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De súbditos a ciudadanos
siglos xvii-xix
El proceso de formación de las comunidades criollas
del Caribe hispánico (Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo)
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Archivo General de la Nación
Volumen CCXX
Jorge Ibarra Cuesta
De súbditos a ciudadanos
siglos xvii-xix
El proceso de formación de las comunidades criollas
del Caribe hispánico (Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo)
Tomo II
Santo Domingo
2014
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Cuidado de edición: Kary Alba Rocha
Diagramación: Yahaira Fernández Vásquez
Diseño de cubierta: Engely Fuma Santana
Motivo de cubierta: La Plaza del Mercado, calle del Comercio, hoy Isabel la
Católica. Frank Leslie ´s Ilustrated, New York, feb.-jul., 1871.
La fecha de la foto es 1ro. de abril 1871.
© Jorge Ibarra Cuesta
De esta edición
© Archivo General de la Nación (vol. CCXX)
Departamento de Investigación y Divulgación
Área de Publicaciones
Calle Modesto Díaz, No. 2, Zona Universitaria,
Santo Domingo, República Dominicana
Tel. 809-362-1111, Fax. 809-362-1110
www.agn.gov.do
ISBN: 978-9945-586-13-8
Impreso en República Dominicana / Printed in Dominican Republic
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Contenido
Capítulo V
Semejanzas y contrastes de las comunidades
criollas en las antillas hispanoparlantes.......................... 17
Estratificación etnosocial de las sociedades antillanas
hispanas. La primera gran división del trabajo...................... 17
1. Las prevenciones de la Corona y de las autoridades
coloniales españolas respecto a los criollos ............................ 24
2. La creciente desconfianza del poder colonial
en las milicias criollas blancas y «de color»........................... 46
3. La legislación segregacionista que separaba
a criollos y peninsulares .................................................... 71
4. Compartimentando a los funcionarios coloniales
de las comunidades criollas y de ellos mismos ....................... 73
5. La progresiva militarización de las posesiones
antillanas de España........................................................ 78
6. Un paréntesis metodológico: las entidades
institucionales de pertenencia participativa ......................... 83
7. Funciones de los cabildos antillanos.
Su naturaleza oligárquica................................................. 85
8. Ordenación original de los cabildos por las
Leyes de Indias ................................................................ 93
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9. La familia criolla, base de sustentación de la
sociedad colonial en precario.............................................. 97
10.Algunas reglas de oro de la política colonial
española ....................................................................... 106
11.La distribución de las tierras en las Antillas
hispánicas .................................................................... 110
12.La reforma del sistema de tenencia de tierra ....................... 118
13.La otra cara del imaginario caribeño: la
decadencia de España durante el Siglo de Oro.
La metrópolis y sus posesiones
antillanas: sociedades de conflictos ................................... 131
Capítulo VI
La temprana formación de la identidad
puertorriqueña..................................................................... 135
1. Las imposiciones del Estado colonial a los
cabildos de Puerto Rico ................................................... 135
2. Temprana toma de partido del Estado
colonial a favor de los vegueros en sus
conflictos con los terratenientes boricuas............................. 137
3. El siglo de la miseria en Puerto Rico ................................. 150
4. San Juan vs. San Germán .............................................. 159
5. Persecuciones y encarcelamientos
de los regidores y alcaldes criollos. ..................................... 161
6. Las medidas borbónicas contra el contrabando
y la autonomía de los cabildos en el siglo xviii
puertorriqueño............................................................... 170
7. La subordinación de los cabildos de tierra
adentro a los tenientes gobernadores ................................ 171
8. Exigencias de las autoridades coloniales
para que regidores y alcaldes cumplan
con sus obligaciones tributarias........................................ 172
9. Medidas defensivas del cabildo de San Juan vs.
la disgregación y la dispersión que implicaba
la regatonería ................................................................ 176
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10.La defensa de la integridad étnica y social
del cabildo criollo ........................................................... 178
11.Conflictos entre los cabildos de las
ciudades-puerto y los de tierra adentro .............................. 180
12.La potestad de los cabildos de repartir
las tierras y el poder constitutivo de la
oligarquía edilicia ......................................................... 182
13.Las cuentas no saldadas del todo en los juicios
de residencia entre el patriciado criollo
y las autoridades coloniales.............................................. 185
Capítulo VII
Santo Domingo: una identidad forjada contra
propios y extraños................................................................ 187
1. El derecho a repartir las tierras en
Santo Domingo.............................................................. 187
2. La cuestión del contrabando y del
desmembramiento de la comunidad
territorial ...................................................................... 192
3. Los reclamos propios del patriciado
dominicano vs. los desmanes de las
autoridades coloniales .................................................... 200
4. La unidad de los cabildos dominicanos
frente al Estado colonial. Todos para uno
y uno para todos ............................................................ 202
5. El creciente empobrecimiento dominicano ........................... 205
6. Las reivindicaciones corporativas de los
cabildos dominicanos...................................................... 211
7. La hegemonía política y cultural del cabildo
de Santo Domingo sobre el vecindario criollo ...................... 216
8. Las pugnas entre la Real Audiencia
de Santo Domingo y los cabildos criollos ............................ 219
9. Las contradicciones de la Real Audiencia
con los cabildos se mantuvieron activas
en el siglo xviii. .............................................................. 225
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10.Los pleitos del cabildo de Santo Domingo
con Bitrián de Viamonte ................................................ 230
11.El lugar de cada quien en las ceremonias
y solemnidades públicas dominicanas ............................... 235
12.Los juicios de residencia y la oportunidad
de resarcirse que tenían las autoridades
coloniales...................................................................... 238
13.La autonomía administrativa de los cabildos
dominicanos cuestionada por el Consejo
de Indias ...................................................................... 239
14.Conflictos con las autoridades coloniales
por la composición terrateniente y criolla
de los cabildos................................................................ 241
15.Las autoridades coloniales se encargaban
de acentuar la separación entre los criollos
blancos y los criollos negros. ............................................ 248
Capítulo VIII
Condicionamientos de las relaciones del poder
colonial con la región centro-oriental de Cuba.............251
1. Las ordenanzas municipales del oidor
de la Real Audiencia de la Española
Alonso de Cáceres Ovando en 1574. ................................. 251
2. Guerra naval contra los enemigos de la
Corona española en el mar Caribe .................................... 259
3. Medidas infructuosas del poder colonial
contra el patriciado santiaguero y bayamés.
El espejo de la paciencia .................................................. 261
4. El patriciado santiaguero se opone a la
injerencia del Santo Oficio en su jurisdicción ..................... 268
5. Los conflictos de los cabildos de Santiago
de Cuba y de Bayamo con el gobernador
del Departamento Oriental en el siglo xvii. ..........................270
6. Supresión de la facultad de repartir tierras
a los cabildos de la isla ....................................................272
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7. Prohibición colonial de producir aguardiente
de caña en América.........................................................275
8. La obligación de la pesa: manzana
de la discordia entre los patriciados criollos..........................277
9. El enemigo externo: sus agresiones
a la isla en el siglo xvii.....................................................279
10.La contraofensiva española: la cooptación de sectores
del patriciado y las comunidades criollas
por la Corona mediante la expedición
de patentes de corso y concesión de comisos ..........................281
11.La mediación de la Corona en las pugnas
entre las autoridades coloniales y los cabildos
de las Antillas ................................................................292
Índice Onomástico..........................................................295
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Por un olvido del autor, en el primer tomo de esta obra no
apareció consignado que gran parte de la investigación que hizo
posible este texto fue financiada por una beca que en el año
2000-2001 otorgara el programa SEPHIS* para estudios de historia comparada Sur-Sur, promovido por el International Institute
of Social History de Amsterdam, Países Bajos.
South-South Exchange Programme for Research on the History of
Development.
*
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“La identidad social nace en la diferencia, y la diferencia se afirma contra lo más próximo, que representa la
mayor amenaza”
Pierre Bourdieu
“Fabulosa resistencia de la familia cubana.
Arca de nuestra resistencia en el tiempo...”
José Lezama Lima
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Capítulo V
Semejanzas y contrastes de las comunidades criollas en
las antillas hispanoparlantes
Estratificación etnosocial de las sociedades antillanas
hispanas. La primera gran división del trabajo
Las relaciones de los cabildos y las comunidades criollas
con la Corona y las autoridades coloniales constituyen uno
de los ejes que ameritan ser abordados en el estudio de la
evolución histórica del Caribe hispánico. Las contradicciones
entre los cabildos (órganos del patriciado criollo local) y las
autoridades coloniales (representativas del poder imperial
de la Corona española) encierran una de las claves del proceso de formación nacional antillano. Los cabildos seculares y
eclesiásticos fueron las únicas instituciones de las Antillas hispanoparlantes controladas por los criollos en el transcurso
de los siglos xvii y xviii. De acuerdo con el historiador del derecho colonial dominicano Wenceslao Vega, la distribución
de cargos en la administración colonial de Santo Domingo se
correspondía con la estratificación etnosocial de las posesiones coloniales:
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Mientras los nombramientos de Gobernador, Oidores
de la Real Audiencia, Tesoreros, Arzobispos, etc.,
recaían siempre en funcionarios venidos de España,
los cargos municipales (Alcaldes, Regidores, Alguacil,
etc.) estuvieron generalmente en manos de los
naturales de la colonia. 1
Las investigaciones de la historiadora puertorriqueña Elsa
Gelpí Baíz revelan el predominio progresivo de los capitulares
criollos en el cabildo de San Juan desde la segunda mitad del
siglo xvi.2 Esta tendencia —presente en todas las colonias hispanas de las Antillas— se corresponde con el incremento de la población criolla en el suelo americano. En efecto, el historiador
cubano Julio Le Riverend estimó que si para 1544 había unos
130 o 140 vecinos en cada una de las villas de la isla de Cuba,
unos 30 o 40 de ellos eran criollos, de suerte que alrededor de
un 29% de los vecinos había ya nacido en la colonia. A partir de
estos estimados y otros podemos deducir que a principios del
siglo xvii la mayoría de los vecinos de las villas era criolla.3
En todo caso, no pensamos que sea trascendente el examen
de la génesis de un hecho cuya virtualidad histórica radica sobre todo en su presencia en el transcurso del tiempo y en la
comprobación e indagación de sus tendencias. No es en sus
orígenes donde se dilucidará la trascendencia del dominio de
los cabildos por parte de los criollos o la propensión de estos
a manifestarse contra las disposiciones del poder colonial. La
noción de que el inicio de un proceso histórico encierra todas sus evoluciones posibles y de que sus futuros despliegues
son transparentes desde un principio forma parte de lo que
Wenceslao Vega, Historia del derecho colonial dominicano, Santo Domingo,
1981, pp. 72-73.
2
Elsa Gelpí Baíz, Siglo en blanco. Estudio de la economía azucarera en Puerto
Rico del siglo XVI, San Juan, 2000.
3
Julio Le Riverend y Hernán Venegas, Estudios sobre el criollo, La Habana,
2005, p. 101.
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se ha denominado la ilusión de los orígenes. En este sentido,
solo podemos conjeturar que a comienzos del siglo xvii, y en
la mayoría de las posesiones coloniales españolas, los criollos
descendientes de los conquistadores y primeros colonizadores
habían accedido a los principales cargos de los cabildos y presidían las actividades locales en las principales ciudades y villas.
Las investigaciones de John Lynch revelan que las autoridades
coloniales estaban integradas fundamentalmente por oficiales reales procedentes de la península ibérica. Así, de los 117 virreyes que
gobernaron antes de 1813, solo 4 fueron criollos, aunque la población de las posesiones coloniales hispánicas sobrepasaba en una
proporción de 70 a 1 a la de los peninsulares. De los 15,000 peninsulares residentes, la mitad eran soldados de guarnición situados
en las principales fortalezas y reductos militares de las Indias.4
Asimismo, la designación de los capitulares por parte de los
gobernadores tenía como objetivo el que aquellos no representasen los intereses locales, sino los de la monarquía.5
La legislación de Indias, acorde con las orientaciones fundamentales del derecho feudal de Castilla, no solo prohibía el
acceso a los cabildos de las personas procedentes de las clases
subalternas (artesanos, campesinos, trabajadores…), sino también de las dedicadas a actividades comerciales o lucrativas (regatones, comerciantes y mercaderes).6 Las ordenanzas municipales puertorriqueñas, dominicanas y cubanas condenaban
la regatonería y todas las actividades remunerativas de carácter
especulativo. La prohibición de estas ocupaciones determinó
que los inmigrantes de la península de baja condición social y
los implicados en actividades comerciales lucrativas no pudieran por lo general ocupar posiciones en los municipios. Otra
cosa sucedió con los criollos descendientes de conquistadores
4
5
6
John Lynch, The Spanish American Revolution, 1808-1826, New York, 1973,
pp. 18-19, 298.
John H. Parry, The Sale of Public Office in the Spanish Indies under the
Habsburg, Berkeley, 1953.
Recopilación de leyes de los reinos de Indias, tomos I- III, 5ª edición, Madrid, 1841.
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y colonizadores, que devinieron señores de hacienda en virtud
de mercedes de hatos o corrales dispensadas por las autoridades coloniales, pero que fueron también las personas a quienes la Corona otorgó el privilegio de ocupar los oficios en las
entidades capitulares.
Los cabildos representaban intereses locales y desempeñaban
en Indias funciones análogas a las que cumplían en la península.
En sus orígenes, los consejos municipales indianos tuvieron un
viso oligárquico, pues los regidores eran designados por el rey a
perpetuidad, de por vida, y sus cargos podían ser heredados por
sus descendientes.7 En Cuba, sin embargo, se dispuso desde 1528
que los regidores fueran electos por el pueblo a campana tañida,
siendo ellos quienes a su vez elegían a los alcaldes.
La designación de los regidores a perpetuidad en el siglo xvi
recaía en encomenderos de indios y poseedores de hatos, conquistadores o descendientes de ellos. De acuerdo con las Leyes
de Indias, los requisitos para ser regidor perpetuo eran: 1) ser
vecino de la ciudad o villa; 2) tener más de 25 años; 3) saber leer
y escribir; y 4) poseer bienes de fortuna que le permitieran vivir
sin dedicarse a oficios serviles, o sea, a trabajos manuales o artesanales.8 La elección de los alcaldes recaía por último sobre los regidores. De acuerdo con la historiadora Isabel Gutiérrez Arroyo, los
cabildos en Puerto Rico se convirtieron pronto en una «behetría
de compadres» integrada por patricios procedentes de unas pocas familias terratenientes.9 En Santo Domingo, por su parte, no
escaseaban las denuncias contra el poder de las familias patricias
que acaparaban los cargos de regidores perpetuos.
La presencia de los regidores a perpetuidad en los cabildos ha sido
estudiada por Genaro Rodríguez Morel en el caso específico del Santo
Domingo del siglo xvi y por Esteban Mira Ceballos en las Antillas en
general. Ver Genaro Rodríguez Morel, Cartas del cabildo de la ciudad de
Santo Domingo en el siglo xvi, Santo Domingo, 1999, pp. 15 y ss.
8
Esteban Mira Ceballos, Las Antillas Mayores 1492-1550, Madrid, 2000,
pp. 324-329.
9
Isabel Gutiérrez Arroyo, Conjunción de elementos del medioevo y la modernidad
en la conquista y colonización de Puerto Rico, San Juan, 1974, p. 34.
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Fue así como en el curso de los primeros siglos de vida colonial antillana se consolidó en el poder una oligarquía terrateniente criolla que retendría los cargos de regidores y alcaldes.
De esta suerte, los cabildos fueron integrados por las principales
familias terratenientes criollas. Ya en la segunda mitad del xvi se
hablaba de los «cristianos viejos» o de los «antiguos vecinos de
limpia generación» a fin de designar con ello a una estirpe criolla que procedía de los conquistadores y primeros colonizadores
y que detentaba los principales oficios de los cabildos.
Los conquistadores y colonizadores transmitieron a la oligarquía criolla no solo un linaje, sino las principales atribuciones
y prerrogativas políticas y sociales que les fueron concedidas
por la Corona. La formación del abolengo criollo constituyó
un activo proceso que se manifestó tanto en virtud de la condición social y cultural del patriciado, como por el protagonismo
que desempeñó en la vida de las comunidades criollas. Los
naturales de las Antillas hispánicas dieron fe de su presencia
social ante todo a través de la forma en que expresaron tener
conciencia de su particular identidad frente a las autoridades
coloniales y los peninsulares en general. El poder secular que
los patricios de los cabildos ejercieron sobre los vecindarios
antillanos los convenció de que no solo eran «los padres de la
ciudad» (como se llamaban y hacían llamar), sino los representantes de las comunidades criollas frente al poder colonial.
Los cargos principales de la administración colonial (gobernadores, oidores de la Real Audiencia, obispos, alta jerarquía
eclesiástica, tesoreros y recaudadores de la Real Hacienda)
eran detentados por funcionarios procedentes de la península, por lo general desvinculados de los intereses locales e interesados en cumplir ante todo sus deberes con la Corona. En
un primer momento, los cabildos antillanos se constituyeron a
imagen y semejanza de los cabildos castellanos de la Edad Media. La diferenciación que posteriormente tendrá lugar será
resultado de la representación progresiva de intereses locales
propios distintos de los de la metrópolis. Durante los primeros
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siglos de vida colonial los cabildos antillanos desempeñaron
funciones otorgadas por el Consejo de Indias y el monarca
español, los cuales se propusieron regular estrictamente las
funciones jurídicas, económicas, sociales y culturales de los
cabildos y de las comunidades sujetas a su jurisdicción. Desde
un primer momento se hizo evidente que la intervención del
gobernador, máximo representante de la Corona, estaba orientada a normar y a fiscalizar las actividades de los cabildos, cuyas
reuniones incluso presidía en las principales capitales antillanas: La Habana, Santo Domingo y San Juan. Su arbitraje tenía
como finalidad el cumplimiento de la voluntad del monarca
por encima de los intereses locales. Pero en la medida en que
las autoridades coloniales se arrogaban funciones ajenas a sus
atribuciones e intervenían en la jurisdicción de los cabildos,
sus decisiones eran impugnadas por el patriciado criollo.
La población blanca criolla consideraba que el trabajo manual rebajaba socialmente a las personas. En España se consideraban «oficios viles» los que se hacían con las manos, los que
implicaban un trabajo físico. De ahí que en una Real Cédula
del 26 de mayo de 1609 se consignara:
Cosa sabida es la mucha gente española que hay en
estas provincias, así de la que de aquí va… como de
los criollos nacidos allá, y también se tiene entendido
que con ser mucha gente desta, humilde y pobre, no
se inclina a trabajar… que resulta haber tanta gente perdida y ociosa… En estos reinos se ejecutan las
leyes contra los vagabundos… se os ordena que encaminéis al trabajo… a los españoles de condición
servil, mestizos, mulatos y zambahigos.10
Antonio Domínguez Ortiz, en «La sociedad española del siglo xvii», El
Siglo de Oro de la pintura, 2 vol., pp. 178-179, Madrid, 1864, señala la
marginación y el desprecio seculares por los trabajos mecánicos: «Hubo
una limpieza de oficios paralela a la limpieza de sangre y que en un sentido
muy amplio podía incluir no sólo a los oficios propiamente viles sino
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Esta pragmática de 1609 define lo que será una actitud
arraigada en la población blanca —criolla y española— hasta
bien avanzado el siglo xix. En efecto, en la sociedad esclavista
el trabajo manual era considerado denigrante. Las enumeraciones censales y los padrones de Cuba y Puerto Rico en los
siglos xviii y xix revelan que los negros y mulatos libres detentaban la gran mayoría de los oficios artesanales de las villas y
ciudades.
Las sociedades esclavistas del Caribe eran comunidades de
orden que reservaban a cada grupo étnico un espacio en el entramado estamental. Los estamentos étnicos segmentaban verticalmente a las clases sociales. En Cuba, La Española y Puerto
Rico los oficios de los cabildos y las grandes extensiones de
tierra estaban reservados casi exclusivamente a los criollos
blancos. Los cargos de gobernadores, tenientes gobernadores,
castellanos, prelados y oficiales reales eran desempeñados casi
siempre por peninsulares. Hasta el siglo xix los oficios artesanales y los trabajos físicos correspondieron casi exclusivamente
a los negros y mulatos libres y por supuesto a los esclavos.
La estratificación cultural y clasista determinaba una primera
gran división del trabajo en función de la posición que se ocupaba
en la estructura social. Quizás lo más trascendente de la división entronizada por la política colonial fue el hecho de que
no se tuviera en cuenta la prosapia de los colonos criollos ni
que se les reconociera la precedencia o primacía de la que se
creían acreedores por ser descendientes de los conquistadores
también a los manuales y mecánicos, es decir, a todos los que requerían
una actividad manual. Estas sutilezas tenían que afectar negativamente
a los artistas, ya que su separación de los gremios artesanos fue lenta y
trabajosa; arquitectos, escultores y pintores aparecían englobados en los
gremios de albañiles, carpinteros, herreros y otros y estaban sujetos a
sus ordenanzas; tenían que examinarse y ejecutar una obra maestra para
adquirir el grado de maestro; ellos, sus oficiales y aprendices, estaban
sujetos a la inspección de los veedores nombrados por las autoridades
municipales, tenían que contribuir a los gastos comunes, desfilar con el
pendón gremial en las fiestas del Corpus y otros cortejos, etc.».
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y primeros colonos del Nuevo Mundo. Si de algún emblema o
blasón presumían los patricios criollos era precisamente de ser
herederos de los hombres que conquistaron el Nuevo Mundo
para los monarcas de España: una de las fuentes de orgullo de
la que hicieron con más frecuencia ostentación a lo largo de
los siglos fue el ser descendientes de los fundadores del imperio colonial español. De hecho, las reclamaciones de los patricios a la Corona y a las autoridades coloniales en los pleitos
más disímiles eran acompañadas con frecuencia de atestados
genealógicos en los que se evidenciaba el linaje o estirpe de
conquistador o de colonizador pionero. La exclusión de los
patricios del estamento dominante —integrado por las autoridades coloniales españolas, a las que fueron subordinados—
representó, de acuerdo con su sentido del honor, no solo una
muestra de desconfianza y una afrenta, sino una injusticia flagrante. La sentida reivindicación criolla, enarbolada desde el
siglo xvi hasta fines del xix, acendró la identidad de las distintas comunidades antillanas frente a las autoridades coloniales.
1. Las prevenciones de la Corona y de las autoridades coloniales
españolas respecto a los criollos
El enfrentamiento de las comunidades criollas con la política
colonial de la metrópolis determinó que las mismas cobrasen
temprana conciencia de sus diferencias sociales, culturales y
sicológicas con las autoridades coloniales. Los cambios que los
criollos percibieron en su manera de sentir y pensar contribuyeron a la gestación temprana de una comunidad de cultura
criolla en los dos primeros siglos de colonización. Los naturales
de las posesiones caribeñas adquirieron progresivamente rasgos
culturales comunes que los distinguieron cada vez más de los inmigrantes españoles que afluían a las islas para asumir las posiciones dominantes de la administración colonial y el comercio.
Donde hemos hallado testimonios y evidencias anticipadas
de esta actitud ha sido en Cuba. Ya a poco más de un siglo
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del descubrimiento, el primer poema que se escribe en la isla,
Espejo de paciencia (1608), representará de forma novedosa a
los nacidos en el país, a quienes llamará «criollos», «gente de
la tierra» y «naturales del país».
Estas denominaciones eran extensivas tanto a los blancos
como a los negros y mulatos libres. Con el correr del tiempo
los criollos blancos se atribuyeron de modo exclusivo la condición de criollos, designando a los naturales del país de origen
africano con el apelativo de «pardos» o «morenos». A fines del
siglo xvi, el cronista de Indias Juan López de Velasco, autor
de la Geografía y descripción universal de las Indias (1570), era
del criterio de que «esos que son llamados criollos terminan
pareciéndose a los nativos, aunque no se mezclen con ellos
obedeciendo a la disposición de la tierra».11
Por su parte, el sacerdote Bernardino de Sahagún consideraba en 1568 a los criollos blancos (hijos de españoles) nacidos en
América distintos en su manera de ser a sus padres a causa del clima: «los que en ella nacen, y al propio de los indios, en el aspecto
parecen españoles (pero) en las condiciones no lo son (...) y esto
pienso lo hacen el clima o constelaciones en esta tierra».12
Con el objeto de justificar las relaciones de subordinación
y dominio que imponían a las comunidades criollas, las autoridades españolas las definían como degeneradas y anómalas.
Uno de los primeros prelados que intentó definir de manera prejuiciada las características del nuevo tipo humano que
se iba formando entre las promociones de naturales del país
fue el obispo de La Habana Juan del Castillo, quien en 1570
describió con vivos colores la sociedad criolla de entonces. La
mirada sesgada del prelado español se detenía en los rasgos
étnicos y culturales que lo apartaban del vecindario criollo:
Juan López de Velasco, Geografía y descripción universal de las Indias recopiladas por el cosmógrafo-cronista Juan López de Velasco desde el año 1771 al año
1574, Madrid, 1894, p. 14.
12
Julio Le Riverend y Hernán Venegas, Estudios sobre el criollo (versión
inédita), La Habana, p. 101.
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… la gente de aquella isla (es) la más incorregible
y libre y mal sujeta a los mandamientos de la Iglesia
que hay en todas las Islas y así hay muchos pecados
públicos y muchos vecinos casados dos o tres veces
estando sus mujeres vivas.13
Luego de describir la pobreza de la isla, el Obispo recomendaba el trato que a su juicio merecía el levantisco vecindario
de La Habana,
La condición de la gente que agora vive en aquella Isla
a donde era más necesario que asistiese el Santo Oficio
de la Inquisición que en ninguna parte de las Indias,
porque de otra manera entiende que no tendrá remedio el mal vivir de los vecinos de aquella Isla.14
La resistencia a su autoridad y las denuncias que contra él
formularon los naturales llevaron al Obispo a renunciar a su
alto cargo eclesiástico, «por la poca autoridad y respeto que le
tienen y que todos, blancos y negros, se atreven a hacer contra
mi información».15
El gobernador de La Habana, Pedro Menéndez de Avilés,
se expresó en los términos más acres contra la comunidad de
prófugos de la autoridad que deambulaba en las zonas rurales.
Para el Gobernador se trataba de una turba heterogénea de
escapados: «Hay desertores entre la mala compañía de monjes desobedientes, mestizos y mulatos de Santo Domingo que
merodean en la Tierra Adentro».16
A fines del siglo xvi se hizo evidente que los cabildos debían
ser controlados por las autoridades peninsulares so pena de
Leví Marrero, Cuba: Economía y sociedad. Siglo xvi: la economía, Madrid,
1974, t. II, p. 382
14
Ibídem.
15
Ibídem.
16
Irene A. Wright, Early History of Cuba, 1492-1586, New York, 1916, t. I, p. 52.
13
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convertirse en el reducto de las familias criollas terratenientes. Dado que el oficio de regidor comenzó a ser detentado
en La Habana por los naturales del país, el monarca español
dispuso en Real Cédula del 1 de octubre de 1598, dirigida a
la Real Audiencia de Santo Domingo, que los oficiales reales —designados para esos cargos en virtud del hecho de
ser peninsulares— tuvieran voz y voto en los cabildos y que
guardasen «las preeminencias y exenciones qe. a los propietarios, teniendo voz y voto en los cabildos, y lugar en los actos
públicos».17
La tentativa de compensar la presencia de los criollos en los
cabildos con funcionarios españoles designados ad hoc como
regidores fue derogada por una disposición real de 1623 que
dispuso que los regidores fueran electos por los votos de los regidores en el cabildo.18 La Corona prefirió entonces moderar
el poder de los regidores criollos desde fuera por medio de las
presiones de las autoridades coloniales y del arbitraje que ella
misma ejercía, antes que provocar la desafección abierta del
patriciado criollo introduciendo en los cabildos oficiales reales.
Por lo demás, la decisión de tomar distancia respecto a los
criollos devino la tónica dominante de las relaciones que las
autoridades coloniales españolas entablaron con los vecindarios antillanos desde principios del siglo xvii. En carta del gobernador Pedro Valdés (1602-1608) a S. M., fechada el 3 de
enero de 1604, aquel se refería a los nacidos en la isla en tono
despectivo, lo que hace pensar en las diferencias existentes
entre españoles y criollos:
Dizen que es que soy rescio y áspero de condición y
resuelto en mi parescer. Ha esto digo que según la
parcialidad que (h)allé aquí introducida en el tratar con
Irene A. Wright, Historia documentada de San Cristóbal de La Habana en la
primera mitad del siglo xvii, La Habana, 1930, t. I, p. 89
18
I. A. Wright, Historia documentada, t. I, p. 90. Y Emeterio Santovenia,
Historia de Cuba, La Habana, 1943, t. II, pp. 241-242.
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los gobernadores toda la gente de la tierra con igualdad
y sin distinción, y querer reducir esto a que con propiedad no se dixesse que era justicia entre compadres la
que se hazía. Les causó esto algún desabrimiento a los
principios y decir que era grave y áspero de condición.19
El trato «con igualdad y sin distinción» entre criollos y
gobernadores, como si fuesen «compadres» y «copropietarios»
de la isla, resultaba intolerable para el gobernador español.
Una manifestación de la actitud discriminatoria de los peninsulares contra los criollos de las posesiones ultramarinas
eran los atropellos y abusos de todo género que cometían los
soldados, marinos y funcionarios de todo tipo que viajaban en
la flota de la Carrera de Indias y hacían escala en La Habana.
El gobernador Pedro Valdés (1602-1608), a pesar de haberse
distinguido por su mano dura contra los cabildos y la población criolla, no pudo menos que protestar por el trato brutal
de la gente armada y con mando que viajaba en la flota. En carta del 3 de agosto de 1606, Valdés informaría a S. M. sobre los
numerosos delitos y agresiones que se perpetraban en contra
del vecindario habanero, afirmando que «hasta ahora ningún
delito de los que de la flota (h)an hecho se (h)a castigado». De
ahí que reclamara que fuera al gobernador y capitán general
de la isla a quien correspondiese juzgar y castigar esas violaciones, y no al almirante de la flota —en ese entonces Francisco
de Corral—, que ocultaba y protegía a los marinos y soldados
que cometían transgresiones en la ciudad.20 El Gobernador
de La Habana denunciaba que la gente de la flota era «gente
ynquieta y sediciosa que hazen mil excesos (...) muchas pendencias, heridos y muertos».21
Isabelo Macías Domínguez, Cuba en la primera mitad del siglo xvii, Sevilla,
1978, p. 189.
20
Archivo Nacional de Cuba, Academia de la Historia, caja 86, signatura
343 y 357.
21
Ibídem.
19
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En su juicio de residencia Valdés fue encontrado culpable
de haber proporcionado plazas de soldado a los criollos, a
quienes no se admitía en las guarniciones de defensa de las
fortalezas de la isla (testimonio de las medidas excluyentes
aplicadas a los criollos en la isla).22 La disposición del gobernador no acusaba parcialidad a favor de los criollos. Se trataba
tan solo de que no contaba con soldados peninsulares para
llenar las plazas de las fortalezas. De acuerdo con la documentación aportada por Irene Aloha Wright, la gente del campo
dio vivas cuando conoció la salida de Valdés de la isla.23
Para Manso de Contreras, oidor de la Audiencia de Santo
Domingo que había sido enviado en 1606 a la isla de Cuba a
reprimir los contrabandos, los criollos de Cuba eran «los más
desleales y rebeldes vasallos que ha tenido Rey ni príncipe en
el mundo y que si estuviera entre ellos Vuesa Señoría le venderían por tres varas de ruan».24
Por su parte, el gobernador de Santiago de Cuba, Juan de
Villaverde (1608-1609), al referirse en 1608 a la gente criolla,
destacó rasgos de una personalidad propia que no se avenía
con las orientaciones de las autoridades coloniales españolas:
«…la gente de aquella tierra tan belicosa, pleitista y de mal
vivir que queriéndolos castigar han de buscar remedios para
escaparse de mi jurisdicción».25
La designación en 1616 del teniente letrado y licenciado
Ruy Gómez como juez de residencia del gobernador de la isla
saliente, Ruiz de Pereda (1608-1616), fue combatida por el
apoderado de este basándose en que Ruy era natural de Cuba,
y como criollo no podía ser imparcial para juzgar a un gobernador español. La demanda del representante legal del Gobernador español surtió los efectos deseados, pues de acuerdo con
24
25
22
23
Ibídem, p. 193.
I. A. Wright, Historia documentada, La Habana, 1930, pp. 82-84.
L. Marrero, Cuba, t. IV, 1975, p. 132.
Julio Le Riverend, «Debate en soliloquio: el siglo xvii en Cuba», Temas,
número 16, 1988, p. 94.
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disposición real de junio de 1616: «no a lugar el nombramiento
y hágase en persona que no sea natural ni vezino ni este casado
con mujer natal de aquella Isla, guardada la orden que esté
dada acerca de esto».26
Pero de la misma manera que las autoridades españolas se
pronunciaban contra la designación de criollos en los cargos
oficiales en las islas, estos se oponían al nombramiento de
peninsulares. Actitud que se unía en ocasiones el sentimiento
localista de oponerse también a que otros criollos procedentes
de parajes distintos fueran designados en los cabildos seculares y eclesiásticos locales. Torres Cuevas y Leiva Lajara relatan
cómo procedía en 1626 el cabildo eclesiástico de Santiago de
Cuba al oponerse a la designación de clérigos peninsulares y
habaneros:
Lo más notable de este grupo de clérigos criollos es
su espíritu regionalista, reflejo de su estrecho concepto de patria local. Por una parte, se querían independizar lo más posible de la fiscalización de la Corona,
tratando de influir en la elección del Obispo por el
Rey, de modo que fuese natural de América, por otra,
un particular orgullo regional los hacía despreciar a
los clérigos no santiagueros.27
Esta actitud se evidenció en la forma en que el cabildo catedralicio santiaguero excluyó al canónigo Almeida de todo cargo en
la Catedral por ser natural de La Habana. Respecto a este asunto,
explicó el prelado Pedro Agustín Morell de Santa Cruz:
Y así no solo lo excluyeron del montón de conveniencias, sino también le comenzaron a molestar
en la que disfrutaba; que era estarse en su patria [su
I. A. Wright, Historia documentada, La Habana, 1930, p. 83.
Eduardo Torres Cuevas y Edelberto Leiva Lajara, Historia de la Iglesia
Católica en Cuba. La Iglesia en las patrias de los criollos (1516-1789),
La Habana, 2007, p. 178.
26
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patria era La Habana]… Por un lado constreñían al
canónigo Almeyda a qe. cumpliese con la obligación
de su empleo y por otra le daban indulto a los compañeros para que faltasen a la suya. Una sola disculpa
les halló, y es que Almeyda padecía el obstáculo de
forastero [era habanero], y así precisamente había de
ser blanco de los demás que eran patricios.28
De la misma manera que los patricios invocaban las disposiciones reales cuando les favorecían, las desconocían cuando
se oponían a sus designios. En la sesión del cabildo de La Habana del 20 de septiembre de 1648, el regidor Luis Castellón
se pronunció a favor de la designación del criollo Pedro de
Pedroso como teniente general, aun cuando estuviera prohibido «por Ley Real de S.M. que ningún vecino de su ciudad
y patria lo pueda ser y tener este oficio».29 Por su parte, en
respuesta a la decisión del cabildo, los oficiales reales de la
ciudad se alinearon con el jefe militar de la plaza, el español
Pedro García Montañez, al que juraron obedecer. El monarca
lo designaría gobernador poco tiempo después.
Finalmente los regidores reconocieron como gobernador
militar a García Montañés, y este se allanó a la decisión del
cabildo hasta que el gobernador político criollo designado por
el cabildo fue substituido por el monarca con uno de su agrado.
El 10 de septiembre de 1655 en el cabildo de La Habana,
el gobernador criollo interino, Ambrosio Sotolongo (16541655), hizo un llamamiento a los regidores de la ciudad con
motivo de la toma de Jamaica por parte de Inglaterra. El nuevo
gobernador demandó de los vecinos habaneros que se constituyeran en «defensores de la Religión Cristiana y la patria».30
Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, Historia de la isla y catedral de Cuba,
l929, p. 228.
29
Oficina del Historiador de La Habana. Actas Capitulares del Ayuntamiento
de La Habana, libro núm. 11, del 31 de enero de 1648 al 15 de mayo de
1654. Cabildo del 20 de septiembre de 1648, fol. 568-571.
30
Ibídem, cabildo del 10 de septiembre de 1655, fol. 94 -96.
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La patria era ya la tierra donde se había nacido, amenazada
por la armada británica que se apoderó de Jamaica. Los criollos de origen español que combatieron duramente contra
la invasión dirigida por el almirante Venables se asentarían
años después en Bayamo. El informe que el alto jefe de la
armada británica dirigiera a S. M. el 2 de diciembre de 1654
daba cuenta de que…
Para capturar el gobernador y los vecinos, el ejército
británico tomo posesión de Jamaica el 10 de Mayo
último, el vecindario que se encontraba en el lugar
en número de 1 400 se alzó en las montañas, con excepción de algunos negros y portugueses que se han
sometido a los ingleses. 31
La resistencia se prolongó por más de un año, hasta que
un acuerdo permitió que cientos de criollos jamaiquinos de
origen español se trasladaran a la región oriental de Cuba y se
asentaran en Bayamo.
Las desavenencias entre el castellano del Morro y los regidores de La Habana se agudizaron de nuevo en octubre de
1656, con motivo de la alarma que se suscitó al presentarse
una flota extranjera en las cercanías de Matanzas. De acuerdo con el procurador general Juan del Prado, los regidores
comunicaron al gobernador militar una protesta porque no
se había tomado en cuenta su disposición de movilizar al vecindario ante la inminencia del ataque enemigo. El escribano
del cabildo, Jusepe Días Garaondo, fue quien llevó el mensaje.
Entonces el castellano, «sin más causa que haber presentado
dicho escrito dio orden al capitán Don Francisco Melgarejo,
sargento mayor desta plaza le llevase preso al Castillo de la
Punta, como en efecto lo hizo, donde hoy está preso».
British National Archives. Calendar of state papers (1574-1660)
preserved in the State Paper Department of Her Majesty Record Office,
vol. XII, p. 429.
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El castellano se mostraba todavía resentido por las atribuciones que se había tomado el cabildo al nombrar a un regidor
criollo como gobernador interino. El cabildo presentó entonces una demanda ante el gobernador y capitán general, cuyo
dictamen desconocemos.
La intensificación del contrabando inquietaba al gobernador de Santiago de Cuba Pedro de Bayona (1664-1668). El 1
de enero de 1666 este informó a S. M. que en Bayamo había
550 hombres de armas tomar, en tanto que en Puerto Príncipe
había más de 600, por lo que, ante el peligro de que se sublevasen algún día, era necesario que se designase un teniente
general con amplias facultades «para sujetar ambas (villas)».32
Un documento de 1662 del gobernador de Cuba, Juan de
Salamanca (1658-1663), refleja la profundidad de las disensiones entre los naturales del país y las autoridades españolas. La
designación de Juan de Palma como jefe de uno de los regimientos de milicias criollas motivó diferencias entre De Salamanca y los regidores, ya que estos trataron de impedir que
De Palma se sentara en la catedral en el banco de los militares,
junto con los otros capitanes. De Salamanca entonces le escribió a S. M. denunciando las faltas de respeto de los regidores
criollos para con los gobernadores de la isla, actitud que atribuyó a ser de procedencia mestiza:
No juzgo conveniente se deje consentida la inobediencia y falta de respeto. Los gobernadores antecedentes, por sus fines, han dejado a estos vecinos en
presunción. Yo no tengo más que servir a V. M. y que
reconozcan estos naturales, aunque la mayor parte de
ellos tienen sangre portuguesa y otras bien extravagantes, que mientras vivieren en la Habana han de
dar a entender que son fieles vasallos.33
L. Marrero, Cuba, t. IV, 1975, p. 141.
A. G. I., Santo Domingo 130, «Exposición del gobernador Juan de
Salamanca a S. M., 26 de septiembre de 1662».
32
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De acuerdo con De Salamanca, el diferendo con el patriciado se justificaba por el hecho de la contumaz desobediencia
criolla, pero también porque sus integrantes no tenían un origen racial hispánico incuestionable, sino lusitano o mestizo.
Los gobernadores españoles continuaron expresando criterios sesgados contra los criollos. Ese fue el caso del gobernador José Fernández de Córdoba Ponce de León (1680-1685),
quien en carta a S. M. fechada el 6 de septiembre de 1683
expresó: «Pero es la naturaleza de esta gente que puebla esta
ciudad tan opuesto a todo lo que se les manda y tan hechos a
su libertad que todo no cuesta poca dificultad».34
De manera parecida, el gobernador Severino de Manzaneda
expresaba en 1690 que los naturales de Puerto Príncipe y de
Bayamo, rebeldes contra toda disposición de los gobernadores
y del monarca español, «no conocen señor en la obediencia».35
En el siglo xviii, como era de esperar, persistían los juicios deprimentes sobre los criollos. El coronel Carlos de Sucre, gobernador de Santiago de Cuba (1723-1728), se lamentaba por esa
época de que los criollos «estaban hechos unos republicanos,
sin respeto a sus gobernadores, sin subordinación… de modo
que no hacen caso».36 Como ha destacado la historiadora Olga
Portuondo, no habían transcurrido cinco años de esa declaración cuando en 1731 la sublevación de los esclavos y negros libres de las minas de cobre motivó que las autoridades coloniales
acusaran a los regidores santiagueros y al deán y capellán de la
catedral de haber provocado la sublevación de los esclavos.37
Cuando las opiniones sobre la desafección criolla al rey y a las
autoridades procedían de alguien tan apegado a la tierra como el
Archivo Nacional de Cuba. Academia de la Historia, caja 90, signatura 601
(Apud: AGI Audiencia de Santo Domingo, estante 54 - caja 1 - legajo 25).
35
Archivo Nacional de Cuba. Academia de la Historia de Cuba, caja 90,
número 667 y caja 91, número 673
36
L. Marrero, Cuba, Madrid, 1980, t. VIII, p. 104.
37
Olga Portuondo, La Virgen de la Caridad del Cobre: símbolo de cubanía,
Santiago de Cuba, 1995, pp. 151-157.
34
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acriollado marqués de Varinas, Gabriel Fernández de Villalobos,
debía prestárseles suma atención. Llegado al Nuevo Mundo a los
12 años de edad, Fernández de Villalobos fue durante su rica y
diversa existencia mayoral de un ingenio azucarero en Cuba, soldado, marinero, negrero y contrabandista, preso de los ingleses y
esclavo dado en venta, náufrago y hombre liberado por los holandeses, funcionario colonial en Venezuela y persona ennoblecida
por la Corona con el título de marqués de Varinas. Durante los
últimos años de su vida, el Marqués se dedicó a informar sobre
la creciente desafección criolla en la región caribeña. Eran tantas
las actividades subrepticias y adversas a las autoridades coloniales
que el Marqués informó a S. M. que, para conseguir la gente de
la tierra sus objetivos, se había producido «una unión y conspiración tan perniciosa, no solo a la justicia, sino al Estado (...) de
donde puede resultar con el tiempo otra idolatría política...». De
ahí la necesidad de evitar los abusos en contra de los criollos, abusos que podían provocar «que la oveja se vuelva león, porque no
quieren trasquilarla, sino desollarla del todo».38
El establecimiento del derecho de alcabala y pulpería por
Carlos V provocó una sentida protesta del cabildo habanero.
En esas circunstancias el gobernador Martínez de la Vega, en
una exposición del 25 de mayo de 1739, advirtió al monarca
del riesgo de que hubiera perturbaciones en La Habana. El
Consejo de Indias, tras reconocer «el gran número de la plebe
de genio inquieto que hay en la Isla… con poca o ninguna
sujeción a las leyes y demás providencias de buen gobierno»,
pensaba que era preciso que se previniera al Gobernador de
«que si para su práctica reconociere dificultad grande o previniere inconvenientes que pudieran producir disturbios…
disponga la ejecución de los despachos sin aventurar la tranquilidad de la Isla».39
J. Le Riverend y H. Venegas, Estudios (versión inédita entonces), La
Habana, pp. 52-53.
39
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 1129 (consulta al Consejo de
Indias, 30 de junio de 1731).
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No eran tan solo los peninsulares los que discriminaban
a los naturales del país. Avalados por las Leyes de Indias, los
regidores criollos se oponían a que los comerciantes españoles formasen parte de los cabildos, así como a reconocer
los títulos de nobleza de los peninsulares radicados en las
islas, todo lo cual constituía la contraparte de la discriminación que ellos mismos sufrían en tanto criollos. El debate
que tuvo lugar en la reunión del cabildo habanero del 11
de mayo de 1736 testimonia la intransigencia criolla a reconocer los títulos de nobleza de los españoles radicados en la
isla. En esa sesión del cabildo, el noble Casimiro Coello de
Guzmán presentó sus papeles ante los regidores habaneros
reclamando el que se reconociera su estirpe y condición de
hidalgo. La intervención del regidor Sebastián Calvo de la
Puerta dio la tónica de la opinión general de sus colegas,
quienes en su mayoría se negaron a la admisión de la documentación. Si bien Calvo reconocía el linaje de Coello,
estimaba que su nobleza solo tenía valor y era legítima en la
península. Así, diría:
sus dones de nobleza que ha tenido y tiene (…) en la
ciudad de Sevilla, su patria; como quiera que ha habido uso y costumbre de que los forasteros presenten
sus papeles en esta ciudad, transitando por ella, ni se
dará ningún exemplar de que ningún forastero los
haya presentado, porque los vesinos que los presentan es pa. tener el gose de repartimientos de oficios
qe. esta ciudad elije para ellos caballeros hijosdalgos
y que respecto de esta parte no puede gosar de este
beneficio.40
Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana. Actas capitulares del
Ayuntamiento de La Habana trasuntadas de enero de 1616 al 19 de abril
de 1624, libro número 7, 11 de mayo de 1736, fol. 239.
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El cabildo podía refrendar los títulos de nobleza de los
forasteros, pero no podía acreditarlos para que sus detentadores ocupasen posiciones de regidores o de alcaldes. Otros regidores, como Arrate, argumentaron que aunque los forasteros
no podían tener acceso a los oficios del cabildo, se les podía
admitir los papeles para que desempeñasen otras actividades
propias de su condición de nobles. La posición de Calvo de la
Puerta triunfó finalmente en la votación: no se le reconoció a
Coello de Guzmán el derecho a formar parte del cabildo y se
le denegó su condición de noble por ser forastero.
La importancia de esta controversia radica en que ambas
tendencias del cabildo denominaron «forasteros» a las personas nacidas en la península ibérica, tal como designaban a los
europeos. De ahí que a los peninsulares se les considerase de
distinta estirpe o condición que los naturales.
La defensa de las prerrogativas de los criollos en el cabildo secular constituye una evidencia de la creciente toma de
conciencia criolla. La solicitud que un poderoso comerciante
español radicado en La Habana presentó ante el Consejo de
Indias el 17 de marzo de 1793 daría lugar a una sonada protesta de los regidores habaneros. Y es que Manuel López Gamuza
(que así se llamaba el comerciante en cuestión) quería que
se le otorgase «un oficio de Regidor por Juro de heredad» en
atención al préstamo de 900,000 pesos que le había hecho a la
Corona para sufragar las obras de defensa militar y del astillero
de La Habana. El fiscal del Consejo de Indias, por su parte, se
atuvo a la observancia estricta de las Leyes de Indias, las que
prohibían a los comerciantes españoles formar parte de los
cabildos del Nuevo Mundo. Por eso aconsejó al rey «se sirva
declarar no haber lugar a su instancia y mandar que se le de a
entender solicite otra gracia más proporcionada a sus circunstancias para recompensar sus servicios».41
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 1144, expediente 11,
Consejo de Indias del 12 de marzo de 1793.
41
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No obstante, el rey promulgó una R. C. mediante la que
confirió a López Gamuza «los honores de Regidor y no de
uniforme».42
Aunque el monarca no le concedió la propiedad del oficio
de regidor, se le hicieron extensivos los honores que correspondían a ese cargo. Los regidores protestaron ante esa declaración equívoca que los dejaba en situación precaria. De
ahí que se sintieran con derecho a reclamar categóricamente
una actitud acorde y una aclaración del monarca: «de que en
caso de que V. M. tenga a bien conceder honores de Regidor
a algún sujeto benemérito, no pueda aspirar a agraciarlo a la
propiedad (al oficio de regidor)».43
En otras palabras, se le decía al monarca lo que tenía que
hacer. Cuando se leyó la declaración del cabildo habanero en
el Consejo de Indias, el fiscal se sintió obligado a decirle al monarca «que no hay necesidad de hacer esta declaración (la que
demandaban los regidores) por el motivo que se hace presente». El rey asintió. La respuesta del Consejo de Indias y del monarca no pudo ser más terminante: la demanda de los regidores
habaneros se consideró irrespetuosa. Estos habían cuestionado
la autoridad real y habían dejado claro que no asentirían a que
nadie que no fuese de su condición pudiera aspirar a ello.
La división entre criollos y peninsulares se manifestó desde
bien temprano en la Iglesia de Cuba. Los obispos y los cabildos
eclesiásticos, en los que predominaban los criollos, protagonizaron algunos de estos conflictos. En determinadas ocasiones,
empero, cuando las autoridades coloniales excluían a los criollos, los prelados podían defender las prerrogativas de estos
últimos. A principios de siglo xvii, por ejemplo, el obispo
Henríquez de Toledo (1611-1624) defendió al clero criollo
ante S. M. para que aquel pudiera ocupar las capellanías que
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 1144, expediente 26,
Consejo de Indias del 21 de diciembre de 1793.
43
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 1145, expediente 18,
Consejo de Indias del 3 de agosto de 1795.
42
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el Consejo de Indias pensaba entregar a los padres dominicos. En su defensa, el Obispo alegó que los sacerdotes peninsulares eran solventes, mientras que los naturales del país no:
En esta ciudad hay muchos clérigos y la mayor parte de ellos son hijos o nietos de los conquistadores y
pobladores de esta Isla, y muy necesitadísimos, que
no se sustentan, sino de las capellanías con que se
ordenaron.44
El ascendiente y la importancia que desde principios del
siglo xvii alcanzó el clero regular criollo fueron tempranamente constatados en el relato de la visita pastoral de 1620
del obispo Alonso Henríquez de Armendáriz. De acuerdo
con el prelado, casi el 60% de los sacerdotes eran de «la
tierra». 134 años después, en su visita pastoral de 1754, el
obispo Morell de Santa Cruz constataba a su vez que un 98%
de los sacerdotes de Bayamo y de Santiago de Cuba eran
criollos. La composición eminentemente criolla del clero
regular determinaría que, al cerrar la centuria, otro obispo,
Diego Avelino de Compostela, colocara a los naturales del país
en las posiciones claves de la administración eclesiástica.45
La temprana preeminencia del clero criollo y sus demandas de
cumplir misiones en la defensa de la isla fueron consignadas por el
Obispo de Santiago de Cuba en una carta dirigida a S. M. el 12 de
agosto de 1621. En dicha misiva el prelado suplicó al monarca: «se
sirva mandar que las capillas de los tres castillos de aquella ciudad
las sirvan clérigos naturales hijos y nietos de conquistadores».46
Monseñor Ramón Suárez Polcari, Historia de la Iglesia Católica en Cuba,
Miami, 2003, p. 136.
45
J. Le Riverend Brusone y H. Venegas Delgado, Estudios, La Habana, 2005,
pp. 59-60.
46
E. Torres Cuevas y E. Leiva Lajara, Historia de la Iglesia Católica...,
La Habana, 2007, p. 228. (Apud. Archivo Nacional de Cuba, Gobierno
Superior Civil, legajo 761, núm. 26100).
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En otro momento de la exposición el Obispo especificó las
razones que motivaban su solicitud y la necesidad de que se
otorgase las capellanías a los sacerdotes criollos:
Lo primero y principal es que en esta ciudad ay muchos clérigos y la mayor parte de dellos son hijos y
nietos de los conquistadores y pobladores de esta isla
y muy necesitadísimos que no se sustentan sino de las
capellanías con que se ordenaron y en los dos castillos que es el del morro y fuerza serbían de capellanes
dos sacerdotes.47
El obispo de La Habana, Pedro de Reina Maldonado, en comunicación al rey de fecha 15 de diciembre de 1659, defendió
a los sacerdotes criollos excluidos de posiciones preeminentes
de la iglesia y criticó a los que
han negado y niegan a los hijos de esta ciudad y a
otros de las Indias el llevar el hábito siendo assi que
los que hoy florecen en letras, santidad y prudencia de
la dicha religión son los naturales de esta ciudad, hijos
de padres honorables y nobles y no como han querido
dar a entender los comisarios que desta ciudad han
ido a estos reynos que son mulatos e indios incapaces.48
El resultado de esa política discriminadora de los criollos
puesta en práctica por las autoridades coloniales era que «no
haya religiosos hijos destas partes que se ocupen de dicho ministerio»
La visión del mundo y los sentimientos propios de los sacerdotes de «la tierra» serían entendidos por el gobernador José
Fernández de Córdoba (1680-1685) como una manifestación
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 150, «Exposición del obispo de
Santiago de Cuba a S. M., 12 de agosto de 1621».
48
M. R. Suárez Polcari, Historia de la Iglesia, Miami, 2003, p. 138.
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del espíritu que animaba a todos los criollos, a quienes percibía como «gente opuesta a lo que se les manda y tan hechos a
su libertad». Por eso diría que no «era menor» ese sentimiento
en los religiosos naturales del país.49
Para justificar las medidas que tomaba contra los criollos, el
comisario general de los franciscanos en Indias escribió una
carta al rey el 29 de julio de 1660 en la que refería que llevaba
una política bien definida,
Dice que no se da el hábito de mi religión a los hijos
de la tierra, que llaman criollos, a fin de que los oficios (los) tengan los que van de España. Esta queja,
señor, no es nueva, ni solo de la provincia de la Florida. Es muy antigua y común en todas las Indias. Sabe
esto repetidamente mi religión, la cual ha entendido
el fin que tienen los criollos, y es, que recibiendo muchos de la tierra pueden alegar que no es necesario
pasen religiosos de España. Si esto consiguiesen en
aquellas partes, llorara yo a mi religión… Tenemos
largas experiencias que aprueban mejor los religiosos
que van de España, en lo monástico y religioso.50
El comisario franciscano preveía que lo que había acaecido en La Florida, donde la mayoría de clérigos regulares eran
criollos, sucedería en Cuba.
En 1687 el gobernador de la isla, Diego Antonio de Viana
Hinojosa (1686-1689), afirmó que la «beneficiosa influencia»
de los hombres de la Compañía de Jesús debía contener de
algún modo la independencia de espíritu de los criollos, o sea,
debía ayudar a «frenar la lozanía de los ánimos juveniles y la
libertad que les ocasionaba la tierra a sus habitantes».51
Ibídem.
L. Marrero, Cuba, Madrid, 1976, t. V, p. 76.
51
J. Le Riverend y Hernán Venegas, Estudios (versión inédita), La Habana.
(Apud: Archivo Nacional de Cuba, Academia de la Historia, caja 90,
signatura 637).
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Sucedía también que los naturales que deseaban ejercer el
sacerdocio en La Florida encontraban grandes dificultades en
Cuba, razón por la cual el rey dispuso, en R. C. del 19 de diciembre de 1722, que se accediera a su solicitud:
se sigue el inconveniente de que muchos no han tenido cavmto. en la profeción por falta de votos que
suele haber en el intermedio de su ocurrencia, á qe.
se sigue no tan solo el perjuicio en esta dilación, sino
también el qe. por desafíos qe. les tienen los religiosos en la Havana los excluyen de la religión de lo qe.
se originaban grandísimos inconvenientes.52
En el siglo xvii el clero regular estaba compuesto en buena
parte por criollos venidos a menos, mientras que la generalidad de los obispos y la alta jerarquía eclesiástica estaba integrada por españoles. Es cierto, no obstante, que no faltarían
criollos y que incluso un obispo, Santiago José Hechavarría,
procedería de una familia patricia de Santiago de Cuba.
Actitudes parecidas de la jerarquía eclesiástica española con
respecto a los sacerdotes criollos se observaban en La Española.
El arzobispo de Santo Domingo, Nicolás Ramos, criticaba en
1595 a los criollos por alegar su condición de descendientes de
conquistadores, porque de preferirlos la monarquía:
los muy ignorantes e idiotas llevarían las prebendas,
porque aunque de niños estudian algo de Gramática,
cuando mayores siguen las inclinaciones de las negras,
cuya leche mamaron, y no hay hacerles leer una suma,
ni estudiar, porque dicen que la tierra es dejativa y no
lo es para otras cosas malas en las que se ocupan.
Boletín del Archivo Nacional de Cuba, t. LXII, enero-junio 1963, La Habana,
1964, p. 23.
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Los religiosos dominicanos eran reconocidos de distinta
manera por fray Domingo Valderrama, quien en carta fechada
el 5 de enero de 1608 afirmó:
son naturales de esta ciudad y tienen por particular
honra que no les aventaje otra iglesia en hacer con
tanta puntualidad y autoridad las cosas del oficio y
culto divino, que es una gran lección para hacer entender cuan acertadas elecciones son las de VM. hace
de los naturales cdo. lo merecen.53
Una temprana conciencia de la identidad propia parece advertirse en el cabildo de Santo Domingo. En una carta sin fecha, despachada entre los años de 1573 y 1577, los capitulares
de Santo Domingo invocaron ante el monarca el sentimiento
común en ellos «de amor de su patria y de fidelidad a vuestra
real persona», y hablaron sobre la situación de «nuestra oprimida isla», términos con los que expresaron su repudio a las
autoridades coloniales.54
La exposición capitular fue encabezada con un formulismo
que, si bien era propio del cabildo, no dejaba de ser significativo: «La obligación que al servicio de Vuestra Majestad tenemos
y el juramento que hicimos de favorecer y amparar con todas
nuestras fuerzas a nuestra república».55
En otra carta a S. M., esta vez del 2 de julio de 1588, los regidores de la capital dominicana se opusieron a la presencia de
portugueses en la isla, expresando un poco exageradamente:
«que eran tantos en la ciudad que son ya más que los naturales». Pero además tuvieron a bien manifestar: «hombres de
malas contrataciones perjudicaban al vecindario, quitando a
los naturales lo que con tanta razón le es debido».
Antonio Valle Llano S. J., La Compañía de Jesús en Santo Domingo durante el
período hispánico, Santo Domingo, 2011, p 145, nota 41 (al pie de página).
54
G. Rodríguez Morel, Cartas del Cabildo, Santo Domingo, 1999, pp. 290-291.
55
Ibídem.
53
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En la documentación dominicana consultada, por otra
parte, ya se advertía cómo desde la segunda mitad de siglo xvi
los naturales se identificaban por su prosapia, alegando en sus
reclamaciones certificaciones y actos privados que atestiguaban que eran descendientes de «cristiano viejo», de «hijosdalgo», de «antiguo vecino», y de «limpia generación».56
La condición de sus predecesores establecía una estirpe, un
linaje criollo. Hay en estas distinciones un sentido de pertenencia a la comunidad criolla en la medida en que se declaraban herederos de los conquistadores y primeros colonizadores
españoles. Desde entonces se recurrirá a la condición patricia para oponerse a los peninsulares recién llegados a la isla,
como también ocurrió en las otras dos posesiones coloniales
estudiadas.
De acuerdo con una exposición del cabildo de Santo Domingo fechada el 26 de junio de 1681, se solicitaba a S. M. que
las plazas de la dotación del Presidio se asienten por
soldados hasta cien hombres de los vecinos y naturales de esta isla; respecto de estar prohibido, por averse considerado que siendo naturales, estarían seguros
en ella; pues esta seguridad la ha frustrado la misma
necesidad y solamente se podían asegurar con el sueldo y socorro de estas plazas.57
Es decir, la seguridad y tranquilidad de la isla se lograría
mediante la confianza que se les dispensara a los criollos.
Pocos días después, el 29 de junio de 1681, en otra exposición
a S. M., los regidores protestaron contra los nombramientos
de maestres de plata que los gobernadores hacían a favor de
criados suyos o forasteros residentes, contraviniendo así una
Ibídem, pp. 209-211.
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Carta del cabildo de Santo
Domingo a S. M., 2 de junio de 1681».
56
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costumbre que favorecía a los vecinos criollos: «siendo de
graves sentimientos para sus vecinos que les excluyan de hacer este servicio a vuestra majestad, cuando son ellos con la
cortedad de sus caudales los que están supliendo… las reales
cajas».
Los capitulares dominicanos exaltaban en 1630, por encima de los soldados peninsulares, las cualidades de los
milicianos criollos: «La gentes de campo y de las haciendas de Tierra Adentro es de un gran socorro y de mucha
importancia para defensa de esta ciudad por ser 400 o 500
hombres endurecidos en el trabajo y criados con una lanza
en la mano...».58
Las demandas formuladas por el cabildo de Santo Domingo
en cuanto a ceder a los vecinos cien plazas de la tropa regular
y los nombramientos de maestres de plata reflejan la voluntad
del patriciado de la época de representar tanto sus propios
intereses, como los de los vecindarios criollos. Los regidores
dominicanos disputaban cada cargo de la administración colonial a las autoridades españolas. Una ordenanza municipal
inmemorial del cabildo de Santo Domingo por la que se nombraba a un cabo de tropa criollo para que dirigiese la persecución de negros cimarrones —ocupando para ello una plaza de
soldado en la fortaleza y presidio de la ciudad— fue derogada
por la Real Hacienda. Esto dio lugar a que los capitulares se
dirigiesen a S. M. en comunicación del 3 de agosto de 1681,
a fin de denunciar el que los funcionarios del fisco «rehúsan
obedecer lo que le manda el Cabildo y sus comisarios diciendo
que no tienen obligación a ello».59 La razón detrás de la actitud asumida por los oficiales reales era que el cabo de tropa
era un criollo.
G. Rodríguez Morel (compilador), Cartas del cabildo de Santo Domingo en el
siglo xvii, Santo Domingo, 2007, pp. 385 y 301.
59
Ibídem, p. 388.
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2. La creciente desconfianza del poder colonial en las milicias criollas
blancas y «de color»
Según se desprende de las disposiciones de distintos gobernadores de las Antillas, las denominaciones étnicas de «criollos»
y «naturales del país» podían tener una connotación política
sediciosa cuando se trataba de las guarniciones que custodiaban las fortalezas. Desde el siglo xvii hasta el xix, tanto en Cuba
como en Puerto Rico y Santo Domingo se prohibió o restringió
la presencia de milicias criollas en las fortalezas y presidios.
Si bien la política oficial de las autoridades coloniales estuvo
orientada a que los reductos militares de las islas fueran defendidos solo por soldados peninsulares, las continuas fugas
de estos dificultaban la realización de su designio. En lo que
concierne a Cuba, disponemos de una diversidad de evidencias desde el siglo xvii.
La fortaleza de Santiago de Cuba, que debía contar con 300
plazas, solo tenía cubiertas, en 1630, unas 100, y esto así por
la sencilla razón de que los soldados se fugaban cuando no se
les pagaba a tiempo los exiguos salarios que percibían. Una
Real Cédula que ofrecía a los soldados prófugos el pago de los
sueldos adeudados no cumplió su cometido.60
El gobernador de La Habana, Juan Montaño (1655-1656),
se quejaba entonces de que en las fortalezas de la isla «había
muchos criollos y aunque se requiere quitarlos y poner otros
en su lugar, no hay españoles para ello».61
En una exposición a S. M. del 8 de agosto de 1665, el
gobernador de Cuba, Pedro de Bayona Villanueva (1664-1670),
constató que no habían surtido efecto las reales órdenes expedidas
a los alcaldes de Puerto Príncipe para que recogieran 70 soldados
españoles que se habían escapado del Morro de Santiago de Cuba.
L. Marrero, Cuba, t. III, Madrid, 1974, p. 166.
Francisco Castillo Meléndez, La defensa de la isla de Cuba en la segunda mitad
del siglo XVII, Sevilla 1986, p. 177. (Apud. A. G. I., Audiencia de Santo
Domingo 102, «Montaño al rey, La Habana, 30 de agosto de 1655»).
60
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Al parecer, la razón del incumplimiento de las reales órdenes era
que los alcaldes principeños protegían a los soldados españoles
prófugos, muchos de los cuales se habían casado con mujeres de
la localidad. La situación era de tal gravedad que cuando en 1670
se hizo el recuento final de deserciones, se encontró que se habían
fugado del castillo de Santiago de Cuba 158 soldados, habiendo
disminuido la guarnición de 228 individuos a 70. El gobernador
Pedro de Bayona dispuso entonces que se condenase a los soldados prófugos con 500 ducados, y a los desertores de la milicia de
color, con 200 azotes y 6 años de galeras. De acuerdo con aquel, «se
les (h)a mandado a los Alcaldes Ordinarios cumplan de Justicia a
los vecinos de su Jurisdicción y forasteros sin retardarle los pleitos a
lo que tampoco se (h)a dado cumplimiento».62
Los alcaldes principeños no se identificaban con las persecuciones que llevaban a cabo las autoridades españolas en
contra de los reclutas de la península que desertaban —con
frecuencia debido a malos tratos.
En Real Cédula del 31 de julio de 1673 se impusieron multas al
gobernador y a los oficiales reales de la isla por «el exceso que han
cometido en asentar plazas de soldados a naturales del país».63
Las disposiciones deprimentes que los españoles atribuían a los
criollos se encuentran expuestas en el escrito que el marqués de
Varinas dirigiese a Carlos II en 1677 y que tituló «Grandeza de Indias». De acuerdo con el Marqués, no se debían tener tropas criollas en la custodia de los presidios de Santiago de Cuba, La Habana,
Santo Domingo, Cartagena y Panamá, por lo que demandaba «se
limpien y excluyan los mestizos, coyotes y guachinangos… por cuya
causa se origina el descrédito a las armas de V. M.».64
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 150, «Exposición a. S. M. del
gobernador de Cuba Pedro de Bayona Villanueva, 8 de Agosto de 1665».
Véase también F. Castillo Meléndez, La defensa, Sevilla, 1986, pp. 164-165.
63
Richard Konetzke, Colección de documentos para las historia de la formación social
de Hispanoamérica, 1493-1810, vol. II, tomo II, Madrid, 1953-1958, p. 597.
64
F. Castillo Meléndez, La defensa, Sevilla, 1986, p. 177. (Apud. A. G. I., Santo
Domingo 102, «Montaño al rey, La Habana, 30 de Agosto de 1655»).
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A pesar de que el temor a armar los criollos blancos y «de color» no cedía en Cuba, las autoridades coloniales encontraban
dificultades en cumplir las disposiciones reales que conminaban a separar a las milicias criollas de las fortalezas de la isla.
En comunicación del 18 de octubre de 1690 el gobernador de
Cuba, Severino de Manzaneda (1689-1695), informó que:
en cuanto a las plazas de naturales criollos de esta
ciudad y otros de la tierra dentro que existían ... en
contravención de las órdenes de Vuestra Majestad...
a fin de que pudiese pasar a hacer expulsión de ellos
y dejar así las dotaciones de los Castillos como de
las compañías de esta ciudad, en la buena regla que
conviene.65
El propósito de las reales órdenes de expulsar a los milicianos criollos de las fortalezas se mostró bien pronto de imposible cumplimiento. Informado de que en la ciudad había
180 plazas de criollos, distribuidas en los Castillos del Morro,
Fuerza y Punta, el Gobernador escribió: «no he pasado a hacer
expulsión de ellos licenciándolos por no verme indefenso». A
los efectos de dar cumplimiento a las providencias de S. M.,
Manzaneda solicitó se le asignase un situado mayor,
para que con ella pudiese yo en esta isla dando una
o dos pagas de antemano recoger los reclutas que
necesitare yo de los españoles, que se hallan en ella
divertidos y perdidos en el campo, alimentándose de
lo que el les da.66
Archivo Nacional de Cuba. Academia de la Historia de Cuba, caja 91,
número 673, «Carta del gobernador Severino Manzaneda a SM, 18 de
Octubre de 1690». (Apud. A. G. I., Santo Domingo, estante 54, caja 1,
legajo 26).
66
Ibídem.
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De un total de 900 soldados en las guarniciones, 180 eran
criollos: aproximadamente la quinta parte. Los temores y
prejuicios de las autoridades coloniales respecto a los criollos adquirieron expresión burlesca en la carta que enviara el
marqués de Varinas a S. M. a propósito de las actitudes de los
naturales de las Antillas. En la referida exposición al monarca
español, se le informaba que los soldados criollos “aborrecían
las armas” y eran incapaces de defender una plaza por ser «maricas y de regalo».67
En La Habana, a comienzos del siglo xviii, comenzaron a
darse los primeros pasos tendientes a flexibilizar las disposiciones en contra de los criollos. En el «Reglamento para la
guarnición de La Habana, castillos y fuertes de su jurisdicción», publicado en Madrid en 1719, se establecía en el artículo 12, por primera vez, la presencia criolla en las fortalezas:
«se permite que en cada compañía de infantería y de artilleros, haya 20 soldados, hijos de la Isla, que sean descendientes
de España, con la calidad de ser solteros, sin oficio, y que
vivan en el cuartel».
Se consentía en que hubiera 20 plazas de criollos blancos,
pero se seguía excluyendo a los negros y mulatos. La regla de
oro de la política colonial partía del supuesto de que las fortificaciones de las islas debían estar en manos de peninsulares,
principio que se conservó inalterable hasta 1898.68 El control
de las fortalezas no solo se garantizaba por la mayoría de soldados de la península, sino por el hecho de que los mandos
de las unidades militares debían corresponder a oficiales españoles. No le faltaba razón a las autoridades, desde su punto de
vista: el predominio numérico de los criollos en los baluartes
fortificados de las islas podía implicar un vuelco en las relaciones de poder ante la virtual agudización de los conflictos entre
las autoridades coloniales y las comunidades criollas.
L. Marrero Cuba, Madrid, 1974, t. III, p. 168.
José Antonio Saco, Papeles sobre Cuba, t. II, La Habana, 1962, p. 408.
67
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Hechos posteriores, en los que se manifestaría la conducta
heroica de los naturales de las Antillas, así como los criterios
que expondría el Consejo de Indias a propósito de su valor
colectivo, desmentirían la prejuiciada visión oficial adversa a
estos.
Desde un primer momento, los patricios respondieron airadamente a los criterios sesgados de las autoridades sobre los
criollos. Así, el regidor Sebastián Arancivia Isasi, procurador a
Cortes del cabildo habanero, protestaría enérgicamente contra la discriminación oficial, alegando que «los vecinos y naturales siempre que hay ocasión de enemigos están con las armas
en la mano a cuanto se ofrece». De acuerdo con Arancivia, los
nobles solicitaban reiteradamente que se permitiese a sus hijos
formar parte de la milicia de la ciudad «...por la prohibición
para tener plaza los hijos de naturales». Después de que Arancivia suplicara a S. M. que se admitieran 60 plazas para criollos
en el regimiento de la ciudad, el monarca, en RC del 25 de
junio de 1690, accedió a otorgar 40.69
De acuerdo con el historiador y regidor habanero José Félix
de Arrate, la real orden referida
dispensó la prohibición general de la ley para que
los naturales de la isla no puedan tener plazas de soldados en sus patrias, permitiéndoles gozasen de ella
hasta 40 paisanos hijos de las personas de calidad.70
Para dicha dispensa la Corona exigía una serie de requisitos
estrictos a los solicitantes. Entre dichas condiciones destacaban: 1) ser hijos y nietos de españoles, sin mezcla de indio,
mestizo, mulato, ni de otra raza alguna; 2) haber servido antes seis años en la Armada de Barlovento, incluyendo cuatro
L. Marrero, Cuba, t. III, Madrid, 1974, p. 169.
José Félix Martín de Arrate, Llave del nuevo mundo antemural de las Indias
Occidentales, La Habana 1964.
69
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campañas; y 3) pagar 10 escudos de diez reales de plata por la
dispensación por ser naturales (del país).71
No eran extrañas esas disposiciones restrictivas, pues desde
principios del siglo solo de manera excepcional se autorizaba
al hijo de un conquistador o al huérfano criollo de un soldado muerto en servicio formar parte de las tropas peninsulares
acantonadas en las fortalezas de las Antillas.
