Artículos - Facultad de Letras - Pontificia Universidad Católica de

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El poema épico Historia de la Nueva México y la (re)construcción de la tradición
literaria chicana
The Epic Poem Historia de la Nueva México and the (re)Construction of Chicano Literary
Tradition
Alfonso Varona
27
Habitando el Sefarad: los escritos de Angelina Muñiz-Huberman
Dwelling the Sephardic Land: Angelina Muñiz-Huberman Writings
Rodrigo Cánovas
37
Libros vacíos, papeles falsos
Blank Books, Fake Papers
Alejandro Zambra
43
Salón de belleza u otras formas de morir
Salón de belleza and Other Ways of Dying
Daniela Renjel Encinas
61
Estoy ligado a ti más fuerte que la hiedra: música popular y literatura en Bolero
de Pedro Ángel Palou
I’m Attached to You More Strongly than the Ivy: Popular Music and Literature in Bolero by
Pedro Ángel Palou
Ainhoa Vásquez Mejías
73
Oscuro bosque oscuro: desmitificación y transgresión de los cuentos de hadas
Dark Forest: Demystification and Transgression in Fairy Tales
María del Carmen Castañeda Hernández
87
La metrópolis en la novela mexicana a partir de los años noventa: el postapocalipsis
del Distrito Federal
The Metropolis in the Mexican Novel of the 90s Post-Apocalypse in the Federal District
Danilo Santos López
105
“Narconovela” mexicana. ¿Moda o subgénero literario?
Mexican “Narconovela”: A Journey into a New Literary Sub-Genre
Felipe Oliver
119
Violencia y política del tráfico de menores en México en clave de género negro.
Una mirada desde una voz femenina
Violence and Politics in the Traffic of Children’s in Mexico, Real as Black Novel: A Female
Voice Approach
Gilda Waldman M.
129
Subjetividades criminales: discurso gubernamental, periodístico y literario en el
México contemporáneo
Criminal Subjectivities: Governmental, Journalistic and Literary Discourse in Contemporary
Mexico
Yuri Herrera
141
Dossier
307
Reseñas
327
Política editorial
taller de letras
Artículos
PONTIFICIA UNIVERSIDAD
CATÓLICA DE CHILE
FACULTAD DE LETRAS
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2012
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primer semestre 2012
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primer semestre 2012
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El poema épico Historia de la Nueva México y la (re)construcción
de la tradición literaria chicana
The Epic Poem Historia de la Nueva México and the (re)Construction
of Chicano Literary Tradition
Alfonso Varona
Hampden-Sydney College, Virginia
27
Habitando el Sefarad: los escritos de Angelina Muñiz-Huberman
Dwelling the Sephardic Land: Angelina Muñiz-Huberman Writings
Rodrigo Cánovas
Pontificia Universidad Católica de Chile
37
Libros vacíos, papeles falsos
Blank Books, Fake Papers
Alejandro Zambra
Universidad Diego Portales
43
Salón de belleza u otras formas de morir
Salón de belleza and Other Ways of Dying
Daniela Renjel Encinas
Universidad Mayor de San Andrés, La Paz, Bolivia
61
Estoy ligado a ti más fuerte que la hiedra: música popular
y literatura en Bolero de Pedro Ángel Palou
I’m Attached to You More Strongly than the Ivy: Popular Music and
Literature in Bolero by Pedro Ángel Palou
Ainhoa Vásquez Mejías
Pontificia Universidad Católica de Chile
73
Oscuro bosque oscuro: desmitificación y transgresión de los
cuentos de hadas
Dark Forest: Demystification and Transgression in Fairy Tales
María del Carmen Castañeda Hernández
Universidad Autónoma de Baja California
87
La metrópolis en la novela mexicana a partir de los años
noventa: el postapocalipsis del Distrito Federal
The Metropolis in the Mexican Novel of the 90s Post-Apocalypse in
the Federal District
Danilo Santos López
Pontificia Universidad Católica de Chile
105
“Narconovela” mexicana. ¿Moda o subgénero literario?
Mexican “Narconovela”: A Journey into a New Literary Sub-Genre
Felipe Oliver
Universidad de Guanajuato
119
Violencia y política del tráfico de menores en México en clave
de género negro. Una mirada desde una voz femenina
Violence and Politics in the Traffic of Children’s in Mexico, Real as
Black Novel: A Female Voice Approach
Gilda Waldman M.
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM
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129
Subjetividades criminales: discurso gubernamental, periodístico
y literario en el México contemporáneo
Criminal Subjectivities: Governmental, Journalistic and Literary Discourse
in Contemporary Mexico
Yuri Herrera
Tulane University
' R F X P H Q W R V
143
Dossier: Yo “ambulante de la memoria”
145
Introducción. El estilo es el objeto burlado
Fernando A. Blanco
Wittenberg University
153
Monsiváis después de Monsiváis. Testimonios
Conocí a Carlos Monsiváis…
Sergio Pitol
157
Monsiváis después de Monsi
Elena Poniatowska
163
Estudios. I. De lo Nacional Popular a lo Post Nacional-Mediático
Nota roja, narcocorrido y violencia: las leyendas del narcotráfico
según Monsiváis
Anadeli Bencomo
University of Houston
173
¿Civitas sobre genus? Monsiváis y la crítica del nacionalismo
decorativo
Ignacio Corona
Ohio State University
187
Las tradiciones del desencanto
Carlos Ossa S.
Universidad de Chile
197
II. El Sujeto Radical: Identidad y Género en las Políticas
Culturales
Carlos Monsiváis: poética y política de la disidencia sexual
Héctor Domínguez Ruvalcaba
The University of Texas at Austin
207
Carlos Monsiváis. Aporías de la Marginalidad. Sobre los
desplazados por su gusto y los jamás incluidos
Kemy Oyarzún
Universidad de Chile
223
Los mapas en la crónica social de Carlos Monsiváis: sus
aportes críticos para América Latina
Ximena Póo Figueroa
Universidad de Chile
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239
III. Del Nosotros al Yo y viceversa (sin distracciones)
¿Quién matará los dragones del desánimo? Los héroes de
Carlos Monsiváis, paladín de categoría
Linda Egan
University of California, Davis
257
Anclajes decimonónicos en la obra de Carlos Monsiváis: la
sacralización de la cultura laica a partir del lenguaje
modernista, romántico y melodramático
Raúl Diego Rivera Hernández
University of South Carolina
271
El coleccionismo como historia cultural
Jezreel Salazar
Universidad Autónoma de la Ciudad de México
283
Coleccionismo. Dos textos inéditos de Carlos Monsiváis
Nota introductoria
Moisés Rosas
285
El Museo de Estanquillo
Carlos Monsiváis
R e s e ñ a s
309
Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas (edición revisada)
Por Niels Rivas
316
Estrategias autobiográficas en Latinoamérica: Géneros Espacios - Lenguajes
Por Ana Figueroa
319
Tratado sobre los buitres
Por Juan Manuel Silva Barandica
323
Espectros de Luz: Tecnologías visuales en la literatura
latinoamericana
Por Catalina Donoso
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TALLER DE LETRAS N° 50: 11-25, 2012
ISSN 0716-0798
El poema épico Historia de la Nueva México y la
(re)construcción de la tradición literaria chicana
The Epic Poem Historia de la Nueva México and the
(re)Construction of Chicano Literary Tradition
Alfonso Varona
Hampden-Sydney College, Virginia
[email protected]
El poema épico Historia de la Nueva México de Gaspar Pérez de Villagrá fue publicado
por primera vez en 1610 y su segunda reimpresión tuvo que esperar hasta 1900.
Este amplio paréntesis de tres siglos evidencia la valoración de este texto únicamente
como documento histórico. La aparición de tres ediciones de la Historia entre los años
1989 y 1993 evidencia un repentino interés sobre este texto por parte de la academia.
Una de estas ediciones en particular (la edición bilingüe de 1992, publicada por University
of New Mexico Press) cobra importancia al cotejarse con una correspondiente producción crítica en torno a Villagrá (y otros autores previos al anexionismo anglosajón):
apuntala un amplio proyecto ideológico que se propone establecer una presunta añeja
tradición literaria chicana. Dicho proyecto crítico es trazable hacia principio de los años
setenta. El propósito del presente ensayo consiste por tanto en delinear este proyecto
ideológico de (re)construcción, proyecto el cual está encaminado no solo a legitimar una
tradición literaria chicana, sino además a fortalecer la correspondiente representación
política hispana en Estados Unidos. De igual manera se concibe este trabajo como un
homenaje-reflexión al quehacer crítico chicano de las últimas cuatro décadas, dadas
las diversas ramificaciones críticas que el trayecto ratificatorio de la Historia conecta.
Palabras clave: Gaspar Pérez de Villagrá, literatura chicana, crítica literaria
chicana.
The epic poem Historia de la Nueva México by Gaspar Pérez de Villagrá was first
published in 1610 but was not reprinted until 1900. This three-century editorial gap
proves that this text was esteemed solely as a historical document. The publication
of three editions of the Historia between 1989 and 1993 shows a sudden interest in
this text in literary circles.
Particularly, the 1992 bilingual edition (published by University of New Mexico Press)
is illuminating when compared with the corresponding criticism of Villagrá’s oeuvre (as
well as those of other authors’ whose work came before Anglo-Saxon annexation): it
underpins an ample ideological project which seeks to establish a presumed ancient
Chicano literary tradition. This critical project can be traced to the early seventies.
This essay traces the ideological project of (re)construction, which forwards not only
a Chicano literary tradition but seeks to strengthen Hispanic political representation
in the United States. Moreover, the present work is both homage to and a reflection
upon Chicano criticism of the last four decades, and takes into account the diverse
ramifications of the Historia’s academic implications in history, literature, and politics.
Keywords: Gaspar Pérez de Villagrá, chicano literature, chicano criticism.
Recibido: 18 de octubre de 2010
Aprobado: 23 de marzo de 2011
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TALLER DE LETRAS N° 50: 11-25, 2012
El poema épico Historia de la Nueva México de Gaspar Pérez de Villagrá
fue publicado por primera vez en 1610 y su segunda reimpresión tuvo que
esperar hasta 19001. Este amplio paréntesis de tres siglos evidencia la valoración de este texto únicamente como documento histórico2. La aparición
de tres ediciones de la Historia entre los años 1989 y 1993 evidencia un
repentino interés sobre este texto por parte de la academia. Una de estas
ediciones en particular cobra importancia al cotejarse con una correspondiente
producción crítica en torno a Villagrá (y otros autores previos al anexionismo
anglosajón): apuntala un amplio proyecto ideológico que se propone establecer una presunta añeja tradición literaria chicana3.
La crítica chicana ha reivindicado el poema épico de Villagrá, instituyéndolo
como texto histórico-fundacional, en función de la comunidad étnico-cultural
del actual Suroeste de los Estados Unidos y que la Historia representa.
Desde la perspectiva que brinda el año 2010, el proceso de revaloración
de este poema comienza en los años setenta y se consolida en 1992 con
su publicación por la University of New Mexico Press. La canonización del
texto es confirmada tanto por la publicación de ensayos críticos posteriores
a este año como por su inclusión/mención en libros de texto universitarios
tanto de literatura latinoamericana como de latinos4. Mi propósito consiste
en delinear este proyecto ideológico de (re)construcción, encaminado no
solo a legitimar una tradición literaria chicana, sino además fortalecer la
correspondiente representación política hispana en Estados Unidos5. Ya que
el trayecto ratificatorio de la Historia conecta con la academia chicana en
más de una vertiente, igualmente concibo este trabajo como un homenajereflexión al quehacer crítico chicano de las últimas cuatro décadas6.
1
A partir de aquí me referiré a esta obra simplemente como la Historia. Los hechos históricos
que narra el poema sucedieron de 1598 a 1599, y consisten en la marcha hacia Nuevo México,
el encuentro con el pueblo de Acoma, y la victoria sobre éste. Villagrá fue un criollo que
nació en la actual Puebla, y Oñate un mestizo de alta alcurnia nacido en Zacatecas. Villagrá
escribió el poema para defenderse de las acusaciones de abusos cometidos en la expedición.
El poema fracasó en su intento de reivindicación, y tanto a Villagrá como a Oñate se les
prohibió ejercer cargo alguno por seis años. Para más información sobre Oñate, Villagrá,
y el proceso acusatorio de ambos, ver “The First American Epic” de Luis Leal (48-50), y el
ensayo “Mapping the work stories in Villagrá’s Historia”, de Maria O’Malley.
2 En 1911 Menéndez y Pelayo escribió en Historia de la Poesía Hispanoamericana: “A todos
los poemas de asunto americano vence en lo rastrero y prosaico el titulado Historia de la
Nueva México, del capitán Gaspar de Villagrá” (45). En 1933, el grupo Quivira Society publicó
una traducción en prosa, la cual se basa en la edición de 1900. Es valiosa la documentación
adicional, con notas e información sobre el autor, y por hacer accesible el poema a un
público angloparlante.
3 El presente ensayo se deriva de un trabajo final de literatura colonial, durante la primera
parte de mis estudios doctorales.
4 Me refiero a cursos de literatura en las instituciones de enseñanza superior en Estados
Unidos.
5 Utilizo los términos “hispano” y “latino” como sinónimos. En The Hispanic Condition (2330) Ilan Stavans explora a fondo esta problemática: “Preferred by conservatives, the former
[hispano] is used when the talk is demographics, education, urban development, drugs,
and health; the latter [latino], on the other hand, is the choice of liberals and is frequently
used to refer to artists, musicians, and movie stars” (23).
6 A principios de los años setenta se habla del “Renacimiento chicano” tanto por el número
inédito de escritores (teatro, narrativa y poesía) que se identifican con este movimiento,
como por la fundación de revistas especializadas (El grito, Con Safos, Aztlán, etc…).
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ALFONSO VARONA
EL POEMA ÉPICO HISTORIA DE LA NUEVA MÉXICO…
Las ediciones relativamente recientes de la Historia son las siguientes: 1) la
de 1989, a cargo de Mercedes Junquera; 2) 1992, de Miguel Encinias, Alfred
Rodríguez y Joseph P. Sánchez; y 3) 1993, edición de Felipe I. Echenique
March. Además, se cuenta con la tesis doctoral de Phil Jaramillo (1990), la
cual consiste en una edición paleográfica. Como se ha indicado, la edición
de 1992 forma indiscutiblemente parte del proceso editorial-ideológico que
desarrollo en este trabajo. Antes de proceder a dicho análisis, en los siguientes párrafos paso revista a las otras ediciones.
La edición de Junquera es la más básica, ya que aporta menos información
sobre el poema épico en cuestión. No obstante, la introducción incorpora
información valiosa sobre el contexto geográfico-histórico de la comunidad
nuevo-mexicana. La relación entre la Historia y la literatura chicana se menciona brevemente al final del estudio: “En el mar de sus versos mediocres,
hay islas de poesía acertada con las cuales pudiera formularse una perdurable antología que sirvieran de pórtico literario a la literatura hispana en los
Estados Unidos” (Junquera 69).
La edición de 1993, del Instituto Nacional de Antropología e Historia de
México (INAH), aparece como una edición independiente, además, que no
propone un enlace con la literatura chicana. En el estudio preliminar (proyecto de quince años atrás de acuerdo al editor) predomina un enfoque
etnográfico: se propone la necesidad de realizar estudios sobre el impacto
de la emigración de las etnias del centro y sur de la Nueva España (como
los tlaxcaltecas, por ejemplo) a la provincia de Nuevo México por los conquistadores. Esta propuesta se podría enlazar con la literatura chicana, pero
Echenique no lo llega a sugerir. Esta edición tiene el mérito de ser la única
que incluye la dedicatoria, la tasa y los poemas preliminares típicos de las
publicaciones coloniales.
La tesis doctoral de Jaramillo propone lo siguiente: 1) el poema “merece
ser estudiado […] como fuente literaria e histórica de nuestras raíces culturales
aquí en los Estados Unidos” (2) y 2) servir de puente a la publicación de una
edición crítica. Es decir, Jaramillo planeaba un proyecto el cual quedó truncado
al publicarse casi simultáneamente las demás ediciones. Con posterioridad,
este crítico ha publicado dos ensayos que enfatizan los méritos artísticos del
poema, además que manifiestan una adhesión al proyecto representado por
la edición bilingüe de 19927.
HISTORIA DE UNA (RE)CONSTRUCCIÓN
La posible relación entre el poema de Villagrá y la literatura chicana
es mencionada por Luis Leal en su artículo de 1973, “Mexican American
Literature: A Historical Perspective”8. En éste, Leal escribe: “It is our belief
7
Estos ensayos son “The Heroic Image in Gaspar de Villagrá’s Historia de la Nueva Mexico
[sic]” y “The Homeric Image in Gaspar de Villagrá’s Historia de la Nueva México”. Asimismo,
en 1992 Jaramillo publicó una reseña de la edición de la Historia de Junquera, a la vez que
alude a la edición bilingüe como una versión superior.
8 Publicado en la Revista Chicano-Riqueña. Asimismo fue incluido en el libro Modern Chicano
Writers, de 1979. Leal no es el único investigador en conectar la literatura colonial con la
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TALLER DE LETRAS N° 50: 11-25, 2012
that an effort should be made to trace the historical development of Mexican
American literature now that it has been recognized as a subject worthy of
serious study” (32). En este artículo define a la literatura chicana como “that
literature written by Mexicans and their descendants living or having lived
in what is now the United States. We shall consider works, especially those
dating before 1821, written by the inhabitants of this region with a Spanish
background, to belong to an early stage of Chicano literature” (35). Leal
diseña una periodización en cinco partes, la primera de las cuales es “The
Hispanic Period (to 1821)”, dentro del cual menciona la Historia como texto
sobresaliente9. Otra aportación de este ensayo pionero es la conceptualización
del término “Chicano” como sinónimo de “Mexican American”, toda vez que
Leal sopesa los diferentes enfoques críticos al respecto. Esta ponderación
permite a Leal considerar literatura chicana a aquella escrita en español en
el actual territorio de Estados Unidos antes de 1848, y no solamente aquella
que surge en contexto con una hegemonía anglosajona.
Resulta relevante para la construcción del canon literario chicano la inclusión del mencionado ensayo en el influyente libro Modern Chicano Writers.
Éste se divide en tres secciones, y es en la primera que se incluye el ensayo
de Leal10. La introducción de Joseph Sommers y Tomás Ybarra-Frausto es
declaradamente parcial:
Our own critical outlook, as reflected in the choices, omissions, and emphases we have made, is, of course, partisan.
We have consciously highlighted certain qualities, while
attempting to avoid what we consider misapprehensions.
It has been our aim, for example, to express implicitly
and explicitly that Chicano literature has a history. […] On
the other hand, it has seemed to us neither possible nor
desirable to attempt to prescribe a canon. The criticism
of Chicano literature (in comparison with the quality of
the literature itself) is still underdeveloped, and much
critical trial and error will be needed to raise even the
right questions. (2, 3)
Las “preguntas correctas” parecen comenzar precisamente con esta publicación: la creación de un proyecto crítico de envergadura sobre una tradición
chicana anterior al siglo XX, y que conecte con los escritores decididamente
chicanos. Sommers e Ybarra-Frausto sugieren 1848 como el comienzo de
la historia literaria chicana (que coincide con el periodo que Leal denomina
transicional), “when the consequences of an expansionist war dictated that
literatura chicana, pero junto a Philip Ortego es el más constante a lo largo de varias décadas.
De Ortego, ver su tesis doctoral (1971) (menciona a Villagrá en la p. 40), y los ensayos “The
Chicano Renaissance” (1971) y “The Quetzal and the Phoenix” (1981).
9 Los otros períodos propuestos por Leal son: 2. The Mexican Period (1821-1848); 3. Transition
Period (1848-1910); 4. Interaction Period (1910-1942); y 5. Chicano Period (1943-to the
present). Para Juan Bruce-Novoa, este es “the most influential article on periodization of
Chicano Literature” (3).
10 Las tres secciones son: I. A Conceptual Framework; II. The Narrative: Focus on Tomás
Rivera; III. Poetry: Alurista, Villanueva, Lucero, Zamora, Montoya.
Q 14
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ALFONSO VARONA
EL POEMA ÉPICO HISTORIA DE LA NUEVA MÉXICO…
tens of thousands of Mexicans should become U.S. citizens” (1). Esta fecha
es defendible, siendo claro un proceso de lucha continua entre la cultura
mexicana y la anglosajona desde esta época. Es importante repetir que en
este proceso de reconstrucción, la Historia constituye una pieza dentro del
rompecabezas total, y Luis Leal se encuentra entre los críticos pioneros del
proyecto total.
El libro de 1989 Pasó por aquí: Critical Essays on the New Mexican Tradition,
1542-1988 evoca en el título mismo una continuidad establecida a partir
de las primeras exploraciones en el actual territorio nuevo-mexicano11. La
editora Erlinda Gonzales-Berry conecta la “tradición” iniciada por Villagrá con
los siguientes dos siglos y medio de esta manera:
The fact that isolation and lack of the appropriate means
of production prevented the printing of texts and the
development of literacy on a grand scale does not mean
that creative expression ceased to exist. The creative
spirit bequeathed to New Mexicans by early chroniclers
and the poet Villagrá continued over a 250 year period to
encourage a rich oral tradition of folk drama, tales, and
balladry. This tradition, generated in the arid landscapes
of Spain, was transplanted to the equally arid landscapes
of New Mexico where it was enriched by the lore of the
indigenous population and vigorously continued to renew
itself with each generation and to fill the void created by
the scarcity of written literature. (2-3)
Esta aludida tradición de narrativa oral es de hecho mencionada por Luis
Leal en su ensayo de 1973. Constituye uno de los recursos críticos más recurridos en la justificación de una continuidad discursiva hispánica en el área
geográfica del Suroeste, que seguirá refinándose en ensayos posteriores.
Este volumen de 1989 incluye asimismo el capítulo de Luis Leal “The First
American Epic. Villagrá’s History of New Mexico”, el primero de los ensayos
por parte de este crítico en que ya no solo menciona la Historia, sino emprende su rescate literario. La Historia pasa así de una breve mención en el
artículo de 1973 a un primer plano12. En su trabajo, Leal resalta la dualidad
del texto de Villagrá: La primera épica escrita dentro del territorio actual
de Estados Unidos, e igualmente perteneciente a la literatura mexicana. La
principal estrategia de este capítulo consiste en incluir a la Historia dentro
de la tradición del Poema de Mio Cid y La Araucana (siendo esta última el
modelo más cercano y directo de Villagrá), ambas obras reconocidas tanto
11
La alusión del año 1542 remite a la edición Zamora de Los Naufragios de Cabeza de Vaca.
Este texto narra del viaje infortunado de Cabeza de Vaca de Florida hacia el suroeste. Es el
primer testimonio por escrito del área geográfica en cuestión. Este texto se analiza como
precursor de la literatura chicana en un ensayo de Juan Bruce Novoa en el volumen de 1993
Reconstructing a Chicano/a Literary Heritage, el cual abordaré más adelante.
12 El libro Aztlán y México (1985) recopila ensayos escritos por Leal en su mayoría entre
los años setenta y principios de los ochenta. Algunos de éstos constituyen el eslabón entre
su artículo de 1973 y la presente mención.
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TALLER DE LETRAS N° 50: 11-25, 2012
por su calidad literaria como por su valía documental (55). Más importante
aún, el formato épico ha sido vehículo fundacional de literaturas nacionales, como ciertamente es el caso de los poemas mencionados13. De esta
manera Leal absuelve a la Historia de ser una obra interesante únicamente
en el aspecto historiográfico. Adicionalmente, le confiere a la Historia una
mayor valía al designarla como antecedente de la novela histórica, género
de gran popularidad en el siglo XIX que culmina con Guerra y Paz de León
Tolstoi (55). Leal finaliza analizando segmentos del poema que evidencian un
innegable valor literario en intersección con la geografía propia de la zona.
Destaca por ejemplo las descripciones del bisonte, típico de esta región,
quizás por primera vez descrito estéticamente, así como “the descriptions of
the landscape and some of the characters” (55). En resumen, en este ensayo
se lleva a cabo lo siguiente: conectar la descripción literaria en la Historia
de elementos propios de la zona (espacio regional a través del tiempo) con
obras reconocidas de la literatura universal (creación a través del tiempo).
De esta manera, el espacio/tiempo nuevo-mexicano se ha insertado a la
categoría de literatura universal.
La publicación bilingüe de la Historia por parte de la University of New
Mexico Press, y como primer volumen de la serie “Pasó por Aquí”, constituye
un momento clave en la revaloración del poema épico. No es casualidad que
la serie comparta parte del título del libro ya mencionado de 1989: Erlinda
Gonzalez-Berry es uno de los editores generales de la serie, junto con Genaro
Padilla, asimismo contribuyente del volumen de 198914. La nota de ambos
editores (“Note from the Series Editors”) denomina la valía de la Historia
contundentemente:
Villagra’s Historia de la Nueva México launches this series
dedicated to the restoration of New Mexico’s Hispano,
Mexican American, Chicano literary tradition, a tradition
spanning four centuries and including one of the major
literary documents of the new world: Villagra’s epic poem
of 1610. […] Beginning with Villagrá, therefore, we hope
to participate in the reconstruction of our literary heritage15. (xv)
Como primer libro de la serie, esta publicación consolida decisivamente
el plan ideológico que he venido señalando. El formato bilingüe amplifica el
propósito, enfocado al mayor número posible de lectores. En conclusión, la
edición de 1992 potencializa la lectura de un texto atrapado en dos mundos,
pero sin haber sido anteriormente validado por ninguno de éstos.
13
Leal cita de Beyond Ethnicity de Werner Sollors: “The epic form is associated with
ethnogenesis, the emergence of a people” (48).
14 Hasta la fecha, han aparecido catorce publicaciones de esta serie (Información tomada
del internet: http: //www.unmpress.com. Consultado el 4 de julio, 2010). “Pasó por aquí”
es una alusión al petroglifo que ostenta la firma de Juan de Oñate, héroe de la Historia. El
petroglifo se encuentra en el actual Morro National Monument.
15 Las cursivas son mías.
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La propuesta crítica con respecto a textos hispanos anteriores a la anexión
anglosajona (con un énfasis en la era colonial) continúa en Reconstructing a
Chicano/a Literary Heritage (1993). En este proyecto participan críticos como
Juan Bruce-Novoa, Ramón Gutiérrez, Luis Leal, Francisco A. Lomelí, Genaro
Padilla y Tino Villanueva, entre otros. El libro está dividido en dos secciones:
“Critical Reconstruction y “Sources of reconstruction”. La primera se ocupa
de presentar acercamientos críticos que justifican textos de diversos géneros literarios previos a 1848 con la literatura chicana. La segunda sección
se enfoca a textos literarios específicos de la era colonial. Para el propósito
de este trabajo, me centraré en el Prefacio (“Preface”) de María HerreraSobek, y los capítulos “Shipwrecked in the Seas of Signification. Cabeza de
Vaca’s Relación and Chicano Literature” de Bruce-Novoa, “Discontinuous
Continuities. Remapping the Terrain of Spanish Colonial Narrative”, de Padilla
(en la primera parte), y “Poetic Discourse in Pérez de Villagrá’s Historia de
la Nueva México”, de Leal (en la segunda parte).
En el prefacio, Herrera-Sobek conecta la literatura colonial en español del
Suroeste con la actual literatura chicana (y literatura americana) basándose
en: 1) la afirmación de Philip Ortego de que la literatura colonial americana
debe incluir tanto el periodo británico como el español (xiv), 2) la propuesta
de Tino Villanueva de que “the task at hand is to initiate our familiarity with
this body of literature [Hispanic Colonial Literature] and to commence to
give theoretical order to whatever significance it might have in the light of
contemporary Chicano literature, and, in a broader consideration, to throw
open to inquiry its place in American literary history” (xv)16. Es decir, el
proceso a seguir se apoya tanto en el multiculturalismo como en el cotejo
con la literatura chicana actual.
Bruce-Novoa lleva a cabo un análisis minucioso para vincular el relato de
Cabeza de Vaca con la literatura chicana contemporánea. De acuerdo a este
crítico, Cabeza de Vaca se convierte en un ser híbrido el cual corresponde
a los conceptos “blurring of identity” de Tzvetan Todorov y el “incongruent
hybrid” de Laura Molloy: un ser en un espacio intermedio entre el “nosotros”
y el “otro” (10)17. Este hibridismo también se manifestaría en el texto mismo:
His text is impressive for the hybrid quality of the combination of orality and literariness. And once again his
text is interlingual and intercultural: among the Spanish
lexicon he disperses American vocabulary words; into the
European semiotics he injects strange actions, images
and signs. Finally, ANCdV [Álvar Núñez Cabeza de Vaca]
slips back in among the Spaniards as the possibility of
otherness within sameness itself. (16)
16
Herrera-Sobek cita de la presentación de Villanueva en la conferencia anual del MLA en
San Francisco, 27-30 diciembre, 1987.
17 Estos conceptos son tomados de The Conquest of America, the Question of the Other, y
“Alteridad y reconocimiento en Los Naufragios de Alvar Núnez Cabeza de Vaca”, respectivamente.
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Bruce-Novoa enlaza esta lectura con un aspecto de la experiencia chicana del siglo XX: el desprecio hacia el hibridismo de los chicanos por parte
de los mexicanos (y del cual escritores como José Vasconcelos y Octavio
Paz han dejado testimonio). Esta actitud resulta similar a la reacción de los
españoles ante un Cabeza de Vaca tras ocho años de peregrinaje (11). Más
aún, la experiencia total de este explorador también se relaciona con la de
los chicanos en lo siguiente: “leaving a native land in search of riches in a
territory mostly unknown except for the hyperbolic legends surrounding it; the
disillusionment felt upon facing the harsh and humiliating truth of the reality
encountered” (20). En conclusión, para Bruce-Novoa, Cabeza de Vaca, al igual
que los chicanos, pone de manifiesto “the inherent instability of any identity
system, and they make out of it a virtue and a source of great pride” (22).
El capítulo escrito por Padilla propone el concepto de una continuidad en la
discontinuidad (“continuity in discontinuity”) (30). Esta noción la ejemplifica
por medio de la narrativa autobiográfica que surge partir de 1848 por parte
de los mexicanos del actual suroeste de Estados Unidos. En dicha narrativa
los hispanos habrían mitificado el pasado colonial español como consecuencia del despojo anglosajón. Esta presencia hispana (recordada o imaginada)
funcionaría a partir de la fecha indicada como discurso antihegemónico: “One
discovers in much autobiography a necessary preoccupation with the formation of identity in the bound association of colonial culture and geography”
(30)18. Según Padilla, este ejemplo evidencia que las ramificaciones de los
discursos literarios bien pueden terminar en un momento, para reaparecer
posteriormente. La problemática de ausencia de influencia literaria directa y
demostrable de los textos del periodo anexionista a la actualidad es resuelta
al tomar en cuenta la represión discursiva aludida: “Such a literary tradition
complicated by multiple social, cultural, and political contingencies quiets
expectations that a tradition requires an unbroken line of literary practice and
gives those of us who are recovering our literary antecedents the relief of
knowing that our job is not that of reconstructing a seamless line of descent”
(31). Por medio de estas dinámicas complejas en operación, buena parte del
legado inicial antihegemónico habría sido mantenido por una tradición oral,
cuentos, corridos, que al ser recordada daría lugar a una narrativa posterior
(tradición ya mencionada por Leal en 1973 y por Ortego en 1971). Asimismo,
este concepto de un proceso de continuidad discontinua es el mismo (sin el
apelativo) a que se refería Gonzales-Berry en 1989. Para Gonzales-Berry,
la tradición oral y folklórica enlaza a la Historia de 1610 con la literatura de
los siguientes doscientos cincuenta años. La fecha final de esta afirmación
(aproximadamente 1860) prácticamente coincide con el inicio de la continuidad discontinua que Padilla propone a partir de 1848. De esta manera,
el problema de la conexión literaria desde principios del siglo XVII hasta la
actualidad es resuelto. Si se incluye la analogía de Cabeza de Vaca con la
figura del chicano (Bruce-Novoa), el periodo de inicio de la literatura chicana
se remontaría entonces a 1542, sesenta y ocho años antes que la Historia.
Padilla no niega que una historia literaria es siempre construida, noción
aplicable tanto a la genealogía literaria chicana como al canon literario
18
La cursiva es del texto original.
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tradicional. Consciente de esta construcción, y cómo esta forma parte del
proceso de ascenso social de un grupo (puesto que se erige como parte
de una representatividad simbólica más amplia), convoca a la reconstrucción de la literatura chicana como un medio para obtener terreno político:
“Notwithstanding these breaks, the topological formation must be reconstructed
if we expect to situate ourselves within a discursive tradition that is socially
empowering” (35). Esto se enlaza con la creciente e indudable importancia
del hispano (o “latino”) en general en Estados Unidos. El carácter político
de esta labor contrarrestaría el proyecto político anglosajón privilegiado a
partir de 1848; es decir, se erigiría como una reivindicación antihegemónica.
El artículo de Leal incluido en este volumen aporta lo siguiente: 1) el
recalcar la presencia de la genealogía azteca en los primeros cantos de la
Historia, en particular la mención del mítico Aztlán, crucial cultural y simbólicamente para el movimiento chicano; 2) el elaborar sobre la similitud entre
Villagrá y Cervantes, ambos poetas soldados. Leal eleva la figura de Villagrá
al acomodarlo con tan prestigiosa compañía; y 3) la afinidad de la Historia
con la literatura chicana debido a que: “The final canto’s description of the
destruction of Acoma is without a doubt the most memorable and most important pasaje in the Historia. It is representative of the Chicano literature
to come because it is a literature born in the heat of cultural conflict” (109).
En este conflicto cultural se encontrarían los elementos contradictorios, los
“híbridos inestables” del mestizaje de los españoles y los indios (tanto nativos
de Nuevo México como aquellos reubicados a su vez del centro y sur de la
Nueva España). Los tres puntos enumerados representan en el mismo orden:
el elemento prehispánico, el elemento hispano, y el resultante de las múltiples
hibridaciones de los anteriores. La mención a Aztlán (en la mitología azteca
el lugar de origen, situado en un errático norte) no es fortuita, aun cuando
Leal la ejemplifica en contexto del discurso poético meritorio de la Historia.
Si a un texto de formato europeo (un poema épico en español en este caso)
se le considera importante por su antigüedad, este hecho se enfatiza añadiéndole la otra mitad del mestizaje, que refiere a una antigüedad mayor (en
el sentido de presencia étnica). Sobre Aztlán y su importancia en la tradición
literaria chicana, que he dejado para el final, me referiré a continuación19.
El término como parte del proyecto chicano comenzó a utilizarse a partir
de 1969. Luis Leal, en “Chicano journals” (en Aztlán y México), indica que
“one of the first expressions of the new Chicano spirit that was to prevail
during the seventies was the ‘Plan Espiritual of Aztlán’ issued in March, 1969,
at the Denver Conference that was atended by Rodolfo “Corky” Gonzales,
Alurista, and other prominent writers” (100). Como parte de este fervor, los
años setenta atestiguaron la aparición y cuantificación de revistas especializadas dedicadas a asuntos chicanos, entre las cuales destaca Aztlán, cuya
publicación continúa hasta la fecha20.
19
Es el Canto I de la Historia el que alude a los aztecas y su origen. Transcribo una sección:
“Destas nuevas Regiones es notorio, / Pública voz y fama que decienden / Aquellos más
antiguos Mexicanos / Que a la Ciudad de México famosa / El nombre le pussieron porque
fuesse /Eterna su memoria perdurable (Villagrá 1992, 5-6).
20 Esta revista especializada fue fundada en la UCLA en 1970. La siguiente es información
de la página web: “Aztlán presents original research that is relevant to or informed by the
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Al añadir el elemento indígena, la propuesta de incluir a la Historia como
inicio de la literatura chicana le concede una dimensión más amplia: tematiza
el encuentro de los elementos hispánicos, indígenas y mestizos procedentes
del núcleo de la Nueva España con el origen simbólico/geográfico de la civilización azteca (Nuevo México-Aztlán), ésta a su vez alegoría nacionalista
de la actual República mexicana. En otras palabras, la Historia inaugura la
narrativa de la inmigración sistemática hacia esta región del mundo, con
un conflicto étnico-cultural que de alguna manera ha proseguido como una
constante21. Asimismo se plantea la centralidad de un área y un grupo étnico/
cultural de otra manera considerado periférico.
A partir de 1993, los ensayos que estudian la Historia, más que ponderar
su inserción en el canon literario chicano (lo cual resulta indiscutible en los
estudios chicanos), consolidan el proceso realizado por los trabajos ya enumerados. Esta producción crítica si bien se apoya indistintamente ya sea en
la edición de 1992 o 1993, tiene en común (con excepción del texto de Juan
Maura) el fundamentarse en el ensayo de Leal de 1989.
El texto “Semillas de la identidad Hispanochicana en la Historia de la
Nueva México de Villagrá”, de Víctor Fuentes (1993), enfatiza el elemento
“hispano” en contraposición al elemento indígena enfatizado por otros críticos. Fuentes señala que en el poema los conquistadores criollos (puesto que
ni Oñate ni Villagrá son peninsulares) imponen más una cultura (ya criollizada) que una noción racista hacia un grupo étnico. Armando Miguélez en
“Comentario histórico-literario de la Historia de la Nueva México de Gaspar
Pérez de Villagrá” (1996) explora el poema como descendiente de Jerusalén
liberada de Torcuato Tasso y de La Araucana de Ercilla. Analiza los elementos
barrocos de la Historia, y concluye que parte de la importancia del texto
es que “introduce el Barroco en Aztlán y comparte elementos afines con el
teatro popular aztlanense, sobre todo con la pastorela, con la que comparte
esa tensión entre los elementos del bien y del mal” (69). En su opinión, la
crítica chicana reciente ha llevado a cabo un proceso similar al de la crítica
latinoamericana, al reconocer a la literatura colonial como herencia nacional
(58)22.
Chicano experience. An interdisciplinary, refereed journal, Aztlán focuses on scholarly essays
in the humanities, social sciences, and arts, supplemented by thematic pieces in the dosier
section, an artist’s communiqué, a review section, and a commentary by the editor, Chon
A. Noriega. Aztlán seeks ways to bring Chicano studies into critical dialogue with Latino,
ethnic, American, and global studies” (www.chicano.ucla.edu/press/journals/default.asp).
Consultado el 3 de julio del 2010.
21 En este sentido, los procesos que hicieron posible el escrito de Cabeza de Vaca (viaje
accidental y solitario), así como las expediciones anteriores a Oñate en Nuevo México, no
constituyeron el inicio de un proceso sistemático. El uso del término Aztlán resulta simbólico,
puesto que la leyenda azteca únicamente se refiere al norte como lugar de origen, sin que
haya podido precisarse su locación exacta. La importancia del término Aztlán y su connotación
cultural, es que legitima la inmigración hacia Estados Unidos.
22 Puesto que no es mi intención ofrecer un compendio preciso de cada uno de estos ensayos
“post” canonización de la Historia, menciono brevemente los ensayos más recientes: En
“Disputed history and poetry: Gaspar Pérez de Villagrá’s Historia de la Nueva México”,
Miguel R. López ejemplifica una división tripartita del poema propuesta por Phil Jaramillo.
A su vez, Juan Maura conecta la Historia con un escritor nuevo-mexicano del siglo XX en
el ensayo “Gaspar Pérez de Villagrá y Sabine R. Ulibarrí: pasado y presente de la épica de
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Esta producción crítica reciente se inscribe como subsidiaria del Camino
real crítico (por utilizar una metáfora colonial) al ya realizado anteriormente. Al mismo tiempo reafirma/consolida el proyecto ideológico total, lo cual
es evidente tanto en el contenido que tanto establece matizaciones como
elabora en un dato antes sólo mencionado brevemente.
Una reformulación del canon literario estaría incompleta sin la transmisión de éste en la enseñanza escolar. Un curso de literatura termina siendo
una antología de textos considerados discursivamente importantes por los
instructores, puente entre la investigación académica y el estudiantado.
La evolución en la consideración del poema épico de Villagrá demostrada
en las páginas anteriores, es corroborada en un texto de nivel licenciatura
como Voces de Hispanoamérica, el cual compendia una selección de textos
desde las culturas prehispánicas, pasando por la literatura colonial, y de ahí
a la producida en las modernas repúblicas hispanoamericanas. Es significativo que en el recuento histórico/literario de la primera parte de Voces de
Hispanoamérica, la tercera edición (2003) mencione lo siguiente:
Entre los poemas épicos escritos por criollos es notable
Historia de la Nueva México (1610) de Gaspar Pérez de
Villagrá (ca. 1555-1620). El poema describe una expedición
española a lo que hoy es Nuevo México; fue concebido
con el propósito de justificar las crueles acciones del autor
y otros conquistadores contra la población autóctona,
particularmente los indios rebeldes de Acoma. La Corona
castigó duramente a Villagrá y otros expedicionarios por
su comportamiento. (6)
Esta información está ausente en las dos ediciones anteriores (1988 y
1996, respectivamente), precisamente los años que la Historia pasaba por
el proceso de revaluación y eventual canonización. En algunas antologías de
literatura e historia de latinos el poema no sólo se menciona, sino que además
se presenta un fragmento del mismo. Por ejemplo, The Latino Reader: Five
centuries of an American Literary Tradicion from Cabeza de Vaca to Oscar
Hijuelos dedica la primera parte a seis selecciones de textos coloniales escritos
en español (traducidos al inglés). La selección del poema de Villagrá (22-23)
es tomada de la edición bilingüe, y consiste en el último canto.
El libro Teaching the Literatures of Early America (1999), publicado por
el Modern language Association of America, bajo la categoría de Options for
teaching, propone una visión multiculturalista de la literatura americana.
Incluye un capítulo de literatura en español y francés de la época colonial
americana. En lo que respecta al idioma español, incorpora la labor crítica
realizada a partir de los años setenta: Cabeza de Vaca y Villagrá.
Nuevo México”. “Gaspar Pérez de Villagrá: Criollo or Chicano in the Southwest?” de Sandra
M. Pérez-Linggi matiza sobre cómo el poema y el autor entroncan con la lucha política del
chicano en Estados Unidos. Finalmente, “Mapping the work of stories in Villagrá’s Historia
de la Nueva Mexico” ofrece una lectura atenta de las contradicciones/ambigüedades del
discurso de Villagrá como texto fundacional, al describir la interacción entre conquistadores
y acomenses.
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El periodista Juan González aborda la Historia de los latinos (siempre
presentes pero silenciados) a través de la Historia en estadounidense en
Harvest of empire: A History of Latinos in America. El texto se divide en tres
secciones, cada una una metáfora a la maduración latina/hispana, un fenómeno progresivo de marginalidad que se (re)incorpora al “mainstream”: 1.
Roots (las raíces), II. Branches (las ramas), III. Harvest (la cosecha). En la
sección sobre la literatura en español González menciona a Villagrá:
Latino literary heritage in this country dates back to 1610,
when Gaspar Pérez de Villagrá penned the first epic poem
in U.S. history, Historia de la Nueva México. […] While much
of it gets bogged down in mundane events that lose any
poetic quality, some of the best passages rival those found
in the Iliad or Paradise Lost. Yet few American-literature
students have heard of the poem. (217)
Este texto está publicado por Penguin Books, editorial enfocada a la divulgación a un precio accesible y a un público amplio. Asimismo, al menos
en la Universidad de Connecticut, es utilizado como libro de texto en el
departamento de Modern and Classical Languages.
Finalmente, un ensayo panorámico titulado Chicano literature ha encontrado por vez primera un lugar en The Cambridge History of Latin American
Literature, tomo II, en su edición más reciente (1996). Escrito por Luis
Leal y M. Martín-Rodríguez, parte de la periodización propuesta por Leal
en 1973, con un énfasis del renacimiento chicano en adelante. El recorrido
crítico de considerar a la literatura colonial del Suroeste solo como posible
antecedente de la literatura chicana (ensayo de Leal de 1973) a un capítulo
en una colección de Cambridge University Press evidencia la consolidación
de una sugerencia inicial en un hecho consumado. En este caso, una tradición (re)construida de al menos cuatro siglos (cinco tomando en cuenta
Los Naufragios). La intersección de la literatura chicana con la literatura
mexicana y americana, dadas sus particularidades geográfico-históricas,
se acepta como una problemática que se erige al mismo tiempo como una
característica definitoria.
A partir del llamado “Renacimiento chicano” la crítica chicana se dio a
la tarea de crear un aparato crítico para revaluar la producción literaria
contemporánea a la luz de sus antecedentes más remotos, en la entidad
política hoy llamada Estados Unidos de América. La tradición literaria bajo
estudio y el resultado académico en estos cuarenta años hacen posible a
los chicanos de hoy el reclamar una herencia cultural continua. La historia
de la Historia constituye la inserción de un poema poco conocido hasta los
años setenta, con algunos pasajes afortunados, pero de gran significado
para la identidad de un grupo, dentro de un nuevo canon. Por su lugar
especial en el tiempo y la geografía, la Historia forma parte ya de una
tradición que, como menciona Juan González, ya estaba presente, y es en
la actualidad que pueden apreciarse sus frutos. Pese al terreno ganado,
el conflicto cultural y político entre los mexicanos (en buena parte, pero
no exclusivamente inmigrantes “ilegales”) y el stablishment del Suroeste
continúa. La aprobación de la polémica ley SB 1070 en Arizona así lo
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demuestra23. Es pues de celebrarse estos cuarenta años de labor crítica,
que revalúan cuatrocientos años de existencia textual y cultural hispánico/
latina en el actual Estados Unidos. No obstante la relativa independencia
entre la crítica literaria y la praxis política (la primera suele terminar precisamente donde comienza la segunda), la labor de aquélla proporciona un
respaldo cultural invaluable. Dicha labor ha de continuarse precisamente
en momentos de crisis: clamar victoria es dejarse derrotar en un punto
(nuevamente) históricamente decisivo.
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23
Esta ley permite a la policía detener a cualquier persona sospechosa de no tener residencia
legal, y originalmente debía entrar en vigor el 29 de julio del 2010. Obviamente, ha desatado
una gran polémica tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo, especialmente
en Latinoamérica (Ver “Policía advierte” y Chirinos, Carlos). Al llegar esta fecha, la ley
está detenida en una lucha entre el estado de Arizona y un conflicto con la ley federal de
inmigración, por lo que se habla de varios meses para llegar a una resolución.
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ALFONSO VARONA
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TALLER DE LETRAS N° 50: 27-35, 2012
ISSN 0716-0798
Habitando el Sefarad: los escritos de Angelina
Muñiz-Huberman
Dwelling the Sephardic Land: Angelina Muñiz-Huberman Writings
Rodrigo Cánovas
Pontificia Universidad Católica de Chile
[email protected]
Este trabajo se propone leer la obra de la escritora mexicana Angelina Muñiz-Huberman
como una cita de la tradición literaria y cultural española, en su versión sefardita.
Aquí los géneros clásicos de la autobiografía de monjas, los libros de viajes, las novelas picarescas y los relatos alegóricos tienen como personajes principales a judíos
perseguidos por la Inquisición. En un juego intertextual, el exilio sufrido por los judíos
de España aparece imbricado con el exilio político de los republicanos españoles a
México después de la Guerra Civil. Los textos literarios de esta autora conforman un
palimpsesto de voces migrantes judías, que constituyen la historia diásporica cuya
memoria se sitúa en España.
Palabras clave: literatura judía mexicana, diáspora, exilio político.
This text proposes to read the Mexican writer Angelina Muñiz-Hubeman’s work as a
quotation of the Spanish literary and cultural tradition in its sephardic version. Here
the classical genders of nun’s autobiographies, travel diaries, picaresque novels and
allegoric stories have Jewish people expelled by the Inquisition as their main characters. The exile suffered by Spanish Jews appears entangled with the political exile
of the Spanish Republicans to Mexico after the Civil War. The literary texts from this
author form a palimpsest of Jewish migrant voices, that constitute a diasporic history
whose memory is embedded in Spain.
Keywords: jewish mexican literature, diaspora, political exile.
Recibido: 1 de abril de 2012
Aprobado: 20 de abril de 2012
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Sefarad, voz hebrea para nombrar a Hispania (para los romanos) o Al
Andalus (para los árabes), nombre que portan los sefarditas expulsados de
su tierra por el edicto de los Reyes Católicos: ése es el espacio nuevamente
habitado desde el presente en los escritos de Angelina Muñiz-Huberman
(1936), hija de republicanos españoles.
Tiempo presente en crisis, de refugiados de guerra que quedan a la
intemperie; de sujetos migrantes conminados a contraer una memoria suspendida (stand by) que sólo funciona de modo discontinuo, a la espera de un
cambio en la Historia (que no ocurrirá), de una Revelación o de un esfuerzo
imaginativo que conlleve una regeneración: la literatura.
Escritura personal, de connotación comunitaria, recompone el Sefarad
desde la mirada de una refugiada de la guerra civil española, que llega a
México siendo niña. La autobiografía sirve aquí de sustento existencial para la
recreación de personajes que viven su historia desde esta experiencia traumática: el exilio –ya mayores, en el caso de los padres o a temprana edad,
en los hijos. Aparecen y desaparecen en relatos y poemas voces infantiles
en soliloquios con muñecas abandonadas, mujeres silentes dando vueltas
dentro de un auto por el Distrito Federal (cual fetos vivientes) y también
escribientes ensimismadas en su taller, símil de un convento, un laboratorio
alquímico o una pequeña casa de estudios del Talmud. Y es aquí donde voces
y tiempos comienzan a viajar, a interrumpirse e hibridarse.
Es que esta voz contemporánea es sefardí; ante lo cual el único modo
de proyectarse es recrear sus orígenes, donde encuentra sus dobles, donde
se puede regresar a despejar las mismas preguntas. Se trata de habitar
un espacio cultural virtual –ausente, aunque siempre haya estado allí–, de
volver a ensayar estilos y modos de escritura, de hacer revivir caracteres (la
monja, el caballero, el alquimista, el pícaro), pero hacerlo desde el mirador
del presente, aprovechando toda la experiencia de la Modernidad, para así
fundar nuevamente el Sefarad. Si antes, en la España del Santo Oficio, veíamos las cosas al revés, en la escritura de ahora las pondremos al derecho,
devolviéndole a ese paisaje las voces sefardíes o, más bien, escuchándolas.
Como se nos indica en Morada interior: “No es que me despañolice, sino que
busco las raíces, las verdaderas y profundas” (62-63).
Aquí, la literatura actual escrita en español adopta modelos antiguos
hispánicos: autobiografías de monjas, libros de viajes, novelas picarescas,
relatos de prodigios y maravillas, alegorías y relatos bizantinos, cuentos
didácticos y exégesis bíblicas. Ahora bien, estos formatos sufren una alteración radical: hay un cambio de sujeto y, por ende, de perspectiva: todos
los relatos están iluminados desde su centro por voces sefardíes.
Así, en Morada interior (1972) leemos el diario de una monja criptojudía
del siglo XVI (cara oculta de Santa Teresa), que quiere fundar una nueva
orden, un tercer espacio utópico donde se anule su confusión de Dioses y
se despeje su voz autocensurada. El placer culposo de la penitencia y los
trances místicos se confunden con una reflexión sobre los cuerpos marranos
y conversos, incluidos en la memoria familiar de esta devota: “Tenía que
conformarme con mi dolor, mientras los tormentos iban desgarrando mi
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cuerpo, pedazo a pedazo (y me acordaba de aquella res abierta en canal y
los músculos estirados por pinchos que los ponían tensos)” (26-27).
Esta alteración del sujeto viene acompañada de una fuga temporal: esa
voz sefardí antigua va siendo interrumpida de modo esquizoide por voces
actuales: niña silente de 1936, voz que se rebela ante los padres exiliados
que aún desean “recuperar la Santa Repúbica [de España]” (108) y en el
último eslabón, la voz de una escribiente (alter ego de la autoría) que decide
desde el presente de la escritura reinventar el convento católico, ponerlo
patas arriba. Ser una con esa monja (o esa voz antigua siendo escuchada
reiteradamente en su mente, en su genealogía), habitar con ella esa celda
que prohíbe el paso a la sinagoga (inventar con ella un pasaje secreto que
las conecte). Así, leemos: “yo tendré que fingir, y yo tendré que ocultarme,
y yo seré impura, terriblemente impura, y falsa y resquebradiza y, doliente”
(74). En el pasado, una monja fingiendo aceptar la intransigencia redentora
de los inquisidores (algunos de su propia sangre, como Torquemada) y, en la
actualidad, alguien ocultándose tras esa figura, como necesitando una mediación o un alma gemela para denunciar su situación de ser una refugiada
al descubierto. Personajes-ecos, que hacen converger espacios y tiempos
distintos, haciendo aparecer el Sefarad como el escenario de reunión de las
voces huidas de lo reprimido.
Autobiografía del siglo XVI no diseñada para los confesores de la época
sino para un lector de otro tiempo; texto escrito en el siglo XX que reclama
un lector olvidado y traspapelado en el tiempo (la misma monja leyendo sus
escritos desde la fundación de una nueva orden); obra que anuda una misma
sensibilidad que conecta pedazos de historia creando una tenue continuidad,
una mínima certidumbre1.
En algunos textos de esta autora la visita a este sistema de signos denominado Sefarad, construido desde la cita de la tradición católica, trastocada
por su versión judía, se realiza como una recreación de un paisaje situado en
el pasado, sin alusiones al presente histórico y de la enunciación. El mercader de Tudela (1998) es un libro de viajes de un mercader que recorre en la
Edad Media tardía el mundo mediterráneo y sus márgenes, intercambiando
noticias con sus congéneres. Aunque, y aquí marcamos la alteración, es un
rabí que siguiendo el mandato de un sueño es portador de unas escrituras
sagradas, que son entregadas a los jerarcas judíos de cada comunidad que
visita, para ser interpretadas, sustituidas y dobladas, manteniéndose el
enigma de su sentido.
En el transcurso del viaje de Benjamín bar Yoná, el desciframiento de
estos pliegos va perdiendo relevancia, en la medida que comprendemos que
1
En un ensayo sobre la literatura judeomexicana, la autora enuncia Morada interior,
de 1972, como una novela excéntrica en la literatura mexicana de esos años (instalada
cómodamente en el realismo, el lenguaje coloquial y el nacionalismo). Rupturista en su
formato (estructura abierta, voces híbridas, tiempo reversible) y en su tópico (la obsesión
del exilio), su personaje ronda en torno a los límites del cristianismo y el criptojudaísmo.
En este ensayo, Muñiz-Huberman sitúa sus relatos en el ámbito del neomisticismo. Cf. El
siglo del desencanto, pp. 155ss.
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la letras sólo simulan el espacio de lo sagrado, siendo la lectura (cabalística)
un juego infinito de combinaciones humanas de lo divino. El espíritu inasible
de la letra sagrada y el goce por poder coartarla en su dibujo. Como lo indica
un rabino de Salerno: “Mi tarea más difícil es atrapar el valor de las letras:
lo que veo ante mí son las veintidós letras volando. ¿En qué orden colocarlas
para no destruir el mundo? ¿En qué papel escribirlas y con qué tinta? ¿Qué
colores usar? ¿Cómo salpicar el polvo de oro?” (74).
En el camino de la búsqueda del sentido (trascendente) se va despejando
una cartografía que altera nuestro saber cotidiano, pues vamos visitando
todas y cada una de las comunidades incluidas en las grandes ciudades y
dispersas en pequeños poblados y villas de las costas de Mediterráneo. Es
un mapa, una relación histórica y un censo de los judíos del mundo, incluidos los lejanos parajes de India, Adén y Abisinia; de sus muy diversos usos
y costumbres, sus lenguas y su noción de lo sagrado. El presente no tiene
aquí cabida sino como un mirador del antiguo esplendor cultural diaspórico,
el cual debe ser admirado y cuidado como un tesoro.
Relato alegórico, cuyos personajes van pasando diversas pruebas cumpliendo un mandato divino, recorriendo una geografía real, vinculada ahora
a los orígenes de la Humanidad: cada lugar recupera el nombre original,
que consta en el Libro de los Jueces (estamos en Laish, ciudad fundada
junto a las fuentes del río Jordán, más adelante denominado Banias por los
árabes, derivada de la voz griega que nombra al dios Pan). La onomástica
se dobla: hay al menos dos nombres para los lugares y si existiera uno, se
crea el antecedente; así Montpellier es nominado Har-gaash, “como si fuera
un volcán en apretada promesa de fuego” (33).
Otro texto que fija su mirada en el pasado sin contaminarlo explícitamente
en su anécdota con las urgencias históricas y existenciales del presente, es
Tierra adentro (1977), relato de la peregrinación de una pareja de jóvenes
(Rafael y Miriam) desde la Hispania católica a Tierra Santa en la segunda
mitad del siglo XVI. Este relato bizantino tiene la singularidad de que sus
agentes (casi niños) sufren una persistente persecución por ser judíos, siendo
testigos de la desaparición de sus familias y de sus barrios (juderías toledanas y madrileñas) y de la muerte y devastación que producen las guerras
religiosas en tierras europeas; en especial, en Alemania2.
Relato alegórico sin marcas de individualidad, salvo la enunciación de
un sujeto judío que lucha por construir su propio destino, a pesar de las
circunstancias adversas. Habiendo salido de Toledo con una Biblia y un
puñal toledano, Rafael recibe en el camino las enseñanzas del Libro y de la
alquimia; y cumple con el rito de pasaje amoroso con una moza de posada
2
En su libro sobre la nueva novela histórica, Seymour Menton le dedica un capítulo a la
novela histórica judía de América Latina, ocupándose de los relatos de Angelina MuñizHuberman y particularmente de Tierra adentro. De esta novela –de carácter lírico, al igual
que el resto de su producción literaria– enfatiza la fusión cultural de tres elementos: “el
miedo judío a la persecución, la determinación judía de guardar fidelidad tanto a la religión
como a la nación … y la posibilidad de la coexistencia armónica con los cristianos y con los
musulmanes” (244).
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HABITANDO EL SEFARAD: LOS ESCRITOS DE ANGELINA MUÑIZ-HUBERMAN
y una muchacha musulmana (cópula cultural, de diálogo en el espíritu del
Sefarad). Y se comprometerá con Miriam, quien le propone el plan de huir
hacia el destino sagrado. Ser judío, un estigma hispano: “Como si un crimen
me acompañara. El crimen de ser yo” (60). Emblema de la energía de un
pueblo en busca de la libertad, el muchacho recibe la protección de personajes
que operan como auxiliares sagrados que despejan insalvables obstáculos.
Notemos que es una niña-mujer, Miriam, la que enuncia el plan de ir a
Tierra Santa, haciéndose pasar por romeros que van a Jerusalén a orar en el
Santo Sepulcro. Un engaño a los ojos (procedimiento literario de viejo cuño
hispánico), el ropaje cristiano para acceder al lugar sagrado y allí, al Safed,
donde residen los originarios de Sefarad. Siniestramente, por las guerras
religiosas en curso, en muchos lugares de su travesía, el estandarte de la
Virgen no protege a los romeros. En su transcurso, la romería pierde sus
contornos cristianos, formando un conglomerado de gentes movidos por
la fe, sin distingos. Viaje teleológico, donde el destino vuelve a engendrar
el origen: el relato culmina con la celebración del Shabat en la comunidad
sefardita de Jerusalén, que sella la unión sagrada y amorosa de los jóvenes.
La guerra del unicornio (1983) es una pieza alegórica también situada en
un tiempo remoto aludido por cantares, romances y crónicas. Se construye un escenario para el diálogo fecundo entre tres tradiciones (la judía, la
cristiana y la musulmana), que aparecen aquí representadas por Abraham
el cabalista, el caballero cristiano don Alvaro y el alquimista Yucuf, seres
“seriamente sentenciosos, de alta virtud y ejemplar comportamiento” (119).
Es el espíritu que está en los orígenes, al cual hay que apelar para imponer
el bien en la humanidad. Relato que incluye extraños y maravillosos sucesos, expone el enfrentamiento entre las fuerzas del bien y del mal, llegando
a una conclusión pesimista: “el mal obliga al bien a utilizar sus formas. El
bien, para triunfar, lleva en sí la destrucción” (129).
Texto construido como un cuento maravilloso con disquisiciones filosóficas,
mantiene una débil pero sostenida relación con el presente, a través de la
inclusión de datos extemporáneos; como por ejemplo, la acción devastadora
del Hombre de Hierro, hombre-máquina que programa un lanzaflechas vía
un Ordenador. Así, este relato se conecta con la actualidad (los usos de la
tecnología, el poder y la gloria) a través de la alusión. Más sumida en los
orígenes, enuncia la riqueza virtual de una cultura diversa y amalgamada,
que, guiada por valores espirituales, puede llegar a construir un mundo
armónico: la imagen del unicornio y la doncella.
Si bien estos relatos centrados en un pasado remoto rescatan actores,
pensamientos y tradiciones que permiten hacer resurgir el espíritu del Sefarad
(matriz reimplantada retroactivamente a través de la escritura), existe también
otro tipo de relatos, más breves y muy condensados, que reaniman aún más
ese espíritu, por su mayor eficacia estética. Nos referimos a Huerto cerrado,
huerto sellado (1985) y De magias y prodigios (1987), conjuntos de textos
de corta extensión, conformados por cuentos, versiones míticas, sentencias,
viñetas, disquisiciones filosóficas, páginas sobre personajes legendarios vueltas
a componer y soliloquios de la escribiente sobre el ser judaico y la tarea de
escribir. En la lectura de estos ejercicios hemos sentido el irremediable impulso
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de una regresión hacia el origen: de la literatura española, del conocimiento
mismo y de lo sagrado. Son textos fundados desde la tensión entre mundos
sellados (pretéritos, fijos, inevitables) y su apertura hacia mundos posibles,
que se sitúan en cualquier punto de la cadena temporal.
Se celebra la tradición literaria clásica española glosando tópicos, actores,
formas y estilos, siempre realizando una contorsión estilística e ideológica
que obliga al lector a establecer un juego de comparaciones. Se recupera
cierta retórica, de contrastes y claroscuros, cercana a una sensibilidad
contemporánea ligada a un grotesco lúdico: “Dicen que su dureza era su
flaqueza” (Huerto 31). Se recrea el procedimiento de la afirmación restrictiva, que señala un mundo negado: “Porque el dragón todo lo promete, pero
todo lo exige” (70); y los juegos conceptistas que reponen la contradicción
en los mundos sellados: “Desamantes no supieron cómo ocupar su tiempo
ni distraer su mente, condenados a ser dos en dos” (46). Se glosan vidas a
contracorriente de su época (Iordanus) y se dan vueltas los mitos (Yocasta:
“Pero no era impuro mi deseo: volver a amar en uno, al padre y al hijo”; 34).
Actos poéticos siempre presentes en los relatos de la autora, pero que aquí
alcanzan su plenitud, por la condensación de sus imágenes, que generan
una implosión emocional en el acto enunciativo.
En fin, se enuncia un mundo mágico y prodigioso: “El mundo del espejismo y de la refracción. El mundo de la creación mental. De la realidad de la
imaginación” (Magias 48). Y también, desde adelante hacia atrás, se instala el
reciente exilio español (derivado de la guerra civil) en un escenario presidido
por la soledad, que contiene la instancia temporal; y en una ambigua epifanía
se revive reclinada en una sinagoga en Ámsterdam, el dolor, el abandono y la
calidez de toda la historia judía: “¿Cuáles son los ruidos que escucho? Los de
medio milenio atrás, o los de hace cuarenta años, cincuenta años. Ambos” (88).
Cruce también de tiempos, con equivalencias sublimes y escabrosas: de
cómo en la actualidad un joven de visita turística en Aquisgrán escenifica
el recuerdo traumático de la guerra –él, un infante, recuperando el cuerpo
violado y destrozado de una niña, su amiga y amada, entremedio de los
escombros luego de un bombardeo– identificándose con Roldán al servicio
de Carlomagno: “Nadie menciona a su caballero más querido, el que luego
de tocar el cuerno murió. El que cabalgaba corcel de aire y cuya espada era
la Durandarte. El que enloqueció de amor. El que provocó la muerte de la
princesa doña Alda el mismo momento en que supo la de él” (Magias 85-86).
Equivalencia de tiempos, la tenue compensación heroica para un recuerdo
ominoso, la fractura del sujeto, cuyo dolor aparece coloreado con las honrosas
estampas legendarias de la derrota.
La escritura peregrina, que va de mimesis en mimesis recuperando una
huella que apenas se dibuja; la eterna recreación del universo de los signos
del Sefarad: “Pero este tu caminar inquieto te llevará, algún día, al lugar
exacto y sabrás, entonces, que el rito empieza de nuevo” (Huerto 95).
¿Cómo volver a vivir lo ya contado? ¿Cómo animar el pasado reciente (la
era nazi, la guerra civil española, los refugiados en tierras mexicanas) con un
tono, una perspectiva y una sensibilidad singulares que revelen el ingenio y
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la alegría de vivir sefardíes? En El sefardí romántico (2002), Angelina Muñiz
adopta el género picaresco, dándole un giro inusitado. Mateo Alemán II (así
autonominado, en honor al pícaro de inicios del siglo XVII), nacido en un pueblito de Jaén en 1898 (año del marasmo español, del eclipse de sus sueños
imperiales), sale a recorrer el mundo, visitando varias ciudades europeas durante los años 20 y 30, para volver a Madrid en 1936 (el fin de la República y
el inicio de la guerra) y luego seguir rumbo a México en calidad de refugiado.
Siendo su modelo la picaresca y particularmente el Guzmán de Alfarache,
es verosímil pensar que estas páginas van a reeditar el descreimiento y la
desesperanza –recordemos: Todo ha sido, es y será una misma cosa. El
primero padre fue alevoso; la primera madre, mentirosa; el primero hijo,
ladrón y fratricida. Aun cuando se viven tiempos de mezquindad y miseria
humana, este nuevo pícaro, a pesar de ser marginado y perseguido, goza de
la vida, cumpliendo un sino familiar y comunitario: “Hay que ser mazaloso
y saleroso, como decía la madre de Mateo” (30). Espíritu inquieto, nuestro
pícaro tiene culillo de mal asiento, lo cual en lenguaje culto corresponde
al mobile perpetuum judío, el fluir de la existencia, el impulso vital. Con él
recuperamos la mirada humorística sobre las circunstancias trágicas de la
vida; y recuperamos también una mirada callejera sobre la existencia, alejada
de los discursos del poder. El refranero popular sefardí, transmitido desde
la madre –Dios aprieta pero no ahoga–, disuelve los puntos muertos y abre
ventanitas al mundo: Cuando el infierno está cerrado, el paraíso está abierto.
Existe una voz (autorial) que va guiando los pasos y pensamientos de este
pícaro; una voz que ha vivido esos tiempos y que ahora los vuelve a visitar
incluyendo en su mirada una experiencia acumulada. Este pícaro lleva inoculada la perspectiva del exilio republicano: un viajero en el tiempo que vuelve
a antiguos espacios y circunstancias para despejar algunos hechos nunca
aclarados, para interpretarlos de otra manera, para reunirse con aquellos que
todavía ignoran todo del futuro y para volver a ser un testigo. El relato humorístico distanciado, que tiene como centro las correrías de nuestro Mateo por
distintas ciudades europeas, se torna dramático cuando entramos a Madrid
en 1936. Aquí la figura del pícaro es desplazada por la del periodista, cuyos
apuntes personales (el Diario de un amigo) y reportajes nos exhiben la verdad
ante nuestros ojos, esas hojas periodísticas nunca publicadas, censuradas y
puestas al margen por las historias escritas en el porvenir.
Ya en México, el pícaro es comido por una voz colectiva, la de los refugiados
(una familia de ultramar que no es bienvenida, a pesar de las apariencias),
que da testimonio. ¿Qué fue de ellos? ¿Cómo sobrevivieron? ¿Qué sabemos
nosotros de sus vidas? Aquí, para romper toda ilusión, el recuento es implacable: sabemos de un abogado que se hizo rico salvándole el pellejo a los
nazis, de un héroe republicano pederasta, de un médico que volvió a la lucha
y de inmediato fue fusilado, de un niño que se suicidó y de otro que acumuló
primeras comuniones para no morirse de hambre; en fin, nos informamos
de los representantes farmacéuticos, los pasteleros y los chocolateros, y
también de los clasificados como afortunados: los universitarios.
Reclamo, dolor, resentimiento: en realidad, los mexicanos no los quisieron, no entendieron su sentido del humor (prohibido reírse a costa de los
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nacionales, para no herir susceptibilidades), no tuvieron afinidad con ellos.
Mateo va en busca de las señas de su antepasado, que se avecindó en la
Nueva España y, acaso demasiado confiado, es apuñalado en una cantina
por guachipín y güerejo judío. La muerte de nuestro querido personaje nos
alerta sobre el prejuicio, remarcando la orfandad del destierro. Sin embargo,
no invalida el entusiasmo vital de la sefardí vida que está en todo el libro. Al
fin y al cabo, se trata de no renunciar a la luz, pues con la oscuridad se ha
contado siempre. Como se indica en un escrito de un personaje de la novela:
“El judaísmo es tan dulce y, al vez, tan amargo, como la vida misma” (197).
Hay relatos que exhiben voces que dialogan en una encrucijada de tiempos;
hay escrituras que van de mimesis en mimesis, colmándose de expectativas; y hay también voces silentes, escrituras sólo ejecutadas en la mente,
como un signo de rebelión pasiva, de una autocensura que retrotrae a un
estado fetal. Estamos en Dulcinea encantada (1992), en presencia de una
mujer que da vueltas y vueltas dentro de un auto por la circunvalación de
la ciudad capital, dentro de un huevo, hueca por dentro, chupada y con sólo
su imaginación como un territorio para nacer de nuevo. Ciudad horrible, sin
centro ni destino: “¿Qué hay en un Periférico? Por donde paso es como si ya
hubiera pasado: fábricas, humo, asfalto, cemento, edificios, despintados y
descascarados, vidrios rotos. ¿Cuándo llegaré a un árbol?” (28).
Contra esta fealdad, aparecen historias en borrador dentro de su mente
–“Qué cuarto tan cómodo y perfectamente hermético es la mente” (138)–
que le permite habitar un espacio incontaminado. Así, es acompañante de
una dama francesa (en el medio siglo del XIX mexicano), y compañera de
Amadís (con rasgos de Max von Sydow) en los bosques medievales. Un cuarto
propio, donde la persona puede reinventarse, recompensarse a sí misma en
un ejercicio sublime. Escuchemos su voz fantasma: “Es cobrar vida en la
tercera persona. Es vivir lo que imagino. Nadie podrá comprender esta dicha
de las novelas mentales, haciéndose y deshaciéndose constantemente. Nunca
terminadas. Nunca definitivas” (56). Libertad en el encierro, un doble silencio.
Hay, sin embargo, una tercera historia mental que transita entre los cuerpos de las damas –ese ser princesa en tierras lejanas– y aquel bulto sellado
dentro del auto-caja: es el relato de una muchacha que es puesta en un
barco por sus padres en España rumbo a Rusia, en medio de la guerra civil,
y que luego de algunos años es recuperada en México por sus padres refugiados. Ahí está el nudo de la sujeto: un alma migrante, desplazada desde
el origen, con un falso legado familiar (padres que abandonan, cuya historia
y frustraciones coartan el futuro de las nuevas generaciones). Recordamos
aquí al joven Roldán de visita en Aquisgrán, envolviendo una historia de
horror en una gesta heroica. Sin embargo, al igual que en Roldán, lo vivido
es intransitivo, siendo sus marcas apenas sentidas como un murmullo3.
3
En una conferencia sobre los refugiados españoles y la cultura mexicana, la autora invoca
la figura de Dulcinea (la protagonista silente de su libro) como un ejemplo del intento fallido
de los exiliados de armonizar una deleznable realidad y una entrañable ausencia. El exilio,
un discurso impronunciable: “El exilio se caracteriza por la falta de forma, por la inclusión
en un mundo ambiguo y resbaladizo. Difícil de atrapar desde fuera, imposible de abandonar
desde adentro” (El canto del peregrino 185).
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HABITANDO EL SEFARAD: LOS ESCRITOS DE ANGELINA MUÑIZ-HUBERMAN
Lenguaje ventrílocuo sepultado por la rabia del no lugar, que significa no
estar ahí. Cronos devorando a sus criaturas: “Su crueldad [padre y madre]
fue transmitirte su fracaso y su desengaño” (60). La vida convirtiéndose
en un desecho: “(Pues a la mierda). En realidad siempre me sentí como un
paquete postal no reclamado” (60).
¿Cómo romper el encanto de Dulcinea? Pero, ¿cuál es su encantamiento?
¿Qué alternativas tiene? Lo sagrado: palabras que se escriben en el aire,
nunca fijas (como los rollos que porta el mercader de Tudela). La sefardí
vida: la hebra de Marimoco que cosió cuatro camisas y le sobró un poco. Y la
escritura que recree un sentimiento de comunidad. Dulcinea escribe para sus
criaturas: ella alimenta las voces del porvenir, les señala los caminos de una
vida y una obra libres de amarras, alertando de falsos legados y colocando
el destino en el espacio de los signos.
Los textos de Angelina Muñiz-Huberman –sus relatos, ensayos y poemas– son
escrituras en busca de lectores que sean viajeros del tiempo. Sus personajes
del pasado son los escribientes del futuro y nosotros los lectores anhelados
del Sefarad, ese espacio simbólico que ella nos lega, su pequeña patria inserta en el paisaje mexicano bordada en arabesco. Ser leída en otra época,
dar voz a los sefarditas de entonces para que escriban sus vidas, convertir
a sus figuras (monjas, pícaros, mercaderes) en lectores de su propias vidas
desplazadas en el tiempo; hacernos migrantes, invitarnos a compartir una
orfandad comunitaria, a transitar por la vida en movimiento perpetuo para
así conversar con todos de vuelta al origen.
Ciudad de México, junio 2007
Obras citadas
Menton, Seymour. La nueva novela histórica de la América Latina, 19791992. México: Fondo Cultura Económica, 1993.
Muñiz-Huberman, Angelina. Morada interior. México: Joaquín Mortiz, 1972.
. Tierra adentro. México: Joaquín Mortiz, 1977.
. La guerra del unicornio. México: Artífice, 1983.
. Huerto cerrado, huerto sellado. México: Oasis, 1985.
. De magias y prodigios. México: Fondo Cultura Económica, 1987.
. Dulcinea encantada. México: Joaquín Mortiz, 1992.
. El mercader de Tudela. México: Fondo de Cultura Económica, 1998.
. El canto del peregrino. Barcelona: Associació d’Idees-GEXEL y Universidad
Nacional Autónoma de México (UNAM), 1999.
. El signo del desencanto. México: Fondo de Cultura Económica, 2002.
. El sefardí romántico. La azarosa vida de Mateo Alemán II [2002].
México: Plaza y Janés, 2005.
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ISSN 0716-0798
Libros vacíos, papeles falsos
Blank Books, Fake Papers
Alejandro Zambra
Universidad Diego Portales
[email protected]
En este artículo se comparan las obras de las escritoras mexicanas Josefina Vicens y
Valeria Luiselli, intentando establecer un territorio en común, pero sin obviar las naturales y significativas diferencias. Se trata de autoras que indagan y buscan nuevas
formas de expresión literaria y que resuelven de un modo distinto la búsqueda de
una identidad: mientras que los personajes de Vicens luchan infructuosamente por
conseguir unos rasgos seguros, los de Valeria Luiselli parecen aceptar y aun necesitar
la diversidad de rostros que ofrece la literatura.
Palabras clave: literatura mexicana, identidad.
This article compares the works of Mexican writers Josefina Vicens and Valeria Luiselli,
trying to establish common grounds without forgetting their natural and meaningful
differences. These authors explore and seek new forms of expression and resolve
their search for identity in different ways. While Vicens’ characters are unsuccessfully
struggling to acquire definite features, Luiselli seems to accept and perhaps yearn the
diverse facade offered by literature.
Keywords: mexican literature, identity.
Recibido: 30 de marzo de 2012
Aprobado: 19 de abril de 2012
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TALLER DE LETRAS N° 50: 37-41, 2012
1.
Quizá exagero la simetría: son dos mujeres, mexicanas ambas, cada
una con dos libros. Y acaso los títulos conforman una suma, o una
resta (es un chiste no muy bueno: si sumamos –o restamos– El libro
vacío y Los años falsos nos da Papeles falsos). Pero qué distintas son,
en otro sentido, sus trayectorias. Josefina Vicens publicó muy poco y
tardíamente: su primer libro apareció en 1958, cuando ella tenía 47
años, y el segundo en 1982 (a los 71), mientras que Valeria Luiselli
ni siquiera ha cumplido 30 y ya publicó Papeles falsos (2010) y Los
ingrávidos (2011).
No quiero exagerar. Yo solo digo que entre estas narradoras hay un
aire de familia. Y no creo que se trate de un hecho aislado, porque
Josefina Vicens figura en el árbol genealógico de varios escritores latinoamericanos actuales. Por lo demás, los nuevos padres o abuelos
(orilleros todos, de un modo u otro, del boom: Julio Ramón Ribeyro,
Mario Levrero, Clarice Lispector, Héctor Libertella, Enrique Lihn, por
nombrar algunos) no se preocuparon demasiado por la descendencia y
quizás por eso nunca fueron lecturas obligatorias. Quienes se acercan
a ellos lo hacen –lo hacemos– por verdadera afinidad y no para hacer
cuentas con el canon.
Tal es el caso de Josefina Vicens, una autora todavía semisecreta. En
una de las pocas entrevistas que concedió, cuenta que alguna vez Juan
Rulfo le preguntó por qué tardaba tanto en publicar otra novela, y la
broma tenía sentido, pues finalmente la obra de Vicens fue incluso
más breve que la de Rulfo: la edición que en 1987 hizo el Fondo de
Cultura Económica cabe hasta en el bolsillo de la camisa.
2.
Josefina Vicens tardó ocho años en escribir El libro vacío, una obra
que pone en escena, justamente, el proceso de un narrador (en sus
dos novelas la autora opta por una voz masculina) que lucha contra la
famosa página en blanco: “Esto que ves aquí, este cuaderno lleno de
palabras y borrones, no es más que el nulo resultado de una desesperante tiranía que viene no sé de dónde”, anota el hombre, y remata
con estas frases agrias, de obligada e inútil autocompasión: “Todo esto
y todo lo que iré escribiendo es sólo para decir nada y el resultado
será, en último caso, muchas páginas llenas y un libro vacío” (54).
Parece la pesadilla de un diletante, pero a Vicens no le interesaban las
aventuras de taller literario. Al contrario, lo que siente el personaje
es el deseo lúcido de construir una obra que merezca existir, a pesar
de la palabrería generalizada. “Escritor es el que distribuye silencios y
vacíos”, dice en un espíritu similar Valeria Luiselli (Papeles falsos 79),
y en Los ingrávidos la imagen se concreta más, se vuelve “infinitiva”:
“Generar una estructura llena de huecos para que siempre sea posible
llegar a la página, habitarla. Nunca meter más de la cuenta, nunca
estofar, nunca amueblar ni adornar. Abrir puertas, ventanas. Abrir
muros y tirarlos” (20).
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La originalidad de Papeles falsos, por cierto, no está en los temas
que aborda, sino en el modo de tratarlos, y aquí también vale otro
cliché: como siempre sucede con los sujetos que viven intensamente
la literatura, parece que los temas eligieran a Valeria Luiselli, que ella
los encontrara de paso, como si de tanto pensar en algunas imágenes accediera, naturalmente, a un desarrollo, a una trama inminente.
También es admirable la manera como baraja estos temas: el libro le
debe su –por decirlo de algún modo– integridad a un cuidado proceso
de montaje, pero los numerosos títulos y subtítulos nunca llegan a
molestar: en lugar de interrumpir la lectura la acompañan, actúan
como discretas señales de ruta.
3.
Papeles falsos no prefigura una novela como Los ingrávidos, y sin embargo, después de leer ambas obras, persiste una coherencia y hasta
parece –exagerando– que la novela fuera la versión ficcional del libro
de ensayos. Hay una diferencia importante de grado, en todo caso.
La ironía, por ejemplo, en la novela sigue siendo fina, pero sin duda
aumenta: la misma voz que en los ensayos susurra y escribe como
para leerse a sí misma, en la novela se abre camino a través de una
o de varias máscaras.
La protagonista de Los ingrávidos es una mujer joven que vive con
su marido y sus dos hijos en una casa grande y vieja del DF. A veces
se corta la luz o se va el agua o se tapa el baño. A veces un fantasma
se pasea por las habitaciones y prende la estufa. A veces la mujer
escribe con la mano izquierda porque la guagua necesita su mano
derecha para dormir la siesta. Pero escribe más bien de noche, como
ella dice hermosamente, “una novela silenciosa, para no despertar a
los niños” (13). “Las novelas son de largo aliento”, apunta la narradora,
más adelante: “Eso quieren los novelistas. Nadie sabe exactamente
lo que significa pero todos dicen: largo aliento. Yo tengo una bebé y
un niño mediano. No me dejan respirar. Todo lo que escribo es –tiene
que ser– de corto aliento. Poco aire” (14). Lo del niño mediano es un
chiste: es el hermano mayor, pero como todavía no es grande prefiere
que lo llamen el niño mediano. Y el mediano también interrumpe a su
madre, con sus innumerables hallazgos y preguntas, algunas verdaderamente difíciles de responder (“¿Por qué los animales no pueden
salir del zoológico ni tú de la casa, mamá?”, 93).
También la interrumpe el marido, que de vez en cuando lee lo que
ella escribe y se siente retratado, o bien rebusca, en la ficción, algún
posible desmán en el pasado de su mujer. Porque ella escribe sobre
sus días de libertad en Nueva York, cuando usaba minifaldas y pasaba
el tiempo leyendo poemas y pernoctando con amigos locos y raros,
unos años de paseos, de búsquedas medio ociosas y sin embargo fundamentales. Pero no se crea que Los ingrávidos es una mera novela
de añoranzas o que su objetivo es denunciar el marasmo de la vida
adulta o algo parecido. El tono de Valeria Luiselli es difícil de definir:
en este libro hay mucho humor y una distancia exquisita que aumenta
o decrece sin que sepamos preverlo.
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La novela avanza alternando el presente de pañales y transformers y
el pasado neoyorquino de sexo casual, complicidades e imposturas.
Trabajaba, entonces, como ayudante en una editorial que publicaba
obras minoritarias de la literatura latinoamericana, aunque el gran sueño
de su jefe era encontrar al nuevo Roberto Bolaño, por lo que la joven
debía leer con ojo clínico a autores que, en todo caso, nunca se parecían
lo suficiente a Bolaño. Es así como surge la figura del poeta Gilberto
Owen, que de golpe se le vuelve una obsesión, y trata de venderlo inventando que Louis Zukofksy lo había traducido, y traduce ella misma
los poemas de Owen, convirtiéndose, de este modo, en una falsificadora
profesional. La novela da un inesperado y brillante giro hacia la voz de
Owen, que empieza a invadirlo todo con sus peripecias. De pronto es
más bien Owen quien cuenta o imagina la historia de la narradora y de
paso acaba convenciéndonos de que somos fantasmas vagando por las
estaciones de metro. Fantasmas que no asustan a nadie.
4.
También Luis Alfonso, el protagonista de Los años falsos, es un impostor, pero el signo en este caso es muy otro. “Todos hemos venido
a verme”, dice Luis Alfonso al comienzo del relato (227) y hay dolor
en esa frase, dolor e ironía: tiene 19 años pero la muerte de su padre
lo ha convertido en un viejo, o en un tipo lamentable que replica,
con fidelidad y cobardía, una vida ajena. Gracias a los amigotes del
finado, Luis Alfonso hereda el trabajo de su padre como asesor de un
político que a poco andar se convierte en Subsecretario, y que llegará
tan alto como suelen llegar los que obedecen a los jefes y gritonean
a los subordinados.
Luis Alfonso se llama igual que su padre y todo el mundo dice que el
parecido físico es asombroso. Lo que no saben es que el hijo ensaya
ante el espejo hasta los gestos de su padre, pues la repugnancia y
la admiración se confunden al punto que ya no quiere vivir por sí
mismo. Quiere ocupar un lugar seguro o bien desaparecer, quedarse
él en el cementerio y permitir que el muerto vuelva a pasar los días
bebiendo, jugando al dominó y durmiendo con Elena, la amante que,
ya entregado por entero a la imitación, Luis Alfonso también hereda.
La novela muestra a una clase política dispuesta a lo que sea con tal
de enriquecerse y el drama del personaje es precisamente ese: que
ha sido preparado para el oportunismo y la voracidad, y el deseo de ir
contra la corriente no le sirve de nada, pues no tiene fuerzas para ser
algo más que esa caricatura que fue su padre. “Todos hemos venido
a verme”, piensa entonces, en el cementerio, adonde ha ido con su
madre y sus hermanas para conmemorar el cuarto aniversario de esa
muerte que él siente como propia: “Yo podría hablarte de lo que es
estar allá abajo, contigo, en tu aparente muerte, y de lo que es estar
aquí arriba, contigo, en mi aparente vida” (241).
Luis Alfonso no consigue un lugar propio, no trasciende la corrupción
que lo inunda todo, mientras que la protagonista de Los ingrávidos es
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LIBROS VACÍOS, PAPELES FALSOS
una desarraigada y cosmopolita que quiere multiplicarse, que anhela
“el anonimato que conceden las muchas voces de la escritura” (34).
Luis Alfonso es a ella lo que Kafka era a Pessoa.
5.
En El libro vacío el protagonista lucha contra la palabrería o contra
la tradición y Los años falsos escenifica el problema de la herencia
y la derrota de los hijos. También es posible leer ambas obras como
relatos íntimos, más bien reacios a dimensiones mayores, pero ese
énfasis sería injusto, pues en los libros de Josefina Vicens la intimidad
es una condena, el último y obligatorio refugio ante un mundo hecho
pedazos. Los personajes quieren integrarse al mundo, pero el único
modo que tienen de hacerlo es reconociendo su soledad radical. Los
personajes de Valeria Luiselli están menos solos, o no están solos en
lo absoluto, porque los acompaña la literatura, que los salva paródicamente, o quizás más bien los salva la certeza de que finalmente
sus vidas fragmentarias y fantasmales son narrables, aunque para ello
haya que ampliar el edificio literario y traficar con formas nuevas.
“Hay personas que saben contar su vida como una secuencia de eventos
que conducen a un destino”, leemos en Los ingrávidos: “Si les das una
pluma, te escriben una novela aburridísima donde cada línea está ahí
por un motivo: todo engarza, como en la cobija asfixiante que teje
una abuela para su nieto” (124). Valeria Luiselli no es, desde luego,
una de esas personas: no ha querido normalizar la novela, adecuarla
a los modelos rutinarios, no ha querido aburrirnos ni aburrirse, porque
adora las lagunas, las fallas, esos múltiples indicios que nos demuestran
que hay muchas vidas en una vida, que morimos varias veces antes
de verdaderamente morir, que nunca acabaremos de descifrar lo que
nos sucede ni lo que somos.
Los libros de Vicens abordan la parálisis, la tentación del silencio y de
la inmovilidad, mientras que en los de Luiselli adulterar los papeles y
cambiar de identidad son condiciones de existencia (o subsistencia).
Puede más, en todo caso, el aire de familia: pienso que gracias a libros
silenciosamente radicales como los que escribió Josefina Vicens es posible una búsqueda tan plena y ambiciosa como la que ha comenzado,
con pulso firme, Valeria Luiselli.
Obras citadas
Luiselli, Valeria. Papeles falsos. Ciudad de México, Sexto Piso, 2010.
Luiselli, Valeria. Los ingrávidos. Ciudad de México, Sexto Piso, 2011.
Vicens, Josefina. El libro vacío. Los años falsos. Ciudad de México, Fondo de
Cultura Económica, 1987.
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ISSN 0716-0798
Salón de belleza u otras formas de morir
Salón de belleza and Other Ways of Dying
Daniela Renjel Encinas
Universidad Mayor de San Andrés, La Paz, Bolivia
[email protected]
El siguiente estudio es una lectura de Salón de Belleza, novela de Mario Bellatin, desde
el manejo de los cuerpos y el territorio de la enfermedad como espacio de articulación
de un poder doble: el del peluquero sobre los enfermos y el de los enfermos sobre
la sociedad y el mismo peluquero, lo que posibilita hacer de la escritura de la novela
un juego, propuesta lúdica con reglas inquebrantables, y del Moridero, su escenario.
Palabras clave: enfermedad, cuerpo, autonormatividad, poder, juego.
This paper focuses on Salón de Belleza (Beauty Salon), a novel by Mario Bellatin,
from the use of bodies and the territory of disease as a space where it is possible to
articulate a double power: the power of the hairstylist over ill people, and the power
that they have upon society and the hairstylist himself. This enables the possibility
of making a game out of his writing which is a ludic proposal with unbreakable rules,
and out of Moridero, its setting.
Keywords: disease, body, self-normativity, power, game.
Recibido: 26 de enero de 2012
Aprobado: 2 de mayo de 2012
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De entre toda la obra de Mario Bellatin, seguramente es Salón de Belleza
–uno de sus primeros libros– la novela más leída. Sospecho que esto se debe
a que, como pocas dentro de las suyas, Salón de Belleza “se entiende”. No
obstante, el lector ávido de una diégesis y esquema temporal comprensibles
encuentra en esta una historia que, siendo “clara”, deja al finalizar una sensación más bien extraña que la crítica desde sus primeros acercamientos ha
tratado de nombrar, desmontar y explicar, afirmando que la novela era un
juicio a la sociedad indiferente al problema de la desatención de los hospitales
a cierto tipo de enfermos contagiosos, dejando intacta, en su mayoría, la parte
medular del trabajo no moralista de Bellatin. Una crítica posterior, menos
referencial y preocupada por la cuestión social que pudiera o no ilustrarse
en la novela, como es el caso del trabajo de Diana Palaversich1 ha visto en
ella el germen de una escritura tan autoreferencial que pareciera sublevarse a la idea convencional de “contar” y de trazar sentidos que permitieran
abiertamente llegar a algún lado, como veremos más adelante.
Salón de belleza es la historia de un peluquero homosexual, travesti y luego
infectado de lo que podríamos intuir VIH, que es propietario de un salón de
belleza en una zona periférica de una ciudad. Sin embargo, también podría
decirse que la novela es la historia de cómo un peluquero decide criar peces
en su salón de belleza para darle a este un toque de originalidad, y todo lo
que esta crianza conlleva, incluso el extermino de los mismos cuando dejan
de serle útiles. Sin embargo, también podríamos decir que es la historia de la
transformación del salón de belleza en un moridero para enfermos terminales,
en el cual debe establecer reglas claras y terminantes, como producto de su
evolución en el ejercicio del cuidado de los cuerpos, a fin de no sucumbir en
la locura y un sufrimiento vano; reglas en apariencia arbitrarias, pero que
posibilitan habitar una lógica tan humana como inhumana, la misma que
permitirá el relacionamiento entre cuerpos.
Este nuevo sistema impositivo refleja dos hechos básicos de donde se
desprenderá todo un sistema de valoraciones e interpretaciones posibles: el
Moridero es un lugar para morir en compañía y nada más, no algo semejante
a un hospital; así como los huéspedes, los enfermos en etapa terminal, no
son más que cuerpos en trance de desaparición a los que hay que ayudar a
morir dignamente. Todo lo que contravenga estos principios está proscrito
dentro del salón.
Ahora bien, en el establecimiento de este nuevo estado y momento de
la vida del salón, los desahuciados que llegan buscando dónde morir, por lo
general al límite de la vida, nunca son llamados por el peluquero “enfermos”,
sino “huéspedes”, instaurando así una categoría en principio desvinculada de
la enfermedad como concepto, puesto que, retomando a Georges Canguilhem,
ellos, los huéspedes, sí lo son2. En concordancia con esta decisión, no hay
a lo largo de la novela una reflexión sobre la enfermedad que apunte a sus
1
De Macondo a McOndo. Senderos de la postmodernidad latinoamericana. Plaza y Valdés.
México. 2005.
2 Para Canguilhem, enfermo es aquel que no puede dar una nueva normativa a su vida. Lo
normal y lo patológico. Siglo XXI Bs As. 1971.
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DANIELA RENJEL ENCINAS
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causas, consecuencias, o la precariedad de la vida; lo que se muestra, en
cambio, es cómo se actúa directamente sobre el lugar donde la enfermedad
se asienta hasta el último momento: el cuerpo. De hecho, como iremos
viendo a continuación, la reflexión es un espacio posterior al de la acción, al
del impulso. La declaración de facultades y de nuevos impedimentos confiere
al cuerpo enfermo otro espacio de habla y, por tanto, una especial categoría
de ser. Ya Nelson Orringer lo dijo en La aventura del curar: “cada hombre
no sólo recibe y tiene su enfermedad, sino que la hace y la pone por obra”3.
Dentro del Moridero, ser “huésped” responde a un estado temporalmente
fijado. No se puede ser huésped de alguien toda la vida. Ese “mientras tanto”
dota a la persona de características particulares, afirmando su condición
esencial de estar “de paso” en un lugar. Eso es lo que representa el Moridero
en Salón de belleza: un lugar de tránsito hacia la nada que, en el vocabulario
bellatiniano de al menos esta primera parte de su obra, significa la muerte;
última instancia de la vida y, por eso, significativamente importante.
¿Somos un cuerpo o tenemos uno?
La belleza transformada en la obra de Bellatin no se ordena en una propuesta grotesca, donde lo deforme y deformado prima sobre lo armonioso
para satirizarlo. De lo que parece tratarse es de perturbar; es decir, trastornar
el orden y sosiego de algo o alguien para ver qué hace el lector frente a esa
nueva construcción de posibilidad y, por tanto, de realidad. La estética que
es desde ahí generada “problematiza y expone el cuerpo en lo que tiene
de frágil y contingente, de susceptible e impactante, como expone también
la ficción de la que están hechas esas formas, la moral, la sensibilidad y la
razón de su configuración. Expone los modos en que hemos aprendido a
vivir una cierta estética del cuerpo y cómo nos volvemos cuerpo a partir de
una determinada estética de la percepción y de la conciencia”, como dice
Chintya Farina, en su tesis doctoral sobre la estética de la formación de las
afecciones4.
En la escritura de Bellatin, en general, y en Salón de belleza, en particular,
las cosas tienden a sufrir procesos de trasformación. Las cosas cambian, se
deterioran, aspiran a ser retomadas otra vez, a instalar cierta normalidad, pero
al final esa imposibilidad de tránsito a aquel tiempo o situación de aparente
estabilidad responde siempre a un sentido ético nada superficial, así como
a una estética de particularidad extrema. El peluquero mira con nostalgia,
cerca a la muerte, las noches de lujuria en compañía de sus amigos, cuando
podía transformarse y ser “otra”, y el salón era el reflejo de la creación de
la belleza, imágenes con las que abre un espacio de reflexión que podría
verse fácilmente superable, pero en esta narrativa se torna menos simple:
¿Somos un cuerpo? o ¿tenemos uno?
3
Ob. cit.
La aventura del curar. La antropología médica de Pedro Laín Entralgo. Círculo de lectores.
Barcelona 1997.
4
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Si se acepta que somos un cuerpo, al morir, ¿qué es lo que queda?, pregunta que el peluquero responde con la acción de deshacerse de los muertos
sin el menor ritual; sin embargo, cuando se vincula emocionalmente con
uno de los huéspedes la situación cambia, ya que el cuerpo cobra inusitada
importancia. Si el cuerpo es la mayor posesión, y somos mucho más que
este, lo que equivale a decir que tenemos un cuerpo a nuestro servicio, por
qué su deterioro y su pérdida implican una ocupación intelectual extrema.
Poderoso o dominado
Como sea que se presenten, los cuerpos bellatinianos son construcciones
complejas en sí mismas. Si pensamos solamente en el peluquero, eje de esta
narración y contraparte de los enfermos, estamos ante un ser que ofrece
también varias versiones de sí mismo: un hombre que, mientras trabajaba
en el salón, solía vestirse de mujer para generar un ambiente de mayor complicidad con sus clientas y que, por las noches, se reconstruía junto con sus
amigos, para estar afín a la voluptuosidad de un ambiente casi carnavalesco,
pero que en la atención a los enfermos prescinde de todo afeite encarnando
otro perfil. Dice Palaversich al respecto:
Los cuerpos inquietantes de Bellatin no operan como espectáculo, no inspiran la compasión del lector, ni tampoco
son estos cuerpos marcados, mutilados y por consecuencia
politizados de los esclavos negros sobre los cuales el poder
deja sus marcas indelebles. Quizás la única comparación
válida de los cuerpos bellatinianos sería con los cuerpos
carnavalescos propuestos por Bajtín que desafían el statu
quo y sugieren una posibilidad radical. Los cuerpos de
Bellatin nunca se perciben como abyectos –el papel que
suele otorgárseles comúnmente en la literatura latinoamericana– e inquietan menos por sus anomalías o (de)
formaciones que por su tremendo poder de desestabilizar
todo concepto de la unidad del personaje y del sentido
narrativo. La ilegibilidad de estos cuerpos que nunca son
descifrables y nunca constituyen un todo completo y coherente se refleja en la ilegibilidad de sus textos circulares
y bifurcantes. (Palaversich 2005: 136)
El cuerpo, manifestación concreta de la vida, es entonces un espacio de
poder y, en este caso, el salón vuelto Moridero, su escenario. Un poder en
dos vías que se manifiesta tanto por parte del peluquero –“salvador” de
estos despojos– hacia los enfermos, como de los enfermos en relación con
la gente. Los cuerpos enfermos llegan a ser poco menos que propiedad del
peluquero, sano, sabio y aparentemente poderoso frente a ellos, quien hace
y decide sobre ellos según su juicio, en tanto estos promueven el repudio,
la compasión y el temor en los vecinos.
Podría pensarse, en este sentido, que el peluquero es quien por razones
propias y ajenas a su voluntad detenta, por humanidad, voluntad o contingencia
cierto poder sobre los cuerpos sometidos, para cuidarlos o protegerlos. Esto
es en cierta forma cierto, puesto que basado en un conjunto de reglas que
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él se autoaplica –de las que se hablará luego– logra hacerse impermeable al
decaimiento moral que la enfermedad conlleva; para esto, sin embargo, se
hace imprescindible anular la voluntad de los enfermos y cualquier ilusión
de restablecimiento, haciendo que estos asuman cuanto antes su calidad de
cuerpos en extinción. El poder del peluquero, en este sentido, llega a extremos tan humanos como inhumanos, incomprensibles e inaceptables, de tal
suerte que solamente su ejercicio lo legitima, ya que nadie le ha otorgado
dicho poder realmente. Pensando en situaciones similares es que seguramente Foucault sostiene que “hay que admitir en suma que este poder se
ejerce más que se posee, que no es el ‘privilegio’ adquirido o conservado de
la clase dominante, sino el efecto de conjunto de sus posiciones estratégicas,
efecto que manifiesta y a veces acompaña la posición de aquellos que son
dominados”5, de donde cabe desprender que: 1) la “labor” del peluquero es
un hacer que se instaura con el ejercicio y no con la atribución oficial que
de este haga alguien, y que 2) este “ejercicio” surge activado por el más
elemental sentido común (no se puede dejar a alguien perecer en la calle).
De aquí se desprende que, repudiado o compadecido, el cuerpo de quien está
en transición a la muerte es un territorio donde se puede ejercer autoridad con
finalidades distintas, puesto que el cuerpo del enfermo es el estigma de algo
que requiere traducción social, y la enfermedad, un acontecer que se hace no
menos necesario para el funcionamiento de la misma sociedad con base en la
administración del poder. No obstante, para la mayoría de la gente, el enfermo
presenta una situación dual y algo distinta: o es un apestado, o es alguien que
tiene poder (el poder de contagiar, de entristecer, de desestabilizar) y, por lo
general, ambos. Recordemos que pese a todas las críticas de los vecinos, a su
oposición a tener un moridero cerca, los reproches por el concierto de gemidos
y el escándalo provocado por amantes desesperados, el Moridero es un recinto
al que nunca se atreven a entrar. Nunca lo profanan. Este espacio ejerce un
poder que no puede ser transferido. Tener contacto con él equivale a la muerte.
El peluquero detenta un poder sobre una pluralidad de cuerpos, decidiendo
de modo concreto sobre sus días y sus noches, en nombre de lo que cree que
es lo mejor para ellos. Pero los enfermos, a quienes también se teme, ejercen
a su vez, desde su estado terminal, un poder terrible sobre él, condicionándole la vida, normativizándolo y obligándolo a llevar al extremo sus reglas, así
como a desear una muerte distinta a la que ofrece a ellos para sí. Como Sade,
sometiendo a sus víctimas no es, en cierto aspecto, más que otro dominado.
El dolor del enfermo, sin embargo, ese dolor que atemoriza o mueve a
una compasión sumisa, no es simplemente una consecuencia de su mal, sino
una conciencia que se yergue para ser explotada de modo ficcional como
obra. La muerte inminente, antecedida por un proceso de enfermedad, puede
debilitar desmesuradamente al yo y la conciencia, pero también acrecentarla
en la búsqueda de un acto supremo de creación; la apoteosis de la vida,
que luego de esta conjunción soberana de belleza casi siniestra (la muerte
5 Farina, Chintya. Arte, cuerpo y subjetividad. Estética de la formación y pedagogía de las
afecciones. Tesis Doctoral. Universia. Net. Disponible en http: //biblioteca.universia.net/
ficha.do?id=5365875. (Fecha de consulta: 23 de abril, 2009).
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hecha obra), de encuentro explosivo de extremos, no puede continuar como
culturalmente las entendemos. La nada es el paso siguiente.
