The Mutant Factor. Transformations and Mutations of the Monstrous

Anuncio
University of Miami
Scholarly Repository
Open Access Dissertations
Electronic Theses and Dissertations
2013-05-30
The Mutant Factor. Transformations and
Mutations of the Monstrous in Contemporary
Ibero-American Texts
Salvador L. Raggio
University of Miami, [email protected]
Follow this and additional works at: http://scholarlyrepository.miami.edu/oa_dissertations
Recommended Citation
Raggio, Salvador L., "The Mutant Factor. Transformations and Mutations of the Monstrous in Contemporary Ibero-American Texts"
(2013). Open Access Dissertations. Paper 1031.
This Open access is brought to you for free and open access by the Electronic Theses and Dissertations at Scholarly Repository. It has been accepted for
inclusion in Open Access Dissertations by an authorized administrator of Scholarly Repository. For more information, please contact
[email protected].
UNIVERSITY OF MIAMI
THE MUTANT FACTOR. TRANSFORMATIONS AND MUTATIONS OF THE
MONSTROUS IN CONTEMPORARY IBERO-AMERICAN TEXTS
By
Salvador Luis Raggio
A DISSERTATION
Submitted to the Faculty
of the University of Miami
in partial fulfillment of the requirements for
the degree of Doctor of Philosophy
Coral Gables, Florida
June 2013
©2013
Salvador Luis Raggio
All Rights Reserved
UNIVERSITY OF MIAMI
A dissertation submitted in partial fulfillment of
the requirements for the degree of
Doctor of Philosophy
THE MUTANT FACTOR. TRANSFORMATIONS AND MUTATIONS OF THE
MONSTROUS IN CONTEMPORARY IBERO-AMERICAN TEXTS
Salvador Luis Raggio
Approved:
________________
Elena Grau-Lleveria, Ph.D.
Associate Professor of Spanish
_________________
M. Brian Blake, Ph.D.
Dean of the Graduate School
________________
Hugo J. Achugar, Ph.D.
Professor Emeritus of Spanish
_________________
Christina Lane, Ph.D.
Associate Professor of Cinema
and Interactive Media
________________
María Y. Gavela, Ph. D.
Assistant Professor of Spanish
RAGGIO, SAVADOR LUIS
The Mutant Factor. Transformations and Mutations
of the Monstrous in Contemporary Ibero-American Texts
(Ph.D., Romance Studies)
(June 2013)
Abstract of a dissertation at the University of Miami.
Dissertation supervised by Professors Hugo J. Achugar and Elena Grau-Lleveria.
No. of pages in text. (236)
This dissertation explores recent changes in the category of the monstrous by
extrapolating the biological notion of mutation into the context of Ibero-American novels,
comic books, and films. By analyzing late twentieth century and early twenty-first
century textual and visual narratives from Spain and Latin America, this study proposes a
reformulation of the monster paradigm and signals specific contemporary representations
that move away from a monolithic and fixed category to a more relative one.
Consequently, this dissertation suggests a new sensibility towards grand narratives in the
figure of the mutant, a symptom of imminent change, heterogeneity, and variety.
Conceived as a collection of different mutations, this transatlantic study focuses on
the mutant figure not as a revolting organism but as a producer of new meanings,
challenging cultural and aesthetic regimes of truth through its variation potential and
molecular liquidity. The following theoretical model and interpretations can guide
subsequent research in postmodern theory and cultural studies.
TABLE OF CONTENTS
Page
Chapter
INTRODUCTION. La movilidad de la mutación……………………………..…1
I. MUTACIÓN MORFOLÓGICA:
DISENSO Y ATIPICIDAD EN WASABI DE ALAN PAULS…………………34
II. MUTACIÓN INDUCIDA:
PROMESAS DE LA BIOTECNOLOGÍA EN BRIAN THE BRAIN DE MIGUEL
ÁNGEL MARTÍN………………………………………………………………81
III. MUTACIÓN DELETÉREA:
ALTERACIONES DE LOS PARADIGMAS DEL MUERTO VIVIENTE EN
REC DE JAUME BALAGUERÓ Y PACO PLAZA…….……………………135
CONCLUSION..…………………………………………………….…………204
WORKS CITED………………………………………………….……………210
NOTES...………………………………………………………………………220
iii
Introduction: La movilidad de la mutación
1. Procesos mutacionales: contextualización y acercamiento teórico
¿Cuáles son las transformaciones que trae consigo el “monstruo” de la ficción
contemporánea? ¿Cuál es su capacidad de variación en una época donde lo absoluto
queda relativizado? ¿Qué ocurre cuando el “monstruo” pierde aquella condición de
identificación negativa y se transforma, de súbito, en el observador, en el indagador,
cuando su voz y mirada descentralizan los discursos y los modos de representación
hegemónicos? ¿Qué sucede, en definitiva, cuando aquella criatura monstruosa pasa a ser
una entidad mutante, transformable y líquida, síntoma de una genética social alterada y
de la desjerarquización de los regímenes de verdad que nos gobiernan?
En este análisis estético-cultural, la figura del mutante funciona para nosotros
como un dislocador de códigos de certeza y de determinismos asentados en el macrodiscurso de la Modernidad, 1 un dislocador que no solo relativiza sino que también altera
el molde monolítico conferido tradicionalmente al monstruo dentro del canon de
Occidente. En este sentido, los procesos mutacionales que advertimos en la actualidad
implican flujos de cambio, participaciones y nuevos agenciamientos ideológicos y
estéticos que modifican el razonamiento monocentrado de los grandes discursos sociales
y culturales, ofreciéndonos a cambio la inminencia de la variación (a partir de la figura
del mutante) y una lógica basada en una posibilidad constante de descentramiento.
En la actualidad, los sistemas de normalización, exclusión y diferenciación
modernos, tal como indica Fred Botting, “have become increasingly difficult to sustain,
legitimate or police […] The condition is, as Lyotard has diagnosed it, postmodern:
1
2
metanarratives fragment, boundaries collapse, systems of difference unravel” (10). La
relación entre lo sostenido por Botting y Lyotard, más que resultar en la inmovilización
del contenido ideológico y estético de nuestras sociedades, se enfoca en realidad en la
variación de un estadio cultural e histórico donde la especificidad de la certeza, como
capital unitario-orgánico, se ve desestabilizada. Así, la certeza pasa a ser transmitida ya
no bajo el control de una señal determinista en su conjunto de reglas sino a través de una
voluntad de desligarla de una gran hipótesis universal –creando otros mapas y procesos
cognoscitivos– y de vehiculizar, como una suerte de línea de fuga deleuziana, la práctica
de la indeterminación y el cambio como una posibilidad ante cierta forma de hegemonía
discursiva e ideológica. En otras palabras, si para Botting y Lyotard los grandes relatos se
fragmentan y los límites colapsan, para nosotros, ya sin el impedimento del determinismo
y la regla del conocimiento unívoco, los discursos y las estéticas mutan, alterando la
reiterada metáfora del colapso. Y lo hacen con una fluidez líquida.
El presente análisis estético-cultural surge entonces motivado por el hecho de que,
a pesar del copioso interés académico en el monstruo como objeto negativizado y
aberrante, no existe en la esfera de los estudios hispánicos trasatlánticos ningún análisis
teórico sobre la figura contemporánea del mutante, y mucho menos de la mutación como
síntoma de una transformación socio-cultural significativa y productora de significados.
Esto nos lleva a presentar un estudio que tiene como primer objetivo exponer las
alteraciones y la inminente variación de la categoría de lo monstruoso en textos
iberoamericanos producidos hacia fines del siglo XX y principios del siglo XXI y, a la
misma vez, trazar una teorización acerca del mutante como una figura paradigmática de
inminencia y adaptación en un contexto occidental mucho más amplio.
3
Adoptando esta línea de pensamiento, entendemos que actualmente se conjugan
una serie de cambios socioculturales en el ámbito mundial, entre los que nos parecen
fundamentales el paso de una sociedad industrial a una posindustrial (donde la
automatización tecnológica y la transferencia acelerada de información digital se
convierten en vehículos fundamentales para la propagación de distintos tipos de
conocimiento); 2 la consolidación de una condición posmoderna, en la cual las
interpretaciones fijas o unidimensionales decaen drásticamente dando paso a una red
teórica y mediática donde prima lo participativo frente a lo unitario; y la afirmación de la
hibridación social y cultural (de gran relevancia en el ámbito iberoamericano) como
generadora de nuevos vínculos, objetos y prácticas multidiscursivas.
El planteamiento teórico que proponemos para este análisis, asimismo, utiliza tres
soportes artísticos distintos: la novela, el arte secuencial y el cine, campos de
representación que nos servirán para formular, a partir de un grupo variado de
plataformas de ficción, un estudio multidisciplinario acerca de las transformaciones de lo
monstruoso. Deseamos exponer así no solo la variedad específica de cada soporte
artístico sino también su licuefacción hacia lo mutante en un mundo contemporáneo
guiado por la indeterminación y por la relativización de un código maestro que totalice y
sintetice tanto las conductas sociales como las prácticas estéticas.
Para cumplir con dicho propósito, las mutaciones de lo monstruoso que
planteamos en las siguientes páginas han sido trazadas contrastando recientes textos de
ficción de corte absurdista y de terror con la tradición occidental e hispánica del
monstruo. De este modo, no se asume la eliminación absoluta de las concepciones
previas de lo monstruoso, sino que se abre un espacio para ciertas representaciones que,
4
por la singularidad de sus planteamientos, afectan a discursos y estéticas anteriores,
pasando de una categoría que suele considerarse fija y autónoma, a una más relativizada,
y planteando del mismo modo la consolidación de una nueva sensibilidad acerca de lo
monstruoso que estaría basada en la utilización constante de lo que a lo largo de este
trabajo hemos denominado principios mutacionales (tan estéticos como ideológicos).
Desde este punto de vista, los textos elegidos para esta investigación se
materializan, al igual que los “monstruos” que analizamos, como excepciones (y en este
caso en particular como excepciones dentro de lo que ya es considerado anómalo),
proponiendo un replanteamiento y una redefinición de las políticas tradicionales del
monstruo del canon occidental y, en concreto, del hispánico. Con ello, sin embargo, no se
anula de ningún modo la tradición ni el archivo conocido –la tradición es en realidad
“revisitada” a través de estrategias de parodia o referencialidad intertextual–, sino que se
amplía su trascendencia, ya que estos textos instalan una nueva serie ideológica y estética
dentro de un amplio registro de aberraciones artísticas que hoy en día se caracteriza por
su inminencia, liquidez y polimorfismo.
Michel Foucault ha hablado de “la verdad” como “el conjunto de reglas según las
cuales se distingue lo verdadero de lo falso y se aplica a lo verdadero efectos específicos
de poder” (Un diálogo sobre el poder 155). Este dispositivo regula y sostiene el tipo de
discurso de cada sociedad y determina los “regímenes de verdad” que hacen funcionar
tanto el mundo concreto como el simbólico. Los monstruos contemporáneos, en nuestra
opinión, vendrían a ser mutaciones de un tipo de verdad acerca de lo monstruoso,
transformaciones inminentes y descentradas surgidas dentro de la categoría sociológica
que Zygmunt Bauman ha llamado “modernidad líquida,” aquella que nos habla de un
5
tiempo caracterizado por la variación, la transitoriedad y la incertidumbre, donde sujetos,
discursos y estéticas circulan dentro de lo imprevisible (25-26). Bajo estas circunstancias,
el monstruo que conocemos se hace voluble y permeable, se relativiza su código maestro
y se desjerarquiza el régimen de verdad que lo produce. En este análisis estético-cultural
nos interesa precisamente localizar y comentar los puntos de divergencia que marcan la
mutación del monstruo en relación con la tradición occidental e hispánica y resaltar
aquello que Gabriel Giorgi llama su “potencia de variación” (323), es decir, lo
monstruoso contemporáneo como un registro de mutaciones y transacciones que implica
incluso la variabilidad no solo de un régimen de verdad determinado sino la posibilidad
constante de descentramiento (llamémosle también la posibilidad rizomática de
descentramiento) de múltiples regímenes de verdad ligados a múltiples procesos
mutacionales y a distintos fenómenos culturales.
En las últimas décadas, el debate estético-filosófico (al que debemos sumar el
punto de vista sociológico ya mencionado de Bauman) ha arrojado conclusiones similares
respecto de la condición antimonolítica de la cultura y el arte contemporáneos. Dicha
condición permite tránsitos variables fuera del paradigma de la certeza creado por la
Modernidad, provocando una nueva economía sociocultural y un sinnúmero de
respuestas mutacionales para acompañarla.
Como señala Alejandro Llano refiriéndose al debate cultural de fines del siglo XX
y principios del XXI, “el proyecto moderno [ha perdido] su carácter unívoco y
monológico. Aparece un pluralismo de orientación” (“Claves filosóficas del actual debate
cultural”). Se trataría, de acuerdo con Llano, de un marco precedido por una “especie de
liberalización del pensamiento” en el que los dogmas monolíticos no son imperturbables,
6
sino que pueden ser cuestionados constantemente. 3 En este sentido, en el mundo
contemporáneo no cabría exclusivamente ni una homogenización ni un sistema
hegemónico que definan los límites del arte de arriba hacia abajo, sino que se ponen en
funcionamiento una serie de estrategias de desarticulación (una serie de líneas de fuga)
que propulsan una revisión de los cánones en diversas direcciones, ya que se estarían
proyectando perspectivas plurales del arte, tanto hacia las obras como hacia las categorías
artísticas en sí: mutaciones que alteran no solo el nivel paradigmático del texto o el
producto sino también el nivel sintagmático y semántico de los mismos.
Gabriel Peluffo resalta una perspectiva similar al apuntar que hoy en día “es
imposible hablar de un canon en el arte contemporáneo, sino que habría que hablar de
múltiples cánones en diálogo y en conflicto” (29). 4 En la misma línea se encuentran las
reflexiones de Néstor García Canclini en La sociedad sin relato, libro en el cual se
plantea una “estética de la inminencia,” una actitud de acción y espera, de lo que puede
llegar a ser (250). La función del arte contemporáneo, según García Canclini, “no es darle
un relato a la sociedad para organizar su diversidad, sino valorizar lo inminente donde el
disenso es posible” (251). Esto no significa, desde luego, que no existan sistemas
hegemónicos ni totalidades interventoras, los sigue habiendo y probablemente nunca
cesen de producirse, pero actualmente nos hallamos ante una multiplicidad de actores y
de intervenciones sobre los regímenes de verdad que dejan en claro la falta de
solidificación que se le atribuye a la modernidad líquida, una dinámica de fluidez que se
escapa por los intersticios de lo que antaño fue codificado como absoluto y dogmático.
Lo que García Canclini subraya, como un aporte complementario acerca de los
procesos artísticos actuales, es un estado en el que el arte se halla fuera y dentro de las
7
instituciones, de las dependencias, del mainstream y de los imperativos categóricos. La
innovación de los creadores, nos dice García Canclini:
interactúa con la comprensión y la incomprensión de los
públicos, con los rechazos institucionales o los intentos
institucionales de asimilarlos. No hay fronteras claras ni
durables. Lejos ya de las definiciones esencialistas del arte,
el deseo de reafirmar la autonomía de los espacios de
exhibición y consagración debe admitir que lo que sigue
llamándose arte es el resultado de conflictos y
negociaciones con la mirada de los otros. (224)
Esta estética e ideología de la autonomía a partir de la mirada de los otros, un
espacio de intersecciones y localizaciones sin fronteras claras, depende, desde luego, de
la licuefacción de la historia como una entidad unitaria (Vattimo), la falta de credibilidad
en los metarrelatos (Lyotard) y de estatutos y conceptualizaciones que pasan de ser
monocentrados a manifestarse como plurales (McHale), siempre, y como ya se ha
mencionado, pensando en una etapa de multidiscursividades y multiperspectivismos
encontrados y dialogantes y no en la superación absoluta de los sistemas (ya que incluso
el antisistema o el sistema alternativo, aunque novedoso y desestabilizador, es un sistema
en sí).
En este contexto sociocultural, artístico y teórico, lo monstruoso se transforma en
una categoría enteramente mutante (un concepto de cambio y variabilidad, de alteración
espontánea o inducida), 5 que habla de las circunstancias actuales utilizando un entramado
de incertidumbre en el que el monstruo deja de ser solamente un relato de lo maravilloso
o lo anómalo para convertirse en una manifestación cultural de la alteración y la
heterogeneidad contemporáneas.
Si bien a través del tiempo se ha normalizado en el imaginario popular un
concepto absoluto de lo monstruoso (el monstruo como entidad negativa y portador de
8
malos augurios suele ser el más destacado), 6 en estos textos se distingue más bien una
transformación de los códigos del monstruo tradicional, pasando de la soberanía de lo
monolítico a una alternativa marcada por lo molecular y lo relativizado.
Las transformaciones del monstruo en la ficción más reciente podrían ser
indicativas de la falta de fronteras claras y de las negociaciones y conflictos entre los
discursos absolutos y antihegemónicos. Esta cualidad mutante, desde luego, es intrínseca
al monstruo, y de algún modo ha sido subrayada por Jeffrey Jerome Cohen en “Monster
Culture (Seven Theses)” al indicar que el cuerpo monstruoso es una construcción cultural
maleable, que nace constantemente. 7 Dicho nacimiento, sin embargo, suele implicar una
frecuente formulación negativa de la figura monstruosa de la ficción, tratándola como un
ente monolítico y ciertamente delimitado, ya sea por su otredad física, moral o ética.
En los textos elegidos para este trabajo, no obstante, existe una nueva sensibilidad
de los autores hacia lo monstruoso, una línea de fuga que está directamente relacionada
con las ramificaciones hacia el espacio público de los discursos y los glosarios de la
medicina, la ingeniería genética, la biotecnología (modificación del genoma humano o
clonación) y las mutaciones corporales (naturales o asistidas), conceptos que se sostienen
en descubrimientos científicos de los últimos doscientos años, pero que llegan a su
plenitud durante la segunda mitad del siglo XX, cuando los adelantos tecnológicos hacen
posible interpretaciones más certeras acerca del polimorfismo humano y la variedad
genética de la especie, así como la posibilidad real de una reingeniería científica o
cosmética de los cuerpos.
De este modo, los monstruos contemporáneos (los mutantes) difieren no
precisamente de lo normal sino de la valoración y la caracterización del arquetipo
9
monstruoso como un modelo absolutamente negativo. 8 Ciertamente, como apunta Cohen,
el monstruo es un concepto en constante nacimiento, pero a diferencia del caso
tradicional, tipificado como un paria, el mutante de hoy es una alteración de su propio
sentido, derivado de lo que la biología genética –una ciencia que no se basa precisamente
en regímenes de verdad deterministas sino en exploraciones que constantemente
reconfiguran la Ciencia conocida– nos dice acerca de la desarticulación de aquello que
entendemos como “lo natural.” 9
De acuerdo con Armand Marie Leroi, las mutaciones:
reverse-engineer the body […] Humans differ from each
other in very many ways, and those differences are, at least
in part, inherited. Who among us has the genome of
genomes, the one by which all other genomes will be
judged? The short answer is that no one does. (15)
Al entender a todos los seres como mutantes, tal como se infiere de la cita, y al
dislocar un supuesto ideal de perfección humano, lo monstruoso ya no solamente se
concentra en las desviaciones corporales condenadas desde la arbitrariedad de “lo
perfecto,” sino que se transforma (se muta) para formular una relativización de su línea
de articulación y expandir al mismo tiempo sus posibilidades dentro del discurso. En una
época donde el “disenso es posible,” (García Canclini 251) el mutante de hoy adquiere
definitivamente una validez particular, una velocidad líquida que le da otro tipo de
agenciamiento.
De acuerdo con Gabriel Giorgi, el monstruo de esta coyuntura (aquel que nosotros
llamamos el mutante):
trae otro saber, que no es solamente una figuración de la
alteridad y la otredad (que pueden, apaciblemente,
reafirmar los límites convencionales de lo “humano”) sino
un saber positivo: el de la potencia o capacidad de
10
variación de los cuerpos, lo que en el cuerpo desafía su
inteligibilidad misma como miembro de una especie, de un
género, de una clase. El monstruo tiene lugar en el umbral
del desconocimiento, allí donde los organismos formados,
legibles en su composición y en sus capacidades, se
deforman, entra en la línea de fuga y mutación, se
metamorfosean y se fusionan de manera anómala; viene,
por lo tanto, con un saber sobre el cuerpo, sobre su potencia
de variación. (Política del monstruo 323)
La idea de una “potencia de variación” es sin duda una manifestación
contemporánea de las representaciones monstruosas e implica, tal como menciona Giorgi,
un saber positivo que no podemos obviar. Este saber tiene al mismo tiempo una estrecha
relación con la divulgación de teorías acerca de la variedad genética humana que
pertenecen al capital cultural de fines del siglo XX, en las cuales, como plantea el texto
de Leroi, se proponen nuevas políticas e interpretaciones sobre los cuerpos y lo
viviente. 10
Si el monstruo en verdad “tiene lugar en el umbral del desconocimiento” no es
solamente debido a su composición prodigiosa, como se representa, por ejemplo, en la
literatura del Siglo de Oro, sino también debido a su localización actual en el espacio de
lo mutante. La aparición de dicha línea de fuga desestabiliza una noción absoluta del
monstruo como un ente enteramente negativo o como una tipología no variable y abre un
resquicio para la relativización y transformación de lo monstruoso en textos como los que
proponemos para este estudio: la novela Wasabi (1994), de Alan Pauls, el cómic Brian
the Brain (1994-1995), del historietista Miguel Ángel Martín y el filme de horror Rec
(2007), codirigido por Jaume Balagueró y Paco Plaza.
11
2. Una tradición de lo monstruoso: deformación, anormalidad y negativización de la
diferencia
De acuerdo con Marie-Hélène Huet, la etimología de la palabra monstruo
responde a más de una derivación semántica y a más de una elaboración conceptual:
Several traditions linked the word monster to the idea of
showing or warning. One belief, following Augustine’s
City of God, held that the word monster derived from the
Latin monstrare: to show, to display (monstrer in French).
Monster, then, belongs to the etymological family that
spawned the word demonstrate as well. For Renaissance
readers, this tradition confirmed the idea that monsters
were signs sent by God, messages showing his will or his
wrath, though Fortunio Liceti gave it a simpler meaning in
1616: “Monsters are thus named, not because they are signs
of things to come, as Cicero and the Vulgate believed… but
because they are such that their new and incredible
appearance stirs admiration and surprise in the beholders,
and startles them so much that everyone wants to show
them to others” […] Another tradition, the one adopted by
current etymological dictionaries, derived the word monster
from monere, to warn, associating even more closely the
abnormal birth with the prophetic vision of impending
disasters. These etymologies gave monstrosity a preinscribed interpretation. (6)
Desde la antigüedad clásica, la figura del monstruo ha sido no solo nombrada sino
también representada de diversas formas (destacando su otredad y degeneración), tanto
en las narraciones mitológicas, donde la belleza prístina y musculada de los dioses y las
divinidades secundarias se opone a seres inquietantes y extraordinarios, como en el
celebrado poema Las metamorfosis (siglo I d.C.), en el que Ovidio describe las
transformaciones del mundo y sus singularidades.
En el mencionado poema, criaturas como Tifón, con cabeza de dragón y
serpientes naciendo de sus mulos, y seres condenados por los dioses como la tejedora
Aracne destacan por su falta de proximidad a los estándares ideales de belleza exterior.
12
Esta escisión entre lo físicamente repulsivo y lo consensuadamente bello se halla
conectada a la noción de anomalía, y aquí pensamos lo anómalo no solo en su acepción
de raro, sino como aquel elemento, mecanismo o substancia que irrumpe y desfamiliariza
una zona de dominio discursivo (en este caso la diferencia corporal frente a un gran
régimen de verdad somático).
Como apunta Umberto Eco, mucho antes de la divulgación de Las metamorfosis,
Platón (siglo V a. C.) ya había descrito al andrógino originario como una anomalía:
una sola cosa en cuanto a forma y nombre, que participaba
de uno y de otro, de lo masculino y lo femenino […] La
forma de cada persona era redonda en su totalidad, con la
espalda y los costados en forma de círculo. Tenía cuatro
manos, mismo número de pies que de manos y dos rostros
perfectamente iguales sobre un cuello circular. Y sobre
estos dos rostros situados en direcciones opuestas, una sola
cabeza, y además cuatro orejas y dos órganos sexuales.
(108)
En el mundo contemporáneo, el andrógino de Platón parecería ser el caso de
gemelos siameses con algún tipo de malformación congénita, una exposición monstruosa
que trae consigo el problema de discernir su significado. Al ser convertidos en
monstruos, los siameses se ubican en el terreno de las diferencias ininteligibles, son,
como diría una de las tesis de Cohen, la diferencia personificada (7), pues mediante la
monstruosidad se explica de manera aceptable para la época un defecto congénito que,
sabemos ahora, se produce durante la división celular de los embriones monocigóticos.
Es justamente en la antigüedad clásica donde la categoría de lo monstruoso
inscribe oficialmente su gran marca de origen: la diferencia física, que sirve para
delimitar lo puro de lo impuro, lo familiar de lo extraño, lo normal de lo anormal. 11
Mediante este tipo de diferenciación simbólica Homero representa también a las Sirenas
13
tradicionales en La Odisea, aves rapaces con cabezas de mujer, y al cíclope Polifemo:
“un monstruo horrible, en nada parecido a los hombres que comen pan” (190). El
monstruo homérico, al igual que el platónico, es condenado al campo de la diferencia
porque amenaza la cordura de lo “perfecto,” no se asemeja a lo familiar ni a lo
identificable, sino que incorpora un elemento infrecuente que desestabiliza un gran
modelo corporal absoluto (el de la belleza humana o el de la belleza divina). El “no
parecerse a los hombres que comen pan” implica ser el otro del hombre, un monstruo, y
es el primer escalón conceptual que nutre el imaginario de lo monstruoso en Occidente.
De acuerdo con Eco, con la caída del imperio romano y la entrada en “los siglos
oscuros,” la figura del monstruo se adaptó en el continente europeo a una estética de la
desmesura (la estética hispérica), que se distinguía por no seguir las leyes tradicionales de
proporción del mundo clásico (111). A esta época pertenecen el Liber monstrorum de
diversis generibus, compendio que describe bestias marinas, aéreas y telúricas, producido
en las islas británicas entre los siglos VII y IX, y también el Libro de Kells (siglo VIII),
que reúne deliberadamente ilustraciones alejadas de toda regla formal de simetría. Al
sumar la idea de la desmesura al archivo simbólico del monstruo clásico, no solo se
ratifica la oposición binaria entre la fealdad y la belleza, sino también, como entiende
Georges Bataille, se impone la regularidad de lo geométrico como una suerte de medida
común y ejemplar, a pesar de que todas las formas y cuerpos escapan de algún modo a
dicha idealización artística y matemática (55). Para Bataille, preocupado por los actos
imperativos de exclusión, toda desproporción se acerca a lo que él define como lo
informe, “un término que sirve para descalificar, exigiendo generalmente que cada cosa
tenga su forma” (31), y que estigmatiza a las llamadas “desviaciones de la naturaleza.”
14
Además de los mencionados principios de diferencia y desproporción, surge más
tarde en Occidente el concepto de la maravilla asombrosa. Fueron precisamente los
bestiarios moralizados como el Fisiólogo griego (siglo II d.C.), cuyas variantes
medievales se repartieron por toda Europa, los textos que contribuyeron no solo a
propagar enseñanzas éticas y teológicas en base a un modelo clásico, sino a crear a partir
del siglo VIII narraciones fabulosas conocidas como los mirabilia, una práctica que se
extendería incluso hasta los días de la conquista española de América. En estas
narraciones seudo-científicas, la imagen del monstruo se convierte en la de un ser exótico
y maravilloso, un personaje de viajes imaginarios a tierras lejanas como los que se ven en
el mito de Preste Juan (siglo XII) o en El libro de las maravillas del mundo de John
Mandeville (siglo XIV).
Jesús Paniagua Pérez indica que los mirabilia medievales eran una “recreación de
la antigüedad clásica en un mundo necesitado de fantasías para sobrevivir y
continuamente amenazado por epidemias, guerras, invasiones, ortodoxia, [e] inmovilidad
social” (147), ensoñaciones popularizadas para escapar de la realidad del momento. A
diferencia de los seres monstruosos de las travesías homéricas, usualmente sanguinarios y
opuestos a la figura del hombre para resaltar la probidad de los aqueos, los seres
fantásticos de los mirabilia, a pesar de no ser todos ejemplos de belleza y de mantener
una hibridez animal, pueden verse como una elaboración temprana del sublime kantiano,
en vista de que la cola de escorpión de la Manticora o la cabeza de león de la Quimera
compendiaban aquella “complacencia con horror,” propiedad específica de lo
terriblemente sublime que, de acuerdo con Kant, es la sensación que se rescata de todo
aquello que sea una variedad extraña de la naturaleza (41).
15
Al pasar al Renacimiento, sin embargo, la obra de François Rabelais marcará un
hito en la tradición del monstruo e impondrá la liberación de lo deforme a cambio de la
inserción de lo decididamente obsceno y escatológico. 12 Así, lo monstruoso en
Pantagruel (1532) no es precisamente la apariencia física deformada sino el acto
licencioso y la violencia satírica. Como señala Umberto Eco:
en una sociedad que defiende ya el predominio de lo
humano y de lo terrenal sobre lo divino, lo obsceno se
convierte en orgullosa afirmación de los derechos del
cuerpo […] Los gigantes Gargantúa y su hijo Patagruel
según los criterios medievales son deformes porque son
desproporcionados, pero su deformidad se vuelve gloriosa.
Ya no son los temibles gigantes que se rebelan contra
Júpiter, inexorablemente condenados por la mitología
clásica, ni los monstruosos habitantes de la India de las
leyendas medievales: con su incontinente y enorme tamaño
se convierten en los héroes de los nuevos tiempos. (142)
Si bien los gigantes de Rabelais inauguran una visión alternativa de la
monstruosidad en la ficción renacentista, hacia la misma época, tanto en el contexto
francés (Ambroise Paré) e italiano (Fortunio Liceti), como en el del Siglo de Oro español
(José Rivilla Bonet y Pueyo, Fray Antonio de Fuentelapeña, Juan Eusebio Nieremberg)
tratados científicos como Monstruos y prodigios (1585), Curiosa filosofía y cuestiones
naturales (1630), El ente dilucidado (1676) y Desvíos de la naturaleza o tratado sobre el
origen de los monstruos (1695) indagan sobre los límites de la naturaleza humana
produciendo una retórica “experta” acerca de la existencia de razas monstruosas y
criterios formales para la clasificación de cuerpos deformes y prodigios. Los pigmeos y
los gigantes, por ejemplo, claros polos opuestos de la monstruosidad, son los principales
protagonistas de esta vasta tradición de argumentaciones proto-científicas y religiosas que
16
manifiestan la existencia de ambas especies de monstruos. Como apunta Elena del Río
Parra:
entre estas dos razas se produce una curiosa competición de
fuentes: la existencia de gigantes está sobradamente
justificada por su aparición en el libro del Génesis y, por
ello, predominan los argumentos que se centran en reforzar
la presencia de los pigmeos, cuyo apoyo –el profeta
Ezequiel– es considerado una fuente menor de autoridad
sagrada. Por ese motivo Nieremberg remite a todas las
autoridades posibles, y alega causas biológicas para
reforzar los argumentos a favor de su existencia. (79)
Además de los gigantes y los pigmeos, otra figura monstruosa importante de la
época es la del ya citado hermafrodita, una aberración presente en la mitología clásica y
representada por medio de la habitual escisión aristotélica del cuerpo. El hermafrodita del
Siglo de Oro, a su vez, es, en los escritos de Fuentelapeña, al igual que en la tradición
grecorromana antigua, uno de los seres más imperfectos de todos, donde se confunden
ambos sexos (Del Río Parra 93). Cabe resaltar que en la figura del hermafrodita el
monstruo parece rehusarse otra vez a participar en el gran orden de las cosas,
desarticulando el discurso de la normalidad orgánica por tratarse de la mezcla de dos
géneros distintos, ya que se halla, como menciona Asma, “in between traditional
categories” (40).
Para Del Río Parra, al mismo tiempo, las aberraciones desentrañadas en el Siglo
de Oro “documentan la curiosidad del siglo XVII por la excepcional cualidad de lo
humano” (113). Los siameses, los hombres hirsutos, los enanos, todos ellos constituyen
ya no aquel ente puramente asimétrico de los siglos anteriores, sino “un signo suelto en
pos de su significado” (114). Lo monstruoso se transforma de este modo en un objeto de
estudio que debe ser catalogado con autoridad científica en busca de explicar su origen.
17
Su otredad y su estigma, sin embargo, no son eliminados sino más bien reafirmados por
el discurso proto-científico de la época para demarcar un sistema de bordes y límites que
irá consolidándose entre los cuerpos admisibles y los imperfectos (así como en el terreno
de las ideas permitidas y las no permitidas).
Tal como señala Naomi Baker, en los albores de la época moderna “the material
order begins to be reconceptualised as a regular, ordered machine, within which instances
of disorder or irregularity cease to be pleasurable displays of nature’s or God’s creative
ingenuity and become instead repellent physical aberrations”(12). Empieza así a resurgir
en las élites europeas la idea de una estética de la homogeneidad, que equipara la belleza
con lo “natural-uniforme,” y que presenta lo desproporcionado y lo desviado como un
intento imperfecto de acercarse al paradigma imperante de belleza física y moral.
De acuerdo con lo apuntado por Foucault en sus seminarios sobre la anormalidad,
al llegar el siglo XVIII se crean en Francia y en otros países occidentales tres figuras que
servirán para delimitar el universo de los individuos que escapan de lo aceptado: el
monstruo humano, el individuo a corregir y el niño masturbador (Abnormal 55-59). De
ellas nos interesa principalmente el cambio de paradigma de interpretación acerca de lo
monstruoso que provoca la primera categoría, pero cabe resaltar que todas ellas implican
añadiduras en el campo semántico del monstruo desde un punto de vista moral, médico y
jurídico.
Según Foucault, el monstruo humano es una noción eminentemente legal, que
viola tanto las leyes sociales como las de la naturaleza:
its very existence is a breach of the law at both levels. The
field in which the monster appears can thus be called a
“juridico-biological” domain. However, the monster
emerges within this space as both an extreme and an
18
extremely rare phenomenon. The monster is the limit, both
the point at which law is overturned and the exception that
is found only in extreme cases. The monster combines the
impossible and the forbidden. (Abnormal 56)
Más adelante resalta:
one of the first ambiguities is that the monster is a breach of
the law that automatically stands outside the law. The
second is that the monster is, so to speak, the spontaneous,
brutal, but consequently natural form of the unnatural. It is
the magnifying model, the form of every possible little
irregularity exhibited by the games of nature. In this sense
we can say that the monster is the major model of every
little deviation. It is the principle of intelligibility of all the
forms that circulate as the small change of abnormality.
(56)
La irrupción de esta categoría hace de la monstruosidad un campo en el que ya no
solo transitan los personajes de los mirabilia medievales o aquellos hombres enanos que
se exhibían en las cortes europeas durante el siglo XVI sino que, 13 proponiendo una
nueva serie del monstruo, humaniza la monstruosidad, convirtiéndola en una
característica menos fantástica, que se aleja del reino de la aberración física para
integrarlo al de las aberraciones morales y a la criminalidad. El monstruo deja de ser
entonces solo un ente antigeométrico o el producto de un parto anómalo para
incorporarse a la realidad concreta y a un discurso legalista hacia finales del siglo XVIII
y principios del siglo XIX.
A través de la pericia legal, los transgresores de todo tipo empiezan a inscribirse
en el imaginario jurídico como seres anormales, abyectos, en un sentido similar al que
utiliza Marcel Jouhandeau en su tratado sobre la abyección. 14 Esta anormalidad,
asimismo, se concreta en los monstruos humanos, que deben adecuarse a lo que Foucault
llama el “poder de normalización,” aparato legal que controla todas las desviaciones y
19
excepciones. Del ejercicio de este poder nacen en el siglo XIX el individuo a corregir y el
masturbador, dos figuras particularmente negativas que para Foucault resultarán luego en
la fabricación de los llamados monstruos sexuales. Lo particular de este periodo, sin
embargo, es que las tres categorías forman parte de una especie de simbiosis monstruosa,
borrándose los límites de cada una en pos de una normalización exhaustiva de la
sociedad: “The monster, the incorrigible, and the masturbator,” señala Foucault, “are
characters who begin to exchange some of their traits and whose profiles begin to be
superimposed on each other” (Abnormal 61); de este modo, los aparatos de control social
–la gran preocupación foucaultiana– empiezan a organizar un nuevo imaginario alrededor
del monstruo y las transgresiones:
the monster appears and functions precisely at the point
where nature and law are joined. It brings with it natural
transgression, the mixture of species, and the blurring of
limits and of characteristics. However, it is a monster only
because it is also a legal labyrinth, a violation of and an
obstacle of the law. In the eighteenth century the monster is
a juridico-natural complex. (65)
Si el siglo XVIII inventa al sujeto anormal y al monstruo humano, 15 extendiendo
sus brazos hasta el siglo XX, entre los años 1835 y 1940 se desarrolla en Europa y
Norteamérica la figura del freak o fenómeno de circo, codificando lo monstruoso como
una mercadería y un espectáculo de masas. A diferencia de las distinciones monstruosas
anteriores, la categoría de freak nos remite a una era de intercambio de bienes, es decir, a
una plataforma comercial localizada en ferias y circos ambulantes donde se oferta
entretenimiento y recreo. Al mismo tiempo, en el espacio del freak show se advierte no
solo la comercialización de lo diferente sino también el surgimiento de una política
identitaria que habla más sobre las ansiedades y preocupaciones del observador que de
20
las del propio observado. Tal como indica Rosemarie Garland Thomson en Extraordinary
Bodies:
freak shows framed and choreographed bodily differences
that we now call “race”, “ethnicity”, and “disability” in a
ritual that enacted the social process of making cultural
otherness from the raw materials of human physical
variation. The freak show is a spectacle, a cultural
performance that gives primacy to visual apprehension in
creating symbolic codes and institutionalizes the
relationship between the spectacle and the spectators. (60)
La institucionalización del espectáculo y el espectador es la que en esencia
permite la fabricación del monstruo antológico del freak show, pues lo localiza espacial y
discursivamente en la economía del espectáculo de masas capitalista. De esta manera, el
elaborado discurso del presentador circense, que mezcla folklore y charlatanería seudocientífica, reafirma el valor simbólico de los cuerpos admitidos –los seres supuestamente
ordinarios–, haciendo uso de exclamaciones aberrantes y adjetivaciones prodigiosas
como “El gigante salvaje de dos cabezas” o “La criatura viviente más espeluznante de
todas.” Fenómenos de circo como los hombres hirsutos y las mujeres barbudas, además,
resaltan el carácter híbrido del cuerpo monstruoso (combinación de elementos animales y
humanos) y la desestabilización del género o rol sexual (reinterpretación de los límites de
lo femenino y lo masculino), respectivamente.
