Del realismo poético al esperpento: El cine criminal

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Del realismo poético al esperpento: El cine criminal español
en exclusiva para La Camarilla, por don venerando
Seguramente el noir a la española sea el único género nacido de un ataque de cuernos. Hay
precedentes ilustres, pero la partida de nacimiento del policial de por acá está firmada la primera
semana de diciembre de 1950, cuando se estrenan en Barcelona, casi simultáneamente, Brigada
criminal (Ignacio F. Iquino, 1950) y Apartado de Correos 1001 (Julio Salvador, 1950).
Los precedentes a los que aludo son los seriales rodados en Barcelona hace ahora casi cien años:
con sus villanos encapuchados y sus herederas en apuros y, sobre todo, una serie de películas
facturadas en los años cuarenta por admiradores del sainete y de las novelas de Simenon. Películas
ambientadas en el Madrid castizo -El crimen de la calle de Bordadores (Edgar Neville, 1946) y
María Fernanda la jerezana (Enrique Herreros, 1948)- o en ciudades portuarias que remiten al
universo fatalista de Marcel Carné y Julien Duvivier -Barrio (Ladislao Vajda, 1947) y La calle sin
sol (Rafael Gil, 1948)-. Crímenes cinematográficos de pregón de ciego o de novela popular, para
entendernos.
Emisora Films, la compañía de la que Iquino es el puntal creativo y su cuñado Francisco Ariza,
gestor, da soporte a la frenética actividad del primero desde febrero de 1943. Han hecho un buen
puñado de comedias con incrustaciones musicales, pero también ha habido melodramas, películas
históricas y algún policial. No importa mucho, siempre que se produzcan a buen ritmo y con un
presupuesto ínfimo, porque cuentan con un acuerdo de distribución con la filial de la 20th Century
Fox, Hispano Foxfilm, lo que les permite realizar un pingüe negocio a costa de los permisos de
importación obtenidos con sus producciones. En Emisora hay un plantel fijo de escritores, técnicos
e intérpretes a bajo coste gracias a los contratos continuados. Salvando las distancias transatlánticas,
Emisora es una factoría según el modelo de las productoras del Callejón de la Pobreza de
Hollywood.
El proyecto de una película de corte policíaco rodada a pie de calle lleva ya un tiempo dando
vueltas por Emisora. Pero al bueno de Iquino le gusta más la hermana adolescente de su señora que
su señora y en 1948 tiene que abandonar la empresa con lo puesto. El resultado es que la película se
rueda por duplicado. Ariza da la oportunidad de dirigir Apartado de Correos 1001 al guionista de
plantilla Julio Salvador y se encuentra, de rebote, con una pareja de intérpretes que hará fortuna en
el cine de la época: Conrado San Martín y Elena Espejo. Entre tanto, Iquino, a medio acondicionar
su propio estudio en Barcelona, se desplaza a Madrid para rodar Brigada criminal.
Las dos cintas son lo que los sajones llaman procedurals, películas dedicadas a describir los
procedimientos policiales. Por mucho eco que la prensa se hiciera del sello “neorrealista” de ambas
propuestas argumentalmente la mirada estaba puesta en policiales americanos tipo G-Men (Contra
el imperio del crimen, William Keighley, 1935) o La ciudad desnuda (Naked City, Jules Dassin,
1948). La fascinación de la cultura popular por “lo norteamericano” como epítome de modernidad
ha sido muy bien analizada por Pedro Porcel en Tragados por el abismo: “Lo urbano, la acción, la
violencia, el sexo en tímidas dosis permitidas, las altas finanzas, los chantajes, la corrupción, la
escenografía de los peligros del progreso: todo un confuso batiburrillo de ideas e imágenes que
definen de nuevo al género”1.
Se evidencia aquí, más que en ningún otro lugar, el trasvase entre los distintos medios. Del cine a la
novela de kiosco, de aquí, al tebeo, y de vuelta al cine, como veremos en el caso atípico de No
dispares contra mí (José María Nunes, 1962). Un buen ejemplo de todo ello es la llegada a los
1 Pedro Porcel: Tragados por el abismo: La historieta de aventuras en España . Valencia, Edicions de Ponent, 2010. p. 236.
1
kioscos españoles en 1950 de una colección de bolsilibros de la Editorial Rollán, centrados en las
aventuras de los agentes del FBI norteamericano. Dirige la colección Alf Manz, en realidad Alfonso
Rubio Manzanares Muñoz, nacido en Ciudad Real en 1922 y fallecido en Madrid en 1989. Antes de
dedicarse a la novela policíaca, fue boxeador aficionado y actor ocasional. Además del director son
varios los autores que americanizan sus nombres: Octavio Cortés Faure, el más veterano del grupo,
firma O. C. Tavin, o sea, Octavín. Juan Benito Alarcón lleva por alias Alar Benet, Federico
Mediante se hace llamar Fred Baxter, Luis Rodríguez Aroca se sajoniza en Lewis Haroc y Eduardo
de Guzmán, firma como Edward Goodman o Eddy Thorny. Éste último afirmaba con toda
contundencia y bastante impropiedad que tales novelas habían inaugurado en España el género
negro. A la colección de Rollán se añaden en rápida sucesión “Brigada Secreta” de Toray o
“Servicio Secreto” de Bruguera. Con guión de Federico Mediante y dibujos de Luis Bermejo llegan
a las manos de los chicos de la España de los cincuenta los cuadernillos de historietas titulados
“Aventuras del FBI”. La diferencia entre la literatura de kiosco y el cine es que, con los mismos
mimbres, el Federal Bureau of Investigation se convierte en la Brigada de Investigación Criminal y
los míticos coliseos de la calle neoyorquina 42 devienen teatritos de revista del Paralelo.
Alf Manz escribe sin ningún pudor: ”Mis conocimientos del hampa neoyorquina, del valor heroico
de los agentes del F.B.I. y de la pasión amorosa, han creado mi novela más interesante y emotiva:
La hora gris”. Y en la nota previa al lector de Entre rejas moraliza: “Si presento la ruindad, la
venganza y el odio, es para que, al contraste, resalten mucho más la nobleza, la generosidad y la
pureza de espíritu. ¡Admiración a los desinteresados servidores de la ley! ¡Desprecio y maldición
para los encenagados del Mal!”.
Las soflamas que se lanzan desde los pórticos de las películas de Iquino y Emisora van en la misma
dirección: pura exploitation con la excusa de la glorificación de las fuerzas del orden. Es por ello
que los estudiosos del tema han coincidido en la imposibilidad de un genuino noir a la española
dadas las circunstancias de censura, falta de libertad y obligada apología del orden en las que
fermenta el género. Recojamos, entonces, la taxonomía propuesta por Ramón Espelt, para
caracterizar las películas que componen el ciclo propuesto, aquéllas cuyo asunto contemple “el
hecho delictivo contemporáneo y la tensión que se deriva de la existencia de fuerzas enfrentadas a
uno y y otro lado de la frontera (muchas veces discutible) de la ley y el orden vigentes”2.
Brigada criminal y Apartado de Correos 1001 se estrenan con sólo dos días de diferencia. Ha
habido una competencia entre los dos cuñados enemistados y antiguos socios por llegar con un
mismo tratamiento y parecido tema a las salas de cine. Las dos películas se apoyan en una locución
entre lo forense y lo propagandístico. Ambas muestran los antecedentes del caso a base de
flashbacks. Las dos están rodadas a pie de calle. En ambos casos el protagonista es un joven policía
inexperto pero lleno de ganas - José Suárez y Conrado San Martín- que se pone bajo la tutela de un
veterano que se las sabe todas. A partir de ahí el espectador tiene un punto de identificación para
familiarizarse con los procedimientos policiales a la española.
Si Apartado de Correos 1001 se retrasa levemente en su presentación pública -Antonio IsasiIsasmendi, su montador, asegura que la compaginación se hizo en un voleo y que Emisora obtuvo el
permiso ocho días antes que su competidora- en el ineludible panegírico iniciar no deja de reclamar
su pionerismo: “Emisora Films, siempre a la vanguardia del cine nacional, ha querido realizar una
película distinta a las demás. Una película que incorpora por primera vez en nuestras pantallas el
sentido realista de la actualidad más palpitante. (…) Es la historia silenciosa y abnegada de unos
hombres que por vocación y honradez arriesgan su vida con el único objeto de defender a la
sociedad de todos aquellos que intentan perturbarla”.
Brigada criminal se basa en un una idea de José Santugini, adaptada por Juan Lladó y Manuel
2 Ramón Espelt: Ficció criminal a Barcelona (1950-1963). Barcelona, Laertes, 1998. p. 10.
2
Bengoa. En los títulos de crédito figura como asesor Arturo Roselló, de la Dirección General de
Seguridad. El argumento sigue la peripecia de Fernando Olmos (José Suárez), un agente recién
egresado de la academia de policía, que asiste como testigo casual a un asalto a un banco. El
inspector Lérida (Manuel Gas), su mentor, es el prototipo del policía avezado y un poco escéptico
cuya abnegada esposa le espera en casa con la cena recalentada. La misión oficial encomendada a
Fernando es vigilar al empleado de un garaje que está distrayendo dinero de la caja. Pero quiere la
casualidad que por allí mismo realice sus trapicheos automovilísticos Óscar (Alfonso Estela), jefe
de la banda que ha perpetrado el atraco. Siempre a su vera, el sicario Mario (Barta Barri). Fernando
se ofrece a trabajar para ellos a fin de infiltrarse en el grupo. Para probarle, los malhechores le
encomiendan viajar a Barcelona en un coche robado y apiolar a Celia Albéniz (Soledad Lence), una
bailarina que ha sido novia de uno de la banda y ahora le amenaza con una denuncia si no los
abandona.