La transformación
La primera pregunta para una vida que se desapega de su cotidianeidad,
su rutina y el sentido que tenía, es por qué transformar un salón de belleza
en recinto de cobijo para enfermos terminales, así sin más, a cambio de nada
y poniendo en riesgo la vida misma. El peluquero parece ser muy enfático
en esta decisión, aunque su respuesta en lugar de aclarar genere nuevas
sombras y rechazo, ahí donde posiblemente cabría más bien la admiración o
la emulación: es inadmisible que estos seres enfermos mueran abandonados
en la calle como perros, cuando está en sus manos evitarlo, en vista que ni
los propios hospitales del Estado quieren hacerse cargo de ellos por temor
a ser infectados.
Como vemos, la respuesta que pone en marcha su acción es abrumadoramente coherente con su forma de pensar. La labor que encara es tan
extrema que pone juntos y revueltos al bien y al mal como eco de un deber
autoimpuesto. Básicamente, se trata de una conmoción evidentemente no
buscada del sistema social, moral y político, desde la no protesta e incluso
desde la reflexión mínima; desde el puro instinto.
El peluquero no tiene un discurso de crítica para las instituciones salubristas o para el grado de indiferencia de la sociedad que pasa de largo frente al
necesitado, o algo que pudiese condenar ciertas posturas. Lo que el peluquero
hace responde a lo que podríamos considerar pulsional, entendida en su
acepción más precisa, pero a la vez más simple, que el psicoanálisis puede
permitirnos; es decir, como “impulso psíquico”, como instinto (“Trieb”, para
Freud), pero que no deja de ser una acción políticamente desafiante a un
orden establecido. Para Foucault, “el humanismo consiste en querer cambiar
el sistema ideológico sin tocar la institución; el reformismo en cambiar la
institución sin tocar el sistema ideológico. La acción revolucionaria se define
por el contrario como una conmoción simultánea de la conciencia y de la
institución; lo que supone que ataca las relaciones de poder allí donde son
el instrumento, la armazón, la armadura” (Foucault 1991: 39) y queda a la
luz de esta afirmación clara la acción revolucionaria del peluquero, acción en
la cual la institución es atacada por medio de un instrumento que golpea el
ordenamiento establecido, y se llama “sentido común” llevado al extremo;
¿el armazón?, el “deber ser”, lo políticamente correcto en una sociedad,
que implica hacer el bien –compadecerse–, pero no al extremo de contactar
con el mal de forma tan cercana, hasta el grado de poder contaminarse;
¿la armadura?, el sentido de diferenciación entre lo sano, enfermo, bueno,
peligroso, plausible, condenable, lo humano y lo apestado. Pero ¿puede
hacerse una revolución de forma inconsciente?
Llamar al peluquero “bueno”, “humano”, “ejemplar”, etc. por haber iniciado este proceso que no pretende cambiar nada ni llamar la atención de
nadie, sino buscar un tipo de muerte aceptable, implicaría llamar malos e
inhumanos a todos los que no practican este tipo de caridad (¿amables lectores?). La postura del peluquero no busca elogios, aunque paradójicamente
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su forma de pensar o a su (inexistente) credo religioso, es tan coherente
con el cristianismo –la caridad, el deber de todo ser humano para con otro
en tanto hermanos– que se hace casi imposible desvincularla de un efecto
moralizador y hasta molesto para el resto de los mortales, más aún cuando
estos principios son absolutamente ajenos y contrarios al sentido elemental de su acción. Así, el peluquero no es movido nunca por un sentido de
caridad, que más bien repudia, ni por valores cristianos en los que no cree,
ni cargas morales de las que se desentendió a través de lo disipado de su
conducta demasiados años atrás. “La labor que se hace obedece a un sentido
más humano, más práctico y real” (Bellatin 1996: 45), dice; de allí que esté
prohibida la presencia de curas, religiosas, médicos, oraciones y esperanza
en cualquiera de sus manifestaciones. Así, esta labor admirable, a medida
que es más descrita es menos comprensible, puesto que las “buenas acciones”, todo lo que podría sublimarse, queda en el fondo llevado al terreno
del instinto y desprovisto de argumentos que no sean los más elementales.
Este modo de proceder nos revela que la complejidad de su conducta radica
en precisamente eso que él entiende por el “sentido” de su obra: algo “más
humano, más práctico y real”.
Para ilustrar esta ruptura entre buenas acciones y los medios empleados
para las mismas, hay que reconocer que es innegable la humanidad de sus
actos cuando él suprime por decisión propia su bienestar para asistir a los
indeseados de la sociedad. Cómo no emocionarse frente a la acción de un
confirmado ateo que supera con tanto la efectiva labor de los religiosos o los
meros creyentes que, no faltos de razones, no acostumbran ni pueden hacer
de su casa un moridero. Cómo no aplaudir a quien tiene en tan alto concepto al
ser humano que es llevado al límite con tal de no verlo morir como un animal
en soledad. Todo esto es real, y no guarda un trasfondo egoísta. Esta decisión
no es la pantalla de nada, de otras finalidades o de intenciones macabras. Pero
si este hombre es capaz de demostrar un desprendimiento tan profundo, por
qué no acepta nada ni nadie que aporte un viso de consuelo a los enfermos,
o de esperanza en la existencia de un estadio mejor luego de la muerte. De
la misma forma, por qué no acepta que nadie lo ayude con la manutención
del Moridero, si él mismo afirma que regentarlo es una desgracia que tiene
que llevar a cabo. Por qué introduce a los huéspedes, con tanto denuedo, en
un estado de “aletargamiento total, donde no le cabe a ninguno la posibilidad
de preguntarse por sí mismo” (Bellatin 1996: 33), estado que él considera
“ideal para trabajar”; por qué, además, propina una golpiza tan contundente
a uno de los enfermos cuando intentaba escapar, de tal suerte que nunca más
le cupiese la idea de hacerlo. ¿No es esta la actitud, al fin y al cabo, de quien
se toma más potestades de las que la caridad y el amor al prójimo permiten?
Pareciera, por momentos, que estamos frente a un déspota insensible
que, en su locura, quisiera instaurar un espacio arbitrario y absurdo; he ahí
la desestabilización, el sinsentido al que se refiere la crítica, cuando piensa
en su escritura, pero no es así. Afortunadamente, y para complejizar aún más
el orden de este mundo, vemos que un dato nuevo no invalida el anterior,
sino lo transforma para, a su vez, ser transformado constantemente. Así
como el deterioro del cuerpo se hace un producto significante del mismo, la
imposibilidad de una interpretación fija es también una postura ética y estéticamente significante. Ya no se trata entonces de señalar las diferencias,
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mucho menos de juzgarlas, sino de promover un hacer en el límite, en lo
ambiguo, en lo desmontable de la cultura; en ese espacio de inseguridad
que el ser humano busca evitar para no ser puesto a prueba ante él mismo.
El cuerpo enfermo, dañado, sidático y, por tanto, más que nunca real, se
hace, entonces, productor de un sentido transgresor e inabarcable. Es decir,
es la marca de aquel que, aún en algunas sociedades, es visto como quien
vive el estigma de la consecuencia de un acto socialmente reprobable. Hoy
en día, como nos recuerda Susan Sontag, el sida sigue siendo la huella de
una perversión, una adicción, una vida disipada; es decir, de una transgresión
moral, castigo por un comportamiento desviacionista y amenaza a los inocentes6. En Salón de belleza el sida no es solamente huella de la enfermedad
y los cuerpos en deterioro, sino la forma en que la enfermedad actúa en la
propia vida del peluquero. Si bien los enfermos que llegan al moridero son
la lacra social, el desperdicio, lo que no se quiere y más bien se teme por
contaminante, cuerpos en vías de extinción de los que hay que deshacerse
una vez muertos –como señala el peluquero–, en otro sentido son la razón
que activa en él una acción pulsional, clave para deconstruir todo un sistema
cultural frente a la enfermedad, como es no contaminarse con el agonizante
que muere en la calle. Para el peluquero no hay nada bueno ni malo en recoger gente moribunda para llevarla a morir a casa, importa poco si esto es
correcto o incorrecto, si conveniente o inconveniente; él sólo opera desde su
más profunda y, al mismo tiempo, elemental estructura emotiva irracional.
A partir de esta decisión se estructura una forma de sobrevivir que llega a
llamársele, tomando o no conciencia de esto, trabajo.
Dícese de “una labor más humana, más práctica y real”
La readecuación del salón de belleza en Moridero presenta una practicidad
casi pasmosa. Esta decisión de obrar de acuerdo a “lo que manda la naturaleza” –“cuanto más lejos de la naturaleza, más lejos de la muerte”7– va
de la mano de un alto concepto de la dignidad del hombre, especialmente
en sus últimos momentos, cuando más desprotegido se encuentra. En ese
umbral es cuando el ser humano va a pasar de cuerpo deteriorado a ser
cosa. Tanta es la aversión a la mentira que pueda haber en la trascendencia,
que tirar los cuerpos a una fosa común y eludir los rituales fúnebres se hace
un acto de irreverencia más que con la vida, con la muerte, así desacralizada y destemida. El cuerpo deteriorado por la enfermedad que iguala a los
sufrientes y borra todo tipo de diferencias es el espacio donde lo elemental
debe actuar, la ayuda real y concreta que permita atravesar el camino hacia
la nada; por eso, rezos, lloros, consuelos, esperanzas, etc., no son acciones
reales ni efectivas.
Se desprende de toda esta postura que sustenta la acción del peluquero
la insensatez de aferrarse a la vida cuando esta por sí no da más. Su postura no es una invitación a la eutanasia ni al suicidio, sino a la aceptación
de lo absurdo y doloroso que resulta prolongar cualquier agonía, y el grado
6
7
Vigilar y Castigar. Siglo XXI. Argentina. 1998, p. 94.
La enfermedad y sus metáforas. Taurus. Buenos Aires. 1985, p. 67.
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de crueldad e insania que existe en la actitud de albergar falsas ilusiones
y esperanzas en una recuperación que no va a darse. Recordemos que la
novela es escrita en un momento en que contraer sida equivalía al desahucio
total, a la imposibilidad de vivir con el mal crónicamente. Como ejemplo,
está lo que hicieron con el primer enfermo que les llegó al salón y la prueba
del sacrificio defraudado:
Aquel joven muró al mes de su internamiento. Recuerdo
que casi nos volvimos locos por tratar de restablecerlo.
Convocamos algunos médicos, enfermeras y yerberos.
También personas que se dedicaban a la curandería.
Hicimos algunas colectas entre los amigos para comprar
las medicinas, que eran sumamente caras. Todo fue inútil.
Más fue el desgaste físico y moral que aquel tratamiento
le causó al enfermo como a los que estábamos alrededor. La conclusión fue simple. El mal no tenía cura. Todos
aquellos esfuerzos no fueron sino vanos intentos por estar
en paz con uno mismo y con nuestras conciencias. No sé
de dónde nos han enseñado que socorrer al desvalido es
tratar de apartarlo a cualquier precio de las garras de la
muerte. A partir de esa experiencia tomé la decisión de
que si no había otro remedio lo mejor era una muerte
rápida dentro de las condiciones más adecuadas que era
posible brindársela al enfermo. No me conmovía la muerte
como muerte. Lo que buscaba evitar era que esas personas perecieran como perros en medio de la calle o bajo el
abandono de los hospitales del Estado. (Bellatin 1996: 37)
Está clara la postura y lo que el peluquero piensa a cerca de lo que es
socorrer al desvalido; sin embargo, esta acción razonable también presenta una cara ambigua, puesto que es él quien acostumbraba promover esa
esperanza en sus clientas y en el juego que establecía en los baños turcos,
entre hombres que se entregaban al sexo desenfrenadamente, como último
estertor de una forma de vida insostenible y oculta en otras posibilidades.
Poco después, participar del juego de la prolongación antinatural llega a
ser en él tan combatido que, con relación a los enfermos, dejará entrever
un atisbo de pretensión divina. El poder que tiene sobre esos cuerpos llega
a determinar cuánto deben vivir algunos de ellos (no por nada se toma la
potestad de servir a un enfermo menos sopa, a ver si así se le acelera el
fin y este deja de sufrir y de perturbar la mejor manera de llevar adelante
su trabajo), de tal suerte que lo que puede verse primero como un acto de
piedad podría ser también entendido como una decisión morbosa y arbitraria
sobre vidas que han perdido la capacidad de decidir.
Una tediosa y angustiante labor autoadjudicada
El cuerpo enfermo genera en el peluquero una posición ambigua: por
un lado, es una cosa en vías de extinción que irremediablemente muere un
poco cada día, pero, por otro, es “algo” que en este proceso no puede descuidarse, ni dejar de entenderse como digno en tanto no fenezca. Es por eso
que su propia forma de relacionamiento con los huéspedes debe ser por él
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sistematizada, a fin de conseguir de esta los mejores resultados. Para ello,
es necesario no encariñarse excesivamente con la gente, de lo contrario sería
difícil trabajar con dichos cuerpos atormentados, puesto que la única finalidad
de la acción es asistirlos en las necesidades básicas y estar presente en la
hora final. Respecto a este acto, el Dr. Orrigner (1997: 203) sostiene: “El
cuerpo doliente enseña al enfermo que los demás individuos existen, o para
ayudarle en su invalidez, o para incomodarle como testigos de la misma”.
…desde temprano salía al mercado a comprar las verduras necesarias así como las menudencias de pollo con las
que hacía las sopas diarias. Después de regresar, pasaba
revista a los huéspedes y luego los limpiaba lo mejor que
podía. A los que podían levantarse los acompañaba hasta
el excusado. Luego me podía a cocinar. En realidad no
era muy difícil. Se trataba solamente de meter en la olla
las verduras y las menudencias y dejarlas que hiervan un
par de horas. Echaba luego un puñado de sal y tapaba
nuevamente la olla. A la hora del almuerzo servía los
platos. Era la única comida. Los huéspedes casi nunca
tenían hambre y muchos de ellos ni siquiera terminaban
el plato diario de sopa que les ponía delante. Yo comía
lo mismo y también me acostumbré a hacerlo una vez al
día. (Bellatin 1996: 30)
Sin embargo, irónicamente, el peluquero, que desafía un orden establecido;
que en lo interno de su código sostiene un “no te vincularás con sidosos”,
para obedecer a una pulsión: “no puedo dejar que un enfermo perezca en
la calle”, cree haber sistematizado una posición que lo preserve de cualquier
vínculo emocional con cualquier enfermo, hasta que cae víctima de su propia
acción, al ser seducido un día (del latín se-ducere, llevado aparte, sacado
del camino, según la etimología de la palabra) por uno de esos cuerpos,
consternado ante el sufrimiento del otro y atrapado en su deseo.
El peluquero queda tan enternecido con la triste historia del muchacho
que, olvidando que tiene enfrente un cuerpo despojado de salud, vitalidad
y fuerza, lo posee: “Lo que más me emocionó fue que él no fue ajeno a mis
preocupaciones. También me demostró su cariño (…) No me importaron las
costillas protuberantes, la piel seca, ni siquiera esos ojos desquiciados en
los que aún había lugar para que se reflejara el placer” (Bellatin 1996: 22).
Es decir, la relación con el cuerpo, material de trabajo, motivo de una labor,
cosa que sustenta un hacer simplemente y que, por tanto, es reducido por
las circunstancias, aunque al mismo tiempo reivindicado mientras viva, se
hace por acción del deseo más que un cuerpo, un conjunto de huesos, para
ser visto como fuente de placer.
Dicho de otra forma, el cuerpo en trance de desaparición, que puede generar todavía deseo, es más que un cuerpo cuando despierta una emoción,
ya que el cuerpo, en un acto sexual de esta dimensión, es tan imprescindible
como superable. No interesa que el narrador se lamente por no haber perfeccionado del todo su técnica de no vinculación con los enfermos; llegado
un momento, se termina deseando eso que empieza más allá de la materialidad del deseo, es decir, en la ternura. ¿No es esta una forma de ir más
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allá del cuerpo?, ¿de dejar en profunda evidencia de que se desea algo que
trasciende el aspecto deteriorado que denuncia la caducidad de una vida
y se asienta en un lugar incognoscible? Este deseo de algo que por efecto
de una emoción –al menos– se hace más que un cuerpo no termina en la
entrega y posesión de la carne.
…en la recta final, debo confesar que secretamente me
preocupé por el tipo de sepultura que recibiría. Tal vez
lo hice movido por la considerable cantidad de dinero
que me entregó antes de ser admitido como huésped. El
caso es que su cuerpo no fue a dar como los otros a una
fosa común que hay en las cercanías. Me interesé en que
recibiera una sepultura más digna. Fui a una funeraria y
adquirí un ataúd de color oscuro. Aparté los muebles del
galpón donde duermo e improvisé un velorio donde yo
fui el único deudo. (Bellatin 1996: 30)
Esta ruptura de principios, así haya sido solo una vez, instaura un quiebre
o, lo que es más importante, la posibilidad de la ambigüedad en la lógica de
la tan angustiante labor que el peluquero propone. Decir aquí “ambiguo” o
“ambivalente” no implica una valoración o el énfasis en una acción aparentemente contradictoria. Se trata simplemente de señalar los lugares de la
cultura que de alguna forma y por alguna razón son atacados por él, pero
también reescenificados, haciendo más compleja la relación con el otro –
también enfermo–, actitud que hace a esta escritura única en su género.
Tal vez lo más contundente de este doble ejercicio de la labor es lo referido a la noción de “ayuda” como modo de vida, puesto que esta idea es
tan combatida como puesta en práctica con verdadera dedicación a través
de cuidados y golpizas. Lo que hace durante sus últimos años, entonces, es
darle un nuevo sentido a su vida –aun cuando descubre el mal en su propio
cuerpo–, que es lo que, finalmente, hace cualquier trabajo libremente elegido; instaurar un orden en el hacer, una particular disciplina al cuerpo y a
la mente. Decir que solo se da compañía y un lugar para morir, no es del
todo cierto, cuando una nueva forma de ser se configura en su vida a partir
de estas contadas acciones. “Siento que en estos últimos tiempos el orden
se ha instalado en mi vida. Aunque me parece triste la forma de haberlo
conseguido” (Bellatin 1996: 34).
Llegamos de este modo a una confesión bastante importante, ya que a
partir de esta el peluquero reconoce que, así como él guarda un poder especial sobre esos cuerpos que materialmente no le reditúan nada, se hace
“víctima” de un poder que viene de esos mismos cuerpos deteriorados y que
le imponen una forma de vida. Se establece así el juego que plantea la enfermedad, o dicho de otra forma, la asunción de la enfermedad en el moridero
como un juego, algo similar a lo que ocurre en Efecto invernadero, novela
escrita por Bellatin dos años antes que Salón de belleza, donde también hay
un protocolo que seguir para dar a la muerte y a su espera un sentido, y
no solo una forma de vida que él se niega a reconocer y llama “trabajo”. Lo
que cambia es la forma de pensar y actuar respecto a su labor, hecho que
lo inserta irónicamente dentro de la lógica del sistema que él combate. “La
disciplina define cada una de las relaciones que el cuerpo debe mantener con
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el objeto que manipula” (Foucault 1998: 175), lo que muestra que hasta lo
elemental de una pulsión queda, con su práctica, subsumido en un sistema
de poder mayor. La disciplina de la que los cuerpos enfermos son parte (no
deben quejarse, no deben maldecir, deben permanecer en un estado de sopor
que no perturbe el ambiente, no deben guardar esperanzas… “no deben”,
“no pueden”) impuesta por el peluquero, teóricamente de forma arbitraria,
es a su vez regidora de su acción diaria, convirtiéndolo en algo así como una
especie de víctima sui generis de sus enfermos, los que determinan cada
una de sus acciones, ya “naturalizadas”. Poderoso y dominado, el peluquero
también es otro cuerpo en juego.
De cómo se instaura un juego como la cosa más seria del mundo
Llegamos así a un punto neurálgico en la obra y la narrativa de Bellatin,
que ya se anticipa en Efecto invernadero, y es la presencia de la autonormatividad que debe cumplirse, así como en el ser anómalo, en la escritura.
Canguilhem sostenía que la capacidad normativa era la única forma que tiene
alguien que padece una enfermedad de acceder y volver a compartir los
códigos de la salud. La misma noción permite a Bellatin huir del sinsentido
al cual nos vemos tentados a caer si analizamos su obra con superficialidad. Si lo ético, lo moral, lo bueno, lo comprensible y lo sensato quedan
puestos en duda, desplazados o anulados por lo brutal de la practicidad
y el sentido común, solo la coherencia puede mostrar la seriedad de una
propuesta artística.
Cuando hablamos de capacidad normativa de esta escritura hablamos de su
aspecto lúdico. Todo converge en un punto, todo cierra, todo se cumple, no a
modo de profecía, sino a fuerza de voluntad que persigue un efecto de sentido.
En Salón de belleza el sentido del juego se evidencia cuando las reglas que
no tienen un motivo racional se cumplen y se hacen cada vez más extremas.
Lo que se debe y no se debe hacer son una decisión arbitraria del peluquero,
porque arbitrarios también son los motivos que las sostienen, pero llevados
al límite con autenticidad, como juega el buen jugador que desprecia el timo
y la trampa, ya que estos excluyen el riesgo.
Algunas de las reglas han sido mencionadas: en el Moridero no se da
cura ni esperanza; quedan prohibidas las visitas que pretendan engañar a
los huéspedes con promesas falsas de curación o salvación; solo se admiten
enfermos en estado terminal; no se permiten mujeres; no se permite ayuda
en el regimiento del Moridero; el acercamiento al enfermo no es aséptico, sino compasivo, entre muchas otras que son ideadas por él, según la
conveniencia del caso, y es precisamente en este acercamiento compasivo
cuando se siente atraído por uno de los enfermos y tiene contacto sexual
con él. Sin embargo, no puede, ni siquiera allí, pensarse que la regla haya
quedado incumplida, sino llevada al extremo, porque, si bien no se sabe a
ciencia cierta, es posible que este encuentro con el muchacho haya sido en
la lógica de la novela, escrita cuando el tiempo de incubación del virus aún
no era del todo conocido, el causante de su infección; por otro lado, recordemos que son también sus reglas las que lo ponen a merced de los propios
enfermos que cuida.
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Como consecuencia, jugar el juego limpiamente no lo exenta de poner
en riesgo su propia vida, sino todo lo contrario. Parte del cumplimiento de
las reglas es llevarlas al límite, sin concesiones. Las preguntas que quedan
pendientes son: ¿qué es lo que está en juego realmente?; ¿qué es lo que
se gana realmente? Considero que la respuesta a estas preguntas en la escritura de Bellatin es la posibilidad misma de mantener la coherencia en un
mundo que precisa la regeneración de su propia capacidad autonormativa
para mantenerse. Dicho en otras palabras: de generar más juego.
Uno de los principales desafíos que este juego, que se inicia con la aceptación
del primer enfermo en el salón, impulsa es el de llevar varias definiciones y
nociones socialmente aceptadas a la negación o a la redefinición. La primera
de estas es la noción de “humanidad”, que en esta obra es complejizada al
extremo, lo que permite desmontar la idea que tenemos de virtud, e interrogarnos sobre qué es lo humano y qué no lo es. ¿Dónde está el lugar en
que uno pasa a ser otro?, lugar en que los límites se confunden, en que se
dan la vuelta, en que se transforman y nos inquietan. ¿Son estas realmente
categorías fijas? De hecho, también los orígenes del Moridero son igualmente
ambiguos. Su emergencia es circunstancial. Cabría entonces preguntarse en
este duelo, que implica una nueva redefinición, qué es lo compasivo, y qué
es lo cruel frente a la esperanza, a la noción de una vida que trasciende la
carne, frente a la manipulación de vidas indefensas, como la de los peces,
o a la decisión de no admitir mujeres.
De repente lo inhumano, así como lo monstruoso, lo malo, lo repugnable, el deseo, la infancia, diría Jean-François Lyotard, y lo enfermo –cómo
no– son espacios sin sistema. No solo nos deshumanizarían las distancias,
la frialdad, rapidez y precariedad de las relaciones, la indiferencia hacia todo
lo que excede nuestro reducido entorno, sino “la inhumanidad de lo indeterminado, del evento, del poder transgresor de lo excluido, de la alteridad
inasimilable, en definitiva, de lo olvidado”8, 9.
Salón de belleza nos remite a la primera inhumanidad de la que somos
parte, como sostiene Lyotard en Lo inhumano. Charlas sobre el tiempo,
puesto que esta es el estado que se opone a cualquier sistema, por ser una
construcción falaz, modificable y convenenciera. Así, el autor se pregunta
por lo que ocurriría si lo “propio” de la especie humana consistiera en que lo
inhumano le es inherente, lo que no deja de ser una pregunta fundamental
en una novela cuyo epígrafe tomado de Kawabata Yasunari dice: “Cualquier
clase de inhumanidad se convierte, con el tiempo, en humana”, pensamiento
irónicamente compartido por los estudios contemporáneos sobre ética de
Zigmunt Bauman, por ejemplo, quien sostiene: “La moralidad es incurablemente aporética (…) la mayoría de las elecciones morales se hacen entre
impulsos contradictorios. Lo más importante, sin embargo, es que virtualmente
cualquier impulso moral si se deja actuar plenamente tiene consecuencias
8
Elena Córdoba. Silencio. Cuadernos de teatro y danza Nº 16. Aflera Producciones. Madrid.
2006, p. 28.
9 Fabián Gatto Giménez. “Lo sublime o la infancia imposible: experimentación y anamnesis
en la estética de Jean-François Lyotard” en http: //discursovisual.cenart.gob.mx/anteriores/
dvwebne06/aporte/aporte/apofabia.htm.
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inmorales” (Bauman 2004: 18). Todo parece indicar que la actividad del
peluquero es una confirmación de esta dinámica.
Lo cierto es que la nueva normatividad implantada en el salón de belleza
reivindica ese estado previamente trastocado por la aparente practicidad
que acompaña a sus decisiones y obras. La “inhumanidad” en este contexto
viene a ser un equivalente de “naturalidad”. El peluquero es necesariamente
un excluido del sistema por encarnar todo lo despreciable y transgredirlo a
partir de lo que es (homosexual, travesti, prostituto) y lo que hace (conducta escandalosa, recoger sidáticos, cambiar el sentido de su vida por ellos).
Lo humano vendría a surgir de estas “dos inhumanidades enfrentadas,
la precultural y la postcultural”, diría Lyotard, lo que, traducido a nuestros
términos, sería “lo sano” y lo “enfermo” en el salón de belleza, entendiendo
que la enfermedad, como especial estado de lucidez, puede equipararse con
lo que Lyotard quiere significar al referirse a lo “postcultural”. Este descubrimiento que avanza como si se sostuviera en un tablero se caracteriza por
la falta de ideología de sus posturas, moral o posición política para acudir al
llamado del cuerpo, la compasión, la acción y el riesgo.
De la importancia de crear también el fin
Decir que casi toda la crítica ha visto especialmente en Salón de belleza
una especie de invectiva contra la sociedad que discrimina a quienes más
lo necesitan no significa anular la presencia de la denuncia. Buscado o no,
el sida y su tratamiento son un problema político, estatal y de todos, finalmente. Es indudable que Salón de belleza pone de manifiesto toda una
cadena de trabas y burocracia que la sociedad ha creado para no dar a quien
agoniza un lugar digno donde morir, apoyada en la ignorancia de quien teme
el contagio y cualquier tipo de estigma. Sin embargo, es preciso ver que
en la novela la opción no es solamente por el enfermo, sino por el enfermo
escandaloso, por el que ni las “hermanitas de la caridad” querrían atender,
puesto que los enfermos “no abandonarán jamás sus conductas aprendidas
ni aquellos modales que dejan tanto que desear” (Bellatin 1996: 50), lo que,
paradójicamente, los vuelve, como vimos, más poderosos en la antesala de
la muerte; muerte que el peluquero no teme, y por eso supera, aun cuando
queda contagiado. Nadie más que el enfermo que acepta la inminencia del
fin podría malear la muerte, para poseerla.
Cuando descubrí las heridas en mi mejilla las cosas acabaron
de golpe. Llevé los vestidos, las plumas y las lentejuelas
hasta el patio donde está el excusado e hice una gran
fogata. Olió horrible. Parece que habían muchas prendas
de material sintético, porque se levantó un humo bastante
tóxico. Ese día había estado tomando aguardiente desde
temprano. Lo hice mientras cumplía con mis labores en
el Moridero. En realidad era capaz de hacer las tareas en
cualquier estado. Ya sea bajo los efectos de la droga, el
alcohol o el sueño. Mis movimientos se habían vuelto lo
suficientemente mecánicos como para hacer mis labores
a la perfección, guiado únicamente por la fuerza de la
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costumbre. En el momento de la fogata yo me había puesto
uno de los trajes y estaba totalmente mareado. Recuerdo
que bailaba alrededor del fuego mientras cantaba una
canción que ahora no recuerdo. Yo me imaginaba a mí
mismo bailando en la discoteca con esas ropas femeninas
y con la cara y el cuello totalmente cubiertos de llagas.
Mi intención era caer yo también dentro del fuego. Ser
envuelto por las llamas y desaparecer antes de que la
lenta agonía fuera apoderándose de mi cuerpo. (Bellatin
1996: 40)
El peluquero se burla de la muerte encarándola, mirándola en el fuego,
bailando frente a ella, protagonizando el ritual al que apunta Alan Pauls en
“El problema Bellatin”. En el fondo, esa danza compulsiva es otra forma de
rebelarse al fin, de decirse a sí mismo que no se teme ese fin, que ese fin
no es nada y se lo esperará con la misma naturalidad con la que ha llevado
adelante su obra. De allí que la muerte que piense para sí, sea distinta. Sea,
en ese momento, algo así como un encuentro y no una espera. Al igual que
Antonio, protagonista de Efecto invernadero, el peluquero vive el drama en
el propio cuerpo y precisa de una actuación distinta, una creación especial
que lo aleje de la cotidianeidad de todos los días y de su trabajo con los otros
cuerpos. Precisa crear su fin.
Cuando él contrae el mal, mejor dicho, cuando él se da cuenta que tiene
el mal y que el final se acerca, comienza recién a pensar en el futuro del
Moridero, como proyecto en sí mismo, y en lo que pasará con él.
Tengo algunas ideas, pero no sé si tendré la fuerza suficiente
para en su momento llevarlas a cabo. La más simple tiene
que ver con el hecho de quemar el Moridero con todos
los huéspedes adentro. Sé que nunca voy a llevar a cabo
una idea así. Y no es sólo por remordimiento o por miedo
que rechazo una idea de ese tipo, es sencillamente que
me parece una salida bastante fácil y carente por completo de la originalidad que desde el primer momento le
quise imprimir al salón de belleza. También se me ocurrió
inundarlo, hacer del salón un gran acuario. Rápidamente
rechacé esa idea por absurda. Lo que sí creo que voy a
poner en práctica es el borrado total de huellas. Debo
hacer como si en este lugar nunca hubiera existido un
moridero. (Bellatin 1996: 40)
Él, que ha facilitado un tipo de muerte a sus huéspedes, quiere para sí
otra forma de desaparición, en una lógica cercana a lo que apunta Pedro
Laín Entralgo cuando afirma que el enfermo es el “coautor de su mal”; si se
construye el mal, también debe “construirse” la muerte cuando no hay forma
de evitarla. Desea, entonces, devolver al salón el glamur de otros tiempos
una vez muerta la última generación de huéspedes, porque esta sería la
única forma de no traicionarse.
Borrar las huellas es la manera más auténtica de no romper las reglas, de
que el proyecto no se pervierta al ser regentado por otra persona, digamos,
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las Hermanitas de la Caridad. Por otro lado, devolver al salón su antiguo
glamur lo convierte en el escenario ideal para morir y ser encontrado en
medio de la gloria pasada, ahora restituida. Imagina, como Antonio, el cuadro
que verán quienes fuercen la puerta para entrar, intuyendo que algo grave
pasa adentro y lo encuentren “muerto pero rodeado del pasado esplendor”
(Bellatin 1996: 52), y de los espejos que ya no duplicarán la agonía, sino
la belleza, nuevamente. “La belleza y la muerte guardan la misma relación
que el agua y los espejos” (Bellatin 1994: 114).
Como se ve, la idea de hacer de la muerte la última creación de la belleza y desafiar así la nada, se repite en ambas novelas. La presencia de
los espejos como duplicadores y del agua como elemento preferido, tanto
por Antonio para morir como por el peluquero para decorar su salón, es
esencial. Él quizá no pueda alcanzar el tipo de muerte que buscaba para
los huéspedes, es decir, en compañía; tampoco parece haber alguien que
vaya a llorarlo o reclamarlo, pero sí puede pretender un escenario especial,
proscripto a los otros enfermos. Pero como la belleza no podrá disfrutarla
él, lo que en realidad se persigue es una imagen de muerte; algo así como
una instalación extrema ofrecida a los vecinos, parientes y Hermanas de la
Caridad; la unión de la belleza en la muerte, “una muerte de ficción”, como
llamaba la Amiga a la muerte de Antonio; otra manifestación de lo siniestro.
Lo que Bellatin hace en Salón de belleza es llevar al extremo el concepto
de enfermedad al trasladarla al espacio del hacer personal con referencia a su
propio cuerpo enfermo, pero también con relación a otros cuerpos enfermos.
Sienta, de esta manera, un modo de vida, una percepción de mundo, un hacer
concreto, una reflexión posterior y una desestabilización de la “normalidad”
a partir de una exigencia vital, que es el compromiso con la escritura como
fin en sí misma. Este compromiso desemboca en la autonormatividad que se
impone en las reglas que “hay” que cumplir y en el carácter lúdico que esta
acción extrañísima genera en la historia y en su propia escritura.
Sentadas las reglas del juego instaurado, hay que acordar que un juego
es el arte de las combinaciones posibles que no exceden a esas reglas según
la conveniencia, sino que son capaces de crear desde ellas, y pese a ellas,
movimientos que no solo permitan ganar, sino principalmente seguir jugando,
y esto es lo que precisamente logra Bellatin en su relación con la enfermedad
y el manejo de los cuerpos: construye una normatividad desde la escritura
para huir del sinsentido que se basa en su propia capacidad de regeneración
para mantenerse hasta la decisión de autodestruirse.
Obras citadas
Bauman, Zigmunt (2004). Ética postmoderna. Siglo XXI. Bs As.
Bellatin, Mario (1994). Efecto invernadero. Ediciones del Equilibrista. México.
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y anamnesis, en La estética de Jean-François Lyotard” en Discurso
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Lyotard, Jean-François (2004). Lo inhumano. Charlas sobre el tiempo. Gedisa.
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ISSN 0716-0798
Estoy ligado a ti más fuerte que la hiedra: música
popular y literatura en la novela Bolero de Pedro
Ángel Palou*
I’m Attached to You More Strongly than the Ivy: Popular Music
and Literature in Bolero by Pedro Ángel Palou
Ainhoa Vásquez Mejías
Pontificia Universidad Católica de Chile
[email protected]
El presente artículo indaga acerca de la relación estructural y temática de la música
popular con la novela Bolero del mexicano Pedro Ángel Palou. Este tipo de composición
será utilizado en dicha obra como estrategia narrativa que permita al protagonista,
Fidel, recomponer su identidad precaria así como reencontrarse con Puebla, su ciudad
natal, a la que desconoce a su regreso. La inserción del código musical del bolero se
constituirá en un soporte de la memoria nostálgica.
Palabras clave: música popular, bolero, identidad, ciudad, nostalgia.
The present article investigates the structural and thematic relationship between
popular music and the novel “bolero” by the Mexican author Pedro Ángel Palou. This
type of composition is used in it as a narrative strategy which allows the protagonist,
Fidel, to reconstruct his precarious identity as well as rediscover Puebla, his home
town, which he doesn’t recognize when he returns. The insertion of the musical code
of boleros will be a support of nostalgic memory.
Keywords: popular music, bolero, identity, city, nostalgia.
Recibido: 5 de marzo de 2012
Aprobado: 7 de mayo de 2012
* Este artículo forma parte del proyecto Fondecyt Nº 1110482 “Alta fidelidad: literatura y
música popular en la narrativa argentina, chilena y mexicana reciente” de la cual la autora
es tesista.
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Para nadie resulta extraña la larga tradición que respalda la convergencia
entre música y literatura. Si bien muchas veces esta afinidad puede pasar
desapercibida producto de que la canción popular es vista como subsidiaria
GHODHVWUXFWXUDQDUUDWLYDODP~VLFDʥHQHVWHFDVRSDUWLFXODUHOEROHURʥMXHJD
un papel fundamental en poemas como: Salmos y boleros de la casa de Luis
Enríquez Pérez Oramas, Tiempo de bolero de José Luis Vega y Ofrenda en
el altar del bolero de Juan Gustavo Cobo-Borda. En cuanto a las novelas,
pareciera ser más difícil encontrar esta confluencia1; sin embargo, el autor
mexicano, oriundo de Puebla, Pedro Ángel Palou, recurre a ella en su obra
titulada Bolero. En ésta, la inserción de este tipo de composición musical será
utilizada como una estrategia narrativa para la conformación temática de la
novela, su argumento central y la construcción de sus personajes.
El bolero y la música popular mexicana
Si bien los antecedentes remotos en cuanto al nacimiento del bolero son
escasos, y más bien confusos, es posible señalar que su relación más directa
pareciera encontrarse en Cuba2. Según Rodrigo Bonfil, estudioso de la historia
y la evolución de esta forma musical, el primer bolero que se reconocería en
cuanto tal sería Tristezas, de José Sánchez, exhibido por primera vez en La
Habana el año 1883. Según el académico, esta pieza se ha llegado a conocer
de este modo, producto de que presenta “todas las marcas iniciales (líricas y
musicales) del género: dos cuartetas de metro y rima variados que enuncian
el dolor amoroso y se cantan en 32 compases de tono menor separados en
dos secciones de 16 por un pasacalle” (Bonfil: 2001, 17). No obstante, a
pesar de ser cubana, esta canción tendría también rasgos de mexicanidad,
ya que el pasacalle se habría tocado con las cuerdas agudas de la guitarra
por influencia del son yucateco.
Otro antecedente concreto y aún más cercano es, como mencionábamos,
el son yucateco que, señala Bonfil, se difunde en Cuba desde 1825, cuando
los españoles toman San Juan de Ulúa y derivan a Yucatán el comercio de
los puertos del sur de la isla. Posteriormente, este tipo de composiciones
serán trasladadas al Distrito Federal, cuando Cirilo Baqueiro Chan Cil y Fermín
Pastrana Huay Cuuc ya habían sentado las bases de la canción yucateca.
Yolanda Moreno Rivas, comenta al respecto:
El yucateco Domingo Casanova, autor de la bellísima
canción Ella había manejado ya con amplitud el estilo de
bolero y Ricardo Palmerín había compuesto extraordinarios
bambucos. Se trataba de estilos ya decantados y que nada
debían a las modas pasajeras. Por ello no es exagerado
afirmar que la llegada masiva de músicos yucatecos a la
1
Aunque, por supuesto, existen novelas en que se alude de una u otra manera a este tipo
de canciones, tales como: Arráncame la vida de Ángeles Mastreta, Ella cantaba boleros de
Cabrera Infante o La última noche que pasé contigo de Mayra Montero, entre otros.
2 Para un estudio acabado acerca de la evolución del concepto de bolero y sus antecedentes
europeos véase Rodrigo Bonfil Recursos y estructuras literarias en el bolero. Tesis para
obtener el título de Licenciado en Lengua y Literatura Hispánica. Universidad Nacional
Autónoma de México, 1996.
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capital, tras el fusilamiento del gobernador Carrillo Puerto
en 1924, fue determinante para el desarrollo de la canción
romántica. (126)
Luego de esta masiva llegada de músicos yucatecos a Ciudad de México
se da inicio a la canción romántica mexicana producto de tres hitos fundamentales, según relata Bonfil. La primera canción de este estilo habría sido La
Paloma, danza habanera escrita hacia 1820 por el español Sebastián Yradier
en Cuba. La segunda pieza conocida desde 1862 y publicada en 1880 sería
La golondrina del veracruzano Narciso Serralde. Finalmente, Perjura sería la
última danza que podría haberle abierto camino al bolero para llegar a ser
lo que hoy conocemos.
Será el año 1921 el que marque el surgimiento del bolero mexicano,
aunque hasta ahora no se reconoce a ciencia cierta cuál fue el fenómeno
que lo produjo: “si a la composición de Morenita mía (Armando Villarreal
Lozano: Sabinas Hidalgo, Nuevo León, 1902; Monterrey, Nuevo León 1976)
o a las innovaciones que hizo Enrique el Curro Galaz Chacón en la forma de
cantar boleros” (Bonfil: 2001, 23). Sin embargo, se considera la composición
de Villarreal como la primera muestra, ya que presenta las proporciones
métricas que luego caracterizarían las composiciones nacionales: “un pie
quebrado inexacto en que los versos largos, en vez de medir el doble de los
cortos son, más o menos, ‘una y media’ de éstos; rasgo importante en la
definición preformativa actual del bolero y consecuencia de la forma en que
Galaz Chacón cantaba” (Bonfil: 2001, 24).
En cuanto a los instrumentos musicales más utilizados en ese período
a la hora de componer e interpretar boleros fueron el piano y el violín: “El
piano tejía la indispensable construcción armónica de la canción, y al mismo
tiempo proporcionaba los comentarios melódicos y florituras que preparaban
o comentaban la exposición del tema en la voz del cantante. El violín era el
elemento romántico por excelencia ya que proporcionaba (según el caso) el
fondo lacrimoso, sentimental o lírico” (Moreno, 128). Estos instrumentos utilizados originalmente aún siguen vigentes en la interpretación de los boleros;
sin embargo, no es posible obviar la aparición de muchos otros, incluyendo
orquestas completas que acompañan hoy a ciertos cantantes.
En relación a sus características formales, otorgadas por Bonfil, el metro
más usado en el bolero es el octosílabo y luego el heptasílabo. Las estrofas con mayor presencia son las cuartetas y las rimas más utilizadas son
la cuarteta de nones heptasílabos y pares pentasilábicos: domina la rima
consonante. El bolero no presenta un número estable de versos, así como
tampoco se vuelve obligatoria la reiteración de los esquemas rítmicos y/o
métricos. Finalmente, en cuanto a sus figuras retóricas, la más utilizada es
la repetición:
El bolero prefiere no construir juegos conceptuales en sus
enunciaciones y tiende a cerrar cada estrofa en sí misma
(sin encabalgarlas en el desarrollo lógico de la enunciación),
para cobrar fuerza suple las figuras de pensamiento con
enunciaciones directas en que la importancia de lo que se
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dice depende de la forma de decir, lo que consigue a partir
de recursos tan disímbolos como la creación de juegos
acentuales que adecuan letra y música, o repeticiones,
enumeraciones y antítesis que subrayan el elemento central al descomponerlo en sus partes. (Bonfil: 1996, 190)
María del Carmen de la Peza en su libro El bolero y la educación sentimental en México se refiere también a la composición musical de este
tipo de canciones, señalando como una de las características principales
del género que el espacio auditivo en el que se desenvuelve es dinámico
y omnidireccional, sin fronteras fijas y siempre fluyendo en la creación de
nuevas dimensiones. Ello mismo determinaría que en cuanto a su dimensión
temporal sonora la canción se constituiría sólo de presente en su naturaleza
evanescente y resbaladiza. Otra característica fundamental (y que Bonfil ya
había expuesto con distintas palabras) es que este tipo de canción de amor
marca el tiempo por medio del ritmo y la reiteración.
Como toda canción de amor, prosigue De la Peza, se constituye de cuatro
elementos que integran toda la obra musical: el ritmo, que es el elemento
musical primario y que constituye al lenguaje poético, específicamente al
canto como poesía oral; la melodía, que es la parte cantable de la composición
musical, el tema de la obra y el hilo conductor que marca el planteamiento,
el desarrollo y el desenlace; la armonía, que es la relación de concordancia
o discordancia entre los sonidos que se integran en los acordes o secuencias
sonoras; y el timbre, que es la cualidad del sonido producido por un agente
sonoro y que permite que distintos instrumentos musicales y voces se integren en una misma línea melódica.
En relación a los temas preponderantes, Bonfil los ha dividido en tres
grandes grupos: Amor Feliz, Amor Desdichado y Desamor. El primero de
ellos consiste en la necesidad de que la mujer y su amor sean eternos, lo
que propicia que este anhelo sea en cierta medida irreal. El enamorado sufre
por ello al no poder volverse uno solo con su amada. El segundo tópico se
mueve entre el reclamo y la súplica, desea lo que se le niega y ante ello
sólo puede enunciar el dolor de no ser correspondido. Finalmente, el bolero
que tiene como tema central el Desamor se plantea el fin de una situación
previa: “habla de una pasión terminada; es el tema mejor definido porque
en él el deseo ya carece de expectativas y el futuro es una proyección de
las certezas, al fin, alcanzadas (Bonfil: 2001, 84). De esta forma, concluye
Bonfil, la riqueza del género no estaría en la variedad de temáticas sino en
la forma en que éstas se enuncian.
Bolero: música popular y literatura
Bolero, de Pedro Ángel Palou relata la historia de Fidel, un empresario
exitoso que vive en Monterrey. Él se ha ido de su Puebla natal siendo muy
joven, intentando escapar de su pasado y de su ciudad. Un día, sin embargo,
su vida se verá alterada por la llamada de su amigo de la infancia, Víctor,
quien le cuenta que asesinaron a Carlos, el tercer integrante del grupo de
la juventud. Así, Fidel decidirá emprender el viaje de regreso a Puebla para
desentrañar el misterio de la muerte de Carlos. Este viaje no sólo servirá
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para reencontrarse con el pasado, sino, principalmente, para reencontrarse
consigo mismo y descubrir en qué se ha convertido. Esta búsqueda de identidad de Fidel se hará mediante los recuerdos; sin embargo, son recuerdos
que provienen de los boleros que irá escuchando incansablemente no sólo
a través de aparatos tecnológicos, sino que irán surgiendo en su memoria.
Resulta interesante esta recurrencia entre música popular y literatura
como estrategia narrativa que ayuda a propiciar el reencuentro del personaje consigo mismo. Bolero se construye bajo la forma de una carátula
de disco: cada capítulo presenta el nombre de un bolero, a la vez que se
incluye en el título el tiempo que dura cada canción junto a la estrofa más
representativa. Por otra parte, también estamos ante un diario de vida y un
cuaderno de notas, que el mismo protagonista señala que es de color azul.
Sin embargo, lo más importante es, sin duda, la correspondencia que se crea
entre el formato de carátula de cassette con los mismos boleros que se van
reproduciendo a lo largo de la historia. Este tipo de canciones sirven para
ilustrar las emociones de Fidel; refuerzan sus sentimientos y pensamientos
y, finalmente, dan luces al lector acerca de su pasado. Un ejemplo de ello
es en el momento en que siente que ha envejecido, que mucho ha pasado
desde su infancia en Puebla y señala: “Ya no hay ninguna noche plena de
quietud, ni ningún perfume tropical: sólo este cuerpo medio artrítico” (18).
El conflicto por la identidad y los recuerdos que Fidel no logra aprehender serán los problemas centrales que marcarán la novela, novela que en sí
misma también pareciera que nos relatara un bolero in extenso, puesto que
encontramos en ella los temas recurrentes de las letras bolerísticas, como
iremos viendo a continuación. Su protagonista ha decidido abandonar su
lugar de origen, por ello se siente extranjero en su propia tierra y, aún más,
extranjero de sí mismo. Años después, Fidel debe regresar a una Puebla que
no reconoce, que nada tiene de la ciudad que él recordaba y, ello mismo, le
hace descubrir que no sabe quién es. Sus marcas de identidad son vagas y
se refieren más al cine popular que a él mismo: “Señas de identidad: Tengo
cincuenta y siete años y aunque parezca obra del azar, salí de Puebla la horrible el 15 de abril de 1957. Otra casualidad: fue el día en que murió Pedro
Infante en Mérida, pero yo me fui a Monterrey en autobús” (102). Su vida
se resume en el viaje que realizó a Monterrey escapando de Puebla (aunque
ni él sabe muy bien de qué escapaba) y cuántos años han pasado desde ese
entonces. Lejos de su tierra natal, Fidel había decidido dejar de recordar;
sin embargo, serán los boleros que escucha en Puebla los que le obligarán
a ejercitar su memoria y su historia, obligándolo a darse cuenta de que no
sabe realmente quién es ni quién ha sido todo ese tiempo.
Fidel no se reconoce, la pregunta sobre quién es será la seña que marcará
su falta de identidad al comienzo de la novela. Una tercera persona que se
alterna con la voz en primera persona señala:
Fidel se habría visto a sí mismo como un hombre viejo,
emborrachándose de silencio y de nostalgia. ¿Quién soy?,
se fue preguntando hasta que en el tocadiscos sonó su
canción y él empezó a cantarla: poniendo la mano sobre
el corazón quisiera decirte al compás de un son, que tú
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eres mi vida, que no quiero a nadie, que respiro el aire,
que respiro el aire, que respiras tú. (17)
En otro momento, será el mismo protagonista quien señale su crisis: “Yo
no sé quién soy. Nada más triste y lacerante. Lo demás es pura palabrería.
Sólo permanece el dolor, el absurdo de estar aquí” (48). Tampoco es capaz
de reconocerse en las fotografías de infancia ni en el espejo diariamente.
No sabe quién es ni qué hace de vuelta en Puebla preguntándose por una
identidad que nunca le interesó resolver.
Poco a poco va descubriendo que no posee una identidad definida, que
simplemente es un extraño, un apátrida de su tierra, que no sabe quién es,
ni dónde está. Todo ello influido por el cambio que ve en la Puebla que él
recordaba, sus calles le hacen pensar que: “Puebla no era su ciudad, que no
la sentía suya, que realmente pensaba que no era de ningún lugar, que no
pertenecía a nadie. Apátrida, desterrado” (74, 75). Fidel se construye una
imagen de sí mismo como un ser desterrado, preguntándose constantemente:
“¿Quién soy a todo esto? ¿Qué hago aquí?” (43). Él sabe que no pertenece
a Monterrey, que no es ese su lugar en el mundo, sin embargo, siente que
Puebla tampoco lo es, porque ya nada es como él lo recordaba.
Esta misma falta de identidad podemos deducir que provocó en el protagonista una incapacidad para comunicarse con los otros. De niño, mientras
vivía en Puebla, Fidel tenía amigos, familia, una novia, sin embargo, al dejar
su tierra, no pudo volver a establecer lazos: Con ninguna novia duró más de
un mes, a pesar de sus 57 años y él mismo comenta en un momento, que
a su madre la dejó de ver durante muchos años por el miedo de retornar
a Puebla. De la misma manera, a pesar de ser un grupo muy unido el que
formaban con Carlos y Víctor, también a ellos decidió dejar de verlos y no
volvió a hablarles en todos los años que pasaron, a pesar de la insistencia
de Carlos en que al menos se juntaran para navidad.
Tampoco volvió a saber de Sofía, su novia de toda la vida, aunque señala
que nunca dejó de amarla. Sin embargo, sólo se conformaba con el recuerdo
de ese antiguo amor que lo atormentaba más allá de lo que hubiera querido. La mujer a la que abandonó por seguir su realización laboral siempre lo
persiguió en sus recuerdos y cada letra de bolero lo remitía a su imagen. Al
llegar a Puebla todo vuelve a recordarle a ella, desea verla pero no quiere
buscarla, debe ser la ciudad la que los reúna nuevamente para terminar lo
que alguna vez empezaron. Y es así como sucede, el esperado encuentro se
realizará en una zapatería para reactivar todos los recuerdos que permanecían
dormidos. Producto de este encuentro, Fidel volverá a recurrir a los boleros
para expresar esta historia de amor que quedara inconclusa.
Yo prefería los boleros. Recuerdo que cuando me presentaron
con la otra Sofía –negra obsesión de mis recuerdos–
bailamos un bolero de Pedro Flores: Obsesión. Íbamos
deslizándonos por la pista, cantando: por alto que esté
el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo,
no habrá una barrera en el mundo que mi amor profundo
no rompa por ti. Amor es el pan de la vida, amor es la
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cosa divina, amor es un algo sin nombre que obsesiona
al hombre por una mujer. Que lejos estoy ahora de ese
alto cielo, o de ese mar profundo. (121)
El bolero, tal como señala Bonfil, sirve en este caso como elaboración
simbólica de la pasión amatoria, permitiendo que quien escucha se identifique con la peculiaridad de su amor, como si su historia fuera el motivo
pasional que se canta... “Sin ver que, en realidad, se trata de un discurso
que al mismo tiempo es tan general y tan apegado a la circunstancia vital
que, respondiendo a la vez a lo que ocurre siempre a todos y a lo que sólo le
ocurre a cada uno, provoca el movimiento de identificación espontánea con
el que ese sujeto confirma su papel de enamorado” (Bonfil: 2001, 56). Así,
la letra de este bolero hace recordar a Fidel todo el amor que sintió por esa
mujer, la obsesión que lo inundó y el deseo de permanecer siempre con ella
como si se tratara de el único enamorado en todo el mundo, sin embargo,
un enamorado que no cumplió su juramento de amor eterno.
Vemos así que Fidel se ha convertido en un ser precario, marcado por
la falta de una identidad o de un lugar donde reconocerse: ya ni siquiera el
amor le ofrece ese refugio, ese rincón donde volver a ser. De joven, escapó
de Puebla sintiendo que esa ya no era su patria, abandonando también a
la mujer que amaba; a su regreso, esperaba encontrar ese espacio amado
que le proporcionara la felicidad. No obstante, no quiere encontrarlo en esa
tierra que ya no siente suya, producto de los cambios que ha sufrido con
el tiempo y la llegada de la modernidad en todo su esplendor: “Hubiera
sido mejor alquilar un hotel, meterse en él como lo que soy en realidad: un
extraño, y no pretender que soy parte de la ciudad. O La Ciudad, con sus
estremecedoras mayúsculas. Además, he oído demasiados boleros en estos
días, trastornándome de pasado. Y mujer, si puedes tú con Dios hablar,
pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar” (44).
Como es posible observar en la cita, Fidel recurre a los boleros como
si se dirigiera a un ente externo; en este caso, le habla tanto a su Puebla
natal como a Sofía, su antiguo amor. A ninguna de las dos “ha dejado de
adorar”, sin embargo, ninguna de las dos le pertenece ya. Su tierra ha
cambiado producto de la modernización y Sofía ha cambiado producto del
tiempo que ha transcurrido: ya no es la niña de la que él se enamorara de
adolescente, ahora está divorciada y tiene una hija que también se llama
Sofía, la historia con la madre definitivamente está concluida: “Horas que no
volverán, cosas que se han muerto ya, almas que van por el camino solas,
porque quiso el destino darles un remanso de luz” (92), el Amor desdichado
como tema de esta historia se transmuta en Desamor. Por el contrario, la
historia con la nueva Sofía, hija de su antiguo amor, recién estará comenzando. Serán los boleros los que lo ayuden a asumir este nuevo amor y
recuperar su ciudad, a la vez que propiciarán un cambio en la mentalidad
de Fidel. Gracias a los boleros, entenderá que debe reconstruir el pasado
para ser feliz en el presente.
Así, en la novela, la devastación interior del protagonista en busca de su
identidad, se ve reforzada por la imagen que presenta el autor de la ciudad a
la que regresa y como todo bolero recurre, como tema central, a la nostalgia
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por lo que se ha perdido: “la nostalgia es una forma de la memoria [...]
Es un acto del pensamiento que mira hacia atrás en el tiempo, pero tiene
como rasgo particular la añoranza, que es lo que la distingue de otros tipos
de memoria. La nostalgia implica una valoración positiva del pasado que se
contrasta con el presente evaluado negativamente” (Davis, 15). La nostalgia,
considerada como fenómeno de la modernidad, es una de las características
principales de los boleros y en la novela se estructurará bajo el recuerdo de
su ciudad natal y del amor perdido de Sofía, la antigua.
Puebla ya no es la que Fidel recuerda, ha cambiado por completo y el
único adjetivo que sirve para describirla es “devoradora”. Fidel siente que la
ciudad lo está devorando, engullendo con sus grandes colmillos. Esta nueva
ciudad le resulta aterradora, lo que acentúa la atmósfera de precariedad
de la novela y de precariedad del mismo protagonista. En esta ciudad Fidel
es un extranjero: “Al regresar me sentía como un extranjero. La ciudad no
quiso reconocerme, le daba igual. Sus calles ya nada me decían. Y cierta
esquina, transitada a la hora precisa del recuerdo, tampoco me habla. Los
árboles también han sido silenciados: no hay bandas ni recepciones” (15).
Su Puebla ha cambiado notablemente, ha crecido y se ha visto inundada
de símbolos norteamericanos como los centros comerciales, monumentos
enormes, edificios gigantes y comida rápida. Los portales han sido destruidos
por el tiempo y en el ambiente se nota una creciente violencia y terror. Él no
sabe qué hacer para no seguir viendo esta ciudad que lo decepciona, esta
ciudad que no reconoce y que nada tiene que ver con la que él recordaba:
“Otra Puebla, pequeña, abarcable. Hoy es un pulpo gigantesco, con vocación
de dragón: echando fuego por la nariz. Le tengo miedo. Camino por sus
calles con angustia, con recelo: tal vez temiendo encontrarme con algo que
no soy, o que quise ser” (121). Una ciudad que no reconoce así como, a la
vez, tampoco él es capaz de reconocerse.
Sin embargo, como adelantábamos, serán los boleros y su nuevo amor
los que le permitan reencontrarse consigo mismo y también con la ciudad.
A través de sus letras y los recuerdos que éstos le traen, Fidel descubrirá
que la ciudad finalmente sigue siendo su ciudad y que es en esa ciudad
donde se encuentra su identidad, lo que él es y, más importante, lo que
quiere ser. De esta forma, e instado por la nueva Sofía, decide quedarse
en Puebla, arreglar la vieja bicicleta y recorrer esas calles que, si bien le
son ajenas, son suyas:
La ciudad me atrapó, me envolvió con sus fauces hambrientas. Tenía que suceder, al fin te has convencido, que
no puedes vivir separado de mí. El quererme olvidar de
nada te ha valido y tu orgullo por fin se ha venido a rendir.
Es Puebla la que me habla, la que me lo dice: Estamos
en las mismas condiciones, borrarte de mi mente no he
podido, sé que has tenido crueles decepciones y cómo
yo sufrí sé que has sufrido. Si quieres que empecemos
nuevamente con una condición vuelvo contigo. Hay que
olvidar lo que nos ofendimos, y hacer de cuenta que hoy
nos conocimos”. (103, 104)
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El bolero, en este caso, ilustra lo que Fidel está sintiendo: tantos años
intentando escapar de la ciudad y del amor para volver a caer en ella, la
ciudad lo atrapó, pero también le ayudó a desentrañar la pregunta de ¿quién
soy? y a volver a enamorarse como en su juventud. Como podemos ver, si
bien Puebla se nos presenta en la novela como un lugar destruido donde ya
nada es igual, de alguna manera pareciera constituirse en un símil de Itaca,
la tierra natal a la que se ha de volver tarde o temprano, independiente de las
mutaciones que el protagonista y la misma ciudad hayan sufrido. La ciudad
es la Patria, pero ello sólo puede descubrirlo una vez que los boleros se lo
dicen: “Los versos de cada uno de estos poemas crean un mundo paralelo
que se convierte en reflejo de la vida y componente de lo cotidiano-inmediato
para todo escucha atento; esto es, se hace equivalente de su universo”
(Bonfil: 2001, 92).
Este regreso a Itaca será también el regreso al amor, a un amor que esta
vez sí se pretende para siempre. El amante que hubo alguna vez abandonado a la mujer que amaba ahora busca establecerse y culminar una historia
de amor feliz con esta nueva Sofía; sin embargo, en su camino tendrá que
enfrentar varias dificultades debido a la gran diferencia de edad que hay
entre ellos y a que esta nueva amante es la hija de la que ha sido su gran
amor. La madre se opondrá a esta relación, constituyendo con esto otro de
los temas centrales de los boleros: la lucha de los enamorados por estar
juntos a pesar de la oposición social.
Es así como “emerge la norma moral, social o jurídica que califica la legitimidad de la relación. La sociedad, los otros, intervienen en la relación,
ya sea para autorizar la unión de los amantes o desautorizarla y finalmente
separarlos [...] La pareja tiene que luchar en contra de los obstáculos externos
que emergen. Principalmente las murmuraciones” (De la Peza, 100). Sofía se
encuentra con su madre en la calle una vez que ya ha declarado en público
su amor por Fidel y ésta le reprocha su relación: “Me dijo que era una puta,
que su hija había destruido su reputación y que ya todo el mundo hablaba
de mí” (118), a lo que Fidel responde: “Y la ciudad, la ciudad también se
está vengando” (118).
La gente comienza a murmurar a sus espaldas, todos reprochan el amor
entre ellos, pero ambos están decididos a permanecer juntos a pesar de
las imposiciones y habladurías de los otros. “
no sé si es prohibido, si
no tiene perdón, si me lleva al abismo sólo sé que es amor. Yo no sé si
este amor es pecado que tiene castigo, si es faltar a unas leyes honradas
del hombre y de Dios” (107). Fidel permanecerá a su lado pese a todo:
“aquí seguimos los dos sin renunciar sin ocultarnos” (111). Los amantes
refuerzan su amor en la lucha contra el resto, nada más importa que la
felicidad de ellos. Fidel no volverá a abandonar ni a su ciudad ni a la mujer
que ama, vende sus cosas en Monterrey y decide quedarse para siempre
junto a esta nueva Puebla y esta nueva Sofía que se le ha descubierto a
través de los boleros.
La nueva historia de amor se presenta completamente distinta a la
anterior. Si antes venciera el Desamor, con la nueva Sofía el Amor feliz es
más fuerte que cualquier oposición. Deciden permanecer juntos, superar los
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obstáculos, e incluso comienzan a hablar de matrimonio producto del hijo
que ambos tendrán. De esta forma, nuevamente serán los boleros los que
otorguen palabras a los sentimientos: “Amanecí otra vez entre tus brazos
y desperté llorando de alegría. Me cobijé la cara con tus manos para seguirte amando todavía. Ella le contesta después de besarlo. Y despertaste
tú casi dormido y me querías decir no sé qué cosas pero callé tu boca con
mis besos y así pasaron muchas horas” (164). Así es como se reestructura
el tema central del bolero que es la vida de Fidel: “Estaban reescribiendo
la historia” (165).
Como hemos vislumbrado, el protagonista de Bolero utiliza un claro referente musical para redescubrir su propia identidad y reconciliarse con ese
pasado que lo atormentaba. De esta manera, el tema de la identidad está
cruzado por símbolos o medios externos que, a simple vista, nada tienen
que ver con Fidel y su vida y que, sin embargo, permiten este reencuentro
con su ser, propiciando el ejercicio de la memoria. Este recurso o estrategia
narrativa podría ser explicada desde la teoría expuesta por Rodrigo Cánovas
en el libro Novela chilena, nuevas generaciones: El abordaje de los huérfanos, en el que comenta la utilización de este fenómeno de intertextualidad,
denominándolo “imaginaciones”.
Diremos así que Pedro Ángel Palou se vale de una “imaginación paródica”
para relatarnos la historia de Fidel, quien está en busca de su identidad.
Cánovas define este concepto de la siguiente manera: “La parodia da
cuenta de una necesidad del ser humano de hablar desde el gesto de la
refracción: es el habla de otro expresada en otro lenguaje” (61). En este
caso, se superpondrían dos lenguajes narrativos: una voz en tercera persona que comenta la vida interna del empresario que vuelve a Puebla a
desentrañar el misterio de la muerte de su amigo y una voz en primera
persona que, más que hablar por sí mismo, habla a través de las letras de
los boleros. De esta forma, estarían en diálogo dos voces que permitirían
al lector hacer patente el mecanismo estético que el autor plantea al hacer
uso de este tipo de música.
Fidel transita por una ciudad que ya no reconoce, pero asediado constantemente por una voz (que funciona como su conciencia) que le recuerda
que Puebla y su pasado son los boleros. Así, esta vocecita interna funciona,
también, como un tocadiscos que rememora los más clásicos boleros: música
popular que representa o ilustra la situación que Fidel está viviendo. Este
tipo de estética literaria cumple una función característica de este tipo de
imaginación: otorga un comentario acerca de la sociedad mediante el pastiche, es decir, desde la copia consciente de estilos que están asociados a
visiones específicas sobre la realidad colectiva, en este caso, los boleros.
Lo que se recrea y rescata es el tiempo ido ligado a los géneros menores
de lo nacional.
Muchos críticos han considerado simple y liviana a esta novela, arguyendo
de su cursilería y romanticismo sacado de folletín rosa; sin embargo, bajo
esta novela, aparentemente digerible, existe una satirización al tiempo presente. Los boleros, representación de las antiguas costumbres, es lo que nos
llevará a comprender este presente que parece tan inabarcable. El bolero
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AINHOA VÁSQUEZ MEJÍAS
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será el punto de confluencia entre dos tiempos y dos espacios superpuestos:
Puebla antigua, pequeña, de mediados del siglo XX, en contraste con Puebla
transformada en ciudad, con grandes avenidas, irreconocible de finales del
siglo XX. El bolero permitirá a Fidel no sentirse completamente perdido en
esta ciudad que no reconoce, la tradición musical permanece: el bolero es
inmortal. Será gracias a éste que el protagonista logrará adaptarse a este
nuevo mundo.
De esta forma, mediante la interrelación entre literatura y música, Pedro
Ángel Palou nos plantea un personaje precario en busca de su identidad, cuyo
signo central es la nostalgia y que se encuentra perdido en una ciudad que
no le pertenece. Es, de alguna manera, un extranjero en su propia tierra:
Fidel se ha ido de su Puebla natal por su propia voluntad y al regresar no
reconoce el suelo que está pisando. Sólo en el ejercicio de la memoria a través
de la inserción del código musical del bolero como soporte de la memoria
nostálgica logrará reconstruir su pasado y encontrar un lugar en el mundo
junto a la mujer que ama.
Resulta fundamental resaltar que en este caso la convergencia entre
música y literatura servirá para hablar de un tiempo que se ha ido y del
futuro que vendrá. Muchas veces, Puebla será el símil de alguna de las
dos Sofías, la del pasado que ya no existe o de la nueva que representa el
porvenir. El presente desolador que se le muestra a Fidel será rescatado y
reinterpretado desde el código del bolero; la única salvación para entender
este momento será la recurrencia a la tradición latinoamericana: Fidel buscará su identidad en referentes nacionales y tradicionales constituyendo al
bolero en “un objeto mnemotécnico que remitía a los sujetos al pasado, a la
tradición, a un momento histórico al que le atribuían el valor de antecedente
y origen del momento actual. El bolero sirvió de enlace entre el pasado y el
presente” (De la Peza, 425).
Así, el bolero en la novela no sólo representa el encuentro de Fidel consigo mismo, sino con toda una tradición precedente. Este género musical se
constituirá en el puente que una su presente con sus recuerdos y el que lo
ayudará a aprender a habitar el mundo que le pertenece. La pregunta por
la identidad se verá resuelta una vez que el protagonista logre cantar su
propia historia de amor tanto con su Puebla natal como con la nueva mujer
que entra en su vida para quedarse. Sólo de esta forma se reescribe la historia: desde el tema central del desamor (de Sofía y de su ciudad) se hará
un traslado al amor feliz capaz de soportarlo todo.
El código del bolero se insertará en la novela con el fin de reubicar los
pensamientos y recuerdos del personaje, a la vez que como estrategia narrativa que pretende mostrar la importancia de este recurso no sólo en la
memoria y la identidad personal sino en lo social. El bolero, como parte de
una memoria colectiva, propiciará el reencuentro no sólo del protagonista
con su pasado sino el de todos nosotros, en un rescate de los códigos culturales que muchas veces se nos escapan. La historia de Fidel será también
la historia de toda una comunidad que se une en una misma tradición, será
la historia de un encuentro y una nueva identificación que se vale, en este
caso, de la literatura para expresar su significado último.
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Obras citadas
Bonfil, Rodrigo. Recursos y estructuras literarias en el bolero. Tesis para
obtener el título de Licenciado en Lengua y Literatura Hispánica.
Universidad Nacional Autónoma de México, 1996.
. Y si vivo cien años. Antología del bolero en México. México, D.F: Fondo
de Cultura Económica, 2001.
Cánovas, Rodrigo. Novela chilena, nuevas generaciones: El abordaje de los
huérfanos. Santiago de Chile: Ediciones Pontificia Universidad Católica
de Chile, 1997.
Davis, Fred. Una sociología de la nostalgia. The Free Press. Macmillan
Publishing Co. Inc. Nueva York, 1979.
De la Peza, María del Carmen. El bolero y la educación sentimental en México.
México, D.F: Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco; Miguel
Ángel Porrúa, 2001.
Moreno, Yolanda. Historia de la música popular mexicana. México, D.F: Alianza
Editorial Mexicana, 1989.
Palou, Pedro Ángel. Bolero. México: Nueva Imagen, 2000.
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ISSN 0716-0798
Oscuro bosque oscuro: desmitificación y transgresión
de los cuentos de hadas
Dark Forest: Demystification and Transgression in Fairy Tales
María del Carmen Castañeda Hernández
Universidad Autónoma de Baja California
Tijuana, México
[email protected]
Este ensayo tiene por objetivo destacar el uso de la distorsión de los cuentos de hadas
tradicionales en la novela Oscuro bosque oscuro de Jorge Volpi para narrar uno de
los eventos más impactantes e indignantes de la Segunda Guerra Mundial. La obra
intercala y subvierte algunos de los cuentos de hadas más conocidos como puente
entre la ficción y la realidad y, siguiendo los postulados de Ricoeur, podemos afirmar
que este texto y su contexto se convierten en una propuesta que podemos señalar
como ahistórica o transhistórica.
Palabras clave: hadas, cuentos, destino, símbolo.
This essay aims to highlight the use of distortion of traditional fairy tales in Jorge Volpi’s
novel Dark forest to describe one of the most shocking and outrageous events of World
War II. The story incorporates and subverts some of the most renowned fairy tales as
a bridge between fiction and reality, and taking in account Ricoeur’s postulates, this
text and its context become an ahistoric and transhistoric perspective.
Keywords: fairy tales, fate, symbol.
Recibido: 11 de enero de 2012
Aprobado: 16 de abril de 2012
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No existió la Isla de Nunca Jamás y la Joven Sirena
no consiguió un alma inmortal, porque los hombres y
las mujeres no aman,
y se quedó con un par de inútiles piernas, y se convirtió
en espuma.
Eran horribles los cuentos.
Ana María Matute, Primera memoria
Con la publicación de la novela Oscuro bosque oscuro (2009), Jorge Volpi
se inserta dentro de una indiscutible tradición de narradores que se han
ocupado de la renovación del género narrativo en Hispanoamérica.
Novela corta, Oscuro bosque oscuro es pura atmósfera: excesiva, asfixiante y terrible, por los contrastes que la delimitan y por la presencia de
los cuentos “infantiles” al lado de lo inenarrable.
La obra puede ser leída como una metáfora de la literatura misma, del
azar, de la perplejidad y de los múltiples derroteros que el texto literario
puede originar.
El estilo oscila entre la narración y la prosa poética y nos introduce en un
episodio aterrador de la Historia: “Oscuro bosque oscuro, una novela extraña,
escrita en verso que vuelve a tener como centro una cuestión relacionada
con la Segunda Guerra Mundial”, opina el propio escritor.
De estructura desconcertante y un ritmo narrativo perturbador, la obra se
convierte en un texto híbrido que engloba distintas versiones de cuentos de
hadas y hechos reales que van construyendo la historia en un proceso que
nos envuelve como lectores. La incorporación de los sucesos históricos a la
estructura narrativa ocasiona una confluencia de discursos heterogéneos que
presentan los procedimientos característicos de la ficcionalización narrativa.
Las primeras líneas de Oscuro bosque oscuro pueden dar la impresión de
que estamos frente a una obra de temática conocida: aparece “un miserable
leñador que vivía con su esposa y sus dos hijos” (Volpi 2009: 9).
Esta estructura casi mítica, como de cuento de hadas, se refuerza por
el hecho de que el capitán llora cuando se entera de su misión, y por las
palabras que dan comienzo a la narración: el “había una vez”. Pero una lectura más cuidadosa del discurso y de las acciones nos revela una serie de
transgresiones que hacen que este relato sea una verdadera antítesis de los
cuentos de hadas, en los que el “bien siempre triunfa sobre el mal”.
El subtítulo que aparece en una página interior, UNA HISTORIA DE TERROR,
funciona como paratexto y anticipa la intención del autor.
El universo ficcional de esta novela es deudor de una admirable tradición
de escritores de cuentos de hadas. Cada uno de los breves capítulos de
Oscuro bosque oscuro se introduce con un cuento recopilado por los hermanos Grimm, símbolo del alma y de la cultura alemana.
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MARÍA DEL CARMEN CASTAÑEDA HERNÁNDEZ
OSCURO BOSQUE OSCURO: DESMITIFICACIÓN…
Según Linda Hutcheon, la relación posmoderna entre ficción e historia es
una relación de interacción y de incongruencia compleja ya que la metaficción
historiográfica trata de situarse dentro del discurso histórico sin abandonar
su autonomía como ficción.
En este sentido, Volpi entabla un diálogo, ya sea explícito o implícito, con
otros textos anteriores. Genette se centra en lo que llama “hipertextualidad”,
que define como “toda relación que une un texto B a un texto anterior A en
el que se injerta de una manera que no es la de comentario” (1989: 14).
Según Genette, en este tipo de “transtextualidad” existe una acción básica:
la transformación del texto precedente. Si esta transformación es simple
o directa, se habla de “transformación” tal cual; pero si, por el contrario,
dicha transformación es compleja y más indirecta, surge lo que denomina
“imitación” (1989: 17).
Así reconocemos en la obra a Hansel y Gretel, devorados por la bruja;
la Caperucita Roja, devorada por el lobo; la Cenicienta, huérfana no sólo
de madre y sin hada madrina. En algún punto el correlato converge con la
historia real del escuadrón, aludiendo así que en una sociedad contaminada
por la violencia y el odio no hay lugar para fantasías o justicias poéticas.
Mircea Eliade explica que los mitos conciernen directamente al individuo,
mientras que los cuentos se refieren a acontecimientos que no han modificado
la esencia de la condición humana (Eliade 1968: 23).
Estos cuentos, distorsionados, transfigurados, narran una historia, un
acontecimiento, que, convertido en mito, cumple con las funciones de explicar
(explicar algo en el instante justo de su creación) y la de revelar (revelar el
ser). Por ejemplo, en el conflicto que se establece entre el capitán, los viejos y
los soldados podemos suponer que el capitán se considera triunfante, cuando
en realidad es “la víctima marcada de antemano” (Greimas 1989: 65). Al
reconocer este esquema nosotros, los lectores, podemos anticipar lo que
este autor denomina “una tipología del engaño” (Greimas 1989: 68).
Además de la estructura tan compleja la novela conduce a una progresiva desacralización del mundo desde el momento en que sus personajes no
dependen ya de manera directa de “los dioses”.
Cuando decimos de “cuentos de hadas” se entiende que tales historias no
se refieren exclusivamente a las hadas, aunque suelen aparecer en éstos; lo
mismo que los duendes, los gnomos, las princesas y otros personajes ficticios
que hacen referencia a realidades fantásticas y esotéricas.
Con esta denominación abarcamos las leyendas y fábulas tradicionales que
tienen en común la fusión entre lo real y lo fantástico, el presentarse como
“ejemplos” en sentido amplio y el tener esa condición alegórica y claramente
“arquetípica” y mitificada. Por lo general son relatos lineales, con lenguaje
coloquial, transmitidos por tradición oral.
El Diccionario de la Real Academia Española presenta una primera definición de mito:
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TALLER DE LETRAS N° 50: 73-86, 2012
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histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico. Con
frecuencia interpreta el origen del mundo o grandes acontecimientos de la
humanidad. El diccionario añade una segunda definición más relacionada
con los mitos literarios:
2. m. Historia ficticia o personaje literario o artístico que
condensa alguna realidad humana de significación universal.
Asimismo se presentan dos acepciones distintas en el contenido, pero
de uso común, que relacionan el mito con lo puramente imaginario y lo que
carece de existencia real:
3. m. Persona o cosa rodeada de extraordinaria estima.
4. m. Persona o cosa a las que se atribuyen cualidades o
excelencias que no tienen, o bien una realidad de la que
carecen.
Esta última definición es similar a la del Diccionario de Uso del Español
de María Moliner como segunda acepción presentada: “Cosa inventada por
alguien, que intenta hacerla pasar por verdad, o cosa que no existe más
que en la fantasía de alguien”. Si además tomamos la definición de hada, el
diccionario precisa:
Hada: (Del lat. fata, f. vulg. de fatum, hado). 1. f. Ser
fantástico que se representaba bajo la forma de mujer,
a quien se atribuía poder mágico y el don de adivinar el
futuro. 2. f. ant. Cada una de las tres parcas. 3. f. ant. hado.
Con esta última acepción llegamos a un significado más preciso de cuentos de hadas: cuentos de hado, de destino. Este es el significado que Volpi
propone: el “destino manifiesto”.
El interés por destacar las influencias míticas que emergen en los textos
literarios se justifica por el hecho de que el mito ostenta una narración cuya
historia “ejemplar” ha ocurrido en el “tiempo de los orígenes” o en un pasado
remoto, y cuyo significado remite a la naturaleza humana y se sitúa por
encima del tiempo histórico.
La mitocrítica y el mitoanálisis surgen en 1961, cuando Denis de Rougemont
publica Les Mythes de l’amour, y Gilbert Durand Le décor mythique de “La
Chartreuse de Parme”.
Desde ese momento la crítica literaria se ha interesado en gran cantidad
de estudios e investigaciones sobre el trasfondo mítico de las obras literarias,
por ejemplo, las reveladoras aportaciones de Simone Vierne, André Siganos,
Frédéric Monneyron y Pierre Brunel, entre otros.
Según André Jolles (1972) el mito es una respuesta en forma verbal que
representa un acontecimiento en el que se concreta, de modo ejemplar, el
destino del ser humano como manifestación de una necesidad oculta.
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MARÍA DEL CARMEN CASTAÑEDA HERNÁNDEZ
OSCURO BOSQUE OSCURO: DESMITIFICACIÓN…
La reescritura del mito en un texto mantiene los rasgos esenciales
de la historia transmitida por la tradición oral, pero el autor del relato
transforma libremente esos rasgos y puede proporcionar un nuevo enfoque al significado de la historia narrada que viene a ampliar el sentido
sugerente del mito.
En Oscuro bosque oscuro Volpi desmitifica los cuentos de hadas, es decir,
por medio de la intertextualidad actualiza, reinterpreta y reformula el hecho
histórico que nos narra. Ese texto o “hipertexto” adquiere un significado determinado justamente por la manera de encauzar y de reescribir el esquema
narrativo de los mitos en cuestión. El texto original pierde su mimetismo
y ya no se refiere al mundo exterior, sino a sí mismo, encontrando aquí su
conexión con lo que Genette denomina la paraliterariedad.
A través de estas referencias intertextuales, Volpi destaca el proceso creativo y se mantiene dentro de los límites del texto, incluso cuando salta de un
cuento a otro. No obstante, a través del elemento subversivo que determina
esta estrategia, se trascienden los límites textuales al darnos cuenta (como
lectores somos figuras externas al texto) de la artificialidad de la propuesta
y sus recursos (el lenguaje y la reescritura).
Ricoeur busca definir lo que es símbolo y mito y se preocupa por estudiar
cómo funcionan y cómo se manifiestan. Para Ricoeur el mito expresado en
símbolos es primordial para una minuciosa valoración de los inicios, de los
procesos y de las profundidades del pensamiento humano.
El antecedente de esta propuesta de Ricoeur lo encontramos en Heidegger
que introdujo una serie de neologismos: Befindlchkeit, “sentimiento de situación”, Mitsein, “ser con otro”, Weltichkeit, “mundanidad”, términos metafóricos
que incorporaron a la filosofía un modo de hablar figurativo:
Pero bien se habla a menudo de poesía y pensamiento.
Esta frase se ha convertido en una fórmula vacua y monótona. Tal vez la “y” en “pensamiento y poesía” adquiere
su plena significación y determinación si penetra en
nuestras mentes que la “y” podría significar la vecindad
de poesía y pensamiento (...). Afortunadamente ya no
precisamos ni buscar la vecindad ni ir a su encuentro
Ya nos hallamos y nos movemos en ella. (Heidegger
1987: 166).
Heidegger señala que la filosofía puede aprovechar los recursos de la
poesía como los desplazamientos de significante y de significado. Como dice
Matilde Asensi:
La herramienta es la metaforicidad del lenguaje, entendiendo
por “metáfora” no un recurso estilístico del lenguaje, sino la
traslación de significado necesaria para el descubrimiento
del ser olvidado, como un modo de recuperar el ser y,
en este caso, el ser del Dasein, su ser en el mundo como
apertura y posibilidad. (Asensi 1984: 224)
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TALLER DE LETRAS N° 50: 73-86, 2012
Ricoeur (2003) señala que actualmente el mito ha perdido su valor explicativo, pero por lo mismo revela su trascendencia y su valor de exploración
y de comprensión, esto es, su función simbólica, la cual puede definirse
como la facultad que tiene el mito para descubrir y manifestar el lazo que
une al hombre con lo sagrado. De esta manera, el mito se convierte en una
dimensión del pensamiento moderno.
Volpi no pretende justificar a sus personajes con la idea de que fueron
amenazados y obligados por una voluntad mayor que pudo haber eliminado al libre albedrío. Por el contrario, exhibe la responsabilidad que cada
individuo posee de rechazar las aberraciones de un gobierno trastornado y
monstruoso. Incluso el capitán, personaje atormentado por las dudas y los
escrúpulos, sigue las órdenes de una autoridad superior aunque se trate de
exterminar ciudades enteras. Lo inesperado es la constante en este mundo
alucinante que crea Volpi.
Con la utilización del pronombre “Tú”, el efecto se vuelve alucinante. Ese
“Tú” es el lector que, llevado de la mano por el narrador, presencia esas escenas
aterradoras. El uso del “Tú” indica una inversión de la realidad y requiere una
penetración en otro nivel. Este recurso pronominal, como desdoblamiento,
tiene ramificaciones en la proyección espacio-temporal de la novela, ya que
produce efecto de simultaneidad al desdoblar la relación hablante-oyente.
Ese “Tú” apremiante, intimidatorio, representa el entrecruzamiento explícito
de dos realidades opuestas, el extrañamiento consignado por un “Yo”, pero
que aquí se convierte en “Tú”.
Michel Butor plantea que el pronombre tú se refiere al sujeto a quien se
le cuenta su propia historia, lo cual implica que este “alguien” desconoce los
acontecimientos narrados.
En la obra de Volpi este recurso pronominal constituye una simultaneidad de
personas que se desdoblan y multiplican en lugar de reducirse. Este desdoblamiento sacude al lector, en el proceso mismo de la significación (Butor 1964).
El receptor del mensaje, el tú, es siempre el futuro de ese yo que envía el
mensaje; constituye una coincidencia de códigos que propone una profunda
liberación (pronominal y espacio-temporal) que atraviesa el signo aceptado,
volviéndolo opaco, trasladando el texto hacia un mundo mítico.
Todorov desarrolla el concepto de opacidad del discurso apuntando que es
el resultado de una desviación lingüística o semiótica, de la forma usual del
signo. La opacidad se contrapone a la transparencia, que consiste exactamente
en lo contrario: el resultado de una organización lingüística –o semiótica–
permitida que, por habitual, se presenta como transparente y referencial.
La enunciación de cualquier narración es siempre presente.
Según Todorov, el estudio del tiempo de una obra se determina por la relación
entre el tiempo de la enunciación (presente) y el tiempo del enunciado (variado).
El desdoblamiento pronominal de Oscuro bosque oscuro puede enfocarse
desde varios ángulos. Los pronombres personales tienen dos funciones: la
simbólica y la indicadora.
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Oscuro bosque oscuro parece dislocar la función indicadora y desdoblar
la función simbólica. Jorge Volpi le concede este rol simbólico de conciencia
al lector:
Tú tampoco hablas, lector,
Prefieres el silencio de las barracas,
y te concentras en tu diario,
has empezado a escribir todas las noches bajo
la media luz de una linterna,
escribes en un desgastado cuaderno de pastas
amarillas, lector,
a veces una frase, otras un poema o lo que tú crees
que es un poema, párrafos que denuncian
tu rutina, lector,
escribes a escondidas, bajo la seca luz de la linterna,
cada noche,
y crees que eso te salva. (Volpi 2009: 52)
El léxico sonoro, las imágenes sugerentes se aglutinan en un espacio
lírico, ilusoriamente preocupado sólo por seducir los sentidos. Sin embargo,
la trama, en el caso de esta novela, no sucumbe ante lirismo, Volpi hace
gala de su estética con una propuesta muy compleja.
Para Paul Ricoeur la ficción narrativa pone en juego una dimensión ética
y una dimensión estética, que no sólo es la del estilo de vida del personaje,
sino la del estilo narrativo del narrador: su visión del mundo y de los personajes. Por lo tanto debemos leer Oscuro bosque oscuro no sólo desde una
postura estética sino también desde una postura ética.
Si tomamos en consideración las ideas que Hegel expone en la Fenomenología
del espíritu toda obra literaria que marca un acontecimiento prefigura el
futuro. El acontecimiento es, para Hegel, una de las formas a partir de las
cuales el espíritu aprehende lo verdadero. Como relación concreta con la
autenticidad de cada época, la literatura no debe ser puesta ni al servicio de
la religión, ni de la filosofía, ni de la política.
Hegel explica que:
[…la Historia reúne en nuestro idioma tanto el lado objetivo como el subjetivo y significa, de la misma manera, la
historiam rerum gestarum como la res gestas. Ella significa
todo lo acontecido, lo mismo que la historia relatada. Esta
reunión de ambos significados debemos tomarla como algo
más que una causalidad externa. Es de creer que el relato
histórico nace simultáneamente con los acontecimientos y
acciones históricas. Es una base común lo que los junta.
(Hegel 2006: 81)
Según Bajtín el acontecimiento no puede explicarse sin la filosofía del
lenguaje: el sistema lingüístico abarca un significante y un significado cuyo
nexo debe ser reconocido como necesario.
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Esta división del signo implica que “el tú está ya en el seno del discurso”
(Lacan 1992: 392). Esta afirmación admite plantear un punto de partida
distinto sobre la dialogía como acontecimiento de encuentro entre el “yo” y
el “otro” y el momento en que se constituye la palabra.
Por lo tanto, hay una duplicación en el otro (como en todo signo) y una
doble correspondencia –está el otro imaginario y el Otro con mayúscula. En
Bajtín hay un Otro más allá de un diálogo concreto, de un juego intersicológico– y he ahí todo el desarrollo del concepto de dialogía y del Tercero.
Para Lacan, ese Otro es “el lugar donde se constituye el que habla con el
que escucha” (1992: 389).
Si tenemos en cuenta que la Historia no es sólo acontecimiento sino
acontecimiento y narración, podemos suponer, como afirma Lacan, que la
ética lectora es un acto de transferencia y aseverar que leer dialógicamente
significa enfrentar los síntomas sociales que ciertas obras logran resaltar.
Este acto de transferencia del lector supone constituir una red significante que sirva para leer el síntoma y comprender las repercusiones que la
escritura deja grabadas en el tiempo. Así podemos afirmar que el texto de
Volpi se hace explícito retroactivamente (el àpres coup lacaniano), desde el
futuro que anticipa.
A nivel discursivo, la obra presenta una marcada búsqueda del ritmo y de
imágenes sugerentes. En cuanto a la temática desarrollada se debe resaltar
que hay una preocupación por insertar y comprender los nuevos mecanismos
de la posmodernidad, pero también se advierte la preocupación del autor
por develar un “destino manifiesto” en la exasperada persecución del mal,
simbolizado por la xenofobia, lo que marca un hito en la literatura mexicana
contemporánea.
Lo que este texto acontecimiento hace surgir es, como explica Iris Zavala,
el objeto Sade:
La descarnada verdad de la falsa alteridad, la degradación de la vida social, el monstruo que llevamos dentro,
el “objeto patológico” kantiano, con su fuerza aterradora
de “desterritorialización”, que disuelve todos los vínculos
simbólico tradicionales y marca todo el edificio social con
un desequilibrio estructural irreductible. Y ese “objeto
Sade” que la sociedad oculta como secreto de los secretos, el punto negro, la “invisibilidad de lo invisible”, nos
invade. (Zavala 2003)
Ana María Matute expone que el escritor debe cumplir una auténtica función social, dando cuenta de la realidad y denunciando de forma implícita las
lacras de la sociedad. Para Matute, la novela no puede, ni debe considerarse
exclusivamente pasatiempo y evasión. La obra literaria, además de ser documento de nuestro tiempo y planteamiento de los problemas del hombre
actual, debe herir, por decirlo de alguna forma, la conciencia de la sociedad,
en un deseo de mejorarla.
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¿Qué es el Oscuro bosque oscuro de Jorge Volpi? Él mismo responde:
una llaga que nunca cerrará.
La intertextualidad concibe a la novela como una polifonía textual donde
surgen, además de la propia, otras voces, como una apropiación y recreación
de lenguajes ajenos. Según Bajtín, la conciencia es esencialmente dialógica,
y la idea no brota sino cuando establece relaciones dialógicas fundamentales
con ideas ajenas.
Según Marchese y Forradellas (2000), el concepto de intertextualidad
proviene de los términos: “polifonía”, “dialogismo” y “heteroglosia” acuñados
por Bajtín en la poética de Dostoievski.
Si además consideramos que para Bajtín el carnaval es “el mundo al
revés” con la consiguiente contestación de las relaciones jerárquicas y de
los valores ideológicos establecidos.
Por lo tanto, con lo carnavalesco bajtiniano encontramos el uso que hace
Volpi de la intertextualidad, al confrontar el diálogo de dos textos: un hipotexto, o texto original (el hecho histórico) y canónico, y un hipertexto, o
texto parodiador y marginal (los cuentos de hadas).
Esta doble estructura discursiva se manifiesta de forma explícita. La proyección de lo carnavalesco hacia el exterior del texto nos conduce al análisis
del nuevo papel que adopta el lector en literatura, por tanto, quienes leemos
nos convertimos en los nuevos autores, creando nuestro propio significado
y participando en el proceso de construcción.
De esta forma queremos centrarnos en el uso específico de la intertextualidad que juega el cuento de hadas trascendiendo el elemento mágico e
ingenuo de este género y utilizándolo como vehículo de denuncia de realidades sociales.
Volpi se vale de este género narrativo porque juzga que es el elemento
perfecto para poner en práctica su estrategia: es un género típicamente
infantil, utilizado, por lo general, para transmitir valores de armonía y fraternidad, desde una perspectiva ingenua e inocente. Sin embargo, Volpi
lo utiliza para ofrecer el lado más oscuro de la sociedad, destruyendo la
inocencia y la aceptación pasiva de los valores que se transmiten. De esta
forma, contrasta el género infantil con la perspectiva adulta y crítica que
desarrolla. Por medio de este género, considerado marginal, hace frente al
totalitarismo como sistema dominante.
Para lograr esto, se vale de la metaficción “débil” de la que habla Luigi
Cazzato (1995); es decir, las referencias indirectas a varios cuentos de hadas
y el ofrecer una visión alternativa a la del canon literario dominante unida a
una crítica mordaz del sistema para conseguir un efecto perturbador.
Aparte de la idea de la muerte, el tema del sexo hace su aparición y
anticipa otra temática propiamente adulta y ajena al cuento de hadas
tradicional.
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El subteniente Drajurian trata de hacer el amor con Tesa, su prometida,
y la obliga a presenciar las ejecuciones. Jon Guridien se masturba en la
letrina al recordar a los niños pálidos y desnudos. Guridien y Drajurian nos
recuerdan al “Príncipe de las tinieblas” tan frecuente en las obras de Oscar
Wilde o Thomas Hardy.
Con el fin de desmantelar el carácter idílico del cuento infantil, el autor
recurre a una serie de símbolos que denotan la decadencia de este mundo
de la infancia: el corcel azul del sargento Amat, la tribu de enanos con la
que sueña Jon Guridian, Luc Embler que sueña que es hijo de un rey y
que encuentra a una princesa, Erno Satrin que se convierte en el lobo de
Caperucita: “solo y hambriento/ el hambre es una piedra en el fondo de
su estómago,/ una piedra que le rasga las entrañas, y terminará/ por derribarlo” (Volpi 2009: 87) y Luc Embler se transforma en el padre “malo”
de Hansel y Gretel.
Oscuro bosque oscuro es mucho más que la narración de uno de los
hechos más lamentables de la Segunda Guerra Mundial: es una alegoría
sobre la naturaleza humana.
Volpi presenta los cuentos de hadas desde diferentes niveles: el temático,
el estructural y el simbólico. Estos relatos funcionan como intratexto que
genera o prefigura los elementos claves del relato.
Al usar el cuento de hadas como eje de la caracterización de los personajes,
Volpi constituye su relato en lo que, según Bruno Bettelheim (2006), integra
uno de los modelos habituales de socialización en la cultura occidental: la
función de las figuras en estos cuentos es personificar e ilustrar conflictos
internos y mostrar cómo éstos pueden ser resueltos.
Todorov plantea que los enfoques en una obra literaria no se refieren a
una percepción real del lector, como una percepción de aspectos externos a
la obra, sino que la percepción tiene que ser inherente a la obra en sí, dirigida a un destinatario o narratario virtual. La trascendencia literaria de estos
enfoques no se precisa solamente en la apreciación de lo que se percibe,
sino que circunscribe también a quien percibe.
Estos enfoques pueden presentarse en dos niveles: en el discurso y en la
historia de la narración. La relación entre los personajes de la obra sugiere el
nivel de la historia, y el nivel del discurso “se refiere a la manera en que los
acontecimientos relatados son percibidos por el narrador y, en consecuencia,
por el lector virtual” (Todorov 1971: 120).
A pesar de que en la novela se alude a un periodo concreto de la Historia,
Volpi utiliza el “Erase una vez” para indicar un época imprecisa y la intención
universal de su denuncia. Asimismo esta expresión hace referencia a algo
que puede volver a suceder una y otra vez, en diferentes ocasiones, lo que
se vincula al Eterno Retorno nietzscheano. Semánticamente, el texto se
suma al canon clásico mediante los motivos del tiempo cíclico, del doble y
de la reencarnación.
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El autor declara:
Oscuro bosque oscuro es una metáfora de cómo actúan,
en general, los gobiernos, pero mucho más los gobiernos
totalitarios, repitiendo una y otra vez el mismo mensaje,
las mismas fórmulas que contribuyen enormemente a
una obsesión. La idea de llamar ‘insectos’ a los judíos
no viene de la época nazi, sino del genocidio de Ruanda,
donde durante semanas la radio se dedicó a decir que las
minorías eran ‘cucarachas’ que estaban haciendo daño a
la nación. (Volpi 2009)
La conexión con las líneas estructurales fundamentales de los cuentos de
hadas va más allá, las referencias a personajes tradicionalmente relacionados
con este género son frecuentes en el desarrollo de la trama.
De alguna manera, Volpi recoge el planteamiento hecho por Nietzsche,
Heidegger y Ricoeur de renovar la expresión, en señalar el camino del habla,
y, en concreto, del hablar metafórico, como una vía para pensar.
Volpi encuentra en la ficción un medio extraordinario por el cual el sujeto
se constituye, o mejor dicho, se refigura. La narratividad, propia de la ficción
literaria y de la identidad del individuo, tiene la fuerza de recrear el mundo
del lector, en constante fusión con el mundo de la obra.
Oscuro bosque oscuro intercala y subvierte algunos cuentos de hadas
como puente entre la ficción y la realidad y, siguiendo a Ricoeur, podemos
afirmar que este texto y su contexto se convierten en una noción que podemos denominar como ahistórica o transhistórica.
Volpi recurre a una simbología más individualista que adquiere significados
concretos dependiendo del contexto del propio relato: el oscuro bosque, los
insectos, las pesadillas.
La conexión de la narración, como mencionamos anteriormente, con Hansel
y Gretel, La Bella durmiente, Blanca Nieves, Caperucita Roja, Rapunzel y El
Flautista de Hamelin es evidente en una serie de motivos básicos que nos
llevan al dialogismo, a la polifonía y a la heteroglosia.
Todos los adultos que aparecen en esta novela son figuras grotescas que
parecen haber perdido sus rasgos humanos como resultado de “la misión”
que es el tema central de la historia.
Más claramente aún, la deshumanización de los adultos se observa,
sobre todo, en la asociación con animales. Aparte de la comparación de las
víctimas con insectos al sargento Amat lo compara con un perro y Drajurian
es una víbora.
El escenario bucólico del campo tradicional de los cuentos de hadas es
reemplazado por el bosque oscuro lleno de muerte y desolación que jamás
habría aparecido en un cuento de hadas tradicional. Volpi se distancia del
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illus tempus y se muestra preocupado por una realidad social muy concreta:
la guerra, el odio, el fanatismo.
La estructura funcional presenta dos construcciones paralelas a lo largo
del relato que son las voces que interaccionan y que dan paso a la heteroglosia, es decir, la voz dominante del totalitarismo y la marginal del narrador:
El sargento Amat desenfunda su pistola y
en un segundo el insecto deja de agitarse.
Imbécil, escupe el sargento Amat.
Los insectos son exterminados
uno tras otro, uno tras otro,
en mitad del oscuro bosque oscuro
Por fin llega tu turno, lector. (Volpi 2009 83)
Conclusión
Podemos considerar que la intertextualidad de Oscuro bosque oscuro
demuestra el uso de un claro dialogismo en su interacción con la cultura
dominante y no el de un monologismo ideológico, que Iris M. Zavala califica
como “discurso caníbal” y define en los siguientes términos:
Monologism displays the “one-sided and limited nature”
of a situated perspective, that of the observer, which aims
at finalising perception, and can thus not be “corrected”
or “augmented” by others’ viewpoints. It expects passive acceptance; the author impulses his/her views of the
world on his/her characters and representations [...]. Such
texts allow us to distinguish a totalitarian perception of
language in use, its degree of ideological determination
as well as its dogmatism. (1992: 262)
En nuestra opinión, sin embargo, más que polifonía Volpi utiliza la heteroglosia siguiendo los preceptos de Bajtín, por cuanto se produce un choque
entre el discurso “oficial” y el “alternativo”, entre la fuerza centrípeta y la
centrífuga en la narrativa de Volpi.
En Oscuro bosque oscuro, el autor no se limita a mostrar diferentes
voces, sino que establece una cierta orquestación entre ellas para lograr una
colisión continua, entre dos ideologías: dominante y marginal. Este último
elemento lo introduce por medio del proceso carnavalesco del relato con la
animalización de los personajes. El elemento político y social de la novela
trasciende los límites textuales a través de la implicación directa del lector.
Oscuro bosque oscuro es un texto que permite leer el futuro. Volpi concibe una nueva forma de discurso, cuyas probabilidades, códigos y poder son
inseparables de la verdad que crea.
Podemos concluir expresando que si mito y cuento de hadas coinciden
en algunos puntos ya mencionados, a los que añadiría la utilización de un
lenguaje simbólico, se instituye entre ambos una relación jerárquica. En esta
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obra la transformación de los personajes se presenta mediante una gradación
ascendente: de la zozobra de matar por primera vez pasan al homicidio de
gente inocente, para luego asesinar a niños.
Conforme avanza el relato, los protagonistas descienden, al contrario de
los cuentos de hadas, cada vez más hacia su degradación. En esta gradación
en el camino de la crueldad llegan hacia la pérdida casi total de humanización.
El lector no puede sino aceptar estas intromisiones del narrador, de forma
que ni la interpelación al lector es suficiente para alentar sus expectativas.
El discurso de la obra supone una ruptura con el tiempo y el espacio
reales. Paradójicamente al quedar en suspenso tiempo y espacio, ficción y
realidad, lo narrado se aleja cada vez más de lo posible. Y es que el escritor
no está tan interesado en el realismo de su historia como en que esta sea
creíble, o percibida como tal.
De ahí la necesidad de crear mundos de ficción que posibiliten la verosimilitud de los elementos no realistas, pero que, sin embargo, formen parte
del concepto de realidad.
Como dice Iris M. Zavala:
Más claro aún: indagar el síntoma que los textos encierran, ese momento donde el sentido se vuelve impotente;
buscar el síntoma tipo de todo acontecimiento de lo Real,
invoca los nuevos sentidos que el campo social produce
y mediante los cuales la subjetividad individual se transforma. Y todo en retroactividad, buscando aquel futuro
anterior que los textos articulan, invitándonos –como lo
había hecho Freud, y continúa Lacan– a desescribir el
pasado para hacernos nuevos futuros. (2003)
Oscuro bosque oscuro provoca, ante todo, la pasión de la lectura. De la
literatura como verdad, medio, indagación y búsqueda. Es una novela que
admite una multiplicidad de lecturas y exige al lector-cómplice a acompañar
al narrador en la búsqueda del horror.
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TALLER DE LETRAS N° 50: 87-104, 2012
ISSN 0716-0798
La metrópolis en la novela mexicana a partir de los
años noventa: el postapocalipsis del Distrito Federal
The Metropolis in the Mexican Novel of the 90s Post-Apocalypse
in the Federal District
Danilo Santos López
Pontificia Universidad Católica de Chile
[email protected]
El artículo describe un periodo reciente de la narrativa mexicana –a partir de la
década de los noventa del siglo pasado– y comprende las novelas de Gonzalo Celorio,
JM Servin, Fabrizio Mejía Madrid, Héctor Toledano y Gonzalo Soltero. En ellas se visualiza
una representación de la crisis de la megalópolis a través del apocalipsis de la ciudad
que aparece referido por imágenes, expresiones y mitologías de la destrucción. Estas
representaciones de la urbe apocalíptica han sido referenciadas de modo argumentativo por Carlos Monsiváis y Fernando Reati, con quienes el texto presente dialoga.