Ante todo, el freak show es un ritual de engaños y percepciones que gira alrededor
de la puesta en escena de la variación humana, una variación que es entendida como un
producto enigmático y al mismo tiempo como un locus de otredad. Para Garland
Thomson, el freak show crea de manera consciente:
a “human curiosity”, from an ordinary person who had a
visible physical disability or an otherwise atypical body by
exaggerating the ostensible difference and the perceived
21
distance between the viewer and the showpiece on the
platform. The spatial arrangement between audience and
freak ritualized the relationship between self and cultural
other. (Extraordinary Bodies 62)
A partir de dicha dinámica, el espectáculo de lo monstruoso pone de manifiesto
un poder de normalización similar al que es puesto en práctica para deslindar al monstruo
humano foucaultiano. No obstante, en vez de definir la monstruosidad a partir de un
discurso jurídico, el freak show la define a través de la teatralidad y la comercialización
de lo prodigioso, creando un espectáculo cultural de realidades comparadas que permite
la identificación, delimitación y constitución del yo-aprobado: el no-monstruo. Cabe
recordar, asimismo, que en la versión de la abyección de Julia Kristeva los sujetos no
adquieren identidad propia hasta que se enfrentan a lo abyecto: aquello que perturba un
sistema, un orden. 16 El freak o fenómeno, perturbador de la economía de la normalidad,
se funda así como un organismo cultural degradado, creado para legitimar al observador
de la puesta en escena. 17
Según Garland Thomson, el monstruo circense:
testified to the physical and ideological normalcy of the
spectator and witnessed the implicit agreement assigning a
coercive deviance to the spectacle. This determining
relation between observer and observed was mutually
defining and yet unreciprocal, as it imposed on the freak
the silence, anonymity, and passivity characteristic of
objectification. (Extraordinary Bodies 62)
Al articular un ideal de normalidad, la figura del freak, y la del monstruo en
términos generales, crea a la misma vez una lógica de exclusión que establece una
oposición binaria similar a la formulada por Judith Butler, un gobierno de los cuerpos
dividido en organismos inteligibles (los aceptados por la norma) e ininteligibles (los
rechazados social y discursivamente). En la tesis de Butler, el mayor desestabilizador del
22
orden es precisamente el cuerpo excluido, que al ser “abyectado” provoca otro
organismo, una entidad pura y validada por el discurso de la normalización, libre de
anomalías y estigmas. La abyección, de este modo, es consentida para producir un afuera
del sujeto que permite su identificación por medio del contraste, dejando en claro una vez
más que la existencia del sujeto legítimo (el ente no monstruificado) obedece a un acto de
confrontación con lo abyecto, tanto en el espacio del freak show como en la narrativa de
horror anglosajona (y un poco más tarde en la hispánica) de fines del siglo XVIII y
principios del XIX.
En Skin Shows: Gothic Horrors and the Technology of Monsters (1995), Judith
Halberstam define lo monstruoso haciendo una relación entre la literatura gótica (que
describe como una literatura con predisposición romántica hacia lo sublime y el terror) y
el cine de miedo contemporáneo. Lo gótico, de acuerdo con Halberstam, está basado en
un exceso de significado y ornamentación, así como en una “extravagancia retórica” (2).
El monstruo de la ficción gótica sería un producto de aquel exceso y demarcaría el límite
entre la inteligibilidad y la no inteligibilidad. La estética gótica, apunta Halberstam,
“marks a peculiarly modern preoccupation with boundaries and their collapse. Gothic
monsters, furthermore, differ from the monsters that come before the nineteenth century
in that the monsters of modernity are characterized by their proximity to humans” (23).
Para Halberstam, estos “monstruos cercanos,” al tener una condición física
diferente de la normalizada, representan la corrupción sexual que amenaza las normas
instauradas en la sociedad inglesa donde el gótico florece. En este sentido, la estética
gótica estaría reafirmando la sexualidad aprobada definiéndola en contraste con
manifestaciones aberrantes como los ataques y las violaciones a mujeres por hombres
23
lobo o vampiros. De una manera similar a la de Kristeva al definir lo abyecto, Halberstam
relaciona lo monstruoso con la disrupción de categorías y la presencia de impurezas
acechantes. Las ficciones góticas serían así tecnologías narrativas que producen lo que
Halberstam llama “the perfect figure for negative identity” (22). Al producirse dicha
figura, además, se estaría reafirmando la incorruptibilidad de un ser humano blanco y
heterosexual y degradando a los cuerpos en disenso: los monstruos (3-4). 18
Este acto de disenso está de algún modo relacionado con la localización
conceptual del monstruo fuera de los límites permitidos de lo normal. Lo monstruoso
viene prefigurado por aquello que escapa del equilibrio impuesto por los regímenes de
verdad y sus dispositivos dominantes, se encuentra siempre afuera de y alejado de una
zona de proporción y simetría. En The Philosophy of Horror (1990), Noël Carroll ha
sintetizado muy bien esta particularidad al señalar que el monstruo pertenece “to environs
outside of or unknown to ordinary social intercourse” (35), creando una geografía del
terror que ratifica, sobre todo en textos de estética gótica, los límites autorizados y a la
misma vez los transgredidos.
Refiriéndose a las narraciones hispánicas de terror del siglo XIX, Lola López
Martín hace énfasis en el efecto de lo lúgubre y lo macabro (atmósferas tradicionales para
describir los espacios monstruosos de la ficción) como estímulo categórico para lo que
sería una nueva sensibilidad respecto de épocas anteriores. De acuerdo con López Martín:
una de las mayores contribuciones de la literatura gótica y
romántica fue haber conquistado una dignidad estética en el
placer por el miedo. Será sobre todo el romanticismo el que
promoverá la idea de poder disfrutar del miedo de una
manera artística, y no solo de disfrutarlo sino incluso de
encontrar belleza en lo que nos horroriza. Esta doble
postura de una misma vivencia estaría reflejada en el
concepto de lo sublime […] Los factores culturales y
24
espirituales que intermedian en ese impacto se dan en el
ámbito de lo sagrado, lo irracional, lo lúdico o lo ilógico:
en aquello que parece salirse de las normas establecidas.
(154)
Al “salirse de las normas,” el monstruo ha sido moldeado a través del tiempo para
representar aquella corrupción de la que habla López Martín, un cuerpo excepcional que
no solo localiza sino que especifica lo intolerable, convirtiéndose en sinónimo de
diferencia y en síntesis de otredad y de desproporción. “By challenging the boundaries of
the human and the coherence of what seemed to be the natural world,” comenta Garland
Thomson, “monstrous bodies appeared as sublime, merging the terrible with the
wonderful, equalizing repulsion with attraction” (From Wonder to Error 3).
Esta dicotomía entre lo atractivo y lo repulsivo es ciertamente típica del terror
gótico, estética de la cual proviene la mayoría de arquetipos contemporáneos acerca de lo
monstruoso, y que convierte a los seres divergentes y desproporcionados en curiosidades
morbosas que llaman la atención porque violan categorías prefijadas por el discurso
imperante. Este fenómeno, a su vez, implica que los monstruos se convierten en
ilustraciones y enseñanzas acerca de lo no deseado, “directly or indirectly teaching us,”
de acuerdo con Salomon, “not only about ourselves but about the larger cosmos
extending beyond any possible extension of personal identity” (54).
Partiendo de modelos sociales y discursos normativos impuestos, el monstruo se
ha convertido en un ser patibulario y ominoso, en el transgresor anormal que debe ser
condicionado y corregido por una autoridad panóptica, “un ser castigado, perseguido,”
según Seve Calleja, “proscrito por la colectividad” (43). En la figura del monstruo,
marcada de negatividad y de miedo, el mundo occidental ha compendiado una dicotomía
hegeliana de amo/esclavo, propietario/objeto, regulador/proscrito, sobrecargando al
25
cuerpo diferente de descalificación en pos de sustentar la validez de los organismos
permitidos, transformándolo en una singularidad universal que reafirma identidades que
no escapen de los poderes y discursos hegemónicos de normalización.
Para lectores y espectadores, el monstruo occidental ha sido tradicionalmente un
elemento inarmónico que debe ser exiliado y destruido (Cohen 16). Sin embargo, las
representaciones del monstruo y la monstruosidad se han visto actualmente redefinidas y
replanteadas; han sido “desfigurados,” de cierta manera, sus márgenes absolutos y su
apariencia monolítica. En esta cambiante coyuntura de licuefacción e inminencia, el
monstruo ha dejado de ser monstruo y se ha convertido en un mutante, y no en cualquier
tipo de mutante. Nos referimos, en realidad, a un mutante virtuoso que libera a la vez que
diversifica, una línea de fuga que en términos de Deleuze y Guattari transita entre la
estabilidad molar (estratos y articulaciones de segmentos o clases) y la operación
molecular (movimientos de desestratificación), todo aquello que constituye un nuevo
agenciamiento y una nueva participación dentro de la sociedad y la cultura (10-11).
3. El factor mutante: una posibilidad contemporánea
Más allá del sentido puramente biológico del término mutación (mutare en latín
significa cambiar), que habla de la variación transmitida, manipulada o heredada, la
definición de lo mutante que proponemos en este análisis estético-cultural parte primero
de la inspección de lo monstruoso desde distintas ópticas descriptivas. Tomemos, en
primer lugar, la definición de monstruo propuesta por Stephen T. Asma:
Monster derives from the Latin word monstrum, which in
turn derives from the root monere (to warn). To be a
monster is to be an omen. Sometimes the monster is a
display of God’s wrath, a portent of the future, a symbol of
26
moral virtue or vice, or an accident of nature. The monster
is more than an odious creature of the imagination; it is a
kind of cultural category, employed in domains as diverse
as religion, biology, literature, and politics. (13)
Al igual que Marie-Hélène Huet, Asma articula su definición apoyándose en una
arqueología etimológica y sobre ella construye una tesis que subraya el carácter profético
de la figura del monstruo, así como su variación de acuerdo a distintos campos del
conocimiento humano. De la misma forma, su razonamiento advierte cierta posibilidad
virtuosa que va más allá de la tradicional degradación, implicando una “categoría
cultural” que de algún modo se mueve y se anticipa, aunque no del todo libre del estigma
simbólico que la instituye.
Por su parte, Fred Botting, desde una perspectiva similar a la de Giorgi, advierte
que los monstruos más recientes:
become figures of transitional states representing the
positive potential of posthuman transformation: they
participate in a fantastic flight from a humanized world and
towards an inhuman technological dimension, figures for
developments in genetic and information science, cyborgs,
mutants, clones. (14)
Lo monstruoso, en este caso, se asume cada vez más como un estadio facilitador y
como un vehículo que abre espacios para las expresiones de figuras como las de las
narraciones biotematizadas, más allá de la territorialidad de los dispositivos
convencionales del monstruo y sus dominios de certeza. Botting insinúa el
descentramiento de la figura del monstruo al hablar de un supuesto momento transicional,
lo describe en movimiento, no precisamente como un fenómeno de resistencia sino como
punto de creación. A pesar de ello, sigue llamándolo por su nombre tradicional y
manteniendo una tipología conectada a un régimen de verdad ya instituido, aunque
27
finalmente mencione a los mutantes como productos derivados de la categoría de lo
monstruoso. Dicha mención, en todo caso, sirve de puente conceptual para nuestro
estudio, no solo porque insinúa aquella potencia de variación que ha subrayado Giorgi,
sino porque de algún modo nos conecta con dos argumentaciones que implican una
transformación de los criterios de discernimiento actuales.
En primer lugar, Botting, aunque no utiliza la misma terminología, nos conecta
con un “estilo de pensamiento” distinto: la molecuralización del razonamiento
contemporáneo, aquella línea de fuga a la que se refiere Nikolas Rose en The Politics of
Life Itself (2006):
Molecularization: the “style of thought” of contemporary
biomedicine envisages life at the molecular level, as a set
of intelligible vital mechanisms among molecular entities
that can be identified, isolated, manipulated, mobilized,
recombined, in new practices of intervention, which are no
longer constrained by the apparent normativity of a natural
vital order. (5-6)
Rose, con una intención similar a la de Deleuze y Guattari, sugiere una
descodificación de la segmentaridad dura de la política corporal anterior a la era de la
biomedicina y la ingeniería genética (en este caso, el organismo biológico pensado como
un todo que puede ser curado pero no precisamente manipulado) y una línea de fuga
molecular (un movimiento de optimización y mutación) que libera los flujos de los
dispositivos dominantes y de los regímenes de verdad ratificados por el discurso (al
menos mientras se constituye una organización molar distinta).
Si bien el planteamiento de Rose está ligado a lo que él llama una nueva
“biological citizenship” (6) y a las formas de vida producidas dentro de una economía
corporal regida por parámetros somáticos recientes, resulta productivo recurrir a sus
28
proposiciones para analizar fenómenos culturales que van más allá del campo de la
biomedicina. 19 A partir de ello lo que planteamos en este trabajo es la molecuralización
de la cultura a través de la figura del mutante, pero no solo como una forma de pensar u
observar, sino también como una manera de vehiculizar modos de adaptación,
variabilidad y actos de disenso líquidos, que fluyen gracias a principios de
transformación y a un potencial de cambio e inminencia: un factor mutante que
desestabiliza, desmonumentaliza y descentra para activar, movilizar y a su vez prometer.
La promesa del mutante, sin embargo, no es la que viene con la certeza del
estatuto forjado por un régimen de normalización sino la de la línea de fuga: la
posibilidad de adaptación a la incertidumbre que ha sido provocada por la
sobrecodificación de la organización molar. El mutante opera como una suerte de disenso
líquido; es una figura prometedora que abre espacios de flujo, desarticulaciones y una
razón de existir diferente, que implica, asimismo, una methexis singular con la sociedad y
la cultura, ya que el mutante, en contraste con el monstruo, participa reiteradamente en la
inminencia del ser.
Para llegar a dicha conjetura, la diferencia que trazamos respecto al monstruo
tradicional debe basarse no solo en la idea de que las mutaciones, en términos generales,
reconfiguran la gramática de los seres vivos de forma constante, sino, principalmente –y
he aquí la apropiación que nos permite la fluidez de la figura que destacamos en nuestro
estudio– en la noción biológica de la ganancia de función mutacional. Las mutaciones de
ganancia de función, en contraste con las de pérdida de función, son alteraciones atípicas
que añaden significado a las capacidades del gen, y que no causan carencia de aptitud o
competencia, sino que construyen nuevas expresiones y sentidos funcionales (Leroi 14-
29
15). En ese sentido, la figura que en este análisis estético-cultural destacamos como
mutante es una extensión metafórica de la ganancia de función que se presenta de forma
atípica en el campo de la biología mutacional, de ahí que resaltemos tanto la expresividad
sui generis que la distancia del monstruo (una figura típicamente negativizada y
proscrita), como el ideal prometedor y metamórfico que finalmente la concreta como una
categoría independiente.
Lo cierto es que en la figura del mutante hallamos líneas de fuga y asimismo una
celebración de la transformación y la diferencia, y no únicamente en lo que Seve Calleja
denomina la “tendencia dulcificadora del monstruo tradicional” (121) en filmes como
E.T. el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982) o Shrek (Andrew Adamson y Vicky
Jenson, 2001), sino también en la aceptación de hibridaciones y formas alternativas que
desestabilizan naturalezas humanas universales y los regímenes de verdad que las
sustentan. Lo mutante, desde esta perspectiva prometedora, rechaza lo unívoco y los
determinismos morfológicos y genéricos, licúa metarrelatos y desarticula la
sobrecodificación para rearticular agenciamientos y participaciones en la inminencia de
lo posible.
Tal como apunta Vicente Luis Mora al hablar del paso de la modernidad a la
posmodernidad en ciertos narradores recientes, lo mutante es advertido “en fase de
cambio hacia un nuevo estado” (31), y en dicha percepción, una percepción que relativiza
y altera el molde monolítico del monstruo tradicional, se halla su vitalidad
contemporánea como regenerador líquido de sentidos y fenómenos culturales y como
dislocador de códigos de verdad. 20 Al ser corriente de cambio por antonomasia y no mera
esencia de confrontación opositora, el mutante se desplaza dentro de las vías de la cultura
30
contemporánea empujado por la fluidez de la posibilidad, emergiendo a nuestro alrededor
como heterogeneidad discursiva y estética, y acomodándose, indeterminadamente y en
distintas direcciones de flujo, mediante la diferenciación de la forma y no ya a través de
la restricción monocentrada que busca puntualizar el mundo concreto desde una lógica
cultural dominante.
4. Mutaciones estético-culturales: textos, contextos e imaginarios
Bajo el título El factor mutante. Transformaciones y mutaciones de lo monstruoso
en textos iberoamericanos contemporáneos nos planteamos estudiar los cambios de la
categoría del monstruo tomando como referente simbólico la noción biológica de la
mutación y adaptándola al contexto de la ficción como una alegoría de los procesos de
incertidumbre y fluidez que se viven en la actualidad. Este análisis estético-cultural está
constituido por una división tripartita que busca tematizar y contextualizar distintos tipos
de mutaciones biológicas y asistidas enlazándolos con tres soportes artísticos destacados
en el mundo contemporáneo: la novela, el cómic y el cine narrativo. Esta organización
busca no solo insertar la noción de mutación cultural y estética en el vocabulario de la
crítica contemporánea sino también revisar y ampliar el archivo de monstruosidades y
aberraciones conocidas, así como sus interrelaciones tipológicas en Occidente, a partir de
un capital cultural compartido e intervenido. Hablamos, de este modo, de préstamos e
interacciones culturales que en el siglo XX y XXI relacionan con mayor velocidad
visiones de mundo y espacios de creación simultáneos.
En la primera parte, titulada “Mutación morfológica: disenso y atipicidad en
Wasabi de Alan Pauls,” nos proponemos contrastar la novela de Pauls, cuyo protagonista
31
es víctima del crecimiento acelerado de un quiste en la base del cuello, con un archivo de
monstruosidades de figuras negativizadas que incluye narraciones producidas por autores
como Clemente Palma, Pablo Palacio, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Daniel
Moyano, José Donoso y Pilar Pedraza. En dichos textos, el monstruo es formulado
reiteradamente como una construcción inarmónica y aberrante, incluso moralmente, que
disloca la morfología ideal de los cuerpos y los parámetros sociales de homogeneización.
Wasabi, como una novela de artista sostenida en principios mutacionales, subraya sin
embargo la posibilidad del cuerpo macromutante (aquel organismo producto de cambios
genotípicos a gran escala) no como una anomalía en degradación sino como una
anatomía prometedora que fluye y se adapta a la incertidumbre de los tiempos recientes.
Por medio de su atipicidad y sus cambios morfológicos, el protagonista de Wasabi
vehiculiza una figura de variación líquida que reemplaza disensualmente el código
tradicional del monstruo y a la vez convierte al mutante en una expresión y revelación
virtuosa.
En la segunda parte, “Mutación inducida: promesas de la biotecnología en Brian
the Brain de Miguel Ángel Martín,” nos interesa poner en relieve el potencial cultural y
teórico de los organismos intervenidos (los cuerpos “crecidos” o “hechos”) que abren una
fisura en el paradigma del monstruo a través de un “elogio de la diferencia.” Brian, un
niño mutante con un cerebro hiperdesarrollado, es el personaje central de una historia que
desestabiliza los usos convencionales de la criatura de laboratorio. A través de una
genealogía del monstruo de la ciencia moderno compuesta por relatos y novelas de E. T.
A. Hoffmann, Mary Shelley, Robert L. Stevenson, H. G. Wells, H. P. Lovecraft y George
Langelaan, además de un análisis de la criatura de laboratorio en cómics del campo de la
32
cultura popular como El increíble Hulk, este capítulo ilustra la reconfiguración del
organismo intervenido por la ciencia (ya sea por accidente o por determinación expresa)
en la historieta hispánica contemporánea. Así, Brian representa la transformación de un
personaje central en la cultura moderna de Occidente que pasa, impulsado por su ideal de
cambio y movimiento paralógico, de la ambientación distópica a la utopía mutante,
revalorizando al organismo intervenido y creando un espacio para la subversión de los
determinismos que limitan la figura del monstruo de la ciencia tradicional.
Finalmente, en la tercera parte, “Mutación deletérea: alteraciones del paradigma
de los muertos vivientes en Rec de Jaume Balagueró y Paco Plaza,” nos concentramos en
analizar las narraciones audiovisuales de temática zombie proponiéndolas como una
tradición cinematográfica enteramente mutante. Para nosotros, el subgénero de terror
zombie expone continuamente una cualidad líquida que desarrolla protocolos de
representación alternativos y reemplaza a la misma vez sus propios estatutos genéricos en
pos de reconfigurar las narraciones de contagio e invasión. Rec, cuya trama gira alrededor
de la impureza somática y de la intrusión a nivel molecular, se distingue no solo por la
inseguridad que surge a partir de la imposibilidad de una lógica inmunitaria sino por
llevar la biotemática actual a la inminencia de la variación por medio de la figura del
híper-zombie, un muerto viviente que cifra sus posibilidades de supervivencia en la
ganancia de función que le brinda el contagio acelerado. A través de lecturas de la obra
de cineastas como Victor Halperin, George A. Romero, Lucio Fulci, Paul W. Anderson y
Danny Boyle, entre otros autores de la tradición zombie, este capítulo demuestra cómo,
tanto a nivel paradigmático como sintagmático, la mutación, estímulo de cambio y línea
33
de fuga, es capaz de relativizar lo monolítico y replantear productos y fenómenos
culturales gracias a su variabilidad y capacidad de agenciamiento.
Chapter 1: Mutación morfológica: disenso y atipicidad en Wasabi de Alan Pauls
La palabra mutación (del latín mutatĭo: cambio, alteración) se refiere en biología
y genética a una variación en el genotipo de un ser viviente que se manifiesta de manera
inducida o espontánea, y que puede heredarse o transmitirse a la descendencia
(Windelspecht, 114-115). Las mutaciones, asimismo, pueden presentarse a partir de
agentes naturales cuando existe un error en la replicación del ADN o por medio de
agentes ambientales cuando los organismos están expuestos a sustancias químicas o
radiaciones (116).
Tal como indica Windelspecht, sin embargo:
Not all mutations are detrimental, and not all mutations
result in a change in the phenotype of a cell or organism.
Many mutations are silent (neutral), meaning that they do
not change the structure of the protein encoded by the gene,
or the regulation of the expression of a gene. (115)
A pesar de que no todas las variaciones genéticas derivan en una alteración
morfológica significativa (a lo largo de este capítulo utilizaré las acepciones científicas de
la palabra morfología y no la acepción gramatical), 21 algunas de ellas sí provocan
cambios en las características físicas de los seres vivos y son entendidas por los
investigadores evolucionistas como adaptaciones que se han desarrollado a través del
proceso de selección natural, fenómeno reproductivo originalmente propuesto como
teoría científica por Charles Darwin en El origen de las especies (1859). 22
En dicho tratado, Darwin advierte que el largo proceso de selección natural
solamente puede crear cambios de manera gradual y hereditaria, explicando, como lo
hiciera Aristóteles en su Historia de animales (350 a.C.), que la naturaleza no procede
34
35
por saltos abruptos (natura non facit saltus), sino mediante cambios adaptativos a través
del tiempo, alteraciones que componen el conjunto de variaciones que conocemos como
evolución biológica (Asma 166-167). La selección natural, al mismo tiempo, está
directamente relacionada con el éxito reproductivo de ciertas variantes en las especies (lo
que hoy en día se conoce como mutaciones ventajosas) y actúa constantemente para
evitar mutaciones desventajosas en las poblaciones de seres vivos (enfermedades
genéticas y otras alteraciones hereditarias, por ejemplo). Para los evolucionistas, el rol
esencial de la selección natural es el de fomentar la adaptación y la supervivencia de las
especies a través de la suma de diferencias individuales, cambios genéticos escalonados
que se consideran primordiales para la existencia de los seres vivos, pues gracias a su
mecanismo de transformación es posible impulsar la diversidad biológica y asegurar la
formación de nuevas poblaciones adaptadas a circunstancias específicas.
De acuerdo con la biología neodarwiniana, 23 la selección natural es un proceso
teleológico basado en cambios atomísticos graduales (diferencias, hoy llamadas
micromutaciones) transmitidos de padres a hijos de manera progresiva; esto significa que
los cambios genotípicos no suelen darse con brusquedad (como en los monstruos de la
teratología y la ficción), sino mediante un proceso de larga evolución y adaptación. Las
diferencias del discurso evolucionista, en contraste con las macromutaciones (cambios
abruptos de una generación a otra) suelen eliminar el rol biológico de los cuerpos
monstruosos como variantes adaptativas en los seres vivos. En otras palabras, son los
cambios menores a largo plazo, y no las macromutaciones imprevistas, las que tienen un
lugar privilegiado dentro del discurso de la selección natural. De este modo, el monstruo
de la cultura popular, ese cuerpo deforme y aberrante estudiado por el cirujano francés
36
Ambroise Paré en el siglo XVI, 24 es considerado por Darwin como un fenómeno sin
mayor potencial evolutivo. En tal medida, como señala Stephen T. Asma:
only slight variations, not monster jumps, will be passed
down and possibly build up new populations gradually over
time. So, although monsters are forms of variation, Darwin
realized that they are not relevant variations for the
transmutation issue. Monsters are either embryological
mutants that cannot reproduce, or they reproduce (like sixfingered men) but don’t fit as adaptations, or they result
from hybridism but again fail to reproduce. (167-168)
Si bien muchos “seres monstruosos” suelen tener una vida corta y una
reproducción ineficaz, la hipótesis del “monstruo prometedor” 25 (impulsada en 1940 por
el genetista alemán Richard Goldschmidt en el libro La base material de la evolución),
una teoría mutacionista 26 que defiende el rol de la macroevolución en las especies –y lo
que se conoce científicamente como especiación instantánea o saltacional–, 27 buscaba
poner en duda el gradualismo darwiniano para tratar de explicar las macromutaciones en
ciertas especies de artrópodos. En sus estudios sobre las moscas de la fruta, por ejemplo,
Goldschmidt concluye que “the change from species to species is not a change involving
more and more additional atomistic changes, but a complete change of the primary
pattern or reaction system into a new one” (206). Este “monstruo prometedor,” término
acuñado por el propio Goldschmidt, se refiere entonces a la capacidad de ciertas
macromutaciones de poder crear nuevas especies con éxito, ya sea a través de procesos
espontáneos o por saltos ocasionados a causa de agentes teratógenos. 28
Tanto el concepto de saltación biológica como el de macromutación pueden
proponerse como explicaciones científicas de la monstruosidad tradicionalmente
representada por la ficción occidental. La gran mayoría de monstruos (incluso los
personajes monstruosos nacidos de mutaciones inducidas) son representaciones libres de
37
la saltación biológica teorizada por Goldschmidt (un salto desde luego exagerado) y de
procesos severos de implicación macromutante. La mutación morfológica del monstruo
de la ficción, ya sea esta producto del Medioevo, del siglo XIX o del mundo
contemporáneo, es manifiestamente antigradualista y, del mismo modo, profundamente
saltacionista, implica la presencia de macromutaciones trascendentales y no depende,
como la biología darwiniana, de la micromutación progresiva que pervive durante
generaciones en un ser vivo para dar paso a nuevas micromutaciones encadenadas
siguiendo una teleología. De la macromutación, por el contrario, sobreviene el insecto
que asoma de la noche a la mañana en la pieza del hijo de los Samsa en La metamorfosis
(1915), la gran nariz con la que nació Shiki Nagaoka en la nouvelle homónima de Mario
Bellatin (2001) y el quiste-espolón que deforma y transforma simultáneamente al
protagonista de Alan Pauls en Wasabi (1994). Este último personaje, sin embargo,
relativiza el significado primigenio del monstruo occidental, subvirtiendo su negatividad
de origen a cambio de una mutación morfológica positiva (una ganancia de función en
contraste con una pérdida de función, extrapolando la terminología científica), 29 que
posibilita la alteración paradigmática de lo monstruoso y la licuefacción de sus
representaciones tradicionales en la literatura iberoamericana del siglo XX.
El protagonista de Wasabi, asimismo, puede emparentarse con el monstruo
prometedor propuesto por Goldschmidt, ya que abre un resquicio donde la posibilidad y
la potencia de variación advertidas por Giorgi se hacen palmarias, 30 y donde la saltación
biológica indeterminada, actuando como una línea de fuga, provoca un replanteamiento
de las estructuras y de las conceptualizaciones monolíticas de la Modernidad. En Wasabi,
el artista-escritor se ve abrumado por las tensiones entre su atipicidad y la producción de
38
bienes culturales (en este caso la literatura) dentro de una lógica de capitalismo avanzado
que supone, como afirma Jameson, “la frenética urgencia económica de producir
constantemente nuevas oleadas refrescantes de géneros de apariencia cada vez más
novedosa” (18). Esta lógica típica del posmodernismo jamesiano, que se diferencia del
capitalismo decimonónico en el uso sobreabundante de mercadotecnia, simulacros y
estrategias formuláicas de publicidad, suscita en la novela un colapso en la supuesta excentricidad 31 del artista-escritor debido a las imposiciones y las velocidades del sistema
de mercado imperante, produciendo a la misma vez una alteración corporal (la
macromutación que representa el quiste-espolón) y una somatización de las
incertidumbres creadas por la modernidad líquida descrita por Bauman. Wasabi,
apoyándose en principios estéticos e ideológicos mutacionales, ejemplifica tanto el
escepticismo hacia las grandes utopías artísticas del escritor decimonónico (el arte como
herramienta innovadora y cultivadora), como la infidelidad hacia el mercado literario del
capitalismo tardío (el artista posmoderno encasillado y descentrado al ser víctima de la
propia posmodernidad), pero, simultáneamente, plantea a partir de la figura del cuerpo
mutante lo que puede entenderse como la desmonumentalización y la relativización de
absolutos (incluidos el absoluto monstruoso y la novela de artista tradicional) en una
época de inseguridades y fluctuaciones, donde la vida, como señala Bauman, “is anything
but fear-free” (Liquid Fear 8).
1. Del monstruo al mutante: algunos antecedentes
Wasabi, 32 originalmente publicada en la Argentina en 1994, es una novela
ciertamente atípica y disensual dentro del catálogo de representaciones monstruosas
39
iberoamericanas. Es disensual, a la manera de Rancière, porque puede leerse como “[a]
manifestation of a gap in the sensible” (38), si entendemos lo sensible, desde luego, tal y
como lo entendía Platón, como un mundo cambiante y corruptible que se muestra a los
sentidos. Wasabi altera de forma dramática la percepción del cuerpo monstruoso
tradicional, convirtiéndolo en mutante, pero también relativizando la deformidad de la
macromutación del protagonista –es decir, al monstruo de antaño–, que es parte del
mundo sensible. Al abrir un espacio de participación molecular, el texto de Alan Pauls
modifica la forma de observar lo monstruoso para dar paso a un mutante de recepción
positiva.
A diferencia de otros antecedentes monstruosos de la literatura occidental e
iberoamericana, Wasabi implica una alteración profunda del paradigma del monstruo a
partir de las fisuras creadas por la macromutación en el espacio de la modernidad líquida.
Importa sobremanera, además, que el narrador-protagonista de la novela sea un escritor,
un artista, pues como señala Rancière:
artists are those whose strategies aim to change the frames,
speeds and scales according to which we perceive the
visible, and combine it with a specific invisible element and
a specific meaning. Such strategies are intended to make
the invisible visible or to question the self-evidence of the
visible; to rupture given relationships between things and
meanings and, inversely, to invent novel relationships
between things and meanings that were previously
unrelated. (141)
En Wasabi, lo invisible se hace visible cuando la relación entre el quiste-espolón
(una deformidad ambigua y de carácter dual) y la percepción de la monstruosidad atípica
del narrador abren una fisura en lo sensible para crear un nuevo agenciamiento somático.
El protagonista mutante de Wasabi representa así el cuestionamiento y a la vez la
40
creación de una relación novedosa entre lo que significa dicha deformidad en el plano
conceptual y lo que es en el plano físico. Físicamente, el quiste nunca deja de ser una
protuberancia hiperdesarrollada, pero conceptualmente, al menos para los personajes que
acompañan al narrador y también para el lector, su significado es distinto del concepto de
la aberración corporal, ya que nunca habita el espacio de la desproporción negativa, como
sí sucede, por ejemplo, con fealdades de la ficción como el jorobado Quasimodo de
Nuestra Señora de París (Víctor Hugo, 1831) o el deforme Michael K. en Vida y época
de Michael K (J. M. Coetzee, 1983). En contraste con el protagonista de Wasabi, los
personajes de Hugo y Coetzee son seres desfavorecidos que nunca alcanzan el estadio de
monstruos prometedores y que, asimismo, permanecen dentro de un paradigma donde la
diferencia y la mutación no se adhieren a un potencial de cambio sino únicamente a la
otredad negativa del cuerpo ininteligible.
El monstruo occidental, como se ha apuntado antes, ha sido tradicionalmente
representado como un elemento inarmónico que legitima los discursos hegemónicos de
normalización y belleza. Es así que el planteamiento de Alan Pauls en Wasabi se hace
sumamente atípico al compararse con la tradición literaria monstruosa del siglo XX
iberoamericano, compuesta, desde los inicios del modernismo, por representaciones que
abarcan temáticas de repulsión y horror hacia lo monstruoso, lo deforme y lo
desconocido. Es con el modernismo, además, y con la propagación en Hispanoamérica de
la obra de autores como Edgar Allan Poe (1809-1849) y Guy de Maupassant (18501893), que la estética del horror, impregnada de monstruos y repugnancias, entra en un
ciclo en el que los juegos de contradicciones y anfibologías parecen añadir un elemento
perturbador y ominoso que subvierte la tradicional división maniqueísta de lo monstruoso
41
versus lo bello, sin dejar de plantear al monstruo, claro está, como un algo deleznable. En
esta línea, cuentos como “William Wilson” (1840) de Poe y “El Horla” de Maupassant
(1887), mantienen la tradicional enemistad con lo desconocido, pero hacen de la otredad
una característica ambigua al plantear encuentros con dobles y posesiones fantásticas que
ensombrecen los límites entre lo externo e interno, entre lo puro e impuro, y que
relativizan, a la misma vez, la oposición binaria entre el bien y el mal.
El caso específico de Clemente Palma (1872-1946), hijo del autor de las
tradiciones, es un ejemplo importante de este tipo de tendencia estética en la América
Hispánica. Como señala Gabriela Mora:
las crisis y rupturas culturales generadas por el rápido
avance de las ciencias, la industria y las tecnologías a fines
del siglo XIX y comienzos del XX, se sentía tanto en Lima
como en París. La secuela de inquietudes causadas por la
remoción de seguridades que se mantuvieron por siglos,
inspira la literatura modernista, llena de contradicciones y
ambigüedades, pero con idéntico afán de romper moldes ya
caducos. La idea de la muerte o la desaparición de Dios,
alentada por las nuevas corrientes filosóficas –Nietzsche
sobre todo–, la expansión de nuevas clases sociales,
socavadoras de antiguos sistemas económicos, los
crecientes reclamos feministas que horadan el edificio
patriarcal, provocan desasosiego, goce o temor que se van a
representar en las letras. (15)
La obra de Clemente Palma, como las de otros modernistas, se haya sin duda
inscrita en esa gran pauta cultural de entre siglos que tiene como elementos fundacionales
la secularización de la sociedad, el ensanche y explosión de los centros urbanos y el
aburguesamiento radical del sistema de valores.
De acuerdo con Rafael Gutiérrez Girardot, la aparición de la burguesía es la
condición clave para que muchos de los cambios formales-estéticos, la selección de
valoraciones y las expresiones literarias autónomas que devienen en los modernismos
42
hispánicos reconfiguren el mundo de lengua española (29). En ese mundo reconfigurado
surge, como en otras partes de Occidente, la figura del intelectual. El título intelectual,
como apunta Gutiérrez Girardot, “nació primeramente no como designación de sabios,
filólogos, profesores y escritores que se querían elevar a la categoría de superhombres,
sino de un estrato social, o al menos de un grupo social, que consecuente con su actividad
intelectual protestaba contra la arbitrariedad y criticaba la inhumanidad” (93). Estos
hombres representaban no solo la política y la ciencia de sus días (el discurso higienista,
por ejemplo, será muy relevante en la región del Río de la Plata), 33 sino también la
bohemia y la tertulia literaria, así como la aspiración a nuevas utopías nacionales (102103), y plasmaron en sus obras, ya sea desde el naturalismo, el decadentismo o lo gótico,
nuevas líneas de pensamiento que alteraron el discurso social y la estética literaria
hispanoamericanas.
Receptivo de dichos cambios, Clemente Palma fue un entusiasta lector de autores
como Baudelaire, Huysmans y Poe. Lecturas que, como señala Mora, “le llevan a valorar
la importancia de la vida psíquica (de los ‘nervios’ dice él), y a proponer lo visto como
‘anormal’ y ‘feo’ como asuntos idóneos para las letras,” (17), algo que, al mismo tiempo,
podría conectarse también con discursos culturales de la época como los del positivismo
criminológico (Cesare Lombroso) y el degeneracionismo artístico (Max Nordau).
En esta línea de la obra de Palma, enmarcada en lo mórbido, el horror psicológico
y el ocultismo, destacan los volúmenes Cuentos malévolos (1904), Historietas malignas
(1925) y la novela XYZ (1935). Pero es en la reedición de 1912 de Cuentos malévolos,
con prólogo de Miguel de Unamuno, donde se incluye el cuento “El príncipe alacrán,”
historia en la que un hombre llamado Macario, al anochecer, es sexualmente abusado por
43
un alacrán hembra “hiperbólicamente grande” (230) en venganza por haber asesinado a
su rey cuando este hurgaba entre sus libros. Acorralado por un ejército de alacranes,
Macario sentirá “la boca viscosa y deforme” (231) del monstruo adherirse a sus labios,
“una bestia fría, melosa, áspera y fétida” (231) que desea engendrar un híbrido que
combine la ponzoña de los escorpiones y la inteligencia humana:
¿Sabes lo que buscaba el rey entre tus libros? Buscaba la
ciencia del buen gobierno, es decir, quería adquirir la
astucia, la maldad, la inteligencia de tu especie cuando le
asesinaste villanamente antes de que lograra realizar su
deseo. Pues bien, yo quiero lograr por el amor lo que mi
esposo anhelaba y que tu amor puede darme. Sí; te perdono
y te amo. Tu vida me pertenece y quiero utilizarla para
engendrar un hijo que tenga mi raza y tu inteligencia. Eres
mío por derecho de venganza y por botín de amor…
Y su boca viscosa y deforme se adhirió
amorosamente a la mía; y sus tenazas enlazaron mi cuerpo.
(Palma 231)
A pesar de su gran tamaño, su “cabeza chata y horrible, las velludas patas y la
espiga de su ponzoñosa cola” (230), la bestia alacrán que toma posesión del cuerpo de
Macario excede el horror simbólico que se desprende del miedo natural a los arácnidos
por tratarse de un animal que Palma antropomorfiza, tanto en lo que se ajusta a la
búsqueda del conocimiento y la sabiduría humanos, como en lo que se refiere al
planteamiento de una meta consciente: la creación de un híbrido alacrán-hombre que
sintetice las “virtudes” físicas e intelectuales de ambas especies (una suerte de síntesis de
“mutaciones ventajosas,” si retomamos el discurso de la genética). Estas características,
desde luego, hacen del monstruo de “El príncipe alacrán” un ser considerablemente
ominoso cuando lo familiar (la búsqueda de conocimiento y el acto sexual, en este caso)
alcanza lo extrañamente terrorífico y perverso, pero también debido al horror que
proviene de las impurezas del monstruo-antropomorfizado y al que se anticipa llegará del
44
nacimiento de la bestia híbrida de esta unión forzada. Ambas criaturas, ciertamente, se
convierten en figuras de identificación negativa al representar Palma el asco de Macario:
“¡Oh qué horrible el contacto de esa bestia fría, melosa, áspera, fétida!” (231), y plasmar,
al mismo tiempo, la ruptura de los límites corporales entre ambos, así como la presencia
de una lógica de lo interdicto.