Hasta aquí voy a contar. Basta para que se hagan ustedes una idea de por donde van los tiros. La
figura del policía infiltrado en el cine de gángsteres -Edward G. Robinson en Bullets or Ballots
(Balas o votos, William Keighley, 1936), por ejemplo- o en el noir más psicótico -Edmond O'Brien
en White Heat (Al rojo vivo, Raoul Walsh, 1949)- siempre ha dado lugar al desvelamiento de
ambigüedades morales. El policía de turno será seducido por la novia del capo y no sabrá resistirse
a la atracción del lujo y el dinero fácil. Por supuesto, esto no ocurre en la España de 1950. Aquí el
héroe es de una rectitud inequívoca, lo que le aproxima más al protagonista de un serial, donde
cualquier ambivalencia es proscrita pues deriva en complejidades psicológicas que retardan la
acción.
El rótulo inicial no puede dejar más clara -¿de cara al público? ¿a la Censura?- la plantilla con la
que hay que leer la obra: “Esta película es un homenaje a la abnegación y heroísmo de los
funcionarios de la policía española que, sin grandes alardes técnicos, y contando con el factor
“hombre” como máximo valor, está considerada como una de las mejores del mundo”.
Evidentemente, hay un abismo entre los departamentos de identificación de huellas que se nos
muestran en las películas del FBI y el modesto archivo de impresiones digitales de las Brigada de
Investigación Criminal. Iquino aprovecha cualquier ocasión para subrayar el “mensaje” que la
Administración quiere escuchar. Fernando habrá de visitar al inspector Lérida no en su oficina sino
en la Academia de la Policía Armada, donde asiste al adiestramiento de perros policías. Una vez
más la voz en off parece extraída del No-Do: Lérida se encuentra allí “comprobando los enormes
progresos conseguidos en tan poco tiempo”.
Sin embargo, la fuerza de la película de Iquino no reside en las circunstancias argumentales sino en
su uso sistemático de la cámara en mano, algo perfectamente anómalo en la estricta dramaturgia del
cine español de su tiempo. Pablo Ripoll, colaborador de estas primeras producciones de Iquino en
su etapa post-Emisora, recurre a contrapicados enfáticos, a objetos interpuestos y prescinde en
exteriores de la iluminación con resultados desiguales pero siempre novedosos. La película está
rodada desde el interior de los automóviles en marcha, con la cámara oculta en el interior de un
quiosco de bebidas, sorprendiendo a los actores entre la gente de la calle desde la boca del metro o
la ventana de algún piso próximo a la acción.
Justamente célebre es la persecución final en el edificio en construcción, un tour de force de diez
minutos de duración en el que predomina la acción y los escasos diálogos tienen una función
meramente utilitaria. La crudeza de la luz natural, las panorámicas que relacionan a perseguidos y
perseguidores y la contundencia de las ráfagas de ametralladora, muestran a un Iquino plenamente
convencido del camino emprendido, aunque su filmografía posterior siguiera por otros derroteros.
El asesinato de un joven en plena Vía Layetana pone en marcha el dispositivo policial de Apartado
de Correos 1001. También aquí hay un policía novato, Miguel (Conrado San Martín), y un
3
inspector veterano (Manuel de Juan). El registro de la habitación del fallecido les conduce a un
anuncio publicado en “La Vanguardia” donde se cita como dirección de contacto el apartado de
correos 1001. Siguiendo esta pista dan con Carmen (Elena Espejo), jugadora de pelota profesional y
correo de los misteriosos mensajes. Finalmente, será un empleado de Correos (Tomás Blanco)
conchabado con los delincuentes quien les conduzca hasta el asesino del joven, complicado en un
asunto de tráfico de estupefacientes. La policía le pone cerco en las Atracciones Apolo, donde se
produce el enfrentamiento final. Este complejo recreativo se inauguró en el Paralelo barcelonés allá
por 1935 y permaneció en activo hasta finales de los años sesenta, cuando el local se transformó en
una sala de juegos recreativos. Tomaron entonces los juegos electrónicos el lugar que hasta entonces
habían ocupado el Río Misterioso, la Ciudad Encantada, el tiovivo, la Casa de la Risa y la
Autogruta. En las Atracciones Apolo se dan la mano lo siniestro y lo ridículo: las calaveras que nos
invitan a ingresar en el reino de la muerte, las puertas que conducen al laberinto sin salida, las
pasarelas que hacen que el mundo a nuestro alrededor se tambalee... No se pretende ocultar la deuda
de esta escena con The Lady from Shanghai (La dama de Shanghai, Orson Welles, 1947), que se
había estrenado en Barcelona en octubre de 1948. Pero el barroquismo visual de Welles deriva en
manos de Julio Salvador en una escena grotesca, lo que, en lugar de aliviar la tensión, la
incrementa. El tiroteo en la Casa de la Risa se resuelve con una imagen memorable y sólo la
actuación envarada del inexperto Conrado San Martín resta coherencia al conjunto.
El interrogatorio de los testigos, las largas sesiones de vigilancia a sospechosos, la visita al diario
para localizar el anuncio recortado... Todo tiene en Apartado de Correos 1001 un tono más directo,
menos dramatizado, que la película de Iquino. Julio Salvador aprueba con nota en su segundo título
como director. El éxito de la película propició que Emisora se embarcase de inmediato en el rodaje
de otro policial, esta vez de corte psicológico, Duda (Julio Salvador, 1951), en el que repitió
prácticamente todo el equipo.
También Iquino exprimió el filón. Su producción Los agentes del Quinto Grupo (Ricardo Gascón,
1954) reincide en el procedimental salpimentado con loas a las fuerzas de orden público. Ángel
Comas cifra en 24 las producciones criminales de Iquino, de las cuales 5 fueron firmadas
directamente por él3. Del resto, sabemos que la supervisión de guiones, copiones diarios y montaje,
era férrea por su parte. Veinte años después encomendó a Juan Bosch la dirección de un remake
apócrifo de Brigada criminal titulado Investigación criminal (Juan Bosch, 1970), cuyo libreto
aparece firmado por Iquino y una tal Jackie Kelly, que no era otra que su compañera.
Las sombras de La casa de la calle 92 (The House on 92nd Street, Henry Hathaway, 1945) y Street
With No Name (La calle sin nombre, William Keighley, 1948) planean sobre las recensiones de los
dos títulos inaugurales de esta corriente. No sólo por retratar investigaciones policiales sino, sobre
todo, por su empeño en sacar la cámara a la calle, en un alarde que poco tiene que ver con el
Neorrealismo pero que en España se asocia a este movimiento tan prestigioso internacionalmente
como desconocido. Años más tarde 091, policía al habla (José María Forqué, 1959) se apuntaría a
la moda de las películas episódicas -que no de sketchs- con una aproximación bastante más
costumbrista al trabajo de la policía. También aquí hay una persecución final a tiros por el
aeropuerto de Barajas, pero López Vázquez siempre decía que él no sabía qué hacer con un subfusil
ametrallador en las manos.
La concepción de Relato policíaco (Antonio Isasi-Isasmendi, 1954) está más próxima al
amateurismo que a la industria. Isasi lleva varios años trabajando como montador para Emisora,
pero ha comprado una cámara y en sus ratos libres concibe una película que pueda hacer con un
grupo de amigos. Se trasladan para ello a las cercanías de Tortosa, en el delta del Ebro, y ruedan con
la cámara de cuerda de Isasi, negativo adquirido de estraperlo y una motocicleta como medio de
transporte para todo el equipo.
3 Ángel Comas: Ignacio F. Iquino, hombre de cine. Barcelona, Laertes, 2003.
4
La historia arranca con un cadáver rescatado del río. Es el de un tal Jacques, que el juez de
instrucción descubre que se había detenido con una mujer en una masía cercana para arreglar su
coche. Siguiendo a la mujer dan con Tomás, el hijo de Anselmo, que ha tenido participación en un
asunto relacionado con el contrabando de automóviles. Tomás huye por el río. ¿Es lícito que el
agente que le sigue dispare contra él?
El mediometraje lleva un par de años enlatado. Isasi encuentra trabajo como montador con la
familia Balcázar, peleteros reconvertidos en productores cinematográficos, que han probado (mala)
suerte en 1951 con un drama histórico Catalina de Inglaterra (Arturo Ruiz Castillo, 1951). Su
siguiente intento sigue la senda de la comercialidad manifiesta. Se trata de una comedia de ambiente
futbolístico titulada Once pares de botas (Rovira Beleta, 1954). Durante el montaje de esta cinta, en
la sala de proyección de Warner Española, Isasi les propone a los Balcázar rodar otro episodio y
unas escenas de engarce y estrenarlo como un largomtraje. Los peleteros ofrecen una cantidad
irrisoria por todo, pero Isasi está ansioso por debutar como director. El segundo episodio también
girará en torno a la utilización de las armas de fuego por parte de los agentes del orden.
-Disparar es sencillo -afirma el comisario Nogués (Conrado San Martín)-. El cuándo y el cómo es lo
que importa.
Y es que, para hilvanar las dos historias, el director le ha pedido una jornada de favor a Conrado
San Martín, a cuyo lanzamiento ha contribuido como guionista de Apartado de Correos 1001. Se
encierran en unas dependencias de la Universidad de Barcelona y en 24 horas ininterrumpidas
(según el actor) o 36 (según el director) se ruedan las secuencias de la entrega de diplomas a los
nuevos agentes y la charla ejemplarizante que da pie a la inserción de los dos episodios
independientes.
Este “más difícil todavía” de planificación y montaje suele centrar todas las incursiones en el
anecdotario de la película. Los productores hicieron de las carencias virtud y se apuntaron a la
“escuela verista” para justificar la utilización de intérpretes aficionados y escenarios naturales. Lo
cierto es que Isasi da muestras de una gran sabiduría cinematográfica y el conjunto no delata sus
carencias aunque sí, claro, sus costuras.