A las expresiones deprimentes de los funcionarios españoles, el procurador del cabildo santiaguero, Antonio Caballero,
respondió que debía llenar sus 60 plazas del Morro con hombres de la tierra: «por lo montuoso y áspero de aquellos parajes, dificultando el manejo de y uso de lanzas y machetes para
hacer las emboscadas, (solo) se podía ejecutar por personas
privativas de aquel terreno».72
Si bien las condiciones estipuladas en la Real Cédula de
1690 vedaban el ingreso de los criollos en las fortalezas, cuando el gobernador Severino de Manzaneda (1689-1695) tomó
posesión de su cargo descubrió que había 95 criollos entre los
300 soldados de la guarnición de Santiago de Cuba. Por su parte, el regidor Arancivia argumentó que el Gobernador no los
depuso de las plazas que ocupaban porque los soldados españoles se fugaban. De ahí que se decidiese a dejar a los criollos
hasta que llegasen reemplazos desde la península. En efecto,
la situación se había tornado crítica en Santiago de Cuba, donde, de una guarnición de 300 hombres, 100 soldados habían
desertado y se ocultaban en las villas de Bayamo y Puerto Príncipe, refugio de todo tipo de actividades ilegales.
En una exposición dirigida al rey que data de 1690, el cabildo
de Santiago de Cuba argumentó que los criollos se prestaban
mejor para la defensa de las cercanías de la ciudad. Mientras
los soldados españoles se demoraban en disparar las armas de
fuego debido a las dificultades que representaban para ellos
L. Marrero, Cuba, t. III, 1974, p. 169.
F. Castillo Meléndez, La defensa, Sevilla, 1986, pp. 171-173. (Apud. A. G. I.,
Audiencia de Santo Domingo 112, Santiago de Cuba, s. f.).
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la montuosidad y aspereza del terreno, los criollos acometían
al enemigo resuelta y rápidamente con sus machetes y lanzas.
Solo los criollos, repetían los capitulares santiagueros, eran
prácticos y experimentados en el manejo de estas
armas… y estarán siempre prontos a la hostilidad y
resistencia de los enemigos que procuran entrar por
las caletas de aquellas costas a hacer robos a los moradores.73
Los regidores santiagueros defendían el derecho de los
criollos a desempeñar los mismos cargos y obligaciones que los
españoles en cualquier esfera de la vida, reivindicando, de esa
suerte, el buen nombre de sus compatriotas.
El Consejo de Indias aceptó finalmente la propuesta del cabildo santiaguero y dispuso fuesen
criollos naturales de esa provincia hasta 60… para que
por el conocimiento que tienen de esa tierra y del manejo de las lanzas y machetes, de que se usa en las emboscadas, se logre la mayor seguridad de ese presidio.74
Un alegato parecido al de los capitulares santiagueros fue
pronunciado por el procurador general del cabildo habanero,
José González, en defensa de sus compatriotas: «No se halla
diferencia entre las compañías de infantería española y las de
los vezinos, porque se hallan con las armas en la mano, entrando y saliendo de guardia todos los días».75
De acuerdo a Castillo Meléndez, entre 1661 y 1700 se
presentaron 98 solicitudes de jóvenes criollos que querían formar parte de la guarnición de tropa veterana española que
custodiaba las fortalezas de La Habana. Entre los apellidos de
L. Marrero, Cuba, t. III, Madrid, 1974, p. 170.
Ibídem.
75
F. Castillo Meléndez, La defensa, Sevilla, 1986, p. 197.
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los peticionarios aceptados gradualmente a lo largo del siglo
para alistarse en la guarnición de la capital se encontraban
los de las familias patricias habaneras más relevantes: Pedroso,
Rojas, Sotolongo, Valdespino, Arrate, Beltrán de Santa Cruz,
Alarcón, Palacian, Munibe…76
En la documentación del gobernador Xedler (1653-1654)
se puede precisar que la proporción de criollos en las fortalezas de La Habana oscilaban entre un 23 y un 33%; mientras
que, de acuerdo con los estimados del gobernador Manzaneda (1689-1695), los naturales del país y de otras posesiones
española constituían el 66% de la guarnición del Morro de
Santiago de Cuba.77
Hasta qué punto no era posible mantener una mayoría absoluta de tropas veteranas de la península en las guarniciones
que custodiaban las fortalezas de la isla a fines del siglo xvii
—como deseaban las autoridades coloniales— lo evidencia el
memorial que en 1689 dirigió Miguel de Urea al monarca. De
conformidad con este documento, en las fortificaciones de La
Habana había no solo criollos blancos de las familias oligárquicas, sino también gente «de color» libre:
Hay mucha gente de la Tierra en la infantería de los tres
castillos de la ciudad y entre ellos abundante número
de pardos, cuarterones y españoles casados con negras y mulatas. Ello da lugar a enfrentamientos y roces en tanto que pretenden las ventajas y los escudos
y las escuadras y alabardas causando con ello malestar
entre los españoles legítimos que se sienten agraviados al ser mandados por oficiales que no tienen su
color.78
Ibídem, pp. 175-176.
Ibídem, p. 176.
78
Ibídem, p. 130.
76
77
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Determinadas evidencias nos hacen pensar que la comunicación de Urea pecaba de exagerada. No puede negarse, empero,
la presencia de milicianos negros y mulatos en las fortalezas insulares. Los salarios de las tropas españolas destinadas a las Antillas apenas alcanzaban para vivir. Lo más frecuente era que los
soldados tuvieran una o más actividades lucrativas. También se
unían con criollas sin importar su condición racial, no solo para
disfrutar de sus caricias, sino también para aliviar las penurias a
que daban lugar sus bajos ingresos. Cuando no podían resolver
sus necesidades en la ciudad, se internaban en el campo para
trabajar como labradores o estancieros y desertaban del ejército.
En junio de 1686, cuando el situado no llegó a tiempo y
se suspendieron los préstamos a los soldados de la guarnición
porque se temía que no iba a llegar, más de 110 soldados desobedecieron a sus jefes, abandonaron la capital y acamparon
en sus inmediaciones con el propósito de saquear las haciendas y estancias cercanas; de hecho, causaron serios daños a la
agricultura. La protesta solo se pudo aplacar cuando finalmente llegó el situado. La sublevación de la tropa dio lugar a que
una parte considerable de esta desertase definitivamente.79
No sería sino hasta fines del siglo xvii, como ha dejado traslucir
la documentación consultada, que se autorizó el empleo de milicias criollas en las guarniciones de las fortificaciones de la isla.
La Real Cédula del 2 de junio de 1690 dictaminó las condiciones en las que en las Antillas hispánicas se podía «sentar plaza de soldados hasta cuarenta hijos de vecinos, hijos de
españoles, sin mezcla de sangre de gente no blanca, con que la
edad sea entre dieciocho y cuarenta años».80 Ante la imposibilidad de movilizar soldados españoles, las autoridades coloniales consintieron finalmente en que las milicias criollas blancas
custodiaran las fortalezas de la isla junto con los regimientos
Ibídem, p. 184.
Fray Cipriano de Utrera, Noticias históricas de Santo Domingo, Santo
Domingo, 1978-1983, vol. V., p. 209.
79
80
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peninsulares, pero restringieron la posibilidad de alistar soldados negros o mulatos. Se trataba, sin dudas, de una política
de compartimentación de responsabilidad que se definía de
acuerdo al grado de peligrosidad que se atribuía a los distintos
estamentos de las comunidades criollas, las cuales eran concebidas por las autoridades regias como el otro colonial.
En el siglo xviii continuaron las preocupaciones de las autoridades respecto a la situación de las fortalezas debido a las
dificultades para traer regimientos españoles que cumplieran
con dichos fines. De acuerdo con las declaraciones del alguacil
mayor y regidor Nicolás Gatica, pronunciadas en la sesión del
cabildo habanero del 4 de septiembre de 1722, los soldados
asignados a las fortalezas «no pueden mantenerse (…) estando en peligro de que les obligue la necesidad de valerse de
ilícitos aprovechamientos, porque aún para alimentarse, no
son suficientes los [salarios] asignados por el arancel».81
La exposición del conde de Aranda (ministro de Carlos III)
titulada «Ligeras reflexiones sobre el modo de asegurar la defensa de la Havana» —escrita antes de la toma de la ciudad por los
ingleses—, así como el discurso pronunciado por el gobernador
Ambrosio Funes de Villapando, conde de Ricla, el 20 de enero
de 1763, constituyen evidencias de la actitud de suspicacia de las
autoridades coloniales respecto a la gente del país.82 No pudo el
Conde de Ricla, sin embargo, hacer tabla rasa del papel decisivo
desempeñado por los criollos para enfrentar a la invasión inglesa
en 1762. De ahí que propusiera un nuevo plan de defensa basado
en la formación de cuerpos de milicia que defendieran la isla desde Santiago de Cuba, Trinidad y La Habana con «seis mil hombres
sacados de los pueblos». Las reservas relativas a las milicias se mantenían, ya que, según el receloso gobernador, el mando no se debía
Oficina del Historiador de La Habana. Actas capitulares trasuntadas del
Ayuntamiento de La Habana, libro 22, cabildo del 4 de septiembre de
1722, fol. 574-575.
82
Documento localizado por el historiador Gustavo Placer en el Archivo de
Indias. (A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 2116 ).
81
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otorgar a criollos «blancos ni de color», sino a «Coroneles catalanes
o de Montaña». Excepción fue el proponer que se asignara a «un
Coronel cavallero del pays» la jefatura de «un segundo Batallón
oficial de tropa veterana». No obstante, Ricla sugirió que se mantuviese inalterable el principio de que la fuerza principal de defensa
de la colonia debía estar en manos de tropa veterana de la península, no de las milicias del país. Por eso, para la defensa de la isla, se
proponían «seis batallones o tres mil hombres de la de España que
devan existir por pie del Exercito y Guarnición de la Plaza». No debía ni siquiera considerarse, incluso en momentos de exigencia o
necesidad apremiante de las autoridades coloniales, la posibilidad
de sustituir a las tropas peninsulares de la guarnición por tropas
de criollos. De ahí que Ricla declarase de manera terminante que:
para los reemplazos, no conviene se hagan de las Milicias de aquel Pays, por no quitar la sustancia de el y
por los inconvenientes que la mezcla pudiera traher,
deviendo tomar precauciones, si no que estas se embien de aquí quando salgan flota ô otras embarcaciones, que anualmente salen y toman aquel rumbo.83
Un padrón de las fuerzas que defendían la isla en 1770
evidencia la continuación de la política colonial que procuraba el mantenimiento de la superioridad militar peninsular en
las fortalezas y el predominio de criollos blancos en las milicias
del país. La guarnición de la fortaleza del Morro de La Habana, de 2,371 hombres, contaba con 697 criollos en el regimiento de infantería de La Habana. En el Regimiento de Sevilla, de
1,131 soldados, y en varias compañías de artillería e infantería,
se integraba la mayor parte de los soldados peninsulares.
Las milicias de La Habana —en donde había una numerosa población blanca— estaban integradas en su mayoría por
fuerzas de caballería y de infantería de esa procedencia étnica,
ascendiendo estos a un total de 2,265 hombres.
Ibídem.
83
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Tierra adentro, la composición étnica de la población parece haber influido decisivamente en la conformación de las
milicias. En Puerto Príncipe las autoridades pudieron integrar
un cuerpo de milicias predominantemente blanco. Así, los
cuerpos de infantería de la ciudad se conformaron con 800
milicianos blancos, 99 pardos y 79 morenos. En Oriente, en
cambio, la mayoritaria población negra y mulata parece haber
determinado la composición de los cuerpos de milicias criollas: el cuerpo de infantería blanco de la ciudad estaba integrado por 800 hombres, el de pardos por 800 hombres y el
moreno por 79. Tal parece que, como en Santo Domingo, era
muy difícil reclutar un número mayoritario de criollos blancos
armados debido a la insuficiente población de esa composición étnica.84
Por una de esas incongruencias del sistema legal vigente,
hasta la promulgación de la Real Cédula del 3 de abril de
1776 los soldados miembros del ejército veterano y la real
armada estaban sujetos a la competencia de los jueces civiles,
mientras que las milicias criollas se beneficiaban del fuero
militar. La nueva disposición real favoreció incorporar las
tropas veteranas peninsulares a la jurisdicción militar. En la
disposición referida el monarca estableció:
he resuelto ampliar el método que se observa en los
Cuerpos de Milicias al Ejercito y Armada para lo que
cualquier jurisdicción extraña de la militar que proceda de oficio, o a instancia de parte civil, o criminalmente contra algún individuo del Ejercito o Armada
(…) ponga a disposición (del fuero militar) al reo.85
Cuba. Efectivos militares en 1770. Biblioteca Nacional José Martí.
Colección Cubana. Fondo Pérez de la Riva. MS 87-2, no. 1, vol. 1-B.
(Apud. A. G. I., Santo Domingo, legajo 1222).
85
Oficina del Historiador de La Habana. Actas capitulares trasuntadas del
Ayuntamiento de La Habana, cabildo del 29 de mayo de 1778, fol. 161
dorso-162 dorso.
84
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Se trataba de situar a los militares peninsulares fuera de la
jurisdicción de los alcaldes criollos y de la Real Audiencia, de
modo que sus delitos solo pudieran ser conocidos por las autoridades coloniales, propensas a juzgarlos magnánimamente. De la misma manera se les eximía de ser demandados por
funcionarios civiles. Solo las autoridades castrenses podían
demandar o encausar a los soldados colocados en el fuero
militar.
A principio del siglo xix las fugas de los soldados de sus enclaves militares debido a malos tratos, retraso en el pago de sus salarios y negativas del mando a que emprendiesen actividades por
cuenta propia continuaban. El fenómeno de las deserciones en
el siglo xix ha sido constatado con precisión en investigaciones
sobre los regimientos de infantería de La Habana y Santiago de
Cuba. De acuerdo con el historiador Sigfrido Vázquez Cienfuegos, en La Habana se registraron entre 6 y 7 deserciones mensuales en el período 1801-1811. Estas cifras suponen entre 800
y 900 desertores en 11 años, de los cuales 250 fugados fueron
capturados y remitidos a sus unidades. De ese modo, la fuerza
de 683 hombres en 1801 se redujo a 479 en 1812.
Según estas mismas fuentes, en el regimiento de Santiago
de Cuba hubo un promedio de cuatro defecciones mensuales,
lo que significaba 500 prófugos durante esos años. De estos
escapados solo se pudieron recoger y reintegrar a sus fortalezas 130.86 La creciente inestabilidad y disminución de las
guarniciones peninsulares de las fortalezas determinó que las
milicias criollas pasaran a constituir fuerzas indispensables e
irremplazables para la defensa de las posesiones caribeñas.
Una situación parecida a la de las fortalezas de Cuba presentaban las de Puerto Rico. Las deserciones de los soldados
españoles de las guarniciones y su internamiento en regiones
Sigfrido Vázquez Cienfuegos, «Comportamientos de las tropas veteranas
en Cuba a principios del siglo xix», Temas Americanistas, Madrid, no. 19,
2007, pp. 88 y 89.
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apartadas en el campo constituyeron un hecho generalizado
en Borinquen. Entre 1599 y 1601, en una fuerza que oscilaba
entre 300 y 400 soldados, ocurrieron un total de 26 fugas.87 A
pesar de los castigos que se imponían a los prófugos, algunos
volvían a escaparse. De acuerdo con las memorias de 1618 del
capitán Alonso de Contreras, el gobernador de Puerto Rico,
Felipe de Beaumont (1614-1620), le pidió que dejase 40 soldados para reforzar la guarnición del Morro de San Juan. Pero
nadie de la tropa de De Contreras se ofreció; para los soldados
peninsulares lo peor del mundo era servir en una fortaleza de
la empobrecida isla: «En mi vida —escribió De Contreras—
me ví en más confusión, porque no se quería quedar ninguno
y todos casi lloraban en quedar allí, porque era quedar esclavos eternos...».88 De acuerdo con Fernando Picó, al soldado
español no le era atractiva la vida en las fortalezas de Puerto
Rico porque le ofrecía pocas posibilidades de aventuras, de honores, riquezas, placeres y de seguridad de un pronto regreso
a la madre patria.89
En carta a S. M. del 25 de abril de 1644, el obispo de San
Juan, Damián López de Haro, destacaba cuáles eran los aspectos más riesgosos e inquietantes «del estado miserable en que
nos hallamos». Lo más preocupante, aseveraba López de Haro,
era «La falta y miseria de soldados y la sobra de portugueses,
assi dellos como de los vezinos y de los esclavos».90
Los portugueses, los vecinos criollos y los esclavos radicados
en la isla superaban numéricamente a los soldados españoles.
A juicio del Obispo, esos elementos extraños a la metrópolis
amenazaban la estabilidad de la pequeña posesión insular.
Francisco A. Scarano, Puerto Rico. Cinco siglos de historia, 2ª edición,
México, 2000, p. 271.
88
Fernando Picó, Historia general de Puerto Rico, San Juan de Puerto Rico,
1986, p. 88.
89
Ibídem.
90
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 172, fol. 850-852, «Exposición del
obispo Damián López de Haro a S. M., 25 de abril de 1644».
87
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En 1765 el mariscal O’Reilly también se refirió a las fugas
al campo de los soldados. Pero además, con posterioridad, estimó como fenómeno generalizado el caso de los marineros
peninsulares que se quedaban en la isla:
habiéndose poblado con algunos soldados (…) se
agregaron a estos un número de polizontes, grumetes y marineros que desertaban de cada embarcación
que allí tocaba, esta gente de por si muy desidiosa
(…) se extendió por aquellos campos y bosques.91
Algo que ha sido corroborado por fray Íñigo Abbad, quien
añadió pocos años después: «muchos marineros y soldados se
ocultan al abrigo de los naturales».92
En Puerto Rico, para otorgar a un criollo una plaza en una
guarnición, el gobernador necesitaba una autorización real
previa. Solo se podían alistar soldados criollos de manera interina. Cuando el gobernador Fernando de la Riva y Agüero
(1643-1649) reclutó algunos soldados criollos por temor a una
sublevación de los soldados portugueses que había en la plaza,
la Corona solo aceptó esa medida temporalmente.
En 1650 la guarnición militar del castillo del Morro de San
Juan era de 400 soldados. Sin embargo, el promedio anual de
fugas desde 1659 a 1700 determinó que durante esos años la
guarnición del Castillo del Morro promediase 264 soldados.
La disminución del número de soldados se debía, como se ha
dicho, a las frecuentes fugas de estos. La única solución transitoria que se halló al descenso de las dotaciones de las fortalezas
fue incorporar guachinangos de Nueva España y eventualmente consentir en que un reducido grupo de milicianos criollos
prestase servicio en ellas. El registro de la composición de la
Citado por Ángel Quintero Rivera (editor) en Vírgenes, magos y escapularios.
Imaginería, etnicidad y religiosidad popular en Puerto Rico, San Juan - Río
Piedras - Santurce, 1998, p. 42.
92
Ibídem.
91
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tropa realizado en 1694 arrojó el siguiente resultado: de un
total de 263 soldados, había 172 peninsulares, 68 americanos y
23 europeos, de los cuales 17 eran portugueses. Los milicianos
criollos de Puerto Rico que prestaban servicio en la fortaleza
alcanzaban la cifra de 17, o sea, un 6% de la dotación armada.93 En un siglo en el que se incrementaron las agresiones
de ingleses, holandeses y franceses en el Caribe, las defensas
de las posesiones coloniales españolas debían ser agrandadas
considerablemente. Y sin embargo, la suspicacia respecto a los
naturales del país se mantuvo. Ello se evidencia en el hecho de
que los criollos constituyeron siempre una minoría en la dotación militar y en que el mando de la tropa quedó en manos de
oficiales peninsulares.
Ya a fines de 1693 se recibió en Puerto Rico una comunicación del Consejo de Indias —muy parecida a otra recibida en
La Española y en Cuba— que instruía al gobernador a «que
como hizo la Isla de Santo Domingo, se libre por 10 años para
que la guarnición pueda sentar plaza hasta 40 naturales, siendo la edad entre 18 y 40 años».94 Dicha disposición tardaría
muchos años en ponerse en vigor. Y es que durante el período
colonial se trató de mantener por todos los medios el principio de que la oficialidad y la tropa de las fortalezas debían
proceder de la península.
Por mucho que se distinguieran los criollos de Borinquen
en la defensa de la isla, las autoridades coloniales tuvieron
siempre el cuidado de que la correlación de fuerzas de las tropas en los baluartes fuera favorable a los soldados procedentes
de la península. No obstante, de acuerdo con las historiadoras
Silvestrini y Luque, aunque las milicias criollas debían auxiliar
al batallón fijo peninsular que defendía las fortalezas militares,
Ángel López Cantos, Historia de Puerto Rico (1650-1700), Sevilla, 1975,
pp. 230-231 y 235-236.
94
Ibídem, pp. 228-229.
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fueron ellas quienes libraron los combates más cruentos frente
a las agresiones e invasiones de ingleses, franceses y holandeses.
Una muestra de las actitudes prejuiciadas de los gobernadores españoles contra los criollos la proporcionó el gobernador
de Puerto Rico Gaspar de Arteaga. En una carta dirigida a S.
M. el 18 de junio de 1672, los regidores del cabildo de San
Juan se quejaron amargamente de que Arteaga no había tenido reparos en manifestar públicamente a un grupo de personas que llegó en un patache al puerto de San Juan que no
debía pasearse por las calles de la ciudad, pues «en el lugar no
avía más que veer que indios y brutos, infamando su vecindad
i notandola de defectos que no padexe por estar compuesta
de muchos hombres principales nacidos y derivados de estos
reynos».95 El Gobernador calificó a los patricios que formaban
parte del cabildo como «alcaldillos figuras» y empleó otras expresiones desdeñosas en relación con ellos.
Con independencia de la disposición real que prohibía la
presencia de milicias «de color» en las fortalezas del mar Caribe, y ante el peligro de agresiones extranjeras contra las ciudades-puerto, las autoridades recurrieron invariablemente al
expediente de movilizar milicias criollas de tierra adentro para
defender las plazas amenazadas. Así ocurrió con las amenazas
de Drake contra San Juan de Puerto Rico en 1695. También en
1702, cuando una armada inglesa desembarcó en Puerto Rico.
Aunque la misma fue vencida por las milicias urbanas del país
que estaban bajo el mando del capitán Antonio Correa, los
invasores derrotados dejaron sobre el terreno, antes de retirarse, 42 cadáveres. De acuerdo con fray Íñigo Abbad, la ciudad
de San Juan contaba con dos regimientos de infantería española y una de artilleros. En la ciudad, las milicias criollas ascendían a 3,000 hombres de infantería y 500 caballos. Asimismo,
en San Germán, en 1743, dos compañías de milicias criollas
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 165, «Carta del Cabildo de San
Juan de Puerto Rico a S. M., 18 de junio de 1672».
95
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disciplinadas vencieron a tropas enemigas que habían desembarcado. Luego, en 1748, el rey habría de asignar sueldos a los
milicianos que cayeron en dicha ocasión.96
Un siglo después del intento del corsario británico Francis
Drake, el 17 de febrero de 1797, una flota comandada por el
almirante británico Henry Harvey y el general Ralph Abercromby ancló en Punta Cangrejos con el designio de apoderarse de San Juan. Luego de una cruenta batalla (que duró
diez semanas) por la posesión de la ciudad, los seis mil soldados ingleses que integraban el contingente invasor se retiraron
derrotados. De acuerdo con el historiador Fransisco Scarano,
No cabe dudas que fueron los milicianos criollos,
incluso aquella compañía de morenos que O’Reilly
había fundado para actuar en las operaciones más
peligrosas, quienes inclinaron la balanza a favor de
los defensores.97
En La Española, antes que en Cuba y Puerto Rico, una RC
del 28 de agosto de 1610 estableció el fuero militar, es decir,
libró a los hombres de armas de la jurisdicción de la Real
Audiencia y de la de los alcaldes ordinarios y los puso en cambio a disposición de los gobernadores.98
De manera parecida que en las otras Antillas hispánicas, en
La Española se observaba desde el siglo xvii el cuidado de los
gobernadores por mantener una correlación de fuerzas favorable al poder colonial en las fortificaciones de la isla. En sus
crónicas, Xavier de Cherlevoix consigna, sin embargo, las dificultades que encontraron las autoridades para mantener la
superioridad numérica de los soldados peninsulares sobre los
Fray Íñigo Abbad y La Sierra, Historia geográfica, civil y natural de la isla de
San Juan Bautista de Puerto Rico, Río Piedras, 1975, pp. 117 y 157-158.
97
F. Scarano, Puerto Rico, México, 2000, pp. 412-415.
98
Reales Cédulas y correspondencia de gobernadores de Santo Domingo, t. IV
(1610-1642), Madrid, 1958, pp. 1225-1227.
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criollos blancos y «de color». En ocasiones excepcionales, para
formar cuerpos de milicias, debía acudirse a la numerosa población de negros y mulatos libres y de esclavos. La población
blanca, criolla y peninsular, no llegaba en todos los censos y
padrones a más de un 10%. Según la exposición de Cherlevoix titulada «Estado de la Isla de Santo Domingo en 1655»,
el gobernador tenía bajo su mando directo unos 240 soldados
«mantenidos y pagados por la corte», los cuales constituían
presumiblemente la tropa peninsular que formaba parte de
las dotaciones en las fortalezas de la capital. Ese cuerpo incluía
una compañía de artillería de 40 soldados. Se contaba además
con dos compañías de «milicias burguesas de 200 hombres en
una especie de barrio de la capital».
El cuerpo de la milicia criolla se componía «de seis compañías de mulatos o de indios y muy pocos blancos». De estas
palabras se deduce que en las compañías referidas estaban
mezclados blancos y gente «de color». Todos juntos ascendían
a 725 hombres. En la aldea de San Lorenzo, integrada por negros libres —antiguos esclavos prófugos de la parte francesa
de la isla—, se creó una compañía de milicias. Ese cuerpo se
componía de 140 hombres.99 En resumen: el poder colonial
contaba en la capital con 200 hombres en la fortaleza, presumiblemente peninsulares, en tanto que los criollos blancos y
«de color» ascendían a unos 875 hombres. La única garantía
que tuvieron las autoridades coloniales de ejercer un control
eventual sobre las milicias criollas fueron los mandos de las
tropas, que quedaron en manos de oficiales peninsulares.
Ahora bien, en la medida en que decayó el interés de las autoridades españolas por defender a la isla empobrecida y se
apeló al patriciado blanco para resistir la presencia francesa,
Pierre-François-Xavier de Cherlevoix, «Estado de la isla de Santo
Domingo en 1655», en Historia de la isla Española o de Santo Domingo,
vol. II, libro séptimo, Editora de Santo Domingo, Santo Domingo, 1977,
pp. 30, 380-383. Citado en Emilio Cordero Michel (compilador), La ciudad
de Santo Domingo en las crónicas históricas, Santo Domingo, 1998, pp. 93-98.
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las autoridades tuvieron paulatinamente que ir integrando en
la oficialidad a patricios dominicanos blancos. Por otra parte,
la abrumadora mayoría de negros y mulatos en la isla también
ayudó a inclinar la balanza para que se comenzaran a confiar
dichas posiciones oficiales militares al patriciado dominicano
blanco y mestizo, el cual debía controlar «las tropas de color».
No faltaron en la época argumentos opuestos al ascenso de los
patricios y del sector artesanal a la plana mayor del batallón fijo y de
los cuerpos de milicias de infantería y artillería. De acuerdo con una
exposición de 1791 del gobernador Joaquín García, la mayor parte
de los oficiales y sargentos del cuerpo de milicias percibía sueldos:
«Hay algunos oficiales hacendados, pero muchos no tienen más
haberes que el sueldo».100 Entre estos se encontraban artesanos y
vendedores de la ciudad, que formaban parte de la estructura de
mando en tanto oficiales de bajo rango y sargentos.
El fiscal de la Real Audiencia de Santo Domingo, Jose
Osorio,101 escribió en 1778 una exposición titulada «Reflexiones sobre la decadencia de la agricultura y las artes», texto en
el que se oponía a la promoción del patriciado y del artesanado criollo con el pretexto de que ello perjudicaba la economía insular. Lo que Osorio temía, como reconoció impensadamente, era que los mandos militares estuvieran en manos
de los «naturales y parientes» y que «con el tiempo» viniera
«a quedar la oficialidad en determinadas familias». Pero tanto
o más preocupante que la eventualidad de que familias del
patriciado dirigieran los cuerpos armados de la isla era el que
la población «de color» predominara en las tropas y el que los
artesanos detentaran los mandos intermedios de las milicias.102
Emilio Rodríguez Demorizi, Milicias de Santo Domingo, 1786-1821, Santo
Domingo, 1978, p. 7.
101
F. C. De Utrera, Noticias históricas, vol. I, Santo Domingo, 1978-1983,
pp. 78 y 127.
102
Joseph Osorio, «Reflexiones sobre la decadencia de la agricultura y las
artes», escrito del 25 de noviembre de 1778, Colección Herrera, t. 12,
no. 193. (Apud. A. G. I., Santo Domingo 1045).
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En todo ello la exposición del oidor y fiscal reflejaba los puntos
de vista de las autoridades españolas sobre la cuestión. Ante la
perspectiva de que las familias patricias llegaran a detentar los
mandos militares, debía la Corona traer un batallón fijo peninsular que reemplazara a las milicias criollas en los sistemas fortificados de la isla. Y ante lo que más le preocupaba —que los
negros y mulatos detentaran los mandos intermedios, o sea,
los grados de oficiales de bajo rango y de sargentos— escribió:
El pie sobre el que se han establecido estas milicias
también es repugnante, así porque todos los oficiales
y el primer sargento de cada compañía disfrutan de
sueldo, como porque sin distinción de castas y sujetos
se reclutan las plazas, viéndose en la formación mezclados los blancos con los mulatos y casi negros, el
amo con su liberto y un sujeto distinguido haciendo
fila con otro de aquellos, sobre que entran algunos
violentos y forzados, desmintiendo el nombre de
voluntarios, sirviendo con notable desafecto, mayormente por verse algunos de distinción sin poder aspirar a oficiales y que algunos de estos disfruten el
honor y sueldo.103
Ante la imposibilidad de que se formara una fuerza militar
que defendiera cabalmente la isla sin la presencia mayoritaria
de la gente «de color», se pronunció a favor de que se formasen
tres cuerpos de milicias distintos (uno para blancos, otro para
mulatos y un tercero para negros), de manera que sus integrantes no se mezclaran. Y si bien criticó el que los criollos disfrutasen de salarios, se desentendió del hecho de que los soldados
peninsulares de la guarnición habían hasta entonces disfrutado
de los mismos: de hecho, de acuerdo con su proyecto, seguirían
disfrutándolos.
Ibídem.
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Los inconvenientes afrontados para integrar la guarnición de
las fortalezas de la capital de La Española en la segunda mitad
del siglo xviii rebasaron considerablemente los que se presentaron en Puerto Rico. En 1769 los soldados que integraban la
dotación de las fortalezas de Santo Domingo ascendían a 648:
Lugares de origen
Número de plazas
Santo Domingo
337
España227
América53
Europa,
31
(Incluye Portugal)
TOTAL648104
Como puede observarse, la única manera que encontraron
las autoridades para equilibrar la inevitable presencia criolla
en las fortalezas fue reclutar soldados de sus otras posesiones
coloniales en América y europeos, principalmente portugueses. Ahora bien, los criollos que integraban la guarnición de
las fortalezas de Santo Domingo excedían ampliamente a los
naturales inscritos en el Castillo del Morro de San Juan. Sin
dudas, las milicias criollas estaban formadas por una mayoría
de negros y mulatos —como revelase Osorio unos pocos años
después— que compartían en igualdad de condiciones con los
españoles, europeos y americanos de otras posesiones españolas del continente que formaban el grueso de la dotación de la
fortaleza de San Juan.
Hasta qué punto el control que ejercían los mandos españoles sobre las milicias criollas garantizó la estabilidad del poder
colonial quedó evidenciado en ocasión de la movilización de
tropas españolas y americanas hacia la frontera con el lado
oeste de la isla en virtud de una eventual agresión haitiana.
En carta dirigida a S. P. y C. G. en fecha del 30 de noviembre
María Rosario Sevilla Soler, Santo Domingo, tierra de frontera (1750-1800),
Sevilla, 1980, pp. 332-335.
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de 1791, el gobernador y capitán general Joaquín García informó que como resultado de la salida de la ciudad de Santo
Domingo de tropas de Cantabria, Nueva España, Puerto Rico,
Caracas y Cuba, las fortalezas de la capital habían quedado
desguarnecidas y en precario frente a las milicias urbanas «de
color», las que constituían el enemigo interno del poder colonial. De acuerdo con García, las circunstancias imperantes
habían determinado que hubiera quedado
desarmado todo el vecindario, por cuya razón existía
la fuerza en nuestras manos; más hoy sucede todo al
contrario, se hallan armados del 7 de Julio acá, doscientos y cinquenta Mulatos, y más de mil negros,
que, siempre y continuamente subsisten dentro de la
plaza, ¿Y quién podrá responder de la fidelidad de
todos estos?, solamente el cuidado y la vigilancia.
En otro momento de su exposición el Gobernador planteó
que de igual modo en que las tropas enemigas habían asaltado
los puestos de San Miguel y San Rafael, podía ser asaltada la
capital. Y ante un eventual ataque, las fuerzas con las que contaban las fortalezas debían atender «al enemigo exterior y tal
vez a los interiores no conocidos».105
Las hojas de servicio de la oficialidad y de los sargentos
de las milicias dominicanas publicadas por Emilio Rodríguez Demorizi reflejan, más que ningún otro testimonio, el
predominio criollo en los mandos de los cuerpos armados
a fines del siglo xviii.106 La demografía y las necesidades de
defensa de una isla asediada por las potencias rivales de España habían terminado por sobreponerse a los designios de
la política colonial de excluir a los criollos de posiciones de
poder. Así, entre los años 1783 y 1800, habían servido en los
Antonio del Monte y Tejada, Historia de Santo Domingo, Santo Domingo,
1892, t. 4, pp. 305-308 y t. 3, pp. 140-142.
106
E. Rodríguez Demorizi, Milicias, Santo Domingo, 1978.
105
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cuerpos de milicias 35 oficiales españoles y 99 criollos. De
estos últimos, 56 eran descendientes de familias patricias (se
declaraban hidalgos o descendientes de estos), 34 afirmaban
ser hijos de oficiales del ejército peninsular o de las milicias
y 9 no consignaron sus orígenes familiares. Con respecto a
los sargentos, 27 eran peninsulares y 24 criollos, de los cuales
10 declararon ser descendientes de hidalgos, 2 dijeron ser
hijos de oficiales y 12 no consignaron sus orígenes familiares.
Sin embargo, en la relación de nombres y apellidos de estos no aparecía el «don» que identificaba a los criollos como
blancos, por lo que debe suponerse que la mayoría de los
sargentos criollos eran negros y mulatos. Las hojas de servicio
no mencionan la raza, pero el apelativo de «don» antes del
nombre y el apellido de cada uno de los oficiales hubieran
podido hacer pensar que los oficiales criollos eran blancos.
Sin embargo, el conocimiento de que las familias blancas no
llegaban al 7% de la población y de que las certificaciones
de limpieza de sangre se adulteraban con el consentimiento
de los sacerdotes nos hacen pensar que una gran parte de
los oficiales eran mestizos. De todos modos, lo más significativo es que los oficilaes criollos constituían una mayoría
en relación con los peninsulares: de 99 a 35.107 Otro hecho a
destacar es que la plana mayor de los cuerpos militares estaba
constituida mayoritariamente por oficiales españoles, pues
solo excepcionalmente había en ella algún criollo.
La situación distinta de Santo Domingo con relación a Cuba
y Puerto Rico ilustra la forma en que se alcanzó una paulatina
integración étnica en una institución tan sensible a las relaciones de poder como la milicia. En este sentido, la desfavorable
correlación demográfica, el progresivo desinterés de la metrópolis en su empobrecida posesión y las crecientes amenazas
internas y externas que pendían sobre esta (que había sido
En nuestro estimado consideramos españoles a los oficiales y sargentos
de milicias de San Carlos por tratarse de un poblado de canarios.
107
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ocupada en parte por los franceses) empujaron a las autoridades a apelar cada vez más a los criollos para integrar la oficialidad de los cuerpos militares.
Desde luego, fue principalmente el protagonismo de las
milicias criollas en la defensa de la isla (sobre todo a partir
del siglo xvii) lo que determinó la creciente presencia de sus
miembros en los cuerpos de oficiales. Dos victorias aplastantes
sobre dos grandes ejércitos europeos (uno inglés y otro francés) evidenciaron la importancia decisiva de las milicias criollas en la salvaguarda de la patria. La invasión a la isla, en 1655,
por parte de una armada británica comandada por el almirante William Penn y el general Robert Venables, y que estaba
compuesta de 6,000 soldados y 7,000 marinos, sería derrotada
por una guarnición del morro de 200 hombres recién llegados de la península, 700 milicianos criollos (blancos, pardos y
morenos) de la ciudad y 1,300 lanceros del interior de la isla
(conformados fundamentalmente por pardos y morenos comandados por oficiales patricios). De acuerdo con la versión
de un oficial británico, los invasores tuvieron 1,700 muertos.
La otra batalla que mostró la importancia de los lanceros
criollos fue la librada contra un ejército francés que incendió
el 6 de julio de 1690 a Santiago de los Caballeros. Las tropas
dirigidas por Francisco de Segura y Sandoval desembarcaron
cerca de la llanura de Guarico en número de 600 lanceros y
fuerzas de infantería y caballería. El 21 de enero de 1691, en la
llanura de Lemonade, se inició el combate contra mil soldados
franceses que fueron diezmados por una carga del cuerpo de
lanceros criollos de Antonio Miniel. En el curso de las acciones
militares perdieron sus vidas el gobernador francés Tarin de
Cussy, sus principales ayudantes y otros 500 franceses. Como
ha destacado Moya Pons, durante el siglo xviii las milicias criollas repitieron a lo largo de la frontera acciones militares que
contribuyeron a definir aún más el sentimiento nacional y la
nacionalidad dominicana.
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3. La legislación segregacionista que separaba a criollos y peninsulares
Durante los siglos xvii y xviii los crecientes conflictos de los
cabildos y las comunidades de las Antillas Mayores con la metrópolis tuvieron cada vez más su origen en las prevenciones y
reticencias con que la Corona y las autoridades coloniales trataban a los criollos. El apartamiento del criollo por parte de las
autoridades coloniales no obedecía a expresiones propias del
carácter de algún que otro gobernador u oficial real, respondía a una política de Estado que la monarquía aplicó consistentemente desde el siglo xvii. El trato oficial hacia los criollos
tendía a consolidar la primera gran división social existente
entre la metrópolis y las posesiones coloniales hispánicas.
Una de las expresiones más agudas y acerbas de la política colonial fueron sus pragmáticas con respecto a los matrimonios, las
que escindieron aún más a las autoridades españolas de las comunidades criollas. Así, en la Real Orden del 24 de marzo de 1676 se
recogieron cinco Reales Cédulas del 18 y 26 de febrero de 1582, 15
de noviembre de 1592, 12 de mayo de 1619 y 1 de octubre de 1645
en las que se prohibía a los funcionarios del gobierno en las posesiones ultramarinas de España los matrimonios que no gozaren de
la licencia del monarca.108 Los oficiales que requerían del permiso
real para contraer matrimonio eran los gobernadores, tenientes
gobernadores, castellanos de fortalezas militares, tenientes y alcaldes mayores, corregidores, oficiales reales de la Real Hacienda,
ministros de justicia, fiscales y oidores de Audiencia. A los funcionarios peninsulares de la administración colonial les estaba prohibido casarse con las mujeres criollas. Algunas de estas disposiciones
extendían la prohibición a los hijos e hijas de estos.
Ya el 14 de agosto de 1624 se promulgó una Real Cédula
estableciendo que «ningún criado, pariente, familiar, ni allegado de un Virrey, Presidente de Real Audiencia o de Oficiales
108
Boletín del Archivo Nacional de Cuba, t. LX, enero-diciembre 1961,
La Habana, 1963, pp. 18-23.
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Reales pueda ser promovido en ningún Oficio».109 Con ello, la
Corona se proponía limpiar de toda mancha de concupiscencia o favoritismo la imagen de sus funcionarios reales ante las
comunidades criollas.
Solo de manera excepcional la Corona autorizaba a casarse a los oficiales reales y a los soldados de rango destacados
en las fortalezas. Lo mismo se aplicaba a sus familiares. El
propósito declarado de esta política era impedir que se creasen vínculos con familias indianas que pudieran inducir a los
funcionarios peninsulares a apartarse de los intereses del real
servicio.
En 1671 se llegó, además, a prohibir el matrimonio entre
funcionarios reales peninsulares. Sus descendientes tampoco
podían casarse entre sí. La causa era el temor de que se creasen intereses familiares que prevalecieran por encima de los
intereses de la monarquía. Tales disposiciones tenían como
objetivo asegurar la fidelidad de los funcionarios a los designios del imperio español.110
En el siglo xviii las limitaciones al matrimonio de funcionarios reales con criollas se ampliaron con disposiciones que
prescribían que el oficial debía tener cuando menos el grado
de capitán y la autorización real si quería casarse. Posteriormente, en 1776, Carlos III promulgó la real pragmática sobre
matrimonios, la cual amplió la vigilancia real a otros funcionarios de la administración colonial. Las objeciones a los matrimonios de oficiales reales correspondían al obispo, al capitán
general y a los padres u otros miembros de la familia.111
Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana. Actas capitulares del
Ayuntamiento de La Habana trasuntadas del 20 de abril de 1624 al 6 de
mayo de 1630, libro número 8, sesión del 14 de noviembre de 1624, folio 41.
110
Boletín del Archivo Nacional de Cuba, t. LX, enero-diciembre 1961,
La Habana, 1963, pp. 18-23.
111
Sherry Johnson, The Social Transformation of Eighteenth-Century Cuba,
Gainesville, 2001, pp. 15, 25, 46, 101, 102, 105-109. Y J. H. Elliott, Empires
of the Atlantic World: Britain and Spain in America, 1492–1830, New Haven
and London, 2006, p. 161.
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Al parecer, el acatamiento o no de la prohibición de casarse
con criollas dependía —en los hechos— del tipo de relaciones
existentes entre las autoridades y las comunidades criollas. En
La Española, colonia en la que hubo una gran identificación
entre españoles y criollos como consecuencia de los combates
contra los ocupantes franceses de la isla, los matrimonios de militares y funcionarios españoles con lugareñas no podían mantenerse bajo control. En 1756 el gobernador Francisco Rubio
y Peñaranda (1751-1760) exponía que los oficiales y los soldados peninsulares procedían con toda liberalidad para casarse,
a pesar de las instrucciones impartidas a los comandantes de las
tropas. Pedía Rubio que la Corona instruyera al arzobispo para
que de ningún modo se siguiera casando a los militares con las
naturales del país.112 Todas las evidencias hacen pensar que los
sacerdotes incumplían las medidas restrictivas.
4. Compartimentando a los funcionarios coloniales de las
comunidades criollas y de ellos mismos
La primera gran división del trabajo y de la estructura
social que se produjo en las posesiones coloniales hispánicas
como resultado de la legislación de Indias tuvo su origen
en el siglo xvi, en una política muy bien pensada por los
consejos asesores de la monarquía para el mejor gobierno de
las posesiones ultramarinas. En la medida en que los súbditos
de la Corona española en el Nuevo Mundo se encontraban
más alejados de los centros de poder de la monarquía debían
someterse a un régimen de dependencia más estrecho respecto a las disposiciones reales. La tentación de desobedecer las
pragmáticas de la Corona debía ser desalentada, reprimida y
castigada de la manera más rigurosa posible.
La conciencia de que la lejanía tendía a robustecer intereses locales y a desmembrar al imperio español determinó
F. C. de Utrera, Noticias históricas, Santo Domingo, 1978-1983, t. IV, p. 256.
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que el Consejo de Indias y el monarca reglamentaran rígidamente las obligaciones y deberes de los funcionarios coloniales para con la monarquía. Si bien se pensaba que la base
de sustentación de la metrópolis la constituían los vínculos
religiosos, culturales y nacionales que ataban a los súbditos
a la monarquía, la subordinación al poder político y militar
metropolitano tenía prelación frente a cualquier otra consideración. La manifestación más alta de esa supeditación estaba constituida por las cargas tributarias y por la prohibición
estricta de comerciar o relacionarse con los rivales europeos
de España en el mar Caribe. El deber de tributar constituía,
de hecho, el fundamento primordial del imperio español.
A fin de garantizar el cumplimiento de esas obligaciones tan
apreciadas por el imperio colonial español, hubo necesidad de
separar de modo tajante a los funcionarios coloniales de las comunidades criollas. Ninguna otra disposición de las Leyes de
Indias se reiteró en tantas ocasiones y de manera tan cumplida
como la que separaba a la burocracia regia de los colonos del
Nuevo Mundo. Los oficiales reales tenían un régimen especial
en la legislación española. Ya no se trataba solamente de que
les fuese prohibido casarse con criollas, ni que lo mismo estuviese prescrito para sus hijos: la primera señal de desafección
de un funcionario a su monarca la constituía el hecho de que
se hiciera acompañar con demasiada frecuencia por la gente
de la tierra.
A continuación reproducimos algunas perlas de la legislación de Indias tendentes a impedir que los funcionarios coloniales se relacionasen estrechamente con las familias y comunidades criollas:
A los oidores de la Real Audiencia de Santo Domingo, Perú
y México les estaba prohibido asistir y participar en los actos
sociales más elementales de las familias criollas: «Los Oidores
no sean padrinos de matrimonios y bautizos».113
Recopilación de leyes, Madrid, 1841. Ley 47, título 16, libro 2.
113
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Tampoco podían asistir a desposorios ni entierros de
gente de la tierra: «Los oidores no asistan a desposorios, ni
entierros».114
Ni siquiera debían ser vistos en compañía de los vecinos
criollos: «No se dejen acompañar de los vecinos».115
Les estaba proscrito también la posesión de la tierra, ya que
tendía a identificar los intereses de los funcionarios con los del
patriciado terrateniente criollo: «Alcaldes y fiscales [de la Real
Audiencia] no tengan chacras, estancias, huertas, ni tierras».116
De ahí que los oficiales reales, cualquiera que fuera su categoría, no pudieran cultivar ni siquiera para el consumo de su
propia familia: «No puedan sembrar trigo y maiz ni para vender, ni para sus casas».117 La prohibición de emprender actividades económicas comprendía también a los familiares de los
funcionarios españoles: «La prohibición de tratar y contratar
comprende a sus hijos y mujeres».118
Las interdicciones de comerciar y relacionarse con comerciantes abarcaban a otros funcionarios de la administración
española en Indias: «Las prohibiciones de tratar y contratar y
penas impuestas comprenden a Corregidores, Alcaldes Mayores y Gobernadores».119
Ni los ministros ni sus familiares podían tampoco relacionarse
con comerciantes: «Los ministros no se dejen acompañar de los
negociantes, ni permitan que acompañen a sus mujeres».120
Esta última prohibición se tornó anacrónica en la medida
en que, con el correr del tiempo, se estrecharon los vínculos
de los funcionarios coloniales peninsulares con los comerciantes de igual procedencia frente a las comunidades criollas.
Ibídem, ley 47, título 16, libro 2.
Ibídem, ley 56, título 4, libro 8.
116
Ibídem.
117
Ibídem, ley 57, título 16, libro 2.
118
Ibídem, ley 66, título 16, libro 2.
119
Ibídem, ley 47, título 2, libro 5.
120
Ibídem, ley 53, título 16, libro 2.
114
115
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Los oficiales reales eran objeto del mayor número de restricciones en tanto eran los recaudadores del fisco. El fiscal
de la Real Hacienda, por ejemplo, debía solicitar autorización del rey para que sus hijos pudieran casarse con personas
pertenecientes a familias habaneras.121 Mas no solo les estaba
vedado asociarse con criollos en el Nuevo Mundo: por temor
a la distracción del dinero del rey en tratos con otras autoridades españolas, se les prohibió también asociarse con ellas.
La primera interdicción importante al respecto fue la de no
casarse con familiares de otros funcionarios coloniales: «No
se pueden casar con parientas de sus compañeros como se
ordena».122
No podían servir ni subordinarse a los gobernadores aunque
estos constituyesen la primera autoridad de la posesión colonial:
«No sean tenientes de los gobernadores».123
Así, se colocaba un cordón sanitario en torno a las comunidades criollas y se tutelaba todos y cada uno de los aspectos
de las vidas de los funcionarios reales. Las prohibiciones impuestas a las autoridades coloniales tendieron a que estas buscasen otros modos encubiertos de enriquecerse y de relacionarse con la gente de la tierra, cuando no a reprimirlas con el
designio de dar testimonio de fidelidad a la Corona
De ningún modo debían recibir favores de los funcionarios de las armadas reales: «De las armadas y flotas no contraten, carguen ni reciban dádivas ni cohechos».124 Tampoco
podían cumplir otras funciones en la administración colonial, solo debían ocuparse de los dineros del rey: «No puedan
ser Tenientes de Gobernadores, Corregidores, ni Alcaldes
mayores».125
A. G. I., Catálogo de los Fondos Cubanos, tomo I- volumen I, Consultas y
Decretos (1664-1783), Madrid, 1929, pp. 344-345.
122
Recopilación de leyes, Madrid, 1841, ley 62, título 4, libro 8.
123
Ibídem, ley 40, título 2, libro 5.
124
Ibídem, ley 107, título 15, libro 9.
125
Ibídem, ley 52 título 4, libro 8.
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Las Leyes de Indias también excluían a los funcionarios de
la Real Hacienda de los cabildos criollos. Su integración a los
intereses locales del patriciado criollo equivalía a una defección de los intereses de la monarquía. Por eso se estipulaba:
«No sirvan oficios de alcaldes, ni alféreces de los pueblos».126
Desde luego, la exclusión alcanzaba a la familia: «Ningún Oficial Real pueda tener regimiento, ni sus hijos, deudos, criados,
ni allegados»127
Los parientes de oficiales reales tampoco podían desempeñarse como regidores o alguaciles mayores en los cabildos
ni ser electos alcaldes ordinarios.128 Claro está que en determinadas coyunturas, y violentando el espíritu de las Leyes de
Indias, los gobernadores designaban funcionarios reales en los
cabildos. Con ello procuraban alterar la correlación de fuerzas
en los mismos o sencillamente hacer sentir a los capitulares
criollos el peso de su autoridad.
Los primeros que sintieron la línea divisoria que trazaba
la Corona en torno a sus funcionarios y la exclusión que
tales medidas significaban fueron los criollos. Era demasiado
evidente que los funcionarios peninsulares no representaban
ni podían representar los intereses del patriciado, ni de las
comunidades criollas. El régimen de exclusión y segregación
al que estaban sometidos los criollos no se aplicó siempre con
la misma severidad; en ocasiones no se cumplían sus preceptos o determinadas medidas entraban en desuso. Aun así, las
excepciones tendían a confirmar el rigor del régimen y su
coherencia. De este modo los criollos debían sentir que las
decisiones que afectaban más sensiblemente sus vidas eran
competencia del monarca y de sus consejeros del otro lado
del mar Atlántico, en tanto que las autoridades coloniales
eran ajenas en gran medida a sus intereses. Las concesiones
Ibídem, ley 5, título 4, libro 8.
Ibídem, ley 53, título 4, libro 8.
128
Ibídem, ley 53, título 5, libro 8.
126
127
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de prerrogativas y de dispensas a los órganos de poder local de
los criollos se otorgarían solo en función de la preservación
del régimen de estamentos vigente.
5. La progresiva militarización de las posesiones antillanas de
España
Una cuestión clave en las relaciones del Estado colonial con
los cabildos y las comunidades criollas de las Antillas hispánicas lo
constituye el papel que a comienzos del siglo xvii asignó la Corona
a los mandatarios insulares. Hasta entonces los gobernadores eran
hombres de leyes y funcionarios civiles escogidos por el Consejo de
Indias. Pero el peligro cada vez mayor de ataques extranjeros a las
Antillas obligó a los consejeros del monarca español a pensar en
hombres de experiencia militar para su gobierno. De ahí que hasta
el siglo xix los gobernadores fueran militares. En Puerto Rico, el
Consejo de Indias creó una Junta de Defensa de la isla. En España
se creó la Junta de Guerra, que conjuntamente con el Consejo de
Indias proponía al rey una terna con los nombres de los militares
que podían ser elegidos como gobernadores de las posesiones indianas. Esta Junta de Guerra, creada en 1597, fue una derivación
de la experiencia de Puerto Rico. La misma proponía a militares
para ocupar los cargos de gobernadores y cumplir funciones de
inspección y abastecimiento de las fortalezas.
La militarización de las Antillas mayores fue directamente proporcional al incremento de las acciones de guerra de
las potencias rivales de España y a las agresiones de piratas y
corsarios. De acuerdo con Kenneth R. Andrews, entre 1585
y 1603 las naves inglesas ejecutaron 76 acciones bélicas en el
Caribe,129 estimándose que entre 1589 y 1591 unas 255 naves
inglesas se dedicaron a operar en contra de las embarcaciones
y posesiones españolas en el área.130
Kenneth R. Andrews, The Spanish Caribbean: Trade and Plunder, 1530-1630,
New Haven, 1978, p. 156.
130
John Lynch, Spain under the Hapsburgs, Oxford, 1981, vol. I, pp. 346-347.
129
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En La Española, hasta bien avanzado el siglo xvi, se acostumbraba nombrar a uno de los oidores como gobernador.
Este, a su vez, debía designar a un oidor como asesor en asuntos de legislación. La creciente militarización de la isla a partir el siglo xvii determinó que a la Real Audiencia de Santo
Domingo se le prohibiese intervenir en ninguna de las órdenes
de los gobernadores militares nombrados por el Consejo de
Indias, los que quedaron virtualmente dotados de facultades
omnímodas: este fue el primer ensayo del poder absoluto que
tendrían los gobernadores en el Caribe hispano. Las nuevas
disposiciones no impidieron, sin embargo, que las personas
siguieran recurriendo a la Real Audiencia cuando eran perjudicadas por decisiones del gobernador o de sus subordinados.
Siguiendo las disposiciones de una RC del 26 de enero de
1599, los gobernadores de Puerto Rico asumieron el mando sobre todas las armas y milicias y establecieron una comisión especial para resolver todos los litigios militares. En ese documento
se ordenaba a la Real Audiencia de Santo Domingo a no entrometerse en los casos de guerra o de militares en Puerto Rico.
Todas las cuestiones relativas a la jurisdicción militar competían
exclusivamente al gobernador y capitán general. Fue por eso
que en 1607 Felipe III expidió una Real Cédula al presidente de
la audiencia de Santo Domingo a fin de recriminarle por haber
intervenido en asuntos militares de Puerto Rico; en tal virtud,
le ordenó que se comunicara con la Junta de Guerra para que
esta le instruyese al respecto. Posteriormente, a través de Real
Cédula del 2 de diciembre de 1608, el monarca ordenó al capitán general de Puerto Rico que conociera y determinara todos
los delitos, casos y cosas tocantes a oficiales y gente de guerra
en la isla, ámbito en el que la Audiencia no podía intervenir
ni siquiera en grado de apelación. En Puerto Rico, en caso de
guerra, solo el gobernador podía conocer de los delitos que se
cometieran. Tenía también la facultad de nombrar en forma
interina a los sucesores de los alcaldes, tenientes, alguaciles,
veedores en la Real Hacienda o regidores en el cabildo que
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fallecieran en el ejercicio de sus funciones. Esta legislación
dotó a los gobernadores y capitanes generales —que desde
entonces fueron militares— de facultades casi omnímodas.131
La estrategia de centralización política y militar de los Borbones del siglo xviii contribuyó a acentuar aún más el carácter marcial del Estado colonial en el mar Caribe. El envío permanente de
unidades militares desde España impartió al cuerpo de oficiales
del ejército regular un carácter foráneo. Se calcula que la población de San Juan estaba constituida por un 29.8% de militares.
De estos, cerca de un 38% dependía directamente del ejército
acantonado en la isla o bien trabajaba para él. Se estima también que un 40% de los oficiales peninsulares en La Habana era
de procedencia noble, en tanto que una proporción igual de los
criollos oficiales de milicias descendía del patriciado.132 Con independencia de las prohibiciones reales a todo tipo de vínculos
matrimoniales y de relaciones estrechas entre los funcionarios
coloniales y las familias criollas, los militares españoles debieron
convivir con el patriciado criollo y establecer determinadas ligaduras con este a fin de defender las islas de las potencias rivales
de España.
De acuerdo con Manuel Moreno Fraginals:
La situación probaba que el complejo marinero-militar de España en el Caribe podía estructurarse sobre
unos puntos básicos, pero que deberían ser inexpugnables. Y como parte de la infraestructura ofensiva y
defensiva del imperio español, se inició la larga serie de construcciones de fuertes que ha de consumir
enormes recursos económicos hasta muy entrado el
siglo xviii. En La Habana se levantaron los castillos
de La Punta y de la Fuerza, el Castillo del Morro,
Enriqueta Vila Vilar, Historia de Puerto Rico (1600-1650), Sevilla, 1974. pp. 57-58.
Juan Marchena Fernández, «Armée et changement social en Amérique
à la fin du XVIIIème siècle», L´Amérique espagnole à l´époque des Lumières
(Colloque), Bordeaux, 1988.
131
132
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el Torreón de San Lázaro, los pequeños fortines de
Cojimar y La Chorrera, y se aprisionó la ciudad dentro
de una muralla. Durante el siglo xviii, se levantarán
todavía nuevas fortalezas. Santo Domingo se rodeará
con un sistema de murallas y bastiones. San Juan de
Puerto Rico, inicialmente marginada por carecer de
oro, probará ser de gran importancia militar, lo que
exigirá la construcción de un imponente Castillo del
Morro, las grandes fortalezas de El Escambrón, La
Princesa y San Cristóbal y, como las otras ciudades,
ser rodeada por una muralla. Cartagena de Indias
será otra ciudad de asombrosas construcciones militares. En otros puntos básicos se levantarán también
castillos, a veces de impresionante dimensión, como
el Morro de Santiago de Cuba. 133
No solo se destinaban grandes recursos a las construcciones
militares: las tropas españolas asignadas en las Antillas eran
proporcionalmente mayores que las destinadas a tierra firme.
En el siglo xviii se podía precisar claramente la superior importancia estratégica, militar y naval que concedía España a
sus posesiones en el arco antillano en relación con sus otras
posesiones del continente. De esta suerte, en 1764 la avanzada
imperial de La Habana contaba con 149 soldados por cada
1,000 habitantes, mientras que en Chile había solo 36 X 1,000,
en Venezuela 16 X 1,000 y en Nueva España 7 X 1,000. El
porcentaje de militares en Cuba era veintiún veces mayor
que el de Nueva España, donde se concentraban gran parte
de las riquezas de América.134
A la consideración esencialmente estratégica que España
confirió a las Antillas —frontera del continente americano y
Manuel Moreno Fraginals, Órbita de Manuel Moreno Fraginals, La Habana,
2009, p. 216.
134
S. Johnson, The Social Transformation, Gainesville, 2001, p. 62.
133
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arco defensivo contra las acometidas de las otras naciones europeas—, se sumaba la actitud agresiva y despiadada con que
trataba a sus enemigos. Pedro Menéndez de Avilés, jefe de la
flota española que se apoderó de La Florida en 1565, destruyó
las fortificaciones enemigas y degolló a 600 prisioneros franceses; solo 30 hombres salvaron sus vidas debido a que eran
católicos. En 1630 el almirante Fradique de Toledo tomó la isla
de la Tortuga, decapitó a todos sus pobladores —bucaneros y
piratas— y dejó vivos solo a los esclavos negros, a quienes vendió posteriormente en Santo Domingo. Poco tiempo después
la isla fue ocupada por los ingleses, pero en 1635 el capitán
criollo dominicano Ruiz Fernández de Sotomayor la recuperó,
llegando a ahorcar a 195 enemigos.135
Claro está, los españoles no tenían la exclusividad de las
depredaciones sangrientas. En 1667 el filibustero de la Tortuga, Jean David Nau, conocido en las Antillas hispánicas como
François (o Francisco) el Olonés, capturó un buque que había
sido enviado desde La Habana para perseguirle por su incursión en Sancti Spíritus. La tripulación prisionera fue degollada
sin piedad. Es cierto que no se cuenta con tantas evidencias
de las crueldades de los rivales de España, pero pensamos que
se correspondían con las de sus enemigos. En la época los
contendientes se regían por la ley del talión.
Si bien en las comunidades criollas hispanas del Caribe
las relaciones esclavistas y la estratificación étnica y cultural
que les era propia ocasionaban una segregación o disociación
de sus elementos constituyentes, las numerosas agresiones de
las potencias europeas contribuyeron a estrechar sus vínculos.
Las nuevas relaciones de confrontación hicieron posible la resistencia de esas comunidades en difíciles condiciones de aislamiento y de desamparo. En el siglo xvii los criollos lucharon
casi por sí solos en la defensa del territorio común en el que
135
Luis Britto García, Señores del Caribe. Indígenas, conquistadores, piratas y
corsarios en el mar colonial, La Habana, 2006.
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nacieron o se asentaron. No contaron con una ayuda efectiva
de la metrópolis para alejar a sus enemigos del mar Caribe. La
tradición criolla de amor al suelo patrio se forjó en el curso de
este prolongado batallar por defenderlo.
Las comunidades antillanas se fundaron en virtud de sus
instituciones, sus luchas y sus sentimientos. Estudiemos primero a sus cabildos y a sus instituciones coloniales. Después
nos aproximaremos a sus luchas, para examinar, por último,
los sentimientos de patria local y de patria grande forjados en
gran medida como resultado de dichas confrontaciones. Pero,
antes de emprender el estudio de las relaciones de los cabildos
con las otras instituciones coloniales, es preciso analizar su naturaleza y sus funciones.
6. Un paréntesis metodológico: las entidades institucionales de
pertenencia participativa
La posibilidad de estudiar metódica y sistemáticamente
durante un período de tiempo las fuentes documentales
de los cabildos antillanos estimuló en sus orígenes nuestra
investigación sobre los patriciados y las comunidades criollas
de las Antillas hispánicas.136 En ese orden de cosas, ha resultado ser muy importante haber podido comparar las actitudes
y comportamientos que observaron las distintas promociones
de los patriciados en los cabildos antillanos. Y ha sido muy significativo constatar que las distintas generaciones del patriciado que accedieron sucesivamente a la dirección de los cabildos
antillanos compartieron actitudes parecidas y una perspectiva
común ante las relaciones de dominio impuestas por la metrópolis. Obviamente, nuestra investigación no se ha limitado al
estudio de los cabildos en tanto entidades históricas: hemos
Nos referimos al cabildo de La Habana y al de Santo Domingo desde el
siglo xvi hasta el xix, y a los cabildos de Santiago de Cuba, Santiago de
los Caballeros, San Germán y San Juan de Puerto Rico durante largos
períodos en los siglos xvii, xviii y xix.
136
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integrado al corpus historiográfico construido en el curso de la
investigación cuantas evidencias históricas hemos hallado referentes a la relaciones existentes entre, de un lado, los patriciados
y las comunidades criollas y, del otro, las autoridades coloniales.
Al final de nuestro estudio nos hemos percatado de que los
cabildos coloniales poseían las mismas propiedades que los
sujetos históricos colectivos definidos como entidades de primer grado por Maurice Mandelbaum.137 El hecho de que los
cabildos —como las entidades históricas de Mandelbaum—
dispusieran de una organización territorial, una estructura
institucional y una continuidad en el tiempo nos permitió
impartir cierta sistematicidad a los problemas estudiados en
el curso de la investigación. En la narración histórica el lugar
del personaje o sujeto histórico puede ocuparlo cualquiera
que sea designado como sujeto de un predicado de acción o
de un discurso, ya se trate de un sujeto colectivo, una institución o una persona.138 En este sentido, cabe recordar que las
comunidades históricas, en tanto sujetos colectivos, fueron definidas por Husserl «como personalidades de rango superior».
Lo que confirió vida a los cabildos coloniales —dominados
por los patriciados criollos— fue el accionar y las actitudes de
distintas generaciones que se sucedieron en su dirección y que
actuaron en función de intereses propios. La pertenencia participativa de distintas generaciones de patricios al frente de
los cabildos generó y configuró sus acciones, proyecciones y
representaciones en el devenir histórico. En el mismo sentido, las mediaciones simbólicas (normas, ritos, costumbres) a
través de las cuales actuaron y construyeron su discurso develan la atmosfera emocional e intelectual que los proyectó
en el devenir de los siglos. La reiteración de las actitudes,
acciones y representaciones colectivas del patriciado en el cur Maurice Mandelbaum, The Anatomy of Historical Knowledge, Johns Hopkins
University Press, Baltimore-London, 1977.
138
Paul Ricoeur, Tiempo y narración. Configuración del tiempo en el relato
histórico, Madrid, 1995.
137
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so del tiempo (que lo definen con relación al poder colonial y
a las comunidades criollas) hace posible evaluar en qué medida este se aparta o se mantiene dentro de ciertos patrones de
comportamiento. De ahí la posibilidad de estudiar, metódica y
sistemáticamente, la manera de proceder y proyectarse de los
distintos patriciados antillanos, así como las distintas tendencias que los animaron. De igual manera, en la medida en que
se perfila históricamente una política colonial con relación a
las posesiones insulares del mar Caribe, se pueden precisar las
actitudes de las dinastías reinantes en la península respecto a
los patriciados y a las comunidades antillanas.
7. Funciones de los cabildos antillanos. Su naturaleza oligárquica
De la lectura de las disposiciones de los cabildos se desprende que la vida colectiva en las villas y ciudades de los siglos xvii
y xviii estuvo estrictamente reglamentada. Los regidores y alcaldes regulaban desde los precios, salarios, lugares de venta
y calidad de productos, hasta el tipo de frutos que se debían
cosechar. De la misma manera reglamentaban las pesas, varas
o medidas que calculaban el peso y las dimensiones de los
productos en los mercados. Les correspondía también vigilar
y fichar a los infractores por sus nombres y apellidos y castigar a los revendedores o regatones. Una de sus principales
obligaciones era controlar las monterías o incursiones en el
campo para cazar ganado salvaje u orejano (eran penadas
con frecuencia las monterías de los negros y mulatos libres).
Los capitulares se encargaban de que los menores y los esclavos no pudieran concertar contratos civiles. Debían también
organizar las conmemoraciones reales y religiosas y todo lo
concerniente a la enseñanza. De ahí que les correspondiese
la contratación de maestros y la construcción o alquiler de
escuelas. Fiscalizaban además la inspección de farmacias y la
higienización de las calles y solares. Higienizaban las aguas
fétidas y la basura.
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Una función administrativa importante era la expedición de
solicitudes al Consejo de Indias y al rey para que se concedieran
mercedes a gobernadores, obispos y funcionarios reales. La petición de reconocimientos o premios a autoridades civiles, eclesiásticas y militares, a oficiales reales y otros funcionarios de la
administración, así como la demanda de que cesasen o continuasen en el mando algunos gobernadores, permitía a los capitulares
mejorar sus relaciones con los órganos del poder colonial cuando
estas eran conflictivas. Las atribuciones que facilitaban a los cabildos peninsulares conciliar intereses y negociar cuestiones controvertidas con las distintas agencias del poder colonial no parecen
haber surtido siempre el mismo efecto en las Antillas.139
El reconocimiento de la documentación que acreditaba
la limpieza de sangre e información de nobleza facultaba al
patriciado de los cabildos a ejercer una función rectora en la
estratificación y jerarquización social de la distintas clases y
estamentos sociales, muy especialmente en lo referente a los
señores de hacienda. Los regidores debían acreditar la condición étnica de los vecinos de las distintas villas, y por ende,
su lugar en la estratificación social. Desde luego, el Consejo
de Indias y el monarca podían modificar el estatus de determinados individuos definidos previamente por los capitulares
desde el punto de vista racial.
Otras funciones de los cabildos eran la concesión de arriendos para la prestación de servicios, la aprobación de monopolios
para la comercialización de las carnes, el financiamiento de las
casas de las milicias disciplinadas, la reglamentación de los gremios de artesanos y los repartimientos de tierras y adjudicación
de solares (que se hacían de acuerdo con el estatus social de los
solicitantes). Particularmente de esta última atribución deriva
el que los cabildos hayan contribuido decisivamente a la conformación de la clase terrateniente y del campesinado criollo.
139
Aída R. Caro Costas, El cabildo o régimen municipal puertorriqueño en el siglo
xviii, t. I y II, San Juan de Puerto Rico, 1965 y 1974.
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Por último, les correspondía la designación de un procurador que representara no solo al cabildo frente al gobernador,
el Consejo de Indias y el monarca, sino también a la comunidad frente al cabildo mismo y a las autoridades coloniales. El
procurador tenía la facultad de representar los intereses del
cabildo y la localidad ante la corte real de Madrid y exponer
sus diferendos con las autoridades coloniales.140
Las facultades y funciones reseñadas eran comunes en
gran medida a todos los cabildos del Caribe. En cuanto a la
facultad de distribuir tierras, se observaron variaciones importantes en distintos momentos entre los cabildos de Cuba,
Santo Domingo y Puerto Rico, como tendremos oportunidad
de apreciar.
Las pugnas a las que dio lugar el ejercicio de las atribuciones
de los cabildos antillanos, los litigios a propósito de competencias y jurisdicciones, fueron la expresión de sus intereses
encontrados con las autoridades coloniales. En el siglo xvii los
capitulares ya no eran electos a campana tañida, sino que pertenecían a la oligarquía de las familias terratenientes criollas
más poderosas, las cuales elegían los principales oficios del
cabildo. Y es que el monarca español decretó, a través de Real
Cédula del 26 de noviembre de 1623, que se hiciera «la dicha
elección por solo los votos de los regidores, como se hace para
los demás oficios reales, y no por cabildo abierto».141
Antes de adelantar otras consideraciones sobre la oligarquía
terrateniente que gobernaba los cabildos de las Antillas hispanoparlantes, es preciso definir algunas de sus particularidades
Ibídem. Ver también: José A. García Castañeda, La municipalidad
holguinera. Su creación y desenvolvimiento hasta 1797, Holguín, 2002; Pedro
Manuel Arcaya, El Cabildo de Caracas. Periodo de la colonia (1558-1700),
Caracas, 2008; Ruth Torres Angulo, «Los cabildos de La Española
durante la segunda mitad del siglo xviii», Clío, 2011, no. 182; L. Marrero,
Cuba, Madrid, 1974, t. II, p. 325 y t. V, Madrid, 1976, pp. 14-19.
141
Oficina del Historiador de La Habana. Actas capitulares del Ayuntamiento
de La Habana trasuntadas del 20 de abril de 1624 al 6 de mayo de 1630,
cabildo del 20 de abril de 1624, folios 2 y 2 dorso.
140
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más significativas. La definición que da el diccionario Larousse
concuerda con las peculiaridades de las oligarquías criollas de
las Antillas: «una oligarquía es un gobierno que está en manos
de algunas familias poderosas». Esta definición no aporta un
juicio de valor, sino un juicio de hecho que describe la forma
de poder que se asume. No supone, como algunas definiciones sociológicas modernas, una valoración exclusivamente negativa de la naturaleza y funciones del gobierno oligárquico.
En algunos diccionarios de sociología importantes se la define
como una forma de poder espuria:
La oligarquía, de manera parecida que la plutocracia
y la dictadura, designa una forma de gobierno tenida
hoy día por ilegítima por la opinión y los preámbulos
de las constituciones. Lo que explica que ella designa
una forma realmente existente de gobierno y no una
imagen posible de gobierno ideal.142
En el presente estudio no se definen a las oligarquías antillanas de los primeros siglos de vida colonial como una forma
ilegítima de gobierno. Se las considera como un gobierno local
que ejerció una hegemonía sobre las clases y estratos libres de
las comunidades criollas en conformidad y oposición al Estado
colonial español. Las oligarquías contribuyeron a la formación
del sentido de pertenencia e identidad de las comunidades
criollas a través del prolongado diferendo secular que sostuvieron con el poder colonial. Las experiencias y prácticas del
patriciado terrateniente y las comunidades criollas durante los
siglos de dominio colonial estuvieron encaminadas a obtener
mayores prerrogativas y mayor autonomía de la metrópolis. El
patriciado terrateniente se distinguía por el hecho de constituir
una oligarquía que acaparaba un conjunto de funciones políticas, religiosas, militares y económicas de tipo local. Ejercía
Jean Cazeneuve y otros, La Sociologie, Paris, 1970.
142
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una hegemonía —revestida de carácter paternal y clientelar—
sobre las comunidades criollas, con las que compartía tanto los
beneficios de los contrabandos y evasiones fiscales que promovía y practicaba, como sus diferendos con las disposiciones del
poder colonial y las exacciones del capital comercial español.