En el caso de Monsiváis, se muestra una configuración literaria que se interroga por
la visión desencantada del desastre final de la megaciudad mexicana a partir de la
actitud de sus habitantes; en el de Reati la conexión con los paisajes y escenografías
apocalípticas que vinculan las novelas mexicanas al ámbito genérico de las novelas
de anticipación postapocalípticas.
Palabras clave: Ciudad de México, postapocalipsis, narrativa urbana.
This investigation describes a recent period of Mexican narrative: the 90’s decade,
capturing Gonzalo Celorio, J.M. Servin, Fabrizio Mejía Madrid, Héctor Toledano and
Gonzalo Soltero’s novels. In them, it is possible to visualize the megalopolis’ representational crisis through the city’s apocalypse, referred to by images, expressions and
mythologies of destruction. These representations of an apocalyptic city have been
treated argumentatively by authors such as Carlos Monsiváis and Fernando Reati,
whose interpretations dialogue with the current investigation. Monsiváis shows, through
the city’s inhabitant’s attitudes, a literary configuration which questions itself through
the disenchanted vision of the Mexican city’s final disaster; Reati, on the other hand,
gives account of the connection linking the apocalyptic landscapes and sceneries of
these Mexican novels with the generic realm of post-apocalyptic anticipation novels.
Keywords: Ciudad de México, post-apocalypse, urban narrative.
Recibido: 5 de marzo de 2012
Aprobado: 26 de abril de 2012
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Introducción
Cuando existía la ciudad de México yo
usaba un hermoso casco amarillo…
Desde hace semanas, tal vez meses, vivo en un
cuarto con paredes metálicas. En una computadora
me mostraron una foto terrible.
Se llama Ciudad de los Palacios…
De la ciudad solo quedan fotografías.
(Juan Villoro, “La voz”)
En el texto se refiere cómo parte de la novelística de décadas recientes
ha confrontado a Ciudad de México desde imágenes que se vinculan a la
destrucción apocalíptica y a una mirada postapocalíptica en la versión de
Carlos Monsiváis dada en su libro Los rituales del caos. Para ello se han
seleccionado los siguientes textos narrativos: Y retiemble en sus centros la
tierra (1999) de Gonzalo Celorio, Hombre al agua (2004) de Fabrizio Mejía
Madrid, Las puertas del reino (2005) de Héctor Toledano, Sus ojos son fuego
(2007) de Gonzalo Soltero, y Al final del vacío (2007) de JM Servin para
exponer las distintas entonaciones que se muestran ligadas a imágenes de
la ciudad vinculadas al apocalipsis urbano. La Ciudad de México construye
imágenes colectivas que son complementadas, utilizadas, respondidas o
validadas desde la construcción estética; entre las varias que se pueden
configurar me permito estudiar aquí una, la de la ciudad a punto de destruirse o apocalíptica como los paisajes que refiere Fernando Reati y la urbe
que surge de la constatación resignada de la destrucción ya sucedida como
lo plantea Monsiváis. Para verificar estas imágenes me valdré de algunas
novelas compuestas en los últimos veinte años que, pienso, contribuyen
a acentuar una mirada específica sobre el Distrito Federal que connota el
desastre urbano frente a aquellas que articulan imaginarios ligados a la recuperación memorial de la Ciudad de los Palacios, por ejemplo, o a los que
la memoria sirve para dar cuenta de las modernizaciones conflictivas como
en Las batallas en el desierto de Pacheco o El desfile del amor de Sergio
Pitol. En ese sentido, hay textos en que estas imágenes colectivas parecen
coyundarse y articular una respuesta o un refugio, en ese caso, la memoria
parece buscarse para exorcizar la galopante imaginación (post)apocalíptica
de la actualidad.
La imaginación apocalíptica
Este imaginario de la destrucción vinculado a una época venidera de la
megaciudad y en cómo los urbanitas asumen su relación con el apocalipsis ha
sido puesto en práctica con relación a las ciudades argentinas por el investigador Fernando Reati. Él ha comentado varias ficciones de anticipación y ha
precisado algunos tipos de ciudad de estos relatos, entre los cuales aparece
la ciudad posapocalíptica. Para ello, Reati señala dos modos de comprensión
de este apocalipsis urbano: uno es el que tiene su mayor impacto a través
del cine y que instala referencias topográficas intervenidas por la desolación
en un paisaje futurista y que tiene uno de sus referentes más apreciados en
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DANILO SANTOS LÓPEZ
LA METRÓPOLIS EN LA NOVELA MEXICANA A PARTIR DE LOS AÑOS NOVENTA:…
la representación de Los Ángeles del filme de Ridley Scott Blade Runner. La
otra, muestra una ciudad hiperpoblada en la que se hibridiza la miseria junto
con la maximización de la tecnología y del futurismo. En el caso de Ciudad de
México, la imagen del apocalipsis se proyecta en el tiempo respecto a ciertas
imágenes del desastre que se han prodigado en las últimas décadas debido
al incremento de la población y el crecimiento desmedido y sin planificación
de la megaciudad que lo hace extenderse como una gran mancha por todo
el Valle de México. Sin explicitar ni convocar necesariamente a los relatos de
ciencia ficción, este tipo de literatura sí ha recibido evidentes contactos con
la llamada por Reati literatura de anticipación. Por otro lado, también hay un
sentimiento de desastre en el Distrito Federal que se nutre de la indefensión
pública frente a los sismos, especialmente respecto al terremoto de 1985, y a
la imaginación colectiva sobre la crisis ambiental así como a la atmósfera de
caos y de violencia descontrolada que aparentemente la escasa intervención
del Estado muy difícilmente puede regular.
En un sentido más específico respecto al Distrito Federal, existe un cierto
imaginario que lo vincula con la destrucción final; acaso fue el cronista Carlos
Monsiváis quien exploró esta posibilidad de modo más sistemático en Los
rituales del caos, a propósito de las tensiones de la modernización urbana y
de lo que él denominó postapocalipsis.
A la ciudad apocalíptica la habitan quienes, a través de su conducta sedentaria, se manifiestan como optimistas radicales.
En la práctica gana el ánimo contabilizador. En última instancia, parecen
mayores las ventajas que los horrores. Y éste es el resultado: México, ciudad
postapocalíptica. Lo peor ya ocurrió (y lo peor es la población monstruosa
cuyo crecimiento nada detiene), y sin embargo la ciudad funciona de modo
que a la mayoría le parece inexplicable, y cada quien extrae del caos las
recompensas que en algo equilibran las sensaciones de vida invivible. El odio
y el amor a la ciudad se integran en la fascinación, y la energía citadina crea
sobre la marcha espectáculos únicos, el “teatro callejero” de los diez millones
de personas que a diario se movilizan en el Metro, en autobuses, en camiones,
en camionetas, en motocicletas, en bicicletas, en autos (Monsiváis, 21-22).
Tal postura es complementada por el investigador de la crónica urbana
Jezreel Salazar quien explica la relación con el apocalipsis como experimentado lector de Monsiváis.
Al parecer, casi desde su nacimiento la Ciudad de México genera, además
de ensoñaciones paradisíacas, imaginarios situados en medio de la catástrofe
y la opresión. Junto a la ciudad mítica aparece una urbe que no posee una
herencia funesta y augura, en su monstruosidad, un porvenir catastrófico.
Se trata de una distopía o utopía negativa que va a ser el signo dominante
en la narrativa urbana del fin de siglo mexicano (48-9).
Al parecer, la realidad del apocalipsis hipnotiza o ciega: causa fascinación.
He aquí quizá la razón para permanecer por propia voluntad en la ciudad: la
necesidad de huir se hermana a la imposibilidad de salir. Según Monsiváis,
vivimos en una ciudad posapocalíptica, una ciudad posterior al cataclismo,
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en la cual lo peor es un hecho más del pasado. Ese no saber “si se vive la
inminencia del desastre o en medio de las ruinas” es una de las preocupaciones constantes de la literatura que borda sobre la ciudad de fin de siglo. (50)
Al considerar Jezreel Salazar la condición postapocalíptica de la megalópolis referida por Monsiváis, menciona la recurrencia de ciertos elementos
al reflexionar la condición distópica, de la que no está ausente la idea paradojal de ritual caótico. Si se aíslan los elementos propiamente referidos a la
destrucción ubana, se tendría algo como lo que sigue,
–
la condición postapocalíptica de la Ciudad de México significa, por un
lado, el caos del fin de los tiempos y por el otro, la fascinación de la
realidad del apocalipsis, causa de la permanencia insólita de los habitantes en la ciudad del desastre;
–
la expansión incesante de la urbe y el funcionamiento de la misma
como paradigma de violencia urbana y la delincuencia:
– la desterritorialización del espacio (“apocalipsis en arresto domiciliario”) que se traduce en el uso privado y creación de nuevos
espacios en la ciudad;
– la vida cotidiana de la ciudad es de sobrevivencia, por lo que el
habitante del DF vive entre las ruinas de la modernidad;
– la modernización en crisis del Distrito Federal que supone la idea
de superposición de tiempos o sobresaltos provocados por los
avances de la modernización en una sociedad marcadamente
tradicional;
– la visión doble y paradojal de Monsiváis sobre la modernidad que aúna
la crítica a la modernidad económica y el rescate de la modernidad
cultural, una visión doble y ambigua que oscila entre la distopía de la
representación modernizadora de la megalópolis y, paradojalmente, los
beneficios del habitar urbano democrático que proporciona la misma
condición.
I. La destrucción de la Ciudad de los Palacios en la megaciudad
caótica de Gonzalo Celorio
En la novela Y retiemble en sus centros la tierra (1999) de Gonzalo
Celorio se marca detalladamente el periplo y la caminata del profesor
Barrientos por el centro de México y su destino al Zócalo y adyacentes.
El escritor fragmenta la realidad mexicana en algunos lugares y practica
sobre ellos cortes históricos (ejemplo: la cantina Ópera y la catedral). Es
un recorrido simbólico-material del protagonista, con especial atención
en las cantinas, en el exterior de la catedral, en las ruinas del templo
mayor y en el zócalo. La novela presenta a través de diferentes aspectos
la mezcla barroca entre lo prehispánico y lo que se instauró problemáticamente a partir de la conquista española y se muestra, en toda su
extensión, la existencia de momentos importantes de su propia vida que va
recuperando la conciencia del docto profesor Barrientos en su deambular
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en medio de un semidelirio alcohólico por las cantinas tradicionales del
centro mexicano1 (52).
La Ciudad de México no aparece como un espacio neutro sino que se presenta a través de una semantización evaluativa del personaje. Para Barrientos,
existen espacios privilegiados (sagrados como las cantinas tradicionales, la
Catedral, nombres de calles y ciertos lugares del Centro) y espacios profanos
(barrio de la Merced, circunvalaciones y espacios de la ciudad posrevolucionaria), estos últimos descritos como entorpecedores de la misión de su
personaje. Así, la ciudad aparece como una megalópolis contemporánea e
inabarcable con todos los problemas que eso pueda acarrear.
La mañana estaba sucia, como casi todas las mañanas de
la ciudad. El sol no lograba atravesar libremente la nata
que se posaba como una gigantesca cataplasma sobre el
valle y apenas podía filtrar, como de contrabando, unos
cuantos rayos de luz que servían para iluminar precisamente la suciedad del aire, sus esencias tóxicas, sus
miasmas, sus miserias. Miles de automóviles resignados
a la lentitud a la que el tráfico los sometía se enfilaban
hacia el sur por el anillo periférico y más, muchos más,
se dirigían –es un decir, porque realmente estaban varados– hacia el norte. (20)
La visión que entrega Celorio de Ciudad de México parece referir ostensiblemente cierta nostalgia de un pasado glorioso de la “ciudad de los
palacios”, forjada particularmente desde el presente que marca la corrupción
y la desaparición de la arquitectura que él tanto ama y que culmina con el
apocalipsis urbano que la diégesis novelesca ha mostrado con el comercio y
la contaminación del centro histórico. Sobra decir que el profesor sucumbe,
como la ciudad antigua, ante el avance de una modernidad que se trasluce
oblicuamente en el modo en que va explicando Barrientos la modificación de
lugares tradicionales de la ciudad. Esto se reúne en la última escena, con la
delirante caída de las torres de la Catedral Metropolitana, último sinónimo de
la grandeza antigua que arrastra el contacto con las glorias aztecas pasadas
de Tenochtitlán.
De pronto, la enhiesta linterna, tan orgullosa de su portentosa estatura,
copuló con la cúpula, sumió en ella toda su verticalidad para abismarse en el
crucero, chupada, tragada, devorada por el edificio. Ese fue el principio del
fin: con la pérdida de la linterna –mástil, palo mayor, antena, asta, protuberancia fálica– la Catedral se quedó sin la guía de sus columnas, muchas de
las cuales perdieron pie y quedaron colgantes como péndulos extraviados,
y sufrió la venganza de sus contrafuertes, que hartos de contener los muros
durante siglos se dispusieron, rebeldes, a empujarlos. Como si se escapara
todo el aire acumulado en sus cuerpos superiores, en la volatilidad de sus
1 Las cantinas merecen un estudio más específico ya que el sacrificio ritual del profesor
está mediado por la utilización de las cantinas y los espacios, como las catorce estaciones
de la agonía cristiana.
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campanarios, en la ligereza de sus articulaciones, la torre del poniente,
desairada, asfixiada, se contrajo, y tras un estremecimiento que anunciaba la fatalidad, se cayó sobre sí misma estruendosamente, acompañada
del sonoro y desacompasado clamor de sus cincuenta y dos campanas. La
del oriente siguió los pasos de su hermana gemela y se desgajó sobre el
Sagrario. La fachada principal, desprotegida de las torres que la contenían,
agobiada por el peso del reloj, se dobló por la cintura, como si se arrodillara,
de manera que el cuerpo inferior cayó hacia el frente y los superiores hacia
atrás en un alarido de terremoto. Vino la calma tras la tempestad. Cesó el
rumor convulso en medio de una densa nube de polvo que cubrió el Zócalo
por completo. Sobrevino el silencio, apenas interrumpido por un ruido de
estertor que seguía acomodando piedras en la descomunal montaña en que
se vio convertida la Catedral: capiteles, fustes, cornisas, santos y ángeles
mutilados, campanas, dovelas, ménsulas, bajorrelieves, cruces, hierros
retorcidos, balaustres dispersos, nichos deshabitados, molduras, flameros,
escudos pontificios y el reloj, montado en los escombros de la fachada que
lo sostenía, con las manecillas colocadas a las 6:30 horas, a saber si de la
mañana o de la tarde, por la mera ley de gravedad. (205)
La destrucción final apocalíptica de la novela se superpone al tiempo de
los jóvenes que ya no pueden encontrarse con el último viaje del profesor
por el centro de la ciudad. La visión de Barrientos no puede acomodarse a
ese síntoma de la modernidad dual que agobia a la megaciudad y que hace
que en la medida en que se acerque su muerte el profesor vaya perdiendo
los signos que lo distinguían de la multitud caótica de la que él abominaba y
termine confundido y anónimo asesinado en el centro del Zócalo capitalino.
De algún modo las urbanizaciones y los procesos modernizadores reúnen
en su conjunto una mezcla que para el profesor Barrientos es abominable, la del Estado y la Banca. Por eso la ciudad aparece como un espacio
contaminado no sólo por una atmósfera turbia, sino porque ha destruido
inmisericordemente las posibilidades que la historia y lo sacro han ido
construyendo. Lo que queda son los restos de un gigantesco mercadillo
en que todo es transable y está sometido a la ley de la destrucción. Se
puede concluir que desde las perspectivas del apocalipsis abiertas por
Reati y Monsiváis, Celorio se decanta por la de Reati, es decir, exhibe tanto
un frontal paisaje de la destrucción asociado a la caída de las torres de
la Catedral metropolitana, como a la miseria del comercio informal y de
la hiperpoblación de la ciudad. Eso sí, sin los rasgos de la tecnología, el
aporte de Celorio se realiza a través de un lenguaje barroco y catedralicio
que asume las formas de descomposición de la conciencia en delirio del
protagonista. Es decir, frente al gran paisaje objetivable que aparecería
en las ficciones de la anticipación de Reati, Celorio asume un apocalipsis
íntimo, en que cada espacio vivenciado básicamente por el personaje sufre
de la destrucción que padece el mismo profesor, mientras la megalópolis
asiste objetiva e inmune a los desastres personales.
II. Fabrizio Mejía Madrid: paisajes con Monsiváis al frente
Aunque parece un demérito, muy por el contrario, la apuesta narrativa
Hombre al agua (2004) del cronista Mejía Madrid parece encaminada a
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probar las ideas de Monsiváis sobre el postapocalipsis de Ciudad de México.
El autor estructura una novela con muy pocos personajes y un protagonista
absorbente que va definiendo su relación conflictiva con la ciudad y consigo
mismo a través de ciertas coordenadas espaciales del Distrito Federal, estructuradas en los cuatros elementos físicos. Para ello, Mejía Madrid se vale
de la historia, a veces bastante menor, y de los recuerdos del protagonista,
para que ciertos hechos conflictivos de su presente sean explicados a través
de la historia del Distrito y de ciertos fenómenos característicos del propio
Distrito Federal. En tal sentido es que se puede afirmar que más que un
apocalipsis literal, es la propia condición del habitante de la ciudad la que
queda reflejada en la novela, esa tensión paradojal entre el abandono de la
urbe y la fascinación del caos la que va a servir al autor para configurar su
composición narrativa.
Para ello, el autor califica a la ciudad y la numeraliza con expresiones
repetidas en la novela: ciudad de veinte millones de personas que apelan a
la constitución inabarcable o invivible del Distrito Federal:
Celebro la pequeña victoria de estar hecho justo para una
ciudad de 20 millones. Sonrío para mí y para los miles de
pasajeros en tránsito. (133)
–No entiendo, Paula. En una ciudad de 20 millones tú
decides tener una hija. (146)
Por supuesto que no la abordé con aquella fórmula universal de “¿Nos hemos visto en algún lado antes?”, porque
vivimos en una ciudad de veinte millones, no de oro, sino
de personas. Aquí nadie se ha visto antes. (63)
El número o la estrategia cuantitativa le da condición de megalópolis
al Distrito Federal, pero como estrategia retórica también le sirve a Mejía
para hablar de esa imposibilidad asociada a la cifra mitificada: no se puede
tener un hijo, no se puede conocer a nadie, uno se encontrará con muchas
personas en sus desplazamientos por la urbe, etc.
Asimismo, establece su filiación con el cronista Monsiváis y su percepción
de la ciudad en varios aspectos incluso en registros más específicos de la
discusión sobre el postapocalipsis:
Aparece otra mención, la ciudad del alegre apocalipsis, en juegos paradojales, oximorónicos que evocan las tensiones de la caracterización de
Monsiváis; la pregunta es por qué el personaje regresa a la ciudad del apocalipsis, del alegre apocalipsis para intencionar la evocación. La explicación
del apocalipsis particular tiene que ver con su condición post, ya que se
resistiría a caer pero no a ultimar a sus habitantes en flagrante contradicción.
Aquí estamos en otra noche en la Ciudad del Alegre
Apocalipsis, la que hace tiempo se derrumbó, precipitada
en su propia densidad, colapsada desde dentro. Negándose
a morir nos sacrifica a todos sus pobladores. (24)
Así que he regresado del infierno a la Ciudad del Alegre
Apocalipsis. (145)
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Y la idea directriz de la condición postapocalíptica, la fascinación que
impide que el defeño deje a la ciudad tras el apocalipsis: permanecer en la
ciudad, pese a todo, curiosamente pese a las mismas ingratitudes de la ciudad
como el protagonista se encargará de demostrar a lo largo de la novela. Una
interpretación de lo que significa la catástrofe apocalíptica y que redunda
en la sobrevivencia del habitante definido por sus atavismos como chilango,
Me da el síndrome del chilango: de aquí no me sacan
salvo con los tenis por delante. No me voy: la catástrofe
no existe si no la veo. No me iré: la ciudad me quiere,
aunque no me lo demuestre. (158)
Veo la ciudad desde la ventana como un relato de “paracaidistas”: desde los aztecas hasta la leva de la revolución
mexicana, sus hijos modernizadores y bisnietos globalizados, cayéndole a ocupar un lugar. Unos junto a otros.
Multitud contra multitud. Codo con codo y a codazos. Esa
tensión. Todos quieren quedarse a pesar de que nunca ha
existido un argumento razonable para hacerlo. Cuando cada
siglo alguien grita: “Ya no cabemos”, otro se le arrima y
engendra una familia más. (17)
–
En la conexión con el imaginario de la contaminación defeña y la relación con Reyes, Fuentes y directamente Monsiváis, el autor juega con
la apelación de transparente, que pasa a ser transpirante en la actual
condición.
“La región más transparente del aire”, le decía Alfonso Reyes, y no se
refería a este vaso de lodo en cuyo fondo caminamos, sino a la altura a la
que respiramos. De una forma sutil, Reyes estableció que tenemos menos
aire que las demás ciudades. En 1915, cuando lo escribió, no se enteró de
que, además de poco, llegaría a ser malo, reptando como un aceite sobre los
edificios, tornando la luz del sol hacia colores apocalípticos. “La región más
transparente” sería, cuarenta años después, la ciudad vociferante en la que
Carlos Fuentes se resignaría: “aquí nos tocó vivir”. Si hoy hubiera que seguir
la tradición, tendría que escribirse sobre la ciudad de Carlos Monsiváis: ya
han nacido todos los que tenían que nacer. La ciudad atravesada por las
líneas de metro con vagones cuyas puertas se cierran como pinzas sobre
los cuerpos de los pasajeros –el portafolios, la bolsa, la mochila viajando
afuera del vagón–, y una travesía de pieles que, de ir tan juntas, pierden sus
límites, y el “yo” se disuelve. A ese aire enrarecido habría que encontrarle
un nombre: “La región más transpirante”. (106)
El aire que connota el registro de la contaminación extrema de la urbe
traduce otros signos asociados a la cultura urbana y de los que se vale
Mejía, para transformar la apelación famosa de Reyes, la resignación de
Fuentes en un imaginario pensado por Carlos Monsiváis a partir de la
imagen del metro y la extensión a la disolución del yo, ese enrarecimiento
es la región más transpirante en el pacto del postapocalipsis del Distrito
Federal. La piel de muchos es lo que conforma ese aire trastornado de
la megalópolis.
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–
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Como no puede faltar a propósito de las multitudes, la connotación
es caos urbano y aglomeraciones, gente por todos lados y la ciudad
que no funciona para toda esa gente, se suma que es una ciudad que
a nadie le gusta. La dialéctica del presente pasado encuentra una
curiosa formulación en la imagen del metro, tan cara a Monsiváis,
mediante la posibilidad de circular en el pasado a través de lo
subterráneo y emergen al presente cuando se sale a la superficie,
a respirar dificultosamente el aire enrarecido que es todo menos
transparente y que amenaza en la futuridad cercana a los habitantes
de la megaciudad.
Todos los días el presente se disputa centímetro a centímetro en la superficie. Es por eso que no hay sitio para el pasado más que ahí abajo, en lo
subterráneo. Pero nunca descansa mudo, siempre tiene compañía: en este
instante, millones viajan, aletargados en los vagones del metro, entre huesos
de dinosaurios, vasijas aztecas, conventos derruidos, palacios afrancesados,
hoteles que alguna vez contuvieron a bandas de jazz y mambo. El metro es
sólo una capa geológica más. Sus viajeros subterráneos emergerán al tiempo
sólo cuando logren salir a la superficie. Mientras, su tiempo se suspende
en pura prisa resignada a llegar tarde. El futuro de la ciudad está sólo en el
aire, en la nube de humo que algún día nos asfixiará. (163)
–
La ciudad palimpsesto odiada: La superposición y la convivencia de
los tiempos en la modernización conflictiva de la ciudad que se puede
asociar a la imagen de una ciudad palimpsesto, idea de una ciudad
construida sobre otra, edificios, plazas, etc. Noción muy presente,
porque constantemente se alude a la historia nacional y precolombina
como parte integrante de la cotidianidad, de los relatos de la urbe, pero
que en la visión del novelista no es particularmente feliz la recurrencia
histórica como en la vivencia de la serie de fracasos y desastres que
muestra a través del texto. La historia de la ciudad no es solo la de sus
destrucciones como en Celorio, sino que también la de sus fracasos y
sus clisés.
Cada vez que llueve la Ciudad de México regresa a sus orígenes remotos:
sus calles vuelven a ser canales; sus plazas, lagos; los toldos de sus coches,
elevaciones de tierra que salvan vidas. En las lagunas se ve el reflejo invertido de la ciudad, como si debajo existiera otra, más verdadera, su doble
espantoso. Es quizás por ello por lo que se sobrevive como habitando una
ciudad sustituta: todo el tiempo se espera que sea otra, que ofrezca algo
para lo que no fue construida. La ciudad tiene desde siempre ese signo, el
de una deuda: sus habitantes vadean por sus inundaciones pensando que,
algún día, les pagará todas las que debe. Ella los deja empapados, sin nada
más que ofrecerles. Es la ciudad sustituta de otra soñada, que se hunde en
la nada bajo ella: a pesar de que ya no existe, el lago nunca ha dejado de
acecharla. (59)
La ciudad anegada por la lluvia según Mejía revela a un doble espantoso, aquella que desapareció con el lago original. El novelista describe el
signo de una deuda, el contrato que la ciudad no va a cumplir respecto a
las promesas de cambio y que se hace visible de forma distorsionada en
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las inundaciones causadas por la lluvia al presentar la imagen invertida de
aquella ciudad que nunca va a aparecer y que presenta a la ciudad cotidiana como sustituta de la otra. Este sentimiento de deuda invisible, y hasta
imaginado por autores como Mejía y Monsiváis, otorga también a la ciudad
de México la percepción de una ciudad imposible. Es esta condición de
imposibilidad respecto a sus habitantes y su calidad de sobrevivientes con
deseos incumplidos otro de los aspectos que de modo más certero apelan
a la representación del habitante de la megalópolis postapocalíptica. Da
la impresión que las trompetas de la destrucción ya sonaron en el Distrito
Federal pero que el día anunciado todos estuvieron sordos. En tal sentido,
el curioso protagonista de Mejía Madrid encarna como pocos en la narrativa
mexicana reciente esa sensación de asfixia, de vacío, de salida imposible
cuando trata de migrar del DF que solo puede resolverse finalmente en la
aceptación paradojal de la sobrevivencia de la curiosa condición del habitante urbano de aquella megaciudad.
III. El postapocalipsis de J M Servin: la megaciudad se ha
detenido
A propósito de lo expresado por Monsiváis de una cultura del postapocalipsis
y no ya de la destrucción, una de esas novelas post podría considerarse Al
final del vacío (2007) de JM Servin. Esto porque el autor habla de una ciudad
futura, es decir, como afirma él un relato de anticipación en que sucede un
paro en la megaciudad. Otro elemento que contribuye a identificar esta ciudad
futura es el carácter de anónima ya que la metrópolis no posee referencias
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Aires o cualquier otra gran urbe imaginada por los lectores. Servin aclara que
la novela se desenvuelve durante un paro anárquico en un futuro imaginado.
Vivimos en una cárcel de puertas abiertas acusados de
estorbo. Todos estamos condenados, no tiene caso planear la fuga. Nuestro valemadrismo lo impide. Es mejor
sobrevivir por cuenta propia, como no queriendo, con los
oídos y la mirada alertas. Por lo pronto parece ser que
hay una iniciativa general: no hacer nada, menos en favor
del otro. Eso también es actuar. (35)
Al final de la tarde apenas y se escuchaba a lo lejos el
ruido usual a la zona. Parecía como si hubieran desconectado un enchufe. …No recordaba una sola ocasión en
que la ciudad se viera amenazada por un regimiento de
brazos caídos. (38)
El protagonista anónimo de Servin con ciertos rasgos existenciales vagabundea en medio de la megaciudad con noticias de este paro generalizado.
Mientras va rememorando parte de su historia previa con su pareja Ingrid,
nos enteramos que desconoce su paradero y que pudo haber sido asesinada
antes de los hechos contados, pero no hay nada claro en esta historia. En el
paisaje postapocalíptico que muestra el autor se refiere quizás a una de las
leyendas urbanas que circulan en las ciudades globales, ¿qué pasaría si la
ciudad que es puro movimiento se detuviera? ¿Qué tipo de nueva organización
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o entropía generaría esta rebelión de brazos caídos? Frente al desencanto
del protagonista, quien asiste con espíritu de sobreviviente a tales hechos,
la monstruosa urbe detiene sus cabezas.
Durante los últimos años la ciudad ha sufrido cambios, muchos, todos
inútiles. En el centro una gran cantidad de edificios se cayeron de viejos o
fueron demolidos. Como sobrevivientes de un bombardeo muchas fachadas
adornan estacionamientos públicos y lotes baldíos. En algunos de éstos
construyeron baños públicos conectados entre sí por una red de drenaje
independiente de la central. Por diferentes precios se pueden elegir servicios con regadera, excusado y lavatorio, con tina o con jacuzzi. Comunales
y privados. El mismo sistema hidráulico que procesa las aguas negras de
la ciudad regula unas compuertas que desvían los desechos de los baños a
los mantos acuíferos para rellenar fosas sépticas elásticas. Los gases concentrados en éstas se refinan en alambiques que surten de combustible las
calderas de los baños. Según los ingenieros responsables del proyecto, esta
innovación no sólo detiene el hundimiento de buena parte de la ciudad, sino
que mantiene a flote el centro amenazado por el desecamiento constante
del subsuelo pantanoso.
Se dice que en pocos años la ciudad recuperará su antiguo nivel gracias
a una cultura de baños públicos que fomenta la higiene. El simple reciclaje
no es suficiente. Nadie puede bañarse sin usar los excusados y mingitorios.
En caso de que alguien sólo quiera cagar o mear, paga una cuota mínima. En
los mostradores se venden laxantes y suspensiones a bajo costo. Pero algo
no funciona: en el centro de la ciudad brotan chipotes por todas partes y
abundan las cuadrillas de bacheo y las excavaciones para reparar cañerías y
apuntalar edificios que amenazan con caerse. Las fugas forman atascaderos
y riachuelos apestosos. En temporadas de lluvias las alcantarillas, como si
tuvieran bulimia, vomitan aguas negras. (32-33)
En la imaginación del relato anticipatorio de Servin, la caída de la urbe
se contagia con la degradación del centro histórico y los problemas del agua
potable. Frente a la planificación para activar una compleja red de reciclaje,
la organización del elemento parece escaparse por todos lados y con los
problemas de su privatización origina un mercado negro que es reprimido por
el Estado. Respecto a aquello, Servin alcanza a apuntar uno de los temores
sobre el crecimiento de la megalópolis: qué va a suceder con la energía que
requiere la ciudad y en qué momento va a hacer crisis. Incluso la realidad
aparece falsificada por los medios, en la medida en que la ciudad ya se ha
hecho virtual como se aprecia a partir de la conversación entre el protagonista
y un ropavejero líder de unos sujetos urbanos marginales en los suburbios
de la “ciudad”, lugar conocido como La Perrera.
–
¿Has estado en la ciudad últimamente? –pregunté a gritos.
–
Sí, ayer.
–
¿Y cómo ves lo que dicen en la radio?
–
Puros cuentos.
Era verdad. Nadie mencionaba los apagones, las masacres, incendios,
saqueos, inundaciones y deserciones de soldados y policías. Mientras nos
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alejábamos de La Perrera sentí una soledad angustiante como de cruda luego
de un largo puente de día festivo. El ropavejero apagó la radio y prefirió
informarme él mismo sin perder de vista el camino.
–
Dicen que nos van a invadir.
–
¿Quiénes?
–
Pus que un ejército.
–
¿De dónde? No creas nada, ¿dónde oíste eso?
–
Es lo que dice la gente por todos lados.
–
Y qué harías.
–
Nada … seguir dándole, no hay nada más que hacer.
El ropavejero se comportaba con la misma indolencia
suicida que yo había visto por todos lados. La destrucción y el abandono nos siguieron junto con detonaciones
esporádicas que se oían al oeste. (282)
La indolencia en la actitud parece conectar con lo que Monsiváis constata
ya no como la destrucción apocalíptica de la ciudad, sino con lo que sucede
en la actualidad en Ciudad de México respecto a una cultura post, como si
efectivamente el apocalipsis ya hubiese tenido lugar.
La novela de Servin instala un relato de un paisaje urbano sin recurrir a
los nombres de lugares y dispone una urbe posapocalíptica, anónima, caótica
en cuanto es asolada por bandas y cruzada por la miseria y la crisis ecológica del desabastecimiento de agua. La organización post que configura es el
acontecimiento de un gran paro y sus efectos en los urbanitas y cómo uno
de ellos, desencantado, cínico y hasta un posible criminal recorre sin una
orientación definida la megalópolis intentando sobrevivir en medio del caos
que instalan la banda de los Dingos y los milicianos que la recorren. Hay un
sentimiento de pesimismo sobre el destino de cualquiera de estas ciudades
que parecen abandonadas por el Estado y por los medios de comunicación,
preocupados de mostrar un paisaje virtual o de simulacro que vela la ciudad
real. Este desastre de la megalópolis ha sido el objetivo mostrado por Servin,
para lo cual ha anonimizado al Distrito Federal y ha referido la historia
sórdida de unos sujetos que se transforman en jaurías y de la cual solo se
puede ser victimario o víctima. En tal sentido, el cinismo de su protagonista
como sobreviviente en la megaciudad detenida parece convenir a la mirada
de Monsiváis sobre la condición del habitante del Distrito Federal, pero en
este caso Servin se muestra menos amable con su personaje. Y hace una
incisión en las posibilidades que otorga la ciudad a sus sujetos. El cierre que
la violencia y las necesidades de unas multitudes que superan cualquier regulación legalista conforman a esta subjetividad del autor que se mueve en
territorios harto ajenos a los de la sensibilidad cultista del profesor Barrientos
de Celorio, aquí estamos en presencia de alguien que sobrevive de modo
marginal en el desastre apocalíptico que se revela a través de la detención
monumental. La respuesta violenta y el itinerario que este personaje dibuja
por los barrios en donde vive lo caracterizan como un sujeto que no requiere
ser identificado, pero sí caracterizado como uno más de aquellos integrantes
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de la ciudad imposible en que la representación colectiva ha transformado al
Distrito Federal, aunque no necesite marcas ni huellas específicas para ser
detectada como tal. La imposibilidad de la megalópolis detona el conflicto
justo en que el apocalipsis no se deja oír de modo literal sino a través de un
paro gigantesco y qué les queda a los ciudadanos, pues nada más que errar
sin ningún destino fijo y reencontrándose con violencia gratuita, obscenidades
y actitudes arbitrarias a cada paso. Aquí no es la destrucción monumental
sino la actitud del urbanistas frente a esta imposibilidad detonada por el paro
lo que es el síntoma de la condición postapocalíptica referida por Monsiváis
de modo más amable y risueño, tal como en Mejía Madrid se observa, en
Servin es el rostro poco amable, el rincón del margen, la oquedad lo que
organiza toda esta comprensión del final.
IV. Toledano y Soltero: entre el agua y el fuego, bautismos de
la destrucción en el Distrito Federal
Me permito una referencia final a dos novelas que también abordan el
tema del apocalipsis de distinto modo. En el caso de Las puertas del reino
de Héctor Toledano, la ciudad ya se encuentra destruida y anegada por el
agua, se podría decir que ha vuelto a su estructura original como Tenochtitlán
renacida en un relato que se inscribe más directamente como de anticipación
y en donde se muestra la crisis vivencial del personaje Aurelio. Mientras que
en Sus ojos son fuego de Gonzalo Soltero, con un talante menos paisajístico del apocalipsis, se relata el proceso inicial de destrucción a propósito de
unas investigaciones en laboratorio con ratas. En este relato, no será el agua
sino el fuego el principio del fin del Distrito Federal y el desarrollo de esta
aniquilación también pasa por la conciencia del protagonista de la novela,
el ingenuo doctor Adrián Ustoria.
En Toledano, así se muestra a Aurelio en una canoa navegando junto a
su acompañante Quicho, directo al centro histórico de la ciudad destruida:
Siguieron avanzando en silencio sobre el agua inmóvil: un
tramo breve del Eje Central hasta el punto donde los derrumbes impedían el paso, vuelta entonces hacia el oriente
para cruzar Portales por trozos de lo que había sido Ángel
Urraza y una maraña de cauces que dejaron de ser calles
identificables y concretas mucho tiempo atrás. El cascarón desierto de la ciudad emanaba un influjo vagamente
mortífero y vagamente sagrado que no admitía espacio
alguno para las palabras. Hacía tiempo que Aurelio se había
dejado de hacer la pregunta que lo rondaba durante sus
primeros años de regreso en la ciudad, ¿cómo era posible
que se hubiera terminado todo?, y ahora se preguntaba
algo acaso más razonable, ¿cómo era posible que hubiera
existido durante tanto tiempo? Por momentos encontraba
difícil afirmar incluso que la ciudad hubiera estado alguna
vez ahí, erguida, concreta, incuestionable, con personas
y ruido y movimiento, y él en ella, y no desde siempre
ese lomerío de ruinas silenciosas camino de ser tragado
en definitiva por las fauces lodosas del lago. A veces le
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parecía que aquello no podía considerarse seriamente sino
como un prolongado y sangriento malentendido, aunque
otra parte de él se resistía a renunciar por completo a la
hipótesis de que algo pudo haberlo vuelto todo auténtico,
contundente, real y significativo porque esa posibilidad
estuvo ahí de alguna forma y caminó por esas calles y se
llamaba Catalina.
Los escombros formaban una madeja de islotes por donde
rondaban perros, mapaches, comadrejas, coyotes que se
habían convertido en los nuevos señores de la ciudad. Había
quienes decían que era posible caminar hasta el Zócalo sin
tocar el agua pero nadie lo había intentado nunca porque
era demasiado peligroso y demasiado tardado y además,
¿quién iba a querer llegar hasta el Zócalo con los zapatos
secos? ¿Quién iba a querer llegar hasta el Zócalo, punto?
Lo más sencillo y seguro era navegar en canoa y tratar
de seguir los cauces de las antiguas calles para evitar
toparse en la medida de lo posible con alguna sorpresa
desagradable. (12-3)
La exploración de Toledano podríamos denominarla paisajística en parte
por la descripción de la ciudad transformada en la laguna originaria, todo
es ruin y el desplazamiento por las calles es a través de canoas. Se nos
muestra la crisis del anciano Aurelio y el impacto que le provoca la joven
Laila, así como un futuro extravagante para el destino de los libros que evoca
Fahrenheit 451 de Bradbury o a Cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. El
texto de Toledano se acerca mucho a un relato de ciencia ficción de carácter
distópico que nos deja las ruinas y los escombros de la megalópolis a través
de los ojos de un personaje que anteriormente alcanzó a conocer a la urbe
en pleno funcionamiento. Las imágenes destacan a San Ángel como lugar de
refugio, parte de la colonia Roma hundida y especialmente el Zócalo como
nueva laguna y con una relevancia interesante el Palacio de Bellas Artes. De
este modo, la novela que muestra una crisis relativamente cotidiana de un
sujeto adulto respecto a su vivencia en un mundo inhóspito hace irrumpir de
modo literal la transformación de la sociedad de sobrevivientes en medio de
un paisaje anegado por el agua y que da origen a nuevas formas de sociabilidad. Este sondeo narrativo pienso que tiene más relación con el panorama
apocalíptico señalado por las imágenes del final descritas por Fernando Reati.
Por otra parte, en las anotaciones cotidianas de Adrián de sus experimentos en Soltero:
Hay un último elemento determinante en este proceso: la
ciudad se está hundiendo. El ritmo paulatino de su caída
nos dificulta percibir las consecuencias que este descenso traerá a la larga. Las cañerías y demás entubados se
dislocarán hasta desangrarse. Su colapso y mezcla traerá
efectos imposibles de remediar y disparará los niveles
de contaminación. Una ciudad sedienta dejará de recibir
agua potable (no así las ratas), al mismo tiempo que las
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aguas negras cesarán de abandonarla y se verterán en
ella. Los derrames ocasionarán corto circuitos en los cables
subterráneos y las telecomunicaciones se fracturarán
ante el peso del concreto al claudicar. Y aunque suceda
gradualmente, no hay duda de que la ciudad se acerca al
infierno donde terminará desplomándose. (130-1)
Y el comienzo de la destrucción de la megalópolis:
El tezontle de las construcciones retorna a un magma
espeso e incandescente. Las estructuras de siglos y los
puestos callejeros se inflaman como si estuvieran constituidos del mismo material. Van cayendo el Museo de
la Ciudad de México y el mercado de Sonora, que como
la ciudad es un bioterio adusto; el Banco de México y el
edificio de Correos crepitan. El fuego cruza Eje Central:
Bellas Artes está en llamas y éstas saltan sobre la Alameda
hasta desembocar por Reforma. Arde Tepito entero
mientras se incineran la Casa de la Primera Imprenta y
la Plaza de la Soledad.
El fuego vuelve hermosos los cuerpos que devora. Nunca
antes la ciudad de México se había visto tan majestuosa.
Las cenizas se condensan en el aire como evidencia de lo
sucedido y de lo que sigue: esto es apenas el comienzo.
Toda metrópoli es propensa a las llamas y arderá ante los
ojos de sus habitantes. (Soltero, 164-5)
Al pensar en Soltero, en cambio, se observa una reflexión de mayor peso
sobre lo que significaría la destrucción de la ciudad. Esta involucra a las ratas
de la ciudad, al fuego y a un grupo conspiratorio que alentará esta destrucción.
El autor también trabaja un plano autorreflexivo que recuerda la destrucción de
Santa María en Dejemos hablar el viento de Juan Carlos Onetti. Lo de Gonzalo
Soltero no se corresponde exactamente con la asunción del apocalipsis presentido en el habitante cotidiano como en Monsiváis ya que los hechos señalados
tienen un cierto carácter de excepcionalidad ligados a experimentos científicos
y a la existencia de una conspiración de un grupo cercano al médico. En cierto
sentido, este joven autor ha pensado desde el uso de procedimientos metatextuales la indagación en ciertas condiciones que pueden detonar el apocalipsis
presentido y le da inicio en paralelo a la finalización del libro que tenemos en
mano. Parte de la violencia y la desorganización incontrolable que proyecta la
ciudad, el autor la vincula a estos roedores potencialmente las criaturas que
sobrevivirán a la caída de la ciudad y acaso la elección del punto de vista de
un científico le sirve para equilibrar la potencialidad desequilibrante de otro
tipo de personaje en cuestión. En general, Adrián Ustoria, Aurelio y otros
personajes de las novelas del apocalipsis entregan cierta funcionalidad para el
derrumbe de la urbe o son testigos de aquella destrucción. Acaso, uno de los
mayores logros de esta novela de Gonzalo Soltero sea el equilibrio entre una
historia anticipatoria y el uso de procedimientos narrativos que dan cuenta
de la apuesta por una escritura del apocalipsis que a veces parece ser una
versión laica de una profecía bíblica.
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Conclusión
A propósito de las novelas trabajadas, se organizó un eje que exploró las
coordenadas del imaginario que lleva a la representación de la destrucción,
apocalipsis o postapocalipsis de la Ciudad de México. Para ello, Celorio se
vale de la idea de destrucción permanente de la ciudad mexicana a la que
aúna el destino de su protagonista con la caída de las torres de la Catedral
Metropolitana. Por otra parte, Mejía Madrid explora a un protagonista en trance
de desacomodo existencial con la Ciudad de México y para la cual elabora
un mapa cognitivo que aspira a la totalidad a partir de relevar los cuatro
elementos físicos y vincularlos a etapas muy definidas de la historia de la
megaciudad. Para ello, asume parcialmente la condición de lo que Monsiváis
declara como postapocalipsis en la ciudad de México. Mientras que en lo que
el mismo Servin califica de relato “anticipatorio”, este autor imagina una
ciudad que entra en un paro indefinido y que puede identificarse parcialmente
con Ciudad de México o con otras ciudades globales en que la delincuencia,
la pobreza y la marginalidad se arroguen la prioridad en su organización.
El novelista juega con la idea de desidia y de pasividad frente a la situación
que nos recuerda la cultura del postapocalipsis ya referida. Finalmente, por
un lado, Toledano imagina desde el relato anticipatorio bastante literalmente
el paisaje postapocalíptico de la ciudad devuelta a la laguna; mientras que
Soltero elabora de modo muy imaginativo el proceso de la llegada del apocalipsis metropolitano contando con el eje de una conspiración y el punto de
vista medianamente objetivo de un científico.
Se pueden esbozar cruces algo diferentes con los lugares más identificables propuestos por los itinerarios por el Centro histórico de Celorio, pasando
por los elementos físicos que articularían la sensación de fracaso material
y agobio del protagonista de Mejía Madrid, que finalmente se reencuentra
con la Ciudad de México hasta la ciudad anónima y violenta de Servin que
ha sido disuelta en un paro futuro que funciona como leyenda urbana a
veces o como destino apocalíptico de las capitales globales periféricas, no
olvidando los desplazamientos en canoa de Aurelio por la inundada ciudad
o los viajes del doctor de Toledo que una vez más desembocan en el Zócalo
como meta y principio de la destrucción temida. Todas las novelas parecen
necesitar itinerancias de sus protagonistas para que la ciudad cumpla su rol
de cartografía vital, cada uno la desafía desde la memoria pasada o futura
en la situación de alienación del protagonista de Servin o la crisis vital de
Aurelio. Los recorridos de los personajes instalan las actualizaciones de los
imaginarios de la ciudad perdida y recuperada por la memoria dificultosa de
los sujetos clase mediero intelectualizados de Celorio y Mejía Madrid, en un
caso parecido a Aurelio, así como de los personajes marginales que inundan
la ciudad caída en la ingobernabilidad de Servin algunos mínimos elementos
con los que puedan reconstruir fragmentos de la totalidad extraviada. El
sentido parece desperfilarse en la medida en que van desapareciendo las
huellas de la memoria que algunos de los protagonistas de estas novelas se
esfuerzan por reconstruir. Desde la perspectiva de los autores hay una persistencia en reexplorar nuevos cauces que proporciona la ciudad maldecida
por excelencia, la ciudad de la excrecencia que libra una batalla permanente
por resistir la destrucción final a través de imágenes que incorporan y acaso
conjuren el apocalipsis presentido de la megaciudad imposible. Un personaje
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que se escapa a esta condición es Adrián Astoria, demasiado marcado por
su lugar de investigador joven que es contrapunto de la destrucción que se
avecina a través del fuego (destrucción de la página también).
Particularmente, se observa una tercera forma o eje, algo más transversal
para revisar esta imaginación apocalíptica. Esta puede ser deducida a partir de
los estudios de Yuri Lotman sobre la semiótica urbana en San Petersburgo y
tiene que ver con la relación del destino final de la ciudad rusa en la mitología
urbana de la destrucción. Lotman allí afirma que en la peculiar construcción
artificial de la ciudad y en el triunfo precario de la piedra sobre el agua, el
elemento natural retorna a través de inundaciones constantes de la urbe, lo
que origina el mito de la destrucción final de la ciudad subsumida por las aguas
del río Neva. La idea del semiólogo orbita alrededor de la representación de
una ciudad condenada que se condensa en la destrucción del diluvio final y
en la oposición de los elementos de piedra y agua. Respecto a esto, se puede
afirmar que la fundación de Tenochtitlán tiene ese componente original del
mito ligado a la fundación de la ciudad con el reconocimiento de la profecía
de los aztecas en el nopal de un islote de la laguna de Texcoco en donde se
encontraba el águila devorando a la serpiente en 1325… Esta precariedad
inicial que, por ejemplo, Mejía Madrid expone a través de las lluvias y de los
terremotos confronta a esa ciudad azotada por los elementos naturales y no
es extraño reflexionar que la imaginación apocalíptica también apele a ella.
Literalmente en Héctor Toledano vemos a la ciudad inundada en su retorno a
la laguna original y cómo los personajes parecen errar para buscar un nuevo
pacto con la ciudad desaparecida, pero también la caída de las Torres de la
Catedral en Celorio apela a ese sustrato piramidal de la ciudad indígena que
se sobreimpone como venganza a las construcciones cristianas y en Gonzalo
Soltero las ratas subterráneas y el fuego purificador que al final de su texto
amenaza con el comienzo del apocalipsis destructivo mantienen esa peculiar
relación con los signos de la naturaleza que terminan imponiendo su ley al
habitante de la ciudad. El final termina siendo una especie de redención para
una ciudad que ha roto su pacto de sociabilidad y que parece conminada a
la irremediable metamorfosis de unas condiciones ya inaceptables.
Obras citadas
Celorio, Gonzalo. Y retiemble en sus centros la tierra. México: Tusquets, 1999.
. México, ciudad de papel. México: Tusquets, 1988.
Gallo, Rubén (comp.). México Df.: lectura para paseantes. Madrid: Turner,
2004.
Guarino, Augusto. “L’imminente catastrofe: distruzione, disfacimento, destrutturazione nella narrativa messicana di fine millennio”, localizado en
http: //cvc.cervantes.es/literatura/aispi/pdf/11/11_519.pdf
Lotman, Yuri. “Símbolos de Petersburgo y problemas de semiótica urbana”,
Entretextos 4, localizada en http: //www.ugr.es/~mcaceres/entretextos/pdf/entre4/petersburgo.pdf
Manzoni, Celina. “Cartografías culturales: de la ciudad mítica a la ciudad
puerca”, localizado en http: //www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v09/
manzoni.html
Mejía Madrid, Fabrizio. Hombre al agua. México DF: Joaquín Mortiz, 2004.
Monsiváis, Carlos. Los rituales del caos. México, D.F.: Eds. Era, 1995.
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Patán, Federico. “La ciudad en la narrativa mexicana reciente”, localizado
en http: //www.posgrado.unam.mx/servicios/productos/omnia/anteriores/11/05.pdf.
Quintana, Isabel A. “Topografias urbanas de fin de siglo: las formas de la mirada
en la literatura mexicana”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana,
Año XXX, Nº 59. Lima-Hanover, ler Semestre de 2004. 249-266.
Reati, Fernando. “La ciudad posapocalíptica”, en Postales del porvenir. La
literatura de anticipación en la Argentina neoliberal (1985-1999).
Buenos Aires: Biblos, 2006. 124-29.
Salazar Escalante, Jezreel. “Recobrar el paraiso. La ciudad de México en
la literatura”, localizado en http: //www.fundacionpreciado.org.mx/
revistas/134/reflexion.pdf
Soltero, Gonzalo. Sus ojos son fuego. México: FCE, 2007.
Servin, Juan Manuel. Al final del vacío. México DF: Mondadori, 2007.
Toledano, Héctor. Las puertas del reino. México: Joaquín Mortiz, 2005.
Tovar de Teresa, Guillermo. The city of palaces: chronicle of a lost heritage;
introductory texts Enrique Krauze, José E. Iturriaga. México: Vuelta,
1990.
Villoro, Juan. “La voz del enemigo”, en página web oficial de Juan Villoro,
localizado en http: //www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/
villoro/cuentos/voz_enemigo.htm.
. “El eterno retorno a la mujer barbuda”. Cohen, Marcelo y otros, Diagonal
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VVAA. “lunes 3 de diciembre de 2007, J.M. Servin presenta novela ‘Al final
del vacío’”, “consultado el 15 de julio de 2010”, localizado en http: //
esquinatijuana.blogspot.com/2007/12/al-final-del-vaco.html
Salazar, Jezreel. La ciudad como texto. La crónica urbana de Carlos Monsiváis.
México, Universidad Autónoma de Nuevo León, 2006.
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ISSN 0716-0798
“Narconovela” mexicana. ¿Moda o subgénero literario?*
Mexican “Narconovela”: A Journey into a New Literary Sub-Genre
Felipe Oliver
Universidad de Guanajuato
[email protected]
Es bien sabido que el narcotráfico es un complejo fenómeno social, político y económico
que en el caso hispanoamericano afecta sobre todo a Colombia y a México. No puede
sorprendernos entonces la proliferación de obras literarias que recogen desde la ficción
la problemática del contrabando y su profundo impacto en la sociedad. Más allá de
la común presencia de una misma temática en diferentes textos, la “narcoliteratura”
mexicana posee una regularidad en la designación de los objetos, en las fuentes
intertextuales, en la común presencia de personajes prototípicos. No es entonces
precipitado proclamar la existencia de un subgénero literario.
Palabras clave: literatura mexicana contemporánea, literatura y narcotráfico,
carne monstruosa.
It is well known that drug trafficking is a complex social, political and economic phenomenon that affects mainly to Colombia and Mexico. It is not surprising then the
proliferation of literary works that reproduce through fiction the deep and profound
impact of drug smuggling on society. Beyond the common presence of a same topic
in different texts, the “Mexican narcoliteratura” possesses some regularity in the
designation of objects, in the literary sources quoted inside each single novel, in the
common presence of prototype characters. Therefore, we can actually propose the
existence of a new literary sub-genre.
Keywords: contemporary mexican literature, literature and drug trafficking,
the savage anomaly.
Recibido: 18 de octubre de 2010
Aprobado: 19 de marzo de 2011
* Este trabajo forma parte de un proyecto mayor en proceso titulado Para una poética de
la narcoliteratura, que el autor actualmente desarrolla en la Universidad de Guanajuato,
en México.
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El narcotráfico es un complejo fenómeno social, político y económico que
en el caso hispanoamericano afecta sobre todo a Colombia y a México. No en
vano ha sido abordado profusamente desde diferentes ángulos: su potencial
económico, la fascinación que genera entre los excluidos, sus símbolos religiosos y su mensaje mesiánico, la constitución orgánica de los principales
carteles y sus métodos de operación, su infiltración en las más altas esferas
de la política, por mencionar algunos ejemplos. El narcotráfico es una materia especialmente fértil para un número nada desdeñable de disciplinas y
géneros disímiles entre sí como el periodismo de investigación, el análisis
económico, la sociología, la antropología y, por supuesto, la literatura. Para
no ir más lejos, en este momento México experimenta un verdadero boom
de la “narcoliteratura”. Es decir, de obras literarias que recogen de manera
central o parcial la producción, distribución y consumo de drogas.
El término narcoliteratura no es quizá el más académico o rigorista, pero
sí el más funcional o por lo menos el más reconocible. Basta con asomarse
a los medios masivos de comunicación para escuchar o leer términos como
narcojuniors, narcodólares, narcocantantes, narcocorridos, narcoblogs,
narcovengaza, narcosucesión, narcomanta, y otros tantos. La literatura no
ha quedado libre de la fetichización del prefijo “narco”, y para bien o para
mal los textos literarios que tocan la problemática político-social del contrabando han sido agrupados de manera irremediable bajo la marca genérica
de narcoliteratura, con sus respectivos subgéneros como el narcocorrido, la
narconovela o el narcoperiodismo. Desde luego, sería más apropiado hablar
de corrido, novela o periodismo sobre el narcotráfico. Mientras el prefijo
narco encasilla la obra hasta casi anular cualquier lectura al margen de
“lo narco”, la preposición “sobre” traza o define una ruta de acceso que no
clausura otras posibilidades. Sin embargo, el prefijo “narco” parece estar lo
suficientemente arraigado en el inconsciente colectivo para resistir cualquier
embiste académico.
Proclamar la existencia de una Narcoliteratura con mayúsculas puede ser
peligroso. Es necesario acotar el terreno, fijar la discusión dentro de ciertos
límites manejables. Acaso uno de los primeros esfuerzos en esta dirección
corresponde al crítico Rafael Lemus, quien, en una nota publicada en septiembre del 2005 en la revista Letras Libres, definió la literatura sobre el
narcotráfico como un subgénero que no aporta nada desde un punto de vista
estético-literario, económicamente redituable pero susceptible a ser reducido a una simple moda, y por tanto condenado a priori a un olvido que más
temprano que tarde habrá de llegar1. Un dato interesante: Lemus no habla
todavía de “narcoliteratura” sino de literatura sobre el narcotráfico. En todo
caso la postura es polémica; ¿existe un instrumento o modelo para definir
más allá de toda duda el valor literario de una obra, la que sea? ¿Existe un
criterio infalible para identificar las tendencias que dejarán huella y deslindarlas de aquellas destinadas al olvido? Pero sin duda la afirmación más
peligrosa de Lemus consiste en situar de manera categórica el subgénero
entre la comunidad de escritores del norte del país:
1
A no ser que el narco, en palabras de Lemus, triunfe, arrase con todo “y entonces ya toda
la literatura será sobre el narco”. (40)
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FELIPE OLIVER
“NARCONOVELA” MEXICANA. ¿MODA O SUBGÉNERO LITERARIO?…
Desde allá se escribe una literatura que alude irremediablemente al narco. Es imposible huir: el narcotráfico lo
avasalla todo y toda escritura sobre el norte es sobre el
narcotráfico. Algunos autores omiten su presencia y retratan
su ausencia: el desierto de Daniel Sada, el circo de David
Toscana, la metaliteratura de Cristina Rivera Garza. Otros
miran de frente al narco y apuntan: Federico Campbell,
Gabriel Trujillo Muñoz, Élmer Mendoza, Luis Humberto
Crosthwaite, Juan José Rodríguez, Eduardo Antonio Parra,
Luis Felipe G. Lomelí (39).
Lo más increíble no es el reduccionismo que lo lleva afirmar que toda
escritura sobre el norte es sobre el narcotráfico, sino la facilidad con la que
extiende la condena a aquellos autores norteños que jamás han dedicado
una página al narcotráfico. Sea por obra u omisión, para Lemus los términos escritor norteño y “narcoescritor” funcionan como sinónimos. Y por si
lo anterior no fuera suficiente, el crítico extiende la fórmula unívoca de los
“hijos bastardos de Rulfo” (39): “lenguaje coloquial, violencia plástica, orgullo
regionalista, populismo, picaresca” (40). Pero lo que más inquieta al crítico
es la amenaza que el norte representa para el centro. El creciente interés por
la “narconorteliteratura” ha desplazado los reflectores creando así la falsa
ilusión de “que allá arriba es donde ocurre el país” (42). Lo que antes era
margen, el territorio en donde la “identidad verdadera” comenzaba a diluirse
puede eventualmente reconfigurar el mapa literario de modo que el centro
geográfico del país pasará a ocupar un espacio marginal dentro del campo
de producción cultural. El centro geográfico desplazado a periferia cultural,
y la periferia geográfica ocupando el centro de la cultura.
Ante una lectura tan poco amigable respecto a todo cuanto se escribe en
y sobre el norte, es fácil entender que la réplica no se haya hecho esperar.
En efecto, en el número siguiente de Letras Libres, Eduardo Parra respondió
a la nota de Lemus argumentando que pocas veces en la literatura ha sido
“abordado el narcotráfico como tema. Si éste asoma en algunas páginas es
porque se trata de una situación histórica, es decir, un contexto”2. Ciertamente
muchas obras catalogadas como “narcas” tocan este fenómeno de manera
tangencial, como un simple telón de fondo en medio de un conflicto (existencial, amoroso, familiar, social, político) más amplio. Si para Rafael Lemus
todo lo que se produce en el norte empieza y termina con el narcotráfico, para
Eduardo Parra los ejemplos escasean. Y lo más importante, cuando el narco
emerge con plena claridad en una obra literaria –y no por una cómoda omisión
que Lemus define como el “retrato de su ausencia”–, el responsable no es
siempre un escritor norteño. Para comprobarlo, Parra nos recuerda que Yuri
Herrera, autor del “clásico joven” Trabajos del reino (2003), nació en Hidalgo.
Para Eduardo Parra la literatura sobre el narcotráfico no es el subgénero
exclusivo de una minoría descentralizada con sede en los estados del norte.
Ni siquiera una moda; es parte de la realidad diaria de México y por consiguiente es inevitable que emerja aquí y allá en la literatura contemporánea.
2
Disponible en http: //www.letraslibres.com/index.php?art=10752
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El que el foco de atención se haya desplazado del centro geográfico del país
al norte no es gracias al narcotráfico sino a pesar de él. Las razones del
éxito de los narradores del norte debemos buscarlas en “su vitalidad, a la
búsqueda de una renovación en el lenguaje, a sus referencias constantes a
la tradición literaria mexicana, a su estrecha relación con la realidad actual
y, sobre todo, a la variedad de sus propuestas temáticas”3. Desde este punto
de vista, si dichos autores publican en las editoriales del centro geográfico
del país responde a un fenómeno del mercado pues “las únicas editoriales
con distribución satisfactoria se ubican en el DF”, y si “uno quiere que lo lean
en Tijuana o Mérida debe publicar en el DF”4.
La polémica entre Lemus y Parra puede entonces resumirse a una disputa
geográfica entre el norte y la capital para determinar a quién corresponde
la etiqueta de periferia5. Lemus habla de “narcopopulismo” para desacreditar al norte, y Parra lo defiende aludiendo a su vitalidad poética. Revisando
posturas y lecturas, se concluye que hasta ahora el debate ha girado en
torno a la necesidad de espacializar la narcoliteratura en una época en
donde las fronteras entre el centro y el margen pierden nitidez o cuando
menos relevancia. En el proceso lo más importante ha quedado afuera, la
literatura. Mientras los críticos discuten actas de nacimiento o la capacidad
de distribución de las editoriales, la obra literaria queda reducida de una vez
y para siempre en el prefijo “narco”. Pero, ¿qué quiere decir exactamente el
prefijo que convierte a la novela en narconovela? Si acaso existe un punto
de consenso, este podría ser la representación de la violencia. Sin embargo,
no toda la violencia es “narcoviolencia”. El propio Parra, a quien Lemus toma
como uno de los paradigmas indiscutidos del subgénero, ha escrito mucho
sobre la primera (la delgada línea que en la experiencia sexual separa al
erotismo de la dominación, la violencia utilitaria que los sujetos marginales aplican de manera sistemática para subsistir, la violencia “legítima” del
Estado como un instrumento para someter-gobernar a la población, etc.,)
pero poco sobre la segunda.
Más que constatar la presencia de una misma temática, contexto o circunstancia en diferentes textos narrativos, la discusión debería de centrarse
en la búsqueda de un sistema de relaciones propio que organice el texto a
partir de ciertos códigos intrínsecos. Amplia es la bibliografía sobre algunos
autores que en su momento han abordado el fenómeno del narcotráfico desde
la ficción. Sin embargo, el objetivo último es siempre un análisis netamente
literario sobre las características específicas de una novela en particular. En
el mejor de los casos la obra es despachada “al cajón” del neopolicial latinoamericano, del costumbrismo norteño, la crónica urbana o cualquier otro
subgénero que indica lo que la literatura del narcotráfico comparte con otros
textos a expensas de aquello que le es específico. Falta esa interrogación
conjunta de los textos a partir de un (sub) código propio, que devele las
continuidades y discontinuidades en un conjunto significativo de obras para
3
Ibíd.
Ibíd.
5 Para ampliar la discusión sobre la “literatura del centro” en oposición al norte véanse
también los textos de Álvaro Enrigue y Heriberto Yépez citados en la bibliografía.
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definir, de manera preliminar, al subgénero. Falta la lectura desde adentro
que detecte en los textos una regularidad en la designación de los objetos,
en la articulación de las imágenes, en las referencias intertextuales que
proponen cierta orientación en la lectura. A continuación, algunos puntos
que quizá puedan ayudar a subsanar la laguna crítica.
Cuerpo enfermo o Carne monstruosa
El cuento “Pasado pendiente” (1992) de Héctor Aguilar Camín recoge con
rigor histórico disfrazado de ficción los orígenes de la siembra de amapola
en Sinaloa. De acuerdo con la información entregada por el texto, durante
la Segunda Guerra Mundial la demanda de morfina para atender a los soldados en combate obligó al gobierno norteamericano a buscar en México
a un nuevo proveedor de amapola. Para poner en marcha el proyecto, un
marine norteamericano “llamado” Willy-Billy se traslada a la sierra mazatleca
y “repartiendo dinero por adelantado” (14) comienza a sembrar cañadas con
el apoyo del campesinado local y el gobierno mexicano. El negocio, aunque
transcurre en el más estricto secreto para evitar un escándalo político, no
deja de ser legal pues finalmente los gobiernos de ambos países coordinan
directamente la compraventa de la amapola. Terminada la guerra, los norteamericanos dan por concluido el acuerdo y el gobierno mexicano obliga,
sin mucho éxito, a los rancheros a quemar los plantíos. Transcurridos unos
meses, Willy-Billy regresa a la sierra para reactivar el negocio, esta vez al
margen de los poderes oficiales. Así, lo que antes era un acuerdo comercial
entre dos países no tardó en mutar en tráfico ilegal entre privados.
Para entrar en materia, ya desde la primera descripción que el texto entrega sobre Willy-Billy el personaje llama la atención gracias a su descomunal
estatura y a la enorme cicatriz que luce en el cuello. Más adelante, cuando
reaparece en la historia para reorganizar el negocio en la clandestinidad, su
cuerpo luce “un ojo cerrado con otra cicatriz, la cabeza al rape y una oreja
mondada por un tiro” (36). Páginas después recibe un balazo que le destroza
el antebrazo izquierdo. En resumen, conforme avanza el relato el personaje
se va “quedando a pedazos en sus guerras y sus cicatrices” (39) hasta convertirse en amasijo de miembros deformes y amputados. Paradójicamente,
mientras su cuerpo se resquebraja la organización delictual que conduce
crece a un ritmo insospechado infiltrándose en el Estado, corrompiendo a los
funcionarios públicos y a los cuerpos de seguridad, seduciendo e integrando en sus filas a los grupos sociales más desvalidos. Sin embargo, Aguilar
Camín no cae en la arquetípica representación del narcotraficante generoso
y altruista. Al contrario, Willy-Billy es sanguinario, brutal, y traiciona a sus
amigos sin vacilar. En el punto más álgido de su crueldad, comienza a secuestrar muchachitas para violarlas y regentearlas en sus prostíbulos, después
de marcarlas con una “W” cual ganado.
La obsesión por el cuerpo, o más concretamente por la destrucción del
cuerpo, es también una constante en la reciente novela de Juan Pablo Villalobos
Fiesta en la madriguera (2010). El narrador de la obra es un niño llamado
Tochtli que vive encerrado en un palacio por motivos de seguridad ya que su
padre dirige un cártel en la cúspide del poder. A través de la televisión, principal
enlace con el mundo exterior del que dispone, Tochtli sigue la historia de un
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jefe de policía asesinado cuyos miembros amputados comienzan a aparecen
aquí y allá, desperdigados por toda la ciudad. Conforme avanza la novela
la noticia se complica hasta convertirse en un rompecabezas humano, pues
las autoridades no son capaces de dilucidar si los miembros responden a la
misma y única persona, o si, por el contrario, se trataría de varias víctimas
cercenadas. Al respecto, el propio Tochtli comienza a notar cambios en la
conducta de su padre, por lo que a partir de la poca información que posee
debe descifrar cómo o de qué manera el o los cuerpos mutilados afectan su
entorno inmediato.
De igual modo, Tochtli practica un curioso “juego de preguntas y respuestas” (18) con su padre (Yolcaut).
Uno dice una cantidad de balazos en una parte del cuerpo y el otro contesta: vivo, cadáver o pronóstico reservado.
–
Un balazo en el corazón.
–
Cadáver.
–
Treinta balazos en la uña del dedo chiquito del pie izquierdo.
–
Vivo.
–
Tres balazos en el páncreas.
–
Pronóstico reservado.
Y así seguimos. Cuando se nos acaban las partes del cuerpo buscamos
nuevas en un libro que tiene dibujos de todo, hasta de la próstata y el bulbo
raquídeo (18).
Lo que para Yolcaut puede resumirse a un simple juego, para Tochtli es
una verdadera curiosidad científica (cuando se le acaban las partes acude a la
enciclopedia) por conocer los límites del cuerpo, por establecer la frontera en
donde la violencia transforma al “vivo” en “cadáver”. El conocimiento puesto
al servicio de la crueldad; el saber es poder, y el poder se reconoce como tal
cuando ejerce sistemáticamente la violencia en contra del cuerpo del otro. Por
consiguiente, conocer los límites del cuerpo es conocer los límites del poder.
Por dar otro caso, la novela Perra brava (2010) de Orfa Alarcón comienza
con la descripción de una relación sexual entre la protagonista, Fernanda, y su
pareja Julio, un narcotraficante en pleno ascenso. Desde los primeros besos
la mujer percibe un sabor extraño en la piel de Julio, pero como la luz de la
habitación permanece apagada no logra identificar el origen de la anomalía.
Terminado el trance erótico, enciende la luz de la habitación y descubre con
horror que Julio se encuentra cubierto en la sangre de un enemigo al que
previamente descuartizó. La posesión sexual ya no basta para confirmar el
poder sobre el otro; es necesario añadir con violencia la “presencia” de un
tercero que ha sido a su vez ultrajado. Dos cuerpos lacerados en una misma
cópula que confirman el poder encarnado en Julio.
Siguiendo con Perra brava, vale la pena mencionar también el caso de un
político populista que públicamente se presenta como un individuo aquejado
por cualquier cantidad de desórdenes psicomotrices. Cuando pronuncia un
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discurso o comparece ante las cámaras de televisión la saliva se escurre por
la comisura de sus labios, tartamudea y su cuerpo se agita en la silla. Pero se
trata de una farsa, de una imagen que pretende despertar la simpatía de los
votantes mediante la pena; sus problemas son en realidad fingidos y puertas
adentro goza de una envidiable salud al tiempo que practica la pederastia.
La lista de ejemplos podría prolongarse. Mejor llevar la discusión un
paso más lejos y constatar desde ahora un claro paralelismo entre el cuerpo
humano y el cuerpo social. El primero incide en el segundo, uno y otro son
inseparables. Dicho con otras palabras, lo individual se pierde o difumina en
la esfera de lo colectivo; la malformación o destrucción de un cuerpo refleja
la enfermedad moral de la sociedad en su conjunto. La destrucción física de
Willy-Billy, el rompecabezas humano de Fiesta en la madriguera, y el político
populista de Perra brava que se finge víctima de una enfermedad fisiológica
para esconder su real papel de victimario sexual, reflejan la enfermedad
moral del cuerpo social.
Ahora, al hablar de un cuerpo social enfermo no estamos nada lejos de
lo que Michael Hardt y Antonio Negri definen como carne monstruosa. Entre
las múltiples aristas del ya largo debate entre modernos y posmodernos se
ha discutido hasta el cansancio sobre la extinción de los cuerpos sociales
tradicionales; la familia, la iglesia, las asociaciones cívicas y, en síntesis, el
pueblo como un cuerpo social unificado. Esta disolución que unos abominan
y otros aplauden no implica necesariamente que toda sociedad contemporánea se resuma a un conjunto fragmentario de sujetos disociados. La razón
es simple; las individualidades, por muy divididas que puedan parecernos,
siguen insertas en un espacio social que las contiene y agrupa. Por consiguiente, más que un cuerpo social unívoco y homogéneo o su contrario, una
completa disolución de individualidades dispersas, lo que tenemos ahora es
una multitud compuesta por colectividades al parecer irreconciliables entre sí;
las minorías étnicas y sexuales, los inmigrantes, las tribus urbanas, etc., que
se rehúsan a ser atrapadas “en la jerarquía orgánica de un cuerpo político”
(228). Desde luego, es lógico pensar que por su aparente ingobernabilidad,
para ciertas susceptibilidades la multitud como
carne social viva e informe puede parecer monstruosa.
Para muchos, esas multitudes que no son pueblos ni naciones, ni siquiera comunidades, representan un ejemplo
más de la inseguridad y el caos, que han traído consigo
el colapso del orden social moderno. Son catástrofes
sociales de la posmodernidad que se asemejan, según
esa óptica, a las horribles criaturas generadas por los
errores de la ingeniería genética, o a las terroríficas
consecuencias de los desastres industriales, nucleares
o ecológicos. (228)
Ciertamente en la escena contemporánea se han hecho visibles “nuevos”
actores sociales vinculados al narcotráfico. Basta con asomarse a la literatura
para encontrar novelas, crónicas y testimonios sobre narcotraficantes, sicarios, “mulas” o “burreros”, chicas prepago, etc., que son a un mismo tiempo
causa y efecto de la corrupción política y la generalización de la pobreza que
contribuyen al florecimiento del contrabando. Mientras Hardt y Negri celebran
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la caída del orden jerárquico tradicional y la subsecuente emergencia de un
nuevo poder, la literatura encuentra en el narcotráfico horribles criaturas
generadas por la catástrofe social.
Un pasaje tomado de la novela Trabajos del reino (2003) de Yuri Herrera
puede ayudarnos a entender lo expuesto en el párrafo anterior:
Están muertos. Todos ellos están muertos. Los otros. Tosen
y escupen y sudan su muerte podrida con engaño pagado
de sí mismo, como si cagaran diamantes. Sonríen los
dientes pelados cual cadáveres; cual cadáveres, calculan
que nada malo les puede pasar.
Simón.
Tienen una pesadilla los otros: los de acá, los buenos, son
la pesadilla; la peste de acá, el ruido de acá, la figura de
acá. Pero acá es más de veras, acá está la carne viva, el
grito recio, y aquellos son apenas un pellejo chiple y maleado que no atina color. Un reflejo hecho materia blanda
y prendido de alfileres.
A los muertos no se les pide permiso. Al menos, no a los
pinches muertos. Se hace lo que se hace. Se agarra el
modo y se presume, como quien pronuncia el nombre, y
no se fija en lo que les buiga a los demás. O sí: para sentir
su espanto, pues, porque el susto de los otros alimenta
bien, remacha que la carne de los buenos es brava y necesaria, que hace bulto y zarandea las cosas.
Habría que tomarlos de la crin y restregarles la cara contra
esta verdad puerca y áspera y maloliente y verdadera, que
les dé tentación. Hay que sentarlos en las púas de este
sol, hay que ahogarlos en el escándalo de estas noches,
hay que meterles nuestro cantadito bajo las uñas, hay
que desnudarlos con estas pieles. Hay que curtirlos, hay
que apalearlos.
Machín les escama oír mentar de este mal sueño que cobra
vidas y palabras. Les escama que Uno sume la carne de
todos, que Aquel guarde la fuerza de todos. Les escama
quién es y cómo es y cómo se lo dice. Sólo se atreven a
saberlo cuando se abandonan a la verdad de sí mismos,
en el pisto, en el baile, en el ardor, jodidos, para eso estaban buenos. Mejor quisiera oír nomás la parte bonita,
verdá, pero los de acá no son canciones para después del
permiso, el corrido no es un cuadro adornando la pared.
Es un nombre y es un arma.
Cura que les escame.
Quién quita y al final averiguan que ya son carne agusanada.
(63-64)
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Carne viva, carne de los buenos, carne de todos y carne agusanada,
términos que no pueden pasar inadvertidos. Aquí el narrador muestra dos
grupos sociales que se oponen y retroalimentan. Un “acá” que forma parte
del narcotráfico y un “los otros” que mira a los primeros con horror y fascinación. Colectivos antagónicos pero interdependientes; los de acá necesitan
del miedo de los otros, un miedo arrancado mediante el uso de la violencia,
ya que “el susto de los otros alimenta bien”, “la carne de los buenos es buena
y necesaria”, “hace bulto y zarandea las cosas”. “Los de acá” y “los otros”,
términos elusivos pero sobre todo inclusivos pues ante el empuje del narcotráfico las otroras categorías de exclusión como la etnia, género, clase social
o ideología han perdido su validez. Pertenecer o no pertenecer al narco, he
ahí la cuestión. Mientras Hardt y Negri sueñan con una integración total de
la multitud a partir de lo común, en una carne unida en su heterogeneidad,
Yuri Herrera nos recuerda la violencia que implica acoplarse con el otro, nos
obliga a cuestionarnos si estamos dispuestos a integrarnos con el narco.
De igual modo, la pregunta esconde una advertencia detrás de “la parte
bonita” que traslucen los narcocorridos. El narcotráfico es quizá la riqueza y
el poder, pero de ningún modo la anarquía o la impunidad. Al contrario, una
vez que el protagonista sustituye la cantina por el palacio del Rey pierde su
antiguo mote, Lobo, para “llamarse” en lo sucesivo El Artista. Y como él,
todos los que habitan el palacio carecen de un nombre. La Niña, El Periodista,
El Heredero, La Cualquiera; sustantivos genéricos que distinguen al sujeto
sólo a partir de la función específica que cumple dentro de una organización
jerárquica donde el tránsito social es apenas posible. El narcotráfico emerge
entonces como una institución cerrada, asfixiante y vampírica.
La literatura recurre a diversas imágenes para reproducir de manera artística los nocivos efectos sociales relacionados con el narcotráfico. El cuerpo
puede ser descompuesto hasta convertirse en una proyección monstruosa,
como en el caso de Willy-Billy, o bien puede ser simple evidencia corpórea de
una monstruosidad perpetuada, como en la cópula sexual en Perra brava. En
cualquier caso el cuerpo/carne aparece en la “narcoliteratura” a manera de
un significante variable que apunta a un solo y único significado: un espacio
social en franca descomposición.
Las narrativas sobre el narcotráfico plasman, sí, la violencia, la corrupción
política y la impunidad con la que “los malos” exhiben públicamente su poder.
De ahí que la crítica tienda a relacionarlas con el neopolicial latinoamericano
y hasta con la larga tradición de novelas sobre el cacique/dictador. Pero ante
todo hace visible la emergencia de nuevos colectivos, la transformación de los
cuerpos sociales tradicionales en carne elusiva, monstruosa, ingobernable.
La violencia, por muy cruda o explícita que aparezca en el relato literario,
no es un signo; es apenas un significante, la expresión material de una
Revolución profunda que aún no puede ser representada a cabalidad ya que
sus alcances reales son imposibles de vislumbrar. Revolución con mayúsculas,
el narcotráfico posee la capacidad para reconfigurar la sociedad, deslegitimar
la “violencia legítima” de las fuerzas de seguridad oficiales y para intervenir
el Estado hasta desarticularlo6.
6
Para una distinción más completa sobre la violencia política y violencia revolucionaria,
véase el ensayo de Walter Benjamin Para una crítica de la violencia presente en la bibliografía.
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Rulfo: una constante intertextual
Entre los narradores mexicanos que reflexionan sobre el narcotráfico, la
intertextualidad con la obra de Juan Rulfo en general o con Pedro Páramo
en particular no es sorprendente. En ocasiones, la referencialidad con la
conocida novela mexicana es tan obvia como explícita, como en el ya mencionado cuento “Pasado pendiente” de Héctor Aguilar Camín en donde el
narrador menciona dos veces a Pedro Páramo, a la que alternativamente
define como la “gran novela del padre en lengua española” (38) y “nuestro
único clásico irrefutable” (27). El objetivo inmediato de esta doble mención
a la obra de Rulfo es la de establecer un paralelo con la historia que se está
contando. “Pasado pendiente” es también un relato sobre el padre, o más
específicamente sobre un hijo que al indagar en el pasado del padre descubre
que éste alguna vez ejerció un enorme poder en la sierra gracias al cultivo
de la amapola.
En otras novelas la intertextualidad aparece acaso como un homenaje,
como en Balas de plata (2008) del sinaloense Elmer Mendoza. En efecto,
en una escena más curiosa que significativa, el protagonista de la novela,
el Zurdo Mendieta, se detiene en una librería para comprar un ejemplar de
Pedro Páramo para posteriormente regalárselo al hijo de un colega. El episodio tiene poca o nula relevancia dentro del desenvolvimiento de la trama,
por lo que todo sugiere que Elmer Mendoza se tomó la libertad de rendir un
tributo rápido al autor de El llano en llamas.
Por el contrario, en otros textos la presencia de Rulfo subyace detrás de algún
pasaje especialmente sugestivo. Es el caso de la excelentísima Contrabando
(2008) de Víctor Hugo Rascón Banda, en donde leemos lo siguiente:
Vine a Santa Rosa por dos motivos. Pide vacaciones. Un
mes acá se te va a pasar volando. Podrás descansar, dormir
a gusto, sin los sobresaltos de México, esa ciudad terrible
y tendrás tiempo para escribir, tranquilamente, en la calma
del pueblo, eso que me contaste que tienes que hacer,
pero que no te sale, me había escrito mi madre. Cuando
tengo un problema, como ese de que no me brotan las
palabras ni el sentimiento, vengo a Santa Rosa, y aquí,
donde no hay luz eléctrica ni teléfono, puedo encontrar
los fantasmas que se vuelven personajes y los rumores
que se convierten en argumentos. (24)
El motivo del viaje a la casa familiar y el eco de la madre azuzando al
narrador parecieran remitir al lector al célebre principio de la obra de Rulfo.
Intuición que se vuelve certeza con la descripción somera pero sugerente
del espacio rústico e incomunicado en donde los fantasmas se vuelven
personajes y los rumores argumentos. Y en efecto, durante su estadía en
Santa Rosa, como un Juan Preciado contemporáneo, el narrador comienza
a recoger oralmente los relatos sobre los múltiples estragos que ha dejado
el narcotráfico en la región. Al final, la población de Santa Rosa termina por
adquirir una atmósfera fantasmal similar a la de Comala pues son las historias
sobre los muertos las que “dan vida” al texto.
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Sugerente es también el siguiente pasaje de la novela Al otro lado (2008)
de Heriberto Yépez:
Tiburón extendió su brazo y tocó la mejilla de Elsa.
Pero apenas lo hizo, la mitad posterior del rostro de Elsa
se resquebrajó y, al caer, la nuca se deshizo en el piso y un
segundo después todo su cuerpo se pulverizó frente a él.
De Elsa sólo quedó un apiladero de polvo blanco en el
piso. (314)
La similitud con el pasaje final de Pedro Páramo es evidente. No está de
más aclarar que la repentina transformación en polvo de Elsa es el resultado
de un largo deterioro físico y moral producido por su adicción al phoco, una
droga compuesta por residuos de cocaína, veneno para ratas y la tierra de
los cerros de Ciudad del Paso, alter ego de Tijuana. Al igual que el cacique
rulfiano cuyo cuerpo se transforma en un conjunto de piedras desperdigadas en el páramo (no en vano Pedro significa piedra), la metamorfosis de
Elsa parece cumplir un ciclo, a renovar un proceso; la droga compuesta a
partir del polvo de los cerros la convierte a ella en polvo del cerro. De paso,
vemos una vez más el motivo de la descomposición corporal, moral y social
discutido con anterioridad.
Desde luego, pensar la novela de Juan Rulfo como una especie de metatexto que aporta claves de lectura no puede ser una característica exclusiva
de la llamada narcoliteratura. Conocida es la importancia de Pedro Páramo
en el mapa de las letras hispanoamericanas y su obra ha sido homenajeada,
parodiada, citada, etc., por los más diversos autores en diferentes contextos.
Es necesario entonces preguntarse por qué la obra del jalisciense es una
referencia oportuna para pensar desde la literatura el complejo fenómeno
del narcotráfico. ¿Qué gana específicamente la narcoliteratura al vincularse
a sí misma a Pedro Páramo? Rafael Lemus despacha el problema aludiendo
a lugares comunes como el folclor y la oralidad. Esta lectura, incluso poco
apropiada para el propio Rulfo, sólo atiende a la expresión en demérito del
contenido.
Una posible respuesta apunta a las semejanzas entre el cacique y el
narcotraficante. No hay que olvidar que Pedro Páramo construye un imperio
a partir de métodos moralmente cuestionables. De igual modo, logra posicionarse por encima de la ley hasta volverse inmune a cualquier aplicación
de la justicia, de hecho él mismo se convierte en la justicia de la Media
Luna siendo imposible el desarrollo de cualquier actividad social o proyecto
económico sin su cooperación, tal como algunos narcotraficantes se han
adueñado de más de una ciudad mexicana desplazando al Estado, o incluso
incorporándolo y subordinándolo a su corporación.
Pero más allá de la identificación simbólica entre el personaje ficticio y
los capos reales, entre el Padre y el Padrino, la narrativa del narcotráfico
parece compartir con la obra de Rulfo aquello que desde Octavio Paz llamaríamos “voluntad de encarnación, literatura de fundación” (21). Me refiero
a la construcción de un universo narrativo autónomo y autorreferencial pero
altamente sugestivo para reflexionar desde la ficción sobre el acontecer
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latinoamericano. No pocas narconovelas se ambientan en “aldeas universales”
que dialogan con la Cómala de Rulfo. Es el caso de la Santa Rosa fundada
por Víctor Hugo Rascón Banda en Contrabando, de Ciudad del Paso en Al
otro lado de Heriberto Yépez, o Paracuán en Los minutos negros de Martín
Solares. Verdad es que algunas de estas ciudades tienen un referente extratextual claro y definido, pero la traducción literaria indica un interés por
evitar que la lectura se agote en la representación de la realidad inmediata,
casi como si se tratara de un trabajo periodístico. Aquí lo se persigue es la
inserción en un archivo literario que además de Rulfo incluye a Juan Carlos
Onetti, Alejo Carpentier, Elena Garro y Gabriel García Márquez entre otros.
Las narconovelas intentan entonces legitimarse apelando a la tradición,
reclamando una lectura diacrónica con esas grandes villas o aldeas como
Santa María, Santa Mónica de los Venados, Ixtepec y hasta Macondo. Las
diferencias apuntan al paisaje: con la única excepción de la Santa Rosa de
Rascón Banda, los universos representados en la narcoliteratura tienen mucho
de universal y muy poco de aldeano. Son ciudades industriales con un alto
número de inmigrantes atraídos por la oferta laboral de las maquiladoras
extranjeras, ciudades contaminadas, rodeadas de chabolas y casuchas de
cartón, con tráfico en sus avenidas y saturadas de anuncios publicitarios de
productos de origen estadounidense. Pero se trata de un simple decorado,
de imagen sin esencia. Aquí el fluido intercambio de imágenes, la movilidad
de los cuerpos y el logo norteamericano no son las señales que anuncian
la exitosa inserción de Latinoamérica en la modernidad. Así, a pesar de su
cercanía física con McOndo, las narconovelas están mucho más vinculadas a
Macondo7 pues en el fondo describen esencialmente fracasos y espacios en
descomposición, sello distintivo de las villas literarias de la segunda mitad
del pasado siglo.
Limitándonos tan solo a Rulfo, es posible sostener que si Cómala sintetiza
el fracaso de las reformas económicas y políticas que en su momento prometió la Revolución, ciudades como Santa Rosa o Ciudad del Paso reflejan
el triunfo definitivo del narcotráfico, y la profunda y directa injerencia del
crimen organizado en los asuntos del Estado. El resultado final es asfixiante,
peor aún que en la novela de Rulfo. Después de todo, uno de los grandes
méritos literarios de Pedro Páramo estriba en la capacidad del lenguaje para
arrancar imágenes de conmovedora belleza a la tierra yerma y desolada.
Existe también una cuota de heroísmo en los personajes, partiendo por el
propio cacique que construye su imperio no a pesar de sino a partir de las
deudas heredadas por el padre, y, por supuesto, sentimientos nobles como
7
Al hablar de Macondo y McOndo estoy recuperando las observaciones de los chilenos Alberto
Fuguet y Sergio Gómez, quienes en un prólogo titulado “Presentación del país McOndo”
postulan que, lejos de lo que los múltiples imitadores de García Márquez han propuesto
hasta el cansancio en la literatura como lo prototípicamente “latinoamericano”, nuestro
continente es esencialmente urbano. Esto no quiere decir que las comunidades rurales y
“exóticas” no formen parte de nuestra cultura. Al contrario, constituyen un rasgo más del
carácter híbrido de América Latina, pero en la actual escena posmoderna dista mucho de ser
lo más representativo de nuestras sociedades. De esta manera, Fuguet y Gómez reclaman
explorar desde la literatura esa otra cara, acaso tan sugestiva como Macondo, que tiene
que ver con el fluido intercambio de imágenes, con los medios masivos de comunicación,
con las metrópolis superpobladas y con la “invasión” de signos culturales estadounidenses
(MTV, McDonalds o Hollywood) en nuestra vida cotidiana.
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“NARCONOVELA” MEXICANA. ¿MODA O SUBGÉNERO LITERARIO?…
el amor, la ternura y la piedad. El hecho mismo de que los personajes narren
su historia desde la tumba más que una negación de la muerte representa un
triunfo de la esencia sobre la materia. En la “narcoliteratura”, por el contrario,
la dimensión heroica brilla por su ausencia, los muertos carecen de voz y sólo
adquieren cierta visibilidad cuando la violencia recae sobre ellos. Más que
sujetos son, a decir de Víctor Hugo Rascón, “retratos hablados. Retratos en
blanco y negro” (53). En muchas ocasiones ni siquiera conocemos sus nombres ni mucho menos sus biografías, son simples osamentas que aparecen
en el espacio. Ya no hay espíritu y a veces tampoco carne pues los cuerpos
sociales emergentes aniquilan los cuerpos tradicionales. Muerte sin poesía,
derrota sin heroísmo, polvo.
Existe una continuidad semántica y literaria entre Cómala y Santa Rosa,
Ciudad del Paso y Paracuán; la primera termina ahí en donde empiezan las
segundas. Una continuidad que no puede limitarse al lenguaje provinciano
ni mucho menos al folclor. Mejor remitirse al espacio en descomposición,
al cuerpo, a la fundación de un espacio alegórico para reflexionar sobre la
catástrofe social que pesa sobre México, elementos clave en la obra de Juan
Rulfo. El narcotráfico entendido como una industria trasnacional demanda
de carne monstruosa y carne de cañón para sostenerse y perpetuarse. Esta
carne la aporta el tercer mundo.
Una última reflexión
Es imposible negar que en la actual coyuntura política todo lo que tiene
relación con el narcotráfico es relevante y económicamente redituable. Los
medios masivos de comunicación apenas si hablan de otra cosa, y de hecho
el narcotráfico se ha convertido poco menos que en un gran espectáculo8.
Desde este punto de vista, es natural que más de un crítico literario recele
del subgénero y prefiera ver en la literatura sobre el narcotráfico una moda
pasajera que ha situado al norte del país en un lugar central dentro del mapa
literario. Postura peligrosa, por no decir errónea. Así, más allá de una discusión sobre el norte y el centro que en última instancia privilegia los registros
de nacimiento por sobre la literatura, es necesario abrir nuevos caminos
que amplíen la discusión: la continuidad del cuerpo como un significante
que permite problematizar en lo social, las redes intertextuales con la obra
de Juan Rulfo y la fundación de espacios imaginarios acaso constituyen un
buen comienzo.
Obras citadas
Corpus Literario
Alarcón, Orfa. Perra brava. México: Planeta, 2010.
Aguilar Camín, Héctor. “Pasado pendiente”. Historias conversadas. México:
Cal y Arena, 1992. 25-47.
Herrera, Yuri. Trabajos del reino. Cáceres-España: Editorial Periférica, 2010.
8
Véase el texto de Villoro citado en la bibliografía.
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Mendoza, Elmer. Balas de plata. México DF: Tusquets, 2010.
Rascón Banda, Víctor Hugo. Contrabando. México: Planeta, 2008.
Solares, Martín. Los minutos negros. Barcelona: Mondadori, 2006.
Villalobos, Juan Pablo. Fiesta en la madriguera. México: Anagrama, 2010.
Yépez, Heriberto. Al otro lado. México: Planeta, 2008.
Otras fuentes
Benjamin, Walter. Para una crítica de la violencia. Buenos Aires: Editorial
Leviatán, 1995.
Enrigue, Álvaro. “El cártel de los escritores”. Revista Chilango. Nº 84.
(Noviembre 2010). 40-58.
Fuguet, Alberto; Sergio Gomez (eds.). “Presentación del país McOndo”.
McOndo. Barcelona: Grijalbo, 1996.
Hardt, Michael y Antonio Negri. “La monstruosidad de la carne”. Multitud.
Buenos Aires: Debate, 2004. 225-230.
Lemus, Rafael. “Balas de salva. Notas sobre el narco y la narrativa mexicana”. Letras Libres. Nº 81 (Septiembre 2005). http: //letraslibres.
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Parra, Eduardo Antonio. “Norte, narcotráfico y literatura”. Letras Libres. Nº 82
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ISSN 0716-0798
Violencia y política del tráfico de menores en México
en clave de género negro. Una mirada desde una
voz femenina
Violence and Politics in the Traffic of Children’s in Mexico, Real
as Black Novel: A Female Voice Approach
Gilda Waldman
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM
[email protected]
Este artículo analiza la novela Morena en rojo de la escritora argentina-mexicana Miriam
Laurini. Publicada en 1994, aborda uno de los más lacerantes problemas del México
actual: el tráfico, a manos de vastas redes criminales, de niños y adolescentes –que
se traduce en adopciones ilegales, explotación laboral, prostitución, pornografía, abuso
sexual (incluyendo violación y asesinato), pederastia, etc.– en el marco de la ineficiencia
y corrupción policial y jurídica, así como de la falta de sensibilidad de las autoridades e
incluso de la sociedad. La novela se inscribe en el género negro, de enorme expansión a
nivel global, en tanto este género permite narrar –y denunciar– una sociedad en la que los
nexos entre política y corrupción son cada vez más estrechos. La novela analizada tiene
una importancia particular dado el escaso número de escritoras mexicanas abocadas a
explorar dicho género, a diferencia de lo que ocurre en otras partes del mundo. De igual
modo, es interesante la perspectiva de género presente en ella, dando voz narrativa a
una periodista de nota roja que a través de sus recorridos por la república mexicana
investigando el tráfico de menores registra, asimismo, la vida de diversos personajes
femeninos que sufren, de diversas maneras, el peso de la violencia social, que corre
paralela a la violencia política, en un país en el que en el presente ser periodista es
peligroso y en el que, en el marco de la casi incontrolable violencia que recorre los más
diversos ámbitos sociales, la nota roja se ha convertido en noticia de primera plana.
Palabras clave: México, género negro, tráfico de niños, violencia social y
política, corrupción.
The following text analizes the novel Morena en rojo,written by the mexican-argentinian
author Miriam Laurini. Published in 1994, it adresses one of the most stabbing problems
of nowadays Mexico: child and teenagers trafficking, masterminded and executed by
plenty of criminal networks, –translated into ilegal adoptions, exploitation, prostitution,
pornography and sexual abuse (including rape and murder), pederasty, etc.– exposing
the legal and policial inefficency and corruption, along with the lack of sensitivity of
the authorities and even of society. The novel labels under the noir genre, with great
global reach, for the latter allows the narration –and denounce– of a society in which
the links between politics and corruption get narrower as time goes by. The novel is
particularly important given the low number of female mexican authors that explore
the noir gender, unlike it is in other countries. Equally interesting is the perspective of
the gender present in the novel. The narrative is in charge of a female journalist who
goes across different Mexican states investigating child trafficking, and in the meantime, she registers the life of different female characters who suffer, in many ways, the
weight of social violence (which goes hand in hand with politic violence) in a country
in which, nowadays, the job of a journalist has become a dangerous one thanks to the
almost uncontrollable violence that dominates most of the social environments. In this
country, and because of the latter, policial press notes have become front-page news.
Keywords: México, noir genre, children trafficking, social and political violence,
corruption.
Recibido: 12 de marzo de 2012
Aprobado: 7 de mayo de 2012
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Dentro de la diversidad de géneros narrativos de la actual literatura conWHPSRUiQHDODQRYHODGHJpQHURQHJURʥQDFLGDHQODGpFDGDGHORVWUHLQWD
en Estados Unidos para narrar los conflictos sociales de la época a través
GHXQDKLVWRULDSROLFLDOʥVHUHLQVWDODGHQXHYDFXHQWDHQHOLPDJLQDULRGH
millones de lectores de todo el mundo, poblándolo de detectives o policías
escépticos, solitarios, astutos, antiheroicos, porfiados, relativamente derrotados, solitarios que cargan en su pasado con infinidad de fantasmas, y que
se mueven en la violencia oscura de las calles, en una atmósfera asfixiante
en las que se juegan los negocios del hampa, y en los ambientes sórdidos
en los que se despliegan las corrupciones políticas. No es casual que así
sea. En el marco de la incertidumbre y turbulencia que han caracterizado
al mundo desde el fin de la Guerra Fría, ligado al debilitamiento del Estado
y de los hilos homogeneizadores de la sociedad, a los costos sociales del
capitalismo neoliberal, a la expansión de las redes globalizadoras –incluidas
las criminales– y a la aparición de nuevas mafias, a los flujos migratorios, y
al renacimiento de la xenofobia y el racismo, entre muchos otros factores,
resulta natural la expansión de la novela negra en tanto modelo narrativo
eficaz que permite narrar –y denunciar– una sociedad en la que los nexos
entre política y corrupción son cada vez más estrechos, y en la que resulta
cada vez más difícil castigar los delitos, e incluso llegar a conocer la verdad
en torno a ellos.
Desde sus inicios, la novela negra tuvo un carácter de intensa masculinidad.
No sólo porque quienes las escribían eran varones, o porque sus acciones
transcurrían en ambientes sociales peligrosos y marginales, o porque sus
protagonistas fuesen detectives “duros” que utilizaban a menudo métodos
violentos que iban más allá del chantaje o la amenaza, sino también porque
predominaba en el género el imaginario de la dicotomía mujer-ángel/mujer
fatal. En el canon de la novela policial de género negro, la primera aparecía
como una víctima lastimada que necesitaba la guía masculina; la segunda,
como una mujer que utilizaba su atractivo sexual para manipular. Pero, ciertamente, la novela policial de género negro, en consonancia con los tiempos,
ha cambiado, y ya no constituye un monopolio exclusivo de los varones,
particularmente en Europa y en Estados Unidos. En los últimos años, la muy
amplia participación de las mujeres en la literatura mundial –visibilizándolas
y dotándolas de voz propia– ha tendido a subvertir los estereotipos y a encontrar formas expresivas propias de la experiencia femenina. En esta línea,
y en referencia al género negro, escritoras como Sue Grafton (1990, 1993,
1996, 2007, 2011), Sarah Paretsky (2002, 2008, 2009), Patricia Cornwell
(2011), Anne Holt (2011), Assa Larsson (2009, 2010, 2011), Diane Wei
Liang (2011) y Mercedes Castro (2008), entre otras, redefinen una de sus
convenciones básicas –el carácter masculino del protagonista– para introducir a médicas, abogadas o detectives fuertes e independientes, dedicadas a
resolver casos criminales, perseguir delincuentes y exponerse a situaciones
de peligro si es necesario.
En América Latina, la novela negra ha experimentado también durante
los últimos años un auge notable en el escenario literario de la región, encontrando un espléndido caldo de cultivo en una realidad marcada durante
décadas por regímenes militares, y ahora por la fragilidad democrática, la
violencia urbana, la expansión del narcotráfico y la ilegalidad, la persistencia
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de los abusos de poder, la debilidad del Estado de Derecho, el incremento de
la pobreza, la corrupción judicial y policial, entre otros factores. Caracterizada
por la profunda desconfianza en policías, autoridades judiciales y funcionarios estatales, asumiéndolos como generadores del crimen que ocultan
corruptamente la verdad, la novela negra en América Latina ha encontrado
magníficos exponentes en autores tan relevantes como Rubem Fonseca,
en Brasil (2008); Ramón Díaz Eterovic, en Chile (1987, 1992, 1993, 1996,
1999, 2000, 2001, 2002, 2003, 2005, 2006); Osvaldo Soriano (1973) y José
Pablo Feinmann, en Argentina (1982, 2006); Juan Grompone, en Uruguay
(1995), entre otros. Sin embargo, la incursión femenina en el género ha sido
más bien escasa (¿problema cultural que desalienta escribir sobre temas
tradicionalmente masculinos u ocupar los espacios literarios “propios” de los
varones?) aunque no inexistente, como lo evidencian Claudia Piñeiro (2005,
2011), Beatriz Vignolo (2006), Elsa Drucaroff (2010) y Marcela Serrano
(1999), entre otras. Tampoco en México, a pesar del amplio espectro de
mujeres dedicadas a los más variados géneros literarios, la novela policial ha
sido un género al que han recurrido las escritoras para explicar su sociedad
y su tiempo (Gámez, 2007), a pesar de que el género ha experimentado
una interesante reactivación desde la segunda mitad de los años setenta,
fortalecida a últimas fechas por una realidad caracterizada por la creciente violencia en el país, la crisis del sistema político, el debilitamiento del
presidencialismo, la corrupción social y política, la infiltración del crimen
organizado en numerosas esferas sociales, políticas y jurídicas, la creciente
brecha social, etc.
