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Prólogo
La Constitución de los Estados Unidos Mexicanos inauguró en 1917 una
nueva época de la historia del constitucionalismo respecto a una serie de
aspectos relevantes para la sociedad mexicana, sin embargo, el más importante
de ellos no figura entre los que suelen resaltarse con posterioridad. Me refiero
al pronunciamiento de base de los apartados sexto y séptimo del artículo 27,
que hace referencia a la propiedad como derecho fundamental; es de destacarse
que éste no se limita a la propiedad privada: “Los condueñazgos, rancherías,
pueblos, congregaciones, tribus y demás corporaciones de población que
de hecho o por derecho guarden el estado comunal tendrán capacidad para
disfrutar en común las tierras, bosques y aguas que les pertenezcan o que se
les haya restituido o restituyeren”.
Este reconocimiento constitucional de propiedad comunitaria fue de
suma importancia por sí mismo y por cuanto implicaba. Lo era desde luego
por la humanidad a la que interesaba, primordialmente la indígena dentro de
las fronteras de México o incluso fuera de ellas, pues hubo en América otras
Constituciones que siguieron entonces la pauta. También venía a resultar
de lo más importante por el giro que representaba respecto al tratamiento
constitucional que anteriormente se le deparaba a las comunidades indígenas
y, además, por lo que el propio pronunciamiento entrañaba respecto de
dimensiones que iban más allá, bastante más allá, del derecho meramente
dominical. Vayamos por partes para situar la materia de la obra-compilación
normativa y su análisis, que nos ofrece Francisco López Bárcenas.
El tratamiento constitucional anterior sencillamente prescindía de todo
derecho indígena con una pertinacia que acusaba la fuerza de sus motivaciones
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de fondo. El constitucionalismo decimonónico se atenía a una inspiración
de matriz europea hasta el extremo de dar por supuesto que la presencia
indígena habría de disolverse en el seno de una ciudadanía abstraída tanto
de la pluralidad de culturas en concurrencia como del derecho particular de
las que fueran precedentes en tierra propia, las indígenas. Pudo haber, por
añadidura, manifestaciones racistas y hasta episodios genocidas durante el
mismo siglo XIX, pero el planteamiento constitucional no llegaba en sí tan
lejos. Tan sólo presumía que lenguas, culturas y derechos de raíz no europea
habrían de desaparecer. No era poco por supuesto. Se programaba así la
desaparición de todo lo que sustentaba la existencia de unos pueblos a cambio
de la incorporación problemática a una ciudadanía incógnita. Hoy hablaríamos
de etnocidio sistemático y masivo.
Tamaña presunción de un destino ineluctable de inexistencia rasa para la
humanidad indígena configurada por pueblos con derechos y jurisdicciones,
con lenguas y culturas, con tierras y recursos propios, comenzaba por aplicarse
durante aquel siglo al campo de la propiedad, entendiéndose que habría de
ser ya privada, ya pública, pero no precisamente comunitaria. Los derechos y
las jurisdicciones indígenas sobre territorios y recursos, algo que incluso había
resistido y hasta encontrado en parte acomodo durante los largos siglos de
la Colonia, habrían de llegar a su término conforme a los designios de fondo
del constitucionalismo. La misma política privatizadora o nacionalizadora de
tierras y recursos indígenas constituía el heraldo de la desaparición. Comenzaba
por querer privarse de toda base material a unas comunidades humanas. A
todo el patrimonio cultural propio de los pueblos indígenas se le reservaba la
misma suerte. El constitucionalismo daba todo esto por hecho, esto es, por
haber de hacerse.
La Revolución Mexicana no fue muy generosa en el campo constitucional
con quienes, como buena parte de la población indígena, habían tenido, por
resistencia o por beligerancia, una participación decisiva en su triunfo. Lo dicho
sobre el artículo de la propiedad es lo único que en su consideración se registra
en la Constitución de 1917. Previamente se había proscrito la presentación
de candidaturas indígenas a las elecciones constituyentes: “Ni de raza ni de
religión”, asimilándose así por parte de la Revolución la condición indígena al
confesionalismo rampante y excluyéndosele en consecuencia de la forma más
expeditiva. No puede sin embargo decirse que tan sólo se concedieran unas
migajas al reconocerse la propiedad comunitaria. Así, en verdad se garantizaba
LEGISLACIÓN Y DERECHOS INDÍGENAS EN MÉXICO
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la base material de las comunidades mismas y se permitía la continuidad de
su existencia como tales, no sólo como colectivos propietarios, sino también,
con la cobertura preciosa de la propiedad de tierras y recursos, como
comunidades humanas en su integridad. Era una rectificación en toda regla
de los presupuestos constitucionales prerrevolucionarios. Es lo que entrañaba
el referido registro de la propiedad comunitaria en la Constitución. Por esto
fue tan importante en la historia del constitucionalismo no sólo mexicano.