En ese sentido, el patriciado terrateniente que regía los cabildos se distinguía por sus relaciones relajadas con la fuerza de
trabajo esclava, el artesanado y el campesinado dependiente,
lo que le permitía apropiarse expeditamente del producto del
trabajo de las clases subalternas. Los patricios criollos se caracterizaban también por los medios políticos e ideológicos en
virtud de los cuales ejercían su hegemonía. En cuanto clase
que resistía ciertos aspectos del dominio colonial, se presentaba ante los estratos sociales subordinados como protector y
valedor de sus intereses frente a las autoridades, aun cuando
los despojaba de parte de su trabajo y les exigía reverencia a
su poder. De ahí que resulte difícil definir al patriciado como
una oligarquía que ejercía un poder despótico contra las clases
subalternas y como un representante del colonialismo español
frente a las comunidades criollas. El conjunto de sus características le definía, ante todo, como una clase que se oponía y se
transaba alternativamente con el poder colonial.
El sentimiento de pertenencia e identidad de las clases subalternas no se constituyó tan solo como resultado de su alineación con el patriciado terrateniente frente a las autoridades
coloniales. La toma de conciencia de sí mismas y sus sentimientos patrióticos locales tuvieron su origen, ante todo, en
sus propios intereses contrapuestos a los del Estado colonial
e incluso a los del mismo patriciado. Pero los estratos subalternos sufrían aún más el rigor de la tributación, la represión
eclesiástica y militar, la usura de los comerciantes españoles
y la escasez que provocaba la prohibición de comerciar con
el extranjero que la apropiación de parte de su trabajo por el
patriciado. Las facultades locales de los cabildos permitían a estos
presentarse, en comparación con las autoridades coloniales, bajo
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una luz más favorable. Y es que sus disposiciones beneficiosas
a los estratos subalternos criollos les dispensaban una primacía ante estos. En efecto, las comunidades criollas resultaron
favorecidas no solo de las actividades de rescate del patriciado
y de su renuencia a contribuir con el fisco español. Un conjunto de medidas tomadas por los cabildos (como la represión
de las actividades de regatonería, el estímulo a las monterías
populares, la regulación de precios locales y la autorización
de arribadas de buques extranjeros) también aliviaron la situación de las comunidades criollas. Por otra parte, frente
a las agresiones militares extranjeras, el patriciado dirigió
y movilizó a las comunidades criollas, lo que le confirió una
evidente autoridad y prestigio ante estas. En las confrontaciones con los enemigos del mar Caribe, la gente del pueblo,
negra o blanca, no llevaba la mejor parte: los negros y mulatos criollos eran pasados a cuchillo igual que los blancos criollos y los españoles, o bien eran secuestrados y sometidos a
esclavitud en las plantaciones inglesas y francesas, en tanto sus
viviendas eran incendiadas y sus mujeres robadas. Lo mismo
rigió para los blancos pobres, los que padecieron tantos atropellos y abusos de los corsarios, piratas y soldados extranjeros
como los mismos negros y mulatos. A esta separación abrupta
de los enemigos ingleses, franceses y holandeses contribuyó,
sin duda, el hecho de que sus respectivos idiomas, religiones
y costumbres fueran desconocidos por las comunidades criollas. De ahí la capacidad del patriciado criollo para interpelar
y convocar a las clases subalternas en contra de los extranjeros,
a los que describían con los más sombríos tonos.
El patriciado terrateniente de las Antillas distaba de constituir un estamento como la nobleza europea. Los señores de hacienda que formaban parte de los cabildos criollos de la tierra
adentro vivían, en el siglo xvii, en unos caseríos paupérrimos
que fluctuaban entre 40 y 1,000 habitantes, y entre 80 y 2,000 en
el siglo xviii. La pobreza e insolvencia de los regidores era manifiesta en más de un sentido. Con frecuencia las reuniones del
cabildo no podían efectuarse porque sus integrantes carecían
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de vestuario adecuado. Mientras los terratenientes antillanos
habitaban chozas de piso de tierra y poseían solo tres o cuatro esclavos para atender sus vastas extensiones de tierra de
cientos de caballerías, los señores feudales europeos vivían en
palacios y castillos, con mesnadas de cientos de siervos. Como
destaca con razón Tulio Halperín Donghi, «En Hispanoamérica, la posesión de la tierra y de la riqueza no van juntas».143
Gente ruda y levantisca, los señores de hacienda de tierra
adentro en ocasiones no sabían leer ni escribir, por lo que firmaban
con una X las actas capitulares de los cabildos. Como refiere Utrera, era frecuente que en poblados dominicanos como el de San
Carlos —en el que de seis regidores solo tres sabían firmar de puño
y letra— los señores de hacienda asumieran ser la ley de la tierra
y estar por encima de las autoridades coloniales. El viajero francés
Vincent definió a los hateros del Santo Domingo español como
hombres sobrios en exceso [...] no viven más que de
lácteos, pocas veces comen carne, la cual les gusta mucho y pueden obtener [...] Pero nada hay que les haga
abandonar sus normas de sobriedad y de avaricia. Por
ello, es en el hatero español donde hallamos el modelo
más auténtico del rico en naturaleza. Viviendo, como
hemos dicho, en cabañas malas, abiertas a la intemperie, y de las cuales no les cuestan más que un poco
de trabajo fabricarlas. Además tienen la ventaja de no
tener que hacer ningún gasto para su vestuario [...] Su
naturaleza moderada les permite ser capaces de llenar
todas sus necesidades, sin tener que gastar nada».144
Por su parte, el historiador dominicano Rubén Silié destacó
que la riqueza de los hateros se medía por el número de reses
Tulio Halperín Donghi, Historia contemporánea de América Latina, La
Habana, 1990, p. 76.
144
Emilio Rodríguez Demorizi, Viajeros de Francia en Santo Domingo, Santo
Domingo, 1979, pp. 138-140.
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que tenían y por darse el lujo de tener un mayoral, «pues la
mayoría de ellos eran tan pobres que no podían confiar sus
propiedades a los mayorales, de manera que ese trabajo era
hecho también por muchos de los dueños».145
Una descripción similar del hatero cubano en la región
occidental de Cuba se encuentra en una crónica de viaje del
novelista Cirilo Villaverde. La conversación que sostuvo con
la mujer del dueño de una hacienda ganadera nos revela las
características de los terratenientes de Vuelta Abajo. La mujer
interrogada por Villaverde le informó haberse «casado a los 14
años [...] no haber salido del hato en seis, el mismo tiempo de
su matrimonio, y verse con frecuencia sola y desamparada». La
descripción de su familia y del bohío en que vivían no podía
ser más desconsoladora:
los niños permanecían de pie o sentados en la puerta
y quicio del cuartucho y en medio de todos estaba la
estropeada mesa, sobre la cual ardía la mal estropeada vela, alumbrando escasamente aquel cuadro triste
y extraño. Su luz daba de soslayo en el rostro del hatero [...] A cada pregunta que le hacíamos respondía si
acaso con dos tres palabras, aun con monosílabos.
La comida que le sirvieron, de plátanos y cerdo, «no podía
ser más parca». La barbacoa donde durmieron Villaverde y
sus acompañantes durante la excursión a Vuelta Abajo era un
miserable bohío de tablas y guano. Y sin embargo, el hatero
contaba con 600 cabezas de ganado y sus tierras eran la más
extensas y feraces del partido de San Marcos. Esto llevó al narrador a preguntarse «¿por qué yacen entonces esas gentes en
una miseria tan grande...?».146
Rubén Silié, Economía, esclavitud y población. Ensayos de interpretación histórica
del Santo Domingo español en el siglo xviii, Santo Domingo, 2009, p. 38.
146
Cirilo Villaverde, Excursión a Vuelta Abajo, La Habana, 1981, pp. 195-201.
145
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8. Ordenación original de los cabildos por las Leyes de Indias
Las Leyes de Indias normaron la naturaleza y funciones de los
cabildos caribeños. A reserva de la valoración que hagamos de los
conflictos que tuvieron por centro a ayuntamientos criollos de la
región, es preciso revisar brevemente el estatus jurídico de los órganos de poder local del patriciado. Desde el siglo xvii la legislación
indiana se pronunció contra los arreglos de las familias patricias
criollas para conservar el dominio de los cabildos seculares. Una
de las primeras disposiciones de las Leyes de Indias falló en contra
de los acuerdos que hacían los familiares entre sí con motivo de las
elecciones capitulares: «En las elecciones de oficios concejiles no
voten los parientes por sus parientes en cierto grado».147
Los legisladores de Indias se preocuparon también por
que el patriciado criollo conservara un estatus señorial y no
se involucrara en actividades de regatonería: «Los Alcaldes
ordinarios y regidores fieles ejecutores no traten ni contraten en
bastimentos con distinción en cuanto a mercaderías».148
De acuerdo con el régimen de prerrogativas que fundamentaba el poder local del patriciado, los oficios capitulares no
debían ser ejercidos por comerciantes ni artesanos, pues eran
considerados oficios viles: «Los regidores no contraten ni sean
regatones, ni tengan tiendas por si en las ciudades, donde lo
fueren ni usen oficios viles».149
Los consejeros de la monarquía habsburga propiciaron de
cierta manera que el patriciado criollo ocupase los oficios capitulares, pues los peninsulares no debían ser propuestos a cargos en los cabildos. Para estos puestos solo se admitían a criollos o bien a vecinos españoles radicados en las comunidades
indianas: «Para provisiones de oficios se propongan personas
que estén en las Indias».150
149
150
147
148
Recopilación de leyes, t. I-III, Madrid, 1841, ley 5, título 10, libro 10.
Ibídem, ley 11, título 10, libro 4.
Ibídem, ley 12, título 10, libro 4.
Ibídem, tomo III, Madrid, 1841, p. 23.
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De manera parecida las Leyes de Indias propiciaron que
las elecciones de alcaldes ordinarios recayesen en miembros
del patriciado criollo: «Para alcaldes ordinarios se tenga consideración a descendientes de conquistadores, descubridores,
pacificadores y pobladores».151
La pragmática supuestamente privilegiaba a los herederos
de los conquistadores y primeros colonizadores en reconocimiento y expresión de gratitud para con los fundadores del
imperio. Se les concedía a los criollos un estatus que garantizaba en apariencia su fidelidad y su arraigo en las posesiones del
Nuevo Mundo. Empero, tanto los alcaldes como los regidores
serían considerados subordinados a las autoridades coloniales:
los cargos de estos les estaban vedados.
La disposición de promover a los patricios a los cargos
de alcaldes ordinarios se evidencia también en la siguiente ordenanza: «Para alcaldes ordinarios se elijan personas
hábiles que sepan leer y escribir y tengan las calidades que se
requieren».152
No podían ser electos para alcaldes forasteros o vecinos de
otras ciudades: «No puede ser elegido alcalde ordinario el que
no fuera vecino».153
Si bien las disposiciones legales propiciaron que los cabildos fueran detentados por las familias patricias, las mismas se
opusieron también a que un reducido grupo de estas —con
tendencias oligárquicas— se reeligiesen y acaparasen los cargos: «No pueden ser reelegidos alcaldes hasta haber pasado
dos años y dado residencia».154
La legislación indiana se tornaba inflexible cuando se atentaba contra el precepto fundacional del imperio colonial español, esto es, contra la obligación de tributar: «Los deudores de
153
154
151
152
Ibídem, ley 5, título 3, libro 5.
Ibídem, ley 4, título 3, libro 5.
Ibídem, ley 8, título 3, libro 5.
Ibídem, ley 9, título 3, libro 5.
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la Real Hacienda no pueden ser alcaldes ordinarios».155 Mas el
designio de aplacar las tendencias oligárquicas de los patriciados criollos y de hacer que tributasen puntualmente a la Real
Hacienda encontró desde un primer momento la oposición
cerrada de las familias patricias.
Por Real Cédula del 13 de septiembre de 1533, ratificada posteriormente por la RC del 26 de mayo de 1566, las personas que
tuvieran oficios mecánicos y artesanales no podían ser alcaldes
ordinarios. Asimismo, de acuerdo con la RO del 26 de mayo de
1580, los artesanos tampoco podían ser tenientes de alguaciles
mayores. Y si bien la RC del 18 de marzo de 1783 estableció que
en España se tuvieran por honrados y honestos los oficios mecánicos y artesanales, la medida no se aplicó en las Indias dada su
distinta composición étnica: Los artesanos eran en su mayoría
negros y mulatos libres, por lo que la puesta en vigor de dicha disposición habría significado su presencia en los cabildos al lado
de los patricios criollos. Excepcionalmente en Buenos Aires se
admitieron en el cabildo a los hijos de los artesanos, siempre que
fueran «de sangre limpia y sus padres personas honradas».156
Ya el importante teórico y jurista del derecho indiano, Juan de
Solórzano, proclamó en el siglo xvii las razones por las cuales los
terratenientes criollos no debían compartir en los cabildos con
comerciantes, artesanos y otros trabajadores de oficios bajos:
En ninguna –Real Cédula– hallo dispuesto, ni introducido que en las provincias de las Indias se reparten
estos oficios por mitad entre vecinos y plebeyos, como
se suele hacer y hace en muchos lugares de España,
porque esta división de estados no se practica en ellas,
ni conviene que se introduzca.157
Ibídem, ley 7, título 3, libro 5.
R. Konetzke, Colección de documentos, Madrid, 1953-1958, vol. I, p. XVI.
157
Javier Malagón Barceló y José María Ots Capdequí, Solórzano y la política
indiana, México, 1965, pp. 77-87.
155
156
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Se trataba de impedir que los artesanos y trabajadores «de
color» y los comerciantes peninsulares compartiesen el poder
local de los cabildos con el patriciado criollo blanco.
Solórzano se pronunció también contra la supresión del
cargo de alcalde ordinario y contra su reemplazo por el corregidor y teniente a guerra, cargos subordinados a los virreyes
y a los gobernadores. Así, de acuerdo con el autor de Política
indiana, en muchos virreinatos y posesiones ultramarinas se
mantenían los alcaldes ordinarios
por no contristar a los vecinos de ellas, si se les quitan
sus antiguas costumbres y preeminencias contra lo
que el derecho aconseja y para que les quede algo en
que puedan ser ocupados y honrados, y dar muestra
de su ingenio, prudencia y capacidad.158
Otras disposiciones de la legislación de Indias se propusieron garantizar la celebración de elecciones capitulares libres
de la intervención de las autoridades coloniales. Si bien las
sesiones de los cabildos debían ser presididas por los gobernadores o los presidentes de la Real Audiencia —lo que
atentaba contra la libre discusión y adopción de medidas que
respondieran a intereses propios locales—, las Leyes de Indias
se pronunciaron con frecuencia contra la injerencia de las autoridades coloniales en los procesos electorales de los ayuntamientos.159 En este caso la legislación indiana sirvió para que
los regidores pudiesen reclamar en contra de las violaciones
Ibídem, p. 23.
Recopilación de leyes, t. III, Madrid, 1841, p. 30. «Los virreyes, presidentes
u oidores no impidan la elección de los cabildos a los capitulares»
(ley 7, título 9, libro 4); «Ningún Oidor entre al Cabildo» (ley 8, título
9, libro 4); «Los gobernadores y sus tenientes dejen a los regidores usar
sus diputaciones y votar libremente» (ley 9, título 9, libro 4); «Ningún
Gobernador puede pedir o solicitar votos y a la elección se hallen dos
regidores y el escribano del cabildo» (ley 10, título 9, libro 4).
158
159
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en que incurrían las autoridades coloniales al pretender controlar la vida municipal.
Una de las facultades más importantes de los cabildos era la
potestad de repartir tierras, pues mediante ella los colonos de
Indias accedían a la clase terrateniente o a la clase campesina.
En este sentido, los cabildos de las posesiones coloniales hispánicas estuvieron dotados, desde su fundación, de los poderes
constituyentes de las clases sociales.
En torno a los cabildos se reunía un grupo de familias patricias
en las que se concentraban las funciones judiciales, militares,
políticas, religiosas y económicas de cada localidad. Los alcaldes
cumplían de oficio las funciones judiciales, los capitulares tomaban las principales decisiones de orden político y económico,
en tanto que los sacerdotes regulares, también procedentes de
las familias criollas, impartían la enseñanza y hacían proselitismo religioso. Igualmente, los oficiales de milicias pertenecientes al patriciado criollo desempeñaban funciones de dirección
militar. Los principios organizativos e ideológicos que regían las
distintas comunidades criollas eran instituidos por los cabildos.
Lo más significativo del patriciado fue que, al acaparar las posiciones dirigentes a través de los siglos, reglamentó en gran medida la vida social de las localidades insulares. Desde luego, el
ejercicio del poder no se fundamentó tan solo en ordenanzas y
reglamentaciones, sino también en la interacción de los intereses y en la visión de mundo de los distintos actores involucrados
en las sociedades coloniales.
9. La familia criolla, base de sustentación de la sociedad colonial en
precario
La formulación de una hipótesis historiográfica en torno
a la expresión poética de Lezama Lima que afirma que la
tenacidad de la familia fue el arca de la resistencia criolla
en el tiempo plantea algunos problemas de método. Se trata, en primer lugar, de la localización de las fuentes para el
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estudio de la familia criolla en la larga duración. La reconstitución de la vida cotidiana doméstica y de las relaciones de
la familia con el entorno social se torna difícil a causa de los
escasos testimonios referidos al tema. Apenas hay relatos o
descripciones de primera mano sobre la forma en que el núcleo familiar resistió los embates de la naturaleza, la incomunicación económica y las imposiciones de la metrópolis en
los primeros siglos de vida colonial. Pensamos, sin embargo,
que ciertas claves permiten elaborar determinadas conjeturas sobre la relevancia de las relaciones de parentesco para
la preeminencia económica, religiosa, política y cultural del
patriciado antillano.
Estudios efectuados por historiadores del medioevo han
contribuido a esclarecer el papel que las relaciones de parentesco desempeñaron en la conformación de las relaciones
sociales en las sociedades europeas. En este aspecto, el Caribe insular hispánico presenta paralelismos que lo acercan
a la península ibérica y que lo permiten comparar, mutatis
mutandis, con esta.
A nuestro modo de ver, en el área del Caribe la familia constituyó el centro desde el cual las comunidades criollas enfrentaron
dificultades insuperables, pues habitaban un espacio histórico en
el que se desvanecieron los apoyos y resguardos de la sociedad.
El estancamiento económico, la despoblación, los desastres de la
naturaleza, las agresiones de armadas extranjeras y la progresiva
decadencia del tráfico marítimo con la metrópolis crearon en el
siglo xvii y la primera mitad del xviii tal clima de inseguridad y de
vacío social que el mismo solo podía ser enfrentado mediante
la solidaridad de las relaciones familiares. En esas condiciones la
familia se convirtió en el más seguro baluarte del orden social.160
André Burguière llegó a conclusiones similares cuando estudió el papel de la familia en un medioevo deprimido por la crisis demográfica y
económica: «Cuando la depresión demográfica, la crisis económica o el
hundimiento de las estructuras políticas crean un clima de inseguridad
y propician un vacío social, los vínculos de sangre desempeñan un papel
160
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A lo primero que renunciaron las comunidades criollas fue
a los matrimonios tardíos. Mientras más pronto se casaban las
parejas tanto más hijos podían concebir las mujeres. Las familias del estamento patriarcal tenían con frecuencia entre cinco
y diez hijos: siempre había espacio para un plato más en la
mesa. Las rudas tareas del campo en las haciendas solo podían
ser acometidas por núcleos familiares numerosos. Todos juntos enfrentaban las vicisitudes y calamidades. La autoridad del
padre garantizaba el espíritu de solidaridad familiar entre los
hermanos.
Los núcleos familiares numerosos, la familia patriarcal
extendida y otras formas de cohabitación ampliadas constituyeron fórmulas necesarias de autodefensa en las Antillas.
Las familias numerosas debieron contribuir así al crecimiento demográfico y a la preservación de las comunidades en el
medio rural. En las circunstancias de precariedad y desamparo
existentes, las relaciones de solidaridad en torno a las familias
y las relaciones de compadrazgo se convirtieron en la base del
entramado institucional, cultural, social y económico.161
El papel primordial de la familia en la conformación de
las relaciones sociales ha sido destacado por los medievalistas
europeos. A este respecto, George Duby ha aseverado: «las
relaciones de parentesco constituyen el cuadro que engloba todas la relaciones sociales, y en especial a las relaciones
económicas».162
determinante y las familias se convierten en bastiones. Donde las solidaridades familiares se han inscrito en las costumbres y en el derecho, estimulan la ampliación de las unidades domésticas». En «Les fondements
d´une culture familiale», Histoire de la France, Paris, 1993, p. 32.
161
De acuerdo con Emmanuel Le Roy Ladurie, las relaciones institucionales,
sociales y económicas en el medioevo «serían poca cosa si ellas no
estuvieran subtendidas por las relaciones de amistad, de clientela y
parentesco». Ver Montaillou, village occitan de 1294 à 1324, Paris, 1982,
pp. 102-108. Ver también A. Burguière, «Les fondements...», pp. 38-39.
162
Duby ha escrito que «La célula social elemental es la familia. Es ella la
que gobierna la estructura de la aldea y del territorio, la repartición del
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En lo que atañe a las relaciones de compadrazgo y de clientela, tan importantes en las sociedades caribeñas, puede afirmarse que contribuyeron decisivamente y ayudaron en mucho
a cimentar las relaciones entre los hombres.
Los antropólogos han insistido en el papel central que desempeñaron las relaciones de parentesco en la conformación
de las relaciones políticas, económicas y religiosas de las primeras etapas de las sociedades estamentarias. De acuerdo con
estos, las relaciones sociales y económicas, así como la superestructura política y religiosa, aparecieron subordinadas a las
de parentesco en los primeros períodos históricos de evolución de la sociedad.163 Ahora bien, el parentesco conservaría
un papel relevante en el proceso secular de constitución de la
sociedad de clases hasta el arribo del mercado capitalista.
Esa sería la razón de la frecuencia con que grupos de familias
detentarían y se transmitirían el poder político tradicional por
largos períodos de tiempo.164
Del conjunto de relaciones estudiadas en las sociedades
antillanas se desprende la importancia capital del parentesco
en la consolidación de la hegemonía del patriciado criollo y
en la estabilidad y permanencia de las clases y estratos étnicos
subalternos de las sociedades. De hecho, la integración y unidad del patriciado y de las clases subalternas se logró en gran
medida en virtud de relaciones de parentesco y clientelares. Las
trabajo y del consumo». Georges Duby et Guy Lardeau, Diálogos sobre a
nova historia, Publicaçoes Dom Quixote, Lisboa, 1989, p. 151.
163
Maurice Godelier, Racionalidad e irracionalidad en la economía, Instituto
del Libro, La Habana, 1968, pp. 90-96.
164
De acuerdo con Eric R. Wolf, «Las relaciones de parentesco pueden ser
usadas para ampliar el alcance de los vínculos sociales e ideológicos,
y tales vínculos pueden resultar factores operativos principales en
el terreno político y en el del derecho natural». En determinada
coyuntura el papel que desempeña el parentesco «se transforma en
un elemento ideológico gobernante que contribuye a la consolidación
o asentamiento del poder político». Eric R. Wolf, Europe and the people
without history, Berkeley, 1982, pp. 89 y 93.
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alianzas matrimoniales entre las familias patricias dominantes
en los cabildos contribuyeron a cohesionarlas y a cerrar en un
estrecho círculo sus fortunas. De esta suerte, las relaciones familiares constituyeron la argamasa que fundió la sólida armazón
de las relaciones sociales del patriciado, proporcionando a este
la consistencia necesaria para resistir todo tipo de adversidades.
Vale destacar que la centralidad de los vínculos de parentesco en las comunidades criollas guarda estrecha relación con
el hecho de que la propiedad y la transmisión de bienes eran
asignadas en virtud de la filiación familiar de los individuos.
El parentesco ha sido entendido como un modo de articular
las relaciones sociales «apelando a la pertenencia familiar, al
matrimonio, a la consanguinidad y a la afinidad».165 Algo parecido se ha sostenido en algunos estudios sobre las sociedades
de haciendas en América Latina y el Caribe.166
Testimonios de Puerto Rico167 y Santo Domingo sobre la
difusión de las relaciones de parentesco y de clientela en el
tejido social dan cuenta de la tendencia a la ampliación de
los vínculos de parentesco en familias patricias terratenientes.
Con ello pretendían preservar su integridad frente a una sociedad estancada en la que imperaban las necesidades.
En las comunidades donde el parentesco desempeña un papel central, la familia patriarcal está integrada simbólicamente
no solo por aquellos que guardan entre sí vínculos consanguíneos, sino también por afines que, considerados familiares,
viven bajo el mismo techo y comen de la misma olla. En esa
categoría se encuentran tanto los que están relacionados por
lazos de parentesco propiamente dichos como por aquellos
Ibídem, p. 91.
Stanley J. Stein and Barbara Stein, The Colonial Heritage of Latin America.
Essays on Economic Dependence in Perspective, New York, 1979, pp. 73, 74, 137.
167
Fernando Picó destaca cómo en el Puerto Rico de los siglos xvii y xviii la
familia extensiva constituyó la mejor manera de conservar el patrimonio
y enfrentar los periodos de escasez. Ver su Historia general, San Juan de
Puerto Rico, 1986, pp. 111-113.
165
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que sostienen relaciones de tipo clientelar con el padre de
la familia: peones, esclavos, dependientes. Todos los que
dependen de la autoridad de un patriarca y viven bajo su
mismo techo, por así decir, son considerados, de un modo u
otro, parte de su familia. Desde luego, los esclavos domésticos son considerados dependientes del señor en un estatus
más bajo que los hijos, nietos y sobrinos, pero se encuentran
sometidos al mismo principio que rige para la autoridad del
patriarca.
Las relaciones de parentesco hicieron posible la supervivencia del hogar terrateniente. En él desempeñó un papel
importante la colaboración deferente de los estamentos subalternos: no solo el trabajo de la esposa y de los hijos contribuía
al sustento de la familia, sino también el de los familiares y
dependientes de todo género (esclavos, peones, aparceros).
En la medida en que se aprovechaba al máximo el trabajo doméstico, la constitución de familias nucleares numerosas, de
familias extensivas y de otras formas de cohabitación permitió
que se pudieran enfrentar las inclemencias de la naturaleza,
las exacciones de los comerciantes y las imposiciones del poder
colonial. Se trataba de fórmulas de protección —que incluían
también la práctica de alianzas matrimoniales— que ayudaban
a la estabilidad del núcleo familiar.
Las relaciones de parentesco tenían por tanto una importancia estratégica en el contexto colonial: determinaron
que un reducido grupo de familias terratenientes prósperas
detentasen el poder en los cabildos y asegurasen su hegemonía sobre las familias venidas a menos, es decir, sobre los
llamados parientes pobres que formaban parte de las clases
subalternas. La creciente fragmentación de las haciendas
comuneras señoriales propició la emergencia de un sector
de familias terratenientes que se desmembraban, empobrecían o arruinaban y que convergerían en la formación de la
clase media colonial. A ese proceso contribuyó el hecho de
que los lazos de solidaridad que tejían las viejas familias de
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origen terrateniente eran muy consistentes y tendían a sostener unidos a los descendientes de un tronco común. A esos
efectos, tan importantes como la posesión de la tierra o los
ingresos eran los apellidos que ostentaban las familias, con
independencia del lugar que ocupasen en la escala social. De
manera parecida, el rango de las personas que mantenían
relaciones clientelares con las familias terratenientes dependía
de la relevancia de estas últimas. El crecimiento demográfico
de la población dependió en gran medida de la profusión de
las familias terratenientes venidas a menos y de los vínculos
extramatrimoniales de los patricios.
Al descontento económico de los sectores empobrecidos
que ingresaban en la precaria clase media colonial se sumaban sus agrias protestas ante las autoridades coloniales a fin
de exigir ser tratados en igualdad de condiciones que los
patricios.168
El crecimiento demográfico de la clase media colonial en las posesiones
caribeñas pudo haber tenido en sus integrantes consecuencias
parecidas a las que se dieron en España. El fenómeno de los hijosdalgo
empobrecidos —reflejados fielmente en la literatura picaresca
española— fue parecido, de algún modo, a lo sucedido en las Antillas
y en el litoral caribeño. De acuerdo con Pierre Vilar, a principios del
siglo xviii España contaba con 800,000 nobles. En algunas regiones,
como Santander o el País Vasco, era un fenómeno muy frecuente. En
Burgos, por ejemplo, había un noble por cada tres personas, en tanto
que en otras regiones había un noble por cada 100 o 200 personas. En
España la población de origen noble estaba exenta del reclutamiento
militar, de sufragar los gastos de alojamiento de las tropas y del pago de
tributos. En cambio en el Nuevo Mundo el patriciado criollo, tanto su
sector próspero como el empobrecido, debía contribuir con esas cargas.
Los patricios criollos venidos a menos se sentían más deprimidos aún
debido a que no eran acreedores del mismo trato y reconocimiento
social que los notables que estaban al frente de los cabildos. Esta fue una
cuestión de suma importancia en la sociedad colonial, ya que determinó
con mucha frecuencia las actitudes radicales tendentes a la ruptura con
el poder colonial que manifestaron los referidos sectores arruinados de
la clase terrateniente que integraron la clase media. Ver Pierre Vilar,
Iniciación al vocabulario del análisis histórico, Barcelona, 1982, pp. 123-124.
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Las alianzas matrimoniales concertadas entre las familias
terratenientes prolongaron en el tiempo el poder social y
económico del patriciado en los cabildos. Fue política de las
autoridades coloniales disolver las asociaciones y combinaciones que las familias terratenientes concertaban en procura
de detentar el poder de los cabildos. Una de las denuncias
que las autoridades coloniales expusieron con más insistencia
ante la Audiencia de Santo Domingo y el Consejo de Indias
era el acaparamiento de las posiciones capitulares por familias
patricias caribeñas. De ahí que, a pesar de las estipulaciones
de la legislación de Indias, los gobernadores se propusieran
en ocasiones designar a comerciantes o funcionarios peninsulares como regidores o alcaldes, con el objeto de romper todo
género de alianzas entre las familias criollas que se arrogaban
el poder local.
El aporte de la familia de la mujer a la boda era la dote,
mientras las arras constituían la contribución del hombre al
vínculo matrimonial. Los compromisos económicos de la familia del hombre y de la mujer eran certificados ante escribano. La dote de la mujer estaba constituida principalmente por
ropas y ajuar casero, en tanto las arras equivalían en metálico
a la décima parte de los bienes del hombre.169
La importancia de la familia en las comunidades criollas se
puso de manifiesto en el curso de las guerras independentistas cubanas, cuando cientos de familias se alzaron en armas
contra el dominio colonial. Los hombres no tomaron las armas
solos, como en otras sociedades en tiempos de guerra, sino
que sus mujeres, hijos y demás parientes y esclavos domésticos los acompañaron a los campos insurrectos. Un estudio
reciente, en proceso de edición, del historiador holguinero
José Abreu muestra la importancia decisiva que tuvieron los
vínculos familiares y de clientela en la organización de los levantamientos cubanos de 1868 y en el reclutamiento de los
L. Marrero, Cuba, t. II, Madrid, 1974, p. 377.
169
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combatientes. Por ello no es casual que en época tan avanzada
como la segunda mitad del siglo xix los autonomistas de Cuba
y Puerto Rico se erigiesen en representantes de la población
criolla, población a la que bautizaron como «la gran familia
criolla».
En las sociedades hispanas caribeñas el parentesco, la clientela y el compadrazgo, así como el ejercicio del paternalismo,
constituyeron relaciones horizontales que coadyuvaron al reforzamiento de las relaciones productivas, señoriales y esclavistas, de tipo vertical. Los nexos a través de los cuales se ejercía la
hegemonía del patriciado terrateniente eran en lo fundamental relaciones de coerción extraeconómica que se asentaban
en la fuerza o en la preeminencia o señorío político e ideológico. De ahí la importancia de las relaciones de parentesco,
políticas y religiosas en las sociedades del Caribe hispánico de
los siglos xvii y xviii.
Las alianzas matrimoniales entre las distintas familias patricias que convivían en una misma comunidad contribuían
a preservar la integridad del patrimonio terrateniente, pero
además sostenían la continuidad de la estirpe familiar en términos de prestigio y de autoridad política y moral. El acceso
a los cabildos, fuentes locales de poder político y económico,
estaba determinado en gran medida por la pertenencia familiar
y por la herencia. Por lo general, las familias de una localidad
se entrelazaban conyugalmente en algún momento de su evolución. El poder de una familia no solo se medía por la extensión
de sus posesiones territoriales o el número de cabezas de ganado que poseía, sino por las relaciones familiares y las posiciones
que detentaba en los cabildos seculares y eclesiásticos.
Las haciendas comuneras constituyeron la base de las familias patriarcales nucleares numerosas y de las extendidas: el
pater familiae dividía la hacienda en pesos de posesión que daban
acceso a los hijos a la tierra en común. O sea, sus descendientes
disfrutaban del derecho de que sus respectivos ganados pastasen
en toda la superficie de la hacienda en común (no se les asignaba
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un espacio de tierra determinado). El usufructuario original del
hato o corral dejaba en su testamento un número de pesos de
posesión a cada hijo. A su vez, los nuevos poseedores podían
testarlos a sus hijos o venderlos a terceros. El empobrecimiento
de los legatarios de los pesos de posesión se daba por la gradual
subdivisión de la masa de ganado que heredaban de sus padres.
La hacienda comunera fue una institución esencialmente
familiar. En Cuba contribuyó poderosamente a la unidad de
la gran familia terrateniente hasta principios del siglo xix; su
proceso de disolución se inició hacia la década de 1820.
Los jóvenes no deseaban otra cosa que casarse, presentándoseles dificultades para encontrar pareja de la misma condición étnica y social. Y aunque en esta época la Iglesia logró
imponer sus modelos de extrema disciplina sexual entre los
jóvenes descendientes de las familias patricias, estos sostenían
con frecuencia relaciones fugaces o de amancebamiento con
mujeres de distinta etnia. En las familias criollas blancas se
aplicaba con más rigor que en España una política de enclaustramiento y confinación de las mujeres al interior de las casas,
prohibiéndoseles caminar por las calles.170
10.Algunas reglas de oro de la política colonial española
Uno de los más acuciosos y sagaces estudiosos del Estado
español en las Indias, J. M. Ots Capdequí, ha destacado cómo
los monarcas habsburgos y la experimentada burocracia real
tuvieron conciencia de la enorme significación que tenía hacer cumplir la compleja legislación de Indias en la colonización del Nuevo Mundo. El poder absoluto que detentaban
los monarcas les había permitido imponerse en la península y
«aniquilar políticamente, a las otras fuerzas del reino: nobleza
Ver epígrafes sobre las primeras mercedes de tierras (pp. 58-82), la
hacienda comunera (pp. 84-86) y la familia (pp. 376-379) en L. Marrero,
Cuba, t. II, Madrid, 1974. Ver también J. F. M. de Arrate, Llave del nuevo
mundo, La Habana, 1964, p. 210.
170
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no cortesana y cabildos de las ciudades con representación en
las Cortes».171 Si bien el apartamiento de las nobleza menor y
de los cabildos constituyó un hecho innegable, no lo es menos
que a estas fuerzas debió concedérseles un conjunto de facultades y prerrogativas locales que impidiera conflictos antagónicos con la Corona. Del mismo modo, el sistema de gobierno
diseñado para la colonización de las Indias suponía el arbitrio
absoluto del poder real. La enormidad de las distancias y la inaccesibilidad de las comunicaciones determinaron que la política colonial se fundara en la desconfianza: en las minuciosas
instrucciones —que debían cumplirse estrictamente— y en la
exigencia a sus funcionarios de informes sumamente meticulosos. Para la burocracia colonial la obligación de informar era
previa a cualquier acto resolutivo. En las Indias solo podían
dictarse providencias ante situaciones críticas e imprevistas.
Las actividades de las autoridades coloniales se limitaban en
buena medida a obedecer órdenes, aunque con frecuencia —
de acuerdo con su celo personal o intereses particulares— se
excedieran o atenuaran su cumplimiento, o bien dictaran providencias por cuenta propia.
Los informes de las autoridades coloniales obedecían a menudo a sus intereses locales y a la inclinación a ejercer el poder de manera absoluta. Limitación que la Corona aspiraba a
compensar mediante las frecuentes visitas fiscalizadoras de sus
funcionarios. Rara era la providencia de alguna importancia
que no se sometiera a la real confirmación, o sea, a la aprobación del monarca. La ratificación del monarca de las medidas
tomadas en Indias constituía, sin duda, el acto jurídico más
frecuente. La mayor parte de las decisiones de las autoridades
coloniales debía ser sancionada por el Consejo de Indias o por
el monarca.172
José María Ots Capdequí, El Estado español en las Indias, La Habana, 1973, p. 61.
Ibídem, p. 63.
171
172
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108
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Las experiencias vividas por los monarcas españoles y sus consejos de asesores en la reconquista de España condicionaron en
gran medida sus relaciones con los colonos del Nuevo Mundo.
La decisión real de no otorgar a perpetuidad la propiedad de
los esclavos ni de las tierras a sus súbditos del Nuevo Mundo
parece haberse inspirado en las enseñanzas que se derivaron
de la colonización de las tierras arrebatadas a los árabes en la
península. En las Indias las tierras se otorgaron en usufructo,
pues eran propiedad del rey, razón por las que se les llamaba tierras realengas. El principio de la revocabilidad de las
propiedades cedidas por la Corona constituyó el dispositivo
que convirtió a los encomenderos y terratenientes en clases
dependientes de los favores reales: de la misma forma que les
habían cedido los esclavos y las tierras, se los podían quitar.
Fue en ese espíritu que la Corona repartió las tierras del sur
de la península que libró del dominio árabe. Las disposiciones
de los monarcas españoles en el Nuevo Mundo se propusieron impedir que los patriciados criollos, dotados de todos los
privilegios frente a las clases subalternas, adquiriesen un grado
de independencia excesivo. Como ha destacado Sergio Bagú,
el imperio colonial se reservó desde siempre la prerrogativa
de mantener supeditadas a las clases criollas; de este modo
se propuso impedir que se constituyeran en un desafío a su
poder absoluto.173
Una situación original creada en Cuba con motivo del
relevo de los gobernadores fallecidos en el cumplimiento de
sus funciones ilustra sobre las prevenciones que se manifestaban aun en ese tipo de condiciones extremas. En una coyuntura determinada se les otorgó a los alcaldes del cabildo de
La Habana el privilegio de sustituir interinamente a los gobernadores que fallecieran en el ejercicio de su cargo, privilegio
que disfrutarían hasta tanto la Corona designara a un nuevo
Sergio Bagú, Estructura social de la Corona. Ensayo comparativo de América
Latina, Buenos Aires, 1952, pp. 72-77.
173
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gobernador. Este último trámite y el traslado de España a las
Antillas podía tomar uno o dos años, período de tiempo no
desdeñable para que los capitulares criollos de La Habana ejercieran su influencia en la gobernación de la isla. Sin embargo,
como para que no se hicieran ilusiones los regidores criollos,
la Corona determinó que, en caso de fallecimiento o ausencia
durante su mandato, los gobernadores fueran reemplazados
en sus funciones militares por el cabo subalterno, jefe peninsular de la guarnición de las fortalezas en la isla. La anulación
de la prerrogativa de suceder transitoriamente al gobernador
español ilustra una vez más el recelo con que eran considerados los criollos. El caso de un gobernador interino criollo en
Cuba, Ambrosio Sotolongo (1654-1655), puede considerarse
excepcional en el Caribe.
El trato al que fueron sometidos los patricios criollos fue
sentido por estos, desde la segunda mitad del siglo XVI,
como un despojo histórico de sus derechos como descendientes de los forjadores del imperio español. El timbre del
más legítimo orgullo de los patricios, transmitido de generación en generación, era proceder de los conquistadores
y primeros colonizadores del Nuevo Mundo. Numerosos
testimonios dan cuenta del sentimiento patricio de haber
sido víctimas de una expoliación por parte de la Corona.
Las Leyes de Indias no reconocieron nunca el derecho del
suelo —ius solium o ius soli— ni el derecho de sangre —ius
sanguinis— que asistían a los criollos, como colonos descendientes de los conquistadores, en su aspiración de estar representados en el gobierno de las islas. La exclusión de que
fueron objeto era tanto más dolorosa cuanto consideraban
como una prerrogativa inalienable a su estirpe su participación en el gobierno colonial. No es casual que una de las
demandas principales del patriciado terrateniente caribeño
que se levantó en armas contra el poder colonial español
en el siglo xix fuera la falta de representación criolla en
los cargos de la administración colonial (de la que habían
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estado excluidos desde el siglo xvi), reivindicación histórica
que estuvo presente en las declaraciones de independencia
de las posesiones ultramarinas de España en el continente. Se
trataba, pues, de una demanda hondamente sentida por los
criollos a través de los siglos.
Con el transcurso del tiempo el sentimiento de preterición de
los criollos se identificó con el de los patriciados locales peninsulares que se agrupaban en torno a sus consejos municipales o
cabildos. Mientras en Europa los grandes de España se coaligaban con la monarquía absoluta para ejercer un poder irrestricto
en sus señoríos o dominios, en las posesiones hispánicas del mar
Caribe el patriciado criollo se encontraba subordinado al poder
de las autoridades coloniales. Su situación solo era comparable
a la de la pequeña nobleza y a la de los vecinos enriquecidos de
las ciudades y aldeas de la península que, unidos en torno a los
cabildos, se encontraban sometidos al poder de los comendadores y de las órdenes religiosas de corte militar.
11.La distribución de las tierras en las Antillas hispánicas
La historiografía de los primeros siglos de vida colonial en
Las Antillas no ha esclarecido del todo a qué instituciones les
correspondió llevar a efecto las mercedes de tierras entre los
vecinos de las primeras villas. Se sabe que la Corona concedió
indistintamente autorización de repartir tierras al almirante
Cristóbal Colón, a los gobernadores, a la Real Audiencia y a
los cabildos.
De acuerdo con el estudioso del derecho indiano Ots Capdequí, «Los cabildos de por sí y ante sí entendieron que ellos
debían tener facultad para hacer repartimientos de tierras,
para hacer mercedes de tierras y solares a los vecinos de la
comunidad municipal».174 Ese no parece haber sido el caso de las
Antillas, ya que siempre hubo alguna real orden o providencia
J. M. Ots Capdequí, El Estado español..., La Habana, 1973, p. 84.
174
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de un gobernador que concediera esos poderes a los cabildos.
En Cuba los cabildos fueron autorizados por el gobernador
Diego de Velázquez a repartir tierras. Con posterioridad al
fallecimiento del adelantado, los cabildos pudieron conceder
—con el respaldo entendido de los gobernadores— mercedes
de tierras por su cuenta, sin compartir esa facultad con ninguna otra institución. En La Española, en cambio, el cabildo de
Santo Domingo fue facultado a mercedar tierras solo por un
breve período de tiempo en el siglo xvi, concediéndose la potestad con posterioridad a la Real Audiencia y al gobernador.
Los historiadores y estudiosos del derecho indiano no han
señalado las razones por las que los cabildos cubanos disfrutaron sin contratiempos de la potestad de mercedar tierras hasta
bien avanzado el siglo xviii, cuando en La Española dicha atribución les fue arrebatada a los cabildos o bien fue interferida
frecuentemente por otras instituciones coloniales.
A nuestro modo de ver, la pretensión de la Real Audiencia
de Santo Domingo de arrogarse la facultad de distribuir las
tierras se sobrepuso en los círculos de la corte española a las aspiraciones de los cabildos dominicanos de ejercer esa potestad.
Por otra parte, en la medida en que el gobernador y la Real Audiencia de Santo Domingo se hallaban próximos a los cabildos
de más importancia en la isla (los de Santiago de los Caballeros
y La Vega), a esas autoridades les resultaba más practicable o
viable asumir la responsabilidad de distribuir las tierras entre los
vecinos de esas comunidades contiguas.
En Cuba, de manera inversa, la considerable distancia geográfica que separaba a las comunidades en que se asentaban los
siete cabildos de la isla parece haber desaconsejado a los gobernadores hacer uso de la facultad de mercedar tierras en todo
el territorio insular. Los cabildos cubanos de tierra adentro se
encontraban a ciento y ciento cuarenta leguas de distancia de
la residencia del gobernador y de la Audiencia, que no contaban con los recursos ni el aparato administrativo requerido para
efectuar las mercedes a lo largo y ancho de la isla. Tampoco
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disponía el gobernador del conocimiento minucioso de los vecinos de cada localidad para efectuar las mercedes de acuerdo
con el estatus social de estos. La primera autoridad de la isla desconocía la topografía del terreno de las jurisdicciones municipales en que debían otorgarse las mercedes, y no podía acertar en
la entrega de los hatos, corrales y estancias sin tener nociones
de las tierras que se habían repartido con anterioridad y que se
habían registrado y asentado en los libros de los cabildos. De
ahí la dificultad de efectuar mercedes en regiones alejadas sin
arriesgarse a perjudicar a terceras personas.
En Puerto Rico pudo haber sucedido algo parecido a lo que
tuvo lugar en Santo Domingo, pues el único cabildo de importancia tierra adentro, el cabildo de San Germán, se encontraba
relativamente cerca de San Juan, ciudad en la que se radicaba
el gobernador. En otras palabras, concurrieron condiciones
propicias para que los gobernadores desearan atribuirse la
facultad de repartir tierras y negársela a los cabildos criollos.
No obstante, dicha facultad fue también compartida con los
cabildos. Por eso, de acuerdo con Aída Caro, las Leyes de Indias prescritas en 1532 y posteriormente confirmadas en 1563
y 1596 tuvieron aplicación en Puerto Rico:
Habiéndose de repartir tierras, aguas, abrevaderos y
pastos entre los que fueren a poblar, los virreyes o gobernadores que de los cabildos de las ciudades o villas,
teniendo consideración a que los regidores sean preferidos si no tuvieran tierras o solares equivalentes.175
O sea, ante todo les correspondía efectuar las mercedes
a los virreyes y gobernadores. Esas funciones podían corresponder a los regidores cuando no tuvieren «tierras o solares equivalentes». En 1563 se estableció que donde hubiere
A. R. Caro Costas, El cabildo o régimen, t. II, San Juan de Puerto Rico, 1974,
pp. 65-66.
175
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audiencias y donde el vecindario hubiere formulado solicitudes
de tierras, estas debían presentarse ante el cabildo, debiendo
sus regidores, a su vez, presentarlas al virrey o al presidente
de la Real Audiencia para la obtención del visto bueno. Esto
quiere decir que para las reparticiones de tierras los cabildos
debían contar con el consentimiento de los gobernadores y de
la Real Audiencia. En la Real Cédula del 10 de enero de 1589
se estableció que «los virreyes y presidentes gobernadores pueden revocar y dar por ningunas las gracias que los cabildos
de las ciudades hubieren hecho o hicieren de tierras en sus
distritos».176
Con estas disposiciones restrictivas se declaraba el derecho
preeminente que tenían las autoridades coloniales sobre los
cabildos. En otras palabras, se postulaba la doctrina de que las
autoridades coloniales habían tolerado las mercedes otorgadas
por los cabildos, pero que estos no habían tenido nunca la aprobación explícita de repartir tierras.
A juicio de Michel J. Godreau y Juan A. Giusti, sin embargo:
(...) en las Antillas (y quizás sobre todo en Puerto
Rico) fue notable el papel de los cabildos en el proceso de concesiones, y la ausencia correlativa de altos
funcionarios coloniales. En Tierra Firme, por ejemplo, los virreyes intervenían a menudo en las concesiones, siquiera para confirmarlas (…) 177
Empero, estos autores reconocen que en Puerto Rico esa
facultad no correspondió exclusivamente a los cabildos, pues
las disposiciones reales que los autorizaban a ello «coexistían
con directrices reales que facultaban al gobernador a distribuir
las tierras». Además, las mercedes efectuadas por el cabildo
Ibídem, pp. 66-67.
Michel J. Godreau y Juan A. Giusti, «Las concesiones de la Corona y
la propiedad territorial en Puerto Rico, siglos xvi-xx», Revista Jurídica
Universidad de Puerto Rico, núm. 3, 1993, p. 400.
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debían ser confirmadas por el gobernador. Una Real Orden
de 1591 dispuso que el gobernador debía repartir las tierras
mediante pública subasta y no gratuitamente, como hacían
generalmente los cabildos.178
Si bien en la primera década del siglo xvii se confirió esa autoridad a algunos ayuntamientos indianos, a principios del siglo siguiente se declararon terminantemente prohibidas tales
mercedes. En efecto, el cabildo de San Juan se aprovechó de
esas disposiciones reales para aprobar en 1620 unas ordenanzas municipales en las que se atribuía el derecho de conceder
mercedes de tierras. Sin embargo, como destaca Aída R. Caro,
«…el Gobernador era la única autoridad revestida con facultad real delegada para efectuar repartos de tierras baldías». La
historiadora puertorriqueña avala su afirmación invocando un
documento del Archivo de Indias de octubre de 1701.179
Con independencia del hecho de que los cabildos pudieran o no efectuar mercedes de tierra por su cuenta, el cabildo
de San Juan consideró a mediados del siglo xviii que debía
reclamar ese derecho, por lo que impugnó la atribución que
tenía el gobernador en ese sentido mediante la elevación de
un recurso en su contra por haber distribuido haciendas en el
hato de Air bonito y en la ribera del Manatí.180
Los cabildos cubanos, en cambio, disfrutaron de la facultad
de conceder mercedes sin tener que compartirla o disputarla
con ninguna otra autoridad a la que se hubiese otorgado ese
derecho o que lo reclamase para sí. Tal potestad les concedió
una hegemonía y una autoridad política indiscutida ante el
patriciado terrateniente y el campesinado. De hecho, los señores de hacienda se constituyeron en una clase social terrateniente en virtud de las sucesivas reparticiones de tierra
Ibídem, pp. 434-435.
Ibídem, pp. 65-66; y A. G. I., Santo Domingo, legajo 537, minutas del año
1701, 17 de octubre de 1701.
180
A. R. Caro Costas, El cabildo o régimen, t. II, San Juan de Puerto Rico, 1974,
pp. 65-68.
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efectuadas por los cabildos a lo largo y ancho de la isla. La
preeminencia alcanzada de esa suerte les concedería poder de
convocatoria y de movilización de las comunidades criollas,
poder al que apelarían en más de una ocasión para enfrentarse a las autoridades.
Pudiera pensarse, a partir de la evolución histórica distinta,
que el desempeño consuetudinario de la facultad de repartir
tierras por parte de los cabildos cubanos les permitió a estos
crear vínculos más orgánicos con los propietarios de haciendas que los forjados por los cabildos dominicanos y puertorriqueños con la clase de la que procedían.
En los siglos xviii y xix los cabildos de Cuba, Puerto Rico y
Santo Domingo efectuaron numerosos asentamientos de campesinos en terrenos realengos. En las disputas que tuvieron
lugar entre los señores de hacienda y los vegueros que pretendían asentarse en las márgenes de los ríos de sus tierras,
las autoridades coloniales se alinearon frecuentemente con
los segundos. Los gobernadores —interesados en estimular la
agricultura comercial en pequeña escala para la Real Hacienda— se pronunciaron por lo general contra los señores de hacienda y en favor del asentamiento de los vegueros, los cuales
debían tributar sumas considerables de dinero al estanco del
tabaco y al fisco español. El asentamiento de los campesinos
en las haciendas implicó que estos fuesen víctimas de una explotación más severa e inflexible a manos del capital comercial
español y de la Real Hacienda. El dominio patriarcal de los
señores de hacienda, aun cuando fuera más arcaico, no revestía las características desmedidas de las exacciones del Estado
colonial y de los prestamistas españoles.181
Una Real Orden que parece haber trazado una línea de
demarcación entre los cabildos de Cuba, Puerto Rico y Santo
Domingo fue la disposición promulgada por Carlos V en 1541
—ya estudiada— que prescribía lo siguiente:
Julio Le Riverend, Problemas de la formación agraria de Cuba. Siglos xvi-xvii,
La Habana, 1992.
181
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el uso de todos los pastos, montes y aguas, sea común
a todos los vecinos de ellas que ahora son y después
fueren para que los puedan gozar libremente, y hacer junto a cualquier buhio sus cabañas, traer allí sus
ganados juntos o apartado.
Sucedió que para La Española se dictó en 1550 una Real
Orden que limitó la provisión real de 1541 a un radio aproximado de 10 leguas en torno a la ciudad de Santo Domingo y
que además estipuló que los derechos de la comunidad de pastos no debían perjudicar a terceros. No obstante, Goudreau
y Giusti consideran que con toda probabilidad la comunidad
de pastos se extendió a toda la isla. A su modo de ver, en La
Española «se desarrollaría el régimen de terrenos comuneros
más extendido y más importante de toda América».182
Al parecer estos estudiosos se refieren al hecho de que el
régimen de haciendas comuneras dominicanas —por el que
los herederos de un hatero disponían de los pesos de posesión
de la tierra, pudiendo sus ganados apacentar libremente en
todo el terreno de la hacienda— estaba muy extendido en la
isla, pero no a que existiera libertad de pastar los ganados en
cualquier hato, corral o sitio del territorio insular. Es en ese
sentido que el historiador del derecho dominicano Wenceslao Vega identifica a los «terrenos comuneros» con las haciendas comuneras, en las que los poseedores, miembros de una
familia terrateniente, se repartían el hato en pesos de posesión. La posesión de cualesquiera cantidades de «pesos» sobre
una hacienda daba los mismos derechos de utilización de su
conjunto de bosques, pastos y aguas. Las extensiones de tierra
que se consideraban generalmente objeto de apropiación privada eran las que los propietarios de los pesos de posesión cercaban a los efectos de cultivar productos agrícolas o bien para
Michel J. Godreau y Juan A. Giusti, «Las concesiones de la Corona...»,
San Juan de Puerto Rico, 1993, p. 15.
182
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ser usadas como corral de sus ganados. Un peso de posesión
en una hacienda comunera no guardaba relación alguna con
su área, sino que representaba más bien una parte alícuota del
área total original de la hacienda.
En cuanto a Puerto Rico, la historiografía no ha esclarecido
del todo la aplicación que tuvo la Real Orden de 1541, es decir,
si efectivamente un señor de ganado podía pastorear sus reses
en cualquier extensión de terreno que estimare conveniente.
Cayetano Coll y Toste coincide con esa apreciación cuando asevera que «La ganadería (…) estaba concretada a grandes hatos,
donde pastaban las reses de todos los vecinos, pues las tierras
no vinieron a repartirse correctamente hasta el siglo actual (el
xix)».183 De acuerdo con los historiadores portorriqueños Francisco Moscoso, Enjuto Ferrán y otros, la disposición de 1541
continuó vigente en Puerto Rico hasta el siglo xviii.184 Gil Bermejo, por su parte, no puede precisar hasta qué punto se aplicó en Borinquen la disposición de Carlos V, y asegura: «parece
indudable que la Real Provisión no fue anulada y si bien quedó
vigente su aplicación, la misma no se llevó a cabo tan rigurosamente como pretendía(n) (quienes la favorecían)».185
En Cuba, los cabildos se negaron a poner en vigor la Real
Orden de 1541. De ese modo, los hateros de la isla no se
vieron expuestos a una situación de inseguridad en cuanto
a la posesión y usufructo de sus haciendas, pues se libraron
de la incursión de rebaños de ganado de otros señores en sus
tierras y con frecuencia fueron amparados por los cabildos de las
incursiones de monterías.186
Cayetano Coll y Toste, «Aspecto General de Puerto Rico en 1797», Boletín
Histórico de Puerto Rico, San Juan, 1914, p. 163.
184
Francisco Moscoso, Lucha agraria en Puerto Rico, 1541-1545: un ensayo de
historia, San Juan de Puerto Rico, 1997, pp. 9-21.
185
Juana Gil-Bermejo García, La Española: anotaciones históricas (1600-1650),
Sevilla, 1983.
186
Michel J. Godreau y Juan A. Giusti, «Las concesiones de la Corona...»,
San Juan de Puerto Rico, 1993, pp. 444-457.
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12.La reforma del sistema de tenencia de tierra
En Santo Domingo una Real Orden de 1754 estableció que
los usufructuarios de tierras —hateros, corraleros y estancieros— debían acreditar los títulos que les dispensaban el usufructo de las tierras realengas o del rey. De otro modo debían
adquirir las tierras que poseían en calidad de usufructuarios
en un proceso de composición (o sea, de compra de estas) o
bien reintegrarlas a la Corona para que esta dispusiera libremente de ellas. Las tierras que los jueces de realengos dictaminaran que eran tierras del rey —porque hubiesen sido objeto
de apropiación indebida o usufructuadas sin el título original
de la merced que debió otorgar su posesión, o bien porque
fuesen tierras ociosas, libres de todo tipo de tenencia— debían
ser reintegradas a la Corona.
En virtud de esta Real Orden, y a los efectos de conservar
el uso y disfrute de la posesión, los usufructuarios de las tierras realengas —terratenientes o campesinos— debían comprarlas a la Corona mediante un proceso de composición
que los convertía en propietarios. Ese procedimiento debía
sentar las bases, en grandes líneas generales, de la propiedad
territorial en las Antillas Mayores. Se trataba de un cambio
del sistema de tenencia, pues ahora se exigía a los terratenientes y estancieros usuarios de las tierras del rey presentar
los títulos de las mercedes originales por las que aquellas les
habían sido entregadas en usufructo para que las comprasen
inexcusablemente. Los que no dispusieran de esos títulos
serían despojados de las tierras. De este modo la monarquía
borbónica los obligaba a comprar lo que por uso y costumbre
creían de su propiedad.
La puesta en ejecución en 1767 de la disposición real de
1754 significaba para muchos de los poseedores la pérdida de
las tierras que habían mercedado los cabildos o las autoridades
coloniales. De ahí que los capitulares dominicanos argumentasen que el terremoto de 1751 y los ciclones de 1765 y 1766
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habían arruinado a los usufructuarios de tierras, razón por
la que no disponían de recursos suficientes para afrontar los
gastos que suponían la compra y legitimación de sus títulos.
De acuerdo con el alegato interpuesto por el cabildo de la
capital dominicana, la disposición real de 1754 no fue puesta
en vigor de inmediato, pues los jueces de realengos —funcionarios encargados de ese cometido— se convencieron de que
los usufructuarios de las tierras no disponían de los títulos
originales de usufructo ni de los capitales para comprarlas.
Dada la miseria existente, alegaban los capitulares, apenas se
efectuarían las compras de las tierras usufructuadas originalmente. No obstante, un juez de realengos dominicano, Ruperto Vicente Luyando, declaró que en Neiba y Azua pequeños
estancieros se habían presentado con el propósito de entrar
en el proceso de composición y comprar los títulos de propiedad a la Corona, lo que contrastaba con la actitud de los
grandes terratenientes ganaderos que se negaban a presentar sus títulos y a comprar los terrenos que usufructuaban.187
Luego de la enconada querella legal entablada entre los cabildos dominicanos y el referido juez de realengos, la Real
Orden del 17 de abril de 1771 concedió a los terratenientes
criollos
la merced de que con solo treinta años de posesión pudiesen hacer suyos los terrenos que han ocupado sin el
riesgo de declarárseles por realengos o pertenecientes
«Primera representación del cabildo de Santo Domingo ante el juez
subdelegado de realengos del 9 de septiembre de 1767», A. G. I., Santo
Domingo 978; «Segunda representación del cabildo de Santo Domingo
ante el juez subdelegado de realengos del 16 de septiembre de 1767», A. G. I.,
Santo Domingo 978; «Representación del cabildo de Santo Domingo
del 26 de septiembre de 1767», A. G. I., Santo Domingo 978; «Tercera
representación del cabildo de Santo Domingo ante el juez subdelegado
de realengos del 12 de octubre de 1767» , A. G. I., Santo Domingo
978; «Carta a S. M. de Ruperto Vicente Luyando, juez subdelegado de
realengos, del 30 de octubre de 1767» , A. G. I., Santo Domingo 978. 187
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al real erario, moderando con esa providencia los
capítulos tercero y cuarto de la instrucción real (de
1754) expedida anteriormente sobre el particular.188
Ante esa concesión que facilitaba a muchos terratenientes
entrar en posesión legal de sus terrenos por medio de un
proceso jurídico, el cabildo dominicano agradeció al rey con
las siguientes palabras: «Por tan grande merced puesto este
ayuntamiento a los reales pies de Vuestra Majestad le tributa
repetidas gracias con su mayor rendimiento».
Los terratenientes y estancieros que accedieron a la posesión legal de sus tierras todavía tenían que comprar los terrenos para devenir propietarios. De acuerdo con el historiador
dominicano Raymundo González,
El movimiento de oposición impulsado por los grandes hacendados tuvo éxito al conseguir la suspensión
de las medidas que conducían a la reforma de la propiedad, aunque debió esperar un lustro para verlo.189
El decreto del 17 de abril de 1771 tan solo les proporcionaba la posibilidad de legalizar la posesión, pero ello les
abría el camino para la eventual adquisición de la propiedad
mediante su compra. De todos modos, constituyó un alivio
para el patriciado terrateniente saber que se podían atener a
unas reglas de juego fijas en lo concerniente a las tierras que
habían detentado secularmente.
En las otras posesiones españolas de las Antillas la Real
Orden de 1754 tampoco tuvo la virtualidad de transformar a
los terratenientes y estancieros en propietarios. A los usufructuarios de las tierras no les fue traspasada la propiedad hasta 1778
«Carta del cabildo de Santo Domingo a S. M. fechada el 16 de septiembre
de 1771». A. G. I., Santo Domingo, 983.
189
Raymundo González, «De la reforma de la propiedad a la reforma rural»,
Ecos, 1995, no. 4, p. 191.
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en Puerto Rico y 1819 en Cuba: solo entonces se inició el proceso en gran escala de demolición de las haciendas.
Las peculiaridades de la evolución histórica de Cuba
parecían destinarla a ser la primera de las posesiones españolas de las Antillas en la que se concediera a los usufructuarios de las tierras la capacidad de venderlas libremente. En
efecto, el crecimiento de la agricultura comercial azucarera y
cafetalera y la mercantilización de las relaciones sociales en la
región occidental de Cuba durante el siglo xviii demandaban
la disolución de las haciendas comuneras y la concesión de la
propiedad de las tierras a los que tan solo las usufructuaban.
No obstante, serían los terratenientes y estancieros de Puerto
Rico, con plantaciones azucareras y cafetaleras que no alcanzaban ni siquiera remotamente las dimensiones de las de Cuba,
quienes obtendrían primero la propiedad de la tierra; para ser
precisos, cuarenta y un años antes.
Godreau y Giusti han sugerido que la monarquía española
comenzó el proceso en Puerto Rico porque quiso experimentar
primero allí.190 Empero, a primera vista, no habría sido necesario demorarse tanto tiempo en autorizar la división de las haciendas en Cuba, pues a los pocos años de la disposición real de
1778 en Puerto Rico se conocieron sus resultados. El verdadero
motivo de la tardanza de la monarquía en la aplicación de la
reforma de la tenencia de la tierra en la mayor de las Antillas parece entonces haber sido el poder e influjo del patriciado terrateniente criollo en Cuba y la cuantía de los intereses en disputa.
De igual modo que en Cuba, los terratenientes puertorriqueños se opusieron por todos los medios a su alcance a la
división de sus haciendas. El gobernador Esteban Bravo Rivero (1751-1753) explicó que la oposición de los terratenientes
boricuas a la disolución de las haciendas comuneras se sustentaba en la pérdida de espacio para pastar que ello conllevaría.
Michel J. Godreau y Juan A. Giusti, «Las concesiones de la Corona...»,
San Juan de Puerto Rico, 1993, p. 499, cita 661.
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Como indicara el Gobernador, los terratenientes se oponían a
la disolución de las haciendas porque «las tenían en comunidad; y lo que es de todos no es de nadie».191
En otras palabras, la división de considerables extensiones de
tierras en un sinnúmero de parcelas destinadas a ser vendidas a
propietarios privados significaba una reducción de las grandes
áreas de pasto de las haciendas comuneras, las cuales servían
para la cría extensiva de los crecidos rebaños de todos los usufructuarios. La demolición de las haciendas comuneras significaba que los propietarios de cientos o miles de cabezas de ganado perderían los grandes espacios de tierra en las que pastaban
libremente sus reses. En última instancia, los terratenientes y sus
familias preferían la posesión en común de las haciendas antes
que la división y venta en porciones de sus grandes predios de
tierra. Esa era quizás la situación de determinados señores de
haciendas ganaderas en Cuba, Puerto Rico y La Española. Empero, de acuerdo con Moscoso, el grupo de los capitulares de
San Juan «favorecía la demolición de hatos y desarrollar la agricultura», pues lo que «tenían en su mira, muy particularmente,
eran las tierras en las cuatro leguas que circundaban a los cuatro
vientos esta capital».192 Puede pensarse que, a diferencia de un
amplio sector de la clase terrateniente, el patriciado del cabildo
de San Juan favorecía la división de las tierras comunales de la
periferia de la capital, ya que estaba interesado en emplearlas
en el desarrollo de plantaciones.
Los disturbios que provocó entre los estancieros y terratenientes de San Germán la designación de José Vicente de la
Torre como comisionado del gobernador, encargado de hacer
cumplir la RO del 1º de julio de 1746 —la que consideraba
nulos, de no ser presentados en un plazo de 4 días, los títulos
de posesión de tierra librados desde 1618—, constituyen una
Ibídem, p. 473.
Francisco Moscoso, Agricultura y sociedad en Puerto Rico. Siglos 16 al 18, San
Juan de Puerto Rico, 2001, pp. 221-222.
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evidencia irrefutable de la unidad forjada en el campo puertorriqueño. El gobernador Esteban Bravo de Rivero comprendió
que la disposición era de imposible cumplimiento en tan breve
plazo y que podía dar lugar a una sublevación de los cabildos
de San Juan y San Germán. En la primera reunión efectuada
entre el comisionado y el cabildo de San Germán, el síndico
del cabildo, José Ramírez de Arellano, expresó:
Los Consejeros del Nuevo Rey ignoran que estas
tierras las hemos ganado con la sangre de nuestros
abuelos, peleando contra Caribes, Franceses, Ingleses y Holandeses. Que estos predios de terrenos han
venido a nuestras manos, de padres a hijos. Que los
papeles se los han llevado los temporales y destruido
las mudanzas de caserío y los incendios de los piratas
invasores. Pero que estamos dispuestos a defenderlos con nuestras espadas, nuestras lanzas y nuestras
rodelas.
A estas palabras respondió el comisionado De la Torre alegando que la ley había que cumplirla y que a él había que
respetarlo porque representaba al rey.193
Varios años después, cuando Mateo Guazo de Calderón
(1759-1760) sustituyó a Esteban Bravo en la gobernación de
la isla, los terratenientes estaban —en palabras de Giusti y
Godreau— «concitados casi en rebelión». Posteriormente fueron nombrados comisionados para asentar estancieros en las
tierras de los hateros y de nuevo se produjeron «fuertes altercados». Los disturbios provocados por los terratenientes a causa
de la disposición de entregar 2,000 títulos de propiedad a los
estancieros determinaron que los comisionados se retractasen
y que no llegara a ser afectada la propiedad de las haciendas
Cayetano Coll y Toste, Tradiciones y leyendas puertorriqueñas, Casa editorial
Maucci, Barcelona, 1928, t. I, pp. 209-210.
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comuneras. Así se puso fin al proyecto de la Corona de demoler el sistema tradicional de tenencia de tierra en Puerto Rico.
Los hatos no fueron demolidos y entregados a estancieros,
sino divididos entre las numerosas familias terratenientes que
ocupaban las haciendas comuneras. Coll y Toste y Brau alegan
que a las familias terratenientes comuneras les resultaba imposible acreditar la propiedad colectiva de los hatos porque
los títulos se habían perdido como resultado de la acción del
tiempo. Según el primero, «El real mandato fue desobedecido
por los puertorriqueños, porque era una injusticia». Para los
terratenientes tradicionales de las Antillas, el valor supremo
lo constituía la posesión del patrimonio terrateniente familiar,
no la posesión del dinero.
De acuerdo con el adagio medieval que dominaba hasta entonces la mentalidad de los terratenientes antillanos, no había
«señor sin tierras, ni tierras sin señor». De ahí que la monarquía tuviera razones para llevar con cautela su propósito de
reformar la tenencia de la tierra y estimular la agricultura comercial en las Antillas. Esas medidas implicaban transformar
un modo de vida tradicional que se centraba en la posesión
familiar de la hacienda en común. Por eso encontró la oposición acérrima de los levantiscos patriciados locales acostumbrados a practicar de manera sistemática la desobediencia civil
mediante el contrabando, la evasión del pago de los tributos
y el desafío de las disposiciones de los capitanes generales y
tenientes gobernadores.
En Cuba, al temor de una posible resistencia colectiva
de los terratenientes a la reforma, debía sumarse la oposición
de la poderosa Comandancia de la Marina, que se reservaba la
explotación de los bosques. La legislación colonial autorizaba a las autoridades de la Marina la extracción de la madera
de las haciendas para las construcciones navales. De ahí que
la Marina Real se opusiera a que los terratenientes tuvieran
la propiedad de las tierras y a que pudieran disponer libremente de sus bosques. Los intereses del poderoso astillero de
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La Habana se unían de esa suerte a los del patriciado local.
Juntos se enfrentaron a los plantadores y a la nueva política
colonial española de los Borbones, que se empeñaba en crear
un activo mercado colonial que absorbiera los productos de la
economía española.194 Como hemos podido apreciar, la Real
Cédula de 1690 —llamada «reforma agraria» por Ots y Capdequí— no llegó a aplicarse. A pesar de estimular el celo de los
particulares para que denunciasen a los baldíos, no logró que
avanzara en profundidad el proceso de demolición y venta de
las haciendas ganaderas en el curso del siglo xviii. De acuerdo
con el historiador José Luciano Franco,
A la administración colonial en la segunda mitad del
siglo (xviii) no le preocupaban tanto los problemas de
los baldíos, tierras realengas de las que todavía abundaban en la isla, sin que nadie intentara ocuparlas.195
Si bien en la región centro-oriental de Cuba abundaban
tierras ociosas y desocupadas que nadie reclamaba, en la región
occidental los señores de hacienda habían iniciado el proceso
paulatino de vender tierras a inversionistas interesados en fundar pequeños ingenios y trapiches en cañaverales de 5 a 20
caballerías. Es por ello que la historiadora Mercedes García le
atribuye al cabildo habanero la iniciativa de haber autorizado
la demolición gradual y lenta de las haciendas ganaderas en
la primera mitad del siglo xviii. En un artículo sobre el tránsito de las haciendas ganaderas a la plantación azucarera en la
región occidental de Cuba, la autora refiere solo 8 casos, acaecidos entre 1700 y 1750, en los que se facultó a los señores de
hacienda a vender tierras a inversionistas deseosos de fundar
Francisco Pérez de la Riva, Origen y régimen de la propiedad territorial en
Cuba, La Habana, 1946, pp. 136-148.
195
José Luciano Franco, Apuntes para una historia de la legislación y
administración colonial en Cuba. 1511-1800, Editorial de Ciencias Sociales,
La Habana, 1985, pp. 290-300.
194
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ingenios en reducidas extensiones de terreno.196 En el período comprendido entre 1754 y 1757 había unos 94 ingenios
y trapiches propiedad de señores de haciendas ganaderas en
la región de La Habana, por lo que los 8 ingenios fundados
por inversionistas de espíritu empresarial —por llamarlos de
alguna forma— no fueron suficientes para promover un proceso de mercantilización acelerado en la primera mitad del
siglo xviii.197
No obstante, a partir de un informe del agrimensor Bartolomé Lorenzo de Flores, del 20 de agosto de 1751, Leví Marrero elaboró una estadística que revela la demolición, entre
1701 y 1751, de 17 haciendas, cuyas tierras fueron entonces
destinadas a ingenios y estancias. El mismo historiador —que
investigó las actas capitulares del cabildo habanero de 1707
a 1732— acredita 9 autorizaciones para demoler corrales.
Estas estadísticas no cambian sustancialmente lo aportado
por Mercedes García, por lo que aún seguimos pensando que
no había condiciones para que la agricultura comercial de la
región occidental de la isla se generalizara o tornara dominante en la primera mitad del siglo xviii.198 En todo caso, habría
que resaltar que los capitulares autorizaron desde entonces
unas cuantas demoliciones de haciendas.199
Si bien el patrimonio terrateniente había comenzado
a fraccionarse, las demoliciones de haciendas que fueron
autorizadas por el cabildo habanero a fin de fundar ingenios no
Mercedes García Rodríguez, Entre haciendas y plantaciones. Orígenes de la
manufactura azucarera en La Habana, La Habana, 2007.
