Tres colores: Azul; Krzysztof Kieslowski

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AZUL (Trois Couleurs: Bleu, 1993)
Dir. Krizysztof Kieslowski. Nacido en Varsovia (Polonia) el día 27 de junio de 1941, en plena devastación
bélica.
Guión: Krizysztof Piesiewicz
Fotografía: Slawomir Idziak
Música: Zbigniew Preisner
Actores: Juliette Binoche, Benoit Regent, Florence Pernel, Charlotte Very,
País: Francia
Género: Drama
Los personajes de las películas nacen como instrumentos, pero en un momento dado, sé incluso exactamente
cuando −hacia la página 25 del guión− empiezan a vivir sus propias vidas, a comportarse de cierta forma y
luego ya no se puede hacer con ellos lo que uno quiere
Las palabras pertenecen a Krysztof Kieslowski. Eligiendo definitivamente Francia como tierra de adopción,
su vocación de realizar películas que ilustren grandes principios abstractos llegó a su culminación cuando
anunció esta trilogía sobre los tres pilares de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad y Fraternidad. Una
Revolución Francesa en formato cinematográfico. En un mundo laico donde la religión está en retroceso, y
donde la Soberanía Popular ha ocupado el lugar de Dios como fuente de legitimidad para las leyes, parece
como si estos valores laicos ocuparan el lugar sagrado que antes correspondía a los Mandamientos.
Las tres películas, se denominan con los colores de la bandera oficial de Francia tras la Revolución de 1789:
Bleu (Azul) para la Libertad, Blanc (Blanco) para la Igualdad, Rouge (Rojo) para la Fraternidad. Cineasta de la
interrogación moral y de la búsqueda espiritual Krzysztof Kieslowski emprende con esta trilogía una nueva
reflexión sobre la naturaleza humana a partir de esos tres conceptos, en los que se sumerge desde el prisma de
la más radical individualidad. Los tres films ponen al descubierto la enorme sensibilidad de Kieslowski para
indagar en lo más profundo del alma humana.
El dolor de una pérdida irreparable, una mujer pierde a su esposo y a su hija en un accidente y se enfrenta a sí
misma en una lucha por alcanzar su libertad y despojarse de los recuerdos que la oprimen hacia el pasado, en
Bleu; la soledad y la humillación de un hombre frente al divorcio en Blanc, y el azar y sus sentidos en Rouge,
conforman un universo personal. Amores a primera vista, infidelidades y casualidades que pueden marcar una
vida definen una obra cinematográfica en la que el cuidado formal es uno de sus más sólidos puntales.
También el acontecimiento del amor como un verdadero cataclismo capaz de conmover los cimientos más
sólidos recorre los films del creador polaco. La trilogía Trois Couleurs, sentó las bases de un cine europeo
intimista, que funcionaba muy bien con critica y publico.
El gran hecho dramático que unifica cada uno de los capítulos de la Trilogía es la pérdida de un amor: en Azul,
Julie ha perdido a sus seres más queridos, lo que la sitúa en un estado de hipotética libertad. Karol, el
protagonista de Blanco, pierde su estabilidad emocional cuando es abandonado por su mujer. La idea de la
pérdida se focaliza en Rojo en torno al personaje de un juez y su pasado.
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En las tres películas se produce el mismo proceso dramático: amor−pérdida−dolor−transformación−amor,
sujeto siempre a los dictámenes del azar, que provoca separaciones, encuentros y cruces. El azar aparece en
suma como un elemento misterioso que rige los destinos humanos, en contraposición con la idea de la
divinidad. Esta dicotomía es una de las constantes del cine de Kieslowski, ya que la grandeza de su cine reside
en la duda.
Si hago películas sobre el amor (en el sentido más amplio del término), es porque para mí no hay nada más
importante. El amor, si se entiende como aquello que empuja hacia algo, gobierna totalmente el sentido de
nuestra vida. Y por lo demás, todos los libros y todas las películas hablan del amor o de la ausencia de amor,
que es la otra cara del amor Ahí está todo. Yo personalmente como director no soy partidario de ningún tipo
de ideología como mensaje.
