2. Las éticas materiales

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UNIDAD
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E
Principales escuelas éticas a
lo largo de la historia del
pensamiento
n la Unidad anterior se definieron los distintos niveles de la ética: descriptiva, normativa
y metaética. Ahora analizaremos las principales teorías éticas en su aspecto normativo,
el más característico de la filosofía.
Agruparemos las diversas escuelas en función de una división moderna que, desde su formulación en el siglo XVIII, sirve de criterio para el análisis histórico y conceptual de las teorías éticas. Se trata de la distinción entre éticas materiales y éticas formales.
El modo de entender la relación entre felicidad y justicia es, asimismo, uno de los aspectos
fundamentales para la comprensión de las principales concepciones éticas. ¿Es preferible cometer una injusticia antes que padecerla? Formuladas originalmente por los filósofos griegos, las
grandes cuestiones éticas recorren la historia del pensamiento hasta alcanzar nuestros días.
La ética se renueva y actualiza, así, en función de los problemas propios de cada tiempo y en
relación con las inquietudes e incertidumbres que constituyen el verdadero hilo conductor de la
historia de la filosofía.
Con el estudio de esta Unidad nos proponemos alcanzar los siguientes objetivos:
1. Reconocer la especificidad de la filosofía y la importancia de su vertiente práctica para la
comprensión de los grandes problemas de nuestro tiempo.
2. Conocer las principales teorías éticas, su origen histórico y su vigencia actual.
3. Analizar el modo como se entiende la relación entre la razón y las pasiones en las diferentes teorías éticas.
4. Analizar la diferencia entre éticas materiales y éticas formales, así como la relación entre
los conceptos de felicidad y justicia.
5. Adoptar una actitud crítica que, en el ámbito del diálogo y de la argumentación moral, favorezca el intercambio racional de ideas.
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ÍNDICE DE CONTENIDOS
Página
1. FELICIDAD Y JUSTICIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1.1. La antiutopía de un “mundo feliz” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1.2. El “antecedente” platónico: la fórmula de la justicia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1.3. La felicidad y las “clases” de ética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2. LAS ÉTICAS MATERIALES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2.1. El eudemonismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2.2. Las escuelas helenísticas: epicureísmo y estoicismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2.3. El cristianismo: la ley natural . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2.4. Sentimiento moral y utilitarismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2.5. La ética material de los valores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
3. LAS ÉTICAS FORMALES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
3.1. El formalismo kantiano. Convicción y responsabilidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
3.2. El formalismo ético existencialista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
3.3. La ética comunicativa o del discurso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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PRINCIPALES ESCUELAS ÉTICAS A LO LARGO DE LA HISTORIA DEL PENSAMIENTO
1. Felicidad y justicia
En la Unidad anterior nos referimos a la doble dimensión, individual y social, de la acción moral. La relación entre
felicidad y justicia es otra manera de atender a esa doble dimensión.
1.1. La antiutopía de un “mundo feliz”
En principio parece que un individuo puede ser justo en sus decisiones y acciones, y que en esa posibilidad encuentra
la ética una de sus razones de ser. Parece además, como advirtiera Aristóteles, que todo ser humano aspira a la
felicidad. Si todo lo que hacemos lo hacemos con vistas a un fin, la felicidad será el fin último al que tienden nuestras
acciones.
Por otra parte, no resulta extraño decir que una sociedad puede (incluso debe) ser justa, cuando menos en el
sentido de que se rija por leyes que hagan posible una adecuada relación entre sus miembros; normas en las que
éstos puedan reconocerse y que proporcionen a la sociedad la estabilidad jurídica y política necesaria. No está tan
claro, sin embargo, que una sociedad pueda (y, mucho menos, deba) aspirar a ser feliz. Una sociedad democrática
debe aspirar a ser justa, sin que ninguna concepción particular del bien y de la felicidad sea impuesta a las personas.
¿Podemos hablar, siquiera como ideal, de un “mundo feliz”?
Ese título recibe la sociedad que Aldous Huxley (1894-1963) describió en su famosa novela, Un mundo feliz.
En ese mundo, los seres humanos son divididos en castas y condicionados desde niños −en especial, los miembros
de los grupos inferiores− para acometer sin queja las tareas más ingratas. Se trata, pues, de producir esclavos satisfechos
en el interior de una sociedad “perfecta”. En el mundo retratado por Huxley, todos los cabos están científicamente
atados y la única moral permitida es la que consolida las diferencias entre las castas sociales, cuyos miembros
permanecen ignorantes (y “felices”).
El DIC se explicó pacientemente. El motivo de que se indujera a los niños a chillar a la vista de una rosa obedecía
a una alta política económica. Hacía sólo un siglo que los Gammas, los Deltas y hasta los Epsilones habían sido
condicionados para que les gustaran las flores y la naturaleza salvaje en general. El propósito estribaba en inducirles
a salir al campo siempre que pudieran con el fin de que utilizaran los transportes.
− ¿Y no los utilizaban? –preguntó el estudiante.
− Ya lo creo –contestó el DIC.
Las prímulas y los paisajes, explicó, tienen un grave defecto: son gratuitos. El amor a la naturaleza no da trabajo
a las fábricas. Se decidió abolir el amor a la naturaleza, al menos entre las castas más bajas, pero no la tendencia
a consumir transporte. Porque era esencial que siguieran deseando ir al campo aunque lo odiaran. El problema
residía en hallar una razón económica más poderosa para que utilizaran los transportes que la mera afición a las
prímulas y los paisajes. Y la encontraron.
− Condicionamos a las masas de modo que odien el campo –concluyó el director−. Pero simultáneamente las
condicionamos para que adoren los deportes campestres. Al mismo tiempo, velamos para que todos los deportes
al aire libre entrañen el uso de artilugios sofisticados. Así, además de utilizar transportes, consumen artículos
manufacturados. De ahí estas descargas eléctricas.
HUXLEY, Aldous, Un mundo feliz. Barcelona, Círculo de lectores, 2000, págs. 54-55.
¿Qué es la felicidad? ¿Es posible responder a esta pregunta? ¿Puede la felicidad ser inducida como se induce a
“las masas”, según el texto, para “el uso de artilugios sofisticados”? En fin, ¿puede ser la felicidad socialmente
administrada sin caer en la antiutopía descrita por Huxley?
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1.2. El “antecedente” platónico: la fórmula de la justicia
Las ideas de felicidad y justicia han ocupado a los filósofos desde siempre. Ya en las obras de Platón y Aristóteles
la idea de una vida feliz es indisociable de la idea de una vida justa. En su diálogo República, Platón (427-347 a.C.)
elabora una ética (pues así puede denominarse a toda doctrina que determine el modo como deben actuar los seres
humanos) sobre la base de su dualismo antropológico.