El género negro tiene, en México, una larga data (Rodríguez Lozano, 2005,
2009) y, desde los años setenta, se ha visto renovado por la extensa obra de
un autor como Paco Ignacio Taibo II, quien a través de su detective Héctor
Belascoarán Shayne (2010) se ha orientado a desmenuzar la dimensión
criminal del Estado mexicano. Pero la novela policial mexicana se ha visto
enriquecida en los últimos años por una pléyade de nuevos escritores como
César López Cuadras (1994), Eduardo Antonio Parra (2002), Francisco José
Amparán (1992), Gabriel Trujillo (2002), Leobardo Saravia (1990) y Elmer
Mendoza (2008, 2010), entre otros, quienes han creado una amplia obra
literaria en esta línea que se ubica en la frontera norte de México, principalmente Tijuana, Nuevo Laredo, Mexicali y Culiacán. No es de extrañar que así
sea. El vasto y movedizo territorio de la frontera mexicano-norteamericana
linda con la fuerza de la presencia del poder norteamericano, aunque en ella
abunden los flujos económicos y culturales y ejerza una profunda atracción
sobre los jóvenes de todo el país. Allí se generan peculiares modos de vivir,
sentir y desear; quien radica o cruza por allí es un ser en constante tensión,
inclinado a los desgarramientos internos, colocado frente a una constante
encrucijada en torno a su identidad. En ella confluyen constantes oleadas
de migrantes de los estados del sur y del centro del país, siempre en un
tránsito alucinante en el que se entretejen los relatos de quienes desean irse
con los relatos de quienes se fueron y regresaron, o los de quienes jamás
lo hicieron, todos ellos desgarrados en la orfandad y la pérdida que supone
el ir y venir entre ambos bordes de la frontera, en un movimiento en no
existe ni punto de partida ni de llegada seguro y estable. La frontera norte
de México puede ser el espacio idóneo para lanzar una mirada irónica, crítica o dolorosa sobre el imaginario del “proyecto nacional”, pero es también
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peligrosa. En una frontera que constituye una zona de tráfico de la magnitud
que alcanza una ciudad como Tijuana, por ejemplo, la realidad urbana es
desquiciante, el narcotráfico constituye un poder fáctico, la proliferación de
cruces migratorios y gente de paso propicia asesinatos anónimos, el Estado
es impotente para garantizar la seguridad de los ciudadanos, los cuales se
vuelven víctimas de la corrupción política, proliferan las conductas ilícitas y
los ajustes de cuentas, el poder judicial es inoperante, la violencia es incontenible, predomina la cultura de la droga y la conducta criminal se vuelve
modelo para numerosos jóvenes, etc. En fin, el caos se vuelve un estado
natural. En la frontera norte de México todo puede pasar. Vivir y morir son
un azar; la vida se juega allí día tras día.
El género negro aparece, entonces, como un terreno ideal para narrar
los problemas, escenarios, situaciones y experiencias vitales de parte del
país, pero constituyendo al mismo tiempo un prisma reflexivo y crítico para
abordar una realidad signada por el horror. No es casual, entonces, que
Miriam Laurini, una de las pocas escritoras que aborda en México el género
negro1, sitúe en la frontera norte del país su novela Morena en rojo (1994),
abordando en ella, desde hace dieciocho años, uno de los más lacerantes
problemas del México actual: el tráfico, a manos de vastas redes criminales,
de niños y adolescentes –que se traduce en adopciones ilegales, explotación
laboral (en campos, fábricas, servicio doméstico, mendicidad), prostitución,
pornografía, abuso sexual (incluyendo violación y asesinato), pederastia,
HWFʥHQHOPDUFRGHODLQHILFLHQFLD\FRUUXSFLyQSROLFLDO\MXUtGLFDDVtFRPR
de la falta de sensibilidad de las autoridades e incluso de la sociedad2.
La magnitud del problema es verdaderamente aterradora. Según el Informe
global de monitoreo de las acciones en contra de la explotación sexual comercial
de niños, niñas y adolescentes (2006), y a partir de datos reportados entre
1996 y 2000, entre 16 mil y 20.000 menores de 18 años, fundamentalmente
de origen pobre y con escasa educación, son víctimas de explotación sexual
comercial en México (con los consiguientes abusos de privación de libertad,
lesiones, adicción a las drogas, enfermedades de transmisión sexual, entre
otros). Esta cifra es confirmada según datos del estudio de Elena Azaola,
Infancia Robada. Niños y niñas víctimas de explotación sexual en México
(2000), que revela que, por lo menos, 4 mil 600 niños y niñas están involucrados en la prostitución infantil y en turismo sexual sólo en las ciudades
de Acapulco, Cancún, Ciudad Juárez, Guadalajara, Tapachula y Tijuana. La
prostitución de menores en México ha alcanzado tales niveles que el país
es hoy uno de los principales destinos de turismo sexual, y el segundo con
mayor producción de pornografía infantil. Los nexos con la pederastia y el
abuso sexual son inevitables, como lo revelara la periodista Lydia Cacho en
su libro Los demonios del Edén (2006). El turismo sexual se concentra, ciertamente, en los principales polos turísticos, tales como Cancún y Acapulco,
1
Las otras son Malú Huacuja (1986), Julia Rodríguez (1998) y Cristina Rivera Garza (2007).
No podemos dejar de mencionar a María Elvira Bermúdez (1986, 1987), aunque su obra se
acerque más a la novela de enigma que estrictamente al género negro.
2 Recién el 15 de marzo del 2012 la Cámara de Diputados aprobó, en lo general, la Ley
General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas y
para la Protección y Asistencia a las Víctimas de estos Delitos.
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sin excluir a otras zonas costeras como Guerrero, Sinaloa, Jalisco y Nayarit
y, por supuesto, la cercanía geográfica con Estados Unidos convierte a las
ciudades fronterizas, como Tijuana o Ciudad Juárez, en espacios propicios para
el abuso y la explotación sexual de menores. Según datos de organizaciones
civiles, cada año en México son registrados como robados o desaparecidos
un promedio de veinte mil niños; la mayoría de ellos tienen como destino la
prostitución, la explotación laboral o ser vendidos a parejas de extranjeros
(http: //actualidad.terra.es). Según datos del Centro de Búsqueda Nacional
de Niños Desaparecidos, de los 100 mil niños y niñas perdidos en México, el
20 por ciento jamás son localizados. En México no hay cifras oficiales sobre el
robo y extravío de menores, pero algunas Organizaciones No Gubernamentales
como la Fundación de Padres y Madres de Niños Perdidos estiman que 500
mil menores han desaparecido en los últimos cinco años.
La prostitución infantil, unida a la trata de blancas –negocio que deja
ganancias sólo por debajo del tráfico de armas y de drogas–, está ligada, sin
duda, al narcotráfico, a la expansión de redes globalizadas y, ciertamente,
a la ineficacia policial y a la protección brindada por empresarios de bares y
prostíbulos, así como al amparo ofrecido por autoridades políticas locales. El
periodista Víctor Ronquillo documenta en su libro Los niños de nadie (2007) la
existencia de redes y mafias transnacionales que seducen a jóvenes menores
de edad, las incitan a abandonar su hogar instalándolas primero en casas
de seguridad y pasándolas luego a Estados Unidos con documentos falsos.
Provienen de Veracruz, Guanajuato, Oaxaca, Puebla, Michoacán e Hidalgo.
Muchas llegan de Tenancingo, un municipio de Tlaxcala conocido como “la
capital de los padrotes”, un poblado en el cual la economía gira en torno a la
compraventa de menores y la explotación sexual y donde, culturalmente, los
jóvenes varones anhelan dedicarse a esta actividad (Montiel, 2007; Orozco,
2012). En fechas recientes, el periódico El Universal publicó los resultados
de una investigación auspiciada por el Departamento de Estado de Estados
Unidos, en la cual se da cuenta de que “sólo en Baja California hay 5 mil
células de tratantes de personas. En esa entidad, Tijuana, Mexicali y Tecate
son consideradas el triángulo forzado de la prostitución” (El Universal, 19 de
septiembre 2011). Tijuana –donde transcurre la mayor parte de la novela
de Laurini– es, en esta línea, una ciudad en la que florece la industria del
sexo infantil, amparada por la protección del poder, el crimen organizado y
la falta de legislación al respecto.
Miriam Laurini, periodista y escritora argentina exiliada que vive en México
desde 1980, pone el dedo en la llaga en torno a esta terrible, difícil y cruda
problemática. La novela comienza, como toda novela policial, con un asesinato: el de un importante jefe policíaco en Nuevo Laredo, el Comandante
Videla (nombre que conduce, casi inevitablemente, a una velada asociación
con el del comandante Jorge Rafael Videla, uno de los militares más macabros
de la última dictadura argentina). Una joven periodista de provincia dedicada
a la nota roja –a través de la cual establece su conexión con el mundo– conocida sólo como La Morena (por su tez oscura) –y quien será la narradora
de la novela– cubre la noticia. Ante la ineficiencia policial, y aun en contraposición con los medios de comunicación que ensalzan a Videla como “el
noble policía… asesinado en cumplimiento del deber, el hombre de la ley”
(Laurini, 1994: 11), la periodista inicia investigaciones por cuenta propia.
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No es una detective profesional entrenada para esa actividad, sino una periodista que debe consignar de manera objetiva un hecho violento. Pero su
propia marginalidad –tez muy oscura en un país que centra su identidad en
el mestizaje, periodista de nota roja en un espacio laboral totalmente masculino– la llevará a adivinar que la asesina es una joven prostituta de origen
campesino, María Crucita, quien después de diez años de ser brutalmente
explotada en Estados Unidos regresa a confrontar a quien la reclutara e
introdujera ilegalmente “al otro lado”: un coyote que ayudaba a pasar inmigrantes ilegales, un traficante de mujeres que les prometía una vida de
sueños, y quien se convertiría años más tarde en el Comandante Videla, el
que “aceptaba mordidas de los ricos, de los narcos, de los coyotes” (Laurini,
1994: 12). Morena en rojo retoma, así, uno de los principios sustantivos de
la novela policial mexicana: la convicción de que ni la policía ni los detectives
lograrán atrapar y castigar al culpable, y de que ni el poder estatal ni el
judicial son confiables. En contraste con las investigaciones oficiales que no
llevan a ninguna parte, la periodista –en su búsqueda de la verdad, aunque
sólo sea algún atisbo de verdad– no sólo recurre a artimañas de detective
sino que se asume como “corresponsal de guerra” del convulso mundo fronterizo a fin de denunciar el tráfico de menores y evitar que otras jovencitas
terminen como María Crucita, “con los dos pechos quemados, (con) unas
cicatrices profundas y negras (que) los convertían en ciruelas pasas. Un
cabrón, al que no se le paraba con nada, me echó un ácido” (Laurini, 1994: 16).
La Morena sabe que una cosa es escribir, y otra es hurgar en las vidas ajenas,
aunque tan peligrosa sea en México la profesión de periodista como la de
detective. Pero ante la inoperancia de la policía o las instituciones de procuración de justicia, el periodista es quien puede desentrañar los crímenes aun
sabiendo que investigar le puede costar la vida3. El asesinato del Comandante
Videla será el gatillo para acceder a las entrañas de una pútrida red de tráfico
de menores y pornografía infantil que estallará en un segundo momento
cuando La Morena, en Mérida, se entere del caso de una jovencita que desaparece huyendo de su hogar… ¿Se encabronó con sus padres y se largó?
¿La violaron y después la mataron? ¿La raptaron para quitarle un órgano?…
“Empecé a investigar casos de violación de menores. Muerte violenta de
menores. Fuga de menores. Rapto de menores. Pocas denuncias, muy pocas,
demasiado pocas las denuncias” (Laurini, 1994, 30, 35). A través de la investigación de este caso la narradora-periodista-detective va conociendo los
sofisticados mecanismos de funcionamiento de las redes de tráfico y prostitución de menores en un periplo que va de un extremo a otro de México:
desde Cancún –uno de los centros más importantes de la prostitución y
pederastia infantiles (en la que, como lo documentara la periodista Lydia
Cacho, están involucrados importantes políticos y empresarios)– hasta Nogales
y Tijuana, por cuya frontera no sólo cruzan ilegales, drogas y mujeres sino
también niños. Es en Cancún donde comienza el infierno del tráfico de menores. La investigación de La Morena la lleva a descubrir que es allí donde
se encuentra la chica desaparecida en Mérida, donde vive supuestamente
adoptada por la dueña de un burdel, encubierta como una apacible y pacífica
señora que “defiende” niños maltratados por sus familias. ”Está en una casa
3
México es el país más peligroso para ejercer el periodismo, según informes de la Organización
No Gubernamental Campaña Emblema de Prensa.
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de citas, de las disimuladas, de esas elegantes, para ricos. La dueña del
burdel la adoptó legalmente, a ella y a dos chiquillos más, y de seguro que
hay otros que viven en la casa. La muy piruja, la vieja puta, se presenta
como defensora de niños maltratados. En el expediente de adopción figura
el maltrato de los padres” (Laurini, 1994: 37). Testigos falsos, declaraciones
amañadas, equívocos jurídicos, etc., evidencian la insuficiencia del sistema
judicial para evitar el crimen. Ante el vacío del Estado, el lugar es ocupado
por los criminales que, paradójicamente, aparecen como las figuras benévolas
que defienden a las chicas de padres abusadores, para luego no sólo “recoger
a niños de la calle, o comprar los que le llevan, o mandarlos secuestrar.
Después los venden, desaparecen…” (Laurini, 1994: 50). Restaurantes y
bares en Cancún son centros de prostitución de menores, trasladados posteriormente a Estados Unidos. ”La niña jetona ya no está con la madrota,
dejó de ser su hija adoptiva. La tipa tiene otros hijos. La teoría de rotación
del personal es real… La vieja, muy prudente, da a entender que manda a
los niños a estudiar al extranjero, y que los ubica con familias ricas. Así ella
puede hacerse cargo de otros…” (Laurini, 1994: 50). Tijuana es, ciertamente,
el punto de cruce. “Mojados, coyotes, putas que iban de un lado a otro en
busca de clientes; borrachos, mariguanos, desesperados, hambrientos, cogelones, que iban en sentido contrario, en busca de la esperanza que pagarían
a precio de mercado… la frontera, con el estruendoso sonido de la música
para cualquier gusto, con maquillajes luminosos y eyaculaciones precoces…
con sueños efímeros de cuán chingón eres, de cuánto puedes después de la
mota, o del crack, o de la coca, con una caminata por el desierto porque en
la noche es más fácil salvarse de la migra. Tijuana, Tijuana roja en el centro
de la noche” (Laurini, 1994: 157). Tijuana, donde las redes de tráfico de
menores pueden llegar al asesinato para extraerles los órganos (“El primer
mundo es un monstruo que se alimenta de nuestros niños. ¿Conocerán los
padres el origen de los órganos que les trasplantan a sus hijos? ¿Por qué
no? Si lo saben los médicos que sin ningún escrúpulo abren con un bisturí
la carne suavecita de una criatura para despojarla… ¿Les pondrán anestesia?
¿Por qué la Iglesia Católica que arma tanto revuelo con lo del aborto y los
condones no inicia campañas furiosas en contra de este tráfico antinatura?”,
Laurini, 1994: 299, 307), o utilizarlos para el tráfico de drogas “…(Los secuestraban para que pasaran drogas en el estómago. Les hacían tragar
cápsulas y al llegar a su destino los purgaban”, Laurini, 1994: 187), o entregarlos ilegalmente en adopción, con la complicidad de muchos otros actores
sociales. “Todo funcionaba bastante legalmente. Agencias, asistentes sociales,
religiosas, adopciones, enfermeras, médicos, gente sin opciones, hijos de la
chingada buscando negocios redituables, había de todo en la bolsa” (Laurini,
1994: 185). La investigación de La Morena, que no encuentra ecos favorables
en la policía de Tijuana, se traducirá en la macabra experiencia de un secuestro al mejor estilo de la guerra sucia durante las recientes dictaduras
militares, en el que la coerción sexual era parte esencial de la tortura a las
mujeres. ”Sentí el caño de una pistola en el cuello, la quitó, levantó un poco
la capucha y sentí el frío del metal y el dolor por la presión de la pistola que
se hundía en la carne. “Verdad, negra, que a las putas como tú hay que
echárselas a la primera. No hay que preguntar si les gusta, a todas las putas
les gusta que se las cojan, para eso son putas… Las piernas me temblaban,
las rodillas chocaban entre sí y oía el ruido de mis huesos. El dolor de estómago aumentaba, no podía aflojar, …No sé si era el cañón de la pistola o el
terror, pero tenía un montón de agujas clavadas en la garganta”
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(Laurini, 1994: 169-170). La violencia y corrupción de las instituciones jurídicas y policiales convierten al Estado en sospechoso al desplegar la
maquinaria del crimen a través de la represión y coerción social, tan malolientes como el cadáver del Comandante Videla.
En su búsqueda de los hilos de las redes del tráfico de menores, La Morena
no es una heroína, sino una mujer “disgregada, no era una mujer hecha
pedazos, sino más bien pedazos de mujer que no lograban organizarse en
una persona” (Laurini: 1994: 71). Marginal, bohemia, desventurada en el
amor, tan desamparada como los menores traficados pero dotada de una
feroz determinación para desmadejar las redes de tráfico de menores, en su
relato va presentando a través de sus recorridos por la república mexicana
la vida de varios personajes femeninos que sufren, de diversas maneras, el
peso de la violencia social, que corre paralela a la violencia política, y que se
manifiesta en la esclavitud del trabajo en las maquiladoras, en los feminicidios, en la explotación de mujeres por hombres abusivos o incluso por otras
mujeres. Morena en rojo es, así, también, el develamiento de una infinidad
de historias de mujeres abusadas, marginadas, discriminadas, violentadas.
“Las mafias son cada vez más eficientes y en la diversificación hay mayores
ganancias”, reflexiona La Morena. “Ya se lo aconsejaban a don Corleone hace
cuarenta años” (Laurini, 1994 200).
Miriam Laurini, en 1994, abre la cloaca del tráfico de menores, evidenciando ya desde entonces que la nota roja puede ser el punto de partida del
género negro. Nada más actual. Porque, en última instancia, en la realidad
mexicana actual la nota roja ocupa los titulares de todos los periódicos.
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GILDA WALDMAN
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ISSN 0716-0798
Subjetividades criminales: discurso gubernamental,
periodístico y literario en el México contemporáneo*
Criminal Subjectivities: Governmental, Journalistic and Literary
Discourse in Contemporary Mexico
Yuri Herrera
Tulane University
[email protected]
En este artículo se analiza cómo se construye la “subjetividad criminal” desde los discursos gubernamental, periodístico y literario en México, en el contexto de la “guerra
contra las drogas” agudizada por el gobierno de Felipe Calderón. Las presiones a las
que está sometido cada uno de ellos y las expectativas que crean.
Palabras clave: México, guerra contra las drogas, violencia subjetiva, subjetividad criminal, discurso gubernamental, discurso periodístico, discurso literario.
This paper analyzes how “criminal subjectivity” is created in the governmental discourse,
as well as in the discourses of the press and that of literature, in Mexico, in the context
of the “war against drugs” launched by the government of Felipe Calderón. To what
kind of pressure each of them is subjected and what are the expectations they create.
Keywords: Mexico, war against drugs, subjective violence, criminal subjectivity,
governmental discourse, discourse of the press, literary discourse.
Recibido: 21 de noviembre de 2010
Aprobado: 19 de marzo de 2011
* Este artículo forma parte del proyecto Fondecyt Nº 1110482 “Alta fidelidad: literatura y
música popular en la narrativa argentina, chilena y mexicana reciente” de la cual el autor
es investigador de colaboración internacional.
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I. Del poder de los actos de habla
El pasado 12 de enero, en un encuentro con representantes de organizaciones civiles preocupadas por la seguridad pública, el presidente de México
Felipe Calderón fue cuestionado acerca de la manera en que había concebido el combate a la delincuencia organizada; uno de los asistentes le dijo
que, ya que había definido esta acción como una guerra, tenía la obligación
de asegurarse de que hubiera coordinación, unidad de propósitos y que el
poder del Estado tenía que radicar en una evidente “superioridad moral”. El
presidente Calderón respondió de inmediato, no con una autocrítica sobre
la falta de coordinación entre las distintas instituciones encargadas de la
seguridad pública, ni ofreciendo argumentos sobre la superioridad moral
del Estado; en vez de eso prefirió negar haber utilizado el término “guerra”.
Dijo: “Yo no he usado, y sí le puedo invitar a que, incluso, revise todas mis
expresiones públicas y privadas. Usted dice: usted ya eligió el concepto de
guerra. No. Yo no lo elegí” (La Jornada, 13 de enero, 2011). El problema
cuando se lanza un reto de esta naturaleza es que alguien puede aceptarlo.
De inmediato, varios periódicos hicieron la revisión y encontraron que el
presidente había utilizado la palabra “guerra”, sin ambigüedades, en por lo
menos siete ocasiones. No sólo lo había hecho durante su campaña, cuando
al presentar sus propuestas para combatir al crimen organizado definió contundentemente: “Esta es una guerra, y tengan la seguridad de que vamos
a ganar, porque habrá un gobierno decidido y con los mejores instrumentos
para ello” (Reforma, 13 de enero, 2011), sino que la siguió utilizando más
adelante, ya en el gobierno, cuando el término ya no podía tomarse como
un propósito, sino que era la definición de una manera de obrar, sobre todo
cuando lo declaraba en un desayuno con militares en la Secretaría de Marina:
“En esta guerra contra la delincuencia, contra los enemigos de México, no
habrá tregua ni cuartel [...] Por eso ni claudicaremos ni titubearemos en la
lucha contra los enemigos de México” (Reforma, 13 de enero, 2011).
En la misma reunión, luego de negar que dijo lo que sí dijo, el presidente
añadió: “Yo he usado permanentemente el término lucha por la seguridad
pública y lo seguiré usando y haciendo, pero independientemente del tema o
denominación que se quiera dar, coincido con usted, la legitimidad del gobierno
radica en la medida en que actúe conforme a la ley” (La Jornada, 13 de enero,
2011). Pero la denominación no es asunto secundario cuando el que habla
es el jefe supremo de las Fuerzas Armadas, porque de ella se desprende una
manera de lidiar con los conflictos, como quedó claro en otra de esas ocasiones
en que utilizó la palabra guerra, construyendo a los delincuentes ya no como
infractores que deben ser detenidos, procesados, juzgados y sentenciados,
sino que los elevó a una categoría metafísica, la de enemigos de la patria. El
12 de septiembre de 2008, en la ceremonia de clausura y apertura de cursos
del Sistema Educativo Militar, dijo: “En esta guerra contra la delincuencia,
contra los enemigos de México, no habrá tregua ni cuartel, porque rescataremos uno a uno los espacios públicos, los pueblos y las ciudades en poder de
malvivientes, para devolverlos a los niños, a los ciudadanos, a las madres de
familia, a los abuelos” (Reforma, 13 de enero, 2011).
Es a partir de esta partición en dos de la sociedad mexicana, la instauración
verbal del estado de guerra, que planteo las siguientes preguntas: ¿Cuáles
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son las consecuencias de construir una subjetividad criminal a partir de una
racionalidad bélica?, ¿cómo resisten o legitiman esta construcción otros discursos, particularmente los que surgen en el ámbito de la prensa? Y ¿cómo
opera la ficción literaria frente a las ficciones construidas por otros discursos?
Al hablar de la construcción de una cierta subjetividad criminal aludo a la
GLVWLQFLyQTXHKDFH6ODYRMäLåHNHQWUHYLROHQFLDVXEMHWLYDYLROHQFLDVLPEyOLFD
y violencia objetiva. La violencia simbólica en este esquema sería la violencia
ejercida a través del lenguaje, la violencia objetiva la violencia sistémica,
que se expresa en “las consecuencias frecuentemente catastróficas del
funcionamiento terso de nuestros sistemas político y económico” (2); y la
violencia subjetiva sería aquella realizada por un agente identificable, la que
se destaca como una perturbación de la normalidad, de un estado pacífico
de cosas. En el caso mexicano, la violencia objetiva, que no aparece como
el asunto primordial a resolver, sería un estado de cosas que podría incluir,
entre otros factores, los bajos niveles educativos en el país, el abandono de
los campesinos, un sistema judicial corrupto e ineficaz, la supeditación a las
políticas norteamericanas con relación al tema de la producción y tráfico de
estupefacientes. Pero no es contra esta normalidad contra la que se ha emprendido una guerra, sino contra ciertos sujetos que la habitan, aun cuando
en algunos casos, como ilustraré a continuación, el comportamiento de los
individuos no sea violento.
Subrayo: la declaración de guerra realizada por el gobierno es a la vez
vaga y dramáticamente concreta. Es precisa, y sus efectos son visibles en
la presencia de soldados patrullando la mayoría de las principales ciudades
del país y en los enfrentamientos diarios que sostienen con los sicarios a
sueldo de los distintos cárteles; y es vaga en que no se dio a partir de una
resolución del congreso, ni estableció objetivos claros sobre cuándo podría
considerarse ganada dicha guerra, ni definió cuál es el ejército que se está
combatiendo. Esta doble condición de la guerra contra el crimen organizado, contra las drogas o contra los narcotraficantes (el título también ha sido
cambiante) ha traído como consecuencia un modo de concebir y enfrentar
los conflictos que no admite los matices ni los procesos, porque sólo hay
dos posibilidades: eres un ciudadano intachable o eres un enemigo de la
nación. Así, los sospechosos de ser criminales se constituyen, por esa mera
sospecha, en un otro radical, ajeno, inhumano; la muerte de ese otro no
necesita ser investigada ni sus responsabilidades esclarecidas porque en un
contexto en el que sólo hay dos bandos ésa es una pérdida de tiempo. Dentro
de este orden simbólico impuesto sin debate previo, los ciudadanos tienen
una obligación de ejemplaridad que no se corresponde con el funcionamiento
de las instituciones.
Referiré ahora un ejemplo, de entre los múltiples que cada día conocemos.
El 31 de enero de 2010 un grupo de adolescentes celebraba el cumpleaños
de uno de ellos, en la colonia Villas de Salvárcar, en Ciudad Juárez. En la
madrugada, un comando entró al domicilio y comenzó a disparar indiscriminadamente, persiguiendo inclusive a los que trataban de escapar. 14 personas
murieron en el lugar y dos muchachos más perecieron en el hospital los
días siguientes. Entre las víctimas se encontraba Adrián Encino Hernández,
de 17 años, del plantel 9 del Colegio de Bachilleres, quien recientemente
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había recibido un reconocimiento del gobernador de Chihuahua, por su destacada actividad académica. Cuando soldados y policías llegaron al lugar,
los sicarios ya habían partido (El Universal, 1 de febrero de 2010). Aunque
meses después se detuvo a varios sospechosos, los asesinatos no han sido
cabalmente esclarecidos.
Pero aun hay algo que vuelve más terrible el relato de la matanza. En cuanto
se enteró de ésta, el presidente Calderón, que se encontraba ese día de gira
en Japón, especuló que el tiroteo probablemente se debía a la rivalidad entre
dos pandillas criminales (El Universal, 3 de febrero de 2010). El problema
es que quien hace esta especulación no es alguien cuyas opiniones son sólo
opiniones sino alguien que cuando dice “guerra” los soldados patrullan las
calles; es un acto de habla. El peso de esta declaración se refleja también
en lo que un día más tarde el Secretario de Gobernación, Fernando Gómez
Mont, dijo a los familiares de los adolescentes asesinados: “Lo he dicho y lo
reitero, sólo sometiéndose a la ley encontrarán respeto a sus vidas y a sus
familias (…) Sométanse a la ley, allí encontrarán el respeto para lo que es
más sagrado de la vida” (La Jornada, 3 de febrero de 2010). Una semana
más tarde, el presidente se disculpó por haber opinado con tal ligereza
sobre los hechos, pero la disculpa no cambió eso que he venido llamando
la construcción de la subjetividad criminal: en ella, hasta las víctimas son
sospechosas, porque no supieron morir “bajo el amparo de la ley”. Y aún
hay que añadir algo más: ¿por qué es necesario disculparse por juzgar a
unos muertos antes de tiempo y a otros no? ¿Qué es lo que vuelve unas
vidas automáticamente más valiosas que otras, sino la lógica de la guerra?
Cuando se va a la guerra no se hacen preguntas ni se recaban pruebas ni se
tiene paciencia: el enemigo es una amenaza en bulto, y a falta de uniforme
que lo identifique es necesario atribuirle uno.
En Vida precaria, Judith Butler habla del valor diferencial de la vida:
afirma que hay vidas altamente protegidas y otras que no valen la pena
(58-59), lo cual las vuelve irreales: “si la violencia se ejerce contra sujetos
irreales, desde el punto de vista de la violencia no hay ningún daño o negación posibles desde el momento en que se trata de vidas ya negadas. Pero
dichas vidas tienen una extraña forma de mantenerse animadas, por lo que
deben ser negadas una y otra vez. Son vidas para las que no cabe ningún
duelo porque ya estaban perdidas para siempre o porque más bien nunca
«fueron», y deben ser eliminadas desde el momento en que parecen vivir
obstinadamente en ese estado moribundo. La violencia se renueva frente al
carácter aparentemente inagotable de su objeto” (60).
Es necesario hablar de las cifras de la guerra, ahora que hemos mencionado
un mecanismo de reproducción de la violencia. Hasta el fin de 2011 ha habido
más de 45 mil muertos atribuidos a esta guerra. En abril de 2010, cuando la
cifra se acercaba a los 23 mil, el presidente Calderón dijo que 90% de esas
muertes correspondían a sicarios, 5% a soldados y policías y 5% a civiles que
quedaron atrapados en el fuego cruzado (El mañana, sábado 17 de abril de
2010). La cifra, tan redonda, no fue acompañada por metodología alguna,
ni por la afirmación clara, aunque esté implícita, de que se han investigado
todas esas muertes. Al respecto, Edgardo Buscaglia, profesor del Instituto
Tecnológico Autónomo de México, ex asesor de la Organización de las Naciones
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Unidas en temas de crimen organizado, afirmó que el presidente Calderón
“debe haber obtenido su título de derecho por correo, porque realmente yo
no entiendo cómo un abogado puede decir que sin procesamiento judicial el
90 o el 80 por ciento de los asesinados ahora en México sean miembros de
grupos criminales” (entrevista con Carmen Aristegui, 27 de octubre de 2010).
Ese 90% es el dato duro que define no cuántos homicidios fueron resueltos
sino cuántos de ellos el gobierno ha decidido que caben en la subjetividad
criminal construida por él. Al desentenderse de ese 90%, el gobierno hace
en un solo movimiento la doble operación de afirmar que la guerra de la
que hablaba es en realidad una guerra entre cárteles sin, por otra parte,
renunciar a la prerrogativa que le da la guerra de deshumanizar al adversario. Éste deja de ser “enemigo” (porque entonces se entiende que alguna
vez fue o que puede ser “amigo”) para convertirse en “delincuente”; pero
deja de ser delincuente en el momento en que sería necesario someterlo a
un proceso legal.
Otra consecuencia de estigmatizar todas estas muertes con tal facilidad,
es que se incorporan esos asesinatos a la violencia objetiva, a nuestra “normalidad”. Dice Judith Butler que el obituario es el instrumento “por el cual
se distribuye públicamente el duelo. Se trata del medio por el cual una vida
se convierte en –o bien deja de ser– una vida para recordar con dolor, un
icono de autorreconocimiento para la identidad nacional; el medio por el cual
una vida llama la atención. Así tenemos que considerar el obituario como un
acto de construcción de la nación. No es una cuestión simple, porque si el fin
de una vida no produce dolor no se trata de una vida, no califica como vida
y no tiene ningún valor. Constituye ya lo que no merece sepultura, si no lo
insepultable mismo” (61). La negación de estas vidas, sin juicio, sin luto, sin
obituario, se convierte en parte de la violencia misma que produjo sus muertes
y en vez de aminorarla la vuelve parte integral de nuestro “estado de paz”.
Sin embargo, no es tan simple mantener estos campos claramente separados, el de los ciudadanos por un lado y los enemigos de la patria por el otro,
no es simple ni siquiera por la fuerza de las armas. Si quien ha planteado la
dicotomía falla en demostrar qué representa esa “fuerza moral” legítima, corre
el riesgo de tropezar con su propio maniqueísmo. Por eso es que cada vez
más se ha venido tratando en los medios esta “guerra” como “la guerra de
Calderón” y por eso es que cada vez más gente acusa al presidente de tener
las manos manchadas de sangre, no porque se exima de su responsabilidad
a los criminales, como el gobierno insiste en defenderse, sino porque es tan
amplio el haz que proyecta la subjetividad criminal que ha construido, que
sus mismos constructores terminan por ser tocados por él.
II. De las imposibles labores de la prensa
En el sexenio de Ernesto Zedillo (1994-2000) desapareció la censura
gubernamental sobre los medios de comunicación de manera orgánica, es
decir, como una política de Estado. A partir de entonces ha habido una emergencia de nuevos medios y el debate político se ha dado sin restricciones
evidentes. Sin embargo, la prensa no ha podido intervenir decisivamente
en la construcción de un discurso más complejo e informado en torno a la
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violencia. Esto se debe, en principio, a que las condiciones de trabajo de los
periodistas en México están entre las peores del mundo, tal como asientan
múltiples informes, entre ellos, por ejemplo, el de la Comisión Nacional de
los Derechos Humanos, que asienta que en la última década 66 periodistas
han sido asesinados; de ellos, nueve asesinatos sucedieron en el último año,
sin contar cuatro desapariciones que todavía no pueden contabilizarse como
homicidios (El Universal, 3 de enero de 2011).
Estas cifras denotan que los periodistas se han convertido efectivamente
en blancos dentro del conflicto armado, con lo cual el relato que construyen
ha terminado por subsumirse a esta dicotomía. Doy un par de ejemplos: hace
unos días, el diseñador Alejandro Magallanes inició desde Nuestra aparente
rendición –blog que da seguimiento a la “guerra” e invita a diversos artistas e
intelectuales a reflexionar sobre ella– una campaña para reproducir en todos
los espacios posibles una consigna que mostrara el hartazgo de la población
ante la violencia. La imagen, que dice No Más Sangre, fue copiada y reproducida en espacios públicos, periódicos y redes sociales, varios intelectuales se
sumaron a ella, así como opinadores y moneros de los periódicos La Jornada
y El Universal. El discurso que acompañó a la campaña en los medios pareció centrarse de manera espontánea en responsabilizar directamente de los
más de 34 mil muertos al presidente Calderón. Ante esto, otro sector de la
prensa repitió el argumento de que esta visión del conflicto sólo beneficia a
los narcotraficantes. Ciro Gómez Leyva, un influyente periodista crítico de
la campaña, afirmó que “los hijos de puta”, como llama a los narcotraficantes, estaban ganando la guerra desde la opinión pública (Milenio, 12 enero
2011), y que había que pedirle eficacia al Estado sin perder de vista que los
responsables de tanta sangre son los criminales.
Sumado a esta polarización, la discusión sobre la subjetividad criminal
en México se enturbia cada vez que un narcotraficante escapa o es liberado
por los jueces, cada vez que se exalta la realización de obras sociales por
parte de ellos como si fuera una constante de alcance nacional y no casos
aislados, y algún sector de la prensa lo difunde de manera acrítica o corrupta.
Tampoco ayuda la construcción que se hace desde medios tan poderosos
como Forbes, que en dos años consecutivos ha incluido al narcotraficante
más poderoso del país, Joaquín el Chapo Guzmán, en su lista de los hombres
más ricos del planeta; Forbes no explicó cómo cuantificó la fortuna del capo,
y en 2009, con cinismo extraordinario clasificó la industria a la que pertenecía
como “Shipping” (Forbes, 3 de noviembre de 2009); desvergüenza que ya no
repitió el año siguiente (Forbes, 3 de octubre de 2010), pero con la inclusión
del Chapo en estas listas se contribuyó a la mitificación del personaje y, en
un sentido simbólico, a un lavado de su fortuna.
El año pasado tuvimos la rara oportunidad de leer el intento de un capo
del narcotráfico por tener control sobre la construcción de su personaje y
articular un discurso propio, más allá de las mantas que cada tanto algunos
cárteles cuelgan en puentes peatonales o los cadáveres que arrojan afuera
de estaciones de policía acompañados de mensajes acusando al gobierno de complicidad con grupos rivales. En abril de 2010, Ismael “El Mayo”
Zambada, uno de los líderes del cártel de Sinaloa, contactó a Julio Scherer,
a quien bien podríamos llamar el periodista más importante de México en
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las últimas décadas, fundador del semanario Proceso, para “platicar” con él.
El caso enriqueció el debate en términos de que incorporó a nuestro imaginario la estampa de un criminal muy similar, en términos de apariencia y
lenguaje, a cualquiera de nosotros, pero añadió poco más. Tal como asienta
la nota (Proceso, 4 de abril de 2010), se trató no de una entrevista, sino de
un “encuentro”. Emisarios del capo condujeron al periodista a un lugar no
determinado y, una vez que desayunaron, Zambada rechazó una a una las
preguntas que Scherer le hizo, contestando con parquedad o posponiendo las
respuestas; en vez de eso insistía en pintarse a sí mismo como un hombre
de campo y lo más que llegó a decir fue que “el narco está en la sociedad,
arraigado como la corrupción” (10). Los críticos de Scherer dijeron que éste
se había prestado a servir como propagandista del narcotraficante, y quienes
lo apoyan dijeron que había sido un gran logro periodístico. Al final, quedó
como un matiz en la construcción del sujeto criminal, al escuchar a uno de
ellos asumiéndose explícitamente como parte de la normalidad en que vivimos, parte de nuestra violencia objetiva; pero la recepción del encuentro
no modificó la polarización existente.
Un último elemento que quiero mencionar como un obstáculo en la participación productiva del periodismo en este debate es el ritmo al que se
producen y difunden las noticias. Frente a las exigencias de los medios que
están actualizando constantemente sus ediciones electrónicas y la presión que
supone el flujo de información a través de las redes sociales, el periodismo
parece en ocasiones tentado de abandonar la investigación, la reflexión y el
largo aliento. Parecería que estamos en un momento de transición similar al
que vivió la prensa del siglo XIX. El periodista y académico Froylán Enciso
rescató hace poco un texto del modernista Manuel Gutiérrez Nájera en el
que lamentaba el desplazamiento de la crónica frente a otras formas de
periodismo: la crónica, decía, “es, en los días que corren, un anacronismo…
ha muerto a manos del repórter… La pobre crónica, de tracción animal, no
puede competir con esos trenes-relámpago. ¿Y qué nos queda a nosotros,
míseros cronistas, contemporáneos de la diligencia, llamada así gratuitamente? Llegamos al banquete a la hora de los postres” (prólogo a El cártel de
Sinaloa). Así a la nómina de hechos violentos que cada día crece sin control
(de la cual di un ejemplo en el apartado anterior) y que ha convertido a la
nota roja en el titular perenne de nuestros medios, hay que añadir la premura como un elemento que impide dar un paso atrás y reflexionar sobre
la violencia objetiva con la que convivimos.
No obstante, hay periodistas que hacen un esfuerzo por romper esos
obstáculos. Uno de ellos, Diego Enrique Osorno, uno de los pocos que no
sólo reportea sobre el terreno sino que introduce una mirada de gran angular
sobre el tema, ha escrito la historia del cártel de Sinaloa y la utilización que
de esta guerra se hace desde el poder, así como amplios reportajes sobre la
represión en Oaxaca hace unos años y sobre la muerte de 49 niños en una
guardería en Hermosillo, Sonora. En su texto “Postales sobre la guerra en
México” Osorno critica que se utilice el término “guerra contra el narco” pero
no “guerra contra la marginación” cuando ésta es un problema de mucho
mayores dimensiones: “De enero de 2000 a junio de 2008 se estima entre
15 mil y 17 mil el número de personas ejecutadas al estilo de la mafia. En
el mismo lapso, 22 mil 581 mexicanos murieron a causa de la tuberculosis,
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de acuerdo con reportes oficiales […] En el primer informe de gobierno
del presidente Felipe Calderón, la tuberculosis abarcó apenas un par de
párrafos. […] En cambio, el documento presidencial incluyó más de una
docena de cuartillas con su retórica en torno a la “guerra contra el narco”
(10); y más adelante hace una toma de posición sobre cómo desempeñar
el oficio en un contexto de esta naturaleza: “No veo cómo un reportero
pueda cumplir su trabajo si no tiene principios e ideas políticas en torno
a la situación actual. Quienes dicen que carecen de ideas políticas porque
son imparciales, mienten. En un momento como el actual, es perverso que
haya quienes invoquen esa pretendida inocencia. Cuando vives tiempos
vergonzosos, la vergüenza cae sobre ti” (Diego Enrique Osorno, “Postales
de la guerra en México”).
Entre los distintos esfuerzos que se han dado sobre cómo hablar del horror
quiero mencionar por último en este apartado el proyecto iniciado por la periodista Alma Guillermoprieto tras el hallazgo, el 24 de agosto de 2010, de 72
cadáveres en un rancho en la comunidad de San Fernando, Tamaulipas (La
Jornada, 25 de agosto, 2010). Según supimos, se trataba de 58 hombres y
14 mujeres, migrantes provenientes de centro y Sudamérica, que habían sido
secuestrados por el cartel de los Zetas y habían sido asesinados, se supone,
al no dejarse reclutar ni tener recursos para pagar su propio rescate. En el
proyecto 72migrantes.com se agruparon 72 escritores de las más diversas
disciplinas (novelistas, reporteros, sociólogos) que se dieron a la tarea de buscar
la mayor información posible sobre cada uno de los individuos asesinados,
intentando así evitar que, una vez más, se les convirtiera en sospechosos de
su propia muerte y, en última instancia, en dígitos de una estadística. Algunos
textos reconstruyen hasta donde es posible el drama vivido por las víctimas,
en otros se registran las palabras de sus familiares; a veces, cuando no fue
posible identificar al muerto, se construyó un texto que intenta dar cuenta
de la impotencia y el dolor y dejar una huella que más adelante pueda ser
completada. El altar de muertos, como lo denominó Alma Guillermoprieto, es
más que un gesto de solidaridad: es la puesta en práctica de la lengua como
una herramienta para refutar la subjetividad criminal en boga, el simplismo
y la transformación de estas vidas en vidas irreales, insignificantes porque
carecían de documentos, vidas que por su propia historia no estaban, para
usar las palabras de aquel secretario de gobernación, “sometidas a la ley”,
y por lo tanto no merecían su protección y respeto.
III. De lo que se espera de la literatura
Estos días, a los escritores de mi generación les hacen frecuentemente
dos preguntas: una, ¿cómo refleja la narrativa actual lo que está sucediendo?
Y dos, en este contexto ¿la realidad finalmente ha superado a la ficción? El
problema para contestarlas es que ambas suponen que la literatura tiene
obligaciones que no ha prometido cumplir. La literatura no es un discurso instrumental que se encargue de recabar datos. Existe el riesgo de empobrecer
nuestra lectura si leemos las novelas sólo en función de su capacidad para
representar, como si la narrativa fuera primordialmente un objeto intermedio entre el mundo y los lectores, un espejo cuya superficie irregular sería
el estilo de cada escritor; y no un objeto que participa de la construcción
de ese mundo. La literatura, justamente, se funda en el escepticismo sobre
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la manera en que hablamos cotidianamente, exprime el lenguaje con que
nombramos nuestra experiencia y en ese tránsito la transforma.
En un ensayo sobre la presencia del pasado en los textos históricos Eelco
Runia dice algo que puede servirnos para ilustrar la manera en que se realiza
la operación poética de la ficción. Dice Runia: “la presencia del pasado no
reside principalmente en la intención con que se cuenta la historia o en el
contenido manifiestamente metafórico del texto, sino en lo que la historia y
el texto contienen a pesar de las intenciones del historiador. Uno podría decir
que la realidad histórica viaja con la historiografía no como un pasajero con
boleto sino como un polizonte” (27). Más adelante afirma que el polizonte que
se cuela en la historia no está escondido, sino parado en un punto ciego. Es
decir, la realidad se aparece aun cuando no haya sido evocada explícitamente;
y yo diría: no sólo en los textos históricos, sino también en la ficción, pero en
ella la invasión del polizonte puede ser un evento deseado, previsto. En vez
de explicar o definir con absouta claridad las cosas, la literatura provoca que
sea el lector quien llegue por su cuenta a ellas, perturba nuestras opiniones
y habilita otra manera de mirar: más que encargarse de la reproducción de
lo sensible, la ficción crea un ser de lo sensible.
Quiero ejemplificar lo expuesto con una novela reciente. Deliberadamente
no he querido analizar aquí una de las novelas que pertenecerían a eso que,
por razones mercadotécnicas, se ha dado en llamar narcoliteratura (análisis
que reservo para un texto en preparación), sino otra obra que, me parece,
alude metonímicamente al estado moral en el que nos encontramos.
Los esclavos, de Alberto Chimal, es una novela breve en la cual se entrecruzan dos historias: la de una mujer que tiene encerrada a una adolescente
a la cual utiliza para producir películas pornográficas; y la de un padre de
familia que voluntariamente se ha entregado a un millonario para que lo
humille como mejor le parezca. La novela nunca menciona el país donde
esto sucede, pero el léxico utilizado, como uno de sus reflejos involuntarios,
fácilmente podría indicarnos que se trata de México. Sin embargo, no es
esa la omisión que construye el punto ciego; éste se sugiere en el momento
en que, ya avanzada la novela, tras múltiples descripciones de la violencia
ejercida sobre los cuerpos de ambos protagonistas, la voz narrativa afirma:
“En lo dicho hasta ahora hay, cuando menos, tres mentiras”, recurso que
convierte al narrador en un narrador no digno de confianza y por lo tanto
pone en alerta al lector, pero sobre todo porque después se dice cuáles son
esas mentiras (varias exageraciones y deformaciones de las características
de dos de los personajes), pues entonces, aunque aparentemente se ha restablecido el orden, lo que se hace patente es que estamos a merced de una
criba del horror, y que éste puede ser mucho más profundo de lo que se nos
ha dicho. Esta táctica cobra fuerza con el otro gran silencio de la novela: la
ausencia de juicio moral alguno sobre lo que se está narrando, así como la
ausencia de placer; de este modo se aleja tanto del relato pornográfico como
del texto aleccionador. Así, Los esclavos es un texto que, aunque puede leerse
como una alegoría de nuestro sometimiento, se constituye más bien como
un registro: no el registro de ciertos hechos constatables en documentos
y estadísticas, sino registro de un afecto. Es la inscripción de una manera
de acostumbrarse a la violencia, de un modo de reaccionar frente a lo que
todavía no se sabe cómo simbolizar.
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“El famoso dicho de Adorno necesita ser corregido: no es la poesía lo que
es imposibe después de Auschwitz, sino la prosa. La prosa realista fracasa, mientras que la evocación poética de la atmósfera insoportable de los
campos tiene éxito. Es decir, cuando Adorno declara a la poesía imposible (o
más bien: bárbara) después de Auschwitz, esta imposibilidad es una posibilidad que habilita: la poesía es siempre por definición ‘acerca’ de algo que
no puede ser nombrado directamente, que sólo se puede aludir” (4-5). La
ficción, creo yo, puede realizar también esa operación poética, justamente
porque da ese paso atrás para mirar el horror, ya se trate de uno que sucede
íntimamente o al nivel de la sociedad; así puede hablar de él sin limitarse
a una sola experiencia fechada y localizada geográficamente, de tal modo
que no se agote en sí misma.
¿Qué es entonces lo que añade la narrativa de ficción al debate sobre la
construcción de la subjetividad criminal? Cuando se le pide a ésta que no se
quede rezagada frente a “lo que sucede”, paradójicamente se le está pidiendo
un efecto de realidad que llene el vacío dejado por los discursos que trabajan con “los hechos”. Creo que esto sucede porque la literatura trabaja con
aquello que excede a “los hechos”. Los puntos ciegos de la ficción ayudan a
mirar más allá de lo meramente coyuntural, de los sujetos de esa coyuntura
y de la subjetividad que los construye; proponen otra manera de interpelar
al mundo y de dejarse interpelar por él. Independientemente de que tenga
o no los mismos referentes que el periodismo y el discurso del poder, la
ficción habilita la construcción de cada sujeto criminal como la metonimia
de un universo del cual todos somos responsables. Esta operación, ética y
estética, puede romper la escisión entre yo y ese otro que es radicalmente
otro, el criminal puede aliviar la urgencia de eliminarlo cuando nos hace entender que las condiciones que lo produjeron no nos son ajenas. Aprender
a mirar de esta manera no evita la guerra pero sí hace un extrañamiento a
la naturalidad con que ésta se presenta.
IV. Conclusión
He intentado analizar los discursos del gobierno, de la prensa y de la
literatura en torno a la subjetividad criminal confrontando el discurso bélico
del presidente de la República, en primer lugar, porque aunque todos los
discursos tienen peso y consecuencias –muchas veces más allá de la vida de
quienes las pronunciaron o escribieron en una situación determinada–, el de
los hombres del poder tiene repercusiones concretas sobre las vidas de los
ciudadanos. La subjetividad criminal articulada en torno a la declaración de
guerra del gobierno es mucho más que un concepto, es algo que se traduce
en un conjunto de comportamientos que estigmatizan a individuos concretos antes de determinar sus responsabilidades específicas, y que pone en
riesgo sus vidas. Y en segundo lugar porque el poder tiene poca memoria
o acaso una memoria perversamente selectiva, que aprovecha para hacer
malabarismos a la hora de asumir sus responsabilidades.
Recuerdo un momento de la extraordinaria novela de Thornton Wilder,
The Ides of March, en el que Julio César dice: “qué poco dado soy a la reflexión; cualquiera que sea el juicio al que llego, no sé cómo, pero lo hago
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instantáneamente; no soy adepto a la especulación, y desde la edad de dieciséis he considerado la filosofía con impaciencia, como un ejercicio tentador
pero infructuoso y como una evasión de las obligaciones inmediatas de la
vida” (39). Más adelante, el otro protagonista de la novela, Cicerón, hace
un juicio sobre esa cualidad de César. Dice: “Hombres de este tipo tanto
temen a toda deliberación que se glorifican en la práctica de las decisiones
instantáneas. Piensan que están salvándose de la irresolución; en realidad
están dispensándose a sí mismos de la contemplación de todas las consecuencias de sus actos” (52).
De eso es de lo que he querido hablar: de cómo un hombre poderoso se
olvidó, nada menos, que de la palabra que puso en marcha una maquinaria
bélica; y de cómo otros discursos dentro de la esfera pública mexicana intentan
asumir sus respectivas responsabilidades sobre el uso de la lengua, ya sea
al dar cuenta de la complejidad de un conflicto, al abrir la oportunidad para
el luto, o al considerar a los lectores como sujetos que pueden articular sus
propias ideas y emociones para darle sentido a su experiencia, en vez de,
como suelen desear los poderosos, súbditos que otorgan dispensas.
Obras citadas
Periódicos y revistas
La Jornada, 13 de enero, 2011. Niega el jefe del Ejecutivo haber utilizado
el concepto “guerra”.
Reforma, 13 de enero de 2011. Niega FCH acuñar concepto de guerra.
El Universal: “Matan a 14 en fiesta estudiantil de Juárez, 1 de febrero de 2010”.
3 de febrero, El Universal: “Calderón: se reforzará la estrategia en Juárez”.
La Jornada, 3 de febrero, 2010: “La lucha de pandillas mancha a la ciudad
fronteriza, dice el titular de gobernación”.
El mañana, sábado 17 de abril de 2010: “Las muertes de civiles son las
menos: FCH”.
El Universal, 3 de enero de 2011: “CNDH: 9 periodistas asesinados en 2010”.
Milenio, 12 enero 2011: “Los hijos de puta comienzan a ganar la guerra”.
Proceso # 1744, 4 de abril de 2010: “Si me atrapan o me matan… nada
cambia”.
La Jornada, 25 de agosto, 2010: Descubre la secretaría de Marina 72 cadáveres en un rancho en Tamaulipas.
Forbes, 3 de noviembre de 2009: “The World’s Billionaires”: http: //www.
forbes.com/lists/2009/10/billionaires-2009-richest-people_JoaquinGuzman-Loera_FS0Y.html
Libros
Butler, Judith. Vida precaria: El poder del duelo y la violencia. Buenos Aires:
Paidós, 2006. (traducción de Fermín Rodríguez).
Chimal, Alberto. Los esclavos. México: Almadía, 2009.
Enciso, Froylán. “Bienvenido a Sinaloa”, Prólogo a Osorno, Diego Enrique.
El cártel de Sinaloa: una historia del uso político del narco. México:
Random House Mondadori, 2010.
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Runia, Eelco. “Presence”. History and Theory 45 (February 2006). 1-29.
Wilder, Thornton. The ides of March. New York: Harper & Brothers, 1950.
äLåHN6ODYRMViolence. New York: Picador, 2008.
Agradezco la invaluable ayuda de Luis Astorga y Diego Enrique Osorno,
por haberme sugerido ciertas lecturas y documentos.
Salvo los fragmentos de Judith Butler, todas las traducciones de textos
en inglés son mías.
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Dossier
Yo “ambulante de la memoria”
Homenaje
Carlos Monsiváis
(1938-2010)
Editado por Fernando A. Blanco
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Carlos Monsiváis en la sala de su casa c. 1995
(plata sobre gelatina)
© Graciela Iturbide
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ISSN 0716-0798
INTRODUCCIÓN
El estilo es el objeto burlado
Fernando A. Blanco
Wittenberg University
Lacan hablaba, refiriéndose al estudio de Jean Delay sobre la juventud
de André Gide2, de la necesidad de entender las “falsificaciones aportadas a
las provisiones de la experiencia” al someter a cualquier obra a la tarea del
crítico. En particular, aquéllos para quienes la vida privada del autor resulta
en matriz fundante de una “historia natural de los espíritus” (721). Siguiendo
esta advertencia, a sabiendas del deslizamiento que el género de la crónica
produce entre los registros de la ficción para con la historia y el Yo, consciente
de la doble naturaleza a la que apelo para acercarme al ejercicio intelectual
de Monsiváis, esta breve introducción quisiera indagar en los modos íntimos
en los que esta dimensión negativa de la experiencia de lo que le concierne y
no, privada y públicamente al implacable ético que fue Carlos, constituye la
materia viva de reconocimiento y modulación de su trabajo cronístico. Digo
íntimo por decir propio, apropiado, pertinente a lo que de suyo al sujeto de
la crónica le pertenece, construir una verdad a la medida del sostén que se
busca. Soporte justificado por distintas estrategias de escritura de acuerdo
con el objeto elegido para registrar. Tal y como los ensayos contenidos en
este dossier proponen en sus lecturas.
Al igual que el humor que salva a los homosexuales moribundos del Lemebel
de Loco Afán, Monsiváis levanta la censura contra los guetos demonizados
que el conservadurismo patriarcal y paternalista-multicultural mantenían
sobre la conducta moral. Fue ésta la tarea que se impuso este luchador
implacable durante más de medio siglo de trabajo fiel a su causa. Salvar a
aquellos condenados al anonimato biografiado por su mercantilización en
otros géneros y circunstancias. Invertir el destino marcado para ellos por
la página roja o el registro asalariado de su precariedad, para hacer de la
crónica liberada, la crónica monsivaíta un territorio democrático en donde
imaginar lo inaudito es alojar el habla de estas ciudadanías. Escribir como
pensar para arrebatárselas a la piedad ilustrada de la caridad estatal y a
la especulación eleccionaria. Desde 1980, año en el que publica A ustedes
les consta la matriz de sentido de su ejercicio intelectual público se vuelve
manifiesto omnipresente; también de su hermenéutica:
“La crónica y el reportaje se acercan a las minorías y
mayorías sin cabida o representatividad en los medios
masivos, a los grupos indígenas, a los indocumentados,
a los desempleados y subempleados, los organizadores
de sindicatos independientes, los jornaleros agrícolas, los
migrantes, los campesinos sin tierras, las feministas, los
homosexuales y las lesbianas”. (126)
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Aunque tiene conciencia plena de que no se puede ni se debe hablar
por ellos evitando reinaugurar el “proteccionismo ideológico y el chantaje
sentimental” (124) contra el cual alegaba el clásico de Spivak, Monsiváis
se preocupa de no jerarquizar, de no clasificar, de no catalogar en crónicasprontuario que movilizaran juicios de valor sobre sus protagonistas. Mientras,
los cronistas son expulsados de los diarios y revistas y relegados a libros
compilatorios como resultado de la aceleración del tiempo en la Internet,
Monsiváis fue uno de los últimos en encapsularlo.
Ya desde el comienzo de sus entregas con Principios y Potestades (1969)
y posteriormente de manera contundente en Los Rituales del Caos (1995) y
Apocalipstick (2009) Monsiváis redelinea para marcar su decisiva importancia
una de las tesis centrales del cambio de sentido de lo social en el siglo XX,
la elaboración de una sociedad a la medida. En palabras de Lipovetsky
“… []…una sociedad definida por “el mínimo de coacciones y el máximo de
elecciones privadas posibles, con el mínimo de austeridad y el máximo de
deseo”. En palabras de Monsiváis, una sociedad en la que “Nada sirve si del
Neoliberalismo depende”1. Una ciudad como la mexicana que le sirve de
excusa para la reflexión sobre el continente.
¿Cómo llegamos hasta aquí?
¿Cómo perdudaremos desde este momento?
Sin embargo, una vertiente de sentido alterna emerge de los textos
monsivaítas. Un movimiento sutil que busca en las palabras el asidero
natural para su expresión. Monsiváis escribe porque recuerda, recuerda
porque necesita escribir y al hacerlo se desdobla, se bifurca, se divide con
y entre aquellos a quienes convoca en su palabra, reservándose un lugar
de privilegio. Acercamiento a aquello que a él y “a ustedes les consta” en el
placer desplegado por una escritura que se sabe, se entiende solidaria con
el acontecer y consigo mismo. Y es que la biografía o la autocrónica deslindan en Monsiváis de manera natural con la documentación de un país que
Poniatowska definiera como esencial para la escritura del género en México.
No sólo satisface el sentido histórico del quehacer cronístico “ser guía para
el entendimiento” (127), al mismo tiempo salvaguarda del proceso incesante
de construcción de la memoria histórica. Esta constante que lo asedia es
la de la propia vida. Animado por las coincidencias entre sus protagonistas
y su mirada Monsiváis parece mirarse en su propia crónica, adquiere su
dignidad mientras va tomando las trazas orales que su oído le descubre y
con las que inviste su lenguaje, mientras construye al cronista más allá de
la burla, el desprecio, la opresión, la vergüenza, el desdén, la humillación
apresando la marginalidad de los suyos y de sí mismo, en la culminación
diaria de su deseo. El es ese golpe de pensamiento, que se lee y se observa
con igual detención. Allí está en medio de su teatro, rodeado de los suyos,
en ese espacio el de la crónica monsivaísta donde “los símbolos se llevan y
se secularizan”.
1
Correspondencia privada.
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FERNANDO A. BLANCO
INTRODUCCIÓN: EL ESTILO ES EL OBJETO BURLADO
Sea como fuere el objetivo que se privilegie para entender el trabajo
cronístico de Monsiváis éste sin duda responde a la tarea mayor de seguir
formando a la ciudadanía por medio de retratos, el de su México, el de
Latinoamérica teñidos con la ética del propio.
El Ambulante de Memoria
La serie de trabajos recopilados en este dossier responde a la complicidad generacional e íntima de quienes convivieron con él como camaradas y
amigos, hoy comprometidos a continuar su “trabajo de memoria”. También
a los intereses investigativos de cada uno de los ensayistas invitados a participar, los que por medio de la enseñanza sostienen otro de los proyectos
del escritor en relación con la propagación de una ética de la escritura. Las
aproximaciones de los textos son variadas y han sido organizadas en este
dossier respetando el diálogo que suscita su entrecruzamiento.
El primer apartado del Dossier “Monsiváis después de Monsiváis” se
compone de dos textos-homenaje leídos a propósito de las exequias del escritor. Los testimonios personales de dos figuras señeras del campo cultural
mexicano, Elena Poniatowska y Sergio Pitol, nos acercan la visión íntima de
un intelectual apasionado y escritor mordaz. Un irreverente avant la lettre
para quien una comunidad comenzaba y terminaba en la heterodoxia de los
flujos urbanos. Dinámica popular que continuaba incesante en la posterior
modulación cultural de los mismos.
Las contribuciones de Anadeli Bencomo, Ignacio Corona y Carlos Ossa
conforman el núcleo del segundo segmento del dossier bajo el título “De lo
Nacional Popular a lo Post-Nacional-Mediático”. En él los tres autores abordan
la discusión sobre la obra de Monsiváis con perspectivas diversas. Abre el
artículo de Anadeli Bencomo “Nota Roja, narcocorrido y violencia: las leyendas del narcotráfico según Monsiváis”. La autora sostiene que la crónica de
Monsiváis ha abordado con diferentes objetivos e intereses la modificación
de los registros, lenguajes y subjetividades del imaginario popular mexicano circulado por la industria cultural. En su crítica destaca el interés por los
géneros de la crónica roja y el popular narcorrido presentes en el universo
cronístico del mexicano como narrativas en las que la violencia impuesta
responde a las políticas de turno, al mismo tiempo que a las filiaciones
geopoéticas de su escritura, donde se da cuenta de la masificación de los
delitos. La crónica urbana y la crónica de narcos no sólo dan cuenta de las
reconfiguraciones imaginarias en el espacio público y privado en el que circula informalmente el capital como flujo financiero, político y humano, sino
que, como destaca Bencomo siguiendo a Herlinghaus, nos llevan a prestar
atención a los pactos comunicativos y a la modulación subjetiva que en la
recepción éstos liberan para sus lectores. Desde esta perspectiva la autora
critica la posición del intelectual cuya lealtad con las culturas populares pareciera estar en entredicho al fustigar la posible vigencia comunicativa del
género del “Caballo de Troya” narco-delictual.
Ignacio Corona, por su parte, nos brinda una exhaustiva además de cuidadosa reflexión como culturólogo del cambio de signo de la episteme de
lo nacional en el trabajo cronístico de Monsiváis siguiendo una perspectiva
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crítico-histórica en: “¿Civitas sobre Genus? Monsiváis y la crítica del nacionalismo decorativo”. Inscribe en su lectura al cronista de la modernización en la
más larga tradición latinoamericana de pensar la nación en el contexto de la
modernidad. No sólo desde la institucionalización imaginaria de los modelos
constitucionales sino desde las tensiones entre esos ideales culturales y la
práctica política de las comunidades. Plantea Corona que “en la prolífica obra
de Carlos Monsiváis, la crítica cultural se convirtió a menudo en una forma
de crítica política. Uno de sus blancos favoritos fue lo que percibió como
la trillada y hueca retórica nacionalista. Antes de que cobrara popularidad
el adjetivo “posnacional”, su obra señalaba…” []… la crisis de legitimidad
del discurso nacionalista. (17). “Contestataria”, “dialéctica” (19) la crítica
monsivaíta resulta en una acción social no rendida a la acción comunicativa.
Consciente de los ejercicios retóricos legitimadores de un modelo estructural de nación coherente con la hegemonía y sus particularismos, Monsiváis
para Corona actúa como un artífice movilizador de la contingencia en contra
de la mitologización fácil de la gastronomía o los entusiamos deportivos.
Propone que su valor político radica en la capacidad que tiene su escritura
para transformarse en un “locus de efectos universalizantes” (Laclau 209).
Concluye diciendo que “aunque su propia posición respecto al mismo se
modificó con el tiempo, su crítica de los usos y abusos del nacionalismo fue
continua, del revolucionario o populista al decorativo o consumista en los
momentos cumbres del neoliberalismo” aún nos queda preguntarnos por el
tenor del sujeto de lo político en la contemporaneidad.
El tercer ensayo, “Las tradiciones del desencanto”, es del chileno Carlos
Ossa. En él reflexiona principalmente acerca del volumen Los Rituales del
Caos. Este trabajo dialoga directamente con el ensayo precedente de Corona
al volver a la pregunta sobre el sujeto de la nación, percibido por Ossa en la
metonimia urbana de la multitud. Interroga a la crónica monsivaíta en tanto
“morada” alterna de la ciudad –flujo para sus paseantes– un ejercicio crítico
fenomenológico –para proponer el espacio de la escritura como soporte sustancial para el yo, ante la pérdida acelerada de consistencia humana que la
modernización trajo consigo para los sujetos– otro ejercicio, psicoanalítico.
La memoria “ambulatoria” del cronista se constituye en sostén ineludible
del lazo social para ambas experiencias (la del rostro de la multitud y la del
ojo que lo registra), pues engendra a la crónica como el vínculo privilegiado
con lo social. Este vínculo solidario inscrito en la crónica es la propia ironía
monsivaíta. Al parecer como insinúa Ossa el trabajo con las comunidades
discursivas que Monsiváis explora y trabaja “retazos, tiras o hebras de lo
urbano” (51) en los que el poder auscultado por su pensamiento echa suertes con esa multitud tras una política de la inclusión o la exclusión. Cada
escena del “caos” como querría Linda Hutcheon –invocando la obra de arte
abierta– conjuga intérprete, comunidad y cronista –“ironist”– permitiendo
su comunión que la ironía sostenga la interrogación de lo nacional. Ossa
repasa en este breve pero iluminador ensayo una serie de denominaciones
del sujeto de la política en relación de dependencia social, cultural o estructural con la hegemonía.
El tercero de los apartados, “El Sujeto Radical: Identidad y Género en las
Políticas Culturales”, incluye ensayos esenciales para entender las Políticas
de la Identidad presentes en la crónica monsivaísta y su influencia en las
generaciones posteriores de activistas y periodistas culturales. El mexicano
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FERNANDO A. BLANCO
INTRODUCCIÓN: EL ESTILO ES EL OBJETO BURLADO
Héctor Domínguez, y las chilenas Kemy Oyarzún y Ximena Poo abordan con
diferentes aproximaciones e intereses estas problemáticas.
El ensayo de Domínguez “Carlos Monsiváis: poética y política de la disidencia
sexual” abre con una polémica a propósito del blanqueamiento formalista que
Guillermo Sheridan y Jorge Ruffinelli reclaman para lo literario respecto de lo
sexual militante, lo que Domínguez califica de “patriarcado de las letras”. El
argumento de Domínguez es que estética y política son consustanciales en la
obra de Monsiváis –en sus elecciones temáticas y de personajes– y que como
tal el cronista se da a la tarea de instrumentalizar una erótica por medio de
la ironía frente al nominalismo realista. Ya lo pregonaba la vanguardia histórica respecto de los regímenes de signos y su dependencia con los contextos
materiales. El establecimiento de regímenes de sentido que responden a la
subjetividad heterosexual sólo codifica la normatividad regulatoria de lo íntimo
en lo público. La crónica de Monsiváis, como antes la de Novo y hoy la de
Blanco y Lemebel podrían percibirse como universos distópicos en los que la
distancia del cronista permite el ingreso de una serie de recursos retóricos
con los que pudiera leerse la diversidad sexual por fuera de la hegemonía
discursiva del patriarcado. Como plantea Domínguez respecto de la crónica
y el estilo monsivaíta “se trata, pues, de una intervención ética en las cosas
y hábitos que representan síntomas de marginación y discriminación” (29)
El lúcido texto de Kemy Oyarzún “Carlos Monsiváis: Aporías de la Marginalidad.
Sobre los desplazados por su gusto y jamás incluidos” nos revela el mapa
categorial de algunas de las aporías de la posmodernidad. Para la autora el
texto monsivaíta representa el accionar político de un intelectual de excepción
dispuesto a revelarnos la topografía cultural de sujetos y actores en procesos
complejos de exclusión, marginación, integración y disidencia. Este proceso
expresivo se nos presenta cifrado en cierta semiótica emancipatoria en la
que la poética del significante resulta central, concretamente en su recurso
al poder desestabilizador de la ironía. Obra en la que circulan hablas y voces
“desprestigiadas, ilícitas” (61) con las que en complicidad experiencial nos
devela el reticulado de género sexual y género discursivo. El ensayo, por
último, reflexiona también acerca de la tensión entre la noción de marginalidad en la producción discursiva del conocimiento y las identidades situadas
en el contexto de crisis postdemocráticas y globalización neoliberal.
Finalmente, el texto de Ximena Poo Figueroa “Los mapas en la crónica
social de Carlos Monsiváis: sus aportes críticos para América Latina” se
interesa de lleno en la influencia histórica de la crónica de Monsiváis en el
ejercicio del periodismo cultural en el continente frente a la mercadotecnia
del llamado “nuevo periodismo”. Siguiendo la línea de Domínguez y Oyarzún
sobre las estrategias textuales y su función política, Poo aborda la discusión
sobre las genealogías latinoamericanas del género. El artículo aborda las
representaciones de la modernidad latinoamericana en su entrecruzamiento
entre los “grandes discursos” sobre la historia, la modernización y la cultura
con la experiencia concreta de los sujetos que los encarnan. Mediante esta
articulación de acuerdo con Poo “Monsiváis consigue presionar ese mismo
“gran discurso” construyendo así una historia “desde abajo” para nuevas
políticas identitarias de lo latinoamericano” (64) luchando por evitar caer
tanto en la esencialización de sus protagonistas como en su abyección.
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El cuarto y último bloque de ensayos sobre la obra de Monsiváis está
compuesto por los artículos de Linda Egan, Raúl Diego Rivera-Hernández
y Jezreel Salazar. Los autores conversan entre sí pensando sobre tres ejes
diversos. Egan enfrenta la crónica de Monsiváis para relevar la importancia
del héroe en el panteón nacional que ella consagra. El ensayo, además de
ser exhaustivo y generoso en el detalle de la lectura realizada nos ofrece
una perspectiva inédita como acercamiento al acervo monsivaíta. Reflexionar
específicamente sobre la noción de héroe y el valor político-pedagógico
que estas figuras adquieren en el proceso de educación nacional en curriculum alternativos resulta un aporte dentro de la extensa discusión sobre
la producción intelectual del cronista. No habla Egan aquí de levantar una
monumentalización de iconos o emblemas patrios, sino que por medio de una
contraépica releer las hagiografías nacional-oficiales, reproducir el intento
laico de refundar los modelos e ideales patrios para otorgarles a aquellos
que fermentaron en su vida y con su vida una ciudadanía escamoteada por
los discursos monolíticos de la historiografía oficial.
La segunda de las colaboraciones de este cuarto segmento del volumen pertenece a Raúl Diego Rivera-Hernández. El crítico se entusiasma con
el entrevero de tradiciones populares y letradas en la obra de Monsiváis y el
imaginario masculino que le imprime la retórica pedagógica-amorosa de su
trabajo cronístico. La educación sentimental es también espejo de la nación,
nos recuerda este texto preocupado de observar continuidades y rupturas
entre la retórica decimonónica y las narrativas populares de los medios de
comunicación. El autor nos propone seguir su reflexión atendiendo al uso
de figuras-alternas al yo del cronista para discutir con su muerte sobre la
función de los pactos afectivos de socialización durante la primera y segunda
modernidades en México. Pone particular atención a los registros comunicativos en los que se inscribe esta didáctica melodramática mortuoria para los
casos de Nervo, Lara e Infante. Una particularidad del texto, que se inserta
en la discusión inaugurada por Brooks y continuada por Barbero, es el protagonismo dado a las crónicas de entierros por el ensayista. Este restaura el
valor cultural de la muerte como elemento de estructuración de imaginarios
colectivos en la contemporaneidad.
Por último, Jezreel Salazar inserta su discusión con una serie de tesis provocadoras: la primera, el coleccionismo en tanto habitus es el ejercicio racional
e intuitivo mediante el cual una sociedad se debe al ejercicio del pensamiento
crítico sobre el pasado. Desde aquí Salazar lee el afán de coleccionista de
Monsiváis como un rasgo de la infancia que crece sobre el adulto mientras
se acomoda al mundo en el que vive o acomoda el mundo que lo toca a la
vida que lo seduce. Recordar es entonces un pasaporte de identidad para el
cronista quien desde 1973 se dedica sistemáticamente a levantar la colección
que hoy constituye el Museo del Estanquillo. La segunda, el coleccionismo y
el arte de cronicar “poseen las mismas funciones en la obra de Monsiváis”
(87). Reposicionar los fragmentos u objetos seleccionados por la memoria en
interacciones inéditas resulta en la aparición de mundos insospechados para
el observador atento cuya sistematización constituirá una posible historiografía
cultural mexicana y latinoamericana en manos del exégeta que fue Monsiváis.
Salazar habla también en su ensayo de los regímenes de signos presentes en
la obra de Carlos, tanto del sistema de la visualidad como el de las culturas
letrada y popular cuyo encuentro en la función de documentación e historización del pasado mexicano resulta rasgo esencial de la poética monsivaíta.
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FERNANDO A. BLANCO
INTRODUCCIÓN: EL ESTILO ES EL OBJETO BURLADO
La sección quinta Coleccionismo nos lleva a uno de los proyectos más
queridos de Carlos Monsiváis, la creación del Museo del Estanquillo. El texto
inédito que reproducimos del autor está dedicado a reflexionar sobre algunos
de los artistas y piezas de la colección y el afán del coleccionista-museógrafo
que fue el propio Monsiváis.
Un último elemento de este dossier lo constituyen las imágenes que lo
acompañan. Agradezco de manera especial a las excepcionales fotógrafas
mexicanas Graciela Iturbide y Lourdes Almeida por permitirnos gozar de su
trabajo en los retratos hechos al maestro Monsiváis.
Por último, no quisiera terminar esta introducción sin reconocer particularmente el trabajo y esfuerzo conjunto realizado entre el Museo del Estanquillo
–en la persona de su director el doctor Moisés Rosas–, el Consejo Nacional
para la Cultura y las Artes –CONACULTA– en la persona de su directora
la Licenciada Consuelo Sáizar, y el auspicio de la Facultad de Letras de la
Universidad Católica en la persona de su Director de Investigación y Posgrado
el doctor Cristián Opazo. Agradezco también las contribuciones de cada uno
de los autores de los ensayos, su gentileza y generosidad intelectual para
discutir, repensar y compartir su conocimiento sobre la obra de Monsiváis con
la comunidad académica. Extiendo mi gratitud a todos aquellos involucrados
en el proceso mismo de producción del dossier.
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Monsiváis después de Monsiváis
Testimonios
Conocí a Carlos Monsiváis…
Sergio Pitol
Conocí a Carlos Monsiváis en 1953, durante los días que antecedieron a la
“Gloriosa Victoria” por las tropas norteamericanas al gobierno de Guatemala.
Participamos entonces en un Comité Universitario de Solidaridad con Guatemala;
colectamos firmas de protesta, distribuimos volantes, acudimos juntos a una
manifestación que se inició en la Plaza de Santo Domingo. Vimos allí a Frida
Kahlo, rodeada por Diego Rivera, Carlos Pellicer, Juan O’Gorman y algunos
otros “grandes”.
No mucho después de conocernos llegó a mi departamento para leerme
un cuento recién escrito: “Fino acero de niebla”. Su lenguaje era popular,
pero muy estilizado. Carlos reunía en el cuento dos elementos que definirían
más tarde su personalidad: un interés por la cultura popular, en ese caso el
lenguaje de los barrios bravos, y una pasión por la Forma, instancias que
por lo general no suelen coincidir.
En los primeros años de amistad nuestras lecturas se expandieron. Ambos
leímos en abundancia autores anglosajones, yo de preferencia ingleses y
él norteamericanos; eso produjo una benéfica contaminación; declaramos
que el lenguaje de Borges constituye el mayor milagro que le había ocurrido
a nuestro idioma; Carlos añade que uno de los momentos más altos de la
lengua castellana se debe a Casiodoro de Reina y a su discípulo Cipriano de
Valera, y cuando le pregunto: ¿quiénes son?, me responde escandalizado, y
nada menos que son los primeros traductores de la Biblia en España, también
el lenguaje de Faulkner, como el de Melville y Poe, profundamente marcados
por la Biblia: en una derivación religiosa del Lenguaje Revelado.
Hablamos en todo momento de libros, y reiteramos nuestras preferencias.
Y a los nombres habituales añadimos otros: Alejo Carpentier, Machado de
Assis, Juan Carlos Onetti, y los poetas: Quevedo, Garcilaso, López Velarde,
Neruda, Vallejo, Pellicer, Gorostiza, los españoles del 27. Luego hablamos
de un libro fabuloso, La vida del doctor Johnson escrito por Boswell, donde
el biógrafo y el biografiado aparecen alternativamente como los notables
personajes que fueron, pero también anticipan ya rasgos del buen señor
Pickwick, o, más hogareñamente, de don Reginito Burrón, lo que hacía aún
más deleitosa la lectura.
Desde aquel día de 1957 que reseñé, cuatro años después de conocer a
Carlos, han ocurrido muchísimas cosas. Se han presentado sacudidas que
han hecho reaccionar al gobierno y a sus instituciones; se han suscitado movimientos sociales inesperados, surgieron líderes obreros que cuestionaron
a los viejos carcamales que inmovilizan el organismo social. Hubo marchas
de protesta y huelgas de alcance nacional; los ferrocarrileros, los maestros,
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los telefonistas y otros grupos gremiales salieron a la calle y se apoderaron
de ella. Hubo manifestaciones imponentes. Recuerdo una, en apoyo a los
maestros, donde la participación de intelectuales fue muy importante; no sólo
estaban los muy jóvenes, sino también aquellos a quienes considerábamos
nuestros maestros. Una fila adelante de Monsiváis y yo, iban Octavio Paz y
Carlos Fuentes, ambos funcionarios del Servicio Exterior. Pasamos frente a
la Secretaría de Relaciones a la hora de salida del personal, algunos diplomáticos aplaudían al ver a sus colegas en la marcha; otros, horrorizados,
parecían no dar crédito a sus ojos.
Nuestra capacidad para vivir gozosamente seguía intacta, aunque los
espacios fueran más reducidos, más cercados; quizás eso los hacía más
intensos. La amistad en esos días se volvía casi hermandad. Carlos y yo
continuábamos observando con curiosidad la infatigable ronda de la comedia
humana: sus glorias, sus desgarraduras, sus prestigios y sus tragedias, pero
también su tontería, su mezquindad, su capacidad infinita para encarnar lo
grotesco, lo cursi y lo turbio.
En 1962 volví a México con la intención de pasar una temporada y conseguir
traducciones para hacerlas en Italia. Pero cada día que pasaba disminuía mi
deseo de partir. Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco se volvieron figuras
importantes de la vida cultural. Su talento y su inmensa capacidad de trabajo
les abrieron muchas puertas, tanto en la Universidad como en los suplementos y revistas de cultura, que fueron en ese periodo los espacios disponibles
para un escritor. El cine y la crítica, un programa de Carlos transmitido por
Radio Universidad, se volvió popularísimo. La diversificación de su cultura y
su capacidad polémica son otros de sus apoyos, pero sobre todo su humor,
un permanente chubasco que cae sobre el desierto de solemnidad.
Un día fui a Coyoacán, a comer en casa de Vicente y Alba Rojo. José
Carlos Becerra llegó de Cuernavaca y comentó que en la carretera encontró
retenes militares. Dos veces detuvieron su coche, lo obligaron a bajarse;
registraron el interior y la cajuela. No se trataba de un caso personal, dice;
por lo que vio, todos los autos y autobuses fueron registrados. Los periódicos comentaron en los últimos días que hubo levantamientos en distintas
partes del estado de Morelos, que en Cuernavaca cunde el pánico. Acusan
a un dirigente agrario, Rubén Jaramillo, de haberse levantado en armas. El
poeta Becerra dice que eso del pánico es una mentira; lo están tratando de
crear, tal vez para tener un pretexto para aprehender a Jaramillo.
A la noche, de repente un voceador con la prensa de última hora. Los
titulares cubren media página. Rubén Jaramillo ha sido ejecutado. Compramos
el periódico. Hablan de Jaramillo en los términos más soeces, como si se
tratara de una fiera peligrosa a la que al fin se ha podido dar caza. Han
matado también a sus cuatro hijos y a su mujer embarazada. El tono es celebratorio: una victoria más sobre la amenaza bolchevique. Carlos me hace
una breve síntesis sobre la vida de Jaramillo: es un pastor metodista; se ha
inconformado con el gobierno de Morelos por una serie de abusos que han
tenido lugar en el campo. Vive en una comunidad cercana a Cuernavaca,
donde los terrenos han subido inmensamente de precio. La especulación
inmobiliaria les ha puesto la mira. Jaramillo se convirtió de manera natural
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SERGIO PITOL
MONSIVÁIS DESPUÉS DE MONSIVÁIS. TESTIMONIOS
en líder de la región; impidió que los colonos fueran expulsados. Tener el
periódico en las manos es degradante; expele un tufo inmundo. Al salir del
restaurante, Carlos toma un taxi para volver a Portales, y yo camino las pocas
cuadras que me separan de mi casa. Hago ese breve recorrido envuelto en
una sensación de irrealidad, de ira y de horror. Todo lo visto en los últimos
días se convierte en fachada.
Ningún intelectual celebró aquel crimen. Los periodistas al servicio del
gobierno se ocuparon de hacerlo. Parecían embriagarse de gloria al cumplir esa tarea; sabían que a mayor abyección sus bonos en el erario serían
superiores. Los escritores aún no se prestaban a hacer esos servicios. Eso
llegaría después; durante el Salinato se volvería una profesión suculentamente
“rentable”. Fernando Benítez dedicó al asesinato de Jaramillo un suplemento
muy fuerte y valiente de La Cultura en México, que entonces dirigía.
Mis deseos de permanecer en México se desvanecieron esa noche. Poco
tiempo después salí del país. Carlos se quedó, se empecinó en sus propósitos,
y gracias a ello escribió libros iluminadores, eso se sabe; son un testimonio
del caos, de sus rituales, de sus grandezas, abyecciones, horrores, excesos
y formas de liberación. Son también la crónica de un mundo rocambolesco
y lúdico, delirante y macabro. Son nuestro Esperpento. Cultura y sociedad
son sus dos grandes dominios. La inteligencia, el humor y la cólera han sido
sus mejores consejeros.
Carlos fue muchas cosas, pero sobre todo nuestra conciencia común
más lúcida y penetrante. Su persona y su obra se convirtieron en una guía
moral para moverse en este México del que tanto escribió y al que supo ver
tan claramente. A su muerte, hay en el ambiente una suerte de desamparo.
Nadie podrá tomar su lugar. Ya se extraña su prosa transparente y aguda,
sus comentarios certeros y eficaces, su presencia universal. A través de sus
libros sigo dialogando con él, como desde aquel 1954.
Todo esto fue y sigue siendo Carlos Monsiváis. Y además, ya lo habrán
descubierto ustedes, mi más entrañable amigo.
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ISSN 0716-0798
Monsiváis después de Monsi
Elena Poniatowska
Monsi, ya destruiste los brazos del sillón,
–
–
Vais, si sales a la calle de nuevo, juro que no vuelvo a abrirte la puerta.
–
Monsi, o entras o sales. No tengo todo el tiempo de la vida.
–
Vais, rompiste las ramas más tiernas del limonero.
Monsi es un gato del género masculino, vestido de smoking. Vais, atigrada,
es mujer y es más bonita que Monsi, pero pesa menos, es clandestina, tiene
una vida secreta, desaparece sin avisar y la primera vez que la busqué en
la Plaza de San Sebastián, en Chimalistac, grité por encima de las bardas,
subí al campanario y por fin al tercer día regresó tan campante.
–
¿Por qué me haces eso?
Monsi y Vais eran tan pequeños que cabían uno en la mano derecha, otra
en la izquierda. Una guajolota enojada se disponía a sacarles los ojos en un
corral de Tomatlán y los rescaté para traerlos a San Sebastián. Ahora padezco
a los dos gatitos como padecí a Monsiváis, porque amarlo era padecerlo.
–
Al rato te hablo.
–
Marco tu número dentro de 10 minutos.
–
Llámame tú el sábado.
–
Voy a salir, búscame en la noche.
A la mañana siguiente intentabas de nuevo a ver si tenías suerte de encontrarlo por teléfono y del otro lado de la bocina fingía la voz:
–
No está, salió en la madrugada a Madrid, soy su tía María.
En la tarde, era fácil reconocerlo en el Vips de la avenida Tlalpan, a la
altura de San Simón, frente a los frijoles caldosos.
–
¿No que habías ido a España?
–
Ya vine.
Entonces la letanía se iniciaba:
–
No llegaste.
–
No llamaste.
–
Te esperé dos horas.
–
Me plantaste.
–
¡Cómo eres malo!
–
¡Qué malo eres!
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Invitarlo a comer era otra forma del suplicio:
–
No vayas a llegar tarde.
–
¿A qué hora dijiste?
–
A la normal, a mi hora, a las dos y media. Tú eres el plato fuerte.
Llega a las mil, para merendar. Y si uno reclamaba, decía:
–
¿No dijiste que a tu hora? Esta es tu hora.
Él sonreía con su cara de gato.
Ahora dos gatitos recogidos son la presencia total del Monsi en la sala, en
el comedor, en la recámara, en la escalera, en los pasillos, en la cocina, en
el lavadero, a todas horas, en todo momento, día y noche. Digo Monsi y Vais
10 o 20 veces al día. Los dos nombres resuenan entre el piso y el techo, el
cielo y la tierra, son un encantamiento que repito una y otra vez, un conjuro
contra la ausencia, una pócima que disminuye la soledad. Imagino que Monsi,
que era un “hombre ciudad”, como lo llamó Adolfo Castañón, ahora mismo
sube al Metro está parado en la esquina de San Simón y le hace seña a un
taxi, se citó con El Fisgón en la Zona Rosa, está por ir a comer a casa de
Iván en la calle de Amatlán, donde por cierto va a llegar tarde, para variar.
Antes de junio de 2010, a las siete de la mañana, si sonaba el teléfono,
corría yo, sólo podía ser él. Monsi se convirtió en el consejero áulico de Marta
Lamas, de Chema Pérez Gay, de Iván y de Nelly Restrepo. Hoy por hoy su
risa matutina hace una gran falta, una falta horrible. Lloraba de risa y su
risa tenía mucho de gato, una risa única que ojalá y haya quedado grabada.
Imitaba a unos y a otros, y antes de colgar decía:
–
¡Qué mala eres!
–
¿Yo? Pero si todas las malditeces las dijiste tú.
Yo solo reí.
–
Eres mala, de veras, mala como nadie, eres lo más malo del mundo.
Hace dos días, el viernes 17 de junio en la noche fuimos a una ceremonia
íntima a El Estanquillo, convocados por su director Moisés Rosas, la tía María,
Beatriz y Araceli, Rubén y Mauricio, Carlos, Chema y Lilia, Marta Lamas,
Consuelo y Julia, Carlos Bonfil, Jenaro Villamil, Jesús Ramírez, Alejandro
Brito, Víctor Acuña, Armando Colina, Rodolfo y Jesús, porque las cenizas de
Carlos iban a depositarse en una urna.
–
Es una ceremonia privada de muy poca gente.
La urna la hizo Francisco Toledo y su forma, su volumen, su redondez
de tierra, la convierte en un abrazo, un recibimiento excepcional. La urna
acoge, cobija, se ahonda, suena a barro. Lentamente pulida, brilla trabajada
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ELENA PONIATOWSKA
MONSIVÁIS DESPUÉS DE MONSI
por las manos del buen alfarero, del creador y del artesano, del que sí sabe
hacer las cosas y, sobre todo, sabe rendir homenaje al amigo. Es una urna
de extraordinario carácter que refleja los muchos experimentos técnicos que
ha hecho Toledo con el barro, la madera, todas las sutilezas de la materia,
pero sobre todo el sagrado sentido de la vida. Cuando la vi pensé que William
Blake le cantaría como al tigre que brilla en la selva de la noche y le pregunta
qué mano inmortal lo hizo, quién construyo su temible simetría. En realidad,
la urna es un gato que se redondea sobre sí mismo para dormir su larga
vida de siete vidas. Envuelto en su cola, su pelambre resalta por encima del
barro y su cabeza de gato tiene la cara del Monsiváis de los buenos días, el
que sonreía.
A Toledo le preguntaban: “¿Quién hace el prólogo de tu libro?”. Monsiváis.
“¿Quién presenta tu exposición?”. Monsiváis. “¿Quién va a escribir el catálogo para la muestra en Los Ángeles?”. Monsiváis. “¿Quién quieres que te
acompañe?”. Monsiváis. “¿A quién invitamos al mitin?”. A Monsiváis. “¿Para
quién es este cuadro?”. Para Monsiváis. “¿Quién quieres que acabe con el
gobernador?”. Monsiváis. “¿De qué quieres que se hable en el encuentro de
intelectuales?”. De Monsiváis.
En la urna están todas las respuestas de Toledo a Monsiváis, el amor al
coleccionista, el amor al crítico, la devoción al pensador, la admiración por
los escritos de un hombre que logró catequizar a los indios remisos. Toledo,
el pintor de las tenaces raíces zapotecas, también llenó la urna de iguanas,
de mariposas, de tortugas, de peces, de jaibas, de cangrejos y los puso a
cantar al unísono. La urna tiene símbolos ocultos, códices y máscaras del
México antiguo, la urna es un organismo viviente en el que todo se corresponde, el agua que sigue cantando en el barro, las sutilezas de la materia,
su complejidad, responden a las huellas digitales de las yemas de los dedos
de Toledo que moldearon esta corona mortuoria. Porque en verdad, la urna
es una corona. Y en verdad también, sólo Toledo podía coronar a Monsiváis.
De tanto escribir sobre movimientos sociales, el propio Monsi se ha vuelto
un movimiento social. Cada vez que nos reunimos la conversación termina
girando invariablemente en torno a Monsi. ¿Qué tiene Monsi que nos jala
como una central de energía, como una centrífuga que nos hace picadillo en
torno a sus aforismos, sus sarcasmos, las horas de su vida, sus prodigiosas
mentiras, sus prodigiosas verdades?
Me atrevo a una respuesta. Monsi iba directo a la esencia, su gran entereza, su lucidez implacable, su inteligencia crítica, su falta de poder personal
y su total ausencia de privilegios, lo convirtieron en defensor de los derechos
civiles, en el intelectual que más y mejor supo protestar por las violaciones
a los derechos humanos, en el ciudadano que mejor denunció la inmensa
ineptitud y la codicia rampante de los políticos que nos gobiernan, el que le
dio una buena bofetada a la demagogia monolítica. Por eso, sus seguidores,
también somos, en cierto modo, un operativo a futuro, al que se le unen
todos aquellos que Monsi congregó, Salvador Novo y Chano Urueta, Ramón
López Velarde y Carlos Pellicer, José Emilio y Cristina Pacheco, Alejandra y
Enrique Florescano, Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez, María Félix y José
Alfredo Jiménez, Tongolele y María Conesa, Rogelio Naranjo, Rius y El Fisgón,
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Carlos Fuentes, Cantinflas, Renato Leduc, Sergio Pitol y Luis Prieto, Carmen y
Magdalena Galindo, Julio Scherer, Braulio Peralta, Vicente Rojo, Neus Espresate,
porque mejor que nadie, Monsi nos metió a todos en la misma bolsa, de la
periferia al centro, de la cultura popular a la de la Sala Manuel M. Ponce,
nos sacudió para cubrirnos de papelitos de colores y de serpentinas y ahora
somos esta piñata medio deshilachada que ustedes ven, hoy domingo 19
de junio de 2011, a las 12 del día, en este estrado dentro del mítico Palacio
de Bellas Artes, que a diferencia de nosotros, los aquí presentes, como es
de oro y mármol, nunca, nunca se va a morir.
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ELENA PONIATOWSKA
MONSIVÁIS DESPUÉS DE MONSI
Imagen gentilmente cedida por
© Lourdes Almeida
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TALLER DE LETRAS N° 50: 163-172, 2012
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ESTUDIOS
I. DE LO NACIONAL POPULAR
A LO POST NACIONAL-MEDIÁTICO
Nota roja, narcocorrido y violencia:
las leyendas del narcotráfico según Monsiváis
Anadeli Bencomo
University of Houston
Este artículo explora las aproximaciones de Carlos Monsiváis frente al fenómeno de
la narcocultura mexicana a partir de los géneros de la nota roja y el narcocorrido.
Junto a sus observaciones discutimos el rol que dentro del imaginario colectivo juegan
hoy en día las leyendas recientes del narcotráfico y cómo estas representaciones se
consideran como expresiones de la cultura popular mexicana actual.
Palabras clave: nota roja, narcocorridos, narcocultura, narcoviolencia, leyendas
del narcotráfico.
This article explores critical approaches by Carlos Monsiváis in regard to Mexican
Narcoculture in recent times. By reviewing Monsiváis notes on red/yellow journalism
and narcocorridos, this article poses some questions about the author’s limits and
reservations vis-à-vis emergent forms which represent narco-imaginaries within popular culture.
Keywords: crime news, narcocorridos, narcoculture, narcoviolence, narcotraffic
and its legends.
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TALLER DE LETRAS N° 50: 163-172, 2012
El protagonismo de la narcoviolencia en la vida mexicana de los últimos
lustros no podía dejar indiferente a uno de los mayores comentaristas de la
cultura nacional, Carlos Monsiváis. Voy a discutir en las siguientes páginas
tres instancias de esta aproximación monsivaíta al fenómeno de la narcocultura que nos permiten entender su posicionamiento ante el protagonismo
creciente de las narrativas e imágenes de la violencia. Sus apuntes al respecto aparecen recogidos en su historia de la nota roja en México Los mil
y un velorios (1994; 2010) y en “El narcotráfico y sus legiones” incluido en
el volumen colectivo Viento rojo (2004). Un rasgo que permite leer estos
textos en conjunto es su intención común de indagar acerca del lugar del
narco, de sus paisajes socioculturales y sus relatos, dentro del imaginario
colectivo mexicano.
Los antecedentes: auge y función de la nota roja
Hay dentro de la trayectoria intelectual de Carlos Monsiváis ciertas líneas
de reflexión que se sostienen con cierta constancia, manifestando su interés particular por indagar en las redes y las imágenes de las tradiciones e
instituciones culturales dentro de México y, más definitivamente, alrededor
del espacio urbano como centro privilegiado de la modernización nacional.
En este sentido, sus observaciones sobre la nota roja donde se destaca el
vínculo entre este género periodístico y la educación sentimental del México
moderno, sintonizan lógicamente con sus crónicas y ensayos anteriores. Los
mil y un velorios forma parte de este repertorio abocado a representar ciertos
momentos claves dentro de una historia del imaginario nacional.
En su incansable afán por cronicar e interpretar los modos y usos paradigmáticos de la cultura popular moderna, Monsiváis se detiene en la nota
roja como instancia que combina a lo largo de su trayectoria elementos de
la representación melodramática, el tono sensacionalista y/o sancionador,
el recurso efectista de las imágenes y el lenguaje hiperbólico, la moraleja
ejemplarizante y la historia escalofriante. Por añadidura, dentro del campo
de la cultura popular, la nota roja figura como género que se pliega a una
función semejante a la reconocida hacia mediados del siglo XX en el cine
nacional, el bolero o la canción ranchera. Esto es, la nota roja en cuanto
discurso colectivo abona de manera determinante al imaginario: “…la nota
roja es manual (negociable) de costumbres y exorcismo contra la violencia.
Asimilada la pena por las víctimas, los crímenes más resonantes estimulan
la cultura oral, ya componentes insustituibles de la tradición sentimental”
(Los mil 13).
En su crónica histórica sobre la nota roja mexicana, publicada en 1994,
el autor se refiere a la mitad del siglo XX como la época de apogeo y clímax
de un género que comienza a popularizarse en las postrimerías del XIX en
México. Al modelo histórico del recuento se le suman las consideraciones de
tipo más transversal que leen el fenómeno de la nota roja en sintonía con
los dispositivos populares (musicales, cinematográficos) asociados con la
consolidación de la identidad y las tradiciones nacionales. De esta manera,
el discurso sobre la violencia y la criminalidad propiciado por la nota roja y
divulgado por la prensa se advierte como variante de esa cultura en buena
medida impulsada por el proyecto de la unidad nacional.
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ANADELI BENCOMO
ESTUDIOS: I. DE LO NACIONAL POPULAR…
Monsiváis se refiere a dos momentos claves dentro del desarrollo y transformación histórica de la nota roja en México. En primer lugar, se nos habla del
período del Porfiriato (1876-1910), cuando el relato de los crímenes se inviste
de una inequívoca trascendencia moral: “El público (el pueblo) localiza en la
nota roja a una de las prolongaciones del Catecismo” (Los mil 9). Difundida
generalmente a partir de grabados (Posada) y corridos, la nota roja finisecular surge en consonancia con la cultura de la época y con sus dispositivos
orales de divulgación y popularización. Con su posterior conversión dentro
del periodismo escrito, la nota roja sufre un proceso de secularización que si
bien admite distintas modalidades de consumo, no la despoja del todo de su
carácter de discurso aleccionador: “…en la sociedad de masas amenguan las
horas de atención dedicables a cada episodio macabro, y el auge del delito
banaliza el sentido de la nota roja, si no ya vinculada con la moral sí todavía
con las moralejas” (Los mil 42).
Durante la época del apogeo de la nota roja moderna, se adjudica al
género su carácter de novela colectiva y se subraya “su relación feroz y entrañable con la sociedad” (Los mil 6). Dentro de esta noción se advierte no
sólo el paradigma de la unidad nacional como proyecto cultural aglutinante,
sino la idea de la conversión del pueblo en público que reacciona de manera
predecible ante los crímenes que protagonizan la roja y que refrendan un
imaginario colectivo de justicia. Los titulares de la nota roja escandalizan
a todos de manera semejante o, visto de otro modo, representan un escenario del teatro social. Los casos recogidos por Monsiváis en Los mil y un
velorios alcanzaron la estatura de crímenes o criminales legendarios dentro
de la memoria social, incorporándose al repertorio nacional de referencias
compartidas.
Ahora bien, Monsiváis al enfrentarse a los protagonismos y a las coordenadas de la nota roja en la segunda mitad del siglo XX señala mutaciones
determinantes para la trayectoria social del género y arriba a ciertas conclusiones importantes en cuanto a su estadio actual. Al menos cuatro factores
se convierten en elementos remodeladores del discurso de la nota roja, de
su impacto y su carácter de relato aglutinante de ciertos modos morales.
1.
Si en sus albores la nota roja se presenta como relato de la criminalidad
y la delincuencia excepcionales, la expansión de la corrupción como
práctica institucionalizada dentro de la política nacional diversifica por
un lado el horizonte de la nota roja y, por otro, modifica el carácter
aleccionador del género. La nota roja tradicional dependía en gran
parte del escándalo ante los actos siniestros o fuera de la ley y su
mensaje se contenía en la tragedia de las víctimas y el castigo (real
o simbólico) de los criminales. Con la creciente institucionalización
de los poderes políticos y judiciales en México que se da durante la
segunda mitad del siglo XX, el género abre el espacio para la denuncia de un sistema oficial al que se señala como fuente importante de
delitos. Estos nuevos protagonismos dentro de la nota roja ‘política’
parecieran volver inoperante a la matriz moral del género. ¿Cómo
aleccionar o pontificar desde la nota roja cuando el correlato de las
acciones delictivas de políticos, judiciales y empresarios es el de la
impunidad?
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2.
Con la escalada de la violencia asociada a la cultura del narcotráfico
como industria creciente e indetenible en México desde finales del
siglo XX, los relatos y escenarios de la nota roja se masifican. Cientos
de víctimas, variantes múltiples de asesinatos y torturas que se suceden serialmente, aminoran el impacto de los titulares y las imágenes
cruentas de la nota roja. Ya no se trata de una “nota” excepcional por
su carácter irrepetible, sino la cifra ROJA indetenible: “las inauditas
cifras del auge del narco […] se transforman en la red de comentarios
y en la narrativa de los cadáveres que siempre deja pendiente la moraleja” (Los mil 197).
3.
Aumenta el desprestigio de la nota roja censurada más que nunca como
relato escabroso marginado a las páginas de publicaciones sensacionalistas, asociado a un público lector inculto y morboso. Los noticieros
televisivos, a su vez, reconfiguran a la nota roja como segmento dentro
de las noticias locales, debilitando el sentido de pertenencia a una
realidad nacional. El ejemplo de la narco nota con su insistencia en
localizar la violencia en comunidades específicas del país modela una
cartografía del terror que sobrepone dentro del imaginario colectivo
una nueva geografía al mapa nacional.
4.
Dentro de las ciudades acosadas por el auge de la delincuencia (robos,
homicidios, secuestros), la nota roja que tradicionalmente había actuado como recurso reparador y excluyente representando al criminal
y a la víctima como esos otros distintos en actos y suerte al lector, se
convierte de pronto en relato compartido del cual no escapa el público
aterrado: potencial destinatario de las redes de violencia. Cunde el
miedo como código de reconocimiento colectivo y esta nueva sensación
de vulnerabilidad impulsa la popularidad actual del género: “Ahora,
la demanda de nota roja es avasalladora, porque en las ciudades
cunde ‘el turismo de la violencia’, el más angustioso de los turismos”
(Apocalipstick 278).
En los tiempos actuales, cuando el miedo figura como una de las redes
sociales más expandidas, la nota roja se encuentra despojada de su dimensión
catártica para rearticularse como relato aterrador de tintes apocalípticos. La
nota roja no es el único género que abona a las cartografías de la violencia
y la sensación de la vida como circunstancia precaria asediada por una violencia social alarmante. Las coordenadas culturales de la sociedad mexicana
postpriísta y globalizada del nuevo milenio llevan a Monsiváis a preguntarse
por las formas emergentes de modelación e interpelación de los imaginarios
colectivos.
La antiépica: historias y leyendas del narcocorrido
Los comentarios de Monsiváis acerca de la nota roja moderna sugieren
el riesgo de que el género termine sumándose al repertorio de las alusiones
perdidas1 y, en este sentido, conforman una suerte de obituario a otra de
1
En el discurso ofrecido en ocasión del Premio FIL Guadalajara (2009), Monsiváis tomaba
como eje central de sus reflexiones la noción de la caducidad de un cierto imaginario mo-
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las instituciones de una cultura moderna y nacional que ha entrado en crisis
frente a la irrupción de los imaginarios transnacionales y postnacionalistas en
México. Frente a esta realidad, sus observaciones alrededor del narcocorrido
consideran la posibilidad de que éste ofrezca un nuevo paradigma de lenguaje
colectivo más acorde a las condiciones culturales remodeladas por los nuevos
contextos. Frente al panorama de los modelos musicales populares que han
corrido paralelos con la historia de la modernidad mexicana, los narcocorridos de las últimas tres décadas irrumpen con un lenguaje y unas reglas
de composición que lo distinguen de sus antecedentes: “En el narcocorrido
no se insinúan siquiera los sentimientos de epopeya, ni juego literario que
permita hablar de lírica” (Los mil 189), “los compositores y letristas de los
narcocorridos no suelen disponer de los mínimos requerimientos técnicos,
no pretenden la rima y –más o menos– las metáforas los tienen sin cuidado” (186). Así, de partida, el narcocorrido luce devaluado al comparársele
con otras variantes de la música popular celebradas por el autor, como las
canciones rancheras (la apoteosis del machismo) o el bolero (la épica del
despecho). Sin embargo, el cronista subraya de manera oportuna una clave
que asocia al narcocorrido con la familia musical popular mexicana al señalar
que dentro del “marco del narcotráfico, las canciones se vuelven horizonte
utópico que impone el culto del relajo” (187).