De acuerdo con Julia Kristeva, lo interdicto y lo impuro se relacionan siempre con
los orificios del cuerpo, creando, principalmente, sustancias contaminantes de tipo
excrementicio y menstrual (96). Así:
El excremento y sus equivalentes (putrefacción, infección,
enfermedad, cadáver, etc.) representan el peligro
proveniente del exterior de la identidad: el yo amenazado
por el no-yo, la sociedad amenazada por su afuera, la vida
por la muerte. Por el contrario, la sangre menstrual
representa el peligro proveniente del interior de la identidad
(social o sexual); amenaza la relación de los sexos en un
conjunto social y, por interiorización, la identidad de cada
sexo frente a la diferencia sexual. (96)
En la narración de Palma, existen tanto la amenaza del no-yo (la hiperbólica y
fétida hembra alacrán), que constituye el afuera del individuo y la especie, como el
peligro proveniente del interior sexual de los cuerpos, una amenaza que en el cuento
empieza no precisamente por las aberturas anales o vaginales del monstruo sino por el
orificio bucal, la abertura a través de la cual se realiza el primer intercambio de saliva
“viscosa” entre Macario y la bestia-antropomorfizada.
Tal como menciona William Ian Miller, las aberturas anatómicas son esenciales
en la conceptualización del asco en la cultura occidental: “they are the holes that allow
contaminants in to pollute the soul, and they are the passageways through which
substances pass that can defile ourselves and others too” (59). El cuento de Palma forma
45
justamente parte de esta lógica de contagio y pérdida de la inmunidad al desarticular el
límite natural entre los cuerpos y quebrar la interdicción reproductiva entre ambas
especies de animales para luego “prefigurar” un híbrido que, a partir de la experiencia del
protagonista, conserva la carga simbólica negativa de la madre.
En “El príncipe alacrán,” el miedo a la macromutación se manifiesta tanto desde
la interioridad como desde la exterioridad de la especie. Además de ello, lo monstruoso
adquiere una mirada bi-direccional puesto que no solo radica en los horrores que se hacen
ostensibles desde el punto de vista del narrador, cuando este declara los límites del sujeto,
sino cuando lo indefectiblemente monstruoso, la reina alacrán, describe a los seres
humanos como una especie maligna, deformando y desestabilizando el concepto de
pureza humana.
Si para Clemente Palma lo monstruoso corrompe el cuerpo inteligible y envicia la
moral de los hombres “puros”, para Pablo Palacio (1906-1947) el cuerpo anómalo es una
representación del sufrimiento físico y también un tormento psico-emotivo tanto para
quien ha sido castigado con una extremada macromutación como para quienes la han
producido biológicamente. En el cuento “La doble y única mujer,” incluido en el
conjunto de relatos Un hombre muerto a puntapiés de 1927, Palacio aborda la
monstruosidad desde la perspectiva de un cuerpo femenino siamés (aparentemente una
siamesa pigópaga: con sacro y cóccix comunes), que dice sentirse una y las dos personas
al mismo tiempo:
Mi espalda, mi atrás, es, si nadie se opone, mi pecho de
ella. Mi vientre está contrapuesto a mi vientre de ella.
Tengo dos cabezas, cuatro brazos, cuatro senos, cuatro
piernas, y me han dicho que mis columnas vertebrales, dos
hasta la altura de los omóplatos, se unen allí para seguir –
robustecida– hasta la región coxígea. (Palacio 46)
46
La mujer siamesa del relato vive una monstruosidad que no es precisamente
hereditaria sino producto de un fallo congénito, producto de un “error” en la división
celular luego de la fecundación. A pesar de no atribuirse simetría física, la criatura
advierte una armonía intelectual y emocional entre sus dos partes, ya que ambas, “Yoprimera” y “Yo-segunda,” (48) como ella misma se diferencia, coinciden en sus
pensamientos y pasiones debido a una duplicidad que es en realidad unicidad.
Yo-primera, la narradora de la historia, está enamorada, al igual que Yo-segunda,
de “un caballero alto y bien formado… motivo de la más aguda de [sus] crisis,” (52) un
otro no estigmatizado sino descrito a partir del orden y la belleza al que la mujer-siamesa
no puede acceder. Esta pasión por el hombre presenta un conflicto interno entre dos
cuerpos unidos que han elegido el mismo objeto de deseo, desmoronando el paradigma
de unicidad emocional que mantenía sano al monstruo y estimulando una relación
antagónica y frágil:
[…] este amor no podía surgir aisladamente en uno solo de
mis yos. Por mi manifiesta unicidad apareció a la vez en
mis lados. Todos los fenómenos previos al amor, que aquí
ya estarían demás, fueron apareciendo en ellos
idénticamente. La lucha que entabló entre mí es con
facilidad imaginable. El mismo deseo de verlo y hablar con
él era sentido por ambas partes, y como esto no era posible,
según las alternativas, la una tenía celos de la otra. No
sentía solamente celos, sino también, de parte de mi yo
favorecido, un estado manifiesto de insatisfacción.
Mientras yo-primera hablaba con él, me aguijoneaba el
deseo de yo-segunda, y como yo-primera no podía dejarlo,
ese placer era un placer a medias con el remordimiento de
no haber permitido que hablara con yo-segunda. (Palacio
52, la bastardilla es mía)
Haciendo uso de la monstruosidad y del relato de extrañeza, Palacio parodia la
antigua tradición del romance trágico. Si Romeo y Julieta mueren por la rivalidad entre
47
sus familias en la obra de Shakespeare (1597), y en Cumbres borrascosas (1847) Emily
Brontë convierte a Catherine en la víctima del amor y resentimiento de un Heathcliff
envenenado por las diferencias sociales, en “La doble y única mujer” la aberración física
del cuerpo femenino siamés se convierte en la imposibilidad para alcanzar la satisfacción
amorosa debido a ese “one versus two dilemma,” (61) como lo describe Susan Antebi, en
el que se hallan las hermanas.
Con un planteamiento inusual, el relato de Palacio remeda los estatutos del
romance trágico formulando una protagonista que desfigura a la heroína tradicional:
lozana, pura, proporcionada, a cambio de un monstruo que, al igual que la criatura creada
por Mary Shelley, puede desear pero nunca consumar su amor, una condición de la cual
los cuerpos deformes e ininteligibles padecen repetidamente en la tradición de Occidente,
pero que Palacio complejiza aún más al formular un monstruo siamés con rasgos
femeninos: “¿Quién yo debía satisfacer mi deseo, o mejor su parte de mi deseo?,” se
pregunta Yo-primera, “¿En qué forma podía ocurrírseme su satisfacción? ¿En qué
posición quedaría mi otra parte ardiente?” (Palacio 52). Esta competencia interna,
gobernada por el pesimismo, llevará a las dos partes del cuerpo al colapso y a la
enfermedad. “Hace más o menos un mes,” cuenta Yo-primera:
he sentido una insistente comezón en mis labios de ella.
Luego apareció una manchita blancuzca, en el mismo sitio,
que más tarde se convirtió en violácea; se agrandó,
irritándose y sangrando […] Ha venido el médico y me ha
hablado de proliferación de células, neo-formaciones. En
fin, algo vago, pero yo comprendo. El pobre habrá querido
no impresionarme. ¿Qué me importa eso a mí, con la vida
que llevo? (Palacio 53, la bastardilla es mía)
Dicha enfermedad sin nombre parece diseminarse por medio de una especie de
cascada metastásica, “envenena al todo” (54), nos explica la narradora, y termina por
48
consumir el cuerpo de las hermanas, quienes comparten la misma sangre y los mismos
“gérmenes nocivos” (54). Así, el monstruo de “La doble y única mujer,” como sucede
con otros cuerpos antitéticos de la proporción y el orden, debe ser eliminado para ratificar
la naturalidad de los organismos admitidos por el discurso normalizador. En este texto, lo
anormal no halla un espacio para la sobrevivencia, y denota, además, una degeneración
progresiva desde el interior del sujeto monstruoso, que en el cuento de Palacio es víctima
a la vez que victimario de su propio porvenir. Esta degeneración, simbolizada por la
enfermedad que produce neo-formaciones celulares (mutaciones), es producto, no
obstante, de un discurso anti-aberracionista que busca resguardar un ideal utópico de
belleza (en el texto la oposición estaría compuesta por la uniformidad del cuerpo
admitido del hombre-objeto y la anomalía que representa el cuerpo siamés) al cual todas
las monstruosidades se exponen tanto como se oponen.
Cabe resaltar, asimismo, que el monstruo siamés de la narración sufre el rechazo
de sus padres desde el nacimiento, y su gestación previa, igualmente, estaría conectada a
una de las causas esenciales de la monstruosidad mencionadas por Ambroise Paré en
Monstruos y prodigios (1575). 34 En dicho tratado de “falsa ciencia”, la imaginación,
quinta causa esencial de la monstruosidad, es capaz de sugestionar a las madres
embarazadas durante el periodo de formación de los cuerpos (4). Paradójicamente, según
la narración de Yo-primera, su madre no solo estuvo expuesta durante el periodo de
gestación a lecturas y cuentos “extraños,” sino también a ciertas estampas de pinturas de
estética cubista:
Mi madre era muy dada a las lecturas perniciosas y
generalmente novelescas; parece ser que después de mi
concepción, su marido y mi padre viajó por motivos de
salud. En el ínterin, su amigo, médico, entabló estrechas
49
relaciones con mi madre, claro que de honrada amistad, y
como la pobrecilla estaba tan sola y aburrida, éste su amigo
tenía que distraerla y la distraía con unos cuentos extraños
que parece que impresionaron la maternidad de mi madre.
A los cuentos añádase unas cuantas estampas que el médico
le llevaba; de esas peligrosas estampas que dibujan algunos
señores en estos últimos tiempos, dislocadas, absurdas, y
que mientras ellos creen que dan sensación de movimiento,
sólo sirven para impresionar a las sencillas señoras que
creen que existen en realidad mujeres como las dibujadas,
con todo su desequilibrio de músculos, estrabismo de ojos y
más locuras. (Palacio 49)
De esta relación de hechos “extraños” no solo se infiere la fuerza de la sugestión a
través de la literatura, además de la parodia del discurso pseudocientífico que retrata a las
mujeres como seres impresionables, sino también la fuerza de la sugestión por medio de
obras plásticas vanguardistas, en clara referencia (Pablo Palacio es un coetáneo de las
vanguardias y un practicante de las mismas) a la ruptura del paradigma artístico de la
burguesía decimonónica durante los años 20 (el arte ya no es más una realidad superior y
preciosista) y a la consiguiente crisis de la representación que dicha ruptura acarrea.
Palacio, por otro lado, parece sugerir que las “locuras” de los vanguardismos, en especial
las del cubismo pictórico que busca resistirse a la perspectiva tradicional practicada desde
el Renacimiento, son capaces de crear (y representar) cuerpos monstruosos debido al
marcado uso de la fragmentación y la estetización de la geometría, técnicas que, como
sabemos, desfamiliarizan y desfiguran la concepción de lo “natural.”
Yo-primera y Yo-segunda, según la mirada panóptica que clasifica, llevan una
marca de origen anti-natural o, dicho de otra forma, nunca terminan de ser del todo
naturales, ya que para sus observadores ellas siempre se manifiestan como una entidad
extraña de lo que puede ser normalmente concebido (sin ir muy lejos, Paré afirmaba que
los monstruos son aquellos seres que están “afuera” de la naturaleza). 35 La criatura
50
siamesa de “La doble y única mujer,” apelando al discurso de la abyección kristeviana, es
una entidad perturbadora de la regla y el orden. Esta perturbación, no obstante, se hace
patente no solo en el cuerpo siamés sino también en sus progenitores, quienes son
retratados en el texto como una pareja arruinada a causa del nacimiento del monstruopigópago:
Nací más o menos dentro del periodo normal, aunque no
aseguro que fueran normales los sufrimientos por que tuvo
que pasar mi pobre madre, no sólo durante el trance sino
después, porque apenas me vieron, horrorizados, el médico
y el ayudante, se lo contaron a mi padre, y éste,
encolerizado, la insultó y le pegó, tal vez con la misma
justicia, más o menos, que la que asiste a algunos maridos
que maltratan a sus mujeres porque les dieron una hija en
vez de un varón como querían. (Palacio 50)
El rechazo original por parte del padre, y la muerte posterior de este al no aceptar
una vida al lado del monstruo que engendró (que además de aberrante es doblemente
femenino), ejemplifican en el cuento el acto imperativo de exclusión batailleano 36 y la
oposición constante de la normatividad impuesta –a través del discurso reglado de lo
natural– a las denominadas “anatomías de la desviación.” Yo-primera y Yo-segunda son
caracterizadas como monstruos crónicos e insalvables, mujeres horrendas que niegan un
hijo “digno” al padre que desea transmitir su apellido y su masculinidad, y como tales
deben ser excluidas de la narrativa y de la Historia aunque esto signifique la muerte del
progenitor, una muerte que puede verse, asimismo, como una suerte de justicia poética,
ya que evita la corrupción del cuerpo del padre “bien formado” al imposibilitar su
coexistencia con la hija contaminada y “deforme.”
Respecto de la deformidad, que suele definirse y codificarse en conjunción con lo
monstruoso, casi como una equivalencia indeleble, habría que señalar además de los
51
casos de deformidad hereditaria o congénita como el de “La doble y única mujer,” los de
anatomías desfiguradas a causa de maldiciones, intervenciones divinas, accidentes
fatídicos o enfermedades infecciosas. En esta última categoría, por ejemplo, se insertan
relatos como “El tintorero enmascarado Hákim de Merv” (Historia universal de la
infamia, 1935) de Jorge Luis Borges (1899-1986), en el cual se narra la historia de un
tintorero desaparecido, de la región del Turquestán, que regresa a su tierra años más tarde
convertido en un profeta enmascarado:
Del fondo del desierto vertiginoso (cuyo sol da la fiebre, así
como su luna da el pasmo) vieron adelantarse tres figuras,
que les parecieron altísimas. Las tres eran humanas y la del
medio tenía cabeza de toro. Cuando se aproximaron vieron
que éste usaba una máscara y que los otros dos eran ciegos.
Alguien (como en los cuentos de las 1001 Noches) indagó
la razón de esa maravilla. Están ciegos, el hombre de la
máscara declaró, porque han visto mi cara. (Borges 82)
Hákim de Merv, como otros inasibles productos de la imaginación borgeana, es
un personaje primariamente hermético. Su presentación infunde inquisiciones y terrores a
la par que un halo de admiración; de acuerdo con el texto, los hombres comunes no
pueden ver su rostro porque “su cabeza había estado ante el Señor, que le dio misión de
profetizar y le inculcó palabras tan antiguas que su repetición quemaba las bocas” (83),
asimismo: “le infundió un glorioso resplandor que los ojos mortales no toleraban” (83).
Después de convertirse en un profeta temido y de reemplazar la máscara de toro
con un “cuádruple velo de seda blanca recamado de piedras” (84), Hákim de Merv
definió “los artículos de una religión personal” (85) en la cual la divinidad mayor
“carecía majestuosamente de origen, así como de nombre y de cara” (86). En De Merv,
un personaje que abomina los espejos, reside lo velado a partir del silenciamiento de su
rostro (el uso de la máscara y la ficción que esta supone) y también de su voz (la
52
eliminación de diálogos a lo largo de la obra). Borges también opta por presentar
efímeras descripciones físicas (son habituales, en cambio, las relaciones sobre el dogma y
la moral de De Merv) que de manera deliberada omiten detalles concretos acerca de la
realidad corporal del personaje. El tópico literario del polvo y la sombra (pulvis et umbra
sumus), asimismo, reafirma en este texto el poder inapelable de la muerte y la oscura
identidad del protagonista de la historia, aquella constante indefinición que Silvia Molloy
denomina “[un] juego de caretas” (39).
Dicho rostro sombrío, sin embargo, no apto para los ojos comunes y corrientes, es
revelado cuando el ejército de un jalifa opositor a De Merv, Mohamed Al Mahdí, lo
acorrala cerca de la ciudad de Sanam y dos de sus capitanes le arrancan el velo que
protege el enigmático rostro:
Primero, hubo un temblor. La prometida cara del Apóstol,
la cara que había estado en los cielos, era en efecto blanca,
pero con la blancura peculiar de la lepra manchada. Era tan
abultada o increíble que les pareció una careta. No tenía
cejas; el párpado inferior del ojo derecho pendía sobre la
mejilla senil; un pesado racimo de tubérculos le comía los
labios; la nariz inhuma y achatada era como de león.
(Borges 88)
Atacada por la lepra, la deformidad de Hákim de Merv implica la destrucción de
la estructura simbólica de un sublime religioso (aterrador pero resplandeciente) y la
manifestación de lo informe para prescindir de un paradigma de ceremonia y reverencia,
ya que lo informe, de acuerdo con Bataille, descalifica y categoriza, “exigiendo
generalmente que cada cosa tenga su forma” (31). Al carecer de una configuración
consecuente con su valor divino, Hákim de Merv se ve expuesto no solo como un falso
apóstol sino como una anatomía inarmónica (inhumana), devela, como señala David
Laraway, “the unreality of his fiction,” (60) y es conducido del Mundo Inteligible (donde
53
se asientan las ideas del bien, la belleza y las matemáticas) al Sensible, un espacio
maleable bajo el control de aquel Demiurgo artesano de lo informe, en el que se ve
descubierto como materia divergente y deformidad repulsiva (otro cuerpo desechable)
para luego ser atravesado con lanzas por los capitanes del jalifa Mohamed Al Mahdí.
La monstruosidad en los textos de Borges, no obstante, aunque siempre plasmada
como una representación negativa, no es específica de los organismos enfermos ni de los
seres fantásticos o pueblos antropófagos (“La óctuple serpiente,” “There Are More
Things,” “El informe de Brodie”), sino que es apelada también para deformar discursos e
ideologías políticas, como se aprecia en el relato “La fiesta del monstruo” de 1947, texto
escrito en co-autoría con Adolfo Bioy Casares (1914-1999) e incluido décadas después en
el conjunto Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977). En este relato de tradición
paródica, lo monstruoso se asocia al brote de un discurso populista, concretamente a las
ideas políticas del peronismo, un movimiento social que tanto Borges como Bioy Casares
reprobaron desde su formación. El narrador de la historia, un partidario de Juan Domingo
Perón (a quien se alude constantemente como “El Monstruo”), es un hombre de
“pescuezo corto y panza hipopótama” (101), de pie plano, grosero y empapado de sudor,
que junto a otros correligionarios recorre las calles de Buenos Aires durante una campaña
proselitista a favor de su líder.
Retomando la dicotomía sarmientina de Facundo (1845) y la metáfora de la
violencia de “El matadero” (Esteban Echeverría, 1871), los seguidores de “El Monstruo”
personifican el regreso de la barbarie, un otro grotesco e hiperbólico que se opone física e
ideológicamente a la imagen cuidada de la civilización, y cuya falta de instrucción y
54
tolerancia acaba por conducirlos al asesinato de un estudiante de origen judío que se
niega a saludar un retrato de “El Monstruo”:
El primer cascotazo lo acertó, de puro tarro, Tabacman, y le
desparramó las encías, y la sangre era un chorro negro. Yo
me calenté con la sangre y le arrimé otro viaje con un
cascote que le aplasté una oreja y ya perdí la cuenta de los
impactos, porque el bombardeo era masivo. Fue
desopilante; el jude se puso de rodillas y miró al cielo y
rezó como ausente en su media lengua. Cuando sonaron las
campanas de Monserrat se cayó, porque estaba muerto.
Nosotros nos desfogamos un rato más, con pedradas que ya
no le dolían. (120)
La crueldad de la banda y su lenguaje callejero, asimismo, son las herramientas
que Borges y Bioy Casares emplean para legitimar la posición privilegiada de una élite
clasista, discriminadora e intelectual, oponiéndose al derecho de asociación y al discurso
de los grupos peronistas, que son observados en el relato como cuerpos iletrados y
contrahechos, y marcados, al mismo tiempo, por una brutalidad ingénita semejante a la
del monstruo humano definido por Foucault (el criminal entendido como un ser
incontrolable y de inmoralidad innata). Así, toda la carga tradicionalmente negativa del
monstruo occidental/hispánico se transfiere a la imagen de la turba, donde la clase obrera
y las organizaciones sindicales son parodiadas en busca de una deslegitimación de su
afiliación política. 37
En el relato de Borges y Bioy Casares, se advierte una tendencia a relacionar la
monstruosidad con una supuesta corrupción moral y deformidad ideológica, inclinación
que suele reiterarse en narrativas de denuncia y en obras literarias donde gravita el
realismo social, especialmente en las figuras de dictadores, criminales y homicidas
psicopáticos.
55
A pesar de esta característica, la posición más reiterada del monstruo suele ser la
de una anatomía apartada de la “normalidad” física y de ideales de belleza monolíticos
que convierten a los seres inimaginables en cuerpos perturbados y sorprendentes, y cuya
función es la de soportar el escrutinio y la estupefacción de una concurrencia (así como
una mirada unidireccional) que registra dichos cuerpos en un catálogo de fenómenos
observables. A esta conceptualización de la monstruosidad se adscribe, por ejemplo, “El
monstruo,” texto de 1967 de Daniel Moyano (1930-1992), cuya trama se centra en la
fijación que un funcionario bancario de la ciudad tiene con una criatura lanuda de
“enorme volumen” (7) que ha aparecido en un pueblo anónimo del interior del país:
Los diarios comentaron mucho el asunto durante una
semana. La última noticia que publicaron fue sobre la
decisión de las autoridades municipales de colocar al
monstruo en una plaza pública para que todo el mundo lo
viera. Después, nada, como si el monstruo hubiese muerto.
Publicaron fotografías, algunas más o menos nítidas y otras
borrosas y oscuras. Ninguna fotografía me satisfacía
plenamente en mi afán por saberlo todo sobre el monstruo.
Eran por lo general vistas del cuerpo entero del monstruo,
sin detalles que permitieran apreciar el brillo o la expresión
de sus ojos o la calidad del pelo que cubría todo su cuerpo.
(Moyano 6)
Ciertamente, el monstruo del relato de Moyano representa otra de aquellas
criaturas extraordinarias que suscitan la atención de un público observador de fenómenos
y maravillas. Al igual que el Gulliver de Swift a su llegada a la isla de Lilliput o el ángel
varado en la costa de “Un señor muy viejo con unas alas enormes” (1968) de Gabriel
García Márquez, la criatura de “El monstruo” cohabita el espacio de los seres inteligibles
a partir de la instalación de un régimen de exhibición pública que la verifica como
prodigio observable. Esta fascinación y seguimiento del narrador-protagonista, sin
embargo, se va fragmentando a medida que se avanza en el tiempo de la historia debido a
56
un pedido de licencia que tarda demasiado en concretarse y a la falta de noticias
periodísticas sobre el monstruo:
Faltaba una semana justa para que me concedieran la
licencia. Por fin podría viajar y ver el fenómeno.
Inútilmente compraba los diarios y las revistas para buscar
más noticias. A veces, en breves líneas, se anunciaba que
un funcionario había visitado al monstruo y publicaban sus
comentarios. Pero nada más. De él, nada. (Moyano 10)
A pesar de los esfuerzos del narrador por estar al tanto del fenómeno, su
desilusión irá acrecentándose mientras el monstruo, por su cuenta, comience a sufrir un
proceso de endurecimiento y osificación en la plaza (11), siendo por su falta de movilidad
cada día menos atractivo para los lugareños y también para el protagonista:
Yo también había perdido gran parte de mi interés. Pensé
que no había un hecho capaz de asombrarnos y me culpé a
mí mismo de exaltado. Sentía una gran vaciedad y muy
pocas ganas de marcharme, pero tenía todo preparado y la
licencia concedida. (Moyano 12)
El silenciamiento progresivo del monstruo por parte de la prensa y el público y la
evidente decepción del narrador al subir al tren que lo llevará hasta el prodigio hablan
concluyentemente acerca de la tachadura simbólica que algunos cuerpos monstruosos
experimentan cuando dejan de ser una novedad visual o espectáculo de primer orden (tal
como sucede en el espacio circense, acostumbrado a fabricar atracciones insólitas cada
nueva temporada), pero también acentúa y pone de manifiesto una vez más la continua
anulación del otro-monstruoso a través de los tópicos de la marginalidad, llámese olvido,
exilio o muerte, motivos reiterados por distintos autores y centrados en la demarcación
permanente de zonas de inclusión y exclusión de lo monstruoso.
Semejante topografía, dentro de una estructura novelesca anti-cronológica y de
apariencia “imperfecta,” es clara en El obsceno pájaro de la noche (1970) de José
57
Donoso (1924-1996), donde mediante un sistema de oposiciones se crean motivos
contrarios y paralelos que complejizan la lectura de una genealogía familiar: oposiciones
entre lo desagradable y lo agradable, lo claro y lo oscuro, lo feo y lo bello, lo identificable
y lo indeterminado, además del enfrentamiento que existe entre la perpetuación del
derecho de sangre (el descendiente que tanto ansían los esposos Jerónimo e Inés de
Azcoitía) y la búsqueda de reconocimiento social por parte del escritor-narrador de la
historia Humberto Peñaloza/Mudito.
La novela plantea lo monstruoso como una condición vital que desfigura la
identidad del mundo sensible y que es capaz al mismo tiempo de fabricar un mundo
alternativo (pero secreto) en el cual las monstruosidades son regla de facto. Se trata de
una narración, como señala Antonio Cornejo Polar, que reitera la preferencia de Donoso
por aquellos “sectores del universo que tienen una marca común: el deterioro” (105). Este
acercamiento a lo monstruoso, además, es constante y explícito y se expresa tanto en la
morfología “caótica” de la obra –en cuyas páginas se entremezclan retrospecciones y
técnicas de polifonía textual que perturban una lectura lineal del texto, produciendo,
asimismo, un discurso anómalo– como en la mención reiterada de criaturas horripilantes
y aberraciones anatómicas, entre ellos el niño deforme engendrado por el matrimonio
Azcoitía (bautizado con el genérico “Boy”), personaje central de la narración que
simbólicamente termina por anular toda aspiración de simetría y orden:
[…] cuando Jerónimo entreabrió por fin la cortina de la
cuna para contemplar al vástago tan esperado, quiso
matarlo ahí mismo: ese repugnante cuerpo sarmentoso
retorciéndose sobre su joroba, ese rostro abierto en un surco
brutal donde labios, paladar y nariz desnudaban la
obscenidad de huesos y tejidos en una incoherencia de
rasgos rojizos... era la confusión, el desorden, una forma
distinta pero peor de la muerte. (Donoso 229)
58
El “tan esperado vástago” de Jerónimo e Inés es el fruto de una unión animada
por la subsistencia de un apellido, un fruto que al nacer deforme altera los planes de
perpetuación de la familia Azcoitía e invierte el sistema de categorías de la novela cuando
lo monstruoso, al menos en el mundo inventado por Jerónimo para proteger a Boy (el
espacio de fenómenos de La Rinconada), se convierte en la medida estética que rodeará y
normará la experiencia visual del niño. Aunque la monstruosidad es un motivo presente
desde el inicio de la novela (el narrador Humberto Peñaloza/Mudito se metamorfosea y
se construye frecuentemente como un monstruo utilizando múltiples personalidades
deformadas), las zonas de inclusión y exclusión de lo monstruoso toman posesión del
texto a partir de la aparición de la aberración física del heredero de los Azcoitía,
modificando los espacios donde transitan tanto los amos como los sirvientes:
Don Jerónimo de Azcoitía mandó sacar de las casas de La
Rinconada todos los muebles, tapices, libros y cuadros que
aludieran al mundo de afuera: que nada creara en su hijo la
añoranza por lo que nunca iba a conocer. También hizo
tapiar todas las puertas y ventanas que comunicaran con el
exterior, salvo una puerta, cuya llave se reservó. La
mansión quedó convertida en una cáscara hueca y sellada
compuesta de una serie de estancias despobladas, de
corredores y pasadizos, en un limbo de muros abierto sólo
hacia el interior de los patios de donde ordenó arrancar los
clásicos naranjos de frutos de oro, las buganvileas, las
hortensias azules, las hileras de lirios, reemplazándolos por
matorrales podados en estrictas formas geométricas que
disfrazaran su exuberancia natural. (Donoso 230)
Cabe resaltar que a lo largo de la novela Peñaloza/Mudito comenta
persistentemente acerca de la angustia de no poseer un verdadero rostro. La ausencia del
linaje perfecto, en el caso de Peñaloza/Mudito, y la tachadura del exterior “bello” por
parte de Azcoitía, revelan una obsesión con el ocultamiento de lo no aceptado y de lo no
59
identificable (en el caso del exterior bello, el ocultamiento se presenta solamente a partir
de la llegada de Boy, alterando los patrones de valoración del espacio), y el empleo de
ambientes íntimos para el resguardo y el almacenamiento del monstruo que transgrede las
formas de esta coyuntura narrativa. Lo monstruoso, de este modo, persiste en El obsceno
pájaro de la noche como una categoría que define materias negativizadas, y es protegido
y ocultado a causa de su diferencia, ya que, aunque etimológicamente la criatura
monstruosa muestra y advierte, lo que su cuerpo y figura informan es la tergiversación y
el caos de la forma ideal, degeneraciones que deben mantenerse en una zona de inclusión
de lo monstruoso (La Rinconada), que es a la vez el espacio y cerco de exclusión para
Boy y su deformidad.
A partir de las intenciones de Jerónimo de Azcoitía por resguardar la
monstruosidad del niño sobreviene un mundo alternativo que de alguna manera ha
aceptado el fracaso del linaje, proponiendo como respuesta una norma que invierte
hipotéticos parámetros de belleza (la acostumbrada suposición de que las esculturas del
mundo greco-romano son un parámetro de ornamentación en las clases altas es
subvertida, por ejemplo), y cuya principal característica es la “monstruificación” de los
referentes estéticos de la casa:
[Dispuso] que cerraran el último patio, el del estanque, con
un murallón inexpugnable, y a la cabeza de este estanque
rectangular erigió una Diana Cazadora de piedra gris
tallada según sus estipulaciones: gibada, la mandíbula
acromegálica, las piernas torcidas, luciendo el carcaj sobre
su giba y la luna nueva sobre su frente rugosa. Adornó los
demás patios con otros monstruos de piedra: el Apolo
desnudo fue concebido como retrato del cuerpo jorobado y
las facciones del futuro Boy adolescente, la nariz y la
mandíbula de gárgola, las orejas asimétricas, el labio
leporino, los brazos contrahechos y el descomunal sexo
colgante que desde la cuna arrancó ohs y ahs de admiración
60
a las enfermeras. Boy, al crecer, debía reconocer su
perfección en la de ese Apolo, y sus instintos sexuales, al
despertar, se encontrarían con la figura de la Diana
Cazadora, o con una Venus picada de viruela y con un
trasero de proporciones fantásticas arruinado por la
celulitis, que retozaba insinuante en una caverna de yedra.
(Donoso 231)
A través del proceso de monstruificación, La Rinconada se transforma en un
espacio aislado y en un acto topográfico de disenso. Como señala Cohen en una de sus
siete tesis acerca del monstruo, esto ocurre comúnmente para llamar la atención sobre
“borders that cannot –must not– be crossed” (13), ya que el mundo creado para Boy es un
territorio prohibido para el discurso de la belleza, donde “la monstruosidad iba a ser lo
único que desde su nacimiento don Jerónimo de Azcoitía iba a proponer a su hijo”
(Donoso 231). Con la intención de instituir dicho espacio (siempre velado y separado del
exterior), la valoración del monstruo es sofisticada para convertirse en “la categoría noble
de lo monstruoso” (233). La casa de Boy, de este modo, comienza a ser ocupada por un
ejército de figuras tutelares extraordinarias, “creaciones insólitas con narices y
mandíbulas retorcidas… gigantes agromegálicos, albinas transparentes como ánimas”
(233), que son obligadas a cuidar e instruir al niño ratificando los principios de esta nueva
interpretación de lo monstruoso:
El niño debía crecer encerrado en esos patios geométricos,
grises, sin conocer nada fuera de sus servidores,
enseñándole desde el primer instante que él era el principio
y fin y centro de esa cosmogonía creada especialmente para
él. No podía, no debía por ningún motivo sospechar otra
cosa, ni conocer la nostalgia corrosiva, que ellos, los
sirvientes, conocían, de los placeres que se les negaron
porque nacieron y vivieron en un mundo no coordinado
para ellos. (Donoso 235)
61
A pesar de guardar lo “noble monstruoso,” La Rinconada es un locus amoenus
que invierte la belleza normativa del espacio placentero tradicional y que depende de la
mentira y el ocultamiento, un lugar clausurado que hace de lo inarmónico la norma
estética hegemónica siempre y cuando el contacto con el mundo exterior se encuentre
absolutamente restringido, ya que ni siquiera el propio Jerónimo de Azcoitía, un hombre
alto, elegante y rubio, puede integrar el lugar ameno de su trama, donde el único ser sin
deformidades es el cronista oficial del mundo de Boy –Humberto Peñaloza–, quien se
convertirá con el tiempo, según el plan de su patrón y por carecer de aberraciones físicas,
en el verdadero monstruo de la mansión de La Rinconada. Esta monstruosidad, no
obstante, no deja de ser una construcción fanática y una nueva referencia a la
encarcelación a la que es sometido repetidamente el cuerpo monstruoso (tanto en la
figura de Boy como en la variante que encarna Peñaloza), puesto que en esta novela la
monstruosidad continúa observándose a partir de un aparato de control que define
inteligibilidades e ininteligibilidades en base a la diferencia física; la carga negativa en El
obsceno pájaro de la noche, aunque se invierte, permanece sobre el monstruo, y es
reafirmada por Donoso con la reclusión del personaje aberrante en un espacio apartado,
dentro de una especie de “bricolage monstruoso,” (148) según Ricardo Gutiérrez Mouat,
donde únicamente reside lo deforme y lo que ha sido definido como diferente de lo
“normal.”
Las tipologías anormales, como hemos visto hasta el momento –ya sean productos
de la fatalidad o de “fallos biológicos”–, son una insistencia de las narrativas de la
monstruosidad y alimentan frecuentemente, como en el caso de Boy, un imaginario en el
que el mito de la Bella y la Bestia parece presentarse como una premisa irrecusable, una
62
dicotomía creadora de diferencia y alteridad que degrada invariablemente al cuerpo
híbrido o bestializado. Dichos cuerpos, en su mayoría extensiones de las aberraciones
contra natura fabricadas por el Dr. Moreau, tienen un espacio recurrente en la tradición
de lo terrorífico y en la expresión del siniestro freudiano a partir de circunstancias
familiares que se transforman en anómalas.
Situada en los límites de dichos parámetros estéticos, la literatura de horror de
Pilar Pedraza (1951) muestra una clara inclinación por el mundo de los cuerpos
bestializados y las criaturas que conviven con la cotidianidad y los espacios
aparentemente seguros. Un ejemplo de ello es el cuento de horror “Anfiteatro,” relato
incluido en el conjunto de narraciones insólitas Necrópolis (1985), en el que Pedraza
refiere la historia de un profesor universitario llamado Fabio Mur, quien “ha recibido una
inesperada invitación a participar en un simposio en la ciudad X” (13). Durante el
trayecto a dicha ciudad, Mur toma el tren en el andén equivocado y recala por accidente
en ciudad B, una pequeña población de provincia donde tendrá que pasar una noche para
poder retomar, al día siguiente, la ruta correcta hacia X.
“Anfiteatro,” al igual que otras obras de la narrativa de Pedraza, es un texto
contemporáneo de horror gótico. En él se implantan varias de las características
recurrentes del gótico romántico tradicional, como son: la atmósfera de misterio y
suspenso en un lugar apartado, las pasiones desenfrenadas y los amores enfermizos, una
heroína en apuros y un héroe guiado por impulsos sentimentales, entre otros. Dichos
elementos comunes, sin embargo, son transportados a un mundo menos distante que el de
los castillos descritos por autores como Horace Walpole (1717-1797) o Ann Radcliffe
(1764-1823) y enmarcados en una situación aparentemente inofensiva al ser el
63
protagonista un profesor universitario que, a falta de espacio en el único hotel de la
ciudad, decide alquilar por tan solo unas horas una habitación en la casona de una
anciana:
La casa era hermosa y antigua, amueblada con un gusto
excelente, pero acusaba señales de decadencia. Tenía la
suciedad elegante de las mansiones que no cuentan con la
servidumbre adecuada a su tamaño: polvo en las lámparas,
la plata opaca, la tapicería deslucida, los espejos
empañados, los techos ennegrecidos. A Mur todo aquello le
resultó gratísimo y se felicitó por haber ido a parar a un
lugar tan atractivo cuando ya lo daba todo por perdido.
(Pedraza 19)
Inicialmente, el profesor Mur solo planea dormir en casa de la anciana por una
noche, pero conforme pasan las horas, y cuando pierde el tren de la mañana que lo llevará
a su destino correcto, la estadía en casa de su anfitriona se prolonga por un rato más, el
tiempo necesario para que el profesor encuentre un sobre con su nombre en el cuarto que
alquila por segunda vez. La carta, firmada por una misteriosa persona que solamente se
hace llamar “Y,” guarda una petición que empieza a alterar los planes de Mur:
Es obvio que tiene cosas que hacer, ya que está aquí de
paso, pero mi situación es tan apurada que me atrevo a
pedirle que se quede. Unos días, querido amigo, sólo unos
días aquí y habrá hecho un bien infinito al mundo, o al
menos a mí, que formo parte de él. No le pediría esto si mi
situación no fuera verdaderamente angustiosa. Ahora no
puedo explicarle más: no está usted preparado. Pero un
poco más adelante, tal vez dentro de unas horas,
comprenderá lo insólito de mi caso y el beneficio que su
ayuda puede reportarme. (Pedraza 23)
La misiva de “Y,” que en un principio Mur toma como una broma sin
importancia, sumerge al profesor en la perplejidad cuando la hija de la criada de la casona
le pregunta si habrá respuesta, explicándole, al mismo tiempo, que alguien espera por una
contestación. Mur no logra sonsacarle a la niña quién es esa persona, pero finalmente la
64
curiosidad puede más que su desinterés. Después de responder la carta prometiendo
volver al finalizar el simposio y de recibir una segunda misiva de manos de la hija de la
criada: “…si decide quedarse, me veo en la obligación de advertirle que lo que le voy a
pedir es extraordinario y terrible” (31), escribe “Y,” Mur retrasa nuevamente sus planes
de partida y acepta ayudarla, pasando así de la elegancia de la casona a las ruinas de un
antiguo hospital:
Una escalera estrecha y muy empinada, de construcción
reciente, les condujo a un largo corredor quebrado, pintado
de blanco e iluminado con tubos de neón, que evocaba la
limpieza patética de las granjas y los sanatorios. En un
rincón, Mur vio argollas y cadenas de metal brillante,
grandes cubos de zinc y algo que pareció un aparato
ortopédico de caucho. No tardaron en hallarse ante una
puerta blindada, que la niña abrió sin dificultad, dando paso
a Mur a un ámbito oscuro y perfumado, muy diferente de lo
que dejaban atrás. (Pedraza 38)
Las ruinas del hospital, al igual que la zona de exclusión creada para Boy en El
obsceno pájaro de la noche, son un espacio prohibido y resemantizado con el fin de
ocultar a “Y.” El blindaje de la cámara protege el secreto de la dueña de la casona, un
secreto que no solamente simboliza el encarcelamiento de un cuerpo ininteligible sino
que también desvela la auténtica historia acerca de aquella hija muerta que Mur había
visto anteriormente en una pintura de la familia, una muchacha de ojos claros y ausentes
que “le recordaron los de un gato ensimismado en la contemplación de una presa
imaginaria” (29). Aquella muchacha de extraña belleza que Mur daba por fallecida se
encuentra en realidad encerrada en una zona de exclusión y busca, por medio de misivas
a un viajero desconocido, a un hombre que sea capaz de librarla para siempre de su
enfermedad:
65
Es preciso que me mate usted esta noche. Ahora. […] Mi
enfermedad es del cuerpo, no del alma, aunque afecta a
todo mi ser y pone en peligro la supervivencia de mi
espíritu. Mi cuerpo, Fabio, está cambiando. Desde pequeña
fui diferente, pero todos consideraban eso como una
especie de graciosa peculiaridad. Unos ojos poco comunes,
un talle demasiado flexible, la agilidad, el olor de la piel, el
cabello sedoso, el vello… Fui una niña rara y preciosa, y
una adolescente un poco siniestra. Después, todo fue en
aumento, y pronto el proceso se consumará
irreversiblemente y perderé mi auténtica naturaleza.