Razón, ánimo y apetito son las tres partes del alma, según Platón. La razón es la sede de las funciones intelectuales;
el ánimo es la sede de las “pasiones nobles”, como la valentía; y el apetito se refiere a los deseos e impulsos
característicos del cuerpo. A cada una de estas partes le corresponde una virtud (en griego, areté) o modo excelente
de ser. La prudencia es la virtud propia de la razón, la fortaleza es la virtud característica del ánimo y la templanza
es la virtud del apetito o parte concupiscible del alma. Tales partes y virtudes del alma se corresponden con los grupos
sociales que, a juicio del filósofo, caracterizan la sociedad (polis) perfecta.
De este modo, una comunidad idealmente justa estaría constituida por los gobernantes prudentes (el gobierno
de “los sabios”) que toman sus decisiones de acuerdo con la razón, por lo que son capaces de establecer leyes buenas
y justas para todos; los guardianes auxiliares, que, al servicio de los intereses generales, acometen las empresas
necesarias para la defensa del orden social; y, por último, los productores, encargados de satisfacer las necesidades
materiales de la comunidad.
El siguiente cuadro resume la correspondencia entre las partes del alma, las virtudes y los grupos sociales:
PARTES DEL ALMA
VIRTUDES
GRUPOS SOCIALES
Razón
Prudencia
Gobernantes
Ánimo
Fortaleza
Guardianes auxiliares
Apetito
Templanza
Productores
Para Platón, una sociedad justa es aquélla en la que cada uno hace lo que le
corresponde, del mismo modo que un hombre justo es aquél que somete sus apetitos
y pasiones al control prudente de la razón.
Según esta teoría, la ética es indisociable de la política, o lo que es lo mismo,
la idea de un hombre justo no puede ser plenamente realizada al margen de la
sociedad.
La figura de Sócrates, maestro de Platón, injustamente condenado a muerte,
representa en la obra platónica el símbolo vivo de esta convicción: la idea de que
el hombre sabio y justo no puede vivir al margen de las leyes, y la idea, no menos
importante, de que sólo un orden justo y bueno puede dar lugar a hombres virtuosos,
dispuestos a hacer lo que corresponde.
● El denominado “intelectualismo moral” socrático es expuesto en los
diálogos de Platón (en la imagen). Según esta teoría, el conocimiento
y la acción son indisociables, por lo que un hombre justo es aquél
que sabe lo que es la justicia y actúa en consecuencia.
(www.recursos.cnice.mec.es)
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PRINCIPALES ESCUELAS ÉTICAS A LO LARGO DE LA HISTORIA DEL PENSAMIENTO
1.3. La felicidad y las “clases” de ética
En cuanto a la felicidad, considerada como una aspiración de los individuos que no puede (o no debe) ser políticamente
administrada, valga como muestra de una concepción filosófica de la misma la definición que Immanuel Kant dio en
su Crítica de la razón pura (1781). Para este filósofo, la felicidad es una idea de la imaginación (y es obvio que
podemos imaginar muchas cosas irrealizables) consistente en la satisfacción de todos nuestros deseos: de todos
y cada uno de ellos, en su máxima intensidad y en todo momento. No cabe duda de que, desde estos parámetros, la
felicidad es una pura idea a la que tal vez no podamos renunciar, que puede guiar
de hecho nuestras decisiones, pero a la que nuestras acciones no pueden dar debido
cumplimiento.
La felicidad no puede representar, a juicio de Kant, la ley que gobierne moralmente
nuestras acciones. La satisfacción de los deseos, siempre subjetivos e individuales,
no puede proporcionar la base para un acuerdo racional que vincule a todos los
seres humanos.
● La felicidad es una aspiración humana a la que
las distintas teorías filosóficas han concedido una
importancia fundamental, bien sea para fundar en
ella el bien supremo al que deben tender las acciones
humanas, bien sea para relegarla como componente
impulsivo y fundamento espurio de la acción.
(www.recursos.cnice.mec.es)
Esta lectura kantiana de la moralidad nos proporciona un criterio de clasificación
de las distintas teorías éticas. Puede afirmarse que algunas de las más célebres
escuelas éticas apuntan directamente a la felicidad, aunque no la entiendan del
mismo modo e, incluso, la conciban de formas opuestas. Asimismo, otras teorías,
entre ellas la kantiana, que es la que establece un corte o punto de inflexión en la
historia de la ética, darán prioridad a la justicia o al deber; noción que a menudo se
contrapone a la idea de felicidad.
Hay otros criterios posibles para la clasificación de las distintas teorías y escuelas éticas. Podemos, por ejemplo,
atender al conocimiento posible de los elementos (ideas, valores y principios) que conforman la acción y el juicio
morales. En este caso, distinguiríamos dos clases de éticas:
● Éticas intelectualistas o cognoscitivas (cuyo antecedente más importante es el intelectualismo moral
socrático-platónico), que afirman que el conocimiento moral es posible y que de él depende la acción del ser
humano.
● Éticas no intelectualistas, entre las que cabe a su vez distinguir aquéllas que consideran que las nociones
características de la moralidad (lo bueno, lo justo, etc.) pueden ser intuitivamente descubiertas, pero no
racionalmente definidas, de aquellas otras que reducen el significado de las nociones morales a las interpretaciones
subjetivas de los seres humanos.
Para las éticas intelectualistas, la acción moral depende del conocimiento moral. Así, quien sepa qué es “la
justicia” podrá actuar de manera justa. Y al revés: quien no conozca en qué consiste la justicia actuará injustamente,
u obrará de modo justo por casualidad. Para las éticas no intelectualistas, podemos actuar de manera justa aunque
no podamos definir qué es la justicia. “Captamos” el sentido de lo justo o de lo bueno sin que podamos obtener
definiciones precisas sobre estos términos.
En su versión subjetivista, las éticas no intelectualistas consideran que las nociones morales no remiten a ningún
contenido objetivo, sino que dependen de las valoraciones individuales y culturales, todas ellas relativas y variables.
En la Unidad anterior hicimos referencia a esta controversia, que opone a los defensores del universalismo moral
y a los que abogan por un relativismo moral y cultural, posición esta última que renuncia al conocimiento objetivo (no
“contaminado” culturalmente) de aquello que se considera “bueno” o “justo”. No hay hechos, sino interpretaciones,
afirmó al respecto Friedrich Nietzsche.
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En esta Unidad, hemos optado por agrupar y distinguir las principales teorías y escuelas éticas en función de la
diferencia entre éticas materiales y éticas formales. Las ideas de felicidad y justicia desempeñan, como veremos
a continuación, un papel fundamental en esta división.
Recuerda
Para Platón, la justicia del alma y la justicia en la polis están estructuralmente vinculadas a través de las virtudes o modos
excelentes de ser.