Dentro de la obra monsivaíta el relajo popular se entiende como gesto
alternativo frente a las sujeciones ideológicas de las esferas políticas, económicas o culturales hegemónicas, abriendo una suerte de espacio de libertad
o de respuesta ante un destino supuesto ante el cual ciertos sectores sin
privilegios se rebelan: “Más que celebración del delito, los narcocorridos
difunden la ilusión de las sociedades donde los pobres tienen derecho a las
oportunidades delincuenciales de Los de Arriba” (190-191). Este perfil político
de un género que se relaciona con las reconfiguraciones culturales en un
México transnacional ha sido atendido por críticos como Hermann Herlinghaus,
quien se refiere a los relatos ‘amorales’ de los corridos como una denuncia
ante la ausencia de un contrato social democrático dentro de la sociedad
mexicana actual. Sin embargo, esta valoración crítica del narcocorrido no
es desarrollada por Monsiváis desde una perspectiva redentora, pues su valoración última del género es bastante condenatoria tal y como se observa
en Los mil y un velorios: “Los narcocorridos se van desvaneciendo porque
su razón de ser se volvió la realidad que no admite el sentido del humor.
Conviene, oh folcloristas, disponer su entierro y la sepultura legendaria de
Camelia la Texana y Emilio Varela” (192).
Se advierte aquí una postura simplificadora del cronista que asume una
correspondencia entre los excesos del narcocorrido con aquellos de la realidad.
En este sentido, el género musical se asume como versión realista –en un
VHQWLGREDVWDQWHWUDGLFLRQDOʥGHODYLROHQFLDDVRFLDGDDODQDUFRFXOWXUDVLQ
instancias significativas de mediación. En comparación con esta postura, me
parece que la interpretación presentada por Herlinghaus en Violence without
guilt: ethical narratives from the global South, nos ofrece una perspectiva
derno sustentado por las referencias y tradiciones comunes que poco a poco van cayendo
en desuso, construyendo un catálogo de alusiones perdidas y anacrónicas.
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crítica más compleja y sugerente frente a las narcorrepresentaciones. La
aproximación de Herlinghaus trata de entender al narcocorrido como una
forma intercultural abierta a una imaginación internarrativa. Más específicamente, se plantea la posibilidad de leer/escuchar a los narcocorridos
como una discursividad que re-narra ciertas representaciones mediáticas de
la narcocultura, para construir sentidos alternativos dentro del imaginario
postnacional y postpolítico mexicano. De esta manera se alude a una cierta
funcionalidad intermediaria del género:
What the tales narrate have already been published by
the press and circulated through radio and television […]
Narcocorridos can thus be described as postscripts of
normative discourses on drugs and violence, activating
imagination at the point where primary public depictions
exhaust their explanatory or scandalizing potentials.
(Violence 36)2
Esta consideración del narcocorrido como discurso dialógico supone una
agencia que no es contemplada por Monsiváis en su aproximación al género.
En su propuesta de lectura, los relatos del narcocorrido se corresponderían
con ciertos paradigmas limitantes. En Viento rojo, por ejemplo, la reconfiguración del narcocorrido, que se advierte a partir de los setenta en México
con las composiciones popularizadas por grupos como Los Tigres del Norte,
se asocia con el modelo fílmico de los narcothrillers que se toman como su
modelo generador por excelencia. Monsiváis propone así una ecuación que
iguala, en gusto y reacciones, al público del narcocine con el oyente de narcocorridos: versiones siamesas de la clientela de la industria cultural del narco.
Sus interpretaciones del narcocorrido, tanto en su versión espectacularizante como en su decodificación como relato de un realismo primario, son
sintomáticas de una posicionalidad intelectual y un hábito de lectura que
desatiende dos aspectos fundamentales para una aproximación más certera
a este género musical al que se asocia metonímicamente con el fenómeno
de la narcocultura propia de la región norteña. Si bien es cierto que el fenómeno del narcocorrido debe entenderse desde las matrices populares que
lo generan y lo difunden, es igualmente importante reconocer que estos
códigos no responden necesariamente a las intermediaciones de la cultura
popular moderna tan apreciada por Monsiváis. A este respecto, Herlinghaus
nos ofrece nuevamente ciertas puntualizaciones que arrojan luz hacia cierta
operatividad del género que problematiza su traducción dentro de ciertos
paradigmas tradicionales. Para Herlinghaus los “melodramas del narcomundo son particularmente intensos por nacer desde códigos populares que se
practican fuera de las industrias audiovisuales” (Narraciones anacrónicas
18) y también fuera de los formatos de la cultura escrita. Siguiendo estas
premisas, podemos aludir al doble tropiezo de Monsiváis quien se acerca
2
“Lo que las historias narran ya ha sido publicado en la prensa y ha circulado en la radio y
la televisión […] Los narcocorridos pueden, en este sentido, ser descritos como postescritos
de discursos normativos acerca de las drogas y la violencia, que activan la imaginación en
un punto donde el potencial explicativo o escandaloso de las descripciones primarias se
ha agotado”.
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al discurso del narcocorrido desde ciertas fórmulas que habían resultado
pertinentes en sus crónicas sobre géneros musicales que operaban como la
traducción popular de tradiciones literarias como la poesía romántica. Es así
como en Amor perdido se representa la correspondencia cultural entre la
lírica romántico-modernista y el cancionero sentimental al estilo de Agustín
Lara o la simbiosis feliz entre las películas rancheras y el repertorio musical
de compositores como José Alfredo Jiménez. En ambos casos, se presentan
los modos de popularización de una tradición y un imaginario mexicano que
hibridan de manera armónica los códigos letrados y populares de la cultura
nacional.
De acuerdo a esta actitud resultan aún más comprensibles los juicios
de Monsiváis frente al género del narcocorrido que citáramos al comienzo
de este apartado (composiciones carentes de lírica) y que delatan no sólo
su particular visión de la cultura popular y sus legados, sino sus propios
gustos herederos de una educación sentimental que le impide refrenar la
comparación sancionadora al comentar una de las piezas de los Tucanes
de Tijuana: “¿A qué distancia se está de José Alfredo Jiménez y sus ‘cuántas luces dejaste encendidas,/ yo no sé cómo apagarlas’?” (Los mil 187)
Otra distancia se hace palpable en los juicios de Monsiváis acerca de la
narcocultura como expresión de un imaginario postnacional o postmoderno
cuyas coordenadas resultan inquietantes por esa suerte de opacidad que
se resiste a las exégesis intelectuales dentro de la tradición del nacionalismo crítico. En la primera versión de Los mil y un velorios que se escribe
a comienzos de los noventa, la aproximación al género del narcocorrido
es apenas tentativa y en concordancia con un juicio sobre la narcocultura
que acusa las marcas de la época y que se corresponde en gran parte con
el paradigma de las culturas híbridas popularizado por García Canclini y
otros especialistas culturales en boga en ese entonces: “‘la cultura del
narcotráfico’ no es sino la mezcla, desigual y combinada, de la delincuencia
de alta tecnología, las impresiones orgiásticas del derroche, los impulsos
de sobrevivencia, el hábito campesino de aceptar con indiferencia real o
teatral la muerte propia y la ajena” (Los mil, 53-54).
Estos comentarios que leen a la narcocultura como una particularidad
regional en México marcan una distancia geográfica e ideológica que el propio
autor reconocerá en Viento rojo como marca de su posicionamiento marginal
frente al problema que aqueja de manera crónica a ciertas zonas del país:
“Los que vivimos lejos de las regiones y los círculos afectados atendemos
el chisme admirativo y/o despreciativo, tanto si se publica como si se oye
simplemente” (22). El cronista urbano por excelencia admite en esta ocasión no sólo su distanciamiento temático con el universo de la narcocultura
emergente, sino la dimensión extrema de este fenómeno: “…el narcotráfico
es la amenaza más despiadada que he conocido” (Los mil 192).
Desde esta perspectiva, sus escritos sobre la narcocultura pueden entenderse como otra de las variantes contemporáneas de la crónica del desastre
que caracterizó a buena parte de la producción monsivaíta (Gutiérrez Mouat).
Por crónicas del desastre entendemos aquellos textos que se abocaron
a representar momentos críticos dentro de la historia contemporánea de
Ciudad de México (el movimiento estudiantil del 68, el terremoto de 1985, la
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megalopolización de la urbe), que aún en sus vertientes menos liberadoras
nos habituaron al optimismo inquebrantable de Monsiváis, cuya última entrega nos llegó en los textos incluidos en Apocalipstick (2009). Sin embargo,
la crónica del narcocorrido al modo de “El narcotráfico y sus legiones” acusa
una doble desambientación dentro del corpus más amplio de su obra. En
primer lugar, y como hemos mencionado anteriormente, el fenómeno de la
narcocultura escapaba de los confines habituales del autor: la Ciudad de
México y la cultura moderna. A este escollo se le sumaba el de la distancia
entre el género musical norteño y su correspondencia con un imaginario reseñable: “Desconozco el sitio del narco en el imaginario colectivo, al respecto
las encuestas de salida nada informan” (Los mil 198).
En sus versiones de la crónica del desastre, Monsiváis rescataba el rol de
los eventos y las crisis como instancias generadoras de una iniciativa colectiva de cambio (sociedad civil, muestras de mayor tolerancia social ante las
diferencias, denuncia colectiva ante los modos del poder político tradicional).
En contraste, luego de las doscientas páginas dedicadas a la semblanza de
la nota roja y la irrupción de la narcocultura, poco o nada de estos gestos
de reconfiguración social se advierten en este contexto según el autor: “…la
gente ve el auge del narcotráfico sin indignación, o sin inmutarse al punto de
la respuesta organizada. Los narcorrelatos combinan lo elegíaco y lo festivo,
y manejan el asombro divertido, al acercarse como en película fantástica a
lo que transforma las colectividades” (Los mil 221-222).
Como he apuntado, una explicación posible a esta diferencia en las perspectivas al reseñar la violencia mexicana actual, en su versión urbana y en
su versión narco, es la posicionalidad del propio cronista. El Monsiváis que
se siente como un miembro más de la sociedad aterrada por la delincuencia
urbana reseñada en su crónica “El imaginario colectivo o la vida (amenaza
oída en un asalto)” (Apocalipstick), no es el mismo que observa asombrado
los escenarios materiales de la narcocultura norteña (sus palacetes, sus
camionetas y chamarras de lujo, sus anillos de diamantes…): “¿Cómo no
divertirse ante estos homenajes simultáneos a las fantasías de Las mil y una
noches, Disneyland y los cursos de arquitectura en Los Ángeles?” (222).
El cronista que por varias décadas se había dedicado al retrato del imaginario urbano en México incursionó en el nuevo milenio en un pensamiento
que buscaba representar la identidad colectiva de todo el continente latinoamericano a partir de un conjunto de rasgos comunes. En Aires de familia y
en Las alusiones perdidas las referencias compartidas giraban en torno a ese
paradigma de modernidad que mostrara ya su crisis a finales del siglo XX. Las
reflexiones de Monsiváis acusaban los signos del agotamiento de un modelo
y confirmaban que la época más reciente tenía que vérselas en esta región
con las reconfiguraciones propias de la globalización cultural y la crisis de los
estados nacionales. La realidad del narcotráfico y sus lenguajes apuntan a
los imaginarios emergentes que responden a nuevos tipos de hibridaciones
culturales y políticas tal y como ha mostrado Sergio González Rodríguez en
su ensayo sobre la narcocultura en México, El hombre sin cabeza (2009).
Sin embargo, junto a estas propuestas deconstructivas de lectura frente al
fenómeno del narcotráfico, coexisten otros modos de representación más
tradicionales tal y como revisaremos a continuación.
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El narcotráfico y sus leyendas
En relación con lo anterior, podemos afirmar además que el fenómeno del
narcotráfico y sus excesos abre un nuevo capítulo para la nota roja en México.
El propio Monsiváis, al referirse al desgaste del imperativo moralizante del
género, advierte cómo la nota roja en nuestros días puede aun alimentar la
fidelidad y el gusto lector de un público atraído por este tipo de narraciones
sensacionalistas. Si la masificación del delito y la violencia despoja a la temática de la nota roja del impacto logrado gracias al carácter irrepetible de
un episodio excepcional, los nuevos relatos acerca de los protagonistas del
narcotráfico y de sus accidentados destinos ofrecen una oportunidad de resaltar los contornos del imaginario vinculado a la narcocultura y sus leyendas.
Pensemos, por ejemplo, en la iniciativa editorial de continuar con nuevos
volúmenes la versión decimonónica del Libro rojo 1520-1867 a cargo de Riva
Palacio, Payno, Mateos, Martínez de la Torre. El descomunal proyecto editorial
a cargo de Gerardo Villadelángel Viñas publica su primer tomo en 2008 y
pretende como su antecedente consignar una identidad mexicana “signada
por sus crímenes” (El libro rojo XXIV). Vicente Leñero, en el prólogo al tomo
coordinado por Villadelángel, distingue entre dos tipos de notas rojas: las
que refieren los episodios singulares del crimen ‘clásico’ –el serial, el pasional, el vengativo– y aquellos crímenes enmarcados dentro de un contexto
general de violencia social –revoluciones populares, guerras, genocidios,
narcotráfico–. Entre estas dos vertientes del crimen, la segunda resultaría
más significativa dada su capacidad de arrojar luz sobre una realidad y un
imaginario histórico. En consecuencia, las tramas de la nota roja y de sus
protagonistas reseñan a su manera momentos particularmente relevantes
dentro de la historia nacional y la conformación del imaginario colectivo.
Ahora bien, la importancia de la nota roja como género periodístico y/o literario se ve hoy en día superada por las leyendas de los narcotraficantes que
provienen de fuentes populares, como en el caso de los narcocorridos. Sin
embargo, frente al fenómeno de las mitologías de la narcocultura y dentro del
marco de las reflexiones de este artículo me parece más pertinente apuntar
no tanto hacia las fuentes de las leyendas como a los modos en que ellas
dialogan con el contexto sociocultural del México contemporáneo.
Al referirse al arquetipo y mitificación del capo en la cultura mexicana, José
Manuel Valenzuela Arce apunta al poder como “uno de los elementos más importantes en la definición de la autopercepción de los narcotraficantes y en su
representación social” (Jefe de jefes 153). Un poder que como en otros tipos
de mafia se sustenta sobre redes de complicidad que involucran a esferas del
poder institucional (político, judicial, financiero y militar). Por ello no sorprende
que Monsiváis dedique los apartados finales de la versión más reciente de
Los mil y un velorios al retrato de los presidentes de turno en la época álgida
del narcotráfico en México (del gobierno de Salinas de Gortari en adelante).
De esta manera el cronista apunta hacia esa cara de la realidad sociopolítica
que resulta indispensable para la comprensión de los dispositivos del “Estado
paralelo del narco” y la conversión legendaria de sus relatos.
La popularidad de la representación legendaria de los capos de la industria del narcotráfico tiene, por ejemplo, una muestra reciente en la edición
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especial (No. 32) de la revista Proceso centrada en “Los rostros del Narco”.
“El Viceroy” (Vicente Carrillo Fuentes), “El Tigrillo” (Javier Arellano Félix),
“El Señor de los cielos” (Amado Carrillo Fuentes), “Don Neto” (Ernesto
Fonseca), “El Chapo” Guzmán, “El Mayo” Zambada, “El General” (Mario
Alberto Beltrán Leyva), “Tony Tormenta” (Ezequiel Cárdenas Guillén), son
parte de la nómina creciente de individuos de dimensión legendaria dentro
del mundo y el imaginario narco.
Dentro de este panorama cobra particular relevancia la siguiente sentencia
monsivaíta: “Si el sentido último de la nota roja es tramitar la conversión
de la moraleja en leyenda, éste se logra con facilidad en el caso de los
Unforgettable Characters del narco” (Los mil 177-178). A lo que nos invita
entonces el infatigable cronista en esta instancia es a leer y escuchar las
leyendas de los capos como un nuevo episodio de esa crónica colectiva del
crimen, una variante quizás incómoda pero no por ello menos elocuente de
los relatos del poder en México.
Obras citadas
Gutiérrez Mouat, Ricardo. “Monsiváis y la crónica de la violencia”. El arte
de la ironía. Carlos Monsiváis ante la crítica. Mabel Moraña e Ignacio
Sánchez Prado, eds. México: Era/UNAM, 2007.
Herlinghaus, Hermann, ed. Narraciones anacrónicas de la modernidad.
Melodrama e intermedialidad en América Latina. Chile: Cuarto Propio,
2002.
. Violence without Guilt: Ethical Narratives from the Global South. New
York: Palgrave Macmillan, 2008.
Monsiváis, Carlos. Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina.
Barcelona: Anagrama, 2000.
. Apocalipstick. México: Debate, 2009.
. Los mil y un velorios. México: Alianza Editorial, 1994.
. “El narcotráfico y sus legiones”. Viento rojo. México: Random House
Mondadori, 2004.
. Las alusiones perdidas. Barcelona: Anagrama, 2007.
. Los mil y un velorios. Crónica de la nota roja en México. México: Debate,
2010.
. Historia mínima de la cultura mexicana en el siglo XX. Ed. Eugenia
Huerta. México: El Colegio de México, 2010.
Valenzuela Arce, José Manuel. Jefe de jefes. Corridos y narcocultura en
México. México: Plaza & Janés/Hoja Casa editorial, 2002.
Villadelángel Viñas, Gerardo, coord. El libro rojo. México: Fondo de Cultura
Económica, 2008.
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ISSN 0716-0798
¿Civitas sobre genus? Monsiváis y la crítica del
nacionalismo decorativo
Ignacio Corona
Ohio State University
En la prolífica obra de Carlos Monsiváis, la crítica cultural se convirtió a menudo en
una forma de crítica política. Uno de sus blancos favoritos fue lo que percibió como
la trillada y hueca retórica nacionalista. Antes de que cobrara popularidad el adjetivo
“posnacional”, su obra señalaba con cierta presciencia la inoperancia y subsecuente
crisis de legitimidad del discurso nacionalista. Aunque su propia posición respecto al
mismo se modificó con el tiempo, su crítica de los usos y abusos del nacionalismo fue
continua, del revolucionario o populista al decorativo o consumista en los momentos
cumbres del neoliberalismo. Frente al poder de interpelación de aquél, Monsiváis abogó
por una sociedad civil autogestionaria que modificara decisivamente las relaciones entre
Estado y sociedad, así ésta fuera en realidad parte integrante de aquél. Dejó pendiente,
sin embargo, la cuestión de qué tipo de sujeto político podría reemplazar al sujeto
nacional creado en y por las comunidades imaginadas de las ideologías nacionalistas.
Palabras clave: nacionalismo revolucionario, tercermundismo, posnacionalismo, sociedad civil, neoliberalismo.
In Carlos Monsiváis’ prolific work, cultural criticism often became a form of political
criticism. One of his favorite targets was what he perceived as a trite and hollow nationalistic rhetoric. Before the adjective “postnational” became common currency, his
work anticipated the ineffectiveness and subsequent crisis of legitimacy of nationalist
discourse. While his own position toward nationalism changed over time, he continued criticizing the uses and abuses of nationalism, from a revolutionary or populist
type to a decorative and consumerist one at the height of neoliberalism. Against
such a discourse’s capacity of interpellation, Monsiváis advocated for a self-managed
(autogestionaria) civil society, one which could decisively modify the relationships
between State and society, regardless the latter was actually a part of the former. He
left pending, however, the question of what kind of political subject could replace the
national subject created in and by the imagined communities of nationalist ideologies.
Keywords: revolucionary nacionalism, thirdworldism, postnationalism, civil
society, neoliberalism.
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El deceso de un autor con alto grado de reconocimiento público tiende a
suscitar una tácita periodización que equivale, poco más o menos, al cierre
de un capítulo en la vida cultural de una comunidad o de un país. Tal relación
metonímica no ha faltado en el caso del sensible fallecimiento del escritor
Carlos Monsiváis. Muchas de las notas difundidas por la prensa han sugerido
ese sutil vínculo entre ciclo vital y cultural con que se alimentan las historiografías literarias. Más allá de la estrategia interpretativa de darle sentido
al acontecimiento en cuestión, tal relación forma parte también del trabajo
de duelo colectivo. En efecto, se pueden contar en legiones quienes, de una
manera u otra, hemos sido beneficiarios de la sagacidad crítica, enciclopedismo y compromiso social del célebre escritor de la Colonia Portales, sin
olvidar la ironía y humor, rasgos por demás característicos de su escritura.
En su conjunto, dichas notas describen un amplio arco representacional que
comprende sus diversas facetas y contribuciones a la cultura mexicana del
último medio siglo.
El número homenaje de La Gaceta –publicación del FCE– constituye un
buen ejemplo de esto. Los breves ensayos y testimonios incluidos coinciden
en registrar la “presencia” de Monsiváis en algunos de los más importantes
debates sociales, políticos y culturales a partir de la década de los sesenta.
Se trata de uno de los más activos participantes culturales –observador,
productor, consumidor y crítico– que el país tenga memoria e, igualmente,
uno de los últimos grandes usufructuarios de una ciudad letrada sometida al
asedio de los medios audiovisuales en los que también tuvo una estratégica
participación1. Su reconocido don de la ubicuidad no podría ser explicado sin
su prolífica labor en los medios impresos –dentro y fuera de la academia,
como dentro y fuera de las instituciones gubernamentales–. “Hay quien paURGLD±HVFULEH7DQLXV.DUDPʥTXHORGLItFLOQRHVHQFRQWUDUGyQGHKDHVFULWR
sino dónde no lo ha hecho” (Karam 352). Ese posicionamiento intelectual
que soslayó límites disciplinarios y plataformas institucionales hizo que fuese
leído con interés lo mismo por historiadores, antropólogos o críticos literarios
que por artistas o políticos. En la referida publicación se mencionan algunas
de sus contribuciones más rememoradas: “conquistar el presente” (Adolfo
Castañón); ser la conciencia crítica del país (Jorge Herralde); su cronista
mayor y lector absoluto, “al escribir nos daba la versión inteligente de lo que
sucedía y había que aguardar su nota para rectificar o corregir el sustento de
un criterio” (Leopoldo Lezama); lograr la “recuperación de la cultura popular
como espacio de análisis y aprendizaje” (Sandra Lorenzano); ejemplar antologador y crítico de la poesía (Ernesto Herrera); defensor de los derechos
humanos, las causas justas y la tolerancia (Nicolás Alvarado).
Es indiscutible que en todas esas áreas del quehacer cultural y del compromiso social la presencia de Monsiváis fue notable, mas en este trabajo me
aboco a destacar un sector de su obra cuya significación rebasa, asimismo,
el ámbito de lo cultural. A saber, la reflexión sostenida en un gran número
1
Una ciudad letrada mexicana en donde se establece un poder factual entre grupos; en
donde el mundo de la cultura y la política se reconocen, desconocen y vuelven a reconocerse, pues la política cultural refleja muchas de las prácticas de la cultura política y viceversa
en un proceso interminable de interacción consustancial a la propia historia mexicana del
siglo veinte.
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de ensayos, crónicas y entrevistas en la que aquél establece una fuerte
identificación entre crítica cultural y crítica política dando continuidad, así,
a una de las grandes tradiciones intelectuales latinoamericanas: “pensar la
nación”. A la par de producir un inventario o diagnóstico de los problemas
nacionales (con frecuencia precedidos por su mordaz “para documentar
nuestro optimismo” en su columna periodística “Por mi madre, bohemios”),
insiste en subrayar el rol que tiene en ello el propio discurso político y, en
particular, el predominante discurso nacionalista. Como cuerpo de ideas
sobre la nación y la identidad colectivas el nacionalismo fue, sin duda, uno
de los tres o cuatro grandes temas que ocuparon a los intelectuales mexicanos durante el siglo pasado. Según se infiere de la crítica monsivaíta, el
discurso nacionalista no es un discurso sobre la nación, ni mucho menos un
discurso nacional sino algo más, resultado de la oportunista manipulación
de sus contenidos por sus enunciantes en el poder: “en la práctica, cultura
nacional suele ser la abstracción que cada gobierno utiliza a conveniencia y
conduce lo mismo a un nacionalismo a ultranza que al mero registro de un
proceso” (Notas 33).
Aunque Monsiváis no hace una distinción significativa entre cultura nacional y cultura nacionalista, sí distingue teóricamente entre cultura nacional y
cultura popular, a pesar del uso homogeneizante y político del término: “[e]n
la práctica también, cultura popular es, según quien la emplee, el equivalente
de lo indígena o lo campesino, el sinónimo de formas de resistencia autocapitalista o el equivalente mecánico de industria cultural. El término acaba
unificando caprichosamente, variedades étnicas, regionales, de clase, para
inscribirse en un lenguaje político” (33). Antes de que cobrara popularidad el
adjetivo “posnacional”, su obra señalaba con cierta presciencia la inoperancia
y subsecuente crisis de legitimidad del discurso nacionalista. Su mira apuntaba no sólo a su institucionalidad, en el formulismo hueco de los actores y
voceros gubernamentales, sino también a lo que he llamado su “dimensión
receptiva” en la sociedad, un fenómeno que el propio escritor analizó –y
satirizó– profusamente2.
Conforme fue desarrollando las premisas básicas de su pensamiento propiamente político, su propuesta no sólo siguió siendo un ejercicio del pensamiento
crítico o negativo, sino que se convirtió en una implícita propuesta política,
en el sentido de enfatizar el rol activo de la sociedad civil como contrapeso
a la insuficiente o problemática mediación gubernamental. El posmarxismo
–sobre todo The New Left en el contexto anglosajón– había vuelto a poner
en boga la acepción gramsciana de “sociedad civil” en torno a la crítica de
las ideologías. Teniendo ante sí el trasfondo de la hegemonía priísta o de
la “dictablanda” (según Vargas Llosa), Monsiváis la adapta para explicar el
surgimiento y razón de ser de múltiples movimientos autogestionarios. En
2 Al respecto, hay que hacer “una distinción básica entre el nacionalismo, como doctrina o
discurso sistematizado sobre la idea de nación (con independencia de que se trate de una
“nación-Estado” soberana y territorializada o de “nación como aspiración”, en el autorreconocimiento de comunidades sobre la base de estrechas relaciones culturales, históricas,
lingüísticas y/o religiosas), y la noción de identidad nacional, la cual se circunscribe a la
subjetividad interpelada por las ideologías nacionalistas” (Corona, Intervenciones 93-94).
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su libro de crónicas más político, Entrada libre. Crónicas de la sociedad que
se organiza (1987) escribe al respecto:
Entre nosotros, es accidentada la trayectoria semántica de
la expresión sociedad civil. Durante mucho tiempo, sólo
significa la ficción que el Estado tolera, la inexistente o
siempre insuficiente autonomía de los gobernados. Pero
el terremoto [de 1985] determina el auge del término. Y
ya el 22 de septiembre su uso se generaliza, al principio
sinónimo de sociedad, sin ningún acento en los aspectos
organizativos. Y a principios de octubre, la práctica es
dominante: sociedad civil es el esfuerzo comunitario de
autogestión y solidaridad, el espacio independiente del
gobierno, en rigor la zona del antagonismo. (Entrada
libre 78-79)
La popularización de dicho concepto quedaría asociada a su nombre en el
contexto mexicano, ya en plena crisis política del septuagenario partido en
el poder al concluir la década de los ochenta. Sin asumir la típica pose del
“intelectual rector”, que de alguna manera concibe su escritura como una
especie de escaño virtual o como un ejercicio de la función pública, tal asociación patentizaría su contribución al pensamiento político desde el ámbito
de lo cultural. Al identificar las nuevas dinámicas sociales se distinguiría de
aquellos observadores políticos que solo veían o mayormente enfocaban la
problemática institucional:
[S]e empieza a generalizar la creencia de que las organizaciones sociales surgidas al margen del sistema
político mexicano representan el sustituto “ideal” de las
instituciones porque, se argumenta, han mostrado su
capacidad para responder a los problemas que el Estado
no ha podido solucionar. […] En México, la movilización
social, donde predomina la protesta, se ha identificado
con el “renacimiento” de la sociedad civil, y no se le considera como un síntoma derivado de la debilidad de la
vida institucional. (Vite)
Más que una mera cuestión de enfoque sobre el papel activo de la sociedad y su relación con el Estado, lo que esa diferencia conceptual muestra
respecto al pensamiento de Monsiváis es una de las constantes de su obra: su
resistencia al autoritarismo y a la verticalidad de las instituciones y agencias
gubernamentales. Para el crítico Daniel Rodríguez Barrón, en el mencionado
número de La Gaceta, la “originalidad más visible” del escritor “residía en
responder, en reaccionar ante las situaciones sobre las que trataba de influir,
de explicar o de transformar. Y en este sentido la mayoría de sus obras fueron
piezas de circunstancias que no pueden entenderse sin conocer la política,
la economía y la cultura en las que vivió, y en las que aún vivimos” (16).
Esta naturaleza “contestataria” o “dialéctica” de su escritura haría necesario
explicar, por lo tanto, la trayectoria que lleva de su primer libro de crónicas,
Días de guardar (1970) o Amor perdido (1976) a Aires de familia (2000) en
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términos de esas “circunstancias”. En este ensayo sondeo el origen y contexto
ideológico de la crítica posnacionalista “avant-la-lettre” a que responde la
primera parte de su obra y su posterior manifestación tout court, a raíz de
los procesos que habrían de reorientar la política económica del país, los
cuales acelerarían su incorporación a la globalización económica. Si la crítica
monsivaíta del nacionalismo en los setenta era, en el fondo, una demanda
de democratización, desde la plataforma provista por el ensayo cultural y
la crónica, con el objeto de denunciar los excesos y falsa conciencia de tal
discurso, en el contexto finisecular se torna principalmente en un vehículo
de reflexión identitaria. Además de subrayar el anacronismo o desfasamiento del discurso nacionalista, su escritura refleja un tono de pesimismo
respecto al futuro del Estado-nación y el estado de cosas al interior de la
nación –como bien lo podría representar la cita que sirve de epígrafe a este
ensayo–. El escritor, como la comunidad académica misma, es compelido
entonces a “pensar lo global” y su impacto sobre la nación. De ahí que un
cierto ensimismamiento en lo nacional pierda exclusividad, como lo representaría simbólicamente “del rancho al Internet”, uno de los apartados de
Aires de familia, texto ganador del prestigioso premio Anagrama de ensayo.
El canto de cisne del nacionalismo revolucionario
Ya antes de que Monsiváis fungiera como director del suplemento La Cultura
en México de la revista Siempre! (1972-87), la simbología contenida por el
discurso oficial que emerge de la Revolución Mexicana, “el nacionalismo revolucionario”, había sido rebasada por la realidad del país. Los historiadores
reconocen que el auge de dicho discurso, con énfasis en la ideología agraria,
las raíces indígenas y la soberanía territorial, así como en una férrea postura
antiimperialista, tiene su máxima expresión en programas de acción concretos
durante el régimen cardenista (1934-40). Conforme los gobiernos poscardenistas modifican el modelo económico para dar un giro hacia el desarrollo
industrial –dentro de un modelo de substitución de importaciones–, la sociedad
mexicana comienza a experimentar grandes cambios sociales y culturales. Por
supuesto, el nuevo modelo económico genera suficientes ingresos al gobierno
como para mantener por décadas un corporativismo estatal, expandir el sector
público –que, por ello, permanecerá fiel al partido gobernante–, subsidiar
la producción de diversos bienes y servicios e incidir de forma directa en el
crecimiento de la clase media (Hilbert 123). Sin embargo, el abandono de la
política agraria, entre otras cosas, también provocará una radical redistribución
demográfica. En solo tres décadas, la población urbana pasa del 30% al 70%
de la población total, reflejo inequívoco de la magnitud de la migración rural y
del declive del campo mexicano. Si bien el nacionalismo revolucionario había
mantenido una relación discursiva ambivalente con los proyectos desarrollistas,
mientras idealizaba el ejido y la tradición, las contradicciones comenzaron a
detonar con violencia a finales de los sesenta.
La deslocalización de la población rural de sus antiguos modos de vida
y escalas de valores provocó, asimismo, profundas mudanzas en hábitos,
prácticas culturales y referentes ideológicos en procura de una adaptación
–un tanto híbrida– al medio urbano con sus mitologías del progreso y la
modernización, masiva infraestructura y, sin duda, inocultable clasismo.
En las principales ciudades se evidencia, entonces, la creciente influencia
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económica y cultural norteamericana que compelería a Monsiváis a atestiguar
el surgimiento de “la primera generación de norteamericanos puros nacidos
en México”, según afirmaba en una crónica de 1969 (Días de guardar 199).
Aguilar Camín coincidía con el cronista: “Las poderosas mitologías del nacionalismo revolucionario empezaron a ser para estas nuevas mayorías motivos
más o menos grotescos del Museo de Cera del pasado mexicano” (257). El
discurso nacionalista parecía anquilosarse, pues, remitiendo a la sociedad a
un imaginario de raigambre telúrica, autosuficiencia y autodeterminación, a
pesar de ahondarse la dependencia económica del país.
En esas condiciones, los regímenes de Luis Echeverría (1970-76) y José
López Portillo (1976-82) intentaron revivir el discurso nacionalista revolucionario mediante un proceso de radicalización retórica. El echeverrismo reafirmó
las posturas críticas del nacionalismo oficial, en lo político y en lo económico.
El primer mandatario explicaba el incremento de la participación estatal en
la economía de la siguiente manera: “México tiene una política económica
nacionalista [pero] estamos conscientes de que necesitamos capital extranjero
que se armonice con el mexicano” (cit. en Labastida 272). El exaltado tono
nacionalista del discurso echeverrista aspiraba, por un lado, a revitalizar la
tradición revolucionaria en la que el propio presidente se inscribía (la imagen
de Echeverría aparecía pintada en muros a lo largo y ancho del país junto
con la de Zapata, Morelos, Juárez y otros héroes nacionales) y, por otro, a
utilizarlo como escudo retórico frente a disputas con grupos de la burguesía
nacional y el deterioro de las relaciones comerciales con los Estados Unidos
debido a la posición mexicana respecto al conflicto palestino-israelí. El nacionalismo se entrelazaba con una propuesta discursiva de tercermundismo
en el marco de la organización de los países no alineados. Influido por la
teoría de la dependencia, el discurso echeverrista aspiraba a ser un “nacionalismo revolucionario” y, a la vez, un “tercermundismo solidario”. Por ello,
los voceros de la administración aseguraban –como el regente de Ciudad
de México, Octavio Sentíes– que la reafirmación de lo nacional no significaba aislamiento del exterior: “no es este un nacionalismo intransigente […]
nuestro nacionalismo es constructor; no es un nacionalismo que pretenda
aislarnos” (cit. en Página de la SEP 62).
Ese giro discursivo intentaba marcar diferencias con el distorsionado “nacionalismo revolucionario” (leáse “de derecha”) practicado desde el alemanismo
hasta el régimen diazordacista. No obstante, se quedaba lejos del concepto de
“verdadero nacionalismo” que, según la definición de Arnoldo Córdova, exigía
una “ruptura” con las potencias, incluyendo la del norte del Río Bravo. Tal concepto aludía, en parte, a la posición radical de Gandhi durante la “revolución
pasiva”3. Dado que el populismo echeverrista no llegó a tal extremo, el politólogo
Julio Labastida utilizó el término “nacionalismo reformista” para designarlo el
cual, además, justificaba el régimen imperante de economía mixta. Fuera de
3
Así como para Gandhi el rechazo total de la cultura y los valores europeos eran el objetivo
máximo del nacionalismo hindú, para el politólogo mexicano: “no hay verdadero nacionalismo sino cuando se trata de un nacionalismo revolucionario [léase ‘de izquierda’], vale
decir, cuando es una política de ruptura total y sin concesiones con la potencia dominante;
solamente así, por lo demás, una política nacionalista logra sus objetivos cifrados todos en
la liberación de toda forma de dominación extranjera” (Córdova, Mito A-15).
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polémicas nominales, en la práctica el discurso echeverrista se abocó a prolongar
la capacidad apelativa del nacionalismo revolucionario reiterando sus tópicos y
lugares comunes. En efecto, soslayando la verdadera situación en el campo y
la de los pueblos indígenas, el regente Sentíes se preguntaba en el marco de
un homenaje al Ballet Folklórico de la Universidad de Guadalajara:
¿Cómo es posible que todavía existan quienes quieran
mantener posiciones de coloniaje mental? […] ¿Cómo es
posible que admitamos lo cursi y no acudamos a [las] fuentes
inmediatas y sencillas del arte natural que tenemos y que
han sido creadas por nuestro pueblo? ¿Cómo es posible que
existan todavía grupos de la sociedad que busquen príncipes
y condes y condesas, cuando todos los días vemos pasar
con la hermosura de sus vestidos y con el gran señor que
han tenido en el movimiento de nuestra historia, a nuestros
campesinos, a quienes realmente nosotros podemos definir
como los caballeros y los señores de la historia de México? (62)
Haciendo un performance de dicha retórica, el presidente Echeverría y
su gabinete manifestaban su fervor patrio a través del consumo simbólico:
en su vestimenta, dejan de lado el saco de tipo europeo y optan por la guayabera yucateca, la primera dama lleva vestidos autóctonos regionales; en
las recepciones oficiales en Los Pinos, los vinos de importación se sustituyen
por aguas frescas (de horchata, jamaica y tamarindo) servidas en jarritos;
en el mobiliario, el equipal jalisciense reemplaza los muebles de estilo contemporáneo o diseño internacional, etc. Dicho consumo simbólico intentaba
confrontar, a ese nivel, no sólo los valores eurocéntricos, sino también la
avalancha de imágenes que los viabilizan en los medios masivos, especialmente la televisión, toda vez que los monitores televisivos comenzaban a
ser parte infaltable del mobiliario urbano en un número creciente de hogares
mexicanos. Por ello, Monsiváis argumentaba que:
La “desnacionalización” en lo básico ofensiva económica,
se aprovecha ideológicamente de las débiles y retóricas
definiciones de Nación que el Estado surte. “Desnacionalizar”
para cine, radio, TV, comics, revistas femeninas, revistas
de divulgación condensadas, es usar el nacionalismo como
show y al american way of life como canon. (1968 55)
En ese desencuentro de imaginarios y simbologías, el discurso oficial logra
sintonizarse con los nuevos códigos y la estructura de sentimientos de las
mayoritarias poblaciones urbanas tan solo de forma coyuntural. Esto ocurre en
momentos en que el gobierno apela al discurso nacionalista como expresión
de defensa ante conflictos, amenazas o agresiones reales o imaginadas –como
he mencionado– provenientes de ciertos sectores de la burguesía nacional,
potencias extranjeras o en alusión solapada al combate contra la guerrilla.
Los mensajes personifican entonces un “México solo frente a la adversidad
y el acecho de enemigos dentro y más allá de nuestras fronteras”4. De
4
Ignacio Corona, Después de Tlatelolco: las narrativas políticas en México (1976-1990), 112-113.
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manera coincidente, tales mensajes parecían proyectar los sentimientos de
indefensión ciudadana ante las repetidas crisis económicas y el declive del
nivel de vida alcanzado durante la fase tardía del llamado milagro mexicano.
En su análisis del proceso, Monsiváis sostiene que la conexión entre el
discurso político, la mitología del nacionalismo y la población se da principalmente en el ámbito de la memoria. Vista así, la nostalgia asumiría una
cierta función de cohesión social: el nacionalismo nostálgico. ¿Habría en el
pensamiento monsivaíta de la época algo equivalente a un “nacionalismo
virtuoso” o “verdadero” en contraste con ese nacionalismo nostálgico? En
algunos pasajes de su ensayística deja abierta esa posibilidad, como cuando
cita a Carlos Pereyra en sus “Notas sobre el Estado, la cultura nacional y las
culturas populares en México”: “Si bien la nación es nada más el espacio
donde se desenvuelve la lucha de clases y es también lo que se disputa en
esa lucha, de ninguna manera la nación es el instrumento de la clase dominante para ejercer su dominación” (34). Monsiváis parafrasea esa crítica
marxista al nacionalismo para aplicarla a su noción de cultura nacional: “así
parezca el espacio de los caprichos y temperamentos sexenales, posee un
vigor persuasivo que, en sus momentos culminantes, resume o trasciende
perspectivas de clase, intereses del Estado, reivindicaciones democráticas,
estallidos revolucionarios” (34). Tratando de evitar el cargo de esencialismo,
agrega que: “No se trata de un fenómeno metafísico ajustable a expresiones
como “la Idiosincrasia” o el “Ser Nacional”, sino de prácticas arraigadísimas
y formas expresivas que participan igualmente del adelanto y del atraso, del
estímulo y la humillación” (34-35).
¿Esta especie de residuo o excedente de lo nacional, más allá de las
luchas de clase y los intereses económicos y políticos, sería la base de un
nacionalismo otro en la imaginación monsivaíta? Sin resolverse del todo,
esta cuestión volvería a aflorar años más tarde, ya en otro contexto económico y político. En efecto, las fortunas del “nacionalismo reformista” o del
“nacionalismo revolucionario radicalizado” quedan selladas, cuando el cierre
respectivo de los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo ocurre en
medio de devastadoras crisis económicas en que el valor del peso se desploma
en picada. Como el postrer gesto político-simbólico de una administración
caracterizada por altísimos niveles de corrupción, este último nacionaliza la
banca no tanto como una muestra de congruencia entre discurso nacionalista y acción política, sino en un acto desesperado por detener la vertiginosa
fuga de capitales que dejaba al país en bancarrota. El enorme fracaso de la
política económica que conduce a esa coyuntura provoca que se ahonde la
crisis del Estado corporativo y se cuestione el mantenimiento de un sector
público masivo. Es tal el impacto de la crisis que, en la búsqueda de nuevos
modelos, el camino neoliberal se pavimenta, siguiendo las directrices impuestas por los organismos financieros internacionales. México se convertiría,
como ha escrito David Harvey, en el primer país neoliberal por mandato del
Banco Mundial5.
5
David Harvey, A Brief History of Neoliberalism, 100.
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Nacionalismo y neoliberalismo
Al pasarse de un modelo proteccionista y de políticas de bienestar social
a uno de mercado y apertura comercial, el discurso nacionalista oficial es
reformulado por las últimas administraciones priístas. El “nacionalismo
revolucionario” es sustituido, en el caso más sonado, por la nueva doctrina del “liberalismo social” por parte del gobierno de Carlos Salinas de
Gortari (1988-94). El salinismo no pretende abandonar el nacionalismo,
ni renunciar a su capital simbólico e histórico, sino “modernizarlo” para
casarlo con el proyecto neoliberal. El liberalismo social se presenta como
propuesta ideológica de solución a los problemas nacionales crónicos de
la pobreza y la desigualdad social, de atraso en el campo, de improductividad y de falta de crecimiento armónico de la economía. De tal manera,
se presenta como una nueva alternativa al viejo discurso revolucionario
para inscribirlo, “actualizado”, en el nuevo orden global. Con una enorme
maquinaria publicitaria a su disposición, el gobierno salinista demostró las
nuevas formas de hacer política a través de los medios. Salinas reclama
para su “revolución neoliberal” –también llamada “revolución tecnocrática”– la misma mitología indigenista de la Revolución Mexicana a la que
simbólicamente estaba enterrando (Hilbert 118). Rebuscadas formulaciones
a nivel discursivo acompañan cada una de sus elocuciones tanto en foros
internacionales como en actos públicos en el país. En el fondo, el discurso
del nuevo nacionalismo o liberalismo social es ambivalente: reafirma la
modernidad y el cosmopolitismo hacia el exterior y los valores intrínsecos
y “esenciales” de la nacionalidad hacia el interior. La estrategia comunicativa del salinismo es, asimismo, múltiple. Comunica a los sectores políticos
inconformes la idea de que las reformas promovidas son necesarias para
generar riqueza y apoyar la política social gubernamental –denominada
“solidaridad”– a fin de aliviar la situación de quienes padecerían el costo
de las reformas económicas; a un sector de la burguesía nacional lo hace
partícipe del negocio representado por la venta sin concurso de las paraestatales; a los inversionistas extranjeros los convence de las ventajas
competitivas del país y las bondades de la apertura comercial. No obstante, hacia 1994 el encanto de su exitosa estrategia comunicativa termina
disipándose ante el peso de la realidad –no discursiva–. Al igual que las
gestiones echeverrista y lopezportillista, la de Salinas de Gortari acaba en
medio de una estruendosa debacle económica que destruía lo que había
prometido ser la vía más rápida de acceso al primer mundo.
El “liberalismo social” sería la última reformulación significativa del
discurso nacionalista anterior a la transición política ocurrida en 2000. La
estrategia ideológica de convertir el viejo nacionalismo económico en un
nacionalismo moderno comprobaría la adaptabilidad ideológica que Monsiváis
había señalado años atrás: “control y flexibilidad: la ideología oficial es
modificable pero –lo cortés no quita lo paciente– su técnica predilecta sigue
siendo ajustar programas o fórmulas nacionalistas a las necesidades del
desarrollo (con la mira puesta en la conciliación y el arbitraje del conflicto
de clases)” (1968 44). De igual forma, ante los novedosos procesos sociales y culturales engendrados por la globalización se constataba que, en la
práctica, el nacionalismo había dejado de ser la forma ideal de mediación
hacia la modernidad.
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En ese contexto, el estudio de la desarticulación entre el discurso nacionalista revolucionario y la identidad nacional debido al declive de la hegemonía
priísta y el propio panorama económico, atraería la reflexión del escritor
como la de muchos otros intelectuales y científicos sociales. Vuelve a surgir
la llamada “conciencia de lo nacional” y la cuestión del lenguaje se entrevera
con la pérdida de consenso –el elemento esencial de la hegemonía–, como
un síntoma cultural de que el discurso nacionalista perdía su papel unificador al orientarse en nuevas direcciones los procesos identitarios colectivos:
[E]l nacionalismo de antes era el idioma hegemónico del
Estado, un idioma al que se apelaba en la negociación
de demandas políticas locales pero que no era tan importante en el día a día de la producción y el consumo,
el nacionalismo es hoy una cuestión cotidiana que tiene
implicaciones para la producción y el consumo. (Lomnitz,
Modernidad 32)
En una lectura semejante, para Roger Bartra: “[l]a “occidentalización”
y, en el caso mexicano, la “norteamericanización” son un efecto importante
inducido desde el exterior pero derivado de la gran quiebra interior de un
complejo sistema de legitimación y consenso” (60). Monsiváis, por su parte,
le dedica al tema numerosos trabajos en que sugiere que la conciencia
de lo nacional se trata, en realidad, de un constructo de carácter moral.
Reconocido finalmente por la academia anglosajona como pionero de los
estudios culturales latinoamericanos6 –por lo que algunos de sus textos se
comienzan a traducir al inglés–, reexamina la crítica del “neocolonialismo”
y el “imperialismo” que había hecho en los setenta. En su ensayo “Would
So Many Millions of People Not End Up Speaking English?”, una versión amplificada de “Will Nationalism Be Bilingual?”, parafrasea las preocupaciones
político-culturales de Rubén Darío en “A Roosevelt”. El paralelismo entre ambas
épocas finiseculares es revelador por aludir a ingentes presiones económicas y culturales de la globalización, las cuales inciden de manera semejante
sobre procesos identitarios, lenguaje y cambio político. Por ello “Watcha ese:
From the Ghetto to the Nation” y “Tomorrow’s Nationalism Will Be Bilingual”,
apartados de dicho ensayo, retoman la problemática de la “pérdida” del
lenguaje y de la identidad nacional. Los chicanos, como en El laberinto de
la soledad, son para Monsiváis el baremo de variables, valores y procesos
culturales y sociales que –como la migración– operan sobre tal sentido de
identidad nacional. Empero, al contrario de la representación que Octavio
Paz hace de los pachucos, como uno de los “extremos de la mexicanidad”,
Monsiváis invierte el orden de los términos y los vincula, de hecho, al futuro
de la mexicanidad: “in the state of change, which in great measure will lead
to definitive transformations, at a moment in which the most proven setting
may be a form of nomadism, the interest in resistance and adaptation tactics
6
Entre los críticos culturales mayormente citados como pioneros, practicantes o promotores
de los estudios culturales en Latinoamérica además del propio Monsiváis se encontrarían
Néstor García Canclini en México, Renato Ortiz en Brasil, Beatriz Sarlo en Argentina y Nelly
Richard en Chile. Precisamente, la Revista de Crítica Cultural que Richard dirigió desde su
fundación representaría el mayor órgano de difusión de algunos de los debates centrales de
los estudios culturales no sólo en la región, sino en un contexto internacional más amplio.
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increase. And in the recomposition of nationalism (which subsists despite
everything) Chicano culture becomes indispensable” (Would 231).
Su posición difiere de la asumida por muchos intelectuales mexicanos
alarmados por el disolvente efecto identitario que conlleva la pérdida o “corrupción” del español. Difiere también, en parte, del énfasis que Benedict
Anderson le había otorgado al lenguaje (mediante su estabilización impresa)
en su influyente Imagined Communities (1983). Basada en una forma de
construccionismo social, la formulación andersoniana identifica al lenguaje
como el elemento esencial de la cultura y la identidad nacionales (6). Esta
idea ha sido debatida en años recientes7. Para Claudio Lomnitz, por ejemplo,
es cuestionable el énfasis andersoniano en el lenguaje como subordinante
de la cultura y la identidad nacional por sobre factores como la raza o la
identidad étnica (Deep 33). La posición que Monsiváis asume en “Would so
Many Millions…” refleja esa crítica y acepta la mudanza y transformación por
contacto del español. En una conferencia en Ciudad de México declara: “se
quiera o no, y seguramente se quiere, el habla es el español a diario modificado por el inglés y defendido por el ADN de la costumbre; el espanglish
es el idioma del porvenir cotidiano y el español, la lengua irrenunciable que
también incorpora el espanglish” (Ruiz).
Al enfatizar el mecanismo identitario o diferenciador de las prácticas nacionalistas concretas –diferente del discurso mitologizado del nacionalismo
oficial– los vínculos de etnicidad y de prácticas culturales resultan fundamentales. Ahora bien, dado que los signos y representaciones del nacionalismo
se manifiestan a la menor provocación y desencadenan una serie de reconocimientos identitarios colectivos e individuales, se hace preciso nombrar de
alguna manera el fenómeno. Monsiváis lo denomina “nacionalismo decorativo”
o “nacionalismo sentimental” y lo remite, como en los años setenta, a la
subjetividad individual y colectiva. Por ello, afirma que “el nacionalismo de
hoy es un ritual de la memoria” (Ruiz). El nacionalismo decorativo comprende
un conjunto de hábitos o comportamientos sostenidos por el automatismo o
la costumbre. No obstante, señala asimismo el papel “objetivo” de intereses
colectivos acicateados por el consumismo. Ese “nacionalismo decorativo” se
convierte en una distorsión consumista, espectacular y banal: “nuestra verdadera nación es el consumo y nuestros héroes los bienes que nos rodean”
(1968 49). En ese punto, su argumentación es semejante a la del antropólogo
Néstor García Canclini: el consumo es un mecanismo definitorio básico de las
identidades en el mundo contemporáneo. Sin una carga positiva aparente
que haga del nacionalismo una ideología “deseable” en el contexto contemporáneo dicho nacionalismo sería, entonces, un conjunto de imágenes, pues
todo nacionalismo se expresa a través de representaciones, un simulacro,
un espejismo comunitario. Ser nacionalista no sería comprar una banderita
7
La pérdida del español que preocupa a muchos intelectuales mexicanos no es la base más
estable de los factores que definen la identidad nacional frente a otros elementos como la
conciencia de una diferencia étnica, de conjuntos de valores y actitudes, patrones estéticos
y de comportamiento. Por otra parte, con la presencia de las industrias culturales en español
en los Estados Unidos y Canadá, no es seguro que el español se pierda irremediablemente,
así dé origen a todo un conjunto de hibridismos lingüísticos que patentizan la llamada zona
de contacto de grupos sociales y nacionales.
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nacional el Día de la Independencia, ni verbalizar antipatías xenófobas, ni
vestir una camiseta de la selección nacional en las celebraciones futboleras
que ridiculiza Monsiváis en su último libro de crónicas varias, Los rituales del
caos (1995). En ese sentido, la problemática del “nacionalismo decorativo”
monsivaíta se emparentaría con la del “nacionalismo banal” que Michael Billig
examina en el contexto norteamericano:
Gaps in political language are rarely innocent. The case
of ‘nationalism’ is no exception. By being semantically
restricted to small sizes and exotic colours, ‘nationalism’
becomes identified as a problem: it occurs ‘there’ on the
periphery, not ‘here’ at the centre. The separatists, the
fascists, the guerrillas are the problem of nationalism.
The ideological habits, by which ‘our’ nations are reproduced as nations, are unnamed and, thereby, unnoticed.
The national flag hanging outside a public building in the
United States attracts no special attention [...] For this
reason, the term banal nationalism is introduced to cover
the ideological habits, which enable the established nations
of the West to be reproduced. (6)
Billig trae a colación otro gran paquete ideológico en referencia a ese
punto ciego en que la epistemología coincide con el centro del poder político,
económico y académico y, desde el cual, se observa el mundo periférico con
todos sus “atavismos”, como el discurso nacionalista xenofóbico. Sin embargo,
su procedimiento crítico es semejante al monsivaíta al denunciar un “falso”
nacionalismo en el orden de los hábitos y prácticas culturales. En ambos
casos, su contrario –de haberlo– es mucho más refractario al análisis, a la
observación e, inclusive, a su constatación y sólo por oposición conceptual
en el orden de lo ético pudiera suponerse su existencia. ¿Existe para ambos
un “nacionalismo virtuoso” o “verdadero” o, por el contrario, todo nacionalismo es una ideología perniciosa en tanto falsa conciencia y, por lo tanto,
inadmisible? En el caso de Monsiváis, su tradicional retórica contestataria o
antagonística elude afirmaciones contundentes. O bien cree –sin nombrarlo– en un nacionalismo verdadero, el cual permanecería al interior de una
cierta idea de nación como entidad ideal articulando ideas, valores y acciones
colectivas e individuales a favor del bien común –sino es que de la nación–, o
bien rechaza por principio todo nacionalismo del cuño que sea –“decorativo”,
“sentimental”, “nostálgico”, etc.– y su impugnación implicaría la búsqueda de
algún otro concepto que fuese la base de otra matriz discursiva. En efecto,
¿ser nacionalista (a secas) en la imaginación –mas no necesariamente en el
discurso– monsivaíta es sinónimo de ser “buen/a ciudadano/a”, respetuoso
del estado de derecho, con independencia de que se sientan o no los “lazos
de fraternidad” de que habla el propio Anderson? ¿Se implica una noción de
ciudadanía cabal y plena como antepuesta a la de sujeto nacional al interior
de su crítica del “falso” nacionalismo? Ergo, ¿civitas sobre genus? Lo que sí
es posible aseverar en base a sus escritos del periodo neoliberal es que, a
contracorriente con cierto discurso académico, el escritor suponía que son las
propias circunstancias históricas las que demandan concretizar y contener, así
sea temporalmente, la nación (o la identidad nacional) en punto de fuga. Sus
crónicas y ensayos apuntaban, en ese sentido, a identificar y analizar –a su
manera– hechos, discursos y eventos en cuyos contextos socioculturales se
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IGNACIO CORONA
¿CIVITAS SOBRE GENUS? MONSIVÁIS Y LA CRÍTICA…
pudiera volver a re-introducir una idea de nación más allá del performance
del discurso nacionalista y más allá también de la “oportunidad laboral” que
aquélla pudiera brindar a la clase política.
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ISSN 0716-0798
Las tradiciones del desencanto
Carlos Ossa S.
Universidad de Chile
“Las paredes de las calles irradian ideologías”,
Robert Musil, El hombre sin atributos
La relación entre ciudad, multitud y literatura es una constante narrativa en la obra
del escritor mexicano Carlos Monsiváis, cuyo esfuerzo por determinar el tono y la vida
de Ciudad de México produce una lectura directa de los sujetos y las acciones que los
definen. Su obra es una operación crítica destinada a mostrar la usura de los símbolos
y los modos sociales que hay de resistirlos sin por ello cambiar el orden de lo existente.
La presencia de miles de hombres y mujeres como testigos y protagonistas de una
cultura enredada en sus conflictos y desmesuras tiene un lugar decisivo en uno de
sus textos más significativos al respecto: Los rituales del caos.
Palabras clave: ciudad, multitud, imagen, Monsiváis.
The relation between city, multitude and literature is a narrative constant in the work
of the Mexican writer Carlos Monsiváis, whose effort for determining the tone and the
life of Mexico City produces a direct reading of the subjects and the actions that define
them. His work is a critical operation destined to show the usury of the symbols and
the social codes that enable the people to resist them without changing the order of
things. The presence of thousands of men and women as witnesses and protagonists
of a culture entangled in its own conflicts and excesses has a significant role in one
of his more radical and key text: The Rituals of the Chaos.
Keywords: city, crowd, image, Monsiváis.
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Inventario de una ciudad
La idea de cuerpos sin comunidad viviendo en los límites de la representación podría ser un modo de pensar el libro Los rituales del caos. Un zócalo
de imágenes y un cúmulo de historias huérfanas de institución sirven a Carlos
Monsiváis de excusa para armar una ciudad des-letrada1 donde mentalidades
apocalípticas conviven con optimismos tecnológicos en medio de un nacionalismo que no va a ninguna parte, pero llena de signos las plazas, las camas
y las banderas. Las tesis laicas del escritor mexicano describen la ciudad
como teatro de pasiones y desastres donde la proximidad física –inevitable
condición de la multitud– es neutralizada por la distancia social –predecible
castigo de la burocracia–. Sin embargo, la ciudad se mantiene a distancia
de sus habitantes, los espera o elimina sin mayor remordimiento. Se podría
decir que Carlos Monsiváis admira ese Volumen ciego que –diariamente–
repite un esquema y una totalidad y da al poder una forma mítica y pagana
de religiosidad, fatalismo, miedo y ridículo.
Las culturas urbanas latinoamericanas gozan del estatuto pop de usar
símbolos ya vencidos por la lengua comercial y, a pesar de eso, encontrar
una politicidad en los modelos urbanos cargados de ornamentos e imposturas
cívicas. Asimismo, un orden –todavía obsesionado con ser patricio– habla
a través del populismo mediático2. Su contenido expresa una paradoja: lo
cotidiano no puede ocurrir si no se destruye su futuro –aquel que nos libera
de la violencia de la inmediatez– ése que, a pesar de todo, nunca se realiza. De esta manera la repetición del orden no es un acto de desidia, sino
la lógica cultural de la dominación, pues repetir significa postergar el lugar
de la diferencia por la robusta simetría del nosotros fundacional. Es el país
arrastrando el final del siglo XX lo escrito en el libro: una sociedad que no ha
logrado establecer un pacto efectivo entre modernización y democracia estalla
dentro de sí y multiplica la precariedad y el lujo. La gente es la protagonista
de una época desnuda de porvenir y se detiene en el presente a consumir,
a veces, con aturdimiento y otras con excitación la identidad que se mueve
caóticamente por la extensión difusa del Distrito Federal y sus orillas. Así, el
libro sitúa la temporalidad caída de los años setenta y maldice lo que vendrá.
Describe la heterodoxa condición de un periodo de luchas sociales, nuevas
tecnologías, viejas servidumbres que pueden convivir sin conflicto entre la
1
A diferencia de Jean Franco que examina el declive de la letra y sus derrotas en el contexto
de los movimientos políticos de los años sesenta nos interesa destacar las recuperaciones
de la lengua advertidas por el texto, es un intento de acoger su Volumen ingrato y mostrar
la porosa gramática que poseen, pues están hechas de júbilo y muerte. Se trata de reconocer un vínculo entre política y lenguaje que circula fuera de la administración y sus redes
y pertenece a individuos sin canon. Productores de un diccionario prosaico y esquemático
destinado a sobrevivir a las humillaciones de la cultura moderna.
2 La subjetividad propia de este raciocinio indica el doble juego de una política que insiste
en su estirpe ilustrada y, al mismo tiempo, se desplaza con entusiasmo por el espectáculo.
Se trata de la oportunidad de moverse –constantemente– de sitio y no dejarse cancelar en
una imagen o cliché (sino en varios). El tiempo se administra en torno a dos escenarios, el
de la matriz racional-iluminista y el de la simbólico-dramática (G. Sunkel). En la primera
concurre el jefe de partido, el miembro de la comisión parlamentaria, el crítico legislativo, el
analista económico o el defensor ciudadano; en la segunda, el mismo personaje representa su
intimidad a modo de charlista ameno, viajero anecdótico, padre jovial o escritor postergado.
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LAS TRADICIONES DEL DESENCANTO
industria cultural y el legado cósmico: la voz rasguñada de Manuel Mijares
o la pintura escatológica de Jesús Helguera.
La ciudad es una teoría del tiempo social que administra una ideología de
los espacios –siempre contradictoria– capaz de dar normalidad a lo insólito
mediante procesos de renovación y vigilancia. En este plano la escritura de
Carlos Monsiváis no se resiste al movimiento y la desventura que significa
atravesar un mapa movedizo con lugares impensables y sitios cargados de
realismo sucio. Las identidades y las blasfemias del habla concitan el interés
de un intelectual fascinado con lo dispar, centrífugo, subversivo y erótico.
Escribir sobre la ciudad implica deshacerse de la visión arquetípica del diseño
y la arquitectura buscando los huecos estéticos donde los géneros negocian
sus objetos y deseos. Los recitales de Luis Miguel, las sanaciones del niño
Fidencio, las performances zapatistas o las osadías de Superbarrio distribuyen entre hombres y mujeres emblemas de propiedad, fragmentos de
territorio inaccesibles a quienes representan la autoridad o el oficialismo. El
fútbol y la religión llaman a los invisibles a tomarse las veredas con cantos
y oraciones. Por un instante chingones y culeros tienen el control de la calle
para exhibir –sin culpa– su machismo brusco alimentado por la fantasía viril
de la revolución que los entregó a la duda de ser país y al anhelo de cruzar
la frontera como salida.
Ante la pregunta: ¿Existe un posnacionalismo?, las respuestas varían.
Si identifico a nacionalismo con “cultura de la Revolución Mexicana”, o
contradicción social de los católicos o con atmósferas formativas, la respuesta es afirmativa. Y es negativa si tomo en cuenta el papel central de
la desigualdad en la vida latinoamericana y mexicana, y una característica
histórica del nacionalismo, ser el lenguaje interno de los oprimidos. Las élites
son nacionalistas en lo tocante a ciertos hábitos, pero no van más allá. En
cambio, hasta ahora, cuando los pobres piensan en la nación tienden a ser
nacionalistas. Sin respuestas confiables a mano, me atrevo a descripciones
mínimas del fenómeno, no sin recordar lo obvio: en una realidad dominada
por el ‘extravío de la identidad’, lo típico es volver a los lugares en donde
nunca se ha estado. Soy puro mexicano, pero a sus horas (Monsiváis, Del
Posnacionalismo 2009).
La ciudad ha perdido su texto sería la rápida conclusión que haríamos del
libro, pero la afirmación es engañosa, porque nunca lo tuvo, salvo la ilusión
–positivista– de verla como un instrumento de realidad. En cambio el tejido
de acontecimientos que nos propone Carlos Monsiváis libera a los saberes
descritos de ser recursos morales, simpatías militantes o categorías sociológicas, pues nos enfrentamos con crisis disciplinarias que necesitan nuevas
esferas de producción para mantener soberanías cognitivas; perturbaciones
sociales causadas por políticas y economías dinásticas; fracasos nacionales que administran cuerpos sin sujetos; mecánicas del poder exigiendo
sumisiones y consumo. Los consuelos morales que la narrativa mediática
propone de paliativo frente a la desigualdad o la desmovilización social
tienen una construcción estética atrayente y mitificadora, señala el autor de
Nuevo catecismo para indios remisos. La sensación promovida por recursos
técnicos poderosos da a las viejas retóricas de clase una renovada justicia
tardocapitalista capaz de reunir en emergentes fetichismos una ideología de
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la innovación urbana y la especulación arquitectónica. El libro sintetiza las
formas enredadas de una cultura que se alimenta del vértigo y la tradición
haciendo de la ciudad un espacio –a ratos fantasmagórico– que no puede
detener la avidez y resignación de las multitudes. Esas miles de ciudadanías
cuya energía esquiva o demoledora atrae a Carlos Monsiváis, como si al estudiarlas y observarlas pudiera hundirse en su desorden, logrando descubrir
el material histórico y arcano que las mueve y diluye. Reclamadas por el
consumo, reprimidas por el poder, movilizadas por el espectáculo, perdonadas por la religión las multitudes viven un tipo de modernización tensa y
epifánica: toman de la ciudad lo instantáneo y comunicacional y devuelven
el desorden transformado en disciplina.
La urbe se despliega como imagen, técnica, artefacto, símbolo y cada uno
de estos elementos tiene una poética y una política que rompe la descripción
etnográfica al mostrar un aura desolada. Hombres y mujeres son poseídos
por las técnicas de reproducción, homologados a las diversiones que los entretienen, encarcelados en las promesas de vínculo social y desprecio clasista.
En suma, las masas no tienen rostro y Carlos Monsiváis intenta construir
uno sin pretensión filantrópica, sin punto redentor –más bien– desde una
tradición desencantada consciente de la fragmentación del presente donde
los sujetos pierden algo, es decir: “pierden lo más importante: sus caras y
el mundo que ellas contienen” (Bloch, 228).
El paisaje urbano moderno –como lo define David Frisby– ha colapsado
a causa de su sueño modernizador y sin embargo ello no significa el fin de
la ciudad, por el contrario su consolidación irreductiblemente histórica. Y
aquí se hace notoria la incomodidad que plantea el libro. La modernización
como principio regulativo del intercambio urbanístico se monumentaliza a
sí misma e impone la autoritaria utopía de su designio. Así, entonces, una
parte importante del material de la vida queda a su disposición (imaginarios,
idiomas, dinero, suelo, trama, trabajo) y los cuerpos, en especial, viven
luchando por ser y no ser mercancía y ser y no ser emancipación, es decir,
soportar y agradecer significantes eróticos, piezas productivas, simulacros de
subjetividad, titanes mediáticos, estereotipos delictivos, figuras sacrificiales
o biografías melodramáticas.
¿A qué vine?, se repite a sí mismo Juan Gustavo. A lo
mejor vine a lo que dicen, a reconquistar la calle que ya
no es nuestra, a manifestar el ardor patrio para olvidar las
prisiones de la casa o el departamento y... ¿A qué vine?
Como saberlo, nada es como parece, el fondo misterioso
de las cosas es el sentido de la vida. Y él salta y salta, y
pronto se detiene, y se aparta de la masa y anota en un
cuadernito sus reacciones, y así sucesivamente, hasta
llegar a la conclusión múltiple: el Angel es un símbolo
freudiano, el juego del fútbol representa al ser nacional
en abstracto, las reacciones ante el Tri son festejos del
postnacionalismo, la tele empequeñece la realidad para
engrandecer nuestro ánimo, y él mismo, el sabio futbolero, es una falsa demostración de la ley de gravedad.
(Monsiváis, Los rituales 37)
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LAS TRADICIONES DEL DESENCANTO
Las galerías del progreso –como definió Beatriz González– a esos remedos
de modernización que los estados nacionales ensayan con frecuencia para
convencer del triunfo –incuestionable– de la razón técnica, Carlos Monsiváis los
examina desde ángulos maltrechos, con cierta inclinación a destacar su falla
y documentar el exceso del que viven. Entonces Rodolfo Guzmán Huerta, El
Santo, surge pleno y luminoso desde la pobreza y a punta de patadas voladoras inventa un héroe sin fondo que sostiene las gramáticas de la multitud. La
máscara del luchador encarna una especie de mito barroco3 de excentricidad
y cosmopolitismo. Por un lado, es un rechazo a las fisonomías establecidas
por el canon antropológico al ocultar el rostro a la taxonomía occidental, al
reivindicar la ausencia de identidad social en una sociedad discriminatoria y
excluyente (como tantas), al impedir ser detenido en el cliché indígena de
la mexicanidad. Por otro, dar forma a un personaje enigmático que vive del
espectáculo y la idolatría cinematográfica haciendo del cuerpo el territorio
de las furias redentoras y de las caídas victoriosas. Es la consumación de
un contrato entre enigma y mirada, pues la máscara detiene lo evidente y
transforma el ring en un monumento portátil que los espectadores pueden
llevarse a sus casas después de presenciar luchas prometeicas y parodias de
dolor. El aplauso de la galería celebra al hombre que vence el escepticismo
racionalizador encargado de convertir a los sujetos en población económica,
pues la máscara aplaza la inevitable hora del volver al trabajo.
En la perdurabilidad del Santo, intervienen sus méritos y
de manera notable, las aportaciones de la máscara (no
ocultadora sino creadora de identidad), y del “seudónimo”
que implica religiosidad y misterio, fuerzas ultraterrenas
y técnicas de defensa personal que, de paso, protegen
a la humanidad. Hay luchadores de su calidad o tal vez
mejores, pero El Santo es un rito de la pobreza, de los
consuelos peleoneros dentro del Gran Desconsuelo-que-esla-vida, mezcla exacta de tragedia clásica, circo, deporte
olímpico, comedia, teatro de variedad y catarsis laboral.
(Monsiváis, Los rituales 128)
Todo lo que tiene sonidos negros posee un duende decía Federico García
Lorca y, en buena medida, Los rituales del caos relatan sin misericordia
esos ruidos citadinos compuestos de vocerías, bocinazos, gritos, espasmos
que atraviesan la vida cotidiana con una maldición y una esperanza. Carlos
Monsiváis describe la multiplicidad de lo urbano con un tono paroxístico y
seductor, imaginando que la urbe no está hecha sólo de una materialidad
económica y una protesta social, sino de nichos, agujeros, pozos de donde
salen y entran discursos, lenguajes, roces y violencias que a modo de un
gran palimpsesto logran dar a la ciudad una luz y un relato. ¿La crónica, entonces, interroga sobre el devenir de los lugares de la memoria que ningún
plinto podría mostrar? ¿La escritura produce la teatralidad y la desmesura
3 El barroco latinoamericano se destaca, según Boaventura de Sousa Santos, por su capacidad de suspender temporalmente el orden y los cánones establecidos. Gracias a esta
condición irrumpen fuerzas festivas y carnavalescas cuyo escenario es la calle donde el
tumulto libera una subjetividad popular que imagina la vida material fuera del régimen de
la producción y cercana a los placeres del banquete, el sexo joven y la música complaciente.
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sin afán mimético, más bien, obsesionada con atrapar ese idioma oscuro que
las diversas edades de la ciudad han dejado como manchas? ¿Qué tienen en
común los vendedores de cosméticos, las estatuas de Hidalgo, los tianguis,
la Basílica de Guadalupe? Un historicismo que expone la figura irreductible
del pasado y la forma mestiza de la actualidad.
La familia de la virgen
Las diversas temáticas que Carlos Monsiváis utiliza para mostrar la tarea
del peregrino y el apóstata que reside en cada mexicano sólo tiene sentido
en la ciudad como reliquia, cancha, secreto y bulla. Hay en sus escritos una
fascinación carnal por las multitudes y también un recelo moral por sus
juegos y violencias. Las sigue con detalle al narrar las sensibilidades que las
determinan y disciplinan. En parte él se reconoce en ellas y, también asume
esa obligación histórica de hacerlas visibles para contrarrestar las lecturas
académicas del costumbrismo y lo popular que amoldan lo incógnito a la
anécdota. Buscando un modo de describir esa fuerza libidinal y concéntrica
de la grey astrosa o el peladaje siempre junto en calle, tiene que inventar un
pasaje entre literatura y ciudad. Diseñar una palabra visual capaz de trascender la noticia y dejar la huella. Así los temas se cruzan conformando piezas
extrañas de urbanidad, contagio de códigos y sistemas de representación,
entonces, la ciudad –no exclusivamente Distrito Federal– puede reunir el
griterío del lupanar, el susurro del creyente, la voz del autor y la orden del
policía para convertirse en crónica, retrato y juicio de un escritor felizmente
atormentado con su nacionalidad. Sobre todo cuando se hace difícil explicar
esa religiosidad quejosa y devota hecha de diversas referencias culturales:
oración castiza, centurión chino, ewarks veracruzano, cirio taiwanés, teología
híbrida y mall norteamericano.
¿Cómo aparecieron estos productos? Bueno, los importamos de Estados Unidos, o de Hong Kong y Taiwán, o
se nos ocurrieron a nosotros, pero tienen pegue y alucinan en proporción directa a su brillo, señal del miedo
a los apagones en casuchas y departamentos. ¡Esto sí
alumbra! (En los atentados a la vista, la piedad reverbera). Muy probablemente, a este gusto lo afianzaron
las reproducciones fosforescentes de la Última Cena, la
leva decorativa que incorporó la obra maestra de don
Leonardo al muestrario psicodélico de restaurantes y
unidades habitacionales, o quizás todo surgió apenas
formulada la pregunta: ¿Quién creó los cielos y la tierra?,
SHURʥLQVLVWRʥORVXEOLPHSRSXODUGHDQWHVHUDPRGHVWR
reservado, ganoso de ser entendido a la luz del arte clásico, qué helénicas las apoteosis en yeso de San Martín
de Porres, qué latinas las estatuillas del Santo Niño de
Atocha, qué elocuencia la de las versiones veracruzanas
del Milagro de las Rosas, esculturas en conchas. Pero al
desplomarse las artesanías, y al monopolizar los ricos
el gran arte popular, otra sensibilidad se adueñó de
los rincones del rezo y de sus exigencias decorativas.
(Monsiváis, Los rituales 56)
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CARLOS OSSA S.
LAS TRADICIONES DEL DESENCANTO
Las crónicas reunidas en Los rituales del caos transforman lo conocible
en dislocado. Parten del supuesto que observamos unas prácticas comunes
que se van transformando en negociación y suspensión de lo innegable,
por ello no pueden ser tratadas con un matiz etnográfico o un extremismo
lírico para interpretar lo mexicano, sino trabajar desde una mirada política
las fisonomías de la crisis, las fisuras de la cultura y el estado, las connivencias de la arbitrariedad y la obediencia a fin de complejizar la versión
antropológica de la población nacional que –histórica e imaginariamente– ha
sido relacionada con la demasía y la tragedia. Una especie de geometría de
la subjetividad privilegia la descripción de lo popular como fuera de orden
y convierte a los sujetos en profecías atávicas de ese valor, sin embargo
Carlos Monsiváis utiliza los estereotipos consagrados para dar presencia a
una fractalidad discursiva logrando una historia abierta y flotante, donde la
dirección monolítica de la forma cede ante el imprevisto idiomático, el deleite
plebeyo, la grandiosidad kitsch, las jergas punitivas, las danzas travestis y el
sufrimiento musical. La búsqueda de la anomalía es una constante del libro
y habla de esas resistencias profanas al charretero mesianismo del poder
obsesionado con un orden imperfecto que la vida cotidiana desobedece y
cumple a medias. La ciudad-imagen reemplaza las figuras por las siluetas;
los caminos por los circuitos; los lugares por las conexiones. Reduce los
imprevistos, o bien, los integra a las rutinas publicitarias de la información,
de esta manera la ciudad se ampara en una serie de creencias legales que
la mantiene estable y dócil. Al poner señales fijas y recorridos permanentes
logra contener el desacuerdo que está siempre amenazando la tranquilidad
de los consumos, los viajes y los trabajos. Sin embargo, el flujo humano de
la calle donde se encuentran el fervor guadalupano, la galimatía futbolera del
Tri, el olor impreciso de la fritanga, la muerte absurda y el sexo a fregones
rompen el intento de urbanidad continua.
¿Cómo atravesar los consensos formales que se practican entre arquitectura, urbanismo y economía? ¿Qué pausas estéticas recuperan a los cuerpos
carcomidos por la velocidad y las transacciones iconográficas?
El régimen visual de la ciudad vive en conflicto con la aparición caprichosa y resistente de otros lenguajes y recurre a operaciones higiénicas diarias
para limpiar la mancha, la sombra, la pisada inútil. Pero hay imágenes que
desgarran la representación con objetos anacrónicos y textos difusos capaces
de mostrar los montajes y los síntomas de la memoria que se arruina en las
calles. Sobrevive en ellos una pálida luz –breve y maldita– que las superficies
corporativas y las tecnologías de la modernización buscan destruir. Una certeza procaz sostiene al libro: la posrevolución olvidó lo heterogéneo del país y
moldeó la vida según las reglas liberales, única forma de aceptar las diferencias
y conducirlas por el imaginario del progreso. La consecuencia es un estallido...
Al disiparse la energía de la Revolución Mexicana, el dogma nacionalista
se vuelve básicamente un convenio entre las necesidades psíquicas y fantasiosas de las comunidades y la industria cultural. Y al resquebrarse el poder
persuasivo de la nación cerrada que distribuía equitativamente sus rasgos
idiosincrásicos entre los habitantes, aparecen fórmulas un tanto alucinadas:
algunos creen en la sociedad civil con el énfasis antes dedicado a la nación;
se canjea la vanidad de lo premoderno que es muy nuestro por la veneración
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de lo tecnológico; se admite sin demasiada convicción lo ‘pluricultural’. Y el
resultado de esto viene a ser el cambio en la idea de nación, ya no la madre
abnegada o la madrastra, o la madre elusiva y cruel, sin la entidad a la que
no se conoce con criterios familiares, sino históricos, legales, sociológicos
(Monsiváis, Del posnacionalismo 2009).
Carlos Monsiváis juega en la escritura4 con los tonos altisonantes y las
majaderías, pues no le concede un aura soberana, la necesita para visitar
las distintas edades de la ciudad y comprender los juegos de seducción y
devoción que guían la vida de los mexicanos. No puede trabajar con una
lengua culterana –demasiado fría y solitaria– busca las palabras que se han
dispersado en el movimiento diario de los oficios y las huelgas, con el objeto
de colocarlas en nuevos relatos donde, por ejemplo, se encuentren Silvestre
Revueltas con Ana Gabriel, el Huapango junto al Narcocorrido, La Inquisición
o los muralistas. No es la operación posmoderna de disolver y reunir por
excitación representaciones distintas, sino advertir la proximidad cansina que
ostentan. La preocupación por la cultura de masas que sus textos declaran
nace –al parecer– de la curiosidad por la textura de esas coreografías y grandilocuencias de las pasiones plebeyas, mundos de susurros y difamaciones;
algarabía y quejas que justifican una moral mestiza que enseña a esperar,
obedecer y morir. Sin embargo no actúa como un burgués poscolonial que
reinventa la tradición y da un espacio estético-democrático a los míseros. Por
el contrario, el tono de sospecha e ironía que escoltan sus libros o artículos
viene a confirmar el sentimiento agonístico y adversativo de su obra.
¿Cómo no ser pluralista si el viaje en Metro es lección de unidad en la
diversidad? ¿Cómo no ser pluralista cuando se mantiene la identidad a empujones y por obra y gracia de los misterios de la demasía? Los prejuicios
pasan a ser comentarios privados y la demografía toma el lugar de las tradiciones, y del pasado esto recordamos: había menos gente, y las minorías
antiguas (en relación a las mayorías del presente) con tal de compensar su
deficiencia numérica solían entretenerse fuera de su domicilio. Fue entonces,
en la vida de la calle, cuando tuvo su auge la claustrofobia, decretada por la
necesidad de aire libre, de lo que no era ni podía ser subterráneo, ni admitir
la comparación del descenso a los infiernos. Luego vino el Metro, y puso de
moda la agarofobia (Monsiváis, Los rituales 112).
Los Rituales del Caos es un libro hecho de retazos, tiras o hebras de
lo urbano y cada uno de los cuadros que se presentan analiza las fuentes
bizarras, los documentos sueltos, las declaraciones ambiguas de una sociedad acostumbrada al desencanto y la fiesta. Quizá las diversas maneras
de construir un corpus literario que utiliza los géneros, sin prestar atención
4
Sin pretensión exhaustiva podríamos decir que una característica de su obra es la sobreexposición del lenguaje a la certidumbre sensible, y al mismo tiempo, el advenimiento mortal
de significantes que destrozan la palabra con rutinas de dominación. Entonces el material
que produce mezcla la dimensión inconsciente de lo sociopolítico, el papel identitario de la
imagen, el carácter híbrido de la cultura popular, el lugar de los intelectuales o la gradual
fetichización de lo simbólico en una ceremonia narrativa que no aspira a la voz originaria o
el detalle puro, al contrario, es el deseo de apropiarse de los nombres que circulan por la
ciudad y entender la historia efímera, pequeña, diaria que los acompaña.
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CARLOS OSSA S.
LAS TRADICIONES DEL DESENCANTO
a sus reglas internas, facilita esa singular narrativa donde lenguaje y pensamiento proponen una lectura social que hace del humor y la política un
modelo de crítica en abismo. Así, la descripción de pequeñas realidades es
una estrategia para elaborar un gran fresco –siempre en ejecución– sobre la
vida contemporánea y las imágenes de horror y consuelo que la acompañan.
Carlos Monsiváis desarrolla una teoría crítica conformada por las adaptaciones
y cruces entre marcos, procesos y objetos. De esta manera logra construir
un existencialismo urbano que examina desde un psicoanálisis de la mexicanidad; a su vez, propone una fenomenología visual de los cuerpos, las
memorias y los mitos. No asume a la sociedad como una noción, más bien,
la imagina en los flujos y contradicciones de lo multitudinario e institucional
para luego atrapar minúsculas biografías que no tienen otro paradero para
existir que su escritura.
Obras citadas
Bloch, Marc. La extraña derrota. España: Editorial Crítica, 2003.
De Sousa Santos, Boaventura. Conocer desde el Sur. Para una cultura política
emancipatoria. Bolivia: Clacso, 2008.
Frisby, David. Paisajes urbanos de la modernidad. Exploraciones críticas.
Argentina: Prometeo Libros, 2007.
García Lorca, Federico. Juego y teoría del duende. España: Editorial Nortesur,
2010.
González, Beatriz y Andermann, Jens. Galerías del progreso. Museos, exposiciones y cultura visual en América Latina. Argentina: Beatriz Viterbo
Editorial, 2006.
Monsiváis, Carlos. Los rituales del caos. México: Ediciones Era, 2000.
. Las tradiciones de la Imagen. México: Fondo de Cultura Económica, 2003.
. “Del posnacionalismo y sus banderas”. http: //blog.pucp.edu.pe/
item/44986/ 7 feb. 2009. 25 mayo 2011.
Musil, Robert. El hombre sin atributos. España: Editorial Seix Barral, 2001.
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ISSN 0716-0798
II. EL SUJETO RADICAL:
IDENTIDAD Y GÉNERO EN LAS POLÍTICAS
CULTURALES
Carlos Monsiváis: poética y política de la disidencia
sexual
Héctor Domínguez Ruvalcaba
The University of Texas at Austin
Este artículo se propone abordar la prosa crítica de Carlos Monsiváis con respecto a
los temas que se engloban bajo el término diversidad sexual. Nos importa investigar
las relaciones entre poética y política, destacando las operaciones retóricas que el
cronista resalta en otros cronistas, donde encontramos las claves de una escritura
que al cumplir su cometido literario tiene un efecto desarticulador de los prejuicios
sociales con respecto a las disidencias sexuales. De esta manera, encontramos en su
crítica de escritores homosexuales como Salvador Novo y Pedro Lemebel la inscripción
de una tradición literaria sustentada en el performance, es decir, en una presencia
pública que ejerce la afirmación de la diferencia.
Palabras clave: diversidad sexual, crónica, Pedro Lemebel, Salvador Novo,
Carlos Monsiváis.
The objective of this article is to approach the critical works by Carlos Monsiváis devoted
to the topics that are included in the term sexual diversity. My interest is to investigate
the relation between: poetics and politics, underlining the rhetoric procedures this:
chronicler finds in other chroniclers, where we can find the keys of a writing which
while considered litrerature is also a process of dearticulation of social prejudices regarding sexual disidence. Thus, we find in Monsiváis’ criticism of homosexual writers
like Salvador Novo and Pedro Lemebel the inscription of a literary tradition rooted in
the performance, that is, a public presence which exercise the difference.
Keywords: sexual diversity, chronicle, Pedro Lemebel, Salvador Novo, Carlos
Monsiváis.
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En una conferencia pronunciada en la Universidad de Texas en Austin en
noviembre de 2009, Guillermo Sheridan enjuició la obra de Carlos Monsiváis
dedicada a los temas de la homosexualidad, la homofobia, y en general las
zonas disidentes del género y la sexualidad, como intervenciones panfletarias, sugiriendo una falta de autenticidad estética y equiparándola con la
literatura militante que tan arduas polémicas produjo a lo largo del siglo XX.
La homosexualidad se habría de entender entonces como una postura política, y como la política se considera ancilar a la literatura desde tiempos
del macartismo, hablar de homosexualidad o enfocarse en las penalidades
y obsesiones de la diversidad sexual nada tendrían que hacer en la obra del
intelectual librepensador. Este tipo de juicio estético decide que los discursos
políticos inmersos en la literatura no son de índole literaria y que por lo tanto
no deben constituir materia de estudio. En este mismo sentido, frente a la
crítica adscrita a la perspectiva queer y de género, a propósito de la obra de
Pedro Lemebel, Jorge Ruffinelli en su ensayo “Lemebel después de Lemebel”
enuncia una propuesta difícil de asimilar: que la obra literaria se lea desde
la literatura (73-74). Objeto de sí misma, autoconciencia de su propia voz,
la literatura no debe distraerse en lo que está diciendo (su contenido temático) sino en el cómo de su enunciación. Tenemos, pues, que las falacias
profilácticas de una literariedad formalista que entretuvieron a gran parte de
la intelectualidad latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX –con el
fin de acallar los ruidos políticos que comprometieran a la clase escrituraria
con posiciones incómodas para las élites gobernantes– parecen resurgir en
las voces de destacados intelectuales como Sheridan y Ruffinelli, ahora para
aliviar incomodidades en el plano de las asignaciones de género. Son estos
cuidados esteticistas de la crítica que trata de sacudirse las excentricidades
de las disidencias sexuales lo que podríamos llamar patriarcado de las letras,
por la homofobia que yace al fondo de sus argumentos.
Si hacer señalamientos sobre las asimetrías de género y las formas culturales disidentes se juzga como tarea de segundo orden, indebida o al menos
ajena a los menesteres literarios, estudiar las obras de Salvador Novo, Pedro
Lemebel, José Joaquín Blanco, Néstor Perlongher y Carlos Monsiváis sería
entonces una empresa proscrita desde un principio, pues leer esos textos
desde los propios textos –tratando de acatar la propuesta de Ruffinelli– no
sería sino abundar en problemas y conceptos propios de la perspectiva queer
y de género, en tanto que son los asuntos genitales y las intransigencias
sociales en cuanto al uso discrecional del cuerpo lo que en ellos encontramos. A pesar de todas las académicas reconvenciones, las crónicas de estos
autores parecen no titubear en su labor de poner en el escenario público los
traspatios sociales, y hacerlo de la manera más literaria posible, con un estilo
que en términos generales se entendería como neobarroco. Los trazos de
esta poética no se limitan a la elección de espacios subterráneos, personajes, conflictos de orden moral, político, religioso, ni, en suma, son un mero
catálogo de causas y pronunciamientos, sino principalmente un proceso de
significación cuyo efecto es la deformación de los órdenes modernos, sus
supuestos utópicos, sus ideas sacramentales, sus prejuicios.
El dislocamiento de las significaciones sucede conceptualmente a través
de construcciones paradójicas: lo marginal en el centro, lo privado en lo
público, la verdad de los mundos artificiales, el triunfo del derrotismo, el
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II. EL SUJETO RADICAL: IDENTIDAD DE GÉNERO…
optimismo proveniente de los estados de crisis, la inconmesurable cultura
de los incultos, la opresión del hedonismo. No se trata de meros oxímorons
que resultan de la gimnasia retórica de un conceptismo de evasión, embebido en la ensoñación de la letra. Se trata de paradojas que responden a la
intención de reorganizar las percepciones sobre lo marginal y lo hegemónico,
por ello se han de considerar como operaciones retóricas motivadas por una
necesidad de intervención política. En este sentido, mi argumento central
en este trabajo es que lo estético y lo político en la obra de Carlos Monsiváis
son dos impulsos inseparables. Mabel Moraña e Ignacio Sánchez Prado han
expresado esta correspondencia de la siguiente manera:
“…para Monsiváis lo estético es, siempre, un síntoma
ideológico, y al mismo tiempo una forma gozosa de
transgredir, caotizar, (re)presentar, des-naturalizar el
juego de identidades y otredades sociales impuesto por
una modernidad que no ha acabado de interrogarse a sí
misma sobre sus propias promesas incumplidas…”. (10)
La problematización de la modernidad se cifra en un uso y abuso del suceder urbano, donde a cada hora se van redefiniendo identidades y alteridades.
El paisajismo urbano que se despliega en la obra de Carlos Monsiváis puede
interpretarse como un proyecto costumbrista de toques insidiosos, con sus
detalles extraídos del suceder cotidiano, sus normatividades consuetudinarias (válidas en el ámbito de lo alternativo y lo marginal), su ambientación
verbal, saturada a cada frase con la audacia de verbos y sustantivos que por
sí mismos descubren conceptualizaciones de otra manera impensables. Para
Carlos Monsiváis las reflexiones sobre la literatura, la cultura y los avatares de
la diversidad sexual son, en todo caso, un ejercicio donde podemos encontrar
la confluencia indisoluble de poética, política y erótica de la disidencia sexual.
En sus escritos sobre la vida homosexual en México y América Latina,
llama la atención cómo Monsiváis hace hincapié en la historicidad de las
nomenclaturas1. La homofobia no existe en un contexto en que la exclusión
y persecución de homosexuales es parte del sentido común: “cuando todos
la comparten no tiene caso especificar” (Salvador Novo 32). Asimismo, los
nombres conllevan un contenido cultural que no sería discernible sin su
enunciación. Lo gay es una serie amplia de gestos, comportamientos, y
sobre todo una estética que aspira al vacío de contenido conceptual (“Pedro
Lemebel: ‘Yo no concebía…”. 31, Salvador Novo 81-88). Pero basta con no
asumir ni mencionar las palabras que identifiquen al individuo como homosexual o gay, para que las prácticas homoeróticas transcurran sin culpa
ni trascendencia: “sólo se registra a fondo un placer si se verbaliza, si las
palabras –el público preferencial– atestiguan lo acontecido” (Que se abra
1 El corpus considerado para este ensayo son: el prólogo a La estatua de sal de Salvador
Novo (1998), el libro Salvador Novo. Lo marginal en el centro (2000), el prólogo a la segunda edición del libro de Pedro Lemebel La esquina es mi corazón (2001), ampliado en el
ensayo “Pedro Lemebel: ‘Yo no concebía cómo se escribía en tu mundo raro’ o del barroco
desclosetado” (2010) y los ensayos aparecidos en Debate feminista y recopilados en el libro
póstumo Que se abra esa puerta. Crónicas y ensayos sobre la diversidad sexual (2011).
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esa puerta 169). Su obra entiende las disidencias sexuales como una formación de identidades y modos de vida que se activan y desactivan en el
campo de los signos. Para beneplácito de la crítica literaria que no quiere
verse contaminada de elementos externos a las estructuras verbales de
los textos, el método elegido por el cronista para introducir el tema de la
diversidad sexual se funda en una concepción nominalista de la realidad. La
definición de Leibniz sobre el nominalismo nos parece sugestiva para el caso
de Monsiváis: “son nominalistas los que creen que, aparte de las sustancias
singulares, no existen más que puros nombres y que, por lo tanto, eliminan
la realidad de las cosas abstractas y universales” (cit. en Abbagnano 768). En
los intersticios de lo que se nombra y lo innombrable, en las refiguraciones
constantes de la conciencia del cuerpo a partir de las enunciaciones (sean
condenatorias, laudatorias o paródicas), la homosexualidad y la homofobia
son un fenómeno social cuya existencia depende de un discurso incierto. Es
en este campo de los signos que representan las prácticas corporales, donde
la escritura de la crónica cobra sentido político. Se trata ante todo de hablar
de la significación de los cuerpos en el orden público. Se trata de la ciudad
interpretada como un proceso de enunciación de los cuerpos.
Un tópico central a este nominalismo lo constituye la ciudad concebida
como escritura. Desde la crónica modernista, este género se ha propuesto
registrar las cosas efímeras y así ofrecer una visión subjetiva de la vivencia
urbana. Julio Ramos ubica la voz de la crónica en un paseo inquisitivo por
las calles de la ciudad (Ramos 113). La urbe no es un lugar, es un trayecto,
un perpetuo movimiento donde todo cambia incesantemente. El cronista es
un lector de la ciudad que al describirla, la traza, a la manera en que concibe Ángel Rama al quehacer de la clase intelectual en Latinoamérica (Rama
43-60). A propósito de la crónica de Nervo y Nájera, Monsiváis escribe: “La
nueva propuesta de una lectura literaria de la ciudad, de preferencia ‘poética’
... resulta pedagogía urbana, tanto más agradable por inesperada” (Yo te
bendigo vida 28). El sujeto cronista dispone para sí la ciudad como un texto.
Su mirada fluye sobre ella de un modo poético, lo que se entiende como el
ejercicio de la intuición que busca símbolos y ritmos, imágenes e ironías (es
constante que en los retratos de los cronistas, Monsiváis destaque su oído
literario para referirse a este proceso creativo). Esta intuición se propone
como una pedagogía. El cronista aprende –o más bien descubre con el método
de aplicar su oído literario– una enseñanza inesperada. Quizás adjudicarle
el papel de maestra a la ciudad resulte una personificación equívoca, pues
lo que sucede en el acto de escritura (que es la lectura de la ciudad con la
intuición poética del cronista) es la producción de una ciudad de palabras
que se transmite a los lectores de crónica como un acto pedagógico.
¿Se trata de una función adoctrinadora del cronista y, por tanto, una
mera propaganda de ideas y costumbres? Tal sería la forma de entender
la pedagogía prescriptiva que Homi Bhabha atribuye a las ideas unitarias o
monolíticas de la nación, y en todo caso, Monsiváis presenta a los cronistas
del modernismo y a Salvador Novo como voces que reiteran tal pedagogía
nacional (Bhabha 294; Monsiváis, Salvador Novo 112). ¿Comparte Monsiváis
esta actitud pedagógica? De acuerdo con la crítica de Sheridan referida al
principio, sí. Basados en Homi Bhabha, quien ve una operación quiásmica
entre lo que él llama temporalidad pedagógica y temporalidad performativa
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II. EL SUJETO RADICAL: IDENTIDAD DE GÉNERO…
–entendiendo la primera como una prescripción de la imagen de la nación
y la segunda como su fisura o puesta en crisis–, no es difícil precisar que
Monsiváis ejerce una temporalidad performativa, consistente precisamente
en la renuncia a la narrativa utópica de la ciudad (que él mismo señala en
la Nueva grandeza mexicana de Novo), para escenificar una visión distópica
(Monsiváis, Salvador Novo 133). El texto distópico de Monsiváis se sustenta
en narrativas, descripciones, aforismos insertados como corolario irónico
ante las situaciones desesperanzadas y precarias que nos va presentando
con actitud socarrona, soez, sarcástica, y sin perder el control de la risa ingeniosa. Días de guardar, Entrada libre, Los rituales del caos, Apocalipstick,
son volúmenes fundamentales que responden con mayor exactitud a este
registro distópico.
¿Se puede partir entonces de esta visión distópica para interpretar los
ensayos y crónicas referidos a la diversidad sexual, en el mismo sentido en
que se leen sus trabajos sobre la nota roja, o sobre las ruinas de la modernidad? Un elemento común entre estos y aquellos textos es que el sujeto
de la escritura se mantiene fuera de cuadro. Él mira, describe y califica
irónicamente los eventos; escucha, transcribe y comenta demoledoramente
las voces públicas (su columna Por mi madre bohemios... fue por décadas
una dosis semanal de contrarretórica que con su intención de documentar
el optimismo exhibía a la política nacional como un drama de la estulticia).
Llama la atención que, salvo el obituario dedicado a la actriz y activista Nancy
Cárdenas, Monsiváis se presenta en sus textos sobre la diversidad sexual
como una voz extradiegética. De la misma manera en que el cronista actúa
el papel de reportero que describe agitadamente la tragedia de la explosión
de San Juanico, también reporta los estragos de la pandemia del SIDA y los
crímenes por odio homofóbico. Al igual que en las crónicas sobre desastres
naturales y derrumbes sociales, en éstas su despliegue performativo consiste en producir una fisura en el discurso nacional utópico (el de la armonía
priísta, patriarcal y católica), al señalar la exclusión de minorías que son en
verdad mayorías, o por lo menos tan numerosas que no admitirían el calificativo de excepcionales.
La escritura de Monsiváis articula una disputa ética a partir de las expresiones culturales. Se trata de interrogar a los signos sobre su conformación,
sus modos de transición y el estatuto de valor que los mantiene en el mundo
social. Machismo, migración, proletariado, homofobia, VIH, y todas sus
reverberaciones en los discursos políticos y morales, serán por lo tanto la
materia de discusión que ocupa buena parte de su obra. Se trata, pues, de
una intervención ética en las cosas y hábitos que representan síntomas de
marginación y discriminación. Ahí donde los objetos culturales se someten a
prácticas alienantes se aplicará su comentario que ponga en claro las manías
de la colectividad y los gestos que confirman los prejuicios y creencias más
inefables. En Escenas de pudor y liviandad, para dar un ejemplo, el gusto
por las fotografías de los años veinte pasa a ser interpretado como la confirmación de las posiciones de clase: “la fotografía aprovecha figuras del
pueblo para encerrarlas en las tarjetas postales, ‘pequeñas vitrinas’ que le
dan a lo captado aire de feria de horrores o de museo de seres cuyo rostro
nunca es ‘individual’” (24). Esmerado en la síntesis que conviene al pequeño
retrato de la tarjeta postal, Monsiváis hace notar la mirada del burgués que
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cosifica la imagen impresa del indígena, a quien de otra manera no se habría
detenido a contemplar.
Días de guardar, Entrada libre y Los rituales del caos, por su parte, describen acciones colectivas, en lo que podría considerarse una épica subalterna.
En su artículo “On the Chronicle in Mexico” al hablar del papel del cronista
en los años recientes, Monsiváis esboza lo que podríamos considerar más
que su ars poetica y ars politica: plantea que la crónica abre un espacio y
da voz a los que no tienen acceso a la esfera pública (34). Sin embargo, las
crónicas de Monsiváis toman distancia tanto de las prácticas académicas
como de los proyectos ideológicos, para ocupar un lugar de una autoridad
que aplica su poder interpretativo de las emergencias sociales más allá de
los discursos normativos. El suyo es un lugar desde donde se puede conocer
y desconocer, hacer ver y exhibir. Los títulos de sus columnas anuncian mordacidad: “Por mi madre bohemios”, “Para documentar nuestro optimismo”. El
optimismo se documenta en el terreno del desastre, paradoja que consiste en
advertir los vicios de la inmovilidad fatalista, y de ahí extraer los rudimentos
del conocimiento práctico, una especie de ética estoica que saca fortaleza
de las debilidades. En el deleite del derrotismo melodramático se expresan
las más agudas críticas de la cultura nacional. Pero en dicho melodrama, la
expresión del fatalismo recupera paradójicamente un optimismo precario y
acaso equívoco: el que resulta del hecho de exhibir la condición de víctima.
Se trata de un performance de la querella social.
La escritura atestigua y ejecuta un altercado contra los improperios que
convierten al texto en una disputa por la significación de los cuerpos violentados. En la crónica sobre la explosión de una planta de gas en el barrio de
San Juanico en la Ciudad de México, el 19 de noviembre de 1984, Monsiváis
registra una lista de chistes clasistas con que se divertía la clase media
mexicana a costa de las víctimas. Se trata de expresiones de vituperio que
celebran la discriminación contra lo “naco”, pero como lo observa Monsiváis,
al contrario de las minorías norteamericanas que han utilizado los insultos
para invalidar su significado excluyente, convirtiéndolo en eje de su resistencia, el “naco” de San Juanico no contesta al chiste insultante, con lo que
se perpetúa su marginación (Entrada libre 144-150).
El naco, el maricón y la tortillera comparten el hecho de ser objeto de
los denuestos públicos. El cronista desempeña una escritura que confronta
el escarnio contra los marginados y las minorías sexuales, y con esto nos
permite resaltar la necesidad política de la palabra contestataria –el modo
de comportarse del activismo por los derechos civiles de las minorías– que
la obra de Monsiváis asume desde los años ochenta. En su ensayo “La disimulación y lo postnacional en Carlos Monsiváis”, Evodio Escalante identifica
dos periodos en la obra del cronista: el primero infundido por una visión
marxista que determina una tendencia a señalar los estragos culturales del
capitalismo y el colonialismo (que incluiría las obras entre los años sesenta
y principio de los ochenta), y el segundo caracterizado por una narrativa
apocalíptica que lejos de aplicar una visión trágica se regocija en la parodia
(Escalante 290). En medio de este pathos satírico, la obra de Carlos Monsiváis
ejerce una especie de activismo de las minorías o de la sociedad civil llevado
a cabo a través de la ironía y sus vecindades retóricas.