El realizador volvía constantemente con sus temas predilectos: los dilemas morales, los enigmas de la vida,
los laberintos psicológicos y la imperiosa necesidad de sus criaturas por comunicarse con otras en un mundo
enrarecido por el desencuentro.
Con esta película, Azul, Kieslowski emprende el retrato de la Europa de nuestro tiempo, tomando como hilo
conductor los ideales de la Revolución Francesa desprovistos de su significado estrictamente político.
En Azul asistimos a la reinvención del color en el cine por parte de este director polaco que filma la música
como nadie, haciendo que la cámara recorra cada nota y cada espacio en blanco sobre el pentagrama, mientras
se construye la sinfonía de la nueva Europa unificada.
La carrera de la parisiense Juliette Binoche, gira en tomo a una dualidad: muerte y resurrección. Sus
personajes a menudo mueren o escapan a la muerte por muy poco. En El húsar sobre el tejado, incluso cruza
toda la Provenza a caballo mientras la región es devastada por una epidemia de cólera. Además, su sonrisa
triste y su mirada profunda le permiten pasearse por la ficción como alguien que llega de más allá del tiempo,
como un ser irreal. Louis Malle la escogió para Fatale (1992) justamente por eso, porque vio una foto de
Juliette y supo que lo importante en ella no eran los ojos, sino la mirada, una mirada intemporal. Kieslowski la
quiso para Azul (1993) a partir de la misma foto. A fin de cuentas, Juliette prefiere expresarse a través de sus
personajes o de la pintura.
Azul ilustra la vida de Julie, esposa del célebre compositor Patrice de Corsy, a quien se encarga una obra que
celebre la Unidad Europea, pero que muere junto a su hija en un accidente de coche: sólo Julie sobrevive al
accidente. No le quedan ataduras con el pasado, su libertad ahora es total, pero siempre que hay tanta libertad
el problema es cómo hacer uso de ella, y su primer impulso es no conseguir acostumbrarse a su nueva
situación, y suicidarse ingiriendo pastillas, lo que no tiene el valor de consumar.
Antes de salir del hospital, desde donde ha contemplado por televisión los funerales de su marido y su hija,
una periodista le pregunta por la música encargada a su marido, y si es cierto que el verdadero compositor era
ella y no Patrice, lo que pone sobre la pista al espectador. Julie parece decidida a hacer tabla rasa del pasado:
tira a la basura la partitura incompleta del "Canto por la Unificación Europea", vende todos los muebles de su
casa de campo, acuerda el pago de una pensión a su madre y a su criada Marie, que vivían en ella, y como
único mobiliario deja un colchón, sobre el que invita a hacer el amor a Olivier, músico ayudante de su marido,
ya entrado en la edad madura, y que fue siempre un secreto admirador de Julie. A la mañana siguiente ella se
despide, diciéndole que no la echará de menos.
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A partir de aquí, comienza una nueva vida en la que no quiere saber nada de la anterior. Lo que ocurre es que
la nueva está totalmente vacía, no tiene absolutamente nada que hacer (al ir a alquilar una habitación,
responde a la pregunta del encargado sobre a qué se dedica con un "A nada en absoluto"). Su única ocupación
parece ser nadar en una inmensa piscina, y cuando un joven que fue testigo del accidente solicita verla para
contarle las últimas palabras de su marido, a ella le parecerá como si hubiera pasado un siglo desde aquello, y
no querrá recordar el pasado. Un pasado, sin embargo, que vuelve esporádicamente en sus recuerdos, y que en
la película se simboliza con la reaparición de la música tocada en el funeral.