Para Kant, la felicidad es una idea de la imaginación consistente en la satisfacción de todos nuestros deseos, por lo que no puede
constituir la ley moral que gobierne, universal y racionalmente, nuestras acciones.
Las escuelas y teorías éticas pueden clasificarse según diversos criterios: atendiendo al grado de conocimiento de las ideas y
valores morales, al sentido universal o relativo de tales ideas o valores, y a la relación entre felicidad y justicia.
Actividades
1. ¿Qué es una “antiutopía” y en qué sentido lo es el mundo feliz descrito por Huxley?
2. ¿En qué sentido la justicia individual y la justicia política están vinculadas en Platón?
3. ¿Por qué la felicidad no puede representar, a juicio de Kant, la ley que gobierne moralmente nuestras acciones?
2. Las éticas materiales
Se denominan “materiales” a las éticas que establecen el contenido o materia de la acción; que determinan,
pues, lo que hemos de hacer.
No hay que confundir las nociones de ética material y de ética materialista. Una moral religiosa o espiritualista,
que haga de la “bienaventuranza” (el ser dignos a los ojos de Dios) el bien supremo al que deben tender las acciones
humanas, es una ética material, pero no materialista. Una ética basada en la obtención de placeres sensibles o en la
acumulación de riquezas sería una ética material y, además, materialista.
Las normas o imperativos prácticos de esta clase de éticas establecerán qué hay que hacer (en sentido positivo;
por ejemplo, “sé generoso y leal con tus amigos”) o qué debe evitarse (en sentido negativo; por ejemplo, “no desearás
a la mujer del prójimo”). Según la concepción del bien supremo o de la felicidad de cada una de estas teorías éticas,
los imperativos implicarán unos contenidos u otros.
2.1. El eudemonismo
Suele traducirse el término griego eudaimonía como felicidad. Una traducción más literal, según su etimología,
correspondería a la expresión “buen carácter” o “buena vida” (de acuerdo con el prefijo griego eu, “buen”, y daimon,
que, entre otros significados, remite al “carácter” o modo de ser de los hombres).
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PRINCIPALES ESCUELAS ÉTICAS A LO LARGO DE LA HISTORIA DEL PENSAMIENTO
En la historia de la filosofía, se conoce como eudemonismo la doctrina ética de Aristóteles (384-322 a.C.), cuyo
objeto es la praxis, esto es, la vida humana en tanto que referida a “la acción”; definida a su vez como el ámbito de
lo posible. El objeto de la ética es, entonces, la consecución de una “vida buena” o feliz, y no la simple elucidación
teórica de los conceptos que empleamos en su definición. Como dirá el propio Aristóteles: no nos basta con saber qué
es el bien o la justicia, sino que queremos ser buenos y justos.
Aristóteles distingue entre el “hombre sabio”, entregado a la contemplación de los principios explicativos de la
realidad, y el “hombre justo”, que necesita de los demás seres humanos para llevar a cabo sus acciones. Esta distinción
implica una separación entre el conocimiento (théoria, en griego) y la acción (praxis), que en Platón estaban unidos:
justo es, para Platón, aquél que conoce la idea de justicia.
¿En qué consiste, según Aristóteles, una vida buena?
Aristóteles tiene una concepción teleológica de la naturaleza y del hombre como ser natural. Según esta concepción,
todos los seres naturales tienden a un fin (telos, en griego), aquél que les es propio en virtud de su naturaleza. Por
ejemplo, el “fin” de la semilla es convertirse en árbol; el “fin” del potro es convertirse en caballo; el “fin” del niño es
convertirse en hombre. Del mismo modo, todo lo que hacemos lo hacemos con vistas a un fin. Y el fin último de todo
lo que hacemos es la felicidad. La felicidad es lo único que se basta a sí mismo, porque no está sujeta a la obtención
de ningún otro fin. Por eso, todos los hombres buscan la felicidad a través de sus acciones, afirma Aristóteles en su
Ética a Nicómaco.
Ahora bien, no todos los hombres entienden por “felicidad” lo mismo. Unos consideran que la felicidad radica en la
acumulación de riquezas y honores, otros en el disfrute indiscriminado de los placeres sensibles, etc. Para Aristóteles,
sin embargo, estas ideas de la felicidad no valen lo mismo. En consonancia con la referida visión teleológica, para
el filósofo la felicidad consiste en “una actividad del alma conforme a una virtud perfecta” (Ética a Nicómaco, I, 13): la
realización de la posibilidad más propia (o específica) del ser humano.
La razón es lo que define y distingue al hombre del resto de los seres vivos. De ahí que una vida teórica, dedicada
a la investigación de los primeros principios y causas de la realidad, constituya la mejor vida posible para el ser humano.
No obstante, Aristóteles es consciente de que la existencia humana está expuesta a múltiples avatares que impiden
el ejercicio continuado de la théoria. Por eso, se referirá también el filósofo a una vida buena basada en la prudencia
y en la elección del término medio entre dos posibilidades en cada caso extremas; una por defecto y otra por
exceso.
La distinción entre virtudes dianoéticas (o intelectuales) y virtudes éticas se corresponde con este doble aspecto
de la vida humana:
● Las virtudes dianoéticas se destinan a la contemplación, a la vida teórica. Son, entre otras, la ciencia, el arte,
el intelecto y la sabiduría.
● Las virtudes éticas, se orientan a la acción (praxis) propiamente dicha. Ejemplos de estas virtudes éticas
son la valentía, la templanza (o moderación de las pasiones) y la magnanimidad.
De la magnanimidad habla el siguiente pasaje aristotélico:
Se tiene por magnánimo al hombre que, siendo digno de grandes cosas, se considera merecedor de ello, pues
el que no actúa de acuerdo con su mérito es necio y ningún hombre excelente es necio ni insensato. Es, pues,
magnánimo el que hemos dicho. El que es digno de cosas pequeñas y las pretende, es morigerado, pero no
magnánimo (…) El que se juzga a sí mismo digno de grandes cosas siendo indigno, es vanidoso; pero no todo el
que se cree digno de cosas mayores de las que merece es vanidoso. El que se juzga digno de menos de lo que
merece es pusilánime, ya sea digno de grandes cosas o de medianas, y el que incluso es digno de pequeñas y
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crea merecer aún menos (…) El magnánimo es, pues, un extremo con respecto a la grandeza, pero es un medio
en relación con lo que es debido, porque sus pretensiones son conformes a sus méritos; los otros se exceden o
se quedan cortos.
ARISTÓTELES, Ética nicomáquea. Madrid, Gredos, 1988, p. 219.
Es importante advertir que el término medio en que consiste la virtud depende de la situación y debe ser establecido
en relación con nosotros. Así, inspirándonos en un ejemplo del propio Aristóteles, la cantidad de alimento que debe
ingerir un atleta (un lanzador de jabalina o un levantador de pesas, por ejemplo) no es la misma que la que debe
consumir un individuo que no someta su cuerpo a semejantes esfuerzos.