197
Leví Marrero, Cuba, Madrid, 1978, t. 6, p. 175. Mientras Leví Marrero aporta
una cifra de 94 ingenios en la región occidental, César García del Pino da
unos 66 ingenios en la misma región. Ambos citan el documento de la visita
eclesiástica del obispo Morell de Santa Cruz en fecha 1754-1756.
198
L. Marrero, Cuba, Madrid, t. 6, 1978, pp. 175-182.
199
Mercedes García Rodríguez, «El tránsito de las haciendas ganaderas a
una estructura agraria para la exportación», Expediciones, exploraciones y
viajeros en el Caribe. La Real Comisión de Guantánamo en la isla de Cuba 17921802, La Habana, 2003, pp. 17-29.
196
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eran suficientes todavía para promover activamente la agricultura comercial en la región occidental de Cuba. Por lo demás,
una repartición de tierras gratuitas como resultado de la aplicación de la Real Orden de 1754 hubiera provocado una reacción
adversa en el influyente patriciado habanero-matancero, el
cual se encontraba atenazado por los vegueros y la Real Marina. La aplicación de la Real Cédula habría provocado que el
sector terrateniente venido a menos comenzara a vender sus
pesos de posesión. La puesta en vigor de la Real Orden habría
afectado intereses terratenientes demasiado importantes para
ser desafiados abiertamente.
En Puerto Rico los intereses en juego no eran de tanta envergadura, por lo que se procedió a aplicar la disposición real
sin mayores contemplaciones.
Aun cuando el sistema comunero de propiedad de la tierra
constituía un anacronismo, la modernización borbónica estaba orientada a propiciar el establecimiento de un régimen
de plantaciones a gran escala, el cual se basaba en la explotación brutal del esclavo y en relaciones de dependencia que
favorecían la apropiación del excedente insular por el capital
comercial español y el Estado colonial. El proyecto borbónico del xviii de demoler las haciendas terratenientes y destruir
el poder político del patriciado criollo a fin de favorecer la
creación de plantaciones esclavistas en gran escala que fueran financiadas por el capital comercial español constituía
la base de una modernización colonialista caracterizada por
vínculos de dependencia estrechos y despóticos. Ese tipo de
relaciones debía modelar negativamente el proceso de formación nacional de acuerdo con los designios metropolitanos.
La reforma borbónica de la tenencia de la tierra era, por consiguiente, una modernización reaccionaria tendiente a que
el mercado y la plantación fueran controlados por el capital
comercial español y a que se incrementara la presión fiscal de
la Real Hacienda en detrimento del patriciado terrateniente
y de las comunidades criollas. La modernización colonialista
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se propuso en el plano político reemplazar el poder del patriciado terrateniente al frente de los cabildos por el poder del
capital comercial español, así como trocar los sentimientos
de patria local de las comunidades criollas por las del incondicionalismo y la sumisión colonial. Desde fines del siglo xvi y
principios del siglo xvii los intereses de la clase patricia criolla
estaban orientados al mercado mundial, del que se encontraba excluida por la prohibición absolutista de comerciar con el
exterior. De la misma manera aspiraba a librarse de las trabas
del régimen fiscal colonial que impedían el desarrollo de las
relaciones mercantiles y monetarias. El patriciado antillano favorecía la libertad de comercio y la supresión del régimen tributario español, pero en las condiciones de dominio colonial
era incapaz de evolucionar en un sentido capitalista. Las reformas borbónicas contribuyeron a que el sector del patriciado
terrateniente empeñado en una evolución de tipo plantacionista en la región occidental de Cuba y en Puerto Rico fuese
subordinado al capital comercial español y al poder colonial,
aunándose con estos en la explotación inmisericorde del esclavo y la segregación de la «gente de color» libre. Asfixiados
por la tributación y el despotismo borbónico, los patriarcales
señores de hacienda de la región centro-oriental de Cuba que
no emprendieron la vía plantacionista y los pequeños plantadores cafetaleros puertorriqueños insurgirían con un proyecto
independentista democrático burgués en 1868.
Cierto esquema historiográfico europeo pretendió que los patricios terratenientes del Caribe constituyeron una clase estancada
y arcaica, mientras la metrópolis ilustrada era la artífice de la modernidad y el progreso. De acuerdo con esta tesis, los patriciados
defendían exclusivos privilegios feudales ante una política colonial
«moderna» que buscaba el establecimiento de relaciones capitalistas en sus posesiones americanas y la formación de una burguesía
colonial.200
Entre los historiadores latinoamericanos, Sergio Bagú sostuvo esas
posiciones, inclinándose a valorar la clase patricia terrateniente criolla
200
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Cuando en una sociedad colonial encontramos una clase
criolla hegemónica que se opone a las relaciones de dependencia que impiden su evolución natural y que a su vez presenta una tendencia manifiesta a conservar su identidad frente
al poder colonial, nos hallamos ante una virtual gestora de un
movimiento independentista. El estancamiento del patriciado
de la clase terrateniente criolla tenía su origen en la política de
monopolio comercial y en el modo de apropiación tributario
de la metrópolis. Cuando las relaciones de dependencia colonial hagan crisis en el siglo xix, la clase terrateniente e importantes sectores venidos a menos se pronunciarán en la región
centro-oriental de Cuba por la abolición de la esclavitud y por
el establecimiento de relaciones de producción burguesas.
En Santo Domingo los sectores definidos en la historiografía dominicana como terratenientes, dirigidos por Pedro
Santana, se pronunciaron por la anexión luego de la liberación de Haití; mientras que la región tabacalera del Cibao,
proyectada hacia el comercio exterior y enfrentada al estanco y las prohibiciones de comerciar con los ocupantes franceses de la isla desde fines del xvii y principios del xviii, se
orientaba hacia la independencia y encarnaba una ideología
democrática burguesa más definida.201
En Puerto Rico serán los pequeños cultivadores de café acogotados por la tributación española y las exigencias del capital
comercial los que insurgirán en Lares contra el poder colonial, pronunciándose por la supresión de la «libreta» y otras
formas de dependencia impuestas al campesinado.202
como estancada e inmóvil, defensora de sus exclusivos privilegios
coloniales frente a políticas más abiertas de la metrópolis. Ver S. Bagú,
Estructura social, Buenos Aires, 1952.
201
Roberto Cassá, Historia social y económica de la República Dominicana, Santo
Domingo, 1989, t. I y II.
202
Loyda Figueroa, Breve historia de Puerto Rico, vols. I y II, Río Piedras, 1979.
Y Olga Jiménez de Wagenheim, El grito de Lares. Sus causas y sus hombres,
Ediciones Huracán, Río Piedras, Puerto Rico, 1981.
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De todos modos estos movimientos no se inspiraron en la
modernización borbónica, como se ha pretendido, sino que
se proyectaron precisamente contra la política de esquilmo y
subordinación de las comunidades criollas. Dirigidos por las
clases criollas del agro contra el Estado colonial patrocinador
de la esclavitud de plantaciones y del modo de apropiación
fiscal del antiguo régimen, los movimientos de liberación
nacional antillanos alentaron una vía propia en la constitución
de regímenes democráticos burgueses.
El cotejo de las funciones de los distintos cabildos de las Antillas Mayores nos permitirá desglosar algunos rasgos comunes
de sus patriciados. Como podremos apreciar en los siguientes
acápites, una de las actitudes que se repiten en los capitulares de los cabildos estudiados es el propósito de mantener las
características privativas a su clase. Así, frente al designio de los
gobernadores y de la Real Audiencia de despojar a las familias
terratenientes de sus tradicionales oficios capitulares, los cabildos opondrán una resistencia articulada.
En estos conflictos entre autoridades coloniales y capitulares —dirimidos, en ocasiones, en el Consejo de Indias y ante
el monarca— los veredictos debían reconocer de manera invariable la presencia ineludible del patriciado en tanto fuente de poder de los cabildos. De ese modo, la disputa entre los
factores de poder colonial contribuyó a la formación en el
patriciado de una acendrada conciencia corporativa de sus
intereses y de la necesidad de defenderlos de manera porfiada.
El papel mediador que desempeñó la Corona en estos conflictos y las frecuentes exenciones de determinados tributos en
situaciones críticas para la economía y la administración colonial propiciarían el establecimiento de una cultura de la negociación en los patriciados criollos. No se podía concebir una
ruptura con el orden colonial mientras no hiciera crisis el papel
moderador o mediador que desempeñaba la monarquía. Por
supuesto, por lo general los laudos distaban de ser favorables
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a los cabildos, pero al menos en aquellos conflictos en que se
disputaba la razón de ser de la corporación o el rango que le
correspondía en el orden colonial la Corona debía reconocer
su importancia y jerarquía institucional. Por eso la monarquía
reconoció invariablemente el lugar que ocupaban los capitulares en las ceremonias y actos públicos: se trataba de «darle su
lugar» a los cabildos en el correspondiente espacio de la esfera
pública. Desde luego, la Corona no cuestionará el poder eminente de los gobernadores y de la Real Audiencia, pues ella
misma les había concedido expresamente esas facultades rectoras. De ahí que las frecuentes represiones que desataban las
primeras autoridades insulares contra los capitulares y el patriciado terrateniente se consumaran a menudo impunemente y
no implicaran mayores consecuencias o inconvenientes para
los mandatarios. En efecto, estos no eran sancionados por
excederse en las medidas represivas que tomaban. A lo más
que llegaba el Consejo de Indias, o directamente el monarca,
era a ordenar que se moderasen o se revocarsen las sanciones
impuestas a los regidores y alcaldes.
13.La otra cara del imaginario caribeño: la decadencia de España
durante el Siglo de Oro. La metrópolis y sus posesiones antillanas:
sociedades de conflictos
Mientras en España la nobleza y el clero disfrutaban de inmunidad tributaria, en las posesiones del Nuevo Mundo el patriciado terrateniente criollo debía contribuir puntualmente a
la Real Hacienda. Su posición en el sistema fiscal de la monarquía española era equivalente a la de la incipiente burguesía
en las ciudades de España, la cual sobrellevaba el peso de
la tributación que aprobaban las Cortes. A la clase señorial
peninsular (o sea, a «los grandes de España») le fue otorgada no solo inmunidad tributaria, sino también el control de
las posiciones diplomáticas, militares y gubernamentales más
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relevantes. Los cargos de virreyes, gobernadores y capitanes
generales eran reservados a la nobleza de los distintos reinos
de la monarquía, mientras que los cargos de corregidores eran
acaparados por los hidalgos de la nobleza menor.203 Y si bien
una parte de estas funciones fue reservada a elementos discordantes del patriciado que ejercían roles adversos a su propio
estamento, lo cierto es que fue a los distintos estamentos de
la clase señorial española a quienes correspondió gobernar y
recaudar la tributación en Indias, en la península y en las posesiones europeas de la dinastía habsburga.
La subordinación de las ciudades peninsulares y del patriciado americano a las imposiciones de la codiciosa nobleza
hispánica y a la avidez tributaria de las dinastías habsburga y
borbónica transformó a España y a sus posesiones ultramarinas en sociedades de conflictos.204 Los innumerables litigios,
protestas y sublevaciones de las ciudades y reinos peninsulares
contra la tributación y los abusos de poder de la monarquía
absoluta y de los grandes de España encontraron un eco temprano en las posesiones de ultramar, en especial en la región
caribeña. La tenaz resistencia generalizada de los cabildos en
España y en Indias al poder de las dinastías habsburga y borbónica contribuyó en más de un sentido a la preservación restringida de las libertades municipales en España y en Indias. La
única explicación que encontramos a la paradoja enunciada
por Marx205 —la supervivencia de la autonomía de los cabildos
Perry Anderson, Lineages of the Absolutist State, London, 1974, p. 66.
El razonado estudio de Henry Kamen nos permite comprender los
desgarramientos y conflictos internos en que se debatían todos los reinos,
clases y estratos sociales de la sociedad española entre 1459 y 1769. Ver Henry
Kamen, Spain 1469-1714. A Society of Conflict, London and New York, 1991.
205
Marx estuvo consciente de la paradoja del absolutismo en España. Después
de declarar que «La libertad española desapareció bajo el choque de las
armas, las lluvias de oro y las terribles iluminaciones de los autos de fé»,
se preguntaba: «¿Pero cómo vamos a dar cuenta del singular fenómeno
de que después de casi tres siglos de una dinastía hapsburga, seguida por
una dinastía borbónica —cualquiera de ellas suficiente para aplastar a
un pueblo— las libertades municipales de España todavía sobrevivan?
203
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en la península pese al poder absoluto de la monarquía española— radica precisamente en el estado de continuo estremecimiento y agitación que vivió España en los siglos xvii y xviii.
De manera parecida, la sobrevivencia de la autonomía municipal en las Indias debe explicarse por la prematura y persistente resistencia de los patriciados criollos al ejercicio de poderes
absolutos por parte de las autoridades coloniales. Obviamente,
las enormes distancias entre España y sus posesiones ultramarinas, así como la desmesurada extensión del Nuevo Mundo,
coadyuvaron a que la monarquía —temerosa de insurgencias
criollas fuera de su control y alcance— preservase la relativa
autonomía de los cabildos.
La noción tradicional de una monarquía absoluta habsburga,
carente de espacios de mediación con las posesiones coloniales
del imperio, ha contribuido al silencio historiográfico respecto
al diferendo colonial indiano del siglo xvii. Solo en el contexto conflictivo de la península ibérica y de sus posesiones en
Indias se comprende el que las actitudes divergentes de los
patriciados criollos respecto a las autoridades coloniales no se
limitaran a la creencia de que las leyes de la corona se acataban
pero evasiva y calladamente se dejaban de cumplir. En honor
a la verdad, no solo se incumplían, sino que eran impugnadas
en ocasiones de manera ruidosa y violenta.
La nueva historiografía ha esclarecido las relaciones de la
Corona española con la clase señorial y las ciudades de la península.206 Pensamos que en este marco se pueden explicar
¿Que en el mismo país, de todos los estados feudales, donde surgió
por primera vez la monarquía absoluta en su forma menos mitigada, la
centralización nunca ha llegado a enraizarse?». Carlos Marx, «La España
Revolucionaria», Historia de España (Selección de Lecturas), Editorial Pueblo
y Educación, La Habana, 1980, t. I, pp. 210-211.
206
Antonio Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo xvii, 2 vols.,
Madrid, 1964; J. I. Israel, Race, class and politics in colonial Mexico, 16101670, Oxford, 1975; José Antonio Maravall, La teoría española del Estado
en el siglo xvii, Madrid, 1944; -------Estado moderno y mentalidad social (siglos
xv a xvii), Madrid, 1972, 2 vols.; ---------Poder, honor y élites en el siglo xvii,
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algunas de las actitudes del patriciado del mediterráneo
americano. Los patricios no solo se reconocían en el espejo de la sociedad conflictiva que era la península ibérica del
siglo xvii, sino que tenían siempre ante sus ojos los ejemplos, demasiado cercanos y estrepitosos, de los patriciados de
Ciudad Méjico, Yucatán y Guatemala, entre otros del continente americano. El derecho a la protesta por medio de demandas
y alegatos ante la Audiencia de Santo Domingo, el Consejo de
Indias y el monarca estaba consagrado en las Leyes de Indias,
pero además era estimulado constantemente por los persistentes y firmes reclamos de los distintos patriciados del continente americano, que así se enfrentaban a los abusos de poder de
las autoridades coloniales.
Madrid, 1979; J. H. Elliott, Imperial Spain, 1469-1716, London, 2002; J.
Lynch, Spain, 2 vols., Oxford, 1981; H. Kamen, Spain, New York and
London, 1991, p. 49; H. Kamen, J. I. Israel, Herbert S. Klein y John J.
T. Paske, «Debate: The Seventeenth-Century Depression in New Spain:
Mith or Reality?», Past and Present, 97 (1982), pp. 116-135; Ruggiero
Romano, Mecanismos y elementos del sistema económico colonial americano.
Siglos xvi-xviii, México, 2004; J. I. Israel, «México and the “Great Crisis” of
the Seventeenth Century», Past and Present, No. 63, May 1974, pp. 33-58;
Enrique Semo, Historia del capitalismo en México (Los orígenes, 1521-1763),
La Habana, 1979, pp. 79-89, 238-242; Agustín Cue Cánovas, Historia
social y económica de México (1521-1854), La Habana, 1963, p 161; Thomas
Gage, Viajes en la Nueva España, La Habana, 1989; François Chevalier,
La formation des grandes domaines au Mexique, Paris, 1952; Severo Martínez
Peláez, La patria del criollo, Guatemala, 1985, pp. 108-110.
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Capítulo VI
La temprana formación de la identidad puertorriqueña
1. Las imposiciones del Estado colonial a los cabildos de Puerto Rico
Durante la segunda mitad del siglo xvi los vecinos de San
Juan de Puerto Rico accedieron a los cargos del cabildo mediante su designación como regidores perpetuos o bien mediante la compra en subasta de los oficios capitulares. En un
principio, la Corona concedió los puestos de regidores perpetuos a encomenderos, oficiales reales e hijosdalgo que habían
tomado parte en la conquista, algo que también ocurrió en
Cuba y Santo Domingo. Desde inicios del siglo xvii el patriciado terrateniente criollo controló la mayor parte de los oficios
del cabildo.
Las discordancias entre los gobernadores españoles y los regidores y alcaldes criollos cobraron importancia a medida que
avanzó el siglo xvii. La Corona debió prohibir a los gobernadores intervenir en las elecciones del cabildo, pues estos solían
coaccionar a los capitulares para que eligieran candidatos de
su simpatía. A pesar de la prohibición, las intromisiones de los
mandatarios insulares eran frecuentes. Evidencia de ello es la
Real Cédula dada en Aranjuez el 16 de mayo de 1575: para
135
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«que los Gobernadores no entren en el Cabildo el día de Año
Nuevo mientras se eligen los alcaldes y demás oficiales y que
dejen de hacer sus oficios a los regidores libremente».1
La reelección de los alcaldes ordinarios fue durante algunos
años el resultado de tempranos acuerdos entre regidores que eran
parientes. Una comunicación al rey firmada por el gobernador
Francisco Solís el 28 de septiembre de 1594 evidencia la forma en
que los capitulares criollos ponían en práctica esos procedimientos.2 En 1542, la reelección de Francisco de Aguilar por dos años
consecutivos —algo contrario a las disposiciones reales— fue denunciada por haber contado con el apoyo de su cuñado, el también miembro del cabildo Juan de Castellanos. El regidor Alfonso
de la Fuente da cuenta de la situación existente por esos años en
el cabildo de San Juan: «en esta isla (…) son todos emparentados,
ricos, amigos e allegados unos a otros desde hace mucho tiempo».3
El principio de no reelección estatuido en la legislación de
Indias fue evadido por las familias patricias que dominaron los
cabildos a lo largo de los siglos. La ley disponía que las mismas
personas, de las mismas familias, no podían elegirse y reelegirse por tiempo indefinido para los mismos cargos. Empero,
el precepto establecido por el Consejo de Indias fue sistemáticamente eludido por los miembros del patriciado criollo,
pues estos se ponían de acuerdo entre sí y se postulaban en
cada elección para cargos diferentes. En tanto la letra de las
reales órdenes era constantemente burlada por los capitulares
criollos, el propio cabildo de San Juan no tuvo a mal incluir el
principio de la no reelección en el artículo 15 de las ordenanzas
de la ciudad de 1768, llegando incluso a someterlo a la confirmación de la Real Audiencia de Santo Domingo y del monarca español.4En el transcurso del siglo xvii la institución de los
3
4
1
2
E. Gelpí Baíz, Siglo, San Juan de Puerto Rico, 2000, pp. 157-158.
Ibídem, p. 158 y nota bibliográfica 112 en p. 337.
Ibídem, p. 169.
A. R. Caro Costas, El cabildo o régimen, t. II, San Juan de Puerto Rico,
1974, p. 241.
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regidores perpetuos devino un privilegio de los miembros de
las familias más poderosas, reforzando los fundamentos en los
que descansaba el poder de las familias del patriciado terrateniente.
2. Temprana toma de partido del Estado colonial a favor de los
vegueros en sus conflictos con los terratenientes boricuas
Las disposiciones coloniales contra los cabildos de las posesiones insulares hispánicas tomaron formas inéditas cuando
desde el siglo xvi favorecieron el asentamiento de colonos en
las haciendas del patriciado terrateniente. El designio de la
metrópolis era estimular la agricultura comercial con la finalidad de aumentar los ingresos del fisco. La Real Provisión de
1541, dictada por Carlos V, declaró que todas las tierras que
no estuvieran en cultivo, incluyendo montes y pastos, serían
de uso común. Esos terrenos no podían ser retenidos en calidad de propiedad privada; tampoco podían las autoridades
coloniales o los cabildos cederlos en usufructo privado. La disposición real convertía a Puerto Rico en un hato comunero:
los ganaderos podían hacer que sus reses pastasen libremente
en cualquier lugar de la isla. La medida tendía a menoscabar
el poder de los cabildos y de los señores de hacienda a la vez
que estimulaba el asentamiento de una numerosa población
de colonos como estancieros.
El historiador Francisco Moscoso sugiere que la disposición
real de 1541 obedecía tanto a la necesidad desesperada de la
colonia de recibir y retener pobladores, como a una reorientación de la política económica de la metrópolis. Se inspiraba
también la medida en la legislación de la península relativa a
la Mesta, la que permitía a los ganaderos que sus reses pastasen
libremente en cualquier extensión de tierra.
Hasta entonces, los colonos que arribaban a las costas de
Puerto Rico se veían compelidos a emigrar como consecuencia
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del virtual monopolio de las tierras que tenían los hateros, favorecidos por las primeras mercedes. El conflicto se dio, por
consiguiente, entre una primera generación de conquistadores
que retuvo la posesión de los hatos y corrales de la región costera que circundaba la ciudad de San Juan y los nuevos colonos
que arribaban a la isla, los que solo podían asentarse en la tierra como pequeños estancieros. Las pugnas entre estancieros y
hateros darían origen a la Real Orden de Carlos V que disponía
que las tierras fueran de usufructo colectivo.5 En el curso de esos
enfrentamientos también intervendrían los dueños de ingenios
azucareros. El resultado final de esos primeros conflictos fue favorable a los estancieros y a los propietarios de ingenios, pues
estos últimos disponían de una mayoría en el cabildo.
Desde principios del siglo xvii comenzó a perfilarse el diferendo que mantendría escindidos a los cabildos puertorriqueños y a las autoridades coloniales españolas. En 1600 tuvo
lugar una disputa del ayuntamiento con el gobernador a causa de la disposición orientada a que los amos destinasen sus
esclavos a la construcción de las fortalezas de San Juan. Los
regidores reclamaron entonces ante el rey: «que no se pidan
los esclavos si no es en caso ‘de necesidad precisa’ y entonces
sea con moderación y pagando su justo salario».6
En comunicación del 6 de octubre de 1601 los regidores
del cabildo puertorriqueño denunciaban que el gobernador exigía a los vecinos un permiso suyo para poder salir de
la ciudad, por lo que demandaban que se les liberase de esa
obligación y que los militares no les ultrajasen en caso de
5
6
F. Moscoso, Lucha agraria, San Juan de Puerto Rico, 1997, pp. 84-88, 97-104;
M. J. Godreau y J. A. Giusti, «Las concesiones de la Corona», San Juan de
Puerto Rico, 1993, pp.444-457; Vicente Murga Sanz, Historia documental.
El concejo o cabildo de la ciudad de San Juan de Puerto Rico (1527-1550), San
Juan de Puerto Rico, 1956, pp. 349-350.
Catálogo de las cartas y peticiones del cabildo de San Juan Bautista de Puerto
Rico en el Archivo General de Indias. (Siglos XVI al XVIII), San Juan de Puerto
Rico, 1968, pp. 123-125.
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no portar la mencionada autorización, algo que sucedía con
frecuencia. Exigían también que las rondas y guardias nocturnas de vigilancia no fueran hechas por capitanes y oficiales de guerra españoles, porque de ello se seguían «muchos
atropellos»; solicitaban, en cambio, que las mismas fuesen
realizadas por los alcaldes ordinarios del cabildo. Por último,
revelaban los inconvenientes que se derivaban del hecho de
que los capitanes peninsulares del presidio y fortaleza de San
Juan demandasen de los vecinos reverencias y genuflexiones.
Otra cosa que consideraban degradante para las mujeres de
la vecindad era que los soldados españoles se amancebasen
con ellas a pesar de «los encuentros que suelen traer con los
justicias»,7 es decir, los conflictos que implicaban con los regidores criollos del propio cabildo de San Juan. El alto grado de tensión existente se evidencia en el hecho de que el
cabildo viera como insulto a la dignidad el que los capitanes españoles, considerados ajenos a la comunidad boricua,
viviesen en concubinato con criollas.
La delicada situación creada en torno a estos hechos aconsejó al monarca a tomar medidas conciliadoras: «los vezinos
no reciban vexación, ni agravio, ni se les haga molestia», y que
los capitanes de presidio «no se casen con mujeres de la Ysla».
Los regidores se quejaron entonces de las actuaciones de los
oidores de la Real Audiencia de Santo Domingo. En 1604 Lorenzo Vallejo demandó, en nombre del cabildo criollo de San
Juan, que no se enviaran oidores de la Real Audiencia de Santo
Domingo por «los costos y vejámenes que suelen ocasionar».8
Un año después, en exposición a S. M. del 22 de octubre de
1605, los capitulares de San Juan denunciaron que estaban
«muy temerosos del Gobernador porque en la vista expusieron
sus dichos contra él». Del mandatario español solo podían esperar que quisiera «bengarse» (sic). Por eso demandaban que
Ibídem.
Ibídem.
7
8
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el Consejo de Indias interviniese antes de que se produjese un
«escándalo y nota en perjuicio de muchos».9
Otra exposición del cabildo de San Juan, dirigida a S. M.
el 6 de diciembre de 1607, denunciaba los agudos conflictos
que habían tomado fuerza entre el nuevo gobernador Sancho
de Ochoa y el vecindario boricua. De acuerdo con los regidores, era preciso liberar a la ciudad de la «codicia, pasión y sensualidad» del Gobernador y de los «notables agravios y malos
tratamientos» que sufrían sus vecinos. Sancho Ochoa «había
puesto manos en algunas personas de las ricas y honradas de
aquel lugar tan oprimido y atemorizado, que ninguno se atreve a intentar ni aun el remedio de apelación para vuestra Real
Audiencia». De acuerdo con las imputaciones formuladas por
el cabildo, se empleaban soldados de la guarnición para «servir a las amigas del Gobernador» y los fraudes eran «la raíz de
tan grandes ynsolencias contra la Real Hacienda».10
Los regidores se aprovecharon de la controversia que se desató entre el obispo fray Martín Vázquez y el gobernador Sancho Ochoa, tomando partido al lado del prelado. De acuerdo
con la comunicación de estos al Consejo de Indias, fechada el
12 de octubre de 1608, el Gobernador no buscaba otra cosa
«que enriquecerse a expensas de los vecinos».11
No obstante, al año siguiente, los regidores debieron alinearse contra el obispo en cuanto autoridad eclesiástica representativa del poder colonial. Así, en carta a S. M. fechada el 6
de enero de 1609, le incriminaron «de falta de consideración
con los justicias y oficiales de la ciudad».12
Las divergencias de las familias del patriciado criollo con el
gobernador Sancho Ochoa de Castro se agudizarían con motivo
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 165, «Exposición a S. M. del cabildo
de San Juan Bautista de Puerto Rico en fecha 22 de octubre de 1605».
10
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Exposición del Cabildo de
San Juan Bautista de Puerto Rico a S.M., 6 de diciembre de 1607».
11
Catálogo de las cartas y peticiones, San Juan de Puerto Rico, 1968, p. 132.
12
Ibídem, pp. 132 y 134.
9
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de los cargos formulados contra él por Jerónimo de Mieses,
sargento mayor y capitán de infantería del Castillo del Morro
de San Juan. De Mieses era un militar español que por matrimonio había ingresado en la encumbrada familia criolla de los
descendientes del conquistador y adelantado Juan Ponce de
León. A raíz de la designación de un nuevo gobernador de la
isla, De Mieses interpuso varias demandas por contrabando en
contra de Ochoa. Un estudio detallado del juicio de residencia
de Sancho Ochoa de Castro revela que los capitulares boricuas
y el sargento mayor De Mieses incoaron 33 causas contra él. El
resultado fue que se le halló culpable en 17 causas, entre ellas
por contrabando y cohecho.
El estudioso Héctor Santiago Cazull afirma que los vínculos
familiares criollos del sargento mayor De Mieses contribuyeron a
que la Real Audiencia de Santo Domingo se pronunciara contra el
gobernador Ochoa, si bien también habría influido la enconada
rivalidad que los oidores dominicanos tenían con las autoridades
coloniales de Puerto Rico. El origen de la disputa debía buscarse
en la disposición, tomada por Felipe II en 1583, de quitarles el
privilegio de nombrar a los gobernadores de la isla.13 Desde entonces los gobernadores fueron nombrados capitanes generales,
responsables solo ante el rey y el Consejo de Indias. En todo caso,
el conflicto reveló la triple alianza forjada por el patriciado criollo
con la Audiencia de Santo Domingo y el jefe militar de la isla, el
sargento mayor De Mieses, contra el Gobernador.
Conducido preso a la península por la Audiencia de San Domingo, Sancho Ochoa de Castro fue designado ulteriormente
por el monarca como general de la Flota de la Nueva España.
Fallecido pocos años después, el Consejo de Indias lo halló
inocente de casi todos los cargos que se habían formulado en
su contra.
Héctor Santiago Cazull, «Conflicto, alianza y disociación en el Puerto
Rico del Siglo xvii: las redes sociales del gobernador Sancho Ochoa de
Castro y el sargento mayor Jerónimo de Mieses (1602- 1608)», Revista
Complutense de Historia de América, Madrid, 2008, núm. 34, pp. 43-62.
13
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En una exposición a S. M. de 1613, el procurador general del
cabildo de San Juan, Francisco Negrete, recurrió a un argumento
contra la pesada tributación de la Real Hacienda española que
desde entonces sería repetido por los capitulares puertorriqueños. En efecto, el Procurador General demandó que se atendiera
«a las necesidades y pobreza que padece la Isla, de lo contrario
quedará despoblada». La conquista de México por Cortés y el
descubrimiento de las minas de oro y plata en el continente habían provocado una numerosa emigración de colonos antillanos
en busca de riquezas, por lo que era preciso crear estímulos y
fuentes de riqueza en las islas o estas serían abandonadas definitivamente por los colonos. Las modestas exenciones de tributos
dictadas por la Corona en la primera mitad del siglo xvii no aliviaron la onerosa carga que representaban los diezmos, capellanías
y alcabalas que recaían sobre los agricultores.
En 1613, el procurador del cabildo de San Juan de Puerto
Rico protestó contra la intervención del gobernador Gabriel
de Roxar Páramo (1608-1614) en las elecciones capitulares,
enfatizando: «Que el Gobernador no pida votos a los regidores». Asimismo, reclamó que «los presos (fueran) a cárcel
pública, los nobles a la del cabildo», algo a lo que la Corona se negó, pues dispuso que los hijosdalgo y regidores del
cabildo fueran a la misma prisión que las otras personas que
hubieran delinquido. En otra exposición, del 24 de agosto
de 1613, Negrete se quejaba de que: «(los) vecinos padecen
muchas molestias y vexaciones de los Gobernadores (...) que
de no remediándose les ferá preciso desamparar sus casas y
dexar la isla».14 Por esa razón demandó que las apelaciones del
cabildo contra los gobernadores se resolviesen de manera
más expedita en la Real Audiencia de Santo Domingo. De
manera parecida solicitó que los gobernadores permitiesen a
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 165, «Exposición a S. M. del
capitán Francisco Negrete, regidor y procurador del cabildo de San Juan
de Puerto Rico, 24 de agosto de 1613».
14
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los soldados del presidio comprar la ropa y los abastecimientos
con los mercaderes que tuvieran a bien y no con los que el
mandatario insular les impusiera. Negrete se pronunció también contra la arbitrariedad que implicaba el que los vecinos
debieran pedir licencia para salir de la ciudad a atender sus
haciendas e ingenios. Lo más irritante, para él, era que en muchas ocasiones se les negaba el permiso y, como consecuencia,
sus propiedades sufrían quebranto. De ahí que demandara que
por real cédula se estableciera que pudieran salir libremente
de la ciudad sin enfrentar impedimento alguno. La última
queja formulada por el Procurador era que los gobernadores
nombraban como capitanes de a caballo, en las movilizaciones
militares, a «sus amigos, debiendo seguirlos los regidores a pie
(...) no yendo con los de acauallo (…) y es cosa indecente, y
contra la autoridad del cabildo». Consecuentemente, demandaba que S. M. se sirviese mandar por real cédula que «los
capitanes de acauallo que de aquí adelante nombrasen sean
del Cabildo, Alcalde o Regidor».15
Ante las demandas del Procurador General a propósito de
la jurisdicción para conocer de las apelaciones del cabildo
contra disposiciones de los gobernadores, el Consejo de Indias
tomó la decisión salomónica de recomendar al monarca que
en los casos relativos al fuero de guerra fuese competente el
gobernador, en tanto que los otros casos fuesen juzgados por
la Audiencia de Santo Domingo. En relación con la queja del
cabildo de que el gobernador sometía a los vecinos a constantes movilizaciones militares sin razón alguna, la Corona dictaminó de manera indefinida: «se les dé buen trato a los vecinos
y no se les haga molestias».16
En los decenios de 1640 y 1650 el cabildo de San Juan demandaría una participación creciente en asuntos que eran del
Catálogo de las cartas y peticiones, San Juan de Puerto Rico, 1968, p. 144; y
A. G. I., legajo 165, «Exposición a S. M. del capitán Francisco Negrete,
regidor y procurador del cabildo de San Juan de Puerto Rico, 24 de
agosto de 1613».
16
Catálogo de las cartas y peticiones, San Juan de Puerto Rico, 1968, p. 146.
15
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dominio de las autoridades coloniales. En una exposición a
S. M. del 20 de enero de 1642 los capitulares boricuas solicitaron que la administración e ingresos del estanco de
tabaco, jengibre y vinos, destinados a la construcción de las
fortalezas, pasaran a manos del cabildo de San Juan. La solicitud, repetida en los años 1645, 1646, 1654 y 1658 no fue
atendida por la Corona.17
El 24 de abril de 1674 el cabildo de San Juan demandó de
nuevo que se quitara el estanco del tabaco de la isla por ser
gravoso, a la vez que argumentó que la colonia necesitaba
que «las cien plazas de la guarnición de la isla se cubrieran
con hijos de los vecinos» y no con peninsulares.18 La creciente
orientación autonómica del cabildo puertorriqueño y sus exigencias de nuevas prerrogativas, no comprendidas en las Leyes
de Indias, lo separaban cada vez más del arbitraje conciliador
de la monarquía.
La potestad para designar gobernadores de la Junta de
Guerra en España fue cuestionada por primera vez cuando
en 1641, a raíz de la muerte del gobernador en funciones, el
cabildo de San Juan se atribuyó el poder de substituirlo por
Juan de Bolaños, jefe militar de prisiones de la isla. La Audiencia de Santo Domingo nombró entonces para el cargo a Fernando de la Riva Agüero (1643-1649), de modo que cuando
este desembarcó en la isla, procedente de Santo Domingo, se
encontró con el nuevo gobernador Juan de Bolaños, persona
a la que decidió embarcar bajo el alegato de que había recibido ilegalmente sus poderes del cabildo. No obstante, Bolaños,
contando con el apoyo del cabildo en pleno, decidió quedarse
con el mando hasta que el rey enviase un nuevo gobernador.
La Audiencia de Santo Domingo designó entonces a Juan Melgarejo y Ponce de León, oidor de esa misma entidad y persona
Ibídem, pp. 167, 170, 171 y 178 . Véase también: A. G. I., Audiencia de
Santo Domingo 165, «Carta a S. M. del cabildo de San Juan de Puerto
Rico, 10 de junio de 1645».
18
Catálogo de las cartas y peticiones, San Juan de Puerto Rico, 1968, p. 190.
17
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ratificada por el monarca para acceder a la gobernación de la
isla. El cabildo de San Juan se negó a reconocer la superior
autoridad de la Audiencia de Santo Domingo y del monarca.
Melgarejo advirtió entonces a los capitulares que estaban cometiendo un grave delito, pues ellos sabían muy bien que la
Audiencia contaba con una real cédula que la autorizaba a
nombrar interinamente al gobernador en esos casos.
La actitud asumida por los capitulares boricuas adquirió ribetes de abierta rebeldía desde un primer momento, pues el
que había sido designado gobernador por la Real Audiencia
de Santo Domingo fue expulsado violentamente de la isla por
el cabildo de San Juan
sucedió cierto escandalo y disturbio en grave perjuicio de mi servicio y paz pública, con lo cual el Oydor
fue apremiado a que se embarcase y con violencia y
otros malos tratamientos que le hicieron, se fue a Santo Domingo, sin que se obedecieran las providencias
que llevaba y el dho Juan de Bolaños se quedó en el
Gobierno.19
Por todo lo cual el monarca ordenó se realizara una investigación completa que determinara en qué sentido y en qué
grado los capitulares y Bolaños habían desobedecido la voluntad real. La Audiencia, cumpliendo órdenes del monarca,
finalmente condenó a Bolaños a dos años de destierro y a dos
de suspensión del oficio.20 No disponemos de la documentación que acredite las medidas que pudo haber tomado la Corona con los capitulares boricuas.
Las exigencias del fisco y del estanco del tabaco creaban grandes tensiones entre los vecinos de San Juan y de las otras villas
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 165, «Acta del cabildo de San Juan
Bautista de Puerto Rico del 8 de noviembre de 1633».
20
Catálogo de las cartas y peticiones, San Juan de Puerto Rico, 1968, pp. 52-53.
19
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ubicadas tierra adentro. En 1658, ante «la gran necesidad en
que se encuentran los vezinos», pidieron los capitulares que
se hiciera merced en la venta del tabaco, pero no obtuvieron
respuesta de las autoridades de la península. Las contradicciones
con el gobernador Gaspar de Arteaga (1670-1674) salieron a la
superficie en una carta del cabildo al Consejo de Indias fechada
el 14 de abril de 1672 y en otro informe más detallado del 18 de
junio del mismo año suscrito por los mismos cuatro regidores
boricuas que habían firmado la carta. Dichos documentos revelaban un estado de guerra latente entre el mandatario colonial y
el vecindario. De acuerdo con los capitulares, el Gobernador se
refería a ellos invariablemente de manera despectiva.
En la exposición del cabildo de abril de 1672 se formularon 47 cargos contra el gobernador De Arteaga. Los más significativos eran los referidos a sus diferendos con el cabildo,
a la forma en que sistemáticamente pasaba por encima de sus
acuerdos y desmeritaba a los regidores, así como a la política
sesgada de represión de contrabandos que seguía, reprimiendo a unos y excusando a otros. Se le acusó también de haber
asistido a misa solo cuatro veces en más de un año y medio de
gobierno, de obligar a los vecinos y a los esclavos a trabajar
los días festivos, de tener un altar en su casa y amancebadas a
una española y a una inglesa luterana a la que embarazó, de
tener conflictos con el regidor Diego Montáñez y de haber
encarcelado injustamente a Vicente de los Reyes, yerno del fiel
ejecutor del cabildo.
En ciertos casos, De Arteaga se mostraba inflexible, pues
autorizaba al recaudador a registrar minuciosamente las casas
de los contribuyentes a fin de encontrar posibles mercancías y
bienes adquiridos de manera oculta por estos.21
En junio los regidores boricuas formularon 46 cargos contra
De Arteaga, entre los que destacaban algunos nuevos, como
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 165, «Carta del cabildo de San
Juan de Puerto Rico a S. M., 14 de abril de 1672».
21
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que: 1) en un rapto de furia, esposó y encarceló al alcalde
ordinario Francisco Gordezuela por no haber metido en un
calabozo a dos personas principales de la localidad que habían
reñido entre sí y que fueron sancionadas con prisión domiciliaria; 2) ordenó que «no den carne en la carnicería, sino fuera
a negros i mulatos y lo executa de forma que si quedan algunas
sobras esas se dan a los Regidores, Justicias y gente principal de
la ciudad»; 3) por bando público prohibió que los campesinos
vendieran los casabes, salvo «dos o tres personas que el (h)a
nombrado» para que se enriquezcan; 4) llamó «sinagoga» a
la iglesia catedral porque estaba internado en ella el prófugo
Don Pablo de Laza, y «(h)a dado orden a los militares que
no vaian a oír missa a la dha Iglesia y que espíen i hagan lista
de los que hablan en dha iglesia con el dho. Don Pablo»; 5)
declaró nulas las elecciones que habían tenido efecto en el cabildo por estimar que algunos de los regidores eran deudores
de la Real Hacienda; 6) después de haber autorizado la boda
de militares del presidio, los encarceló y les quitó su plaza por
haberse casado sin licencia suya; 7) consiguió para el presidio
diez pares de grillos de una onza de peso y los exhibió con el
propósito de atemorizar al vecindario; y 8) anunció que había encontrado alocuciones subversivas que circulaban en el
vecindario con la frase «Viva el Rey, Abajo el mal gobierno»,22
hallazgo que para los capitulares era una mera invención para
tomar represalias contra los vecinos. Por supuesto, de ser positivos los hechos que le imputaban al gobernador, no es dudoso
que las alocuciones probablemente fueran ciertas y que hubiera personas llamando a una sublevación contra él. Y aunque
la veracidad de los cargos del cabildo no puede acreditarse,
los mismos revelan hasta qué punto las sensibilidades criollas
podían sentirse agraviadas por las autoridades coloniales.
El Consejo de Indias y la regencia no tomaron en consideración las denuncias de los regidores, por lo que De Arteaga
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 165, «Carta del cabildo de San
Juan de Puerto Rico a S. M., 18 de junio de 1672».
22
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continuó en su cargo hasta 1674. Ante el silencio de la Corona,
los regidores reiteraron sus protestas contra el Gobernador en
dos ocasiones más. Aprovechando la indiferencia real, el Gobernador prohibió en 1673 el cultivo del tabaco por diez años,
medida que afectaba seriamente los intereses de la isla.23 Los
regidores gestionaron entonces una disposición del Consejo
de Indias que restableció en 1674 los cultivos. Ello no significó,
empero, que cesara el estanco del tabaco administrado por la
Real Hacienda, lo que era perjudicial para los cosecheros.
Posteriormente, el nuevo gobernador Gaspar Martínez de Andino (1683-1685) habría de incitar a la Corona para que ratificara la
susodicha medida. Lo hizo así porque pensaba que los agricultores
de la aromática hoja rescataban las cosechas con los extranjeros.24
El acceso a la gobernación de Martínez de Andino, en 1683, dio
lugar a varias cartas y manifiestos firmados por unos treinta y dos
vecinos y veinte tres vecinas que se felicitaban porque el nuevo
mandatario de la isla había «cesado las tropelías de su antecesor».25
No obstante, los vecinos terminaron protestando también contra
su gobierno y contra su sobrino Baltasar de Andino.26
Los conflictos del patriciado criollo con las autoridades españolas no se limitaban a la capital, sino que se extendían a toda
la isla. En carta del 2 de febrero de 1688, los capitulares de San
Germán solicitaron a S. M. que se concediera a los alcaldes de
la villa el conocimiento en primera instancia de las causas civiles
y criminales. La intromisión de los gobernadores en la jurisdicción de los alcaldes de la villa daba lugar a que estos fuesen
tratados «con más imperio que si fueran esclavos».27 Los autos levantados por el gobernador Gaspar de Arredondo (1690-1695) contra Juan de Quiñones, el alcalde de la
Catálogo de las cartas y peticiones, San Juan de Puerto Rico, 1968, p.192.
Ibídem.
25
Ibídem, pp. 195-197.
26
Ibídem, p. 268.
27
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 165, «Carta del cabildo de San
Germán a S. M., 2 de febrero de 1688».
23
24
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Santa Hermandad de San Germán, son un ejemplo de la actitud
rebelde del patriciado de tierra adentro. De acuerdo con los
autos instruidos el 10 de agosto de 1691, el Gobernador había citado insistentemente a Quiñones por motivo de las relaciones que
sostenía con un navío holandés, pero Quiñones se había negado
a darle cuenta y no compareció ante él. En vista de su abierta insubordinación, el Gobernador lo condenó a muerte a garrote y a
la confiscación de sus bienes en rebeldía. El Gobernador lo había
convocado en San Germán repetidamente por medio de edictos
y pregones, advirtiéndole de la pena de que se haría acreedor si
no se presentaba ante la máxima autoridad de la isla.28
Por otra parte, el cabildo de San Juan seguía exigiendo en
1685 que el Consejo de Indias le concediese el poder de otorgar plaza en la guarnición del presidio y de la fortaleza a cien
hijos de vecinos de la isla.29 Con ello se pretendía consolidar el
poder político de los cabildos sobre las autoridades coloniales.
El padrón que se levantó en San Juan en 1673 arrojó un
total de 792 vecinos blancos, 357 esclavos domésticos y 280 negros libres.30 A raíz del mismo, el obispo García Castañuela, en
una exposición a S. M. del 14 de septiembre de 1673, mostró
preocupación ante la correlación étnica existente: «V. Magd.
tiene tan solamente 792 criaturas blancas, contando niños y
niñas de diez años adelante, con las mugeres que es maior el
numero y los pocos hombres que ai».31
La generalización de la esclavitud doméstica propició que
muchos vecinos blancos se beneficiaran económicamente mediante el alquiler del trabajo de sus esclavos en las obras militares.
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 163, rama 1, número 1, «Autos
del gobernador Gaspar de Arredondo contra el alcalde de la Santa
Hermandad de San Germán, Juan de Quiñones, 10 de agosto de 1691».
29
Catálogo de las cartas y peticiones, San Juan de Puerto Rico, 1968, pp. 190 y 201.
30
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 173, folios 839-852. «Padrón del
año 1673 de las personas que ai en San Juan de Puerto Rico».
31
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 173, folios 832-834, «Exposición a
S. M. del obispo de Puerto Rico fray Bartolomé García Castañuela, 14 de
septiembre de 1673».
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Las construcciones de fortalezas y obras de defensa, así como
la militarización subsiguiente, favorecieron a los vecinos aun
cuando los ingresos generados por ellas estuvieron sujetos a la
irregularidad que caracterizaba el envío de los situados desde
México. Lo importante, en todo caso, es destacar que la esclavitud urbana de Puerto Rico se diferenció del carácter señorial
que tuvo en La Habana del siglo xvii, ciudad en la que la gran
mayoría de los esclavos domésticos era empleada exclusivamente en la atención de los más diversos caprichos de sus amos. Por
lo demás, las dotaciones de los esclavos domésticos en las residencias de los amos puertorriqueños eran más reducidas (no
excedían los ocho esclavos), mientras que en La Habana era
común que sobrepasaran el número de 15 por cada domicilio.32
3. El siglo de la miseria en Puerto Rico
En el siglo xvii el telón de fondo de los conflictos de los
cabildos boricuas con las autoridades coloniales y la Corona era
la deprimente situación económica que se vivía como consecuencia de la crítica reducción del tráfico mercantil con España, de los ciclones, las sequías, las plagas y los frecuentes ataques
de naves enemigas. Así, respecto al quinquenio 1661-1665, el
quinquenio 1689-1693 presenta un notable descenso en los
ingresos de Real Hacienda por concepto de almojarifazgo. En
tanto que el comportamiento de los ingresos por concepto de
alcabala siguió hasta 1666 un patrón similar al que evidenció el
almojarifazgo en el decenio de 1689 a 1698. Durante ese último
periodo los fondos recaudados fueron insignificantes.
La carestía y las privaciones de los vecindarios boricuas constituyeron los hechos más notables del siglo xvii. Las actas de los
cabildos de San Juan y San Germán, así como la correspondencia de los prelados y gobernadores de la isla, lo consignan de ese
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 173, folios 839-852, «Padrón del
año 1673 de las personas que ai en San Juan de Puerto Rico».
32
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modo. Un primer testimonio del estado crítico que atravesó la
isla en ese siglo es aportado por el obispo Bernardo de Balbuena
(1623-1627) en carta a S. M. del 22 de septiembre de 1623. El recién nombrado obispo de Puerto Rico había encontrado en la isla:
un animo muy apretado y trabajoso en materia de
bastimentos, assi de lo que queda de su cosecha (de)
la tierra, como los que se traen de España, porque los
ocho meses primeros fueron de muy gran falta de casave que es el pan ordinario que aquí se come y falta
por averse alzado las aguas sin tiempo esterilizándose
la tierra con la gran seca.33
La carestía y penurias de los vecindarios eran la preocupación principal del Obispo, en especial las privaciones de los
pobres y sus posibles actitudes levantiscas. Por eso pensaba que
la isla debía aprovisionarse de lo necesario «para remediar el
común de los pobres que es siempre el mayor riesgo».34
No sucedía lo mismo con la gente acaudalada de la ciudad.
Por eso pensaba que:
los ciudadanos del estado de los caballeros y muchos
de calidad conocida, aunque pobres por no ser la
tierra de más sustancia, se tratan sino con superflua
pompa, con buen lustre de autoridad en sus personas, acuden bien a sus obligaciones y en las del culto
divino se estreman notablemente (…) tratan a su gobernador con extremo respeto y veneración al que
gobierna en el presente.35
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 172, «Exposición a S. M. del obispo
de Puerto Rico Bernardo de Balbuena, 22 de septiembre de 1623».
34
Ibídem.
35
Ibídem.
33
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De acuerdo a carta del gobernador Juan de Haro (1625-1630),
dirigida a S. M. el 23 de septiembre de 1626, la agudización
reciente de «la falta de bastimentos» se debía a la «las grandes
tormentas que ay en ellas todos los años», la última de las cuales
había ocasionado que la isla «quedara asolada en todo».36
Para el obispo de San Juan otras eran las causas que incidían en
la situación de privación que padecía la isla en el decenio de 1630.
En exposición dirigida a S. M. el 10 de diciembre de 1633, el obispo Juan López Agurto de la Mata (1630-1633) manifestó que los
vecinos a duras penas podían tributar porque se pasaban «todo el
tiempo con las armas en las manos». En efecto, una Real Cédula
del 25 de junio de 1626 había acreditado la valiente defensa que
realizaron los vecinos de San Germán ante un poderoso navío holandés que se acercó a su rada, navío que perdió mucha gente en
el intento de apoderarse de la villa y que debió ser reparado por
más de un mes en otro punto de la costa.37 De ahí que, según el
obispo Juan López Agurto de la Mata, solo sembraran un poco de
maíz y vivieran de lo que llegaba de México para los mil soldados
que custodiaban el presidio y la fortaleza.38
Un decenio después, en carta a S. M. del 23 de noviembre
de 1644, el obispo Damián López de Haro (1644-1648) refería:
De la miseria en que nos hallamos le doy dos ejemplos:
uno, de que no sea entablado ni puede el papel sellado
y otro que en tres años de vacante de mi obispado (…)
aviendo pasado medio año tome la posesión, no cobraba cien ducados de quartos, que es la moneda que corre
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 156, R. 4, número 48,
«Comunicación a S. M. del gobernador de Puerto Rico Juan de Haro, 23
de septiembre de 1626».
37
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 165 «Real Cédula del 25 de junio
de 1626 que felicita a los vecinos de San Germán por la valiente defensa
de su villa».
38
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 172, fol. 767-769, «Exposición a
S. M. del obispo de Puerto Rico Juan López Agurto de la Mata, 10 de
diciembre de 1633».
36
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hoy, comiendo pobre torta y de fiado como los soldados
y mi antecesor dejo declarado no había cobrado blanca
porque los diezmos no alcanzaban (...)39
Para las altas jerarquías eclesiásticas y civiles lo más deprimente era no poder comer pan y tener que substituirlo por el
casabe o torta. En carta a S. M. del 25 de abril de 1644, López
de Haro protestó por el hecho de que hacía ocho años que
no entraba el situado y que la tropa de peninsulares podía ser
trastornada por los naturales. Una idea más neta de la carestía
y privaciones que sufría el vecindario la da la frase siguiente:
Muchas personas se quedan sin misa los días de fiesta
por no tener con que vestir para ir a la Iglesia y en las
estancias de campo andan desnudos y descalzos no
solo los negros mulatos, sino muchas mujeres blancas
sin cubrirse con ninguna cosa.40
Las razones de las penurias fueron expuestas brevemente
por el prelado al cierre de la epístola. Ya no se trataba siquiera
de que la Casa de Contratación autorizara o no a viajar a las
Antillas a embarcaciones españolas, sino de que el puerto se
hallaba desacreditado, toda vez que no venía ningún navío a
comerciar por no tener la isla frutos o dinero.
Entre 1601 y 1615 se registraron un total de 140 viajes (idas
y venidas) procedentes de Sevilla. Fueron estos años de prosperidad. En cambio, entre 1636 y 1650 solo tuvieron lugar 18
viajes entre idas y vueltas. En 1660 el gobernador Juan Pérez
de Guzmán declaró que hacía 11 años que no llegaba un barco
de registro a la isla.41
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 172, fol. 848, «Exposición a S. M. del
obispo de Puerto Rico Damián López de Haro, 23 de noviembre de 1644».
40
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 172, fol. 850-852, «Exposición a S. M.
del obispo de Puerto Rico Damián López de Haro, 25 de abril de 1644».
41
F. Scarano, Puerto Rico, México, 2000, p. 283.
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Trece años después, la situación no parecía haber cambiado
sustancialmente. El obispo fray Bartolomé García Escañuela
(1670-1676), en exposición a S. M. fechada el 14 de septiembre de 1673, informaba a propósito de la situación de pobreza
y miseria imperante:
Pan, vino, aceite, ropas y cosas necesarias faltan. Puede tal vez (que parece providencia divina) remediarse:
Significo que Vtra. Majd. se sirviera de ello en tales necesidades, mas no soy atendido y creze el daño, hasta
llegar imposible su remedio (…) En veinte y un dias e
asistido a mi iglesia, solo que no (h)ai quien me acompañe. Lo mismo a sido preciso aver dado yo la poca
de (h)arina, para mi sustento, para hacer (h)ostias.
Represento que mi Iglesia y yo perezemos. Ante Dios
lo afirmo.42
Uno de los informes más acabados sobre la situación que
vivía la isla en la segunda mitad del siglo xvii fue presentado
por el cabildo de San Juan el 24 de abril de 1674. De acuerdo
con los capitulares boricuas, la primera de las desgracias que
afectaban a la isla tenía un carácter eventual:
No son ponderables, señora, las muchas calamidades
que ha experimentado y al presente está padeciendo, toda la isla, por las continuadas tormentas que
la maltratan i ba corriendo para ocho año y que se
halla falta de frutos (por haverse perdido casi todo
las arboledas de los cacaos) con que se mantenían sus
moradores, y tenían en pie sus haciendas (...)43
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 173, folio 832-834, «Exposición a
S. M. del obispo de Puerto Rico fray Bartolomé García de Escañuela, 14
de septiembre de 1673».
43
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 165, «Exposición a S. M. del
cabildo de San Juan de Puerto Rico, 24 de abril de 1674».
42
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El otro hecho que había gravitado como impedimento era
la falta de esclavos, lo que se había originado, conforme la pobreza se enseñoreaba de la isla, en la creciente falta de capitales. De ahí que demandaran la entrada de 100 africanos al
año, previendo la compra de dicha fuerza de trabajo esclava
mediante un préstamo de la Corona y el pago a plazos. En una
nota escrita al margen de la exposición del cabildo boricua de
1674, el fiscal del Consejo de Indias accedió a la solicitud de
los regidores puertorriqueños afirmando que al ser «notoria la
pobreza en que se halla la ciudad de Puerto Rico y toda la Isla
por la falta de frutos… el asiento de esclavos que está ajustado
a Antonio García» debía contribuir a mejorar la situación.
Demandaban también los capitulares que todos los años
viajara a Puerto Rico un buque de trescientas toneladas que
trajese cincuenta familias de Canarias y embarcase a España
los frutos que producía la isla. Una demanda representativa de
los intereses corporativos del patriciado terrateniente era que
se aliviaran los productos de exportación de la pesada carga
fiscal colonial que caía sobre sus hombros:
Que el almojarifazgo se modere a cinco por ciento
por otros diez años para que ayude al Comercio. Y
que el Derecho que se ha impuesto en el azúcar con
tanto gravamen sea a dos y medio por ciento de entrada, como se paga en todos los demás géneros que
contiene el arancel (…) y que la alcabala desta isla se
pague solo lo que ha estado en costumbre de tiempo.
Se trata aquí del primer conjunto de demandas económicocorporativas de los señores de hacienda que hemos encontrado
en el siglo xvii puertorriqueño. Consecuentemente, en 1674,
el cabildo de San Juan formuló el primer conjunto de reivindicaciones económicas de los terratenientes ganaderos y
propietarios de trapiches azucareros y molinos de tabaco. Los
intereses económicos que se entrevén son intereses propios de
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los terratenientes criollos, los que se diferenciaban y enfrentaban a los intereses fiscales de la Corona. Constituyen, por
consiguiente, los primeros esbozos de una identidad propia en
el plano económico.
El cabildo también expresó las aspiraciones de los campesinos y vegueros de tierra adentro cuando comunicó a S. M.:
Asimismo a parecido conveniente representar a V.
Magd. como uno de los frutos que se labran en esta
Isla es el tavaco y este se ha estancado por obra de
(…) los pobres labradores que lo cultivan y no hallan
(quien) se lo compre sino solo el Ariqueño (sic) por
el precio que quiere, lo qual es de grande inconveniente y se les hace mucho daño.
Si bien los señores de hacienda del cabildo se oponían a
que los vegueros se asentaran en las márgenes de sus ríos, el
cabildo se identificó en cierto modo con estos al criticar acerbamente la tributación colonial que los oprimía. La referida
exposición puertorriqueña describió también con tonos sombríos la situación de pobreza prevaleciente en la isla:
...a tanto extremo ha llegado la pobreza de los vecinos
de la ciudad que no ha havido quien haya comprado
de treinta años a esta parte Oficio de Regimiento ni
otros honoríficos del cavildo que están vacíos. Los de
Alférez mayor, Alguacil Mayor, Depositario General,
y siete regimientos (cargos de capitulares) haviendo
quedado este cavildo solo con dos Regidores con que
se conoce vien la cortedad en que se hallan e para
que esto tenga remedio se ha de seguir V. Magd. demandar que de las personas principales desta ciudad
se elijan gobiernen al exigir estos oficios, dándoselos
graciosamente (…)
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La exposición era suscrita por seis regidores y dos alcaldes,
por lo que había más regidores que los reseñados por los capitulares. Debe tenerse en cuenta que, según las ordenanzas del
cabildo de San Juan, los oficios capitulares eran dieciséis y que
solo firmaban ocho. De todos modos, el alegato de que la desaparición de ciertos oficios del cabildo constituía un indicador
de la situación de pobreza de la clase terrateniente debe haber
tenido cierto fundamento para haber sido esgrimido en Madrid.
Por último, el cabildo destacó la rapidez con que se movilizaban las milicias criollas para defenderse de las agresiones
de los extranjeros, lo que evidenciaba el patriotismo de los
criollos, fuesen estos artesanos, trabajadores urbanos o campesinos: «cuando la ocasión lo pide todos acuden con prontitud
a sus obligaciones, por tener esta plaza seña con que a poco
tiempo acuden los que están en el campo o son desta ciudad».
Empero, los regidores argumentaban que el movilizar todo
el tiempo a las milicias, sustrayéndolas de sus trabajos en el
campo y en la ciudad por dos y tres meses —como hacía el
gobernador Arteaga—, contribuía a la situación de estancamiento y penuria económica que vivía la isla.44
En una exposición del cabildo de San Germán se reprodujo
una RO de 1678 en la que se felicitaba a los puertorriqueños
por haber rechazado el ataque de una nave holandesa. En ella
expuso el monarca español que, cuando el enemigo se retiró
a las costas de San Germán a reparar el barco y su tripulación
desembarcó con la finalidad de abastecerse, «Los vecinos de
esa villa la defendieron de manera que le mataron mucha
gente». Por ello, el monarca afirmaba: «os agradezco mucho el
servicio que en esto me hicisteis».45
De acuerdo con el padrón que se levantó en San Juan en
el año 1673, había allí 792 blancos y 637 negros, de los cuales
Ibídem.
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 165, «Carta de la ciudad de
San Germán, 7 de julio de 1678».
44
45
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329 eran esclavos y 308 negros libres. El cabildo de San Juan,
en carta escrita un decenio después (15 de mayo de 1684), ratificó los criterios generalizados existentes sobre el «miserable
estado» en que se hallaba la isla:
por falta de frutos de 16 años a esta parte, así por las
tormentas y perdida de sus árboles de cacao en que
consistía su comercio, como por la falta permanente
de esclavos (…) a cuya causa los ingenios de azúcar
están perdidos y los hatos de ganados de que se ha de
sustentar esta plaza, tan cortas que falta muchas veces
el peso de las carnicerías (…) pues en toda la Isla no
llegan a mil hombres los que pueden tomar las armas
para su defensa.46
En carta a S. M. fechada el 14 de enero de 1686, los regidores boricuas dieron cuenta de nuevo del exiguo tráfico
marítimo con la península y de la necesidad de esclavos.
En los últimos seis años solo había llegado un situado procedente de Nueva España, del cual se apropió el pirata Lorenzillo.47
En la exposición a S. M. de fecha 23 de julio de 1687, el
obispo Francisco de Padilla (1684-1694) se solidarizó con los
capitulares y vecinos de San Juan y se enfrentó a las autoridades. Afirmó: «mucha la pobreza, la tiranía de los gobernadores, el desconsuelo de los vezinos viéndole cada dia en peor
estado y la justa impaciencia de los pocos soldados, que han
quedado, pues su hambre y desnudez no puede ser maior».48
En otra exposición a S. M. (del 2 de febrero de 1688), el obispo reiteró cómo se ocasionaba «la perdición por la pobreza tan
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 165, «Carta de la ciudad de
San Juan a S. M., 15 de mayo de 1684».
47
Catálogo de las cartas y peticiones, San Juan de Puerto Rico, 1968, p. 202.
48
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 173, folios 1061-1065, «Exposición a
S. M. del obispo de Puerto Rico Francisco de Padilla, 23 de julio de 1687».
46
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extrema de el lugar», llegándose al extremo de que los vecinos
de las villas se retiraban «a los campos, donde la desnudez, o por
costumbre o no aver quien la repare, se disimula más».49
4. San Juan vs. San Germán
El gobernador Juan Robles Lorenzana (1678-1683) debió responder a un memorial del cabildo de San Germán. En la exposición que dirigió a S. M. el 8 de marzo de 1683 alegó que nunca
había pretendido usurpar las funciones judiciales de los alcaldes
ordinarios de San Germán, como argumentaban los regidores
de esa jurisdicción. Ante la protesta de los sangermeños, en el
sentido de que se les usaba en la defensa de San Juan cuando
a ellos solo les correspondía defender su localidad, el Gobernador señaló que solo en una ocasión los había movilizado para
defender la plaza de San Juan. Otro cargo de los regidores de
San Germán contra el Gobernador era que no tenían acceso
a los navíos de registro que desembarcaban sus mercancías en
San Juan, que no se les permitía a los navíos de registro llegar a
sus costas. El Gobernador alegó que les avisaba siempre que llegaba un navío a puerto e insistió en que ellos llevaban un tráfico
más intenso con los navíos holandeses, franceses e ingleses que
el de los vecinos de San Juan con las naves españolas. A pesar de
las medidas tomadas contra los rescatadores, Robles Lorenzana
confesó: «no he podido prender a los agresores aunq. se han
hecho las diligencias necesarias».50 Las últimas solicitudes de los
sangermeños eran que se les permitiera vender directamente
el ganado de cerda sin intermediarios y que se les dejara llegar
con atraso a la pesa, pues los caminos se encontraban en malas
condiciones y muy alejados de la ciudad.
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 173, folios 1094-2009, «Expediente
a S. M. del obispo de Puerto Rico Francisco Padilla, 2 de febrero de 1688».
50
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 165, «Exposición a S. M. del
gobernador Juan Robles Lorenzana, 8 de marzo de 1683».
49
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Interrogado sobre la justicia de las peticiones sangermeñas,
el obispo Francisco Padilla (1684-1694) les concedió la razón
en todo (carta a S. M. del 23 de agosto de 1686).51
Los conflictos de los capitulares de San Germán con el gobernador Juan Francisco de Medina se agudizaron cuando
este les impuso la obligación de hacerle llegar el resultado de
las elecciones del cabildo para confirmarlas y darles su aprobación. En carta a S. M. del 22 de enero de 1689, los capitulares
de San Germán expusieron que ellos estaban disconformes
con la Real Cédula que apoyaba al Gobernador en su intento
de someterlos a tutelaje, pues se atenían a «un privilegio tan
antiguo qual era hacer ntras. elecciones capitulares sin dependencia ni obligación de irlas a presentar o confirmar ante los
Gobernadores».52 A pesar de la queja, el patriciado de San Germán llevaría esta espina en el costado por muchos años.
En comunicación del 24 de octubre de 1702, los regidores se
felicitaron por la actuación conciliadora y prudente del gobernador Gabriel Gutiérrez de la Riva (1700-1703) ante los motines
y la sublevación de los naturales de San Germán en 1701. El
origen de la sublevación de los vecinos de San Germán, Mayagüez, Ponce, Hormiguero y Coamo había sido las acusaciones
de «contrabandistas» que habían interpuesto contra ellos las
autoridades. La rebelión había sido encabezada por Sebastián
González de Mirabal (alférez real de San Germán), José Ortiz
de la Renta (alcalde de la villa), Cristóbal de Lugo (capitán
de milicias) y el indio José Ortiz de la Rosa, entre otros. Hubo
enfrentamientos armados, escaramuzas, fugas, persecución
en las montañas de alzados, prisiones y sentencias de muerte.
Ante las dimensiones de la sublevación, el rey optó por limitar
las condenas a un destierro simbólico dentro de la misma isla.53
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 165, «Comunicación a S. M. del
obispo de Puerto Rico Francisco de Padilla, 23 de agosto de 1686».
52
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 165, «Exposición a S. M. del
cabildo de San Germán, 22 de enero de 1689».
53
F. Moscoso, Agricultura y sociedad, San Juan de Puerto Rico, 2001, pp. 119-120.
51
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En las breves noticias aportadas por las cartas y peticiones
del cabildo de San Juan consultadas por José R. Real se advierte como nota predominante del siglo xvii la oposición de
los regidores a los distintos mandatarios, así como el sentimiento de independencia que emanaba de la actuación de
los vecinos, quienes en virtud del escaso tráfico mercantil con
la península defendían sus propios intereses al margen de la
metrópolis.54 Ahora bien, cuando un gobernador se allanaba
a las demandas de los cabildos, todos se unían, lo que constituye una muestra de los sentimientos solidarios existentes
en la clase señorial. Ese fue el caso del gobernador Matías de
Abadía (1731-1743), que mereció la recomendación de los
cabildos de San Juan, Ponce, Coamo, Añasco y San Francisco
de Aguadas, así como del deán y del cabildo eclesiástico, para
que el monarca prorrogase su mandato en la isla. No era la
primera vez en las Antillas que los cabildos criollos se unían
para adoptar una política en común respecto a las autoridades coloniales: veremos que esto mismo sucedió en distintas
ocasiones en La Española.
5. Persecuciones y encarcelamientos de los regidores y alcaldes criollos
Algunos gobernadores no se limitaron a ganar posiciones
en los cabildos, sino que se propusieron de manera sistemática
incriminar a los capitulares atribuyendo propósitos delictivos
a sus actividades.
Un ejemplo de esto se dio en 1702, a raíz del apresamiento de
una balandra holandesa cerca de Mayagüez. De acuerdo con su
tripulación, toda la población de la villa había participado en el
contrabando —como ha destacado el historiador Francisco Scarano, el contrabando era el modo de vida del puertorriqueño.
Era tan criollo como el plátano frito, las monterías y las fiestas
Catálogo de las cartas y peticiones, San Juan de Puerto Rico, 1968, p. 220.
54
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de San Juan Bautista—.55 El gobernador Gutiérrez de la Riva,
que había sido defendido por el cabildo gracias a su actuación
moderada durante la sublevación criolla de Coamo y Ponce,
procedió entonces a multar sin contemplaciones a toda la vecindad, empezando por los capitulares. Poco después condenó
a la horca al albañil Nicolás Fernández Correa bajo la acusación
de traición. La multa impuesta al cabildo de San Germán ascendía a dos mil quinientos pesos. Los regidores y alcaldes interpusieron entonces una demanda ante la Real Audiencia de Santo
Domingo. El 31 de mayo de 1702 los oidores dominicanos dictaron una real provisión que suspendía la multa hasta que se
efectuara una nueva investigación sobre lo que había ocurrido.
Al enterarse el gobernador Gutiérrez de la Riva del fallo de la
Real Audiencia, declaró que los únicos que tenían jurisdicción
sobre sus decisiones en cuanto primer mandatario insular eran
el rey y el Consejo de Indias. Acto seguido, procedió a detener
al alcalde ordinario, al procurador del cabildo y a un regidor de
San Germán, a quienes recluyó en las mazmorras de la fortaleza
de San Juan. A los miembros del cabildo arrestados se les confiscaron los bienes y se les impuso penas pecuniarias.
Informado que otro alcalde ordinario, el alférez real y un
regidor del cabildo de San Germán se habían trasladado a Santo
Domingo para interponer una apelación contra las medidas
que había tomado, Gutiérrez de la Riva se comunicó con el
gobernador de Santo Domingo para pedirle que los apresara,
a lo que el segundo accedió. Como ya había reducido a prisión
a todos los capitulares de San Germán, el Gobernador ordenó
al teniente a guerra de la localidad que se apoderase del archivo del cabildo. La Real Audiencia de Santo Domingo dispuso
entonces que fueran puestos en libertad los regidores y alcaldes arrestados en Santo Domingo y en Puerto Rico, así como
otras personas encarceladas por no haber pagado las multas
impuestas por el Gobernador. Se le ordenó al Gobernador
F. Scarano, Puerto Rico, México, 2000, p. 296.
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que no permitiera que los tenientes a guerra bajo su mando
ejercieran autoridad o jurisdicción sin estar autorizados por
la Audiencia. En actitud de franco desacato, Gutiérrez de la
Riva mantuvo en prisión a los capitulares. La Real Audiencia
de Santo Domingo solicitó entonces al monarca español las
sanciones pertinentes contra el gobernador insubordinado de
Puerto Rico. No tuvo oportunidad el monarca español de dictar sentencia en el controvertido caso, toda vez que Gutiérrez
de la Riva falleció en julio de 1703.56
Durante su primer período gubernativo, Francisco Danio
Granados (1708-1713) impuso varias derramas que fueron denunciadas por los regidores como injustas y carentes de la aprobación general. La primera derrama —ascendente a trece reales plata por cada dueño de hato y estancia en Coamo, Ponce,
Caguas, Loiza, Guaynabo y Cangrejos— fue ordenada en 1713.
Por ello los patricios terratenientes le formularon cargos en su
juicio de residencia, lo que ocasionó que lo condenaran a pagar
cien pesos plata.57 De acuerdo con la historiadora Aída. R. Caro,
la nueva designación de Granados como gobernador, en 1718,
«fue recibida con desagrado por algunos vecinos a quienes Danio Granados había vejado y atropellado cuando ocupara la gobernación de la isla de 1708 a 1713». El gobernador en funciones, Alfonso Bertodano (1716-1720), procedió a designar como
regidores a Francisco de Allende y a Juan Ramos, enemigos de
Granados a los que conjuntamente con los justicias salientes les
correspondía efectuar las elecciones para el cabildo en 1719.
En esas elecciones resultaron electos tres sobrinos de Allende
y otros regidores deudores de la Real Hacienda, con lo que se
formó un cabildo opuesto a la toma de posesión de Granados
como gobernador. Alarmado el vecindario de San Juan ante el
propósito de los conjurados de impedir a Granados el acceso a
A. R. Caro Costas, El cabildo o régimen, San Juan, Puerto Rico, 1965, tomo I,
pp. 101- 104.
57
Aída R. Caro Costas, El juicio de residencia a los gobernadores de Puerto Rico en
el siglo xviii, San Juan de Puerto Rico, 1978, pp. 94-95.