En otro piso de la casa donde se hospeda Julie vive Lucille, una mujer a quien los vecinos desean echar por
dedicarse la prostitución, pues todas las noches recibe a hombres en su apartamento. Julie se niega a firmar la
petición, y sin su firma la petición no puede prosperar, con lo que Lucille se queda. Esto hace que surja una
amistad entre las dos mujeres, a pesar de su carácter diametralmente opuesto; sin embargo, es la primera
relación de Julie en su nueva vida. Ambas se prestarán ayuda: Julie encuentra su piso invadido por las ratas (y
sus crías) y decide meter un gato para que las extermine, pero no tiene el valor de contemplar la muerte de
ningún ser vivo, y Lucille se ofrece para ir a "limpiar" el piso en su lugar. Por otra parte, Lucille llama una
noche a Julie, cuando esta ya se ha acostado, para que vaya a verla al espectáculo de "strip−tease" donde
trabaja, pues necesita algún apoyo, alguien con quien hablar, ante el descubrimiento de su padre sentado en
primera fila.
Sin embargo, la antigua vida aún le persigue: tras meses de búsqueda, Olivier ha logrado dar con ella, y se
reúnen en una cafetería. Curiosamente, un flautista callejero está tocando en ese momento un tema del "Canto
por la Unificación Europea"; a la pregunta de Julie de cómo ha conocido esa música, él contesta que se la ha
inventado (una más de las coincidencias que ocurren en las películas de Kieslowski). También va a ver a su
madre, pero ésta ni la conoce, confundiéndola con su propia hermana. Su madre ya no pertenece al mismo
mundo, sólo piensa en ver programas estúpidos de la televisión.
Precisamente en un noticiero de TV, durante la visita al local porno de Lucille, es donde Julie verá que Olivier
se ha ofrecido a terminar el "Canto" (del cual la secretaria de Patrice hizo una copia antes de que Julie lo
destruyera), lo que indigna a Julie; en el reportaje se ven fotos de Patrice departiendo con músicos famosos de
la vida real, como el pianista Alexis Weissenberg. También ve las fotos de Patrice con otra mujer, que nunca
había visto, y que resulta ser Sandrine, su amante desde hacía años y estar esperando un hijo suyo. Va a
conocerla a los juzgados (ella es abogada) y nota que lleva un crucifijo del mismo modelo que le regaló su
marido. Ello le convence de que él la quería, y lega su casa de campo (aún sin vender) a ella y a su futuro hijo,
que también lo es de Patrice.
Por fin ha decidido que el "Canto" debe terminarse, y en una sesión de trabajo conjunto con Olivier, le corrige
la parte que ha escrito él, bastante charanguera y superficial, por cierto, cambiando la orquestación hasta
lograr un resultado mucho más refinado: el espectador oye el resultado de cada cambio en la partitura. El texto
que debía cantarse era uno bíblico. Olivier decide que la obra finalmente acabada ha de presentarse al mundo
como hecha por Julie, haciendo por fin justicia a su talento, oscurecido por la fama que se llevaba su marido.
La película termina cuando ellos hacen el amor de nuevo, y sobre la composición, en su versión definitiva, se
acoplan las imágenes de las vivencias que, de un modo u otro, están reflejadas en ella: el joven testigo del
accidente, el local de Lucille, el parto del hijo de Patrice, la visita a la madre de Julie... Las imágenes parecen
sugerir que todo eso se ha reflejado en un pasaje u otro de la composición. Y, por primera vez desde que
abandonó el hospital, Julie llora; antes, en la casa de campo, la criada Marie lloraba porque su señora no lo
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hacía.
Azul es una simple historia de superación, si nos ponemos a hilar fino. Podría encuadrarse en la empalagosa
estela de películas que responden al triunvirato trauma−depresión−superación. ¿Qué la hace diferente?
Lo que hace de Azul una experiencia con algo de mística, es el aliento poético de Kieslowski, un hombre que
siempre anduvo algo pachucho del corazón y que pareció ser consciente en todo momento de que estas tres
películas constituirían su legado.
De la mano de Zbigniew Preisner, uno de los compositores más arrebatadoramente clásicos del cansino
panorama sonoro, Julie se enfrasca tras muchas dudas en una actividad a la altura de su pérdida: terminar esa
canción por la unificación de Europa que inició su marido Patrice.