Por esta razón, la ética, entendida al modo aristotélico, no suministra “recetas” de existencia que resulten válidas
con independencia de quiénes sean sus destinatarios o en qué situación se encuentren. La equidad es el requisito de
la virtud: la capacidad de elegir el término medio y de aplicar una norma general a una situación particular.
Sin duda, los análisis que Aristóteles lleva a cabo en su Ética a Nicómaco y las preguntas que guían su reflexión
siguen siendo válidos. ¿Qué es la felicidad? De entre las distintas concepciones y formas de vida, ¿cuál es la más
propia o específica del ser humano?
2.2. Las escuelas helenísticas: epicureísmo y estoicismo
Como fenómeno cultural y político, el helenismo tiene su origen en la expansión de la cultura griega, merced a
las conquistas de Alejandro Magno. Dicho fenómeno supone la transformación y decadencia de la polis griega; ciudadEstado en la que el individuo hallaba sus señas de identidad como ciudadano y las condiciones de una vida políticamente
reconocible.
Surgen entonces distintas escuelas filosóficas con un marcado carácter ético, entre las que sobresalen especialmente
dos: el epicureísmo y el estoicismo.
a) El epicureísmo se basa en el pensamiento de Epicuro de Samos (341-270 a.C.), quien, en su Carta a Meneceo,
estableció una doctrina moral basada en el placer como “el principio y el fin de la vida feliz”.
Distinguió Epicuro tres clases de deseos: los deseos naturales y necesarios, los deseos naturales y no necesarios
y, por último, los deseos no naturales y no necesarios.
La ingesta de alimentos saludables o la protección frente a las inclemencias del tiempo son ejemplos de deseos
naturales y necesarios, cuya satisfacción es primordial para la vida. Sin embargo, comer en exceso o aquello
que no nos conviene, aunque nos apetezca, es natural pero innecesario. Vivir rodeados de lujos superfluos o
entregarnos a toda suerte de placeres sensibles, sin considerar los males y las dependencias que nos pueden
ocasionar, representan deseos innaturales e innecesarios.
Para un epicúreo, la “calidad” de vida y el “nivel” de vida (la acumulación de placeres y bienes prescindibles)
no se corresponden necesariamente. O dicho de otro modo: no es más rico el que más tiene, sino el que menos
necesita.
El ideal epicúreo consiste en lograr una vida lo más duradera y placentera posible. Esos dos requerimientos de
la felicidad explican el cálculo racional al que los epicúreos someten los placeres, lo que convierte a esta
escuela en representante de un hedonismo peculiar. Sólo los deseos naturales y necesarios constituyen
referentes saludables para la vida, en el sentido de que su satisfacción no supone, a la larga, un perjuicio mayor
que el placer que inmediatamente procuran. Lo contrario sucede con los placeres naturales y no necesarios y
con los placeres innaturales e innecesarios.
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PRINCIPALES ESCUELAS ÉTICAS A LO LARGO DE LA HISTORIA DEL PENSAMIENTO
Las máximas o normas prácticas epicúreas tienen, así pues, un claro carácter material: indican lo que hay que
hacer o evitar con vistas a alcanzar una existencia longeva y placentera; una ausencia, lo más prolongada
posible, de dolor.
El hedonismo, la correspondencia entre felicidad y placer, parece “casar” con la mentalidad de nuestro tiempo.
No obstante, esta afirmación debe ser matizada. Como acabamos de ver, el epicureísmo representa una
búsqueda racional del placer que en absoluto se compadece con la acumulación indiscriminada de bienes
y sensaciones “fuertes” a la que es común referirse como síntoma del presente.
b) La idea de felicidad del estoicismo se corresponde con la imagen del sabio imperturbable ante las vicisitudes
de la existencia. El término ataraxia define este ideal del “ánimo” estoico: un ánimo que no se deja abatir por
los reveses de la vida ni se deja arrastrar por la euforia, cuando las circunstancias son propicias al hombre.
El estoico considera que todo en el Universo, incluidos los avatares humanos, está sometido a un orden férreo,
a una especie de razón cósmica y divina que todo lo encadena (trasunto filosófico de la idea mitológica del
destino). La expresión popular “resignación estoica” recoge esta manera de entender la existencia.
Para un estoico la apelación a las “casualidades de la vida” carecería, pues, de sentido, o sería una muestra
inequívoca de ignorancia. Por el contrario, todo lo que sucede son “causalidades de la vida”: efectos de unas
causas lógicamente tramadas entre sí, como los eslabones de una cadena.
La ataraxia dibuja la imagen de un sabio capaz de resistir los embates de la existencia y de ajustar su voluntad
a los dictados de una razón universal: una razón cósmica y, en lo concerniente al ser humano, la misma
razón para todos y cada uno de los hombres.
La libertad se convierte, entonces, en el reconocimiento de la necesidad y, en el orden práctico, en un
sometimiento racional de las pasiones.
Como muestra de esta concepción de la naturaleza humana, valga este pasaje del emperador-filósofo Marco
Aurelio, quien, según Herodiano, fue el único de los emperadores que dio fe de su filosofía no con palabras ni
con afirmaciones teóricas de sus creencias, sino con su carácter digno y su virtuosa conducta:
Júzgate digno de toda palabra y acción acorde con la naturaleza; y no te desvíe de tu camino la crítica que
algunos suscitarán o su propósito; por el contrario, si está bien haber actuado y haber hablado, no te consideres
indigno. Pues aquéllos tienen su guía particular y se valen de su particular inclinación. Mas no codicies tú esas
cosas; antes bien, atraviesa el recto camino consecuente con tu propia naturaleza y con la naturaleza común;
pues el camino de ambas es único.
MARCO AURELIO, Meditaciones. Barcelona, Planeta-DeAgostini, 1995, p. 98.
El camino del hombre y el camino de la naturaleza son, pues, el mismo camino. Para los estoicos –como para el filósofo
del siglo XVII Baruch de Spinoza− el que se arrepiente es doblemente miserable: en primer lugar, por haber errado en su
acción pasada, y, en segundo lugar, por no reparar en que incluso ese error obedecía a determinadas causas.
2.3. El cristianismo: la ley natural
La ley natural desempeña un papel fundamental en la idea cristiana de una “vida buena”. La felicidad de los seres
humanos se define cristianamente como bienaventuranza: ser dignos ante Dios y, así, merecedores de la vida eterna.
Se debe a Santo Tomás de Aquino (1224-1274) la formulación más precisa e influyente del concepto de “ley
natural”. Para Santo Tomás, la ley natural-moral es la parte de la ley eterna que concierne a los hombres, seres
racionales y libres creados a imagen y semejanza de Dios.