El registro se contenía en el capítulo De las garantías individuales, el primero
y principal, el encabezamiento absoluto de la Constitución, lo cual no dejaba
de revestir una importancia clave. A primera vista parece un contrasentido
o realmente lo resulta por cuanto revela de insuficiencia en la conceptuación
de unos derechos. Se anunciaban como individuales y se comprendía uno
comunitario. Pero este desencaje es secundario. Lo importante del rubro resulta
el sustantivo, no el adjetivo. Se habla de garantías como cuestión primerísima
de la Constitución para subrayarse que no se trataba de una mera proclamación
de derechos cuyo aseguramiento, aun predicándose como fundamentales,
quedase pendiente de un desarrollo reglamentario. Éste podrá seguir o incluso
requerirse, pero del mismo no dependía la existencia práctica del derecho. La
garantía la prestaba la Constitución misma. El Congreso quedaba obligado a
producir las leyes necesarias al propósito y la justicia no podía dejar de amparar
el derecho porque la ley todavía faltase.
Mediante la denominación de garantía la Constitución misma ya se
compromete con la efectividad de los derechos. Conviene insistir en esto
porque la propia doctrina constitucional ha tendido luego a perder un logro
que también se comprende entre los motivos que le confieren importancia a
la Constitución mexicana de 1917 no sólo para México, sino también para la
historia general del constitucionalismo. Importa que aquí se subraye porque
interesa al derecho indígena. Por incidencias constitucionales que podrán
producirse más tarde y a las que a continuación me refiero, no se olvide esa
significación práctica del epígrafe De las garantías individuales para los derechos
individuales o no. Se comprenden todos los que en el capítulo se registran,
inclusive el derecho comunitario indígena. Ahí mismo y no en otro lugar
figuraba.
Tal fue el planteamiento constitucional que ha regido, con toda la
desigualdad de implantación y desenvolvimiento que haya podido darse, hasta
la fecha emblemática de 1992. En 1934 se había producido una reforma del
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pasaje constitucional depurando, según se entendía, lenguaje, pero con cuidado
de no afectar al fondo: “Los núcleos de población que de hecho o por derecho
guarden el estado comunal tendrán capacidad para disfrutar en común las
tierras, bosques y aguas que les pertenezcan o que se les haya restituido o
restituyeren”. De hecho o por derecho para la Constitución, pues el hecho mismo
de la comunidad representaba por supuesto para la parte indígena derecho.
Es por ello importante que en 1934, como en 1917, siga registrándose, con
trascendencia constitucional, el hecho. Sigue sin haber más. El reconocimiento
de propiedad colectiva permanece como la cobertura constitucional de la
comunidad indígena hasta dicho año de 1992. En esta fecha, es cuando se afecta
al fondo, cuando viene en concreto a suprimirse esa cobertura constitucional
sin sustituirse además por ninguna otra.
Es el año en el que se reforma la Constitución de los Estados Unidos
Mexicanos para procederse a una proclamación de la multiculturalidad de la
nación por el reconocimiento formal de la concurrencia indígena mediante una
perífrasis que parece remitir la constancia a un tiempo pretérito: “La nación
mexicana tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en
sus pueblos indígenas”. Este es el pronunciamiento que contiene ahora el
artículo cuarto del propio capítulo primero, el De las garantías individuales,
mismo que sirve palmariamente el rebuscamiento de una perífrasis, lo de
sustentada originalmente, para neutralizar el empeño referido de efectividad
del epígrafe. La prosecución del texto que ahora se introduce abunda en el
cortocircuito interponiendo la necesidad de un desarrollo reglamentario de
objeto además limitado.
Esto es en concreto lo que se añadía en 1992, a continuación de dicha
referencia a sus pueblos indígenas, suyos de México, se entiende: “La ley
protegerá y promoverá el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos, costumbres,
recursos y formas específicas de organización social, y garantizará a sus
integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del Estado. En los juicios y
procedimientos agrarios en que aquellos sean parte, se tomarán en cuenta sus
prácticas y costumbres jurídicas en los términos que establezca la ley”. Cito
por extenso porque, habiéndose sustituido esta parte de la reforma de 1992
con la de 2001, no tiene por qué aparecer ni aparece en la compilación que
tienes, lector o lectora, entre las manos. Adviértase en todo caso que todavía,
tras la reforma última, se mantiene la perífrasis de remisión a tiempo pasado,
bien que ahora contextualizada para hacerse presente a los pueblos indígenas.