En el apartado fotográfico figuran juntos los hermanos Gutiérrez Larraya. Aurelio, el menor, lleva la
cámara y será responsable de la fotografía de varias películas de nuestro ciclo de principios de los
años sesenta. Federico, que se encarga de la iluminación en ésta, ya había participado en Apartado
de Correos 1001. Este mismo año fotografía también El fugitivo de Amberes (Miguel Iglesias,
1955).
Aunque la producción de El fugitivo de Amberes figura a nombre de la firma española PECSA
Films, según revela Ramón Espelt en su estudio “Ficció criminal a Barcelona 1950-1963” la
financiación del proyecto fue bastante más complicada. El dinero provendría de un industrial
mallorquín encaprichado de la actriz Amelia de Castro, en tanto que el francés Georges de
Beauregard habría intervenido en la elaboración del reparto –lo que explica la presencia al frente
del mismo del suizo Howard Vernon y la francesa Anouk Ferjac-, el rodaje en los Países Bajos y
Francia y el estreno en estos países. El guión corre a cargo del director y de Juan Bosch, que entra
así en contacto con Enrique Esteban. Ambos nombres aparecerán de nuevo en esta crónica.
Bell Fermer (Howard Vernon) ha robado en París el famoso diamante Woolsey de la princesa
Ahmaru. Álex (Luis Induni), un perista residente en Amberes, se ofrece a comprarlo, pero descubre
in extremis que Fermer ha pegado el cambiazo y pretende colarle una falsificación. La banda de
Álex persigue a Fermer, que consigue escapar con rumbo a Barcelona en el barco de Max (Joan
Capri). En la Ciudad Condal su contacto es Montes (Alfonso Estela), propietario del Baile y las
Atracciones Apolo, rebautizadas para la ocasión como “La Bola de Oro”.
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Durante una redada en busca del asesino de un joyero asesinado, el comisario (de nuevo Manuel
Gas) detiene a Fermer. El joven inspector Jordán (José Marco) entra entonces en contacto con la
representante de la aseguradora del diamante, Gisele (Anouk Ferjac). Al salir de la comisaría
Fermer se reúne de nuevo con Montes y éste le propone asociarse.
Si las locaciones en París y Amberes no ahorran las vistas de lugares emblemáticos, Barcelona no
les queda a la zaga. El Barrio Chino, el Tibidabo, el cine Kursaal y la torre del funicular del puerto
son escenarios privilegiados de la acción. Los decorados se construyeron en los estudios Orphea de
Montjuich. Hay aquí una serie de sótanos donde se desarrolla buena parte de la acción y que dan
paso a las Atracciones Apolo, ya conocidas del clímax de Apartado de Correos 1001. A través de la
Autogruta se accede a un taller secreto donde se tallan las joyas robadas, con una iconografía que no
deja de recordarnos a La torre de los siete jorobados (1944), de Edgar Neville.
Montes pone también como cebo a la bella cantante Carmen (Amelia de Castro). En la torre de
Jaume I le confiesa que tiene el brillante y le propone huir juntos. Carmen, que está haciendo un
doble juego, informa a Montes, que envía a un sicario para que se cargue a Fermer. La trama
continúa enrevesándose más y más hasta que tiene lugar la persecución por la Autogruta, en cuyo
túnel Álex da caza a Fermer, cuajando una secuencia de voluntarioso expresionismo.
La campaña de lanzamiento consistió en insertar sueltos en los que se daba cuenta del argumento
como si de la noticia de un auténtico robo se tratara. En “El Mundo Deportivo” del 30 de julio de
1955 –dos días antes del estreno barcelonés- se menciona la fuga de Amberes de un conocido ladrón
internacional que podría haber escapado en un barco con rumbo a Barcelona. Y así.
En “La Vanguardia” del 2 de agosto del mismo año, se alaba la pericia técnica del director y el
operador pero se reprocha a la película la falta de rigor en la construcción. “Se inspira en motivos
no ya literarios, sino simplemente cinematográficos jubilados ya; se aprecia en ella un indefinible
aire de falta de autenticidad y, en suma, la aventura que cuenta se desvanece en. una pura sucesión
de episodios más o menos agitados, más o menos tenebrosos, más o menos artificiales, donde no se
halla ni la pequeña novedad de una idea distinta ni ese precioso toque humano que puede valorar,
y de hecho valora muchas veces, las historias de más corta raíz”.
Acaso por ello las gacetillas de la siguiente película del mismo equipo, El cerco (Miguel Iglesias,
1955), subrayan que ésta discurre “por una vertiente distinta a la de las muestras más conocidas
del mismo estilo, pues trama novelesca y convencional de aquéllas, ha sido substituida por la
repercusión humana de la anécdota verista”. La acción de El cerco ficcionaliza al modo criminal
-digámoslo así- algunos hechos protagonizados realmente por el maquis, con el grupo de Quico
Sabaté a la cabeza. Las acciones anarquistas, brutalmente reprimidas y que culminaron en
Barcelona con tiroteos en plena calle, llegaban a las secciones de sucesos de los periódicos
convenientemente podadas de cualquier matiz político. A pesar de ello, la crítica cinematográfica
insistía en lo ajeno de aquellas ficciones. Méndez Leite padre propugna que a pesar “de la buena
voluntad del realizador, sólo ha podido crear personajes falsos, de reacciones que nos recuerdan a
los auténticos gángsteres de Chicago”.
Como el prolífico Iquino tenía su estudio allí cerca no es raro que las Atracciones Apolo figuraran
en varias de sus producciones. Tal es el caso de Camino cortado (Ignacio F. Iquino, 1955). Cecilia,
la cantante y bailarina encarnada por la exótica Laya Raki trabaja en uno de estos clubes. Entre sus
admiradores, marineros y paletos. Miguel (Armando Moreno) los mira con desprecio, apoyado en
una columna, pero es a su vez observado desde una mesa en penumbra por Juan (Viktor Staal).
Relegado a un desenfocado segundo plano, el joven Antonio (Juan Albert) se acerca a la mesa
únicamente cuando ya los otros dos han intercambiado puyas. Así han quedado establecidas
visualmente las relaciones entre los cuatro personajes principales de un plan criminal para atracar al
tío de Antonio y cruzar la frontera.
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Iquino demuestra una vez más su solvencia técnica en el desglose de la escena del ascensor, cuando
el portero sospecha de la presencia de extraños. El ruido del motor y el silbido de una melodía por
parte de Juan sirven de contrapunto a una escena rodada a base de primeros planos e insertos que
incrementan la tensión para dejar la resolución fuera de campo. También el atraco al tío de Antonio
tiene lugar en off, mientras Cecilia espera en el coche robado.
Ya tenemos a los cuatro fugitivos dispuestos a alcanzar la frontera e instalarse en la Costa Azul,
“donde las chicas van a la playa en bikini”. Sin embargo, los obstáculos se van acumulando a lo
largo del camino. Se cruzan con una comitiva oficial.
-Debe ser un pez gordo.
-Con un poco de suerte asistiremos a una inauguración de esas con música y todo.
Iquino se la juega porque en cualquier cine que se proyecte la película irá precedida por un No-Do
en el que se glosarán con prosa encendida las excelencias del sistema nacional de embalses que,
combinados con piadosas novenas, habrán de convertir el estéril suelo de la España más
desfavorecida en feraz vergel al tiempo que proporcionan energía para la creciente actividad
industrial. Los habitantes de los pueblos anegados siempre tienen la opción de emigrar a la ciudad a
nutrir las filas de los trabajadores -”productores” en el argot del Régimen- no especializados. Sus
hijos serán en un par de años los protagonistas de Juventud a la intemperie o Los atracadores.
Pero es que en este caso el guión no ha salido del taller de libretos de Iquino sino que ha sido
adquirido a dos muchachos madrileños con inquietudes teatrales y sociales: José Luis Dibildos y
Alfonso Paso. El primero se convertirá en el productor por excelencia de la “comedia desarrollista”
tras su estancia de un año en la factoría de Iquino y el segundo será en los sesenta fértil
comediógrafo de consumo. Ambos abandonarán en breve el camino marcado por su guión para
Sierra Maldita (Antonio del Amo, 1954) con la que Camino cortado comparte pasiones
desbordadas en un marco geográfico determinante de la acción.
La comitiva va, efectivamente, a inaugurar un nuevo embalse. Los criminales se meten en este
callejón sin salida. Los dos machos luchan por la hembra y Antonio con su sentido de culpa. La
llegada de una pareja de la guardia civil, con la muerte de uno de ellos y el cerco al que les somete
el otro, malherido, otorga a la película aire de western. Salvando las distancias, a uno le recuerda
algunos policiales de Walsh y, en concreto, High Sierra (El último refugio, Raoul Walsh, 1941).
Claro que lo que en ésta es desarrollo consecuente de una línea narrativa limpia y bien delineada, es
en la cinta de Iquino búsqueda evidente de resonancias míticas con el plano explícito de las
muñecas esposadas de los amantes arrepentidos y la sobreimpresión de las aguas desbordadas sobre
el pueblo abandonado.
Entrevistado a pie de obra durante la postproducción de Distrito Quinto (Julio Coll, 1956), Coll,
que ha sido crítico teatral en la revista “Destino” durante un buen puñado de años y ha participado
en algunos guiones, entre ellos el seminal de Apartado de Correos 1001, responde a la pregunta
sobre su interés por los “bajos fondos”. “Porque en ellos -responde Coll- he encontrado unos tipos,
que al mismo tiempo que son vehículo para darle amenidad a la anécdota, con su agudeza para
mentir, me han permitido dar cuenta de la facilidad con que se nos puede engañar en la vida en
todos los terrenos”. No estamos pues lejos de Gorky y de su adaptación por parte de Jean Renoir,
por mucho que no sea ésta referencia habitual a la hora de enjuiciar la película. La misma miseria,
idénticos sueños rotos.