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El precepto fundamental de la ley natural manda hacer el bien y evitar el mal; lo que, a juicio del Santo, representa
para la razón práctica lo mismo que para la razón teórica el principio de no contradicción. Se trata de un primer
principio que la razón capta directamente.
Del precepto fundamental de la ley natural se siguen varios preceptos secundarios como la conservación de la
propia existencia, la tendencia a la procreación y al cuidado de la prole, y la disposición a vivir en sociedad de acuerdo
con leyes buenas y justas.
La ley positiva supondrá la realización jurídica y política de tales disposiciones naturales, según los problemas
y circunstancias de cada tiempo. La ley positiva ha de respetar la naturaleza invariable de los seres humanos y los
preceptos inmutables de la ley moral-natural. Se establece así la subordinación del derecho respecto de la idea de
justicia y de la política respecto de la moral.
La Iglesia católica sigue apelando al concepto de la ley natural como salvaguarda de lo que considera disposiciones
propias e invariables del ser humano. Las controversias actuales respecto al uso que pueda hacerse de determinadas
investigaciones y técnicas biológicas (pensemos en las polémicas sobre las células madre y sobre las aplicaciones
terapéuticas de la ingeniería genética) son un claro ejemplo.
Sin embargo, ni siquiera entre las ciencias naturales, mucho menos entre las ciencias humanas, hay un consenso
acerca de la idea de naturaleza en general o de la idea de naturaleza humana en particular. Las sociedades occidentales,
en la actualidad, se caracterizan por una pluralidad de concepciones morales y religiosas. Otras doctrinas, de carácter
laico o religioso, reivindican su espacio. La relación entre tales doctrinas o credos y la estructura jurídico-política del
Estado de derecho, que debe reconocerlas al mismo tiempo que vela por el cumplimiento de la ley sin excepciones,
es uno de los grandes temas éticos de nuestro tiempo.
2.4. Sentimiento moral y utilitarismo
Las filosofías del sentimiento moral y el utilitarismo representan las dos grandes escuelas éticas del moderno
pensamiento anglosajón.
Dicha línea de pensamiento se inscribe en la tradición del empirismo filosófico, doctrina que encuentra en la
experiencia (empiría, en griego) el origen y la validez tanto del conocimiento humano como de los juicios y sentimientos
morales.
a) Las filosofías del sentimiento moral consideran que las emociones y pasiones constituyen la base de la
moralidad. A juicio de David Hume (1711-1776), la razón desempeña una función meramente instrumental en
lo que se refiere a la determinación de nuestras acciones, que tienen su origen en las pasiones que caracterizan
la naturaleza humana.
A este respecto, Hume habla de un sentimiento moral de simpatía que posibilita el acuerdo entre los seres
humanos. Este sentimiento se basa en la búsqueda del placer (de lo beneficioso y útil) y en la evitación del
dolor (de lo perjudicial).
Con todo, las pasiones y emociones no pueden ser analizadas como si fueran puras relaciones de ideas,
referentes a objetos matemáticos, ni tan siquiera como cuestiones de hecho referentes a objetos físicos. No
es posible establecer de manera abstracta un código de conducta que establezca unas acciones como moralmente
adecuadas y otras como moralmente inconvenientes. Pese a esa “simpatía” o coincidencia en lo beneficioso,
el interés privado y las disposiciones egoístas del ser humano impiden deducir unos contenidos precisos para
la acción.
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UNIDAD
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PRINCIPALES ESCUELAS ÉTICAS A LO LARGO DE LA HISTORIA DEL PENSAMIENTO
El filósofo e historiador de la ética Alasdair MacIntyre expresa claramente esta posición, al afirmar lo siguiente:
Si el interés privado nos lleva a burlarnos de las reglas y no tenemos ninguna preocupación natural por el
interés público, ¿cómo surgen las reglas? En razón de que es un hecho que sin reglas de justicia no habría
propiedad estable y, sin duda, dejaría de haber propiedad, ha sido creada una virtud artificial: la de someterse
a las reglas de la justicia. Manifestamos esta virtud quizá no tanto porque tengamos conciencia de los beneficios
que derivan de nuestra observación de las reglas sino porque tenemos conciencia del daño que sufriremos
si otros las transgreden. El beneficio a largo plazo proveniente de la insistencia en el cumplimiento estricto
de las reglas siempre supera el beneficio a corto plazo que se obtiene al violarlas en una ocasión particular.
MACINTYRE, Alasdair, Historia de la ética. Barcelona, Paidós, 1991, p. 171.
b) El utilitarismo tiene a Jeremy Bentham (1748-1832) y a John Stuart Mill (1806-1873) como sus principales
representantes. Estos autores parten del supuesto de que los sentimientos socialmente más fuertes, como la
simpatía y la compasión, nos hacen ser felices con la felicidad de los demás e infelices con su sufrimiento: no
puedo ser feliz rodeado de personas desdichadas, y es difícil ser desdichado compartiendo la vida con personas
felices.
Jeremy Bentham consideró que la naturaleza nos ha proporcionado un criterio ético universal a través de dos
maestros infalibles: el placer y el dolor. A través de ellos es posible conocer lo que es y no es bueno. Nuestra
conducta debe regirse, pues, por el principio de utilidad o interés, de manera que la felicidad consistirá en
maximizar el placer y minimizar el dolor.
Tal principio conlleva la aplicación de la aritmética de los placeres: en cada acción debemos calcular la cantidad
de placer y de dolor que nos proporcionará; de la diferencia positiva o negativa entre ambos concluiremos la
utilidad o inutilidad de la acción. Pero como el hombre vive en sociedad, el cálculo del interés y la aritmética
de los placeres deben hacerse en relación con la utilidad colectiva. De ahí el principio utilitarista por excelencia:
una acción es buena cuando produce la mayor felicidad para el mayor número.
John Stuart Mill adoptó tal fórmula como principio de moralidad y justicia: la obtención de “la mayor felicidad
posible para el mayor número posible de personas”. No se trata de una felicidad basada en la mera acumulación
de placeres, lo que daría lugar a un hedonismo egoísta en el que la felicidad de los individuos no sería compatible
con la felicidad del conjunto. Se trata, por el contrario, de un hedonismo con clara vocación universalista, donde
las leyes e instituciones sociales han de jugar un papel básico en la promoción de los intereses públicos y en
su conciliación con los intereses privados.