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la gobernación y provocar una confrontación directa con la Corona, varios patricios de tendencia moderada comparecieron
como postulantes a tres cargos de regidores vacantes. El acceso
al cabildo de estos patricios y la elección de nuevos regidores en
1720 cambiaron la composición del consejo municipal a favor
de la tendencia pacifista partidaria de que se reconociera a
Danio Granados como gobernador.
No serían los miembros del cabildo de San Germán los únicos capitulares que cumplirían sentencias gubernativas en los
calabozos de los recintos militares. Una vez que volvió a asumir
la gobernación de la isla, Danio Granados manifestó de nuevo
su animosidad contra los patricios boricuas. El 2 de noviembre
de 1720 instruyó una orden de allanamiento y arresto contra
el alcalde ordinario de San Juan, Francisco Allende. El Gobernador procedió de esa manera basado tan solo en sospechas
de que Allende podría haber estado aliado con el tesorero real
José del Pozo, quien había sido encarcelado por deudas con la
Real Hacienda y por ser un desafecto de la primera autoridad
de la isla. Tras sufrir prisión por varios meses en el castillo de
San Juan, Allende fue confinado a una habitación de su casa
que estaba fuertemente custodiada. Se mantuvo allí hasta que
juró no haber sido depositario de los bienes que se suponía
había sustraído el tesorero real.58
En 1722 se juzgó por delito de contrabando al alcalde ordinario de San Juan, Alonso Dávila, quien efectuaba tratos con
embarcaciones extranjeras por medio de un hermano suyo
que era cura. El gobernador Danio Granados le detuvo, le confiscó todos sus bienes y le encarceló en el Castillo de San Felipe
del Morro. El Gobernador también le condenó a muerte, pero
su ejecución fue aplazada, siendo remitido a la cárcel de la
Casa de Contratación en Cádiz.59 En una de las primeras com A. R. Caro Costas, El cabildo o régimen, San Juan de Puerto Rico, 1965,
tomo I, p. 104.
59
Ibídem, pp. 100-101.
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posiciones poéticas puertorriqueñas se describe al gobierno
tiránico de Francisco Danio Granados con los siguientes tintes:
Gobernador inhumano
Quieres con capa de rey
Ser de todos tirano
Vivir sin Dios ni ley
El nuevo gobernador José Antonio de Mendizábal (17241731) encontró una fuerte oposición del cabildo debido a las
relaciones de «estrecha amistad y notoria parcialidad» que sostenía con el mulato Miguel Henríquez, un zapatero que se había
enriquecido como armador y propietario de hasta 25 embarcaciones dedicadas al corso y el contrabando. A Miguel Henríquez
se le llegó a calcular una fortuna de 300,000 pesos. El obispo
dijo de él que poseía más riquezas que el resto de los habitantes de la isla. Era también dueño de una tienda que vendía las
mercancías apropiadas a los extranjeros y las que entraban en la
isla de contrabando. De acuerdo con López Cantos, el enriquecido corsario fue amigo y cómplice de todos los gobernadores
y cultivó la relación de los obispos. Henríquez se convirtió en el
banquero de la sociedad puertorriqueña, pues concedía préstamos a las figuras más encumbradas de la isla. Al final de la guerra naval contra los ingleses, holandeses y daneses, la Corona le
concedió el título de capitán de mar y guerra, la de armador de
los corsos de Puerto Rico y la Medalla de la Real Efigie.
Los miembros del cabildo no podían ver con buenos ojos a
un mulato que se codeaba con las autoridades coloniales y que
perseguía los contrabandos. De acuerdo con Aída R. Caro, el
gobernador Mendizábal, complaciente con las demandas de
Henríquez, favorecía a las personas afectas de este último y
perseguía a sus rivales, de lo que resultaban «injusticias», «prisiones», «fugas y ultrajes». No pudo el gobernador Mendizábal
defenderse de estos cargos formulados por los patricios del cabildo de San Juan en su juicio de residencia. En los alegatos
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que presentó se advertía su parcialidad a favor de Henríquez; las
propias pruebas que aportó lo incriminaron. De ahí que el juez
de residencia lo sentenciara a pagar doscientos pesos. Otro cargo formulado por los patricios borinqueños contra Mendizábal
fue el de haber amparado la arribada al puerto de Aguada de
una balandra de Miguel Henríquez procedente de Caracas, la
cual traía mercancías de contrabando. En ese sentido, se acusaba al gobernador de haber dilatado el proceso judicial, de prescindir de los oficiales reales competentes para el conocimiento
de la causa y de confiar el examen de los testigos al escribano
Diego de Bastardo, «parcial y paniaguado de Henríquez». No
pudo Mendizábal presentar argumentos que lo exoneraran de
manera convincente y el juez de residencia le condenó de nuevo al pago de cincuenta pesos.
La querella del patriciado criollo con Henríquez no iba a
parar ahí. Las acusaciones que formularon contra él en todas
las instancias del poder colonial finalmente surtieron efecto.
Las intrigas urdidas culminaron en tres procesos: por ocultación de esclavos, por costumbres licenciosas y por comercio
ilícito a la sombra de sus actividades como corsario. En 1735
se le embargaron sus bienes. El intrépido corsario y poderoso
magnate terminó sus días recluido en el convento dominico
de Santo Tomás, donde había solicitado asilo cuando las autoridades se aprestaban a encarcelarlo.
La intolerancia del patriciado criollo blanco con Henríquez
no se limitaba a su condición racial, sino a la fortuna que había
acumulado tan rápidamente. Los patricios no admitían que
el dinero del corso dictara las reglas e impartiera el tono a la
sociedad colonial. El caso del corsario blanco Pedro Vicente
de la Torre —que prosperó capturando navíos ingleses durante «La Guerra del Asiento» (1739-1748)— da cuenta del
desdén que los patricios manifestaban hacia las actividades
del corso alentadas por la Corona y las autoridades coloniales.
La actitud patricia se puso de relieve cuando De la Torre, a
quien la Inquisición de Cartagena había concedido el título
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de Familiar del Santo Oficio, solicitó del cabildo confirmación
de su hidalguía y permiso para usar los símbolos y privilegios
caballerescos que le correspondían. El cabildo se lo negó categóricamente alegando que no había pruebas suficientes de
que él fuera de descendencia legítima.60
La autoridad de los alcaldes había sido reducida considerablemente debido a la injerencia de los tenientes a guerra, subordinados a los gobernadores. Esta situación hizo que el cabildo
de San Germán apelara al rey mediante comunicación del 22 de
septiembre de 1735. En ella expuso que eran tales los «desaires
y vejaciones» que sus miembros habían sufrido del gobernador,
que la única salida era que «este cabildo se desvanezca y que no
haya tal congregación». Los terratenientes locales que dominaban el cabildo preferían la desaparición de este a tener que obedecer las órdenes de un subordinado militar del gobernador.
Pero la situación que atravesaba el cabildo sangermeño no se
debía solo a la acción del gobernador, sino también a las exigencias del cabildo de San Juan, que le había impuesto arbitrariamente las pesas, o sea, las cuotas de ganado con que debían contribuir los señores de hacienda de San Germán a las carnicerías
de la capital. Imaginándose que el monarca no iba acceder a tal
solicitud, le propusieron como alternativa que los gobernadores no interviniesen en «ninguna de las causas que los alcaldes
estuvieran conociendo», y que no se siguieran «inquietando a
los justicias de esta villa, ni a sus regidores, ni haciéndoles pasar
a la ciudad de Puerto Rico…». De acuerdo con Aída R. Caro,
los historiadores no han podido localizar en la documentación
de la época la respuesta del monarca, pero estos conflictos del
cabildo de San Germán con el gobernador son representativos,
en más de un sentido, de los enfrentamientos que tuvieron lugar en el siglo xviii entre las patriciados criollos locales y las
autoridades coloniales españolas.61
F. Scarano, Puerto Rico, México, 2000, pp. 323-324.
Ibídem, pp. 92-93.
60
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A pesar de las frecuentes y productivas incursiones de los corsarios boricuas en las aguas del Caribe, las numerosas tormentas
tropicales, los asaltos de corsarios extranjeros y piratas, el creciente
endeudamiento del patriciado criollo con el fisco y la Iglesia y el
insuficiente abastecimiento de la isla por las naves de la Carrera de
Indias determinaron períodos de hambre en los decenios de 1730
y 1740. El 5 de noviembre de 1735 el procurador del cabildo de
San Juan, José de Castro, elevó una solicitud en la que expresaba:
(...) la grandísima falta y necesidad que se padece de
harinas que cede en perjuicio de los enfermos y lo
más sensible, que en muy breve no habrá para hacer
hostias suplicando se de provisión para que dichas
harinas se vayan a buscar a las islas extranjeras (...)62
El 22 de octubre de 1738 los regidores de San Juan renovaron sus demandas de suministros para la isla por medio de
navíos que viajasen a distintas posesiones extranjeras del Mar
Caribe con el designio de comprar alimentos:
(...) imposible remediar tan imponderables necesidades generales en ricos y pobres por estar ya todos reducidos a un pedazo de carne, cuando la alcanzan, sin
miniestras, verduras, ni otras vituallas con que comerla
de que resulta que los padres abandonen a sus familias, las madres no tienen con que acallar a sus niños,
ni ellas con que sustentarse ni a quien volver los ojos
para el más leve alivio pues el dinero (que no tienen)
no les haze falta por no hallar en que emplearlo: y que
finalmente es preciso morir de hambre sino se solicita
en las islas extranjeras algunas harinas.63
Actas del cabildo de san Juan Bautista de Puerto Rico (1730-1750), San Juan de
Puerto Rico, 1949, pp. 7-8.
63
Ibídem, pp. 143-144.
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La decisión del cabildo de San Germán de invocar dos órdenes reales que databan de 1703 y 1705 —que disponían que
cualquier intervención del gobernador en esa jurisdicción fuera informada previamente al concejo de la villa— dio lugar a
un diferendo en 1766 entre las autoridades de la isla. El conflicto se manifestó cuando el gobernador Marcos de Vergara
(1766) instruyó a Manuel Dávila Ynostrosa para que llevase a
efecto algunas investigaciones en la jurisdicción de San Germán sin comunicarlo previamente al cabildo de la localidad.
Informados los regidores de la presencia de Ynostrosa —que
no se había identificado ante las autoridades locales—, ordenaron su detención. El mandatario insular, a su vez, comisionó
a José Dieppa para que procediera al arresto del cabildo en
pleno y a la liberación de Dávila Ynostrosa. El alcalde ordinario Tomás Quiñones fue el único regidor que pudo escapar a
las detenciones decretadas por el Gobernador, ya que se fugó a
Santo Domingo, donde demandó ante la Audiencia la libertad
de sus colegas. El 27 de octubre de 1767 la Real Audiencia de
Santo Domingo dictó una provisión que ordenaba al gobernador Marcos de Vergara (1766-1767) que pusiera en libertad a
los capitulares, levantara el embargo decretado en contra de
sus bienes y los restituyera a sus oficios en el consistorio local.
No habían transcurrido dos años de esta sentencia cuando la
Real Audiencia de Santo Domingo reconsideró el caso y resolvió que el cabildo había obrado justamente y que en cambio
el gobernador había incurrido en irregularidades. Por último,
declaró libres a los capitulares de todas las acusaciones formuladas por el Gobernador y les recordó los derechos de que
eran acreedores, a fin de que procedieran judicialmente y demandaran indemnización por las costas, perjuicios y prisiones
que habían sufrido.64
Es bueno que se sepa que el frecuente encarcelamiento y
tratamiento de proscritos que se daba a los regidores y alcaldes
F. Scarano, Puerto Rico, México D. F., 2000, pp. 106-107.
64
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de los consistorios puertorriqueños los incitó a construir una
cárcel especial con ciertas comodidades. Este hecho revela
elocuentemente el clima existente en la localidad.
Como se ha dicho, el cabildo de San Germán confrontaba dificultades por la injerencia de los tenientes a guerra en
varios asuntos que eran de competencia exclusiva de los alcaldes ordinarios. Lo que es peor, sus demandas no solían
llegar a la Real Audiencia de Santo Domingo ni al Consejo de
Indias porque el gobernador mantenía una censura estricta
respecto a las comunicaciones escritas dirigidas a destinatarios ubicados fuera de la isla. A lo que habría que agregar
que toda persona que deseara viajar fuera de la colonia debía
tener su autorización.
6. Las medidas borbónicas contra el contrabando y la autonomía de
los cabildos en el siglo xviii puertorriqueño
Las cada vez más intensas contradicciones de los cabildos
con las autoridades coloniales y la creciente importancia que
alcanzaba el contrabando promovido por los capitulares parecieron aconsejar a la Corona sobre la necesidad de tomar
medidas que limitaran su poder en las posesiones antillanas.
El 25 de junio de 1692 se autorizó al gobernador de Puerto
Rico para que nombrara, cuando no se remataren oficios de
regidores por ausencia de postores o licitadores, dos regidores
llanos para el cabildo de San Juan y dos para el de San Germán. Esta facultad fue ejercida por algunos gobernadores en
el período comprendido entre 1700 y 1764, nombrándose así
regidores interinos en defecto de los regidores propietarios.
Los capitulares escogidos de esa manera se distinguieron por
su subordinación al mandatario insular. De hecho, constituyeron un cuerpo ajeno en los cabildos y contribuyeron a crear
divisiones entre los integrantes de la élite criolla. Con posterioridad a 1764, la agudización de los conflictos entre los adeptos
a la autonomía de los cabildos criollos y los partidarios de la
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centralización político-militar de inspiración colbertiana llevó
al Consejo de Indias a tomar una decisión drástica: autorizó a
los gobernadores a nombrar hasta cuatro regidores interinos
cuando hubiera oficios desocupados del cabildo. Ahora bien,
el primer mandatario solo podía cubrir las vacantes cuando los
vecinos de la localidad no se hubieran interesado en adquirir
en subasta los oficios del cabildo. De manera que el ejercicio
de las atribuciones excepcionales concedidas a los primeros
mandatarios estaba supeditado al interés que pudieran tener
los vecinos de la localidad (o sea, los miembros del patriciado
terrateniente) en conservar el dominio de los cabildos: no podía el gobernador diferir la subasta que establecía la ley si los
vecinos deseaban concurrir a ella como licitadores. De ahí que
no entrasen a los cabildos muchos capitulares adictos al poder colonial y que la composición terrateniente criolla de los
mismos no variara substancialmente en el curso del siglo xvii
ni hasta bien entrado el siglo xviii. En este sentido, lo más que
pudieron conseguir las autoridades coloniales fue la inclusión
en los cabildos de algunos seguidores suyos que las mantenían
informadas de las pretensiones y actitudes de los regidores y
alcaldes.
7. La subordinación de los cabildos de tierra adentro a los tenientes
gobernadores
En Puerto Rico el cargo de teniente gobernador no se
crearía sino hasta la década de 1750. En Cuba, en virtud
de la importancia de la isla y de la centralización política y
militar alentada por la monarquía borbónica, el cargo fue
instituido desde la década de 1730. Se suponía que el teniente gobernador usurpase las principales atribuciones de
los cabildos criollos locales, los cuales debían ser presididos
por aquel. La creación del cargo de teniente gobernador y
auditor de la gente de guerra de Puerto Rico data del 5 de
diciembre de 1759.
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La manera en que en Puerto Rico las funciones judiciales de
los alcaldes fueron asumidas por los tenientes gobernadores
fue descrita por fray Íñigo Abbad con las siguientes palabras:
«Todos los pueblos de la isla tienen un juez nombrado por el
Gobernador, con título de Teniente a Guerra, a este pertenece
el Gobierno de su pueblo, según las instrucciones y órdenes
del Gobernador».65
Fray Íñigo, en su Historia de Puerto Rico, describió en un
tono francamente crítico el carácter de estos nuevos mandatarios locales. Pues los tenientes gobernadores resultaron ser
los peores enemigos de las comunidades criollas en las que
supuestamente impartían justicia:
La autoridad y gobierno depositada en un “militar”
padece sus alteraciones, segun la mayor instrucción
y modo de pensar del que gobierna. Todos tienen el
carácter de Capitanes Generales y se inclinan a esta
jurisdicción, más naturalmente que a la política. Acostumbrados a mandar con ardor y a ser obedecidos sin
replica, se detienen poco en las formalidades establecidas para la administración de justicia, tan necesarias
para conservar el derecho de las partes. Este sistema
hace odiosos a algunos, que no conociendo con el interés del gobierno debe ser el bien del pueblo, y que
jamás hará este progreso la industria y en las artes
mientras no tenga confianza y amor al que gobierna.66
8. Exigencias de las autoridades coloniales para que regidores y
alcaldes cumplan con sus obligaciones tributarias
En el decenio de 1760 tuvieron lugar varios incidentes que
evidenciaban la tensión a que se había llegado en las relaciones
F. I. Abbad y La Sierra, Historia geográfica, Río Piedras, 1975, p. 166.
Ibídem, p. 168.
65
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entre el patriciado y las autoridades españolas. El 4 de junio de
1768 los vecinos de San Juan, apoyándose en el artículo 49 del
Regimiento de Milicias de Cuba y Puerto Rico, alegaron que
los naturales del país que desempeñaban cargos de oficiales de
milicias no tenían la obligación de ejercer cargos honoríficos
en la administración. Con ello se negaban a alternar con los
funcionarios coloniales.67
En esas circunstancias, las autoridades tomaron algunas medidas que abrieron aún más la brecha existente entre ellos y
el patriciado criollo. De acuerdo con las Leyes de Indias, los
candidatos a formar parte del cabildo debían acreditar que
cumplían sus obligaciones con el fisco español. Las leyes eran
claras al respecto: prohibían que cualquier persona,
(...) de cualquier estado o condición, que sea deudor
a nuestra Real Hacienda, en poca o mucha cantidad,
pueda ser ni sea elegido por alcalde ordinario de
ninguna de las ciudades, villas o lugares de Indias, ni
tener voto en las elecciones.
Los transgresores no solo serían sancionados con la pérdida de los oficios del cabildo, sino que serían expulsados
a veinte leguas de la ciudad o pueblo en el que hubieran
sido electos como capitulares. Ahora bien, en los cabildos de
Puerto Rico, Santo Domingo y Cuba se había observado la
costumbre de efectuar las elecciones de los capitulares sin requerir —ni a los electores y ni a los elegidos— la acreditación
de no ser deudores de la Real Hacienda. Si se hubiera cumplido al pie de la letra ese mandato, los cabildos antillanos se
hubieran disuelto.
Usando como pretexto el que los cabildos no se atenían al
mandato de que los aspirantes a integrarlos documentaran no
Catálogo de las cartas y peticiones, San Juan de Puerto Rico, 1968, p. 246.
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ser deudores del erario, las autoridades españolas tomaron
medidas contra los cabildos de San Juan y San Germán. Contra esta práctica de los cabildos de pasar por alto el que los
regidores y alcaldes estuviesen en regla con la Real Hacienda
se pronunciaron enérgicamente dos funcionarios reales en
Puerto Rico: el juez de residencia Marcos José de Rivas y el
teniente de gobernador Francisco Rafael de Monserrate. Ellos
dispusieron de medidas de contención e intimidación contra
los miembros de los cabildos, primeros en evadir el pago de los
tributos. El propósito de esas medidas era amenazar ante todo
a la clase terrateniente, la que se rehusaba en su conjunto a
liquidar sus deudas con el fisco. En 1778 el juez de residencia
De Rivas ordenó que se exigiese de los electores y los elegidos la presentación de un certificado de la Real Hacienda en
que se hiciera constar que no eran deudores. Aparentemente
esta orden fue desobedecida, porque en 1780 el teniente gobernador Monserrate denunció al Consejo de Indias que en
el cabildo de San Juan no se requería la aludida certificación
y que por tanto todas las elecciones que tenían lugar en él
ostentaban un carácter fraudulento. De ahí que plantease la
conveniencia de que los votos fueran registrados en la misma
acta (de modo que se señalara el nombre de la persona por la
cual había votado el elector) y que una certificación de dicha
acta se enviara al gobernador. De esa forma se podría advertir
«alguna confederación perjudicial, entre unos y otros eligentes
y elegidos por razón de conexiones, parentescos u otros respectos que deben enmendarse por el superior». Se trataba,
pues, de una injerencia abierta del Estado en el régimen autonómico de los cabildos, con miras a controlar rígidamente
las elecciones capitulares y anular el carácter secreto del voto.
Sin embargo, los cargos formulados contra los capitulares
puertorriqueños no se tradujeron en disposiciones de obligatorio cumplimiento para estos. El acatamiento de medidas
de esa índole suponía que los cabildos fueran intervenidos
por los tenientes gobernadores a los efectos de exigir la pre-
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sentación de los certificados de buena conducta tributaria
y el consecuente desmantelamiento de los ayuntamientos,
toda vez que no había un solo regidor o alcalde que pudiera demostrar fehacientemente que no era deudor del tesoro
público. El gobernador José Dufresne (1776-1783) y el Consejo de Indias se abstuvieron de llevar hasta las últimas consecuencias las intimidaciones del juez de residencia De Rivas
y del teniente gobernador Monserrate, pues su realización
implicaba transgredir un límite más allá del cual se podía
desencadenar una lucha irreconciliable con las sociedades
criollas de las Antillas. Fue por eso que el gobernador Dufresne confirmó la validez de las elecciones impugnadas por
su teniente gobernador, en tanto que el Consejo de Indias
declaró únicamente nulas las elecciones de los alcaldes ordinarios, legitimando, en cambio, el proceso electoral en su
conjunto.
No obstante, Dufresne procedió de modo prejuiciado y
arbitrario en todos los casos en que juzgó a los vecinos de
San Juan. Contrario a la imparcialidad con que debía presidir las causas judiciales bajo su jurisdicción, el Gobernador
procedía, de acuerdo con los testigos, con «pasión, odio y
precipitación». Fue por eso que el juez de residencia declaró
que Dufresne había dictado fallos ilegales en cuatro casos de
vecinos juzgados por él.
Si la justicia que impartían los gobernadores en las causas
en que eran procesados los vecinos no era siempre la más deseable, sus interferencias en las elecciones municipales se caracterizaban, por otra parte, por la arbitrariedad. Como bien
destacara la historiadora puertorriqueña Aída R. Caro Costas,
Si se hubiera observado con rigurosidad durante la
primera mitad del siglo que estudiamos (siglo xviii),
muy pocas veces los cabildos hubiesen podido celebrar elecciones a la vez que en contadas ocasiones
hubiese sido posible cubrir los oficios de justicia y
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regimiento, ya que apenas había vecinos libres de
deudas con la Real Hacienda.68
Otros requisitos que debían satisfacer los electores del cabildo
antes de la votación (como el pago de la media anata y el depósito
de una fianza) fueron eludidos, incumpliéndose así también una
antigua disposición real de carácter obligatorio promulgada el 15
de diciembre de 1573. El subterfugio que usaron para incumplir
las disposiciones legales mencionadas fue alegar la extrema pobreza en que vivían. Claro está, semejante pretexto fue considerado ridículo en la época, dada la irrisoria suma de dinero que comportaba el cumplimiento de esas obligaciones. Pese a ello, tanto
en este como en los anteriores casos los capitulares del cabildo de
San Juan se salieron con la suya y no observaron las disposiciones
superiores de las autoridades coloniales.69
9. Medidas defensivas del cabildo de San Juan vs. la disgregación y
la dispersión que implicaba la regatonería
De la misma manera que los capitulares de los cabildos
puertorriqueños se mostraban displicentes en el cumplimiento de las disposiciones de las autoridades coloniales, se revelaban celosos en la defensa de sus prerrogativas señoriales de
criollos viejos frente a los comerciantes españoles y a los demás
inmigrantes de la península recién llegados a la isla.
Da idea del carácter represivo de las medidas que sancionaban la regatonería y las actividades lucrativas de los comerciantes la disposición del cabildo de San Juan —inspirada en las Leyes de Indias— que autorizaba al regidor diputado del cabildo
a imponer penas de 200 azotes y una multa de 100 reales plata
a los comerciantes que usaran pesas falsas.70 Este tipo de penas
A. R. Caro Costas, El cabildo o régimen, San Juan de Puerto Rico, 1965, t. I,
pp. 16-17.
69
Ibídem, p. 34.
70
Ibídem, p. 113.
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se aplicaba a los negros y a los esclavos, y que sepamos, excepcionalmente a los blancos. Así, la institución capitular de San
Juan y su procurador general se opusieron obstinadamente a
que el peninsular Antonio de Córdova tomara posesión como
regidor bajo el alegato de que este había detentado el abasto
de sal de la ciudad y había practicado la regatonería. Córdova
había comprado su oficio en una subasta, pero, de acuerdo
con los regidores y alcaldes criollos, no podía acceder a ese
oficio porque violaba los preceptos de las Leyes de Indias,
que disponían que ningún regatón, traficante o mercader
podía ser capitular. No obstante, como Córdova no ejercía la
regatonería ni disfrutaba del monopolio de la venta de sal a
la ciudad en el momento en que remató el cargo del cabildo
sanjuaneño, los capitulares se sintieron obligados —después
de entablar un prolongado pleito— a darse por vencidos ante
la Real Orden del 17 de diciembre de 1770, disposición que
reconocía el derecho del antiguo comerciante español al uso y
posesión del oficio de regidor.
Tres años después el cabildo se opondría en los mismos términos al designio del gobernador Miguel de Muesas de subastar los oficios vacantes del cabildo de la capital a tres comerciantes españoles radicados en la ciudad: Nicolás Antonio de
los Ríos, Ventura Castelló y Raimundo Martínez. De acuerdo
a la carta que dirigieron los capitulares criollos al Gobernador, los postores en la subasta convocada por este no podían
optar por los oficios disponibles, ya que eran forasteros y en los
libros capitulares no se hallaba ninguna información genealógica que acreditase su nobleza o idoneidad, además de que
tampoco había documentación alguna que permitiera conocer la buena o mala conducta pasada de los mismos. Para los
capitulares, los peninsulares eran tan forasteros como podían
ser los ingleses, franceses y portugueses radicados en la isla.
No contento con la respuesta de los regidores y alcaldes, el Gobernador los instó a que le dieran por escrito y bajo juramento sus puntos de vista. Los licitadores llegaron a conocer las
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opiniones de los capitulares sobre ellos por trasmano, lo que
dio lugar a una controversia con los patricios de la localidad
en la que abundaron las injurias y las amenazas. Ante situación
tan complicada, el Gobernador consultó a la Real Audiencia
de Santo Domingo, la que el 7 de abril de 1775, tras dos años
de deliberaciones, dictaminó que de acuerdo con las Leyes de
Indias las personas a las que se adjudicaren oficios «debían ser
hábiles y suficientes, para el ejercicio de los mismos», pero no
especificó si los comerciantes españoles podían o no ser miembros del cabildo. Cuando llegó esta provisión, los licitadores ya
habían desistido de sus propósitos, al parecer a causa de la violenta disputa que habían sostenido con los capitulares puertorriqueños, por lo que el Gobernador procedió a rematar los
oficios entre los vecinos criollos del patio. Debe tenerse en
cuenta que, en la primera mitad del siglo xviii, los capitulares
del cabildo de San Juan no eran elegidos, sino que rivalizaban
en una subasta a los efectos de comprar el oficio que aspiraban
desempeñar o bien eran designados por la primera autoridad
en el caso de que la subasta se declarase desierta.71
10.La defensa de la integridad étnica y social del cabildo criollo
La voluntad de los capitulares puertorriqueños de no permitir que las autoridades controlaran los cabildos se expresó una
vez más cuando el gobernador Isidro Linares (1793) designó
siete regidores interinos para cubrir las vacantes en el concejo
de San Juan (21 de enero de 1793). Ante la situación de facto
creada por la medida ilegal del mandatario, los capitulares se
negaron a que los designados tomaran posesión de sus cargos
aduciendo que cuatro de ellos eran oficiales del regimiento
fijo de la plaza, circunstancia que los inhabilitaba para ejercer
obligaciones como capitulares. Ahora bien, el argumento central de los miembros del cabildo era que el gobernante había
Ibídem, p. 59.
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suspendido la subasta de los oficios vacíos, impidiendo con ello
que los vecinos, miembros del patriciado criollo, se presentaran como licitadores de los oficios. Asimismo, en la sesión del
cabildo del 19 de agosto de 1793, se discutió la pretensión del
Gobernador «de destituir a tres personalidades de este Ayuntamiento por considerarlas sediciosas y complotadas». Los capitulares criollos destacaron también en sus deliberaciones que
las autoridades españolas los acusaban de haber «concurrido
a las sediciones y complot que se afirma haber en el pueblo».
Por consiguiente, eran del criterio de que «este Ilustre Ayuntamiento puede usar de los recursos que estime convenientes
para lograr la satisfacción condigna a los agravios que se le
hacen». De ahí que consideraran que dicha institución debía
elevar un escrito al soberano en el que le expusiera:
(...) el ardiente deseo que tiene de la serenidad de
todos los ánimos de este país, especialmente en las
críticas actuales circunstancias, para que S.M. de fin a
unas discordias que por si no hacen otras consecuencias que la inquietud de los ánimos, la perturbación
de la paz, el descreimiento público y la inacción de
los negocios.72
Las páginas trasuntadas de las actas capitulares referidas al
conflicto que tuvo lugar entre los regidores y el Gobernador
por motivo de los cargos de complotados y sediciosos que el
segundo formulara contra los primeros dan a entender que las
disputas de los órganos del poder trascendían a la población y
que esta tomaba partido a favor del cabildo.
Otra disposición (también emanada de las Leyes de Indias)
que estaba orientada a menoscabar el poder del patriciado caribeño y a impedir que los oficios municipales quedasen en
Actas del cabildo de San Juan Bautista de Puerto Rico, San Juan de Puerto
Rico, 1967, p. 57.
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manos de las familias criollas prohibía el que en las elecciones
municipales padres votaran por hijos, hijos por padres, hermanos
por hermanos, suegros por yernos, yernos por suegros, cuñados por
cuñados, y concuñados por concuñados. En sentido parecido iba
orientada la ley que prohibía la reelección y que establecía
que debían transcurrir dos años antes de que una persona que
hubiera desempeñado un cargo del cabildo pudiera volver a
ser electa para el mismo cargo.
Fue sin embargo, la práctica de votar parientes por
parientes, así como la repetida elección de los mismos oficiales lo que por algún tiempo dio la nota tónica a las elecciones concejiles de S. Juan durante la
primera mitad del siglo (xviii).73
11.Conflictos entre los cabildos de las ciudades-puerto y los de tierra
adentro
Si bien las medidas coloniales tendentes a resquebrajar la
unidad entre las oligarquías locales no lograron sus propósitos,
la obligación de la pesa impuesta por los cabildos de las principales ciudades-puerto a los señores de hacienda vecinos de
pueblos contiguos propició divisiones acentuadas en el seno
de la clase terrateniente. Los señores de hacienda boricuas
tenían desde el siglo xvii la obligación de abastecer de carne
a la capital. De hecho, el abasto fue una fuente de fricciones
entre los cabildos de tierra adentro y el de la capital. Fernando
Picó señala que durante el siglo xviii, para el lejano Utuado,
«la obligación de abastecer de carne a la plaza de San Juan
parece haber constituido la mayor fuente de fricción con las
autoridades superiores». El diputado a cortes puertorriqueño
Ramón Power llamó la obligación de la pesa «un yugo insoportable». En tanto que el funcionario ilustrado español
A. R. Caro Costas, El cabildo o régimen, San Juan de Puerto Rico, 1965, t. I, p. 26.
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Alejandro Ramírez, intendente de Hacienda en Puerto Rico,
lo consideraba «el más violento y odioso que ha podido producir la ignorancia y el despotismo».
El hecho es que las divisiones regionales entre los patriciados locales constituyeron durante un largo período de tiempo
una rémora a la unidad de la clase terrateniente frente a las
autoridades coloniales. Las diferencias regionales obstaculizaron la formación de una concepción de patria que fuera más
allá de las nociones precisas de patria local propias de los patriciados locales.
A principios del siglo xviii, con la dinastía borbónica, inicia
la centralización política, administrativa y militar de las Antillas
Mayores. El nuevo rey borbón inauguró una política colonial
tendente a reforzar los vínculos de dependencia de las posesiones españolas en el Nuevo Mundo. El nuevo modelo de dominio
estaba inspirado en las concepciones políticas y económicas del
monarca francés Luis XIV y de su ministro Juan Bautista Colbert.
Las concepciones de los borbones implicaban un mayor control
y concentración de la política colonial con miras a robustecer el
poder absoluto de los reyes y lograr la estrecha dependencia de
las posesiones ultramarinas. Ya no se trataba tan solo de que los
súbditos del Nuevo Mundo acatasen las leyes, sino también de
que las cumplieran. En ese orden de cosas, un primer objetivo
de la nueva política era la represión del comercio ilícito. Pero
también debían estrecharse los vínculos de dominio político,
militar, comercial y administrativo con las colonias. Se trataba
de depurar, como ha destacado Brading, «el gobierno colonial,
en especial las audiencias y dependencias fiscales, de la influencia de las elites coloniales, reemplazándolas con los más confiables oficiales reales nacidos en España»�. De esa manera se
pasaron a tomar medidas rigurosas contra la autonomía local
de los cabildos en cuanto órganos de poder político. De manera
análoga, se debía reemplazar el poder político, militar y judicial
de los criollos por el de los lugartenientes peninsulares de los
capitanes generales, en tanto que el fuero militar colocaba a las
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milicias criollas blancas, pardas y morenas bajo el mando de las
autoridades coloniales. Ahora bien, aunque la oficialidad española conservó el mando, hubo una importante promoción de
oficiales criollos en La Habana. En 1779, nos dice Kuethe, los
criollos alcanzaron una mayoría en el regimiento fijo de infantería, si bien los españoles seguían detentando los cargos más
altos.74 Pero hay que señalar que esa concentración y prorrateo
del poder militar solo tenía lugar en La Habana, ciudad en la
que el patriciado criollo, por una parte, y los mercaderes y funcionarios peninsulares, por otra, tendían a fusionarse.
El objetivo final de la centralización administrativa y militar
era crear un mercado periférico para la producción agrícola
e industrial de la metrópolis, así como propiciar un desarrollo
de la producción mercantil de las colonias cuyo destino fuese
el mercado americano y el de la península.
12.La potestad de los cabildos de repartir las tierras y el poder
constitutivo de la oligarquía edilicia
Uno de los golpes más severos de la política centralizadora de la monarquía en las posesiones españolas de América
fue la prohibición a los cabildos, por Real Cédula del 6 de
septiembre de 1739, de distribuir tierras. Como señala Ots y
Capdequí, algunos cabildos americanos siguieron otorgando
mercedes a lo largo del siglo xviii. Ante aquella disposición,
el concejo de la ciudad de San Juan se propuso legitimar su
política distributiva de tierras fundamentándola en antiguas
ordenanzas municipales que habían obtenido la sanción real
desde 1712. En ese ordenamiento se establecía que por cada
caballería de tierras que el cabildo concediese debían pagársele dos ducados. Provisto de esa confirmación real, el cabildo se
enfrentó al gobernador, única autoridad a la que le había sido
concedida expresamente la facultad de repartir tierras.
Allan J. Kuethe, Cuba, 1753-1815: Crown, Military and Society, Knoxville,
1986, p. 126.
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El primer conflicto sonado sobre la facultad de distribuir
tierras tuvo efecto en 1751, cuando el municipio de San Juan
impugnó el derecho que se atribuyó el gobernador en ese
sentido. En las actas del cabildo sanjuaneño se encuentran las
primeras objeciones de los regidores contra las reparticiones
de tierra llevadas a cabo por el gobernador Esteban Bravo
de Rivero (1751-1753) en la ribera de Manatí y en el hato de
Airbonito. Ellos alegaron que solo al cabildo le correspondía
hacer mercedes de tierra. Dados los numerosos conflictos y los
antecedentes de intransigencia gubernamental, resulta asombrosa la forma en que el Gobernador desistió de sus propósitos
y admitió la potestad de los capitulares para adjudicar las tierras. La decisión del Gobernador fue tomada a contrapelo del
hecho de que, en virtud de R. C. del 6 de septiembre de 1751,
el oidor y juez de residencia había comunicado al cabildo que
no tenía facultad de mercedar tierras. En realidad, la Real Célula del 6 de septiembre de 1739 había derogado 12 años antes
la facultad de mercedar tierras que detentaban los cabildos
puertorriqueños. A los efectos de legalizar o refrendar definitivamente la situación creada, los capitulares elevaron una
exposición al Consejo de Indias el 7 de octubre de 1752, la que
tenía por finalidad el que el monarca se sirviera «conceder
al cabildo las mercedes de tierras que antes tenía, conforme
al capítulo de ordenanzas municipales que se hallan con su
Real aprobación». Meses después, sin que se hubiera recibido
respuesta del monarca, el cabildo procedió a repartir tierras
en el hato de Airbonito alegando lo siguiente: «por cuanto
las comprendidas tierras no son comprendidas en esta prohibición, en atención a que de ellas, de inmemorial tiempo, ha
hecho S. M. merced a dichos vecinos para la cría de ganados».
De ese modo el cabildo de San Juan mercedó tierras el 17 de
abril de 1754, el 8 de marzo de 1755 y el 25 de junio del propio
año, sin preocuparse de cuál pudiera ser el laudo del Consejo
de Indias, del monarca o de las autoridades coloniales ante su
actitud de franco desacato.
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Las tensiones entre el gobernador y el cabildo se agudizaron
cuando el 1 de enero de 1757 aquel designó como regidores al
teniente y capitán a guerra Vicente Ramos y al capitán Tomás
Pizarro. No le había bastado al mandatario peninsular designar
a sus ayudantes militares como tenientes y capitanes a guerra
—apropiándose de muchas de las funciones de los cabildos locales—: ahora los investía como regidores. El decreto de 1758
provocó la oposición del cabildo de San Germán, órgano de
los más ricos y poderosos ganaderos de la isla. De acuerdo con
Salvador Brau, «La protesta contra el mandamiento regio fue
general». Los cabildos de San Germán y San Juan encabezaron
las protestas contra las medidas.75
La política centralizadora de los Borbones se propuso subordinar los cabildos de tierra adentro de las Antillas Mayores a la
tutela militar de los tenientes gobernadores (en ocasiones llamados erróneamente tenientes y capitanes a guerra), que estaban
a su vez supeditados a los capitanes generales. Ya desde 1731 se
había designado en Puerto Rico, específicamente en Boca de
Loysa, al capitán a guerra Diego Velasco, pero este al parecer
tenía funciones subordinadas al cabildo. En las actas del cabildo
de San Juan del 17 de octubre de 1733 hay una referencia al
capitán a guerra Clemente Dávila, pero este era un regidor, por
lo que no parece haber cumplido misiones de fiscalización o
mando sobre el cabildo. Al parecer, el cargo de capitán a guerra
tenía más bien un carácter estrictamente militar, no implicando
funciones de dominio o control político sobre el cabildo, como
sí tendrían después los tenientes gobernadores. En la sesión del
cabildo de San Juan del 24 de diciembre de 1736 aparecerá una
referencia a las mercedes de tierra que habían concedido los
capitulares y al deber que tenían los individuos beneficiados de
no vender las tierras y de ponerlas en producción en el término
de seis meses. A esos efectos, el cabildo dispuso lo siguiente:
Actas del Cabildo de San Juan Bautista de Puerto Rico (1751-1760), San Juan
de Puerto Rico, 1930, pp. 2, 7, 17, 44, 68, 70, 92, 133-135.
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por cuanto los Tenientes y Capitanes a Guerra…
gozan… de las comisiones que este Cabildo les confirieren y otorgan ante ellos en sus partidos… todas
las ventas, traspasos… no hagan, ni consientan hacer
dichas ventas de tierras, hatos, ni criaderos baldíos…
En otras palabras, los tenientes y capitanes a guerra se encontraban supeditados a las disposiciones del cabildo y era parte
de sus funciones impedir que los beneficiados por las mercedes
contraviniesen las medidas capitulares. Estos capitanes tendrían
funciones distintas a las de los tenientes gobernadores. En Puerto Rico el cargo de teniente gobernador no se crearía sino hasta
la década de 1750. En Cuba se suponía que el teniente gobernador usurpase algunas funciones de los cabildos locales, los
cuales debían ser presididos por aquel. La creación del cargo
de teniente gobernador y auditor de guerra de Puerto Rico data
del 5 de diciembre de 1759, pero solo fue el 27 de julio de 1761
cuando se nombró a Fernando Cuadrado como primer teniente gobernador. Este asumiría el cargo el 28 julio de 1763.76
13.Las cuentas no saldadas del todo en los juicios de residencia entre
el patriciado criollo y las autoridades coloniales
Los juicios de residencia constituían la oportunidad más
propicia para que los capitulares formulasen sus críticas y
censuras contra la gestión gubernativa de la primera autoridad de las islas. Desde luego, sus críticas eran escuchadas después que el mal estaba hecho y con frecuencia no
se atendían las cuestiones medulares de sus alegatos. No
significa esto que el Consejo de Indias y el monarca español no atendiesen las protestas de los cabildos contra los
gobernadores, pero sí hay que destacar que, por lo general,
el gobernador no encontraba obstáculos para el ejercicio
A. R. Caro Costas, El cabildo o régimen, 1965, t. I, p. 67; y Actas del cabildo,
San Juan de Puerto Rico, 1949, pp. 11, 40-41 y 43-48.
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de un poder despótico y desarreglado durante su mandato.
Un ejemplo de cómo procedían los jueces de residencia lo
constituye el hecho de que ninguno de los seis gobernadores
acusados de prácticas o de tolerancia para con el comercio
ilícito en el Puerto Rico del siglo xviii fue encontrado culpable,
y ello aún cuando se acumularon abrumadoras evidencias de
culpabilidad contra algunos de ellos. En ese mismo siglo los
gobernadores fueron declarados «Buenos, leales y rectos ministros». Ahora bien, al parecer no todos eran funcionarios tan
ejemplares: uno de los agraciados con esos honores, Francisco
Danio Granados, fue multado por el juez de residencia con
el pago de 10,353 pesos con 4 reales debido a ilegalidades en
el desempeño de sus funciones. El solo hecho de que un gobernador pudiera ser sancionado por infracciones y desatinos
justificaba la existencia de la institución judicial referida.77
A. R. Caro Costas, El juicio de residencia, San Juan, Puerto Rico, 1978,
pp. 86-94 y 193-194.
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Capítulo VII
Santo Domingo:
una identidad forjada contra propios y
extraños
1. El derecho a repartir las tierras en Santo Domingo
La primera gran controversia entre el cabildo de Santo
Domingo y la Real Audiencia versó sobre la facultad de mercedar tierras. Esa potestad le había sido conferida originalmente
a Cristóbal Colón a fin de que pudiera beneficiar con ella a sus
acompañantes. Y lo mismo pasó con Nicolás de Ovando (15011508), a quien se le otorgó dicha facultad en 1501. Ahora bien,
en carta a S. M. del 25 de septiembre de 1532, el cabildo dejó
asentado que desde el inicio de la colonización de la isla «el regimiento y cabildo de cada pueblo ha tenido cargo de dar y repartir las aguas y tierras y solares a los vecinos… lo cual todo se
ha hecho en nombre de Vuestra Majestad…». Esa facultad había sido exclusividad de los cabildos dominicanos hasta 1530,
fecha en la que el monarca la transfirió al obispo Sebastián
Ramírez. De acuerdo con el relato de los capitulares, «…ahora
que el dicho vuestro obispo pasó a la Nueva España los oidores
de esta su Real Audiencia se entremeten a proveer de las dichas
aguas y tierras y solares…». A juicio de los regidores y alcaldes
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criollos, las principales dificultades que se presentaban a ese
propósito eran: 1)la falta de recursos y arbitrios a disposición
de la Real Audiencia para efectuar repartos de tierra a veinte,
treinta y cuarenta leguas de la ciudad de Santo Domingo, lugar donde se asentaba; 2) los miembros de la Real Audiencia
de Santo Domingo no poseían conocimientos del rango ni
de la jerarquía social de los vecinos que solicitaban tierras en
las distintas comunidades de la isla —nociones que solo tenían
los cabildos en sus jurisdicciones respectivas—, lo que impedía
que los oidores se encontraran en condiciones de mercedar
tierras; 3) los oidores o empleados de la Audiencia a los que
se les encomendaba efectuar las mercedes de haciendas no
tenían conocimientos de la topografía del terreno afectado
por las mercedes o entregas de tierras; y 4) que los libros de
registros de las tierras que se habían mercedado se encontraban en los cabildos de las distintas ciudades y villas, lo que
impedía que la Audiencia pudiera acertar en la entrega de tierras
sin perjudicar a terceros previamente beneficiados por mercedes.
Aparentemente la solicitud del cabildo de Santo Domingo
no fue atendida por el Consejo de Indias ni por el monarca.
Así, por Real Cédula de 1558, Felipe II concedió a la Real
Audiencia de La Española la facultad de dar mercedes de
hasta mil fanegas de tierras baldías a quienes desearan venir
a la isla a realizar labranzas, siempre que las pusieran en producción en seis años. Por Real Cédula del 15 de octubre de
1558 se autorizó también al gobernador a distribuir solares y
tierras en las poblaciones y en los campos. Como se ve, no se
tuvieron en cuenta los argumentos que desde el año 1532 había manifestado el cabildo de Santo Domingo en relación a
los innumerables inconvenientes que representaba transferir
a la Real Audiencia y al gobernador la autoridad de mercedar
tierras.1
1
G. Rodríguez Morel, Cartas del Cabildo, Santo Domingo, 1999, pp. 92-93 y
101-102; W. Vega, Historia, Santo Domingo, 1981, pp. 102 y 62.
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Otra Real Cédula de 1591, llamada Ley de Amparos Reales o
«Real Cédula sobre restitución de las tierras que se poseen sin
justos y verdaderos títulos», establecía que el primer mandatario insular debía poner en ejecución un procedimiento para la
revisión de los títulos, debiendo determinar cuándo un terrateniente ocupaba más tierras de las que le correspondían. En caso
de que esta situación se presentase, le podía ser reconocido al
terrateniente en cuestión el derecho a las tierras siempre que
pagara al fisco una moderada composición. Esta última medida
fue confirmada por el gobernador en 1631, al disponer que en
caso de que un terrateniente ocupara más tierras de las que por
merced u otro título le correspondían, se le pudiera reconocer
el derecho a ellas mediante el pago de una composición. Por
último, en virtud de una Real Cédula de 1754, la Corona declaró que estaba dispuesta a reconocer los títulos anteriores al
año de 1700, siempre que los poseedores exhibieran los títulos
por los que se les otorgó la posesión de las tierras y que estas se
encontraran en producción. Para las tierras adquiridas después
de 1700, y en cuanto a las ocupaciones de tierras no acreditadas
mediante títulos, se dispuso que la Real Audiencia estudiara tales casos y concediera la propiedad cuando se tuviera derecho
a ella, siempre que se pagaran los tributos correspondientes. Si
la Real Audiencia no reconocía el derecho de los poseedores de
esas tierras, debía despojar a los ocupantes de las mismas.
Si bien todas las evidencias indican que a la primera autoridad y a la Real Audiencia les correspondió la facultad de mercedar las tierras durante la mayor parte del siglo xvi y en el siglo
xvii, al cabildo de Santo Domingo le incumbió representar los
intereses de los señores de hacienda y de los estancieros frente
a los intentos de la Corona de revocarles el derecho a la posesión de la tierra que les había sido concedida. De esta suerte, el
9 de septiembre de 1767 el alcalde ordinario Thomas de Leos
y Echales y el regidor perpetuo Joseph Guridi elevaron, en representación del cabildo de Santo Domingo, una exposición
ante el fiscal Joseph Pablo de Agüero en la que se oponían a la
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Real Cédula de 1754 que ordenaba a los poseedores de tierras
la exhibición de los títulos que tuvieran o a que de lo contrario se atuvieran a un proceso de composición de tierras (o
sea, se les confería la posibilidad de comprarlas para hacerse
propietarios de ella). Una vez que De Agüero declaró que no
había lugar a la solicitud del cabildo de suspender el bando,
los capitulares elevaron —el 16 de septiembre de 1767— una
segunda instancia en la que exponían que el cabildo, justicia
y regimiento disfrutaba del honor «de ser cabeza de la República», por lo que debía «sacar por ella la cara, pidiendo
e instando sobre la suspensión de la venta y composición de
realengos». De acuerdo con los capitulares, el referido bando
ponía en peligro la posesión de las tierras que se detentaban
legítimamente. Pues si se ponía en ejecución la Real Célula de
1754, se perderían todas las tierras que poseyeron los primeros pobladores de la isla, toda vez que era imposible mostrar
los títulos de aquellas o de las posesiones que se habían ido
traspasando de unas manos a otras desde entonces. Las agresiones de Drake, las amenazas de Cromwell de invadir Santo
Domingo, los terremotos y huracanes, la humedad ambiente
y la polilla habían provocado la pérdida de la gran mayoría de
los títulos de posesión de las tierras. El cabildo era de la opinión de que ya no quedaban tierras realengas que necesitaran
de composición porque ya toda había sido repartida.2
En la exposición del 12 de octubre de 1767 el cabildo
de Santo Domingo respondió a los argumentos del juez de
tierras realengas Ruperto Vicente de Luyando relativos a los
gastos o costos de las tramitaciones legales para demostrar
la posesión del título de las tierras. Alegó el cabildo que la
composición de las tierras por persona ascendería a unos
cincuenta pesos, lo que equivaldría a un total de cien mil
pesos. Así, luego de los ciclones de 1766 y 1767, los gastos
por concepto de trámites legales y de composición de las
2
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 978.
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tierras terminarían por significar la ruina de los hateros y
estancieros. De Luyando, representante de los intereses de
la Real Audiencia, no podía reconocer los argumentos de
los capitulares ni las súplicas de que cambiara su criterio
y se declarara incapaz de juzgar o conocer el caso a fin de
someterlo a la consideración del rey.3 El 16 de septiembre
de 1771 el cabildo de Santo Domingo recibió una RC del 17
de abril de ese mismo año que moderaba la real instrucción
sobre realengos de 1754. En carta del mismo 16 de septiembre el cabildo agradeció al rey
(...) concederle a los moradores de esta Ysla la merced de que con solo treinta años de posesión pudiesen hacer suyos los terrenos, que han ocupado sin el
riesgo de declarárseles por realengos o pertenecientes al real erario, moderando con esa providencia
los capítulos Tercero y cuarto de la Real Instrucción
expedida anteriormente sobre este particular.4
El argumento principal había sido que la pobreza de la
colonia estaba asociada a la de los regidores y patricios dominicanos, los cuales, en cuanto «Hazendados», «estaban
cargados de tributos y empeños». Una información del mes
de septiembre de 1767, basada en la declaración de los principales patricios de la ciudad de Santo Domingo, da cuenta
de que las haciendas de cacao no producían «ni la cuarta
parte» y de que era muy raro el hacendado que no estuviese
«pencionado con tributos». La situación de las hipotecas,
censos y capellanías que gravaban la propiedad permaneció sin cambios hasta 1810 según el historiador Raymundo
González.5
5
3
4
A.G.I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 978.
A.G.I., Santo Domingo, legajo 983.
Raymundo González, De esclavos a campesinos. Vida rural en Santo Domingo
colonial, Santo Domingo, 2011, pp. 60-70.
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2. La cuestión del contrabando y del desmembramiento de la
comunidad territorial
El agotamiento de los yacimientos de oro y la crisis de la
industria azucarera dominicana, así como la emigración de
una parte considerable de la población colonizadora que pasó
al continente para procurarse mejores oportunidades, constituían un pésimo y evidente augurio de futuros infortunios.
En una exposición a S. M. fechada el 4 de marzo de 1589, el
cabildo de Santo Domingo expresaba sin rodeos que por
(...) la mucha carestía de fletes, comida y vestuario no
vienen ya a esta isla por irse a las otras provincias más
ricas y asi se acaba todo porque ya se han despoblado
casi todos los ingenios y los pocos que quedan están
aviados de tal manera que no salen ya de la isla quince mil arrobas de azúcar y los hatos de vaca también
se han despoblado y casi acabado (…)6
Estas graves dificultades económicas confrontadas por La
Española habían estimulado la realización de operaciones de
contrabando en gran escala en la región noroeste de la isla.
A fines del siglo xvi las autoridades coloniales y la Corona
gestaron el designio represivo de desmembrar la comunidad
territorial de La Española y de trasladar la población criolla
del noroeste de la isla a las cercanías de la capital. El propósito
último de tales medidas era liquidar el contrabando que se
efectuaba por la costa norte. El juez Hernando Varela llegó a
Santo Domingo el 28 de marzo de 1596 con el propósito de
instruir causas por contrabando contra gran parte de la población. De acuerdo con Utrera, Varela encausó a 350 personas
por rescates.7 En dos memoriales escritos en 1598, el escribano
6
7
G. Rodríguez Morel, Cartas del cabildo, Santo Domingo, 1999, p. 457.
F. C. de Utrera, Noticias históricas, Santo Domingo, 1978-1983, t. IV, pp. 98 y 179.
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y secretario de la Real Audiencia de Santo Domingo, Baltasar
López de Castro, denunció la participación de las autoridades
de la isla en los contrabandos. La situación de escasez que vivía
La Española desde que La Habana se convirtiera en el punto
de escala de la Flota estimulaba los contrabandos. En las actas
del cabildo de Santo Domingo del 5 de junio de 1600 se consigna la situación precaria en que vivían los oidores de la Audiencia a causa de no poder cobrar sus salarios por el desfalco
de la Caja Real que tenía lugar.8
En una exposición de los regidores dominicanos al monarca, consignada en acta del cabildo de Santo Domingo fechada
el 5 de octubre de 1600, se le participa: «Avisamos a V. Magd.
del estado de las cosas de la ciudad… el cual es tan miserable
que está a punto de acavarse si no tiene el socorro del muy
poderoso brazo de V. Magd…».
El argumento principal que asistía a dicha reclamación era
que La Española había sido «la primera de las Indias y es la
llave de ellas».9 El constituir la clave estratégica del mar Caribe
sería disputado desde entonces por los cabildos de Cuba, Santo
Domingo y Puerto Rico ante la Corona. Cada uno de estos reclamaba para su patria la condición de «Llave de las Antillas».
Las medidas que se recomendaron para reprimir los rescates
contribuyeron a definir la política colonial respecto a la debatida cuestión.
El secretario de la Real Audiencia sugirió que lo más indicado para suprimir las actividades contrabandistas era trasladar
a toda la población —señores de hacienda y ganados incluidos— de la costa norte de la isla a las cercanías de la capital.
Las denuncias que llegaban al Consejo de Indias sobre la presencia en las aguas del mar Caribe de numerosas naves inglesas y holandesas comprometidas en rescates con las posesiones
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Actas del cabildo de Santo
Domingo del 5 de junio de 1600».
9
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Acta del cabildo de Santo
Domingo del 5 de octubre de 1600».
8
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españolas de las Antillas y la tierra firme aconsejaban que se
adoptase una política de mano dura con las potencias rivales
de España y con la población criolla que vivía del contrabando. En informe del 28 de septiembre de 1603 el prelado fray
Agustín Dávila Padilla expuso a S. M.: «que llega a tanto la
licencia que se (h)a tomado que (h)a (h)avido persona en la
tierra adentro que no (h)a querido bautizar a su hijo... hasta
que un pirata (fue) su padrino».10 En la misma carta el prelado
comunicó que «ni (h)arina para (h)ostias ni vino para misa
alcanzan».
En otra carta al rey del 25 de octubre de 1603, fray Agustín
Dávila Padilla dio cuenta de que se había instruido causa contra una gran cantidad de rescatadores: «En esta tierra ay cassi
doscientos hombres condenados y los más en reveldía por haver tratado y contratado con yngleses y franceses».11
Ya desde enero de 1603 la Junta de Guerra del Consejo de
Indias, influida por la presencia en Madrid de López de Castro,
que insistía en la necesidad de adoptar las providencias que
recomendaba o bien aceptar la idea de la pérdida de Santo
Domingo a manos de las potencias rivales de España, acordó
recomendar el traslado de la población de Puerto Plata, Bayajá
y la Yaguana hacia el sur de la isla, lo que fue aprobado sin dilaciones por el monarca. Al año siguiente de haberse tomado la
providencia real, el gobernador Antonio Osorio (1802-1808)
procedió a efectuar las despoblaciones de la costa norte, instruyendo que «se retiren los ganados dentro de la tierra para
que no se puedan proveer ni aprovechar de ellas los enemigos
ni para la comida, ni para llevar cueros».12
La resistencia colectiva de los cabildos criollos a la política de las autoridades coloniales fue inmediata y asumió un
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 150, «Carta del 28 de septiembre
de 1603».
11
F. C. de Utrera, Santo Domingo. Dilucidaciones históricas, Santo Domingo,
1978, t. I, pp. 227-228.
12
Ibídem.
10
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carácter corporativo de clase frente a las disposiciones del
gobernador Osorio para hacer efectiva la despoblación de la
región noroeste de la isla. Los cabildos no solo protestaron
contra las medidas de Osorio, sino que dieron a conocer una
política alternativa a la política colonial. De manera parecida,
el arzobispo Agustín Dávila, que en principio debía apoyar la
política de despoblar la costa norte, se retractó y terminó por
oponerse a ella. El prelado había quemado en plaza pública
trescientas biblias luteranas en romance que habían distribuido en la costa norte los corsarios y piratas enemigos. Pero a
pesar de haber atizado el odio religioso contra los extranjeros
y propuesto medidas drásticas frente a estos, el religioso terminó a última hora por oponerse al despoblamiento. De igual
modo, las devastaciones encontraron la oposición del oidor de
la Audiencia de Santo Domingo Manso de Contreras.
Antes de que Osorio tomase las medidas represivas contra
los terratenientes de la costa norte, intentó tempranamente
quebrantar la oligarquía de las familias criollas que detentaban el poder del cabildo de Santo Domingo. A esos efectos
dispuso, como primera providencia, que el oficio de fiel ejecutor del cabildo fuera puesto a la venta, de modo que lo adquiriesen peninsulares afortunados recién llegados a la isla.
Valga aclarar que este cargo había sido detentado por más de
ochenta años por los señores de hacienda más influyentes de
la localidad. De ahí que en exposición del 29 de diciembre
de 1607 los regidores dominicanos alegaran «contradicción»,
pues «si se vendiese el dicho oficio como se pretende se le
seguiría notable daño a ella y a todos sus vecinos y se le haría
agravio pues a tantos años que lo posee y a V. Magd. le sería de
poca consideración...».13
Tan pronto se tuvieron noticias de los propósitos de Osorio,
los cabildos advirtieron a las autoridades coloniales sobre los
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Exposición del cabildo de
Santo Domingo a S. M., 29 de diciembre de 1607».
13
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efectos que traería la despoblación. Los argumentos que expresaron en los distintos manifiestos y escritos que redactaron fueron
los siguientes: 1) los ganados y labranzas de los terratenientes
y campesinos arraigados en la costa norte se perderían como
consecuencia de su trasiego y de los avatares que acarrearía su
traslado a otras regiones; 2) luego de que la población criolla
fuera desalojada de sus tierras, los enemigos de España podrían
colonizarlas y ocuparlas militarmente; 3) la navegación española
en las regiones ocupadas por los extranjeros correría mucho peligro, las villas y poblados situados en las costas del noroeste (como
Puerto Plata y Yaguana) quedarían completamente bloqueadas;
4) el desalojo de los terratenientes y campesinos de la costa noroeste implicaría la pérdida de las rentas eclesiásticas y estatales
en la región. Uno de los primeros cabildos en indicar las consecuencias funestas que las devastaciones proyectadas traerían para
la unidad territorial de la isla fue el cabildo de Santo Domingo.
En carta al gobernador Osorio de fecha del 25 de agosto de 1607,
los capitulares de la capital advirtieron que con esa medida, «quedan los pueblos marítimos despoblados, como son de tan buenos
puertos y disposición, los ocuparán los enemigos».14
Conocedor de esa misiva y de las discusiones que en contra
de su política tenían lugar en el cabildo, el gobernador Osorio
prohibió el 19 de octubre de 1607 que los regidores se reunieran sin su autorización.15
Entre las demandas que presentaron los cabildos en los
diferentes escritos con que dieron a conocer su posición se
encontraban: 1) el establecimiento de comercio directo entre la costa norte de la isla y España; 2) que la isla dispusiera
de galeras y guardacostas para enfrentar a las naves enemigas;
3) residencia obligatoria en la capital de los más destacados
contrabandistas locales; 4) destierro para los que sin haciendas,
Frank Peña Pérez, Cien años de miseria en Santo Domingo. 1600-1700,
Santo Domingo, 1985, pp. 16-17.
15
F. C. de Utrera, Noticias históricas, t. V, Santo Domingo, 1978-1983, p. 152.
14
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ni casas, oficios o residencias merodeasen por la costa norte;
5) eliminación de los «muchos hatillos de personas pobres de
poco ganado que estaban frente a las costas» por ser estos los
que más activamente se involucraban en las actividades de tráfico clandestino, atrayendo de esta forma a los contrabandistas
hacia las costas dominicanas; y 6) pena de muerte contra los
contrabandistas. Aunque aparentemente extrema, esta última
medida había sido sistemáticamente burlada por los rescatadores, entre los que se encontraban en primer término los
mismos capitulares de los cabildos criollos.
Los regidores de Santo Domingo, que no manifestaron solidaridad con los terratenientes más pobres de la costa norte,
estuvieron conformes en un primer momento con su desalojo.
El cabildo de Montecristi, en cambio, propuso como solución
alternativa su traslado y fusión con el de Bayahá, de modo que
se les diera suficiente tiempo para efectuar la traslación sin
pérdida de animales. La Hacienda Real debía correr con todos
los gastos en la construcción de la nueva ciudad donde residirían los vecinos de Montecristi (iglesia, casa capitular, cárcel,
carnicería y viviendas de vecinos). Se pedía también dispensa
por 5 años en la obligación de pesar y por 10 años respecto al pago del derecho de alcabala. Por último, se solicitaba
merced de 500 esclavos, pagaderos en 8 años, y que el cabildo
recobrara su antiguo privilegio de elegir alcaldes, facultad que
le había sido arrebatada por el gobernador. El manifiesto del
cabildo de Bayahá coincidió en algunos puntos con el del cabildo de Montecristi. Pero estas exposiciones no le agradaron
a Osorio, quien ordenó de inmediato el arresto de los capitulares de ambos cabildos bajo la acusación de haber instigado a
la población rural a oponerse a las medidas de despoblación.
Con independencia de las protestas protagonizadas por los
capitulares dominicanos en toda la isla, el cabildo de la capital
formuló ese año varias reclamaciones encaminadas a que las
autoridades coloniales estuvieran sujetas puntualmente a los
juicios de residencia y a que no interfirieran en las prerrogativas de los cabildos. En carta a S. M. del 29 de mayo de 1607,
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el cabildo de Santo Domingo demandó que no saliera de la
isla ningún oidor ni fiscal «sin que diese residencia o fuese
visitado».16
El que el cabildo tuviera un libro secreto revela el sentido
corporativo, subrepticio —de cara a las otras instituciones coloniales—, con que atendía sus asuntos.
La situación en que quedó la ciudad de Santo Domingo
después de las devastaciones de Osorio en la costa norte fue
consignada en distintas denuncias ante S. M. realizadas por el
cabildo de la capital. Así, en exposición del 29 de noviembre
de 1608, se hizo constar que no se encontraba «carne, ni se
halla que comer y se padece extrema necesidad y hambre, sin
que se pueda suplir de otra parte».17 Y en carta del 25 del mismo mes y año los regidores atestiguaron que las medidas de
Osorio «nos dexa pobres y sin hacienda y a los más mendigando no se contentando con vernos desnudos y las muertes de
padres e hijos y mugeres que asi causa su rigor y crueldad».18
La resistencia armada a las despoblaciones procedería de los
regidores y alcaldes de tierra adentro. Hernando Montoro, el
dirigente mulato de la resistencia a las devastaciones, y su lugarteniente Hernando de Cataño eran alcaldes del cabildo de
Bayahá.19 A diferencia de la capital, donde el patriciado era eminentemente blanco, en los cabildos de tierra adentro muchos
de los regidores eran mulatos. A la población de esa villa se le
había ordenado abandonar el valle de Guaba, cerca del puerto
de Gonaives; pero la misma, acaudillada por sus cabildos, se
alzó en armas: tras una serie de encuentros y escaramuzas,
terminó siendo vencida. Osorio condenó a los vencidos a pena
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Carta del cabildo de Santo
Domingo, 29 de mayo de 1607».
17
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Carta del cabildo de Santo
Domingo a S. M., 29 de noviembre de 1608». 18
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Exposición del cabildo de
Santo Domingo a S. M., 25 de noviembre de 1608».
19
F. C. de Utrera, Noticias históricas, t. IV, Santo Domingo, 1978-1983, p. 178.
16
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de muerte, pero luego les conmutó la pena. Del indulto quedaron excluidos los patriarcas mulatos Hernando Montoro y
Hernando de Cataño. El caudillo Montoro logró huir, pero el
sacerdote Diego Méndez, que había tomado parte en las acciones armadas, fue procesado y enviado a España, donde murió
en la cárcel de Sevilla. Cepero y Xuara describieron al sacerdote
insurgente como «hombre moreno, como criollo de Indias».
Durante el traslado a los nuevos lugares de asentamiento
no menos de veinte personas fueron ahorcadas por expresar su oposición a las medidas de despoblación. De acuerdo
con distintos testimonios, se destruyeron 120 hatos, y más de
110,000 reses y 14,000 caballos se perdieron. En Puerto Plata,
La Yaguana y Azua se abandonaron varios ingenios de azúcar.
La mortandad en el ganado se atribuyó al apresuramiento con
que fueron obligados a trasladarse; de haberse efectuado en
uno o dos años, los animales se hubieran salvado. La tropa de
150 hombres que procedió a efectuar los desalojos incendiaba
los ranchos y viviendas de las fincas (mobiliario incluido) para
evitar que sus dueños regresaran. En Santiago de los Caballeros circuló un manifiesto —firmado por Bartolomé Cepero
y Gaspar de Xuara— que denunciaba los crímenes de Osorio. De acuerdo con aquellos, de las ochenta y dos familias
sentenciadas a muerte y ejecutadas, setenta fueron ahorcados
por el mismo gobernador y sus ayudantes y 120 hatos fueron
incendiados.20 Las primeras denuncias del cabildo de Santo
Domingo contra las devastaciones del gobernador Osorio se
formularon en carta a S. M. el 22 de febrero de 1608:
las despoblaciones de la banda norte... y la dha mudanza y la aceleración e incomodidad con que se ejecutó,
pues les quemaron sus casas e ingenios, sus labranzas
y frutos y cassas, todos sus ganados y la mayor parte de
Emilio Rodríguez Demorizi, Relaciones históricas de Santo Domingo, vol. II,
Ciudad Trujillo, 1945, pp. 297-305.
20
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sus esclavos y los hicieron venir a poblar un campo
yermo sin casas, ni comodidad donde han padecido y
padecen yncreíbles aprietos.21
Los resultados de las devastaciones de Osorio comenzaron
a sentirse primero en la población laboriosa de la capital. En
exposición del cabildo del 26 de febrero de 1608, se daba
cuenta a S. M. de que «la gente pobre y forastera esta por las
calles caídos de enfermedades y padece mucha miseria hasta
morir miserablemente que para refugio de esto hiciera falta
una hermandad y cofradía…»22
Las penosas consecuencias económicas y sociales de las devastaciones de Osorio se evidenciaron en breve plazo, si bien
sobre estas incidieron las causas de más larga duración que
determinaron la pobreza dominicana del siglo xvii y primera
mitad del xviii, o sea, las prolongadas guerras en las que se involucró España y la progresiva decadencia de los yacimientos
de oro y plata del continente.23
3. Los reclamos propios del patriciado dominicano vs. los desmanes
de las autoridades coloniales
Desde 1607, y con el propósito de recuperarse de los efectos de las despoblaciones de Osorio, el cabildo de Santo Domingo no cejaría en reclamar la introducción de 2,500 esclavos cada 4 años, el subsidio a los inmigrantes de la península,
la exención de tributos (entre ellos el de avería), el pago y
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Exposición del cabildo de Santo
Domingo a S. M., 22 de febrero de 1608». Véase también: A. G. I., Audiencia
de Santo Domingo 73, «Exposición del cabildo de Santo Domingo a
S. M., 29 de noviembre de 1608».
22
G. Rodríguez Morel (compilador), Cartas del cabildo, Santo Domingo,
2007, p. 257.
23
Herbert S. Klein, Las finanzas americanas del imperio español: 1680-1809,
México, 1994.
21
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elevación de salarios a los oidores de la Real Audiencia y una
licencia por 20 años para el empleo de la sisa en la celebración de la fiesta del Santísimo Sacramento. De acuerdo con
los regidores dominicanos, la plaza de Santo Domingo, de
ser la más poblada y rica de América, había pasado a convertirse en «la menor y más pobre de las Indias», lo que se debía
a que «de muchos años a esta parte han sido tantos y tan
grandes las pérdidas de navíos, haciendas y mercaderías que
tienen asolada la dha. Isla».24
Según los regidores de la capital, una de las consecuencias inmediatas de las despoblaciones fue la hambruna que
se enseñoreó de la ciudad de Santo Domingo.25 Y aun cuando
el cabildo de la capital festejó y recibió con regocijo la sustitución del gobernador Osorio por Diego Gómez Sandoval
(1608-1623), bien pronto hubo de mostrar su inconformidad
ante el nuevo mandatario.26
Los gobernadores que sucedieron a Osorio no parecen haber sido muy celosos en el cumplimiento de sus obligaciones,
sobre todo de aquellas relativas a la represión de las actividades
de contrabando de los criollos (actividades en las que algunos
funcionarios coloniales tomaban parte) o de las que tenían
que ver con la administración de los caudales de la Corona. De
esta suerte, en el juicio de residencia del gobernador Andrés
Pérez Franco (1652-1653) se acordó embargársele los bienes;
y en el realizado en 1666 a Félix de Zúñiga, presidente de la
Audiencia de Santo Domingo, también se decidió incautar sus
propiedades. Al gobernador Severino de Manzaneda, que
gobernó la isla desde 1696 hasta su fallecimiento en 1702, el
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Exposición del cabildo de
Santo Domingo a S. M., 29 de mayo de 1607».
25
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Carta del cabildo de Santo
Domingo a S. M., 28 de noviembre de 1608».
26
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Exposición del cabildo de
Santo Domingo a S. M. con motivo de la designación de Diego Gómez
de Sandoval como gobernador de la isla, 16 de agosto de 1608».
24
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oidor Sebastián de Cereceda le impuso una severa sanción
y multa, pero además con anterioridad había sido castigado
por el visitador de las cuentas reales.27
4. La unidad de los cabildos dominicanos frente al Estado colonial.
Todos para uno y uno para todos
Las devastaciones de Osorio tuvieron la virtud de unir estrechamente, en un mismo movimiento corporativo, a los
cabildos de la isla. A partir de la represión desatada por las
autoridades coloniales contra la población criolla de la banda
norte, los cabildos comenzaron a expedir manifiestos en los
que asumían posiciones comunes frente a las más variadas decisiones del Estado colonial. De este modo desarrollaron una
conciencia orgánica de sus intereses y prerrogativas frente a las
posiciones absolutistas de los gobernadores. La unidad estrecha de los cabildos y de la población criolla (forjada en torno
a los contrabandos, la resistencia a la tributación y el rechazo
a la represión militar y eclesiástica de sus costumbres y modo
de vida) se mostró tan consistente que en varias ocasiones los
gobernadores y la Corona se vieron obligados a revocar distintas providencias.
La primera de estas manifestaciones se produjo en 1640,
cuando el cabildo de Santo Domingo demandó por ante el
alcalde mayor Juan Vargas Machuca que se derogasen las medidas de Osorio y se procediese a repoblar la costa norte. Se solidarizaron con las reclamaciones del cabildo de la capital los
cabildos de Cotuí, Concepción de la Vega, Bayaguana, Monte
Plata, Azua y Santiago de los Caballeros.28
Los cabildos de la isla se alinearían de nuevo en 1692, con motivo de la defensa de unas bandas de milicianos insubordinados
Archivo General de Indias, Escribanía de Cámara 12 C (1661), Escribanía
de Cámara 12 C (1666), Escribanía de Cámara 13 B (1705).
28
Juana Gil-Bermejo García, La Española, Sevilla, 1983, p. 253. Apud.
Archivo General de Indias, Audiencia de Santo Domingo, legajo 86.