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¿Es el reconocimiento constitucional de su existencia de modo por fin franco?
Enseguida lo comento. El texto actual, el de 2001, puede verse completo en
la compilación.
Hay más todavía respecto de lo ocurrido en 1992, algo que hoy continúa en
vigor. Se trata de la reforma constitucional que el mismo año de reconocimiento
tan cicatero, esto sobre todo por la falta de efectividad directa, de lenguas,
culturas, usos, costumbres, recursos y formas específicas de organización social
indígenas, procede a la cancelación de la garantía constitucional de la propiedad
indígena. El nuevo texto de los apartados correspondientes del artículo 27 de
la Constitución no impone un cambio por obra de la misma norma, ope legis
en la jerga jurídica, pero se esmera en la formulación de los presupuestos y en
la introducción de los mecanismos para favorecer la privatización de tierras
y recursos o, dicho de otra forma, el desmantelamiento de la base material
y la cobertura formal de las comunidades. Con ello también se programa la
inexistencia futura de los pueblos indígenas que la perífrasis del artículo cuarto
de la misma Constitución ya está queriendo remitir al pasado.
Cierto es, como en la compilación y su análisis puede verse, que esa
reforma del artículo 27 en 1992 no dejaba de ofrecer una garantía a la propiedad
comunitaria: “La ley protegerá las tierras de los grupos indígenas”. Obsérvese.
La fórmula es la de remisión a desarrollo reglamentario con suspensión de
cualquier efecto directo de la garantía constitucional. Está definitivamente
operándose con la neutralización del sentido genuino de la propia denominación
constitucional de los derechos como garantías. La misma reforma del artículo
27, cuando registra dicho mandato de protección de las tierras de grupos
indígenas, está refiriéndose al desarrollo reglamentario más general de sus
previsiones sobre tierras y recursos en favor de la privatización.
Los pronunciamientos normativos raras veces tienen sentido como
fórmulas en solitario. El propio contexto es un primer factor que da sentido.
O que puede incluso llegar a contradecirlo. ¿Es el caso? Ahora veremos.
Hablando de contextos, tampoco olvidemos una constante del artículo 27
mantenida desde 1917 hasta hoy, no tocada por la reforma constitucional de
1992. He aquí el notorio inicio de dicho artículo 27. “La propiedad de las tierras
y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional corresponde
originariamente a la nación”, lo mismo que otros recursos, inclusive, como no
deja de especificarse, los del subsuelo. En este contexto, ni cuando se registra
la propiedad comunitaria como derecho constitucional, entre 1917 y 1992,
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ni siquiera entonces cabe que el mismo se reconozca como título original,
de derecho así estricto, precedente al propio Estado como cualquier otro de
entre los derechos fundamentales. ¿Por qué, si no, en la propia Constitución el
capítulo De los mexicanos sigue y no precede al De las garantías? Sin embargo,
en el campo de la propiedad, la base de nacionalización de tierras y recursos
ya puede contravenir desde un principio el sentido de la conceptuación de los
derechos como garantías. Si se suman así contradicciones, ¿qué título debe
prevalecer según el planteamiento de fondo de la Constitución misma, el del
derecho o el de la nación? Son cuestiones para tratar y dirimir entre los propios
titulares, no por un prologuista o por una compilación, como tampoco en
solitario por el lector o la lectora.
La ley requerida por la reforma del artículo 27 vino de hecho con suma
diligencia, pero excusándose de atender la cláusula de protección de tierras
indígenas con el razonamiento de que esto competería a la legislación de
desarrollo del artículo cuarto, legislación que en cambio nunca ha llegado. En
cuestión de garantías, diga lo que quiera la misma Constitución, el Congreso
federal se siente ahora más obligado con la propiedad privada que con ninguna
otra, inclusive por supuesto la comunitaria. Tal ha sido en suma el resultado
de las reformas constitucionales de 1992, de este año emblemático por aquello
del quinto centenario del comienzo de toda esta historia de encuentros y
desencuentros. Es un pasado que no acaba de pasar y que arranca ciertamente
de los tiempos de la Colonia.
Hay otro aspecto de las reformas de 1992 que conviene señalar. A estas
alturas, al contrario que en 1917 o que en 1934, en el capítulo básico de
los derechos ya no incide tan sólo el derecho constitucional mexicano, sino
también el derecho internacional. Para el asunto indígena se tiene ahora, más
específicamente desde 1989, el Convenio 169 de la Organización Internacional
del Trabajo sobre Pueblos Indígenas, que México suscribió con suma
diligencia al año inmediato. Pues bien, las reformas de 1992 no satisficieron
sus requerimientos de consulta previa con los pueblos indígenas para procederse
a actuaciones públicas que les afecten.