Para su primera producción con la marca Juro Films, Coll adapta libremente una obra teatral de José
María Espinas titulada “Es peligroso hacer esperar”. En lugar de “airearla”, que es lo que
tradicionalmente se hace con cuanta comedia y drama de ponen a tiro del adaptador, Coll opta
sabiamente por circunscribir la acción al piso, jugando con el ritmo obsesivo de los relojes hasta
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crear una pieza claustrofóbica y enfermiza. El exterior, las calles del Distrito Quinto del título,
apenas se vislumbran desde una terraza donde David “El Bobo” (Jesús Colomer) cría palomas, eco
incuestionable de On the Waterfront (La ley del silencio, Elia Kazan, 1954). El piso de Miguel
(Pedro de Córdoba) y Tina (Linda Chacón), punto de reunión de cinco atracadores que acaban de
perpetrar un robo en una fábrica, no deja de ser trasunto del clima que se respiraba en España en
aquellos momentos. O así, al menos, es dable interpretarlo ahora. Los censores coincidieron con
estas apreciaciones pero no les satisficieron demasiado. Uno de ellos escribió que el guión eran
“noventa minutos metidos en un ambiente de asfixia moral, entre tipos humanos repulsivos, en un
medio cinematográficamente desagradable”.
Tales admoniciones llevaron a Coll a realizar varias supresiones y a introducir una cartela en el que
se avisa al espectador de que sólo la Conciencia y la Religión pueden salvar al hombre del crimen.
Mientras esperan la llegada del jefe de la banda (Alberto Closas) empiezan a aflorar los temores y
esperanzas de cada uno de los delincuentes. En todas sus escenas Closas manda. Había llegado de
Buenos Aires, donde su familia se exilió siendo él apenas un mozalbete, pisando firme en el teatro.
Para enfrentarse a él, Julio Coll llama a un actor al que ha visto también desenvolverse en el
escenario, como galán joven en la compañía de Conchita Montes. No tiene tablas cinematográficas,
es asturiano y se llama Arturo Fernández. “Julio Coll era un hombre con una visión... Se adelantó,
en forma de dirección, en todo... Era un hombre muy meticuloso. Estéticamente: los encuadres,
todo, los actores. Ensayabas hasta la saciedad y, qué duda cabe, eso lo agradecía”.
Si la fotografía y el montaje son elementos claves en la construcción de una pieza de género, la
definición ambiental viene dada casi siempre por la música. También en esto el criminal barcelonés
ostenta signos distintivos. El gerundense Xavier Montsalvatge, músico de formación clásica y
compañero de Coll en la revista “Destino”, proporciona una partitura sinfónica de resonancias
jazzísticas y se permite licencias populares, como la inclusión de una armónica. Para Un vaso de
whisky (Julio Coll, 1958) realizará arreglos y variaciones a partir de un tema de José Solá, lo que
provocará una polémica entre ambos. Lo cierto es que a partir de este momento, Solá “es”,
musicalmente, el género que nos ocupa. Suyas son las composiciones -desiguales a gusto de unopara las producciones de Germán Lorente: A sangre fría (Juan Bosch, 1959), Regresa un
desconocido (Juan Bosch, 1961) y No dispares contra mí, al tiempo que sigue colaborando con
Coll en películas con ribetes criminales pero ajenas a nuestra aproximación como Los cuervos (Julio
Coll, 1962) y La cuarta ventana (Julio Coll, 1963). Solá tiene una formación musical elemental,
pero su orquesta trabaja en los mejores locales nocturnos de Barcelona a mediados de los años
cincuenta. Solá acompaña en todo el ciclo a Arturo Fernández cuando éste asuma, ya trasladado a
Madrid, el papel de policía corrupto en El salario del crimen (Julio Buchs, 1964). Se trata de algo
totalmente insólito en el cine español hasta pocos años antes, cuando Berlanga certificaba que uno
de sus guiones había sido prohibido porque un número de la Benemérita marraba un tiro y los
censores arguyeron que no se podía poner en duda la puntería de la gloriosa Guardia Civil.
A sangre fría figura en los títulos de crédito de la copia disponible como “Trampa al amanecer”.
Se debe esta anomalía al estreno de la película de Richard Brooks con idéntico título español que
llevó a la distribuidora norteamericana a pedir, incluso, la destrucción de la cinta de Bosch. Por
suerte prevaleció el sentido común y hoy podemos disfrutar de una de las cintas más interesantes
del ciclo.
La película comienza con una espléndida obertura por una carretera de la que la cámara devora
kilómetros con el acompañamiento de un tema de corte jazzístico de José Solá. Luego veremos que
es la huida de los cuatro malhechores tras la muerte de Enrique (un Fernando Sancho en un
resgistro totalmente inesperado). La acción propiamente dicha de abre con planos de situación de un
barrio en el extrarradio barcelonés. Un autobús se detiene en lo que podría ser la última parada de
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su trayecto frente a un cine de barrio, acaso en implícita declaración de intenciones. Estos planos
sirven de prólogo a la presentación de Carlos (Larrañaga) y su novia María (María Mahor). Carlos
fuma indolente, tumbado en la cama, cuando recibe una llamada de Isabel (Gisia Paradís). María
muestra su desaprobación porque sabe el tipo de negocios que Carlos se trae con Enrique, el marido
de Isabel. Carlos es ambicioso: uno de los primeros frutos del éxodo del campo al extrarradio
barcelonés que anunciábamos al hablar de Camino cortado. Para empezar tiene una moto que es la
admiración de todos los chavales del bloque y que le permite desplazarse al centro de Barcelona:
una Barcelona de motocarros, vespas y biscuters en la que aún no ha hecho su aparición el
seiscientos.
Enrique es un toxicómano e Isabel una femme fatale en toda regla. Van a dar un golpe con un tal
Manuel (Arturo Fernández), recién regresado de Italia, en la fábrica que dejó Carlos. Se encuentran
con él en un frontón, local que junto con el canódromo, el parque de atracciones y los teatros de
variedades sirven de escenarios de ambiente turbio y al tiempo reconocible de muchas películas del
ciclo. El golpe, un herido, la huida. La investigación policial apenas interfiere: la confrontación de
unas fichas, el levantamiento de un cadáver...
The Asphalt Jungle (La jungla de asfalto, John Huston, 1950) y The Killing (Atraco perfecto,
Stanley Kubrick, 1956) son referencias perfectamente rastreables. La película puede parecer
mimética y, sin embargo, lleva a su terreno la plantilla norteamericana -herido durante el atraco,
huida, estación de servicio abandonada en la carretera camino de la frontera, tiroteos...- pero
también hace uso de esquemas del polar francés, aunque nunca alcance el grado de estilización de
las obras de Melville o la frialdad de José Giovanni.
Regresa un desconocido cuenta con un guión de Juan Bosch y Ángel G. Gauna -ayudante de
dirección en A sangre fría- sobre argumento del primero, que también dirige. Tiene todos los
elementos propios del filón que nos ocupa: producción de Este Films, rodaje en los estudios de
Iquino, fotografía de Aurelio G. Larraya, música de Solá -para la ocasión con una partitura
jazzística de influencias latinas-, e interpretaciones de Arturo Fernández, Carlos Mendy, Jorge
Rigaud y Luis Induni, todos ellos doblados. Las voces José María Oviés y de Miguel Ángel
Valdivieso contribuyen al matiz uniformador de la producción.
Comienza la película con una clásica -por no decir tópica- intriga. Una pandilla de tipos de la alta
sociedad y parásitos de la misma se embarca en una timba en la que Juan Valdés (Arturo Fernández)
acusa a Pardo, un vivalavirgen venezolano (un sorprendente Osinaga), de hacer trampas. En la pelea
que se genera a continuación Pardo resulta muerto accidentalmente. Valdés pretende entregarse a la
policía pero Ignacio (Jorge Rigaud) y sus invitados temen el escándalo. Proponen entonces recurrir
a un delincuente habitual, Mario (Rafael Navarro), que se hará cargo de hacer desaparecer el
cuerpo. Todo ocurre en casa de Laura (Edith Elmay), lo que proporciona la mínima trama amorosa
imprescindible en la historia. Pero ahora Valdés debe pagar un alto precio. Después de tres años en
la cárcel Ignacio le propone vengarse de Mario. Juan quiere volver a ver a Laura. Este segundo acto
es únicamente un ir y venir para el elaborado golpe final: el robo de las joyas y el dinero de una
transacción que Mario va a a realizar en un hotel, con la complicidad de Ignacio y de Andrés (Luis
Induni), su viejo compañero de prisión. El tiroteo en el sótano del hotel y la última escena en la
cabaña de la playa con Andrés malherido son dos de los momentos cumbres del tercer acto. La
cabaña de pescadores con las redes en primer término sirven expresivamente a la situación de los
personajes, igual que una escena nocturna anterior por callejuelas solitarias con farolas
tambaleantes.
Ignacio se confiesa con Juan: “Me asustaba tener que acabar mis días en los barrios bajos,
incomprendido, degradado entre entre gente sucia con mentalidad de ratero. Y ahora, sin embargo,
temo algo todavía peor: a mis años duele descubrir que lo que hemos ansiado como ideal no es
más que un espejismo”. La película finaliza con Juan caminando por la playa hacia la sirena del
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coche de policía en una imagen sólo empañada por la necesidad de subrayar el camino hacia la
regeneración.