(Pedraza 40)
El monstruo de “Anfiteatro,” además de ser ininteligible y animalizado a la
manera de un felino, tiene la peculiaridad de interpretar su circunstancia como el
resultado de una patología, lo que lo convierte en un ser humano enfermo que se degrada
así mismo de forma simbólica y que, aparentemente, pierde también la naturaleza
primigenia de su especie (o al menos el ideal de una naturaleza virtuosa). Y es que, como
señalan Punter y Byron, “through difference, whether in appearance or behaviour,
monsters function to define and construct the politics of the ‘normal’. Located at the
margins of culture, they police the boundaries of the human, pointing to those lines that
must not be crossed” (263).
En el texto de Pedraza, el concepto de lo natural vuelve a ser equiparado entonces
al de normalidad. “Y,” una criatura patógena que se aleja de manera definitiva de aquella
adolescente que rondó alguna vez por los pasillos de la casa, cuestiona y repudia su
transformación tratando de hallar una solución al monstruo, utilizando para este fin la
tachadura absoluta de su peculiaridad física. Aunque la enfermedad de “Y” no es letal,
como sí sucede en el caso de las siamesas de “La doble y única mujer,” las
transformaciones han incitado en ella el aborrecimiento hacia su propio organismo. No
obstante, debido a que confía en la salvación de su alma y en la oportunidad de poder
66
formularle a Dios la pregunta del porqué de su mezcla impura, “Y” necesita que sea otro
ser humano –el profesor Fabio Mur– quien le ayude a quitarse la vida.
La resistencia de Mur a formar parte de este plan, sin embargo, y la
disconformidad con la salida que “Y” ha elegido para liquidar sus males, induce de
pronto a la criatura a mostrarse tal como es:
Bruscamente, se encendió una luz intensa, y Mur la vio
ante sí, tan bella y monstruosa, tan torturada, tan humana y
tan bestial que ni siquiera sintió repugnancia. Sólo un
estupor glacial y una ardiente compasión […] Los ojos de
oro, la piel sedosa, los colmillos, la esbeltez elegantísima,
el olor, dejaron de fluctuar entre una y otra naturaleza, y se
fijaron en una forma ya perfecta, sin rasgo alguno de
monstruosidad. La criatura saltó sobre Fabio Mur con un
movimiento fastuoso, al tiempo que la pistola se disparaba.
(Pedraza 42)
El final fatídico de ambos personajes nos habla de una síntesis de elementos
inarmónicos y armónicos que confieren a la criatura típicamente espantosa un supuesto
estadio de perfección, más allá del cuerpo monstruoso, pero cuyo final, a pesar de dicha
forma “perfecta,” continúa siendo el del monstruo estigmatizado y temido de la tradición
occidental. Lo cierto es que “Y” es una criatura maravillosa ante los ojos de Mur solo
cuando este siente compasión por ella; la voz narrativa, por el contrario, estabiliza al
híbrido indeseado al relacionarlo con un animal absoluto, un ser que, como las mariposas,
habría cumplido con su meta de desarrollo físico después de una difícil metamorfosis.
Esta legitimación identitaria, que podríamos describir como extradiegética, contrasta sin
embargo con el mundo ficticio y el final pavoroso del cuento de Pedraza. En el nivel
intradiegético, la no-monstruosidad de “Y” se convierte muy rápidamente en una
monstruosidad perturbadora y amenazante. Es el asombro ante lo extraño más que el
reconocimiento de la perfección el que gobierna al profesor Fabio Mur en sus últimos
67
minutos. Al lanzarse al ataque del académico, “Y” no subvierte precisamente su
monstruosidad sino que la culmina en un acto final de conmoción y desahogo. El
desenlace de la historia, al mismo tiempo, nos presenta a Fabio Mur como el hombre que
se ha negado a asesinar y a liberar a “Y” del caos que invade su organismo; la criatura
que se abalanza sobre el profesor universitario, en definitiva, quiebra así la ambigüedad
de su cuerpo cambiante para instalarse en su parte más animal, en la bestia monstruosa
que debe ser eliminada del relato a toda costa.
2. Wasabi, transformación y relativización de lo monstruoso
En tres textos posteriores a la publicación de Wasabi, la novela corta Shiki
Nagaoka: Una nariz de ficción (2001) de Mario Bellatin, el cuento “Película japonesa de
los años 60” (2006) de Jacinta Escudos y la novela Bestiaria vida (2008) de Cecilia
Eudave, el planteamiento de lo monstruoso, a diferencia de lo formulado en la obra de
Pauls, mantiene la calificación inarmónica que suele darse a los cuerpos desviados y
aberrantes al describir el aspecto físico de sus personajes centrales de esta manera:
Hay quienes dicen que el nacimiento de Nagaoka Shiki
presentó problemas debido a lo anormal de su nariz. Que
incluso la vida del niño peligró al prolongarse el
alumbramiento más allá de lo común. Asistieron a la madre
dos parteras, puesto que Nagaoka Shiki pertenecía a una
familia aristocrática. Cuando vieron al niño, las mujeres
discutieron sobre si aquella nariz no sería un castigo.
(Bellatin 11)
Ella se había defendido con agudos chillidos que iban
acompañados de un resoplido de mal aliento que le
desbarataba el estómago a todos los presentes. Sus
mandíbulas se abrían y cerraban emitiendo crujidos. Sus
antenas se movían de arriba abajo, y se alzaba sobre sus
patas traseras. El ejército estaba en estado de alerta
68
máxima, con tanques y fusilería, listo a abatir a la entidad
agresora en cualquier instante. (Escudos 31)
Cuando nací no lloré. Lancé sólo un leve quejido, luego
apreté las manos y los ojos […] Era una pequeña bola de
carne apretada y muda. El médico hizo un esfuerzo enorme
para separar los miembros mientras la enfermera me
envolvía en la sábana. Finalmente me llevaron con mi
madre. Ella sí lloró al verme, debió pensar que después de
ocho horas de parto merecía algo más que un caracol.
(Eudave 9)
Tanto en las citas de Bellatin como en las de Escudos y Eudave, lo monstruoso se
sugiere como una entidad amenazadora e incongruente, a la vez que como indicador de
extrañeza y malos augurios. A pesar de pertenecer a diferentes textos, las tres
descripciones comparten la otredad como significante (lo que es percibido a partir de los
sentidos) y al monstruo como significado (lo que se interpreta en concordancia con dicha
percepción). Esta relación lingüística, desde luego, no es infrecuente cuando se aborda la
monstruosidad, pues la larga tradición del monstruo en la ficción se ha encargado de
sellar un destino negativo –y con poca fortuna– para los cuerpos que se apartan de la
norma de belleza hegemónica debido a la heterodoxia física o la desproporción.
Es en esta coyuntura, tanto de antecesores como de sucesores, donde Wasabi se
diferencia de las representaciones tradicionales del cuerpo monstruoso a partir de sus
principios estéticos e ideológicos mutacionales. En la novela de Pauls, el personaje
central, un narrador argentino invitado a pasar dos meses en una residencia de escritores
en Francia, sufre apenas llegado a la comuna de Saint-Nazaire el brote y el crecimiento
inexplicable de un quiste muy peculiar en la base del cuello. De acuerdo con la
homeópata que lo ausculta, el quiste es solo una acumulación de grasa, pero para el
protagonista de la novela su textura ha empezado a sufrir alteraciones, de ser “una simple
69
lomita sobre la piel de la base de la nuca” (9), se ha hecho áspero, y la textura parece
haber adquirido una rugosidad de escama (10). Desde su llegada a Saint-Nazaire, además,
el narrador suele perder el conocimiento a cualquier hora del día, sin esclarecerse nunca
el origen ni la función de estos ataques narcolépticos:
No soñaba nada en particular. Dormía durante siete
minutos, sistemáticamente, en cualquier momento del día.
Más que sueños eran cortocircuitos, chispazos de ausencia
en los que parecía desembocar una súbita aceleración de la
vigilia. No podría decir que entraba ni que salía de ellos;
me asaltaban, imprevistos, como colapsos, y cuando el
hechizo dejaba de hacer efecto, todas mis facultades
reanudaban la marcha instantáneamente. (Pauls 17)
A lo largo de la novela, la desterritorialización del personaje central –el no lugar
en el que se convierte Francia– parece ser una de las causas principales de los males que
lo aquejan, no solo en la residencia de Saint-Nazaire, sino también en su posterior visita a
la ciudad de París. A esta conjetura, sin embargo, se debe añadir la condición de su viaje,
ese estado de “refugiado literario,” pues se trata de un autor hispanoamericano que
accede a una beca artística para escribir una novela en la conocida Maison des Écrivains
et des Traducteurs Étrangers (MEET), que es, además, la génesis auténtica del libro de
Pauls, quien escribió el borrador preliminar de Wasabi durante una estadía en la misma
residencia. 38 El protagonista de la novela, no obstante, está atravesando por un bloqueo
de escritor y se ve imposibilitado de cumplir con la condición de la beca, razón por la
cual el quiste –y su incontrolable mutación– se convierte en una de sus fijaciones
principales, obsesionándose, del mismo modo, con la idea de asesinar al artista y escritor
Pierre Klossowski (1905-2001), a quien admira y repudia de una manera insana y
fanática:
70
[…] visitaríamos a amigos, veríamos películas
norteamericanas en su idioma original, haríamos nuestra
pequeña gira por los museos, y yo aprovecharía para tratar
de conseguir una entrevista con Klossowski. (Sospechaba
que la idea de ser entrevistado por un escritor argentino le
resultaría lo suficientemente exótica para no rechazarla;
una vez en su casa, después del café y de vagos
preliminares periodísticos, cuando Klossowski se levantara
para mostrarme una de sus últimas telas, lo mataría por la
espalda.) (Pauls 50)
Todos los elementos que se conjugan en la historia (mutación, enfermedad,
obsesión, estremecimiento homicida) revelan un estado de crisis existencial en el
protagonista y lo insertan, a la misma vez, dentro de un marco de atipicidad, 39
anormalidad y ex-centricidad, 40 no solo en lo pertinente a la trama argumental del libro,
sino también en lo que se refiere a la función de cierto tipo de escritor –lo que críticos
como Ángel Rama y Hugo Achugar han llamado en su momento el escritor “raro”, el
atípico–. Wasabi, de cierta manera, representa el rol atípico de ciertos novelistas frente a
las tensiones provocadas por una coyuntura de mercado que prefabrica y homogeniza
productos culturales. Recordemos, por ejemplo, que el protagonista de Wasabi no solo
debe escribir un texto en dos meses como parte de la beca de residencia, una escritura
definida por encargo, sino que está obligado a cumplir con diversas actividades
editoriales a partir de lo que su agente-editor, Bouthemy, le sugiere y propone durante su
estadía en Francia.
Como indica Mª del Pilar Lozano Mijares en sus estudios sobre la novela
posmoderna:
En la era de la cultura de masas, en la que el concepto
tradicional de cultura ha sido sustituido por el de industria
cultural, la democratización de la cultura ha provocado la
ruptura de jerarquías y la crisis del concepto clásico de
literatura. Ahora es un sector industrial el que impone un
71
gusto, pero ya orientado hacia el público, que sufre esta
orientación –o manipulación– sin ser consciente de ello.
(192)
En el caso de Wasabi, el artista-escritor, encasillado y descentrado, como hemos
indicado con anterioridad, es quien percibe “la crisis del concepto clásico de literatura,”
que podríamos definir mejor como el cambio de paradigma estético y discursivo que
aparece con el fin de las utopías de la Modernidad. Sin embargo, lo peculiar de Wasabi es
que además de representar aquel paso de un dominante epistemológico a uno ontológico
(la manera en que McHale explica la novela posmoderna), el texto de Alan Pauls, a partir
de su tono lúdico y sus principios mutacionales, parece cuestionar no solamente los
grandes fines del arte decimonónico y sus metarelatos sino también la manera en que la
producción literaria actual (ya sea de alta o de baja cultura), y el libro como objeto de
consumo, han atontado (enfermado en el caso de Wasabi) al lector y al novelista a partir
de la masificación de la literatura y la banalización del concepto de creación. 41 En
Wasabi, el artista-narrador no es un creador utópico, se trata, más bien, de un atípico que
desde su mutación y descentramiento critica diversos mundos posibles de representación,
incluso el mundo literario en el que participa. Este personaje, al mismo tiempo, no tiene
un aura ni verdades trascendentes, ni vive solamente dentro de una lógica posmoderna; va
un paso más allá gracias a la ganancia de función y la línea de fuga, pues se hace líquido
a través del cuerpo mutante, convirtiéndose de forma instintiva en un organismo
disensual.
Es mediante este acto de disenso que el mundo se le revela –introspectivamente–
como un espacio desaborido, falto de sustancia:
El transcurso del tiempo no era más que una obstinada
voluntad de dividir; el resultado, como es previsible, iba
72
creciendo progresivamente. ¿Llegaría alguna vez a cero?
Esa esperanza fue la última en abandonarme. El mundo, en
efecto, es infinitamente divisible; tiende a cero, pero la
cifra ínfima a la que esas divisiones lo acercan refleja
menos un decrecimiento que una depuración, como si del
otro lado de tanta resta no acechara el vacío sino la falta
absoluta de estilo: el infierno desnudo. (Pauls 83)
Frente a las escisiones y las restricciones temporales, el narrador parece somatizar
su intranquilidad e incertidumbre en la base del cuello, lugar donde se inicia la
macromutación que transformará el quiste en un espolón puntiagudo y áspero. Esta
variación morfológica, desde luego, es padecida por él, afectado por los cambios que le
agobian, sin embargo, la mutación no parece inquietar al resto de personajes (entre ellos
su esposa Tellas, el editor Bouthemy y varios amigos), obviando, de esta manera, la
tradicional observación externa que estigmatiza y rechaza a los cuerpos inarmónicos:
Había empezado a caminar encorvado. No sentía ningún
dolor, ni siquiera las molestias benévolas del crecimiento,
pero lentamente mi cabeza iba doblándose bajo el peso de
esa espada ósea, como si temiera que cualquier roce casual
me lastimara la pared derecha del cuello. Iba por la calle,
cabizbajo, con el cuello estirado como una tortuga. Por las
noches, cuando me abandonaba al cansancio, encajaba una
almohada en el espacio abierto entre la nuca y el espolón y
el sueño me invadía como un vapor olvidadizo. “Mi
perchero, mi querido perchero”, me decía Tellas al
desnudarse, frunciendo la boca y colgando un corpiño en el
espolón. Cuando repitió la ocurrencia con un sombrero
delante de uno de sus amigos, un pintor atrincherado en su
taller de suburbios, Tellas tuvo un ataque de risa y se
atragantó con las almendras que nuestro anfitrión acababa
de servirnos. El sombrero oscilaba como un péndulo sobre
mi espalda, apenas sostenido por ese gancho que crecía,
imperceptiblemente, a cada segundo. (Pauls 54)
El monstruo tradicional, o la anatomía repulsiva, carecen de espacio en esta
narrativa de la extrañeza, y se disipan desde el punto de vista del observador externo pues
en la novela no existe un aparato de control normativo que construya diferencias
73
valoradas a partir de un consenso de belleza hegemónica. Wasabi, no obstante, plantea un
ser ambiguo, un organismo prometedor que sufre macromutaciones que no parecen
importarle a nadie más que al protagonista (quien ya no cree ni en las utopías ni en los
sueños de la sociedad de consumo) y que licuifica, al mismo tiempo, el valor simbólico
del cuerpo monstruoso de la tradición occidental/hispánica. De esta manera, la novela
abre paso a lo cambiante y a la potencia de variación, estrategias que se convierten en
síntomas de circunstancias histórico-culturales y filosófico-estéticas: (i) la trascendencia
del mutante como una expresión líquida; (ii) la macromutación corporal vista no como
una aberración siniestra sino como una posibilidad de cambio y adaptación ante la
incertidumbre; y (iii) los peligros de la vida contemporánea, ese flujo que, como señala
Bauman, se escapa por las grietas: “liquid life flows or plods from one challenge to
another and from one episode to another, and the familiar habit of challenges and
episodes is that they tend to be short-lived” (Liquid Fear 7).
Esta dinámica de flujo, consolidada a partir del malestar del protagonista y la
ganancia de función proveniente del quiste, hace del monstruo de antaño un concepto
vacío en la narración de Pauls, y del mutante, sin estigma en este caso específico, un ser
disensual con una permanente potencia de variación. Dicho potencial, sin embargo, se
asume desde una situación de enfermedad y crisis, así como de colapso esquizofrénico
momentáneo (la frecuente alusión a consumar el asesinato de Klossowski es el rasgo más
evidente de trastorno mental), 42 que determina que la mirada que describe y clasifica a
los “otros” ya no parta del público espectador o del hombre de ciencia, sino que nazca
desde la percepción del propio individuo, que sea su propia internalización de las
74
circunstancias –ese mundo extraño acorde a su atipicidad– la que desestabilice la noción
tradicional de lo monstruoso y permita una apertura hacia el campo de lo mutante.
Como indica Lozano Mijares, la posmodernidad “convierte la vida humana en una
serie sincrónica de partidas mortales que siempre se juegan contra alguien” (187). En
Wasabi, ese juego mortal ataca al propio protagonista, que debe refugiarse en la
enfermedad y la mutación. El hombre enfermo, en este caso, y no uno saludable, da paso
al nuevo ser, acercándose a lo propuesto Emil Cioran en La caída en el tiempo:
Cualesquiera que sean sus méritos, un hombre saludable
decepciona siempre. Imposible acordarle crédito a sus
dichos, imposible ver en ellos más que pretextos o
acrobacias. No posee la experiencia de lo terrible que es la
única que le confiere un cierto espesor a nuestros actos; y
tampoco posee la imaginación de la desgracia sin la cual
nadie podría comunicarse con esos seres separados que son
los enfermos. También es cierto que si la poseyera, dejaría
de ser saludable. No teniendo nada que transmitir, neutro
hasta la abdicación, se hunde en la salud, estado de
perfección insignificante, de impermeabilidad a la muerte y
a todo lo demás, de falta de atención hacia sí mismo y hacia
el mundo. Mientras sea un hombre sano se parecerá a los
objetos; en cuanto deje de estarlo, se abrirá a todo y todo lo
sabrá: omnisciencia del temor. (93)
Es justamente “la experiencia de lo terrible,” a través de la transformación del
quiste en el cuello –sumada a la desterritorialización del personaje, los ataques
narcolépsicos y el delirio–, la que le dará al protagonista de Wasabi una nueva percepción
del mundo hacia el final del texto, cuando en una escena similar a las que suele entregar
un filme de David Cronenberg, el espolón sea utilizado como un objeto fálico por una
prostituta, y el protagonista, en esa inefable circunstancia, acepte su nuevo rol en el
mundo, asimilando la noticia del embarazo de su mujer y la paternidad que se avecina. La
imagen del futuro hijo del narrador dará pie a la especulación acerca de un porvenir
75
dichoso, o al menos acerca de uno no tan lúgubre como el de la narración previa: fin de
una etapa y comienzo de otra. Hacia el final de la novela, asimismo, el quiste ha llegado
al clímax de su deformidad, se advierte como una aberración ósea que la prostituta ocupa
con entusiasmo y paroxismo:
La vi bajar sobre mí (una nave sorprendida en pleno
aterrizaje vertical) y contener la respiración y detenerse en
el punto exacto en que el umbral de su vulva rozaba el
extremo del arpón. Después, como si por fin se hiciera eco
de la orden que le impartían sus estremecimientos, la
mujer, exhalando un largo suspiro, se sentó sobre mí con
una lentitud exasperante y regocijada, ensartándose en el
hueso hasta el fondo, hasta que la piel fría de sus nalgas
descansó sobre mi espalda. Permaneció inmóvil unos
instantes, concentrada en una especie de rígida incubación,
y luego, impulsándose con las piernas, inició un rápido
ascenso que volvió a suspenderla en la cresta del fósil.
(Pauls 152)
Esta nueva percepción del mundo y de su existencia, que culmina con el orgasmo
y el empalamiento simbólico de la prostituta, no es posible, no obstante, desde la
categoría fija de la monstruosidad sino solamente desde la fluidez y liquidez de la
mutación, que por otro lado es una condición nacida a partir de los trastornos que el
protagonista sufre a su llegada a la residencia de Saint-Nazaire. De acuerdo con Cioran,
la enfermedad, por ser un factor desequilibrante, “desentumece, fustiga y aporta un
elemento de tensión y de conflicto” (96). El escritor desterritorializado de Wasabi,
ciertamente, encuentra un camino de supervivencia en la modernidad líquida por medio
de la mutación morfológica que sufre a causa de sus “males contemporáneos” (la
obligación con el mercado del libro, el intercambio presuroso de bienes culturales, las
estructuras que mercantilizan al autor atípico, etc.). La enfermedad y la mutación, en este
76
caso, vienen a ser un lenguaje, como señala Susan Sontag, “a form of self-expression,”
que a la vez que revela también descifra una incógnita sobre los enfermos (44-45).
Al enfermarse y proseguir hacia la mutación, el protagonista de Wasabi inicia
aquel desciframiento, encuentra la manera de sobrevivir al miedo y la incertidumbre en
un mundo donde, de acuerdo con Bauman, “the incomprehensible has become routine”
(Liquid Fear 14), y donde también:
The feeling of impotence –that most frightening impact of
fear– resides however not in the perceived or guessed
threats as such, but in the vast yet abominably poorly
furnished space stretching between the threats from which
fears emanate and our responses. (20)
Wasabi, de esta manera, no se configura como una narración sobre la
monstruosidad per se, sino como un texto que utiliza la figura del cuerpo mutante para
acercarse a aquella modernidad que Bauman ha conceptualizado como líquida e
incomprensible. La respuesta de Pauls a dicha coyuntura es un cuerpo capaz de
transformarse y de licuarse a sí mismo (una ganancia de función y un nuevo
agenciamiento), que relativiza, como ya hemos señalado, la imagen insalubre y negativa
del monstruo tradicional. El miedo a la lógica del capitalismo avanzado, por cierto –una
fuerza que intimida con frecuencia al personaje central de Wasabi– provoca un cambio
físico extraordinario en el cuerpo del protagonista. Al enfermarse y escapar de sus
responsabilidades, el narrador materializa su crisis en el quiste, y produce, a la misma
vez, un nuevo cuerpo que es macromutación y testimonio reunidos: un “cuerpo-texto,”
línea de fuga, que expresa desde su inestabilidad el lenguaje de la variación.
La variación en Wasabi, sin embargo, se presenta también a nivel genérico al ser
el texto de Alan Pauls una adaptación contemporánea (un mutante, si se quiere) de la
77
novela de artista tradicional. Aunque Wasabi mantiene elementos esenciales de dicho
género, como son las confesiones e introspecciones psicológicas, el análisis cultural y las
digresiones sobre el mundo de la creatividad y el arte (Varsamopoulou xiii), el texto se
hace atípico al desarticular la figura del artista-escritor que el Künstlerroman de finales
del siglo XVIII y principios del XIX ensalzaba. La principal diferencia se halla en lo que
Lozano Mijares denomina “entidades coherentes,” (164) es decir, en el fin del
individualismo como discurso y utopía artística.
El Künstlerroman tradicional aboga no solo por un personaje de ficción al que se
le han delegado metas gloriosas, sino también por un héroe que es capaz de logar hazañas
a partir del uso de su talento, ya sea en el campo de la pintura, la escultura o la literatura.
Así, el creador en las novelas de artista es celebrado y convertido en una entidad
coherente, en un metarelato del arte y en uno de los principios modernos para ordenar el
caos del mundo real. Aun en sus vertientes “malditas” o “decadentes,” el sujeto del
Künstlerroman adquiere glorificación y genialidad a través del rol divino que el
Romanticismo le ha obsequiado, y es típico de estos textos que el artista-protagonista sea
nombrado, pues la especificidad de su talento, en cierto modo, radica en la personalidad
de su nombre.
Como apunta George Ross Ridge en The Hero in French Decadent Literature, el
artista moderno “is self-conscious unique; he knows that he is different from and does not
belong to the herd” (6). Esta noción –ese saberse distinto– hace del héroe de la novela de
artista tradicional un sujeto que privilegia su aislamiento y genialidad innatas, que puede
retirarse y oponerse a la burguesía (como los Baudelaire, los Mallarmé o los Darío en la
78
vida diaria), pero que al mismo tiempo tiene una misión artística trascendental, un
servicio que va de la mano con su condición de metarelato y entidad coherente.
El sujeto en la novela posmoderna, en cambio:
ya no se considera una entidad coherente, generadora de
sentido; su percepción de la realidad y la fantasía no se
articula en oposiciones binarias totales, sino en un juego
inestable de coexistencia que termina con la superposición
de ambas […] La concepción de vida personal en tanto que
relato unitario poseedor de continuidad, constancia y
cohesión, es decir, todo aquello que produce una
confortable sensación de seguridad en el sujeto modernista,
ha desaparecido. (Lozano Mijares 164)
El protagonista de Alan Pauls, en contraste con el archivo del Künstlerroman, es
un individuo desestabilizado y en mutación que desjerarquiza al artista-héroe tradicional
al carecer de una entidad coherente (recordemos que para el narrador de Wasabi el
mundo es “un infierno desnudo,” “falto de estilo”). Su relato no insiste en la formación
de un nombre ni en el desarrollo de una gran sensibilidad literaria, ni mucho menos en su
genialidad y autoridad, sino que representa la licuefacción episódica de un escritor “raro”
que se ve forzado a crear –a causa de la beca de residencia y las presiones de su editor–
bajo condiciones ético-económicas de mercado que alteran su estado emocional y sus
interacciones personales, al punto de mutar su cuerpo en pos de superar aquella pérdida
de sentido del mundo.
A pesar de que durante gran parte de la narración el protagonista vive una crisis
existencial –y que el bloqueo de escritor implica, a la vez, un fracaso artístico– el
personaje de Pauls se adapta a partir de la enfermedad y la macromutación del quiste y
logra vislumbrar un futuro auspicioso; es atípico, cierto, pero a diferencia de los
protagonistas tradicionales del Künstlerroman, este no se inscribe como un individuo
79
enteramente marginal a su entorno, ya que ni su capacidad artística ni su deformación son
objetadas por el discurso de la novela. La atipicidad y la ex-centricidad del personaje de
Pauls, en cambio, se relacionan con la forma en que el texto relativiza lo tradicionalmente
monstruoso hasta convertirlo en prometedor y mutante –en una ganancia de función que
implica un nuevo agenciamiento somático–, y la rareza del escritor de la novela,
empujada por la desterritorialización y las tensiones de la modernidad líquida, se conjuga
con la enfermedad y el desequilibrio que en la línea de pensamiento de Cioran son
necesarios para saberse y reconocerse. 43
El desenlace de Wasabi, de la misma forma, con esa mirada colocada en el bebé
no nacido como una metáfora de resurgimiento, habla del poder de variabilidad de la
mutación (la eliminación del macromutante como una entidad negativa e inarmónica) y
no precisamente del fracaso del protagonista de la novela, pues se trataría de un proceso
de ganancia de función que da origen a expresiones novedosas y a un nuevo sentir de la
realidad objetiva. De este modo, el autor-mutante de Wasabi, disensual y paradigmático
en cuanto a la tradición monstruosa y el catálogo de anatomías aberrantes que lo precede
y lo sucede, despliega posibilidades de adaptación (así como de emancipación) que le
permiten adecuarse a través del cambio morfológico a las circunstancias e inseguridades
que le rodean en el marco de la modernidad líquida.
Bauman nos dice que la emancipación: “[…] aims at ‘the development of
autonomous, independent individuals who judge and decide consciously for themselves,’
it is up against the awesome resistance of ‘culture industry’; but also against the pressure
of that multitude whose cravings that industry promises to gratify” (Liquid Fear 172). Si
tenemos en cuenta que el autor-mutante de Wasabi nace de la licuefacción y que se
80
moviliza por medio de cambios morfológicos y principios mutacionales para evitar a la
industria cultural-literaria, nos hallamos entonces ante un paradigma que propone nuevos
significados y relaciones con lo sensible. La macromutación, en este caso, no se presenta
como una anomalía negativizada (ya sea una criatura de origen híbrido, una formulación
pseudocientífica o el monstruo social que construyen los discursos hegemónicos), sino
como una construcción prometedora, una línea de fuga que actúa y que participa desde el
nivel molecular. A partir de dicha variación, el protagonista de Wasabi, atípico a la vez
que líquido, se convierte en un cuerpo en disenso que reemplaza el sentido negativo de la
monstruosidad por una estrategia de heteromorfismo continuo, un potencial de cambio
que, en esta novela, convierte al sujeto mutante en una categoría virtuosa.
Chapter 2: Mutación inducida: promesas de la biotecnología en Brian The Brain de
Miguel Ángel Martín
La ingeniería genética (o tecnología del ADN recombinante) se define como la
observación y manipulación de los genes de organismos vivos para mejorar la vida de los
seres humanos (Soberón Mainero, “La ingeniería genética y la nueva biotecnología”). Al
mismo tiempo, The Biotechnology Institute de la ciudad de Arlignton, en el estado de
Virginia, EE.UU., describe la biotecnología como “the use of biological processes to
solve problems or make useful products” (“Biotechnology Glossary”), resaltando las
importantes aplicaciones de esta ciencia en la obtención de proteínas, vacunas o
anticuerpos, así como en la producción de vegetales y animales transgénicos. 44
Como indica Soberón Mainero, la ingeniería genética y la biotecnología han
estado presentes en la vida de los seres humanos desde tiempos remotos:
Muchas veces por accidente, y otras con gran ingenio y
acuciosidad, se han ido descubriendo maneras de obtener
mejoras en las variedades animales y vegetales que utilizan
las diversas culturas, así como en los procedimientos que
emplean para servirse de ellas. Las revoluciones agrícolas,
la domesticación de los animales y la producción de vino,
cerveza, queso y yogurt, no son más que diversas
manifestaciones de la biotecnología. Lo que podemos
llamar la “nueva biotecnología” o biotecnología moderna,
es la que se sirve de las técnicas de ADN recombinante
para realizar la mejora de los seres vivos, con miras a su
utilización. (“La ingeniería genética y la nueva
biotecnología”)
El discurso oficial de la ingeniería genética, sin duda, es el del beneficio social a
través de los avances científicos (un discurso que aún hoy en día no deja de relacionarse
con aquel aliento positivista del progreso comtiano). 45 Bajo esta premisa, la humanidad,
creadora y portadora de tecnologías, tiene la facilidad de favorecerse (y de prometerse un
81
82
futuro próspero) a partir de la manipulación de organismos vivos que produzcan, por
ejemplo, curas para enfermedades sin remedio o alimentos perfeccionados para el
consumo de millones de personas.
Dentro de este régimen genético de la corrección, el verbo “mejorar,” con un
valor semántico revitalizado, se inscribe y se normaliza en el discurso biotecnológico
como un vocablo especialmente construido para lograr alcances y trascendencias
universales. De esta manera, los vegetales y animales transgénicos, así como las llamadas
“granjas moleculares,” 46 se convierten en una realidad que no solamente puede constituir
una fuente de alimento sino también un recurso para la experimentación científica y la
investigación.
Si bien el debate sobre la ingeniería genética y sus consecuencias suscita siempre
algún tipo de reserva cuando se amplía al campo de la posible creación de seres humanos
transgénicos (o incluso de organismos monstruosos como roedores o simios modificados
para la investigación), es innegable que el mundo en el que vivimos ha oficializado en las
últimas décadas la licuefacción de los límites naturales de las especies para abrigar, tanto
en el imaginario popular como en el espacio del laboratorio, las aspiraciones y los
anhelos que la tecnología del ADN recombinante brinda a través de la selección
artificial. 47
Tal como menciona Stephen T. Asma:
We now live in an unprecedented technological era that
allows us to engineer many more boundary crossings than
we ever imagined. Darwin has bequeathed a world of
graded continua between kinds, rather than fixed and
permanent essences. And biotechnology has given us the
tools to move creatures around on these continua. (269)
83
La movilidad que nos permite la ingeniería genética en relación a la continuidad
de las especies tiene, desde luego, más de una arista, sobre todo cuando el miedo, como
menciona Zygmunt Bauman, “is arguably the most sinister of the many demons that nest
in the open societies of our time” (Liquid Fear 128).
Por un lado, esta movilidad implica una promesa de desarrollo que hasta el
momento se centra, por ejemplo, en la proliferación de vegetales modificados para resistir
pesticidas y el embate del tiempo (plantas que elaboran insecticidas “naturales”) o en
animales capaces de producir secreciones nutritivas con valores proteicos
predeterminados (cabras o vacas transgénicas); por otro lado, la biotecnología abre un
serio debate sobre las consecuencias morales y éticas de lo que significa la “mejora” del
ser humano y otros organismos vivos, una preocupación cimentada en el miedo a posibles
prácticas autoritarias y discriminatorias (ya sean gubernamentales o empresariales) que se
basen en el uso de la tecnología del ADN recombinante (un miedo que, valga la mención,
tiene en el recuerdo de los experimentos con seres humanos del Tercer Reich y del
Ejército Imperial Japonés su principal método de desarticulación de ideas).
Tal como mencionan Marita Sturken y Douglas Thomas en Technological Visions
(2004) respecto al significado social de “lo nuevo”:
A so-called new technology is the object of fascination,
hyperbole, and concern. It is almost inevitably a field onto
which a broad array of hopes and fears is projected and
envisioned as a potential solution to, or possible problem
for, the world at large. Technological development is one
of the primary sites through which we can chart the desires
and concerns of a given social context and the
preoccupations of particular moments in history. (1)
Esta doble visión acerca de lo nuevo, aquel gran espacio ideológico y retórico
donde también deambula la novedad genética, es desde luego una constante tanto en la
84
argumentación académica como en el imaginario popular de nuestras sociedades, pues a
través de distintas visiones sobre lo nuevo tecnológico, el ser humano es capaz de
construir relatos de supervivencia, estabilidad o incluso catástrofe.
Concentrándonos por un momento en este último punto, no puede negarse que la
humanidad ha recibido diversos beneficios de campos como el de la biotecnología y del
ADN recombinante. Hoy más que nunca tanto la artificialidad como la técnica científica
han logrado un nicho en nuestras actividades diarias, desjerarquizando, con un concepto
tan sencillo y vulgar como el de una canasta de frutas sin semilla en el centro de un
supermercado, la idea de que la naturaleza es intocable o que está restringida solamente a
ciclos ordinarios de reproducción y crecimiento. Lo modificable y lo alterable, a pesar de
la constante retórica del fantasma en la máquina, hallan un espacio en el circuito
contemporáneo de ideas gracias a métodos de producción biotecnológicos que, como
apunta Lianne McTavish, nos incitan a cuestionar de manera voluntaria “established
ways of thinking about life” (31).
De acuerdo con la propia McTavish, la recepción de la biotecnología por parte del
público no científico se inscribe en la ambivalencia de lógicas utópicas y distópicas, y
ambas argumentaciones, parodiadas o dramatizadas, conforman las representaciones
populares de la ingeniería genética tanto en la investigación periodística como en la
ficción:
[…] promised improvements to the human condition are
regularly discussed in the media, often accompanied by
optimistic predictions of a future in which stem cells –
unspecialized cells which are the building blocks for every
organ and tissue in the human body– are harvested and
engineered to grow replacement parts. This utopian vision
is matched, and in many cases overwhelmed, by a
dystopian one in which scientists bioengineer monsters that
85
ultimately destroy humanity, or manufacture reproductive
technologies that support genetic discrimination. (31)
Aunque, según los expertos, muchas de las imputaciones que surgen en torno a la
manipulación genética son por el momento imposibles, el lado oscuro de la biotecnología
suele focalizarse en sus promesas benéficas y en la inseguridad que causan dichos
ofrecimientos. “Uncertainty,” como señala Bauman, “means fear. No wonder we dream,
time and again, of a world with no accidents. A regular world. A predictable world”
(Liquid Times 95-96).
Es el miedo a lo que “probablemente vendrá” (conectado al caos y al proceso de
deshumanización de nuestra especie) el que produce un sentimiento de incertidumbre
generalizado que critica lo que se halla en potencia, aquellos espacios que la ingeniería
genética, aun en su estado actual, es capaz de soñar o empezar a teorizar: un mundo que
no sea previsible. Ya que a pesar de las restricciones y de los principios establecidos en
simposios como la célebre Conferencia de Asilomar de 1975, 48 “within [the]
biomedicalized framework,” como señala McTavish, “the entire human body, and indeed
life itself, is understood to be open and available for reconfiguration” (32). Esta
posibilidad de apertura y de reconfiguración es justamente la que provoca el rechazo de la
investigación genética por parte de las organizaciones biotecnófabas del mundo, la misma
circunstancia, además, que impulsa de manera cada vez más frecuente el debate
intelectual acerca de los contenidos favorables y desfavorables de la ciencia;
representándola, por momentos, como si fuera una entidad infecciosa a punto de
multiplicarse, ya que como indican Sturken y Thomas: “idealistic concepts of technology
are always accompained by the anxiety that they will also promote some kind of loss of
connectivity, of intimacy, of desire, of authenticity in some way” (4).
86
A pesar del ordenado discurso científico al que se nos tiene acostumbrados, en el
marco del posmodernismo, la cara más escéptica y curiosa de la Modernidad, toda
construcción social atrae sospechas y conjeturas (Calinescu 279). En este sentido, la
ingeniería genética, un sistema creado y pensado para el desarrollo de correcciones y
mejoras biológicas, no sería una excepción a dicha postura analítica, dando espacio, a la
misma vez, a una interpretación como la que Jürgen Habermas propone en The Future of
Human Nature (2003):
The advance of the biological sciences and development of
biotechnologies at the threshold of the new century do not
just expand familiar possibilities of action, they enable a
new type of intervention. What hitherto was “given” as
organic nature, and could at most be “bred,” shifts to the
realm of artifacts and their production. To the degree that
even the human organism is drawn into this sphere of
intervention, Helmuth Plessner’s phenomenological
distinction between “being a body” and “having a body”
becomes surprisingly current: the boundary between the
nature that we “are” and the organic endowments we
“give” to ourselves disappears. (12)
La palabra clave en el análisis de Habermas, sin lugar a dudas, es el término
intervención. Una “nueva forma de intervención,” como él distingue, abre caminos nunca
antes transitados y experiencias inducidas en el laboratorio que convierten a los
organismos vivientes en artefactos –ingenios manipulables dictados por la
reconfiguración genética–, que así como pueden ser producidos y reproducidos, pueden
también, con el tiempo y los avances biotecnológicos, alcanzar el estadio de simulacros
corporales, momento en el cual se perdería la esencia de la naturaleza humana y se
iniciaría una era en la que los sujetos no nacen, si no que se hacen, donde los seres
fabricados por la ciencia ocupan el mismo espacio que las personas no intervenidas y
donde lo humano –ese concepto diferenciador que por siglos ha jerarquizado y elevado a
87
una especie entre otras especies– vendría a tener una relación sinonímica con lo
artificialmente alterado y con la pérdida de autenticidad.