Se actúa por parte del Estado mexicano, como si ese compromiso
internacional no existiese, como si no se hubiera tomado nota de lo que el
mismo implica. Se reforma la Constitución y se cambia la legislación en los
extremos más sensibles para los indígenas y se actúa como si las previsiones
constitucionales sobre los procesos normativos, comenzándose por el de
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reforma constitucional, pudieran mantenerse indiferentes a los compromisos
contraídos mediante tratados como lo es el Convenio 169. Esta conducta va
contra las reglas actuales, incluso explícitas o no tan sólo consuetudinarias, del
derecho internacional. Tanto los poderes legislativo y ejecutivos, los federales y
los de las entidades o estados, como también, lo que es más grave, las instancias
judiciales, han dado muestra y hasta alarde han hecho, de tal indiferencia hacia
un derecho internacional concurrente ahora con el constitucional.
Tras todo esto, no es de sorprender que otra reforma en materia indígena
se realice pronto, en 2001, la de mayor envergadura además, reproduciéndose
con ella esa misma serie de problemas, desde los de derecho internacional
a los de desarrollo reglamentario, y algunos más. Estamos de pleno ya con
el derecho vigente y por tanto en el terreno de la compilación que prologo,
pero permítaseme añadir todavía alguna reflexión, sin entrar por supuesto en
pormenores, para completar la presentación. Con la reforma de 2001, con las
novedades que trae, se ha generado una situación normativa de tal complejidad
que una obra como ésta de Francisco López Bárcenas resulta, además por
supuesto de laboriosa, de la más perentoria necesidad y más patente utilidad.
No es fácil moverse en la situación ahora creada o ni siquiera hacerse con una
visión de ella.
La novedad más importante de la última reforma constitucional
destaca: “Esta Constitución reconoce y garantiza el derecho de los pueblos
y las comunidades indígenas a la libre determinación”. Hemos leído bien.
Esto reza ahora la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos. He
aquí la primera de toda América que da paso al reconocimiento del derecho
de los pueblos y las comunidades indígenas a la libre determinación. Podríamos
encontrarnos ante un acontecimiento tan trascendente en el curso de la historia
del constitucionalismo, cuando menos, como el del giro de 1917, hacia el
reconocimiento de la propiedad comunitaria con todas sus implicaciones. Por
lo que importa al derecho mexicano, podría estarse corrigiendo ahora el paso
en falso de las reformas de 1992, aunque no se toque para nada al artículo 27
ni falta ya que haría. Si cuentan con derecho a la libre determinación, “y en
consecuencia a la autonomía” añade ahora la Constitución, ¿qué necesidad va
a tenerse de que el Estado preste garantía a unas formas de propiedad de unos
sujetos sociales que tienen ya la capacidad reconocida de determinarse por sí
mismos?, ¿no cuentan ahora con autonomía, esto es, con poderes suficientes
para hacerse cargo del propio derecho?
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No es eso lo que se desprende para el texto mismo de la última reforma.
La posible autonomía se circunscribe a una serie determinada de materias,
incluyendo a la propiedad, con notables condicionamientos, y además la
concreción del propio régimen autonómico se confía, no a los mismos pueblos
y comunidades, sino a los diversos estados de la federación: “El reconocimiento
de los pueblos y comunidades indígenas se hará en las constituciones y leyes de
las entidades federativas”. Hay más. No sólo así habrán de establecerse unas
reglas diversificadas de juego. Los mismos estados se consideran ahora por la
Constitución federal, sin ninguna necesidad de transformación al propósito,
como voceros e intérpretes de los pueblos y comunidades indígenas: “Las
constituciones y leyes de las entidades federativas establecerán las características
de libre determinación y autonomía que mejor expresen las situaciones y
aspiraciones de los pueblos indígenas en cada entidad, así como las normas
para el reconocimiento de las comunidades indígenas como entidades de interés
público”. Quienes conocen de situaciones y aspiraciones indígenas no son los
propios pueblos y comunidades indígenas, sino los estados de la federación.
Obsérvese, dentro de tantos detalles que ahora vienen, los de lenguaje.