El ambiente de alta sociedad y el tono crepuscular dictado por la edad de los personajes, la aleja de
los presupuestos veristas de la anterior obra de Bosch, embarcado en paralelo en una serie de
películas playeras -El último verano (Juan Bosch, 1961), Bahía de Palma (Juan Bosch, 1962)- que
marcan la pauta de futuras interpretaciones de Arturo Fernández.
Senda torcida (Antonio Santillán, 1963) es una debilidad personal. Su director, Antonio Santillán,
procede del doblaje y es todo un especialista en el género. A él se deben algunos títulos canónicos
para Iquino y otros que se salían de los cauces genéricos más trillados como El ojo de cristal
(Antonio Santillán, 1955), inopinada versión de un cuento de William Irish en el que Armando
Moreno hace el papel de un policía en crisis y el mexicano Carlos López Moctezuma de criminal,
pero cuya acción está llevada por unos niños aficionados a la investigación, según el patrón del
clásico “Emilio y los detectives”.
En Cita imposible (Antonio Santillán, 1959), situada en el ambiente teatral del Paralelo, se
inmortaliza la revista “Leyendas del Danubio”, que había sido un gran éxito de la compañía de Los
Vieneses. La Censura cinematográfica era bastante más estricta que la teatral así que los pudorosos
responsables de velar por la moral colectiva, decidieron que había que cortar un número completo
de Mercedes (Mercedes Monterry) y varios planos de las bailarinas que acompañaban al payaso
Juanón (Francisco Piquer). Éste, imitador de voces, tiene un importante papel en la alambicada
trama policíaca. Un abogado novato (Philippe Lemaire) y un inspector de policía (Arturo
Fernández), que además resultan ser primos, compiten por el amor de una guapa chica (Luz
Márquez) y por llevarse el gato al agua en la resolución del misterio.
Tras el incendio de los estudios Orphea, los primeros que habían servido para los rodajes sonoros en
España, algunos profesionales se asociaron en la Cooperativa Cinematográfica Constelación. Entre
ellos están Santillán y el operador Torres Garriga. Su primera producción es Trampa mortal
(Antonio Santillán, 1962), protagonizada por Marta Padován y Víctor Valverde. El guión se basa en
un argumento de José María Lliró, autor de novelas de a duro en Bruguera con el seudónimo de
Burton Hare y en la colección “BANG” de Ferma como Max Cameron.
El segundo intento de la cooperativa Constelación es la mentada Senda torcida, con guión original
del propio Santillán y de su colaborador habitual Enrique Josa. La partitura percusiva en su mayor
parte corre a cargo de Martínez Tudó, que también compone la banda sonora para Los atracadores
y la de estilo jazzístico para saxo, trompeta y caja tocada con escobillas de A tiro limpio.
La cinta arranca con una salida de una fábrica, como si volviéramos al universo primigenio de los
hermanos Lumière, trabajador en bicicleta incluido. Sin embargo, la tortilla no tarda un segundo en
voltearse: Rafael (Víctor Valverde) es un fugitivo de este mundo de horas extraordinarias y salarios
de miseria. Su novia, Marcela (Marta Padován), trabaja en una casa de modas. Se quejaba FernánGómez en otra película de tener toda “la vida por delante”, Rafael no está dispuesto a esperar. Roba
el arma a un sereno y comete un atraco. Entrega el fruto de su crimen a Marcela y queda con ella en
Barcelona. Pero cuando llega allí, la chica no se presenta. Traicionado, Rafael entra en contacto con
un curtido delincuente llamado Silvestre (Gerard Tichy) que le propone el asalto a una joyería. Su
tapadera es la pensión del “Abuelito” (un muy acertado Miguel Ligero, fuera de su registro de don
Hilarión), pero la policía está sobre su pista e intentan alcanzar la frontera.
La película propone un itinerario que va de Madrid a la frontera francesa y arranca y culmina en
sendas salas de cine, en un guiño de Santillán que es toda una declaración de principios. En el cine
de barrio que atraca Rafael en Madrid se proyecta Die bande des schreckens (La banda del terror,
Harald Reinl, 1960) y en el que se enfrentan finalmente con la policía Man in the Shadow (Sangre
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en el rancho, Jack Arnold, 1957). Esta trama itinerante otorga a la película una linealidad -y su
correlato en claridad expositiva- de la que carecía Trampa mortal. Los asesinatos brutales e
injustificados de Silvestre hacen recapacitar a Rafael. Sin embargo, no hay ocasión para la soflama
moralista. Después de haber plantado las correspondientes pistas sobre la responsabilidad de los
padres en el camino tomado por los hijos y presentarnos a un policía con un complejo de Edipo que
tira de espaladas, Senda torcida finaliza con una sequedad y una contundencia ejemplares.
La década de los cincuenta ha tocado a su fin. La eclosión del desarrollismo -vía consumo, binomio
turismo/emigración y política económica opusdeísta- hace saltar al centro del escenario a los
jóvenes. Juventud a la intemperie (Ignacio F. Iquino, 1961) comienza, nada menos, que con una cita
de José Antonio Primo de Rivera. Pero es que su guionista es el falangista Federico de Urrutia. El
asunto es exponer del modo más sensacionalista posible los vicios –básicamente gamberrismo,
alcohol, drogas, homosexualidad, proxenetismo y rock’n’roll- de la juventud contemporánea. Todo
ello se da cita en una cave barcelonesa con la actuación en el escenario del vasco José Luis Bolivar
y el holandés Tony Ronald, que por entonces se hacían llamar “Kroners Dúo”. Sigue así Iquino la
senda de otros reyes de la exploitation, Roger Corman.
El enrevesado argumento se ocupa de un asunto que Iquino ya había tratado como productor: el
gamberrismo. Esta vez el drama afecta a un inspector de Policía (Adriano Rimoldi), cuyo hijo
(Manuel Gil) es sospechoso de asesinato. Para resolver el asunto, el policía contará con la
colaboración de un camarada ex-legionario que argumenta que en los viejos tiempos –léase la
República- pudieron arreglar las cosas a tiros, pero ahora eso es imposible porque “el mundo está en
manos de cuatro científicos paranoicos”.
Algunos habituales de las producciones IFI, como Alady o Gustavo Re, de “Los Vieneses”, tienen
papeles que son poco más que figuraciones. La muy publicitada Rita Cadillac, nacida en París en
1936 con el nombre de Nicole Yasterbelsky, fue bailarina del Crazy Horse y apareció en una decena
de películas –casi siempre policíacas- entre mediados de los años cincuenta y principios de los
sesenta. Grabó también algunos discos con canciones de sugerentes títulos como “Ne comptez pas
sur moi (pour me montrer toute nue )” o “J'ai peur de coucher toute seule”. En esta película se
limita a cantar un chachachá en “La Barra Roja” y otra canción en francés en el garito de Mauricio
(el comediante Joan Capri, en un papel anómalo en su carrera).
Como Iquino era un lince para esto de las dobles versiones, la Cadillac tenía más papel en el
montaje para el extranjero, de ahí que algunas fuentes consignen 97 minutos de duración cuando la
copia española sólo alcanza los 87. Los números de estriptis se rodaron en la sala de fiestas que el
productor regentaba en Casteldefells. El propio Iquino explicaba así la operación: “Estaba en París
y en el Crazy Horse había una tipa que se llamaba Rita Cadillac. Maravillosa señora. La conocí
una noche, la metí en un coche, me la traje a Barcelona y a rodar. Empezamos sin pedir permiso.
Esta señora era una srtripteuse. En aquella época la gente se ponía muy nerviosa con el striptease. Hicimos una versión para el extranjero y, naturalmente, la vendimos a todo el mundo”.
El título inglés –The Unsatisfied- podría encajar en la versión española, pero el italiano –La regina
dello strip-tease- resulta incomprensible a la vista de la copia estrenada en el cine Fémina de
Barcelona en septiembre de 1961, donde apenas lucía la hermosa “carrocería” de la Cadillac.
Olvidemos el compromiso con la realidad de títulos como Rocco e i suoi fratelli (Rocco y sus
hermanos, Luchino Visconti, 1960). Aquí se trata de cine de género sin paliativos, filones que hay
que exprimir porque han producido un modesto retorno económico de la taquilla más allá del
sistema de licencias. Las aspiraciones, al menos por parte de los productores, son mínimas.
Si a algún título del ciclo se le pueden achacar pretensiones contrarias es a Los atracadores
(Francisco Rovira Beleta, 1961). Rovira Beleta se había acercado al género en varias ocasiones: en
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El expreso de Andalucía recrea aquel famoso suceso de la crónica negra española que culminó con
varias ejecuciones sumarísimas en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera; Altas variedades es
una película de ambiente circense, próxima en inspiración a Gun Crazy (El diablo de las armas,
Joseph H. Lewis, 1950).
Basada en una novela del escritor y policía Tomás Salvador, la película es un alegato, todo lo
suavizado que se quiera, contra la pena de muerte. La historia se estructura en una serie de
flashbacks divididos en tres capítulos: “Inquietud”, “Violencia” y “Muerte”. Finaliza -en este caso
no es necesario que uno mantenga la discreción porque figura en todas las historias del cine
español- con una ejecución en el garrote vil.
La trama se basa en hechos reales: una serie de atracos cometidos en Barcelona por una banda de
jóvenes atracadores. Carne de exploitation, aunque Rovira Beleta y su coguionista, Manuel María
Saló, se decantan por el apólogo moral como se puede constatar por la caracterización de los tres
protagonistas. “El Compare Cachas” (Julián Mateos): charnego, paria sin oficio ni beneficio,
fascinado por las armas y por el cine americano. “El Señorito” (Pierre Brice): estudiante de derecho,
hijo de un eminente abogado, influido por la lectura de Nietsche, que lidera el grupo en venganza
contra su propia clase, cuya hipocresía vive en el seno de su familia. Y “El Chico” (Manuel Gil):
trabajador, que aspira a un futuro mejor gracias al fútbol. Según nos informa al principio la
inevitable voz admonitoria de José María Oviés se trata de un día cualquiera en la vida de un
muchacho cualquiera. Los títulos aparecen sobre la carrera de Ramón “El Chico” por un suburbio
fabril y por el puerto de Barcelona. Una carrera que no conduce a ningún sitio.