A medida que avanza en su reelaboración nos damos cuenta de que esta gimnasia mental le sirve también de
exorcismo personal, de fosa no muy profunda donde enterrar a esos fantasmas del pasado que enturbian su
insulso presente. Aquellos que le impiden avanzar, seguir equivocándose, caerse y continuar levantándose.
Parece que ya lo entiende... o no lo entiende, pero lo acepta. Sí, la gente que más queremos acaba muriendo.
De muerte natural o en la cuneta de una carretera comarcal. Es un hecho. Desaparecen, no vuelven a ser. Ante
esta contingencia irrebatible, caben dos posiciones en la vida: emprender el camino con ellos o seguir para
adelante. Por supuesto que esta última opción no presupone que las dificultades se vayan a esfumar de
inmediato ante nuestra turbia mirada: implica la aceptación de un dolor incontenible y desbordante, de una
situación ajena por completo a lo ya experimentado. Partir de cero, comenzar de nuevo.
Por eso el azul duele. Duele porque el mecanismo de la memoria tiene algo de traicionero: selecciona esos
instantes quizás banales, esos momentos en los que te quedas con la vista perdida en el horizonte mientras
realizas una tarea cotidiana tan parecida a aquello que solías hacer con él... y a la que tan poca importancia
dabas.
Julie reconquista su libertad y reinventa de alguna manera el amor. Emprende un camino de superación hasta
saber que está en condiciones de volver a amar. Para ello tendrá que reivindicarse como persona,
descubriendo que ni su marido era tan perfecto ni su añorada existencia tan idílica. Saber que todavía puede
querer a alguien, desarrollar emociones, sufrir por esos ratones a los que ha dejado huérfanos, por esa
prostituta que no busca algo tan diferente a lo que ella misma quiere para sí... todo esto le servirá para
incorporarse nuevamente al ritmo de la vida, paulatinamente, con constantes titubeos. Por eso, cuando Julie
concluya lo que su marido no pudo terminar, nos daremos cuenta de que ella no era tan solo la musa de un
artista con mucho ego... ella ERA esa música. El milagro se ha obrado de nuevo. Julie vuelve a hacer el amor
y por primera vez exterioriza ese dolor con el que ya ha aprendido a convivir del único modo que la naturaleza
nos ha enseñado: llorando en silencio, derrumbándose y dándose por completo a otro ser.
Bienvenida de vuelta a la vida, Julie. Que te sea leve...
Azul es el color de la calma, paz, anochecer y olvido. Lo es para mí. Lo bueno de las películas que recurren a
simbolismos cromáticos es que las reacciones de los espectadores serán diferentes. ¿Qué es el azul? Impregna
objetos, recrea sentimientos: un coche que cruza la calle puede ser un alma que huye carretera abajo. Una
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piscina que sólo nos atrevemos a atravesar a lo ancho, un reto que todavía no estamos en condiciones de
afrontar o algo que nos duele rememorar. O esa lámpara que nos recuerda algo que sólo tu y yo sabemos. Un
inminente nacimiento, una sinfonía inacabada, un músico callejero. El azul se huele, se escucha, se saborea.
Las dos siguientes películas, Blanco y Rojo, tienen una relación con la música mucho más tangencial, pero no
podemos dejar de referirnos a ellas, pues quedaría incompleta la visión que nos ofrece el director polaco,
aparte que los argumentos de las tres están muy imbricados.
Dentro de un nivel de calidad en general extraordinario, que consagró a los Tres Colores de Kieslowski entre
las mejores películas hechas en la década de los 90, existe una cierta progresión dentro de ellas, de menos a
más: Azul presenta un argumento algo críptico para el espectador medio, caía en los tiempos muertos como
modo de expresar el vacío en la vida de su protagonista y utilizaba ciertos recursos expresivos (fundido de la
pantalla en negro con música de fondo para volver a la misma escena de antes).