El siguiente texto confirma esa “asociación indisoluble” entre la felicidad del individuo y el bien del conjunto:
Debo repetir nuevamente que los detractores del utilitarismo raras veces le hacen justicia y reconocen que la
felicidad que constituye el criterio utilitarista de lo que es correcto en una conducta no es la propia felicidad del
agente, sino la de todos los afectados. Entre la felicidad personal del agente y la de los demás, el utilitarista
obliga a aquél a ser tan estrictamente imparcial como un espectador desinteresado y benevolente. En la regla
de oro de Jesús de Nazaret encontramos todo el espíritu de la ética de la utilidad: “Comportarse con los demás
como quieras que los demás se comporten contigo” y “Amar al prójimo como a ti mismo” constituyen la perfección
ideal de la moral utilitarista. Como medio para alcanzar más aproximadamente este ideal, la utilidad recomendará,
en primer término, que las leyes y organizaciones sociales armonicen en lo posible la felicidad o (como en
términos prácticos podría denominarse) los intereses de cada individuo con los intereses del conjunto. En
segundo lugar, que la educación y la opinión pública, que tienen un poder tan grande en la formación humana,
utilicen de tal modo ese poder que establezcan en la mente de todo individuo una asociación indisoluble entre
su propia felicidad y el bien del conjunto (…) de forma que en todos los individuos el impulso directo de mejorar
el bien general se convierta en uno de los motivos habituales de la acción y que los sentimientos que se conecten
con este impulso ocupen un lugar importante y destacado en la experiencia sintiente de todo ser humano.
STUART MILL, John, El utilitarismo. Madrid, 1991, págs. 62-63.
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El utilitarismo es, tal vez, la escuela ética que mejor encaja con la mentalidad
del mundo occidental y con las coordenadas propias del liberalismo social y
democrático. El desarrollo científico y tecnológico ha procurado un avance
indiscutible en la calidad de vida de los ciudadanos, aunque también ha
ocasionado graves riesgos; piénsese en el deterioro del medio ambiente y
en el enorme potencial destructivo de la industria armamentística.
¿Es posible un crecimiento económico ilimitado y a la vez generalizable,
extensible a la humanidad entera?
● El placer y el dolor son, según Benthan, los dos
¿Es éticamente aceptable, sin reservas, el principio utilitarista: la mayor felicidad grandes maestros de la humanidad. Por eso las
posible para el mayor número posible de personas? ¿Quiénes son esas emociones, como el miedo, nos ponen a menudo
sobre aviso de lo que hemos de hacer o evitar.
personas? ¿A quiénes se puede excluir, provisionalmente, de la lista? ¿Quién
(www.cnice.mec.es)
establece y cómo se diseña una utilitarista “lista de espera”? ¿Cómo conciliar
el componente pragmático del utilitarismo (su visión “realista” de la moralidad) con una concepción universalista
que reconozca y aplique a los seres humanos los mismos principios y derechos, con independencia de su lugar
de nacimiento o condición social?
Estos interrogantes expresan los principales desafíos éticos (políticos y económicos) de nuestro tiempo.
2.5. La ética material de los valores
Max Scheler (1874-1928) es el principal representante de la ética de los valores. Esta ética está basada en una
teoría sobre los valores considerados como esencias, cualidades o propiedades que residen en las cosas.
Contra las concepciones subjetivistas y relativistas del valor (ya referidas en la Unidad anterior, a propósito de la
controversia entre el universalismo y el relativismo), Scheler considera que los valores no son el resultado de las
interpretaciones que los individuos (los grupos y clases, las culturas, etc.) realizan sobre las cosas. Es así que el hombre
descubre los valores, no los inventa ni los crea, y para ello se sirve de una especie de intuición sentimental.
Scheler elaborará una lista de valores entre los cuales, curiosamente, no figurarán valores morales. Ello obedece
a que éstos consisten en la realización de los otros valores (sensibles, vitales, culturales, etc.), de acuerdo con su
orden y jerarquía.
Scheler se refiere a los siguientes valores, ordenados de menor a mayor grado:
● Valores sensibles (alegría/pena, placer/dolor).
● Valores de la civilización (útil/perjudicial).
● Valores vitales (noble/vulgar).
● Valores culturales o espirituales (estéticos: bello/feo; éticojurídicos: justo/injusto; especulativos: verdadero/falso).
● Valores religiosos (sagrado/profano).
A tales valores corresponden diferentes “tipos” o formas de existencia:
● El vividor (valores de la sensibilidad).
● La generosidad hacia el débil y la defensa de unas
condiciones dignas de vida para todos los seres
humanos son valores irrenunciables para el hombre.
(www.cnice.mec.es)
● El técnico (valores de la civilización).
● El héroe (valores vitales).
● El genio (“artista”, “legislador” o “sabio”: valores culturales o espirituales).
● El santo (valores religiosos).
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PRINCIPALES ESCUELAS ÉTICAS A LO LARGO DE LA HISTORIA DEL PENSAMIENTO
Ésta es una ética material, porque indica contenidos o materias para la acción y es, al mismo tiempo, universal
o válida para todos los seres humanos: los valores no son meras invenciones humanas.
Recuerda
Las éticas materiales indican el contenido o materia de la acción: lo que hay que hacer.
Aristóteles distingue entre virtudes dianoéticas (o intelectuales) y virtudes éticas, que consisten en el término medio entre dos
extremos.
Los epicúreos distinguen tres clases de deseos y placeres: naturales y necesarios, naturales y no necesarios, no naturales e
innecesarios.
Los estoicos conciben al sabio como aquél que resiste a los reveses de la fortuna y no se deja arrastrar por la euforia.
La ley natural, según su concepción cristiana, manda hacer el bien y evitar el mal, de acuerdo con las disposiciones y tendencias
del ser humano: conservación de la existencia, reproducción y cuidado de la prole, y vida en sociedad.
Los utilitaristas consideran que el placer y el dolor, lo útil y lo perjudicial, constituyen los fundamentos de la acción moral, de modo
que una acción resulta moralmente valiosa cuando redunda en el mayor beneficio posible para el mayor número posible de
personas.
Según la ética material de los valores, de Max Scheler, los valores morales consisten en la realización, respetando el orden
objetivo, del resto de valores: sensibles, de la civilización, vitales, culturales y religiosos.
Actividades
4. ¿Qué diferencia hay entre una ética material y una ética materialista?
5. Explica brevemente la teoría aristotélica del término medio.
6. ¿En qué consiste la idea epicúrea de la felicidad?
7. ¿En qué consiste el ideal estoico del sabio?
8. Explica la relación entre ley eterna, ley natural y ley positiva.
9. Explica el principio utilitarista de la moralidad y por qué el utilitarismo representa un hedonismo universalista.
10. La teoría scheleriana de los valores, ¿corresponde a un planteamiento universalista o relativista de la moral?
3. Las éticas formales
A diferencia de las éticas materiales, las éticas formales no determinan qué hemos de hacer, no indican el contenido
o materia de la acción, sino que establecen cómo debemos obrar, esto es, cuál debe ser la forma de nuestras acciones
para que sean consideradas moralmente adecuadas.
Cada sistema o escuela tiene su propia concepción de la forma de la acción moral. A continuación expondremos
algunas de las más conocidas teorías: el formalismo ético kantiano, el formalismo ético existencialista y la ética
comunicativa o del discurso.