Para Habermas, justamente, el juicio ético que debe responder a la intervención
genética es el de la prevención. Hay un miedo inherente en su discurso, una duda basada
en la cautela ante una ciencia que, en su camino hacia el bienestar humano, induce
cambios que a la larga se hacen imposibles de controlar:
The more ruthless the intrusion into the makeup of the
human genome becomes, the more inextricably the clinical
mode of treatment is assimilated to the biotechnological
mode of intervention, blurring the intuitive distinction
between the grown and the made, the subjective and the
objective. (47)
Esta borrosa distinción entre organismos “crecidos” y organismos “hechos”
ocasiona un colapso de los conceptos de naturaleza y pureza humanas, y no solo invoca el
miedo hacia el error genético, sino también hacia la ciencia misma como generadora de
monstruosidad, ese sistema de posibilidades biotecnológicas que en el espacio del
laboratorio induce a la fabricación de nuevos cuerpos y nuevas variantes de la especie
humana. El mundo contemporáneo, en este sentido, tiende a licuificar las antiguas utopías
sociales cimentadas en lo previsible, como apunta Bauman, y a trastocar constantemente
“[an] image of ideal harmony” (Liquid Times 99).
Es precisamente en este marco de manipulación e intrusión donde las mutaciones
inducidas (alteraciones realizadas por encima del nivel natural de los organismos vivos)
se diferencian de las mutaciones espontáneas representadas en novelas como Wasabi por
la exposición a agentes químicos, biológicos o a radiaciones, sobre todo en el ambiente
controlado del laboratorio científico, un locus que la ficción occidental ha sabido explotar
habitualmente como un espacio fijado para el terror y la ruptura de los límites naturales,
88
pero que hoy en día, como apunta Nikolas Rose, se ha convertido en una fábrica “for the
creation of new forms of molecular life. And in doing so, it is fabricating a new way of
understanding life itself” (13). La mutación inducida, de este modo, se convierte en una
promesa que va más allá del “pacto natural” de los cuerpos, un ofrecimiento determinado
por la molecularización de la vida contemporánea.
Ya hemos visto, sin embargo, que la ingeniería genética y la biotecnología actual
pueden observarse desde puntos de vista antagónicos, ya sea desde el discurso
conciliador y progresista de la ciencia o desde la preocupación y la crítica filosófica que
actúa con cautela y escepticismo ante sus novedades. La combinación de ambos puntos
de vista, desde luego, suele ser una representación común en muestras de ficción
contemporáneas, sobre todo en aquellas que se inscriben dentro de una tradición de
horror científico 49 que se inaugura históricamente en Europa a partir de la mecanización
industrial de finales del siglo XVIII y las transformaciones socioeconómicas,
tecnológicas y culturales que a principios del siglo XIX ya son palpables en las nuevas
sociedades industrializadas del Viejo Continente (principalmente en países como
Alemania, Francia e Inglaterra).
Ciertamente, la ficción de corte científico, a diferencia de las narraciones
dedicadas a la magia antigua y a la alquimia medieval, tiene como pilares discursivos el
poder de la nueva ciencia y sus ideales de invención, 50 fuentes que se alejan
paulatinamente de imaginarios basados solamente en el ocultismo, el espiritualismo o el
misticismo como gérmenes para la creación de universos ficcionales. En una época en la
que las influencias esotéricas y divinas empezaban a perder preeminencia dentro del
orden simbólico occidental, las explicaciones y las prácticas de las ciencias
89
experimentales modernas (en algunos casos aún pecando de protocientíficas) se
convirtieron en tópicos literarios significativos que modificaron antiguos imaginarios
cimentados tanto en mundos supernaturales como preternaturales. Así, la novedad y la
curiosidad científica presentes en la obra de autores tan heterogéneos como E. T. A.
Hoffmann (1776-1822), Edgar Allan Poe (1809-1849) o Jules Verne (1828-1905), hacen
del objeto tecnológico –la máquina y el mecanismo modernos– y de los nuevos
intelectuales que empiezan a ser llamados científicos u hombres de ciencia, elementos
representativos de textos que hacia mediados del siglo XIX implican una asimilación
gradual de los cambios socioculturales que trajo consigo la Revolución Industrial
empezada unas cuantas décadas antes. Asimismo, la imagen del “motor humano” del
progreso, como señala Anson Rabinbach, fue fundamental para desplazar la antigua
concepción del animal-máquina formulada por Descartes: aquel ser humano creado por
Dios, capaz de razonar y de hablar, pero jamás rivalizado por sus inventos (1-2). Al
desarticular uno de los elementos fundamentales del pensamiento cartesiano y revalorar
el papel de las herramientas y la energía mecánica (algo que para Marx degenerará en
plusvalores y plusproductos), se hace posible conciliar “the movements of the body with
those of the industrial machine” (2), creando un paradigma de complementos humanotecnológicos que aún hoy en día, tanto en el discurso oficial de las naciones avanzadas
como en el de las emergentes, tiene gran relevancia y aceptación.
En esta coyuntura de transformaciones industriales y filosóficas, el monstruo del
horror científico cumple un rol similar al de los organismos “hechos” que Habermas
observa con reserva y discreción en sus meditaciones sobre la biotecnología; se trata,
coincidentemente, de un ser que también ha sido creado a partir de la intervención de los
90
ciclos naturales o de la explotación del artificio, un cuerpo que, con frecuencia y con
cierto halo profético, nos advierte de los peligros de la ciencia experimental cuando esta
es confrontada con seres humanos u otros organismos vivos “mejorables.” Dentro de
dicha tradición literaria es emblemática, igualmente, la concepción negativa que recae
sobre los cuerpos alterados –tradicionalmente conocidos como monstruos de la ciencia–
. 51 En el archivo de la ficción occidental, estos personajes son construcciones culturales
que suelen asociarse a la contaminación, la malignidad o a un cuerpo intervenido o
fabricado que se ajusta a aquella normativa monstruosa que para Jeffrey Jerome Cohen
“literally incorporates fear, desire, anxiety, and fantasy” (4).
El uso temático de la ciencia en la ficción sin duda trae consigo transgresiones,
cambios radicales y generalmente miedo, un sentimiento personificado en la figura del
monstruo de laboratorio. Este ser, creado y recreado como relato de advertencia y
anticipación, suele resumir el terror hacia la experimentación científica y hacia la
ambición del ser humano que abandona paulatinamente las pautas religiosas más estrictas
por las libertades seculares que trae la Modernidad. Libertades que, tiempo después, se
multiplican en un mundo posmoderno donde la biotecnología y la genética han alcanzado
adelantos y posicionamientos substanciales. Esta clase de monstruo, originado a partir de
descargas eléctricas, estimulantes químicos, exposiciones a radiación nuclear o procesos
de ADN recombinante, es un personaje destacado en obras canónicas de la ficción
occidental como Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) y El extraño caso del
doctor Jekyll y el señor Hyde (1886), pero ha sido también explotado en épocas más
recientes en filmes como Tarantula (1955), Blade Runner (1982) o Alien: Resurrection
(1997), 52 y en historietas de ciencia ficción donde la hibridación y la manipulación
91
genética son dominantes temáticos, como sucede en las series de cómics Elephantmen
(2006) y The Intrepids (2011). 53
Dentro del archivo de Occidente, como se ha anotado con anterioridad, el
monstruo de la ciencia es un personaje típicamente marginalizado que comunica terrores
y ansiedades, y que representa un desfase entre lo natural y lo intervenido, un desacuerdo.
Este desacuerdo simbólico suele identificarse con lo impuro en una línea temática que
degrada a los cuerpos “hechos” a cambio de una autentificación de los organismos
“crecidos,” aquellos que no están sujetos a fabricaciones ni intervenciones artificiales. En
principio, este también vendría a ser el caso de Brian, protagonista de la serie de cómics
para adultos Brian The Brain (1995-2003) de Miguel Ángel Martín, un cuerpo alterado a
través de una mutación inducida que abre, al igual que Wasabi, una fisura y una línea de
fuga en el paradigma de lo monstruoso.
La ganancia de función en el caso de Brian, no obstante, se centra
primordialmente en su cerebro hiperdesarrollado, producto de un error científico que se
origina cuando su madre, una mujer soltera que trabaja como “cobaya humana,” es
sometida a diversos experimentos en un centro de estudios biotecnológicos. Dicho error
de laboratorio, sin embargo, convierte al niño en un mutante que a pesar de ser utilizado
por su inteligencia superdotada, se diferencia del monstruo de laboratorio tradicional
porque licuifica, a cambio de un “elogio de la diferencia,” (“Entrevista a Miguel Ángel
Martín” 72), la carga negativa que normalmente se le atribuye a esta clase de personaje.
Al crear dicha singularidad, Brian The Brain se sitúa al margen de los cánones oficiales
del monstruo y de la tradición del cómic español, una género artístico que hacia mediados
de los años 90 ya había pasado por diversos cambios ideológicos y formales, primero
92
durante la Transición posfranquista y el establecimiento de la nueva democracia –
específicamente en el periodo emblemático de la Movida– y luego con la aparición de la
aumentada crisis de valores de la cultura de la Generación X.
Brian The Brain, al mismo tiempo, es un texto que desarticula los acostumbrados
parámetros de localización del monstruo de laboratorio, rigiéndose por la movilidad y no
por la inercia de su ubicación, puesto que en vez de crear una dicotomía entre espacios
públicos y privados que marque lugares de exclusión permanentes donde el monstruo no
es bienvenido (lugares donde la humanidad aísla al otro), el texto de Martín construye
múltiples escenarios de desarrollo para el cuerpo mutante (escuelas, centros comerciales,
parques, etc.), que indican una movilidad espacial poco común dentro de la tradición de
anatomías alteradas a las que Brian pertenece.
Entendiéndolo bajo los supuestos culturales que propone Jean-François Lyotard y
en concordancia con la discontinuidad de la lógica posmoderna, el personaje mutante de
Brian The Brain puede equipararse con una paralogía: un movimiento en contra de una
forma de pensamiento ya establecido (en este caso específico, en contra del metarrelato
de lo monstruoso tradicional) o una búsqueda de inestabilidades en oposición al
determinismo de un metarrelato (Lyotard 53). De esta manera, Brian The Brain, en una
línea similar a la de Wasabi, implicaría no solo una relativización de absolutos, sino
también ese tipo de atipicidad cultural que, siguiendo un razonamiento posmoderno,
responde al debate entre determinismos y no determinismos con un ideal de
emancipación y alteridad.
1. Monstruos de la ciencia: autómatas, criaturas de laboratorio y seres intervenidos
93
A pesar de que la práctica de la alquimia –con su mezcla de medicina, química,
astronomía, física y metalurgia–, ha sido abordada temáticamente en obras como La
tempestad (1611) de William Shakespeare y Fausto (1852) de Johann Wolfgang von
Goethe, y que la figura del homúnculo 54 fue popularizada en Occidente por autores como
el propio Goethe y más tarde por William Somerset Maugham en El mago (1908), 55 la
irrupción de la ciencia como la entendemos hoy en día, es decir, como un conjunto de
conocimientos estructurados que responden a un sistema y a una técnica experimental, no
se presentó con cierta claridad en el imaginario de la literatura europea hasta los primeros
años del siglo XIX, cuando los transformaciones socio-económicas y tecnológicas de la
nueva vida industrial empezaron a formar parte de la cultura cotidiana.
Este cambio de paradigma, que separa la práctica protocientífica de la disciplina
experimental profesionalizada, no obstante, no fue un proceso repentino ni estuvo exento
de ambigüedades o contradicciones discursivas, pues como apunta Martin Willis en
Mesmerits, Monsters, and Machines (2006):
Nineteenth-century science is characterized by its conflicts.
These, in the broadest terms, can be split into three discrete
areas: natural versus preternatural (or magical) knowledge,
amateur versus professional practice, and orthodox versus
heterodox disciplines, sometimes viewed as science against
pseudoscience. (4)
El siglo XIX, en todo caso, es un periodo clave para la separación de estas áreas y
para el reconocimiento, más o menos generalizado, de la ciencia como profesión, tanto
por el uso de teorías como de metodologías. La especificación de qué es ciencia requiere,
en detrimento de doctrinas puramente idealistas, entender el mundo a partir de la realidad
objetiva y del pragmatismo, haciendo a un lado aquellas explicaciones cimentadas
solamente en lo oculto o en el orden cósmico.
94
Aunque hacia finales del siglo XIX, como menciona Willis, “the instigation of
state funding, the rise of the laboratory, and the placement of career scientists at the head
of important institutions [had] contributed to a shift in scientific culture from the amateur
to the professional” (8), los primeros setenta años del periodo decimonónico se
caracterizaron por una conducta científica que envolvía “a wide range of practices and
beliefs without strict boundaries or accepted regulations, a melting pot of discordant
models” (11), haciendo de los textos literarios de corte “científico” amalgamas que
fusionaban tópicos como el de los aparatos mecánicos con las tradiciones mágicas y
esotéricas del pasado pre-moderno. En esta línea estética, por ejemplo, destaca el relato
de horror gótico “El hombre de arena” (1817), de E.T.A. Hoffmann, obra en la que se
narra la historia de Nataniel, un estudiante enamorado de un autómata que remeda la
figura femenina.
Partiendo de una lectura freudiana, el personaje central del relato de Hoffmann es
un individuo narcisista y obsesionado, un joven que después de la muerte de su padre ha
crecido sumido en un complejo de castración a raíz de una experiencia traumática. Si
bien la interpretación psicoanalítica hecha en 1919 por el propio Freud es elocuente en lo
que respecta a la definición y demarcación del concepto de lo siniestro, es importante
conectarla no solo con el sentimiento de angustia infantil, sino también con la sensación
de extrañeza que produce la autómata Olimpia, un mecanismo creado por la ciencia del
profesor Spalanzani, que es, además, capaz de mimetizarse copiando la anatomía y los
movimientos humanos, la manera en que Hoffmann, marcando un punto de inflexión, se
anticipa casi dos siglos a la problemática contemporánea de los organismos artificiales.
95
A pesar de no tener vida, Olimpia es un artificio mecánico que alcanza el rol de
los actuales simulacros, separando, como anota Jean Baudrillard, “the real from its
artificial resurrection” (171), y creando, a la misma vez, una hiperrealidad en donde el
aparato mecánico con figura humana “masks and perverts a basic reality” (170).
La hiperrealidad en la que transita Nataniel, no obstante, responde a un impulso
ansioso y parece gobernar sus afectos de manera instantánea:
Recientemente fui a casa [de Spalanzani] a ver algunos
experimentos; al pasar por el vestíbulo observo que la
cortina verde de una puerta vidriera no está corrida como
de costumbre; me acerco maquinalmente, impulsado por la
curiosidad. Veo a una mujer esbelta y bien proporcionada,
muy bien vestida, sentada en el centro de la habitación,
apoyados sus brazos sobre una mesita, con las manos
juntas; como está de cara a la puerta mis ojos se encuentran
con los suyos, y observo, poseído de asombro, a la vez que
de temor, que sus pupilas carecen de mirada, mejor dicho,
que aquella mujer duerme con los ojos abiertos. Me siento
desconcertado, me deslizo por la sala donde un inmenso
auditorio espera las lecciones del profesor. Luego, me
entero de que la mujer que he visto es Olimpia, hija de
Spalanzani, que la tiene secuestrada en su casa y que no
quiere que nadie se acerque a ella. (Hoffmann 69-70)
Está claro que Olimpia, observada desde la óptica del feminismo, es para Nataniel
un objeto, “una mujer esbelta y bien proporcionada… sentada en el centro de la
habitación,” que en el relato de Hoffmann llega incluso a convertirse en un absurdo
categórico, pues se trata, efectivamente, de una pieza mecánica con forma de mujer; sin
embargo, más allá de la objetificación femenina, resulta relevante distinguir no
precisamente el embrujo de la belleza de Olimpia, sino el sentimiento de extrañeza que
incitan sus ojos a través de aquellas pupilas carentes de mirada, pues es dicha
característica fisonómica la que en definitiva proyecta la falta de naturalidad y la
96
monstruosidad del cuerpo “hecho,” convirtiendo la creación artificial del profesor
Spalanzani en un simulacro que provoca ansiedad y cierto temor.
A pesar de que Spalanzani presenta públicamente a Olimpia como su hija durante
un recital, tan solo Nataniel, confundido a causa de la belleza de la supuesta muchacha,
no duda de la artificialidad que los demás desaprueban casi inmediatamente, ni siquiera
cuando se acerca y descubre que “la mano de la joven estaba helada como la de un
muerto” (83). Si bien Hoffmann mantiene la ambigüedad entre lo “crecido” y lo “hecho”
hasta el final del relato, es evidente para el lector que el desánimo y la sensación de
extrañeza son constantes a lo largo de la historia, más aún después de aquel concierto de
piano donde “la rigidez rítmica” (83) y el lenguaje monosilábico de Olimpia causan
varias desilusiones entre los invitados a la fiesta, decepciones que se sintetizan tiempo
después en la descripción que Segismundo, un amigo cercano de Nataniel, hace de la hija
del profesor Spalanzani:
Es muy extraño, pero todos juzgamos del mismo modo a
Olimpia. No te enfades, hermano, si te digo que nos parece
rígida y como inanimada. Su cuerpo es proporcionado,
como su semblante, es cierto… Podría decirse que sus ojos
no tienen expresión ni ven. Su paso tiene una extraña
medida y cada movimiento parece deberse a un
mecanismo, canta y toca al compás, pero siempre lo mismo
y con igual acompañamiento, como si fuera una máquina.
Esta Olimpia nos ha inquietado mucho, y no queremos
tratarnos con ella; se comporta como un ser viviente,
aunque en realidad sus relaciones con la vida son muy
extrañas. (Hoffmann 85)
Las “relaciones extrañas” que Olimpia tiene con la vida se deben, en primer
término, a su origen artificial. Ella es una máquina que a partir del discurso paternal del
profesor Spalanzani y de la perfección mecánica es capaz de confundir a todo aquel que
la observe. Pero aun dentro de dicha construcción, salvo en el caso de Nataniel, la hija del
97
inventor es también capaz de producir ansiedad y sospecha. Para observadores como
Segismundo, que prefieren mantener la distancia y se desalientan ante cualquier tipo de
contacto, Olimpia es solo un cuerpo inanimado e inexpresivo, pues aun sin tener la
certeza acerca de su origen mecánico, la hija de Spalanzani no puede evitar la falta de
naturaleza ni la artificialidad en sus movimientos más simples. Lo cierto es que
Segismundo y los demás observadores advierten una anomalía que no atinan a
puntualizar pero que va más allá de los engranajes del aparato autómata, una “relación
extraña” con la vida –algo oculto–, que Hoffmann explota permanentemente al hacer
mención a símbolos alquímicos como el fuego y a un horno que se asemeja al atanor del
hermetismo medieval: “¡Horno de fuego!… ¡Horno de fuego! ¡Revuélvete, horno de
fuego!” (89), esta es la frase que Nataniel pronuncia en el momento más crítico del relato,
cuando después de enterarse de que Olimpia es una máquina hecha de cera, “poseído de
un acceso de locura” (88), decide quitarse la vida arrojándose desde lo alto de un
campanario.
La referencia a la alquimia, que en este texto rivaliza de algún modo con la
cultura mecánica de la que son parte los autómatas, comprueba la tesis de Willis de que a
principios del siglo XIX y durante gran parte del mismo relatos como “El hombre de
arena” representaban no precisamente la desinformación de los autores, sino una
observación acerca de un momento en el cual “the lack of delineation between magical
phenomena and scientific possibility” (30) hacía del discurso de la ciencia una compleja
interconexión de oposiciones culturales. A ello, desde luego, habría que añadir también la
tendencia de la literatura gótica a reaccionar en contra del Racionalismo de la época, lo
98
que supone, a pesar de la figura del mecanismo autómata, una inevitable vinculación con
lo oculto y lo sobrenatural.
Aun en esta coyuntura de falta de delineaciones y de confusión, “El hombre de
arena” no deja de ser un ejemplo temprano del artificio científico que simula los atributos
físicos y las capacidades motoras de los seres humanos, particularidades que lo
convierten –salvando ciertas distancias, desde luego– en el predecesor de narraciones que
utilizan el tópico de los organismos fabricados a través de la robótica o la tecnología.
Vale decir, además, que la autómata de Hoffmann es un antecedente primordial dentro de
nuestro esquema porque es incapaz de desarticular el sentimiento de extrañeza
proveniente de su artificialidad material y con ello el estigma de los cuerpos “hechos”
mecánica o científicamente, una característica que en este caso es incluso fundacional, ya
que viene a exponer ya a principios del siglo XIX, aquella normativa monstruosa que
tradicionalmente crea terror –a la vez que sospecha– a partir de los organismos basados
en la técnica científica o la intervención.
Del mismo modo que “El hombre de arena” significa un hito fundamental en la
construcción del imaginario del monstruo de la ciencia, la novela Frankenstein o el
moderno Prometeo (1818), tal vez hasta con mayor especificidad que los personajes
inventados por Hoffmann, ejemplifica lo que hoy se entiende como el arquetipo por
excelencia del monstruo de laboratorio. El libro de Mary Shelley, publicado tan solo un
año después de “El hombre de arena,” parte, sin embargo, de un uso tecnológico distinto
del de Hoffmann: la electricidad. Esto es importante porque utiliza un imaginario poco
usual para su época, ya que a diferencia de los autómatas, presentes en la cultura del
antiguo Egipto, en la obra de Alberto Magno o en las invenciones de coetáneos de
99
Hoffmann como Pierre Jaquet-Droz, la electricidad pertenece al conjunto de
innovaciones de la Segunda Revolución Industrial, un paradigma tecnológico que no se
popularizó en el mundo occidental hasta la segunda mitad del siglo XIX.
La obra temprana de Shelley, en todo caso, forma parte de un universo distinto,
un mundo donde los experimentos de inducción electromagnética de Michael Faraday,
que permitieron la construcción de los primeros generadores eléctricos, el telégrafo de
Samuel Morse y las maquinarias de corriente alterna de Nikola Tesla eran todavía
avances tecnológicos impalpables para el común de la gente. El empleo que Shelley hace
de la electricidad en Frankenstein, en cambio, se relaciona con la “bioelectrogénesis”
(hoy electrofisiología), descubierta y bautizada de este modo hacia 1780 por Luigi
Galvani, quien durante los últimos años del siglo XVIII emprendió una serie de
experimentos con animales muertos y descargas que comprobaban la capacidad de dichos
organismos de conducir energía eléctrica en su interior. Entre los experimentos más
célebres de este científico, coincidentemente, se encuentran la electrocución de anfibios y
de cadáveres humanos para ahondar en el fenómeno de impulsos nerviosos que Galvani
denominó “electricidad animal.”
Victor Frankenstein, creador de la criatura en la novela de Shelley, es sin duda un
personaje dramatizado a partir de la fusión de figuras como la de Galvani (representando
el lado científico) y la del médico-alquimista Paracelso (un elemento que corresponde, al
mismo tiempo, a la dimensión “mágica” del personaje). Shelley incluso hace referencia
en algunos pasajes al primer encuentro entre Victor, recién llegado a la Universidad de
Ingolstadt, y catedráticos de ciencias como el señor Krempe, que menosprecian sus
lecturas del famoso nigromante renacentista Agrippa de Nettesheim y del propio
100
Paracelso. Al hacer esta diferenciación entre discursos y autoridades, la novela de Shelley
se inserta en el debate científico de la época, tratando de representar, como advierte
Willis, los conflictos entre “Romantic and materialist science as they confront each other
over the possibilities and properties of electricity” (63).
La estética gótica a la cual pertenece la novela, además, tiende a opacar el
discurso materialista más ortodoxo, aprovechando los elementos comunes del relato de
terror, principalmente los accesos de pánico, la sensación de paranoia, la muerte como
constante y la atmósfera sombría para construir un universo de desolación en el que
Victor Frankenstein sufre las consecuencias de haber intentado equipararse al poder
divino a través de la ciencia –la omnipotencia creadora de Dios–, que de acuerdo con el
discurso implícito de la narración de Shelley parece ser el único capaz de otorgar
perfección y vida. De algún modo, el padre de la criatura estaría rechazando ciertas
verdades humanas. “The rejected truths, seen as inherently ugly and fearsome,” según
Mary K. Patterson, “are embodied in the Monster that Victor Frankenstein makes. In fact,
the truths are inherently ugly and fearsome, because while they cannot be accepted by the
sentimental consciousness neither can they be projected safely onto some distant mythic
or archetypal plane” (95).
En el caso de Frankenstein, por consiguiente, resulta válido argumentar que la
intervención científica en procesos de creación de nuevos organismos deriva en la
monstruosidad y en la desestabilización de la sociedad y la familia, determinando que la
criatura del doctor Frankenstein –aquel monstruo de laboratorio por antonomasia– sea
codificada desde su nacimiento como una anomalía aberrante y amenazadora:
Una espantosa noche de noviembre contemplé el resultado
de mis arduos esfuerzos. Con una angustia que devino
101
agonía, distribuí los instrumentos de la vida frente a mí
para intentar infundir una chispa de ser al objeto inanimado
que yacía a mis pies. Era ya la una de la noche. Una lluvia
lúgubre golpeaba los cristales y la vela estaba a punto de
apagarse cuando, iluminado por el resplandor de la casi
consumida luz, vi que el ojo amarillento y mortecino de la
criatura se abría; respiró con dificultad y agitó sus
miembros con un movimiento convulso. (Shelley 131)
Este nacimiento anómalo y agitado inaugura el tortuoso camino de la criatura
creada por Victor Frankenstein, un pastiche hecho de cadáveres, incomprensible para sí
mismo y para su creador. 56 Aunque en este pasaje entendemos que la criatura es
horrenda, fijándonos sobre todo en la tonalidad de sus ojos, existe una falta de
descripción permanente en la narración de Shelley, un enturbiamiento de las facciones
exactas del monstruo de laboratorio, que se hace ininteligible a través de frases como
“ningún mortal podría soportar el horror de [su] semblante” (133), o “su sobrenatural
fealdad resultaba insoportable para el ojo humano” (183), que más que ahondar en
detalles corporales específicos, explican la morfología monstruosa de la criatura a través
de la omisión y la supresión de rasgos. Para críticos como Roger B. Salomon, por
ejemplo, quien propone una anatomía del género de horror en Mazes of the Serpent
(2002), esta estrategia narrativa está directamente asociada a dicho tipo de relato: “In one
way or another,” apunta, “horror narrative reminds us of the unspeakable, usually as
something we have attempted to ignore, deny, or otherwise rationalize away” (15). Esta
política de omisión, asimismo, le da una identidad sobrenatural a la criatura del doctor
Frankenstein, enlazándola no solo con la estética gótica que Shelley desea plasmar, sino
también con el aura “mágica” que a principios del siglo XIX todavía interfiere con los
discursos racionalistas de la nueva ciencia.
102
En Frankenstein o el moderno Prometeo, el cuerpo intervenido y artificial se
traduce siempre en un “miserable monstruo” (132), en “algo tan indescriptible que ni
siquiera Dante habría sido capaz de concebir nada igual” (133); la sensación de
desventura y de desproporción, sin embargo, no se ciñe únicamente a los aldeanos que se
topan con este organismo monstruoso ni a sus múltiples víctimas, sino que invade a la
criatura conforme el plan de venganza hacia su creador progresa, conforme sus acciones
se envilecen (convirtiéndose en un monstruo social foucaultiano a la vez que en un
demonio) y a medida que el poder de la palabra le permite verbalizar su espantosa
condición, llegando al punto, incluso, de pedirle a Victor que fabrique “una criatura de
otro sexo que sea tan monstruosa como [él]” (236). En estas circunstancias, el lenguaje de
los humanos, ya sea oral o escrito, le confiere a la criatura una terrible sabiduría, pues al
ser capaz de distinguirse y de diferenciarse de la especie humana a través de un proceso
comunicativo, ella misma inscribe su cuerpo como un concepto monstruoso y como una
representación perceptible de dicha monstruosidad (una imagen intolerable), 57 dándole
validez al relato que Victor y los demás le han asignado, y pasando, de forma definitiva,
del ejercicio de la razón a la locura:
Es cierto, sin embargo, que soy un desgraciado. He
asesinado al bienaventurado e indefenso. He estrangulado
al inocente mientras dormía, y apretado la garganta de
quien jamás hizo daño alguno a un ser vivo, ni siquiera a
mí, hasta matarlo. He arrastrado a mi creador, modelo
perfecto de todo lo que es digno de ser amado y admirado
por la humanidad, a la desgracia. Aquí yace, con la
blancura y la frialdad de la muerte […] Observo las manos
que perpetraron esos hechos, pienso en el corazón que
gestó la idea, y anhelo que llegue el momento en que ya no
las vean mis ojos y dejen de acosarme en sueños. (Shelley
328)
103
La locura, la auto-alienación y la violencia, motivos repetidos a lo largo de
Frankenstein, parecen adherirse a partir de la canonización de la obra de Shelley al
monstruo de laboratorio moderno como si fueran tendencias innatas, observables incluso
en los rasgos físicos de las deformidades que la ficción occidental nos presenta. Como
señala Franco Moretti acerca de la criatura, “the monster – the pedestal on which
Frankenstein erects his anguished greatness – is always described by negation: man is
well proportioned, the monster is not; man is beautiful, the monster is ugly; man is good,
the monster is evil” (70-71).
Esta explotación de la fealdad, como bien sugiere Moretti, se relaciona con una
inclinación a la vileza y al crimen (basta con recordar, por ejemplo, la relación
sinonímica que Victor crea entre su criatura y el diablo), y es igual de aparente en una
novela de corte fantástico y psicológico como El extraño caso del doctor Jekyll y el señor
Hyde (1886) de Robert L. Stevenson, donde algunos de los parámetros lombrosianos, 58
sobre todo los referentes a los rasgos fisonómicos y el grado de civilización de los
criminales natos, se vinculan al monstruo de laboratorio de finales del siglo XIX.
Desde su publicación, la novela de Stevenson ha sido reconocida en Occidente
como una historia prototípica de sujetos escindidos, sobrepasando, a la misma vez, la
proyección de los dobles inventados por autores como Hoffmann, Poe o Dostoyevski. El
libro de Stevenson, como se sabe, se adelanta por cerca de dos décadas a los modelos
psíquicos freudianos, principalmente en lo referente a los instintos naturales y su
tendencia a manifestarse de forma agresiva y destructiva en los seres vivos, 59 que en este
caso en particular pueden fijarse como partes constitutivas del monstruo de laboratorio de
la ficción victoriana. Bajo esta premisa, la inmoralidad y la degeneración de una de las
104
personalidades del personaje central de la novela (el lado que representa el oscuro
Edward Hyde) sirven para condicionar al monstruo de la ciencia de Stevenson no solo
como una anomalía física sino también como un sujeto transgresor, utilizando, asimismo,
una retórica semejante a la que interviene en la producción de la fealdad de la criatura de
Shelley:
No es fácil describirlo. Hay en todo su aspecto algo
siniestro que produce desagrado, algo que es
completamente repugnante. Jamás he visto figura humana
que me resultase tan repelente, pero no me sería fácil
señalar la causa. Debe tratarse de alguna deformidad; sí,
produce una sensación de cosa deforme, aunque tampoco
podría decir en qué consiste. Es un hombre de aspecto
extraordinariamente anormal, y sin embargo me vería en un
apuro si tuviese que citar algún detalle fuera de lo corriente.
(Stevenson 18)
El señor Hyde, al igual que el monstruo de laboratorio fabricado por Victor
Frankenstein, es retratado en algunos pasajes de manera más escalofriante cuando se
omiten sus detalles, apoyándose nuevamente en el discurso de lo inenarrable como
estrategia descriptiva. Stevenson, asimismo, añade a su relato dos motivos que
reconocemos como cuestiones recurrentes de la tradición monstruosa: la alusión a lo
deforme y el efecto de repugnancia a partir de la denotación de una anomalía (que en esta
novela, valga la mención, es siempre una deformidad activa y en progreso). 60 Lo cierto es
que el monstruo de laboratorio de Stevenson, en contraste con el de Frankenstein o el
moderno Prometeo, denota mayor deformidad cada vez que ingiere una nueva dosis del
bebedizo que prepara el doctor Jekyll para manifestar sus pulsiones destructivas, lo que
finalmente amplifica la aversión que el lector siente hacia Edward Hyde, la parte malvada
del científico. Mientras que la criatura de Shelley representa una monstruosidad
inmutable –ya que el monstruo de Victor, aunque horrendo, se encuentra siempre
105
limitado a su tamaño y a los cadáveres que lo componen: nació de ese modo–, en Hyde se
prefiere la evolución constante de la deformidad a través de la acción de la pócima, todo
ello en busca de consolidar una lógica de lo nauseabundo que transmita al lector molestia
y asco permanente hacia el personaje degenerado. 61
Este proceso de “deformidad activa” es uno de los conductores esenciales de la
novela de Stevenson, y suele asociarse a diversas acciones deshonrosas por parte de
Edward Hyde, quien inaugura su mala reputación en el texto al pisotear a una niña en la
esquina de dos calles, revelando, primeramente, el salvajismo atávico con el que
Lombroso determina a ciertos criminales natos y, en segunda instancia, una “completa
impasibilidad” (12) por parte del agresor, que se ve criticada de manera casi automática
cuando un grupo de testigos lo apresa para pedirle cuentas sobre el incidente.
La actitud rabiosa de Hyde, no obstante, se acrecienta con cada nueva aparición
del personaje monstruoso, y llega a un punto crítico con la muerte de sir Carew, un noble
que comete el error de pedirle direcciones durante una caminata nocturna:
De pronto [Hyde] estalló en un arrebato de ira; golpeando
el suelo con el pie, blandió el bastón y se condujo como un
loco. El caballero anciano retrocedió un paso, con el
aspecto de una persona muy sorprendida y algo molesta, y
entonces Mr. Hyde perdió los estribos y lo apaleó hasta
tirarlo al suelo. Acto seguido, con la furia de un mono
enloquecido, pateó a la víctima en el piso y descargó sobre
ella una avalancha de golpes; eran tan violentos que se oían
los crujidos de los huesos al romperse y el cuerpo saltaba
de un lado al otro del camino. (Stevenson 47)
Mientras que la criatura de Frankenstein actúa a partir de la venganza y se
lamenta, en algunos pasajes, del mal que ha ocasionado en pos de una compensación, el
señor Hyde parece complacerse en la práctica de actos indignos. Ese lado animal, en este
caso representado por la imagen de un mono frenético, advierte una especie de sombra
106
jungeana que personifica las tendencias autodestructivas e irreconocibles del doctor
Jekyll, 62 sus impulsos más primitivos, que solo se exteriorizan cuando el efecto de la
pócima induce la presencia de Hyde:
Ya he dicho que los placeres que me apresuré a buscar bajo
mi disfraz eran de un género indigno; no tengo por qué
emplear un adjetivo más duro. Pero, en manos de Edward
Hyde, esos placeres empezaron muy pronto a desviarse
hacia el terreno de lo monstruoso. Muchas veces, de vuelta
de mis expediciones, quedaba yo sumido en una especie de
asombro, pensando en la depravación de mi segunda
personalidad. Aquel ser interior que yo había sacado al
exterior desde mi propia alma, dejándolo en libertad para
que se buscase sus placeres, era un ser malvado y ruin por
naturaleza. (Stevenson 131)
De acuerdo con Donald Lawler, “Hyde appears to Jekyll so primitive as to be
primordial, a lost link between the preanimate and animate life of the mind” (252). La
naturaleza malvada de Hyde, al mismo tiempo, tiene una singular relación con las teorías
lombrosianas acerca del criminal nato, que aunque son posteriores a la publicación de la
novela de Stevenson, asocian los aspectos físicos y el salvajismo de los humanos
primitivos –lo que se entiende como una genética atávica– a los actos delincuenciales del
mundo moderno. Este determinismo criminológico a partir del estudio del fenotipo se
presenta en la obra de Lombroso a través de características físicas como “the thickness of
the bones of the skull; enormous development of the maxillaries and the zygomata;
prognathism; obliquity of the orbits; greater pigmentation of the skin; tufted and crispy
hair; and large ear,” (Lombroso 365), particularidades físicas que se suman a un “lack of
industry and self-control” (366) de los criminales natos.
En el caso específico del señor Hyde, dichas características parecen cumplirse
tanto en lo que respecta a la deformidad y el tamaño del cuerpo como en lo que se
107
entiende como el comportamiento anormal y desviado del personaje. La sombra jungeana
del doctor Jekyll, en este sentido, añade al monstruo de laboratorio una peculiaridad
determinada por un supuesto salvajismo atávico que no está presente en la criatura creada
por Shelley (un monstruo que más que pertenecer a una raza primitiva es visto como una
nueva expresión del cuerpo humano) y sitúa al señor Hyde dentro de un espacio
transgresor que debe ser suprimido de una sociedad inglesa que aspira al bienestar y al
desarrollo moral de sus ciudadanos. 63
Esta extirpación, asimismo, implica el autoaniquilamiento del monstruo, un acto
correctivo que, aunque a través de la figura del ostracismo parece obvio en Frankenstein,
se resalta de manera más tajante en la novela de Stevenson con el suicidio del señor
Hyde. Es importante, del mismo modo, que sea el propio Hyde el que comete el acto y no
precisamente el doctor Jekyll, ya que al reconocer que sin el ingrediente principal del
antídoto nunca volverá a tener una vida en perfecta unicidad, desprovista de la “sombra”
y de las pulsiones autodestructivas que la acompañan, la solución final de la criatura es la
anulación de su dualidad fabricada –la muerte instantánea antes que la perpetuación del
monstruo de laboratorio–, un silenciamiento del otro que se hace habitual, como ya
hemos mencionado, en narraciones que se centran en el tópico del cuerpo alterado a
causa de la intervención científica.
Una propuesta similar en lo que respecta a la anulación del monstruo de la
ciencia, aunque quizá mucho más crítica de la retórica de la intervención y de las
posibilidades de la biotecnología, es la que H. G. Wells presenta en La isla del Dr.
Moreau (1896), novela que al sumirse en el debate de la vivisección de animales se
anticipa al que más tarde será el gran problema ético de la experimentación reproductiva
108
y la selección artificial en novelas de ciencia ficción como Un mundo feliz (1932) de
Aldous Huxley y ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) de Philip K. Dick.
De acuerdo con Willis, la novela de Wells expone la relación antagónica que en
los últimos años del siglo XIX se había gestado entre la comunidad científica y el
segmento más conservador de la sociedad europea en torno a la práctica de la vivisección
(214). Wells toma como inspiración el complejo debate acerca de la experimentación con
animales –que incluía críticas a renombrados científicos de la época y la creación de
agrupaciones civiles como The National Anti-Vivisection Society– y lo traslada a una isla
remota donde los ensayos de la nueva ciencia no encuentran oposición. En este espacio
alejado de la Metrópoli, los tres personajes principales de la novela: el náufrago Edward
Prendick, el asistente de laboratorio Montgomery y el fisiólogo Moreau, personifican
polos enfrentados de la crisis antiviviseccionista:
Wells gives both the scientific community and the
antivivisectionists a character on whom they can pin their
propaganda. Moreau, very obviously, is a caricature of the
hate-figures –such as Louis Pasteur– held up by
antivivisection societies as the immoral human face of
animal experimentation. In Montgomery and Prendick, the
scientific community has two men whose scientific
interests and sympathetic understanding of animal
suffering, coupled with thoughtful defenses of its
applicability, defend the correct methodologies of
vivisection and provide a useful antidote to the
sensationalism of the opposition. (Willis 219)
Esta particular organización de discursos encontrados hace de La isla del Dr.
Moreau un texto representativo de una problemática auténtica de la sociedad victoriana,
exponiendo, además, controversias y tensiones similares a las que en la actualidad
preocupan a filósofos como Habermas en torno a la intervención y la proliferación de
organismos “hechos.” Si bien la historia de Wells responde a un contexto en el que la
109
nueva ciencia aún buscaba la manera de asentarse y legitimarse, el paralelo que se puede
hacer entre las preocupaciones de Habermas y las del movimiento antiviviseccionista del
siglo XIX deja en claro que la experimentación en el laboratorio continúa siendo un tema
controversial y alarmante para ciertos sectores, y que la figura del monstruo –aun en su
estado fantástico o metafórico– tiene un espacio importante dentro del discurso
biotecnófobo que constantemente refunde personajes arquetípicos como los creados por
Shelley o Wells.