El crítico norteamericano Roger Ebert recoge, en una reseña de la película Rojo (Rouge, 1994), el siguiente
comentario de su director, Krzysztof Kieslowski: En este momento, en este café, estamos sentados al lado de
extraños. Todo el mundo se levantará, se marchará, y seguirá su camino. Y, entonces, nunca más se volverán
a encontrar. Y si lo hacen, no se darán cuenta de que no es por primera vez. Este fragmento parece bastante
revelador de las intenciones del cineasta cuando acomete su Trilogía de los Colores: Desarrollar un fresco de
la vida en la Francia contemporánea a través de diversos personajes cuyos destinos se entrecruzan
caóticamente. En la primera cinta de la Trilogía Kieslowski se permite, además, recuperar del olvido a
Emmanuelle Riva, actriz que en Azul da vida a la madre de la protagonista y que, recordemos, había
interpretado el personaje principal en una película de las características de Hiroshima, mon amour. Teniendo
en consideración lo anterior, daría la impresión de que Azul (y el resto de films de la Trilogía) fue una especie
de puesta al día del cine de la nouvelle vague, algo que parecen corroborar las bruscas elipsis que contiene la
película, así como los planos callejeros en los que, cámara en mano, seguimos los pasos de la protagonista.
Sin embargo, el resultado final no pudo estar más alejado de las previsiones iniciales del proyecto, ya que en
ningún momento la película consigue recuperar el espíritu de libertad del movimiento francés de finales de los
cincuenta (por mucho que invoque el color azul).
Importante es la fotografía, obra de Slavomir Idziak (Azul), Edward Klosinski (Blanco) y Piotr Sobocinski
(Rojo), colaboradores de Kieslowski que utilizan el simbolismo de cada color: el azul, color de la frialdad, en
el azul de la habitación de la casa de campo, o de la piscina donde se sumerge Julie; el blanco, color de la
inocencia, en el blanco de la nevada Polonia, de las palomas que emprenden el vuelo migratorio hacia el
Oeste, o de los recuerdos del día de la boda de Karol y Dominique (el traje de la novia, la intensa luz a la
salida de la iglesia); o el rojo, color de la pasión, en el rojo del fondo del anuncio de chicle con la cara de
Valentine, del jeep en que viaja Auguste, o de la tapicería de los asientos del teatro en donde conversan la
modelo y el juez. En Azul es importante la fotografía, al basarse menos en la palabra, y podemos encontrar
escenas de un simbolismo tan claro como la conversación en el nightclub: las luces de neón la iluminan a
Lucille en rojo y a Julie en azul.
Sin embargo, hay algo que falla en la labor fotográfica, no se trata de que sea defectuosa o esté mal ejecutada:
el problema es conceptual. El tono de los colores y la iluminación (sobre todo en los interiores) del film
transmite una clara antinaturalidad. Los cuerpos que contienen las estancias se ven recubiertos de una cierta
ampulosidad, de un intento de estilización abstracta que los llega a hacer parecer irreales. Esto no tendría que
ser necesariamente un problema si no fuese porque semejante tratamiento de la luz choca frontalmente con la
idea de observar las acciones cotidianas de un personaje a lo largo del tiempo. La fotografía aleja dichas
acciones del espectador ya que éste no puede identificarlas como propias debido a esa mezcla entre
iluminación abstracta y argumento naturalista.
Pero la cosa no acaba ahí, pues los diálogos y muchas de las anécdotas también parecen excesivamente
manoseadas como para poder pasar por espontáneas. Todo está excesiva, cargantemente barnizado a través de
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la luz, de la planificación y, también, del guión. Tomemos el ejemplo del chico que, tiempo después de
presenciar el accidente que ha acabado con la familia de Julie, trata de devolverle a ella un colgante. Se trata
de un personaje que parece metido con calzador en la escena. No acaba de convencer en su modo de hablar y
moverse. En general, los extraños que se cruzan en la vida de Julie no terminan de resultar creíbles nunca. Por
eso resulta tan poco efectivo ese instante final en el que Kieslowski trata de unir a todos los personajes del
film mientras suena un fragmento musical (lo de unir al reparto mediante una canción le salió bastante mejor a
P.T. Anderson en su estupenda Magnolia, una de mis películas favoritas). Además, Kieslowski se permite el
detalle de situar, dentro de esa misma secuencia, a una enfermera que se acerca a la madre de Julie desde el
fondo del plano, en lo que es un claro intento de dejar al personaje resuelto, procedimiento de guión que
también abunda en la película. La historia resulta demasiado cerrada y todos los personajes al final resuelven
sus situaciones. Ni que decir tiene que la protagonista terminará liberándose y sus problemas se disiparán...