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II. EL SUJETO RADICAL: IDENTIDAD DE GÉNERO…
Un indudable precursor de este lenguaje paródicamente contestatario que
se profiere a modo de intervención performativa de la identidad homosexual
lo es sin duda Salvador Novo. El procedimiento que utiliza es el de la autodenigración con finalidad de neutralizar los ataques de sus denostadores:
“Novo va a fondo, si ya le dijeron de todo, es su oportunidad de mostrarse
recíproco. Es la hora del multiescarnio, de él y de sus semejantes, de él y
de sus jueces, de él y lo que aminore verbal y literariamente la condena”
(Salvador Novo 68). Aunque Novo escribe así ya desde medio siglo antes
a los motines de Stonewall en Nueva York (1969), que marcan el punto de
arranque del movimiento de liberación gay, su procedimiento de afirmación
de sí mismo a partir de asumir los términos de la injuria para reconvertir su
energía agresiva en posicionamiento crítico probó ser efectivo en el proceso
de su aceptación pública al grado de et al. llegar a ocupar un lugar central
en la vida intelectual de México. Un yo exquisito, entregado al dandismo y
vasto de erudición protagoniza las crónicas de Novo. Su despliegue sibarita
y enciclopédico se imponen en las páginas del periódico. Decir que en su
incursión peripatética por la calle de su enunciación la voz del cronista ejerce
la objetividad es haber sucumbido a su pretensión de registro imparcial.
Nueva grandeza mexicana, como casi toda la prosa de Novo, encuentra su
hilo conductor en la autorreferencia. Al hablar de la ciudad el cronista está
hablando de sí mismo, el yo es un espejo en el que el flujo citadino se refleja.
Monsiváis ve en este protagonismo una alquimia por la cual Novo encuentra
en la afirmación de su sexualidad la fuente de su escritura:
En los albores de la modernidad urbana, Novo va a los
extremos y, a contrario sensu, obtiene el espacio de
seguridad indispensable en la época en que los prejuicios morales son el único juicio concebible. Lo que su
comportamiento le niega, su destreza lo consigue, y por
eso Novo desprende de su orientación sexual prácticas
estéticas, estratagemas para decir la verdad, desafíos de
gesto y escritura. Como en muy pocos casos, en el suyo
es perfecta la unidad entre persona y literatura, entre
frivolidad y lecciones-de-abismo …por el placer de verse
a sí mismo, el expulsado, el agredido, en el rol de gran
espejo colectivo… (Salvador Novo 11).
Muy por el contrario de las crónicas de Monsiváis –donde el sujeto permanece oculto detrás de una voz que deja a la multitud conglomerarse y
ocupar el espacio de la escritura al amparo de una acumulación irónica– en
las de Novo el sujeto es autobiográfico, se empeña en ser notorio y en permanecer en el centro. No obstante este contraste de posicionamiento, ambos
se proponen un proyecto antihomofóbico cuyo procedimiento central es la
desactivación del escarnio.
Desde otra zona de la historia, en un período post-Stonewall y postdictadura
pinochetista, Pedro Lemebel reitera la fuerza efectiva de este procedimiento.
En su prólogo a la segunda edición del libro La esquina es mi corazón del
cronista chileno, Monsiváis escribe: “[e]sto es lo que en parte implica salir
del clóset, asumir la condena que las palabras encierran (maricón, puto,
pájaro, carne de sidario) e ir a su encuentro para desactivarlas…”. (“Pedro
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Lemebel: El amargo…”. 14). Desactivar el escarnio es entonces la operación
retórica que corresponde a salir del clóset. Este paso político que inscribe al
individuo en la identidad minoritaria lo introduce al gueto, y lo posiciona en el
campo de la militancia contra el odio, reitera la confluencia de lo poético y lo
político que hemos referido antes, en tanto que se hace política a partir de la
audacia verbal de desafiar los nombres, desmontando su capacidad ofensiva.
No puede negarse el hecho de la militancia monsivaíta a través de la crónica, y por ello, el juicio de Sheridan con el que comenzamos estas líneas no
se funda en un error. Elena Poniatowska retrata a Monsiváis como “abogado
de las minorías, y conmueve su lucha a favor de las causas perdidas” (174).
Las minorías cuya ciudadanía está siendo escatimada desde las instancias de
poder, van a encontrar en sus escritos un protagonismo repentino, siempre
negociando su reconocimiento en el fuero interno de la nación, y demostrando que mientras más desposeídos se les describa mayor potencial simbólico
ofrecen para la sobrevivencia de la patria. Luego, su militancia no es la política
de los partidos de izquierda como muchas veces se le quiere leer, o por lo
menos no lo es desde las crónicas del terremoto del 85 y la explosión de San
Juanico, donde Monsiváis se abre camino en un terreno baldío de proyectos
pero lleno de multitudes que prefieren tomar en sus manos los asuntos comunes a admitir las interesadas intervenciones (básicamente retóricas) de
los políticos. La obra de Monsiváis se nos presenta como el conglomerado
variopinto de voces en disputa. Y de esa manera multitudinaria ensaya su
plaza pública. Se trata de una cartografía urbana trazada auditivamente, la
ciudad es una sucesión de voces.
Si es un abogado de las causas perdidas, su política de la crónica derrotista
no ha de pasar de ser una lamentación más en el archivo melodramático de
la cultura mexicana. La identidad sexual disidente se construye con una gama
de gestos, comportamientos y expresiones entre las que figura el melodrama
como una de sus estrategias más efectivas. La descripción de costumbres,
fantasías, desafíos, con los que se caracteriza a los sujetos homosexuales,
especialmente a artistas y escritores, está llena de escenificaciones, ensayos,
salidas a escena, maquillajes y disfraces. Propongo en este sentido entender
los aforismos fatalistas y las intervenciones de la lírica del exceso sentimental
como uno más de los elementos con que el discurso de Monsiváis pone en
escena a los sujetos proscritos. No podremos entonces evitar leer la crónica
como un performance. De él dice Juan Villoro: “[n]o estamos ante un ideólogo
proselitista, sino ante un dramaturgo de la conciencia que pone en escena
un mitin de las ideas cruzadas” (18).
El libro dedicado a Salvador Novo y sus comentarios a la obra de Pedro
Lemebel destacan el aspecto de la teatralidad como una actitud estética y
política. A propósito de las crónicas de Novo que tratan de la vida de las
élites mexicanas, Monsiváis escribe: “los puntos de coincidencia entre la élite
y el ingenio homosexual de salón son varios, entre ellos tres devociones: a
la apariencia, al chisme y al escándalo. A eso añádase la disciplina menos
propagada y más tomada en cuenta: el aprendizaje de maneras” (Salvador
Novo 139). De Lemebel expresa: “[e]l autor se traviste de gala y se transforma
en la Loca en plena galería de espejos” (“Pedro Lemebel: ’Yo no concebía…”.
31). Los gestos teatrales, los disfraces y las apariencias proliferan en los
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HÉCTOR DOMÍNGUEZ RUVALCABA
II. EL SUJETO RADICAL: IDENTIDAD DE GÉNERO…
retratos que Monsiváis confecciona de los intelectuales homosexuales. A
menudo se refiere al ensayo fundacional de Susan Sontag “Notes on Camp”
para someter a una comprensión política lo que a simple vista solamente se
consideraría banalidad exquisita o extravagancia frívola. Tal proclividad a las
veleidades de las máscaras y los espectáculos podría rayar en la cursilería
inútil, pero también son recursos verbales para desafiar las estructuras sexogenéricas, que son objeto de parodia, desestabilización y deconstrucción de
las representaciones queer. Así, en su prólogo a La esquina es mi corazón,
Monsiváis anota:
En cada uno de sus textos, Lemebel se arriesga en el
filo de navaja entre el exceso gratuito y la cursilería
y la genuina prosa poética y en exceso literario. Sale
indemne porque su oído literario de primer orden y
porque su barroquismo, como en otro orden de cosas el
de Perlongher, se desprende orgánicamente del punto
de vista de otro, de la sensibilidad que atestigua las
realidades sobre las que no le habían permitido opiniones y juicios. (13-14)
Y con respecto a Novo comenta:
La vida es teatro y el cultor del Camp dispone de los actos
y los telones que necesita su esteticismo, y, aunque disminuido, el humor, exaltado por la destreza verbal, es su
camino a la identidad positiva, y le permite, casi hasta el
final, manejar los temas que le importan con el distanciamiento pertinente... (Salvador Novo 174)
Los cronistas preferidos de la crítica de Monsiváis pueden aparecer opuestos entre sí en su posicionamiento político y en la construcción de su imagen
pública: Lemebel es insobornable y ejerce implacablemente su voluntad
de contrariar y subvertir al establishment; Novo es un intelectual de élite,
sátrapa de las letras y árbitro del buen gusto. Al parecer, sólo los identifica
su sexualidad y su estatura intelectual ganada a pulso en la profusión de
crónicas. Monsiváis, no obstante, nos descubre una afinidad que finalmente
importa para hablar del camp y su efecto político: ambos se regodean en
las superficies de lo banal, pero ahí mismo inscriben su diferencia, el uno
atestiguando “las realidades sobre las que no le habían permitido opiniones
y juicios” (“Pedro Lemebel: el amargo…”. 14) y el otro aprovechándose de
su destreza verbal para “manejar los temas que le importan con el distanciamiento pertinente” (Salvador Novo 174.) En los dos casos asistimos a
un desvanecimiento de la marginalidad por la vía del protagonismo con
que la diferencia los ha dotado de tal manera que, recordando la proclama de Perlongher, estos cronistas parecen decirnos: “no queremos... que
nos toleren, ni que nos comprendan: lo que queremos es que nos deseen”
(Perlongher 34). Con esto quiero concluir que Carlos Monsiváis no aboga
redentoramente por las minorías, antes bien nos lleva más allá de la política
minoritaria para instalar la única universalidad posible: la proliferación del
deseo al amparo de las diferencias.
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ISSN 0716-0798
Carlos Monsiváis. Aporías de la Marginalidad1.
Sobre los desplazados por su gusto y los jamás
incluidos
Kemy Oyarzún
Universidad de Chile
Carlos Monsiváis pone en jaque algunas aporías de la posmodernidad actual, al concebir sujetos y actores en procesos complejos de exclusión, marginación, integración y
disidencia. A partir de un análisis semiótico-semántico, este estudio devela el reticulado
de género sexual y género discursivo en su obra. Mostramos que su escritura abre la
noción de marginalidad a la producción de conocimiento y a las identidades situadas en
el contexto de transición a la democracia y globalización neoliberal. A nivel semiótico,
destacamos los usos de tropos y figuras retóricas como el humor ácido, la ironía, la
sátira, la parodia, la parábola y el apotegma.[1] Respecto al cronotopos, mostramos
que su proyecto bucea en lo cotidiano, en el devenir urbano, en el trazo de lo nimio,
lo móvil, lo performativo (Butler, 1997), la contingencia y el caos.
Palabras clave: marginalidad, posmodernidad, performatividad, género.
Carlos Monsiváis wrings some paradoxes of pos/ modernity by designing subjects and
actors in complex processes of exclusion, marginalization, integration and dissent.
From a semiotic analysis this study reveals the particular articulation of gender and
discourse in his work. We show that his writings open the notion of marginality to the
production of knowledge and distinct identities situated in the context of transition to
democracy and neo-liberal globalization. The study underlines the uses of such tropes
and rhetorical figures as acid humor, irony, satire, and parody in relation to urban
cronotopes, performativity and contingence.
Keywords: marginality, performativity, posmodernism, gender.
1
“Aporía: enunciado que expresa o que contiene una inviabilidad de orden racional”.
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Dijo una vez Monsiváis que la modernización avasalla y conduce a los
avasallados a la autodepreciación. Por otra parte, casi majaderamente, se ha
venido insistiendo en las sociedades globalizadas que los conceptos de nación,
identidad, subjetividad y política están en desuso, que se han desvanecido en
los confines de las repúblicas fundacionales del liberalismo latinoamericano.
Un mismo movimiento habría pulverizado la intelectualidad crítica, despolitizando la polis y sus periferias, con sus fragilidades materiales y simbólicas.
Los complejos resortes del saber/poder y sus aporías muestran una
marginalidad reificada. Se habla de “los marginales” desde perspectivas
esencialistas, desconociéndose la más de las veces los escenarios creativos y
conflictivos en los que las subjetividades emergen en relación a los múltiples
dispositivos y estrategias de poder. Así, entre las variadas aporías de ser
moderno, Monsiváis sintetiza esa tensión: “apoyarse en las oportunidades
del nacionalismo para hacer caso omiso de las limitaciones de lo nacional”
(1989: p. 718). Paradoja, ironía y parodia son tropos deseados y necesarios
en su sistema escritural, puesto que hacerse cargo de las múltiples aporías
del saber/poder requiere de un imaginario otro, un imaginario capaz de enunciar la “inviabilidad del orden racional” hegemónico a partir de los múltiples
efectos de claroscuro, reticencias, estrategias de débil y de contracultura
expresados por sus textos.
En este artículo me propongo mostrar que el proyecto escritural de Carlos
Monsiváis pone en jaque algunas aporías de la posmodernidad actual, al
concebir sujetos y actores cruzados por situaciones en procesos dinámicos
de exclusión, marginación, integración y disidencia. La marginalidad no es
una. Tampoco carece de voluntad, intereses o deseos. Contra la violencia
epistemológica, ella habla y se habla. Entendemos aquí como marginación
las múltiples estratagemas de la “violencia simbólica” (Bourdieu)2, fundamentalmente en relación al ejercicio contrahegemónico y contestatario del
poder por parte de aquellas subjetividades y actores “avasallados” por la
modernización neoliberal. El proyecto de Monsiváis, “diverso de sí mismo”3,
dialógico y conversacional, sitúa las inviabilidades de la razón única en ámbitos
y prácticas concretos y cotidianos. Hacerlo le ha significado abrir la noción
de marginalidad al conocimiento y a las identidades situadas, a la pluralidad
y a las diferencias, lo cual a su vez le implica transformar radicalmente los
géneros discursivos y genérico-sexuales, incardinando los heterogéneos registros de las naciones periféricas, los procesos en transición a la democracia
y el cambiante rol de las intelectualidades latinoamericanas en los mapas
conflictivos de la globalización neoliberal.
Ni pretendo ni deseo “ordenar” su escritura. Simplemente, hacer notar
algunas de las matrices semánticas y semióticas del desbordante proyecto
2
Dice Bourdieu al respecto: “La violencia simbólica es esa coerción que se instituye por
mediación de una adhesión que el dominado no puede evitar otorgar al dominante (y, por
lo tanto, a la dominación) cuando sólo dispone para pensarlo y pensarse o, mejor aun, para
pensar su relación con él, de instrumentos de conocimiento que comparte con él y que, al no
ser más que la forma incorporada de la estructura de la relación de dominación, hacen que
ésta se presente como natural”, Meditaciones Pascalianas, Ed. Anagrama, 1999, pp. 224/225.
3 “Diversa de mí misma” dice Sor Juana Inés de la Cruz en su Primero Sueño.
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discursivo de Monsiváis porque esa escritura tiene claros parámetros ideológicos y expresivos que me importa destacar. En el plano semántico, creo que
su proyecto deja entrever la importancia de los semantemas, “transición”,
“diferencia” y lo que él denominó la lógica de los “entres”4. A nivel semiótico,
abro el estudio a los usos de una miríada de tropos y figuras retóricas de
su escritura, entre las cuales destaco el humor ácido, la ironía, la sátira, la
parodia, la parábola, el apotegma5. Respecto al cronotopos de su escritura
–particular relación discursiva de tiempo y espacio–, sugiero que el proyecto
bucea en lo cotidiano, en el devenir urbano, en el trazo levemente perceptible
de lo nimio, lo móvil, lo performativo (Butler, 1997). Monsiváis incorpora la
temporalidad, la contingencia y el caos como componentes intrínsecos de
su palabra.
Partamos por su descripción del discurso del Comandante Marcos, a quien
entrevistó en el curso del conflicto de Chiapas. La entrevista deja entrever su
predilección por lo conversacional. La descripción hace guiños de complicidad
con su entrevistado en la medida que expresa algo sobre Marcos, pero al
mismo tiempo entrega señas bastante explícitas sobre la propia escritura
de Monsiváis. El enunciado (Marcos) apunta a la enunciación global de los
escritos del entrevistador (Monsiváis). La descripción opera como un espejo,
como un gesto metaescritural, allí donde los gustos del escritor mexicano
coinciden con características de la textualidad de su entrevistado: “En su
lenguaje, Marcos, tan concentrado en el horizonte trágico, entrevera posdatas, golpes de mordacidad, descalificaciones a pasto, ingenio analítico,
falta de miedo a la cursilería. Está al tanto: en la combinación de ironía y
emotividad se localiza gran parte de su poder de convicción. En su caso el
humor, el desbordamiento metafórico, el amor por las anécdotas de los seres
anónimos, el culto a la inmediatez sentimental, la reivindicación perpetua de
los humildes, el desprecio por los de Arriba” (1999; pp. 46-48).
Sugiero que tomemos esa descripción como una puesta en abismo del
proyecto discursivo del propio Monsiváis. No cabe duda que la combinación
de ironía y emotividad, el ingenio analítico y la “falta de miedo a la cursilería”,
el amor por las anécdotas de los seres anónimos y el culto a la inmediatez,
así como la “reivindicación perpetua de los humildes” y el “desprecio por los
de Arriba” son aspectos que cruzan todos los escritos del propio Monsiváis.
En el espejo del otro (Marcos) está el gesto autorreflexivo de un intelectual
(Monsiváis) que contradice los efectos fetichistas del saber, indispuesto con
las tecnologías del vasallaje. Surge el otro más allá de los montajes del espectáculo, más allá de la figura criminalizada del rostro encapuchado, más
allá de los “linchamientos informativos” (1999: p. 47), pero también más
acá del actor social abstracto de la épica, más acá de la supuesta anomia
4
Semantema: Elemento de la palabra portador de la significación. Otros lingüistas prefieren
el término lexema.
[Lázaro Carreter, F.: Diccionario de términos filológicos, p. 361]. Aquí usamos el concepto
de semantema desde una perspectiva pragmática que acentúa las dimensiones situacionales
y contextuales de la significación. Ver van Dijk, Texto y contexto (Semántica y pragmática
del texto), Madrid, Cátedra, 1989.
5 Apotegma: Dicho breve y sentencioso… que tiene celebridad por haberlo proferido o
escrito algún “hombre ilustre” o en relación a otro concepto (RAE).
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preconizada por algunas tesis sobre los marginales (Wacquant, Loïc 2001).
Contra la tesis de la “anomia”, emergen Marcos o un joven de la periferia,
entre otros. Emergen como discurso, no como “ausencia de discurso” (anomia).
Marcos, inseparable de su lenguaje, muestra aquello que los dispositivos de
la exclusión y la marginación no logran domesticar: su propia habla. ¿No es
la supuesta falta de habla propia uno de los efectos de esa violencia simbólica que Monsiváis denominó “linchamientos informativos”? Dialógica, la
entrevista deja oír las diferencias. Esta es la matriz de fondo del proyecto
Monsiváis. Marcos deviene el autor de un lenguaje eludido por las entrevistas
monológicas, aquéllas en las cuales el entrevistador fagocita la subjetividad
del entrevistado, el cual queda convertido en mero “objeto” de discurso.
Un punto de partida en mi lectura es, pues, el potencial interpretativo del
semantema, “transición”, el cual, a nivel microfísico le permite bucear en los
nimios e imperceptibles movimientos de una cotidianidad siempre expresada por él como procesual. A Monsiváis le ocupa y preocupa el particular
tránsito actual de lo rural a lo urbano en el México tradicional al rur-urbano,
el tránsito entre la nación republicana y la nación globalizada, y, particularmente el complejo y difícil proceso hacia la democratización. Se ocupa
de la modernización como tránsito. En este sentido, sus escritos transitan,
pero no transan. A nivel cultural, ellos transitan en parajes liminares entre
lo culto y lo popular, entre la oralidad y la escritura, entre lo privado y lo
público, entre lo femenino y lo masculino, entre lo macro y lo microfísico,
entre los grandes y nimios relatos6. Y dice con humor ácido: “Hay un punto
de partida: aquí están los hombres, aquí están las mujeres, y ahí, también,
la zona de las distracciones ’aquí entre nos’. Lo básico es no dejarse etiquetar
por los comportamientos y marcar las distancias entre ser distintos y ser
obligadamente distintos (2010: fragmento de “El norte de la República. De
la masculinidad como refrendo social”, p. 58).
En primer lugar, Monsiváis no sólo escribe desde las ciudades, sino que
inscribe el decir urbano, periodístico, documental y barrial, en el escenario
del saber/poder. Esto es algo imposible de obviar. Advierte en las ciudades
latinoamericanas y en el DF en particular, aspectos encomiables y deleznables. Hoy se supone que las ciudades, mayoritarias a través del globo y
desprovistas de las resonancias públicas que las caracterizaban en el liberalismo, coinciden paradójicamente con el desperfilamiento de ciudadanías y
derechos. De igual modo, los múltiples dispositivos del espectáculo vendrían
opacando movimientos y disidencias tras las bambalinas seductoras de una
megacultura mediática capaz de hacer que todas las lenguas se conjuguen
con la complacencia del Nombre del Padre-capital cultural por excelencia.
Esos supuestos se instalan masivamente sobre el piso del analfabetismo funcional (70%), de modo que la plusvalía de imaginerías audiovisivas propias
de la era del espectáculo inciden en el eterno e incuestionado retorno de la
docilización, del neocolonizaje y una miríada de disciplinamientos de nuevo
cuño. Todas las culturas letradas se habrían fundido en el libre mercado,
6
El uso de la palabra “nimio” está intencionado aquí para recuperar en pleno su gran ambivalencia. Según el Diccionario de la Real Academia, ese vocablo abarca tanto lo excesivo,
exagerado y minucioso como lo insignificante.
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dando por fin un lugar incuestionado a los “integrados” del consumo: Vargas
Llosa, Isabel Allende, cierto Fuguet o lo que en Chile se conoce irónicamente
como las literaturas de McOndo. El carnaval bajtiniano habría por fin y sin
resistencias sucumbido ante la fuerza libidinal de la farándula televisiva, con
sus pequeños escándalos cotidianos y sus nuevos “teatros operacionales”.
Narco y petroguerras resignificarían, por un lado, las propuestas de liberación
nacional de los sesenta, y, por otro, las arcaicas guerras santas de sistemas
mundos desvanecidos.
En el aforismo, otra de las figuras predilectas del autor, también emerge
un emisor intrigante, provocador, uno de cuyos objetivos es introducir la
duda, resquebrajar lo firme y dar valor inusitado a lo incierto, a lo que se ha
ocultado o eludido. Al hacerlo, da la impresión de formular una gran verdad
para luego cuestionar y poner en tela de juicio esas certezas e ideas preconcebidas. Inquietante, no sorprenderá que otro de sus muy bien logrados
recursos sea la acumulación de preguntas impertinentes: “¿Cómo reaccionar
debidamente ante la pintura clásica o contemporánea? ¿Cómo acercarse
al ballet y la ópera? ¿Cómo integrar, con o sin jerarquizaciones, la música
culta, el rock, el bolero, la música oriental o la africana? ¿Cómo entrar sin
inhibiciones a una librería? ¿Cómo enterarse de qué revistas leer, qué obras
de teatro y películas ver? Si no se va al teatro es porque no se ha ido antes,
y en materia artística la tradición es la apatía como reacción de la ignorancia.
Si no me informo, ¿cómo puedo estar motivado?” (1989 b: p. 92).
Monsiváis corta y selecciona un cuerpo discursivo capaz de reapropiar
ciertos autores de la cultura occidental aun reconociendo que ésta es en
América Latina “el gran fetiche”. Admirador de Truman Capote y Oscar Wilde
describirá ese género discursivo emergente enumerando rasgos que el lector
advierte en toda la obra de Monsiváis: ingenio rápido, sátira al melodrama,
autolaceración jocosa, chisporroteo ’carnavalesco” (1989, 2003: 95). Sus
escritos ostentan los efectos de lo popular urbano, de lo popular masivo.
Asumen esa “contaminación” discursiva, motivada por un deseo de reconocer
la cada vez más urbana y mediática cultura popular.
Se dice de él que fue un avezado paseante del DF, que recorría a pie
enormes distancias. En este sentido, su quehacer se vierte sobre esa ciudad,
espacio de contaminaciones semióticas por excelencia. ¿No es el imaginario urbano un generador de álgidos encontrones entre las viejas castas
terratenientes y los advenedizos periféricos cuya presencia se advierte en
las liras populares y en la literatura de cordel, en el periodismo anarquista,
feminista y obrerista de principios del siglo XX? Pero no es sólo transeúnte
de Ciudad de México; lo que más le atrae es escucharla, incrementar sus
dispositivos para hacer que la escritura se haga audible a la polifonía urbana,
incluidos los medios que la han puesto en el centro de las escenas culturales. Monsiváis reconoce esos retazos culturales urbanos popularizados para
luego desfamiliarizarlos. Y hace esto reincorporándolos a otros espacios y
máquinas, desterritorializándolos. Es escritura que deja al descubierto sus
propios fetiches, que construye nuevos sentidos a partir de negarlos lúdica,
estoica y agudamente. Nadie escapa a los amores ciegos del fetichismo, lo
importante es develarlos lúcidamente parece decir.
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Ni apocalíptico ni integrado: entre la ciudad letrada y
espectáculo de los medios
¿Cómo ingresar a los “apocalípticos” culturales de este mapa? Y aquellos
que tozudamente se dan a la crítica mordaz ¿tienen aún espacio en tales
coordenadas? ¿Qué perfil se dibuja para la intelectualidad de las antiguas
repúblicas en este ocaso del universo letrado? ¿Hay solo lugar para los
“integrados” en esta era del espectáculo? ¿Dónde ubicar el “encono” sin
“moralejas dulcificadoras” que Monsiváis exigía en su Catecismo para indios
remisos (1982)?
En principio, Carlos Monsiváis desdice la falsa opción entre la incorporación acrítica a lo massmediático y su también acrítica negación. No hay
aquí defensa de lo letrado en abstracto. Tampoco encontraremos rechazo
tajante de lo mediático, puesto que desarrolló un quehacer fundamentalmente periodístico en Siempre, La Jornada, Letras Libres, Novedades, El Día,
Excélsior, Uno Más Uno, El Universal, Proceso, Eros, Personas, Nexos, Este
País. El binarismo entre integrados o apocalípticos a la cultura mediática es
para él, sin más, una falsa opción7. Así, no se perfila ni como “integrado”
ni como “apocalíptico” en las nuevas economías de lo masivo y lo crítico,
del consumo y los derechos, ya que, en sus palabras, “el dinero…implanta
’territorios libres’, y a buena parte de casas editoriales, relevantes en el
desarrollo de los grupos de intelectuales y escritores de la República, las
absorben los holdings internacionales” (1989 b: 92). El oligopolio del “libre”
mercado es el que nivela las culturas política, mediática y letrada. Por ello,
desencantado pero jamás despolitizado, Monsiváis insiste sin equívocos en
que “la despolitización se funda en la negativa a incluir la cultura entre los
derechos básicos de la población. Se consigna en las leyes y en los discursos, pero de allí no pasa”. Así, sin bibliotecas ni librerías, “con la peor oferta
concebible de cine y video” y sujetos a “dosis brutales de lo ’espectacular
televisivo’…millones de mexicanos unifican la falta de cultura con la ausencia
de derechos cívicos (1989b: 92)”.
El cine, “despolitizado y sexista”, le resulta clave de nuestro “accidentado tránsito a la modernidad”. Monsiváis lo considera históricamente entre
dos registros: el literario y el espectáculo televisivo (2005: 78). Es el cine,
“escuela-en-la-oscuridad”, el que configura nuestras identidades modernas
a partir del fenómeno de la familiarización edípica: “el examen de esta cinematografía nos familiariza –de un modo u otro– con los procedimientos de la
ideología dominante que han moldeado la cultura popular y han ofrecido a la
vez una interpretación del mundo y un catálogo de conductas ‘socialmente
adecuadas’” (2005: 78). Con todo, Monsiváis también nos demuestra que a
pesar de todo, en una etapa esa cultura popular manipulada, supo describir enriquecedoramente la realidad (2010 b: 435-36). Para él, es en y por
el cine que las identidades nacionales se van desprestigiando, puesto que
“mucho más que la ’penetración cultural’ del imperialismo norteamericano
(…) es la implantación triunfal de las nociones del entretenimiento, lo que
7
Ver Umberto Eco, Apocalípticos e Integrados, 1ª edición, Editorial Lumen: 1968. Reedición
1995, Tusquets.
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da la medida del poderío de la americanización, magno proyecto comercial
y, en segundo término, ideológico” (2006 b: 221).
Sus estudios literarios, también conversacionales, se abren a la cotidianidad de los autores, tratados como personajes: Novo, Rosario Castellanos,
Rulfo. Ni autopoiesis, ni gestos autotélicos. Desdeñoso del estructuralismo
literario, rehúsa centrar su mirada en los textos como artefactos reificados,
optando por aprehender el proceso global de su producción, con el que
abarca el escenario literario, a los autores como actores culturales, pero
también la cotidianidad de sus biografías y amoríos, sin temor a caer en
géneros discursivos “menores” como el chisme o la anécdota. Nos muestra
una literatura y una crítica literaria que disminuyen su resonancia frente al
cine y frente al periodismo en sus múltiples formas, quedando emplazadas
por la creciente tecnocracia de las universidades y del “universo letrado”,
una “‘nueva clase’ que ya no es ni le interesa ser letrada; son expertos,
economistas, abogados reducidos estrictamente a su especialidad, administradores de empresas rebosantes de discursos en homenaje a la eficiencia,
la transparencia, la desregulación, con un olvido sistemático de la pobreza
y las represiones” (2007: 17).
Esa modernidad en transición
Creo que el ácido, proteico quehacer de Carlos Monsiváis permite problematizar los conceptos de nación, identidad, subjetividad y política al replantear
la pregunta por la crítica en las sociedades neoliberales de hoy, con particular
atención a la especificidad mexicana y latinoamericana. Se trata –sostiene–
de sociedades en transición a la democracia, tanto si hablamos de México
como de los países del Cono Sur. La conciencia de ese “estar en transición”
irradia semiótica y semánticamente en toda la escritura del autor produciendo
abruptos deslizamientos, modificaciones de código, transformaciones que
dan cuenta de discontinuidades en el plano de la cotidianidad no evidentes
en los grandes relatos hegemónicos.
La aplicación en México del concepto de transición a la democracia se
plantea a raíz del blanqueamiento de los ethos revolucionarios del movimiento
insurgente de principios del siglo XX y, posteriormente, del cardenismo del
34. Sobre la Revolución Mexicana se había preguntado, con la ironía que
le caracteriza, “¿cómo no ser parte de la revolución y cómo no alejarse de
un movimiento tan mal conducido o tan demagógicamente presentado?”
(1989: 728). Es más, él consideraba que la larga transición mexicana a la
democracia se debía a la sostenida dictadura tecnocrática del PRI, Partido
Revolucionario Institucional, período caracterizado por Monsiváis como una
“trayectoria de represiones, saqueos y catástrofes de la más pura incompetencia” (2000 c: 16-25)8.
8
Respecto al Cono Sur, en varias ocasiones Monsiváis también aplica el concepto de transición
a la democracia, pero aquí en relación a las “guerras sucias” de los años 70. Elogia, por
ejemplo, el compromiso democrático de Salvador Allende, quien, en palabras de Monsiváis,
“muere el 11 de septiembre de 1973 defendiendo el Palacio de la Moneda, atacado por las
fuerzas desleales al mando del general Augusto Pinochet, golpista ’obstinado en salvar a
Chile de la lepra marxista’… Allende, socialista convencido, reivindica la noción de heroísmo
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Así, el proyecto de Monsiváis se inscribe sobre todo a partir del movimiento
del 68 junto a figuras como Elena Poniatowska, Carlos Fuentes, Fernando
Benítez, José Luis Cuevas, Sergio Pitol o José Emilio Pacheco. Revaluar la
Revolución Mexicana sin mixtificarla es entonces una de sus mayores prioridades: “A la épica se la tragó la picaresca”, dirá. Insistirá que “el 68 da
lugar a un paisaje de liberaciones artísticas y personales, de radicalización y
desenfado en poesía y narrativa, de rechazo de las adoraciones mezquinas
de la tradición, de visiones utópicas, de revisión critica de la cultura nacional”
(1989: 148-149).
Para la década del setenta, tras el movimiento del 68, Monsiváis condensará una de las más importantes oposiciones al régimen priísta desde la
Revista Siempre. Por fin en 1997 será partícipe del movimiento que desplaza
el monopolio del PRI cuando el PRD (Partido Revolucionario Democrático)
accede por las urnas al gobierno del Distrito Federal, triunfo inesperado de
un amplio espectro de izquierda. El PRD había representado la agenda más
cercana a los objetivos macro y micropolíticos de Monsiváis al incorporar
en su plataforma la democracia radical, el matrimonio entre homosexuales,
la despenalización del aborto y debates nacionales en torno a la eutanasia.
Ya se trate de la transición democrática de México o aquélla de los países
del Cono Sur, Monsiváis destaca por sobre todo la impunidad y el desaliento
epocal frente al “accidentado tránsito a la modernización” de nuestras sociedades (1978: 76). En general, nuestras naciones emergen de sus textos
como comunidades imaginarias cruzadas por tránsitos precarios, conflictivos
y heterogéneos, que sacuden las relaciones entre los registros culturales y
el Estado, pero que también desbordan las claves que manejaba el liberalismo frente a límites entre lo privado y lo público, la democracia política y
las democracias sociales, lo secular y las nuevas religiosidades, el cuerpo
y los regímenes de verdad/poder, las identidades nacionales y los nuevos
universales.
Esos grandes y nimios relatos
En el proceso de afirmarse como identidad ácrata, allí donde conjuga
lógicas que van desde “ni esto ni aquello” a “esto y aquello”, Monsiváis va
en busca de un nuevo lenguaje. Se topa en ese intento con un género discursivo emergente, de difícil taxonomía: crónica urbana, documento ficticio,
relato no ficticio, testimonio, oralitura, fábula, aforismo, croni-ensayo, sátira
ético-política. Desmesurado, recoge el desparpajo de Novo (se ha dicho de
él que es un Novo de izquierdas), el folletín del cine mexicano, el humor de
carpa, la prosa de la biblia inglesa, el nuevo periodismo de Truman Capote,
variadas técnicas de reconversión de insultos, la prosa beat de Jack Kerouac,
los comic magazines o el The Spirit de Will Eisner, el comic revolucionario
de los años cuarenta, historietas mexicanas como Chamaco Chico, Paquín,
en el sentido tradicional, de entrega de la vida a la Patria. Su imagen con casco y metralleta
es la representación del hacedor de la proeza clásica: infundirle al sacrificio la dimensión
de la generosidad” (“Allende: Las alamedas del porvenir”, CM, en Aires de familia, 2006,
Editorial Anagrama S.A., España, p. 104).
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Pepín, Los Supersabios o La Familia Burrón. ¿Subgéneros? ¿Géneros menores? Magistral manejo de la ironía y la parodia, del humor negro y la risa
ácida, sus creaciones exigirán de la crítica una revaloración de esos géneros
heterogéneos y también de transición. Escritos como aquéllos incluidos en
el semanario de La Jornada durante años bajo el título de “Por mi madre,
bohemios”, son un buen ejemplo de ello.
Alguien destacó la dificultad de reconstituir su obra, por lo “desordenada”
y dispersa que ésta se halla en múltiples periódicos, revistas, pequeñas notas
y hasta blogs. Sin embargo, más que una obra, aquí me importa resaltar
un complejo proyecto discursivo. Aquí la multiplicidad, el trazo veloz, el
fragmento inacabado recogido en la premura de lo periodístico, el desfiladero de escenas, la condensación de metáforas cotidianas, lo “nimio” y lo
aparentemente “insignificante” configuran el movimiento inconfundible de
un inconsciente político que Monsiváis conjura y a diario desafía.
Destaco entonces tres fenómenos de su escritura que me parecen de
gran relevancia: 1) la riqueza del trazo “de paso”, acorde a los cambios de
cronotopos producidos en el capitalismo tardío, 2) la irrupción de una productividad discursiva insaciable, a modo de deconstruir la noción de marginalidad
despojada, carente, vacía o anómica que predomina en mucha de la literatura psicosocial, y 3) la emergencia de una subjetividad nomádica, de un
actor social y de una “autoría” escritural de nuevo tipo, capaz de resignificar
al intelectual letrado de la República, pero también al intelectual orgánico
de la izquierda de los años sesenta y comienzos de los setenta, a la luz de
emergentes culturas políticas de nuevas ciudadanías y movimientos sociales.
Esa implícita reformulación del intelectual orgánico queda cruzada por
su adhesión crítica al proyecto del PRD (Partido de la Revolución Mexicana)
en cuanto éste tiene de movimiento, de amplia convergencia dotada de una
nueva concepción del poder. Antidogmático por excelencia, a su vez, esa
subversión de lo político lo lleva a resistir la verdad única y uniforme, venga
de donde venga: de afuera (del PRI o del PAN), de adentro (del propio PRD).
Un mismo movimiento iconoclasta lo incita a develar más allá de los efectos
palaciegos de la hegemonía, los tatuajes del poder en lo “nimio” y privado,
en lo íntimo y cotidiano, a nivel simbólico y en los plurales registros semiconscientes del imaginario.
Metacríticamente, lo nimio en el proyecto de Monsiváis desemboca al
menos en dos registros discursivos: lo conversacional (vía chisme, chiste,
entrevista) y la ironía (vía parodia y sátira). Esos dos registros apuntan
a poner en evidencia la tradicional economía que norma la valoración, la
legitimación, la organización de las jerarquías, las relaciones discursivas
hegemónicas del saber/poder y operan en sentido opuesto a las doxas y a
los “discursos verdaderos” (aquellos que emiten juicios y cuestionan todo
menos su propio estatuto). Se trata de registros abiertos a lo polifónico y
dialógico, capaces de relativizar y desfamiliarizar el capital simbólico como
capital monopólico de conocimiento y canonización.
Valentin Voloshinov ya había advertido sobre la importancia gravitante
de las “pequeñas prácticas discursivas” en la producción ideológica de las
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transiciones. Para él resultaba “lógico que la palabra sea el indicador más
sensible de las transformaciones sociales, inclusive de aquellas que apenas
van madurando, que aún no se constituyen plenamente ni encuentran acceso
todavía a los sistemas ideológicos ya formados y consolidados. La palabra
es el medio en que se acumulan lentamente aquellos cambios cuantitativos
que aún no logran pasar a una nueva cualidad ideológica. La palabra es
capaz de registrar todas las fases transitorias imperceptibles y fugaces de
las transformaciones sociales” (Voloshinov: 1992, p. 44).
¿Cuáles son las condiciones de enunciación, producción y circulación de
esos dos registros discursivos de lo nimio en el proyecto de Monsiváis? Cómo
se relacionan con otras prácticas comunicacionales del escenario cultural
mexicano en el que se mueve el proyecto de nuestro autor?
Que nadie lo sepa: El chisme y los desbordes marginales
(QWpUPLQRVJHQHUDOHVHOFKLVPHʥJpQHURGLVFXUVLYRPDUJLQDOHVFDVDPHQWHHVWXGLDGRʥVHUHFXSHUDFRPRSUiFWLFDGHFRPXQLFDFLyQWHQGHQFLRVDFX\D
efectividad tiende a socavar las condensaciones de poder en la mediación de
lo conversacional. Quien haya conocido a Monsiváis sabe cuán locuaz y brillante era su conversación. No obstante, aquí, en el paso de lo oral a lo escrito,
lo que interesa es que la retórica del chisme se convierte en un importante
dispositivo verbal cuya resonancia oral es en todo momento efecto escritural.
Diríamos que aquí la oralidad es efecto dialógico en la escritura. Efecto por
distancia y diferencia, por una distancia irrecuperable: lo dicho, dicho está.
Pero sobre todo, los efectos de oralidad constituyen comunidad imaginaria, una
comunidad reconocible y recuperable, crítica a niveles macro y micropolítico.
Son críticas precisamente frente al hablar y callar, frente a la persistencia de
prácticas privadas que se politizan al reconocerles estatuto público y social.
Monsiváis está muy consciente del impacto de lo conversacional (y del
chisme en particular) en sus escritos. Además de Voloshinov, el chisme ha
sido recuperado por la crítica feminista, la que ve en este género discursivo
un registro referencial referido a aspectos de la vida social no asumidos
por los grandes relatos: vida sexual, intimidad, conflictos en el seno de la
familia, transgresiones eróticas. Hacer público lo privado, sacarlo fuera del
armario, he aquí el chisme. No es en sí por lo general transgresor, pero tiene
la capacidad de acoger en su seno el “lenguajeo” de las relaciones entre lo
privado y lo público de la vida común y corriente de los sujetos, aunque casi
siempre adoptando la perspectiva ético-moral que lo rige. Diríamos que el
chisme constituye un “retorno formal de lo reprimido” y que, en esa medida,
el “costo” de su constatación de lo reprimido radica en tener que otorgar
un gesto de complicidad para con los contratos sociales, con el deber ser
implicado en éstos. Lo personal deviene inadvertidamente político. Por eso,
las cadenas de chismes pueden lograr codificar intercambios simbólicos que,
aunque condenados, se perciben usualmente en la vida cotidiana. En cierta
medida, entonces, el chisme es un residuo de oralidad, un trazo de memoria suelta en cuya matriz la existencia de prácticas marginales residuales o
emergentes son asumidas aun a riesgo de ser rechazadas. En este sentido, el
chisme “pone en forma y pone forma” a la vida cotidiana (Bourdieu: 1993);
otro modo de decir que en él, la ideología encarna, se concreta y adhiere
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a las formas inmanentes de la vida como secreto “entre nos”, sotto voce y
de circulación restringida en grupos reducidos entre los cuales opera como
guiño de complicidad.
Pero, ¿cómo opera el chisme en tanto macroestructura significante en el
proyecto discursivo de Monsiváis? Propongo en esta lectura que el chisme
opera a dos niveles, 1) como enunciado y 2) como enunciación.
Como enunciado, baste una mirada a la siguiente cita en la que Monsiváis
analiza lúcidamente la relación entre género discursivo y género sexual a
partir del chisme: ”En sus varios niveles, al ingenio gay lo complementa
’el arte del chisme’, no meramente el chisme sino su cultivo verbal, caracterizado por tres hechos: a) toda comunidad marginada gira en torno del
rumor pero no toda comunidad hace del chisme un censo de actitudes o de
inclusiones; b) el chisme, sin esas palabras, suele considerarse un subgénero narrativo y teatral: “Déjame que te cuente…”, y c) si el chisme es por
fuerza una experiencia narrativa, la intuición misma se deja ver como un
chisme: “A mí me da la impresión... /¿Y quién te contó la impresión?”. Y lo
típico del chisme de minorías es su precisión de catálogo: “¿No te conté de
Fulano? La esposa ya le pidió el divorcio porque lo agarró metidísimo con su
secretario” (2010 c: 146).
Así, el chisme es rescatado como un lugar fronterizo en el imaginario,
cuyo potencial inventivo y generador de prácticas surge donde lo nuevo es
todavía impugnado pese a ser contenido en el habla, pese a que a través
del chisme lo impugnado logre finalmente ser nombrado.
Los efectos del chisme en la enunciación global del proyecto de Monsiváis
se aprecian al menos en las siguientes dimensiones:
1)
Incorporación de lo anecdótico y biográfico a un nuevo tipo de historiografía literaria vinculada a metodologías cualitativas, historia
oral, memorias sueltas y géneros referenciales. Me refiero a estudios
como aquéllos sobre Salvador Novo y López Velarde, Agustín Yáñez y
Revueltas, Juan Rulfo o Rosario Castellanos (2008).
2)
Utilización de una gramática discursiva que logra producir bisagras
entre lo simbólico y el orden imaginario, una relación común tanto a
proyectos periodísticos como a proyectos literarios como es el caso
de los “géneros picarescos”. Aun cuando no se trate explícitamente de
chismes, sus escritos dan cuenta de lo anecdótico en el “tránsito a la
masificación” (“No te muevas paisaje”, p. 29), reorientan la mirada,
las costumbres y el habla de los estudios culturales para esos tránsitos. Me refiero a buena parte de su crítica sobre el cine mexicano. En
estos casos el chisme y lo anecdótico no solo entregan aspectos no
comúnmente explorados de las producciones cinemáticas mexicanas,
sino que permiten “leer” la cultura desde otros lugares.
3)
Un trato con la historia cultural a partir de figuras excluidas de la
historiografía oficialista de México. Así como el chisme protagoniza
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nuevos o ausentes actores (“la adúltera” o “el pendenciero” desplazan
a los héroes patrios), la crítica de Monsiváis otorga un lugar preponderante a sujetos e identidades emergentes: los gays, las juchitanas,
las feministas, los jóvenes punk, los guerrilleros de Chiapas.
Esas formas rescatadas de la cotidianidad se convierten por lo general en
discursos con valor de “uso”. En este sentido, la gran mayoría de sus escritos
tienen una textura más artesanal que estética. Esto es, si entendemos por
estéticas, prácticas “auráticas”, más allá de su utilidad, recursos “ociosos”
e “inútiles”9.
Los atraparon con las manos en el tacón:
la ironía como enunciación
La ironía es el juego de una interlocución tendenciosa (1986: 106) que
afirma lo contrario de lo que se quiere hacer entender. Irrita sobre todo
porque la ambigüedad en la que se funda hace proliferar incertidumbres. Se
vincula en este sentido a la mentira, como efecto de insinceridad, un efecto
que Monsiváis ha explicitado como deseable: “No a decir la verdad, porque
ese es un terreno al que pocos tienen acceso. No, mentir, es a lo más que
uno aspira. Si me pronuncio ante un tema, no creo estar diciendo la verdad,
sino no estar mintiendo, de acuerdo con lo que yo conozco (“El matrimonio”
94)”. Aquí el signo de ambigüedad y modernidad crítica, dice “no” al discurso
verdadero y opta por “no mentir, mintiendo” –aquel antiguo truco del arte
verbal. En este sentido, creo que Monsiváis no sólo usa la ironía como tropo
o figura discursiva, sino como un modo de enunciación caracterizado por una
particular relación entre lo dicho y lo callado, una suerte de tercer significado.
Cuando el autor dice que “los gays no son humanos ni menos compatriotas”,
enuncia algo (los gays no son humanos) para hacer entender lo contrarío
(los gays son más humanos que sus compatriotas o los compatriotas no son
humanos). Como enunciación, marco o modo, la ironía encierra una percepción simultánea y oscilante de significados plurales y distintos caracterizados
semánticamente por aspectos nada ajenos al proyecto escritural de Carlos
Monsiváis. Su lectura requiere de lo “relacional”, lo “inclusivo”, de la capacidad
de “diferenciar” éticamente sus juegos y trucos estéticos.
En este sentido, más que centrarme en el rol del emisor como particularmente irónico (y ya hemos dicho que Monsiváis lo era), entendemos que es
la enunciación la privilegiada para poner de relieve la producción de la ironía
discursiva en su proyecto discursivo. Por eso, no me interesa sobredimensionar el valor de lo no dicho (habría que replantear el concepto de humano o
habría que replantear qué es ser compatriota), concebido como la antífrasis
de sustitución del significado explícito. En Monsiváis, la ironía requiere de
una “comunidad discursiva”, aquí donde un sujeto colectivo precede y gatilla
el proceso irónico al relevar preeminentemente las complicidades entre el
9
Exceptúo de su proyecto el texto Catecismo para indios remisos por su explícita cualidad
de fábula en la cual el habla es fundamentalmente figurativa, supuestamente “moralista”,
pero de una eticidad profundamente antinormativa y ambigua.
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emisor irónico (su intencionalidad) y el intérprete (la decodificación de esa
tendenciosidad). El horizonte epistémico y axiológico que permite comprender
la especificidad de sus usos de la ironía se enmarca en una interacción al
interior de esa comunidad simbólica (feministas, gays, intelectuales ácratas,
demócratas radicales), una comunidad capaz de entablar guiños de identificación, conocimientos compartidos, valoraciones y estrategias de legitimación
recíprocas (Hutcheon, 1994: 91). Sin más, la ironía es en el proyecto crítico
de Monsiváis una práctica social que pone en primer plano las coacciones
de nación, clase, género, raza y opción sexual, pero los significados de esas
coacciones son producidos tanto por la intencionalidad de Monsiváis como
por las lecturas descodificadas de su ironía (Hutcheon, 1994: 123). Si el
modo tendencioso que sustenta la ironía tiene forzosamente una víctima
de la cual se burla o a la cual se critica, desvaloriza o ridiculiza (Kerbrat,
1980: 108-127), la enunciación global del proyecto de Monsiváis apunta
precisamente a lo contrario: desvictimizar a los sujetos denigrados por el
sistema sexo-género hegemónico a partir de una “técnica de reconversión
del insulto” para “aislar la contundencia de la homofobia”. Por ello insiste:
“Como en el caso de toda minoría, al ambiente lo distinguen las técnicas de
reconversión del insulto. Los gays adoptan los insultos y al ’deconstruirlos’
los vuelven referencias indispensables, adoptan las expresiones hirientes y
al hacerlo aíslan la contundencia de la homofobia. Y el perreo (bitchiness),
con su vértigo autodifamatorio, es la técnica de ajuste donde al insulto lo
modifica la creación verbal: Óyeme, loca, ¿por qué no me acompañaste?
Todos los que fueron a la reunión eran unos ignorantes. Te habrías sentido
en tu elemento …ser de ambiente es optar por los buenos oficios del melodrama, y de allí la especie de los Drama Queens” (2010: 146).
Monsiváis vitupera en el Nombre del Padre a aquéllos que se propone
alabar y al hacerlo devuelve la desvalorización al patriarcado, a la simbólica
de la nación, al género, a la heteronormatividad. El proceso involucra no
sólo un simulacro, sino introducir el elemento de lo cómico, la representación
indirecta a través de su opuesto. El valor de su ironía es ilocutivo y contradictorio, de modo que entendemos que ese contraste es una estrategia de
disimulo, un desajuste con el sistema jerárquico comprendido por el sistema
sexo genérico. Por sobre todo, simulacro, ambigüedad y burla son elementos
centrales de sus operaciones irónicas. Finalmente, entendemos que al ironizar,
Monsiváis “argumenta” en dos registros, enunciado y enunciación de modo
que uno y otro se implican y desmienten recíprocamente.
Conclusiones
La figura de un texto sitiado viene a la mente al releer la obra de
Monsiváis, porque sus escritos incorporan esos procedimientos desdeñados
por el esnobismo letrado para luego acoplarlos con suspicacia y en ese proceso completar una nueva, irreverente cadena de significación. Son textos
situados en máquinas urbanas: boleros y chismes televisivos, entrevistas
imaginadas y documentadas por un periodismo crítico, casi olvidado por las
letras académicas del neoliberalismo. Periodismo agudo, rompe la cadena
disciplinada de las “rutinas” periodísticas. Ubicado en un cruce entre las
rutinas y hábitos del periodismo asalariado (todo hábito hace al monje,
cómo olvidarlo) y habiendo logrado escapar a los hábitos impuestos por el
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academicismo universitario, Monsiváis logra acumular una plusvalía de autonomía que no es ya común en el intelectual posmoderno. Mordaz desde
las voces desdeñadas, posibilita una “invasión indeseada” de lo “bajo” en
las letras académicas. Doble movimiento de suspicacia. Doble desencanto
con esos dos oficios generadores de culturas de la interpretación: academia
y periodismo. Instala, así, sistemas interpretativos en el centro y en los
bordes de los debates nacionales, sobre el contenido y las formas de la democracia, sobre lo privado y lo público, todo a partir de lo popular urbano.
Entonces, es el propio sistema expresivo el que literalmente desafía lo que
ha devenido normativo en el discurso. Porque aquí lo normativo es recogido
como rastro inútil de los propios procesos de construcción semántica. Por eso
digo que la escritura de Monsiváis es del registro del significante, porque se
gesta a partir de las expresiones populares, urbanas, porque urde sentido
a partir precisamente de las voces desprestigiadas, ilícitas, desechadas por
la violencia simbólica. Hacerlo implica poner en abismo los procesos ocultos
y fetichistas de la legitimidad. Por eso insistiremos: es escritura sitiada,
pero también profusamente situada. Se sitúa, se compromete, se juega, se
arriesga, deja entrever desde dónde habla y desde dónde valora. Se trata
de una combinatoria significante sin la cual no habría singularidad, al menos
no esa singularidad que hoy reconocemos como “Monsiváis”.
Lo deslegitimado se devuelve como una bofetada expresiva sobre la superficie lisa de la semántica, lugar privilegiado de la fabricación de valores.
Al hacerlo, le quita el piso al prejuicio valórico dejando entrever lo que éste
no quiere o no puede mostrar: las coordenadas de su propio proceso de valoración. Por eso, veo aquí una estrategia discursiva que viene a sacudir el
fetiche, precisamente al usurparle el rol de modelo, subvirtiendo sus dotes
canónicas, su propia legitimidad no cuestionada. Legitimidad no cuestionada,
¿no radica allí la más ferviente y eficaz operación del fetiche axiológico, clave
del esnobismo académico? ¿Y no es el fetiche una operación canónica autoconvertida en “discurso verdadero”, principal y tozuda negación de la crítica
por cuanto valora sin enunciar desde qué coordenadas? Diremos entonces
de Monsiváis que es moderno en su criticidad y desencantado en su posmodernidad: “Si me pronuncio ante un tema, no creo estar diciendo la verdad,
sino no estar mintiendo, de acuerdo con lo que yo conozco”. Sabe que el
vaso está vacío pero sigue actuando como si estuviera lleno. Otro modo de
sostener que salta de la rayuela preenvasada entre las casillas “modernidad”
y “posmodernidad” y nos dice que la modernidad crítica no nace, se hace
al andar. Para luego agregar que la posmodernidad crítica es aquella que se
hace cargo de los malestares neoliberales y rechaza la despolitización y el
desencanto absoluto con la res pública, característico de ciertos gestos posmodernos. Dice inequívocamente: “Se acepta que el intelectual posmoderno
es quien canjea la política académica por la academia política, y los jóvenes
sabios del PRI (asesores, directores de consejo, hacedores de discursos,
ponenciadores, expertos) lo precisan lúcidamente: el problema verdadero
de México no es renegociar triunfalmente la deuda externa hasta el fin de
los tiempos, ni la inútil existencia de la oposición, ni la sobreabundancia de
nacos, sino algo realmente mágico: cada seis años sólo hay un Presidente”
(“Cuadro de costumbres”, p. 95).
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ISSN 0716-0798
Los mapas en la crónica social de Carlos Monsiváis:
sus aportes críticos para América Latina
Ximena Póo Figueroa
Universidad de Chile
El artículo aborda las representaciones de la modernidad latinoamericana en las
crónicas de Carlos Monsiváis, las cuales articulan los “grandes discursos” sobre la
historia, la modernización y la cultura de estas latitudes con la experiencia concreta
de los sujetos que pueblan sus textos. Mediante esta articulación, Monsiváis consigue
presionar ese mismo “gran discurso” construyendo así una historia “desde abajo” para
nuevas políticas identitarias de lo latinoamericano. El artículo examina las distintas
estrategias textuales y las formas de producción de subjetividad con las cuales el autor
logra realizar dicha articulación.
Palabras clave: crónicas, Carlos Monsiváis, historia “desde abajo”.
The essay approaches the representations of the Latin-American modernity in Carlos
Monsiváis’ chronicles, which articulate the “grand narratives” on history, modernization
and culture of these latitudes with the concrete experience of the subjects that populate
his texts. By means of this articulation, Monsiváis press this very “grand narratives”
constructing, this way, a history “from below” for the path to new identity politics for
Latin America. The paper examines the different textual strategies and the ways of
subjectivity production with which the author manages to achieve this articulation.
Keywords: chronicles, Carlos Monsiváis, history “from below”.
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Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.
Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito,
querer tocar el grito y sólo hallar el eco,
querer asir el eco y encontrar sólo el muro
y correr hacia el muro y tocar un espejo
(Xavier Villaurrutia, fragmento de Nocturno de la estatua)
“Si un acto público de cualquier índole quiere sobrevivir en esta época,
deberá, irremisiblemente, adoptar las características del control remoto.
Algo de esta nueva dictadura de las sensaciones perciben los que se llaman
a mutilación y desierto si no hay cámaras en las cercanías y el planeta no
les sigue la pista…” (Monsiváis, Los rituales 58). Este párrafo inaugura la
crónica La hora del control remoto. ¿Es la vida un comercial sin patrocinadores?, uno de los textos incluidos en un libro clave en la obra del mexicano
Carlos Monsiváis, Los rituales del caos (1995). Se trata de un fragmento que
revela, en síntesis, el orden en el desorden, la búsqueda sobre las miradas,
la forma despiadada y a la vez cálida en que el autor de Catecismo para
indios remisos intentó confeccionar el mapa social y cultural de una época,
en especial de una época mexicana teñida por los desequilibrios obscenos
del siglo XX y su entrada al XXI. El fragmento revela un despojo del que se
hacen cargo cronistas que, como Monsiváis, levantaron escuela en lo que a
construcción de la historia “desde abajo” se refiere, en el intento de cimbrar
el establishment de las imposiciones establecidas “desde arriba”, desde el
poder institucional de la industria cultural, la política partidista, el imperio
económico.
Polifónicas, compatibles con voces atropelladas que debe desenredar, sus
crónicas surgieron incrustadas en la ciudad, en la polis que contiene diálogos
y sus (des)encuentros dinamiteros. Sin censuras, sin cortapisas, entregadas
a las historias, a contarlas en contexto, como si de tapices se trataran, sin
importar las heridas internas, desarmadas para volver a armarse al interior
de cada construcción de ideas. Sin olvidar a la mujer, al hombre, a la sociedad heterogénea, a los proyectos empecinados en no quedar truncos para
la gran Historia. Monsiváis se entregó a las historias en textos como Los
rituales del caos, esa compilación de crónicas en donde el extrañamiento es
parte del paisaje, ese paisaje de arrabales, del poder escupido sobre quienes
desposeen la vida. Las calles para él fueron los tapices abiertos cuando cae
la noche triste y se desgarra en el día febril.
La crónica, y en especial la periodística, es social por definición. Aunque
ha sido difícil catalogarla, la crónica es ese ornitorrinco de la prosa del que
habla Juan Villoro, otro mexicano inspirado en los escritos de Monsiváis y
sus tributos a la tradición de contar. La crónica es tiempo y andar, marcando
lo digno de contar para producir en quien lee una acción, una conmoción
visceral que sacuda al intelecto. La crónica, como lo anterior, es cacofonía
para no dejar de insistir. Esa es su libertad. Su programa político es la dignidad y la indignación, es provocar desvelos. Y es que la crónica da cuenta
de entierros, expulsiones, de más muertes que vidas. Devela lo no develado.
Es un documento sin género definido, escurridizo, que grita las injusticias
del capitalismo con ironía, con ira, con decepción y, en ocasiones, hasta en
saudade, invoca a la nostalgia por el futuro prometido.
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¿Qué discursos, qué sujetos, qué instituciones, qué estructuras ha ido
develando a lo largo de sus crónicas representativas del malestar social,
de la construcción de la modernidad y sus efectos? En Días de guardar,
por ejemplo, cuya primera edición es de 1970, da cuenta de los aspectos
residuales que se reactualizan en la sociedad mexicana a partir de los días
señalados como emblemáticos en el calendario. Residuales y reactualizados,
porque son los hitos del camino anual que recorre un país para expresar sus
heridas, los colgajos de la historia y los levantamientos que encumbran esa
misma historia hasta hacerlas emerger en un contexto global, inspirador
desde la ironía del destino que agrega nuevas fechas a ese itinerario que de
tanto desacralizar consagra un nuevo discurso.
Y así lo hace en 15 de septiembre. La independencia nacional. Tepito
como leyenda, en donde ahoga a la Ciudad para comprender finalmente que
“el sentido de la comunidad se prolonga hasta el momento de pagar todos
las deudas de todos” (Monsiváis, Días de guardar 288). Y es precisamente
esa Ciudad la que interroga y por la que se va a interrogar Monsiváis a lo
largo de toda su obra. Ciudad continente y contenido del mundo de la vida,
de las acciones políticas, de las armas de las palabras y de las otras. Del
mundo de una modernidad que no termina en afirmaciones cerradas, prometiendo continuidad y “progreso” en la madeja abierta de América Latina.
En la “empresa” de los procesos de emancipación es la Ciudad la construida
para domesticar y, a la vez, alzar. Es la ciudad como el continente en donde
las fuerzas se entrampan y liberan en tanto tradiciones y emergencias que
cargan esas tradiciones en la producción revolucionaria1.
Fuimos entonces inexorablemente domados. Aquí hubo
una ciudad que de pronto se vio acechada, se miró asediada, se sintió troyanizada (...). Las ciudades dotadas
de fisonomía (que siempre son las menos) suelen vivir
dos vidas: la de su personalidad externa proveniente del
mito reverencial que propagan viajeros, departamentos
de turistas y medios masivos de difusión y la de su personalidad interna, surgida de ese fenómeno imponderable,
indefinible, mas no por ello menos notorio: el rostro de sus
pobladores, esos rasgos donde se acumulan y desbordan
la seguridad, el orgullo, no-tan-de-vez-en-cuando la jactancia, el cinismo, la sabiduría popular (dícese de aquella
que logra encontrar cualquier calle remota y cualquier
buen restorán), el humor, la melancolía que elige los sitios
adecuados para teatralizarse y la tradición. (Monsiváis,
Días de guardar 276-277)
Ese rostro optimista de la Ciudad, dice Monsiváis, es reconocible durante
los años de refugio de la Segunda Guerra Mundial. Un rostro de leyenda que
luego fue desdibujado por la megalópolis en que se fue convirtiendo el DF,
1 En la tradición de narrar la Ciudad surgen como referentes a la obra de Monsiváis autores
como Ángel Rama (La ciudad letrada, Hannover, Ediciones del Norte, 1984) y José Luis
Romero (Latinoamérica: Las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI, 1976).
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escenario por excelencia de la construcción nacional. Así sería como, reactualizando el principio de independencia y de “espíritu conformador” en la
tríada residual-emergente-dominante (Williams, 1994), “la Ciudad, al crecer,
fue sometida y conquistada: los inspectores de espectáculos confiscaron
sus silbidos obscenos; los granaderos descargaron su persuasión; la furia
de todos los actos se dispersó entre el resentimiento y el rezongo. Y en un
momento dado sólo quedaba a mano la leyenda” (277).
En Los rituales del caos, la crónica se apaña aún más del ensayo para
lograr el tramado de una tela, que es el texto, cubierta por la vida cotidiana
en función de la puesta en escena de clases sociales, disrupciones colmadas
de imágenes y diálogos en que la poética de la política cubre de espanto y
bálsamos las constataciones y hallazgos de una Ciudad de México plena de
ruido inabarcable, incluso de aquel que proviene de su pasado como lago,
como si ésta fuera una metáfora continental de multitudes ahogándose por
y en un sueño apocalíptico. Aquí los arquetipos van a la orden del discurso
que sustentan relatos como La hora de la identidad acumulativa. ¿Qué fotos
tomaría usted en la ciudad interminable?: Es ahí donde “El reposo de los
citadinos se llama tumulto, el torbellino que instrumenta armonías secretas
y limitaciones públicas” (Monsiváis, Los rituales 17). De fondo, en esta crónica la interpelación al lenguaje de los “criterios de la derecha” que también
surge de los postmodernistas, es maestra.
Fe de erratas o rectificaciones: en donde decía Pueblo dice
Público; en donde se hablaba de la Sociedad crecen por vía
partenogénica las Masas; donde se ponderaba a la Nación
o el Pueblo se elogia a la Gente, proyección de la primera
persona. (Para entender de modo cabal las expresiones
“La Gente dice, la Gente piensa que…”, colóquese “Yo digo,
yo creo…”). La élite se resigna, da por concluido su libre
disfrute de las ciudades y se adentra en los ghettos del
privilegio: “Aquí todo funciona tan bien que parece que
no viviéramos aquí”. Y lo exclusivo quiere compensar por
la desaparición de lo urbano. (22-23)
La pregunta por la sociedad, sus sujetos y discursos, en los relatos de
Monsiváis es el eje de reflexión de este texto que indaga en las identidades
asociadas, por lo que se hace necesario interrogar al concepto que trasciende
a la crónica como género literario imbricado a la no ficción como un maridaje vinoso, necesario para conmover entrañas y exaltar al intelecto. No hay
comienzo ni fin, no hay clausuras en las crónicas en las que se desenvuelve,
como si éstas fueran una fotografía, un documental, un poema extendido
bajo sí, volcado a la realidad de los hechos, los argumentos, las percepciones.
Las crónicas aquí aludidas se sitúan en la tradición modernista del siglo XX,
ésa en la que los modernistas Martí, Rodó, Darío se inscriben para seguir el
entramado hereditario en el que encuentran un lugar, asimismo y anterior,
cronistas como Felipe Guamán Poma de Ayala o Bartolomé de las Casas. La
indignidad y el europeísmo progresista, articulados como bisagra, son parte
del orgullo emancipador de estos escritos referenciales. Un orgullo del que
esta tradición se ha hecho cargo dentro de los procesos de modernización
–en donde el periodismo y sus prácticas y rutinas se cruzarán aquí para
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encontrar una perturbación libertaria– y no fuera de ellos. Se trata, por
tanto, de procesos de modernización en donde la voz del sujeto se vuelve
continente a la vez. Para Monsiváis,
La crónica es una reconstrucción literaria de los sucesos
y figuras, géneros donde el empeño formal domina sobre
las urgencias informativas (…). El reportaje, por ejemplo,
requerido de un tono objetivo, desecha por conveniencia
la individualidad de sus autores (…). En la crónica el juego
literario usa a discreción la primera persona o narra libremente los acontecimientos como vistos y vividos desde la
interioridad ajena. Tradicionalmente –sin que eso signifique
ley alguna– en la crónica ha primado la recreación de
atmósferas y personajes sobre la transmisión de noticias
y denuncias. (Monsiváis, Antología de la crónica 15)
En el contexto de esa tradición que vincula literatura y periodismo en el
abismo que une las fisuras de lo macro y lo micro en términos de impacto en
la cotidianeidad y en los procesos sociales –como sistema de narración–, es
posible observar un símil con la crónica desarrollada por José Martí. Coincido
con Rotker –quien observa como crítica cultural el caso Martí; observación
que es válida para Monsiváis–, cuando sostiene que “la estética que propone
no es limitación de nada: sobrepasa los esquemas de los que salió, fundando
en Hispanoamérica un modo de relacionar los elementos del lenguaje y de la
realidad, una escritura y una voz propia. Vista así, la hibridez de la crónica
no es peyorativa, sino la expresión más ajustada a una concepción poética.
Como decían Medvedev y Bajtín: el género es la expresión total y no sólo
un aspecto más” (Rotker 229).
La polis o el orden del caos
De vuelta a la ciudad, la crónica urbana enciende en él y en narradores
como Elena Poniatowska o poetas como José Emilio Pacheco, una trayectoria
seguida por otros que escrutan la polis como lugar significativo de la vida en
sociedad. La ciudad habitada por ensueños, desperdicios, locura, normalizaciones dotadas de una burocracia de hegemonías, caudillos, descalzos2.
Entre esos otros la estirpe es variada, y destacan hoy Juan Villoro, Alma
Guillermoprieto, Leila Guerreiro, Martín Caparrós, Julio Villanueva Chang,
Juan Pablo Meneses. Han seguido la línea circular del tiempo en donde la
polis se convierte una y otra vez en el lugar de la discusión por la idea del
tiempo y el espacio, por el lugar en donde sus significados están en disputa
en pos de uno u otro proyecto civilizatorio bajo el atuendo del “progreso”
y el sistema que norma esa disputa que lo constituye finalmente. Sobre la
2 Véase Monsiváis, Carlos. A ustedes les consta. Antología de la crónica en México. Ciudad
de México: Ediciones Era, 2006. Se trata de un texto en que repasa la crónica desde la
representación que Europa logra de América para conquistarla hasta autores recientes. Es
posible revisar la crítica que el autor construye a partir de la obra de autores como Gil, Ortega,
Poniatowska, Villoro, Avilés, Blanco, entre más de una veintena de escritores mexicanos.
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crónica arraigada en el proceso modernizador, Vallejo Mejía sostiene lo que
para Monsiváis es válido hasta hoy, en su ausencia:
Muchos (cronistas) oficiaban de poetas; de ahí el aliento
poético que subyace en estas breves piezas, y que también trato de rescatar en su estado más puro, cuando ya
los cronistas le habían torcido el cuello al lirismo. Otros
eran filósofos sin pretenderlo; dejaban caer sus tesis
sobre lo divino y lo humano, sin ánimo de pontificar, con
la certeza de que esas palabras profundas terminarían en
las profundidades del cesto de la basura… De cualquier
manera, es de admirar la capacidad de los cronistas para
comprimir un paisaje, la catedral del pueblo, un discurso
parlamentario o un episodio callejero en una superficie
literaria de quince centímetros cuadrados; o de discurrir
sobre los más metafísicos, escatológicos o terrenales
asuntos en un espacio tan reducido. (Mejía 1998)
¿Qué escenario se construye para guiar y desviar el tiempo en el espacio
para provocar efectos de mayor o menor cercanía? Es interesante seguir
algunas pistas al interrogar la realidad respecto de cercanía y distancia,
una duda apropiada para comprender cómo la crónica es fotografía de un
espacio determinado para dotarlo de un tiempo preciso, “digno de anotar”
como diría el periodista polaco Ryszard Kapuscinski en más de alguna de
sus reflexiones sobre el periodismo. Un tiempo que ofrece una huella para
ser observada en una línea que –y ése es precisamente el encanto de la
crónica, referida al cronos al que apela– puede ser leída con igual valor durante un antes, un ahora y un después. Basta imaginar el Metro de Ciudad
de México, pero antes detener esa posibilidad para reflexionar y situarse en
un lugar de enunciación que remite a una época fechada, pero cuyo sentido
trasciende su propio calendario espacial y temporal para ir constituyéndose
en una historia del presente. La posibilidad es, además, la de la perpetuidad
no cerrada de ese continuo que insiste, a modo de filme hipertextualizado,
en provocar un efecto mariposa al interior de los textos.
Paul Virilio distingue respectivamente entre cercanía inmediata, que
está ligada al movimiento del cuerpo; cercanía mecánica, que depende de
determinados medios de transporte como la diligencia, el auto, el avión o el
ascensor; y cercanía electrónica, que se alcanza con la velocidad de la luz y
que amenaza con transformarse en una absoluta cercanía. ¿La distancia significa un lugar donde aún no estamos, pero en el cual alguna vez estaremos,
o acompaña a cada acercamiento como una sombra? ¿Existe una distancia
inalcanzable? (Waldnefels cit. en Gerhart et Breuninger 165).
Una distancia y cercanía que es a la vez metáfora de los tiempos históricos. Así, en la representación del espacio y del tiempo asociados al estar
en el Metro de la polis, también se representa el estar social que determina
formas de relación que presionarán sobre estructuras que, a la vez, condicionan a los sujetos constituidos y articulados desde lo político, social, cultural
y económico. Escribe Monsiváis en La hora de Robinson Crusoe. Sobre el
Metro las coronas, y antes de presentar sus prejuicios y devociones como
un voyerista que reflexiona a destiempo:
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El vagón es la Calle, el Metro es la ciudad, el boleto es el
santo y seña para sumergirse en la asamblea del pueblo, el
hacinamiento es el origen de las especies, y el usuario (yo,
en este caso, o cualquier otro de los escasos seis millones
que al día se agregan y se alejan) acepta las fatigas de la
convivencia y, lo acepte o no, admira los espectáculos a
su alcance, que en sitios con espacio disponible o posible
le parecerían abominables. Si algo acelera el respeto a
la diversidad, es el Metro, escuela de respeto a fuerzas.
(Monsiváis, Los rituales 169)
En esa polis se confinan, para expandirse por América Latina, los efectos
de las crónicas contenidas en Los rituales del caos. Sin un orden jerarquizado
se ubican, por ejemplo, textos que interpelan a un tiempo de modernidades
y simulacros de postmodernidades. Entre ellos: La hora de las convicciones
alternativas. ¡Una cita con el diablo!; La hora de la pluralidad. ¡Ya tengo mi
credo!; La hora del transporte. El Metro: viaje hacia el fin del apretujón; La
hora de los amanecidos. Lo que se hace cuando no se ve tele; La hora del
consumo alternativo. El tianguis del chopo; La hora de la máscara protagónica. El santo contra los escépticos en materia de mitos; La hora cívica. De
monumentos cívicos y sus espectadores; La hora del paso tan chévere. No
se me repegue, que eso no es coreografía; La hora del lobo. El sexo en la
sociedad de masas; La hora de Robinson Crusoe. Sobre el Metro las coronas
y La hora de codearse con lo más granado.
Se trata de títulos referidos a una historia cultural interpelada desde una
cotidianeidad que se constituye a la larga en discurso y posición ideológica.
Apropiada, entonces, es la imaginería puesta en juego por Roland Barthes,
cuando sostiene que “el discurso histórico es esencialmente elaboración ideológica, o, para ser más precisos, imaginario, si entendemos por imaginario
el lenguaje gracias al cual el enunciante de un discurso (entidad puramente
lingüística) “rellena” el sujeto de la enunciación (entidad psicológica o ideológica)” (Barthes 174).
Desde esta perspectiva resulta comprensible que la noción de “hecho”
histórico haya suscitado a menudo una cierta desconfianza” (Barthes 174).
Nótese, por ejemplo, las imágenes que Monsiváis representa al describir la
devoción que comulga en la Basílica de Guadalupe, ironizando el concepto de
“lo sublime” como expresión de una fe que compra baratijas importadas con
el cuerpo de la Guadalupana esculpido bajo el “gusto charro” que la precede
en la compra-venta de espiritualidad. En una crónica ejemplar referida a
asuntos de fe y su administración simbólica y material, cuenta el siguiente
pasaje de La hora de la sensibilidad arrasadora. Las mandas de lo sublime:
…en el campo de la fe con intención estética, también Lo
Sublime tiene que actualizarse. Hace unos años –me informa Ida Rodríguez Prampolini–, antes de las ceremonias
de Semana Santa, un grupo de vecinos de un pueblo veracruzano convocó al alcalde y al cura. “No podemos seguir
con los ritos tal cual”, les dijeron. “A nadie le importan los
centuriones y los fariseos ni nadie sabe quiénes fueron.
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Esa historia quedó muy lejos. Hoy los enemigos del Señor
necesitan otro aspecto”. La discusión fue muy acre, los
vecinos no cedieron, las autoridades tampoco, y al final,
al representarse la Pasión, hubo un desfile alternativo.
Por un lado las cohortes romanas y los funcionarios de
la Sinagoga; por otro... pitufos, goonies, ewaks de Stars
War, el Freddy Krüger de Pesadilla en Elm Street, Darth
Vader... El pueblo aplaudió. Lo más entendible, se quiera
o no, es lo más tradicional. (Monsiváis, Los rituales 57)
Para Monsiváis, en consecuencia, la crónica es el lugar del punto de
vista en el sentido de que se levanta para “…darles voz a los marginados
y desposeídos, cuestionando los prejuicios y las limitaciones sectarias (…)
registrar y darle voz e imagen a este país que, informe y caóticamente, va
creciendo entre las ruinas del desperdicio burgués…” (Monsiváis, Antología
de la crónica 76).
Revoluciones para ser contadas en privado y en público
La narración se construye alrededor del eje arquitectónico de un punto
de vista, desde un lugar ideológico desde donde mirar, analizar, argumentar
y sostenerse para concluir, en el caso del cronista mexicano, con un punto
aparte que asienta aún más la política editorial trazada en función de los
derechos humanos, la participación ciudadana, la denuncia y la bofetada –al
unísono– en contra de los regímenes dictatoriales. A contrapelo del poder,
observa e interpreta (las cursivas no son suyas) movimientos sociales como
la gran huelga de la UNAM, entre 1986 y 1987:
Al concluir la asamblea, el compañero que no intervino,
seguramente por modestia, se disculpa ante las huestes
a su alcance: “Yo no creo en el hombre público. Esa es
una pinche falacia burguesa. Creo en el hombre anónimo, el verdadero autor de la historia. Ya he explicado en
varios ensayos el carácter hegemónico del estrellato. En
la medida en que todos seamos anónimos, destruiremos
la pretensión de los líderes, de esas vedettes que nunca
desconfiarán del poder. El caudillismo niega a la masa,
utiliza a la masa como escalera, detesta a la masa porque
le hace sombra. Pero una multitud es anónima, y sólo
las multitudes crean la conciencia de clase. No habrá un
socialismo genuino mientras no se destierren todos los
Nombres y los Apellidos”. (Monsiváis, Entrada libre 285)
Monsiváis cierra esta extensa investigación bajo el registro de la crónica
aquí seleccionada, el “Martes 17 de febrero. El anticlímax”, citando al final,
como apoyo argumentativo, a Lezama Lima, asumiendo su voz poéticaideológica como propia (Póo, 99-115):
Por doquier se entregan las instalaciones a las autoridades.
La huelga se levanta y sólo siguen en paro de labores la
FES-Cuatitlán y la ENEP-Zaragoza. Pierden su filo belicoso
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las conversaciones, y ya sólo algunos se refieren al número
de concesiones a que fue obligada Rectoría.
Alguna vez le dijo Lezama Lima a María Zambrano: “Ahora usted ha
apretado el botón y ha encendido la luz de esta oficina, pero que puede
que sea la Constelación de Orión la que se ilumine”. ¿Y quién es uno para
dictaminar en el reino de las causalidades? (Monsiváis, Entrada libre
285-306).
A lo largo de las crónicas como la aquí citada, aparecida en Entrada libre:
crónicas de una sociedad que se organiza, el autor reformula una crítica a
la sociedad del espectáculo sobre la que teoriza Guy Debord en su libro La
sociedad del espectáculo (1967), al tiempo que escruta las fuerzas históricas plausibles como la revolución y luego los intentos por el socialismo real,
hurgando en sus continuidades y quiebres para localizar al sujeto popular
y como éste –aunque sea en una parte mínima, mediada, condicionada,
dominada– puede abrir espacios para liberarse del dominio de los poderes
institucionalizados en función del poder de una élite, ya sea ésta política,
religiosa, militar, económica o todas las anteriores.
La narración epocal de Monsiváis se puede detener en la escena radical
o bien en la estética camp. Los límites del lenguaje se cruzan para des y recomponer géneros en virtud de lo narrado como si se tratase de una tragedia
sobre la que no es posible advertir letargos sino, más bien, provocaciones
constantes para preservar una poética alterada por la conciencia política. Y
es que en sus textos no hay estética popular sin política, sin contexto social
y viceversa, como si esto dependiera de un rasgo atávico que se reproduce en cada tertulia o susurro íntimo emergiendo de las noches largas del
pueblo mexicano. Escribe Monsiváis, a propósito del muralismo, la prosa
épica y la música popular (corridos) que señala como la “nueva estética” de
la Revolución construida a balazos.
Si por el “siglo XX” entendemos la sensibilidad moderna,
la dependencia de la tecnología y la internacionalización
de la cultura, México se incorpora con retraso al siglo XX.
Tan fallida como pueda vérsele, la Revolución mexicana
logra cambios fundamentales, entre ellos destruye la
parálisis del medioevo rural, moviliza a centenares de
miles que a la fuerza renuncian al sedentarismo y origina
instituciones que fortalecen el Estado. Esto entre minicidios y magnicidios, batallas, rudimentos ideológicos que
se vuelven el habla oficial, demagogia, hazañas técnicas.
También, la Revolución conforma la plataforma de héroes
que mueren fusilados sin derramar la ceniza del puro, de
conspiradores, de militares autodidactas y de oportunistas
obsesos y sonrientes, los compadres Mendoza del cuento
de Mauricio Magdaleno y el filme de Fernando de Fuentes,
los carentes de ideales, los ocasionados. El héroe se lleva
las palmas del martirio y, resignado, el traidor acepta las
responsabilidades del poder y la riqueza (Monsiváis, Las
tradiciones 16).
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Son los rostros que van puliendo la textura de sus textos, apelando a esa
revolución desde la observación del crítico del pueblo, aquel que sostiene la
belleza de las cosas en la profundidad de la lanza levantada para quebrar el
statu quo del poder en dominancia. Luego vendrá la crítica a esa modernidad esculpida bajo los parámetros burgueses que suele alzar ahora su copa
en “hoteles disneylándicos”. Con ironía escribirá en octubre de 1970, y que
hoy se propone aquí para constatar su extrema validez en 2011, la matanza
de Tlatelolco, TLC, el fin de la supremacía del PRI, las espaldas mojadas, el
narcotráfico y sus ajustes, las fosas comunes y el eufemismo de una mundialización que promueve las desigualdades bajo el simulacro del régimen
de igualdad en las diferencias:
Estos años recientes han sido propiedad de la clase media.
Datos de la expansión: los equipos de offset a colores, el
auge de las novelas pornográficas, la aparición cotidiana de
nuevas industrias, el culto de la astrología, la reproducción
de la conducta del burgués norteamericano de 1920 que
es la aspiración formativa del burgués mexicano de 1970.
La animada recepción social de la antisolemnidad es parte
del boom: ya podemos darnos un lujo, desempolvemos
las caritas sonrientes de la cultura prehispánica, siempre
que no aspiren a ser tomadas en cuenta. (Monsiváis, Días
de guardar 16)
En los extramuros de la academia circulaban estas crónicas que hoy se la
han tomado por asalto. Se puede ir trazando una escala de los mapas en los
vericuetos de la multitud que marcha y en la soledad de una intersubjetividad
popular urbana aludida en cada espacio de estos textos –en la calle, el Metro,
los espacios de consumo, de fiesta, de comunidad, de alienación– esculpidos
contra la censura que no resiste el carnaval del que goza Monsiváis. Una
máscara tras otra va cayendo, al tiempo que se incrustan otras en el rostro
de un México que se abre como excusa para hablar de cualquier otro país
latinoamericano.
Para él hay un conocer de México que busca no estar vedado, como durante
aquel carnaval que libera aunque sea marchando en una noche de silencio.
O como cuando la Ciudad-Panteón envuelve por igual a paganos y viajeros
de postal. Quien ha estado en México para esos días sabe que el incienso
circula entre las velas ardientes, los santos y sus monedas, los círculos de
tiza, las flores chillonas, la alucinación calavérica, la piedra de los templos pre
y poshispánicos. Y sabe que circula como un acto de pagana resistencia y, a
la vez, como un acto de pagana mercantilización de la vida y de la muerte.
De Pátzcuaro se adueñó la Kodak. A principios del mes
de noviembre, de todos los meses de noviembre, la celebración del Día de Muertos en un pueblo del Estado de
Michoacán atrae y sectariza a la fotografía. Los turistas
descienden en bandadas intermitentes sobre los cementerios y las honras fúnebres. Los turistas, con el anhelo
del cuadro perfecto y la composición inmaculada, con la
gula cronométrica de quien se apodera del universo gracias
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al entreguismo de un obturador, se extienden sobre las
costumbres, revolotean en pequeños círculos sobre el
ocioso esplendor de la ceremonia. (295)
Es preciso detenerse en esta lectura de un Monsiváis que vuelve sobre
la tradición contestataria y la obscenidad mercantil cuando habla de los
muertos y su día, invitando a dialogar en medio del zócalo o la plaza para
observar lo monstruosa y feble que es la vida, expuesta en su eros para
lograr ser reinventada a fuerza de voluntad; una voluntad que por esos días
cubre las ciudades, deteniendo cualquier otro rito menor. Son las calaveras
el telón de fondo de historias marcadas por la épica de la muerte con sentido
de construcción (morir por la revolución, por ejemplo) y por el absurdo que
también suele develar, al quedar reificada en su momento final, donde no
hay lugar para un paraíso extraterrenal cuando a los muertos se les invoca
para encauzar su regreso a los zaguanes mundanos.
En la crónica recién citada, el autor dibuja a ese sujeto casi como una
excusa para hablar del underground mexicano del 68 y que hoy perfectamente
podemos reconocer durante una mañana en que Tánatos y Eros bailan una
vez al año. Ese día todos hablan de revoluciones privadas o públicas, aunque
sea escuchando, como lo decía él, a Miles Davis.
De nuevo, el rito engendra su contrapartida: el Carnaval
auspicia la aflicción de la carne, el Día de Muertos patrocina el élan vital. Se dispersan y desintegran las teorías
de la ilícita relación pública entre la Muerte y México. No
hay intimidad, no hay intimidación. ¿Adónde “si me han
de matar mañana que me maten de una vez”? ¿Adónde
“anda putilla del rubor helado, anda, vámonos al diablo”?
¿Adónde el humor negro y su “de tres tiros que le dieron
nomás uno era de muerte”? En pleno pueblo típico, en el
día de difuntos, un sitio a gogo lo niega todo. Y el empeño
de diversión, el reto y la ostentación sexuales se despliegan en la vestimenta y en las actitudes de la audiencia,
una audiencia que anticipa el Carnaval de Veracruz, que
vocifera canciones rancheras con tal de adelgazar una
sensibilidad que es materia seducible, con tal de apoderarse burlonamente del machismo. (299-300)
Así es como el supuesto espacio de la intimidad es público y no se privatiza
en las letras de Monsiváis. De ahí su solidez moderna y no su fragmentación
postmodernista. Y ahí radica un valor inesperado en estos tiempos en que se
hace necesario reconocer en los fragmentos las piezas sólidas de las voluntades, posadas en la razón como hilo de Ariadna frente a la efímera sensación
que ensalza la subjetividad extrema. Textos como los anteriores, que son
también la fotografía de los 60 y 70, cobran vida en décadas posteriores.
La crónica revuelve el olvido para exponer la memoria nuevamente mientras
él se ríe de las arrogancias con un humor negro que, seguramente, encubre
las suyas para provocar y remecer desde lo lúdico como expresión literaria
bajo el escrutinio de una estética afincada en la razón social, en el poder
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del discurso que hace aparecer feble a la voluntad individual y no así a la
colectiva, apelando el sentido de comunidad arrojada contra el poder que la
oprime, ya sea éste burgués o fascista. Elocuente es, entonces y como una
forma de hacer historia, una de las Viñetas del movimiento urbano popular –capítulo de Entrada libre–, en donde el escritor mexicano escribe una
escena de La ciudad capitalista. En el origen, la ganancia:
La desesperación urbana y su imagen arquetípica: la
pareja desciende del camión, con bultos que incluyen 6
niños, y se lanza a conquistar el Edén subvertido. En su
pueblo no hay trabajo ni agua, los latifundistas le imponen
precios de hambre a sus productos, un hijo se les murió
por falta de atención médica... La historia continúa tristemente, con las alegrías a cargo de la amnesia (Monsiváis,
Entrada libre 237).
En el texto, él nombra como la “Pareja Legendaria” a los protagonistas
de esta historia de obstinación, sobrevivencia, cuya visión del “Edén Posible”
–el ethos en el que se desenvuelven sus anhelos– amortizará a los pocos
días, cuando se haga evidente que los dueños serán otros en la Ciudad, con
ropajes distintos a los de quienes ostentan el poder fuera de ella; pero serán
dueños al fin y al cabo. Y ellos, “La Pareja”, intentará remendar su historia
macerada en el cuenco de la gran historia de la migración campo-ciudad; la
gran historia de la inequidad que requiere, para su liberación y de acuerdo
al postulado ético del autor, de la organización entre pares para revertir la
injusticia.
Es un explícito relato sobre la conciencia política construida “desde abajo”.
Monsiváis logra el clímax de la historia en lo que él evoca como “toma de
conciencia”. Y la “Pareja Legendaria” transita de un régimen feudal a uno
asalariado, en donde la lucha por la dignidad de los trabajadores es vista
como la única salida para sostenerse –bajo la consigna del “bien común”–
en un sistema que insiste –a través, pero no exclusivamente, del sistema
mediático– en ser el “Edén Posible”.
“Red de relatos” para evocar al cronos de la historia
El juego se expresa en la “red de relatos”, como diría Arendt al referirse
a la construcción del relato público en su dimensión histórica-política (La
condición humana, 1958), convocados a partir de estrategias narrativas hoy
reconocibles en autores latinoamericanos que han seguido la ruta sobre lo
social en busca de los relatos identitarios sobre los que se edifican sentidos
de actualidad enmarcados en los procesos dialógicos. En esos procesos intervendría la crónica en tanto depositaria de diálogos, elucubraciones filosóficas
y políticas, argumentos lógicos, espacios biográficos y contextos de todo tipo.
La crónica periodística –que otorga sentidos de realidad a los periodos
de la historia– interviene esos sentidos apelando a género, etnias, a la vez
que articula –sin llegar a resolver la paradoja– aquellas políticas de identidad admitidas desde la igualdad en reconocimiento de diferencia (totalidad
y mundos vitales en diálogo).
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En esta “red de relatos” –condicionada por la construcción de la historia
“desde abajo”– adquieren voz las experiencias representadas, la materialidad
de la cultura expresada en el contenido y en la forma, posibilidad que para
el periodismo es deseable en la dialéctica desafiante que considera juego
de fuentes de diverso orden, documentación, contexto y texto en tensión
continua.
El cronista reconoce la oportunidad, volviéndose autor en el momento
exacto en que reconoce el conflicto, la no-languidez, el hallazgo, la imaginación libertaria. Es así como increpa al Estado desde los testimonios y
prácticas –cuando no basta sólo el discurso– que va reconociendo, por ejemplo, en las calles luego del terremoto de 1985, sobre el suelo de un DF que
no se sostuvo en pie. Es, precisamente, ese tipo de reconocimientos el que
da lugar a la “red de relatos” conocida como el texto No sin nosotros. Los
días del terremoto 1985-2005. En lo que sigue, Monsiváis sitúa la expresión
“sociedad civil” en el momento exacto de su porfiada instalación resignificada
en el imaginario popular mexicano:
Ante la ineficacia notable del gobierno de Miguel de la
Madrid, paralizado por la tragedia, y ante el miedo de
la burocracia, enemiga de las acciones espontáneas, el
conjunto de sociedades de la capital se organiza con celeridad, destreza y enjundia multiclasista, y a lo largo de
dos semanas un millón de personas (aproximadamente)
se afana en la creación de albergues (...). A estos voluntarios los anima su pertenencia a la sociedad civil, la
abstracción que al concretarse desemboca en el rechazo
del régimen, sus corrupciones, su falta de voluntad y de
competencia al hacerse cargo de las víctimas, los damnificados y deudos que los acompañan. Por vez primera,
sobre la marcha y organizadamente, los que protestan
se abocan a la solución y no a la espera melancólica
de la solución de problemas. Cientos de miles trazan
nuevas formas de relación con el gobierno, y redefinen
en la práctica sus deberes ciudadanos. (Monsiváis, No
sin nosotros 9)
En fragmentos como éste se han ido observando aquellos aspectos residuales (continuidades, como la solidaridad, la comunidad), emergentes
(los pliegues tramposos del mercado que homogeniza, adormece, recrea
expectativas en la falsedad del acceso) y dominantes (la supremacía de una
clase sobre, en la disputa de quién tiene la última palabra) de una historia
social en construcción que “desde abajo” alude a una historia del presente
articulada “desde arriba” (instituciones, aparatos ideológicos de las élites).
Así es como busca ir ubicando, como si fuera un teatro nacional, a protagonistas desprendidos desde realidades cruzadas por descalzos, proletarios,
burgueses, intelectuales, extranjeros, burócratas, comerciantes, pistoleros,
artistas, en definitiva, compositores de historias traducidas para ser escritas
por autores como un Monsiváis que luchó contra el extrañamiento y, al parecer, ganó las batallas autoimpuestas y determinadas al estar en el mundo
de la vida como cronista y no como quien pasa sin detenerse.
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La reflexividad propuesta nos permite coincidir en este punto con Castoriadis,
cuando se pregunta (en un encuentro-debate con Jorge Semprún, Octavio
Paz y Carlos Barral, en 1988)3 por el lugar de enunciación del escritor que
alude en su obra a la democracia. Evocando el tiempo griego como un péndulo proyectado a una América Latina construida sobre los pretextos de sus
propios imperios, traduce un anhelo que en autores como Monsiváis logra
cierta obsesiva materialidad:
La mayor parte del tiempo nos pasamos la vida en la
superficie, presos en las preocupaciones, en las trivialidades, en la diversión. Pero debemos, o debemos saber,
que vivimos sobre un doble abismo, o caos, o sin fondo.
El abismo que somos nosotros mismos, en nosotros
mismos y para nosotros mismos; el abismo detrás de las
apariencias frágiles, el velo friable del mundo organizado
e incluso el mundo supuestamente explicado por la ciencia
(…). El escritor, en cierto tipo de sociedad –precisamente
en aquella donde comienza a germinar la democracia–,
como el artista en general o, de otra manera, el pensador
o el filósofo, rechaza esta ocultación del abismo. Si dialoga
con el mundo y con los otros, como dice Octavio Paz, no
es para atenuar, esconder, consolar o edificar, sino para
develar, romper los velos de nuestra existencia instituida
y constituida para hacer aparecer el caos. (Castoriadis,
82-83)
Por último, y para concluir este texto en memoria del autor de Amor perdido (1977), es necesario reconocer que, esgrimiendo estrategias literarias
para capturar espacios que desde su materialidad se alzan como espacios
simbólicos, el narrador-poeta-fotógrafo levantó escuela entre los cronistasescritores-periodistas de una América Latina por contar. Una escuela que
debiera resistirse a ser parte de la estrategia comercial de lo que se ha
autodenominado “nuevo periodismo”, porque lo que hacen estas crónicas
y sus cronistas es rescatar una tradición y ponerla en valor al reactualizar
formas de decir desde la oralidad, el entramado hereditario de lo popular y
los sujetos que la construyen para no ser esencializados ni abyectos; sujetos
que Monsiváis y la escuela que lo sigue y precede irá reconociendo como
históricos, protagonistas al momento –esquivo momento en los medios masivos salvo en revistas como Etiqueta Negra o Gatopardo4– de contar(nos).
3
En la Feria del Libro de Aix, en Provence, el 4 de junio de 1988, publicado en Détours
d’éscriture, núm. 13/14, dedicado a Octavio Paz, primavera-verano de 1989, pp. 1119-129.
4 Gatopardo (www.gatopardo.com) es una revista que, aunque se funda en Colombia,
se traslada y muta en Ciudad de México, publicando contenidos periodísticos (crónicas,
entrevistas, reportajes, columnas) generados en diversos puntos del planeta, en especial en
Latinoamérica. Sus actuales creadores la definen así: “Es una revista dedicada al periodismo
narrativo que presenta una mezcla de buena escritura, aguda intuición social, reportajes en
profundidad y retratos memorables de la gente más influyente de la región ( ). Tiene dos
agendas: Pública y Privada. Las secciones de la Agenda Pública son de interés general, con
temas como periodismo y política latinoamericana y los eventos relevantes del mes en toda
la región. La Agenda Privada se enfoca en estilo de vida, con páginas de arte, música, libros,
cine, diseño y de consumo como tecnología, autos y gastronomía”. Etiqueta Negra (www.
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Obras citadas
Barthes, Roland. El susurro del lenguaje: Más allá de la palabra y la escritura.
Tr. C. Fernández Medrano. México D.F.: Paidós, 1994.
Castoriadis, Cornelius. Ventana al caos. Tr. Sandra Garzonio. Buenos Aires:
Fondo de Cultura Económica, 2008.
Monsiváis, Carlos. A ustedes les consta. Antología de la crónica en México.
México DF: Ediciones Era, 1996.
_____. Días de guardar. 17ª ed. México D.F.: Ediciones Era, 2000.
_____. Entrada libre. Crónicas de la sociedad que se organiza. México D.F.:
Ediciones Era, 1987.
_____. Las tradiciones de la imagen. México D.F.: Fondo de Cultura Económica,
2003.
_____. Los rituales del caos. 6ª ed. México D.F.: Ediciones Era, 2010.
_____. No sin nosotros. Los días del terremoto 1985-2005. México D.F.:
Ediciones Era, 2005.
Póo, Ximena. “Imaginarios latinoamericanos en la crónica periodística actual.
Aproximaciones a Juan Villoro, Martín Caparrós y Carlos Monsiváis”.
Revista Mapocho 64 (2º semestre 2008): 99-115.
Rotker, Susana. La invención de la crónica. México D.F.: Fondo de Cultura
Económica, 2005.
Vallejo Mejía, Maryluz. “La crónica en Colombia: medio siglo de oro”. Alma
Mater 2, Colección Documentos, Universidad de Antioquia (octubre
1998).
Waldenfels, Bernhard. “El habitar en el espacio físico”. Tr. Laura S. Carugati
y Román Setton. Teoría de la cultura. Un mapa de la cuestión. Comp.
Gerhart Schröder y Helga Breuninger. Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica, 2005.
Williams, Raymond. Sociología de la cultura. Tr. Graziella Bravalle. Barcelona:
Ediciones Paidós, 1994.
etiquetanegra.com.pe) se funda en Perú y, entre el delirio y la razón crítica de su equipo
creador, se convierte en un referente para las mejores crónicas periodísticas-literarias de la
región. Sus editores la definen así: “No es una revista del corazón, o, mejor: no sólo es una
revista del corazón. Tampoco es una revista de espectáculos, ni de política, ni de sexo, ni
de estilos de vida. No es una revista sólo para hombres, ni para intelectuales, ni para amas
de casa. No publicamos lo último de la moda en París y en Nueva York. Ni fotografías de
sociales. Ni guías del ocio ( ). Es, más bien, un poco de todo eso: una revista de historias,
crónicas, perfiles, ensayos y cuentos. Una revista hecha en el Perú, para descubrir el mundo”.
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ISSN 0716-0798
III. DEL NOSOTROS AL YO Y VICEVERSA
(SIN DISTRACCIONES)
¿Quién matará los dragones del desánimo? Los
héroes de Carlos Monsiváis, paladín de categoría
Linda Egan
University of California, Davis
Este estudio reconoce la preocupación permanente por la vida que guiaba la visión
de Carlos Monsiváis por la sociedad y sus individuos ejemplares. Ya fuera un análisis
político del gobierno o un estudio hilarante de algún aspecto de la cultura popular,
siempre fijaba el ojo en uno u otro personaje destacado quien, a su manera de ver,
demostraba los valores intelectuales y morales que definían al héroe. Coleccionista de
primera que finalmente fundó el Museo del Estanquillo con unos 15.000 artefactos de
la cultura popular a su haber, Monsiváis metafóricamente iba coleccionando a través
de su escritura héroes y heroínas, ciudadanos ejemplares que guardaba en su vasta
obra como pruebas de la esperanza para un futuro mejor para México. Si se lee entre
las líneas de sus presentaciones de estos héroes, es fácil ver que Carlos Monsiváis
mismo cuenta entre el desfile de los redentores intelectuales, políticos, sociales y
morales del México contemporáneo.
Palabras clave: héroes, moralidad, político, contemporáneos, Carlos Monsiváis.
This study takes account of a lifelong concern that guided Carlos Monsiváis’s vision of
society and its exemplary individuals. Whether it be a political analysis of government
or a humorous study of some aspect of popular culture, he always has his eye trained
on one or another outstanding figure who, as he sees it, demonstrates the intellectual
and moral values that define a hero. A first-rate collector who in the end founded the
Museo del Estanquillo with some 15,000 artifacts of popular culture that he owned,
Monsiváis metaphorically went along collecting heroes and heroines, exemplary citizens
whom he saved in his vast oeuvre as proofs of hope for a better future for Mexico. If
one reads between the lines of his presentations of these heroes, it is easy to see that
Carlos Monsiváis himself can be counted among his parade of intellectual, political,
social and moral saviors.
Keywords: heroes, morality, politics, contemporaneous, Carlos Monsiváis.
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Aficionados del cronista Carlos Monsiváis, muerto a los 72 años en 2010,
lo identifican con la frase “Para documentar nuestro optimismo”. Título y
luego subtítulo de una columna que el intelectual mexicano escribiera a lo
largo de décadas. Fue la declaración –a la vez sincera y sarcástica– de un
intento de encontrar causas para el optimismo en el México subdesarrollado
de la ruina agraria, la miseria urbana, la corrupción generalizada, la desigualdad endémica, la pobreza institucionalizada, y la violencia impune –y
así hasta componer una de las famosas listas que caracterizan la escritura
analítica de Monsiváis. Ante una realidad de muchas maneras desolada,
esta actitud optimista es nada menos que utópica. De hecho, me imagino a
Carlos Monsiváis cronicando su México problemático siempre con el eco en
los oídos de alaridos heroicos de una edad arturiana. Monsiváis creía en los
héroes, en su función esencial en la sociedad para modelar los principios de
la modernidad democrática: el individualismo, la moralidad, el laicismo, la
valentía, la conciencia crítica.