Los monstruos del Dr. Moreau, en este sentido, alcanzan el espacio de lo
terrorífico porque nos alertan sobre aberraciones corporales nacidas de la imprudencia y
de la codicia científica; una intervención, dicho sea de paso, que busca acercarse a un
paradigma de perfección que tiene al Hombre como única figura totémica, no solo en lo
que se refiere a su apariencia física, sino también a sus aspectos morales y civilizatorios.
La genialidad de Moreau (o su temible megalomanía) parte entonces del experimento
quirúrgico para luego construir una utopía en la que los animales viviseccionados e
hibridizados, “grotesque doppelgängers,” (163) como los llama Linda Dryden, componen
una nueva sociedad donde se celebra, al menos desde el punto de vista idealista del
creador, la plasticidad de la forma viviente y la perfección humana. Esta plasticidad, sin
embargo, se obtiene a costa del sufrimiento de las bestias que Moreau modifica, seres
“hechos” que pasan por un proceso de desnaturalización de rasgos físicos para llegar a la
cima de lo humano, una cumbre que, no obstante, los cuerpos intervenidos por el
científico nunca pueden alcanzar:
[…] pese a su forma humana, del trozo de tela con que se
cubrían y de la tosca humanidad de su cuerpo, cada una de
aquellas criaturas llevaba impreso en sus movimientos, en
la expresión de sus rostros, en toda su presencia, un
110
parecido irresistible con un cerdo, un algo porcino, la
marca inconfundible de la bestia. (Wells 55)
Aquel estigma y marca de origen de los animales irracionales es la característica
que el Dr. Moreau es incapaz de eliminar de sus creaciones, y se convierte, asimismo, en
su principal razón para continuar experimentando y transformando cuerpos en pos de
lograr un híbrido que resulte irreprochable, una criatura completamente racional que, a
diferencia de las que deambulan por la isla, no pierda el don de lo humano ni involucione
hacia lo salvaje. En este sentido, tal como señala Simon J. James, Moreau intenta sin
éxito borrar “the barrier between civilization and barbarism by dissolving the barrier
between the human and the animal” (64).
A pesar de sus evidentes logros en cirugía y vivisección, Moreau parece
ciertamente entender sus creaciones como fracasos repetidos, describiéndolas incluso
como una “parodia de la humanidad” (102), pues es consciente de que apenas se apartan
de su tutela, sus cuerpos y costumbres “vuelven a sus orígenes” (102), reafirmándose una
vez más como animales salvajes e incivilizados. Dicho retorno a una semilla atávica –
comparable con el viaje del doctor Jekyll hacia su parte más primitiva cada vez que
ingiere la pócima– representa en la narración de Wells el aspecto monstruoso de los seres
creados por Moreau. La monstruosidad, en este caso, se estaría definiendo nuevamente a
partir de la otredad, formulando, si se quiere, una peculiar ley de las proporciones que
pareciera enunciar que mientras menor cantidad de características humanas haya en un
cuerpo, mayor será la presencia de atributos aberrantes en el mismo.
El aspecto bestial de las criaturas de la isla, de la misma forma, denota la
desviación tradicional de los cuerpos intervenidos por la ciencia, seres moralmente
pervertidos, a la vez que deformes y anti-naturales:
111
[…] su deformidad se encontraba en las caras,
mayoritariamente prognatas, con malformaciones en las
orejas, la nariz grande y prominente, el pelo abundante o
erizado y los ojos de un color extraño o desplazados.
Ninguno de ellos podía reír, aunque el Hombre Mono
emitía una especie de chillido, como una risa ahogada […]
Todos tenían las manos malformadas, y aunque algunas me
sorprendieron por su inesperada apariencia humana, a casi
todas les faltaba algún dedo, eran imperfectas en las uñas y
carecían de cualquier sensibilidad táctil. (Wells 107)
La imperfección que no solo Prendick sino también el propio Moreau advierten en
estas criaturas “hechas” es un fenómeno que paulatinamente invade todo el territorio de
la isla, un animalismo del que sus creaciones monstruosas no pueden escapar –a pesar
incluso del castigo y del rezo de letanías disciplinarias–, y que poco a poco irá
eliminando aquella humanidad que les fue conferida artificialmente en el laboratorio, una
eliminación que finaliza, además, con la destrucción del propio creador de las bestias,
convertido en víctima de uno de sus seres “imperfectos.” En esta coyuntura, las criaturas
del científico parecen invertir gradualmente el modelo artificial que las fundó,
desechando lo humano por el estado salvaje del animal –una especie de retroceso
evolutivo, si habláramos desde la posición del fisiólogo que ideó su vida–, aunque
también cabría describirlo como el retorno a aquella naturaleza original que fue dislocada
por la intervención de la ciencia moderna, y que tanto en esta obra de H. G. Wells como
en narraciones posteriores como “Herbert West, reanimador” (1922) de H. P. Lovecraft o
“La mosca” (1957) de George Langelaan es capaz de crear monstruos que comparten
características fundamentales como la deformidad física, la debilidad moral y el espacio
de aislamiento o exclusión.
2. Brian The Brain, un mutante al margen del canon
112
El monstruo de la ciencia, como ya hemos indicado en la primera sección de este
capítulo, suele ser una representación tanto de ansiedades como de terrores. A la misma
vez, se revela como un transgresor fundado en la intervención científica que desestabiliza
reiteradamente el concepto de lo natural y de lo divinamente creado. Para un autor como
H. P. Lovecraft, quien basa su versión del miedo en la teoría del horror cósmico –aquel
sobrecogimiento ancestral e instintivo: “the fear of the unknown,” que vive arraigado en
la humanidad–, el monstruo de laboratorio se distingue como una manifestación de tipo
maravilloso, sintetizada en los cuerpos que el profesor Herbert West, “famoso [por] sus
descabelladas teorías sobre la naturaleza de la muerte y la posibilidad de vencerla” (158),
reanima a lo largo de varios experimentos clandestinos. Como Hoffmann antes que él,
Lovecraft se ve influenciado por lo inexplicable, pues aunque los monstruos de su relato
son obras de la ciencia y de la desviación de los procesos naturales de descomposición
corporal, su imaginario tiende a enfrascarse en la magia y los conocimientos afines al
ocultismo. A pesar de ello, los monstruos de laboratorio descritos en “Herbert West,
reanimador” –“una horda grotescamente heterogénea” (Lovecraft 198)– ponen de
manifiesto, al igual que las criaturas de las narraciones de Shelley o Wells, la
imprudencia de la intervención científica y el peligro latente que encarnan los organismos
alterados, recordándonos otra vez que la mínima presencia de artificialidad en un cuerpo,
o la puesta en marcha de su “desnaturalización,” desemboca en una forzosa ruptura del
equilibrio de lo legible.
Mientras que Lovecraft elige construir un universo ficcional a partir de cadáveres
reanimados que buscan venganza, “La mosca,” cuento de George Langelaan, utiliza el
imaginario científico para reiterar la imposibilidad y el silenciamiento de los organismos
113
no permitidos por el discurso de la belleza; en esta narración, no obstante, la deformidad
pasa del objeto de estudio al hombre de ciencia, fijándose en la figura del profesor André
Delambre, un investigador independiente “[who] claimed to have discovered a way of
transmitting matter” (117) cuando trabajaba en secreto para el Ejército del Aire Francés.
A diferencia de los experimentos viviseccionistas del Dr. Moreau, los ensayos
científicos del profesor Delambre dan resultados positivos en un tiempo relativamente
corto, logrando la desintegración y reintegración de objetos y animales domésticos, así
como su teletransportación dentro de un sistema de cabinas especialmente fabricadas para
dicha tarea. La gran crisis del relato en realidad ocurre cuando Delambre decide expandir
sus investigaciones al campo de los seres humanos, un experimento que lo lleva a utilizar
su propio organismo en nombre de la ciencia y que resulta en la fusión de su cuerpo con
el de un insecto que se había posado accidentalmente dentro de uno de los
desintegradores (Langelaan 127).
Lo más relevante del cuento de Langelaan, en cualquier caso, es la manera en que
la monstruificación del profesor Delambre –principalmente su cabeza, ahora convertida
en la de una mosca– provoca un colapso psicológico en el científico y la sensación de que
lo monstruoso, de no poder ser revertido, debe ser aniquilado y silenciado para siempre:
“[I] have today but one hope: that when I die, I really die, and that there may be no afterlife of any sort” (132). Esta voluntad final de Delambre ante su aterrada esposa, que
coincide con las resoluciones de otros personajes en algunos de los textos citados
anteriormente, reafirma la tendencia en la tradición del relato monstruoso a eliminar
otredades invasivas, impurezas y/o malformaciones, y corrobora otra vez que los
monstruos de la ciencia simbolizan inseguridad y tensión permanente para el códice
114
monolítico de lo humano; al mismo tiempo, este dispositivo del miedo recalca el tono
apocalíptico que suele conducir a los relatos del género de terror, pues como menciona
Salomon, “horror always, in one way or another, expresses actual, immediate, [and]
overwhelming catastrophe” (70). La repetida alusión a la calamidad y a lo siniestro, como
venimos apuntando, acompaña al monstruo occidental desde sus orígenes, insistiendo en
sus características negativas y en una contraposición respecto de lo natural y lo
corporalmente armonioso.
Como comentario a estas circunstancias estético-culturales, la atipicidad de Brian
The Brain, vista como una paralogía, rompe con el determinismo de la tradición
monstruosa y disuelve la carga negativa que suele aplicarse a las aberraciones creadas por
el impulso científico a cambio de un organismo virtuoso y sus principios mutacionales.
Aunque el cómic creado por Miguel Ángel Martín no forma parte del canon de terror,
Brian The Brain, como menciona Antonio Altarriba en La España del tebeo (2001), tiene
la particularidad de visitar “zonas oscuras” (453) del ámbito humano, se trata en
definitiva de un universo “desproporcionadamente provocador” (453), historietas que:
inquietan –es el término que más se repite al hablar de su
obra– porque se hallan muy próximas a los mecanismos
que realmente nos movilizan. Pueden –suelen– resultar
duras –para algunos inadmisibles– y, a pesar de la
liberalidad de los tiempos que corren, Martín ha tenido
algunos problemas con la censura. Pero, una vez rasgadas
las vestiduras y a solas con sus tebeos, resulta difícil
sustraerse al tufo insano que emanan y que proviene
básicamente del manejo de dos resortes: los fantasmas más
ocultos del sexo y el siniestro atractivo del futuro. Un
futuro que cada vez es más presente y unos fantasmas que
cada vez se hacen más reales. (453)
Los “dos resortes” temáticos a los que hace alusión Altarriba ilustran a grandes
rasgos los tránsitos generales de la obra de Miguel Ángel Martín, un autor que suele
115
cuestionar, como ha apuntado Eloy Fernández Porta en el prólogo a la reedición de
Psychopathia Sexualis, uno de los trabajos más perturbadores y transgresores de Martín,
la diferencia entre lo que se encuentra en “formación” y lo que ya ha sido socialmente
“establecido” (12). Ciertamente, existe una continua expresión de esta dicotomía en todo
el trabajo del ilustrador y guionista de Brian The Brain, desde sus inicios con la tira
cómica Keibol Black (1987) y la historieta de ciencia ficción The Space Between (198788), hasta los álbumes y recopilatorios Cyberfreak (1996), Snuff 2000 (1998) y Total
Overfuck (2010). 64 Desde el punto de vista del propio Fernández Porta, los cómics de
Martín se rigen por una lógica de la perversión. La perversión en estas historietas “es un
arte del contraste: lo más sofisticado y lo más inmundo; las exequias del cuerpo y las
primicias de la técnica. Una serie de contrastes extremos, que también incluyen la
diferencia entre los cuerpos, la ropa [y] la competencia sensual” (17).
Como reacción contra la normatividad y las morales más conservadoras, las
historietas de Martín tienden a desestabilizar roles genéricos, sexualidades construidas,
actitudes frente a la violencia y también, como en el caso de Brian The Brain, los
significados tradicionales de los cuerpos, entre ellos el del cuerpo monstruoso. Como
resalta Fernández Porta, Martín logra dicho cometido empleando un trazo “diáfano [y]
sintético” (16), una técnica que nos habla de su conexión con la llamada línea clara del
cómic español de los años ochenta, pero que al mismo tiempo codifica una iconografía de
la repulsión basada en la intersección de mundos contrastados, donde lo visualmente
aséptico y la suciedad temática parecen coincidir y coordinarse en un entramado
premeditadamente atípico y mutacional.
116
La aparición de la obra de Martín, sin embargo, no responde a una casualidad sino
a la evolución (e hibridación) de nuevas posibilidades estéticas, entre ellas las que
permite el underground norteamericano en el contexto del cómic español, 65 una
evolución que después de la muerte del general Franco en 1975 se vio reflejada en
muchas de las manifestaciones culturales del país (cuando lo alternativo, ya sin la mirada
indagadora del Ministerio de Información y Turismo franquista, empezó a ser
socialmente aceptado), pero que tuvo sobre todo en revistas de fines de la década del 70 y
principios del 80, como Star (1974-1980) y El Víbora (1979-2005), la presentación sin
censura de historietas radicales que sirvieron para certificar, como destaca Pablo Dopico,
que los jóvenes españoles se habían apartado conscientemente de los esencialismos de la
dictadura, abrigando “lo alternativo y todo aquello que en los años 70 estaba al margen de
la oficialidad” (14).
Francesca Lladó, en su recuento socio-histórico acerca de las historietas de este
periodo transicional, señala que entre los años 1975 y 1981, y afianzándose con fuerza
durante el denominado “Boom del Cómic” de 1981 a 1983, época de la consolidación
democrática, “el aumento del número de publicaciones, [la] celebración de Salones y
Exposiciones y [el] desarrollo de crítica especializada” facilitaron el fortalecimiento de
las nuevas estéticas y discursos en el cómic español, logrando la eclosión de revistas que
se inscribían en el imaginario popular a partir de la expresión de lo plural y de las
libertades políticas y sexuales (12-13). El fruto de esta experimentación, tanto en forma
como en lenguaje, permitió cambios en la industria “en función de las reivindicaciones de
[los] autores” (28), que pasaron de la sencillez gráfica de la Escuela Bruguera (décadas
de 1940, 1950 y 1960, principalmente) 66 y de la oscuridad de los fanzines underground
117
de mediados de los años setenta a la notoriedad que la democracia y la cultura popular de
masas podían brindarles, no solo como plazas para la expresión intelectual sino también
como mercados posmodernos de bienes culturales.
La obra de los años noventa de Martín, entonces, resulta directamente de la
mutación de la nueva temática y expresividad de la década anterior, lo que Lladó llama el
“período de oficialización del underground” (41), una ruptura artística, política e
ideológica que desinstala los paradigmas culturales y las imposiciones de la dictadura
franquista a cambio de formas alternativas de expresión centradas en el absurdo, la
independencia discursiva y, tal como pregonaba el primer editorial de El Víbora en
diciembre de 1979, la falta manifiesta de moral (42-43).
En los años ochenta, de acuerdo con Ana Merino, estas nuevas posturas se
encauzan gráficamente en dos grandes líneas o tendencias (142-143). 67 La primera de
ellas, la línea chunga o dura, representada principalmente por revistas como El Víbora y
Makoki (1982-1984), se caracterizaba por atacar los tabúes de la sociedad establecida a
través de tópicos como el rock, las drogas, la violencia y el sexo, basando gran parte de
su estética en una reformulación “a la española” (142) de las concepciones heredadas del
cómic underground estadounidense. A grandes rasgos, la técnica de la línea chunga
implica trazos sucios, efectos de luz y sombra y manchas de negro, además de gran
expresividad en los globos o bocadillos de diálogo, destacándose la rotulación
intencionalmente desprolija y las colas estilizadas, elementos que fueron popularizados
en el medio español por historietistas como Nazario, Max, Gallardo o Alfredo Pons.
La segunda tendencia importante, conocida como línea clara, y cuya principal
defensora fue la revista Cairo, 68 retoma el estilo de la historieta franco-belga de autores
118
como Hergé (Las aventuras de Tintín) y Jacques Martin (Las aventuras de Alix) para
fusionarlo con la explotación de la parodia posmoderna y la intertextualidad. Como
señala Lladó, sus características más relevantes se resumen en:
la prioridad de la linealidad basada en un trazo continuo y
acabado; la tendencia a una geometrización; la eliminación
de lo superfluo; la escasez de manchas de negro; la
ausencia de tonos intermedios; y la falta de relieve en las
figuras. Mientras que a nivel temático dieron prioridad a
una aventura lineal y con planteamientos narrativos
clásicos al margen de los transcendentalismos. (47)
Si los trabajos de Nazario o Max resaltan lo ex-céntrico y se funden en un gusto
por la desestabilización de los dispositivos normativos a través de la declaración de “lo
chungo” y lo marginal, la línea clara de historietistas como Daniel Torres, autor de la
recordada serie Opium (1982), reivindica a través de la extrapolación del estilo francobelga el trazo limpio y depurado, que se convierte, en plena década de los ochenta, en una
actitud anticonvencional a partir de una estética supuestamente formuláica de historieta
de aventuras. Este tipo de contradicción artística, muy propia del posmodernismo y del
contexto socio-cultural de la transición y la democratización españolas, es sin duda un
antecedente importante en lo que se refiere a la obra de Miguel Ángel Martín, quien a
través de procesos mutacionales toma la crudeza temática de la línea dura para vincularla,
de manera sumamente irreverente, a la depuración formal y la asepsia de la estética clara,
sin dejar de lado, al mismo tiempo, cierto guiño nostálgico a la simplicidad de la Escuela
Bruguera (si por simplicidad entendemos la homogeneidad y el minimalismo que suelen
estar presentes en la obra del autor de Brian The Brain).
Como ha apuntado Carmen de Urioste, los primeros años de la transición y del
inicio del período democrático se reconocen por una identificación nacional contraria a
119
los esencialismos socio-culturales franquistas –tomando como modelo a las sociedades
más libres de la Europa occidental (28-30). La que podría llamarse la segunda fase de la
democracia española, de 1986 (año de la integración a la Comunidad Europea) hasta
principios del siglo XXI, estaría marcada en cambio por una alteración en los préstamos
culturales que España recibe, que pasan de la cultura punk y post-punk británica de fines
de los años setenta y principios de los ochenta a la sociedad mediática, globalizada y
transnacional que toma como principales referentes, y con mayor preponderancia que en
el pasado, los productos norteamericanos de baja cultura, ya sea en formato musical,
cinematográfico o televisivo. 69
“En términos generales,” señala De Urioste, “la cultura española de los noventa
es lo que se ha denominado cultura de consumo, basada en las industrias culturales y de
la comunicación, en los mass media” (32), una cultura en la que existe “independencia de
la tradición española y reflejo de la cultura anglosajona del espectáculo, [así como] el
cosmopolitismo como representación de una sociedad y de una cultura transnacional”
(38). De este modo, el nuevo orden económico y social proveniente de la identificación
simbólica con las sociedades más desarrolladas de Occidente modifica el imaginario de la
ficción española (principalmente en grandes y medianas ciudades), trayendo consigo una
estetización y simulación del espectáculo popularizado por los medios de comunicación.
Aspectos como “la drogodependencia, la desarticulación de la familia tradicional, la
violencia como diversión [y] la sociedad mediatizada” (40), además de las especulaciones
acerca del futuro tecnológico contrastan en los globalizados años noventa con la
celebración de la sexualidad y la fiesta de la adicción a lo nuevo de la España que hacia la
120
década del ochenta, y después de casi cuarenta años de dictadura franquista, proclamaba
su entrada al mundo europeo contemporáneo.
Sujeta a estas condiciones culturales, la obra de Miguel Ángel Martín puede
pensarse como una amalgama y una mutación de elementos que se identifican tanto con
las tendencias artísticas de los años ochenta como con las de los noventa, combinando lo
residual con lo emergente. Si bien mucha de la irreverencia de su obra proviene en parte
de las estéticas que popularizó el cómic español de la transición y de los primeros años de
la democracia, es cierto también que las historietas de Martín sobresalen por el uso
sistemático del idioma inglés (creando una frialdad que el castellano no suele transmitir)
y por un distanciamiento emocional que se diferencia del tono celebratorio y la atmósfera
recargada de vivacidad de las producciones que le anteceden. Aun en momentos en los
que el humor negro tiene algún tipo de participación –Rubber Flesh (1993) o Bug/Bicho
(1995)– sus historietas se sirven preferentemente de la asepsia y la distancia para crear
mundos que explotan los límites de lo soportable, características que lo acercan más a ese
pesimismo estetizado que críticos culturales como De Urioste perciben en la ficción de
los años noventa.
Fernández Porta, en el mencionado prólogo a Total Overfuck, explica esta
peculiaridad anotando que la obra de Martín:
realiza algunos apuntes clave sobre la frialdad como código
emocional moderno. La contemplación analítica y
desapasionada de una escena que requiere de implicación
sentimental y movilización moral: esa es la definición de la
actitud cool que se desprende de las páginas siguientes,
prolongando, de manera singular, el viejo debate entre
sentimentalismo y estoicismo, entre efusión y atonía
emocional. (19)
121
La imperturbabilidad y la apatía que aparentemente emanan de la obra de Martín
son para el propio autor parte de un “melodrama contenido” (“Entrevista a Miguel Ángel
Martín” 70), que se urde a partir de personajes y tópicos del sentimentalismo tradicional
como son la presencia de una madre en crisis, un niño enfermo o la muerte de personas
cercanas al protagonista de la historia, pero que en los cómics de Martín advierten una
recodificación de sus dispositivos simbólicos a partir de la desjerarquización de aquel
narrador-observador que determina, cataloga y registra a los “otros.” En todo caso, la
principal diferencia con el melodrama operático, teatral o televisivo de la tradición se
centra en la “frase musical” escogida, que pasa de una que primordialmente induce al
llanto, a los desafectos sombríos de la estructura techno industrial, un estilo de música
basado en la artificialidad de los sintetizadores, los efectos de ruido y las frecuencias
musicales modificadas. Si bien una historieta como Brian The Brain solo es capaz de
representar imitaciones de sonidos a través de formaciones onomatopéicas, la imagenería
que Martín toma del género industrial, plagado de referencias a la mecanización, la
angustia contemporánea, la expansión de enfermedades, las psicopatías y el
sadomasoquismo –así como los préstamos que recoge de tratados de divulgación
científica y tecnológica–, es primordial para entender no solo la temática general sino
también el tono y la ambientación de sus cómics.
En una entrevista del año 2001, justamente respecto a este tema, Martín hace
mención a algunos de los artistas e intelectuales que, fuera del mundo de la historieta y la
ilustración, han contribuido a la formación de su imaginario:
Admiro incondicionalmente la obra de Ballard, Burroughs
(el personaje es más interesante que su obra), David
Cronenberg y las grabaciones de Whitehouse. Me gustan
mucho también Alvin Toffler, Marvin Harris y E. M.
122
Cioran. Mis influencias definitivas son la Ciencia, la
Tecnología y la Pornografía. (“Entrevista en Ultrazine”)
Lo literario (en este caso representado por Ballard y Burroughs), lo
cinematográfico (fijado por la obra de David Cronenberg y la pornografía) y lo musical
(constituido esencialmente por la banda de música electrónica Whitehouse) se unen a la
divulgación científica y la meditación filosófica de Toffler, Harris y Cioran creando un
imaginario mutante de alta y baja cultura que tiene como referentes primordiales la
antropología, las transgresión moral a través de usos tecnológicos, el comportamiento
parafílico, la filosofía de la contradicción y el extremismo sonoro de cierto tipo de música
electrónica. Es justamente este último elemento, lo que Fernández Porta llama en la obra
de Martín “el techno industrial dibujado” (13), el factor que se convierte en una de las
influencias más importantes de Psychopatia Sexualis a partir del disco homónimo que
Whitehouse lanzó en 1982: 70
En ese vinilo, precursor dentro de su género, aparecen
buena parte de los motivos que marcarán el álbum y, por
extensión, parte de la carrera de su autor: la carne y el
crimen, la contrainformación, las grandes extensiones
arrasadas. El disco de Whitehouse se abre con una canción
dedicada al asesino alemán Peter Küerten; el cómic
[Psychopatia Sexualis], a su vez, empieza con una escena
basada en una cita del mismo personaje. En algún caso se
usan referencias que aparecen en el disco en cuestión, como
el criminal inglés Peter Suttcliffe, conocido como el
Destripador de Yorkshire; en otros, se crea una historieta a
partir de un título de Whitehouse, como ocurre en “ProRapist” o en la posterior “Pro Sexist”. Y en las escenas de
violación resuena uno de los más célebres estribillos del
grupo: “You don’t have to say please”. (13)
A partir del predominio de la estética industrial en su imaginario y de la extrema
asepsia de su grafismo, las historietas de Martín se convierten en experimentaciones
123
“anti-musicales” (una de las maneras en que suele describirse el techno industrial) y en
actos mutacionales de disenso artístico a través del dibujo:
Para mi experimentar no es cagar sobre el papel o dibujar
con semen. Hay gente que experimenta con eso, pero a mí
no me interesa. Para mí experimentar es jugar con la
narración, escoger los temas a tratar, cómo tratarlos, estirar
la tira o no estirarla, ver cómo funciona mejor, probar cosas
nuevas. (“Entrevista a Miguel Ángel Martín” 50)
El caso particular de Brian The Brain, además, nos habla de una fisura que
implica una nueva participación del monstruo de laboratorio, aquella representación
usualmente estigmatizada que se diluye a cambio de la mutación inducida artificialmente,
convirtiéndose, ya sin implicancias perjudiciales para el cuerpo aberrante, en una
promesa corporal y social a partir de la protección que le da el discurso biotecnológico y
la desjerarquización del narrador-observador que designa a los “otros.”
Como paralogía, asimismo, Brian The Brain es un movimiento en contra del
metarrelato monstruoso que nos presenta el archivo tradicional, una desarticulación del
determinismo fundado al pie del monstruo de laboratorio y de los cuerpos “hechos,”
pues, ya sea a través de experimentos, accidentes, o por medio de evoluciones genéticas,
el archivo de alteraciones corporales y fisiológicas de la ficción occidental presupone el
rechazo y la incomprensión del cuerpo que ha sido modificado en su biología interna o
externa, pasando de un estado puro –la lógica monolítica de lo virtuoso– a la desviación
de supuestos parámetros primigenios de estabilidad física y ética.
Lo antedicho, a la misma vez, es visible en dos casos particulares de la Edad de
Plata del cómic de superhéroes norteamericano; 71 concretamente en los seis números del
volumen original de la serie El increíble Hulk (1962-1963), y en la primera génesis de
The X-Men (1963-1970), ambos títulos creados por la dupla de Stan Lee y Jack Kirby.
124
En el caso de El increíble Hulk, señala Lee en una crónica sobre el origen de este
personaje:
We [used] the concept of the Frankenstein monster, but
update[d] it […] And – since I was willing to borrow from
Frankenstein, I decided I might as well borrow from Dr.
Jekyll and Mr. Hyde as well – our protagonist would
constantly change back from his normal identity to his
superhuman alter ego. (“There Shall Come a Jolly Green
Giant” 152)
A pesar de que el protagonista de la historieta de Lee y Kirby es un personaje
súper-heroico, la dicotomía que encierra su personalidad (partida, a causa de un accidente
con rayos gama, entre la pasividad del doctor Bruce Banner y la monstruosidad y la
fuerza bruta del desafiante Hulk) crea dos mundos opuestos en los que se contrastan lo
aceptado y lo objetado, y en el que Hulk, aun en su condición de protector de los Estados
Unidos, es perseguido por el ejército de dicho país, personificado por el general
Thaddeus "Thunderbolt" Ross, quien lo considera una amenaza permanente para la
seguridad nacional (“The Incredible Hulk” 53).
Como en el caso de la creación de Victor Frankenstein, Hulk es rechazado por su
fealdad y tamaño; en otras ocasiones, además, es comparado con animales: “a giant
gorilla that escaped from some zoo” (“The Incredible Hulk”13), descrito como
“terrifying” (21) y “demoniacal” (102) y conceptualizado como un ser enteramente
distinto a los humanos (111), todas ellas, desde luego, características que lo acercan al
objetivo programático de principios de los años sesenta de Marvel Comics de crear
personajes con grandes problemas existenciales, pero que al mismo tiempo reafirman la
impureza y la carga negativa que definen al monstruo de laboratorio tradicional.
125
Partiendo de una premisa semejante, la encarnación fundacional de los X-Men
compone un mundo en el que los seres humanos se dividen en dos especies diferenciadas:
homo sapiens, a la que, desde luego, pertenecemos los humanos comunes y corrientes, y
homo superior (“The X-Men”11), esta última una especie con múltiples súper poderes
derivados de mutaciones genéticas. 72
Al igual que Hulk, los X-Men son también un grupo de estirpe súper-heroica al
que se teme a causa de su diferencia, “hated and distrusted by mankind” (“Introduction”
vi), tal como señala Stan Lee, y concebidos originalmente para responder a problemáticas
sociales como la discriminación y el racismo en una época en la que la sociedad
norteamericana estaba marcada por la segregación y el debate por los derechos civiles. Si
bien los X-Men son definidos como “mutantes” debido al proceso genético que los
origina, existe un peculiar efecto de monstruificación de dicha categoría en el cómic de
Lee y Kirby, ya que el dominante temático en la serie no es precisamente la posibilidad
de cambio de la mutación sino la diferencia como sospecha y marca de otredad, razón por
la cual la mayoría de los homo superior prefieren esconder sus identidades reales del
resto de seres humanos y vivir a la manera de las sociedades secretas, ya sea en
residencias que fungen de escuelas privadas o en espacios alternativos fuera del alcance
de la civilización.
Ante estos referentes de la cultura popular contemporánea y el archivo destacado
con anterioridad, 73 el “elogio de la diferencia” que representa Brian The Brain altera
varias de las premisas del monstruo de la ciencia al inscribirse no como una perpetua
figura de características negativas sino como una mutación prometedora, abierta a la
resignificación. Lo cambiante, de este modo, se convierte en un motivo fundamental en la
126
concepción de Brian, no solo en términos de las posibilidades corporales que presenta
sino también al manifestarse como una ruptura de la experiencia monolítica de lo
humano. En este sentido, el imaginario de Martín en Brian The Brain coincide con
algunas de las predicciones científicas de Alvin Toffler, específicamente con conceptos
como el del “cuerpo pre-diseñado” (169):
Like the geography of the planet, the human body has until
now represented a fixed point in human experience, a
“given.” Today we are fast approaching the day when the
body can no longer be regarded as fixed. Man will be able,
within a reasonably short period, to redesign not merely
individual bodies, but the entire human race. (169)
Y añade en otro pasaje: “we shall all be able to breed babies with supernormal
vision or hearing, supernormal ability to detect changes in odor, or supernormal muscular
or musical skills […] and countless other varieties of the previously monomorphic human
being” (173).
Esta partición entre lo normal y lo supernormal, mucho más frecuentada, desde
luego, en la historieta de súper-héroes, es un antagonismo que asoma de manera
importante en el entramado de Brian The Brain, especialmente desde el discurso de la
madre del niño, Clara Brane, quien al igual que la protectora de un menor que sufre de un
síndrome de discapacidad o de un trastorno psicomotriz, aboga siempre por resaltar la
normalidad de su hijo: “No quiero que Brian vaya a un colegio especial,” le dice al
director del colegio público donde desea matricularlo, “quiero que se relacione con niños
normales” (“Brian The Brain Nº1” 5).
En el caso de Brian, asimismo, el acercamiento a la normalidad implica la
tachadura de aquella “supernormalidad” que para Toffler se construye a partir del cuerpo
pre-diseñado. Si bien Brian es el producto de una mutación inducida accidentalmente
127
cuando Clara se encontraba embarazada y trabajando para el laboratorio BIOLAB
Research (13), los experimentos con ultrasonido que afectan el desarrollo de su cerebro
originan un cuerpo “supernormal” que, aunque físicamente extraño, es también capaz de
realizar asombrosas tareas cognitivas e intelectuales, además de leer mentes y controlar
objetos a través de la telequinesia. Para Clara Brane, sin embargo, Brian debe actuar
como un niño común y corriente, ocultando sus poderes: “por favor, sé como los demás o
te echarán del colegio” (6), y encubriendo su diferencia para beneficiarse de las
relaciones que forja con otros niños. Estos ejercicios de lo que a falta de un mejor
término llamaremos temporalmente la regla de la “humano-normatividad” son
fundamentales en la relación entre Brian y Clara, y marcan los únicos momentos en la
historieta en que un personaje intenta normalizar el intelecto y el cuerpo del niño a través
de la ocultación. En la mayoría de los casos, en realidad, Brian es solamente
conceptualizado como un niño “peculiar,” 74 tanto por el director del colegio: “No os dais
cuenta de que Brian no es como vosotros” (9), como por sus compañeros de clase:
“[Brian] es tan extraño” (7), pero resaltando no precisamente una repulsión física sino
aquella “supernormalidad” que excede la descripción y la “monoforma” humana (la
mutación virtuosa), de ahí que Brian, a diferencia del monstruo de laboratorio tradicional,
sea visto no como un ser terrorífico sino como un niño superdotado que desarrolla juegos
de ordenador (10) y es catalogado por algunos, debido a la gran magnitud de su cerebro,
como “The Thinking Thing” (“Brian The Brain Nº 2” 17).
Esta condición de superdotado, claro está, no se halla exenta de calificativos por
parte de algunos compañeros y adultos: “Hombre elefante” (7) y “Hal 9000” (8) son
algunos de los más imaginativos e inapropiados, y simboliza, además, la instalación en el
128
cómic de Martín del concepto de lo supernormal como un indicador de diferencia. El
rechazo absoluto, que en otras obras acompaña al cuerpo aberrante como una suerte de
rémora, se suple en Brian The Brain por la ironía y la crueldad infantil, sin llegar estas,
no obstante, a crear zonas de exclusión o una carga destructiva que degenere el discurso
positivo del protagonista de la historia. De acuerdo con Martín, esto se debe a que Brian
es un personaje con “dignidad” (72):
Es decir, no odia al mundo por ser diferente, no se venga en
los demás, no es el típico rollo de “todo es una mierda,
nadie me entiende”, no va de patito feo por la vida, encaja
los golpes y sigue tirando “p’adelante”. Yo creo que ese es
un rasgo que le distingue de otros personajes “peculiares”,
que enseguida se tiran al rollo fácil de “son todos
subnormales menos yo”. (“Entrevista a Miguel Ángel
Martín” 72)
Brian, tal como apunta su autor, no deja de ser un “chico raro” (“Brian The Brain
Nº 3” 9), pero cuenta con esa peculiaridad que “le distingue de otros personajes
peculiares.” Su actitud ante las burlas o las ofensas del entorno, sobre todo de los demás
niños, es atípica porque envuelve la superación del escarnio y de los epítetos degradantes,
que son obstaculizados al incorporar aquel poco frecuente dispositivo de la dignidad que
parte de la mutación virtuosa: “Mírame a mí,” le comenta Brian a uno de sus
compañeros, “para ellos [los otros niños] soy un monstruo. Se ríen y burlan de mí
continuamente. No hay que darle importancia” (15, la bastardilla es mía). Esta actitud
insólita, poco habitual en el archivo monstruoso, implica, por un lado, el reconocimiento
de una monstruosidad fabricada por el entorno social inmediato y, además, la
relativización automática de dicha categoría por parte del ser estigmatizado, quien se
transforma en una mutación prometedora cuya estrategia de sobrevivencia, su nuevo
129
agenciamiento, es prescindir del resentimiento y de la ofuscación derivados del agravio
verbal.
Para Ato Quayson, investigador en el campo de los estudios sobre la
discapacidad, esta clase de dispositivo narrativo produce lo que ha denominado “aesthetic
nervousness”:
Aesthetic nervousness is seen when the dominant protocols
of representations within the literary text are short-circuited
in relation to disability. The primary level in which it may
be discerned is in the interaction between a disabled and
nondisabled character, where a variety of tensions may be
identified. However, in most texts aesthetic nervousness is
hardly ever limited to this primary level, but is augmented
by tensions refracted across other levels of the text such as
the disposition of symbols and motifs, the overall narrative
or dramatic perspective, the constitution and reversals of
plot structure, and so on. (15)
A pesar de que el personaje central de Brian The Brain no cuenta con una
discapacidad sino con una “supernormalidad,” el tono y el distanciamiento emocional de
la obra de Martín, aquel melodrama industrial al que hicimos referencia más arriba,
suponen la creación de cierto nerviosismo estético entre Brian, “el chico raro,” y los
“niños normales.” Esta problemática, que con frecuencia produce representaciones de
seres marginados y desacreditados, hace que la perspectiva dramática de la historieta de
Martín dé un giro imprevisto al elogiar la diferencia de Brian (aquel cerebro
macromutado) y sustituir a partir de principios mutacionales la degradación del héroe
freak por sus méritos éticos y morales, algo que se hace mucho más atípico si recordamos
que el grupo social que Clara y Brian componen es de por sí una familia no tradicional.
Cabe resaltar, igualmente, que aun en los momentos más tristes de la trama, como
por ejemplo la desaparición de su padre o la muerte de uno de sus amigos malformados,
130
Brian no recurre a la venganza ni al cuestionamiento de su destino sino que acepta este
último como si se tratase de una parábola de aprendizaje. 75 De la misma forma, los casos
de sus mejores amigos –niños deformes, minusválidos o con enfermedades
degenerativas– llaman la atención por aumentar las tensiones del relato y replantear las
negociaciones entre los cuerpos admitidos y los desaprobados, creando un universo en el
que el nerviosismo estético relativiza la monstruosidad para dar paso a la mutación
prometedora y a la línea de fuga que Brian representa.
Como ya hemos indicado, la madre de Brian es el único personaje que intenta
normalizar al niño, procurando que su hijo tenga una vida similar al del resto de alumnos
de la escuela. Esta actitud normalizadora, no obstante, se quiebra temporalmente el día
que Clara Brane pierde el trabajo como cobaya en BIOLAB debido a que su organismo
ha sido inoculado demasiadas veces (“Brian The Brain Nº 5” 15). La falta de empleo y la
posterior depresión sumen a Clara Brane en un lapsus alcohólico desde el cual describe a
su hijo como “el puto problema” (17) en su vida, llegando incluso a apuntarle con una
ametralladora de plástico y a desearle la muerte (17).
Las viñetas que corresponden a este episodio, al mismo tiempo, evidencian otra
de las negociaciones que pueden adscribirse al nerviosismo estético, alterando el patrón
de las relaciones madre-hijo que el texto había explotado hasta entonces. Martín utiliza
estas viñetas como una suerte de preámbulo del final de Clara Brane, quien se alejará
definitivamente de su hijo a causa de una enfermedad contagiosa, fruto de un virus
modificado que ingresó a su cuerpo durante sus años de cobaya en el laboratorio de la
empresa (“Brian The Brain Nº 7” 16).
131
En lo que respecta al espacio y las localizaciones, el período de agonía de Clara
dentro de las instalaciones de BIOLAB implica también un retorno por parte de Brian –
lúdico en este caso– al espacio científico, después de haber vivido toda su infancia en un
apartamento de clase media. Este retorno, sin embargo, modifica el determinismo de la
tradición del monstruo de laboratorio porque se presenta bajo condiciones muy
específicas dictadas por la propia Clara Brane, desestabilizando así los parámetros de
ubicación más acostumbrados del archivo. Dichas condiciones involucran tanto la
emancipación de Brian una vez cumplida la mayoría de edad como la movilidad continua
del mutante dentro y fuera del laboratorio, y permiten que el niño no pierda un
desenvolvimiento “normal” en círculos ordinarios, principalmente en el ámbito de la
escuela, a donde no deja de acudir por pedido expreso de su madre (“Brian The Brain Nº
8” 15). En BIOLAB también se habilita una habitación común y corriente para él, que se
diferencia de los espacios de investigación por contar con una cama y un televisor con
mando a distancia, rompiendo conscientemente con el tópico del lugar de exclusión que
el metarrelato monstruoso suele distinguir. En este sentido, la dicotomía tradicional entre
el espacio privado y el público se modifica a cambio de una zona de apertura en la que el
cuerpo mutante puede acceder a distintas operaciones espaciales, así como a múltiples
escenarios de desarrollo, lo que nos devuelve al principio de este capítulo y a la idea de
McTavish sobre la biotecnología no solo como un proceso de reconfiguración de los
cuerpos sino también como un proceso de reingeniería de la existencia en sí (32).