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3.1. El formalismo kantiano. Convicción y responsabilidad
Para Immanuel Kant (1724-1804), los imperativos de las éticas materiales son condicionados, esto es, valen a
condición de que el individuo acepte la idea de bien propuesta. Por esta razón, las éticas materiales no pueden
suministrar un criterio de moralidad universal y necesario.
En el caso de las éticas materiales, la voluntad actúa siempre movida por motivos externos a la conciencia moral
o razón práctica. Se trata, pues, de una voluntad heterónoma. Sus máximas solamente proporcionan imperativos
hipotéticos (“debes hacer x, si quieres conseguir y”), nunca imperativos universales o leyes morales.
El núcleo de la ética formal kantiana radica en su definición de lo bueno. En rigor, lo único que puede ser considerado
como bueno sin limitaciones es una buena voluntad. Con palabras del propio Kant:
Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como
bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad.
(…) La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar
algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma.
KANT, Immanuel, Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Madrid,
Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, 1992, págs. 21-22.
¿Cuándo una voluntad es buena? La voluntad puede actuar de tres formas, lo que da lugar a tres clases de
acciones:
● Acciones contrarias al deber, en las que la voluntad actúa en contra de la ley moral.
● Acciones conformes al deber, en las que la voluntad actúa movida por inclinaciones sensibles.
● Acciones hechas por puro respeto al deber.
Una voluntad es buena cuando actúa por puro respeto al deber, independientemente del contenido de la acción.
Una voluntad que actúa así es autónoma, puesto que su acción coincide con la norma que la razón se da a sí misma;
y en esa medida es libre, pues su decisión no está sujeta a ningún tipo de condicionamiento previo.
La buena voluntad se orienta por una norma universal, válida para todo ser racional; por el denominado imperativo
categórico o ley moral. Dicho imperativo es una norma formal, una pura fórmula. No especifica ningún contenido
concreto de la acción, sino la forma que han de respetar nuestras máximas (o principios subjetivos de acción) para
ajustarse al principio objetivo de la ley.
Kant dará diversas fórmulas del imperativo categórico, de las que destacan las dos siguientes:
● Obra de manera que la máxima de tu conducta pueda convertirse en ley universal.
● Obra de modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como
un fin y nunca solamente como un medio.
La primera fórmula indica la subordinación de la máxima, que tiene siempre la apariencia de un juicio particular
(“yo debo hacer x”, “algunos queremos hacer x”), respecto a la ley, que adopta la forma de un juicio universal: “todos
debemos hacer x”. De este modo, cuando lo que yo me propongo hacer puedo querer sinceramente que se lo proponga
hacer cualquier otro, el principio subjetivo de mi acción (a lo que llamamos “máxima”) se convertirá en una ley universal
(o, mejor, universalizable) de conducta.
Veamos un ejemplo que pone Kant. Supongamos que yo me propongo, por simple conveniencia, incumplir la
promesa que en otro momento hice. ¿Qué pasaría si todos incumpliéramos necesariamente (como si se tratara de
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una ley universal de la naturaleza, añade Kant) la promesa que hicimos en otro tiempo? Sucedería que la ley anularía
paradójicamente el fenómeno que pretende regular; en un mundo así no habría promesas, pues nadie creería en la
palabra del otro. Por lo tanto, la acción contenida en esa máxima es contraria a la ley moral.
La segunda de las fórmulas refuerza la visión kantiana del ser humano como un fin en sí mismo. A diferencia de
“las cosas”, el ser humano no tiene precio sino que posee dignidad:
Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, empero, si son seres
irracionales, un valor meramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales
llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no
puede ser usado meramente como medio, y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto del
respeto).
KANT, Immanuel, ob. cit., págs. 63-64.
Con Kant se establece una nueva división en el seno de la filosofía práctica, a la que ya aludimos en la anterior
Unidad. Se trata de la distinción entre las llamadas éticas de la convicción, como la ética formal del propio Kant, y
las llamadas éticas de la responsabilidad, como lo sería la ética utilitarista.
● Para las éticas de la responsabilidad, el problema de la “buena voluntad” consiste en que ésta no es
objetivamente verificable. El infierno está empedrado de buenas intenciones, dice un refrán. Por consiguiente,
para estos autores son las consecuencias, que sí pueden ser confirmadas, las que proporcionan el valor moral
de la acción.
● Frente a esta posición, las éticas de la convicción insisten en que el valor moral de la acción radica en la
intención que mueve a la voluntad. ¿Acaso no nos ha pasado alguna vez que nuestra acción, absolutamente
bienintencionada, ha dado lugar a consecuencias imprevistas y contrarias a las deseadas? ¿A quién no le ha
salido alguna vez, moralmente hablando, “el tiro por la culata”? Las consecuencias de la acción pueden escapar
a nuestro control, no así la intención que guía nuestras acciones.
3.2. El formalismo ético existencialista
Según Jean Paul Sartre (1905-1980), el hombre es un ser libre. La conocida frase la existencia precede a la esencia
significa que no hay ningún elemento identificador, ninguna propiedad definitoria que nos permita comprender qué
es la naturaleza humana.
El hombre es un proyecto abierto, una existencia por hacer. Las determinaciones son posteriores y forman ya
parte de un proyecto en curso. Sin nada que le oriente, la existencia del hombre es pura indeterminación. Su libertad
es, pues, absoluta, no está determinada por valores, fines o intenciones previas: estamos condenados a ser libres.
Aunque decidamos que otros (la sociedad, la religión, el Estado, etc.) decidan por nosotros, estamos ya eligiendo un
modo o proyecto de existencia.
Ese ilusorio elegir el no ser nosotros mismos es lo que Sartre llama “mala fe”. La mala fe consiste en el vano intento
de eludir la angustia de decidir por nosotros mismos. Lo contrario de la mala fe es la autenticidad, que consiste en
asumir la carga insoslayable de nuestra libertad.
A partir de la condena original que supone esta libertad vacía, sin valores ni ideas que resuelvan de antemano lo
que hemos de hacer, la existencia intenta construir su esencia como proyecto individual.
En ningún caso podemos renunciar a ese quehacer angustioso que es la creación y asunción de nuestros valores
y normas.
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Ahora bien, pese a este carácter irreductiblemente individual y
subjetivo de la libertad, Sartre esboza la posibilidad de una cierta
moral común, tal como señala en su ensayo de 1946 El
existencialismo es un humanismo, pues “en cuanto hay compromiso,
estoy obligado a querer, al mismo tiempo que mi libertad, la libertad
de los otros”.
Sin duda que las circunstancias históricas, tras el desastre de la
Segunda Guerra Mundial y en medio de una Europa asolada, tuvieron
que ver con este giro humanista y comprometido de la ética sartreana.