La concepción monsivaisiana del heroísmo coincide con la mayoría de
los rasgos ofrecidos en la literatura sobre los héroes, incluyendo el conocido
texto de Thomas Carlyle, Heroes and Hero Worship (1840). Una característica central de importancia radical sobre la variedad de rasgos definitorios
de héroe/heroísmo viene precisamente de Carlyle e informa el retrato general del héroe que hallamos en las obras de Monsiváis: el hombre en vías
de transformarse, de dejar atrás lo que era para hacerse otro y cambiar la
historia de su sociedad (Carlyle en Bentley 34-35; Haws 153). Inspirado por
el “vigor demiúrgico” del pensamiento utópico, el activista civil que observa
Monsiváis puede organizarse con otros para realizar cualquier rectificación ética
que la sociedad exija (Monsiváis, “Milenarismos” 176). Este activista, como
los héroes de toda estirpe suelen ser, es un individuo ejemplar (Altamirano
40, 44; Carlyle 1; Fallow and Brunk 1; Gellert 43; Portuondo 33; Watson
327)1. Tal singularismo es una característica heredada desde la edad grecorromana (Polster 1-6; Shamas); la persona a quien hoy se le considera
heroica no tiene que ser ni físicamente impresionante ni célebre –puede ser
el individuo más ordinario de la vecindad. Pero será ejemplar –singular– en
la medida que sea más moral, que tenga la conciencia más crítica, que más
valientemente resista las presiones políticas, económicas o de otra índole
para defender un principio abstracto a favor de un grupo, conozca o no a sus
miembros. Kant habla de las obligaciones imperfectas, las que no llevan una
definición precisa que un héroe potencial pueda acatar para asegurarse un
lugar en la historia (Baron 262), mientras que J.O. Urmson habla de actos
superlativos, acciones que llevan a un héroe más allá de lo que el deber
lo obliga (Pybus 193; Stanford Encyclopedia of Philosophy). Lo que queda
claro de un debate múltiple y diverso sobre la cuestión de la moralidad y
el heroísmo es que siempre conlleva un vocabulario rico y multiforme que
1
El escocés Thomas Carlyle (1795-1881), conocido en el mundo de las letras inglesas,
especialmente por su aprecio altamente romántico del poder del individuo, ganó su mayor
fama por una serie de conferencias sobre el héroe y el culto al héroe a través de la historia.
Stephen Finley considera la reverencia de Carlyle por el Gran Hombre prueba de su humanismo romántico: “glorification of the actively heroic and energetic” (28). El Gran Hombre
para Carlyle iba evolucionando desde los tiempos precristianos hasta su momento: el héroe
como Dios, como Profeta, Poeta, Sacerdote, Hombre de Letras y Rey.
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LINDA EGAN
III. DEL NOSOTROS AL YO Y VICEVERSA
no permite definiciones exactas. Pero eso no quiere decir que Monsiváis no
sepa con claridad en qué consiste la heroicidad. Es algo que se reconoce,
con o sin “definición”.
No obstante, Monsiváis nos propone un tipo de acercamiento a esta discusión en “Los héroes y el post-heroísmo”, meditación luego reelaborada en
su premiado ensayo de 2000, Aires de familia (79-111); en cierto momento
notamos un olorcillo satírico cuando declara que la caracterización del heroísmo
oficial está “instrumentada con discursos, elogios incesantes y monumentos”
(“Héroes” 2; Aires 81). Enfatiza este lado cínico en un estudio de los monumentos cívicos, en el que afirma que “lo clásico se vuelve típico, y por lo
demás, a las estatuas el héroe llega ya íntegro…y reina sobre el pasmo de
multitudes que no forzosamente saben quién fue” (“Va mi estatua” 29)2. El
humor aquí no denigra al héroe, tampoco a las multitudes que admiran a los
héroes broncíneos sin la menor idea de quiénes son. Simplemente reconoce
la relación humana e íntima entre los individuos modelo y las muchedumbres
que representan –además de los estragos que impone la historia sobre la
memoria colectiva. Monsiváis habla en serio del heroísmo al observar que
éste se hace de partes iguales de patriotismo, espíritu altruista y “el arrojo
sin límites”. Pareciera ser que es una sensibilidad literaria la que gobierna la
percepción histórico-popular de lo heroico, el proceso entero influido por “la
literatura presidida por De los héroes y el culto a los héroes y lo heroico en
la historia (1840), de Thomas Carlyle” (“Héroes 2; Aires 81); éste trata de
los seres excepcionales cuya concepción de lo singular encumbra la idea del
individuo libre, “digno adversario de la injusticia” (2; 81). Y sentencia, con
su costumbre aforística: el “héroe es dador de sacrificios que redimen” (Aires
81). Tras un breve resumen del tratado de Carlyle, Monsiváis concluye, como
lo hacen algunas críticas hoy en día (Deffebach; Martínez; Polster 15-18;
Smith), que “el concepto tradicional del héroe es excluyente y no concibe a
las heroínas. Como veremos adelante, el panteón heroico de Monsiváis es
completamente solidario con el género de sus protagonistas.
Desde que se lanzó al periodismo literario –aquí consideramos el temprano texto que consta en el prólogo a la antología poética que montó en
1966– hasta su esfuerzo heroico de completar la recopilación cronística de
2009 al final de su vida (Apocalipstick)3, la vasta obra de Carlos Monsiváis
2 La crónica citada arriba en el texto forma parte de la recopilación Los rituales del caos
(1995). Mantiene el mismo tono satírico al detallar la historia de los monumentos como el
“terrorismo visual” (137) que conmemora a los “héroes cuyo público anterior fue un pelotón
de fusilamiento” (135-36). “La escultura cívica es el homenaje de lo que perdura a lo que
no se volverá a repetir” (138). A un año de la construcción del monumento a un héroe la
gente ya se olvida de lo que se trataba, dice Monsiváis, pero la visión del objeto de bronce
rápidamente se naturaliza como parte del paisaje.
3 Carlos Monsiváis murió de una fibrosis pulmonar el 19 de junio de 2010 tras varios
meses en hospital. Aún después de ser diagnosticado con aquella enfermedad mortal, con
una esperanza de vida de un máximo de cinco años, de acuerdo con su compañero Omar
García (entrevista 18 junio, 2011), Monsiváis no cambió sus hábitos de la vida hasta que su
salud se puso tan delicada que tenía que alterarlos en algo. Seguía escribiendo, participando
en actividades sociales a favor de los marginados y, en el libro que luchó por terminar, su
imaginación seguía volviendo a los días del terremoto de 1985, cuando lo esencial para él
es que “a las atrocidades inventadas por la realidad se enfrentan las imágenes del heroísmo
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está ricamente poblada de héroes y del ideal heroico. En la vida y ahora más
en la muerte, Carlos Monsiváis es el sujeto de análisis que hace hincapié
en la agudeza de su pensamiento crítico, lo profundo y ancho de su conocimiento masivo, la inteligencia que subraya su humor negro, y por supuesto
el enfoque izquierdista de su escritura sociopolítica sobre los pobres, las
minorías sexuales y religiosas y otras Causas Perdidas a las que dedicó la
vida. Lo que nunca o quizás rara vez se nota es lo que podría tomarse por
los castillos que a veces construía en el aire, un sentimentalismo casi –¿me
atrevo a decirlo?– romántico, visiones inspiradas en caballeros scottianos
que pelean en torneos y matan dragones.
Bueno, Carlos Monsiváis sí peleaba contra dragones. Y, bien pensado, lo
heroico –el héroe rampante– representa la postura más cuerda, más fríamente
calculada posible. El héroe se sabe amenazado, quizá hasta la muerte, y no
obstante, vence el miedo y entra en la batalla, sea ésta física, intelectual,
moral o política. ¿Por qué? Porque reconoce que la ganancia posible vale
más que su única vida. Poca gente está dispuesta a hacer tal sacrificio por el
bien de una manga de desconocidos. Viéndolo desde la perspectiva religiosa, que domina el siglo del proyecto nacional decimonónico, Monsiváis nos
hace recordar que en la historia se reconoce a un solo Cristo y que cuando
se trata de héroes,
no hay otra técnica de identificación. El héroe es un trasunto
del Redentor, que nada guarda para sí, y reconstruye el
género humano en países doblegados por los siglos del
colonialismo. Y, con gesto principesco, los que registran y
escriben la Historia están dispuestos a darle una mínima
oportunidad a las masas, que ven elegidos a dos o tres de
sus integrantes, capaces de “expiar” su anonimato con el
martirio... Y es deliberada la pedagogía que asocia nombres y proezas con maneras de ser de las colectividades
(Aires 84-85).
Ya que un héroe posee rasgos que lo divinizan ante los ojos de una comunidad (Fallaw y Brunk 1), es natural que la gente espere que les mande
mensajes infalibles; si los héroes existen en forma de estatua, estos “material emblems” serían la fuente venerada de esos mensajes nacionalistas
(Greenblatt 18). Según Monsiváis, el héroe así conmemorado es en sí un
sistema comunicativo quien, en la era de la independencia, sirve a un fin
pedagógico como fundamento de la educación ciudadana (Aires 86) –una
forma de “pegamento cultural” (Fallaw y Brunk 3)–, pese al “caos (sublevaciones, golpes de Estado, asesinatos) y el penoso hacerse de la establidad”
a través de los “ejemplos autopropuestos a sangre y fuego”: los dictadores
(Aires 88). Gracias a ellos, “el heroísmo no tiene el menor sentido” (89) y
los héroes, ya no en bronce, sino en la mudez de piedra, reposan, callados
e inmóviles.
colectivo, del deseo de acompañar al prójimo en su tragedia” (Apocalipstick 30). Son 25 años
desde aquellos días del heroísmo social espontáneo, pero Monsiváis los recordaba como si
fueran ayer, esperando siempre, para documentar su optimismo, que pronto se repitieran.
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A esos vencidos héroes de caballo y espada los reemplazan los morales, los educadores, estos maestros ejemplares: “santos laicos” (91) que
modelan comportamientos éticos desde la mentoría letrada. En varios
textos Monsiváis elabora su admiración por figuras como la del rector de la
Universidad Nacional Autónoma de México, Javier Barros Sierra, héroe del
’68; Nancy Cárdenas, héroe desdoblado en heroína tanto del movimiento
gay como del Estudiantil, y la Comandante Esther del Ejército Zapatista de
Chiapas, entre otros ciudadanos ejemplares que modelan un carácter moral.
No incluye entre estos héroes a Francisco Villa ni a Emiliano Zapata. Los
menciona como héroes de los sectores populares, pero los presenta con un
discurso ambivalente, dejando claro que él no comparte las emociones de
la gente popular en este caso, en primera instancia porque ninguno de esos
hombres posee rasgo alguno de la modernidad democrática ni entiende lo
que sería una conciencia crítica (Aires 92-93).
Si es cierto, como lo dice Jorge Volpi, que Carlos Monsiváis veía la Ciudad
de México en 1968 como un lugar carente de líderes y héroes (41), tan pronto
como comenzaron los estudiantes y académicos a organizarse en torno a su
conciencia social del abuso y la violencia sufridos, la conciencia y la imaginación discursiva del cronista se poblaron de estos habitantes heroicos. A
continuación, Carlos Monsiváis nos irá presentando a varios de sus héroes
más entrañables, destacándolos en cada causa que él creía indispensable
promover en su sociedad. Estos individuos –en algunos casos grupos singulares– también representan las categorías principales del heroísmo que
conforman la modernidad secular y democrática: la moral, intelectual, política,
cultural y social4. Un elemento fundamental de esta modernidad pluralista
es la diversidad, un campo en sí tan diverso que estimula muchas batallas,
requiere de muchos luchadores, da para mucho heroísmo y es insoslayable
para el progreso hacia una sociedad mínimamente civil.
Las marchas, auténticas fiestas democráticas
El ’68, tema del Tema para Monsiváis, es un leitmotiv sociocultural y emotivo que recorre como una arteria a lo largo del cuerpo literario del cronista.
El Movimiento Estudiantil duró poco más de dos meses, desde los últimos
días de julio hasta el 2 de octubre de 1968, pero dejó su marca muy hondo
en la conciencia intelectual y moral de los que lo vivieron y de muchos que
heredaron la memoria de su heroísmo apasionado. Los estudiantes, profesores y otros ciudadanos se dedicaron a manifestarse en las calles, a llevar
sus protestas contra la rigidez y violencia del gobierno hasta el Zócalo, persistiendo en sus demandas por la justicia para prisioneros políticos (como
el ferrocarrilero Demetrio Vallejo), oponiéndose de una manera radical al
business as usual en el México autoritario de ese momento. Sus acciones
muchas veces resultaron en la muerte de estudiantes, en el terror ante los
4 No supongo tener una lista completa de los héroes de Monsiváis, en principio porque
nunca he podido leer absolutamente todo lo que ha publicado y en segundo lugar porque
no pude leerle la mente. Pero sí he podido anotar más de dos docenas de nombres de individuaos ejemplares cuyas acciones y actitudes ejemplifican las características del heroísmo
que hemos ido delineando en este estudio.
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tanques, en la amenaza constante de la tortura y prisión y finalmente con
el ataque militar contra miles congregados en la Plaza de las Tres Culturas,
batalla grotescamente desigual que culminó en el asesinato de centenares de
ciudadanos inermes. Los cientos de cadáveres fueron luego “desaparecidos” de
la Plaza por agentes del presidente Díaz Ordaz. Se implantó la Gran Mentira.
No obstante, el Movimiento para Monsiváis seguía siendo un triunfo moral,
un momento utópico sin precedente. Aunque fueran sólo medio millón de
ciudadanos, entendieron: captaron el concepto de la autonomía política, de
la conciencia independiente, de la dignidad civil. Más que nada, abrazaron el
primer mensaje pronunciado por el rector de la Universidad Autónoma Nacional
de México (UNAM), Javier Barros Sierra, uno de los héroes cuya “autoridad
moral” (Monsiváis, El 68 38) lo designa por derecho propio como un héroe
permanente en el panteón de Monsiváis. Es tal el peso de su autoridad moral
que “tocarlo entonces hubiera desatado algo próximo a la guerra civil” (“El
68” 155). Barros Sierra es un hombre frío que no se exalta ante los atropellos
e injusticias del gobierno, el ataque a la autonomía universitaria, el cinismo
autoritario. Hombre que “concentra los valores del humanismo” (155), es
quien organiza la primera gran manifestación del Movimiento Estudiantil, y
el que “ha sabido darle al momento su dimensión precisa: la democracia, la
protesta democrática” (Monsiváis, Días 244). Y así es que, cuando se pone en
marcha la columna de jóvenes aquel 1 de agosto, con el rector a la cabeza,
un rumor como la lejana premonición de lo que será la
voz de un país se extendía, se bifurcaba, se ampliaba,
no el paso agresivo de lo inminente, sino el autorizado
murmullo de lo inconcluso. (244)
Marchan hacia una premonición con las palabras sencillas de Barros Sierra
en la memoria. Eso que emprenden es un compromiso contratado con honor,
les ha dicho, compromiso que confía que van a cumplir con responsabilidad
y pensando en “‘la libertad de nuestros compañeros presos, la cesación de
las represiones’” y fe en su capacidad de “‘actuar con energía, pero siempre
dentro del marco de la ley, tantas veces violada, pero no por nosotros’” (241).
Contra la tiranía, la democracia; contra la violencia, la civilidad; contra la
maldad, el honor –desde un centro moral indispensable a cualquier empresa
política o social (Gellert 270). Javier Barros Sierra demuestra que
la autoridad moral es resultado de una conciencia crítica
y de la decisión de actuar las conclusiones a que llegue
esa conciencia crítica. Sin penetración ideológica y sin
práctica consecuente, no hay autoridad moral. (Monsiváis,
“Javier Barros” 11)
El rector modela por medio de la valentía y acuidad moral de su actuar
no solamente la singularidad heroica sino lo que podría llegar a ser la sociedad si una mayoría significativa de la población hiciera lo mismo. De lo que
Monsiváis está convencido es que sin esta intervención de Barros Sierra,
el Movimiento Estudiantil se habría desarrollado, pero habría tardado en
disponer del temperamento civil y de la fe en la legalidad, que le permite
sobrevivir como idea y esperanza democráticas. Lo entonces considerado
“ingenuidad” (oponer leyes y consignas a macanas y bayonetas) resulta un
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gran instrumento del cambio. Y en eso Barros Sierra es determinante, al
constituirse en el punto de vista que apunta a la construcción de la ciudadanía” (El 68 38-39).
“Eso”, dice Monsiváis, “fue el principio, aunque el principio
haya sido ayer. La vigencia de una generación empieza
a producirse a través del entendimiento de su pobreza”.
(Días 270-71)
El vocablo moral y la redondez de su sentido se reiteran con notable
frecuencia en el discurso de Monsiváis. La rectitud, la ética, la conciencia
crítica, el bien y el mal –todas las frases que abarquen su entendimiento de
lo correcto tienen un papel fundamental en la construcción de su cosmovisión.
De ahí que reconozca más héroes de estirpe moral que de otra categoría.
Aquí podemos hablar de la “leyenda-en-vida” (Monsiváis, Amor 122) encarnada en José Revueltas, héroe moral por su lealtad a la causa comunista
y en particular por ofrecerse –hasta su encarcelamiento en Lecumberri– a
los estudiantes como gurú, por “el gozo de su inacabable militancia” (125)
y “un anticonformismo ejemplar en medio del fariseísmo ambiente” (Carlos
Monsiváis 46). También cabe en lo moral Nancy Cárdenas. Cárdenas quien
primero se gana el encomio como activista, lado a lado con Monsiváis, durante
el Movimiento Estudiantil, y después, como organizadora del movimiento de
liberación gay. Monsiváis enfatiza la entereza ética con la que lo había hecho
todo (murió en 1994) siempre con “el valor de ser distinta, el activismo, la
humanización de tu (nuestra) realidad” (“Envío” 263).
Y si en Cárdenas la distinción del individuo contribuye al heroísmo de su
carácter, no es menos la singularidad moral en otros modelos destacados
por la pluma de Monsiváis: La Comandante Esther del Ejército Zapatista de
Liberación Nacional; el periodista Manuel Buendía, quien publica exposés sobre
crímenes y grandes fraudes y que como consecuencia en 1984 es asesinado
a tiros por un sicario (“Señor Presidente” 240)5. Octavio Paz se integra a
este Olimpo por un poema que condena la masacre de Tlatelolco mientras
es embajador de México en la India, cargo al que renuncia en protesta,
ganando la censura del gobierno y el agradecimiento de los intelectuales,
que reconocen “un terrible peso [que] ha inclinado la balanza a favor de la
justicia y de la verdad sin equívocos y ya de una manera definitiva, pues
tal es el privilegio de un gran poeta” (Monsiváis, El 68 216). Joel Arriaga,
Ramón Danzós Palomino e Hilario Moreno Aguirre, mártires campesinos y
maestros que luchan, a sabiendas de que arriesgan la vida, por la justicia
del derecho de dar clases, de abogar por sus creencias políticas, de recibir
precios justos por sus cosechas. Al rendir homenaje a estos héroes y mártires, observa Monsiváis, “toda minoría se reconoce y se cohesiona…y asume
desafiante los valores que han normado la vida del ausente (Amor 138).
5
Un informe de noviembre de 2010 en el Guardian de Gran Bretaña dice que 66 periodistas
mexicanos han sido asesinados en los últimos cinco años; otros doce han sido desaparecidos.
Los datos son de la National Human Rights Commission. En sólo 10% de los casos ha habido
convicciones judiciales. Emma Heald, escribiendo para la World Association of Newspapers
News, informa que, de 24 países analizados, en 23 fueron asesinados entre 1 y 3 periodistas en 2010. En México y Pakistán, respectivamente, 10 periodistas fueron asesinados.
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Tales valores perduran. Guillermo Prieto está ausente mucho más de cien
años y sin embargo no sólo ocupa un lugar permanente en el canon literario
mexicano sino que, en la estima de Monsiváis, “es nuestro contemporáneo…
porque persisten muchas de las situaciones y relaciones sociales por él vividas…[N]o se supo o no se quiso héroe (aunque amó de modo profundo el
heroísmo)” (“Guillermo Prieto” 14). De estos héroes de la formación nacional
Monsiváis observa: “Salvar a México es la única tarea que justifica histórica
y humanamente a quienes la intentan. Vivir en México es la condena por el
pago amoroso del compromiso sacrificial” (15). Escribe esto ante el espejo.
Héroes de la Mente
En su ensayo sobre “Heroes of the Mind: The Intellectual Elite” referido a
la obra del filósofo francés Ernest Renan, Elizabeth Lillie homologa capacidad
mental y virtudes morales (133, 144). De modo semejante, Monsiváis se
refiere a “Los escritores, el alma de los pueblos” (Aires 105), quienes desde
el siglo XIX hasta hoy, en poesía y narración, crean lo que perdura como
“el heroísmo intelectual y literario” en la América Latina (107), planteando
ejemplos tanto estéticos como éticos para los ciudadanos. Esto seguro sería el
caso en el momento de Ignacio Ramírez, miembro de un grupo “deslumbrante” del siglo XIX quien “es el que más claramente opta por la actitud radical,
la voluntad de conducir ideas e ideales a sus últimas consecuencias, hasta
donde lo permitan y hasta donde no parezcan permitirlo las circunstancias”
(Monsiváis, Herencias 159). Lo primero de enorme consecuencia que hace
el joven poeta indígena es entrar en la exclusiva Academia de Letras con
una conferencia alucinante que se lee así: “No hay Dios”, anuncia, postura
impensable en un país aguerridamente católico y ante una audiencia de
jóvenes “formados en la única cultura disponible entonces, la humanista de
origen eclesiástico” (Monsiváis, Estado laico 37). Por milagro –y la fuerza
de su inteligencia, su conciencia crítica y ética, y la pasión liberal de su política– Ignacio Ramírez mantiene su ascendencia entre los intelectuales del
México reformista, convertido “de inmediato en el gran precursor del espíritu moderno”, ya que ha propuesto con su anuncio ateísta que “las normas
morales provendrán del consenso crítico y no de un Absoluto negociado con
la Iglesia” (Monsiváis, Herencias 162). Imaginemos a Ramírez a caballo
rampante, porque así de heroico y “utopista” lo ve Monsiváis6:
primum inter pares,…el que con mayor beligerancia se
enfrenta al tradicionalismo imperante en el siglo XIX, y
a la continuidad de la moral virreinal. Ramírez propone
su paradigma del ciudadano al que la Revolución de la
6
Tan bueno era como maestro y reformador que el general (o, en cualquier momento
fugaz, presidente) Santa Anna lo echó en la cárcel (Altamirano 27-28). Su discípulo, el
héroe intelectual Ignacio M. Altamirano, nos deja con esta alabanza de su maestro y héroe:
Al contemplar a este hombre siempre bueno, tantas veces perseguido por las potestades
a quienes combatía; siempre atado como Prometeo a la roca de la miseria, en la cual las
únicas Océanidas que lo consolaban eran el pueblo, la juventud y su propia conciencia; al
verlo bajar del poder siempre pobre, al conocerlo siempre generososo, al penetrar en su
hogar que era el santuario de todas las virtudes domésticas, no podía uno menos de repetir
las palabras de Renán: “¡Cuántos santos existen bajo la apariencia de la irreligión!” (44).
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Reforma dotará de cualidades: antidogmático, crítico,
patriota, esforzado, capaz de todos los oficios que el país
demande, de espíritu religioso y de conducta laica, el
tanto de la cultura universal, enteramente nuevo en su
exigencia de libertades. (186-87)
Ignacio Ramírez sienta un ejemplo engrandecedor para los otros héroes de
la mente que caben en la academia de letras de Monsiváis. Habrá que mencionar también aquí al Alfonso Reyes políglota que Monsiváis, cuando escribe
su autobiografía a los 28, declara es uno de sus héroes (Carlos Monsiváis
49), y también el pequeño y efímero grupo los Contemporáneos quienes
en los años veinte y treinta peleaban por el derecho a ser cosmopolitas en
un medio ferozmente nacionalista, a ser homosexual (algunos de ellos) en
una sociedad cruelmente machista y a escribir una literatura atrevidamente
innovadora. Estos hombres vivían con una valentía difícil de medir mientras
regalaban a la nación su “heroísmo intelectual” (Monsiváis, Poesía 33).
Esta actitud ejemplar consta de un modo particular de ver el arte y la
cultura, pese a la oposición de la sociedad y el Estado; del pequeño grupo
llamado los Contemporáneos (1920-1932), Monsiváis admira el rigor, la
crítica, la creación en contrapunto de la ‘realidad nacional’, la oposición al
chovinismo, el desdén por el éxito inmediato, la voluntad de poner al día una
literatura, la integración simultánea al orden (el mecenazgo de la Revolución
Mexicana) y la marginalidad (la incomprensión social, los lectores que tardarán en acudir) (Salvador 47).
En lugar de la hipocresía patriótica y machista, los Contemporáneos buscaban ser modernos, apoyándose en “las oportunidades del nacionalismo
para hacer caso omiso de lo nacional” (49), abriendo la literatura nacional
a las influencias internacionales y, quizás más que nada, y sobre todo en el
caso de los dos más valientes del grupo –Salvador Novo y Xavier Villaurrutia–
renovando la literatura y la sociedad mexicanas por sus escritos más o menos
abiertamente homosexuales y su comportamiento público. Su honestidad
autocrítica y su valentía por vivir como son –extrayendo del clóset” su verdad
existencial– consta como lo más moderno de Villaurrutia, Novo, Owen, et al.
Novo en particular desafía a la sociedad cerrada al pasearse por las calles
con los zapatos de su madre, con las cejas depiladas y todos los dedos ensortijados. Si nunca llegó a ser del todo “aceptado”, sí fue invitado por los
mejores a cenar, como en su momento lo fue el escandaloso Oscar Wilde
en Inglaterra, y ocupó varios puestos importantes del Estado en las artes y
el periodismo. De que fue un escritor sin par no quedará duda y se le consideraba el Cronista de la Ciudad de México ex oficio. Todo eso, pese a que
hace de la apariencia de dandy su método publicitario y
convierte el uso de la polvera en público y la ronda de
accesorios más que llamativos, en sistemas metafóricos
incorporados vívidamente a su obra. Para ser reconocido,
Novo combina opulencia idiomática y banalidad y –al no
permitírsele conjuntar el sexo y el erotismo– se afilia a la
imagen del mundo como totalidad estética. (83)
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A veces el tono de Carlos Monsiváis refleja una ternura elegíaca y una
tristeza feroz cuando se ve inmerso en contemplación de las pérdidas que
pesan sobre los regalos poéticos de estos hombres a su cultura y sociedad
(96), “Un coito homosexual es un hecho entre millones; en el poema, un
coito homosexual es, pese a todo, un logro herético” (96):
Sin las ventajas del matrimonio y la descendencia, el personaje acepta la compensación (la estética del aislamiento)
y la pérdida del último consuelo, el autoengaño. (96)
Como luchadores por los derechos de los gays, Wilde, Villaurrutia, Novo
y Monsiváis comparten un espíritu fuerte que es posible incluso calificar de
noble. Como radicales en las letras, talentosos como nadie, pioneros y productores de excelencias que les otorgan inmortalidad en la historia literaria
de sus respectivos países, también son hermanados.
El arrojo sin límites
Si el heroísmo intelectual destaca el mérito del pensar crítico e independiente, de las ideas innovadoras y de la tolerancia de lo desconocido, el
heroísmo político subraya la oposición a la injusticia, al gobierno delictivo, al
crimen sin castigo, al abuso de los derechos humanos y civiles, al racismo,
sexismo, la homofobia, la discriminación religiosa, y el efecto nefasto sobre
la democracia de un único partido efectivo. Entre otros males. Monsiváis,
específicamente, se ha quejado de la manera como el nacionalismo fue diseñado para despolitizar a las masas, neutralizando su interés por demandar
un gobierno constitucionalmente responsable. La disidencia y el activismo
son, entonces, las posturas cívicas ejemplares ante políticos que tercamente
se niegan a representar al pueblo.
Entre los muchos héroes políticos que Monsiváis ha alabado, figura la
soldadera revolucionaria y miembro del Partido Comunista Benita Galeana.
No nos sorprende que desde pequeña y más tarde como adulta, sufra de
abusos a manos de hombres de su familia y también del Partido, para no
hablar del cuerpo policial –Benita es encarcelada 58 veces en su vida. Pero
lo que le llama la atención a Monsiváis es “su renuncia a la autocompasión”
(Amor 134) y que, aunque pelea constantemente por un lugar respetado
en el Partido, el comunismo representa para Benita una posible solución al
triple problema de ser pobre, ser mujer y ser disidente política.
Demetrio Vallejo, como Galeana, pasa la gran parte de su vida golpeado,
encarcelado y perseguido por el gobierno porque pelea tercamente por los
derechos de los ferrocarrileros. Es condenado a una sentencia de once años
y medio, “por el único delito de buscar la independencia sindical” (Monsiváis,
“El 68” 160). Vallejo mantiene una huelga de hambre con leche durante
esos años, y su empeño disidente inspirará a algunos de los estudiantes del
Movimiento Estudiantil7. Su ejemplo prueba que un diálogo con el gobierno
7
Solos, numerosos jóvenes habían emprendido el primero de abril una huelga de hambre
de cuatro días en la Ciudad Universitaria, en solidaridad con Vallejo. Al contrario del resto de
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es posible (Monsiváis, Días 222) y, cuando falla ese diálogo y los estudiantes
se preparan para sacrificarse en las marchas contra tanques y bayonetas,
el ejemplo de Vallejo, hombre diminuto pero invicto, les da coraje (259).
Monsiváis venera el Movimiento Estudiantil como ejemplo imperecedero
del potencial civilizatorio de su país, pero entre esa realidad multitudinaria
destacan los brigadistas, pequeños grupos de activistas súper-activos que
se instalan en las banquetas para representar happenings, arengar divertidamente a los paseantes, actuar miniteatro.
[Las brigadas] tienen a su favor una virtud básica: no
dependen para su lealtad de otro argumento ajeno a la
fe primera: democratizar el país…[H]an innovado los estilos políticos, han inaugurado procedimientos radicales
en materia de comunicación. Con su conducta, con su
apasionada decisión proselitista, con la modernidad de
sus acciones espontáneas, trascienden la confusión y las
herencias. (Monsiváis, Días 267, énfasis mío)
Casi de la noche al día siguiente, cientos de miles de estudiantes se
aferran de lo prohibido: “la voz y el punto de vista sobre la realidad que
habitan” (179). A una distancia de treinta años y a lo largo de una crónica
de 139 páginas, Monsiváis mantiene el mismo tono exaltado, enrabiado o
jubiloso como participante y observador del Movimiento, el cronista guarda
una perspectiva –y recuerdos sentidos– con los que archiva este momento
histórico en un nicho especial. Lo relevante ahora es que la emoción y convicción política que compartía con los demás integrantes del Movimiento lo
persuadieron que “por vez primera en mucho tiempo la oposición le disputa
al régimen la propiedad de los héroes” (186).
Adversidad, diversidad
El México del que escribe Monsiváis es históricamente “‘igual y fiel’, detenido en el disfrute de las esencias, [tal que] se desmorona o se museifica”
(20): una sociedad que se adecua a la tradición contempla lo nuevo con
recelo, modela el futuro sobre el pasado. Aún hoy en medio de las sátiras
divertidísimas de una Jesusa Rodríguez públicamente desnuda, las nubes de
celulares y el espanglish como lengua franca, ciertas costumbres no ceden
su dominio entre las modalidades nacionales: el racismo, el sexismo, el odio
religioso al no católico, y más. En una sociedad de por sí ambivalente, por
estar poblada del homo dúplex; mientras el lado prejuiciado y violento encarna el apetito y la capacidad de actuar como bárbaro, el otro lado tiende
hacia la moralidad y solidaridad, es decir, hacia la capacidad de llevar a la
colectividad hacia la promesa de una modernidad instrumental, racional y
plena (Shilling y Mellor 195-97). Monsiváis la pasaba siempre plantado en
el horizonte, viendo si alguien de este lado hacía acto de presencia –y si
la población, estos muchachos se mostraron convencidos de que la condena de los líderes
ferrocarrileros representaba mucho más que una simple injusticia individual; su caso era
una derrota para toda la sociedad” (Volpi 130).
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venía armado de convicción espiritual, paciencia y coraje para pelear por lo
justo –to fight the good fight.
En Juchitán en vísperas de los noventa, las mujeres vienen a la plaza
armadas no sólo de convicción espiritual y coraje sino de una ausencia absoluta ya de paciencia –y de palos. Ha habido demasiadas muertes en la lucha
entre el pueblo indígena y el gobierno. El Juchitán sólo quiere retener sus
tierras ancestrales y el control sobre su gobernación local– más el derecho a
practicar sus costumbres culturales. A pura valentía, las mujeres custodian el
edificio municipal. El partido nacional multiplica las muertes. Y las mujeres de
Juchitán no se rinden. Antes, se ríen, y “adquieren la ciudadanía” (Monsiváis,
Entrada 160-61, 164). Todos en Juchitán, siguiendo a su nuevo alcalde y el
ejemplo heroico de sus mujeres, “repudian el desconocimiento de poderes, se
obstinan en su proyecto” de autogobernación y conservación cultural (166).
Civilidad y sociedad
Democracia. Modernidad. Estado laico. Diversidad. Justicia. Derechos
humanos. Antisolemnidad. Cultura. Éstos y otros términos claves en la obra
de Monsiváis son componentes de la frase que el cronista esperaba con más
ansiedad tuviera sentido auténtico en México: sociedad civil. Los conceptos
mencionados anteriormente son sonidos huecos en una sociedad que denigra, golpea e incluso asesina a sus ciudadanos pertenecientes a las minorías
sexuales; una sociedad que conscientemente se olvida de sus pobres, de sus
miembros indígenas y de otros marginados; una sociedad que privilegia el
robo por medio de la corrupción y oficialmente ordena el abandono de víctimas aplastadas debajo de edificios mal construidos por esa misma corrupción
intestina (Monsiváis, Entrada 40-44, 63; Poniatowska, Nada 52, 81-83).
Como en tantas otras instancias durante su carrera literaria, política y
personal, Carlos Monsiváis busca soluciones en el sector privado y entre individuos ejemplares, esos seres de “arrojo sin límites”, de conciencia crítica
y de fuerte convicción moral que son capaces de representar no solamente
sus propios intereses –como marginados maltratados en su medio– sino a
todos los que comparten su predicamento. Es la estrategia de ganar una
batalla de la guerra por medio de la fuerza del heroísmo social.
El poeta gay Salvador Novo podría brillar por talento y arrojo heroico en
cualquiera de las categorías de este estudio. Lo coloco aquí entre los destacados
sociales por el bien que él hizo, finalmente, para toda su sociedad. El Novo
afeminado elige reaccionar a la desaprobación de su sociedad al enfatizar la
radicalidad de su diferencia, aun mientras en el campo artístico su excelencia
también radical exige su aceptación. Y para los que insisten en darle palos
por su fracaso como buen macho mexicano, Novo reserva lo mejor de su
capacidad satírica (Monsiváis, Amor 277-78). Por su coraje, individualismo
y aguda inteligencia, Novo es “triunfalmente moderno” (Monsiváis, Salvador
Novo 43) y un héroe quien, por sacarse a sí mismo del clóset, en un momento
cuando tal acto puede ganarte hasta la muerte, termina por abrir un poco
su sociedad –o al menos la parte en la que se mueve él en la capital. La
ejemplaridad como ejemplo de la modernidad: “mostrarse tal cual es” (89)
a través de la disidencia que consta de simplemente vivir como uno es: la
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honestidad autocrítica. “Salvador Novo, protagonista homosexual inconformista, es metonimia y sinécdoque de aquel estado de ánimo necesario que
es el primer requisito de la democracia y de una sociedad verdaderamente
civil” (Egan, “Salvador Novo, pionero” 166).
Monsiváis anda por su sociedad, principal pero no únicamente la de la
gran urbe de México, siempre echando un vistazo por si le llama la atención
un acto superlativo, un ademán valeroso. Prestando el oído a ver si alguien
enuncia una opinión de insólita agudeza. Esas, esas son las piedras angulares de una sociedad justa y moderna. Y apunta: el lugar donde la sociedad
civil hace acto de presencia con más visibilidad es entre los escombros y los
20.000 muertos del terremoto de 1985, donde “encabeza, convoca, distribuye
la solidaridad” (“No sin nosotros” 9). Durante esas dos semanas de trabajo
colectivo y espontáneo, un millón de individuos voluntariamente se oponen al
obstruccionismo del gobierno para alimentar, alojar y rescatar a las víctimas.
En la crónica magistral publicada en Entrada libre y republicada veinte años
después en “No sin nosotros”, Monsiváis se permite expresar una mezcla
de orgullo, ternura y maravilla que resulta ser casi un grito épico. Todos los
voluntarios son héroes, desde los que introducen sus cuerpos delgados entre
los montones de escombros y hacen túneles para llegar hasta la gente viva
o muerta y sacarla, hasta las mujeres de Las Lomas que organizan a sus
muchachas para entregar enormes cantidades de comida para los voluntarios.
Y ante este panorama no se apaga su criterio crítico sino que se reanima su
espíritu patriótico, Monsiváis concluye:
A estos voluntarios los anima su pertenencia a la sociedad
civil, la abstracción que al concretarse desemboca en el
rechazo del régimen, sus corrupciones, su falta de competencia al hacerse cargo de las víctimas, los damnificados
y deudos que los acompañan. Por vez primera, sobre la
marcha y organizadamente, los que protestan se abocan
a la solución y no a la espera melancólica de la solución
de problemas. Cientos de miles trazan nuevas formas de
relación con el gobierno, y redefinen en la práctica sus
deberes ciudadanos. (“No sin nosotros” 9)
Con su mente metafórica, anota: “La primera intervención de estos jóvenes
en la vida nacional es a golpes de pala y pico” (Entrada 35). La sociedad civil
está construyéndose sobre la fuerza inagotable de la juventud y con métodos
básicos de low-tech, los que están al alcance de todos, y no se descomponen.
¿Y el cazador de campeones?
Terminamos con una tricotomía unificada. Carlos Monsiváis, utopista
que busca la modernidad-democracia-sociedad civil –la mentalidad crítica
del ciudadano individual–, es a la vez el cronista que capta a estos individuos –héroes– en sus textos-museo para exhibirlos como modelos para
emular. En realidad, tanto el escritor como los héroes que describe son,
metonímicamente, la sociedad civil que éstos dramatizan. A través de toda
su carrera intelectual, Monsiváis mismo modela al demócrata ejemplar que
todo mexicano debe ser: “‘Ayudó a que se crearan muchas luchas’” para
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los marginados (Piñón) y participó personalmente en defensa pública de las
minorías homosexuales, por ejemplo (Vega 54). Al mismo tiempo, escribe de
sus alter egos en forma de maravillosos mexicanos que han vivido los valores
singulares que Monsiváis enumera en sus características Listas: valentía,
moralidad, conciencia crítica, individualismo, educación política, altruismo…
Estos elementos se reúnen, como en otros lugares, sucintamente en Aires
de familia, donde queda claro que democracia para Monsiváis es sinónimo de
sociedad civil y los dos términos dependen por su sentido de una mentalidad
moderna que por su parte consta de la conciencia crítica y autónoma del individuo. Es decir, en suma, que para Monsiváis la democracia nace dentro de
la conciencia de cada quien: es antes un estado mental que político o físico.
Si la gente, ciudadano por ciudadano, no entiende lo que es la democracia,
nunca va a materializarse en el país. A eso se dedicó Monsiváis a lo largo de
50 años: al aleccionamiento de los individuos con más aptitud para entender.
Para tomar un ejemplo concreto que lo preocupaba en los últimos años: no
he detectado hasta ahora mayores pruebas de que tuvieran éxito sus esfuerzos
para despertar la conciencia de sus compatriotas acerca de los monstruosos
actos contra las minorías religiosas en México. En Protestantismo, diversidad
y tolerancia (2002) y El estado laico y sus malquerientes (2008), nuestro
activista ejemplar protesta con reportajes demoledores contra la manera cómo
mexicanos contra mexicanos golpean, envenenan, queman vivos, disparan y
expulsan del país a gente simplemente porque no son católicos. Los actos,
aparte de inmorales e incomprensibles, son criminales. También son impunes.
Lo peor, para Monsiváis, es que tienen lugar con regularidad sin que nadie
en el país, desde el gobierno hasta la clase pudiente y educada, diga ni haga
nada para oponerse a la situación. Mientras, el Presidente se sienta al lado
de los prelados de la Iglesia católica, públicamente, en plena violación de
la Constitución del país supuestamente laico. Por años y años Monsiváis es
sujeto de espionaje doméstico (Vega). Una noche es asaltado fuera de su casa,
quién sabe por quién ni por qué. Sin embargo, sigue apoyando movimientos
sociales a favor de las minorías oprimidas y escribiendo críticas al gobierno.
Eso sí, rara vez se asoma al tema del narcotráfico. México, con Pakistán,
contribuyen hoy con el mayor número de reporteros asesinados cada año en
el mundo, sin que el “intelectual prototípico” de México (Volpi 46) se sume
a ese cementerio. Aún así, no es imposible suponer que Monsiváis, desde
1968 y hasta su muerte, haya adquirido un estatus de héroe en la conciencia colectiva e individual del público, de tal forma que, por ejemplo, influya
en alguien como el poeta Javier Sicilia, quien ha dejado de escribir poesía
para dedicarse tiempo completo a la lucha contra los narcos que acabaron
con la vida de su hijo. Según un informe publicado en El País, gente como
Sicilia “son los nuevos héroes. El México heroico que lucha contra el México
salvaje” (Ordaz).
Dentro del gato-urna que Francisco Toledo le hizo para habitar dentro del
Museo El Estanquillo, me gusta creer que el espíritu revoltoso del cronista
heroico da brincos de aprobación. Así es y debe ser la sociedad rampante.
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ISSN 0716-0798
Anclajes decimonónicos en la obra de Carlos Monsiváis:
la sacralización de la cultura laica a partir del lenguaje
modernista, romántico y melodramático
Raúl Diego Rivera Hernández
University of South Carolina
En este ensayo exploraré tres de los avatares monsivaitas más convocados en su
producción: el poeta y cronista Amado Nervo (1870-1919), el cantautor Agustín Lara
(1900-1970) y el actor Pedro Infante (1917-1957). La selección de estos personajes,
imprescindibles para Carlos Monsiváis en la conformación de un imaginario cultural
de una época, coinciden en una idea fundamental: los tres encuentran en las claves
culturales latinoamericanas del siglo XIX (lenguaje modernista, lenguaje romántico y
lenguaje melodramático) la quintaesencia de su propia obra. Así, Monsiváis se imposta como heredero de una tradición decimonónica que, a través del discurso popular,
inicia un proceso de secularización de un imaginario domesticado antes por el clero.
Palabras clave: modernismo, romanticismo, melodrama, cultura secular,
Amado Nervo, Agustín Lara y Pedro Infante.
In this paper I will explore three of the most recurrent monsivaita’s avatars in his production: the poet and chronicler Amado Nervo (1870-1919), the song-writer Agustín
Lara (1900-1970) and the actor Pedro Infante (1917-1957). The selection of these
characters, indispensable for Carlos Monsiváis’s enterprise in the conformation of an
epochal cultural imaginary, coincides in a fundamental idea: the three of them find in
the nineteenth century Latin American cultural codes (modernist language, romantic
language and melodramatic language) the quintessence of their personal work. This
way, Monsiváis place one’s voice as the heir of a nineteenth century tradition that,
across the popular discourse, initiates the process of secularization of an imaginary
domesticated before by the clergy.
Keywords: modernism, romanticism, melodrama, secular culture, Amado
Nervo, Agustín Lara and Pedro Infante.
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En las crónicas, los artículos, las notas periodísticas y los estudios culturales de Carlos Monsiváis coexisten personajes y obsesiones que se repiten
constantemente. Los alter-egos y avatares monsivaitas legitiman una sensibilidad colectiva, distinta al proyecto de la ciudad letrada –mucho más
preocupada por definir en términos filosófico-culturalistas el cuerpo de la
nación. La crónica de Monsiváis convoca a una serie de fantasmas representados por actores, músicos, cantantes, deportistas, intelectuales y escritores
que logran comunicar y difundir nuevos pactos de socialización afectiva en
los registros sentimentales de la cultura popular. Los espectros monsivaitas
utilizan un tipo de lenguaje capaz de conmover la emotividad del receptor
hasta conducirlo a estados de ánimo extremos. Así, Monsiváis construye un
laboratorio donde analiza distintos tipos de lenguaje: el lenguaje poético,
el lenguaje musical y el lenguaje cinematográfico. Estas líneas discursivas
aparecen en clave de cultura letrada (poesía), cultura sentimental (industria
radiofónica) y cultura mediática melodramática (cine).
La variedad y la cantidad de retratos literarios, compositores musicales
y estrellas de la pantalla grande –que obsesionan a Monsiváis– complican
la reflexión individualmente. Por esta causa exploraré solo tres de sus espectros más convocados en su producción: el poeta y cronista Amado Nervo
(1870-1919), el cantautor Agustín Lara (1900-1970) y el actor Pedro Infante
(1917-1957). La selección de estos personajes, imprescindibles para Monsiváis
en la conformación de un imaginario cultural de una época, coincide en una idea
fundamental: los tres encuentran en las claves culturales latinoamericanas del
siglo XIX (lenguaje modernista, lenguaje romántico y lenguaje melodramático)
la quintaesencia de su propia obra. Así, Monsiváis se imposta como heredero
de una tradición decimonónica que, a través del discurso popular, inicia un
proceso de secularización de un imaginario domesticado antes por el clero.
La literatura latinoamericana de finales del siglo XIX se constituye como
espacio de la representación de una nueva sensibilidad epocal. En este periodo los escritores, poetas y cronistas latinoamericanos viajan a París, la
capital cultural de la modernidad y el ombligo del mundo artístico. Entre los
actores centrales del flujo transatlántico intelectual, Rubén Darío (1867-1916)
alcanza el título de “embajador del modernismo” y logra el reconocimiento
internacional. A Darío le precede la obra de José Martí, Julián del Casal,
Manuel Gutiérrez Nájera y Salvador Díaz Mirón; sin embargo, Darío es quien
sostiene una poética de grupo que descansa en la obsesión por el estilo (la
estética), el lenguaje preciosista (la palabra) y la acústica (la musicalidad)
de la nueva sensibilidad poética. Monsiváis en Yo te bendigo, vida. Amado
Nervo: Crónica de vida y obra (2002) sostiene:
El modernismo es también asunto de la cultura oral, y –de
modo diferente pero con resultados similares– el sector
ilustrado y los analfabetos disfrutan la lectura en voz alta,
la sensualidad de ritmos y vocablos, la conversión del
idioma en campo de encantamiento, el asomo (legitimado) a lo erótico, el hallazgo de las palabras antiguas que
equivalen a sonidos insólitos. (61)
La admiración de Monsiváis hacia los escritores modernistas –en especial por la figura de Amado Nervo– surge de la calidad acústica de su obra.
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La musicalidad y el ritmo son indispensables en la producción de la época.
Gracias a la sonoridad lírica, la poesía modernista es un objeto de culto, de
veneración y de admiración popular, porque tanto los lectores como el gran
público analfabeta tienen la posibilidad de recitar de memoria estrofas y
versos. La fuerza de la oralidad se aprecia tanto en la experiencia del lector
como en la del declamador: la primera es una experiencia individual, mientras
que la segunda parte de una experiencia comunitaria que le da prioridad a
la exhibición pública de las emociones. Por lo tanto, más que una identificación directa con la palabra escrita, el público aprende a memorizar lo que
oralmente se dice y se canta. Monsiváis declara:
En la Ciudad de México, y en la América Latina de fines del
siglo XIX, la poesía es, al pie de la letra, una fe religiosa,
la mística del Verbo. Y de Francia, y muy especialmente
de los poetas simbolistas, proviene el convenio mediante
el cual lo religioso va del claustro al poema, imprescindible en el proceso secularizador. (Yo te bendigo, vida 41)
Monsiváis hace una lectura de Nervo desde dos posiciones que aparentemente son contradictorias: el conservadurismo de su origen provinciano
y un estado de ánimo modernista con preocupaciones estéticas. La primera
tiene que ver con los años de formación en el seminario en el estado de
Nayarit. La segunda coincide con su traslado a Ciudad de México en 1895.
En la capital del país entra en contacto con el periodismo y con el ambiente
intelectual nacional. La sustitución de una vocación religiosa por una literaria
es la piedra angular de una conciencia modernista. Esta actitud cobra fuerza
en el año 1900 al trasladarse a París como corresponsal de El Imparcial. En
cuanto a estas dos formas de posicionamiento, Monsiváis explica que Nervo
“ni prescinde de la férrea estructura religiosa, ni renuncia a la sensualidad y
la “decadencia”. Esta posición equidistante del tradicionalismo y del deseo de
traspasar los límites le consigue un público muy vasto” (Yo te bendigo, vida
37). La sensibilidad religiosa y la sinceridad amorosa, además de la musicalidad y el ritmo de la poesía de Amado Nervo, conmueven la sentimentalidad
popular. De acuerdo con Monsiváis, “Nervo “profesionaliza” un conjunto de
actitudes: la sinceridad, el temperamento místico, las preguntas sobre el
sentido de la existencia, la búsqueda de la diafanidad… y la proclamación de
la inocencia, una virtud cardinal” (Yo te bendigo, vida 12).
En Monsiváis no hay contradicción alguna entre la religiosidad y la sensibilidad modernista de los poemas de Amado Nervo, por el contrario, la
mezcla de ambas incita la fórmula de su popularidad. Para explicar mejor
lo anterior, el hablante lírico reflexiona sobre la propia vida con un lenguaje
que busca identificarse con cualquier receptor. La intención de Nervo es
hacer sentir al lector y al público –que memoriza sus versos a través de la
oralidad–, que acceden a un código elevado de lectura, cuando en realidad
es el hablante lírico el que se adapta al registro lingüístico del lector. Por lo
tanto, si tomamos en cuenta que en el siglo XIX y en las primeras décadas
del XX, más de la mitad de la población es analfabeta, el oficio de declamar
y memorizar el lenguaje modernista es una vía de acumulación de un capital
cultural simbólico para las clases populares. Esta idea la desarrolla Monsiváis
en Escenas de pudor y liviandad (1988):
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En la vida social de México (y la generalización abarca a
Latinoamérica) la poesía fue elemento fundamental durante
el siglo XIX y las primeras décadas del XX. No sólo era el
valor cultural más elevado; también y principalmente era
la única señal de refinamiento interno, el barómetro de la
sensibilidad personal y colectiva. Un político, un sacerdote,
un notario, una mujer decente, un pilar de la comunidad,
un empleado menor, si en verdad se querían distinguir en
un país de bárbaros, deberían en los momentos álgidos
expresarse dulce, lírica, encendidamente. (176)
La producción de Nervo no puede dejar de analizarse desde su registro
epocal. El contexto en que su poesía se difunde en las esferas intelectuales
y en los espacios públicos coincide con el de la dictadura de Porfirio Díaz. La
cultura de élite porfiriana idolatra el afrancesamiento como estilo arquitectónico, impone la etiqueta europea como forma de vestir, incorpora palabras
extranjeras en la poesía, y siente la necesidad de construir un campo de
producción cultural selecto y de gustos refinados. En cambio, la cultura
popular se vive en los teatros de carpa, se narrativiza en la literatura de
cordel, y se representa a través de las comedias y los melodramas. De esta
forma la distinción cultural está restringida por el acceso a determinados
bienes simbólicos, sin embargo, la producción de Amado Nervo se adapta
perfectamente tanto a la élite cultural como al resto de la población. A fin de
cuenta leer a Nervo o recitar de memoria a Nervo –a principio de siglo– es
sinónimo de buen gusto.
La crónica es otro género que Monsiváis resalta en la producción de Nervo.
El escritor mexicano trabajó para los periódicos más importantes de circulación
nacional y fue también corresponsal en el extranjero. Una larga estancia en
Europa lo lleva por los caminos del periodismo y la política exterior, pero sin
dejar de lado su obra creativa. Bajo la influencia del cronista Manuel Gutiérrez
Nájera –obsesionado con Francia sin jamás conocerla–, Nervo desde París
“le traduce a sus lectores las impresiones y las sensaciones cosmopolitas y
añade la fuerza de la “teología laica” […] que busca mezclar deleites y pesadillas, cosmogonías y tarjetas postales, anhelo de infinito y renuncias al
arraigo” (Yo te bendigo, vida 53). Monsiváis resalta el valor de las crónicas
por la obsesión narrativa de capturar el presente como vehículo testimonial
de la contemporaneidad: “Nervo aprende la encomienda de los cronistas:
conducir hasta donde se pueda, de preferencia hasta la posteridad, el culto
a lo efímero” (Yo te bendigo, vida 23). Para Monsiváis la crónica debe ser un
homenaje a lo efímero para perpetuar la fugacidad del instante. Además, la
crónica tiene que funcionar como mapa cultural de la dimensión afectiva de
aquellos que protagonizan el relato: las multitudes.
En resumen, la materia religiosa y la experiencia de los sentidos son las
dos fuentes creativas del estilo de Amado Nervo que elevan lo efímero a una
categoría de lo trascendental. La “teología laica” de Nervo –a la que hace
referencia Monsiváis– propone a través del lenguaje poético la sacralización
de lo secular, y lo cotidiano se metamorfosea en fuerza y valor estético. Con
esta misma intención, Monsiváis interpela en sus textos un imaginario popular que alcanza dimensiones míticas y sagradas. Este imaginario popular
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ANCLAJES DECIMONÓNICOS EN LA OBRA DE…
logra una condición trascendental porque acentúa y resalta –en las crónicas
y ensayos monsivaitas– la veneración y el fervor de las masas por sus ídolos
seculares.
Del poema a la canción, el compositor Agustín Lara –como buen aprendiz de brujo– se apropia del lenguaje tardo-modernista y del lenguaje del
romanticismo. El maestro improvisa, derrocha cumplidos y escandaliza a las
“buenas costumbres” –en temas como “Aventurera” e “Imposible”– cuando
le canta a la prostituta. En otros más, el “Flaco de Oro” hace un homenaje
a la cursilería y a los empalagos sentimentales con versos que dicen: “nadie
puede inspirar/lo que tú inspiras,/ nadie puede expresar/lo que tú expresas,/
nadie puede mirar/como tú miras,/ni nadie besará como tú besas”. Estas
líneas corresponden a la canción “Nadie” y marcan el tono de la seducción de
Agustín Lara: proyectar y hacer sentir a la audiencia femenina como el sujeto
romántico de la canción. El bolero presenta en su contenido lírico escenas y
lugares comunes de amor y desamor, subjetividades arquetípicas (el hombre
despechado y la mujer infiel), experiencias que refuerzan las diferencias de
clase y discursos que reafirman una estructura patriarcal.
La fascinación de Carlos Monsiváis por el bolero tiene que ver con un mapa
cultural decimonónico: el romanticismo. En Bolero: clave del corazón, Monsi
destaca “la influencia del romanticismo (literatura, actitudes, mitologías) en
la sociedad latinoamericana y en un sinnúmero de expresiones de la vida
popular” (9). Monsiváis mantiene junto con el modernismo otro anclaje
cultural con el siglo XIX: la expresión romántica. El contexto social en que
surge la voz de Agustín Lara coincide con los últimos años de la presidencia
de Plutarco Elías Calles (1924-1928) y la Guerra Cristera (1926-1928). Al
referirse a este periodo, Rossana Reguillo expone las complicaciones del
Estado mexicano en su lucha por consolidar su hegemonía frente a la institucionalidad eclesiástica, sobre todo por imponerse en los “territorios de lo
imaginario” (82). Reguillo identifica dos proyectos de nación antagónicos:
“el posrevolucionario al que se percibía en la línea positiva del progreso
y del desarrollo, frente al católico, que representaba el oscurantismo y el
anacronismo” (83). Estas dos visiones de mundo irreconciliables estallan en
el episodio trágico de la Guerra Cristera, y chocan en los ambientes rurales
y en los pueblos más conservadores del país. La violencia que se vive en
la provincia nada tiene que ver con la tranquilidad de la Ciudad de México,
escenario donde se reactivan los capitales culturales (artistas), económicos
(empresarios) y políticos (el Estado), en la tarea de reavivar la industria del
espectáculo. Gracias a una cierta estabilidad económica y social en el centro
del país, las clases medias logran acceder al catecismo romántico de Agustín
Lara que cobra vida en los teatros y tugurios de la capital.
El “Flaco de Oro” hace del bolero la obra de la expiación emocional y
el público memoriza inmediatamente sus composiciones. Iris Zavala en El
bolero. Historia de un amor destaca que el bolero en su mensaje “constituye,
en cierto sentido, una confirmación de la experiencia de la vida, de la norma
social, de los valores de la comunidad” (65). La experiencia que dicta el sentimiento actúa como una etiqueta cultural que evita la problematización con
el presente histórico. Esta misma idea la comparte Monsiváis cuando sostiene
que el bolero “con su impetuosidad de balcón y recámara, distrae en algo la
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politización extrema. No de otro modo se explica el auge de la canción romántica en la etapa de mayor compromiso social” (Bolero: clave del corazón 15).
La cursilería sincera del Maestro contrasta con la violencia de los procesos de
pacificación posrevolucionaria. En una época donde José Clemente Orozco,
David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera habían comenzado a pintar la nación, el
bolero asume un carnet de identidad en su desapego patriótico. El bolero –de
origen cubano– encuentra en México una escuela de artistas que asumen un
lenguaje de las sensaciones. Así, Monsiváis no duda en decir que “para los
boleristas, lo más importante no ha sido nunca el conocimiento, sino el sentimiento” (Bolero: clave del corazón 33). El virtuosismo del compositor y del
cantante de boleros depende por completo de su capacidad intuitiva. Gracias
a esta virtud, Lara encuentra la fórmula secreta para seducir a las masas, en
una poética que integra la subjetividad romántica y la musicalidad modernista.
El bolero es un fenómeno de masas a partir de 1930, y el 18 de septiembre de ese mismo año comienzan las transmisiones radiofónicas de la XEW
“La voz de América Latina”, plataforma de los ídolos para ser escuchados
en todo el territorio nacional. En poco tiempo la radio alcanza el estatus de
instrumento técnico que registra y hace un inventario de la modernidad en
intervalos publicitarios. Estos espacios en tiempo aire revelan los códigos de
la moda y perfilan una estrategia de encantamiento para seducir a las nacientes sociedades de consumo. Por medio de las ondas hertzianas se promueve
una cultura sentimental, especialmente dirigida a las administradoras de la
economía doméstica: las amas de casa. En cuanto a la sensibilidad romántica
de Agustín Lara difundida en la radio, Monsiváis escribe:
Agustín Lara supo aprovechar las oportunidades que el
medio electrónico ofrecía, y creó un programa propio, La
hora íntima de Agustín Lara, la cual, apenas a un mes de
iniciadas las transmisiones, gozaba de gran popularidad. El
talento prolífico del “músico-poeta”, como lo bautizó para
siempre el locutor Pedro Lille, le permitía estrenar una nueva
canción por lo menos, cada semana. Comenzó entonces a
forjarse una personalidad mítica, que recitaba de memoria los pasajes más oscuros de su vida, acompasados con
improvisaciones al piano. (Bolero: clave del corazón 107)
Las historias que circulan de boca en boca alrededor de Agustín Lara,
los rumores detrás de camerino, la cicatriz en el rostro convertida en herida
de leyenda prostibularia, los secretos amorosos entre el “Flaco de Oro” y
la “diva” de México, María Félix, son material mitológico para la crónica y
el ensayo monsivaita. Los textos de Monsiváis no discuten con la fidelidad
objetiva de los hechos históricos, tampoco someten a los fantasmas individuales y colectivos a un tratamiento de método científico, por el contrario,
aceptan el chisme y la anécdota popular como narrativas afectivas de una
gramática popular-sentimental, distinta al nacionalismo filosófico letrado1.
1
Junto a la masificación de la industria cultural, surge una clase letrada que asume como
agenda sociopolítica el tema de lo mexicano. Entre ellos destacan obras emblemáticas
del nacionalismo filosófico como La raza cósmica (1925) de José Vasconcelos, El perfil del
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La radio y más adelante la cinematografía de los años cuarenta y cincuenta
son los medios masivos para sentir y educar a la nación2: el grito del mariachi (Jorge Negrete), los boleros aferrados en confesarse al amor (“Noche
de ronda”), el folletín trasplantado a la radionovela donde se sufre y se llora
en familia (“Chucho el roto”), y la idealización nostálgica del ambiente rural
en el proyector (“Allá en el rancho grande”) son productos de la industria
cultural. La radio y el cine llevan a todo el país los lenguajes decimonónicos
que cautivan a Monsiváis y, sin lugar a duda, el melodrama es la que más
seduce a las narrativas afectivas de la gramática popular-sentimental monsivaita, implicando a sus audiencias/lectores en el consumo de modelos de
configuración subjetiva, de género y de educación sentimental.
El melodrama es indispensable para comprender la educación sentimental
de las masas. Los orígenes del género aparecen en Europa con la literatura de folletín, los romances de ciego, el circo y el teatro de carpa. En el
siglo XIX, todas estas expresiones culturales alcanzan un nivel extraordinario
de popularidad porque interpelan sentimentalmente –desde una experiencia
sometida a la práctica amorosa– a la audiencia. Así, los productos culturales que anteceden al melodrama coinciden en una característica central: la
exhibición pública de las emociones. Por ejemplo, la novela rosa, los relatos
por entregas y los romances de ciego –con sus anécdotas escabrosas y truculentas– cautivan la atención de un público que aprende de lo que escucha.
No se trata de una literatura que se disfruta a solas o en tertulias literarias,
sino de un relato oral que se dramatiza en las calles y plazas públicas, y
que requiere de la dimensión expresiva de quien lo teatraliza. Peter Brooks
en The Melodramatic Imagination opina que el expresionismo legitima lo
teatral y resalta los medios de la representación como los gestos, el maniqueísmo de los arquetipos actorales y la hipérbole (126). En el melodrama
es indispensable la exageración y el exceso de las pasiones, la conformación
de personajes-tipos sin la tentación de la ambigüedad, así como la polarización de las “virtudes” y los “vicios”. La puesta en escena de las “buenas”
y las “malas” conciencias hacen del melodrama un campo discursivo ideal
para contrastar hábitos y formas de conducta. El culto monsivaita por el
melodrama tiene que ver con lo que Brooks ha denominado un “drama de
reconocimiento”, una característica indispensable que poco a poco va revelando
una serie de identidades ocultas (53). La estructura del melodrama coincide
con la estructura del relato policial, en ambos, el momento climático revela
hombre y la cultura en México (1934) de Samuel Ramos y El laberinto de la soledad (1950)
de Octavio Paz; en la narrativa sobresale el canon de la novela de la revolución que incluye
a Los de abajo (1915) de Mariano Azuela, El águila y la serpiente (1928) y La sombra del
caudillo (1929) de Martín Luis Guzmán, Cartucho (1931) de Nellie Campobello, y Al filo del
agua (1947) de Agustín Yáñez. La clase letrada define un patrimonio cultural que promueve
los grandes mitos de la identidad mexicana. Entre los mitos más arraigados destacan el
“héroe agachado” de Samuel Ramos y los “hijos de la chingada” de Octavio Paz.
2 En Communication, Culture and Hegemony: from the Media to the Mediations de Jesús
Martín-Barbero, el autor comenta que la nueva cultura de masas localiza en las narrativas
radiofónicas y cinematográficas, algunas de las formas esenciales de percibir y expresar su
mundo (159). En otra parte del texto, Martín-Barbero propone que la imagen de país, que
antes se asociaba con un paradigma histórico, se sustituye por uno que resalta la teatralidad
y el espectáculo como sentido de pertenencia nacional. Por lo tanto hay un cambio en la idea
política de la nación, por una que invita a experimentar y sentir la propia nación (164-165).
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el descubrimiento de un significado oculto. Sin embargo, en el melodrama,
la satisfacción no es intelectual como la del lector de relatos detectivescos
que identifica al criminal. Igualándose al investigador. La “revelación” en el
melodrama contiene consecuencias dramáticas. En este sentido, hay una
transición de un inalterable estado de “ignorancia” a una conflictiva “toma de
conciencia”, en medio de una puesta en escena donde se resalta una verdad
encubierta que lo deja como testigo del “teatro de las pasiones humanas”.
El melodrama requiere también de una escenografía para la representación de las emociones y las pasiones. Si bien la música es indispensable
para la teatralización sentimental, Thomas Elsaesser argumenta en “Tales
of Sound and Fury” que el melodrama, por su categoría de código expresivo, puede circunscribirse como una forma específica de puesta en escena
dramática (51). Siguiendo esta línea de pensamiento, la puesta en escena
debe crear una atmósfera y un ambiente específico –un campo de ilusiones–
para exponer la dualidad moral del comportamiento de los personajes, por
medio del sonido, la luz y la decoración. Para Elsaesser, la obsesión por la
creación de significados a través del recurso técnico proporciona más peso
a la puesta en escena, que al contenido intelectual (52). El melodrama, en
concordancia con lo anterior, privilegia el artificio y el estilo a partir de una
escenografía específica para la exhibición de las pasiones. La catarsis requiere
de una “mise en scène” dotada de significado para no confundir las buenas
intenciones con la mala voluntad, y la virtud con el vicio. El género no da pie
a la ambigüedad moral y todo se resume a una visión maniquea de mundo,
indispensable para la educación del espectador.
La dimensión expresiva que subraya Peter Brooks y la puesta en escena
que resalta Thomas Elsaesser son fundamentales para entender la “Época de
Oro” del cine mexicano (1936-1957). Monsiváis y Carlos Bonfil en A través
del espejo comentan que el éxito del melodrama cinematográfico mexicano
está relacionado con la consolidación de un sistema de estrellato promovido
por la industria. Para consolidar la “galaxia del celuloide”, es indispensable
resaltar los rasgos de las celebridades como el rostro de Dolores del Río, la
elegancia de Jorge Negrete y la presencia de María Félix (35). La conexión
con las masas se sostiene por la capacidad de encantamiento que los ídolos
producen. Por lo tanto, si la mística del melodrama de Hollywood depende
de la atmósfera, la luz y la decoración (la alquimia de la técnica), la cinematografía mexicana apuesta por el exceso como vía de expresión (el conjuro
de las pasiones) en lo público de la pantalla y en lo íntimo mediatizado en
la prensa del corazón. La celebración de esta “metafísica sentimental” de
estrellas-personajes promueve la compasión del público, lo incita en su papel
como juez de las acciones de los personajes, y lo legitima en la aceptación
de una propuesta de mundo perfectamente creíble por más inverosímil que
ahora nos parezca.
En esta época nace una figura central en la historia de la cinematografía
mexicana: Pedro Infante. Alrededor de la figura del Ídolo existe un inventario bibliográfico muy extenso que incluye novelas como Si yo fuera Pedro
Infante (1989) de Eduardo Liendo y Loving Pedro Infante (2001) de Denise
Chávez. En 2007, para conmemorar el cincuenta aniversario luctuoso del
actor, aparecen tres textos biográficos: Pedro Infante: el ídolo inmortal de
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José Ernesto Infante Quintanilla, Pedro Infante: medio siglo de idolatría de
Jesús Amezcua Castillo, y Así fue nuestro amor de Irma Dorantes. Un año
más tarde, Monsiváis publica Pedro Infante: Las leyes del querer. El libro
comienza con la referencia a la muerte del Ídolo en un accidente aéreo en lo
que hoy forma parte del sur de la ciudad de Mérida, en el estado de Yucatán.
A partir de un estilo interpretativo más cercano al nuevo periodismo de Tom
Wolfe, Monsiváis construye una narrativa que precisa en detalles mínimos
pero a la vez trascendentales su labor como testigo –ex-machina como el
apuntador en el teatro clásico:
horas de vuelo del actor: 2 989; número de licencia: 447,
extendida el 27 de febrero de 1954; nombre del piloto:
“Capitán Cruz”; datos del avión accidentado: Consolidated,
matrícula XA-KUN; destino anterior del avión: bombardero
en la Segunda Guerra Mundial; últimas palabras registradas de Infante (al entregarle a un mecánico una playera
con estampado de caracolitos: “Ten, para que eches tipo
con las muchachas”; lugar de la catástrofe: Calle 54 Sur
en Mérida. (Las leyes 17)
El libro inicia por el final de la vida de Infante, y rompe con los cánones tradicionales de los textos biográficos que siguen una estructura lineal. Monsiváis
se opone a seguir un estilo en clave de bildungsroman, y dedica el primer
capítulo a la reacción de la sociedad mexicana en el momento que trasciende
la noticia trágica. El segundo capítulo tampoco aborda los primeros años de
la vida del actor, por el contrario, Monsiváis hace una lectura del papel que lo
consolidó como estrella del cine: un carpintero de una vecindad de la Ciudad
de México conocido como “Pepe el Toro”. El Ídolo alcanza la inmortalidad con
este personaje en la trilogía del melodrama urbano de Ismael Rodríguez Ruelas:
Nosotros los pobres (1947), Ustedes los ricos (1948) y Pepe el Toro (1952).
En las tres películas estelariza a un carpintero humilde, honrado y trabajador,
pero acosado por un destino trágico: la muerte de la mujer amada, mejor
conocida como Celia “La Chorreada” y su hijo el “Torito”. A estas dos pérdidas
hay que añadir la parálisis y la mudez de la madre, la prostitución y muerte de
la hermana, el robo a su carpintería, el encierro en la cárcel por una injusticia
y una pobreza asfixiante que termina por dignificarlo. En cada producción el
Ídolo cambia de piel: cura en Los tres huastecos (1948), hijo abnegado en La
oveja negra (1949), policía acrobático en A toda máquina (1951), charro en
Los tres García (1946) y en Dos tipos de cuidado (1952); compositor musical
en Sobre las olas (1950), presidiario en Islas Marías (1950) e indígena de la
sierra de Oaxaca en Tizoc: amor indio (1956); por esta cualidad multifacética
vale la pena pensar en una pregunta que hace Monsiváis:
¿Cómo hacer para que una presencia fílmica funcione
igualmente en el melodrama rural y en el melodrama
urbano, en la comedia del rancho y en los relajos de las
vecindades del Centro, en la comedia romántica y en la
epopeya lacrimógena? ¿Cómo hacer para que los espectadores sientan a Pedrito como uno de los suyos y, al
mismo tiempo, lo sientan un ser completamente distinto?
(Las leyes 66)
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La pregunta queda en el aire y para responderla hay que tomar en cuenta
el contexto de la “Época de Oro” del cine mexicano. Monsiváis entiende la
actuación no como la imitación de un personaje sino como la interpretación de “trozos de vida”: “actuar, aun para los formados desde niños en el
ambiente teatral […] implica no distanciarse de esa entidad minuciosa y
fabulosa llamada Vida Real” (Las leyes 125). Infante demuestra que el éxito
del actor depende en gran medida de su dimensión expresiva, por lo tanto,
si la teatralidad es lo que trasciende en el imaginario del espectador de la
“Época de Oro”, cualquier discurso cinematográfico (comedia de enredos,
drama, tragedia y melodrama) llevado al extremo de la expiación de los
afectos, legitima la cultura de lo sentimental. Martín-Barbero dice que en
el caso particular del melodrama se cruzan cuatro géneros principalmente:
el misterio, la épica, la tragedia y la comedia. Los anteriores permiten la
aparición de cuatro personajes fundamentales: el traidor, la víctima, el héroe
y el tonto (116). Tomando en cuenta la propuesta de Martín-Barbero podemos sostener que el melodrama es el género en el que mejor encaja Pedro
Infante, y la trilogía de “Pepe el Toro” es el mejor ejemplo. “Pepe el Toro”
es machista pero también es romántico, es un cabeza dura pero alcanza
momentos de una ternura y una sensibilidad extraordinaria, es un derrotado
por las circunstancias de la vida pero en la arena de box manda a la lona al
campeón. En resumen, Pepe reúne la fuerza del trágico (para hacer sufrir),
posee el talento del cómico (para hacer reír), tiene la voz (para hacer que
el público se enamore) y administra el dolor hasta llevarlo al extremo (para
hacer de la experiencia un valle de lágrimas). Para continuar con esta idea,
Hermann Herlinghaus está interesado en el melodrama como “una matriz de
la imaginación teatral y narrativa que ayuda a producir sentido en medio de
las experiencias cotidianas de individuos y grupos sociales diversos” (23).
En base a lo anterior, y tomando en cuenta el lenguaje expresivo del melodrama cinematográfico mexicano, éste no solo sustituye al imaginario del
modernismo y el romanticismo como lenguaje epocal, también se impone
al discurso religioso en la rectoría de la moral de las masas/audiencia. La
cultura mediática melodramática abre un púlpito alternativo que redefine
en una narrativa visual, oral y teatral, los pactos y las experiencias sociales
desde una ideología secular.
La devoción de Monsiváis por las gramáticas afectivas decimonónicas
como el lenguaje modernista, el lenguaje romántico y el lenguaje melodramático están anclados en la Francia del siglo XIX. Francia es el lugar de
nacimiento del simbolismo y del parnasianismo –definitivos en la poética del
modernismo latinoamericano–, es la geografía donde se localiza el romanticismo –esencial en el proyecto de creación de naciones independientes–,
y es el espacio donde el melodrama se populariza inmediatamente después
de la Revolución de 1789 –imprescindible en la defensa de la secularización
del imaginario popular. Monsiváis se identifica con una tradición liberal y
sobre todo anticlerical, sin embargo, no rechaza la posibilidad de sacralizar
a los ídolos populares. Monsi venera a Nervo, Lara e Infante porque su obra
suple o llena una ausencia, un vacío afectivo-colectivo del que la crónica y
el ensayo monsivaitas no pueden prescindir. Las muertes de Amado Nervo,
de Agustín Lara y de Pedro Infante producen un sentido de pérdida insustituible. Los tres encuentran en el lenguaje de la teatralización sentimental
la fórmula para conectar con los estados de ánimo de la audiencia. Nervo
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hace de la poesía modernista un autosacramental de lo sublime, donde más
allá del tema religioso está la búsqueda de una conciencia estética y una
mística espiritual. Lara coquetea con los excesos del romanticismo y cae en
la cursilería convirtiéndola en culto. El compositor escandaliza a las “buenas
costumbres” por su capacidad de articular un deseo prohibido por encima
de la ley divina. Infante lleva al espectador de la exaltación a la desolación
y de la risa a las lágrimas, gracias a su capacidad expresiva. Así, el duelo
como catarsis colectiva aparece en las narrativas necrológicas que Monsiváis
escribe en Amor perdido (1978):
(¿Por qué acudir reiteradamente a las crónicas de entierros?
Porque, sea o no esa su voluntad, en el homenaje a sus
héroes y mártires toda minoría se reconoce y se cohesiona,
reafirma y acrece –a través de la pena– identidad y orgullo
y asume desafiante los valores que han normado la vida
del ausente y de quienes le rinden amargo o asombrado
tributo.). (138)
Los entierros de Amado Nervo, Agustín Lara y Pedro Infante son motivo
de duelo nacional. Los homenajes a cada uno tienen que ver con una decisión de Estado que exalta su trayectoria. Las crónicas de entierros escritas
por Monsiváis recopilan discursos oficiales y describen anécdotas de una
catarsis comunitaria, experiencia colectiva en la que el público que le rinde
homenaje a sus ídolos es el protagonista central en los relatos monsivaitas.
La sociedad enlutada dicta las normas afectivas de cómo debe sentirse la
pérdida, e impone en el sufrimiento colectivo el peso moral de sus ídolos.
Además, vuelve visible en la experiencia de la muerte, la necesidad de una
unidad nacional por su capacidad de articularse en un objetivo común: el
dolor. Al referirse a la muerte de Nervo en el extranjero, Monsiváis escribe:
El poeta muere el 24 de mayo de 1919 y la primera
apoteosis sucede en Montevideo donde, en pleitesía, el
comercio cierra sus puertas. El crucero Uruguay conduce los restos a México, cubiertos por las banderas de
todas las naciones del Continente, y se detiene en Brasil
y Venezuela para nuevas ceremonias. En La Habana se
unen al convoy dos barcos de guerra, uno cubano y otro
mexicano. A la llegada a Veracruz, duelo y exaltación. El
14 de noviembre, entierro en la Rotonda de los Hombres
Ilustres. Se calcula en 300 mil el número de asistentes a
las ceremonias. Centenares de personas trabajan en la
organización del viaje y los homenajes. El cortejo fúnebre
dura casi seis meses. (Amor 84-85)
Nervo fallece en Uruguay en calidad de ministro plenipotenciario. La
crónica de su traslado a México es relevante por el impacto de su muerte
en el imaginario latinoamericano, una perfecta puesta en escena para un
texto como “En paz”: “Amé, fui amado, el sol acarició mi faz./¡Vida, nada
me debes! ¡Vida, estamos en paz!”. El hablante lírico practica un ajuste de
cuentas con la existencia y la muerte bella pasa a formar parte del archivo
de todos. “En paz” populariza la idea de que cada persona traza su propia
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obra: “porque veo al final de mi rudo camino/que yo fui el arquitecto de mi
propio destino”. El poema lleva en sí la voz de la experiencia y trasciende
por su capacidad de interpelar a cualquiera. Nervo es un poeta que apela a
ser comprendido por las masas, y en sus textos hay una suerte de voz de
la sabiduría que reflexiona sobre la propia vida.
El segundo caso es el de Agustín Lara que fallece en noviembre de 1970.
La fama de “pianista fatal” que ha llamado la atención de Monsiváis, se caracteriza por ir en contra de una moral establecida que se rige por el control y
la vigilancia de las pasiones. Ir a contracorriente de las “buenas costumbres”
significa cantarle a la prostituta: “Yo sé que es imposible que me quieras,/
que tu amor para mí fue pasajero,/y que cambias tus besos por dinero,/
envenenando así mi corazón”. Monsiváis argumenta que en los años treinta
surge una “cultura prostibularia” donde se enaltece a la “mujer fácil” como
suerte de afrenta social (Amor 72). En esta línea de pensamiento, el tema
“Aventurera” es quizá el mejor ejemplo. Agustín Lara canta: “Vende caro tu
amor, aventurera,/da el precio del dolor a tu pasado./Y aquel que tu boca
la miel quiera,/que pague con brillantes tu pecado”. El cuerpo –como objeto
consumible– está valuado en los costos del sufrimiento y los golpes de la
vida acumulados. El Maestro, además de componerle a la prostituta, vive
del exceso sentimental y no se conforma con el tedio de la cotidianidad. La
música y la lírica de sus canciones contagian a la audiencia que, por devoción,
asiste al teatro “Politeama” para escapar de las presiones económicas y las
tensiones familiares. Por otro lado, las amas de casa adoptan el bolero como
poética del romanticismo gracias a las transmisiones de la XEW. El “Flaco de
Oro” conquista la intimidad del corazón y su muerte constituye también el
fin de una época. Si con el entierro de Nervo nos acercamos a los últimos
latidos del modernismo, con el fallecimiento del Maestro se vive el fin de la
cursilería romántica. Monsiváis describe el último adiós:
El país, la familia, la sociedad y el Estado se cubren en
deuda. El pago inicial: decenas y centenares de artículos,
ocho columnas, noticias de primera plana, entrevistas,
multitudes conmovidas, programas especiales. Pedro Vargas
y Toña la Negra cantan eternamente a dúo “Mujer” y, al
cabo de innumerables versiones y chismes, la apoteosis:
la Rotonda de los Hombres Ilustres, en medio de las
aclamaciones que lo ungen como paladín de la cursilería,
misma que se derrama en su memoria (“Descansa en paz,
Flaco de Oro”). (Amor 84)
Pedro Infante muere el 19 de abril de 1957, el acontecimiento rápidamente
es noticia nacional. El Ídolo fallece a los cuarenta años junto con el piloto
Víctor Manuel Vidal, y deja como legado un extenso historial cinematográfico,
columna vertebral de la “Época de Oro” del cine mexicano. En el melodrama,
Infante consigue lo que Monsiváis llama “la conquista de la credibilidad y la
credulidad del público” (Las leyes 68). La teatralización de la nación logra
el nivel más alto con las demostraciones de cariño y dolor de sus fanáticos.
Infante alcanza inmediatamente las dimensiones del mito por su muerte
trágica en pleno estrellato. Así describe Monsiváis este importante episodio
de la vida nacional:
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ANCLAJES DECIMONÓNICOS EN LA OBRA DE…
El Pueblo llora, se despide melódicamente, intercambia
anécdotas, vuelve a entonar Amorcito corazón, recuerda
las veces que lo vio o los relatos donde la simpatía del
Ídolo es el modelo inesperado de lo popular […] El acuerdo
es unánime: él era y sigue siendo a todo dar, francote,
sencillote, siempre dispuesto al saludo, querendón, sonriente, enamorado… (Las leyes 18-19).
Las crónicas de entierros en la obra de Monsiváis abren un campo de estudio que permite diagnosticar los valores, los sentimientos y las creencias
populares en un determinado momento histórico. La obsesión monsivaita
por la obra de Amado Nervo (cultura letrada), de Agustín Lara (cultura sentimental) y de Pedro Infante (cultura mediática melodramática), tiene que
ver con una “teología sentimental” que se sostiene por una comunicación
íntima entre el creador y el público. Los intermediarios encargados de hacer
realidad esta experiencia afectiva son los declamadores y los recitadores,
la industria de la radio y la empresa cinematográfica. Cada uno difunde un
tipo de sensibilidad epocal por medio de un lenguaje específico: un lenguaje
modernista –que va del fin de la dictadura de Porfirio Díaz hasta la década
de los veinte–, un lenguaje romántico-sentimental –que abarca de la Guerra
Cristera hasta el fin del sexenio presidencial de Lázaro Cárdenas–, y un
lenguaje melodramático en el contexto de una política económica de mercado –que cubre el sexenio presidencial de Miguel Alemán Valdés de 1946 a
1952–. Los tres fantasmas monsivaitas coinciden en una idea fundamental:
Nervo, Lara e Infante son la encarnación del imaginario de lo que “debe ser”
un artista. Por lo tanto, para ser poeta hay que escribir como Nervo, para
ser músico-romántico hay que componer como Lara, y para ser estrella de
cine hay que actuar como Infante. Al incluir a estos tres espectros en el
centro de su obra, Monsiváis se asume como el heredero de una gramática
popular-afectiva que echa raíces en las claves culturales decimonónicas. Los
avatares monsivaitas son elevados a la categoría de ídolos porque alcanzan
en la muerte una dimensión trascendental, y en el homenaje público a los
“Hombres Ilustres” alguien tiene que capturar la fugacidad del instante. Ahí,
en medio de la multitud aparece Monsiváis, listo para narrarnos lo efímero
para perpetuarse en el imaginario.
Obras citadas
Brooks, Peter. The Melodramatic Imagination. Balzac, Henry James, Melodrama,
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ISSN 0716-0798
El coleccionismo como historia cultural
Jezreel Salazar
Universidad Autónoma de Ciudad de México
Este artículo analiza la pasión coleccionista de Monsiváis como una extensión de sus
crónicas y como un ejercicio de historia cultural. En Monsiváis, el coleccionismo cumple
las funciones públicas de la crónica, construyendo una memoria política que reivindica
aquellos procesos de simbolización aún no canonizados.
Palabras clave: Carlos Monsiváis, coleccionismo, historia cultural, crónica.
This article discusses collector’s passion as an extension of Monsiváis’s chronicles
and as an exercise of cultural history. In Monsiváis, collecting performs the public
functions of the chronicle, building a political memory that claims those processes of
symbolization not yet canonized.
Keywords: Carlos Monsiváis, collecting, cultural history, chronicle.
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El delirio acumulativo
En 2008, cuando Carlos Monsiváis cumplió 70 años de edad, entre los
múltiples festejos que se le brindaron, el Gobierno del Distrito Federal de
la Ciudad de México realizó una serie de cápsulas televisivas en torno a su
figura. Cada una duraba un minuto exactamente. La más propositiva en términos visuales tenía como tema la pasión coleccionista. Monsiváis aparecía
caricaturizado, rodeado por los múltiples objetos que ha ido coleccionando: fotografías, libros, historietas, dibujos, cajas, gatos, premios, prólogos, comics,
calendarios y un innumerable etcétera. La escena imponía al espectador una
suerte de delirio; Monsiváis se multiplicaba una y otra vez, como si no se
tratara de una sola persona sino de una multitud. Esta imagen sugería que
sólo una aglomeración de variados Monsiváis habría sido capaz de llevar a
cabo tal proeza: no ser un coleccionista común, sino un “coleccionista de
colecciones” (Barajas 42).
Si algo caracteriza a Monsiváis es ese “delirio acumulativo” (Aranda
Luna). En una carta personal escrita a Elena Poniatowska en 1971, durante
su estancia en la Universidad de Essex, Monsiváis ya se daba cuenta de esta
manía sin límites:
Es Viernes Santo y yo estoy sumido en algo que no sé si calificar de
letargo, nostalgia, apatía o simple y reconcentrada soledad. Como quiera
que sea no es una sensación amarga o molesta; nebulosa en todo caso; la
indecisión entre el aburrimiento y la anemia. Voy a ir al cine en un rato, tres
películas, una dura tres horas. Me dices que no te cuento nada de Londres.
Es cierto, no sé qué contar. La vida que llevo aquí es acumulativa: lecturas
y museos y cine clubes y paseos con libros (Poniatowska 4).
Al recordar aquella época de su estancia en Inglaterra, Monsiváis hablaba
de algún modo de esa pasión por la acumulación, propia del coleccionista:
¿Por qué prolongué la estancia? Razones simples: sentía
la necesidad de absorber; me advertía como un recipiente
de todas las posibilidades que Londres ofrece… No sé si
asimilé; pero por lo menos acumulé como desesperado.
(Forston 29)
Apenas un año después de regresar de Inglaterra, Monsiváis comenzó
su actividad coleccionista. En 1973 compró una serie de caricaturas de
Miguel Covarrubias y ese fue el inicio de esa obsesión por adquirir creaciones estéticas de todo tipo: maquetas, fotoesculturas, cuadros, miniaturas.
Según el propio Monsiváis, el coleccionismo nació en su persona como una
manera de compensar el hecho de no haber tenido infancia. Desde corta
edad Monsiváis se la pasó encerrado en casa, leyendo y releyendo pasajes
bíblicos, libros de aventuras, grandes novelas, clásicos… Ya con más de
treinta años en su haber, comenzó a comprar, entre otras cosas, muñecos
de lucha libre e historietas, como un mecanismo para resarcir la niñez
perdida. ¿Qué es el coleccionismo además de una extensión de la infancia?
¿Acaso puede el coleccionismo ser una forma de hacer historia cultural?
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EL COLECCIONISMO COMO HISTORIA CULTURAL
Crónica y coleccionismo
El coleccionista es ante todo un ejercitador de la memoria; vive gracias al
recuerdo y lleva a cabo un esfuerzo por no olvidar. El escritor mexicano Sergio
Pitol, quien fuera amigo cercano de Monsiváis, lo apodó “Mr. Memory” (Pitol
51). Monsiváis todo lo recordaba, desde el día en que Cantinflas apareció
por primera vez en un escenario, hasta quién fue el guionista de la segunda
versión de una película de Alfred Hitchcock; pasando por la letra de un viejo
bolero olvidado, o los nombres completos de todos los secretarios de Estado
que conformaron el gabinete durante el gobierno de Adolfo López Mateos.
En Monsiváis es clara una relación estrecha entre el arte de coleccionar y el
interés por preservar el pasado; de ahí que la palabra memorabilia remita
a los objetos autografiados y otras mercancías propias de coleccionistas.
Para comprender el papel de Monsiváis en la cultura mexicana es necesario
poner atención a esta relación entre coleccionismo y memoria que está inscrita
en su obra. Las capacidades mnemotécnicas de Monsiváis posibilitaron que se
convirtiera en el gran cronista de la vida nacional. Gracias a la mirada crítica
y la ironía que lo caracterizaron, Monsiváis describió las transformaciones
sociales y culturales del país, dando cuenta de una sociedad emergente y
en crisis constantes. Se volvió el testigo privilegiado de nuestros gustos y
festejos; el arqueólogo recolector de hazañas cívicas, tradiciones vigentes
o errores ideológicos; el antologador cáustico de los cambios visibles en
nuestra forma de pensar, actuar y hablar. Por ello, la obra de Monsiváis es
en muchos modos una colección de escenas del pasado nacional, en todos
sus ámbitos. De ahí también la cantidad de temas y variedad de géneros
que sus textos enarbolan.
El campo editorial mexicano y latinoamericano se vio enriquecido por
las decenas de miles de cuartillas que Monsiváis compuso y difundió a
través de libros, artículos, ensayos, crónicas, prólogos, antologías, fábulas, conferencias, viñetas, biografías, parodias, entrevistas… que lo mismo
versan sobre la canción popular que sobre la poesía de Pellicer y Góngora;
dan cuenta de la historia magisterial y el modernismo hispanoamericano;
reflexionan en torno a la importancia de la lectura o evalúan los fracasos
de la administración porfirista; establecen puntos de contacto entre el melodrama y los discursos de los políticos mexicanos; analizan las mitologías
que se erigen sobre los héroes nacionales, mientras juzgan con ironía las
utopías religiosas de la izquierda latinoamericana; testifican la vitalidad de
las manifestaciones sociales y estéticas, a la par de enumerar los retrocesos
impulsados por las derechas del momento; caracterizan las ideologías que
están detrás de ciertas experiencias colectivas; revisan tradiciones… y otra
vez, un inacabable etcétera.
De nuevo, la acumulación. Una vez más, la pasión por el registro. Esa
voluntad cronística es lo que llevó a Monsiváis al ámbito del coleccionismo.
Mejor: Monsiváis hizo del coleccionismo una continuación de la crónica. Su
actividad como coleccionista de pinturas, fotografías y todo tipo de imágenes,
o para decirlo de forma más precisa, su oficio de museo a dos pies, no sólo
lo convirtió en un catálogo ambulante, sino que evidencia su intención de
retener el pasado y dar cuenta del mismo a través de un muestrario selecto.
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Recopilar y constituir un compendio crítico parece ser la consigna y el ideal
que Monsiváis detentó como cronista-coleccionista.
En ese sentido, la escritura de Monsiváis se erige sobre la idea de que el
registro acumulativo genera visiones de conjunto. De ahí el tipo de libros ante
los que nos confrontamos al leerlo: antologías de textos que en un momento
resultaban dispersos y hasta desconectados, pero que situados en un mismo
espacio y con cierta disposición, organizan la lectura de la realidad de un
modo singular. Este es un fenómeno propio del coleccionismo (y en general
de la historiografía) sobre el cual el mismo Monsiváis reflexionó: “Aisladas,
las piezas tienen un valor con frecuencia impresionante, pero únicamente
sus mezclas o, como se dice ahora, sus interacciones, les otorgan la otra
dimensión específica, la de pertenecer a una tradición o inaugurarla” (“El
Museo del Estanquillo” 27). El fenómeno del que hablo se vuelve evidente
en las antologías que Monsiváis compiló sobre distintos géneros (poesía,
cuento y crónica) y que son también colecciones. Tanto su antología de
poesía mexicana publicada por vez primera en 1966 (La poesía mexicana
del Siglo XX) como su antología de la crónica en México de 1979 (A ustedes
les consta) construyen panoramas críticos, establecen cánones de lectura
y constituyen textos en movimiento, pues Monsiváis tendió a renovarlos a
través de varias ediciones.
La idea de que crónica y coleccionismo son una misma actividad y poseen
las mismas funciones en la obra de Monsiváis se refuerza cuando observamos en sus publicaciones cómo se entremezclan texto e imagen. En casi la
totalidad de sus libros, desde Días de guardar (1970) hasta Apocalipstick
(2009), suelen aparecer representaciones icónicas (fotografías, caricaturas,
pinturas o grabados) que dialogan con los textos cronísticos o ensayísticos;
en la mayoría de las ocasiones, tales imágenes provienen de su colección
de arte. En el caso de los libros sobre cine y caricatura esto se presenta de
manera exacerbada. Como si el tema multiplicara los vínculos entre texto e
imagen, aparece ahí una mayor interposición entre retratos y reflexiones, de
modo que unos y otros se potencian. Buen ejemplo de ello son los libros A
través del espejo. El cine mexicano y su público (escrito en colaboración con
Carlos Bonfil) y Aire de Familia. Colección de Carlos Monsiváis –un maravilloso
muestrario de caricaturas, en el que Monsiváis escribe un significativo texto
bajo el título “La distorsión es la semejanza (Caricatura y dibujo satírico en
México)” (29-40).
No obstante, si hubiera que elegir un libro que atestigüe de modo radical
los vínculos entre crónica y coleccionismo sería Imágenes de la tradición viva
(2006), debido a la unidad y el grado de intercambio en que se ven envueltos
ambos oficios. En él podemos apreciar toda una biblioteca visual que incluye
arte indígena, fotografía urbana, cartón política, pintura mural y grabado,
así como el universo televisivo y cinematográfico al que Monsiváis era tan
asiduo. A partir de este catálogo imponente, Monsiváis ejerce su papel como
crítico de arte y como intérprete de la formación y consolidación del campo
artístico mexicano, explorando las transformaciones del gusto y las relaciones entre el ámbito artístico, el mercado y el Estado. De muchos modos,
el libro es una historia de la mirada nacional, de los modos de representar
simbólicamente la realidad a través de imágenes.
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EL COLECCIONISMO COMO HISTORIA CULTURAL
Un orden imaginario
Hablar de acumulación no es extraño para quien se acerca a uno de los
escritores más prolíficos que ha dado América Latina. El problema con los
polígrafos es que resulta difícil tener una idea de su escritura distinta a la del
caos. Cada vez que nos enfrentamos a la obra de Monsiváis pareciera estar
organizada a partir del desconcierto; una obra marcada por la anarquía, el
abigarramiento y lo desordenado. Quien entraba a su estudio podía comprobarlo: libros sobre libros; cientos de hojas acumuladas sobre el escritorio y
el piso; fotocopias, engargolados, comprobantes de compras, anotaciones a
mano, revistas… sin orden visible, que siempre se negaba, como lo afirmó en
su autobiografía temprana, “a remover o a examinar” (Carlos Monsiváis 57).
Esa es precisamente una de las características secretas del coleccionista:
el desorden. El crítico alemán Walter Benjamin, quizá el escritor que ha
reflexionado de manera más profunda sobre el coleccionismo, afirmó que
“toda pasión colinda con lo caótico, pero la pasión del coleccionista colinda
con un caos de recuerdos” (“Desempacando” 14). Monsiváis, nuestro “Señor
Memoria” según Pitol, fue el ejemplo más acabado del dictum benjaminiano.
Carlos Monsiváis: Mr. Disorder.
Al desorden lo acompaña la impotencia. Hay algo de frustración en la actividad coleccionista. Conversando con el periodista Carlos Payán, Monsiváis
se quejaba de los límites a los que se enfrentaba el acumular con fruición:
“Soy coleccionista de lo que puedo, de todo lo que está al alcance de mi
capacidad adquisitiva. Soy coleccionista de ritos, de gustos, de manías, de
fetichismos. De pronto se te vuelve inevitable” (“Con límite de espacio”).
En esta confesión, Monsiváis reconoce que la colección nunca puede estar
completa y en ese sentido el coleccionismo deviene pasión insensata. Se
trata de un arte de la incompletud basado en la memoria y sus pliegues
múltiples: nunca podremos poseer todos los ejemplares que puedan “terminar” o “clausurar” la colección, y además las lecturas sobre el pasado son
infinitas. La empresa es prácticamente borgeana (hay que recordar a Funes
y la biblioteca de Babel): contener la totalidad del pasado lleva al delirio.
No obstante, a pesar de la frustración y el desorden, las aspiraciones
acumulativas acarrean consigo un sentido histórico muy importante. Detrás
del caos aparente y en medio de las satisfacciones a medias, el coleccionista
lleva a cabo siempre un ejercicio de reordenamiento, mental y real, de los
objetos que conforman su acervo. Hay una intención de completud y de
jerarquización de aquello que se posee. El coleccionista tiende a interpretar
el pasado en función de un orden imaginario. Es el encargado de darle un
sentido y unidad a la diversidad de formas y estilos presentes en su colección. Y así lo hizo Monsiváis no sólo con las múltiples piezas que forman
parte del Museo del Estanquillo (institución que fue creada para resguardar
su sorprendente acervo), sino también con los personajes y acontecimientos
que retrató a lo largo de sus crónicas.
Sus textos, por más dispersos que se encuentren o caóticos que parezcan,
otorgan una imagen íntegra del México de las últimas décadas, y exploran,
desde distintas perspectivas, los rituales caóticos que nos permiten sobrevivir
en medio de una sociedad fracturada. Las crónicas de Monsiváis aspiran a
ordenar la realidad, aunque como en una colección el orden siempre esté
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amenazado. Y esto es fácil verlo en la elección de géneros “menores” y en el
carácter marcadamente provisional de su discurso, repleto de voces narrativas
donde el tono subjetivo y la parcialidad de los puntos de vista se detentan
como orgullosamente limitados y fugaces. De ahí que la obra de Monsiváis
se conciba a sí misma como una escritura de lo provisional, aunque siempre
esté en búsqueda de ese orden utópico, de esa colección total de lo que
conforma la realidad mexicana. La escritora argentina Beatriz Sarlo lo dice
con estas palabras: “la pasión del coleccionista se alimenta precisamente
del deseo de completud y del saber que ella es, en el mejor de los casos,
provisoria” (34).
Como se ve, entre los múltiples oficios que también coleccionó (cronista,
historiador, crítico cultural, periodista, bibliófilo, ensayista, actor, polemista,
esteta, fabulador, forjador de opinión pública, analista de cine, comentarista
político), probablemente el de coleccionista es el que más acabadamente
definió a Monsiváis. Muchos han sostenido que el coleccionismo es una actividad individualista que tiene que ver con el gusto adquisitivo, con la cultura
moderna del consumo. Monsiváis mismo lo reconoce:
Vivo entre cerros de libros que ya no sé cuáles son, entre
objetos que ya no sé defender… La insaciabilidad se relaciona con el gusto adquisitivo… En algún momento de
mi snobismo dije ‘no puedo pasarme los fines de semana
en un centro comercial’ y ahora me la paso los fines de
semana en la Lagunilla… Me propuse ir en contra de la
sociedad de consumo y creé mi propia minisociedad consumista (“Con límite de espacio”).
En uno de los textos que conforman Los rituales del caos se confirma lo
anterior. Su título es, además de profuso, muy revelador: “La hora de las
adquisiciones espirituales. El coleccionismo en México (Notas dispersas que
no aspiran a formar una colección)”. En él, Monsiváis define al coleccionismo
como una devoción y un homenaje hacia las tradiciones que provocan placer
estético, de modo que se convierte en “la aventura que comienza de modo
tímido y se amplía al rango de pasión devoradora, de urgencia inacabable de
propiedades exclusivas” (232). Si el coleccionismo constituye “la ‘privatización’
de un territorio del gusto” (232), también es “la más noble de las pasiones
egoístas” (“El Museo del Estanquillo” 9). Al menos esto resulta cierto en el
caso de Monsiváis. Y esto tiene que ver con la responsabilidad pública de
sus obsesiones recolectores.
Al hablar sobre la tarea de coleccionar, Monsiváis se autodefine como un
cuario en oposición a los anticuarios, aquellos sujetos con afán mercantil
que comercian con el pasado en búsqueda de acumular riquezas1. Para
Monsiváis coleccionar no debe responder a esas exigencias en la medida
en que el coleccionismo siempre implica valoraciones íntimas y estéticas en
1
Es interesante cómo Monsiváis describe esa lucha imaginaria: “somos cuarios y estamos
rodeados por ese bosque de trampas, apetencias y cuchilladas por la espalda” [de los
anticuarios]. (“Con límite de espacio”).
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EL COLECCIONISMO COMO HISTORIA CULTURAL
torno a lo público. Y es el mecanismo a partir del cual se construye un patrimonio común. De ahí que Monsiváis haya decidido donar sus colecciones
a los habitantes de México y formen ya parte de nuestra memoria colectiva.
Decía Benjamin que “el rasgo más distintivo de una colección siempre será
su transmisibilidad” (“Desempacando” 21). En este sentido, para Monsiváis
coleccionar es una forma no sólo de leer el pasado sino de compartirlo con
los contemporáneos, pues coleccionar es a fin de cuentas “entrar en relaciones familiares con una obra y su creador o su creadora; frustrarse por
lo que otros consiguen o han conseguido sin prever ni la existencia ni las
ambiciones de los demás; convertir un gusto en una pasión o una obsesión;
examinar a fondo un estilo, unos procedimientos, un ámbito de preferencias
estéticas; adentrarse en una obra, un género artístico, una excentricidad
reiterada” (“El Museo del Estanquillo” 9). En suma, coleccionar supone hacer
una lectura de la historia y de las tradiciones, así como del espacio público
en el que éstas se desenvuelven.
Historia cultural, memoria política
En Monsiváis el placer de acumular, recordar y darle sentido a la realidad
se convierte en obsesión estética y adquisitiva, pero también en ejercicio
historiográfico. De algún modo estamos tratando aquí con un historiador, en
todo caso, con un historiador muy peculiar; Monsiváis fue específicamente, además de un gran prosista, un historiador de la cultura. En ese papel,
Monsiváis se presenta ante todo como intérprete, es decir como un lector
y un crítico: juzga la realidad en función de cómo lee el pasado2. El afán
monsivaíta por desentrañar la realidad tiene que ver justo con esa comprensión del ayer que la actividad del historiador detenta, y con la conciencia
de que dejar testimonio del pasado (a través de la crónica) posee un valor
perdurable en una sociedad que se destruye todos los días.