A nuestro entender, el “elogio de la diferencia” puesto en marcha por Miguel
Ángel Martín crea un discurso científico alternativo que contrasta con los de los textos
observados anteriormente, es decir, con la tradición del monstruo aberrante y criminal (la
132
criatura de Frankenstein), el monstruo adicto (Edward Hyde) y el monstruo por error de
la ciencia que no se reconoce a sí mismo (las bestias de Moreau y el profesor Delambre
convertido en la mosca). La principal diferencia se halla en el trato que recibe el cuerpo
intervenido o el objeto de estudio, que pasa de ser una materia descartable a
reconfigurarse como una posibilidad biotecnológica valorada (un mutante virtuoso).
Mientras que Clara Brane, por ejemplo, representa a la cobaya humana desechable y
moribunda, el cerebro hiperdesarrollado de Brian es visto como un órgano que debe
protegerse y “conocer[se] a fondo” (“Brian The Brain Nº 8” 19) para alcanzar avances
científicos importantes: “Tu cerebro,” señala el doctor a cargo durante una amena charla
con el niño, “nos abrirá nuevos caminos en el conocimiento del órgano más complejo de
la naturaleza” (20). Esta afirmación, no obstante, aparece en las viñetas de Brian The
Brain sin la malicia ni la explotación propias del relato de horror científico, cambiándolas
por un discurso de promesa biotecnológica que se enaltece en el cómic de Martín a través
de la “supernormalidad” física e intelectual que la mutación de Brian personifica.
A diferencia de los tradicionales monstruos de la ciencia –habitualmente
conducidos por el desquite–, Brian no se siente utilizado por los científicos de BIOLAB,
e incluso llega a validar su posición dentro del orden en el que ha sido instalado al
comunicarse con un conejo fluorescente que también ha sido intervenido por la ciencia
biotecnológica: “los dos somos cobayas, como mamá” (“Brian The Brain Nº 8” 25), le
dice. Este punto atípico de la historieta es uno de los que Miguel Ángel Martín
probablemente subrayaría como de expresión de dignidad, pues en circunstancias
reconocibles como tópicas (un objeto de estudio en el espacio tradicional de la ciencia)
Brian opta por una actitud contraria a la determinada por el archivo, no solo del monstruo
133
(ahora mutante) sino también del melodrama, despojando sus intervenciones de un
sentimentalismo exagerado y de resoluciones recargadas de intensidad trágica por medio
de la instalación de la estética industrial. Todo ello, desde luego, sin olvidar que Brian es
en el fondo un niño normalizado por su madre, quien hasta antes de caer enferma prefirió
mantenerlo apartado del espacio del laboratorio. La protección brindada por Clara, en
este caso, convierte al cuerpo mutante en un sobreviviente ético y en un poco frecuentado
arquetipo de apertura y alteridad.
De este modo, el protagonista de Brian The Brain, continuamente sujeto a un
ideal de cambio y variación y a su propia línea de fuga, es capaz de aceptar que la gente
que ama siempre muere (“Brian The Brain Nº 8” 24): su madre, sus mejores amigos, e
incluso soportar la ausencia de la figura paterna, pero estas trabas existenciales, que en
otros textos determinan el odio que la criatura suele sentir hacia su hacedor, no
desestabilizan la concepción positiva del mundo que le rodea ni formulan una pérdida de
autenticidad a partir de los cambios biotecnológicos, ya sean estos pensamientos creados
dentro o fuera de las instalaciones de BIOLAB. Así, la historia de Brian, coincidiendo
con las opiniones de Rose, parece reconocer que la biomedicina contemporánea “is
enthusiastically engaged with the biological re-engineering of vitality” (16).
Lo anterior nos conduce concretamente a que la ganancia de función que significa
el cerebro alterado, emparejada con la paralogía como una lógica que se opone al
determinismo del monstruo de laboratorio, abra en Brian The Brain un espacio para la
atipicidad y la mutación corporal beneficiosa, un nuevo agenciamiento que viabiliza –a la
vez que propone– promesas biotecnológicas a partir de la licuefacción de la noción
monolítica de lo humano y la revalorización simbólica del organismo intervenido. El hijo
134
de Clara Brane viene a formular así un paradigma contemporáneo guiado por lo mutante
y lo molecular, en el que el cuerpo “hecho,” al igual que aquel conejo fluorescente que el
niño adopta como mascota, brilla en la oscuridad y aspira a tener un mañana mejor
(25). 76 Al romperse la cadena del tópico monstruoso, el personaje de Martín difiere de
otros organismos creados por el accidente científico no solamente por no recurrir a la
autoeliminación ni a la condolencia sino por plantear a manera de meditación industrial
una experiencia futura y beneficiosa para el sujeto mutante.
Chapter 3: Mutación deletérea: alteraciones de los paradigmas del muerto viviente
en Rec de Jaume Balagueró y Paco Plaza
Las mutaciones deletéreas o mutaciones perjudiciales son cambios nocivos en el
material hereditario que se presentan de forma natural o provocada en todos los
organismos vivientes. Al igual que otras alteraciones en la información genética, las
mutaciones deletéreas trastornan el significado del ADN y su manifestación constante, de
acuerdo con Leroi, evidencia la forma en que los organismos reconfiguran al azar la
gramática biológica de los seres vivos (14-15). Si bien las mutaciones deletéreas son
procesos habituales en el reino animal y vegetal, es cierto también que no se presentan
del mismo modo en todos los cuerpos y que su efecto es en realidad aleatorio. Tal como
indica el propio Leroi:
No one completely escapes this mutational storm. But –
and this is necessarily true – we are not all equally subject
to its force. Some of us, by chance, are born with an
unusually large number of mildly deleterious mutations,
while others are born with rather few. And some of us, by
chance, are born with just one mutation of devastating
effect where most of us are not. (19)
Aunque no todos los organismos sufren los efectos lesivos de una gran mutación
perjudicial, la abundancia de mutaciones de este tipo puede causar, dependiendo del
ambiente en el que se desarrollan dichos seres, el decrecimiento de la eficacia biológica
de una población de plantas o animales (Bull, Sanjuán &Wilke 207). 77 Al mismo tiempo,
la introducción de un agente mutágeno (sea químico, físico o biológico) es capaz de
acelerar el índice de alteraciones genéticas e incluso causar la completa extinción de una
especie.
135
136
Como hemos venido apuntando desde el inicio de este trabajo, las mutaciones (no
solo las deletéreas) son constantes biológicas de cambio y transformación. A pesar de
ello, las alteraciones de tipo perjudicial tienen la particularidad de poner en peligro la
supervivencia de los individuos, ya sea a través de la disminución de su eficacia biológica
u ocasionando alteraciones de carácter letal (Bull, Sanjuán &Wilke 207-208). Asimismo,
algunos mutágenos (virus o bacterias, por ejemplo) pueden modificar drásticamente la
expresión de los genes (“Mutagen”).
A pesar de que los cambios producidos en el material genético componen el
motor de la evolución de las especies, la presencia de mutaciones deletéreas abre la
posibilidad de cambios no beneficiosos basados en el “error,” ya que son alteraciones
anteriormente inexistentes que perturban de manera más dramática el gen “original” de
una población de animales o plantas (Leroi 18). Esto implica que los mecanismos de
variabilidad de la selección natural –habitualmente tan útiles para reordenar el material
hereditario de los cuerpos– pasen a reducir las posibilidades biológicas de un organismo
vivo en vez de ampliarlas.
Como anotamos líneas arriba, la presencia de un agente mutágeno puede provocar
que una mutación deletérea se multiplique y altere el material genético de forma
perjudicial. En este sentido, el contagio y la invasión de los cuerpos por algunos agentes
de tipo infeccioso o por microorganismos unicelulares son vistos en nuestro trabajo como
poderosas metáforas de la contaminación. Desde esta perspectiva, la mutación deletérea
podría entenderse como una intrusión a nivel genético que inhibe al cuerpo de un estadio
idealmente beneficioso, presentándose como un desborde y como una amenaza a la
concepción monocentrada del Bienestar.
137
Tal como señala Gabriel Giorgi:
La enfermedad, el virus, aparece en nosotros bajo la figura
del huésped o del ocupante: una presencia ajena que
irrumpe en la intimidad de lo privado, lo separado, lo
individualizado. El enfermo es, en consecuencia, el sujeto
de un cuerpo tomado, ex-propiado; la curación será la
restitución de una propiedad puesta en cuestión. (“Después
de la salud” 14)
En el paradigma estético que nos interesa, no obstante, las mutaciones deletéreas
tienen dos importantes ramificaciones. Por un lado, nos hablan de la corrupción biológica
de la materia, por ejemplo, la manera en que los seres representados en las narraciones de
muertos vivientes (sobre todo el zombie popularizado por George A. Romero en la
segunda mitad del siglo XX) pasan de ser cuerpos humanos uniformes y pulcros a
convertirse en organismos aberrantes e infectados que simbolizan lo indócil y lo
inmanejable. Esta primera pauta, el zombie como macromutación viciosa, se puede
asociar a la manera en que Bauman describe el miedo contemporáneo: “Comprehension,”
apunta en Liquid Fear, “is born of the ability to manage. What we are not able to manage
is unknown to us; and the unknown is frightening. Fear is another name we give to our
defencelessness” (94-95).
Tomando como punto de partida el miedo que nace de la inhabilidad de controlar
las cosas, el cuerpo putrefacto del zombie ciertamente representa lo inmanejable, un
organismo invadido que no podemos comprender a simple vista y que en su estado de
descomposición se hace también terrorífico para una sociedad donde el cuerpo zombie no
es la norma. Esta demarcación entre lo pútrido y lo sano estimula, retomando la idea de
Bauman, el miedo del cuerpo indefenso y no vinculado al contagio.
138
De acuerdo con Giorgi, el cuadro biológico que presupone una contaminación “a
merced del visitante” implica un descentramiento y una redefinición profunda de las
relaciones corporales en narraciones donde no existen ni reparación ni una “promesa de
salud inmune” (“Después de la salud” 30-31). Dicha falta de promesa de inmunidad es el
mismo tipo de experiencia que la mutación de carácter lesivo nos brinda metafóricamente
en la tradición zombie, principalmente en el cine que sigue las líneas estéticas del
universo romeriano, aunque está también presente en novelas e historietas
contemporáneas donde se recoge este tipo de personaje. 78
Las mutaciones deletéreas, ya no como un discurso científico sino como una
metáfora de cambio, cumplen en nuestro análisis una segunda función. No solamente nos
hablan de la obvia mutación del cuerpo sano y de su camino hacia lo putrefacto, sino
también de la tradición cinematográfica zombie como un subgénero mutante por
excelencia. El cine zombie es una manifestación cultural guiada por lo siniestro, por la
angustia y por el miedo hacia un otro irreconocible en la naturaleza, pero a pesar de lo
que comúnmente se cree (sobre todo a partir de la gran exposición que ha tenido la obra
de Romero a partir de 1968), se trata en realidad de un subgénero de terror en constante
movimiento y transformación, creador de nuevos agenciamientos.
Aunque las alteraciones biológicas deletéreas son ciertamente abundantes dentro
de esta tradición ficcional, el cine zombie abarca una serie de periodos diferenciados entre
sí que revelan la variabilidad de su personaje insignia –mito caribeño en sus orígenes,
muerto viviente canibalista en su edad media, mutación hiperveloz en las versiones más
contemporáneas– reformulando y reinterpretando continuamente el subgénero y
139
concibiendo, a la misma vez, una lógica en la que la ganancia de función se da a partir de
la pérdida de funciones mentales, biológicas o genéticas.
De este modo, se podría decir, utilizando los términos de Jameson, que el zombie
abandona constantemente la “envoltura monádica” (38) de sus inicios en pos de la
mutación de lo casi humano. Esta afirmación estaría evidenciada en las múltiples rutas
que ha seguido el subgénero a partir de su inserción en la película White Zombie (1932),
dirigida por Victor Halperin, y en las diversas redefiniciones del término y de los
protocolos zombie en el ámbito cinematográfico. La estética de las narraciones zombie,
como ha sido comprobado en el reciente estudio de Kyle William Bishop, es cambiante
en esencia y debe ser estudiada no como una poética estática sino como una gran
“dynamic adaptation” (32). Lo cierto es que los tópicos zombie que fueron fijados en la
era pre-atómica occidental no solo se subvierten en la etapa de la posguerra,
descontinuando la relación con la hechicería vudú y la esclavitud de los cuerpos, sino que
al ser desjerarquizados estimulan una mutación persistente del personaje zombie y la
creación de nuevos paradigmas que modifican las convenciones más populares de este
subgénero de terror. Ese es el caso, por ejemplo, de las propias creaciones de George A.
Romero, quien sin duda es el más reconocido reinventor de dicha tradición, pero también
de una serie de filmes contemporáneos que llevan la estética de los muertos vivientes y
las narraciones de contagio e invasión corporal a una fase de constante licuefacción de
sus convenciones genéricas, películas, entre otras, como 28 Days Later (2002) de Danny
Boyle, Fido (2006) de Andrew Currie y el filme de terror Rec (2007), co-dirigido por
Jaume Balagueró y Paco Plaza, todos ellos parte de una historiografía zombie relacionada
con la desmonumentalización de modelos monolíticos. 79
140
El caso de Rec es particularmente importante para nosotros porque plantea, al
igual que otras obras de ficción estudiadas a lo largo de este trabajo, una relativización de
absolutos apoyada en su atipicidad mutante y en una línea de fuga molecular. A
diferencia del cine zombie de autores como George A. Romero o Lucio Fulci, el filme de
Balagueró y Plaza, visto como una entidad independiente, amplía las capacidades
motoras del organismo infectado (una característica que inicia 28 Days Later algunos
años antes), pero al hacer esta nueva ampliación propone un zombie atípicamente
incontrolable que desarticula los parámetros tradicionales del subgénero. Rec ejemplifica
un cambio estético que excluye la parsimoniosa movilidad del zombie romeriano
(optando por la figura del híper-zombie) y el escenario de invasión mundial que
caracteriza las versiones de muertos vivientes fulcianas. Los mutantes virtuosos de
Balagueró y Plaza reactivan el subgénero resaltando un régimen de excepción localizado
en un edificio de apartamentos, creando un espacio que es una amalgama de crisis
sanitaria y de prisión donde existe una suspensión de la libertad de tránsito. Para marcar
el tipo de percepción de realidad que se quiere transmitir, Balagueró y Plaza utilizan
técnicas de cine documental, vídeo periodístico y montaje dinámico que crean un efecto
mimético-verosímil que plantea la idea de una realidad inminente. En este sentido, el
espacio donde se desarrolla la historia y las técnicas de grabación empleadas en el filme
de Balagueró y Plaza comunican por medio de una narración de contagio lo que Bauman
ha descrito como la pérdida frecuente en el mundo actual de espacios de consuelo,
tranquilidad y certidumbre (Liquid Fear 69). 80
141
1. El zombie y sus variaciones: un archivo cinematográfico
La figura ficcional que habitualmente distinguimos como zombie se encuentra en
realidad muy lejos de la tradición afrocaribeña que le dio origen y de los libros de viaje
escritos por norteamericanos y europeos que lo refirieron por primera vez en sus páginas
hacia fines del siglo XIX.
Aunque híper veloz y con algunos rasgos de inteligencia, es indiscutible que el
zombie contemporáneo desciende claramente del monstruo con tendencias canibalistas
encumbrado por George A. Romero en The Night of the Living Dead (La noche de los
muertos vivientes, 1968) y de sus posteriores secuelas, cuya notoriedad es persistente en
el imaginario mundial a pesar de las casi cinco décadas que han pasado desde su
introducción.
El zombie cinematográfico primigenio, no obstante, fue codificado por los medios
de masas en alusión concreta al folklore afrocaribeño que empezó a circular en Estados
Unidos y Europa desde fines del siglo XIX, pero que encontró en el libro La isla mágica
(1929), del periodista y cronista itinerante William Seabrook, el germen perfecto para la
creación de un personaje pavoroso que a la larga sería, como indica Peter Dendle en uno
de los primeros ensayos sobre el subgénero de terror zombie, “the only creature to pass
directly from folklore to the screen, without first having an established literary tradition”
(3).
En contraste con figuras tradicionales del horror como los vampiros y los
fantasmas góticos, el zombie tiene una historia más reciente y americana, alejada de las
literaturas canónicas y solamente detallado como elemento folklórico en libros de no
142
ficción como el de Seabrook, donde es descrito de manera fundacional como un ser
sometido y de movimientos mecánicos:
[…] while the zombie came from the grave, it was neither a
ghost, nor yet a person who had been raised like Lazarus
from the dead. The zombie, they say, is a soulless human
corpse, still dead, but taken from the grave and endowed by
sorcery with a mechanical semblance of life – it is a dead
body which is made to walk and act and move as if it were
alive. People who have the power to do this go to a fresh
grave, dig up the body before it has time to rot, galvanize it
into movement, and then make it a servant or slave,
occasionally for the commission of some crime… (93)
Aludiendo a una charla con un campesino oriundo de Haití, Seabrook también
anota en su libro que para ciertos pobladores de la isla los zombies no son solo el
producto de prácticas mágicas locales, sino que realmente existen, convirtiéndose en la
principal razón por la cual “even the poorest peasants, when they can, bury their dead
beneath solid tombs of mansory” (94).
Aunque Seabrook utiliza la referida anécdota con fines estrictamente exóticos y
para resaltar las diferencias entre Haití y el mundo norteamericano, la relevancia de su
crónica de viaje es incuestionable dentro de la trama inventora que delimita lo que será la
primera tipología del zombie de la ficción, la misma tipología en la que se basan tanto la
producción teatral Zombie (1932), de Kenneth Webb, como la mencionada película de
Halperin. Con todo, el texto cinematográfico de este último ha sido aceptado tanto en el
ámbito popular como en el académico como la primera aparición oficial del subgénero
zombie, sentando las bases de lo que críticos como Dendle llaman la variante del zombie
esclavo (4), un organismo reanimado por medio de artificios mágicos que persigue la
voluntad de quien lo posee (comúnmente un villano con poderes sobrenaturales).
143
Al respecto de esta variante del zombie, Kevin Boom, en su reciente clasificación
de los muertos vivientes, utiliza la categoría zombie drone (literalmente, zombie zángano)
para referirse a criaturas ficcionales de similares características (57). A nosotros, no
obstante, nos parece más adecuado optar en castellano por el término “zombie sometido,”
en busca de apartarlo de una simbología centrada únicamente en la acentuación de la
torpeza del personaje o en una dialéctica solamente esclavista (se trataría de un
sometimiento integrado a otro plano cultural: el plano mágico-religioso de los ritos del
vudú caribeño). Apelando a la categoría del zombie sometido, en todo caso, es posible
resaltar la sumisión a una autoridad dominante y al mismo tiempo mantener la relación
intrínseca de este tipo de zombie con las prácticas mágicas de la cultura haitiana, sin
desvirtuar, desde luego, la esencia terrorífica del personaje al distinguir sus limitaciones
mentales o motoras.
El zombie sometido, entonces, es en esencia el zombie cinematográfico
primigenio, un cadáver reanimado por medio de la hechicería y vinculado a creencias
religiosas vudú (particularmente al apropiarse de figuras tradicionales como la del bokor,
sacerdote o mago en la tradición caribeña), desprovisto de un espíritu libre y
caracterizado por sus movimientos mecánicos. Estas son las características fundamentales
de los muertos vivientes representados en White Zombie y en otras películas de las
décadas del 30 y el 40, seres carentes de juicio y de libre albedrío que han experimentado,
de acuerdo con lo que señala Dendle, una completa “despersonalización” (3).
Lo cierto es que esta primera variante zombie se distingue del paradigma
romeriano principalmente por la falta de elementos canibalistas (hallar una sola escena de
antropofagia humana en estas versiones resulta una tarea extremadamente difícil) y por la
144
utilización ficcional de los muertos vivientes como anatomías subordinadas, símbolos de
obediencia y, al mismo tiempo, como conjuntos de fuerza bruta al servicio de la villanía.
Tal como indica Kyle William Bishop sobre esta etapa del subgénero, “the ‘monsters’ of
the voodoo-themed zombie films are not even the zombies but rather the sinister priest or
master pulling their strings” (19), refiriéndose a las jerarquías simbólicas que gobiernan
estas primeras representaciones cinematográficas. Dendle, por su parte, resalta la función
meramente decorativa y el papel terrorífico secundario del zombie sometido:
Early Hollywood zombies are primarily objects of visual
horror rather than genuine threats to the protagonists – the
camera focuses on them for a moment while thunderingly
eerie music plays. If they kill anyone of importance, it’s
their own master, the villain, at the movie’s climax. (3)
White Zombie es probablemente la película que mejor resume el cine de muertos
vivientes de la primera época y al zombie como un objeto antropológico. A pesar de su
bajo presupuesto y de algunos errores de continuidad, este filme se presenta como una
obra significativa dentro del canon zombie por diversas razones. En primer lugar, la
película de Halperin inscribe el nombre del subgénero en la cultura popular (tratándose
de un producto audiovisual pensado para las masas y comercializado
trasnacionalmente); 81 al mismo tiempo, White Zombie establece algunas de las
convenciones básicas que serán mantenidas (o replanteadas en ciertas ocasiones) por
distintos directores de cine en las siguientes décadas, principalmente la convención que
exige que el zombie sea posible como entidad solo después de la muerte y el protocolo
que demanda que el muerto viviente se distinga como un otro amenazador, epítome de
una oposición simbólica que busca resaltar la supuesta proporción física y moral de los
seres humanos.
145
En términos generales, el filme de Halperin es una historia de deseo y un relato
acerca de las transgresiones provocadas por la codicia. Neil Parker (interpretado por John
Harron) y Madeleine Short (Magde Bellamy) son una joven pareja que llega a Haití para
celebrar su matrimonio sin sospechar que dicha desterritorialización alterará tanto sus
planes matrimoniales como sus vidas. Con la ayuda económica del hacendado Charles
Beaumont (Robert Frazer), uno de los hombres más influyentes de la isla, la pareja
organiza una boda que no pueden costear por sus propios medios en la residencia de su
benefactor, esperando, naturalmente, tener después una vida apacible y armoniosa.
El primer nudo de la trama, no obstante, altera esta situación mostrándonos las
auténticas intenciones de Beaumont, quien se encuentra enamorado de Madeleine y desea
apoderarse de ella a toda costa, aunque eso signifique envenenarla antes de la boda con
una pócima preparada por el hechicero vudú Murder Legendre (interpretado por Bela
Lugosi). Legendre, a todas luces el verdadero villano del filme, ha prometido revivir a
Madeleine y convertirla en la esclava de Beaumont por medio de rituales mágicos, algo
que cumple utilizando estatuillas que imitan su figura, así como gestos y movimientos
bastante peculiares, típicos del histrionismo de Lugosi. Más adelante, hacia la segunda
mitad del visionado, un nuevo nudo nos presenta a un Beaumont arrepentido de sus
acciones y de la esclavitud mecánica que le depara a Madeleine, pero ya a merced de
Legendre y su hueste de zombies sometidos.
La simplicidad narrativa y técnica de este filme, así como la oposición
maniqueísta basada en los principios del Bien y el Mal en la que se funda, contrastan con
la importancia que tiene la película en la materialización de una poética y motivo zombies
inaugurales que sirven de plantilla básica para las mutaciones y desarticulaciones
146
estéticas que directores como Romero o Fulci llevarán a cabo años después. Como ya
hemos señalado, White Zombie inscribe taxonómicamente a este subgénero del cine de
terror y codifica al muerto viviente como una otredad maligna y sospechosa. La mayor
singularidad de la película de Halperin, sin embargo, se halla en la variante del zombie
sometido, una entidad esclavizada que responde a los mandatos de un hechicero o brujo
como el que interpreta Lugosi en el filme.
El zombie sometido de estas películas es peculiar no precisamente por su
apariencia –ya que no se trata, como en paradigmas posteriores, de un cadáver en
descomposición ni de un ser mutilado por la muerte– sino de un objeto antropológico
basado en el folklore haitiano, un cuerpo obediente a una autoridad corrompida,
determinado por una mirada estática y por tener un “dreadful emptiness,” como señala
uno de los personajes del filme al referirse a la falta de vivacidad de estas criaturas.
Apoyándose en la obra de Romero, Deborah Christie ha apuntado que el
subgénero zombie utiliza frecuentemente “recaptured, revised, restructured visions of the
past –past anxiety, past trauma, past hysteria. They are a form of social vaccination that
revisits the horror of disease or trauma in order to prepare the social body for some future
contamination or event” (77). Aunque Christie plantea esta idea para el contexto de La
noche de los muertos vivientes, parece lógico extrapolarla y reconducirla al texto
cinematográfico de Halperin, como también a otras películas del subgénero, y subrayar la
manera en que los seres sometidos en White Zombie son en cierto modo una evidencia
simbólica del pasado traumático de la región, particularmente en lo referente a la
esclavitud de las etnias africanas en la isla. Por otro lado, como bien señala Bishop, White
Zombie revela “imperialist anxieties associated with colonialism […] and reverse
147
colonization” (13), en tanto que las víctimas de la magia vudú suelen pertenecer a grupos
raciales caucásicos o a una capa social extranjera que teme perder el control de sus
súbditos.
Aunque sería valioso cotejar en algún momento la evidencia antropológica de
campo con esta primera tradición del zombie ficticio, por ahora resulta suficiente asociar
las ansiedades que comunica el filme con la teorización de Christie, dado que White
Zombie resalta el terror del trauma de la esclavitud (enfocándolo a la raza blanca), así
como la impotencia del individuo subyugado. En el caso de la Madeleine sometida,
además, esta impotencia toma una nueva ruta al tratarse de una mujer que es revivida
simplemente para ser transformada en el objeto afectivo y sexual de un potentado y en la
víctima de un hechicero conspirador y claramente misógino, lo que indica no solo una
actitud colonialista y patriarcal sino también un imaginario dominado por motivos y
discursos falogocéntricos.
El muerto viviente en White Zombie –habría que mencionar también el de
películas como Ouanga (1936), King of the Zombies (1941) y la más lograda I Walked
with a Zombie (1943)– 82 está siempre localizado en el Caribe africano, especialmente en
la región de Haití, y se basa en un esencialismo cinematográfico sobre las creencias
nativas de la isla, marcando una clara diferencia entre los personajes “ilustrados” que
vienen del exterior y los “oscuros” seres de origen local. Aun en figuras como las de
Beaumont y Legendre, personajes de raza blanca pero de cierta manera “contaminados”
por las supersticiones de la isla, esta dicotomía etnocentrista (nativos idiotizados versus
foráneos virtuosos) se mantiene, siendo explotada constantemente para recargar aún más
la construcción maniquea del relato.
148
En estas primeras narraciones de muertos vivientes, Haití es el espacio por
excelencia, un espacio donde confluyen lo exótico y lo inexplicable, así como el espíritu
de la esclavitud y la magia. De algún modo, este espacio nos recuerda no solo las
crónicas de viaje de William Seabrook, los tratados antropológicos de Jean Price Mars o
el trabajo etnográfico de Maya Deren, sino también la atmósfera real maravillosa de una
novela como El reino de este mundo (1949), de Alejo Carpentier, en cuyo prólogo el
propio autor resalta la cotidianidad de lo insólito y el mestizaje cultural en el contexto
haitiano.
Al resaltar la oposición dominación/servidumbre, White Zombie sobresale por
crear un arquetipo de muerto viviente extremadamente lento y desprovisto de decisiones
independientes (algo que no se presenta del mismo modo ni en la variante de Romero ni
en la de Fulci, donde los zombies tienen al menos una determinación alimenticia y dejan
de ser objetos antropológicos). Asimismo, al no ser cuerpos deformes ni aberrantes –tan
solo muertos que han recuperado sus funciones motoras, pero que nunca parecen
descomponerse– los zombies de esta primera época cinematográfica resaltan por su
relativa “belleza” física y su paso rítmico al andar, contraponiéndose a la anatomía
desviada y a la composición asimétrica de encarnaciones posteriores, lo que no implica,
desde luego, que no causen ansiedad ni repulsión en el espectador, pero sí que
establezcan una tipología específica respecto de otras ramas del cine de muertos
vivientes.
Como indicaba anteriormente la cita de Bishop, este tipo de planteamiento y
caracterización traslada la obscenidad y toda la impureza moral al sacerdote o al
hechicero vudú, convirtiéndolo en el verdadero monstruo ideológico y social de la
149
película en tanto que ejecuta crímenes a través de la magia y el control metal. Las escenas
que comunican mejor visualmente esta forma de villanía son sin duda las de la película
de Halperin, sobre todo en momentos en los que retoma técnicas del cine mudo para
realizar sobreimpresiones de los ojos de Murder Legendre –observando el camino de sus
víctimas o ejerciendo control sobre ellas–, o cuando a base de planos detalle concentra la
cámara en las peculiares manos del personaje de Lugosi, cuya expresividad al entumecer
los dedos para realizar actos cabalísticos causa siempre cierta perturbación en la
audiencia.
El paradigma del zombie sometido, en todo caso, inaugura la tradición del motivo
de los muertos vivientes en el cine, y será a partir de sus características fundamentales
que este subgénero cobrará vida propia, manteniendo algunas de sus premisas básicas y
reformulando otras en busca de enriquecer el canon, un canon que, al menos para
nosotros, llama la atención por insistir en lo que a lo largo de este trabajo hemos llamado
principios estéticos e ideológicos mutacionales, aquellos que están estimulados por un
afán de cambio y variación y que resultan fundamentales en las constantes alteraciones de
los protocolos del cine zombie.
A nuestro entender, estos principios mutacionales se hallan implícitos en la
introducción de Dendle a The Zombie Movie Encyclopedia (2001), ensayo académico
fundacional sobre el cine de muertos vivientes. En él, Dendle propone una cronología que
va desde los años 30 hasta los años 90 del siglo XX y subraya la manera en que este
subgénero de terror ha evolucionado en su larga y “variada historia” (13). Resalto la
“variada historia” del cine zombie porque es precisamente entendiéndola de ese modo,
más allá de la mónoda y de una conceptualización unívoca, que las narraciones sobre
150
muertos vivientes se hacen mutacionales en esencia, apelando no solo al caso específico
de la mutación deletérea como temática y a sus cambios perjudiciales o extinciones, sino
también al discurso de la mutación como principio de acomodo estético al reformular o
recomponer los principios del subgénero.
Aunque ni Dendle ni el propio Bishop utilicen el término “mutante” como marco
metafórico de sus respectivos estudios, es evidente que las series cronológicas y las
genealogías zombies que proponen son muestras tanto de las macromutaciones físicas del
personaje zombie como de las metamorfosis conceptuales que se han producido a partir
de la inserción de los muertos vivientes en el imaginario popular a través de medios de
comunicación masiva como el cine o la televisión. Es así que las narraciones zombies se
convierten en relatos mutantes por excelencia, complejidades culturales que se redefinen
frecuentemente en pos de perpetuar una tradición más allá de sus convenciones
elementales, alterando paradigmas como el del zombie sometido, de origen caribeño y
anticadavérico, para crear criaturas canibalistas y anatómicamente aberrantes como las de
Romero y Fulci, dos mundos ficcionales que nacen de la hibridación y la ampliación de
muertos vivientes como los representados por Halperin o Tourneur y de narraciones que
exploran la sociedad occidental a partir de planteamientos apocalípticos y escenarios de
enfermedad y contagio.
Aunque no haremos un análisis pormenorizado de todos los filmes y textos
literarios que conducen directamente a territorios como los que Romero y Fulci
imaginaron en sus películas, es necesario registrar que el zombie sometido de la primera
época solamente puede alcanzar al muerto viviente canibalista de fines de los años 60 a
través de las mutaciones y el nexo que tienden la novela I Am Legend (1954) de Richard
151
Matheson, la película de ciencia ficción The Last Man on Earth (1964), primera
adaptación cinematográfica de dicha novela, co-dirigida por Ubaldo Ragona y Sidney
Salkow y protagonizada por Vincent Price, y el filme de terror The Plague of the Zombies
(1966), del director John Gilling. 83
La novela de Matheson, que no se centra precisamente en la figura del zombie
como un otro negativizado sino en la de una suerte de mutante vampírico que por
oposición negativiza al ser humano, ha sido estudiada de forma comparativa junto al cine
de Romero tanto por Gregory A. Waller y Kyle William Bishop como por Deborah
Christie, señalando en todos los casos conexiones estéticas que son imposibles de
localizar en la filmografía zombie de los primeros años del subgénero. En este sentido, la
premisa del texto de Matheson es extremadamente relevante para el estudio del zombie de
la segunda mitad del siglo XX porque plantea un mundo asolado por una catástrofe viral
que ha dejado algunos seres saludables, como el protagonista Robert Neville, rodeados de
criaturas hematófagas que deambulan por la ciudad en busca de alimento.
Al igual que otros seres vampíricos de la tradición literaria, los vampiros
representados en la obra de Matheson huyen de la luz solar; no obstante, lo más llamativo
de su conducta es la manera en que vagabundean en este escenario posapocalíptico,
agrupados en hordas y manteniendo suficientes facultades motoras para sobrevivir, pero
indudablemente deshumanizados por culpa de la pandemia que ha acabado con el mundo
conocido.
The Last Man on Earth, la primera adaptación al cine de la novela de Matheson, 84
expande visual y simbólicamente los planteamientos del libro porque nos muestra por
primera vez, y sin siquiera haberlo programado para esos fines, los elementos esenciales
152
del zombie posatómico de Romero, sobre todo en lo que respecta al comportamiento
motriz de las criaturas y las ambientaciones claustrofóbicas que encierran a los personajes
no infectados. 85 Del mismo modo, “issues such as the disposal of bodies and the residual
feelings for the deceased,” como señala Dendle, “reach the surface, paving the way for
the genuinely disturbing themes that emerge in the late 60’s” (5).
Basándose en pasajes específicos del relato de Matheson, la película tiene la
particularidad de haber desarrollado exponencialmente el acercamiento emocional que las
narraciones de zombies codifican entre los vivos y los muertos vivientes, en particular el
afecto que prevalece aun después de la crisis pandémica entre amantes, familiares o
amigos. Este es el caso del protagonista, llamado Robert Morgan en la adaptación, quien
debe vivir no solo con el recuerdo de la pérdida de su esposa a causa de la enfermedad,
sino también con la continua ratificación de que su mujer ronda por las calles convertida
en uno de aquellos seres hematófagos. En contraste con la falta de philia hacia los
muertos vivientes que exhiben textos cinematográficos como White Zombie, la trama de
The Last Man on Earth se sirve de la preservación de los lazos emocionales entre los
sujetos sanos y los cuerpos infectados para complejizar las interacciones entre los
actantes, desestabilizando el rol del héroe (que repele y extraña a su propia familia, por
ejemplo) y reformulando al oponente o agresor a través de una refundición de distintas
manifestaciones amorosas como el amor filial, el amor romántico y el fraternal; estos
afectos, sumados al altruismo atávico de la especie, marcan un precedente importante
dentro del archivo del cine zombie y codifican una manera distinta de orientar las
relaciones entre los cuerpos inteligibles y los organismos monstruosos, destacando
nuevamente la mutabilidad constante de este subgénero de terror.
153
Aunque la novela de Matheson y su primera adaptación al cine son elementos
esenciales del entramado que proponen creadores posteriores, el módulo que completa el
armazón en el que se basa el trabajo de cineastas como Romero y Fulci –sin dejar de lado
la mayor parte de la producción zombie contemporánea– viene determinado por la
aparición de la película The Plague of the Zombies, de John Gilling, filme que sintetiza
de manera decisiva el concepto del muerto viviente como una figura deforme que induce
al asco debido a su estado de putrefacción.
Antes del estreno de la película de Gilling, la variante del zombie sometido había
delimitado el cuerpo zombie solamente como una aglutinación de torpeza y fuerza bruta,
sin resaltar aquella corrupción corporal que explotan tanto Romero como Fulci en años
posteriores. Dicha variante, como ya hemos observado, localizaba la villanía no
precisamente en el muerto viviente sino en el hechicero que ejercía control sobre los
cuerpos reanimados y se oponía al héroe de la narración. Hacia fines de los años 60,
como indica Dendle, esta definición del zombie cambia drásticamente y se empieza a
advertir una transformación del concepto de dignidad corporal humana (así como de su
comportamiento), reemplazando los cuerpos aturdidos, pero aparentemente cuidados, por
organismos perversos de apariencia repugnante y cadavérica (5). Estas representaciones
exploran el asco tal como lo define Aurel Kolnai, es decir, como una sensación basada en
un modelo ancestral de putrefacción física y ética. Para Kolnai, el asco indica “the
presence of a particular quality of the unethical, namely, the morally ‘putrid’ or
‘putrescent’” (81). Es precisamente esta sensación (y no solo la del miedo al contagio,
como se presenta en The Last Man on Earth), la que la película de Gilling introduce en
154
las narraciones de muertos vivientes para plasmar la afinidad decisiva entre lo moral y lo
físicamente asqueroso (lo abyecto, si se quiere).
The Plague of the Zombies –un filme producido en los célebres estudios Hammer,
dedicados al género de terror– no solo tiene en su haber la introducción de la reconocida
fachada del zombie contemporáneo, las criaturas que Bishop denomina en sus trabajos
“memento mori figures,” (22) para resaltar la presencia constante de la muerte física, sino
que también actúa como el preámbulo definitivo de la familiarización del motivo zombie,
que transita del Caribe (lo exótico y lo externo) hacia la intimidad europea, en este caso
al campo de Gran Bretaña. Al mismo tiempo, de un modo semejante al de The Last Man
on Earth, el filme de Gilling recanaliza las emociones entre los actantes, haciéndolas
irreversiblemente ominosas y ambiguas. Como indica Jamie Russell, en The Plague of
the Zombies:
the horror represented by the zombie is local, familial and
personal […] the chief focus is not in confronting racial
difference but the Otherness that lies within the family unit
itself. It is a confrontation in which all that was famil-iar is
transformed into something unrecognisable and horrifying.
(60)
La tesis de Russell, a la cual llega a través de las propuestas de Lianne McLarty,
quien propone que en el cine de terror contemporáneo el monstruo “is not simply among
us, but possibly is us” (233), hace énfasis en la ruptura y la desestabilización del
personaje monstruoso como simple objeto y arquetipo maniqueo para transformarlo en
una figura ciertamente oposicional, pero que resulta difícil de ser removida de su entorno
afectivo primario. 86 Dicho entorno se manifiesta precisamente a través de relaciones
íntimas y familiares que amplifican el aspecto terrorífico del muerto viviente instalándose
en esa ambigüedad de sentimientos (atracción/repulsión; amor/odio; ternura/desapego)
155
que termina por instaurar frágiles bandos de seres humanos sanos divididos en sus afectos
hacia sus atacantes.
La película de Gilling, en todo caso, contribuye a la transformación definitiva del
zombie sometido y anticipa el futuro del subgénero, ya no en la economía de la esclavitud
y la sumisión, sino dentro del marco del asedio, el contagio y la enfermedad, una trilogía
de la incertidumbre que cobrará mayor significado en las mutaciones de la modernidad
líquida y en textos visuales como 28 Days Later y Rec.