27
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que habían desertado de sus regimientos y que estaban implicados en contrabandos en la frontera (se temía que se juntasen
con los franceses). Asombrosamente, todos y cada uno de los
cabildos criollos de la isla se pronunciaron a favor del indulto. La
declaración suscrita por los cabildos constituía una especie de legitimación del derecho de la población criolla a los rescates con
el enemigo que había ocupado la patria y del compromiso de los
soldados de la frontera a consentir en tales operaciones. De ese
modo los cabildos de Cotuí (30 de marzo de 1692), Monte Plata
(4 de abril de 1692), Bayaguana (5 de abril de 1692), El Seibo (5
de abril de 1692), Higuey (7 de abril de 1693), Azua (7 de abril
de 1692), Concepción de la Vega (8 de abril de 1692), Santiago
de los Caballeros (17 de abril de 1692) y Santo Domingo (6 de
junio de 1692) solicitaron una amnistía para los militares desertores. La demora en adherirse a la reclamación solidaria de los
cabildos de tierra adentro por parte del cabildo de la capital podría haberse debido al carácter más conservador que se atribuía
a la oligarquía de la ciudad, o bien a que las distintas exposiciones se recogieron en Santiago de los Caballeros y de allí se trasladaron a Santo Domingo, donde los capitulares se encargaron de
firmar las suyas y entregárselas al gobernador Ignacio Pérez Caro
(1690 – 1696). Firmaron también declaraciones solicitando el
indulto de los milicianos seis curas de Santiago de los Caballeros,
el cura de Cotuí, el de El Seibo, el de Bayaguana, el de Monte
Plata, el de Azua y seis mercedarios. Se trataba, evidentemente,
de curas criollos, hijos de viejas familias terratenientes, como lo
era la gran mayoría de los párrocos. El 10 de abril de 1692 los
milicianos fugados solicitaron que se les absolviera y declararon
estar arrepentidos. Ante la presión de toda la población criolla,
cabildos y parroquias, el gobernador Pérez Caro se vio forzado a
absolver a los veinte y siete milicianos sublevados. Dos años después se insubordinarían de nuevo.29
F. C. de Utrera, Noticias históricas, Santo Domingo, 1978-1983, t. IV,
pp. 201-208.
29
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En la primera mitad del siglo xviii se manifestaría otra vez la solidaridad corporativa de los cabildos. El cumplimiento del término del mandato del gobernador Francisco Rocha Ferrer (17241732), en 1728, dio lugar a una nueva serie de exposiciones de
los cabildos solicitando al rey que se le prorrogase en la regencia
de la isla. Así se manifestaron el cabildo de Azua (23 de octubre
de 1728), el de Santo Domingo (17 de diciembre de 1728), el
de Santiago de los Caballeros (24 de diciembre de 1728) y el de
Concepción de la Vega (en 1728). Firmaban también por que
se difiriese el término del mandato de Rocha 24 mercedarios de
Azua, 9 del Santo Cerro, 9 de Santiago, 15 dominicos, 14 franciscanos y el cabildo eclesiástico de Santo Domingo.
En carta del cabildo de Santo Domingo, los capitulares se
pronunciaron contra la Real Audiencia y contra sus oidores y
fiscal por haberse opuesto a la gestión de Rocha como gobernador. Al parecer, las firmas recogidas sirvieron al gobernador
para prolongar cuatro años más su mandato, pues gobernó
desde 1724 hasta 1732. Hasta entonces los cabildos no habían
solicitado a la Corona la permanencia en su cargo de gobernador alguno. Es curioso que los cabildos de la isla se solidarizasen de ese modo con un gobernador que se distinguió por
ser uno de los que más bandos y decretos emitió contra el comercio ilícito con los franceses. Pero, como se sabe, una cosa
era emitir órdenes y otra hacerlas cumplir. Y en este sentido, la
solidaridad de los cabildos indica más bien que dicho gobernador fue posiblemente el que más toleró el contrabando con los
franceses. Por otro lado, habría también que tener en cuenta
que Rocha fue el primer gobernador que accedió a que los
regidores se reeligiesen en los mismos cargos, «a fin de que no
entren en tales puestos sujetos indignos» (expresión alusiva a
la raza o a la condición social baja de los sujetos, como destaca
Utrera). Todo esto habla a favor de la tesis de que Rocha logró
lo que nadie había alcanzado: la identificación de intereses
entre las autoridades coloniales, el clero, sus prelados y los
cabildos de la isla. En el juicio de residencia de Rocha se le
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formularon 16 cargos, pero —como advierte Utrera— «como
reconocido ya libre de toda culpa», el Arzobispo pidió un subsidio para su viuda e hijos. Sin embargo, por lo que parece,
encontró dificultades para redimirse de las acusaciones que le
fueron formuladas.30
En ninguna otra de las Antillas se logró la unidad de pronunciamientos y actos con relación al poder colonial como en
La Española. En Cuba, entre los cabildos de Bayamo, Puerto
Príncipe, Holguín, Trinidad, Sancti Spíritus y Remedios, existía una diversidad de contactos y de acuerdos para coordinar
desembarcos de cargamentos de contrabando o para coordinar actividades de rescate, pero no se suscribieron declaraciones conjuntas contra el Estado colonial. Lo mismo puede
decirse con relación a San Juan, San Germán y otros partidos
puertorriqueños.
5. El creciente empobrecimiento dominicano
La progresiva mengua del tráfico marítimo de la isla con
la península, así como la represión contra la población criolla contrabandista por parte del gobernador Antonio Osorio, crearon las condiciones para la decadencia —por un
largo período de tiempo— de todas las actividades en La Española. La historiografía dominicana ha documentado este
proceso. Diversos testimonios procedentes de varias fuentes
ilustran ciertas dimensiones del creciente empobrecimiento de la isla.
El fallecimiento del gobernador Diego Gómez de Sandoval
(1608-1623) provocó las siguientes reflexiones del oidor de la
Audiencia de Santo Domingo Martínez Tenorio: «Murió tan
pobre como la Isla y la herencia debida no alcanzó para pagar
deudas por 4 000 ducados».
F. C. de Utrera, Noticias históricas, Santo Domingo, 1978-1983, t. IV,
pp.156, 230, 232, 242, 245-246, 276, 317, 263, 264.
30
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La afirmación del oidor fue confirmada por el nuevo gobernador en una carta escrita el 5 de octubre de 1624: «He
hallado esta ciudad pobrísima en todo y tanto que me ha
hecho gran compasión y por todas partes y caminos veo mil
necesidades».31
La relación de las desgracias que hicieron los capitulares en
una exposición a S. M. fechada el 27 de octubre de 1630 constituye el testimonio más fehaciente del miserable estado en
que se encontraba la isla:
Los continuos trabajos, pérdidas y calamidades que
ha padecido y padece esta tierra con tormentas derribando gran parte de esta ciudad y destruyendo el
campo y por la mar los enemigos tomando los frutos
que de aquí se envían contándole a vtra. Magd. esta
verdad por cartas de la Audiencia, cabildo eclesiástico, religiosos y conventos.
El remate de estas desdichas era que S. M. «nos manda que
paguemos 25% de las mercaderías que vienen de Castilla». De
ahí que sentenciaran que si no «mandaba acortarle certificamos se acabarán las haciendas».32
De acuerdo con los regidores dominicanos la pobreza de
la isla se reflejaba ante todo en las clases subalternas. En exposición que dirigieran a S. M. el 30 de junio de 1640, consignaban: «el salario publico que le da esta ciudad al médico…
sin el cual no hay ninguno que quiera curar en ella por los
muchos pobres que hay».33
No eran solo los pobres de la ciudad los que sufrían las consecuencias de la escasez y de las estrecheces. De acuerdo con
la comunicación a S. M. firmada por Juan Bolaños, castellano
F. Peña Pérez, Cien años, Santo Domingo, 1985, p. 162.
G. Rodríguez Morel (compilador), Cartas del cabildo, Santo Domingo,
2007, p. 300.
33
Ibídem, p. 313.
31
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del morro, el 23 de enero de 1643, las tropas venidas de la
península para defender la isla padecían iguales penurias. Al
momento de escribir dicha comunicación la ciudad de Santo
Domingo llevaba dos años sin haber sido visitada por un navío
procedente de España. De acuerdo con Bolaños,
También tengo dado cuenta a V. Magd. de la suma pobreza y desnudes desta infantería con la detención de
sus situaciones (situados) demás de seis años con que
esta caxa Real se alla tan empeñada que necesita de
muchos prestamos para poderlos socorrer siendo mayores cada día las dificultades por la pobreza de la Isla y
al presente casi imposible por aber padecido por Agosto y Setiembre pasado tres tormentas muy grandes que
destruyó y taló todos los campos y labranzas y muchos
de los edificios que me obliga ymbiar a buscar a otras
partes bastimentos para el sustento de la infantería.34
En otra parte de su informe Bolaños reportó que se habían hundido treinta y seis bajeles como consecuencia de las tormentas.35
En una carta firmada por los regidores del cabildo de Santo
Domingo el 8 de abril de 1644 se informó a S. M. de las dificultades que encontraba la ciudad para comerciar con las posesiones españolas del Caribe. De acuerdo con los capitulares, el
fiscal de la Real Audiencia empleaba todo tipo de violencias y
abusos para impedir ese tráfico, atribuyendo invariablemente
a los capitanes de los navíos el desviar las mercancías hacia
las posesiones europeas del Caribe. Esta situación llegaba al
extremo de que «En tiempo que parece imposible sustentarse
esta isla Española cuya conservación pende del comercio de
sus frutos de que en cinco años no ha tenido».
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 165, «Exposición a S. M. del castellano
del morro de Santo Domingo, Juan Bolaños, 23 de enero de 1643».
35
Ibídem.
34
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Asimismo, informaron los capitulares que no podía impartirse la misa en las iglesias por falta de vino y trigo. De ahí que
suplicaran a S. M. en otro momento de la exposición que fuese
«servido de volver los ojos a la miseria de esta isla».36
En 1650 el clérigo Luis Jerónimo Alcocer, en una «Relación
sumaria del estado presente de la Isla Española en las Indias
Occidentales…», expuso la situación de precariedad en que se
encontraba su patria:
La Ysla está despoblada y falta de gente porque en
tantas leguas de tierra no hay más que cinco ciudades
y cuatro villas de muy corta vecindad y ya los indios se
an acabado. Los negros son los que cultivan la tierra
crían ganados y ellos también van faltando porque
mueren muchos (….) Con esto han muerto todos
los más pobres y desventurados y los que quedan lo
están tanto que causa lástima a los que los conocieran
y antes de mucho no habrá memoria dellos, ni de las
ciudades que pueblan.37
Una carta del cabildo a S. M., fechada el 21 de enero de
1653, dio cuenta de que la peste había aniquilado gran parte de la población esclava de la isla: «La ciudad de Santo Domingo tiene dado cuenta a vuestra majestad de sus grandes
necesidades y últimamente con la peste que hubo se acabó de
concluir su remedio con la falta de esclavos».38
Dos años después, en comunicación del 14 de mayo de 1655,
el cabildo expresó a S. M.: «La ciudad de Santo Domingo (…)
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Carta del cabildo de Santo
Domingo a S. M., 8 de abril de 1644».
37
Luis Jerónimo Alcocer, «Relación sumaria del estado presente de la
isla Española en las Indias Occidentales…», Relaciones históricas de Santo
Domingo, vol. I, Ciudad Trujillo, 1942, pp. 209-253.
38
G. Rodríguez Morel (compilador), Cartas del cabildo, Santo Domingo,
2007, p. 332.
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le pide con la reverencia devida como lo ha hecho en diferentes ocasiones se duela del miserable estado en que oy se halla y
sus besinos (...) aviendo faltado muchos de ellos con una peste
que duró casi tres años (...)».39
En comunicación a SM del 11 de diciembre de 1653, el cabildo de Santo Domingo le habló de los aprestos en la isla para
enviar una expedición a La Tortuga a fin de desalojar a los
franceses, pues desde allí se «han hecho dueños de todos los
puertos principales de la Española».40
La situación de desvalimiento absoluto en que se encontraba la capital de Santo Domingo fue descrita por sus regidores en una comunicación a S. M. fechada el 5 de agosto
de 1660:
Queda señor esta república desconsolada, afligida
de miserable estado, con necesidad, falta de esclavos,
pérdidas de naos con los frutos del trabajo de nuestra
pequeña hacienda, daños que causó la invasión de Inglaterra, grandes gastos que han hecho estos vecinos
en fortificaciones.41
En la comunicación a S. M. del 24 de mayo de 1674 —documento en el que el cabildo expuso los méritos del sacerdote
Diego de Plasencia por haber arriesgado su vida varias veces
en ocasión de epidemias que azotaron la ciudad—, se hacía
referencia «a las tres grandes pestes que han afligido a esta
República». Suponemos que estas tuvieron lugar entre 1648 y
1674, toda vez que De Plasencia, de acuerdo con la exposición
citada, se ordenó como sacerdote en 1648.42
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Carta del cabildo de Santo
Domingo a S. M., 14 de mayo de 1655».
40
G. Rodríguez Morel (compilador), Cartas del cabildo, Santo Domingo,
2007, pp. 339-340.
41
Ibídem, p. 350.
42
Ibídem, p. 357.
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En comunicación de los capitulares de la capital dominicana fechada el 24 de abril de 1679 se daba cuenta a S. M. de la
miseria existente en los siguientes términos:
Ahora señor, el cuerpo que casi cadáver de la infeliz
Española suplica a vuestra Majestad con rendimiento de veneración sea servido de mandar se vean los
muchos informes en que ha representado a vuestra
majestad su miseria y calamidad.43
Por último se le comunicaba que el «navichuelo que llegaba
a la Española cada tres años es como una gota de agua al que
perece de sed». Lo que era como decirle: tú y tus consejeros
son ciegos a los dolores nuestros.
«Las noticias de la isla Española», escritas el 10 de agosto de
1690 por el obispo Fernando Carvajal y Rivera (1690-1698),
también dan cuenta de la situación de miseria prevaleciente
en la colonia: «si es que en lo poco que de ella le ha quedado
a V. M., hay mucho... perecerá con brevedad, si no se aplica
luego el remedio».44 Situación de la que no escapaba Santiago
de los Caballeros, «por la suma de miseria en que están ambos
estados».45
Las misas se celebraban de noche porque las personas no
tenían ropa ni calzado para acudir a ellas de día. No había
tampoco harina para pan ni para hacer hostias. Faltaba hasta
el casabe del que la gente se alimentaba. La población moría «de hambre y necesidad, porque de su mal sustento se
originan las epidemias y en ellas carecen de medicinas, no
hay donde recurrir, porque todos son mendigos».46 Las capellanías no se podían cobrar porque los señores de hacienda y
Ibídem, p. 373.
E. Cordero Michel (compilador), La ciudad, Santo Domingo, 1998, p. 105.
45
Ibídem.
46
Ibídem, p. 109.
43
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los estancieros se negaban a pagar. Como resumen, se afirmaba que los navíos de Sevilla venían «de cinco en cinco años».47
La situación de miseria extrema a fines del siglo xvii también
se vivía tierra adentro. Y es que, para aplacar la honda miseria,
gran parte de la población de la capital se trasladó al campo.
Según el obispo Carvajal, vivían: «como fieras en los montes y
como bestias en los campos».48
Demandas parecidas del cabildo secular y del eclesiástico,
de los obispos, oidores y gobernadores son reproducidas por
Frank Peña y Pedro Mir en sus relatos historiográficos sobre la
miseria dominicana en el siglo xvii. La prolija documentación
revelada hasta el presente por los historiadores constituye una
evidencia abrumadora de la pobreza y penurias de los dominicanos. No se trataba de mentir a la Corona para conseguir
ayuda. Muchas de las quejas y protestas formuladas ante la situación de miseria existente eran pronunciadas en el cabildo
cuando los regidores discutían en familia. Pero no eran solo
los regidores los que describían la situación que vivía Santo
Domingo en términos angustiosos: las autoridades peninsulares (arzobispos, sacerdotes, oidores, oficiales de la Real Hacienda, capitanes generales) también constataban las penurias
y necesidades que atravesaba la población. La alarma era manifestada tanto por las autoridades coloniales (que se debían
al monarca), como por los regidores (que representaban a la
clase terrateniente y a las comunidades criollas).
6. Las reivindicaciones corporativas de los cabildos dominicanos
En el contexto del creciente empobrecimiento y miseria
de la comunidad criolla, los cabildos dejaron oír las primeras
demandas corporativas del patriciado frente al Estado colonial. Ya desde la década de 1590 el cabildo de Santo Domingo
Ibídem, pp. 111-123.
Ibídem, p. 116.
47
48
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había expuesto un conjunto de reivindicaciones propias ante
el Consejo de Indias y el rey. En una exposición dirigida a S. M.
el 28 de junio de 1592, los capitulares plantearon como parte
de sus demandas: 1) que «se abaratasen los fletes cuya excesiva
carestía destruye la tierra»; 2) que el rey no concediese la vara
de fiel ejecutor de la ciudad de Santo Domingo a las personas
que la solicitasen, ya que las reales órdenes decretadas con
anterioridad dictaminaban que no se «hagan mercedes de estas varas a personas algunas, sino que los cabildos las provean»;
3) que la Real Audiencia no obligare a los regidores a que
«los acompañe los día de tabla»; 3) que había traído «infinitos
daños» a la isla el que la Real Audiencia no hubiera fijado valor a la moneda corriente; 4) que se importasen mil licencias
para traer negros de África y que se concediesen préstamos
de la Corona para comprarlos. Demandaban también que los
oidores de Santo Domingo tratasen a los regidores dominicanos «como tratan a los de Valladolid y Granada los oidores de
aquellas Audiencias».49
Las medidas solicitadas tenían por objeto exonerar a la isla
de algunos de los tributos que recaían sobre la exportación y
afianzar la autonomía del cabildo frente a eventuales disposiciones de la Corona y a provisiones actuales de la Real Audiencia. La demanda de importar 1,000 esclavos constituía un
último esfuerzo por conservar los trapiches azucareros de viejo
tipo. A esos efectos, se requería un préstamo de la Corona.
En una exposición a S. M. del 5 de junio de 1600 se precisó la demanda de ocupar —después de la Real Audiencia y
con relación a otras autoridades— lugares preferentes en ceremonias y actos públicos (pues a lo largo de todo el período
colonial esas posiciones fueron expresión de la correlación de
fuerzas existentes en la isla).50 En la carta del cabildo del 25
G. Rodríguez Morel (compilador), Cartas del cabildo, Santo Domingo,
2007, pp. 144-148.
50
Ibídem, p. 199.
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de octubre de 1602 se solicitaría de nuevo importar esclavos,
esta vez con el expediente de que se había descubierto una
mina de plata. En dicha exposición se hacía constar la difícil
situación que atravesaba la colonia como resultado de la crisis
de la producción azucarera y de oro, de la emigración de los
colonizadores hacia otras posesiones españolas del continente
y del declinante tráfico mercantil con la península. De ahí que
los capitulares refiriesen «la suma necesidad y miseria en que
los vecinos de esta vecindad e isla han venido y el extremo que
está de acabarse de perder todo y despoblarse la que en tiempos pasados tuvo tanta felicidad».51
Los clamores sobre la pobreza se reiteraron de manera invariable a lo largo del siglo xvii y del siguiente. Una exposición del cabildo, del 29 de mayo de 1607, dará la medida de
las dimensiones de la crisis. La exportación de azúcar había
pasado de 200,000 arrobas a la décima parte de las mismas,
o sea, a 20,000 arrobas. Entre las demandas principales del
cabildo se encontraban: 1) que no se pagara el derecho de
avería; 2) que «a los hijos de los vecinos que son hoy de la dha.
isla, como de los que fueran de aquí adelante… favorecerlos
con oficios y beneficios de las Indias conforme a las calidades,
ciencias o ejercicios en que se aventajaren particularmente a
los que siguieran las letras»; 3) dado que muchas ordenanzas
y reales órdenes habían caducado por los cambios que habían
tenido lugar en la sociedad, se solicitaba que S. M. «dé licencia
a dicha ciudad, cabildo, justicia y regimiento de ella para que
puedan hacerlas de nuevo aprobadas por la Real Audiencia
que allí reside y guarden y cumplan»; 4) se reclamaba que los
oidores acataran y fueran juzgados por las ordenanzas del cabildo, pues pretendían que solo la Real Audiencia conociera
de sus causas; 5) se instaba también a que los oidores tomaran
residencia para que el cabildo pudiera formular cargos contra
ellos; 6) se solicitaba que se asignaran dos navíos al año a la
Ibídem, p. 208.
51
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isla para dar salida a la producción agrícola exportable; 7) se
demandaba que la Casa de Contratación de Sevilla diera buen
tratamiento a los maestres pilotos, a los dueños de navíos y
a los marinos, dado que las relaciones mercantiles con Santo
Domingo eran entorpecidas por medidas administrativas; y 8)
se pedía que se trajesen labradores con sus familias, y que estos
fueran beneficiados con el pago del pasaje y la dispensa de
tierra y ganado.52
Las restantes solicitudes formuladas por el cabildo en la exposición citada no tienen la importancia de estas en cuanto
al intento de conformar un nuevo tipo de relaciones, pues se
trataban más bien de denuncias particulares contra arbitrariedades de la Audiencia. La primera demanda, la solicitud
contra el gravamen de avería, era una típica reclamación
contra el rosario de tributos que debían pagar los criollos
(almojarifazgo, alcabalas, diezmos y muchos otros) y cuya supresión o suspensión se demandaría de manera recurrente
desde el siglo xvii al xix. Por su parte, las demandas 2, 3, 4
y 5 tendían a conferir acceso y poder efectivo a los criollos
en las distintas instancias de la administración colonial, así
como a equiparar la autoridad del cabildo con la de la Real
Audiencia.
La inconformidad y el malestar que generaban la desconfianza y discriminación hacia los criollos fueron consignados en los
manifiestos emancipadores de la Demajagua y Lares, pues dicha
discriminación fue considerada como uno de los agravios principales que llevaron a los patriotas a alzarse en armas contra el
dominio colonial. En efecto, las solicitudes anteriormente referidas no fueron nunca satisfechas por la Corona.
En cuanto a las instancias 6 y 7, estas se proponían normalizar
el tráfico comercial entre Santo Domingo y la península, cuestión
que tendría solución finalmente en el siglo xix. De su lado, la
demanda 8 se proponía alentar la inmigración de labradores, a
Ibídem, pp. 222-231.
52
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fin de resolver el grave problema de la despoblación progresiva
de la isla. A este reclamo no se le comenzó a dar solución sino a
fines del siglo xvii, con la llegada de las primeras familias canarias. Muchas de estas demandas se repetirían monótonamente
en los siglos xvii y xviii, otras cesarían una vez se hizo evidente que
era inútil formularlas. Y otras, como la demanda de suspensión
temporal de determinados derechos durante períodos de diez
o veinte años (caso del derecho de avería o del almojarifazgo),
serían satisfechas en virtud de las catástrofes ocasionadas por los
ataques de piratas y colonos franceses de Saint-Domingue o por
los muy frecuentes ciclones, terremotos, sequías y epidemias. Así,
tenemos conocimiento de prórrogas en el pago de derechos de
almojarifazgos, alcabalas y media anata desde 1655 a 1693. De
todos modos, el fardo pesado que significaba la tributación en las
Antillas fue a penas aliviado. De ahí que la resistencia al fisco español fuera la palabra de orden del patriciado terrateniente criollo.
Lo que se repite muy tímidamente en las cartas del cabildo
hasta fines del siglo xvii son las vanas solicitudes de que se trajesen negros. No obstante, la creciente población de negros y
mulatos ocupaba los principales oficios y tareas laborales de
la isla. Efectivamente, en la representación de Francisco Franco Torrequemada se hacía constar que los vegueros eran «los
mulatos y los negros, en quienes están también los oficios mecánicos de la República».53 O sea, tanto los vegueros como los
artesanos de la ciudad eran negros y mulatos.
En diversidad de ocasiones se reclamará que se incremente el
tráfico marítimo a dos navíos de registro al año y se informará
que solo llegaban navíos a la isla cada tres o cuatro años.54
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 204, «Relación de asuntos
pendientes en el Consejo de Indias sobre la ciudad de Santo Domingo y
la isla Española hecha por Francisco Franco Torrequemada a solicitud de
dicho Consejo».
54
G. Rodríguez Morel (compilador), Cartas del cabildo, Santo Domingo,
2007, pp. 300, 311, 344, 350, 352, 373 y 395.
53
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De entre todas las demandas, las más frecuentes a lo largo del
siglo son las peticiones de que se rebajen o eliminen los tributos.
7. La hegemonía política y cultural del cabildo de Santo Domingo
sobre el vecindario criollo
La preocupación de los cabildos por la elevación del nivel
cultural de los vecindarios se manifestó desde el siglo xvi. Ese
interés se mantuvo aun en las difíciles condiciones de pobreza generalizada del siglo xvii y primera mitad del xviii. En
exposición del cabildo del 29 de mayo de 1607 se demandaba
a S. M. que los frailes residentes en la isla se dedicaran a la enseñanza de la población y no a otras actividades. En sus propias palabras: «que los frailes de los tres conventos de Santo
Domingo puedan enseñar y aprovechar a los naturales».55
Sin embargo, en la década de 1620 se manifestaría la
voluntad del cabildo de suplantar a la alta jerarquía eclesiástica en la responsabilidad de impartir la educación a
la población. En una exposición a S. M. del 31 de enero
de 1625, los capitulares capitaleños protestaron contra el
designio del arzobispo de continuar administrando el colegio Hernando Gorjón, donde se enseñaba gramática. De
acuerdo con los regidores dominicanos, la administración
eclesiástica había traído como consecuencia que la enseñanza fuera de mal en peor, ya que debido a «los muchos
gastos que se hacen para acomodar los arzobispos sus criados y hechuras, ha venido en disminución». Además, igualmente preocupante era el que los edificios del colegio se
estuvieran «cayendo».
Otra disputa del cabildo de Santo Domingo con el arzobispado por motivo de la educación da cuenta del interés de los
capitulares por la elevación del nivel cultural de sus compa A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Carta del cabildo de Santo
Domingo a S. M., 29 de mayo de 1607».
55
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triotas. En comunicación a S. M. del 16 de abril de 1654 se
informaba que el arzobispo pretendía incorporar la sacristía
al cabildo eclesiástico, y su renta, a la fábrica de esa iglesia,
lo que según los regidores traería como consecuencia que «a
los naturales de esta isla seguiría gran perjuicio, pues ya no le
queda otra cosa con que alienten sus estudios, ni a que aspiren
por tener el dicho cabildo en si incorporados». Con la incorporación al cabildo eclesiástico, la sacristía dejaba de cumplir
la función educativa a la que estaba destinada.
Pero los regidores argumentaban también que la renta que
se consignaba a la fábrica de la iglesia no era necesaria, pues
los canónigos disfrutaban de elevados ingresos proporcionados
por los diezmos y las capellanías. Por esa razón, se alegaba, «Esta
ciudad suplica a V. M. no permita desposeer a sus naturales del
premio que a sus estudios les queda pues la experiencia muestra
los afligidos ingenios que hoy posee nuestra España”.56
En una ultima exhortación, se pedía encarecidamente que
no se quitara a la ciudad los dos curatos «para que no malogren los buenos talentos que Dios le dio por falta de premio».57
Se trataba, claro está, de una controversia en torno a la dirección política y moral de la población criolla, de una pugna entre
el interés patricio y la incuria de la alta jerarquía eclesiástica de
entonces por la superación cultural del vecindario criollo.
Tres actas del cabildo de Santo Domingo de los años 1632,
1652 y 1688 testimonian que la aspiración criolla a elevar las
pautas de civilización en las posesiones antillanas de España
no se disipó a pesar de la situación de estrechez en que se vivía.
Un acuerdo del cabildo de la capital del 3 de octubre de 1632
destaca cómo «la ciudad queda afligida y desconsolada» por
la partida del visitador de la Audiencia y oidor Diego Gil de
la Sierpe, quien había «reformado las costumbres con sus
G. Rodríguez Morel (compilador), Cartas del cabildo, Santo Domingo,
2007, pp. 341-343.
57
Ibídem.
56
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continuos estudios, letras, rectitud y experiencia». La erudición y los estudios eran virtudes altamente reconocidas en el
Siglo de Oro de la literatura española, aun cuando se viviera
en una precaria y oscura posesión colonial. Un acuerdo del
cabildo de la capital del 15 de febrero de 1652 solicitó de la
Corona que «Las personas que convengan para ocupar las prebendas eclesiásticas de esta ciudad» debían ser elegidas por
las condiciones que ataviaban a «los nobles y los virtuosos y las
personas de letras». Los capitulares recomendaron entonces al
licenciado Jerónimo Maldonado, predicador y confesor, «por
reunirse esas dotes en él». En otro acuerdo, del 22 de septiembre de 1689, el cabildo recomendó al racionero de la catedral
Baltasar Fernández de Castro, porque pasaba
la mayor parte del tiempo en predicar y enseñar a la juventud, mediante lo qual se hallan en esta Yglesia, como
en otras, prebendados discípulos suyos y actualmente
(....) está impartiendo gramática a los niños, precisándolo a hacerlo la falta de maestros, que por averse perdido
la mayor parte de las rentas del colegio y no ay quien
tome su cargo de esta ocupación tan necesaria.58
Por ello el cabildo se dirigió a S. M. para pedirle que se reconocieran los méritos del obispo.
Esa misma voluntad se manifestaría en las repetidas solicitudes del cabildo a la Corona para que se creasen escuelas
en la isla. En una época en que la enseñanza era impartida
por los religiosos, el interés de emplearlos en la ilustración
de la población criolla testimonia que, a pesar de las difíciles
condiciones en que se vivía, los capitulares aspiraban a que
la isla no se rezagase respecto al acervo cultural del que eran
herederos.
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Acuerdos del cabildo de Santo
Domingo del 15 de febrero de 1652 y del 22 de septiembre de 1689».
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8. Las pugnas entre la Real Audiencia de Santo Domingo y los
cabildos criollos
Los juicios de residencia de los oidores constituían una oportunidad para que los capitulares del cabildo de Santo Domingo
formulasen todo tipo de cargos contra estos. Era una manera
de saldar cuentas con sus rivales más pugnaces ante la Corona.
Un ejemplo de la forma en que se ventilaban estos conflictos fue
el juicio de residencia del oidor Diego de Ortegón. El regidor
Baltasar García, a nombre del cabildo de la ciudad, consignó
en el sumario del juicio 135 capítulos de denuncias contra De
Ortegón. El 19 de junio de 1568 otro oidor, Santiago de Vera,
fue designado como juez instructor encargado de conocer las
acusaciones contra su colega y amigo De Ortegón. La absolución de este dio lugar a que circulase por la ciudad un panfleto
en el que se decía «a pesar de bellaco, salió libre Ortegón». De
acuerdo con el historiador Carlos Esteban Deive, las protestas
en la localidad dieron lugar a que la Real Audiencia desatara
una represión generalizada contra los descontentos.59
Las divergencias en ocasiones asumieron características
fuera de toda proporción. Así, la designación de Miguel
Maza de Lizana como procurador a la Corte —designación
hecha por el cabildo de Santo Domingo— fue aprovechada
para acusar a los oidores de dar mal trato a los capitulares,
los «que por cosas livianas son llevados a la cárcel y los echan
y ponen con los negros».60
Denunció el procurador, en su memorial del 10 de febrero
de 1578, que los oidores se «entremeten en la gobernación del
Municipio y que el Presidente [de la Audiencia] en materias
de gobernación en que se interesa el bien de la comunidad no
debe gobernar sin contar con el cabildo».61
Carlos Esteban Deive, La mala vida. Delincuencia y picaresca en la colonia
española de Santo Domingo, Santo Domingo, 1997, p. 186.
60
F. C. de Utrera, Noticias históricas, Santo Domingo, 1978-1983, t. III, p. 193.
61
Ibídem.
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Ello no obstante, el cabildo se sobrepuso a sus conflictos
con la Real Audiencia para reclamar a S. M. que se pagasen los
salarios a los oidores, pues la situación que se estaba dando iba
en detrimento de la reducida economía de la localidad y de la
justicia criminal (exposición del 5 de junio de 1600). De acuerdo con los capitulares, el resultado de esa situación era que los
oidores «en las causas criminales que se han ofrecido las han
agravado haciendo condenaciones excesivas y conmutando a
dinero las otras penas por tener de que cobrar».62 O sea, los
oidores vendían las sanciones que imponían a los vecinos. Los
gestos aparentemente amistosos del cabildo de la capital determinaron a la larga que los conflictos con sus rivales tendieran
a agudizarse.
La pugna entre la Real Audiencia y el cabildo de Santo Domingo con relación a la impartición de justicia por parte de
los alcaldes ordinarios se refleja con claridad en una comunicación dirigida al monarca español en agosto de 1607 por los
oidores Echagoian, Herrera y Cáceres. De acuerdo con estos,
los alcaldes y regidores criollos constituían una oligarquía que
actuaba exclusivamente en función de sus «negocios y ganados» y no «proveen ni tratan sino cosas de su provecho y aumento de sus haciendas». De ese modo, los regidores elegían
todos los años alcaldes que eran «deudos suyos» y cuyos intereses estaban estrechamente vinculados a los de sus familias, por
lo que no se «ejecutaba [por los alcaldes] cosa que convenga,
sino lo que los regidores quieren».63
De ahí que los oidores de la Real Audiencia de Santo Domingo, en tanto se atribuían la representación del Estado colonial, expresaran a S. M. la necesidad de que, «en lugar de
los alcaldes V. M. proveyese un Corregidor o Juez que tuviese
cargo de las cosas de gobernación». «Para (…) nombrarse»
G. Rodríguez Morel (compilador), Cartas del cabildo, Santo Domingo,
2007, p. 199.
63
F. C. de Utrera, Noticias históricas, Santo Domingo, 1978-1983, t.III, pp. 7-8.
62
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el corregidor o juez, era preciso que se «enviase comisión a
esta Real Audiencia».64 En otras palabras, los oidores estaban
planteando sustituir a los jueces locales —que eran los alcaldes ordinarios del cabildo— por jueces que respondieran a los
intereses del Estado colonial y cuya selección dependiera de
algún modo de la Real Audiencia.
El diferendo entre los oidores (agentes de la burocracia colonial) y los propietarios de ingenios azucareros de la época,
por una parte, y los capitulares (representantes de los señores
de haciendas ganaderas), por otra, se mostraría durante estos
años mucho más agresivo que el conflicto de los segundos con
los gobernadores o capitanes generales.
El robo de los libros secretos del cabildo de Santo Domingo
por parte de los oidores de la Audiencia dio lugar a una demanda de los regidores ante el Consejo de Indias el 29 de mayo de
1607, la cual fue formulada en los siguientes términos:
Que por los grandes daños e inconvenientes que se
pueden seguir de tener las personas de la Audiencia los libros secretos del Cabildo y ayuntamientos,
se mandase que los oydores no hiciesen novedad en
esto y se reprendiese exceso del oydor Juan Martínez
Tenorio que en ausencia de los dhos. regidores sacó
del cabildo el dho. libro secreto y los tubo muchos
días en su casa.65
Se quejaban los regidores dominicanos de que el Consejo
de Indias no diera lugar a la demanda, lo que era «en muy
grave perjuicio suyo».66
W. Vega, Historia, Santo Domingo, 1981, pp. 102-104 y F. C. de Utrera,
Noticias históricas, Santo Domingo, 1978-1983, t. III, p. 8.
65
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 73, «Comunicación del
cabildo de Santo Domingo a S. M., 29 de mayo de 1607».
66
Ibídem.
64
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Un singular triunfo de los capitulares criollos sobre la
Real Audiencia fue confirmado por Real Cédula del 1º de
noviembre de 1609. Con anterioridad, una disposición real
del 2 de agosto de 1608 había informado sobre la solicitud
del cabildo de Santo Domingo en el sentido de que «todo el
personal de la Audiencia y dependientes de ella, estuviesen
debajo de la jurisdicción de las justicias ordinarias en las
faltas que cometiesen».67 La respuesta se patentizaría en la
Real Cédula de noviembre de 1609, que dictaminaría que le
correspondía a
las justicias ordinarias y no a la Audiencia, conocer
todas las causas y negocios tocantes a los oficiales y
demás funcionarios afectos a la Audiencia, como no
sean excesos cometidos en el uso de sus oficios, que
entonces toca a la Audiencia conocerlos.68
Los regidores acusaron también ante el Consejo de Indias
a dos fiscales de la Audiencia (Jerónimo Herrera y Pedro Álvarez Sedeño) por injurias y malos tratos a los miembros del
cabildo. Las tensas relaciones con el referido Herrera daban
cuenta de la continuidad de las disputas con esa institución.
Diez años después los conflictos de los regidores con la Real
Audiencia proseguían invariables. El 18 de mayo de 1620 los
capitulares protestaron ante el Consejo de Indias contra «el
mal orden que tiene el proceder del oidor y fiscal Licenciado
Jerónimo de Herrera».69
El trato discriminatorio que recibían los capitulares criollos por parte de la Real Audiencia de Santo Domingo se
puso de manifiesto una vez más con motivo de las moviliza-
J. Gil-Bermejo García, La Española, Sevilla, 1983, p. 248.
Ibídem.
69
G. Rodríguez Morel (compilador), Cartas del cabildo, Santo Domingo,
2007, p. 291.
67
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ciones militares que se convocaban periódicamente. Por las
Leyes de Indias los regidores y alcaldes criollos no estaban
obligados a asistir a los alardes generales, o sea, a los llamamientos a las armas, salvo en los casos en que participaba el
gobernador junto con las autoridades coloniales de la isla.
No obstante, desde 1630 el Dr. Morquecho, oidor más antiguo de la Audiencia, comenzó a convocar unas movilizaciones militares en las que los miembros del cabildo debían participar con la gente del común: artesanos, herreros, sastres,
negros y mulatos libres. Los capitulares reclamaron entonces
que ellos eran acreedores de los mismos privilegios que las
autoridades coloniales y que solo podían ser convocados a
las movilizaciones con el gobernador y los oidores, no con
las clases subalternas. Con esas medidas, la Real Audiencia
perseguía excluir a los capitulares criollos de las filas de la
élite gobernante. Sin embargo, por Real Cédula del 30 de
mayo de 1632, el monarca español instó al gobernador Osorio a que arreglase del mejor modo posible la pugna con el
cabildo, de manera que se le honrase y se atendiera su queja
respecto a los alardes militares.70
El cabildo también intervenía en los conflictos que se daban
entre el presidente de la Real Audiencia y los oidores, normalmente a favor de estos últimos cuando ello favorecía sus intereses. De este modo, en exposición dirigida al Consejo de Indias
el 29 de mayo de 1626, el cabildo denunció que el presidente
de la Audiencia, Diego de Acuña, había apresado arbitrariamente al oidor Alonso de Cereceda: «tiene preso al dicho Don
Alonso […] las causas según se ha entendido son ocultas”.71
Antes de que hubiese transcurrido un mes, el 15 de junio
de 1626, el cabildo escribió de nuevo a S. M. para informarle que Alonso había sido libertado por Acuña y vuelto
F. C. de Utrera, Noticias históricas, Santo Domingo, 1978-1983, vol. II, p. 212.
G. Rodríguez Morel, (compilador), Cartas del cabildo, Santo Domingo,
2007, pp. 298-299.
70
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a sus antiguas relaciones. En la misma misiva le señalaban
que los vecinos y gentes de campo debían «andar de día y
de noche con las armas en la mano», ante el peligro de que
el enemigo repitiera los ataques que había llevado a cabo
contra sus haciendas. Se trataba de defender ante todo la
tierra o lo que llamaban enfáticamente «la patria». Por eso
no se perdía «el ánimo para defender en servicio de S. M.,
la patria».72
El servicio a S. M. no era incompatible con el servicio a la
tierra en la que habían nacido y a la comunidad en la que se
habían formado cultural y socialmente. Con el correr del tiempo se tornarían antagónicos, pero por ahora, aunque distintos,
no parecían estar reñidos entre sí.
Una comunicación a S. M. de Nicolás López de Ayala (regidor comisario general de la ciudad de Santo Domingo), fechada el 6 de noviembre de 1626, refería la «suma pobreza» y
la «falta de abastos», «porque aunque se caen las casas no hay
quien las redifique [...] y las haciendas estan acabandose». A
su modo de ver, los ingenios, haciendas de ganado y estancias
de jengibre se encontraban en condiciones deplorables. Por
esa misma razón consideraba que los vecinos no pagaban sus
deudas de alcabala a la Real Hacienda, las cuales ascendían a
2,000 ducados al año.73
Una carta del cabildo de Santiago de los Caballeros, fechada el 4 de marzo de 1635, expuso a S. M. que «todos los años
como es uso y costumbre se juntaban en su ayuntamiento y
hacían elecciones de alcaldes ordinarios y nombraban otros
oficios», pero de
pocos años a esta parte los gobernadores y Capitanes
Generales que han sido y son de la ciudad de Santo
Ibídem, pp. 298-299.
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 73, «Carta del cabildo de
Santo Domingo a S. M., 6 de noviembre de 1626».
72
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Domingo de la dha. ysla La Española han introducido
quitar a la dha. ciudad la dha preminencia (...)
A juicio de los regidores santiagueros, lo peor era que
biene a tener efecto su pretensión porque en lugar
de los nombrados por dha. ciudad de Santiago el dho
Gobernador no haciendoles caso de los dhos. botos
(sic), nombra en los dhos oficios a los pretendientes
o a quien le aparece.74
Los conflictos por cuestiones de competencia o jurisdicción
entre los oidores y los cabildos de tierra adentro parecen haber
tomado un sesgo violento, toda vez que en Real Cédula del 1º
de mayo de 1640 el monarca se vio precisado a prescribir a la
Audiencia que «no enviara jueces de comisión contra vecinos
de la tierra adentro, sino en casos inexcusables».75 Y en esos
casos debía informar previamente al alcalde mayor, de modo
que no se exacerbaran los antagonismos con los cabildos de
esas regiones alejadas del alcance de los medios represivos del
Estado colonial.
9. Las contradicciones de la Real Audiencia con los cabildos se
mantuvieron activas en el siglo xviii
Los pleitos entre regidores y oidores continuaron invariables en el transcurso del siglo. En carta al rey del 12 de enero
de 1725, los regidores de la capital denunciaron el intento de
la Real Audiencia de apoderarse de la salina de Puerto Hermoso (que pertenecía desde tiempo inmemorial al cabildo) y
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 73, «Carta del cabildo de
Santiago de los Caballeros a S. M., 4 de marzo de 1635».
75
F. C. de Utrera, Noticias históricas, Santo Domingo, 1978-1983, t. IV, p. 159.
74
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de imponerles el pago de los derechos de la sal, algo de lo que
estaban eximidos por R. O. de S. M.76
Otro conflicto entre el cabildo y la Real Audiencia se generó
en 1728 con motivo del atropello de que fue víctima el alcalde
Fernández de Oviedo durante la ronda nocturna de la ciudad.
De acuerdo con la versión de los capitulares, el oidor Simón
Berenguer se encontraba oculto en la oscuridad con una capa
y un sombrero que le cubría el rostro, por lo que fue requerido por los soldados de la ronda bajo el mando del alcalde. Sin
embargo, Berenguer «maltrató con varios oprobios al alcalde,
prosiguiendo por toda la calle en insultarlo y perseguirlo […]
llegando a azir por la capa al Alcalde». Llevado el caso ante el
presidente de la Audiencia y gobernador, este «multó al Alcalde en calidad de abogado en cincuenta ducados de plata»
y suspendió al oidor. Berenguer había sido atacado hacía dos
años por un desconocido que le cortó la cara cuando andaba
disfrazado de noche. Según el cabildo, el referido oidor andaba disfrazado de noche hacía tiempo «con el perpetuo susto
de las honradas o la burla y el escarnio de las comunes».
La Real Cédula de 17 de junio de 1729 acordó «la elección
de alcaldes en persona de regidores, con calidad que sea con
aprobación de la Audiencia», hecho que dio lugar a una sonada protesta del cabildo. De acuerdo con la exposición de los
capitulares del 28 de diciembre de 1730, la referida facultad
que se transfería a la Real Audiencia de Santo Domingo —por
la que esta tenía que aprobar los regidores que habrían de
ser alcaldes— «da lugar a que entren en oficios criaturas de
la Audiencia y del Presidente, suscitándose así competiciones,
roces, disgustos, etc. de que siempre queda quebrada la paz y
decae el lustre del Municipio».77 En otras palabras, para el desempeño de los oficios capitulares, la Audiencia y su presidente
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 284, «Carta del cabildo de
Santo Domingo a S. M, 12 de enero de 1725».
77
F. C. de Utrera, Noticias históricas, Santo Domingo, 1978-1983, t. IV, p. 246.
76
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elegirían siempre a personas que les fueran incondicionales,
lo que equivalía a meter el caballo de Troya en el cabildo. De
ahí la oposición y las numerosas demandas de los capitulares contra el decreto, el cual fue refrendado por el monarca español,
que confirmó una vez más la hegemonía de la Audiencia sobre
el cabildo.
El litigio entre los cabildos y la Real Audiencia se manifestó
de nuevo en una comunicación a S. M. fechada el 26 de febrero de 1732. En esta, los capitulares criticaron la pretensión de
la Real Audiencia de que
antes de toda elección [del cabildo] se propongan
ante ella los sujetos que han de ser reelegidos, para
dar el consentimiento que señala la Real Cédula referida. Que es interpretación que se da en la Audiencia
por parte del Oidor y Fiscal que sistemáticamente van
contra los intereses del cabildo para imposibilitar el
gobierno de la ciudad en manos de regidores y alcaldes, por venganzas.78
Alegaban también los capitulares en la comunicación citada que la presencia de la primera autoridad era más que suficiente para acreditar la probidad de la elección del cabildo,
por lo que no se necesitaba el visto bueno previo a favor de
los capitulares por parte de los oidores de la Real Audiencia.
En comunicación del cabildo de Santo Domingo del 26
de junio de 1737 se informaba al monarca: «Apenas hay
quien quiera ser regidor, porque ven el caso de desatender
sus haciendas […] y sufrir la inquina y el odio de Juan Pérez
García y del Fiscal Blancas». Se referían a los oidores de la Real
Audiencia, que seguía empeñada en una pugna con el cabildo
sin fin aparente. Los regidores estaban descontentos también
«porque de algunos años a esta parte, son de nombramiento
Ibídem, pp. 235-236.
78
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e solo el Capitán General». Aludían con estas palabras a los
nombramientos recientes de regidores efectuados por el capitán general debido a que, por ausencia de licitadores, no se subastaban los oficios del cabildo que se encontraban vacantes.
El decreto que disponía que los capitanes generales debían
designar a los que estimasen más aptos para el desempeño de
esos cargos —en caso de no haber postores en las subastas—
regía no solo para Puerto Rico, sino también para Santo Domingo. Se trataba, desde luego, de una reforma al derecho de
los regidores de elegir sus propios alcaldes y al de los vecinos
de comprar los oficios del cabildo, reforma matizada por el
hecho de que el gobernador debía convocar previamente a
una licitación de los oficios en cuestión.79
La defensa a todo trance de la composición terrateniente
del cabildo era expresión del sentido clasista del patriciado
criollo y de su clara conciencia de que los oidores de la Audiencia constituían los representantes más lúcidos de la burocracia
colonial española y, por ende, sus antagonistas más tenaces.
El caso de un oidor disfrazado (Fernando Rey) fue relatado
en los siguientes términos: «quien aún excede a Don Simón en
la mala lengua, sin perdonar con ella a viudas, casadas, doncellas, religiosas, ni sacerdote por elevada que sea su dignidad».
De acuerdo con la versión del cabildo, Berenguer había acusado a otro oidor, Francisco Granado Catalán, de contratar a un
negro para matarle, hecho sobre el cual se instruyeron autos.
Por esa razón el cabildo acusó a los oidores Granado y Rey de
estar implicados en contrabandos y cohechos.
Con independencia de lo que pueda haber de malos entendidos y murmuraciones en esas historias, las imputaciones formuladas por el cabildo revelan la acritud e intensidad de sus
pugnas con la Audiencia. El cargo más importante formulado
contra la Audiencia fue el de que los gobernadores, por lo general presidentes de la Audiencia de Santo Domingo, habían
Ibídem, p. 233.
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exonerado a los oidores de la residencia durante diecinueve
años. Al parecer, la impunidad de que disfrutaban estaba relacionada con su alineamiento con los gobernadores.
Algunas evidencias sugieren que los cargos de oidores de la
Audiencia de Santo Domingo se reservaron exclusivamente a
españoles nacidos en la península que no tuvieran relaciones
con los criollos, tanto en el siglo xvii como en el xviii. En comunicación del 14 de noviembre de 1747, el sacerdote Phelipe
de Frosmeta y Balmaceda, regidor del cabildo eclesiástico de
Santo Domingo, informaba al rey Felipe V de «las recusaciones
que se han hecho al vuestro oydor, doctor Alonso Verdugo».
Se le imputaba al oidor Verdugo haberse casado con María
Antonia de la Rocha, hija criolla del anterior gobernador de la
isla, Francisco de la Rocha,
quien a más de veinte años de residencia y de muchas
amistades y enemistades que en tan dilatado tiempo
contrajo, tiene crecido numero de primos, hermanos
y parientes en estas ciudades los principales y más hacendados; en cuyo caso habiéndose dispensado por
Vuestra Majestad parece se han quebrantado vuestras
Reales Ordenanzas que lo prohiven, con el fin de
evitar recusaciones a los vuestros ministros y dexar a
los vasallos sin escrúpulo alguno en la libertad de sus
recursos y acciones.80
De ahí que se recusara a Verdugo por «la pública parcialidad»
que mantenía en sus relaciones en la isla. Como hemos destacado, era un principio de la Corona el que los funcionarios
peninsulares del Estado colonial (entre los que se hallaban los
oidores de la Real Audiencia de Santo Domingo) no contrajesen matrimonios con criollas. Con esta disposición se pretendía
80
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 297, «Exposición a S. M. del
sacerdote Phelipe de Frosmeta y Balmaceda, 14 de noviembre de 1747».
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impedir que dichos funcionarios terminaran involucrándose
con los intereses locales del patriciado criollo.
10.Los pleitos del cabildo de Santo Domingo con Bitrián de Viamonte
La llegada del nuevo gobernador, Juan Bitrián de Viamonte
(1636-1644), motivó un serio conflicto con el cabildo. En comunicación a S. M. del 20 de noviembre de 1638, los capitulares informaron que apenas podían reunirse en cabildo por la
forma en que el Gobernador
los ha tratado y los trata con toda aspereza y total falta
de cortesía que vuestra majestad ha servido se guarde
a los cabildos tan honrados y leales como el de esta
ciudad con el que aun, el dar cuenta por esta carta es
notable peligro.
Se temían las represalias que tomaría el Gobernador de
enterarse de estos informes al rey.
El diferendo se agravó cuando no tuvo el Gobernador en
cuenta la prelación con que los capitulares debían comulgar
en la catedral. El suceso adquirió categoría de hecho inusitado por haber estos «faltado a la iglesia y comulgado en otras
particulares lo que causó escándalo y novedad en la ciudad».81
Bitrián entonces decidió que los militares bajo su mando tuvieran igual jerarquía que los capitulares en los asientos de la
iglesia, «lo que por ningún presidente se ha intentado». Para
colmo, Bitrián había encarcelado hacía cuatro meses a don
Rodrigo de Pimentel Lucero, maestre de campo, capitán de
milicias voluntarias, «comisario de todos los pleitos» del cabildo y «persona de toda la honra nuestra». La acusación que
pesaba contra De Pimentel era que un criado suyo le había
G. Rodríguez Morel (compilador), Cartas del cabildo, Santo Domingo,
2007, p. 306.
81
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dado una cuchillada a un vecino. No obstante, los capitulares
demandaron que «se removiese la prisión […] por la mucha
falta que hace a este cabildo». Los regidores incluso designaron
a un procurador para que representase el caso en Madrid ante
S. M. por «el peligro en que los demás regidores vivimos, siendo víctimas [...] de las palabras y desprecios […] odios y malos
tratamientos de Bitrian de Viamonte».82
El vicario de la catedral y hermano de Rodrigo, Pedro Serrano de Pimentel, ofrecería una versión de las medidas tomadas
por el Gobernador en el caso. En la exposición de monseñor
De Pimentel a S. M. —documento que obra en las actas del
cabildo de Santo Domingo del 26 de noviembre de 1638— se
encuentran muchos de los elementos que conformaban las alineaciones institucionales en torno a su hermano. En el texto
de la exposición, el Vicario se presentaba
en defensa de los agrabios q. se le asen al capitán D.
Ro. Pimentel, mi hermano, vecino desta ciudad y su
Regidor por […] Vitrian de Viamonte, Gobernador y
Capitán general de ella, movido de odio y declarada
pasión que le tiene.
De acuerdo con el Vicario, el Gobernador había implicado
también en la causa contra su hermano «a los Oidores de la
Audiencia de Santo Domingo, con los cuales declaradamente
tenía enemistad el dho Gobernador».83
Las rivalidades con el Gobernador se agudizaron cuando
este pretendió obligar a pagar a los regidores que no habían
contribuido a los 10,000 ducados que se impusieron por
medio de una sisa de carne, gravamen que tenía por objetivo servir a las obras de defensa de la ciudad. De acuerdo a la
Ibídem, p. 307.
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Exposición a S. M. por
parte del vicario de la catedral de Santo Domingo, monseñor Serrano
Pimentel, 26 de noviembre de 1638».
82
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comunicación del cabildo dirigida a S. M. el 23 de noviembre
de 1638, el resultado del diferendo de Bitrián de Viamonte
con los regidores fue que
Hoy se hallan condenados los capitulares de este
cabildo cuando no se excusaron de pagar su parte
dentro de las diligencias y cuidados en la dicha obra
hasta que se acabo con aprobación del Gobernador y
Capitán General.
El encarcelamiento de los regidores incumplidores dio lugar a que el cabildo protestase tan enérgicamente que el rey
se vio obligado a enviar en comisión a Santo Domingo al licenciado Diego de Carraza, el cual dio por libres a los capitulares. No obstante, de acuerdo con la referida exposición del
cabildo, «los capitulares afligidos con la dicha condenación y
temerosos de que se les haga en otras ocasiones» acordaron
suspender la sisa para la construcción del matadero. Responsabilizaron a Bitrián de esa decisión que afectaba a «los pobres y viudas». En esas circunstancias, Bitrián convocó a un
cabildo abierto para que el vecindario decidiera qué debía
hacerse. La población, después de escuchar los criterios de
las partes, acordó que se continuase la obra, pero en la citada
comunicación del 23 de noviembre de 1638 el cabildo apeló
a S. M. para que la construcción del matadero se hiciera de
acuerdo con lo que disponía una antigua Real Cédula, la que
declaraba que «para echar la sisa […] lo haga el cabildo».84
O sea, que no interfiriese el gobernador Bitrián de Viamonte
en el asunto.
Otra versión del conflicto que enfrentó al cabildo con el Gobernador la ofreció el obispo de Santo Domingo en carta a S. M.
fechada el 24 de noviembre de 1638. De acuerdo con el prelado,
G. Rodríguez Morel (compilador), Cartas del cabildo, Santo Domingo,
2007, p 309-310.
84
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El cabildo de esta ciudad me embio el mes de Agosto
pasado un Alcalde y dos regidores que me pidieron
representarles a V. Magd. el lastimoso estado en que
se estaban envueltos todos en obras y palabras del
Presidente Don Juan Bitrian. Respondiles que yo reconocía me podía obligar el oficio que tenía a mirar
por la República […] que para mi hablar de esas materias era dificultoso.
Luego de ofrecerse a actuar como mediador entre los regidores y el Gobernador, el Obispo informó a S. M.: «De las malas obras de las que se quexan no he sido testigo. Porque solo
se las he oydo con publicidad, de las malas palabras si he oído
algunas veces que han sido asperísimas, indignas de desirse a
ningun hombre de bien».85
Los insultos del Gobernador contra los regidores se repitieron en la elección que le correspondió presidir, en la que
ordenó que los alcaldes electos el año anterior permanecieran
en sus cargos y se invalidara la votación de ese día. Como remedio, el mandatario propuso una solución que había puesto en
práctica en los últimos años: elegir alternativamente un alcalde criollo y un alcalde español, sistema que estimaba oportuno
establecer de manera permanente para romper el poder del
patriciado criollo en los cabildos.86 Mientras gobernó, Bitrián
dispuso de la dotación de 300 soldados portugueses con que
contaba en las fortalezas para tiranizar a la capital e imponerse
al patriciado dominicano.
Al final de su mandato en la isla, y ante agresiones inminentes de franceses e ingleses, Viamonte reconsideró sus medidas
y tomó en cuenta el papel relevante que desempeñaban los
criollos en la defensa de la isla. Cediendo a las presiones del
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 93, «Exposición del obispo de
Santo Domingo a S. M., 24 de noviembre de 1638».
86
W. Vega, Historia, Santo Domingo, 1981, pp. 246-247. Ver también J. GilBermejo García, La Española, Sevilla, 1983, pp. 246-257.
85
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cabildo, dispuso que Rodrigo de Pimentel se pusiera al frente
de las operaciones militares realizadas en Azua con motivo del
asalto de los franceses, así como de las realizadas en Samaná
contra corsarios ingleses.87
En comunicación del 30 de junio de 1640 el cabildo habló a S.
M. de «los grandes aprietos en que se halla esta ciudad» y del sensible descenso del vecindario «con que va en gran caida la población
de esta isla». Por ello le pidió relevar «de imposiciones y cargas»
a quienes «siempre son con las armas en la mano en defensa de
esta ciudad como leales vasallos de VM».88 Los vecinos contribuían
también a estos gastos de guerra, por lo que «el cabildo no tiene
propios y sin embargo releva a Vuestra Majestad de pagar sueldos
y salarios [...] como son las guardas que están continuamente en la
Punta de Caucedo». «Otros sueldos que atendía el cabildo era el
del capitán y soldados de los negros alzados […] por ser muchos
los que hay». La apertura de caminos corría por cuenta del cabildo,
así como las fiestas del Santísimo Sacramento en la solemnidad del
día del Corpus, entre otros muchos gastos. Por todas esas razones,
y en la inteligencia de que no le correspondía asumir esos gastos,
pedía el cabildo a la Corona que los asumiera.89
En 1641, con motivo de las elecciones de alcaldes ordinarios de Santo Domingo, tuvo lugar de nuevo una serie de conflictos entre el cabildo y Bitrián de Viamonte. En una carta al
rey, el mandatario insular le informó de la costumbre de los
regidores criollos de hacer componendas y promesas mutuas
de votos y pactos que se deshacían cuando les tocaba votar,
así como de los escándalos y alborotos que tenían lugar el día
de la votación. Su versión de aquellos hechos da cuenta de lo
arduo que resultaba para los funcionarios coloniales comprender la intrincada madeja de las relaciones existentes entre las
familias del patriciado criollo.
F. C. de Utrera, Noticias históricas, Santo Domingo, 1978-1983, vol. IV, p. 193.
Ibídem, pp. 309-310.
89
G. Rodríguez Morel (compilador), Cartas del cabildo, Santo Domingo,
2007, pp. 311-314.
87
88
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11.El lugar de cada quien en las ceremonias y solemnidades públicas
dominicanas
Los regidores y alcaldes del cabildo de Santo Domingo se
manifestaban también con frecuencia respecto a la conducta
que debían observar en las ceremonias y actos públicos. De
ahí que se quejasen de que cuando los oidores visitaban la cárcel dejaban a los alcaldes ordinarios en pie y no les permitían
sentarse con ellos. No se consentía tampoco que los alcaldes
llevasen sillas a la iglesia para sentarse como los oidores de la
Real Audiencia. Por esa razón alegaban que «muchas personas
se eximen de ser alcaldes cuando se les elige, y porque la tierra
es nueva, la gente no los trata con el debido respeto».90
En comunicación del 1o de octubre de 1638, el cabildo informó a S. M. que los militares de la península seguían pretendiendo ocupar en la catedral el lugar que correspondía a
los regidores criollos: «los oficiales de guerra de este presidio
han pretendido este año alterar esta posesión pidiendo al Presidente de esta Audiencia les diese asiento en la parte que la
ciudad le tiene reservado al cabildo».91
Ejerciendo la función mediadora que le había asignado la
tradición monárquica en los diferendos de los cabildos con
los gobernadores y la Real Audiencia, y mediante Real Cédula
del 4 de abril de 1642, el rey instruyó a los oidores para que,
cuando visitaran la cárcel, hicieran sentarse cerca de ellos a los
alcaldes: «haréis que [los alcaldes] se asienten cerca de vosotros». Asimismo, en la catedral, debían los oidores «llevar un
banco, donde todos estéis asentados».
En exposición del cabildo de Santo Domingo del 16 de abril
de 1654 se denunciaba a S. M. el que nuevamente se había
suscitado un pleito con los oidores de la Audiencia por los
G. Rodríguez Morel (compilador), Cartas del cabildo, Santo Domingo,
2007, p. 303.
91
Ibídem.
90
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asientos que ocupaban en la catedral, representando ese apartamiento un «agravio y perjuicio» para los capitulares.92
Las desavenencias en torno al lugar que debían ocupar
los regidores en todo tipo de actos públicos se manifestaron de manera muy acentuada en lo concerniente a las
reuniones que tenían efecto en las Juntas de Gobierno o de
Guerra de la ciudad. Una exposición a S. M. escrita por el
cabildo de Santo Domingo el 2 de julio de 1681 denunció
que en las Juntas de Gobierno que presidía el maestre de
campo Francisco de Segura se había «pervertido» el orden
de votación que por costumbre se seguía. Así, se dictaminó
que votase el teniente general Lucas de Berroa antes que
los alcaldes y cuatro regidores que asistían regularmente a
dichas reuniones. De acuerdo con los regidores, «se había
despojado al cabildo y a sus comisarios del derecho de ser
inmediato a la Real Audiencia». De ahí que estuviesen «expuestos dichos comisarios a que se repita el mismo desaire
o una multa si rehusaren el hacer lo que será tan indecente al cabildo». 93
Una carta a S. M., que obra en el acta de la sesión del cabildo del 6 de julio de 1681, revela los argumentos que invocaban las autoridades para dar un trato subalterno a los regidores criollos. Así, el gobernador Francisco Segura Sandoval
(1678-1684) protestó contra el hecho de
que la ciudad de Santo Domingo pretenda que sus alcaldes ordinarios tengan mejor lugar que el Teniente
General y Gobernador de las Armas y voten primero
en las Juntas de Guerra. Y que avía presentado petición mandando se me de traslado que no lo han
hecho con aver veinte días.
Ibídem, p. 341.
Ibídem, p. 386.
92
93
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Contra la pretensión de los capitulares, alegaba el Gobernador que estos no hacían otra cosa «que confundir las materias
que se tratan discurriendo como incapaces y que ignoran en
todo lo que se le propone por falta de experiencia».94
Una cuestión relacionada con la consideración jerárquica
que debía rendir la Iglesia a los regidores y alcaldes criollos fue
planteada al Consejo de Indias en comunicación del cabildo
del 30 de abril de 1685. De acuerdo con los capitulares, el obispo iba «contra la costumbre del cabildo que siempre ha ido a
comulgar con las espadas a la cinta». En tal virtud, pedían que
se conservase la costumbre, pues «ningún capitular […] excusa el quitarse la espada en semejante acto». En lo que a esto
respecta, el monarca español satisfizo la demanda del cabildo.
Por otra parte, el procurador general de Santo Domingo en la
Corte, Francisco Franco Torrequemada, planteó al Consejo de
Indias (4 de febrero de 1692) la necesidad de que se dirimiese
el pleito que tenía el cabildo con el fiscal y de que se autorizara
a los alcaldes ordinarios a entrar a escuchar las ordenanzas de
la Real Audiencia con sus espadas ceñidas, pues esta última les
había despojado de ese privilegio.95
A principios de siglo xviii continuaban los pleitos en torno
a cuestiones jerárquicas. En carta del ayuntamiento de Santo
Domingo al rey de España (29 de abril de 1711), los regidores
argumentaban: «no tienen obligación de asistir a los alardes y
reseñas ordinarios, ecepto aquellos se hallare el Gobernador
y Capitán General y cerca de su persona». De acuerdo con «la
ynmunidad y privilegio» de que disfrutaba el cabildo,96 esto se
debía cumplir de modo estricto.
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Sesión del cabildo de Santo
Domingo del 6 de julio de 1681».
95
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 284, «Exposición del procurador
general de Santo Domingo, Francisco Franco Torrequemada, al Consejo
de Indias, 4 de febrero de 1692».
96
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 284, «Carta del cabildo de Santo
Domingo a S. M., 29 de abril de 1711».
94
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La lucha por la definición de la jerarquía o por la clasificación social en la que se fundaba la sociedad colonial constituyó una dimensión fundamental de las relaciones de poder de
los siglos xvii y xviii. La facultad de hacer visibles las divisiones
sociales implícitas era la expresión más evidente del poder político. En otras palabras, constituía la potestad de situar a cada
cual en el lugar que le correspondía en la escala de poder. De
ahí que para el patriciado criollo de los cabildos constituyera
una aspiración fundamental ubicarse en los actos públicos por
encima de las autoridades coloniales, en subordinación directa del gobernador o capitán general.
12.Los juicios de residencia y la oportunidad de resarcirse que tenían
las autoridades coloniales
Los capitulares criollos de la capital dirigieron el 2 de agosto
de 1684 una exposición al Consejo de Indias en la que denunciaron que hacía muchos años que no se tomaba residencia a los
gobernadores y que estos debían continuar depositando fianzas
al inicio de su gestión gubernativa. De acuerdo con fray Cipriano de Utrera, la demanda del cabildo de Santo Domingo fue
atendida finalmente por el Consejo de Indias, el cual «en 22 de
Febrero de 1686 decretó en conformidad con esta petición».
De la misma manera que en Puerto Rico y en Cuba, en Santo Domingo los juicios de residencia constituyeron la oportunidad para que los cabildos formulasen todas sus denuncias
contra los primeros mandatarios. Sin embargo, como revelan
los estudios de Isabelo Macías, Genaro Rodríguez y Aída Caro,
en contadas ocasiones los primeros mandatarios insulares fueron sancionados severamente por procedimientos ilícitos o
arbitrarios en el desempeño de sus cargos.
La llegada del nuevo gobernador Isidro Peralta Rojas (1778)
estuvo acompañada por divergencias con el cabildo y el teniente del rey Joaquín García. El diferendo tomó forma cuando se
enfrentó a su lugarteniente, cosa que evitaban los capitanes
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generales, toda vez que la discordia siempre podía ser aprovechada por terceros. No conforme con el cisma que generaban
sus acciones, Peralta exigió una reparación al cabildo. Por esta
causa el Consejo de Indias impuso multas a los capitulares bajo
la acusación de desacato.97
En Santo Domingo, como en Puerto Rico, el nombramiento de regidores por parte del gobernador constituía uno de los
asuntos más candentes de la relación entre el Estado colonial y
el patriciado. De ahí que el monarca se dirigiera, por medio de
Real Cédula del 20 de diciembre de 1785, a los cabildos criollos a
fin de instarlos a que aprovechasen el juicio de residencia del gobernador Isidro Peralta Rojas para plantear «los agravios y daños
que les haya hecho en materia de remates y nombramientos de
oficios de regidores». La demanda que dio lugar a la Real Cédula
referida fue presentada ante el Consejo de Indias por los regidores Antonio Dávila Coca, Pedro Fernández de Castro, Manuel de
Heredia y Antonio Mañón. Los capitulares opinaban que Peralta
Rojas se había excedido en sus atribuciones al pretender arrebatar al patriciado local las últimas expresiones de su autonomía.
Pero el monarca y el Consejo de Indias se lavaron las manos en
estos asuntos de competencia promovidos por los regidores: los
instaron a establecer una demanda ante el juez de residencia. En
realidad, a quienes correspondía sentar las reglas de juego en las
relaciones entre el Estado colonial y los cabildos era la Consejo
de Indias y al Monarca, no al juez de residencia, que lo único que
podía hacer era multar al antiguo mandatario insular por haber
violado algún reglamento o disposición legal.
13.La autonomía administrativa de los cabildos dominicanos
cuestionada por el Consejo de Indias
Los trances de los cabildos no se limitaban a los que tenían
con los gobernadores y con la Real Audiencia. En ocasiones
M. R. Sevilla Soler, Santo Domingo, Sevilla, 1980, p. 304.
97
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debían litigar con el Consejo de Indias, que no les permitían
tomar disposiciones por su cuenta. Ante la terrible crisis económica del siglo xvii, los capitulares de Santo Domingo se propusieron celebrar las festividades tradicionales imponiendo
tributos a la población, sin consultar para ello al Consejo de
Indias. De acuerdo con Juana Gil-Bermejo, de 1604 a 1630 el
cabildo impuso sisas de carne y vino por las que obtuvo ingresos de 700,000 pesos, estimable suma que gastó en las fiestas
de Corpus Christi, las honras fúnebres por la Reina, el pago a
dos procuradores que representaron al cabildo ante las instituciones indianas de Madrid o Sevilla, los salarios del médico y
del capitán de rancheadores y el sustento de movilizaciones militares tierra adentro. Estos egresos se efectuaron sin licencia
real. De modo que cuando se efectuó una inspección con la
finalidad de comprobar la manera en que se había gastado el
dinero, las autoridades coloniales denunciaron que las contribuciones impuestas por el cabildo al vecindario eran abusivas
y los gastos en que habían incurrido eran excesivos. Se consideró que ni los gastos de Corpus Christi ni los del Capitán de
rancheadores debían ser de 100 ducados. El Consejo de Indias
condenó entonces a los trece miembros del cabildo a pagar
cada uno 2,000 ducados de plata por haber aprobado —sin
licencia para ello— la sisa de carne y vino por seis años. A
duras penas pudieron pagar los regidores condenados las
exorbitantes multas que les fueron impuestas entre 1638 y
1639. El origen de la investigación fiscal había sido la autonomía con que había procedido el cabildo. El rigor de la inspección fue motivado por el desconocimiento de los capitulares
de las autoridades coloniales. Hasta qué punto se excedió el
cabildo en los expendios es algo de menor importancia. Se
estaba sancionando, ante todo, la independencia con que habían actuado los regidores.98
J. Gil-Bermejo García, La Española, Sevilla, 1983, p. 256.
98
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14.Conflictos con las autoridades coloniales por la composición
terrateniente y criolla de los cabildos.
En Santo Domingo cada cabildo tuvo en el siglo xvi dos alcaldes elegidos anualmente por los regidores. No obstante, en
el siglo xvii se dieron casos en los que el gobernador se atribuyó las facultades de los regidores y designó por su cuenta a
los alcaldes. Así, en 1645, el gobernador Bitrián de Viamonte
(1636-645) designó un alcalde para Santiago de los Caballeros
sin tener en cuenta que su elección correspondía a los regidores de esa villa. Por esa arbitrariedad fue acusado por el cabildo de esa ciudad cuando fue residenciado en 1645. En el 1700
se repitieron esos hechos cuando el gobernador Manzaneda
impuso como regidor de Santo Domingo a un favorito suyo.99
Los capitulares de Santiago de los Caballeros se sentían ofendidos por la forma en que los gobernadores de Santo Domingo
efectuaban los nombramientos de regidores y alcaldes. De ahí
que, en comunicación al rey del 30 de diciembre de 1632, el
cabildo de Santiago de los Caballeros expresara lo siguiente:
Los gobernadores han introducido la costumbre de
que se les envíen los nombramientos para la confirmación, y muchas veces vienen nombrados y confirmados pretendientes a gusto de los Gobernadores y
sujetos que no miran por la ciudad, y de aquí que
los oficios de Regidores valgan menos, o no se quieran por no pagar por eso, y si el Cabildo antes no ha
reclamado ha sido por evitar la ojeriza e indignación
de los Gobernadores.
Los capitulares criollos solicitaron la merced de no tener
que «enviar la nómina [de los capitulares electos] para su
W. Vega, Historia, Santo Domingo, 1981, pp. 74-75.
99
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confirmación por los Gobernadores».100 La respuesta del Consejo de Indias a los capitulares santiagueros fue que se dirigieran a la Real Audiencia de Santo Domingo para efectuar
su reclamación, lo que equivalía a ponerla en manos de sus
adversarios.