El conservadurismo real del producto sale a la luz con ese tono fabulesco de recuperación de la confianza en
la sociedad y el mundo, y también en algunas de las reacciones de la protagonista. Así está tratado el
encuentro de Julie con la amante de su marido. Todo el tiempo parece que la cámara trate de mostrarla como
un ser inferior a Julie... Kieslowski insiste en detener la cámara en el abultado vientre de la chica, que espera
un hijo del fallecido, en lo que es un instante verdaderamente embarazoso. Aunque tampoco es mucho más
burdo que ese plano que nos muestra a la familia de ratones que se ha instalado en el piso de Julie y que ella,
al final, no ha tenido valor para matar, al que Kieslowski trata de dar un valor simbólico. En realidad, todo el
film da la sensación de estar despachado de forma apresurada y descuidada. Es posible que el hecho de que
Kieslowski fuese consciente de su inminente muerte le llevase a este tipo de precipitaciones, muy dañinas
para sus últimas obras.
Un elemento más que diferencia a Azul del cine de la nouvelle vague es el carácter de su protagonista. Es
sabido que el llamado cine de mujeres fue practicado en un momento u otro por muchos seguidores de esa
corriente. Películas con protagonistas femeninas que a menudo devienen indefensos mártires de la sociedad en
la que viven y auténticos iconos de su tiempo, con las que Julie poco o nada parece tener que ver, siempre que
uno logre no dejarse vencer por las apariencias. La antipatía de dicho personaje es mucho mayor de lo
soportable por parte del espectador, habida cuenta que Kieslowski no se aleja de dicho personaje, único modo
que tendría de hacer aguantable el desfile de planos en los que su criatura lleva a cabo sus caprichosos
cambios de humor, sus indecisiones de niña malcriada, o sus definitivamente irritantes discursitos y poses de
mujer interesante y filósofa. Aunque las intenciones de Kieslowski probablemente fuesen otras y fuesen
buenas, como querer mostrar auténticas emociones, el caso es que esta cinta no logra acercarse a la realidad y
deviene mucho más cercana al cine de otros que al de Godard o Rivette.
No se trata de la necesidad abstracta de narrar una historia. Es la necesidad de narrar una historia para
encontrar a alguien que necesite escucharla. En este sentido, es cierto que entre mis documentales y mis
películas de ficción existe una continuidad, que es justa mente el contar una historia, el no pararse a
describir un estado de cosas.
Decía en una entrevista que en la escuela de cine enseñaban a hacer películas pero no a ser diferentes, y su
vida estuvo marcada por esa búsqueda de la originalidad.
Su cine, que siempre fue el de un francotirador exigente poco amigo de concesiones, se adaptó bien y sin
ceder en personalidad a la producción de Europa occidental, por lo que sus dolorosas imágenes continúan
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golpeando en la retina del espectador. Después de la trilogía se retira de la dirección cinematográfica.
Quiero comunicar y para mí es fundamentalmente una cuestión de tono, por así decirlo, del tono de voz con
que deberá narrarse mi historia. La cualidad con la que será narrada la historia es extremadamente
importante, porque creo que todo artista, al igual que todo hombre, en el fondo, cuenta siempre la misma
historia. Siempre se habla del amor, o del odio, o de la muerte; de estas cosas siempre hablamos con pasión,
pero es el tono con el que se habla el verdadero punto esencial. Yo creo que el hombre siempre ha necesitado
historias: para entenderse mejor a sí mismo y a los demás, para acercarse al misterio de la existencia, al qué
supone estar en este mundo. Abordar los acontecimientos de la vida es un modo de intentar comprenderlos.
De esta determinación mía por entender nace mi exigencia de contar historias.
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