Cronista peculiar, Monsiváis reivindica un coleccionismo atípico. Y es que
su trabajo no consistió sólo en coleccionar hechos y hacer el recuento de
los mismos, sino sobre todo en mostrarlos. Además de historiador, su oficio
es el de ser memoria colectiva. Esto es claro de apreciar en el Museo del
Estanquillo. Las caricaturas de Andrés Audiffred, Gabriel Vargas o Santiago
Hernández; las litografías que compró de Claudio Linati y José Guadalupe
Posada, los grabados de Leopoldo Méndez, las maquetas de Teresa Nava o
su colección de miniaturas y fotografías, hablan de un interés iconográfico
por reconstruir la historia de la nación de forma que sea visible. Puesta en
museo, su descomunal colección (más de dieciséis mil piezas) resulta un
retrato necesariamente fragmentario pero reordenador de la historia gráfica del país. Repertorio de estereotipos y estímulos visuales, el Museo del
Estanquillo permite acercarnos a lo que se veía en otros tiempos y a cómo se
observaba el mundo en distintas épocas; en conjunto, constituye el registro
de las diversas miradas estéticas que han habitado el país.
2
Lectura y coleccionismo aquí se dan la mano: son actividades acumulativas que no tienen
fin pues no pueden agotarse y aunque poseen el deseo de totalidad, nunca lo consiguen.
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Así como en la crónica Monsiváis restituye las funciones políticas del género
(Sánchez Prado 309), su actividad como coleccionista siempre trae consigo
una lectura política de la historia. ¿Cómo analizar esa relación?, ¿cómo dar
cuenta de los vínculos entre política, coleccionismo e historia? Se ha analizado
el discurso historiográfico de Monsiváis como una adecuación de los recursos
tropológicos de la crónica al trasladarse al ensayo cultural (Ruisánchez).
También se ha indagado sobre cómo Monsiváis fue adquiriendo mayores
capacidades historiográficas, en la medida en que fue privilegiando la comprensión y la descripción de los procesos de larga duración (y sus múltiples
interconexiones) por sobre el impulso crítico del juicio reduccionista, ante
fenómenos cada vez más complejos (Wolfson). Lo que me interesa remarcar aquí es de qué manera la actividad coleccionista también constituye un
método para hacer historia cultural, a partir del legado político e ideológico
que Monsiváis le imprime a sus colecciones.
Tzvetan Todorov afirma que el trabajo del historiador “no consiste solamente en establecer unos hechos” (49) y seleccionarlos como los más
significativos del pasado, sino en orientarlos en función del presente. Y agrega
que los historiadores deben trabajar en función de la búsqueda, no sólo de
la verdad sino del bien. El planteamiento de Todorov sintetiza con precisión
la concepción histórica de Monsiváis y sus finalidades políticas a la hora de
elegir qué coleccionar. Si su obra es un esfuerzo de explicación del devenir
moral de la sociedad mexicana, también busca ser un método de educación
ciudadana y artística.
En el catálogo del Museo del Estanquillo, Monsiváis justifica el porqué
coleccionar artefactos cuya valoración estética no estaba, en su momento,
culturalmente reconocida: “Un coleccionista en México no puede (ni debe)
desatender la riqueza testimonial y artística de las fiestas, las matanzas y
las reivindicaciones del poder” (En orden de aparición 29). Así, Monsiváis
decide ponerle atención a artistas, objetos y temas que no estaban incluidos
en el circuito del mercado del arte, con lo cual establece una reivindicación
de aquellos procesos de simbolización aún no canonizados. Al referirse, por
poner un ejemplo, a la obra de Roberto Ruiz, Monsiváis afirma:
El problema central de estos artistas populares es la falta
de difusión y la falta de apreciación crítica de su trabajo.
No se les concede la alabanza o el reconocimiento, porque,
de acuerdo al criterio despectivo de la burocracia cultural, sus obras no se singularizan, corresponden todas al
Pueblo, la entidad abstracta que carece de recompensa
ajena a su propia existencia. (En orden de aparición 30)
Monsiváis construye a través de sus colecciones una perspectiva crítica que apunta a desmantelar los presupuestos ideológicos en los que se
sostiene el coleccionismo tradicional. La narrativa documental presente en
sus colecciones, y visualmente asimilable, estimula nociones transgresoras
sobre lo artístico. Esto se aprecia cuando embiste en contra de la idea de
artesanía, respecto a la cual dice: “es una ingencia para quienes no sabrían
cómo calificar el trabajo, y es un método de prepotencia racista y clasista”
(En orden de aparición 31).
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En otro espacio señalé la importancia que Monsiváis da a lo kitsch como
noción reivindicativa del gusto popular (La ciudad como texto 151). Hay que
agregar que, entre otros logros, el coleccionismo monsivaíta modifica nuestra manera de concebir lo estético, de leer la historia del arte y de pensar
el coleccionismo mismo, ya no como escuela de purificación del gusto, sino
como ejercicio del gozo estético sin ánimo excluyente. El propio Monsiváis
apunta a ello al hacer un recuento del tipo de coleccionismo que ha ejercido:
“más que de una colección, dispongo del entrecruce de colecciones diversas,
donde figuran clásicos de la fotografía en México, testimonios de historia y
sociedad, apogeos de la nostalgia social y familiar, delirios del kitsch” (En
orden de aparición 34).
De este modo, Monsiváis exalta aquellos comportamientos que a los
discursos hegemónicos (del mercado y la crítica artística) les pasan desapercibidos, ya sea porque no son “culturalmente inteligibles” (Franco 198)
o porque resultan disidentes frente a las prácticas normativas de las tradiciones culturales del país. Así, logra revertir los modos en que se registra
la historia, propone una lectura subversiva del pasado (poniendo el acento
en lo anónimo, lo cotidiano o lo marginal), e invierte con ello los cánones
dominantes en las narraciones de lo nacional.
El de Monsiváis es un archivo de imágenes consagradas por el gusto
personal, pero no sólo con la finalidad del placer individual, sino con una
función pública. Para construir una visión ética y estética en torno al pasado,
el historiador debe dar luz sobre la contemporaneidad. De ahí que Monsiváis
no coleccione con ánimo nostálgico; lo hace en búsqueda de tradiciones valiosas que en su conjunto propicien una suerte de herencia colectiva crítica.
Lo que lo salva de regodearse en la añoranza o de caer en la mitificación
del ayer es la idea de que, antes que nada, el cronista-coleccionista tiene
una responsabilidad pública. Por ello en Monsiváis la memoria constituye
una fuerza política: cada vez que elige y analiza una imagen reconstruye
el momento cultural que la originó, la examina en función de un proyecto
de nación posible, basado no en la nostalgia, sino en la relectura crítica e
irónica del ayer.
Al establecer una tensión entre el pasado (histórico) y el presente (narrativo), al interior de una imagen, Monsiváis politiza la historia. Lo que
Monsiváis busca con ello es interpelar al espectador estableciendo líneas de
continuidad con el presente histórico que éste vive, de manera que tome
conciencia sobre su propio lugar al interior de la sociedad. Por ello es que
la historia cultural que Monsiváis propone es la que testimonia la transformación de los comportamientos a favor de una cada vez mayor apertura y
tolerancia, y en contra de los habituales mecanismos de control y coerción
sociales: la censura, el sometimiento de la disidencia, la violencia política, el
abuso del poder, el aislacionismo cultural, la intolerancia religiosa o sexual,
el silenciamiento de la crítica y la represión abierta. En suma, su proyecto
historiográfico busca el desciframiento tanto de los vínculos entre lo cultural
y lo político, como de los avances y retrocesos de la modernización cultural.
Gracias a esto, Monsiváis no sólo enseña que coleccionar es leer críticamente
el pasado en función de una promesa de futuro. También muestra que la
falta de hábito de coleccionismo en una sociedad, corresponde a la ausencia
de tradiciones críticas de lectura.
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Coda: el aleph borgiano
Entrar al Museo del Estanquillo es tener una imagen en miniatura del
pasado mexicano, es tener una visión privilegiada sobre lo que es esa caótica
y al mismo tiempo entrañable realidad. Lo mismo ocurre al abrir un libro de
Monsiváis: adquirimos la evidencia de que el aleph borgiano se encuentra
en la Ciudad de México –el ojo de Dios, la totalidad de las cosas en un metro
cuadrado. Monsiváis retrató tantas veces la realidad que le impuso un talante complejo, un perfil abigarrado y diverso; al hacerlo, edificó una imagen
múltiple sobre sí mismo, calidoscopio de aristas sin fin. Como bien lo dilucidó
Christopher Domínguez Michael, “Monsiváis, ocultándose entre la multitud,
nos ofreció, como mapa de la realidad mexicana, un autorretrato” (80). En
efecto se trata de un escritor que nos enseñó a leer nuestro entorno a su
manera. A partir de sus heterogéneos gustos personales, manías y pasiones,
diagramó la visión que tenemos sobre nuestra propia realidad e identidad
nacionales. Gracias a su delirio acumulativo contribuyó, como muy pocos, a
la comprensión crítica de nuestro pasado y al incremento de la inteligencia
moral de nuestra época. Si como dice Walter Benjamin “la verdadera medida
de la vida es el recuerdo” (Tentativas 143), no cabe duda que a Monsiváis
lo vamos a extrañar infinitamente.
Obras citadas
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Coleccionismo
Dos textos inéditos de Carlos Monsiváis
Moisés Rosas
Museo del Estanquillo
Nota introductoria
Carlos Monsiváis dedicó toda su vida a reflexionar sobre México, sobre
su historia, sobre las múltiples vertientes que tiene nuestra sociedad. Fue
el gran analista social, político, y cultural por antonomasia, del último tercio
del siglo XX y principios del siglo XXI. Su visión del país, sus inquietudes,
su rica mirada sociológica y antropológica, siempre atenta a los cambios,
lo llevó, desde muy joven, a iniciar una colección que hoy tiene más de 20
mil piezas. Todas ellas son la materialización, justamente, de la visión de
cronista que siempre conservó.
Los temas que forjaron sus escritos, ponencias, intervenciones públicas,
sus ideas políticas y charlas privadas, se ven reflejados en objetos como fotografías, obra gráfica, caricaturas, arte popular, libros, periódicos, documentos
inéditos y raros para la historia de México. Objetos que otros coleccionistas
difícilmente hubieran apreciado, al estar reunidas por él, establecen un diálogo
fascinante sobre la vida política, social y cultural de México. Su colección es
una crónica de la historia del país.
La colección se nutrió de múltiples fuentes: desde lugares muy conocidos,
como La Lagunilla o la Plaza del Ángel, en la Ciudad de México, hasta piezas
provenientes de colecciones privadas; pasando por otras que conservaban
particulares y que tenían en sus manos algún objeto que a él le interesara.
Sólo él supo, a lo largo de los años, qué iba comprando, por qué lo compraba
y qué significación adquiría cada objeto, en el conjunto de la colección que
con talento, esmero y dedicación, reunió a lo largo de su vida.
Monsiváis logró crear un Patrimonio Cultural para México de inigualable
valor, que hace de esta colección una confluencia de ideas, inquietudes, derroteros y rutas para conocer, aprehender y pensar a nuestro país.
El 23 de noviembre del 2006, el Museo del Estanquillo abrió sus puertas
en el viejo y emblemático edificio de la antigua joyería “La Esmeralda”, en el
corazón del Centro Histórico de la Ciudad de México, el cual fue acondicionado
como museo para albergar la colección de Monsiváis, a fin de que ésta fuera
objeto del disfrute social y colectivo como él aspiraba.
La jefatura de Gobierno del Distrito Federal ha apoyado el funcionamiento
del recinto, a través de la Secretaría de Cultura, y, por otra parte, el Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes, a raíz de la llegada de la Licenciada
Consuelo Sáizar, por primera vez ha apoyado de manera decisiva la actividad
de la Colección y del Museo. Estas instituciones han tenido como propósito
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el cumplimiento de uno de los últimos deseos del coleccionista: realizar
más exposiciones y promover la itinerancia de las muestras, para que sean
apreciadas por la mayor cantidad de público de la capital del país y en las
diversas regiones de México.
En estos años, casi 800 mil visitantes han podido ver, disfrutar y aprender
de las colecciones de Monsiváis a través de 24 exposiciones, entre las que
destacan “En orden de aparición”, “De San Garabato al Callejón del Cuajo”,
“Te pareces tanto a mí”, “México a través de las Causas”, “Alberto Isaac.
Caricaturista”, “Los grandes festejos del Centenario 1910”, “José Guadalupe
Posada en las Colecciones Carlos Monsiváis”, “Armando Herrera. Fotógrafo de
las estrellas” y “Dos miradas al fascismo: Diego Rivera y Carlos Monsiváis”.
Claudio Linati, José Guadalupe Posada, Rufino Tamayo, Carlos Mérida, José
Chávez Morado, Jesús Guerrero Galván, Miguel Covarrubias, David Alfaro
Siqueiros, Graciela Iturbide, Leopoldo Méndez, Teresa Nava, Tina Modotti,
Manuel Álvarez Bravo, entre otros muchos creadores, se hallan representados en la colección.
El cine, la literatura, las artes plásticas, la poesía, la política, el humor,
el teatro, la música, desfilan a lo largo de este acervo. Monsiváis no omitió
nada. Formó su colección en torno a su visión, a su crítica y a su deseo de
cambio de la sociedad mexicana.
Su vocación política, su emoción social le llevaron a construir un discurso
a través de los objetos que no hacen sino mostrarlo como un intelectual,
un escritor brillante, lúcido, agudo, con un profundo amor a su país. Carlos
Monsiváis, a través de su colección, revela el alma de México.
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ISSN 0716-0798
El Museo de Estanquillo
Carlos Monsiváis
A todo coleccionista, al margen de sus ambiciones, sus designios y sus
posibilidades adquisitivas, siempre lo sorprenden las muestras panorámicas
de sus presas, que difieren notablemente de sus expectativas, por detalladas
que sean o hayan sido. Llevo tiempo convencido: las colecciones, al irse armando a pausas, no dejan sospechar lo que les depara la visión de conjunto.
¿Por qué sucede esto? Aisladas, la piezas tienen un valor con frecuencia
impresionante, pero únicamente sus mezclas o, como se dice ahora, sus
interacciones, les otorgan la otra dimensión específica, la de pertenecer a
una tradición o de inaugurarla o de negarla o contradecirla, o asumirla por
un placer nunca tan anacrónico como parece. Y la verdadera gran tradición
es el azar. Un ejemplo: en 1973 adquirí mis primeras caricaturas de Miguel
Covarrubias, de cuya importancia y fama estaba al tanto pero sin apasionamiento. Desde entonces, con suerte crecientemente disminuida, he adquirido
otras piezas de Covarrubias, varias bellísimas y todas en calidad de inevitable.
En ese lapso, el reconocimiento de su obra, se han multiplicado los libros y
las exposiciones retrospectivas, se sabe ya de la ubicación de acervos, pero
en mi memoria nada equivale al gozo del primer encuentro, la serendipity
que decidió esta colección.
Otro tanto me sucede con Ernesto García Cabral el Chango, un dibujante
portentoso que apenas ahora recibe el homenaje de libros y retrospectivas.
Éste es el caso de Rafael Freyre, y de los dibujantes de cómics de la primera
gran época, afectados hasta ahora por el desdén que ha querido desvanecer a creadores tan excepcionales como Hugo Tilghman, Andrés Audiffred,
Germán Butze, Acosta, Gabriel Vargas, y en la época contemporánea el
trabajo notable de Eduardo del Río Rius.
La fotografía: los valores de las imágenes
El polaco Stanislas Jerzy Lec lo dijo memorablemente: “No hay que estar
ciego desde ningún punto de vista”.
Desde que lo leí el aforismo, y en relación a la fotografía, no he dejado
de preguntarme: ¿cómo se utilizan todos los puntos de vista a que una
persona tiene acceso? En el caso de la fotografía, la respuesta se dificulta
por la falta de hábito de coleccionismo en México, al ser relativamente
reciente el prestigio de este medio expresivo, y al apenas surgir en estos
años, impulsados por el Archivo de Pachuca y el Centro de la Imagen,
los expertos de conocimientos históricos y técnicos, capaces a la vez de
recuperaciones insólitas y de promover los talentos que emergen. Estos
recopiladores ya desplazan al coleccionista intuitivo o romántico (soy un
ejemplo), librando a los benéficos azares del vagabundeo por anticuarios
y ofertas de ocasión.
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La historia como protección de certezas trágicas y
traiciones y saqueos que admiten su caricaturización
Un coleccionista en México no puede (ni debe) desatender la riqueza
testimonial y artística de las fiestas, las matanzas y las reivindicaciones del
poder. Desde la portentosa generación de la reforma liberal, con don Benito
Juárez, el vencedor imperturbable, hasta la épica asesinada del movimiento
estudiantil de 1968, la Historia entrega imágenes deslumbrantes, estremecedoras o pese a todo magníficas, de la truculencia condecorada del dictador
Porfirio Díaz a los cadáveres de Emiliano Zapata, Pancho Villa y Venustiano
Carranza; de los ejércitos revolucionarios en campaña a las ceremonias del
mando con frecuencia provisional; de las multitudes en pos del caudillo a
los generales en vísperas de la derrota; de la jactancia de Álvaro Obregón y
Plutarco Elías Calles a los dibujos de José de León Toral, el asesino de Obregón.
Si la Historia no es revisable sí que es coleccionable.
De la fotografía como renacimiento social
En el siglo XIX, pertenecer a la Sociedad es algo distinto a lo más normal
del mundo: es un catálogo o un muestrario de acciones, propiedades, actitudes, gestos, presentimientos o premoniciones de la estatua en que habrá de
convertirse como uno de los elegidos. Y por eso la obligación de fotos en donde
resplandezca el señorío, la distinción, la figura inaccesible (en el caso de las
mujeres), el aire severamente escultórico, la presunción de la vida cumplida
con donaire desde el día del nacimiento (en el caso de los hombres). De este
ingreso a la Sociedad (la única existente, la única concebible), no se escapa
nadie, ni los liberales, ni los conservadores, ni los clérigos, ni los ateos secretos
(en caso de que los haya), todos incorporan a sus ofrecimientos de visita la
foto que reserva y potencia su dignidad. Son, y en forma consciente, parte
de la Sociedad que se hojea a si misma como un álbum, que no entendería
el desdén a las buenas maneras, esas que se inician con la acción de posar
inmutables ante esos avisos de la posteridad que son los vecinos.
Renato Leduc escribió: “Tiempos en que era dios omnipotente,/ y el señor
don Porfirio Presidente, / ¡Tiempos, ay, tan distintos al presente!”. De haber
presentido estos versos los Porfirianos Eminentes, se habían sentido ultrajados
por partida triple. A las blasfemias obvias, se añadía otra, igualmente grave:
un porvenir que se atrevía distanciarse del presente magnífico. ¿Quién concibe
tal herejía, un mundo donde no priven la pompa perpetua y las circunstancias
opulentas? El dictador, su corte y la sociedad adjunta la confianza a la cámara
la preservación de su paso por la tierra, y algo tal vez más importante: la
imagen de una elite congelada en la grandeza. En muy buena medida, en
estas fotos se concentraba la convicción del triunfo interminable. Al posar, la
minoría selecta le regala a la posteridad su bien más preciado, la conversión de
sus personas en objeto de culto social. Y de esto, por ejemplo, dan testimonio
estudios de fotografía como el de Cruces y Campa y el de Valleto.
El privilegio de la mirada. Los fotógrafos de la larga etapa supieron ver
lo que cada paisaje (cada persona, cada situación) ofrecía de único e irrepetible, y por eso seguimos contemplando su trabajo. Entre otros Guillermo
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EL MUSEO DE ESTANQUILLO
Kahlo, Lupercio, Brehme, Waite, Juan Crisóstomo Méndez, Manuel Ramos,
Natalia Baquedano, Manuel Álvarez Bravo, Lola Álvarez Bravo, Nacho López,
Héctor García, Antonio Reynoso, Rodrigo Moya. Son clásicos, y se necesita
el término porque el lector/espectador, aun sin participar de las claves del
momento de sus fotos, extrae de ellas noticias sorprendentes sobre sí mismo,
su capacidad de goce, su deslumbramiento ante la belleza. También estos
artistas son clásicos porque ente el diluvio de opciones para cada imagen
eligen la que más aguda o más entrañablemente sigue hablándole al “espíritu de las generaciones”, al que defino como la voluntad de educarse en la
observación de los grandes logros. Son clásicos porque nos transforman de
manera gradual y perdurable, al enseñarnos a ver, nos trasmiten de paso
el método que incorpora sus imágenes a nuestro trato visual con el mundo.
Las negociaciones del llanto: los niños muertos
Cada comunidad y cada familia, con afán indetenible y creciente, buscan
perpetuar los instantes de felicidad recalcitrante, cuando el cumplimiento
de los ritos comunitarios augura las sucesivas victorias sobre –de menos a
PiVʥODWULVWH]DHOGRORUODPXHUWHHOROYLGR'HHQWUHHVWRVUHFXHUGRV~QLFRV
de la vida cotidiana, los más conmovedores, en una etapa según creo, son
los niños muertos (“los angelitos de la vida truncada”), y las fotos de boda,
donde, con la excepcionalidad del caso, una pareja se propone ir hasta el fin
de las horas compartidas, mostrándole a la Sociedad (su sociedad) el rostro
del alborozo dignificado y los rasgos de la inocencia a dúo. Por sobre otras
estampas de familia –los bautizos, las primeras comuniones, las fiestas de
cumpleaños, la celebración de los asensos, los velorios– las fotos de niños
muertos (costumbre desaparecida) y del día de la boda (costumbre acribillada
por el temor del kitsch) continúan ofreciendo el sentimiento en su mayor
pureza, la tristeza irremediable y el candor iluminado.
Las tarjetas postales
La moda europea de las tarjetas postales se extiende en América Latina en
la primera mitad del siglo XX, al amparo del primer auge de la fotografía y de
la mejoría en los servicios de correos. Las postales cubren funciones varias:
amplían el conocimiento de las ciudades y costumbres; fomentan la ilusión de
viaje; subrayan la importancia de los paisajes en el canon estético; divulgan
como rareza a personas y situaciones de la vida cotidiana; se convierten en
símbolos coleccionables de la buena voluntad de la memoria; son señas del
amor decoroso y decente… nadie se exime de enviar o atesorar o apreciar
estas tarjetas, y de reconocer la belleza o la excelsitud kitsch (llamada entonces índole cursi) de la industria que democratiza las imágenes fotográficas.
Teresa Nava: memoria y creación
Artista panorama
de lentes de cristal
que fuera la ventana
por donde se asomara
mi emoción primordial
Francisco González León
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Doña Teresa Nava (1926-2004) es y seguirá siendo una institución del
talento, la paciencia, la evocación inmejorable, el alegrísimo amor al pasado
y el regocijo de la precisión en sus cajas o dioramas o maquetas. A su modo
es una artista notable, y su modo incluye un extraordinario sentido de la
composición, el gusto por el detalle exacto y el don de crear sus impresiones
de Puebla, la ciudad natal (donde nace en la Ocho Poniente), con todo y su
vida religiosa, sus comercios, sus conventos y las creencias o las fábulas aún
vigentes en las primeras décadas del siglo X, cuando la Revolución (guerra
civil, instituciones, creaciones culturales) no interrumpe, sino complementa
un orden de convivencias y de armonías domésticas ya amenazado por la
modernidad. Como es previsible, doña Teresa es otro de los magníficos desprendimientos del mundo al que Ramón López Velarde le cedió el apellido.
Aquí no hay pintoresquismo alguno, sino un plan minucioso para salvar las
costumbres que se han desvanecido, y darle su sitio a las escenas que en
su momento pasaban inadvertidas. Lo ocurrido en la poesía (López Velarde,
González León, Alfredo R. Placencia), y en la pintura (Chuco Reyes Ferreira,
María Izquierdo, Antonio Ruiz el Corzo), actúa también en el arte popular.
Allí las leyendas locales y las realidades deslumbrantes de lo triturado por la
modernidad se ven recuperadas por una conciencia atenta. Teresa Nava, con
otras palabras pero con el mismo sentido entrañable, se aleja del Progreso,
y ejerce la Patria íntima, el encauzamiento de las vidas por la estética de lo
tradicional, el desmenuzamiento de las costumbres en formas y tonalidades
esmeraldas y brillante.
La memoria creadora: he allí una de las claves para situar el trabajo de
Teresa Nava. A partir de las devociones familiares y personales por el arte,
y con respeto y delicadeza, reconstruyendo lo que le consta y lo que le ha
relatado, lo que imagina y el retrato puntual de sus intuiciones. A Gerardo
Ochoa Sandy le relata:
Por esos años (la década de 1970) es que comencé a trabajar las maquetas o, como dicen ustedes, los dioramas.
A mí se me ocurrió porque un día, pasando frente a una
pulquería, La Perla, localizada en la Calle 4 Poniente y 8
Poniente, un anciano me comentó. “¿Qué le está mirando
a esta pulquería tan espantosa? Y pensar que eran tan
hermosas”. Y como el anciano me platicó tanto de ellas,
me propuse hacer una, pequeñita, como testimonio. ¡y
pulquería que hacía pulquería que vendía! Pues la verdad
es que me llevaba las pulquerías a Los Sapos para vender.
Yo creo que vendió como seis o siete. Fue entonces que
me puse a pensar. ¿y por qué no hago tiendas y no nada
más pulquerías? Y así me seguí con la jarciería, la botica,
la carpintería, la talabartería, la pastelería…
Al reconstruir jarcierías, sombrererías, peluquerías, carnicerías, rebocerías, tiendas de artículos musicales, funerarias, escenas de bodas, café de
chinos, fondas, bailes de quince años, negocios de ricas aguas frescas, florerías y baños y lavanderos públicos (entre otras muchas incursiones de su
“arqueología” peculiar), doña Teresa va al fondo de sus recuerdos y de sus
experiencias poblanas. El papel de puebla es aquí primordial. Es la ciudad
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tradicionalista, donde sólo es verdadero lo que no cambia, y es el emporio de
los establecimientos pequeños, los anteriores a la masificación y a los malls.
Y Puebla, también, es el ámbito inmejorable de la patria íntima, del tiempo en
que cada negocio se hacía de una clientela, y la suma de los establecimientos
pequeños constituía la atmósfera urbana definitiva, en donde una persona
no necesitaba localizar su identidad en una cultura, porque tal empresa era
una obviedad: los ámbitos decorativos por donde la gente se desplazaba eran
singulares, y la cultura homogénea, de corte mestizo, incluía en uno solo a
lo religioso y lo pueblerino, la fiesta y la procesión, el chinguirito y la voz a
ti debida, Patroncita. Esta cultura, al lado de la selección cromática, es un
muestrario de las cuaresmas opacas, las ventas de chía, las cantadoras, las
madererías de Dios, el santo olor de las panaderías, la fe en la Guadalupana,
los cohetes, los muebles, los bordados para las congregaciones.
Doña Teresa es un resumen de la mejor tradición, de la que es también
respuesta instintiva y corporal. Recuerda, mirada, todo lo que has venido
atesorando. Allí está por ejemplo la tienda de artículos escolares:
La enseñanza Objetiva
Silabarios, pizarras, pizarrines,
libros de primaria, cuadernos, etcétera.
O La Poblana (ricos helados de frutas naturales y de temporada), o
Casa Pérez (tinas para baño, barriles, bateas, palas de panadero, hilazas).
Recuerda, mirada. Le confía a Ochoa Sandy:
Entonces me puse a trabajar en los comercios que yo
conocí, y en los que no conocí, en los otros que me han
platicado. Como le dijera a ustedes, yo me fui a buscar
a unos viejitos en el asilo de ancianos para preguntarles
cómo eran los comercios. Yo preguntando, ellos hablando y yo apuntando, y más o menos ya así tenía la idea.
Al principio no querían platicarme, pero poco a poco fui
encontrándoles el modo, al final ya no salía del asilo.
Doña Teresa todo lo retiene, de sus vivencias o de la cultura oral. Y su
afán es trasmutar las experiencias propias y ajenas en escenas plásticas
que actúan a modo de autobiografía, de registro de una ciudad y un tiempo,
del anecdotario interminable. Casi literalmente se puede decir que cada
una de sus cajas, dioramas o maquetas, es un trozo de la vida comunitaria. Si conoció los establecimientos, o si oyó de ellos, los reproduce en un
traslado íntegro de imágenes. Véanse, por ejemplo, dos de sus grandes
trabajos, el convento y la casa de una Buena Familia. La retentiva es impecable, la tradición no es a fin de cuentas sino la vivificación del pasado.
El convento, de principios de siglo, es casa de recogimiento, ciudad en
miniatura y utopía religiosa, y a la residencia uno se soma sabiendo que
allí se esencializa ese deseo de sombrar y de merecer respecto que marcó
el alejamiento de la secular.
No hay en la obra de Teresa Nava asomos de modernidad. Lo que recrea
es anterior a la fiebre de la americanización. Y se acredita por el cuidado en la
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recreación. “Se ha dormido un impulso”, y doña Teresa, romántica en el mejor
sentido de la palabra, lo convoca en sus formas miniaturales, muy al tanto de
que en su caso el recuerdo es un catálogo de secuencias detalladas. Dios está
en el detalle, aseguró Mies van der Rohe, y Teresa Nava, por su cuenta acata
en su obra consignas similares. Dios sigue presente en el detalle, la realidad
evocativa abomina de los espacios vacíos, la tradición es un conjunto de remembranzas, la nostalgia no tiene sentido si no se mueve en cuartos cuajados
de objetos. Teresa Nava suscribiría los versos de Francisco González León:
Sueños y bronces:
mi cariño extraño
por las cosas de antaño,
por las cosas de entonces…
En su ejercicio óptimo de la memoria y la creatividad, Teresa Nava asume
su experiencia y la trasforma en resistencia al olvido y en legado de la ciudad
que fue y que en su obra persiste con elegancia mínima y máxima. “Aquello
sin embargo/ debe de estar lo mismo”.
Roberto Ruiz: la flor de la calaverada
Si algo prueba el extraordinario caso del maestro Roberto Ruiz, es la inutilidad de las fronteras entre artesano y artista. Sin duda, es un artesano,
así se ha formado, así se ha calificado durante mucho tiempo su labor, tal
es la índole de su amoroso acercamiento a la miniatura. También, de modo
inequívoco, es un artista, por la imaginación que lo concentra sin repetirse
en unos cuantos temas, por la variedad de formas y soluciones, por la combinación de elegancia y delicadeza.
¿En qué contexto se desenvuelve la obra del maestro Ruiz? En el de la
“crisis de las artesanías” y el descenso notorio de la calidad en la producción
masiva. Esto, que es cierto, se origina en parte por el desdén en la valoración de su trabajo que, sin embargo, no evita la continuidad de la gran
tradición en algunos lugares y, sobre todo, en algunas familias, ni impide
la emergencia de creadores de primer orden. El problema central de estos
artistas populares es la falta de difusión y la falta de apreciación crítica de
sus trabajo. No se les concede la alabanza o el reconocimiento, porque,
de acuerdo al criterio despectivo de la burocracia cultural, sus obras no se
singularizan, corresponden todas al Pueblo, la entidad abstracta que carece
de recompensa ajena a su propia existencia. Y lo que no se toma en cuenta
en el siglo XX es la originalidad y, con frecuencia, el carácter vanguardista
de los artistas populares, obstinados en la mezcla incesante de tradiciones y
visiones modernas, en la actualización de temas y técnicas, en los lenguajes
artísticos que, sin saberlo, corresponden a búsquedas y logros internacionales.
Al respecto, en un penetrante ensayo “Sobre la creatividad… o cómo
buscarle”, en Culturas Populares y política cultural (Museo de Culturas
Populares- SEP. 1982), sostiene el antropólogo Arturo Warman:
La creatividad popular sucede en un espacio indiferenciado.
Más estrictamente, se da en los procesos de trabajo y de
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CARLOS MONSIVÁIS
EL MUSEO DE ESTANQUILLO
la vida cotidiana, sin separarse de ellos, incorporada al
quehacer que permite la sobrevivencia, a la producción.
Las condiciones para la creatividad son tan rigurosas como
son las condiciones de vida y de trabajo.
Los recursos materiales son escasos y pocos los procesos técnicos a los que se tiene acceso. En cambio, hay
conocimiento profundo de los materiales, sus limitantes
y su potencialidad.
La descripción le conviene a don Roberto Ruiz, creador popular, artista de
tradición artesanal, artesano que jamás industrializa sus procedimientos. Él,
y aquí aparece un distinguido con lo apuntado por Warman, tiene acceso a
toda la técnica que necesita, y la usa a la perfección. Su punto de partida son
los instrumentos de odontólogo que le bastan para configurar sus mundos
en espacios similares a la mítica punta de un alfiler, donde se acomodan
conjuntos angélicos y diabólicos, multitudes de calaveras enlazadas en juego
a la vez erótico y fraterno, figuras de pueblo, almas en pena de la obra de
José Guadalupe Posada que se aquietan en sus recintos de hueso, mujeres
indígenas, parejas pares. Se cumplen a tal punto los rituales de la artesanía y
las exigencias del arte, que los testigos de este trabajo advertimos la trampa
del témino artesanía: es un esfuerzo para quienes no sabrían cómo calificar
el trabajo, y es un método de prepotencia racista y clasista.
Don Roberto nace el 2 de marzo de 1926 en Miahuatlán, Oaxaca, en un
medio pródigo en artesanía. Apenas en segundo año de primaria, los apuros
familiares lo obligaron a desertar
porque veía a mi madre que trabajaba fuerte, haciendo
tortillas muy elaboradas, y por esa razón dejo la escuela
para aprender a trabajar, y como la maestra en la escuela
notó mi ausencia, fue a platicar con mi madre para seguir
la educación primaria porque era necesario, pero para ese
entonces ya estaba trabajando en una panadería.
En ese amasijo descubrí mi actual trabajo, y en la escuela
también, porque en vez de ponerme a hacer el trabajo
que me ponía la maestra, el cuaderno lo llenaba de puras
figuras dibujadas, y lo mismo en la panadería la masa
del pan la convertía en figuras de bulto como las llamé
en mi niñez.
Cuando contaba con 21 años me fui al campo porque pensé
mejorar nuestro sistema de vida, y cuidando los animales
como pastor disponía de un cuchillo muy afilado. Empecé
a darle forma a la madera haciendo lo que se ve en el
campo, la yunta de toros, la carretera en sus estancas, el
arado que por cierto me trae bonitos recuerdos. Siguiendo
las inquietudes para darle forma a la arcilla y a la madera.
(De un cuaderno de notas de don Roberto para sus hijos)
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El niño Roberto Ruiz pasa del campo al oficio de huarachero. Luego, la
ida a Oaxaca, a una panadería. El encuentro casual con un escultor lo hace
regresar a su tierra. Conseguir su propia herramienta y hacer miniaturas
en madera de pochote. De allí en adelante, su destino parece ser el de un
artesano ajeno al “espacio culto”: vende en piezas de artesanías sus piezas
guardadas en cajas de zapatos, diversifica su producción, pinta, insiste en
la miniatura, va a Ciudad de México a “aprender escultura”, se emplea en
una casa de artesanías, aprende plenamente el oficio, conoce al galerista
Víctor Fosado.
El recorrido de don Roberto es el mismo de miles de artesanos, cuyo rigor
creativo se desconoce, y cuya “falta de prestigio” los condena a jornadas
exhaustivas y muy mal remuneradas. El apoyo de la señora Teresa Pomar,
del Museo de Artes e Industrias Populares, le permite a don Roberto salirse
del circuito de venta a turistas, exponer en diversos lados, e irse haciendo
del reconocimiento nacional e internacional. Pero su actitud no varía, comprometido con el deber de no repetirse, de buscar enlaces formales distintos,
de aprovechar plenamente la lección de su maestro reconocimiento: José
Guadalupe Posada. En todo momento, procede al margen de la preocupación
de si lo suyo será o no arte, porque sabe que su instinto de perfección es
el cumplimiento de una obligación laboral, de una tradición, de su propia
fuerza creativa.
En la obra de don Roberto la obsesión por las calaveras proviene orgánicamente de presentaciones rigurosas de lo popular y tradicional. Al desplegar
su sensibilidad en los conjuntos abigarrados (donde la promiscuidad forzada
de las figuritas engendra acoplamientos insospechosos, líneas de la sensualidad, metamorfosis de la figurita en multitud, y a la inversa) usa también
los motivos más ortodoxos, los paisajes del costumbrismo “el amor amoroso
de las parejas pares”. Los temas varían, pero el maestro Ruiz se involucra a
fondo con cada pieza, y nunca cede en intensidad y devoción imaginativa.
El taller de gráfica popular: los murales de papel en las esquinas
¿Qué es el Taller de Gráfica Popular? Es, y puntualmente, el resultado de
la efervescencia artística en el rechazo del nazifascismo, la solidaridad con
la República Española y el combate del clero católico y la derecha que lo
acompaña. Pero la época no admite así nomás las descripciones, y al TGP se
le atribuyen, por ejemplo, herencias milenarias. En su introducción al álbum
dedicado a los doce del grupo, Hannes Meyer menciona:
[…] el problema de la herencia artística mexicana y su
aprovechamiento por los artistas del TGP […] Más que en
sus formas, se manifiesta la relación de este arte gráfico
con el pasado precortesiano en su modo de ser. Sin el
espíritu colectivo de aquellas remotas culturas indígenas,
este arte blanquinegro no sería posible entre los mexicanos
de hoy, ni estaría hoy un TGP. El concepto indio caracteriza
los mejores trabajos del grupo: salta a la vista en la obra
de Ángel Bracho, a cuya vaga melancolía no faltan chispas de gracia y de sonrisa. Se descubre fácilmente en el
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CARLOS MONSIVÁIS
EL MUSEO DE ESTANQUILLO
simbolismo implícito en algunos grabados de Alfredo Zalce
y de Leopoldo Méndez. Se presenta en la obra gráfica de
José Chávez Morado, donde el aliento diabólico fantástico
transfigura el agrio tema de su crítica social; se muestra
en el dibujo de Francisco Mora, cuyos hombres aparecen
desproporcionados en su forma natural, como en tanagras
de barros indígenas y, sobre todo, en Everardo Ramírez, el
indio del Pedregal de Coyoacán, de cuyos finos grabados
emana toda la profunda tristeza de su raza.
Meyer es un gran técnico y un buen artista, no ciertamente un teórico.
Reproduje in extenso su alegato esencialista porque ejemplifica el tipo de
discursos exculpatorios en torno a un movimiento de arte e información
políticos y de llamados a la movilización al que no señalan los rasgos de “psicología étnica” de sus participantes. La herencia artística del TGP, uno de los
grandes momentos de la obra de Méndez, viene del grabado europeo y del
redescubrimiento de José Guadalupe Posada, de los grabadores comunistas y
del gran arte indígena de mayas y Olmecas, de Frans Massereel y de Orozco
y Rivera. Y, también, muy fundamentalmente, el Taller de Gráfica Popular,
en su primera gran época, es un espacio de influencias mutuas, de la forja
diaria de un idioma común. No se imitan, se estimulan entre sí.
Maples Arce nos informa:
El Taller de Gráfica Popular se instaló en la casa marcada
con el número 69 de la calle de Belisario Domínguez.
Contaba el local con una pequeña sala de exposiciones y
de venta, y otra pieza destinada al estudio de los artistas,
y una tercera más donde se instaló una prensa mecánica
para litografía, con una plaqueta que decía PARIS 1871 y
de la que se murmura que había servido en La Commune,
lo que le daba leyenda y prestigios revolucionarios. A los
fundadores se vinieron Alfredo Zalce, Ignacio Aguirre, Jesús
Escobedo, Everardo Ramírez, Antonio Pujol y Gonzalo de
la Paz Pérez. El número de miembros activos del Taller
pronto llegó a 16 con el ingreso de nuevos artistas. El
primer cartel (obra de Méndez) fue para congratular a la
CTM, Confederación de Trabajadores de México, fundada
por Vicente Lombardo Toledano en 1937. Después siguieron
otros sobre la expropiación petrolera y tres calendarios
para la Universidad Obrera de México.
El TGP no se concibe sin las aportaciones y la energía de Méndez, presente
en la calidad de los trabajos destinados a durar un día. Y también el TGP
se arma con los aportes de dos litógrafos de primer orden, Jesús Arteaga y
José Sánchez, impresores de muchísimas piezas de Orozco, Siqueiros, Zalce,
O’Higgins y Méndez.
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EN EL NOMBRE DE CRISTO Y LOS LINCHAMIENTOS
En 1939, por encargo de la Secretaría de Educación Pública, Méndez
realiza un cartapacio, En el nombre de Cristo, con siete litografías que
evocan los asesinatos brutales de los profesores victimados por los cristeros, “los defensores de la fe”, en el período 1926-1929. Las litografías,
de gran inspiración orozquiana, son la denuncia cuyo vigor trasciende el
tema específico, y por lo mismo, lo fija en la memoria. En estas piezas
se recrea algo pocas veces expresado: el pueblo en funciones de linchamiento, en la metamorfosis de la crueldad y la saña. Con machetes,
transformado en el monstruo de mil ojos o en el árbol de donde pende el
maestro, a horcajadas sobre la víctima, convertida en llamarada asesina,
la turba cristera es el fanatismo que desmiente cualquier idea romántica
sobre el pueblo.
En 1940, David Alfaro Siqueiros y su grupo asaltan la casa de Trotsky y
secuestran a su secretario, al que asesinan. Luego dejan pistas falsas en
el TGP. El 24 de junio de 1940 se exonera a Méndez de cualquier cargo.
Escribe en sus cuadernos de notas: “En mi corta prisión lloré desesperadamente al ver a mi mujer embarazada, ofendida por los agentes
de la policía reservada y más tarde en la puerta de la cárcel, verla con
mi hijo en sus entrañas bañada en lágrimas […] Esta debilidad no me
avergüenza”.
En 1945 Méndez entrega Lo que queda por venir, según creo, el mejor de
sus grabados extraordinarios. En lontananza, el ejército de la muerte y las
peregrinaciones cristeras, y un obispo seguido por un monstruo que fue la
serpiente del escudo. A lo lejos la ciudad que es el país. Al frente, el escudo
nacional con una cruz de guadañas, el águila clavada inerme, el nopal y
Méndez cortejado erótico y malignamente por una calavera de Posada vuelta
una Medusa. Allí estaban también, como en su primer grabado, el Hombre
que es San Sebastián. Méndez dibuja con serenidad a su monstruo incestuoso
en las páginas del libro que es el origen de las profecías.
¿Qué resulta de esa etapa magnífica del TGP? ¿Qué tanto radicaliza y qué
tanto pasan inadvertidos los grabados? Imposible saberlo a estas alturas,
aunque sin duda las hojas, los volantes, los folletos y los carteles evidencian
la democratización de la imagen. En sus reflexiones sobre el Taller, Méndez
es muy explícito:
Al comenzar, no planteamos un programa de orden estético
para revolucionar las formas. Nuestros propósitos tenían
tal característica que pesaba más el fin que perseguíamos. La gráfica de tema social nos llevó a considerar las
formas capaces de llegar a las masas, el pueblo; por eso,
en nuestra declaración de Principios hicimos hincapié en
las tendencias realistas y hemos estudiado documentos
sobre el realismo para enfocar mejor nuestro trabajo.
Hemos abordado asuntos de interés inmediato; nunca
hemos trabajado especialmente para exposiciones, como
trabajan muchos organismos de artista; nuestra obra
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CARLOS MONSIVÁIS
EL MUSEO DE ESTANQUILLO
estuvo siempre en función de un problema. Posada es
nuestro ejemplo mayor, porque el grabado mexicano
contemporáneo y gran pare de la obra pictórica proviene
de este hombre excepcional; no debemos perderlo de
vista porque su actitud humana es digna de imitación; él
sigue siendo el antecedente más limpio, más fuerte, más
mexicano y revolucionario.
(Citado en el prólogo de Rafael Carrillo Azpeitia a Leopoldo
Méndez, dibujos, grabados, pinturas, Fondo Editorial de
la Plástica Mexicana, 1984).
El nosotros de la declaración anterior remite claramente a la primera persona
del singular. Méndez aborda los temas del día, quiere persuadir y conmover
al pueblo, es realista en el sentido de atenerse a formas muy reconocibles,
no trabaja especialmente para exposiciones, admira desmedidamente a
Posada y el impulso comunitario es su identidad entrañable como artista.
Todo esto lo conduce al elogio de la clase obrera. Como ninguno, Méndez
cree en la dignidad inmensa del trabajo físico al que le atribuye condiciones
de hazaña permanente. Sus obreros son escultóricos, sus burgueses son
siempre caricaturales.
Teodoro y Susana Torres
Don Teodoro y Susana han trabajado la vida entera en la confección de
miniaturas en plomo, un oficio arriesgado, una obsesión que surge del porque
sí, propio de las vocaciones infalsificables. Durante años, y con maestría
imperturbable, don Teodoro entrega miniaturas de soldados, indígenas de
diversas etnias, héroes, figuras populares. Luego, el espíritu de renovación lo
lleva a producir conjuntos admirables inspirados en murales, pinturas y litografías: la Plaza de Santo Domingo proveniente de Linati (hasta el momento
su obra maestra), el Salto del Agua, la serie de las Castas novohispanas, el
mural de Diego Rivera Un domingo en la Alameda, la notable serie de Frida
Kahlo. A su lado, doña Susana pinta las miniaturas con gracia y eficacia. A
ellos, genuinos artistas populares, les ha tocado el arrinconamiento de su
gremio, el menosprecio de sus piezas valuadas en modo ínfimo, el ir y venir
en los centros de artesanías ofreciendo sus piezas un tanto en vano. Luego,
como le sucede ahora a un buen número de estos artistas populares, don
Teodoro y doña Susana alcanzan el reconocimiento de otra generación, ya
capaz de apreciar la solidez, el ingenio, el colorido y el sentido de perspectiva
de estos creadores de lo bellamente diminuto.
Guillermo Romero, Alfredo Velázquez
Dos artistas populares todavía insuficientemente reconocidos. Guillermo
Romero y Alfredo Velázquez. Don Guillermo construye pequeños templos
de una perfeccion insólita, iglesias de piedra de la provincia arquetípica,
adecuadas para los rezos milenarios, y don Alfredo crea escenas populares
de enorme regocijo y precisión. A ellos les corresponde la herencia de los
artistas populares del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, los Panduro,
los Carranza en Tlaquepaque.
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Gracias a estos artistas, y entre otros notoriamente, la tradición se renueva. Gracias a la Tradición, su obra renueva sus dones persuasivos.
El cine, memoria viva
de las generaciones
El cine mexicano de la “Época de Oro” (sitúenlo entre 1933 y 1955
aproximadamente) dispone ya de un relieve singular. Al margen de su calidad específica. Con frecuencia más que discutible ésta, la cinematografía,
dispuso de grandes directores, camarógrafos notables, Monstruos Sagrados
que en verdad lo son (Cantinflas, Tin Tan, Dolores del Río, María Félix,
Jorge Negrete, Pedro Infante, Arturo de Córdova, Ninón Sevilla), actores
característicos de primer orden y atmósferas unidas por el melodrama y
la comedia. Con el tiempo, o con los envíos de la posmodernidad, si se
quiere, la “Época de Oro” se ha convertido en un patrimonio cultural del
país (y de América Latina, de modo parcial pero intenso), y eso lleva a
la revaluacion de las fotos (los stills), los posters, los juegos populares a
partir de las Estrellas del Cine.
De modo complementario, se toman muy en cuenta los ídolos irrebatibles
en su época de oro, los compositores (Agustín Lara, Manuel Esperón, José
Alfredo Jiménez, Gonzalo Curiel, Mario Ruiz Armengol, Gabriel Ruiz, Consuelo
Velázquez, Emma Elena Valdelamar, Tomás Méndez, Chucho Monje) y los
intérpretes: Negrete, Infante, Lucha Reyes, Elvira Ríos, Ana María González,
Amparo Montes, Fernando Fernández, Chelo Silva; más los grandes cantantes
del género “tropical”: Celia Cruz, Daniel Santos, Beny Moré, Rita Montaner;
más las orquestas y los tríos: los Panchos, los Diamantes, los Tariácuris, en
primer término.
El coleccionismo ya los alcanzó porque, con valor todavía no suficientemente estudiado, tienen muchísimo que ver con los gustos y la integración
social de Mexico y América Latina durante la época que aún no concluye.
Juramento del Pancracio
Juro por Hércules, Sansón y Atlas, por todos los dioses del Pancracio, así
como por los héroes y heroínas de la mitología y mis más sagradas creencias,
a quienes pongo por testigos y protectores, que después de haber pasado
el triángulo de pruebas de: Querer Ser, Saber Ser y Poder Ser luchador,
cumpliré, lisa y llanamente, con mi fuerza e inteligencia, con mi espíritu y
destreza y con mi amor y dedicación las siguientes ordenanzas:
•
Tendré como maestro a los grandes ases de la Lucha Libre a los que
respetaré y veneraré tal y como si fueran mis padres y seguiré al pie
de la letra sus consejos y enseñanzas que no divulgaré a personas
ajenas a mi profesión.
•
Guardaré los secretos del deporte y nunca los confesaré, aunque me
haya o me hayan retirado de la lucha.
•
No provocaré en el ring la muerte de mi contrincante ni lastimaduras
que dañen su cuerpo: simplemente trataré de rendirlo.
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EL MUSEO DE ESTANQUILLO
•
Jamás discutiré las reglas sagradas de la lucha que se me indiquen,
y si las infringiera, aceptaré la descalificación que me impongan los
jueces.
•
Respetaré a los réferis y a todos aquellos que estén ligados en una u
otra forma a este deporte.
•
No utilizaré mis recursos ni procedimientos fuera del ring; a menos
que sea atacado a traición, o para defender una causa justa.
•
Dignificaré a la Lucha Libre y la adoraré como un arte, como una
ciencia, como a una madre, como a una diosa.
•
Si observo fidelidad en mi juramento, séame concedido gozar felizmente
de mi profesión; y si lo quebranto y soy perjuro, que caiga sobre mí
la suerte contraria.
Hacedores del Juramento: Murciélago Velázquez, Lobo Negro, Luis Barragán.
En Memorias de la lucha libre, de Rafael Olivera Figueroa el Árbitro, México,
Costa-Amic Editores, S. A., 1999.
La lucha libre es ya un tema de coleccionistas con toda su inmensa carga
kitsch y de improvisación popular. Incluso uno de los artistas latinoamericanos
primordiales de hoy, Francisco Toledo, ha incursionado en ese delirio falso y
verdadero donde las patadas voladoras hacen las veces de un menaje de un
cielo vengativo, los villanos con máscaras son candidatos a la santidad obligatoria, y los aullidos del respetable son parte del Coro de las Postrimerías,
el que nunca dejaremos de oír. Y ese rasgo de la arena de lucha libre como
el vasto cubículo del teatro que no conoce el ascenso o la caída del télon, lo
capta bien el artista popular Durantón, que se apega al arte del cartonismo,
que ya parecía extinguido y que ahora recobra su poder de convocatoria.
Epílogo en busca de otras piezas de colección
¿A qué puntos de vista un coleccionista se atiene? En mi caso, coleccionar
ha sido función del gusto, el placer y la buena y la mala suerte, aquello que
lo persigue a uno siempre recordándole lo que estuvo a punto de comprar.
Por eso, más que de una colección, dispongo del entrecruce de colecciones
diversas, donde figuran clásicos de la fotografía en México, testimonios de
historia y sociedad, apogeos de la nostalgia social y familiar, delirios del kitsch.
En el campo de las fotografías mi manejo en distintos niveles de aprecio al
no ser capaz de discriminar, alcanzado por la magia incesante de las piezas,
y controlando por mi capacidad adquisitiva. El resultado es contradictorio y
complementario. Que así sea. En alguna medida, todos somos coleccionistas, sólo nos falta el valor de reconocimiento como museos ambulantes de
nuestra memoria.
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Ilustraciones aludidas por Carlos Monsiváis
gentilmente cedidas por Moisés Rosas,
Museo del Estanquillo
Museo del Estanquillo ubicado en el antiguo edificio de la joyería “La Esmeralda”,
que alberga las colecciones del Maestro Carlos Monsiváis. Isabel La Católica No. 26,
esq. Madero. Centro Histórico de la Ciudad de México.
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© José Guadalupe Posada
La Feria de San Juan de los Lagos, ca. 1905
Zincografía
© F. Champenois
Calendario de la joyería y relojería “La Esmeralda”, ca. 1905
Litografía por transferencia de imagen
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© Roberto Montenegro
Cabaret, ca. 1940
Litografía
© Leopoldo Méndez
Soldador en Ciudad
Sahagún, 1961
Litografía
© Francisco Mora
Graderío, 1944
Litografía
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© Andrés Audiffred
Locutor, ca. 1945
Gouache
© Raúl Anguiano
Calendario de la Universidad Obrera de
México, 1938
Litografía
© Anónimo
Fanny Schiller, ca. 1920
Plata sobre gelatina
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© Anónimo
Carmita Vázquez, ca. 1920
Plata sobre gelatina
© Compañía Internacional Fotográfica
Lupe Vélez, ca. 1920
Plata sobre gelatina
© M. Guerrero
General Lázaro Cárdenas, ca. 1936
Plata sobre gelatina
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Anónimo
El valiente, ca. 1935
Litografía
© Francisco Toledo
Luchadores I, ca. 1985
Gouache
© Gonzalo de la Paz
Pérez, José Chávez
Morado y otros
Martillo, 1932
Xilografía
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© Carlos Orozco Romero
Día de San Juan, 1929
Xilografía
© Leopoldo Méndez
Retrato de Socorro, 1946
Lápiz y carboncillo
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Anónimo
Misa en el Monte de las Cruces - Antes de la Batalla, ca. 1870
Litografía
© Francisco Toledo
Luchadores, ca. 1985
Litografía y puntaseca
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© Andrés Audiffred
Novios el 15 de septiembre, ca. 1935
Acuarela
© Francisco Toledo
Juárez en bicicleta entregando cartas
con la muerte, ca. 1990
Puntaseca y lápices de colores
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RESEÑAS
ISSN 0716-0798
Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas (edición revisada).
Selección y edición de Andrés Braithwaite. Prólogo de Juan Villoro.
Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2011. 139 pp.
Por Niels Rivas Nielsen
Departamento de Literatura de la Universidad Adolfo Ibáñez
[email protected]
Roberto Bolaño muere en Barcelona en
julio de 2003. Su fallecimiento, por cierto, no
es obstáculo para que se sigan publicando
sus obras: en septiembre de 2003 aparece el
volumen de relatos y conferencias El gaucho
insufrible; luego, en el 2004, gracias al trabajo
de recopilación y edición del crítico Ignacio
Echeverría, se publica Entre paréntesis, libro
que reúne un conjunto de artículos, crónicas y
ensayos escritos por Bolaño al margen de su
actividad como narrador; ese mismo año sale
a la luz 2666, la descomunal novela de más de
mil páginas a la que el autor chileno dedica el
último período de su vida; en el 2007 asistimos
a la aparición del extenso poemario La universidad desconocida y de un volumen en prosa
titulado El secreto del mal, en el que se aprecian
textos de diversa naturaleza: fragmentos que
dan la impresión de ser comienzos de novela,
cuentos breves, argumentos inconclusos; las
novelas El Tercer Reich y Los sinsabores del
verdadero policía, publicadas en 2010 y 2011
respectivamente, completan este prolífico –e
imprevisible– ciclo póstumo.
En este contexto, nos encontramos con
la edición revisada de Bolaño por sí mismo1,
libro que presenta un conjunto heterogéneo de entrevistas, fragmentos y citas de
variadísimas procedencias que tienen como
protagonista al autor chileno, a través de los
cuales se van configurando aspectos centrales
de su personalidad y biografía, a la vez que
se entregan algunas claves generales pero
valiosas acerca de su obra.
Un prólogo escrito por Juan Villoro da comienzo al libro. Rápidamente, éste se encarga
1
La primera edición, también a cargo de Andrés
Braithwaite, fue publicada el año 2006 (Ediciones UDP,
Santiago, pp. 145).
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TALLER DE LETRAS N° 50: 309-326, 2012
de trazar los rasgos más relevantes
de la figura de Bolaño. Una de las
primeras características que aparece
es la predilección del autor de Los
detectives salvajes por la ironía:
“Mónica Maristaín le preguntó
en su ya célebre entrevista para
Playboy: ‘¿Por qué le gusta llevar
siempre la contraria?’. De manera
ejemplar, el polemista contestó: ‘Yo
nunca llevo la contraria’” (10).
Acto seguido, Villoro se encarga de
resaltar la inclasificable tendencia
de Bolaño a la contradicción: “A la
literatura se llega por azar […]. ¿Dije
que a la literatura se llega por azar?
No, no, no, a la literatura nunca se
llega por azar. Nunca, nunca” (11).
Pero, particularmente, el escritor
mexicano destaca la propensión de
Bolaño hacia la desmesura, hacia
una radicalidad que no vacila en
deformar la realidad para extraer
de ella su quintaesencia. En este
sentido, Villoro señala acertadamente
que Bolaño tiende a “singularizar las
cosas con gusto por los extremos”
(9), caracterizándose por ser más
bien enemigo de los matices, de los
puntos intermedios.
Entre otros aspectos, Villoro
destaca también que Bolaño “se
sumía en la plática como un cazador que respira el olor de su presa.
Perseguía los temas con esmero de
taxidermista” (9). El autor chileno
aparece retratado como un conversador eximio, que “fumaba tanto
como un personaje de Onetti y
esto influía en su ritmo: un relator
torrencial que hacía una pausa para
inhalar una bocanada y retomaba
el relato con un impulso asordinado
por el humo” (12).
Los heterogéneos apuntes que
Villoro va desarrollando en torno a
la personalidad de Bolaño (y que
prefiguran muchos de los principales
tópicos que adquirirán profundidad y
nitidez a lo largo del libro) se alternan
con el relato de ciertos episodios
ocurridos en España y México, en
que ambos autores coincidieron o se
vieron indirectamente involucrados,
y con algunas digresiones sobre la
obra de Bolaño, las que tienen el
mérito de condensar en pocas líneas
ciertos aspectos centrales de su
poética. La imaginación de Bolaño,
nos dice Villoro, “no privilegia lo
extravagante, sino la novedad de
las zonas comunes. Como Perec,
busca fulgores infraordinarios […]
Aunque sus personajes opinan
mucho, no ofrecen ideas, sino actas
de descargo. Forenses de lo cotidiano
que es inusual, levantan inventario
y comentan sus hallazgos” (18-19).
Contribuyendo a la eficacia del
prólogo, Villoro entrega, por último,
su visión particular acerca del
libro que el lector ha de enfrentar,
señalando que las entrevistas y fragmentos que lo componen “equivalen
a la caja negra de los aviones. Las
palabras antes del accidente. No se
trata de un calculado testamento,
sino de la voz que atraviesa turbulencias con una última entereza […]
Con todo, vale la pena tener presente
que las entrevistas son excursiones
sin mapa definido que desafían al
turista de ocasión y al peregrino
precipitado. Bajo la superficie de
hojas secas hay ramas afiladas como
lanzas” (10-11).
La primera parte del libro se
titula “La literatura o la vida” y está
compuesta por once entrevistas
concedidas por el autor chileno
durante los últimos años de su
vida, tanto a medios nacionales
como internacionales. Todas ellas
apuntan en distintas direcciones,
revelando rasgos diversos del escritor y poniendo sobre la mesa un
amplio conjunto de temas: literatura, política, afectos, amistades,
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RESEÑAS
enemistades, Latinoamérica, Europa,
etc. Asimismo, las entrevistas difieren en su grado de profundidad
y en el interés e inteligencia que
revisten sus preguntas. Varias de
ellas logran llevar la conversación
hacia terrenos fecundos, ya sea en
el plano intelectual o personal, pero
en ocasiones Bolaño debe enfrentarse también a preguntas fútiles
(“¿Qué palabras usa más?”, “Qué
le disgusta de su apariencia?”) que
reciben merecidamente respuestas
escuetas, estereotipadas o derechamente absurdas.
Dentro de los temas abordados,
sin duda uno de los más relevantes
lo constituye la relación de Bolaño
con la literatura chilena. Es más
que conocida la desinhibición del
autor al momento de hablar de sus
pares nacionales, y estas entrevistas
dan buena prueba de ello. Isabel
Allende es una de las primeras en
sufrir sus embates. Respecto de su
obra, Bolaño dice sentir “rechazo
ante el plagio, la mediocridad” (70).
Posteriormente, Marcela Serrano es
catalogada con una mera “escribidora”, que se encuentra “a años luz” de
una escritora de verdad, como sería
Silvina Ocampo. Vicente Huidobro,
por su parte, también es defenestrado. Sobre el autor de Altazor,
dice Bolaño que le “aburre un poco.
Demasiado tralalí alalí, demasiado
paracaidista que desciende cantando como un tirolés. Son mejores
los paracaidistas que descienden
envueltos en llamas o, ya de plano,
aquellos a los que no se les abre el
paracaídas” (72). Naturalmente,
el listado de invectivas no podía
concluir sin un comentario sobre
Neruda: “los libros de memorias
suelen ser grandilocuentes, a veces
desde el título mismo; piense, si no,
en Confieso que he vivido, un título
estúpido donde los haya, pues nadie,
ni el torturador más necio, tratará
de hacer confesar a alguien que ha
vivido. Una respuesta tonta para
una pregunta inexistente” (93). La
aversión de Bolaño hacia cualquier
asomo de solemnidad, afectación o
megalomanía en el plano verbal, lo
lleva a identificarse básicamente con
Nicanor Parra y Enrique Lihn, quienes suscitan su inmediata simpatía
y admiración, marcando una clara
excepción en sus juicios acerca del
panorama literario nacional.
Abundan también las apreciaciones de Bolaño sobre literatura
universal. Sin duda, dentro de su
biblioteca íntima la literatura rioplatense tiene una enorme importancia.
Borges es un referente fundamental,
como también lo son Piglia, Cortázar,
Macedonio Fernández, Bioy Casares,
entre otros. “He leído toda la obra de
Borges –declara Bolaño–, al menos
dos veces, y casi todos los libros
que se han escrito sobre él, y hay
una cosa que tengo más o menos
clara: Borges era un humorista,
tal vez el mejor que hemos tenido,
sobre todo cuando se juntaba con
Bioy, aparte de ser un gran poeta y
el más grande cuentista y un gran
ensayista” (85).
Fuera del ámbito latinoamericano, Bolaño da cuenta de un abanico
sumamente heterogéneo de preferencias, imposible de clasificar dentro
de una época, nación o corriente.
Esto queda claro al ser interrogado
sobre “los cinco libros que más lo
han marcado”:
Mis cinco libros en realidad son
cinco mil. Menciono los siguientes
sólo a manera de punta de lanza
o embajada aviesa. El Quijote, de
Cervantes. Moby Dick, de Melville. La
obra completa de Borges. Rayuela,
de Cortázar […] Nadja, de Breton.
Las cartas de Jacques Vaché. Todo
Ubú, de Jarry. La vida instrucciones
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de uso, de Perec. El castillo y El
proceso de Kafka. Los aforismos
de Lichtenberg. El Tractatus, de
Wittgenstein. La invención de Morel,
de Bioy Casares. El Satiricón, de
Petronio. La Historia de Roma, de
Titio Livio. Los Pensamientos, de
Pascal (78-79).
debe mucho a Vidas imaginarias,
de Marcel Schwob, que es de donde
parte esto. Pero, a su vez, Vidas
imaginarias le debe mucho a toda
la metodología y la forma de servir
en bandeja ciertas biografías que
usaban los enciclopedistas (42).
Las entrevistas, en suma, manifiestan de manera patente la
compenetración de Bolaño con la
literatura. Aunque en este punto
habría que precisar que en el caso de
Bolaño no cabe hablar de vocación o
de pasión, sino más exactamente de
una asimilación absoluta de la literatura como criterio de aproximación a
la realidad. Tal como les ocurre a sus
personajes, el imaginario del autor
chileno está poblado de episodios
literarios, de parangones literarios,
de singularidades, remembranzas y
filiaciones literarias. Basta apreciar el
siguiente fragmento para corroborar
lo anterior:
Paralelamente, va apareciendo a
lo largo de las entrevistas la dimensión personal de Bolaño. Además
de los rasgos ya apuntados por
Villoro, asoma ahora un individuo
entre enigmático y burlón, que
ante una pregunta, entre cursi e
infantil, como “¿Quién es Roberto
Bolaño, según Roberto Bolaño?”,
responde “No sé quién soy, pero
sé lo que hago y, sobre todo, sé lo
que no hago ni haré jamás” (26).
Asimismo, aparece Bolaño en su
relación con su hijo Lautaro, de quien
está “dispuesto a recibir todos los
escupitajos que él quiera o tenga a
bien en lanzarme y que yo sin duda
merezco. Edipo crece y tiene que
matar a su padre y eso es la libertad, una libertad terrible, llena de
sobresaltos y de arrepentimientos,
pero sin la cual no se puede vivir”
(33). Al ser preguntado sobre “su
idea de la felicidad perfecta”, Bolaño
no duda en responder: “Mi felicidad
imperfecta: estar con mi hijo y que
él esté bien. La felicidad perfecta, o
su búsqueda, engendra inmovilidad
o campos de concentración” (47).
También en el plano afectivo, son
recurrentes las preguntas acerca de
sus vínculos con Chile, vínculos que
en definitiva se alejan bastante del
carácter controversial y negativo que
suele atribuirse a Bolaño en este
tema: “A mí me encanta estar en
Chile, me gusta comer empanadas,
hablar con mis amigos, salir a pasear
por cualquier calle de Santiago.
Por supuesto, llega un momento
en que te hartas […] y entonces
simplemente te vas, pero sin decir
Creo que todo escritor que escribe en español tiene o debería
tener influencia cervantina. Todos
le debemos algo a Cervantes; en
mayor o menor grado, pero todos
le debemos algo. La genealogía de
la Literatura nazi en América en
concreto no va por ahí. Este libro
[…] le debe muchísimo a La sinagoga de los iconoclastas, de Rodolfo
Wilcock, que es un escritor argentino
pero que ese libro lo escribió en
italiano […] El libro La sinagoga de
los iconoclastas, a su vez, le debe
muchísimo a Historia universal de
la infamia, de Borges […] A su vez,
el libro de Borges le debe mucho
a uno de los maestros de Borges,
que fue Alfonso Reyes, el escritor
mexicano que tiene un libro que
creo que se llama, ahora tengo la
memoria muy torpe, Retratos reales
e imaginarios, que es una joya. A
su vez, el libro de Alfonso Reyes le
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que te sientes desilusionado con el
país. A mi edad, desilusionarse con
un país, con cualquier país, sería de
una ingenuidad imperdonable” (30).
De todas formas, Bolaño siempre
se encarga de inocular una cuota
de humor y ambigüedad a sus
juicios, aspectos que asoman –no
podía ser de otro modo– impulsados
por una acertada pregunta de la
entrevistadora:
– ¿Tienes alguna pesadilla recurrente relacionada con Chile?
– Tenía una, antes de que volviera
por primera vez, el 98: regresaba
en un tren, un tren que recorría el
Atlántico, y al llegar a la Estación
Mapocho o a la Estación Central
me daba cuenta de que no tenía
boleto de vuelta. Tampoco tenía
dinero. El cielo de Santiago,
para colmo de males, era gris y
amenazaba con desatarse una
tormenta y yo iba vestido con
ropa de verano (29-30).
La figura de Bolaño se va dibujando con mayor nitidez a través
de los diálogos que aluden a aspectos específicos de su biografía:
su infancia en el sur de Chile; su
adolescencia y juventud en México;
su travesía mítica, por mar y tierra,
para llegar a nuestro país, unirse a
las filas de Allende y pelear por la
“revolución permanente”; el golpe
de Estado, Pinochet, su breve detención a manos de militares chilenos,
la liberación gracias al consabido
encuentro con dos compañeros de
liceo (episodio que daría origen al
cuento “Detectives”, de Llamadas
telefónicas); su arribo a los 23 años
a España, su estancia en Barcelona,
“una ciudad de la que yo estuve
muy enamorado hace muchos años”
(61); su asentamiento a orillas
del Mediterráneo, en el pequeño
pueblo de Blanes; las amistades
actuales: Ignacio Echeverría y
Rodrigo Fresán; la amistad pasada
con el poeta Mario Santiago (Ulises
Lima, en Los detectives salvajes),
compañero de los años de juventud
en México; los viajes realizados,
Europa, África.
Respecto al viaje, que tiene una
importancia central tanto en la vida
como en las novelas de Bolaño, probablemente los lugares visitados son
secundarios, lo importante es el viaje
en sí, el acto mismo de desplazarse,
conocer, dejar atrás, como sinónimo de libertad y transformación,
de dinamismo existencial: “Para
mí –declara Bolaño– el viaje era
esencial. El viaje, en el imaginario
de mi generación, era el viaje de los
beatniks. Y eso se prolongó varios
años después [...] El viaje, cuando
eres joven, es una especie de epifanía, de grandes apariciones” (60).
El recuento de estas circunstancias llega a su fin con una
entrevista publicada en el diario
El Mercurio tres meses antes del
fallecimiento de Bolaño, y en la que
el tema central es, precisamente, la
muerte y el delicado estado de salud
del escritor. En esta conversación
hay un fragmento que me parece
digno de destacar, por cuanto deja
entrever uno de los aspectos más
característicos y valiosos de la obra
de Bolaño: su habilidad para transfigurar ciertas situaciones ordinarias
en algo excepcional, pero con tal
sobriedad que lo insólito, incluso en
los momentos de mayor desmesura,
siempre mantiene su raigambre en
lo real y cotidiano, es decir, siempre
mantiene su autenticidad. Tal como
dice Villoro en el prólogo, Bolaño
“compartía con Nabokov la idea de
escritura como simulacro que acepta
las condiciones de lo real sólo en la
medida en que puede reinventarlas”
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(10). Esta característica es precisamente la que se ve reflejada en
la siguiente respuesta de Bolaño,
luego de que el entrevistador le
preguntara en qué momento supo
que estaba enfermo:
Hace más de diez años. Aunque
en realidad me di cuenta de que
estaba enfermo a los 11 o tal vez
a los 10 años, en Cauquenes. Yo
estaba solo, en el patio de mi casa,
y un tipo muy alto y muy flaco me
preguntó, desde el otro lado de la
barda, por una calle. Le dije que
no sabía dónde estaba esa calle y
el tipo se alejó. Yo me asomé a la
barda [...] y lo vi alejarse. Parecía
un zancudo. Y entonces me di cuenta
de que, de la misma forma que él se
alejaba, yo también, en cierto modo,
me alejaba, ambos nos alejábamos
mutuamente de nuestras respectivas
conciencias. Me di cuenta de que yo
pensaba y que él también pensaba
y que ambos pensamientos no sólo
no eran parte de ningún juego, sino
que eran dos pensamientos distintos,
destinados a encontrarse una sola
vez en la vida y por un espacio de
pocos segundos. Que yo tenía mi
vida y que él también tenía su vida.
Y esa toma de conciencia para mí
fue el primer atisbo concreto de la
muerte (90-91).
Además de las entrevistas, Bolaño
por sí mismo está constituido por
una segunda sección, más breve,
que lleva el título de “Balas pasadas”.
Esta consiste en una recopilación de
opiniones y recuerdos de Bolaño,
reflexiones sobre su propia obra,
fragmentos de conversaciones, etc.,
extraídos por Andrés Braithwaite
de fuentes tan diversas como Las
Últimas Noticias y El Mercurio, el
programa televisivo La belleza del
pensar, las revistas publicadas en
España Qué leer y Péndulo, o las
chilenas Qué pasa y Caras, por
nombrar algunas. En la práctica,
“Balas pasadas” constituye una
continuación de las entrevistas sólo
que en este caso el editor seleccionó
únicamente los fragmentos que le
parecieron más atractivos. De esta
manera, el lector se enfrenta a una
especie de collage cuya función
consiste en dar más nitidez y, en
ocasiones, mayor profundidad a las
materias tratadas previamente. No
hay títulos que orienten al lector,
pero es fácil distinguir un orden
temático. La primera parada es la
literatura, el ejercicio de escribir, el
sentido de ese ejercicio. De acuerdo al planteamiento de Bolaño, la
escritura encierra una contradicción
fundamental, pero esta no es vista
como obstáculo sino más bien
como aliciente, aunque habría que
precisar que se trata de un aliciente
equivalente al que Sísifo ve en la
cima de la montaña. De acuerdo
al autor chileno, “La literatura se
parece mucho a las peleas de los
samuráis, pero un samurái no pelea
contra otro samurái: pelea contra
un monstruo. Generalmente sabe,
además, que va a ser derrotado.
Tener el valor, sabiendo previamente
que vas a ser derrotado, y salir a
pelear: eso es la literatura” (98).
Temas como el golpe de Estado
de 1973, la relación sentimental de
Bolaño con Chile, su vida en México
y en España, vuelven a cobrar protagonismo. De igual modo, se nos
presenta un extenso apartado con
diversos comentarios de Bolaño
acerca de la literatura chilena, los
cuales vienen a confirmar la visión
crítica y la mordacidad que ya habían
revelado las entrevistas.
Paralelamente, el lector agradece la aparición en escena de Mario
Santiago, personaje importante en
la vida de Bolaño y que llegado este
punto recibe una oportuna atención.
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Después de narrar brevemente
algunas experiencias que vivieron
juntos (las que, a su vez, se conectan
directamente con ciertos episodios
de Los detectives salvajes), Bolaño
menciona que “Mario Santiago era un
poeta maravilloso. Tal vez el poeta
más grande que yo he conocido, y he
conocido poetas realmente grandes”
(110). Luego agrega que le hubiera
gustado que “Mario Santiago leyera
Los detectives salvajes. Ésa era una
de mis intenciones: que él leyera la
novela y se riera, que nos riéramos
juntos. Pero Mario murió justo un
día después de que yo acabara de
corregirla, algo que no deja de ser
inquietante y que habla del destino
y del inextricable sentido del humor
del destino” (Id).
Otro apartado interesante lo
constituyen los diversos fragmentos
en que Bolaño se explaya sobre su
propia obra, desde La literatura nazi
en América a 2666, incluyendo un
comentario más extenso acerca
de Nocturno de Chile, novela que
define como “la metáfora de un país
infernal” (123).
“Balas pasadas” concluye con
una sucesión de reflexiones breves
sobre la vejez, el sexo, el suicidio, la
locura, entre otros. Si bien algunos
de estos fragmentos resultan más
bien anodinos, hay otros que siguen
la línea general del libro y logran
desplegar una apreciación lúcida
por parte de Bolaño, una salida
sutilmente humorística, un corolario
que podría encerrar al mismo tiempo
un enigma valioso o un sinsentido.
En suma, Bolaño por sí mismo
puede considerarse como una
acertada prefiguración de un libro
futuro: la biografía de Roberto
Bolaño, obra que en algún momento
deberá escribirse y que los lectores
del autor chileno recibiremos con
agradecimiento. Tal como hemos
recibido este cuidadoso trabajo
realizado por Andrés Braithwaite.
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Estrategias autobiográficas en Latinoamérica:
Géneros-Espacios-Lenguajes
Por Ana Figueroa
Penn State University, LV.
[email protected]
“La vida no es la que vivió, sino la que uno
recuerda y cómo la recuerda
para contarla”.
Gabriel García Márquez
Estrategias autobiográficas en Latinoamérica: Géneros-Espacios-Lenguajes. Claudia
Gronemman, Patrick Imbert y Cornelia Sieber
(edit.) Zürich: Georg Olms Verlag Hildesheim,
2010 (226 pág.). Este importante libro representa un avance en los estudios dedicados a las
autobiografías. Centrado en las concepciones
teóricas de Sylvia Molloy y Paul de Man el libro
nos entrega diversas voces que proceden a
presentar, de forma variada, los conflictos
que la lectura de la autobiografía conlleva.
Sobre todo en el caso de Latinoamérica,
cuyas narraciones se caracterizan por hacer
de sus discursos un estadio multifacético de
interpretaciones. Uno de los puntos principales que intenta resolver, la mayor parte de
los estudios aquí reunidos, es el conflicto al
que se ve expuesto el escritor/a, en el caso
específico de este libro, latinoamericano/a, en
relación con el “otro exterior” que a veces los
obliga a adaptar las narraciones a un modo
de vida acorde con el espacio en el que se
circunscribe.
El libro abre con una excelente narración,
tipo crónica de viaje, hecha por Margo Glantz
y con título cortazariano, “El viaje o ejercicios de navegación”, en donde la escritora
hace un breve recuento de sus vivencias por
múltiples viajes a través del mundo. Todas
ellas recuerdan a la diversidad de modos de
narración de la memoria hechas por los autores
del “boom latinoamericano”. Margo Glantz,
con magistral estilo narrativo, transporta al
lector a los años de su recorrer el mundo y,
con ello, a su formación profesional como
escritora. Las ideas de viaje, de movimiento
junto a su esposo, a su familia y amigos se
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RESEÑAS
conjugan para crear una realidad
compleja, ambigua, a ratos asombrosa y seductora, con la que Glantz
presenta sus intimidades semejante
a lo plasmado en su novelística. Así,
la autora mexicana logra en esta
narración tomar la distancia necesaria para hablar de su propia vida
y de los acontecimientos que crean
una memoria personal pero también
pública. Una vez terminado el relato
de Margo Glantz, el libro da paso al
estudio de la autobiografía a través
de múltiples voces que van analizando tanto diversos modos escriturales
como de representación. La introducción establece una perspectiva
crítica teórica para luego continuar
con un ordenamiento temporal de
los textos que son estudiados. Los
compiladores han decidido reunir en
este libro un conjunto de trabajos
directamente relacionados con sus
investigaciones, como prolongación de los esfuerzos e intereses
comunes que compartieron durante
el 17 Congreso de la Deutscher
Hispanistentag (Asociación Alemana
de Hispanistas) que se celebrara en
la ciudad de Dresden en el 2007. Una
iniciativa que me parece constituye
un importante aporte para quienes
quieran aproximarse al estudio de
la autobiografía. El libro, en efecto,
es en sí un trabajo riguroso y muy
recomendable para todo estudioso/a
que esté en búsqueda de un material
con el cual pueda profundizar en la
especificacion del concepto autobiográfico. De forma clara y directa
busca consolidar una interconexión
teórica entre la narración autobiográfica como literatura con otras
disciplinas que se representan a sí
mismas de forma textual o metatextual. El libro está compuesto por
trece ensayos que (como ya dije)
se estructuran de forma histórica,
comenzando por un estudio sobre
el texto de Juan Francisco Manzano,
“La autobiografía de un esclavo”, y
termina con un análisis de las voces
blogs y sus formas narrativas. Los
estudios se organizan teóricamente a
través de cuatro líneas generales de
investigación: el viaje, la memoria, el
sujeto femenino y la narración como
cuerpo, aspectos todos encuadrados dentro de teorías “culturales”
y “post-coloniales”. La concepción
misma de este libro ya constituye
precisamente una de sus mayores
riquezas. Los editores brindan a
sus lectores, junto con sus propias
elaboraciones, un grupo selecto de
ensayos que sistematizan un modo
de lectura a textos que son fuentes
directas de cuestionamiento sobre
la identidad. De tal manera que
los lectores pueden recorrer por
un espacio físico desde donde se
interpreta y documentan las diversas realidades a las que alude la
escritura autobiográfica.
La diversidad de los ensayos seleccionados, los variados autores y
sus respectivas posiciones filosóficoteóricas, fundamentan las ideas
plasmadas en la concisa pero puntillosa introducción. Aspecto que le
da un importante valor al libro, pues
permite que el estudioso encuentre
a su vez una exhaustiva sección de
fuentes bibliográficas no sólo referida
a la teoría sino también, y por sobre
todo, a los textos que se analizan.
Congruente con la apreciación de la
cultura planteada en la introducción,
los ensayos aquí presentados van
a mostrar un cambio cultural en la
percepción del yo y en la narración
de éste. Gran aporte también es
que permita ver cómo son los múltiples mecanismos a través de los
cuales se reconfiguran los diversos
“yoes”. Estoy segura que la lectura
de Estrategias autobiográficas en
Latinoamérica: Géneros-EspaciosLenguajes se convertirá en material
base como referencia y punto de
partida imprescindible para los
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que quieran sumergirse en el tema
de la autobiografía, puesto que
se compone de diversas miradas
disciplinarias y con un excelente
manejo erudito. Se trata de un
libro compuesto con un lenguaje
accesible, escrito de forma clara,
directa y profunda que entrega
una información valiosa sobre el
objeto de estudio. En resumen, es
un libro que, compartiendo diversas
aproximaciones a la subjetividad,
logra problematizar los conceptos
normativos que han compuesto las
definiciones de autobiografía, memoria y escenificación de la identidad.
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RESEÑAS
Tratado sobre los buitres
Por Juan Manuel Silva Barandica
Universidad de Chile
[email protected]
Aunque no sé si pueda afirmarse que el
vuelo sea una metáfora del desplazamiento
o una figura que se desplaza, sí diría que la
lectura es un planear lento sobre el negro
cadáver de la escritura. Rodeamos la escena
del crimen, trazamos el perímetro intentando situar un centro: el motor celeste de los
signos. Como los antiguos, escrutamos el
interior de las aves en busca del futuro, pues
la exterioridad de la experiencia impide la
comprensión de ese todo fragmentado, que
es el tiempo. Lento, sí, lento se accede a los
signos; como el ciego palpa el relieve de un
libro, divisamos el mosaico, recuperamos la
imagen, unimos los puntos de la constelación.
Intriga pensar que el vuelo presente un
desplazamiento creador y lector, permitiendo ambivalentemente interpretar como
metapoesía el Tratado sobre los buitres de
Niall Binns, pero detengámonos. Este libro
desarrolla un tipo de poesía que encuentra
antecedentes en De rerum natura de Lucrecio
y Consolatio philosophiae de Boecio, textos
que, a pesar de estar distantes en materia
y dirección, comparten la búsqueda del
conocimiento mediante la poesía. En dicha
búsqueda este poemario adscribe al género del
tratado, cultivado por Aristóteles para ordenar
el mundo y sus ideas sobre él, además de
varios pensadores medievales. Lo curioso es
que desde la reflexión de Walter Benjamin,
el tratado es el género que permite la detención, el rodeo, la contemplación de una
escritura fragmentaria, aforística y devocional, dando pie a la exposición de la verdad
sin mediaciones en el mosaico, la imagen
emblemática y la alegoría que nos conduce
a la imagen dialéctica, aquella que permite el desplazamiento desde la destrucción
hasta la redención. Así, el vuelo se vincula
tanto a la presentación de una experiencia
(secular, por cierto) como a la forma en que
el destello de lo revelado se hace presente,
al vuelo, en medio del mal de archivo, la
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megalomanía informativa o las
múltiples instancias que conmueven
al activista de turno. Más allá de
esto, sorprende que la fijación en
los buitres revele un oficio sereno
sobre la poesía escapándose de la
estúpida convención romántica del
yo. En ese sentido, Binns propone
en uno de los epígrafes de los
poemas, específicamente aquel
sobre el alimoche en la página 28,
“escribir poemas como ensayos,
ensayos como poemas”, dando
cuenta del riesgo al que se arroja
el poemario, a saber, la disolución
entre las fronteras de una producción de conocimiento sistemático y
uno intuitivo. Binns toma la figura
del buitre desde la simbólica que
cruza Oriente y Occidente resituándolo en distintos escenarios. Como
la farsa de la repetición, los signos
vaciados de los pueblos y culturas
muestran sus grietas y reclaman
un sentido; así el ensayo ensaya
representaciones que diseñan un
planear sobre las imágenes vaciadas
de la tradición, vaciando asimismo
el anclaje a un centro único, un
significado trascendental.
El buitre se traduce y hace de
sí la traducción cuando transforma
las materias previas; toma a los
muertos y deletrea lo deletéreo,
descompone, secciona, reinterpreta
la tradición y de este modo puede
pensarse el ensayo tratadístico de
Binns como una experiencia metapoética, en la que pareciese aparecer
en escena la escritura, la lectura y
la recomposición de la lengua en
su devenir desde el carroñeo, otra
figura de la influencia, prima del
canibalismo y esa magia simpática
y de sinécdoques, en la que se toma
la carne por la materia, la enjundia
del arte o de la cultura.
No es azaroso que los cuatro
buitres que se describen se sitúen
en España y Europa, representando
el traspaso vocacional de Binns,
desde el inglés al castellano.
Tampoco la presencia del funeral
celeste tibetano o las exequias Parsi
en la India, mediante las torres
del silencio, mostrando, por una
parte, la representación budista
de la transmigración, asunto que
reviste la creencia en la destrucción
como un agente de cambio en la
trimurti hindú. Si el cuerpo es un
receptáculo y vivimos en el sueño
de Brahma, la existencia exhibe su
carácter teatral, el pobre tinglado
en el que se repiten revoluciones celestes y los ciclos de vida y muerte.
Por otra parte, la peregrinación
del pueblo Parsi, desde Persia
hacia India durante el siglo VII
escapando de los musulmanes,
diseña otro modo de desplazamiento cultural y de lenguaje, en
el que las perlas de la poesía y la
creencia zoroástrica de Oriente se
resitúan en un mundo igualmente
complejo. La lucha de la luz y las
tinieblas, aparentemente anodina,
se anuda en la representación
binaria de un mundo vaciado de
sentido, quedando de la gnóstica
percepción de una creación fallida,
falaz, y un dios irrepresentable y
total, la iteración tortuosa de la
sombra, el eco, la producción fallida que fagocita los fragmentos
de una completitud imposible en la
materia. De algún modo el funeral
Parsi instala estas problemáticas, al
intentar el alejamiento del cuerpo
del agua, el fuego y la tierra, para
no contaminar dichos elementos.
Tratado sobre los buitres releva
además la tópica discusión sobre la
modernidad, aunque llevándola al
terreno de la creencia en lugares
comunes, proponiendo el fantasma del progreso y la atolondrada
confianza en lo nuevo como una
condición que sólo come la carroña
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RESEÑAS
de la antigüedad, traduciendo de
modo trófico las bases de un universo
dogmático a una aun más dogmática
situación, en la que las prácticas de
violencia, sometimiento y subversión
están tan cerca de aquella realidad,
que en la música de las esferas del
tiempo, riman.
El mundo de los buitres es el de la
guerra, aquel en el que las potencias
engullen el cadáver de los países
subdesarrollados, física y espiritualmente, pues el comienzo de nuestras
guerras contemporáneas es la aniquilación de la diferencia por medio
de los bienes deseados, los bienes
de consumo, que acaban siendo
ejercicios, costumbres, cultura. La
guerra contra los países árabes,
alegoría subyacente al traslado de
los rituales con buitres, plantea una
aniquilación rapaz, aunque también
rezuma el consumo de la carroña
que ha dejado sobre el desierto el
ejército norteamericano.
Otra forma de depredación, de
cómo Shiva aniquila la creación
para devolverla a lo increado, a
las ideas, es la cadena trófica que
ha sido llevada al paroxismo por el
afán aniquilador del hombre; así,
de una modernidad industrial a un
capitalismo salvaje, el subtexto de
Binns instala la cuestión económica
como una forma de vida carroñera.
Los buitres sintetizan el ámbito de
la basura y cómo hay comunidades
que son relegadas a la vida en los
vertederos del mundo. El caso de
India, país que pertenece a esa
patética ficción que es el BRIC,
indica cómo el exceso, la desigualdad y la superproducción acaban
destruyendo culturas, hábitats,
espacios, además de exponer la
maquinaria que permite sostener
los restos como una advertencia
ante la separación o el aislamiento
de los centros financieros.
Binns dibuja, al mismo tiempo,
mediante el vuelo de los buitres un
tópico relativamente contemporáneo,
felizmente presente en su querido
Nicanor Parra y que halla su precursor en el trascendentalismo de
Thoreau, este es el de una postura
crítica en relación a la subsistencia
y la ética ambiental, algunas veces
llamada ecologismo. Aunque Binns
cuestiona la ingesta de carne y el
símil entre la carroña de la carne
que consumimos y la de los buitres,
enfatizándolo en una larga enumeración anafórica sobre las entidades
que pueden ser consideradas como
buitres, subyace la comprensión de
estas instancias como ecos de un
orden natural, previo e imbricado en
la confusa textualidad del mundo,
parecido a la danza de las parcas o
la inagotable transformación de la
vida por Brahma, Shiva y Vishnu.
Tratado sobre los buitres navega
entre estas propuestas, alegorizando
en estas transformaciones fuertes
críticas a la situación actual, lo que
se expresa mediante la actualización
de la última parte del libro, en la
que se dan las “Últimas noticias” y
se presenta la posposición y distanciamiento del morir, de la muerte
como motor de la vida y de las
realidades culturales que proyectaba
en el mundo antiguo la relación con
la muerte por parte de chamanes,
magos y brujos. Quizás el vaciamiento del mundo con respecto a
un sentido o un alma tenga que ver
con el ocultamiento de la muerte.
La ausencia de misterio y la brutal
literalidad son formas que asume la
oquedad contemporánea transmutada en carroña, receptáculo de lo
que alguna vez fue un sistema vivo,
devenido simulacro, cáscara. Esto se
radicaliza en una sociedad protética
en la que se buscan suplementos
de las carencias que ha producido
la lejanía de las prácticas, oficios y
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lugares cargados de sentido cultural, buscando también posponer el
instante de la muerte, siendo esto
representado por la desaparición
de los buitres, los que señalan el
vínculo entre los distintos niveles
del mundo y la resignificación de
los desechos, dejando los cuerpos
podrirse; eliminar a los buitres
es romper el último eslabón de la
cadena en que la carne se traduce.
Del mismo modo, la escatología que
se despliega entre los restos y las
excrecencias, digamos, los fines de
la materialidad humana, hallan su
eco en la imagen del buitre aleonado que come del ano del difunto.
Grotesca, en un principio, es además
la imagen de un ouróboros, de una
cinta moebius, lo que representa
el curso de la vida, del tiempo,
haciéndose de las materias inútiles
para resemantizarlas: la idea de un
reciclaje continuo, regenerador, que
funciona como motor de la historia
alcanza el concepto amplio de la
escatología como discurso sobre
el fin, en el que estas señales que
dejan los buitres por su ausencia
marcan un punto de no retorno hacia
la transformación de la existencia
completa en un cadáver, un vehículo,
un signo vaciado.
Pero aun hay más en Tratado
sobre los buitres, un libro cuidadoso,
lleno de detalles y construido con la
misma detención que propone para
su lectura; suma de momentos e
imágenes que se organizan como el
concéntrico planear de los buitres
o la visión de una constelación. En
esta teratología alegórica el buitre
desaparece para mostrar la simultánea existencia de múltiples buitres
como fragmentos de una experiencia
abarcadora, ambiciosa, que funciona críticamente. En ese sentido, es
un libro que se abre para producir
conocimiento y lecturas, vindicando
tanto a la poesía como el tratado,
estando esta última –como decía
Cervantes– tan desfavorecida en
estos tiempos de ficciones relativas
al compromiso político, la intimidad
y la coherencia cultural.
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RESEÑAS
Espectros de Luz: Tecnologías visuales en la literatura
latinoamericana
Valeria de los Ríos. Cuarto Propio. Santiago, 2011, 328 páginas
Por Catalina Donoso Pinto
Instituto de la Comunicación e Imagen, Universidad de Chile
[email protected]
Espectros de luz es una obra que debería
leerse como un texto crítico que revisa la
relación entre literatura, cine y fotografía
en Latinoamérica, o más bien, que indaga,
desde el análisis de una selección afortunada
de obras literarias, en el impacto que estas
tecnologías visuales tuvieron y siguen teniendo en el escenario complejo de nuestro
contexto latinoamericano. Complejo sobre
todo porque, en un territorio en el que los
avances tecnológicos suelen desembarcar
provenientes de lejanos reinos, la relación
que establecemos con ellos parece exacerbar
aquella mezcla de fascinación y miedo que
ya de por sí estas máquinas creadoras de
fantasmas suelen evocar.
En su valor como texto crítico, entonces, el
libro de Valeria de los Ríos es en primer lugar
un valioso aporte al campo de la literatura, por
el justo lugar que otorga a autores muchas
veces no suficientemente reconocidos como
Clemente Palma o Leopoldo Lugones, por
nombrar un par; en este sentido, Espectros
de luz es una obra que tanto como se dedica
a examinar los textos de un autor reconocido
internacionalmente como Roberto Bolaño, o
de nuestro visitado poeta Vicente Huidobro,
pone atención también en la literatura más
marginal, por ejemplo, de otro Roberto –me
refiero a Arlt– o de un caso de poeta tan
interesante y particular como desconocido
fuera de los círculos especializados, como
Juan Luis Martínez.
Esto en cuanto a la selección del corpus,
pero quizás lo más notable de su trabajo con
el material literario, que integra narrativa,
poesía y crónica, sea la manera de abordar
estos textos en su dimensión visual. El análisis
intermedial es preciso y fino, no descansa
solo en la anécdota de la narración, sino que
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explora el lenguaje y abre para el
lector sus posibilidades significantes, dialogando cómodamente con
la teoría, que no aparece como una
ortopedia externa que se adosa a su
objeto, sino que se integra productivamente a la lectura que Valeria
de los Ríos nos invita a hacer de los
textos escogidos, cumpliendo así con
la promesa que ella misma nos hace
en la introducción, la de proponer
una exploración interdisciplinaria y
cultural, no cercada por el signo ni
puramente comparativa.
La investigación se estructura
en tres partes, cada una de ellas
subdividida además en capítulos.
La primera parte, denominada
“Fotografía: Escritura de luz”, rastrea
en su primer capítulo los orígenes de
la relación literatura y fotografía en
Latinoamérica, a partir de escritos
de autores de finales del siglo XIX
y de la primera mitad del siglo XX,
como José Martí, Ruben Darío y el
ya mencionado Roberto Arlt, entre
otros, hasta obras de factura más
reciente de Enrique Lihn y Edmundo
Paz Soldán. La línea de análisis
busca reconocer una mutación en
la manera de percibir la fotografía,
que va del lugar de la evidencia al
del simulacro. Es digno de mencionar
que el último capítulo de esta primera sección dialoga con la noción
de evidencia propuesta aquí, ya
que se hace cargo de la narrativa
de Roberto Bolaño desde la idea de
“mapa”, vinculada operativamente a
un referente, a algo que está o estuvo
ahí, pero en este caso inserta en un
modo contemporáneo de entender
las fotografías que “funcionan de
modo alegórico como fragmentos de
una concepción de mundo agónica”
(124). El primer capítulo establece
conexiones también con el tercero,
dedicado a la novela Farabeuf de
Salvador Elizondo, por sus alusiones al modelo de la memoria como
espacio de lo que permanece a la
vez que se esfuma.
Ya desde el comienzo de este
apartado inicial se reconoce el lugar
problemático de las tecnologías
visuales en las sociedades latinoamericanas, asunto que se desarrolla
muy bien en el segundo capítulo
dedicado a Leopoldo Lugones y a
la carga simbólica contradictoria del
aparato fotográfico, que encarna la
atracción inquietante y repulsiva de
la otredad. Así también se instala
una clave de lectura que no supone
jerarquías o sumisiones en la relación entre la letra y las máquinas
de ver: “este ejercicio demuestra el
carácter intermedial de la escritura, que como medio de inscripción
intenta competir persistentemente
con los nuevos medios que la circundan, incorporando sus logros para
describir de manera más detallada
(tal como afirma Geoffrey WinthropYoung), o aprovechándose de su
carácter de medio marginal para
manejar la multiplicidad de otros
medios, resistiendo el propósito
meramente comunicativo de éstos
y experimentando el significado de
sus funciones no reflexivas” (27).
El cuarto capítulo de esta primera sección es quizás uno de los
más sugerentes del libro, ya que se
dedica a desentrañar la particular
producción poética de Juan Luis
Martínez, específicamente de su obra
La nueva novela, único material del
corpus que incorpora la relación con
la imagen no como una referencia
extratextual, sino que como una
presencia plenamente significante
en la obra. La lectura que de este
libro-objeto practica De los Ríos ingresa otra vez desde la fotografía y
su relación con lo escrito, pero ahora
para indagar en las contradicciones
y choques que la letra tiene con lo
visual en el texto, y que provocan
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RESEÑAS
productivas reflexiones acerca de
la originalidad en el arte, la transparencia del lenguaje, la historia y
la identidad.
La segunda parte, cuyo título es
“Fotografía y cine: el regreso de los
muertos vivientes”, se compone de
tres capítulos y aparece sin duda
como la sección que más propiamente da su nombre al volumen, ya
que aborda las relaciones de cine y
fotografía con la literatura latinoamericana desde su capacidad para
generar mundos fantasmagóricos. La
vinculación de las tecnologías visuales con el imaginario de fantasmas y
espectros surge desde los primeros
tiempos, y este es un hecho del que
la autora se hace cargo en un capítulo introductorio inicial, así como
de los alcances que este hecho tiene
en un escenario latinoamericano de
precariedad tecnológica e importación –o imposición– de saberes. Los
dos capítulos que siguen posan su
atención en obras narrativas breves
de Horacio Quiroga y Julio Cortázar,
respectivamente. En el caso del
primero, desde una lectura de “El
retrato” y “Miss Dorothy Phillips,
mi esposa”, vinculada al deseo y la
represión, al trauma y a la escritura
como herramienta de expurgación
de estos conflictos. En el capítulo
dedicado a Cortázar y a su cuento
“Las babas del diablo” es también
la letra el lugar de redención para
un sujeto sumergido y desvanecido
en las trampas de la tecnología:
“Para Cortázar la superioridad de la
escritura por sobre las manifestaciones fotográficas o cinematográficas
está en que el lenguaje –incluso en
sus limitaciones– es el único capaz
de narrar y dar sentido a lo que
vemos” (200).
En la tercera parte y final, denominada “Cine: del montaje a la
experiencia” sobresale la recopilación
y análisis de textos, muchas veces
poco conocidos, de escritores como
Vicente Huidobro y Roberto Arlt,
que exploraron desde la crónica el
impacto de las nuevas tecnologías
en el espectador-literato (el autor),
en la literatura (en este caso el
género periodístico escogido) y
en la cultura de la primera mitad
del siglo XX. Sólo dos capítulos se
dedican al estudio de novelas, XYZ
de Clemente Palma, y Tres tristes
tigres de Guillermo Cabrera Infante.
En el caso de esta última, que por
lo demás es la que cierra la investigación, destaca una perspectiva
integradora que ya había sido esbozada en el capítulo anterior, donde
la literatura se presenta como medio
que absorbe y contiene los aportes
heredados por el uso de las tecnologías de reproducción –gramófono,
cine– pero que no por ello oculta su
propia opacidad, con la figura de
la máquina de escribir como signo
evidente de esta artificiosidad: el
“frecuentemente ignorado sustrato
tecnológico de la literatura” (138).
Espectros de luz propone un viaje,
desde la literatura, a las máquinas
de la visión en nuestra región; un
viaje que visita los albores de estas
tecnologías a fines del siglo XIX,
y por ende las raíces materiales
de nuestra precaria modernidad,
para llegar a visiones más actuales
que se asoman al siglo XXI. Sin
embargo, el viaje no se somete al
mandato del tiempo lineal, sino que
va y viene por períodos diversos,
haciendo confluir incluso distintas
perspectivas epocales en un mismo
capítulo, privilegiando así un criterio
temático y analítico por sobre uno
cronológico.
Dije al inicio que Espectros de
luz debería leerse como un texto
crítico, pero ello no quiere decir que
estemos condenados a no reparar
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en él también como uno literario.
Así, no se puede dejar de valorar un
aspecto que me pareció central en
el libro, y que tiene que ver con su
manera de integrar lo histórico, lo
sociocultural, al análisis propiamente
literario: el modo a través del cual
su propia narración se organiza y
cautiva nuestra atención. Así, las
menciones a la fotografía, el cine
y sus antecedentes, su contexto,
su relevancia como productos de
una cultura, van surgiendo, casi
orgánicamente del propio análisis,
entrelazándose con la narrativa del
texto en su totalidad, reapareciendo
y confrontándonos a sus diversas
maneras de entenderse, de llegar y
de quedarse en nuestro continente.
Por último, y muy importante para
un libro que se piensa desde la
visualidad, él mismo encarna una
relación de intercambio con sus
propias imágenes, se reconoce el
cuidado en escoger y disponer estas
láminas que sostienen también ellas
una narrativa, que establecen en su
relación con las demás del libro y
con el desarrollo de los textos.
No cabe duda que estamos frente
a una obra de gran relevancia para
los estudios literarios y visuales en
Latinoamérica, una obra que viene
a enriquecer nuestra manera de
entender el continente como un
diálogo permanente entre lenguajes, entre modos de ver, de leer y
de decir.
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Fundada en 1971, Taller de Letras es una publicación bianual del Departamento
de Literatura de la Facultad de Letras, de la Pontificia Universidad Católica
de Chile, indexada a las bases de datos ISI, SCOPUS, HAPI, MLA, HLAS, EBSCO,
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tiene como propósito la difusión de estudios que incentiven el diálogo entre
discursos literarios y cultura. Como su nombre sugiere, la revista es un espacio
comprometido con la búsqueda permanente de nuevos enfoques y materiales
críticos.
La revista acepta trabajos escritos en lenguas española, inglesa y portuguesa. Cada uno de sus volúmenes se organiza en tres secciones: “Artículos”,
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doble. Asimismo, deben acompañarse de un resumen de 70 a 100 palabras, y
de tres conceptos claves. Estos anexos deben presentarse tanto en español
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y de sus circunstancias de producción o Dossier. Su extensión no debe superar
las 15 carillas.
En la sección “Reseñas”, se publican textos que examinen publicaciones
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de referencia a futuras investigaciones y que, por otra, incentiven el debate
cultural. Su extensión no debe superar las 10 carillas.
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