En comunicación del 10 de marzo de 1635, los regidores de
Santiago de los Caballeros denunciaron que en las elecciones
del cabildo santiaguero el gobernador «no haciendo caso de
los dhos votos nombra en los dhos puestos a los pretendientes a
quien le parece».101 Ya desde 1632 los regidores santiagueros se
quejaban ante el rey de que el gobernador se atribuía la potestad de confirmar o rechazar las elecciones de alcaldes, llegando
a imponer en lugar de los electos a otras personas. La respuesta
del Consejo de Indias no pudo ser más evasiva, pues les aconsejó
que apelasen ante la Real Audiencia de Santo Domingo.102
A pesar de la alineación de los cabildos con los gobernadores en la guerra contra los franceses, la Audiencia siguió
empeñada en disolver la composición terrateniente de los cabildos y en designar a españoles residentes como capitulares,
e incluso —en un caso— a artesanos mulatos de la localidad. Si
algo caracterizaba a los patricios era la conciencia de su linaje
y la defensa de sus intereses corporativos. La defensa de la integridad racial de los cabildos era una cuestión de principios para
el patriciado criollo blanco. En Santo Domingo, a pesar del carácter patriarcal de la esclavitud, del alto grado de integración
racial alcanzado en los siglos xvi y xvii y del carácter minoritario de las etnias blancas, los patricios mantuvieron una actitud
intransigente respecto al acceso al cabildo, al clero o a posiciones dirigentes de la milicia blanca por parte de personas «de
color» o casadas con estas.
J. Gil-Bermejo García, La Española, Sevilla, 1983, p. 247. Véase también:
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Exposición del cabildo de
Santiago de los Caballeros, 30 de diciembre de 1632».
101
J. Gil-Bermejo García, La Española, Sevilla, 1983, p. 247.
102
Ibídem.
100
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La posición del cabildo de Santo Domingo respecto a la presencia de blancos casados con negras y mulatas en la dirección
de la milicia se evidencia en la carta que los regidores enviaron
a S. M. el 11 de agosto de 1674. De acuerdo con estos:
El Cavdo. tiene dado cuenta a V. M. de algunos sujetos de esta ciud. que con informes subrepticios, pretenden, que V. Magd. les honre con los premios, que
tiene destinados su Real Providencia y distribución
para los beneméritos, cuyos ascendientes conquistaron estas tierras para V.M.
Por eso era preciso aclarar que:
todos los más soldados viejos están casados con negras y mulatas, de cuyos matrimonios tienen hijos, y
será sumo desconsuelo de los hombres nobles de esta
ciudad, personas Beneméritas, descendientes de los
primeros pobladores de ella verse preferidos o mandados por estos en las ocasiones de guerra.103
De ahí que demandaran que se les eximiera de esos servicios. Como se ve, se actuaba en conformidad con el espíritu de
una sociedad de castas.
En 1714 el ayuntamiento de Santo Domingo impidió
ocupar la plaza de contador oficial de la ciudad a Alonso
Muñoz, debido a que este estaba casado con la hermana de
José Acevedo, descendiente de mulata, tanto por parte de
su bisabuela por línea paterna, como por su abuela por línea materna. Por esas razones el cabildo pretendía que Muñoz, a pesar de tener aspecto de blanco, cediera su plaza a
otra persona con calidad para ocuparla. Aunque la plaza de
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 73, «Exposición del cabildo de
Santo Domingo a S. M., 11 de agosto de 1674».
103
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contador no requería de una condición social determinada,
se consideraba que no era justo que Muñoz, en virtud de
su cargo, se sentase junto al decano del ayuntamiento en los
actos públicos. El rey, por Real Cédula del 4 de febrero de
1715, anuló la resolución del cabildo alegando que Muñoz
era natural de Bujalamar, en España, que descendía de familias principales y que «según la consideración legal [...]
el honor de los maridos autoriza el descaecimiento de las
mujeres».104
Lo más significativo de la actitud del cabildo eran los argumentos manejados por los regidores para impedir que Muñoz
desempeñase el cargo. De acuerdo con estos, lo más negativo
de su nombramiento era el precedente que sentaba, pues
a su imitación otros casados con mujeres pardas y
con la mácula de libertas, pretendan obtener todos
los puestos honoríficos de la República, fiados en el
caudal que adquieren por medio de oficios viles, a
que no se pueden dedicar personas nobles.105
El documento dejaba ver que la gente «de color», en tanto
acaparaba los principales oficios del artesanado de la ciudad,
había alcanzado considerables progresos económicos. De ahí
que su aspiración a igualarse con los blancos encontrase su
manifestación más evidente en la vestimenta que usaba.
El cabildo de Santo Domingo reiteraría su actitud con respecto al amancebamiento de patricios con mujeres de distinta
etnia, exhortando al monarca español el 19 de diciembre de
1757 a tomar medidas para impedir que individuos carentes
de «la conocida y correspondiente prosapia» accedieran por
vía matrimonial a los oficios de regidor y de alcalde. El patricio
Carlos Esteban Deive, La esclavitud del negro en Santo Domingo (1492-1844),
Santo Domingo, 1980, t. II , pp. 578-579.
105
Ibídem.
104
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no solo debía ser blanco, sino tener una familia blanca. En
tal virtud, el cabildo dominicano revelaría que, con el propósito de acceder al oficio de regidor, un individuo de baja
condición llamado Francisco Martínez, contramaestre de un
barco, se había casado con Ana de Coca, integrante de una
de las principales familias de la colonia. De igual manera
los capitulares denunciaron que Lorenzo Angulo, «hombre
humilde y de padres ejercitados en baxesa», se había casado
—con el mismo designio— con Josefa de Coca, de la misma
familia. De acuerdo con los capitulares criollos, el acceso de
estas personas a cargos en el cabildo podía provocar que «los
beneméritos se retiren y escusen de servirlos por no verse
alternar con estos». De ahí que solicitaran que S. M. se sirviera «providenciar lo que convenga al fin importantísimo
de que estos empleos se conserven con el lustre y esplendor
debido».106
Los conflictos referidos a la composición étnica del cabildo
hicieron acto de presencia de nuevo en la documentación del
cabildo dominicano en el decenio de 1770. En comunicación
del cabildo de Santo Domingo del 21 de enero de 1771 se informaba al monarca que no podían los parientes señalados por la
ley 5ª, título 3º, libro 4º de las Leyes de Indias obtener en el cabildo títulos de regidores y que por ese motivo habían invalidado
el remate que hizo para ese oficio don Antonio Valdemoro.107
No solo la Real Audiencia sancionaba a los regidores por
cualquier infracción, el Consejo de Indias tomaba medidas contra estos en ciertas ocasiones. En 1771, los regidores Antonio
Mañón de Lara, Miguel Bernardo Ferrer y Antonio Caro de
Oviedo fueron sancionados con multas de 100 pesos cada uno
por acusar a Isabel Herrera de tener tachas de sangre.108
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 297, «Exposición del cabildo de
Santo Domingo a S. M., 19 de diciembre de 1757».
107
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo 983, «Carta del cabildo de Santo
Domingo a S. M., 21 de enero de 1771».
108
F. C. de Utrera, Noticias históricas, Santo Domingo, 1978-1983, vol. IV, p. 129.
106
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Bien avanzado el siglo la Corona asestaría un fuerte golpe a
los principios oligárquicos en los que se asentaba el patriciado
terrateniente que integraba el cabildo de la capital y modificaría de paso la estratificación racial existente. De acuerdo con
la Real Cédula de 18 de marzo de 1783,
para ser regidor o tener otro cargo político en el Ayuntamiento no era precisa la prueba de hidalguía, solo
si que recaiga en blancos, por tal reputados, que no
ejerzan oficios viles, sin que les obste el estar casados
con mujeres, cuya ascendencia sea menos blanca, pudiendo ser los sastres, carpinteros y otros, obtenerlos,
porque estos oficios no envilecen las familias ni los inhabilita para oficios de la república; pero no los blancos que abandonan estos oficios por haberse hechos ricos y abundosos, porque viven ociosos y sin destino.109
De este modo la real orden de la monarquía ilustrada de
Carlos III quebrantaba los fundamentos legales estatuidos por
la Leyes de Indias, fundamentos en los que se había asentado
secularmente el orden colonial. No solo les daba ingreso a los
artesanos (que habían sido precedidos por los comerciantes
en el acceso al cabildo), sino que validaba la mezcla de razas
del patriciado. Solo se vedaba la entrada a los artesanos enriquecidos que practicaban el ocio, pues este era repudiado
por la mentalidad productivista de los ministros de Carlos III.
Los regidores apelaron ante el Consejo de Indias, solo que no
conocemos el resultado de su reclamación. Otra Real Orden
del mismo tenor se dictó el 3 de agosto de 1776 para la ciudad
de Caracas, con cuyo patriciado el Consejo de Indias estaba
empeñado en un conflicto virulento.
La creciente desproporción de pardos y morenos libres
respecto a los blancos motivaba temores entre los miembros
Ibídem, p. 67.
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del patriciado criollo de la capital. En la información abierta
en torno al Código Negro, Andrés de Heredia se pronunció
contra la manumisión de esclavos y su conversión en negros
y mulatos libres porque ello tendía a inclinar la balanza cada
vez más en contra de los blancos y porque los «de color» eran
personas de «perversas inclinaciones».110 Del mismo modo en
que Heredia se opuso a las manumisiones, el célebre presbítero Sánchez Valverde criticó a los amos criollos que liberaban a
sus esclavos, pues lejos de constituir un acto de piedad, «lo era
de irreligión, de impiedad y pecaminoso grave».111
Las disposiciones de la Corona y de las autoridades coloniales
tendían a exacerbar la oposición de los cabildos dominicanos.
En Santo Domingo, como en todas las posesiones españolas
del Caribe, se exigía a los funcionarios coloniales y oficiales del
ejército peninsular que solicitaran permiso para casarse con
criollas. En ese sentido, Rodríguez Demorizi presenta algunos
casos de oficiales a los cuales se les exigió además presentar
certificado de limpieza de sangre de sus respectivas novias y
de sus padres y declaración de testigos de que «eran personas blancas y reputadas por tales […] libres de mala nota, de
judíos, moros y negros».112 La novia debía también presentar
una dote que garantizara la estabilidad económica de la familia
en caso de que el novio perdiera su condición de militar. La circunstancia de que las posesiones antillanas estuvieran a cientos de millas de distancia de la metrópolis y de que
los franceses se hubieran apoderado de la mitad de la isla no
propiciaron que las puertas del cabildo de Santo Domingo
se abriesen a las clases subalternas de la sociedad colonial.
Tampoco el hecho de que la esclavitud tuviera un carácter
Javier Malagón Barceló, Código negro carolino (1784), Santo Domingo,
1974, p. 111.
111
Fernando Pérez Memén, La Iglesia y el Estado en Santo Domingo (17001853), Santo Domingo, 1984, p. 152.
112
E. Rodríguez Demorizi, Milicias, Santo Domingo, 1978, pp. 294-297.
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patriarcal contradecía el principio de la sociedad de castas. A
pesar del aparente carácter deferente y condescendiente de
los señores de hacienda, del creciente proceso de mestizaje
y de la correlación racial desfavorable a la población blanca,
las medidas segregacionistas de los regidores reflejan cómo el
cabildo de la capital dominicana se atenía al principio oligárquico de una estratificación racial rigurosa.
15.Las autoridades coloniales se encargaban de acentuar la
separación entre los criollos blancos y los criollos negros.
Ya desde mediados del siglo xvi el arcediano de Santo
Domingo, Alonso de Castro, se lamentaba de que los pardos
y morenos «andan tan ricos de oro y vestido, y tan sobrellevados, que a mi parecer ellos son más libres que nosotros».113
Las quejas procedentes de las autoridades de Santo Domingo
motivaron que el monarca español, en RC del 11 de febrero
de 1571, dispusiera que «Ninguna negra, libre o esclava, ni
mulata trayga oro, perlas, ni seda».114 Solo a aquellas casadas
con españoles se les permitía —de forma moderada— algunos
«zarcillos de oro» y algunas perlas.
La situación de pobreza generalizada del siglo xvii provocó que
las mujeres de las principales familias de Santo Domingo no asistieran a misa de día, a causa de la modestia de su vestimenta. Así
lo consignó el arzobispo de Santo Domingo, Pedro de Córdoba,
en comunicación al monarca fechada el 12 de febrero de 1625.
Sin embargo, de acuerdo con una exposición que los padres jesuitas Damián de Buitrago y Andrés de Solís dirigieron al superior de la Compañía de Jesús en Santo Domingo, esa no parecía
ser la situación de las pardas de la ciudad. A causa de la escasez
y miseria predominante, los templos se encontraban vacíos, y
en los días festivos solo acudían algunos hombres y docenas
C. Esteban Deive, La esclavitud, Santo Domingo, 1980, t. II p. 582.
Ibídem.
113
114
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de mulatas «con sus panetelillas de gaza y holán, muy galanas y
afeitadas, con sus sombreros pespuntados, toquilla y plumas de
franjones de oro». Tales mulatas eran de las que «por sustentar
comidas y galas, andan a competencia de granjear galanes».115
Las ropas vistosas con las que se exhibía la gente «de color»
en distintas épocas —aun en las de miseria—, a fin de equiparase con los blancos, motivó que Domingo Fernández de Navarrete, arzobispo de Santo Domingo, comunicara al rey en carta
del 26 de agosto de 1683 que era conveniente reformar «la demasía y superficialidad de los vestidos de negros y mulatos».116
Las actitudes de preocupación de las autoridades respecto
a las aspiraciones igualitarias y a la creciente prosperidad del
artesanado «de color» se dejan traslucir en las siguientes palabras del Arzobispo:
He predicado señor contra el abuso introducido en
esta tierra. Y hablado veces de él. Y si bien me acuerdo dixe en una ocasión a vuestro Presidente viéndolo
vestido de gala: Su señoría u los caballeros desta ciudad se avían de vestir de estameña (tejido ordinario)
para diferenciarse de los mulatos y negros.117
Para el prelado resultaba inadmisible que las «castas inferiores» se vistieran como blancos y llevasen «camisas de olan y bretañas, medias de seda, tafetán doble […] y mantas de seda con
puntas, las mulatas y las grifas son las que más las consumen».118
Como la sociedad de castas los apartaba y discriminaba,
los pardos y morenos libres se igualaban gastándose todo el
dinero en vestir como los blancos. Ahora bien, a juicio de
Fernández de Navarrete, lo peor era que
Ibídem, p. 583.
Ibídem y Pedro Mir, La bella historia del hambre dominicana, Santo Domingo,
2000, pp. 88-89.
117
C. E. Deive, La esclavitud, Santo Domingo, 1980, t. II p. 583.
118
Ibídem, p. 584.
115
116
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como la gente blanca es tan poca, necesitamos desta
gente para las ocasiones que se pueden ofrecer con
que conviene tolerarlas, y no desazonarles: ellos son tan
soberbios que reconociendo esta falla suelen decir que
dentro de pocos años vendrá el gobierno a sus manos.119
La alarma que reinaba era tanta que el gobernador Andrés de
Robles (1684-1690), ante el hecho de que «la gente de color» se
estuviera vistiendo y exhibiendo en los lugares públicos con las
ropas de gala de los patricios, dictó una cédula que ordenaba atajar los daños o excesos causados por «la profanidad de los trajes»,
o sea, por el empleo de ropa que se suponía era exclusiva de las
autoridades y del patriciado blanco.120
El proyecto del Código Negro de Agustín de Emparán (1784)
fue otro intento de las autoridades por reforzar la barrera de
color entre los criollos blancos y negros. De acuerdo con su articulado, se prohibía terminantemente el uso de ropa de seda,
mantillas y joyas a los pardos y morenos.
Ibídem.
Ibídem.
119
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Capítulo VIII
Condicionamientos
de las relaciones del poder colonial
con la región centro-oriental de
Cuba
1. Las ordenanzas municipales del oidor de la Real Audiencia de la
Española Alonso de Cáceres Ovando en 1574
El resultado de la visita a Cuba del oidor dominicano Alonso
de Cáceres fue la confección de las ordenanzas conocidas por
su apellido, las cuales regirían en toda la isla con ligeras modificaciones hasta el siglo xix. El código normó las relaciones
entre el Estado colonial y los cabildos de la isla, la tenencia de
la tierra, las relaciones de dependencia en el agro, la administración local y la impartición de justicia por los alcaldes y
regidores.
En cuanto a las relaciones entre los factores de poder existentes en la isla, el oidor dominicano concedió un conjunto de
prerrogativas a los cabildos que limitaban el dominio que hasta entonces habían ejercido los gobernadores. Conocedor de
que los gobernadores eran funcionarios que debían obedecer
al monarca y evitar conflictos con los intereses creados en las
posesiones coloniales de España, Cáceres se propuso estabilizar las relaciones entre ambas partes.
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Una primera disposición de las ordenanzas, que tendía a
evitar muchas de las pugnas que habían tenido lugar en las
elecciones municipales, quedó consignada en el artículo 4, el
que establecía lo siguiente: «el Gobernador deje libremente
elegir a los Regidores, sin votar él, ni su lugarteniente en ello,
pues asienten como juez y lo han de ser de lo que se hiciere».1
De manera parecida, el artículo 8 dispuso que en los casos
en que en las elecciones capitulares hubiera diferencias entre
el gobernador y los dos alcaldes «sobre lo que se ha de mandar
y ejecutar y cumplir, que lo que los dos de los tres determinaren se ejecute».2
O sea, podía haber un acuerdo entre los alcaldes que determinase el resultado de la elección del cabildo. La disposición
les concedió a los alcaldes criollos un poder discrecional absoluto sobre el gobernador en las elecciones, pues, por lo general, estos se unían en defensa de los intereses locales frente al
mandatario. Teniendo en cuenta que un navío viajaba «cada
cinco o seis años» entre Cuba y La Española, el artículo 24 de
las ordenanzas determinó que:
sea servido de mandar que el gobernador que hubiere conocido en primera instancia en caso civil, se pueda apelar de él para el cabildo de esta villa, siendo la
causa de treinta mil maravedís, y de hay abajo; porque
es cierto que mucha más cantidad se gastará en sacar
el proceso y llevarlo solamente a Santo Domingo.3
Las ordenanzas sancionaban otra prerrogativa de los cabildos cuando instaban en su artículo 22 a que se observase la:
Hortensia Pichardo, Documentos para la historia de Cuba, t. I, La Habana,
1973, p. 103.
2
Ibídem.
3
Ibídem, p. 106.
1
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jurisdicción de las ciudades, villas y lugares de esta
isla, y que ninguno pueda ser sacado de la jurisdicción en primera instancia, ni el Gobernador le pueda citar por alguna vía para que parezca ante él en
primera instancia a litigar como en derecho y leyes de
estos reynos (...)4
Lo que significaba que las infracciones y delitos cometidos
en primera instancia solo podían ser juzgados por los alcaldes
ordinarios de los cabildos, sin que el gobernador pudiera conocer de ellos. Este artículo sustrajo algunas transgresiones y
violaciones de la autoridad de los gobernadores y las colocó
bajo la competencia de los alcaldes ordinarios.
Por último, en el artículo 85 se previno el caso de que los
regidores desearan discutir en cualquier sesión del cabildo la
formulación de una demanda contra el gobernador ante el
Consejo de Indias o el monarca. Como quiera que las reuniones del cabildo eran presididas por el gobernador, Cáceres
consideró que en caso de que los regidores quisieran «escribir
a S. M. y a su real consejo, cosa que toque al gobernador o a
su lugarteniente, se salgan del cabildo entretanto que se trate
el tal negocio».5
De ese modo se legitimó la oposición de los miembros del
cabildo a determinadas disposiciones del gobernador y se
coartó la posibilidad de que este pudiera tomar represalias
contra los regidores y alcaldes por elevar demandas contra su
gestión administrativa.
En el artículo 41 de las ordenanzas se solicitó al monarca
que permitiera a los cabildos imponer tributos a los vecinos
para atender las necesidades más elementales de las villas,
dado el estado de pobreza en que se encontraban.6 Esta era
6
4
5
Ibídem, p. 105.
Ibídem, pp. 118-119.
Ibídem, p. 109.
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una solicitud inusual: se suponía que los cabildos normasen
la vida de las comunidades, no que impusieran tributos a los
vecinos. También de manera desacostumbrada las ordenanzas
recomendaron en su artículo 22 que se instituyera un teniente
gobernador en Bayamo que persiguiese el contrabando.7
En el artículo 12 Cáceres sancionó el principio de que las
elecciones fueran llevadas a efecto por los regidores en sesión
del cabildo, y no a cabildo abierto, o sea, a campana tañida y
con el voto de los vecinos blancos de la villa, como se había
estado haciendo hasta entonces.8 Los negros, mulatos e indios
no participaban en los cabildos abiertos. A pesar de haberse
prohibido las elecciones de alcalde a cabildo abierto o campana tañida, el artículo 20 dispuso que el procurador fuese electo
cada año mediante ese procedimiento, pudiendo reelegirse y
participar en defensa de los intereses de la comunidad, y frente a los regidores o alcaldes que se pronunciasen en contra de
ella, en las sesiones del cabildo.9 De acuerdo con el artículo
21, el procurador debía defender «el bien público y común de
todos», no pudiendo «pedir ni seguir particulares intereses».10
Si bien las ordenanzas de Cáceres se propusieron legitimar la estratificación esclavista existente en la sociedad y en
las instituciones coloniales, tuvieron también como objetivo
crear un estado de derecho en el que las personas pudieran forjarse algunas expectativas o ilusiones de equidad y
equilibrio respecto a la sociedad en la que vivían. En este
orden de cosas, sancionaron rigurosamente las prácticas de
los intermediarios locales que se interponían entre el productor y el consumidor para alterar los precios a su favor.
La mediación comercial llevada a efecto por terceros que
compraban productos de la agricultura para venderlos en las
villas (o inversamente) en perjuicio de los compradores fue
9
Ibídem, p. 105.
Ibídem, p. 104.
Ibídem, p. 105.
10
Ibídem.
7
8
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condenada severamente. Los regatones —como eran llamados en el medioevo español— eran perseguidos por la Iglesia
y por los cabildos en las posesiones ultramarinas de España.
Ahora bien, los grandes prestamistas de la Corona y los grandes comerciantes importadores y exportadores extranjeros
radicados en la península y en la isla no estaban sujetos a
las normas jurídicas y morales que regían para los regatones
y buhoneros. Así sucedía en el puerto escala antillano de la
Carrera de Indias: los grandes comerciantes de vino, tejidos
y harina radicados en La Habana estaban exentos de las prohibiciones que afectaban a los intermediarios medianos. De
esta forma, de acuerdo con los artículos 43 y 44 de las ordenanzas, el cabildo no podía poner:
postura ni tasa a los mercaderes que tratan en vino y
mantenimientos, y en mercaderías de Castilla, ni de
otra parte por mar con riesgo, sino que los dejen vender
como S.M. lo tiene mandado (…) pero a los rescatones
que compran los dichos vinos y mercaderías en esta villa
y puerto, que se les pueda poner y pongan postura y tasa
para vender, dándoles ganancia moderada.11
Solo en el caso —previsto en el artículo 44— de que a los
grandes mercaderes de Castilla o Nueva España se «les hallase
a sus mercancías peso o medidas, falso o falsa» podían ser «castigados por estas ordenanzas».12
La dependencia en que se encontraban la monarquía y las
posesiones ultramarinas respecto a los grandes prestamistas
extranjeros y mercaderes determinaba que se hiciera abstracción de los principios éticos medioevales que condenaban las
ganancias obtenidas en el comercio. En ese sentido, las exenciones concedidas por Cáceres a los comerciantes sevillanos
Ibídem, p. 109.
Ibídem.
11
12
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parecen haber estado determinadas por los agudos conflictos que habían tenido lugar con los cabildos dominicanos y
por la decisión que tomara al respecto el monarca español.
La protesta que originó entre los mercaderes de Sevilla y
Cádiz la decisión del cabildo de Santo Domingo de imponer
tasas a los productos que vendían, así como sus amenazas de
interrumpir o retrasar el comercio con La Española, determinó que se dictase una real provisión en 1534 que impedía
que se impusieran las referidas tasas a los productos que
llevaban a la isla.13 Más tarde, en 1577, el Dr. Gregorio Gonzáles de Cuenca, presidente de la Real Audiencia de Santo
Domingo, transigió a las exigencias de los comerciantes
sevillanos y gaditanos. Cáceres, oidor de la Real Audiencia dominicana, al parecer compartía los criterios del Dr.
Cuenca.14
El hecho fue que en La Habana las imposiciones de precios
por los comerciantes sevillanos motivaron distintos pleitos que
fueron zanjados por el ayuntamiento habanero. Y aunque esos
grandes comerciantes fueron favorecidos por las ordenanzas
de Cáceres, les estuvo vedado el acceso a los cabildos hasta
avanzado el siglo xviii.
Por su parte, el artículo 46 obligó a los mercaderes radicados
en la isla a no comerciar en otras posesiones españolas del Caribe
la mercancía que no hubieran podido vender en La Habana. Ello
así para que se vieran compelidos a venderla tierra adentro.15
De manera parecida, las prácticas comerciales especulativas
eran proscritas por las ordenanzas, que sancionaban además
como una de las principales funciones de los cabildos la regulación del precio de los productos. En tal virtud, Cáceres hizo
suya la noción del justo precio de Tomás de Aquino. Así, los
artículos 29 y 30 reglamentaron el que los diputados del cabildo
Genaro Rodríguez Morel,Cartas del cabildo, Santo Domingo, 1999, pp.39-41.
Ibídem.
15
H. Pichardo, Documentos, t. I, La Habana, 1973, p. 110.
13
14
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fijasen —con relativa independencia de la oferta y la demanda— los precios de la carne de ganado y del pescado, así como
el del vino. De acuerdo con los artículos 81, 83 y 84, no se podía
tampoco vender la carne de res y productos del mar fuera de las
carnicerías y pescaderías en las que se pesaba y vendía según los
precios regulados por los diputados del cabildo.
La lectura de las actas de los cabildos cubanos desde el siglo
xvi hasta el siglo xix revela que los cabildos no se conformaron
con ajustar el precio del vino y de las carnes de res y pescado, sino que regularon estrictamente también los precios de
los productos agrícolas, las ropas, los zapatos y otros artículos. En las actas de los cabildos también se establecía que los
diputados debían revisar con varas, pesas y medidas el peso
y las dimensiones de las mercancías en las tabernas, tiendas
y almacenes. La reglamentación de los precios obedecía no
solo a la ideología medioeval imperante en la época, sino a la
necesidad de proteger a la vecindad de las escaseces, penurias
y epidemias que diezmaron a las villas durante los primeros
tiempos de vida colonial.
De acuerdo con el artículo 48, los regatones que vendían
en el campo productos de la ciudad debían «perder todo lo
que así llevasen a vender». Y según el artículo 31, cuando
las sanciones contra los especuladores y regatones fuesen de
«pena corporal o destierro o de mil maravedís arriba», los diputados debían consultar con el gobernador y los alcaldes.16
Por su parte, el artículo 70 prohibió que en el radio de 8
leguas alrededor de las villas se diera licencia a persona alguna
para establecer «hatos de vacas ni puercos». Dichas tierras se
reservaban para ejidos públicos en los que el vecindario pudiera realizar cultivos y establecer estancias. En la periferia
de 8 leguas en torno a las ciudades había pastos y monterías
comunes en los que los vecinos tenían permiso para montear
ganado cimarrón u orejano y traer carne para su consumo o
Ibídem, pp. 197 y 110.
16
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venta. Se esperaba que con la carne obtenida en esas monterías hubiera «proveimiento para los vecinos y pasajeros, y
la carne vale a más moderado precio».17 El artículo además
preveía que, en caso de escasez o hambrunas, los vecinos de
las villas pudieran montear ganado orejano o salvaje (aquel
sin propietarios) con fines de supervivencia. En cuanto al artículo 71, este autorizó a dar asiento y licencia para estancias
en los terrenos de los hatos «...concedidos a otras personas o
criaderos de puercos».18 En cambio, se ofreció resarcir a los
señores de hatos y corrales concediéndoseles una extensión
de tierra equivalente a la que en sus terrenos hubieran cedido
a las estancias. Estos dos últimos artículos proporcionaban a
los vecinos la posibilidad de montear ganado salvaje y de establecer estancias en las tierras de los hateros como manera de
enfrentar la escasez que agobiaba a las villas.
Para evitar que los monteadores mataran ganado ajeno, el
artículo 76 estableció que no se cazaran reses en los términos,
«límites y mojones» de los hatos y corrales. El ganado monteado fuera de los límites de los hatos y corrales que estuviese
herrado debía ser devuelto a su propietario. Todo el ganado
cimarrón u orejano que se capturaba fuera de esos límites era
propiedad de los vecinos que monteaban. Se estimaba que había decenas de miles de reses que se habían criado salvajes;
su captura era la única manera de aliviar la hambruna que
padecían las comunidades antillanas. De acuerdo con el artículo 77, se prohibía a los monteadores e intermediarios
que vendiesen cueros sin orejas, o sea, cueros de reses que
tuvieran propietario, toda vez que estos les cortaban las orejas
para identificarlos.
Ibídem, p. 116.
Ibídem.
17
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2. Guerra naval contra los enemigos de la Corona española en el mar
Caribe
En el curso del siglo xvii España sostuvo guerras con Inglaterra, Francia y Holanda que se prolongaron por setenta años.
Estos conflictos se trasladaron al escenario del mar Caribe,
donde los navíos españoles tuvieron que combatir contra las
escuadras de las potencias rivales. Las naves europeas se concentraron en atacar a la flota y a otras embarcaciones de la
Carrera de Indias y en practicar el socorrido comercio clandestino con las posesiones coloniales hispánicas en el Caribe. De
ahí que este período se caracterizara por la intensidad de los
encuentros navales. Así, entre 1622 y 1636, los navíos holandeses apresaron 547 embarcaciones, la mayoría de nacionalidad
española. Para alcanzar tan importantes resultados Holanda
empleó 800 barcos de guerra y 67,000 marinos y soldados.19
No disponemos de la documentación que avale la cantidad
de embarcaciones que perdió España en la guerra naval que
sostuvo en el Caribe con Inglaterra y Francia, pero pensamos
que deben haber sido cuantiosas. Isabelo Macías estima que
tan solo entre 1602 y 1604, en las costas de Cuba, España perdió unas 23 embarcaciones.20
De acuerdo con Engel Sluiter, cada año, y solo respecto a
Cuba, los holandeses empleaban en su comercio clandestino
de cueros 20 barcos de 200 toneladas.21 En la documentación
consultada de principios del siglo xvii se revela la presencia
de grandes escuadras de buques contrabandistas operando en
las costas de Cuba con absoluta impunidad. Por ejemplo, en
comunicación a S. M. fechada el 14 de mayo de 1604, el gobernador Pedro Valdés (1602-1608) informó que en la banda sur
Eleazar Córdova-Bello, Compañías holandesas de navegación, agentes de la
colonización neerlandesa, Sevilla, 1965.
20
Isabelo Macías, Cuba, Sevilla, 1978.
21
Engel Sluiter, Dutch-Spanish rivalry in the Caribbean Area, 1594-1609,
Durham, N. C., 1948, p. 184.
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de la isla estaban «al presente 23 velas de enemigos, rescatando, grandes y pequeñas, y entre ellas algunas de más de 400
toneladas».22
Y el año siguiente (2 de febrero de 1605), cuando Álvarez
de Avilés se dirigió con seis barcos a Manzanillo, en persecución de navíos de contrabando, se encontró con la noticia de
que tres días antes habían salido del puerto 31 embarcaciones: 24 holandesas, una inglesa y seis francesas. Días después
Álvarez de Avilés se encontrará con la escuadra enemiga y
comprobará que eran 30 los buques que la integraban.
En opinión del gobernador Valdés la cantidad de cueros
que a principios del siglo xvii eran vendidos anualmente por
Cuba y La Española ascendía a 40,000.23
Los contraataques de las naves españolas a las posesiones
inglesas eran tan frecuentes como los asaltos de estas a las costas cubanas. Henry, Earl of Northampton, informó a su majestad británica en 1612 que las embarcaciones de la Bermuda
Company no sufrieron daños de parte de la numerosa flota
de navíos españoles que se había acercado a la costas de Bermudas: la retirada de los españoles se debió a la frecuencia
de los huracanes, por lo que no osarían llegar a las islas que
llamaban Dameniorum insulam. De acuerdo con el testimonio
inglés, los españoles llamaron desde entonces «islas de los demonios» a la peligrosa región que con el correr del tiempo
sería denominada Triángulo de las Bermudas.24 Otro informe
a su majestad británica, esta vez del 12 de noviembre de 1626,
dio cuenta de que una armada española se había apoderado
de 2 o 3 navíos ingleses en la isla de St. Christopher’s y que
«El 7 de Septiembre 36 navíos españoles llegaron a Nevis y
entraron en combate con 9 barcos ingleses los que tomaron y
L. Marrero, Cuba, t. IV, Madrid,1975, p. 130.
I. Macías, Cuba, Sevilla, 1978, p. 337.
24
British National Archives. Calendar of State Papers (1574-1660)
preserved in the State Paper Department of Her Majesty Record Office.
vol. I, 1512, p. 14.
22
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quemaron…». El resultado final de la incursión española fue
que «solo unos 200 ingleses y 40 franceses quedaron y se internaron en los bosques».25
3. Medidas infructuosas del poder colonial contra el patriciado
santiaguero y bayamés. El espejo de la paciencia
El siglo xvii empieza con las medidas de represión del
contrabando tomadas por el gobernador Pedro Valdés. Este
arribó a las costas de Cuba por Baracoa, desde donde debía
trasladarse a La Habana para tomar posesión de su cargo. Allí
pudo conocer las dimensiones que había tomado el contrabando en las regiones orientales del país. El nuevo gobernador se percató bien pronto de que el cura de Baracoa, fray
Alonso de Guzmán, era el primer contrabandista de la localidad, habiendo hecho viajes a La Española para concertar
operaciones de rescate con los extranjeros. De acuerdo con
el Gobernador, el fraile no se limitaba a promover los contrabandos, sino que también espiaba los movimientos de los
buques y guarniciones españolas con el objeto de tener informados a los corsarios franceses con los que se relacionaba.
Valdés pensaba que el comercio de contrabando ascendía a
unas 40,000 reses al año. A su modo de ver, lo más peligroso
de las actividades de comercio clandestino con los enemigos
de España era que estos tenían «noticia entera de la fortificación deste presidio, fuerça y defensa de todos los puertos
canales caletas y surgideros de la ysla». De ese modo establecía una relación entre el contrabando y la seguridad de la
isla. Otro riesgo lo constituía la difusión de libros religiosos
entre «la gente de la tierra», lo que era de más temer en
virtud de que entre esta había «mucha gente barbara como
yndios, mulatos y negros i muchos adbenedizoz de diferentes
naciones i partes».
Ibídem, November 12, 1626, vol. V, p. 103.
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El Gobernador encontró un serio obstáculo en su propósito
de sancionar al cura de Baracoa, quien contaba con la protección del obispo fray Juan Cabezas de Altamirano. Poco tiempo
después Valdés se convenció de que «La causas de estar tan
arraigados los rescates son (los) clérigos y religiosos».26
Desde luego, el núcleo central de los rescates tierra adentro
lo constituían los cabildos locales. Valdés lo sabía mejor que nadie, por lo que decidió emprender una política de mano dura
con los rescatadores de Bayamo. Eso fue lo que, según García
del Pino, gestionó el obispo Cabezas de Altamirano, quien llegó
a Bayamo después de los encarcelamientos dictados por Suárez
Poago. Una vez que el Obispo se hubo puesto de acuerdo con
los alcaldes ordinarios bayameses Gregorio Ramos y Pedro Patiño (quienes serían días después autores de su liberación y de
la muerte del pirata francés Girón), dio licencia «a confesores
señalados para que absolvieran a los Regatantes (rescatadores)». A cambio, estos debían satisfacer los derechos reales y
el diezmo de la Iglesia que adeudasen.27
A esta primera sedición de los bayameses sucedió uno de
los hechos más historiados de la cultura cubana. Se trata del
secuestro del obispo Cabezas de Altamirano por el pirata y
contrabandista francés Gilberto Girón, quien hallaría la muerte en combate con los libertadores del Obispo. Como es sabido, estos hechos motivaron la escritura del primer poema
de la historia de Cuba, Espejo de paciencia, de la autoría del escribano del cabildo de Puerto Príncipe, Silvestre de Balboa.
El suceso pudo haber pasado desapercibido o no alcanzar la
notoriedad que llegó a tener, de no ser por la adulteración
literaria de los hechos que tuvo lugar con la versión de Balboa. En efecto, el poema tiene las características de ser un
documento motivado por la necesidad de presentar a sus
H. Pichardo, Documentos, La Habana, 1973, t. I, p. 131.
César García del Pino, La Habana bajo el reinado de los Austria, Oficina del
Historiador, La Habana, 2008, p. 25.
26
27
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protagonistas como súbditos leales de la monarquía española,
quienes estaban empeñados en una acción gloriosa contra un
hereje que había osado violar las disposiciones reales que prohibían el comercio con extranjeros y que había secuestrado a la
más alta autoridad religiosa de la isla. Esta versión ha sido cuestionada por estudios recientes que ponen en dudas desde el hecho
de que Girón fuera un contrabandista hasta «la santidad» del
controvertido obispo Cabezas de Altamirano. Con independencia de cuáles puedan ser los criterios historiográficos necesarios
para determinar quién era Gilberto Girón, lo cierto es que parece
haber unanimidad entre los historiadores acerca de que los ejecutores del francés eran contrabandistas.28
Tal como ha puesto de relieve Leví Marrero, el licenciado Manso de Contreras, oidor de la Real Audiencia de Santo Domingo,
antes del episodio del secuestro del Obispo había incluido en su
padrón de rescatadores al alcalde bayamés Gregorio Ramos y a
sus lugartenientes Jácome Milanes y Miguel de Herrera, descritos
por Silvestre de Balboa como heroicos defensores de la tierra y la
religión católica frente a los extranjeros y como valientes ajusticiadores del pirata Girón. Manso de Contreras incluyó también en
la referida relación de promotores del comercio ilícito al propio
autor de Espejo de paciencia y escribano del cabildo principeño,
Silvestre de Balboa (tan exaltado apologista del Obispo que le
atribuía a este ser un imitador de Cristo), así como a los coautores
del poema Pedro de Torres de Cifuentes (vecino de Puerto Príncipe), Juan Rodríguez de Cifuentes (regidor del cabildo principeño) y Bartolomé Sánchez (alcalde de esa villa).29
Los cargos que detentaban en el cabido de Puerto Príncipe
los autores de Espejo de paciencia hacen del poema un manifiesto de solidaridad criolla frente a las medidas represivas del
¿Era Girón un corsario, como piensan García del Pino y Macías; o bien
era un corsario-contrabandista o un pirata- contrabandista, como estima
Moreno Fraginal?
29
P. A. Morell de Santa Cruz, Historia de la isla, La Habana, 1929, pp. 145-147
y 162-165. Y L. Marrero, Cuba, t. IV, Madrid, 1975, p. 134.
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contrabando tomadas por las autoridades coloniales, así como
también un homenaje de los principeños a los bayameses,
con quienes coordinaban con frecuencia sus operaciones de
contrabando. El hecho de que el alcalde, dos de los regidores
del cabildo principeño y el alférez Lorenzo Laso fuesen los
autores de sus versos laudatorios no parece haber sido casual.
Tampoco parece haber sido una coincidencia que, en los días
en que Girón efectuaba el secuestro del Obispo alegando que
un religioso lo había engañado al no darle los 600 cueros a los
que se había comprometido a cambio de los géneros de ropa
que le había entregado por anticipado, por aquellas inmediaciones se encontrasen Silvestre de Balboa y Juan Rodríguez
de Cifuentes, escribano y regidor, respectivamente, del cabildo
principeño y autores del Espejo de paciencia. Esta coincidencia
convertía al regidor, como ha destacado García del Pino, en
«actor o espectador cercano de aquellos hechos».30
Otros testimonios le atribuyen al obispo Cabezas de Altamirano una responsabilidad máxima en los hechos del rescate que culminó con la muerte de Girón. Aquel no solo había
protegido y absuelto al cura de Baracoa de las acusaciones que
formulase contra él el gobernador Pedro Valdés, sino que había solicitado del alcalde bayamés Gregorio Ramos el indulto
de los coterráneos emplazados por el oidor de la Audiencia
de Santo Domingo Manso de Contreras. Su tolerancia hacia
los rescatadores parece no haber tenido límites, pues el provisor y administrador eclesiástico de las haciendas de Francisco
Parada, Francisco Puebla, secuestrado conjuntamente con el
Obispo, era, de acuerdo con Manso de Conteras, «el mayor
culpado en los rescates», en virtud de lo cual tenían el Obispo
y él «mucha quantidad de hazienda adquerida en la grajería
de los rescates».31 En este sentido, tendríamos que remitirnos a
César García del Pino, «El Obispo Cabezas, Silvestre de Balboa y los
contrabandistas de Manzanillo», Revista de la Biblioteca Nacional de Cuba
José Martí, mayo-agosto, 1975, pp. 43-44 (pp. 13-54).
31
Ibídem, pp. 38-39.
30
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García del Pino, quien ha contabilizado los bienes del Obispo
desde que se residenció —siendo «muy pobre»— hasta que
abandonó el alto cargo que detentaba, cuando contaba con un
ingenio, un hato, estancias por valor de 10,786 reales y con un
capital de 10,000 ps.32
En el testimonio que dio Cabezas de Altamirano sobre las
conversaciones que sostuviera con Girón en los días de su secuestro, refiere que este le hizo saber que los había secuestrado
por dos razones. La primera sería narrada por el Obispo en los
siguientes términos. «(...) un mozo natural de villa había ido a
resgatar en mi nombre 52 cueros (...) y se había huido con la
ropa por el monte». O sea, se había apoderado de parte de la
ropa que traía Girón y se había fugado sin pagarle los 52 cueros
que le debía. La segunda razón por la que lo había secuestrado
fue que «un religioso, cuyo nombre no pongo aquí porque ya su
prelado ha tomado cargo del castigo, se burlaba de él, habiéndole llevado mucha ropa de resgate y que le debían hasta 600
cueros, y que esperando esta paga, por no tener de comer como
irritados y necesitados, habían hecho lo que hicieron».33
Con respecto al primer hecho, Cabezas de Altamirano reconoció que un alcalde que estaba investigando su actuación en
aquellos hechos «cogió la ropa que ellos dicen hurtó el sobre
dicho mozo», pero era muy poca como para que él y sus criados
se involucrasen en ese rescate. De ese modo, reconoció que el
joven se había apoderado de alguna ropa de la que traía Girón,
pero negó que él estuviera implicado en la negociación con el
pirata por tener un carácter irrisorio. Sin embargo, Cabezas Altamirano no refutó la segunda razón que le dio Girón, en el
sentido de que lo había secuestrado en represalia por no haberle entregado un religioso los 600 cueros que le adeudaba. De
hecho, admitió el Obispo su veracidad cuando dijo que no mencionaba el nombre del religioso referido por Girón «porque ya
Ibídem.
L. Marrero, Cuba, Madrid, 1975, t. IV, pp. 120-123.
32
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su prelado ha tomado el cargo del castigo». Si se tiene en cuenta
la forma en que había absuelto al cura de Baracoa, es muy difícil
pensar que el castigo impartido al religioso que trató con Girón
fuera muy severo, si es que lo hubo. ¿Quién era ese religioso que
negoció el rescate de los 600 cueros en las inmediaciones o en la
misma hacienda de Paradas con el pirata? ¿Acaso había más de
una hacienda bajo administración eclesiástica en ese territorio?
¿Acaso el religioso que rescataba con Girón no era el mismo
padre Francisco Puebla, administrador de la hacienda de Paradas? ¿Acaso no actuaba Puebla en representación del Obispo?
Lo cierto es que la versión del Obispo de que había viajado a
Yara «porque me dijeron que en aquel tiempo los negros de
las haciendas se ocupaban en resgates» resulta del todo inverosímil. Lo que parece evidente es que el secuestro es resultado
de un ajuste de cuentas entre el pirata y los rescatadores por
incumplimiento de lo pactado por la parte criolla.
La acción de comerciar con navíos extranjeros era considerada de la manera más natural del mundo por Silvestre de Balboa, quien afirmó en el poema que a las costas de Cuba venían
«Muchos navíos a trucar por cueros
Sedas y paños, y a llevar dineros»
Por eso en todo el poema no se habla en ningún momento
de «rescates», y cuando se hace, se trata de «rescatar» al obispo
secuestrado. Es decir, no hay referencia a la acepción punible
o criminal de la palabra «rescates».
Desde luego, la intención primordial del poema era transformar un hecho de desobediencia civil y de violación de las
disposiciones reales que prohibían el comercio de contrabando —en el que aparecían involucradas las principales figuras
del cabildo bayamés y de la Iglesia— en una acción de fidelidad a la Corona y de defensa de la religión católica frente a un
enemigo extranjero, acción que desagravió al Obispo «humillado» por el hereje mediante la decapitación de este último
y la exposición de su cabeza atravesada por una lanza en el
mismo Bayamo.
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Cuando en 1630 Juan Bitrián de Viamonte (1630-1634)
asumió la gobernación, comprobaría respecto a los regidores
de la isla de Cuba lo que ya había constatado como gobernador en Santo Domingo. Así, en carta del 18 de enero de 1631,
Bitrián de Viamonte le informaría a S. M. que:
En las elecciones de oficios (…) no guardan los regidores las leyes ni cumplen con sus obligaciones porque antes que vengan a Cabildo an hecho sus Juntas y quando
vienen a él ya se sabe el que ha de salir por Alcalde (...)34
Claro está, los regidores no iban a hacer sus combinaciones
en presencia del gobernador español. De acuerdo con una versión de los hechos, el nuevo gobernador se había visto precisado a invalidar la elección de Diego Torres, a quien condenó a
permanecer cuatro años sin cargos en el cabildo. Ante la imposibilidad de proceder legalmente para romper los estrechos
vínculos existentes entre los miembros del cabildo, Viamonte
exhortó al monarca a que dictase una real cédula: «para que en
el dho. nombramiento de alcaldes Ordinarios guarden las Leyes
Reales y que no nombren padres a hijos, ni hijos a padre, ni a los
demás deudos, que por derecho esta prohiuido».
El quid pro quo de las elecciones era que como «Son ocho
regidores y una vez al año como son quatro los Alcaldes, votan
unos por otros los parientes y ansi se anda la acción alternatiua
sin la atención del Real Servicio».35
Por esos años el patriciado santiaguero se sintió también seriamente agraviado por la imposición de un inmigrante peninsular de baja condición social como alcalde de la ciudad. En
1636 el alférez mayor Miguel de las Cuevas Velarde, en representación del cabido santiaguero, protestó airadamente por el
Archivo Nacional de Cuba. Academia de la Historia, caja 87, signatura 441,
«Carta del gobernador Bitrián de Viamonte a S. M., 18 de enero de 1631».
(Apud. A. G. I., Santo Domingo, sección V, estante 54, caja 1, legajo17).
35
Ibídem.
34
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hecho de que el gobernador de la ciudad hubiera impuesto
como alcalde de la ciudad al peninsular Pedro Valiente, quien
estaba en vía de tránsito para Cartagena de Indias y quien era
reconocido raptor de la monja doña María Manuela de Guzmán
y Toledo, sin contar con que era sobrino de un maestro de herrería. Para De las Cuevas Velarde, esa designación «era hacerle un
agravio a los hijos de la tierra».36
4. El patriciado santiaguero se opone a la injerencia del Santo Oficio
en su jurisdicción
Con motivo de que el Tribunal del Santo Oficio de la ciudad
de Cartagena de Indias otorgara el título de alguacil mayor
de Santiago de Cuba a Francisco Martínez de la Rea, los regidores santiagueros hicieron sentir su oposición terminante.
Alegaron que una RO de 1633 mandaba que no hubiera en las
Indias más que cuatro alguaciles del Santo Oficio, y como ya se
habían designado alguaciles de la inquisición en otras ciudades de Indias, a Santiago de Cuba no le correspondía tener ese
funcionario en su jurisdicción. Ante «los inconvenientes que
pudieran resultar» de esa resolución, el cabildo santiaguero se
dirigió a S. M. para demandarle que lo eximiese de esa imposición del Santo Oficio (22 de diciembre de 1687).
El patriciado santiaguero reiteró en 1695 su oposición a las
pretensiones del Tribunal del Santo Oficio de Cartagena de nombrar un alguacil mayor en esa ciudad. Al cabo de ocho años del
primer intento inquisitorial de imponer un funcionario que vigilase y censurase sus actos, los regidores se negaron a dar posesión
del cargo de alguacil mayor del Santo Oficio de la Inquisición a
Joseph García. De acuerdo con exposición del cabildo de Santiago
de Cuba del 15 de noviembre de 1695, el acuerdo del Tribunal
de la Inquisición de Cartagena «era vicioso e indigno de cumplimiento», sobre todo si se tenía en cuenta que Joseph García
Emilio Bacardí y Moreau, Crónicas de Santiago de Cuba, Barcelona, 1908,
t. I, p. 151.
36
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era «la persona que ha tenido más parte en quantos agravios a
padecido el Real Servicio en esa ciudad desde que se abecindó en
ella (…) por incorregible y sedicioso».
De la misma naturaleza era la conducta de los integrantes
del Santo Oficio que «con sus determinaciones faltan a la veneración que deben a las Leyes y Cédulas de S.M.».37
La renuencia de los capitulares santiagueros a cumplir las
providencias de las autoridades del Santo Oficio motivó que
a cada uno de ellos le fuera impuesta una pena de 500 pesos
plata. De acuerdo con la exposición del cabildo santiaguero
del 16 de julio de 1695, dado «el estado mísero en que se halla
esta ciudad con los desasosiegos que ha padecido en los años
pasados», los capitulares se hallaban en una situación económica crítica, por lo que se vieron imposibilitados de presentar
un recurso contra la resolución de Cartagena. Lo mismo había
sucedido con los regidores bayameses que se habían negado a
reconocer la designación de un alguacil mayor del Santo Oficio en la ciudad, motivo por el que se les impusieron sanciones
pecuniarias gravosas. De acuerdo con los capitulares santiagueros, la situación creada en la ciudad con la designación
de Joseph García fue «la causa de todos los disturbios que se
ofrecieron en esta ciudad». Las protestas se agudizaron cuando se supo que la persona designada para presidir el tribunal
que conocería del diferendo del cabildo con Joseph García era
el cuñado de este, el Sr. Roque de Castro Machado, canónigo
doctoral de la catedral. De ahí
resultaron todos los disturbios y sediciones que se
ofrecieron en esta república hasta la execución del
delito de tumulto que fomentó el licenciado Franco.
Manuel de Roa, acompañado de todos los de la familia del dho. Joseph García.38
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 117, «Exposición del
cabildo de Santiago de Cuba a S. M., 15 de noviembre de 1695».
38
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 117, «Exposición del
cabildo de Santiago de Cuba a S. M., 18 de julio de 1695».
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No había transcurrido un año cuando los inquisidores
de Cartagena decidieron otorgar a los vecinos santiagueros
Bartolomé y Joseph López del Castillo «los privilegios, exenciones e inmunidades de fuero y de poder traer armas ofensivas y defensivas», en quebranto de las prerrogativas exclusivas
que tenía el cabildo de conceder esas licencias. En exposición
a S. M. del año 1696, los capitulares alegaron que se habían
abstenido de reclamar por no contar con dinero para establecer una demanda y por temor a «las penas de censuras y pecuniarias de que se vale el Tribunal de Cartagena».39
Obviamente, lo que temían los capitulares santiagueros era que
la Corona diese la razón al Santo Oficio una vez más y que ellos
se vieran obligados a pagar las sanciones que se les impusieran.
La pugna con el tribunal inquisidor tendió a acentuarse con
la designación de Bartolomé y Joseph López del Castillo como
alguaciles del Santo Oficio en Santiago de Cuba. En exposición a S. M. fechada en mayo de 1698, los regidores santiagueros los acusaron de ser autores de «graves delitos» y de que de
su designación se derivaría «notable escándalo». No obstante,
terminaron por darles posesión de sus respectivos cargos.40
5. Los conflictos de los cabildos de Santiago de Cuba y de Bayamo
con el gobernador del Departamento Oriental en el siglo xvii
En 1673 el cabildo bayamés protagonizó una sonada protesta contra el gobernador de la región oriental de la isla, Andrés
de Magaña, quien había intentado nombrar a un capitán a
guerra en la ciudad, «al cual no quisieron recibir». El cabildo
bayamés alegó que, de acuerdo con una provisión muy antigua
de la Audiencia de Santo Domingo, «no podía haber más de
un teniente general en todo el Gobierno». El gobernador De
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 117, «Exposición del
cabildo de Santiago de Cuba a S. M., 1696», s/f.
40
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 117, «Exposición del
cabildo de Santiago de Cuba a S. M., mayo de 1698».
39
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Magaña había tratado también de cumplimentar la provisión
de la Real Audiencia de Santo Domingo que impedía que se
continuasen reeligiendo los miembros de las familias terratenientes como alcaldes del cabildo. O sea, pretendía violar uno
de los principios rectores del patriciado criollo, sustento del
poder político de los señores de hacienda.
El 29 de marzo de 1675 el Consejo de Indias ratificó la decisión
de la Real Audiencia de Santo Domingo. No obstante, por Real Cédula del 7 de noviembre de 1693, los bayameses consiguieron que
la vara de alcalde recayese siempre en uno de sus regidores y que
no se les pudiera hacer salir de su villa para comparecer en juicio
en Santiago de Cuba o La Habana. O sea, se revalidaba la competencia de los alcaldes respecto a las causas radicadas en la localidad
contra los capitulares bayameses. De ese modo, se sustraían de la
jurisdicción del gobernador y de los juzgados de Santiago de Cuba
los juicios contra los miembros del cabildo bayamés.41
La provisión referida de la Real Audiencia prohibía que
se votara para alcaldes ordinarios a favor de los parientes de
los regidores o de sus mujeres hasta el cuarto grado. El 27 de
mayo de 1675 los regidores bayameses apelaron de nuevo ante
el Consejo de Indias para que los parientes pudieran votar entre sí en los cabildos.42
A pesar de toda la oposición, los oficios del cabildo bayamés
siguieron en manos de las principales familias terratenientes.
Los apellidos que firmaron la protesta —dirigida a S. M.— del
8 de enero de 1674 continuaron detentando los cargos capitulares en los siglos xviii y xix. En efecto, los descendientes de los
Céspedes, Estrada, Milanés, Pavón, Tamayo, Téllez y Guevara
que firmaron el referido documento continuaron ejerciendo
los oficios de regidores y alcaldes del cabildo bayamés hasta
mediados del siglo xix.
L. Marrero, Cuba, Madrid, t. VII, 1979, p. 185.
R. Konetzke, Colección de documentos, Madrid, 1953-1958, vol. II, tomo
segundo, pp. 615-616. Y L. Marrero, t. V, Madrid, 1976, pp. 16-17.
41
42
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Los acomodos y pactos de algunos gobernadores con el
patriciado fueron un fenómeno que se dio de manera espaciada pero recurrente. Una Real Cédula del 8 de mayo de 1679
evidencia las equívocas relaciones que existían entre el gobernador de Santiago de Cuba y el patriciado de los cabildos de
Santiago y Bayamo. En la disposición real referida se instruía
al capitán general de la isla:
averiguar los fraudes cometidos en Santiago de Cuba
y Bayamo y si hallareis ser cierto lo indicado, enviareis quien en ínterin gobierne en Cuba, con comisión
para que al Gobernador que resultare culpado, lo remita preso a la ciudad de la Habana, para que desde
allí venga a estos Reinos.43
La prohibición de que las familias terratenientes dominantes en los cabildos concertaran entre sí para controlar todos
los oficios capitulares continuó siendo invocada por las autoridades y por los capitulares designados por los gobernadores
en el siglo xviii. En Santiago de Cuba, a instancias de cuatro
capitulares adeptos al gobernador, se instruyó en 1794 un expediente a otros ocho capitulares bajo la acusación de encontrarse enlazados por vínculos de parentesco y de supuestamente oprimir al pueblo santiaguero.44
6. Supresión de la facultad de repartir tierras a los cabildos de la isla
La disposición tomada por Felipe V de que los gobernadores interinos debían ser los militares de mayor categoría de las
tropas españolas acantonadas en las fortalezas constituyó un aviso anticipado de las medidas de centralización política y militar
Cedulario Americano del siglo xvii. Cédulas de Carlos ii (1679-1700), Sevilla,
1956, pp. 16-17.
44
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 1485, número 10.
43
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que se aplicarían en el país. Las medidas centralizadoras no
solo obedecían a las nuevas concepciones racionalistas de la
administración española, sino a la necesidad de controlar
más estrechamente sus posesiones coloniales ante el auge del
contrabando y el creciente espíritu de autonomía local de los
cabildos. En este sentido, providencias tendientes a limitar la
facultad de los cabildos de repartir las tierras fueron tomadas desde la segunda mitad del siglo xvii. De acuerdo con Le
Riverend,
(…) hasta fines del siglo xvii no apareció en el panorama de la legislación colonial la intervención directa
del poder real en la concesión de mercedes; en efecto, por Real Cédula de 6 de noviembre de 1690, se
dispuso entre otras cosas que el gobernador de Santiago de Cuba podía otorgar títulos de merced (de
verdadera propiedad de las tierras) a nombre del Rey
a los beneficiarios de mercedes que hubieran sido admitidos a la composición de las tierras.45
No habían faltado sugestiones de funcionarios reales de la
Corona en el sentido de que se privase a los cabildos de la
facultad de mercedar tierras. En carta a S. M. fechada el 11
de octubre de 1633, el gobernador Juan Bitrián de Viamonte
(1630-1634) sugirió que se
(...) despache cédula para que los Regidores no pidan por si ni por interpósitas personas en el cavildo
ningunas tierras valdías por ser como es un perjuicio
por qe. todos los qe. ay con la mano poderosa las piden valiendose para esto de las Ordenanzas.
Julio Le Riverend, «Documentos para la historia económica y social
de Cuba», Boletín del Archivo Nacional de Cuba, t. LIII y LIV, La Habana,
1956, p. 266, nota al pie.
45
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Y a los efectos de evitar que los regidores siguieran repartiéndose entre ellos las tierras que aun no se habían repartido,
«Que se de Ca. [cédula] pa que no se enajenen las tierras y que
auise de las que están dadas y a quienes y que cantidad y con
que títulos…»46�
Pero las condiciones no estaban maduras todavía para que
la Corona desafiase el poder local del patriciado de la isla,
por lo que los consejos del Gobernador no fueron atendidos
en la Corte. Sin embargo, en 1713 se dictó una real cédula
que convocaba a los terratenientes a legitimar la posesión de
las tierras, lo que en los hechos operaba como recordatorio
de que estas eran propiedad del rey y no de ellos.47
De ese modo se venían preparando las condiciones para
despojar a los cabildos de la facultad de mercedar tierras. Las
disposiciones que privaron finalmente a los cabildos de la isla
de la facultad de repartir haciendas y estancias fueron las Reales Cédulas del 23 de noviembre de 1729 y del 16 de febrero de
1739, las cuales concedieron dicha facultad a una comisión de
composición de tierras presidida por el gobernador español
de Cuba. De esta suerte la monarquía borbónica arrebató a los
cabildos insulares el privilegio que les había convertido en una
de las principales fuentes de poder y de prestigio en la isla.48
De acuerdo con estas reales cédulas, los beneficiados con
mercedes de tierras expedidas antes o después de 1700 debían
legalizar su tenencia ante el juez de tierra pagando lo que correspondiera por la composición de las mismas, es decir, por su medición y el establecimiento legal de sus límites. Asimismo, debían
pagar el cobro establecido para solicitar a la Corona la real confirmación, o sea, el derecho y título de propiedad. Se establecía
Archivo Nacional de Cuba. Academia de la Historia, caja 88, signatura 451.
Olga Portuondo Zúñiga, «La consolidación de la sociedad criolla
(1700-1765)», La colonia: evolución socioeconómica y formación nacional de
los orígenes hasta 1867, Instituto de Historia de Cuba, Editora Política,
La Habana, 1994, p. 184.
48
J. Le Riverend, Documentos, La Habana, 1956, pp. 264-270.
46
47
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también que los poseedores de terrenos considerados realengos,
aun cuando fuesen menores a una caballería, debían legalizar
su situación acudiendo al juez de tierra y pagando por la solicitud de confirmación real.
El despotismo tributario de la Corona no tuvo como designio
alentar una reforma en la tenencia de la tierra que se orientara
a la creación de una nueva clase burguesa en el agro, sino a
incrementar los ingresos de la Real Hacienda. En las condiciones coloniales de la época no existía una clase adinerada capaz
de suplantar al patriciado terrateniente en la posesión de sus
tierras. Las disposiciones reales de 1590, 1729 y 1739 tuvieron
el propósito de establecer el control fiscal sobre las tierras del
patriciado terrateniente indiano, las que, aun habiendo sido
mercedadas en usufructo, eran consideradas por los poseedores como de su propiedad. El designio último de la medida que
arrebató a los cabildos la potestad de repartir tierras fue reducir
el poder del patriciado terrateniente que dominaba los cabildos y desafiaba en sus jurisdicciones la autoridad de la Corona
y de los funcionarios coloniales. De acuerdo con la historiadora
Mercedes García Rodríguez, con la reforma del régimen de
tenencia de tierras los Borbones aseguraron los cobros fiscales por composición, confirmación, derecho de media anata,
censos y ventas, cuestiones todas desatendidas en épocas de
los Habsburgos.49 De esa suerte se creó un nuevo rosario de
tributos sobre el patriciado y el campesinado de las Indias que
incrementó cuantiosamente los ingresos de las Cajas Reales.
7. Prohibición colonial de producir aguardiente de caña en América
La política de prohibir la producción de aguardiente de
caña en América para favorecer a la industria andaluza de
aguardiente de uva —que se prolongó desde 1693 hasta 1749—
Mercedes García Rodríguez, Tiempo de Borbones e ilustrados. Las reformas en
la Cuba del setecientos, La Habana, 2001.
49
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Jorge Ibarra Cuesta
afectó severamente a los dueños de ingenios antillanos. Los
cabildos puertorriqueños protestaron reiteradamente contra
las medidas tendientes a favorecer el monopolio andaluz. En
la sesión del 12 de noviembre de 1738 del cabildo de San Juan,
el alcalde Miguel Pizarro y los regidores Clemente Dávila y José
de Castro pidieron al rey «permitir la saca de aguardiente de
caña».50 La solicitud no fue atendida por la Corona, que dictó
nuevas disposiciones para La Habana que prohibían la producción de aguardiente en la mayor de las Antillas.
Una Real Orden del 6 de febrero de 1739, ratificada en
junio de 1758 y concerniente a la prohibición de fabricar y
vender aguardiente de caña, dispuso que se demolieran todos los alambiques, tanto en La Habana como en sus afueras.
Dicha medida provocó diversas protestas por parte del patriciado terrateniente, el cual tenía en sus haciendas pequeños
ingenios y cachimbos de azúcar. De acuerdo con la historiadora Mercedes García, la última Real Cédula que vedó la producción de aguardiente de caña tenía por objeto favorecer
a los productores y exportadores de vino y aguardiente de
la península y de las islas Canarias, los cuales se habían visto afectados por la competencia de los producidos en Cuba,
que se beneficiaba de su cercanía a La Florida, Nueva España
y a otras regiones americanas.51
Por último, en un contexto histórico distinto (1765),
Carlos III legalizó en las Antillas «la saca de aguardiente
romo».52 La disposición real obedecía a la nueva política
tendiente a estimular el desarrollo de la plantación azucarera en Cuba luego de la toma de La Habana por los ingleses
en 1762.
Actas del Cabildo de San Juan de Puerto Rico, 1730-1750, publicación oficial
del gobierno de la capital, San Juan de Puerto Rico, 1966, p. 32.
51
M. García Rodríguez, Tiempo de Borbones, La Habana, 2001.
52
F. Moscoso, Agricultura y sociedad, San Juan de Puerto Rico, 2001, pp. 117-118.
50
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De súbditos a ciudadanos...277
8. La obligación de la pesa: manzana de la discordia entre los
patriciados criollos
En Cuba, como en Santo Domingo y Puerto Rico, las contradicciones entre los cabildos de las principales ciudades-puerto (La Habana, Santiago de Cuba, Santo Domingo y San Juan) y los cabildos
de tierra adentro (Bayamo, Puerto Príncipe, Santa Clara, Sancti
Spíritus, Santiago de los Caballeros, Holguín, San Germán...) en
torno a la obligación de la pesa contribuyó a la división de las distintas patrias locales. En estos conflictos los cabildos de las ciudadespuerto fueron apoyados por las autoridades coloniales.53
El hecho de que los señores de hacienda de tierra adentro
se vieran forzados por los cabildos de las ciudades-puerto a
satisfacer la obligación de la pesa provocó en ocasiones conflictos tan agudos como los que estos sostenían con las autoridades coloniales. Con frecuencia los precios de la carne que
fijaban los cabildos de las capitales eran menos favorables para
los señores de ganado de la tierra adentro que para los que
se encontraban en la jurisdicción de las ciudades-puerto, lo
que provocaba la irritación de los primeros, que incurrían en
gastos considerables conduciendo el ganado desde regiones
muy apartadas. Entre los ganaderos más beneficiados con los
precios de las localidades de las ciudades-puerto se encontraban, en primer lugar, los miembros de los cabildos de estas
que poseían haciendas de cría de ganado.
Mafalda Victoria Díaz Melián, «La actividad económica en Puerto Rico.
Comportamiento de los sectores ganadero y pesquero entre 1775-1810»,
Primer congreso internacional de historia económica y social de la cuenca del Caribe.
1763-1898. Exámenes de las actas del cabildo de San Juan Bautista de Puerto Rico,
San Juan de Puerto Rico, 1992, pp. 543-558; L. Marrero, Cuba, Madrid,
1978, t. VI pp. 191-215; Olga Portuondo Zúñiga, Santiago de Cuba, desde su
fundación hasta la guerra de los diez años, Santiago de Cuba, 1996, pp. 56-57;
E. Bacardí y Moreau, Crónicas, Barcelona, 1908, t. I, pp. 199, 237, 281;
Manuel Dionisio González, Memoria histórica de la villa de Santa Clara,
Villa Clara, 1858, pp. 123-130; Javier Malagón Barceló, El distrito de la
Audiencia de Santo Domingo, Santiago de los Caballeros, 1977, p. 205.
53
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Jorge Ibarra Cuesta
Otro hecho que ahondaba las divisiones regionales era que
los tenientes gobernadores o los tenientes a guerra cumplían
con frecuencia el encargo de anotar y contar el ganado de
los señores de hacienda y de fijar el número de reses con
que estos debían contribuir a la pesa de las ciudades-puerto.
Sucedía que las autoridades militares se excedían en el cumplimiento de la obligación de la pesa en los pueblos del interior
y vigilaban estrechamente a los terratenientes comprometidos
con la misma. En otras palabras, los tenientes gobernadores
imponían rígidamente —en nombre de los cabildos de las capitales y de las ciudades-puerto— la obligación de la pesa a los
señores de hacienda del interior.
En la región centro-oriental de Cuba, los conflictos entre los
cabildos de las ciudades-puerto y los cabildos de tierra adentro
que más desorden y efectos disociadores provocaron fueron
los que enfrentaron en más de una ocasión a Santiago de Cuba
con Bayamo y Puerto Príncipe. Los conflictos del patriciado
santiaguero con los centros de rebeldía y de contrabando de la
tierra adentro no tuvieron su origen tan solo en la imposición
a los terratenientes bayameses y principeños de la obligación
de la pesa. Los gobernadores españoles se unían con frecuencia con el patriciado del cabildo santiaguero para introducir
mercancías fuera de registro en las naves del comercio con España y del que se practicaba legalmente con Venezuela y otras
posesiones españolas del Caribe. Los gobernadores de Santiago de Cuba autorizaban en ocasiones la entrada de naves de
las potencias europeas enemigas, invocando para ello la disposición de la Corona que permitía que entraran en los puertos
de sus posesiones antillanas embarcaciones amenazadas de
naufragar. Por lo general, las naves extranjeras concertaban
previamente con las autoridades españolas y del cabildo para
introducir mercancía de contrabando por el mismo puerto.
Así, mientras los gobernadores españoles reprimían el contrabando tierra adentro, lo autorizaban de manera encubierta en
el puerto santiaguero. En este sentido, y a manera de ejemplo,
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De súbditos a ciudadanos...279
se pueden citar los casos de los gobernadores de Santiago de
Cuba Antonio Ayans de Ureta, Nicolás de Arredondo y Gil
Correoso Catalán, quienes fueron sancionados en sus juicios
de residencia por alentar subrepticiamente el contrabando
por el puerto.54 La afición al contrabando del patriciado santiaguero y de gobernadores españoles venales contribuyó con
frecuencia a que los conflictos entre estos se desvanecieran,
mientras que agravaron los producidos con los cabildos de
tierra adentro. Desde luego, cuando los gobernadores eran intransigentes y no accedían a participar en los rescates con los
regidores, las desavenencias con estos se agudizaban.
9. El enemigo externo: sus agresiones a la isla en el siglo xvii
En el siglo xvii las reiteradas agresiones a la isla por parte
de los enemigos de España evitaron que los vínculos de los
patriciados locales con los extranjeros a partir del comercio
clandestino pudieran devenir en una asociación riesgosa
para el Estado colonial. Las acometidas bélicas indiscriminadas contra el vecindario de las villas y los emplazamientos militares de la isla contribuyeron a que el patriciado estrechara
relaciones con el poder colonial y se aprestara a defender
la patria criolla frente al enemigo foráneo. De ese modo se
acentuó la brecha cultural, sicológica y religiosa que separaba a los patriciados y a las comunidades criollas de las naciones europeas rivales. Desde luego, cuando el propósito que
animaba a los extranjeros era comerciar, eran bien recibidos
por los criollos.
La siguiente relación de agresiones enemigas contra Cuba
elaborada por García del Pino revela la persistencia de las agresiones extranjeras a las comunidades criollas en el siglo xvii.
Jacobo de la Pezuela, Historia de la isla de Cuba, Madrid, 1878, t. III,
pp.119-120.
54
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Jorge Ibarra Cuesta
Ataques enemigos a Cuba en el siglo xvii55
Años
Localidades Agredidas
1603
Remedios
1603
Santiago de Cuba
1603
Baracoa
1604
Manzanillo
1606
Isla Caimanes (Acción naval)
1621
Banes (Rechazado)
1626
Cabañas
1627
Cojímar (Acción naval)
1628
Canímar (Acción naval)
1633
1635
Cabo de San Antonio
Santiago de Cuba (Rechazado)
1636
Santiago de Cuba (Rechazado)
1638
Cabañas ( Acción naval)
1639
Cojímar (Acción naval)
1652
Remedios
1653
L. de Lazo (Rechazado)
1658
1658
1662
1665
1667
1671
1675
Remedios
Puerto Padre
Santiago de Cuba
Sancti Spíritus
Casilda (Rechazado)
Remedios
Trinidad
1677
Santiago de Cuba (Rechazado)
1679
Sabanalamar (Rechazado)
1679
Puerto Príncipe (Rechazado)
1682
Canímar
1690
L. de Lazo ( Rechazado)
Hasta el decenio de 1670 las naciones europeas pudieron
llevar a efecto impunemente sus ataques contra el litoral de
Cuba. Estimulados por la Corona y las autoridades coloniales,
55
César García del Pino, El corso en Cuba, siglo
La Habana, 2001, p. X.
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xvii:
causas y consecuencias,
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De súbditos a ciudadanos...281
los patriciados locales decidieron tomar en sus manos una
contraofensiva en regla frente a las actividades enemigas en
el mar Caribe. Lo más notable de esta relación de agresiones
extranjeras contra la isla consiste en que la gran mayoría se
concentraba en la región centro-oriental. Las naves enemigas procedentes de las Antillas Menores no se aventuraban a
navegar con frecuencia las costas de La Habana por temor a
los navíos que la custodiaban.