Es el único que no se manchará las manos de sangre. Mientras él afronta una larga condena, “El
Señorito” muere durante uno de los atracos y “El Compare Cachas” se enfrenta a su ejecución.
Julián Mateos se lleva, como intérprete, la parte del león (ganó el premio de ese año del Sindicato
Nacional del Espectáculo). Si los comisarios solían recaer en Jorge Rigaud, los villanos en Barta
Barri y Luis Induni, los inevitables perdedores en Carlos Mendy o Fernando Sancho, a aquella
generación de los Conrado San Martín y los José Suárez, le sucede una de jóvenes desnortados a los
que se suman, como hemos ido viendo, Manuel Gil, Carlos Larrañaga, Víctor Valverde o Ángel
Aranda.
No dispares contra mí es una nueva producción de Germán Lorente y Enrique Esteban para Este
Film. La primera de una nueva etapa, según el pressbook de la película en el que se mencionan
expresamente The Killers (Forajidos, Robert Siodmak, 1945) y Naked City (La ciudad desnuda,
Jules Dassin, 1948). Para la ocasión la mirada esta puesta una vez más al otro lado de los Pirineos.
Lorente propone a Nunes realizar su particular À bout de souffle (Al final de la escapada, Jean-Luc
Godard, 1959). El dinero es escaso y el proyecto urge. Nunes, afincado en Barcelona pero oriundo
del Algarve, recurre a un contertulio de la pequeña colonia lusa en el bar “El Chipirón” del Paralelo,
donde también acude la pareja de intérpretes formada por Carlos Otero e Isabel de Castro. El tal
contertulio es Juan Gallardo Muñoz -en arte Curtis Garland, Donald Curtis y cien sobrenombres
más-, autor de novelas de a duro que escribe a razón de dos por semana; un día para idear el
argumento, otro para desarrollarlo y el tercer para rematar la obra. Con este ritmo de trabajo
siempre queda el domingo libre para el ocio. Es el caso que Gallardo se compromete a proporcionar
un argumento a Nunes y entre ambos pergeñan un guión que terminará firmando también el
productor por aquello de que la idea de hacer una película fue suya.
En sus memorias (Yo, Curtis Garland. Barcelona, Morsa, 2009) relata Gallardo como la precariedad
de la producción le proporcionó la ocasión de retornar a su viejo oficio de actor, al interpretar un
pequeño papel de juez con una bata que rescató de su viejo vestuario teatral. Además del argumento
y su participación en el guión, aportó presencia, vestuario y el bocadillo, porque ni para eso daba el
presupuesto.
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La escena en la que interviene es aquella en que los fugitivos David (Ángel Aranda) y Lucile
(Lucile Saint-Simon) se refugian en casa de un juez. Por lo demás, la película alterna la huida de
ambos de un comisario interpretado por Jorge Rigaud ,que sospecha de ellos como asesinos del
marido de ella, y de los pandilleros, cuyo dinero se encontraba en el coche en el que escapan.
La utilización de un montaje stacatto en las secuencias de acción no es óbice para que haya largas
escenas dialogadas en las que los amantes se hacen confidencias y denuncian el “mal del siglo” que
les ha conducido a esta situación. David confiesa:
-Soy uno de esos que ha equivocado la época en que ha nacido y no sabe comprender el mundo. O
tal vez el mundo se empeña en no comprenderle a uno.
Las versiones sobre la modernidad de la propuesta son contradictorias. El propio Nunes da dos o
tres distintas según pasan los años. Según la primera los productores habrían vuelto obnubilados por
el desembarco de la Nouvelle Vague en el festival de Cannes de 1960, pero él no habría visto
ninguna de estas películas hasta después de terminada la suya. En cambio, Guarner asegura que le
pagaron un viaje a París y estuvo allí durante un mes empapándose de nuevo cine. Nunes vuelve al
ataque asegurando que de todo aquello lo único que le interesó mínimamente fueron las películas de
Resnais. En cualquier caso, la impronta de la película de Godard es evidente. Desde el punto de
vista financiero, la película se podía amortizar en el mercado interior, gracias a su exiguo
presupuesto y a la previsión de una calificación administrativa favorable, en tanto que la
incorporación al reparto de Lucile Saint-Simon -una de Les bonnes femmes (1960) chabrolianas-,
garantizaba de algún modo la salida internacional del producto.
Jorge Rigaud ejerce de figura paterna. Ante los padres que han enviado a su hijo a estudiar a
Barcelona y han perdido la comunicación con él, el empeño del comisario es volver al hijo
descarriado al redil.
Aunque la carrera de Nunes -uno de los puntales de la Escuela de Barcelona- siguió por otros
derroteros, nunca renegó de este ejercicio de género, destacando, por ejemplo, su uso novedoso del
zoom: “todo el mundo dijo que estaba muy bien utilizado, que fue una propuesta de búsqueda de
imagen. También hay un ritmo determinado que me gusta, que no es aceleramiento, claro, porque
el ritmo puede ser pausadísimo, como en casi todas mis películas”.
Méndez Leite padre, historiador del cine español, alababa el argumento pero ponía en entredicho el
guión. “Se ha extremado la pintura de tipos y situaciones -escribe- copiados de otros films de
procedencia yanqui o francesa, en los cuales abundan esos tipos de indeseables y gamberros que
por suerte escasean en nuestra patria”. Será ésta una queja que se repita una y otra vez.
A tiro limpio (Francisco Pérez-Dolz, 1963) es, a gusto de uno, la obra capital del género, digna de
compararse con las mejores de Phil Karlson o Joseph H. Lewis. Economía narrativa de serie B,
hallazgos visuales y una ambigüedad moral que la hace modernísima y la aleja completamente de
los policíacos siempre moralizantes de Iquino, pero también de Los atracadores, donde Pérez-Dolz
había realizado funciones de ayudante de dirección. Precisamente una de las escenas emblemáticas
de aquélla se repite en ésta: el asalto al meublé. Pero mientras Rovira Beleta tienen buen cuidado en
evitar dar la sensación de que aquello es una casa de citas, Pérez-Dolz lleva la situación hasta el
final. Ventajas de la modestia presupuestaria. Todavía hoy resulta un misterio que la censura pasara
por alto el hecho de que los protagonistas mantengan una relación homosexual -sólo sugerida, por
supuesto-, el hecho de que sean anarquistas -con la coartada del “gamberrismo delictivo”-, los
diálogos en catalán de las escenas en la casa del “Picas” y los actos de sadismo por parte de Martín
(sensacional Luis Peña).
Vemos por primera vez a Martín y a su compañero Antoine (Joaquín Navales) cuando se dirigen a
atracar a los clientes de un garaje. Vienen de Toulouse, como Silvestre en Senda torcida, lo que
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para el espectador avisado los identifica como activistas políticos. Acuden a un encuentro con
Ramón (José Suárez) que debe hacerse cargo de conseguir armas para preparar un nuevo golpe.
Para ello recurren al “Picas” (Carlos Otero) excarcelado tras ser detenido durante uno de los golpes
del grupo. El asalto a un banco no funciona como estaba previsto y pone a la policía tras su pista.
Martín propone entonces dos atracos simultáneos en dos puntos distantes de la ciudad: un meublé
próximo al estadio del Barça y la oficina de apuestas mutuas con toda la recaudación de las
quinielas. Los dos golpes en montaje alterno, una persecución por los túneles del metro para la que
se construyó un modestísimo artilugio que es el antecedente de lo que hoy conocemos como steadycam, el martilleo de los disparos en una villa abandonada, un enfrentamiento con la policía en una
casa flotante del puerto... A tiro limpio no da tregua. Típica producción de los hermanos Balcázar, el
rodaje se mantuvo en unas apretadas cinco semanas, pero la potente realización se engarza en un
argumento que ni evita ni subraya los momentos de nihilismo romántico.
Las sucesivas versiones del tratamiento y el guión se titularon “Los resentidos”, “Encuentro con la
muerte” o “La senda roja”. Esta última propuesta venía avalada por el rastro de cadáveres que la
película deja a lo largo de su metraje y porque está basado en las andanzas de los anarquistas Quico
Sabaté y Facerías en la Barcelona de los años cincuenta. A los Balcázar no les gustaba ninguno de
los tres, pero cuando se enteraron de que había una ensalada de tiros decidieron que A tiro limpio
era el mejor título. Seguramente tendrían razón. Se estrenó muy mal, en verano, en programa doble.
Sólo la reseñaron en la prensa diaria Miquel Porter Moix y Joan Munsó. Su prestigio crítico
proviene de que José Luis Guarner la redescubriera en la Semana de Cine de Barcelona en 1984.
Tuvo, incluso, un remake en los noventa, A tiro limpio (Jesús Mora, 1996) .