3.3. La ética comunicativa o del
discurso
● Para Jean-Paul Sartre, el hombre es una pasión inútil, condenado
a ser libre y a inventar sus propios valores.
(www.cnice.mec.es)
Formulada por Jürgen Habermas (1929), el objetivo de la denominada “ética comunicativa” o “del discurso” es
la constitución de una comunidad de interlocutores capaces, en condiciones ideales, de alcanzar un consenso
universal sobre determinados fines. En este sentido, las éticas del discurso corresponden al llamado giro lingüístico
de la filosofía contemporánea.
La ética del discurso trata de establecer las condiciones que hagan posible una comunicación ideal. Tales condiciones
son el objeto de lo que Habermas denomina pragmática universal: la constitución de un marco teórico y práctico que
permita el intercambio de puntos de vista argumentados, dentro de los cuales se incluyan los intereses de los distintos
interlocutores. Desde esta perspectiva, el diálogo es el método para establecer cooperativamente la verdad de las
proposiciones.
La ética comunicativa rechaza de plano cualquier posición filosófica basada en la idea de una conciencia moral
abstracta. La comunidad de los interlocutores, idealmente competentes, constituye el fundamento a partir del cual
pueden establecerse las bases para la emancipación de los sujetos racionales y libres.
El interés emancipatorio que orienta esta ética consiste, pues, en la progresiva liberación de las coacciones
que impiden la libre realización de los sujetos sociales, individuos o grupos.
Las normas acordadas no tienen carácter definitivo ni están más allá de la historia. Su construcción y cumplimiento
efectivos tienen como referente la radical historicidad del ser humano. Ello las convierte en normas históricamente
revisables, expuestas a ulteriores procesos dialógicos, como aquéllos en que han sido producidas.
Habermas ha señalado los presupuestos pragmáticos sin los cuales no es posible alcanzar consensos que
respondan verdaderamente a los intereses de los interlocutores. Con palabras del propio autor:
Las cuatro presuposiciones más importantes son: a) el carácter público e inclusión: no puede excluirse a nadie
que, en relación con la pretensión de validez controvertida, pueda hacer una aportación relevante; b) igualdad
en el ejercicio de las facultades de comunicación: a todos se les conceden las mismas oportunidades para expresarse
sobre la materia; c) exclusión del engaño y la ilusión: los participantes deben creer lo que dicen; y d) carencia de
coacciones: la comunicación debe estar libre de restricciones, ya que éstas evitan que el mejor argumento
pueda salir a la luz y predeterminan el resultado de la discusión.
HABERMAS, Jürgen, Acción comunicativa y razón sin transcendencia. Barcelona, Paidós, 2002, p. 56.
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PRINCIPALES ESCUELAS ÉTICAS A LO LARGO DE LA HISTORIA DEL PENSAMIENTO
Recuerda
Las éticas formales no establecen el contenido o materia de la acción, sino la forma que deben poseer nuestras decisiones y
acciones para ser “buenas”, “justas” o “correctas” desde un punto de vista moral.
Para Kant, el valor moral de una acción reside en la intención pura o “buena voluntad” que la guía.
El imperativo categórico es el principio objetivo de la acción, al que deben poder convertirse, si son moralmente correctos, los
principios subjetivos o máximas.
Para Sartre, el hombre es absolutamente responsable de sus decisiones y actos, de sus normas y valores, pues ninguna esencia
precede a la existencia humana como proyecto libre.
Las éticas del discurso basan el entendimiento entre diversos interlocutores en el reconocimiento previo de unas determinadas
condiciones que hagan posible, precisamente, dicha interlocución.
Actividades
11. Explica la diferencia kantiana entre “máxima” y “ley universal”.
12. Explica la diferencia entre las éticas de la intención y las éticas de la responsabilidad.
13. ¿Qué significa, en el existencialismo de Sartre, la expresión “mala fe”?
14. ¿Cuál es el fin de la pragmática universal elaborada por Jürgen Habermas?
PA R A S A B E R M Á S . . .
Platón trató de llevar a la práctica su ideal de polis perfecta en Siracusa. Fracasó en sus intentos hasta el punto de
ser vendido como esclavo. Una vez rescatado y a su regreso a Atenas, fundó la Academia, en la que Aristóteles recibió
las enseñanzas platónicas, que posteriormente sometió a crítica, durante dieciocho años.
Es famosa la argumentación epicúrea en torno a la muerte. En la Carta a Meneceo, Epicuro afirma que no debemos
preocuparnos por la muerte, pues cuando ella es nosotros no somos, y cuando nosotros somos ella no es.
Si el ser humano tiende naturalmente a conservar su propia existencia y debe, por lo tanto, respetar la vida del prójimo
(al que debe amar “como a sí mismo”), ¿cuál es la posición de Santo Tomás respecto a la pena de muerte y a la
guerra? En un breve y curioso pasaje de la Suma Teológica, Santo Tomás afirma que toda muerte (también las muertes
violentas) supone el deceso natural del cuerpo, y que es Dios quien dispone de la vida de los hombres. Por consiguiente,
“dar la muerte” en nombre de Dios, que es quien da y quita en última instancia la vida, no contravendría ese precepto
particular de la ley.
En el Diario de John Stuart Mill podemos apreciar el lado “más humano” de este profundo y con frecuencia malinterpretado
precursor del utilitarismo. En una conmovedora nota del 28 de marzo de 1854, época en la que el filósofo sufrió la
enfermedad de su esposa y el sentimiento que le provocó su propio deterioro físico, podemos leer: Es un deseo lleno
de ternura el querer morir antes de que muera la persona a quien amamos enteramente, pero es un deseo egoísta
el querer morir antes de que muera quien nos ama enteramente. Es una de las partes más dolorosas de nuestra
condición el que, si tenemos la fortuna de tener una verdadera amistad con alguien, una de esas dos cosas tenga
que ocurrir, como no sea que por rara coincidencia (un naufragio, por ejemplo) ambas personas mueran de repente,
inesperadamente, y juntas (ob. cit., Madrid, Alianza, 1996, págs. 51-52).
En Los últimos días de Emmanuel Kant, de Thomas de Quincey, en el “Anecdotario kantiano” que sirve de anexo a
la edición en castellano de Valdemar (2000), se cuenta que Kant acostumbraba a decir que si el hombre dijera y
escribiera todo lo que piensa, no habría nada más horrible en este mundo de Dios que el hombre (ob. cit., p. 145).
Si ello es así, tomado al pie de la letra, ¿cuál sería el resultado de aplicar el imperativo categórico sobre la máxima
de la sinceridad? ¿Debemos o no debemos ser siempre y en todo caso “sinceros”?
Se cuenta que cuando alguien le reprochó al filósofo Max Scheler que su conducta no era coherente con los valores
que defendía, éste respondió: pero ¿acaso has visto a una señal de tráfico dirigirse hacia donde apunta?
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