Parece en efecto que, al tiempo que ahora se les tiene constitucionalmente por
sujetos de autonomía, se considera a los pueblos y las comunidades indígenas,
como en los tiempos de la Colonia, menores de edad incapaces de conocer y
decidir por sí mismos y hacerse cargo de sus situaciones y aspiraciones, de sus
intereses y derechos. No va entonces a extrañarnos que, cuando llega en la
misma Constitución la hora de la verdad de los capítulos institucionales, los
pueblos indígenas desaparezcan y las comunidades indígenas queden definitivamente
reducidas al mapa establecido no sólo estatal, sino también municipal: “Las
comunidades indígenas, dentro del ámbito municipal, podrán coordinarse y
asociarse en los términos y para los efectos que prevenga la ley”.
Todo esto puede verse en esta compilación y su análisis, como también
puede apreciarse en ella la preocupación de la propia reforma de 2001 por
ofrecer criterios de definición e identificación de pueblo indígena, unos criterios
de hecho en lo sustancial procedentes, como igualmente puede aquí advertirse
pues todos estos textos se incluyen, del Convenio 169 de la Organización
Internacional del Trabajo, lo cual a su vez significa que ya estaban en vigor
para el propio derecho mexicano. ¿A qué viene esta reiteración para definir
además un sujeto de derecho, el pueblo indígena, al que la misma Constitución
no le ofrece, con todo y casi en definitiva, posibilidad de hacerse vivo?
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Digo con intención lo de casi. El reconocimiento de su existencia y de sus
derechos, los de unos pueblos, figura en la Constitución. Aunque en la misma
se resista a darle entrada definitivamente, sus pronunciamientos no han de
resultar vanos por completo. No tienen por qué resultar letra muerta. También
constituyen derecho en México, mediante las correspondientes ratificaciones,
los tratados de derechos humanos que contemplan la libre determinación de
los pueblos como derecho con diversas dimensiones, no sólo la política, sino
también la económica, la social y la cultural. Me refiero obviamente a los Pactos
Internacionales de Derechos Civiles y Políticos, así como a los de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales. El reconocimiento constitucional puede
producirse en 2001 entre condicionamientos adversos, pero nada quita que
condiciones más favorables se activen de parte del derecho internacional de
los derechos humanos.
En las circunstancias actuales, entre derecho constitucional y derecho
internacional, el mismo derecho indígena de libre determinación podría
activarse mejor y antes en unos ámbitos, como el cultural y el social, que
en otros, como el económico y el político. En el contexto presente donde
el ordenamiento internacional y el constitucional se complementan a los
mismos efectos de reconocimiento y garantía de derechos, la posibilidad de
interactividad no se encuentra fuera de lugar. Lo propio puede decirse respecto
del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, aunque éste
presenta a estas alturas el problema de no admitir el derecho mismo que la
Constitución de México reconoce, el de libre determinación de los pueblos
indígenas. No es la última palabra cuando se tiene además no sólo el derecho
internacional de los derechos humanos, sino también en México ahora, por
mucho que se procure neutralizársele, el reconocimiento constitucional del
derecho de libre determinación.
Entre derecho internacional, derecho federal, derecho de las entidades y
derechos de los pueblos y de las comunidades indígenas, la situación normativa
actual no está exenta de contradicciones y resulta en todo caso extremamente
compleja. Esta compilación y su análisis no puede recogerlo todo. Es imposible
porque algún elemento, nada menos que el del derecho de los pueblos, resulta
incógnito de momento. La obra se ocupa de reunir normas internacionales,
federales y de entidades, ofreciendo una excelente base tanto para la práctica
como para el estudio del encuadramiento oficial del derecho indígena. Nadie
más indicado para realizar la labor que Francisco López Bárcenas, pues cubre
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LEGISLACIÓN Y DESARROLLO RURAL
personalmente ambas vertientes. Cuenta con preparación y experiencia tanto
de estudio como de ejercicio del derecho en este difícil campo de los derechos
indígenas.
Espero que la obra sirva a este mismo doble propósito, pues ambos son
necesarios además de resultar interactivos. Me refiero a los efectos del ejercicio
de los derechos y del estudio del derecho, pensando sobre todo en el primero
por supuesto. Comparto este sentimiento con Francisco y espero que también
con las usuarias y usuarios de esta útil herramienta para el manejo del derecho y
el logro de los derechos. Cuando de éstos ya se ocupa también un ordenamiento
internacional, cuando la cuestión ya se reconoce como propia de los derechos
humanos, no está fuera de lugar que el augurio, lo mismo que la crítica, de
donde provenga sea del corazón de un ciudadano no mexicano.
Dr. Bartolomé Clavero
Universidad de Sevilla
Miembro del Foro Permanente de las Naciones Unidas
para las Cuestiones Indígenas
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