El recorrido del cine criminal a la española se agota a principios de los años sesenta. El corpus del
género está ligado a la concepción francesa del noir, con altas dosis de abstracción y fatalismo, pero
también con olor a aceite para la Bultaco y butifarra, a meublé del Barrio Chino y a cuartelillo
pirenaico de la Benemérita. Aroma propio y denso que se llevan los aires del autorismo y el
plegamiento genérico a los filones europeos propiciados por las coproducciones: spaghetti western,
fantaterror, euroespías... La muerte silba un blues (Jesús Franco, 1963) y Rififí en la ciudad (Jesús
Franco, 1963) juegan a la deslocalización, situando su acción en países lejanos. Saura abandona la
vía precursora del Nuevo Cine Español planteada por Los golfos (Carlos Saura, 1959) -jóvenes a la
intemperie con una carrera delictiva más que modesta- para asociarse con el productor Elías
Querejeta en una obra repleta de simbolismo. El primer detective privado español propiamente
dicho, que uno recuerde, es el José Ditirambo de Ditirambo (Gonzalo Suárez, 1967), investigador
de lo metafísico bajo presupuestos estilísticos de la Escuela de Barcelona.
El cine “quinqui” de los setenta será ya pura exploitation, en un trasvase continuo de los
protagonistas del reformatorio a las portadas de “El Caso” y de ahí al rodaje con José Antonio de la
Loma. El nuevo auge de la novela negra en España durante la transición favorece la aparición de
nuevos títulos en los que al mimetismo formal se le superponen tramas propias. El crack (José Luis
Garci, 1981), El arreglo (José Antonio Zorrilla, 1983) o Fanny Pelopaja (Vicente Aranda, 1984)
constituirían un trío bastante representativo de esta tendencia. Después de una salida en falso, en
1976, al adaptar la novela Tatuaje de Manuel Vázquez Montalbán, Bigas Luna utiliza los códigos
del porno para relatar la historia del crimen involuntario cometido por un psicópata en Bilbao
(Bigas Luna, 1978).
No es el único camino, claro. Tampoco lo ha sido a lo largo de la década de los cincuenta. El
reputado guionista Carlos Blanco es el responsable último de dos películas realizadas en los años
cincuenta que algo tienen de hitchcockiano. Son dos de las principales muestras de lo que
podríamos llamar “suspense caligráfico” y constituyen sendas obras mayores del género. Se trata de
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Los ojos dejan huellas (José Luis Sáenz de Heredia, 1952) y Los peces rojos (José Antonio Nieves
Conde, 1955). Tramas alambicadas, trabajos más que solventes de los intérpretes -Raf Vallone y
Julio Peña en la primera, el mexicano Arturo de Córdova y Emma Penella en la segunda- y
fotografía de negros densos y profundos a cargo de Manuel Berenguer y Francisco Sempere
respectivamente. En la misma línea podemos apuntar como obra ambiciosa A hierro muere (Manuel
Mur Oti, 1961), que adapta una novela del cineasta argentino Luis Saslawsky.
En De espaldas a la puerta (José María Forqué, 1959) Patricia (Elisa Loti) no se llama Patricia; se
llama María. Claro que si en su pueblo se enteraran de a qué se dedica… Ella quería ser artista.
Bailarina. Un día se escapó de casa y se enroló en un espectáculo de variedades itinerante.
Figúrense una de esas carpas tipo la del Teatro Chino de Manolita Chen. Lo que no se imaginan
ustedes es cómo se llamaba la revista en la que actuaba Patricia en la España de 1958… “Lluvia de
oro”. Ahí es nada. Total que se vino a Madrid, a “La Ratonera de Oro”, un club que regenta con
mano de hierro doña Luisa (Irene López Heredia), vieja, seca y coja como ella sola. Las lecciones
se aprenden el primer día: hay que bailar una coreografía contemporánea, pero también hay que
alternar con los clientes, hacerles consumir y tenerlos contentos. Además hay que esquivar a las
compañeras con más callo. Lola (Emma Penella) es de las que no pasan una. Bueno, pues en esta su
primera noche de alterne, Patricia es apuñalada. Un policía escéptico (Luis Prendes) y su ayudante
(José Luis López Vázquez) deben esclarecer el caso mientras la chica permanece entre la vida y la
muerte. Una pirueta dramática obliga a que toda la acción tenga lugar en el club a lo largo de la
noche. Interrogatorios, vueltas atrás en el tiempo, coartadas que el inspector desarma… Ya conocen
ustedes el percal, que para eso son lectores fieles de Agatha Christie. Forqué se maneja con soltura
en este proyecto heredado de Ladislao Vajda. Buena prueba de ello es una reconstrucción plena de
suspense al ritmo del taconeo de La Chunga.
Divertimento policial es La cuarta ventana (Julio Coll, 1961), que se presenta como la película de
las tres hermanas Penella, esto es: Elisa Montés, Terele Pávez y Emma Penella,. Las tres son chicas
de alterne en el Club La Pachanga y por un quíteme allá usted un tarro de crema lleno de cocaína
son detenidas por la policía que las sigue discretamente. Cuando llegan a casa, las pilinguis se
encuentran a una pobre muchacha que ha intentado suicidarse al verse abandonada por un
saxofonista (Leo Anchóriz). Las peripecias de las chicas en busca del canalla cubren todo el
metraje, cuyo principal aliciente es la complicidad de las actrices.
Ricardo Blasco, valenciano, adscrito en sus inicios a la disciplina de Cifesa, aborda con solvencia
diversos géneros populares en los años sesenta. Las dos películas dirigidas por él adscribibles al
policíaco en sentido amplio son Armas contra la ley (Ricardo Blasco, 1961) y Autopsia de un
criminal (Ricardo Blasco, 1961). Ésta se abre con un magnífico genérico -una vez más aires
jazzeros firmados en esta ocasión por José Pagán y Ramírez Ángel- en el que se cuenta con gran
economía la relación sentimental de dos jugadores Carlos (Paco Rabal) y Nelsy (Danielle Godet) y
su progresivo entrampamiento con un usurero (Félix Dafauce). Cuando Carlos intenta recuperar un
collar dejado en prenda se encuentra encerrado en un piso con dos cadáveres. ¿Logrará escapar de
la trampa que le han tendido? Es en los sucesivos giros de este único argumento y en el respeto a las
unidades de lugar y tiempo donde Autopsia de un criminal juega sus mejores bazas. Toda la película
descansa sobre los hombros de Rabal. La incrustación de un flashback expositivo y de un número
musical, con la excusa de una llamada a la cantante para que despiste al portero de noche, son
borrones de guión y producción que ensucian la narración en lugar de potenciarla. El desvelamiento
del culpable, a fuerza de sorprendente, peca de pueril, cosa por otra parte bastante habitual en los
whodunit. Con ocasión de su estreno los recensionistas alabaron unánimemente la limpieza de la
fotografía de Antonio Macasoli, aunque hoy se antoja demasiado tersa para un asunto tan turbio. A
pesar de la consabida nota sobre el carácter puramente imaginativo del argumento, sin conexión con
personas ni hechos resales, no deja de ser un trasunto dulcificado de la historia de José María
Jarabo, que Juan Antonio Bardem ilustró con toda propiedad para la serie La huella del crimen.
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Los culpables (José María Forn, 1962) adapta un drama de Jaime Salom. Sirva como ejemplo de
películas de suspense con crímenes perfectos y coartadas, en la que asesino y comisario juegan al
ratón y al gato del mismo modo que lo hacen los autores con el espectador, que se pasa el tiempo
esperando giros inesperados. El doctor (Yves Massard) amante de una esposa adúltera (Susana
Campos) debe firmar el falso parte de defunción del marido (Tomás Blanco), a quien unos negocios
fraudulentos le aconsejan desaparecer y que todo el mundo lo dé por muerto. Chantajes, cadáveres
escamoteados, sospechas mutuas, difuntos resucitados y adulterios son los ingredientes básicos.
El cadáver intermitente es plato común en el menú del cine patrio de los sesenta, sobre todo en
comedias de regusto británico procedentes de los escenarios. Llevando al extremo el componente
bufo, destaca Los palomos (Fernando Fernán-Gómez, 1966), con Julia Caba Alba en el papel del
cadáver y el enfrentamiento de las dobles parejas compuestas por López Vázquez y Gracita Morales
y Fernando Rey y Mabel Karr.
Si el cine criminal español había surgido de los pregones de ciego, su epitafio genérico podría ser
también tan radicalmente español como el esperpento: esa suerte de deformación grotesca
propugnada por Valle Inclán como única válida para reflejar la realidad española. El tremendismo
de El crimen de Cuenca (Pilar Miró, 1979), la adaptación behaviorista de Ricardo Franco del
Pascual Duarte de Cela o la mirada antropológica a la “España negra” que es El 7º día (Carlos
Saura, 2004) no resultan, probablemente, tan eficaces como el chafarrinón pringoso de adherencias
genéricas de El huerto del francés (Jacinto Molina, 1977). Para uno, el terreno más fértil es el
cultivado por el guionista Perico Beltrán y el director Fernando Fernán-Gómez a partir de una idea
de Berlanga que -émulo de Poe- postulaba una solución plausible a un caso de la crónica negra
contemporánea conocido como “El crimen de Mazarrón”. La película es El extraño viaje (Fernando
Fernán-Gómez, 1964).
Estamos muy lejos del punto de partida, ya lo ven. Mientras uno paría estas cuartillas, en otro lugar
del planeta, quién sabe por qué confluencia astral, don Adrián, responsable de Esbilla
Cinematográfica Popular, daba a luz un díptico de textos donde alumbra los rincones que aquí han
quedado en la oscuridad. A sus artículos (http://esbilla.wordpress.com) les remito.
Por mi parte, molesté al señor Ladies para que me diera su opinión. Me pidió una conclusión
genérica. Ayudan a tal fin las limitaciones autoimpuestas en el canon seleccionado. Ahí van:
mimetismo superficial, moralina hipócrita para sortear la censura, querencias caligráficas o
expresionistas, esquemas de literatura de quiosco... Cierto. Pero también precisión narrativa, un star
system propio, la presencia palpitante de la calle y algunos aspectos poco halagüeños de la realidad
española puestos en evidencia so coartada de la supuesta inanidad ideológica de tales productos de
consumo rápido. Es a la altura de los años pasados desde donde mejor se vislumbran los logros de
un género que no pudo ser.
