuiciones proféticas sobre el
diálogo, la inculturación, la solidaridad
internacional, la lucha por la justicia
y los derechos humanos son
realidades admitidas. Murió convencido
de que la fe no puede entenderse
sin un compromiso por la liberación
de los últimos y marginados de este
mundo injusto.
Su optimismo tenía un fundamento
teológico: “Porque creo que viendo las
cosas tal como son, y sabiendo que
estamos en las manos de dios, y que
dios es omnipotente, aun cuando por
un momento parezca que las cosas van
mal, jamás podrán ir mal si se sigue a
dios y se es ayudado por la providencia
divina”.
Y su mensaje resulta más que nunca
válido para tiempos de crisis. durante
la celebración de la eucaristía en una
barraca de un pueblo de latinoamérica,
ante hombres de los que no sabía si a lo
mejor al día siguiente serían arrestados
por una revolución, dijo una frase
que repitió al año siguiente, 1970, en
alemania, con motivo del Katolikentag:
“Sigo manteniendo enteramente hoy
todavía lo que dije entonces: ‘tan cerca
de nosotros no había estado el Señor
acaso nunca, ya que nunca habíamos
estado tan inseguros’”.
Veinte años después de su muerte,
ocurrida el 5 de febrero de 1991, el
nuevo general de los jesuitas, Adolfo
Nicolás, pide en una carta a sus
súbditos fidelidad al espíritu misionero
N O T A S
1. El padre O’Keefe ha revelado que el autor de
este discurso tan crítico era de un jesuita, el padre Paolo Dezza, representate del ala conservadora y que sería luego nombrado delegado del Papa
en la Compañía.
2. La biografía oficiosa de Juan Pablo II original
de G. Weigel, Testigo de la esperanza, cita como
razones de estas intervenciones en política, la de
Fernando Cardenal en el Gobierno nicaragüense
(fue separado de la Compañía y reintegrado
una vez dejó de ser ministro); o de Robert Drinan,
diputado por Massachusetts, políticamente proabortista; la crítica a decisiones jerárquicas;
la reducción del número de jesuitas (un fenómeno
común con otras órdenes religiosas y el clero
secular). (G. Weigel, págs. 574-575).
Arrupe con el autor de este Pliego (1972)
del padre arrupe: “desapego total,
inmersión total y total colaboración”,
que equivale a disponibilidad
universalista, inculturación desde
el diálogo y espíritu comunitario en
colaboración con todos. “al rememorar
al padre arrupe, recordamos todo
aquello que lo hizo tan semejante al
padre ignacio”, reconoce abiertamente
Nicolás. Hoy arrupe sigue vivo y es
un referente eclesial para la iglesia
del futuro, patrimonio no solo de los
jesuitas, sino de todos los hombres de
buena voluntad.
a ignacio de loyola el portero de
Montserrat le definió como “cojo,
bajo, pero loco por Cristo”. Mucho de
enamorado y algo de loco a lo divino
tuvo también Pedro arrupe. el fundador
de la teología de la liberación, hoy
dominico, Gustavo Gutiérrez, lo
señala como “uno de los hombres más
importantes de la iglesia del siglo XX” y
que, “según la bella expresión de Juan
XXIII, supo mirar lejos”. el padre Darío
Pedroso, en el prólogo a la última y más
reciente edición portuguesa de mi libro,
se pregunta si no habrá llegado la hora
de incoar el proceso de canonización de
“este sacerdote seducido por Jesús, que
vivió para él, para la Compañía, para
la iglesia, de un modo admirable, con
una entrega total y desde una oblación
continua y generosa hasta el holocausto
martirial de sus últimos años,
sumergidos en grandes sufrimientos
y en comunión con Jesús crucificado”.
Posiblemente, todos estos hechos estén
aún muy cerca, y los jesuitas, curtidos
por una compleja historia y un abultado
santoral, no busquen precisamente un
“santo súbito”, sino un interpelante
ejemplo vivo, y prefieran dar tiempo al
tiempo. Y es que no por no ocupar una
hornacina, Pedro arrupe ha dejado de
entusiasmar e iluminar. VNC
http://www.usbbog.edu.co/jornadas_teologicas/
La obra de madurez investigativa del padre Gustavo Baena, ¡Espérala!
FUNDACIÓN
Editores Verbo Divino
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