10. La contraofensiva española: la cooptación de sectores del patriciado
y las comunidades criollas por la Corona mediante la expedición
de patentes de corso y concesión de comisos
La política más efectiva que diseñaron los Austrias contra la creciente dependencia de los criollos del comercio de contrabando
promovido por las naciones enemigas de España fue la expedición
de patentes de corso y la concesión de comisos en todos los puertos
de sus posesiones caribeñas. De acuerdo con Jacobo de la Pezuela,
un intento inicial de alentar actividades corsarias en Cuba en la primera mitad del siglo xvii fracasó. Un armador de Cádiz, Alonzo de
Ferrara, tomó asiento el 4 de noviembre de 1616 con la finalidad
de fabricar cuatro bajeles destinados a la defensa de las costas de la
isla. Con esa contrata el general de galeones Juan Pérez de Oporto
siguió entre 1620 y 1640 construyendo buques con destino a las
Antillas en el astillero de Ferrara y Oporto. Las guerras europeas en
las que se involucró España y la subsiguiente crisis de navegación
con sus posesiones ultramarinas dieron lugar a que desapareciera
ese primer intento de promover el corso.56
En Cuba los gobernadores comenzaron a expedir en firme
patentes de corso desde la segunda mitad del siglo xvii. De
acuerdo con De la Pezuela, entre 1662 y 1670 el gobernador Francisco Dávila de Orejón expidió 15 patentes de corso
para perseguir a filibusteros procedentes de la isla Tortuga
J. de la Pezuela, Historia, Madrid, 1878, t. II, p. 93.
56
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y Jamaica.57 A su vez, el historiador García del Pino da cuenta
de que en 1669 había corsarios criollos operando en Trinidad,
Remedios y Santiago de Cuba.58 Ahora bien, ya desde la promulgación de la Real Orden del 3 de septiembre de 1654 se
estableció una política de comisos encaminada a estimular a
sectores de las comunidades criollas para que tomaran parte
en la represión de los contrabandos. Así, la disposición real
citada estipuló que las dos terceras partes de los navíos y efectos de contrabando que se capturasen pasarían a formar parte del patrimonio de los captores y denunciantes. La tercera
parte de las naves enemigas capturadas, así como de las mercancías y esclavos que transportasen, debían pasar a la Real
Hacienda en Santo Domingo, Puerto Rico, Cuba, Venezuela y
Veracruz, pues se debían tomar medidas enérgicas contra «los
fraudes y menoscabos que se han seguido y siguen a mi Real
Hacienda».59 Mediante esta medida las autoridades coloniales
dispensaban libremente una prebenda a los criollos que contribuían a reprimir las actividades contrabandistas.
En cuanto al armamento, financiamiento y patente de buques corsarios con tripulación y comandantes criollos por
parte de comerciantes españoles y del Estado colonial, debe
señalarse que ello constituía una forma sutil de dividir a las
comunidades empeñadas en actividades de contrabando,
así como de atraer a un sector emprendedor a enriquecerse
en la guerra contra los enemigos de España. Convencido el
Consejo de Indias de que las naves españolas eran impotentes para enfrentar a las armadas enemigas en el mar Caribe,
decidió incitar el espíritu de lucro de los criollos fomentando las actividades corsarias, las cuales tenían por propósito
revertir las acciones bélicas a favor de España. Sin embargo,
no fue sino hasta el 22 de febrero de 1674 que se decretó una
Ibídem, p. 89.
C. García del Pino, El corso, La Habana, 2001, p. 147.
59
Real Cédula de 6 de septiembre de 1654. A. G. I., Audiencia de Santo
Domingo 75.
57
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De súbditos a ciudadanos...283
real ordenanza que reglamentó la manera en que se debían
expedir los permisos para las actividades de corso.60
La disposición que legalizaba las actividades corsarias estimuló poderosamente a intereses locales en las regiones más
castigadas por los asaltos de corsarios y piratas extranjeros. La
Real Hacienda alentó el espíritu empresarial y de acumulación
de riquezas de algunos personajes de los patriciados locales y
de miembros del artesanado «de color». Los incitó a que se
enrolaran como marinos y capitanes de naves de corso y a que
en determinadas ocasiones acapararan las presas, o bien a que
se eximieran de retribuir la alcabala y el almojarifazgo. Gran
parte de la tripulación estaba constituida por blancos, negros
y mulatos de los estratos subalternos de las comunidades criollas. De acuerdo con el artículo 3 de la RO del 22 de febrero
de 1674, «las presas que hicieren de mercaderías se han de
partir conforme al tercio vizcayno, aplicando la tercia parte al
Nabío y artilleros y la otra al armador, y la gente que navegare
y sirbiere en el corso». En muestra de generosidad el monarca
dictaminó en el artículo 4:
como a Rey y Señor Natural toca al Rey, mi hijo, el
quinto de las presas que se hicieren en el mar y tierras, hago merced de él á los armadores y gente que
se embarcare y hiciera la presa para que lo reparta
como he declarado en el capitulo antecedente: y así
mismo les hago merced y gracia de los navíos y artillería, armas, municiones y vitualla y demás cosas que
le tocaren aunque pertenezcan a la Hacda. Rl., como
el quinto para que con lo uno y lo otro se puedan
sustentar mejor (…) y esta merced les hago con calidad para que los navíos que apresaren se los puedan
vender al Rl. Fisco o a vasallos de aquellas provincias.
Boletín del Archivo Nacional de Cuba, tomo LX, enero-diciembre de 1961,
La Habana 1963, pp. 11-14.
60
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Jorge Ibarra Cuesta
Disfrutaban también los corsarios de las preeminencias y
exenciones de que disfrutaban los oficiales de milicias criollos.
Al cabo de varias décadas de comenzar a expedirse las patentes
de corso, los armadores y capitanes corsarios habían devenido
ricos y poderosos miembros de la oligarquía, tan prósperos
como los principales organizadores de contrabandos a gran
escala en la región centro-oriental de Cuba, Santo Domingo y
Puerto Rico.
En San Juan hemos referido el caso del zapatero mulato
Henríquez, quien, entregado a las actividades corsarias, llegó
a tener 25 navíos y un ingenio con 60 esclavos y llegó a ser el
hombre más rico de la capital boricua. De nada le sirvieron sus
riquezas frente al cabildo de San Juan, que lo persiguió por su
origen humilde y logró encarcelarlo. En La Habana otro mulato, Francisco Díaz Pimienta, en virtud de las relaciones de su
padre, un canario propietario de uno de los astilleros habaneros, entró en la marinería como alférez en 1614 y en 1636 era
superintendente de la fábrica de navíos y, además, castellano
del Castillo de la Fuerza. Por entonces construyó en su astillero dos galeones con los que se dedicaría al corso. En 1641, al
mando de un cuerpo de ejército de 2,000 hombres, ocupó la
isla inglesa de Santa Catalina. Pronto se le hizo Almirante de la
Real Armada de Indias. De acuerdo con Moreno Fraginals, se
especializó en construir naves con doble fondo para introducir mercancías de contrabando. De ese modo llegó a ser uno
de los hombres más ricos de La Habana. No obstante, cuando
intentó obtener la Orden de Caballero de Santiago, cuatro
miembros de la elite criolla habanera declararon en su contra
alegando que era hijo de un descendiente de hebreo con una
mulata. Como el puertorriqueño Henríquez, a pesar de haberse enriquecido al calor de la protección que le otorgaran las
autoridades coloniales españolas, el habanero Díaz Pimienta
fue también proscrito a causa de su condición racial y de sus
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relaciones oficiales con el patriciado criollo de los cabildos.61
Como ellos, muchos pardos y morenos se enriquecieron en las
actividades corsarias.
En Santiago de Cuba y La Habana se expidieron más de
cincuenta patentes de corso, lo que propició la aprehensión
de treinta fragatas y 80 tipos de embarcaciones enemigas distintas, la captura de más de 600 negros y más de 1,000 ingleses
prisioneros. Las embarcaciones y esclavos apresados tenían un
valor de unos dos millones de pesos.62 Resultó esta guerra «la
época más feliz para Cuba», pues «los corsos llevaban bastante
caudal de los enemigos». Como consecuencia, se abarataron
los productos de primera necesidad, pues los corsarios
hacían muchas presas en la Carolina y Nueba Inglaterra y de bacalao y abundaba la Ysla de harinas muy baratas de algunas ropas y de otras cosas y sobre todo se
enriquecía de marineros de bellas embarcaciones.63
Por entonces asumía la gobernación de la isla Francisco
Dávila Orejón (1664-1670), quien expidió 15 licencias de corso.
En poco tiempo se capturaron 20 barcos ingleses y franceses: todos los tripulantes fueron ahorcados. Entre 1550 y 1650 España
perdió 90 navíos a manos de los corsarios y piratas de las potencias rivales europeas. Con la armadura de corsarios dominicanos, puertorriqueños y cubanos a partir de la década de 1660, las
posesiones hispánicas de las Antillas iniciaron la contraofensiva
naval. La acometida de los corsarios cubanos tomó fuerza desde
1670, pero ya en 1641 se había producido un primer ataque a
las islas de Santa Catalina en las costas de Nicaragua, y en 1642
Manuel Moreno Fraginals, Cuba / España, España/ Cuba. Historia común,
Barcelona, 1995, pp. 75-78.
62
César García del Pino, «Cuba y las contiendas navales en el siglo xviii»,
Ciencia, Pensamiento y Cultura, no. 567, marzo de 1993, Madrid, pp. 9-29 y
240-258.
63
Olga Portuondo Zúñiga, Nicolás Joseph de Ribera, La Habana, 1986, pp. 148-149.
61
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se efectuó otro contra la isla Rostan, en la costa de Honduras.
El siguiente cuadro ilustra la contraofensiva corsaria cubana
respecto a las posesiones inglesas y francesas en el Caribe.
Ataques corsarios cubanos a posesiones
extranjeras en el caribe. Siglo xvii64
Años
Posesiones extranjeras
1641
Santa Catalina (Nicaragua)
1642
1669
1670
1670
Rostan (Honduras)
Isla Caimán
Jamaica
Jamaica
1671
Jamaica
1671
Jamaica
1672
Virginia
1683
1684
1684
1685
1685
Siguaney
Providencia
Haití ( Grande)
Haití (Nipe)
Haití (Riviera)
1687
Haití ( Pitiguao rechazado)
1687
Nieves
1689
1689
1689
Vieques
Los Santos
Aguica
1689
Dominica
1691
Haití (Guarico)
1695
Haití (Guarico)
A inicios del siglo xviii las actividades corsarias tomaron nuevos bríos. El gobernador Gregorio Guaso de Calderón (17181724) propuso al rico comerciante español Manuel Miralles que
recaudara fondos entre los comerciantes de La Habana para
Cesar García del Pino, El corso, La Habana, 2001, p. 1.
64
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armar en corso —con suficiente armamento y parque— a los
más osados hombres de mar de la localidad. En breve tiempo Miralles organizó una flotilla compuesta de seis balandras,
siendo sus armadores los señores del ganado del patriciado
criollo y los comerciantes españoles. Entre los regidores criollos se destacaban Nicolás Castellón, Tomás Urabaso y el contador Pedro de Arango. El patriciado y algunos regidores del
cabildo santiaguero y bayamés participaron también en esas
actividades, enriqueciéndose considerablemente.65 Las operaciones en las que actuaron no iban dirigidas, por lo general,
contra las actividades de contrabando promovidas por sus patriciados respectivos, sino contra naves extranjeras que surcaban las aguas del Caribe y contra comunidades inglesas, francesas y holandesas de la región. En 1718 la flotilla de corsarios
organizada por el comerciante Miralles zarpó del puerto habanero con la finalidad de atacar las embarcaciones y posesiones
británicas más desguarnecidas. La operación se vio coronada
con el éxito: regresó a La Habana después de haberse apropiado de más de de 80,000 pesos y 98 esclavos y con 6 súbditos
británicos aprehendidos.66
En Santiago de Cuba el gobernador Mateo López de Cangas
(1713-1728) expidió una carta el 28 de diciembre de 1719 en
la que autorizó a que se armasen más corsarios criollos con el
objetivo de continuar la ofensiva naval contra las posesiones
europeas rivales en el Caribe y las naves extranjeras que merodeaban la isla.67 En 1719 salió una expedición de La Habana a
recuperar Pensacola, en poder de los franceses. La misión se
logró en pocos días, y como resultado fueron capturados 400
franceses, dos navíos y 160 esclavos, además de gran cantidad
de pertrechos bélicos y de boca.68
F. Castillo Meléndez, La defensa, Sevilla, 1986, p. 56.
Cinco diarios del sitio de La Habana, La Habana, 1963, p. 249.
67
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 359, número de expediente 9,
«Carta del gobernador Mateo López de Cangas, 28 de diciembre de 1719».
68
C. García del Pino, Cuba y las contiendas, Madrid, 1993, p. 13.
65
66
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Jorge Ibarra Cuesta
De acuerdo con fuentes consultadas por José Luciano
Franco, de 1713 a 1725 Inglaterra perdió 300 barcos, la mayor parte de los cuales fueron capturados por corsarios de las
Antillas hispánicas.69 De 1731 a 1737 los corsarios de Cuba
apresaron 31 naves inglesas.70 De 1743 a 1745 se incrementó
notablemente el número de patentes de corso expedidas en
La Habana y Santiago de Cuba, alcanzado durante esos años la
cifra de 130. 77 mercantes ingleses y norteamericanos fueron
apresados durante esos años. En 1742-1743 se capturaron 12
balandras y fragatas inglesas solamente en Santiago de Cuba.71
Esta puede considerarse la época feliz del corso en Cuba y en
las Antillas. Los criollos descubrieron que el corso no era solo la
mejor defensa de las islas frente a las incursiones enemigas, sino
una empresa altamente lucrativa. Un corsario criollo que sobresalió por sus acciones de guerra fue el capitán Pablo Borrell, alcalde
trinitario que se desempeñó como tal de 1742 a 1778. De acuerdo
con un historiador de Trinidad, en ese lapso de tiempo capturó 50
embarcaciones y aportó a la Real Hacienda más de 200,000 pesos.72
Las prevenciones de las autoridades coloniales contra los
regidores y los corsarios criollos de la villa de Trinidad se pusieron de manifiesto cuando en carta del 17 de julio de 1715
el gobernador de La Habana, Marqués de Casa Torres, refirió
que tenía instrucciones de no conceder patentes de corso a
otras personas que no fuesen peninsulares, por los «excesos
que cometían los vecinos y Ayuntamiento de la Ciudad de Trinidad». De acuerdo con el Gobernador, solo concedería esas
patentes a españoles, porque los criollos eran los primeros rescatadores de la isla.73 En Real Cédula del 30 de mayo de 1714,
71
72
José Luciano Franco, Ensayos históricos, La Habana, 1974, p. 47.
L. Marrero, Cuba, Madrid, 1978, t. VI, p. 129.
Ibídem, pp. 110-111.
Francisco Marín de Villafuerte, Trinidad: apuntes históricos y tradiciones,
Trinidad, 1934.
73
A. G. I., Audiencia de Santo Domingo, legajo 378, expediente núm. 3,
«Carta del gobernador de La Habana, 17 de julio de 1715».
69
70
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referida a Trinidad, se prohibía expressis verbis que «no se den
patentes de corso a otros que no sean españoles». La proscripción de los criollos se debía a «las inobediencias de la vecindad
y Cabildo de la Ciudad de Trinidad». Se temía que, armados
en corso, los trinitarios terminarían apoderándose del botín
de sus correrías sin dar cuenta a la Real Hacienda, o bien se
pondrían de acuerdo con los corsarios de otras naciones para
asolar las costas de Cuba. De ahí que el monarca ordenase al
gobernador de La Habana que recogiera las patentes de corso expedidas para los trinitarios y que impusiera «las maiores
penas»�74 a los que no las devolvieran.
La Real Orden del 22 de febrero de 1644, puesta en vigor
para legalizar el corso contra las posesiones y navíos enemigos
en todos los mares de las Indias, estimuló la autorización de numerosas patentes de corso en Santo Domingo y San Juan.75 En
Real Cédula del 20 de octubre de 1721 se hizo constar que los
armadores y corsarios puertorriqueños estaban defraudando a
la Real Hacienda. Ellos se amparaban en la Real Cédula del 22
de febrero de 1674, la que les permitía apropiarse de las presas
si capturaban a piratas. En los casos en que capturasen a traficantes dedicados al comercio ilícito debían dar cuenta de ello
al fisco para que este distribuyera la presa entre los distintos factores locales. Pero por lo general, para no tener que dar cuenta
al fisco, los corsarios criollos declaraban que la mercancía capturada por ellos había sido arrebatada a piratas. De esa manera
fraudulenta, alegando que habían detenido a un pirata y no a
un contrabandista, evadían a la Real Hacienda. Lo mismo sucedía con los negros esclavos que capturaban en embarcaciones
de la trata: decían que habían sido apresados en naves piratas.76
Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana. Actas Capitulares del
Ayuntamiento de La Habana, libro 21, Reales Cédulas desde 1715 hasta
1721, Real Cédula del 16 de octubre de 1716, fol. 3 dorso-14.
75
Antonio Sánchez Valverde, Idea del valor de la isla Española, Barcelona y
Santo Domingo, 1971, pp. 141-143.
76
Boletín del Archivo Nacional de Cuba, t. LXII, enero-junio 1963, La Habana,
1964, pp. 16-17.
74
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Hubo años en los que el Estado colonial dotó hasta 15 y 20
embarcaciones en Cuba y Santo Domingo para que se realizaran
actividades de corso. De Utrera relaciona unos diez o doce corsarios dominicanos. En algunos períodos de tiempo los corsarios
criollos de Santo Domingo apresaron decenas de navíos extranjeros.77 Uno de ellos, José Campuzano Polanco, fue armador de
varios navíos y capitán de uno de estos. Hasta 1718 capturó 50
embarcaciones.78 Era uno de los personajes más ricos de Santo
Domingo. Tanto en Cuba como en Puerto Rico y Santo Domingo, algunos de los corsarios más afamados por sus acciones se
convirtieron en los personajes más ricos.79
Como en los casos anteriormente mencionados, debe pensarse que muchos de ellos ocultaban con frecuencia los resultados de sus incursiones y se apoderaban de la mayor parte del
botín. En otras ocasiones, con independencia del comercio
intercolonial clandestino que mantenían con las posesiones
españolas del Caribe, efectuaban por su cuenta operaciones
de contrabando con los ingleses en las costas de Jamaica y con
Saint-Domingue. La desobediencia civil, lo mismo que la avenencia oficial con las autoridades coloniales, adoptaba muchas
y muy diversas caras. De hecho, llegaron al punto de usar la
patente de corso como escudo protector para cometer toda
clase de fechorías.
La expedición de patentes y la repartición de las embarcaciones y mercancías decomisadas por los corsarios constituyeron aparentemente las medidas más efectivas contra el contrabando, ya que propiciaron la creación de una capa de personas enriquecidas en las capitales y en las ciudades-puerto. No
obstante, es dudoso que hayan podido disminuir los rescates
en la isla.
F. C. de Utrera, Noticias históricas, Santo Domingo, 1978-1983, t. IV, pp. 208,
213, 214; t. I, pp. 141-142, 163.
78
Ibídem, t. III, pp. 190-191.
79
F. A. Scarano, Puerto Rico, México, 2000, pp. 321-324; y F. Picó, Historia
general, San Juan de Puerto Rico, pp. 101-104.
77
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Los corsarios criollos —tan feroces y sedientos de sangre
y de riquezas como lo pudieron haber sido los europeos
adversarios del imperio colonial español— revirtieron las
agresiones de las naves europeas contra las costas de Cuba,
pasando a fines del siglo xvii a la ofensiva contra las posesiones
inglesas, holandesas y francesas en las Antillas Menores. Allí
no solo apresaron embarcaciones, sino que robaron esclavos,
tesoros y mujeres. Las depredaciones y crímenes de los corsarios de las Antillas españolas no tuvieron nada que envidiarles
a las que realizaron sus adversarios y enemigos.
Al expedir patentes de corso entre criollos procedentes de
los patriciados locales, la Corona creó una contraparte a los
principales organizadores de los contrabandos, si bien es dudoso que ello atenuase la frecuencia de los rescates. Las estadísticas obtenidas en la Contaduría del Archivo General de Indias por Leví Marrero revelan que los comisos estimularon poderosamente la captura de contrabandos en La Habana en los
años que corren de 1741 a 1745 y en los de 1745 a 1750.80 Las
presas alcanzaron un promedio anual de 26,890 pesos en los
años 1741-1745, en tanto que en el período 1746-1750 dicho
promedio fue de 26,283 pesos. En la década de 1750 las capturas alcanzaron anualmente un promedio de 5,902 pesos. De
acuerdo con los estimados de Leví Marrero, entre 1701 y 1759
la suma total del ramo de comisos alcanzó 1,633,537 pesos, lo
que le permitió deducir que la mercancía decomisada alcanzó
unos 3,000,000 de pesos. Según revelaría el juicio de residencia del gobernador Cajigal de la Vega (1747-1760), durante
su gestión gubernamental hubo 80 procesos por contrabando,
o sea, fueron capturados un promedio de 13 contrabandos al
año en la región occidental de la isla. En la región central de
la isla (Puerto Príncipe, Sancti Spíritus, Trinidad y Remedios),
Una muestra del alto valor que concedía la Corona a la persecución
del comercio clandestino fue la felicitación que en 1735 el Consejo de
Indias propuso extender al gobernador Guemes Horcasitas por haber
capturado ese mismo año contrabandos valorados en 55,000 pesos.
80
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también durante el gobierno de Cajigal, se incoaron 161
procesos por contrabando.81 La cuantía de los cargamentos
apresados da una idea de las dimensiones de los contrabandos que tenían lugar en la isla. La disposición de los monarcas
borbónicos de eliminar el comercio ilícito contribuyó a que se
enriqueciera un sector de la población criolla reclutada a esos
efectos, pero en la medida en que crecían las riquezas de la
isla, los contrabandos prosiguieron.
La parte que correspondía a los que apresaban o denunciaban contrabandos da una idea del poderoso estímulo que debió ser para una parte de la población criolla el colaborar con
las autoridades en su represión. Si había un aprehensor del
contrabando, este recibía 1\4 parte; y si había un denunciante,
recibía 1\10 parte.82 Las autoridades abrieron una brecha en
las comunidades criollas al estimular las patentes de corso, los
comisos y descaminos, pero el interés en los crecientes beneficios incitó a los corsarios criollos a burlar cada vez más las
disposiciones reales.
11.La mediación de la Corona en las pugnas entre las autoridades
coloniales y los cabildos de las Antillas
La función de mediación desempeñada por la monarquía
española en el Nuevo Mundo cobró más importancia en las
posesiones de las Antillas en la medida en que la lucha del
siglo xvii contra las potencias extranjeras rivales de España
demandó un considerable equilibrio político en el arco defensivo del Caribe. La necesidad de un equilibrio de poderes y de una estabilidad social se evidenció aún más en las
monarquías habsburgas de Felipe II (1556-1598) y Carlos II
(1665-1700).
Los estimados de capturas de contrabando se obtuvieron a partir de las
medias anuales del ramo de comisos obtenidos por Leví Marrero en la
Contaduría del A. G. I. Ver L. Marrero, Cuba, Madrid, 1979, t. VII, p. 192.
82
L. Marrero, Cuba, Madrid, 1980, t. VIII, p. 36-37.
81
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El acuerdo entre la monarquía y los sectores que dominaban
los concejos municipales en la península ibérica se tradujo, en
el Caribe, en un compromiso mediante el cual la monarquía
actuaba como intermediaria en los conflictos entre el Estado
colonial (capitanes generales, oficiales reales, obispos) y el patriciado de los señores de hacienda que dominaban los cabildos.
Así, lo que destaca John Lynch para la península ibérica se cumplió también para las posesiones ultramarinas, en tanto la clase
terrateniente no fue «perturbada en sus baluartes provinciales,
mientras el Rey ejercía un poder absoluto en el centro».83
La función de mediación que desempeñó la Corona en los
conflictos de las instituciones coloniales contribuyó a que,
por lo general, los cabildos no reconocieran a la monarquía
habsburga como antagonista. En todo caso, los opositores del
patriciado criollo eran las dependencias de la administración
colonial, cuyos cargos era ocupados por profesionales y militares procedentes de la aristocracia feudal y de la nobleza menor
peninsular interesados en hacer carrera en la burocracia de
Indias. Por su parte, los cabildos de la clase señorial criolla
desempeñaban en Indias una función de representación de
las comunidades locales.
Los monarcas habsburgos ejercieron en el siglo xvii —época
de crisis y penurias de todo orden— las funciones de interposición, arbitraje y conciliación tendientes a evitar que se agravasen
los conflictos de las autoridades coloniales con el patriciado y
las comunidades criollas. La dinastía habsburga accedió parcialmente a muchas de las solicitudes de los cabildos encaminadas
a que se aliviara la presión tributaria, a los efectos de evitar así la
despoblación de sus posesiones coloniales antillanas, avanzadas
del sistema defensivo de España en el Nuevo Mundo.
La actitud condescendiente de los Habsburgos respecto
a las demandas de los cabildos antillanos obedeció a la necesidad de presentar una imagen complaciente y flexible durante
J. Lynch, Spain, Oxford, 1981, vol. 2, pp. 257, 259, 280.
83
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el siglo xvii, siglo de guerras y de miseria económica en la
península, en el que apenas la Corona pudo atender al sustento
de sus posesiones antillanas. Imagen tolerante, conciliadora,
que no podía ocultar del todo la insoportable carga tributaria
ni la decadencia del tráfico comercial de la metrópolis con sus
posesiones o la represión que aquella desató contra los que
comerciaban con el extranjero, y que —en las extremadas y
difíciles circunstancias que atravesaban sus dominios ultramarinos— constituyó un alivio engañoso. El regalismo habsburgo
obedeció siempre a la dispersión e intereses diversos y conflictivos que brotaron por doquier en la península y en Indias. El
regalismo de la Corona tendía a ser tutelar y benigno, se atenía al imperio de la legislación indiana y aparentaba inclinarse
ante el derecho consuetudinario. De ahí la diversidad de compromisos que se asumieron con las comunidades criollas.84
Si de algo peca J. H. Elliott es de no analizar suficientemente la entropía
que en las relaciones sociales del siglo xvii provocaban los conflictos
de los criollos con el poder colonial, los trastornos de la naturaleza y la
guerra naval que libraban las potencias europeas contra España en el
mar Caribe. El desequilibrio estructural que generaban en las relaciones
entre el poder colonial y las comunidades criollas hacía que estas fueran
mucho más inestables de lo que pudiera pensarse a primera vista. J. H.
Elliott, Empires, New Haven and London, 2006, p. 156.
84
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Índice Onomástico
A
Abadía, Matías de 161
Abbad, fray Íñigo 60, 62, 63, 172
Abercromby, Ralph 63
Abreu, José 104
Acevedo, José 243
Acuña, Diego de 223
Agüero, Joseph Pablo de 189-190
Aguilar, Francisco de 136
Alarcón 53
Alcocer, Luis Jerónimo 208
Allende, Francisco de 163-164
Almeida 30-31
Almeyda (ver Almeida)
Álvarez de Avilés 260
Álvarez Sedeño, Pedro 222
Anderson, Perry 132
Andino, Baltasar de 148
Andrews, Kenneth R. 78
Angulo, Lorenzo 245
Aquino, Tomás de 256
Arancivia Isasi, Sebastián 50
Arango, Pedro de 287
Arcaya, Pedro Manuel 87
Arrate 53
Arrate, J. F. M. de 106
Arrate (regidor) 37
Arredondo, Gaspar de 148-149
Arredondo, Nicolás de 279
Arteaga, Gaspar de 62, 146-147, 157
Avelino de Compostela, Diego 39
Ayans de Ureta, Antonio 279
B
Bacardí y Moreau, Emilio 268, 277
Bagú, Sergio 108, 128
Balboa, Silvestre de 262-264, 266
Balbuena, Bernardo de 151
Bartolomé 270
Bautista Colbert, Juan 181
Bayona, Pedro de 33, 47
Bayona Villanueva, Pedro de 46
Beaumont, Felipe de 59
Berenguer, Simón 226, 228
Bermejo, Gil 117
Berroa, Lucas de 236
Bertodano, Alfonso 163
Bitrián de Viamonte, Juan 267, 273
Bolaños, Juan de 144-145, 206-207
Borrell, Pablo 288
Bourdieu, Pierre 15
295
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296
Brading 181
Brau, Salvador 124, 184
Bravo Rivero, Esteban (ver Bravo
de Rivero, Esteban)
Bravo de Rivero, Esteban 121,
123, 183
Britto García, Luis 82
Buitrago, Damián de 248
Burguière, André 98-99
C
Caballero, Antonio 51
Cabezas de Altamirano, Juan 262,
263-265
Cáceres (ver Cáceres Ovando,
Alonso de)
Cáceres Ovando, Alonso de 220,
251, 254-256
Calvo de la Puerta, Sebastián 36-37
Campuzano Polanco, José 290
Carlos II 47, 292
Carlos III 55, 72, 246, 276
Carlos V 35, 115, 117, 137-138
Caro Costas, Aída R. 86, 112, 114,
136, 163-165, 167, 175,
176, 180, 185, 238
Caro de Oviedo, Antonio 245
Carraza, Diego de 232
Carvajal y Rivera, Fernando 210-211
Casa Torres, Marqués de 288
Cassá, Roberto 129
Castellanos, Juan de 136
Castellón, Luis 31
Castellón, Nicolás 287
Castelló, Ventura 177
Castillo, Juan del 25
Castillo Meléndez, Francisco 46-47,
51, 52, 287
Castro, Alonso de 248
Castro, José de 168, 276
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Jorge Ibarra Cuesta
Castro Machado, Roque de 269
Cataño, Hernando de 198-199
Cazeneuve, Jean 88
Cazull, Héctor Santiago 141
Cepero, Bartolomé 199
Cereceda, Alonso de 223
Cereceda, Sebastián de 202
Céspedes 271
Cherlevoix, Pierre-François-Xavier
de 63-64
Coamo 162
Coca, Ana de 245
Coca, Josefa de 245
Coello de Guzmán, Casimiro 36-37
Coll y Toste, Cayetano 117, 123-124
Colón, Cristóbal 110, 187
Contreras, Alonso de 59
Contreras, Manso de 29, 195, 263-264
Cordero Michel, Emilio 64, 210
Córdoba, Pedro de 248
Córdova, Antonio de 177
Córdova-Bello, Eleazar 259
Corral, Francisco de 28
Correa, Antonio 62
Correoso Catalán, Gil 279
Cortés 142
Cromwell 190
Cuadrado, Fernando 185
Cuenca 256
Cuevas Velarde, Miguel de las
267-268
Cussy, Tarin de 70
D
Danio Granados, Francisco 165, 186
Dávila, Agustín 195
Dávila, Alonso 164
Dávila, Clemente 184, 276
Dávila Coca, Antonio 239
Dávila de Orejón, Francisco 281, 285
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De súbditos a ciudadanos...297
Dávila Padilla, fray Dávila 194
Dávila Ynostrosa, Manuel 169
Deive, Carlos Esteban 219, 244,
248-249
Días Garaondo, Jusepe 32
Díaz Melián, Mafalda Victoria 277
Díaz Pimienta, Francisco 284
Dieppa, José 169
Domínguez, Isabelo Macías 28
Domínguez Ortiz, Antonio 22, 133
Drake, Francis 62-63, 190
Duby, Georges 99-100
Dufresne, José 175
E
Echagoian 220
Elliott, J. H. 72, 294
Emparán, Agustín de 250
Estrada 271
F
Felipe II 141, 188, 292
Felipe III 79
Felipe V 229, 272
Félix de Arrate, José 50
Fernández Correa, Nicolás 162
Fernández de Castro, Baltasar 218
Fernández de Castro, Pedro 239
Fernández de Córdoba, José (ver
Fernández de Córdoba
Ponce de León, José)
Fernández de Córdoba Ponce de
León, José 34, 40
Fernández de Navarrete, Domingo
249
Fernández de Oviedo 226
Fernández de Sotomayor, Ruiz 82
Fernández de Villalobos, Gabriel 35
Ferrán, Enjuto 117
Ferrara, Alonzo de 281
Ferrer, Miguel Bernardo 245
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 297
Figueroa, Loyda 129
Fraginals, Manuel Moreno 80-81,
263, 284-285
Franco 269
Franco, José Luciano 125
Frosmeta y Balmaceda, Phelipe
de 229
Fuente, Alfonso de la 136
Funes de Villapando, Ambrosio 55
G
García, Antonio 155
García, Baltasar 219
García Castañeda, José A. 87
García Castañuela, fray Bartolomé
149
García del Pino, César 126, 262,
264-265, 279, 280, 282,
285-287
García Escañuela, fray Bartolomé
154
García, Joaquín 65, 68, 238
García, Joseph 268-269
García, Mercedes 276
García Montañez, Pedro 31
García Rodríguez, Mercedes 125-126,
275-276
Gatica, Nicolás 55
Gelpí Baíz, Elsa 18, 136
Gil-Bermejo García, Juana 117,
202, 222, 233, 240, 242
Gil de la Sierpe, Diego 217
Girón, Gilberto 262-266
Giusti, Juan A. 113, 116-117,
121, 123, 138
Godelier, Maurice 100
Godreau, Michel J. 113, 116-117,
121, 123, 138
Godreau, M. J. (ver Godreau,
Michel J.)
Gómez, Ruy 29
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298
Gómez de Sandoval, Diego 201, 205
Gómez Sandoval, Diego (ver
Gómez de Sandoval,
Diego)
González, José 52
González, Raymundo 120, 191
Gonzáles de Cuenca, Gregorio 256
González de Mirabal, Sebastián 160
González, Manuel Dionisio 277
Gordezuela, Francisco 147
Gorjón, Hernando 216
Granado Catalán, Francisco 228
Granados, Francisco Danio 163-164
Guaso de Calderón, Gregorio 286
Guazo de Calderón, Mateo 123
Guevara 271
Guridi, Joseph 189
Gutiérrez Arroyo, Isabel 20
Gutiérrez de la Riva, Gabriel 160,
162-163
Guzmán, Alonso de 261
Guzmán y Toledo, María
Manuela de 268
H
Halperín Donghi, Tulio 91
Haro, Juan de 152
Harvey, Henry 63
Hechavarría, Santiago José 42
Henríquez, Miguel 165-166, 284
Henríquez de Armendáriz, Alonso 39
Henríquez de Toledo 38
Heredia, Andrés de 247
Heredia, Manuel de 239
Herrera 220
Herrera, Isabel 245
Herrera, Jerónimo 222
Herrera, Miguel de 263
Hopkins, Johns 84
Horcasitas, Guemes 291
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 298
Jorge Ibarra Cuesta
Howard, Henry 260
Husserl 84
J
Jiménez de Wagenheim, Olga 129
Johnson, S. (ver Johnson, Sherry)
Johnson, Sherry 72, 81
K
Kamen, Henry 132
Klein, Herbert S. 200
Konetzke, R. (ver Konetzke,
Richard)
Konetzke, Richard 47, 95, 271
Kuethe, Allan J. 182
L
Lardeau, Guy 100
Laso, Lorenzo 264
Laza, Pablo de 147
Leiva Lajara, Edelberto 30, 39
Leos y Echales, Thomas de 189
Le Riverend, J. (ver Le Riverend,
Julio)
Le Riverend, Julio 18, 25, 29, 35,
39, 41, 115, 273-274
Lezama Lima, José 15, 97
Linares, Isidro 178
López Agurto de la Mata, Juan 152
López Cantos 165
López Cantos, Ángel 61
López de Ayala, Nicolás 224
López de Cangas, Mateo 287
López de Castro, Baltasar 193-194
López de Haro, Damián 59, 152-153
López del Castillo, Joseph 270
López de Velasco, Juan 25
López Gamuza, Manuel 37-38
Lorenzo de Flores, Bartolomé 126
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De súbditos a ciudadanos...299
Luciano Franco, José 288
Lugo, Cristóbal de 160
Luque 61
Luyando, Ruperto Vicente de 119,
190-191
Lynch, John 19, 78, 293
M
Macías, I. 260
Macías, Isabelo 238, 259
Magaña, Andrés de 270
Malagón Barceló, Javier 95, 247, 277
Maldonado, Jerónimo 218
Mandelbaum, Maurice 84
Mañón, Antonio (ver Mañón de
Lara, Antonio)
Mañón de Lara, Antonio 239, 245
Manzaneda, Severino de 34, 48,
51, 53, 201, 241
Maravall, José Antonio 133
Marchena Fernández, Juan 80
Marrero, Leví 26, 29, 33, 34, 41,
46, 49, 50-52, 87, 104, 106,
126, 260, 263, 265, 271,
288, 291, 292
Martí, José 57
Martín de Arrate, José Félix 50
Martínez, Francisco 245
Martínez, Raimundo 177
Martínez de la Vega 35
Martínez de Andino, Gaspar 148
Martínez de la Rea, Francisco 268
Martínez Tenorio (ver Martínez
Tenorio, Juan)
Martínez Tenorio, Juan 205, 221
Marx, Carlos 132-133
Maza de Lizana, Miguel 219
Medina, Juan Francisco de 160
Melgarejo, Francisco 32
Melgarejo y Ponce de León, Juan
144-145
Méndez, Diego 199
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 299
Mendizábal, José Antonio de 165-166
Menéndez de Avilés, Pedro 26, 82
Mieses, Jerónimo de 141
Milanes, Jácome 263, 271
Miniel, Antonio 70
Mira Ceballos, Esteban 20
Miralles, Manuel 286-287
Mir, Pedro 211, 249
Monserrate, Francisco Rafael de
174-175
Montáñez, Diego 146
Montaño, Juan 46
Monte y Tejada, Antonio del 68
Montoro, Hernando 198-199
Morell de Santa Cruz, P. A. (ver
Morell de Santa Cruz, Pedro
Agustín)
Morell de Santa Cruz, Pedro
Agustín 30-31, 39, 126, 263
Morquecho 223
Moscoso, Francisco 117, 122,
137-138, 160
Moya Pons, Frank 70
Muesas, Miguel de 177
Munibe 53
Muñoz, Alonso 243-244
Murga Sanz, Vicente 138
N
Nau, Jean David (Francois o
Francisco) el Olonés 82
Negrete, Francisco 142-143
O
Ochoa, Sancho de 140-141
O’Reilly 60, 63
Ortegón, Diego de 219
Ortiz de la Renta, José 160
Ortiz de la Rosa, José 160
Osorio, Antonio 194-202, 205, 223
Osorio, Jose (ver Osorio, Joseph)
13/08/2014 08:54:42 a.m.
300
Osorio, Joseph 65, 67
Ots Capdequí, J. M. (ver Ots
Capdequí, José María)
Ots Capdequí, José María 95,
106-107, 110, 125, 182
Ovando, Nicolás de 187
P
Padilla, Francisco de 158-160
Palacian 53
Palma, Juan de 33
Parry, John H. 19
Patiño, Pedro 262
Pavón 271
Pedroso 53
Pedroso, Pedro de 31
Peña, Frank 211
Peña Pérez, Frank 196, 206
Penn, William 70
Peralta Rojas, Isidro 238-239
Pereda, Ruiz de 29
Pérez Caro, Ignacio 203
Pérez de Guzmán, Juan 153
Pérez de la Riva, Francisco 125
Pérez de Oporto, Juan 281
Pérez Franco, Andrés 201
Pérez García, Juan 227
Pérez Memén, Fernando 247
Pezuela, Jacobo de la 279, 281
Pichardo, H. (ver Pichardo, H.)
Pichardo, Hortensia 252, 256, 262
Picó, Fernando 59, 101, 180
Pimentel, D. Ro. 231
Pimentel Lucero, Rodrigo de
230-231, 234
Pizarro, Miguel 276
Pizarro, Tomás 184
Placer, Gustavo 55
Plasencia, Diego de 209
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 300
Jorge Ibarra Cuesta
Ponce de León, Juan 141, 162
Portuondo, Olga (ver Portuondo
Zuñiga, Olga)
Portuondo Zúñiga, Olga 34, 274,
277, 285
Power, Ramón 180
Pozo, José del 164
Prado, Juan del 32
Puebla, Francisco 264, 266
Q
Quiñones, Juan de 148-149
Quiñones, Tomás 169
Quintero Rivera, Ángel 60
R
Ramírez, Alejandro 181
Ramírez, Sebastián 187
Ramírez de Arellano, José 123
Ramos, Gregorio 262-264
Ramos, Juan 163
Ramos, Nicolás 42
Ramos, Vicente 184
Real, José R. 161
Reina Maldonado, Pedro de 40
Reyes, Vicente de los 146
Rey, Fernando 228
Ricla 56
Ricoeur, Paul 84
Ríos, Nicolás Antonio de los 177
Riva Agüero, Fernando de la (ver
Riva y Agüero, Fernando
de la)
Riva y Agüero, Fernando de la 60,
144
Rivas, Marcos José de 174-175
Roa, Manuel de 269
Robles, Andrés de 250
Robles Lorenzana, Juan 159
Rocha Ferrer, Francisco 204
13/08/2014 08:54:42 a.m.
De súbditos a ciudadanos...301
Rocha, Francisco de la 229
Rocha, María Antonia de la 229
Rodríguez de Cifuentes, Juan
263-264
Rodríguez Demorizi, Emilio 65,
68, 91, 199, 247
Rodríguez Morel, Genaro 20, 43,
45, 192, 200, 206, 208-209,
212, 215, 220, 222-223,
230, 232, 234-235, 238, ,
247, 256
Rojas 53
Roxar Páramo, Gabriel de 142
Roy Ladurie, Emmanuel Le 99
Rubio y Peñaranda, Francisco 73
S
Saco, José Antonio 49
Sahagún, Bernardino de 25
Salamanca, Juan de 33-34
Sánchez, Bartolomé 263
Sánchez Valverde 247
Sánchez Valverde, Antonio 289
Santa Cruz, Beltrán de 53
Santana, Pedro 129
Santovenia, Emeterio 27
Scarano, Francisco A. 59, 63, 153,
161-162, 167, 169, 290
Segura, Francisco de 236
Segura Sandoval, Francisco
(ver Segura y Sandoval,
Francisco de)
Segura y Sandoval, Francisco de
70, 236
Serrano de Pimentel, Pedro 231
Sevilla Soler, María Rosario 67,
239
Sevilla Soler, M. R. (ver a Sevilla
Soler, María Rosario)
Silié, Rubén 91-92
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 301
Silvestrini 61
Simón 228
Sluiter, Engel 259
Solís, Andrés de 248
Solís, Francisco 136
Solórzano, Juan de 95-96
Sotolongo (ver Sotolongo,
Ambrosio)
Sotolongo, Ambrosio 31, 53, 109
Stein, Barbara 101
Stein, Stanley J. 101
Suárez Poago 262
Suárez Polcari, M. R. (ver Suárez
Polcari, Ramón)
Suárez Polcari, Ramón 39-40
Sucre, Carlos de 34
T
Tamayo 271
Téllez 271
Toledo, Fradique de 82
Torre, José Vicente de la 122-123
Torre, Pedro Vicente de la 166
Torrequemada, Francisco Franco
215, 237
Torres Angulo, Ruth 87
Torres Cuevas, E. (ver Torres
Cuevas, Eduardo)
Torres Cuevas, Eduardo 30, 39
Torres, Diego 267
U
Urabaso, Tomás 287
Urea, Miguel de 53-54
Utrera (ver Utrera, fray Cipriano
de)
Utrera, fray Cipriano de 54, 65,
73, 91, 238, 192, 194, 196,
198, 203-205, 219-221, 223,
226, 234, 245, 290
13/08/2014 08:54:42 a.m.
302
Jorge Ibarra Cuesta
V
W
Valdemoro, Antonio 245
Valderrama, fray Domingo 43
Valdés, Pedro 27-29, 259, 260262, 264
Valdespino 53
Valiente, Pedro 268
Vallejo, Lorenzo 139
Valle Llano S. J., Antonio 43
Varela, Hernando 192
Vargas Machuca, Juan 202
Vázquez, fray Martín 140
Vázquez Cienfuegos, Sigfrido 58
Vega, Cajigal de la 291-292
Vega, Wenceslao 17, 116, 221,
233, 241
Velasco, Diego 184
Velázquez, Diego de 111
Venables (almirante) 32
Venables, Robert 70
Venegas Delgado, H. 18, 25, 35,
39, 41
Venegas, Hernán (ver Venegas
Delgado, H.)
Vera, Santiago de 219
Verdugo, Alonso 229
Vergara, Marcos de 169
Viamonte, Bitrián de (ver
Viamonte, Juan Bitrián de)
Viamonte, Juan Bitrián de 230,
231-234, 241
Viana Hinojosa, Diego Antonio
de 41
Vilar, Pierre 103
Vila Vilar, Enriqueta 80
Villafuerte, Francisco Marín de 288
Villaverde, Cirilo 92
Villaverde, Juan de 29
Vincent 91
Wolf, Eric R. 100
Wright, Irene A. 26-27, 29-30
Wright, Irene Aloha (ver Wright,
Irene A.)
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 302
X
Xedler 53
Xuara, Gaspar de 199
Z
Zúñiga, Félix de 201
13/08/2014 08:54:42 a.m.
Publicaciones del Archivo General
de la Nación
Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV Vol. V Vol. VI Vol. VII Vol. VIII Vol. IX Vol. X Vol. XI Vol. XII Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 18441846. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1944.
Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección
de E. Rodríguez Demorizi, Vol. I, C. T., 1944.
Samaná, pasado y porvenir. E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1945.
Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E.
Rodríguez Demorizi, Vol. II, C. T., 1945.
Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección
de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1947.
San Cristóbal de antaño. E. Rodríguez Demorizi, Vol. II,
Santiago, 1946.
Manuel Rodríguez Objío (poeta, restaurador, historiador, mártir). R.
Lugo Lovatón, C. T., 1951.
Relaciones. Manuel Rodríguez Objío. Introducción, títulos y
notas por R. Lugo Lovatón, C. T., 1951.
Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 18461850. Vol. II. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T.,
1947.
Índice general del «Boletín» del 1938 al 1944, C. T., 1949.
Historia de los aventureros, filibusteros y bucaneros de América. Escrita
en holandés por Alexander O. Exquemelin, traducida de una
famosa edición francesa de La Sirene-París, 1920, por C. A.
Rodríguez; introducción y bosquejo biográfico del traductor
R. Lugo Lovatón, C. T., 1953.
Obras de Trujillo. Introducción de R. Lugo Lovatón, C. T.,
1956.
303
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 303
13/08/2014 08:54:43 a.m.
304
Publicaciones del Archivo General de la Nación
Vol. XIII Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E.
Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1957.
Vol. XIV Cesión de Santo Domingo a Francia. Correspondencia de Godoy,
García Roume, Hedouville, Louverture, Rigaud y otros. 1795-1802.
Edición de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959.
Vol. XV Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección
de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959.
Vol. XVI Escritos dispersos. (Tomo I: 1896-1908). José Ramón López.
Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005.
Vol. XVII Escritos dispersos. (Tomo II: 1909-1916). José Ramón López.
Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005.
Vol. XVIII Escritos dispersos. (Tomo III: 1917-1922). José Ramón López.
Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005.
Vol. XIX Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición
de E. Cordero Michel, Santo Domingo, D. N., 2005.
Vol. XX Lilí, el sanguinario machetero dominicano. Juan Vicente Flores,
Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXI Escritos selectos. Manuel de Jesús de Peña y Reynoso. Edición de
A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXII Obras escogidas 1. Artículos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de
A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXIII Obras escogidas 2. Ensayos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de
A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXIV Obras escogidas 3. Epistolario. Alejandro Angulo Guridi. Edición
de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXV La colonización de la frontera dominicana 1680-1796. Manuel
Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXVI Fabio Fiallo en La Bandera Libre. Compilación de Rafael Darío
Herrera, Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXVII Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (16801795). El Cibao y la bahía de Samaná. Manuel Hernández
González, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXVIII Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño. Compilación de
José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXIX Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N.,
2007.
Vol. XXX
Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), experiencia
fundacional del Nuevo Mundo. Miguel D. Mena, Santo Domingo,
D. N., 2007.
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 304
13/08/2014 08:54:43 a.m.
Publicaciones del Archivo General de la Nación305
Vol. XXXI
Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501. Fray
Vicente Rubio, O. P. Edición conjunta del Archivo General
de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del
Idioma Español, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos
sobresalientes en la provincia). Compilación de Alfredo Rafael
Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXIII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización
de la provincia post Restauración). Compilación de Alfredo
Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXIV Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo xvii. Compilación
de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXV Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Santo
Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXVI Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y 1922.
Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXVII Documentos para la historia de la educación moderna en la República
Dominicana (1879-1894). Tomo I, Raymundo González, Santo
Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXVIII Documentos para la historia de la educación moderna en la República
Dominicana (1879-1894). Tomo II, Raymundo González, Santo
Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXIX Una carta a Maritain. Andrés Avelino. Traducción al castellano
e introducción del P. Jesús Hernández, Santo Domingo, D. N.,
2007.
Vol. XL
Manual de indización para archivos, en coedición con el Archivo
Nacional de la República de Cuba. Marisol Mesa, Elvira
Corbelle Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz
Meriño, Jorge Macle Cruz, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XLI
Apuntes históricos sobre Santo Domingo. Dr. Alejandro Llenas.
Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XLII
Ensayos y apuntes diversos. Dr. Alejandro Llenas. Edición de
A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XLIII
La educación científica de la mujer. Eugenio María de Hostos,
Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XLIV
Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546). Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N.,
2008.
Vol. XLV
Américo Lugo en Patria. Selección. Compilación de Rafael Darío
Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008.
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 305
13/08/2014 08:54:43 a.m.
306
Vol. XLVI
Vol. XLVII
Vol. XLVIII
Vol. XLIX
Vol. L
Vol. LI
Vol. LII
Vol. LIII
Vol. LIV
Vol. LV
Vol. LVI
Vol. LVII
Vol. LVIII
Vol. LIX
Vol. LX
Vol. LXI
Publicaciones del Archivo General de la Nación
Años imborrables. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, Santo
Domingo, D. N., 2008.
Censos municipales del siglo xix y otras estadísticas de población.
Alejandro Paulino Ramos, Santo Domingo, D. N., 2008.
Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo I.
Compilación de José Luis Saez, S. J., Santo Domingo, D. N.,
2008.
Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo II.
Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N.,
2008.
Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo III.
Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N.,
2008.
Prosas polémicas 1. Primeros escritos, textos marginales,
Yanquilinarias. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco
Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Prosas polémicas 2. Textos educativos y Discursos. Félix Evaristo
Mejía. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N.,
2008.
Prosas polémicas 3. Ensayos. Félix Evaristo Mejía. Edición de
A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Autoridad para educar. La historia de la escuela católica dominicana.
José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.
Relatos de Rodrigo de Bastidas. Antonio Sánchez Hernández,
Santo Domingo, D. N., 2008.
Textos reunidos 1. Escritos políticos iniciales. Manuel de J. Galván.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Textos reunidos 2. Ensayos. Manuel de J. Galván. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Textos reunidos 3. Artículos y Controversia histórica. Manuel de
J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo,
D. N., 2008.
Textos reunidos 4. Cartas, Ministerios y misiones diplomáticas. Manuel
de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo,
D. N., 2008.
La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de
Trujillo (1930-1961). Tomo I, José Luis Sáez, S. J., Santo
Domingo, D. N., 2008.
La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo
(1930-1961). Tomo II, José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo,
D. N., 2008.
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 306
13/08/2014 08:54:43 a.m.
Publicaciones del Archivo General de la Nación307
Vol. LXII
Legislación archivística dominicana, 1847-2007. Archivo General
de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXIII
Libro de bautismos de esclavos (1636-1670). Transcripción de José
Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXIV
Los gavilleros (1904-1916). María Filomena González Canalda,
Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXV
El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones
económicas. Manuel Vicente Hernández González, Santo
Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXVI
Cuadros históricos dominicanos. César A. Herrera, Santo
Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXVII Escritos 1. Cosas, cartas y... otras cosas. Hipólito Billini. Edición
de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXVIII Escritos 2. Ensayos. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco
Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXIX
Memorias, informes y noticias dominicanas. H. Thomasset.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXX
Manual de procedimientos para el tratamiento documental. Olga
Pedierro, et. al., Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXXI
Escritos desde aquí y desde allá. Juan Vicente Flores. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXXII De la calle a los estrados por justicia y libertad. Ramón Antonio
Veras (Negro), Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. LXXIII Escritos y apuntes históricos. Vetilio Alfau Durán, Santo Domingo,
D. N., 2009.
Vol. LXXIV Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista. Salvador
E. Morales Pérez, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXV Escritos. 1. Cartas insurgentes y otras misivas. Mariano A. Cestero.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXVI Escritos. 2. Artículos y ensayos. Mariano A. Cestero. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXVII Más que un eco de la opinión. 1. Ensayos, y memorias ministeriales.
Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz,
Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXVIII Más que un eco de la opinión. 2. Escritos, 1879-1885. Francisco
Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo
Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXIX Más que un eco de la opinión. 3. Escritos, 1886-1889. Francisco
Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo
Domingo, D. N., 2009.
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 307
13/08/2014 08:54:43 a.m.
308
Publicaciones del Archivo General de la Nación
Vol. LXXX
Más que un eco de la opinión. 4. Escritos, 1890-1897. Francisco
Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo
Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXXI Capitalismo y descampesinización en el Suroeste dominicano. Angel
Moreta, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXXIII Perlas de la pluma de los Garrido. Emigdio Osvaldo Garrido,
Víctor Garrido y Edna Garrido de Boggs. Edición de Edgar
Valenzuela, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXXIV Gestión de riesgos para la prevención y mitigación de desastres en
el patrimonio documental. Sofía Borrego, Maritza Dorta, Ana
Pérez, Maritza Mirabal, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXXV Obras. Tomo I, Guido Despradel Batista. Compilación de
Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXXVI Obras. Tomo II, Guido Despradel Batista. Compilación de
Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXXVIIHistoria de la Concepción de La Vega. Guido Despradel Batista,
Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. LXXXIX Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio Bernaldo
de Quirós en República Dominicana. Compilación de Constancio
Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XC
Ideas y doctrinas políticas contemporáneas. Juan Isidro Jimenes
Grullón, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCI
Metodología de la investigación histórica. Hernán Venegas
Delgado, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCIII
Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo I. Compilación de
Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCIV
Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo II. Compilación de
Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCV
Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo III. Compilación
de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCVI
Los Panfleteros de Santiago: torturas y desaparición. Ramón
Antonio, (Negro) Veras, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCVII Escritos reunidos. 1. Ensayos, 1887-1907. Rafael Justino Castillo.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCVIII Escritos reunidos. 2. Ensayos, 1908-1932. Rafael Justino Castillo.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. XCIX
Escritos reunidos. 3. Artículos, 1888-1931. Rafael Justino Castillo.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. C
Escritos históricos. Américo Lugo. Edición conjunta del Archivo
General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo,
D. N., 2009.
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 308
13/08/2014 08:54:43 a.m.
Publicaciones del Archivo General de la Nación309
Vol. CI
Vol. CII
Vol. CIII
Vol. CIV
Vol. CV
Vol. CVI
Vol. CVII
Vol. CVIII
Vol. CIX
Vol. CX
Vol. CXI
Vol. CXII
Vol. CXIII
Vol. CXIV
Vol. CXV
Vol. CXVI
Vindicaciones y apologías. Bernardo Correa y Cidrón. Edición
de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.
Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas.
María Ugarte, Santo Domingo, D. N., 2009.
Escritos diversos. Emiliano Tejera. Edición conjunta del Archivo
General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo,
D. N., 2010.
Tierra adentro. José María Pichardo, segunda edición, Santo
Domingo, D. N., 2010.
Cuatro aspectos sobre la literatura de Juan Bosch. Diógenes Valdez,
Santo Domingo, D. N., 2010.
Javier Malagón Barceló, el Derecho Indiano y su exilio en la República
Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de
Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010.
Cristóbal Colón y la construcción de un mundo nuevo. Estudios,
1983-2008. Consuelo Varela. Edición de Andrés Blanco Díaz,
Santo Domingo, D. N., 2010.
República Dominicana. Identidad y herencias etnoculturales indígenas.
J. Jesús María Serna Moreno, Santo Domingo, D. N., 2010.
Escritos pedagógicos. Malaquías Gil Arantegui. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.
Cuentos y escritos de Vicenç Riera Llorca en La Nación. Compilación
de Natalia González, Santo Domingo, D. N., 2010.
Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo y artículos contra
el régimen de Trujillo en el exterior. Compilación de Constancio
Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010.
Ensayos y apuntes pedagógicos. Gregorio B. Palacín Iglesias.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.
El exilio republicano español en la sociedad dominicana (Ponencias
del Seminario Internacional, 4 y 5 de marzo de 2010). Reina C.
Rosario Fernández (Coord.) Edición conjunta de la Academia
Dominicana de la Historia, la Comisión Permanente de
Efemérides Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo
Domingo, D. N., 2010.
Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica
literaria. Odalís G. Pérez, Santo Domingo, D. N., 2010.
Antología. José Gabriel García. Edición conjunta del Archivo
General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo,
D. N., 2010.
Paisaje y acento. Impresiones de un español en la República
Dominicana. José Forné Farreres. Santo Domingo, D. N., 2010.
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 309
13/08/2014 08:54:43 a.m.
310
Publicaciones del Archivo General de la Nación
Vol. CXVII
Historia e ideología. Mujeres dominicanas, 1880-1950. Carmen
Durán. Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXVIII Historia dominicana: desde los aborígenes hasta la Guerra de Abril.
Augusto Sención (Coord.), Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXIX
Historia pendiente: Moca 2 de mayo de 1861. Juan José Ayuso,
Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXX
Raíces de una hermandad. Rafael Báez Pérez e Ysabel A. Paulino,
Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXXI
Miches: historia y tradición. Ceferino Moní Reyes, Santo
Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXXII Problemas y tópicos técnicos y científicos. Tomo I, Octavio A.
Acevedo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo,
D. N., 2010.
Vol. CXXIII Problemas y tópicos técnicos y científicos. Tomo II, Octavio A.
Acevedo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo,
D. N., 2010.
Vol. CXXIV Apuntes de un normalista. Eugenio María de Hostos. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXXV Recuerdos de la Revolución Moyista (Memoria, apuntes y
documentos). Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo,
D. N., 2010.
Vol. CXXVI Años imborrables (2da ed.) Rafael Alburquerque Zayas-Bazán.
Edición conjunta de la Comisión Permanente de Efemérides
Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N.,
2010.
Vol. CXXVII El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura
de Trujillo. Tomo I. Compilación de Alejandro Paulino Ramos.
Edición conjunta del Archivo General de la Nación y la
Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N.,
2010.
Vol. CXXVIII El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura
de Trujillo. Tomo II. Compilación de Alejandro Paulino
Ramos. Edición conjunta del Archivo General de la Nación
y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo,
D. N., 2010.
Vol. CXXIX Memorias del Segundo Encuentro Nacional de Archivos. Santo
Domingo, D. N., 2010.
Vol. CXXX Relaciones cubano-dominicanas, su escenario hemisférico (19441948). Jorge Renato Ibarra Guitart, Santo Domingo, D. N.,
2010.
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 310
13/08/2014 08:54:43 a.m.
Publicaciones del Archivo General de la Nación311
Vol. CXXXI Obras selectas. Tomo I, Antonio Zaglul. Edición conjunta del
Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas. Edición
de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXXXII Obras selectas. Tomo II, Antonio Zaglul. Edición conjunta del
Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas. Edición
de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXXXIII África y el Caribe: Destinos cruzados. Siglos xv-xix, Zakari DramaniIssifou, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXXXIV Modernidad e ilustración en Santo Domingo. Rafael Morla, Santo
Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXXXV La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana.
Pedro L. San Miguel, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXXXVI AGN: bibliohemerografía archivística. Un aporte (1867-2011). Luis
Alfonso Escolano Giménez, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXXXVIILa caña da para todo. Un estudio histórico-cuantitativo del desarrollo
azucarero dominicano. (1500-1930). Arturo Martínez Moya,
Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXXXVIII El Ecuador en la Historia. Jorge Núñez Sánchez, Santo Domingo,
D. N., 2011.
Vol. CXXXIX La mediación extranjera en las guerras dominicanas de
independencia, 1849-1856. Wenceslao Vega B., Santo Domingo,
D. N., 2011.
Vol. CXL
Max Henríquez Ureña. Las rutas de una vida intelectual. Odalís G.
Pérez, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXLI
Yo también acuso. Carmita Landestoy, Santo Domingo, D. N.,
2011.
Vol. CXLIII
Más escritos dispersos. Tomo I, José Ramón López. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXLIV
Más escritos dispersos. Tomo II, José Ramón López. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXLV
Más escritos dispersos. Tomo III, José Ramón López. Edición de
Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXLVI
Manuel de Jesús de Peña y Reinoso: Dos patrias y un ideal. Jorge
Berenguer Cala, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXLVII Rebelión de los Capitanes: Viva el rey y muera el mal gobierno.
Roberto Cassá, edición conjunta del Archivo General de la
Nación y la Universidad Autónoma de Santo Domingo, Santo
Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXLVIII De esclavos a campesinos. Vida rural en Santo Domingo colonial.
Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. CXLIX Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1547-1575).
Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2011.
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 311
13/08/2014 08:54:43 a.m.
312
Vol. CL
Vol. CLI
Vol. CLII
Vol. CLIII
Vol. CLIV
Vol. CLV
Vol. CLVI
Vol. CLVII
Vol. CLVIII
Vol. CLIX
Vol. CLX
Vol. CLXI
Vol. CLXII
Vol. CLXIII
Vol. CLXIV
Vol. CLXV
Vol. CLXVI
Vol. CLXVII
Publicaciones del Archivo General de la Nación
Ramón –Van Elder– Espinal. Una vida intelectual comprometida.
Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo
Domingo, D. N., 2011.
El alzamiento de Neiba: Los acontecimientos y los documentos (febrero de
1863). José Abreu Cardet y Elia Sintes Gómez, Santo Domingo,
D. N., 2011.
Meditaciones de cultura. Laberintos de la dominicanidad. Carlos
Andújar Persinal, Santo Domingo, D. N., 2011.
El Ecuador en la Historia (2da ed.) Jorge Núñez Sánchez, Santo
Domingo, D. N., 2012.
Revoluciones y conflictos internacionales en el Caribe (1789-1854).
José Luciano Franco, Santo Domingo, D. N., 2012.
El Salvador: historia mínima. Varios autores, Santo Domingo,
D. N., 2012.
Didáctica de la geografía para profesores de Sociales. Amparo
Chantada, Santo Domingo, D. N., 2012.
La telaraña cubana de Trujillo. Tomo I, Eliades Acosta Matos,
Santo Domingo, D. N., 2012.
Cedulario de la isla de Santo Domingo, 1501-1509. Vol. II, Fray
Vicente Rubio, O. P., edición conjunta del Archivo General
de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del
Idioma Español, Santo Domingo, D. N., 2012.
Tesoros ocultos del periódico El Cable. Compilación de Edgar
Valenzuela, Santo Domingo, D. N., 2012.
Cuestiones políticas y sociales. Dr. Santiago Ponce de León.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012.
La telaraña cubana de Trujillo. Tomo II, Eliades Acosta Matos,
Santo Domingo, D. N., 2012.
El incidente del trasatlántico Cuba. Una historia del exilio republicano
español en la sociedad dominicana, 1938-1944. Juan B. Alfonseca
Giner de los Ríos, Santo Domingo, D. N., 2012.
Historia de la caricatura dominicana. Tomo I, José Mercader,
Santo Domingo, D. N., 2012.
Valle Nuevo: El Parque Juan B. Pérez Rancier y su altiplano.
Constancio Cassá, Santo Domingo, D. N., 2012.
Economía, agricultura y producción. José Ramón Abad. Edición
de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012.
Antología. Eugenio Deschamps. Edición de Roberto Cassá,
Betty Almonte y Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N.,
2012.
Diccionario geográfico-histórico dominicano. Temístocles A.
Ravelo. Revisión, anotación y ensayo introductorio Marcos
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 312
13/08/2014 08:54:44 a.m.
Publicaciones del Archivo General de la Nación313
A. Morales, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo,
D. N., 2012.
Vol. CLXVIII Drama de Trujillo. Cronología comentada. Alonso Rodríguez
Demorizi. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo,
D. N., 2012.
Vol. CLXIX La dictadura de Trujillo: documentos (1930-1939). Tomo I,
volumen 1. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N.,
2012.
Vol. CLXX
Drama de Trujillo. Nueva Canosa. Alonso Rodríguez Demorizi.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012
Vol. CLXXI El Tratado de Ryswick y otros temas. Julio Andrés Montolío.
Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXXII La dictadura de Trujillo: documentos (1930-1939). Tomo I,
volumen 2. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N.,
2012.
Vol. CLXXIII La dictadura de Trujillo: documentos (1950-1961). Tomo III,
volumen 5. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N.,
2012.
Vol. CLXXIV La dictadura de Trujillo: documentos (1950-1961). Tomo III,
volumen 6. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N.,
2012.
Vol. CLXXV Cinco ensayos sobre el Caribe hispano en el siglo xix: República
Dominicana, Cuba y Puerto Rico 1861-1898. Luis Álvarez-López,
Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXXVI Correspondencia consular inglesa sobre la Anexión de Santo Domingo
a España. Roberto Marte, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXXVII ¿Por qué lucha el pueblo dominicano? Imperialismo y dictadura en
América Latina. Dato Pagán Perdomo, Santo Domingo, D. N.,
2012.
Vol. CLXXVIII Visión de Hostos sobre Duarte. Eugenio María de Hostos. Compilación y edición de Miguel Collado, Santo Domingo, D. N.,
2013.
Vol. CLXXIX Los campesinos del Cibao: Economía de mercado y transformación
agraria en la República Dominicana, 1880-1960. Pedro L. San
Miguel, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXXX La dictadura de Trujillo: documentos (1940-1949). Tomo II,
volumen 3. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N.,
2012.
Vol. CLXXXI La dictadura de Trujillo: documentos (1940-1949). Tomo II,
volumen 4. Eliades Acosta Matos, Santo Domingo, D. N.,
2012.
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 313
13/08/2014 08:54:44 a.m.
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Publicaciones del Archivo General de la Nación
Vol. CLXXXII De súbditos a ciudadanos (siglos xvii-xix): el proceso de formación de las
comunidades criollas del Caribe hispánico (Cuba, Puerto Rico y Santo
Domingo). Tomo I. Jorge Ibarra Cuesta, Santo Domingo, D. N.,
2012.
Vol. CLXXXIII La dictadura de Trujillo (1930-1961). Augusto Sención Villalona,
San Salvador-Santo Domingo, 2012.
Vol. CLXXXIV Anexión-Restauración. Parte 1. César A. Herrera, edición
conjunta entre el Archivo General de la Nación y la Academia
Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. CLXXXV Anexión-Restauración. Parte 2. César A. Herrera, edición
conjunta entre el Archivo General de la Nación y la Academia
Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2013.
Vol. CLXXXVI Historia de Cuba. José Abreu Cardet y otros, Santo Domingo,
D. N., 2013.
Vol. CLXXXVIILibertad Igualdad: Protocolos notariales de José Troncoso y Antonio
Abad Solano, 1822-1840. María Filomena González Canalda,
Santo Domingo, D. N., 2013.
Vol. CLXXXVIIIBiografías sumarias de los diputados de Santo Domingo en las Cortes
españolas. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2013.
Vol. CLXXXIX Financial Reform, Monetary Policy and Banking Crisis in Dominican
Republic. Ruddy Santana, Santo Domingo, D. N., 2013.
Vol. CXC
Legislación archivística dominicana (1847-2012). Departamento
de Sistema Nacional de Archivos e Inspectoría, Santo
Domingo, D. N., 2013.
Vol. CXCI
La rivalidad internacional por la República Dominicana y el complejo
proceso de su anexión a España (1858-1865). Luis Escolano
Giménez, Santo Domingo, D. N., 2013.
Vol. CXCII Escritos históricos de Carlos Larrazábal Blanco. Tomo I. Santo
Domingo, D. N., 2013.
Vol. CXCIII Guerra de liberación en el Caribe hispano (1863-1878). José Abreu
Cardet y Luis Álvarez-López, Santo Domingo, D. N., 2013.
Vol. CXCIV Historia del municipio de Cevicos. Miguel Ángel Díaz Herrera,
Santo Domingo, D. N., 2013.
Vol. CXCV La noción de período en la historia dominicana. Volumen I, Pedro
Mir, Santo Domingo, D. N., 2013.
Vol. CXCVI La noción de período en la historia dominicana. Volumen II, Pedro
Mir, Santo Domingo, D. N., 2013.
Vol. CXCVII La noción de período en la historia dominicana. Volumen III,
Pedro Mir, Santo Domingo, D. N., 2013.
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 314
13/08/2014 08:54:44 a.m.
Publicaciones del Archivo General de la Nación315
Vol. CXCVIII Literatura y arqueología a través de La mosca soldado de Marcio
Veloz Maggiolo. Teresa Zaldívar Zaldívar, Santo Domingo, D. N.,
2013.
Vol. CXCIX El Dr. Alcides García Lluberes y sus artículos publicados en 1965 en
el periódico Patria. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo
de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2013.
Vol. CC
El cacoísmo burgués contra Salnave (1867-1870). Roger Gaillard,
Santo Domingo, D. N., 2013.
Vol. CCI
«Sociología aldeada» y otros materiales de Manuel de Jesús Rodríguez
Varona. Compilación de Angel Moreta, Santo Domingo, D. N.,
2013.
Vol. CCII
Álbum de un héroe. (A la augusta memoria de José Martí). 3ra edición.
Compilación de Federico Henríquez y Carvajal y edición de
Diógenes Céspedes, Santo Domingo, D. N., 2013.
Vol. CCIII
La Hacienda Fundación. Guaroa Ubiñas Renville, Santo
Domingo, D. N., 2013.
Vol. CCIV
Pedro Mir en Cuba. De la amistad cubano-dominicana. Rolando
Álvarez Estévez, Santo Domingo, D. N., 2013.
Vol. CCV
Correspondencia entre Ángel Morales y Sumner Welles. Edición de
Bernardo Vega, Santo Domingo, D. N., 2013.
Vol. CCVI
Pedro Francisco Bonó: vida, obra y pensamiento crítico. Julio Minaya,
Santo Domingo, D. N., 2013.
Vol. CCVII Catálogo de la Biblioteca Arístides Incháustegui (BAI) en el Archivo
General de la Nación. Blanca Delgado Malagón, Santo Domingo,
D. N., 2013.
Vol. CCVIII Personajes dominicanos. Tomo I, Roberto Cassá. Edición conjunta
del Archivo General de la Nación y la Comisión Permanente
de Efemérides Patrias, Santo Domingo, D. N., 2014.
Vol. CCIX
Personajes dominicanos. Tomo II, Roberto Cassá. Edición
conjunta del Archivo General de la Nación y la Comisión
Permanente de Efemérides Patrias, Santo Domingo, D. N.,
2014.
Vol. CCX
Rebelión de los Capitanes: Viva el rey y muera el mal gobierno. 2da edición,
Roberto Cassá. Edición conjunta del Archivo General de la
Nación y la Universidad Autónoma de Santo Domingo, Santo
Domingo, D. N., 2014.
Vol. CCXI
Una experiencia de política monetaria. Eduardo García Michel,
Santo Domingo, D. N., 2014.
Vol. CCXII Memorias del III Encuentro Nacional de Archivos. Santo Domingo,
D. N., 2014.
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 315
13/08/2014 08:54:44 a.m.
316
Publicaciones del Archivo General de la Nación
Colección Juvenil
Vol. I
Vol. II
Vol. III
Vol. IV
Vol. V
Vol. VI
Vol. VII
Vol. VIII
Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N.,
2007.
Heroínas nacionales. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N.,
2007.
Vida y obra de Ercilia Pepín. Alejandro Paulino Ramos, Santo
Domingo, D. N., 2007.
Dictadores dominicanos del siglo xix. Roberto Cassá, Santo
Domingo, D. N., 2008.
Padres de la Patria. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N.,
2008.
Pensadores criollos. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2008.
Héroes restauradores. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N.,
2009.
Dominicanos de pensamiento liberal: Espaillat, Bonó, Deschamps
(siglo xix). Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2010.
Colección Cuadernos Populares
Vol. 1
La Ideología revolucionaria de Juan Pablo Duarte. Juan Isidro Jimenes
Grullón, Santo Domingo, D. N., 2009.
Vol. 2
Mujeres de la Independencia. Vetilio Alfau Durán, Santo Domingo,
D. N., 2009.
Vol. 3
Voces de bohío. Vocabulario de la cultura taína. Rafael García Bidó, Santo
Domingo, D. N., 2010.
Colección Referencias
Vol. 1
Archivo General de la Nación. Guía breve. Ana Féliz Lafontaine y
Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2011.
Vol. 2
Guía de los fondos del Archivo General de la Nación. Departamentos
de Descripción y Referencias, Santo Domingo, D. N., 2012.
Vol. 3
Directorio básico de archivos dominicanos. Departamento de Sistema
Nacional de Archivos, Santo Domingo, D. N., 2012.
Book. De súbditos a ciudadanos siglos XVII-XIX.indb 316
13/08/2014 08:54:44 a.m.
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