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Las películas del ciclo:
Brigada criminal (1950)
Producción: I.F.I. (ES)
Dirección: Ignacio F. Iquino. Guión: Juan Lladó y Miguel Bengoa, de un argumento de José
Santugini.
Fotografía: Pablo Ripoll. Música: Augusto Algueró.
Intérpretes: José Suárez (Fernando), Alfonso Estela (Óscar), Manuel Gas (inspector Lérida),
Soledad Lence (Celia Albéniz), Pedro de Córdoba (Eduardo), Barta Barri (Mario), Antonio Amaya
(Julio), Maruchi Fresno (Isabel), Isabel de Castro (Susana), Carlos Otero (Alfredo), Mercedes
Mozart (Julia del Campo).
Estreno: 4 de diciembre de 1950, Cristina (Barcelona). 83 min. Blanco y negro.
Editada en DVD por Manga Films / Vídeo Mercury en la colección “Cine negro español”, con el
formato amputado.
Apartado de Correos 1001 (1950)
Producción: Emisora Films (ES)
Dirección: Julio Salvador. Guión: Julio Coll y Antonio Isasi-Isasmendi.
Fotografía: Federico G. Larraya. Música: Ramón Ferrés.
Intérpretes: Conrado San Martín (Miguel), Elena Espejo (Carmen), Manuel de Juan (Marcial),
Tomás Blanco (Antonio), Carlos Muñoz (Rafael), Luis Pérez de León (el padre de Rafael), José
Goula (el director de Correos), Emilio Fábregas (el comisario), Guillermo Marín (un testigo).
Estreno: 6 de diciembre de 1950, Kusaal (Barcelona). 93 min. Blanco y negro.
Relato policiaco (1954)
Producción: Balcázar P.C. (ES)
Dirección: Antonio Isasi-Isasmendi. Guión: Antonio Isasi-Isasmendi y Antonio Irles.
Fotografía: Federico G. Larraya. Cámara: Aurelio G. Larraya. Música: Ricardo Lamote de
Grignon.
Intérpretes: Conrado San Martín (comisario Nogués), Jaime Avellán (Ríos), Luis Induni (Anselmo),
José Marco (Hans Hendel), Emilio Fábregas (comisario), María Victoria Durá, Gloria García, José
María Angelat.
Estreno: 3 de septiembre de 1954, Coliseum (Barcelona). 87 min. Blanco y negro.
El fugitivo de Amberes (1955)
Producción: PECSA Films (ES)
Dirección: Miguel Iglesias. Guión: Juan Bosch y Miguel Iglesias.
Fotografía: Federico G. Larraya. Música: Juan Durán Alemany.
Intérpretes: Howard Vernon (Bell Fermer), Anouk Ferjac (Gisèle), José Marco (Jordán), Alfonso
Estela (Arturo Montes), Amelia de Castro (Carmen), Manuel Gas (el comisario), Luis Induni (Álex,
el traficante), Joan Capri (el capitán Max), Emilio Fábregas (Ángel Ferrán), Carlos Ronda (el maitre
del Lido), Ramón Vaccaro (testigo), María Cañete (testigo), Jaime Avellán, Leonor Belmonte,
Enrique Borrás, Manuel Cobo.
Estreno: 25 de febrero de 1955, Rialto (Madrid). 70 min. Blanco y negro.
Camino cortado (1956)
Producción: I.F.I. (ES)
Dirección: Ignacio F. Iquino. Guión: José Luis Dibildos y Alfonso Paso.
Fotografía: Isidoro Goldberger. Música: Augusto Algueró jr.
Intérpretes: Viktor Staal (Juan), Armando Moreno (Miguel), Laya Raki (Cecilia), Eugenio Domingo
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(Antonio), Mai Velasco, Ramón Hernández, Conchita Ledesma, Ramón Quadreny, Josefina Tapias,
Juan Albert.
Estreno: 16 de enero de 1956, Montecarlo (Barcelona). 82 min. Blanco y negro.
Distrito Quinto (1957)
Producción: Juro Films (ES)
Dirección: Julio Coll. Guión: Julio Coll, con la colaboración de José Germán Huici, Luis Comerón
y Jorge Illa, basado en la obra “Es peligroso hacer esperar”, de José María Espinas.
Fotografía: Salvador Torres Garriga. Música: Xavier Montsalvatge.
Intérpretes: Alberto Closas (Juan), Arturo Fernández (Gerardo), Jesús Colomer (David “El Bobo”),
Carlos Mendy (Andrés), Linda Chacón (Tina), Montserrat Salvador (Marta), Pedro de Córdova
(Miguel Carmona).
Estreno: 22 de enero de 1958, Astoria y Cristina (Barcelona). 92 min. Blanco y negro.
A sangre fría (1959)
Producción: Este Films / Urania Films (ES)
Dirección: Juan Bosch. Guión: Juan Bosch y Germán Lorente, basado en un argumento del
primero.
Fotografía: Sebastián Parera. Música: José Solá.
Intérpretes: Arturo Fernández (Manuel), Carlos Larrañaga (Carlos), Gisia Paradis (Isabel),
Fernando Sancho (Enrique), María Mahor (María), Linda Chacón.
Estreno: 14 de diciembre de 1959, Alcázar (Barcelona). 80 min. Blanco y negro.
Editada en DVD por Filmax / Vídeo Mercury exclusivamente como parte del pack “Arturo
Fernández Vol. 1”.
No dispares contra mí (1961)
Producción: Este Films (ES)
Dirección: José María Nunes. Guión: José María Nunes, Germán Lorente y Juan Gallardo Muñoz,
basado en un argumento de Donald Curtis (Juan Gallardo).
Fotografía: Aurelio G. Larraya. Música: José Solá.
Intérpretes: Ángel Aranda (David), Lucile Saint-Simon (Lucile), Jorge Rigaud (el comisario
Martín), Julián Mateos (Luigi), Federico Fontenova (Carlo), Marta Flores, Ángela Bravo, Fernando
Cebrián, Ramón Durán, Juan Gallardo (Jorge).
Estreno: 8 de mayo de 1961, Alcázar (Barcelona). 80 min. Blanco y negro.
Los atracadores (1961)
Producción: (ES)
Dirección: Francisco Rovira Beleta. Guión: Francisco Rovira Beleta, Manuel María Saló, basado en
una novela de Tomás Salvador.
Fotografía: Aurelio G. Larraya. Música: Federico Martínez Tudó.
Guión:Intérpretes: Pierre Brice
(Vidal “El Señorito”), Manuel Gil (Ramón “El Chico”), Julián
Mateos (Carmelo “El Compare Cachas”), Agnès Spaak (Isabel), Enrique Guitart, María Asquerino,
Rosa Fuster, Carlos Ibarzábal, Carlos Miguel Solá y Antonia Oyamburu (o sea, Sonia Bruno).
Estreno: 26 de febrero de 1962, Palacio de la Prnsa y Roxy B (Madrid). 99 min. Blanco y negro.
Senda torcida (1963)
Producción: Cooperativa Cinematográfica Constelación (ES)
Dirección: Antonio Santillan. Guión: Enrique Josa y Antonio Santillán (como A.S. Esteban)
Foografía: Salvador Torres Garriga. Música: Federico Martínez Tudó.
Intérpretes: Víctor Valverde (Rafael), Marta Padován (Marcela), Gerard Tichy (Silvestre), Miguel
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Ligero (“El Abuelito”), Antonio Casas (el comisario), Luis Induni (“El Burgués”), Carlos Otero,
Francisco Pierrá, María Francés, Estanis González.
Estreno: 4 de marzo de 1963, Gran Vía (Madrid). 89 min. Blanco y negro.
A tiro limpio (1963)
Producción: Balcázar P.C. (ES)
Dirección: Francisco Pérez-Dolz. Guión: Miguel Cussó y Francisco Pérez-Dolz.
Fotografía: Francisco Marín. Música: Federico Martínez Tudó.
Intérpretes: José Suárez (Román), Luis Peña (Martín), Carlos Otero (“El Picas”), María Asquerino
(Marisa), Joaquín Navales (Antoine), Gustavo Re (víctima en el garaje), María Francés (señora
Abad), María Julia Díaz (la hermana de Román), Rafael Moya (el comisario).
Estreno: 2 de septiembre de 1963 (en programa doble), Arcadia, Maryland y Petit Pelayo
(Barcelona). 85 min. Blanco y negro.
Editada en DVD por Manga Films / Vídeo Mercury en la colección “Cine negro español”.
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Bibliografía:
Ángel Comas: Ignacio F. Iquino, hombre de cine. Barcelona, Laertes, 2003.
Roberto Cueto (ed.): Los desarraigados en el cine español. Festival Internacional de Cine de Gijón,
1998.
Rafel de España y Salvador Juan i Babot: Balcázar Producciones Cinematográficas: Más allá de
esplugas City. Universitat de Barcelona, 2005.
Ramón Espelt: Ficció criminal a Barcelona (1950-1963). Barcelona, Laertes, 1998.
Antonio Lloréns: El cine negro español. Festival de Cine de Valladolid, 1988.
Elena Medina: Cine negro y policiaco español de los años 50. Universidad de Oviedo, 1996.
Grace Morales: “España criminal: El cine negro español”, en “Mondo Brutto” N. 41, verano de
2010.
Jesús Palacios (ed.): Euronoir – Serie negra con sabor europeo. Madrid, T&B / Festival de Cine de
Las Palmas de Gran Canaria, 2006.
Francesc Sánchez Barba: Brumas del franquismo: el auge del cine negro español (1950-1965).
Universitat de Barcelona, 2007.
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