Esta nueva figura zombie, que dentro de la taxonomía de Kevin Boom es
denominada zombie ghoul (“zombie necrófago” en castellano), es similar al muerto
viviente que puntualizan las películas de George A. Romero y más tarde las de Fulci y
otros directores, y que nosotros preferimos denominar “zombie canibalista” en busca de
resaltar su apetito más allá de la carroña, pues en realidad se trata de una entidad que se
alimenta únicamente de cuerpos humanos frescos (o relativamente frescos) y no de
organismos en estado de descomposición.
Como indica Dendle, con La noche de los muertos vivientes (1968) Romero:
liberated the zombie from the shackles of the master, and
invested his zombies not with a function (a job or task such
as zombies were standardly given by voodoo priests), but
rather a drive (eating flesh) […] Zombies thus become
endowed with a highly physical, biological craving; they
are not longer robotic machines, but gluttonous organisms
demanding representation in the food chain. (6)
Al proponer esta variación, se da inicio automáticamente al paradigma más
influyente de las narraciones de zombies, donde a partir de un universo ficcional de caos
generalizado y barbarismo, “survival, not society,” de acuerdo con Bishop, “becomes the
top priority” (95). El propio Bishop, buscando la especificidad socio-histórica del filme
156
de Romero, relaciona el estado de incertidumbre y la violencia de la película con los
conflictos sociales y raciales que vivía la nación estadounidense en aquel momento y con
la acentuación de los reportes televisivos que daban cuenta de la guerra de Vietnam, estos
últimos caracterizados por su crudeza gráfica y falta de censura (95).
En este sentido, lo que aquí llamamos principios estéticos mutacionales son parte
intrínseca del nuevo paradigma de Romero, no solo por la violencia representada en esta
su primera narración zombie –que desarticula abiertamente la pasividad del muerto
viviente primigenio–, sino porque, apoyándose en una lógica científica que detallaremos
en breve, recurre a la figura del mutante justamente para reinventar toda una tradición
cinematográfica. Es esta misma lógica, en todo caso, la que permite que sus secuelas
(Dawn of the Dead, Day of the Dead, Land of the Dead, Diary of the Dead y Survival of
the Dead) 87 modifiquen algunos de los códigos que el propio Romero ha diseñado en pos
de lograr múltiples interpretaciones y representaciones de la figura del zombie; es decir,
concibiéndola desde su refundación como una categoría variable e inminente, el zombie –
apropiándonos de una idea de Néstor García Canclini– parece estar siempre a punto de
producirse (25).
En La noche de los muertos vivientes, la mutación deletérea, aquella que perjudica
y modifica drásticamente a la especie humana, se apoya en la presencia de un mutágeno
físico: la radiación venida del espacio exterior. Es a partir de dicho elemento radioactivo
que algunos de los personajes secundarios del filme, justamente aquellos que representan
la razón científica, tratan de elaborar una explicación lógica de los acontecimientos. La
tesis que formulan apunta a que los restos de un satélite experimental han traído
radiaciones insospechadas a los Estados Unidos (no se plantea aún una catástrofe o
157
invasión a escala mundial, como sucederá en el paradigma de Fulci) y que dichos agentes
mutágenos provocan alteraciones irremediables en los muertos, quienes regresan a la vida
no solo en estado de descomposición sino también acompañados de un ávido apetito por
la carne humana. 88
Kyle William Bishop ha identificado las implicaciones de la refundación que hace
Romero al señalar las múltiples fuentes de su paradigma: “voodoo zombie movies,
Gothic tales of reanimated golems, insatiable vampires, fractured personlalities and
haunted houses, and science fiction stories of alien invasion and the resulting paranoia”
(94). La síntesis de estos elementos hace de La noche de los muertos vivientes un texto
cinematográfico de gran complejidad en tanto que provoca una eclosión mutacional que
deriva en nuevas estéticas inminentes, donde sin duda confluye el archivo del subgénero,
pero donde también el subgénero se problematiza, relativiza y metamorfosea para
desarrollar novedosas variantes del zombie canibalista de Romero; en estas variantes, la
narrativa de contagio e invasión, y no el sometimiento a un poder mágico, son sin duda
los componentes fundamentales de un zombie que se inscribe en su tradición
cinematográfica como un objeto metafórico nacional.
La primera película de la saga de Romero, como ya hemos mencionado, define el
zombie como una entidad que habita un espacio “familiar.” De algún modo, lo mismo que
lograron textos de ciencia ficción como Invasion of the Body Snatchers (1956) al insertar
las narraciones de plagas alienígenas en el contexto urbano y no en las condiciones del
espacio exterior, es repetido por Romero al localizar al zombie en el interior de la
sociedad norteamericana. La ruptura del concepto de intimidad, tanto física como
espacial, es quizá la variante más significativa del paradigma romeriano de fines de los
158
años 60; al igual que lo que sucede en la estética gótica del subgénero del vampiro, dicha
ruptura desarticula lo cotidiano y desvirtúa lo inocente y atractivo para aterrorizar a los
espectadores en base a protocolos siniestros irremediables; esto parece legitimarse en el
archivo cinematográfico cuando observamos una y otra vez que desde el estreno de La
noche de los muertos vivientes, toda narración de zombies parte de la premisa de que el
contagio convierte a la especie humana en un organismo reemplazable y en vías de
extinción.
En términos estrictamente cinematográficos, Romero plantea la intrusión en el
espacio íntimo en la primera secuencia de la película al seguir el auto de los hermanos
Barbra y Johnny (Judith O’Dea y Russell Streiner, respectivamente) con una serie de
paneos que barren el campo visual mientras el coche avanza hacia el cementerio donde
está enterrado un familiar cercano. Los primeros minutos del visionado se presentan así
como una penetración simbólica del espacio familiar, no solo por la obvia relación entre
fallecidos y descendientes, sino por lo que significa la localización del camposanto –un
lugar al que aparentemente cuesta llegar, de acuerdo con las apreciaciones de Johnny.
Asimismo, cabe destacar lo que el simbolismo occidental nos dice acerca del cementerio
y la tumba, lugares que, según Cirlot, representan tradicionalmente lo maternal y el
origen (455), haciendo de la escena introductoria de Romero una irrupción explícita del
contagio y la plaga –el muerto viviente que carece de lugar– en uno de los espacios más
sagrados y privados que la humanidad ha instituido.
Retomando la hipótesis de McLarty, esta secuencia inicial podría prefigurar la
idea de que en el cine de terror contemporáneo la monstruosidad no solo rodea al ser
humano sino que pasa a ser personificada por él mismo, ya que es en el espacio íntimo
159
del cementerio, después de dejar una ofrenda floral al padre, cuando Barbra y Johnny se
encuentran cara a cara con el primer zombie canibalista de la narración, un poco torpe y
agarrotado, aunque más veloz y horripilante que cualquier zombie sometido de la primera
época. 89
Este muerto viviente inaugural, asimismo, resulta paradigmático por dos razones.
En primer lugar, como ya ha sido comentado por otros críticos, nos enfrenta al apetito
canibalista de estas criaturas y a un aspecto físico diferente, algo sin duda esencial. No
obstante, lo que nos parece realmente significativo de este primer zombie romeriano, y la
que puede considerarse la segunda razón importante para subrayar su llegada, es la
mínima inteligencia que posee y el estado de descomposición de su organismo.
En este punto en particular no coincidimos con Bishop cuando señala que los
zombies de La noche de los muertos vivientes están únicamente guiados por una fuerza
animalística y que son incapaces de razonar (110), ya que este primer zombie de Romero
y algunos otros durante el transcurso del filme pueden utilizar objetos (piedras,
esencialmente) y emplearlas como armas o herramientas, una acción que implica cierta
actividad nerviosa y un proceso cognitivo (definitivamente aprendido en el pasado,
durante la vida pre-zombie) que no ha sido borrado por la acción del mutágeno y que les
sirve para alterar el espacio que los rodea en circunstancias específicas, como cuando
deben quebrar un parabrisas o una ventana por decisión propia. Sí concuerdo con Bishop
en el hecho de que la diferencia cognitiva entre los zombies de esta primera película de
Romero y los de sus secuelas, específicamente en los filmes Day of the Dead y Land of
the Dead, son muy grandes, ya que en estas últimas existen procesos claros de
aprendizaje, ya sea forzado o por libre albedrío; sin embargo, nos parece necesario
160
señalar, siempre dentro de la lógica de lo inminente, que esa sola mutación, quizá hasta
accidental por parte de Romero, le permite ampliar en narraciones futuras los atributos
intelectuales de los zombies, y no solo a él, sino al resto de directores que han basado su
obra en la figura del muerto viviente canibalista.
El aspecto físico de este primer zombie romeriano, por otro lado, es también
llamativo porque declara enfáticamente, por mera comparación con algunos de los
muertos vivientes que aparecen en el segundo y el tercer acto de la película, que los
zombies no son figuras invariables, sujetas a un modelo único, sino que sufren un
permanente proceso de descomposición (que va empeorando con el tiempo, desde luego),
y que en el primer zombie canibalista de La noche de los muertos vivientes se encuentra
aún en una fase primaria, en la que llaman la atención sobre todo la palidez de la piel y
las ojeras (debemos recordar que este filme fue fotografiado en blanco y negro y con un
presupuesto sumamente bajo), mas no la carne putrefacta, los huesos salientes o las
extremidades consumidas por mordidas, eventualidades o biodegradación. 90
En el caso del organismo zombie, los procesos de descomposición suelen también
variar significativamente, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de muertos
vivientes están expuestos a los elementos, preferentemente al aire. 91 Esta diferencia en la
proporción de la descomposición llega al extremo cuando se comparan zombies
“recientes” con mutantes de mayor edad, y se ve sobre todo en el progreso histórico de
las secuelas de Romero y con bastante frecuencia en la serie de televisión The Walking
Dead (2010), donde los rangos y la variabilidad de la putrefacción parecen haber sido
estudiados al detalle.
161
Acerca de este punto y de la crudeza gráfica del subgénero, Steven Shaviro en
The Cinematic Body (1993) ha anotado que las películas de muertos vivientes pueden
entenderse como espectáculos que explicitan la obscenidad:
In their insistence on cannibalism and on the
dismemberment of the human body, their lurid display of
extruded viscera, [zombie films] deliberately and directly
present to the eye something that should not be seen, that
cannot be seen in actuality. Audiences attend these films
largely in the hope of being titillated by a violence that is at
once safely distant and garishly immediate–extravagantly
hyperreal. (99.10)
Esta “hiperrealidad obscena,” prohibida pero deseada por los espectadores,
implica del mismo modo la narración de un gran temor existencial presente en los
protagonistas no contaminados de los relatos de muertos vivientes. Así, nos encontramos
con que la morfología putrefacta del zombie canibalista representa para Kevin Boom la
revelación de un miedo ontológico, aquel miedo a ser despojado por un otro de una clara
identidad humana:
The post-nuclear zombie is a manifestation of the postnuclear hero’s greatest ontological insecurity: the loss of
the “figure” of self in his or her engulfment by the “other.”
Thus we find in the post-nuclear world that the instinctual
human fear of being dead occupies second place to a more
intimate fear of being undead, and that the living death of
the zombie is more monstrous than the grave. (57)
Teniendo en cuenta la lectura de Boom, podemos decir que los seres humanos que
se enfrentan al zombie canibalista están a merced de un no-yo, de aquella impureza que,
de acuerdo con Kristeva, “cae del sistema simbólico” (89), y que a partir de esta caída
que se distancia de una racionalidad social y de un orden lógico, el ser humano se ve
imposibilitado de perpetuarse como un discurso dominante, movilizándose a un plano
162
simbólico subalterno y refugiándose de forma precipitada para no ser corrompido y
aniquilado por el dispositivo ominoso que representan los muertos vivientes.
El guion de Romero hace hincapié en este punto –comentando de algún modo el
clima social de los Estados Unidos a fines de los años 60– al combinar una serie de
actantes muy disímiles entre sí en la misma casa-refugio: Barbra, quien ha perdido a
Johnny después de huir del primer zombie del relato, Ben (Duane Jones), el hombre de
raza negra que toma el control del refugio e impone un plan de emergencia, los
paranoicos esposos Harry y Helen Cooper (Karl Hardman y Marilyn Eastman), su hija
adolescente Karen (interpretada por Kyra Schon) y la joven pareja de novios compuesta
por Tom y Judy (Keith Wayne y Judith Ridley, respectivamente). Todos ellos se
concentran en el mismo espacio a partir de una circunstancia de alarma que invalida la
posibilidad de subsistir en el exterior, dislocando la tradicional serenidad bucólica del
campo –ahora infestado de muertos vivientes– para resguardar la pureza humana de los
pocos seres que aún no han sufrido la mutación.
La casa-refugio de La noche de los muertos vivientes se transforma así en un
espacio artificial donde el orden lógico anterior aún se mantiene, al menos de forma
transitoria, y en la única localización que alberga cierta probabilidad de resistencia de un
sistema de valores simbólicos ahora amenazado. 92
Como menciona Bishop, en la primera película de Romero, y en los filmes que
siguen sus parámetros esenciales, el ser humano es un “disenfranchised Other” (128);
este planteamiento sin duda desestabiliza a la humanidad como la entidad reguladora de
interdicciones por excelencia y da un valor distinto al otro estigmatizado. En una región
asolada por muertos vivientes, queda claro que el no-zombie, y no precisamente el
163
zombie, se transforma en interdicción al imponerse por medio del caos un nuevo orden de
categorías.
Como una interdicción, justamente, es como este grupo de desconocidos
sobrevive en la casa-refugio; es necesario recordar, al mismo tiempo, que toda
prohibición es a la vez una posibilidad si se le permite un espacio. Así, el ser humano
atrapado en La noche de los muertos vivientes se convierte temporalmente en una
pequeña fisura en lo sensible cuando la experiencia de los protagonistas empieza a
reconfigurarse. Este acto de disenso, sin embargo, tiene las horas contadas ante la
creciente ola de muertos vivientes que empieza a rodear la casa-refugio y la falta de
certidumbre respecto al futuro inmunológico y biopolítico de la especie. Tal como apunta
Shaviro:
the dread that the zombies occasion is based more on a fear
of infection than on one of annihilation. The living
characters are concerned less about the prospect of being
killed than they are about being swept away by mimesis–of
returning to existence, after death, transformed into
zombies themselves. (97.8)
Al carecer de un orden lógico que organice la seguridad de los cuerpos, los
personajes del filme de Romero sucumben antes el caos. Si bien el personaje de Ben
sobresale como la única voz de autoridad al tomar la decisión de tapiar y sellar las
ventanas y puertas de la casa, se trata al mismo tiempo de un hombre de raza negra que
representa una de las peores pesadillas del discurso racista estadounidense de fines de los
años 60: estar bajo el amparo y las órdenes de un hombre afroamericano. A pesar de que
en la película no se utiliza ningún término despectivo hacia Ben y que el guion de
Romero se encarga de convertirlo en el legítimo protagonista de la narración, es cierto
que el estado de shock en el que se encuentra Barbra, una estereotípica joven blanca
164
aturdida por el horror, y, de algún modo, la propia desesperación de la familia Cooper,
responden a una desarticulación del orden social acostumbrado dentro y fuera del espacio
familiar de la casa, donde el personaje de Ben dicta, impone e incluso maltrata a otros
ocupantes del refugio.
En La noche de los muertos vivientes el espacio íntimo, en oposición a lo que
sucedía en algunas narraciones del gótico decimonónico, no se encuentra maldito ni
embrujado por una fuerza sobrenatural, pero sí se haya invertido en lo que respecta al
orden simbólico, movilizado de tal modo que las relaciones humanas se degradan y
colapsan, tanto en la lucha contra el no-yo como en el intento de crear estabilidad dentro
del ámbito de la casa-refugio. Tal como señala Bishop, “those left struggling to survive
are forced to adopt a much more primordial stance. The order of the day becomes kill or
be killed, and average folks are quickly transformed into desperate vigilantes” (114).
La poca solidaridad entre los personajes, así como el bando que Harry Cooper,
con o sin el consentimiento de su esposa, ha creado para proteger a sus seres queridos en
el sótano de la casa, pone de manifiesto la desarticulación de los principios heroicos
tradicionales (prudencia, justicia, templanza, fortaleza), lo que en otro contexto Victor
Brombert denomina un “antiheroic mode” (1) y que se traduce en el surgimiento
intempestivo de una figura que trata de sobrellevar “the meaning or lack of meaning of
life” (2). De cierta manera, la mayoría de personajes no contagiados de las narraciones de
zombies que parten del paradigma romeriano alcanzan en algún momento este modo antiheroico y también lo que Giorgi ha llamado en su trabajos sobre el virus “la
imposibilidad de la comunidad” (“Después de la salud” 29). 93
165
En este sentido, la primera narración de muertos vivientes de Romero nace de una
mutación que implica no solamente la refundación del zombie como una entidad
contagiosa y cruenta, sino también de una gran eclosión posapocalíptica que
desjerarquiza al héroe y vulnera sus posibilidades en el orden simbólico nacional. De
acuerdo con Russell:
What makes Romero’s apocalyptic vision so utterly
unsettling is the nihilism that informs it. The rising up of
the dead against the living is presented as a sustained attack
on every truth, value and comfort that civilisation holds
dear […] All objective standards of truth and value are
swept aside, trampled beneath the feet of the living dead as
they march on the nation’s cities. Every vestige of
authority, every convention of heroism is overturned by
Romero’s script. (68)
Las convenciones que Romero rompe a través de la mutación de los protocolos
zombies sin duda revalidan el argumento de Russell y el nuestro en tanto que las grandes
verdades empiezan a hacerse líquidas frente a la desintegración del orden lógico, tanto
corporal como social. En La noche de los muertos vivientes se propone así una alegoría
apocalíptica para representar el estado crítico de las relaciones humanas: la familia
Cooper, protectora de una hija contagiada que se alimentará de sus propios padres, Ben,
un hombre de la raza negra que establece una relación amo/esclavo con Barbra, a quien
“domestica” frecuentemente por medio de gritos y golpes, y la imposibilidad de
comunicación entre la propia Barbra y Johnny, aquel lazo fraternal que solo se recupera
cuando Barbra es convertida en muerta viviente por un hermano que ya es parte de la
turba canibalista.
Todos estos elementos llegan a una resolución altamente dramática –logrando un
modelo arquetípico para futuras narraciones de contagio zombie– cuando el protagonista
166
y único sobreviviente de la noche en la casa-refugio, al ser confundido con un muerto
viviente, con un no-yo, es asesinado al siguiente día por un grupo de francotiradores que
busca limpiar la zona. Fuera de la obvia restitución temporal de un orden lógico racista,
los francotiradores blancos versus un otro afroamericano, la secuencia final de La noche
de los muertos vivientes resulta sumamente significativa por el montaje fotográfico que la
acompaña, el cual describe con ritmo ominoso y desde la lente de un reportero gráfico el
futuro incierto de la especie humana como un ideal normativo.
En dichas fotografías, Ben es arrastrado por uno de los francotiradores hacia la
pira donde su cuerpo será incinerado, convirtiéndose en un organismo desechable, pero
también en una señal de que el contagio es inminente y de que nadie en el mundo
conocido, como en el paradigma de Fulci, estará a salvo de la mutación. Tal como indica
Giorgi, las narraciones de contagio habitualmente reconocen “una relación siempre
abierta, siempre indeterminada con el umbral de lo viviente” (19); esta inminencia,
sugerida por Romero en su primer largometraje zombie, será dramatizada por el cine de
bajo presupuesto europeo en la siguiente década.
Aunque el filme más divulgado de Lucio Fulci, Zombi 2, 94 fue estrenado un año
después de la primera secuela de Romero, Dawn of the Dead (El amanecer de los
muertos vivientes, 1978), el valor de su aparición, sin desmerecer la secuela oficial,
implica no solamente una evolución lógica del planteamiento del contagio y la mutación
(del espacio condal o regional al ámbito transnacional), sino también un retorno
momentáneo al Caribe. Este retorno, como ya ha mencionado Bishop, propone dos líneas
de influencia retomadas por el propio Romero en películas posteriores de su saga: (1) la
presentación de una subjetividad zombie visualmente explícita y (2) la denigración
167
absoluta del cuerpo, tanto en las representaciones del zombie como del humano no
contagiado (160-164).
Zombi 2 (1979) es un filme que aparece en Europa hacia el final de una década
que había reformulado el subgénero de los muertos vivientes con rodajes de bajo
presupuesto, pero con una propuesta reconocida por sus excesos visuales y discursivos y
por la falta de códigos de censura típicos del cine de explotación de los años 70. 95 Las
limitaciones financieras de estas películas, producidas en países como España, Francia e
Italia, son obvias en lo que respecta a la elección de un elenco de actores acreditados, la
fotografía y el montaje (con la excepción de casos específicos del cine B francés), pero al
mismo tiempo encierran nuevas posibilidades para el campo zombie, propuestas poco
ortodoxas y sumamente ofensivas en su mayoría, que no solo desembocan en
planteamientos como el de Fulci en Zombi 2, sino también en el subgénero conocido
como cine caníbal, en el que destacan filmes como Emmanuelle e gli ultimi cannibali
(Joe D’Amato, 1977), Cannibal Holocaust (Ruggero Deodato, 1980) o Cannibal Ferox
(Umberto Lenzi, 1981).
En lo que respecta a las narraciones de zombies pre-fulcianas, merecen mención la
tetralogía de los “Templarios Ciegos” del director Amando de Ossorio, compuesta por los
filmes La noche del terror ciego (1972), El ataque de los muertos sin ojos (1973), El
buque maldito (1974) y La noche de las gaviotas (1975), centradas en una horda de
caballeros templarios que vuelven a la vida en busca de venganza; la película No
profanar el sueño de los muertos (1974) de Jorge Grau, en la que los cadáveres de un
cementerio despiertan a causa de radiaciones provocadas por un aparato de ultrasonido, y
la más lograda, al menos desde un punto de vista técnico, Les raisins de la mort (Las
168
uvas de la muerte, 1978) de Jean Rollin, que no es exactamente una típica narración de
zombies, sino una adaptación de algunos protocolos de Romero (escenario de contagio,
crisis del orden simbólico familiar, modelos anti-heroicos) en el contexto de una villa
francesa en la que un pesticida ha ocasionado una epidemia de putrefacción y salvajismo
entre sus habitantes. 96
Cabe resaltar, del mismo modo, los préstamos “seudo eróticos” que varios filmes
del cine de explotación europeo de los años 70, incluidos los mencionados arriba, reciben
directa o indirectamente de una de las películas más aplaudidas del subgénero de
fantaterror ibérico, 97 Las vampiras (1971) del director Jess Franco, sobre todo en lo que
se refiere a la mirada masculina que cosifica el cuerpo de la mujer. Si bien existe una
diferencia estética bastante notable entre la película de Franco y la mayoría de sus
epígonos (sin ser Franco un cineasta virtuoso), tanto en el cuidado de ciertas
composiciones fotográficas y la musicalización, como también en el simbolismo onírico
de Las vampiras, es indudable que el voyeurismo presente a lo largo de esta película ha
sido extrapolado y deformado en más de una ocasión por otros directores, llegando
incluso a la variante más superficial y obscena que utiliza Fulci en Zombi 2. 98
Como mencionamos anteriormente, Zombi 2 relocaliza a los muertos vivientes en
el contexto caribeño; en ese aspecto es tan incorrecta como sus predecesoras de los años
30 al fabricar un amasijo ficticio de las islas en el que se combinan torpemente elementos
religiosos (africanos e hispánicos), dejes nativos del Caribe inglés, racismo y alusiones
esencialistas al discurso vudú y a las prácticas mágico-religiosas conocidas como
“yuyu.” 99
169
El lugar elegido por los guionistas de la película lleva el nombre de Matool, una
isla de las Antillas donde el Dr. David Menard (Richard Johnson), quien por momentos
guarda algunas similitudes con el Moreau de Wells, trata de combatir científicamente las
supersticiones locales. Desde un inicio entendemos que Matool es un lugar infectado de
zombies (a diferencia de las películas de Romero, el término zombie es usado
explícitamente en el paradigma fulciano tanto en el título del filme como en la narración)
y que los seres humanos no contagiados son cada vez menos en la isla. La película, no
obstante, plantea también un escenario paralelo en la ciudad de Nueva York, donde ha
arribado un bote infectado, aparentemente de propiedad del padre de Anne Bowles (Tisa
Farrow), quien con la ayuda del reportero Peter West (Ian McCulloch) decide investigar
la desaparición de su padre viajando a Matool. Más tarde, ambos serán asistidos por una
joven pareja de buceadores: Brian Hull y Susan Barrett (Al Cliver y Auretta Gay,
respectivamente), quienes los llevarán hasta la isla.
Al situar la narración en dos localizaciones y proponer un zombie metafórico
internacional, la película de Fulci expande definitivamente el espacio de contaminación
planteado por Romero, quien representa el contagio restringiéndolo solo a los Estados
Unidos, sin plantear explícitamente un verdadero brote universal de mutaciones. Esta
nueva movilización del muerto viviente –sellada en el contexto neoyorquino de la
película con la frase “the zombies are taking over”– es esencial para los textos
cinematográficos que surgirán años más tarde, especialmente en las versiones de
infección global que desarrollan películas como 28 Days Later (2002) y 28 Weeks Later
(2007) y también la novela World War Z (2006) de Max Brooks.
170
Tal como apunta Dendle, a partir de la obra de Fulci las narraciones de muertos
vivientes no son ya:
isolated yarns about a small group of people overcoming a
localized monster attack, but focus specifically on the
larger theme of utter apocalypse. Zombies carry a powerful
an unholy contagion that spreads with dizzying speed, and
the undead threaten nothing less than global Armageddon.
(7)
El destino absolutamente fatalista y a escala mundial que comunica Zombi 2 es
doblemente terrorífico cuando reparamos en el tipo de muerto viviente que la película
legitima, un zombie completamente pervertido en el sentido kristeviano, un no-yo que
“desvía, descamina y corrompe” las reglas y las leyes corporales (25). Y es que los
zombies que presenta Romero tanto en La noche de los muertos vivientes como en El
amanecer de los muertos vivientes no alcanzan ni el nivel de putrefacción ni el antihigienismo de las criaturas de Fulci (elaboradas por el reconocido artista de efectos
especiales Giannetto De Rossi), seres literalmente agusanados y carcomidos, en algunos
casos sin órganos oculares, en contraste con las criaturas solamente pálidas y ojerosas de
las primeras dos entregas de Romero.
El modelo fulciano del zombie internacional parece entonces resaltar las palabras
de Menninghaus acerca de la repulsión que provocan los cuerpos en estado de pudrición:
“the decaying corpse,” señala, “is not only one among many other foul smelling and
disfigured objects of disgust. Rather it is the emblem of the menace that, in the case of
disgust, meets with such a decisive defense, as measured by its extremely potent register
on the scale of unpleasureable affects” (1).
Así como el maquillaje se convierte en un elemento fundamental para representar
la perversión de los cuerpos, la elección de planos en el filme de Fulci, principalmente de
171
planos medios y primeros planos cuando se trata de diferenciar a los muertos vivientes de
los no infectados, dice mucho de la frecuencia con que Zombi 2 subraya las aberraciones
físicas y las impurezas de las criaturas que van tomando la isla y Nueva York; en este
sentido, la abundancia de acercamientos solo puede entenderse a partir de la misma
lógica voyeurista que se asienta al principio del filme en el cuerpo semidesnudo de
Susan. A diferencia de Romero –quien prefiere centrarse en el zombie como un colectivo
animalístico y no precisamente como un individuo (al menos no hasta la tercera entrega
de su saga)–, Fulci y el director de fotografía Sergio Salvati se distinguen en Zombi 2 por
darle al muerto viviente una especificidad y una cercanía repulsiva a través de su
selección de primeros planos, un repertorio visual que no solo muestra y exhibe, sino que
fundamentalmente celebra los rasgos y las particularidades morfológicas más impuras del
no-yo.
En ese sentido, tal como apunta Miller respecto de los cuerpos repugnantes, Fulci
parece estar fascinado por la desestabilización que causan la fealdad y la deformidad:
“deformity and ugliness are further unsettling because they are disordering […] they
force us to look and notice, or to suffer self-consciousness about not looking or not not
looking. They introduce alarm and anxiety by virtue of their power to horrify and
disgust” (82).
Si bien la denigración absoluta del cuerpo y el planteamiento de un contagio
transnacional son sumamente importantes dentro del paradigma fulciano, el componente
que termina por canonizar a Zombi 2, y al que Bishop también hace referencia en su libro,
es el de la anticipación del punto de vista del muerto viviente en tomas que implican
acecho o contemplación al utilizar el recurso cinematográfico de la cámara subjetiva
172
(164). Se trataría entonces de un primer paso hacia la representación temática de la
mirada zombie que otros cineastas, entre los que se encuentra el propio Romero,
empiezan a desarrollar con mayor frecuencia en filmes posteriores a Zombi 2.
La inmersión en la perspectiva del zombie es determinante en escenas como la del
asedio a Paola Menard, esposa del doctor que regenta la isla, y en la sigilosa persecución
que los muertos vivientes llevan a cabo para sorprender a Anne y sus compañeros cuando
estos huyen a través de la jungla de Matool. De acuerdo con Bishop, a partir del uso de la
cámara subjetiva “[Fulci] repeatedly aligns audience identification with the zombies
instead of the human protagonists” (164), no solamente desarticulando la mirada y el
dominante típicamente “humanos” de la primera película de Romero, sino también
abriendo la posibilidad futura de explorar los sentimientos y la psicología del zombie,
algo muy notorio en largometrajes como El día de los muertos vivientes (1984), La tierra
de los muertos vivientes (2005) y en el filme Colin (2008) de Marc Price.
A pesar de las indudables limitaciones técnicas, de los esencialismos y de las
escenas controversiales que gobiernan la película, Zombi 2 no puede tratarse como el
simple producto de un epígono –aun cuando está claro que Fulci parte del cimiento que
Romero establece en sus dos primeros filmes– sino que debe reconocerse en base a sus
principios y aspectos mutacionales y a la apertura del paradigma zombie al contagio
transnacional que el guion funda al proponer escenarios paralelos de infección; esta sola
característica es fundamental para completar el paradigma romeriano y asegurar a la vez
la movilidad contemporánea del subgénero zombie en un mundo ya globalizado e
interconectado, donde las narraciones de plagas y enfermedades se construyen
173
esencialmente a partir de la premisa de la ubicuidad, tal como sucede en la saga zombie
de 28 Days Later o en el universo ficcional de The Walking Dead.
Antes de internarnos en los productos culturales más contemporáneos de la
tradición de los muertos vivientes, es necesario hacer referencia a lo que se conoce como
“spoof cycle” o periodo paródico del subgénero zombie, en parte atribuido a la
popularidad del vídeo clip Thriller de Michael Jackson, dirigido por John Landis en
1983, y a películas que hibridizan terror y comedia como The Return of the Living Dead
(Dan O’Bannon, 1985) y Braindead (Peter Jackson, 1992). 100 En ambos casos se marca
una importante tendencia a reformular la tradición cinematográfica de los muertos
vivientes a través de una reinterpretación absurda de sus convenciones, utilizando humor
negro e intertextos identificables (sobre todo del paradigma de Romero), así como un
claro gesto posmodernista que pasa de una visión trágica a una posición lúdica.
En general, los textos de carácter paródico, tal como los entiende Margaret A.
Rose, nos enfrentan a la incongruencia cómica. “The comic incongruity created in the
parody,” señala, “may contrast the original text with its new form or context by the comic
means of contrasting the serious with the absurd as well as the ‘high’ with the ‘low’, or
the ancient with the modern, the pious with the impious, and so on” (33). Filmes como
The Return of the Living Dead, tal vez el más logrado del ciclo paródico junto con
Braindead, implican un tipo de desarticulación similar, basado en la incongruencia y el
disparate y en la relación humorística entre un texto fílmico del pasado y su homenaje y
celebración popular. Asimismo, tal como apunta Bishop al centrarse en The Return of the
Living Dead, “by fusing the horrific with the comedic, O’Bannon opened the door for a
174
host of films that were able to ratchet up the violence and the gore by shrouding their
core narratives in a censor-defying coat of humor” (187).
La desaparición momentánea de las narraciones de zombies serias durante gran
parte de los años 80 y 90 introduce, 101 no obstante, un anexo extremadamente
significativo a los protocolos hasta entonces conocidos del muerto viviente,
particularmente en lo que se refiere a su régimen alimenticio primario. Como indica
Dendle:
whereas Romero’s zombies only eat the flesh of victims in
a general way, the zombies of Return specifically eat the
brains. The undead don’t view the living simply as
undifferentiated meat samples, but specifically target the
intellectual center itself. Thus the zombies crave the
consciousness (metonymically literalized as the brain) that
they so sorely lack. (9)
Esta pequeña distinción, popularizada y repetida en otros filmes del ciclo
paródico, confirma nuevamente la constante variabilidad del subgénero zombie y la
importancia que la mutación, como noción de adaptación y cambio, tiene dentro de esta
tradición cinematográfica al ofrecernos distintas posibilidades estéticas, ideológicas y
discursivas. Bajo esta lectura, el zombie y sus protocolos ficcionales siguen un curso
mutacional que implica una constante revisión de algunas de sus convenciones más
populares en pos de suspender determinismos que imposibiliten un cambio en los
paradigmas ya existentes o la aparición de un nuevo modelo paradigmático. En este
sentido, tanto el ciclo paródico de los años 80 y 90 como la re-introducción de las
narraciones “serias” en la primera década del siglo XXI subrayan aquella fórmula
paradójica de Jameson acerca de las relaciones que en el posmodernismo se establecen a
175
través de la diferencia y cómo este sistema relacional se convierte en “un modo nuevo de
pensar y percibir” los productos culturales (73).
El pensamiento posmoderno, en todo caso, se distingue por revelar una
inclinación hacia el polimorfismo y la indeterminación; por tal motivo, nos parece
pertinente movilizar esta lógica a la producción zombie ya que un sistema relacional
cimentado en la noción de diferencia implica de cierto modo una apertura a la mutación y
una recanalización constante de los protocolos que rigen la obra de arte, fuera de una
envoltura monádica y dentro del discurso re-creador de la variabilidad. Desde esta
perspectiva, el cine zombie implica no solo refundaciones a partir y más allá de
paradigmas como los de Romero o Fulci, sino también una ideología mutacional que
permanentemente reelabora y reconfigura sus propias mutaciones (tanto a nivel
paradigmático –la tradición zombie– como sintagmático –las relaciones que establece a
nivel metafórico con las apropiaciones de discursos de otros campos culturales–) y que en
la actualidad se sumerge en el marco del asedio, el contagio y la enfermedad.
Si entendemos el sintagma como un concepto de significado complejo que
expresa una unidad basada en la relación asimétrica de los distintos elementos que lo
componen y lo movilizamos por un momento a la tradición de los muertos vivientes, nos
encontraremos con que los principios mutacionales –elementos que rigen el sistema
relacional interno del sintagma– no se detienen en transformaciones semánticas de los
componentes que se relacionan en él, únicamente reflejando el cambio de un paradigma a
otro (de Halperin a Romero, de Romero a Fulci, etc.), sino que existen intramutaciones
(mutaciones hacia el interior del paradigma) que alteran los criterios relacionales y el
número de elementos que conforman el sintagma ya que conjugan conceptos antes
176
inexistentes en dicha construcción. La superposición de estos nuevos elementos en el
sintagma zombie ocasiona entonces que criaturas como las de la primera película de
Romero difieran notablemente en sus reacciones afectivas y funciones de memoria de las
representadas en posteriores filmes del mismo director, como sucede en El día de los
muertos vivientes (1985) o La tierra de los muertos vivientes (2005).
Aunque la tercera y la cuarta entrega de la saga de Romero han sido estudiadas en
profundidad en los últimos años por Russell y Bishop, es necesario resaltar la mutación a
nivel sintagmático que a nuestro entender ambas películas desarrollan al presentar
zombies co-protagonistas como Bub (El día de los muertos vivientes) y Big Daddy (La
tierra de los muertos vivientes); en ambos casos existen transformaciones graduales de
las capacidades cognitivas del muerto viviente que implican aprendizajes condicionales e
incondicionales, pensamientos asociativos y el uso estratégico de la memorial sensorial y
la memoria colectiva (esta última, además, es uno de los ejes fundamentales de la trama
de La tierra de los muertos vivientes).
Tanto en el caso de Bub como en el de Big Daddy lo que se propone no es ya
mera intuición o simple instinto, sino aquella capacidad de razonamiento que Romero
había insinuado accidentalmente y por un lapso brevísimo en la apertura de La noche de
los muertos vivientes. Tal como indica Bishop, la aparición de ambos personajes marca
una “sutura” excepcional entre figura zombie y audiencia (179), ya que introduce de
forma explícita la relativización de la negatividad del “monstruo” y la llegada de la
ganancia de función del “mutante.” Esta intramutación no es solo relevante dentro del
marco creado por la saga de Romero, sino que sirve de cimiento conceptual para las
exploraciones con protagonistas zombies que se presentan en filmes posteriores como
177
Fido (Andrew Currie, 2006), cuya trama se centra en un mundo utópico donde los
muertos vivientes son parte de la armonía doméstica, y Colin (Marc Price, 2008), película
que relata, desde la perspectiva y subjetividad de un adolescente zombie, lo que sucede en
un Londres posapocalíptico e infestado. 102
Las mutaciones del zombie a nivel cognitivo y afectivo son sin duda importantes
dentro de la lógica desde la cual hemos propuesto leer y analizar las narraciones de
muertos vivientes. Para nosotros, el cine zombie de la era posatómica es una tradición que
anuncia lo inminente y propone lo mutacional, ya sea desde las alegorías acerca de la
crisis familiar (Night of the Living Dead), del híper consumismo de la sociedad occidental
(Dawn of the Dead), del militarismo científico (Day of the Dead) o desde la celebración
de la catástrofe de la forma y el alma humanas en los mundos transnacionales de Fulci.
Lo cierto es que tanto la tradición como la figura zombie, desde sus inicios hasta el día de
hoy, parecen variar y reconfigurarse infatigablemente, y parecen hacerlo con mayor
soltura en las circunstancias de la modernidad líquida.
Ya en el siglo XXI, continuando con la misma tendencia mutacional, el contagio
y la pandemia se instalan no solo como premisas narrativas que autorizan la aparición de
la figura de un muerto viviente terrorífico, sino que la plaga, el virus y la infección se
convierten en el verdadero terror de un paradigma nuevo, “biotematizado” y
conscientemente distante de una lógica inmunitaria, en el que el relato de zombies se
empieza a distinguir a partir de dispositivos que dialogan con discursos científicos o
biotecnológicos y en el que destacan producciones cinematográficas como la saga de
Resident Evil (Paul W. S. Anderson) y 28 Days Later (Danny Boyle), ambas estrenadas
con pocos meses de diferencia en el año 2002.
178
Resident Evil, cuya serie cinematográfica se encuentra actualmente en la quinta
secuela, se gestó en realidad como una ramificación de la franquicia del videojuego Bio
Hazard (Capcom Inc., 1996), distribuido en Europa y las Américas como Resident Evil.
Este videojuego, diseñado originalmente por Shinji Mikami para la primera consola
PlayStation, pertenece al subgénero de “survival horror,” que designa productos en los
que se fusionan la resolución de acertijos, el suspenso y algunas convenciones del gótico
como el escenario “maldito” y el acecho de una presencia monstruosa. Aunque las
similitudes entre la serie de videojuegos y la saga fílmica se manejan fundamentalmente a
nivel intertextual, la premisa de la fuga del Virus-T, que convierte a los seres humanos en
zombies canibalistas, es también el punto de partida del filme de Anderson. De esta
manera, la versión cinematográfica de Resident Evil nos presenta a la amnésica
protagonista Alice (Milla Jovovich), un agente secreto de Umbrella Corporation que no
figura en el videojuego de Mikami, y a un comando de soldados bajo las órdenes de la
misma corporación tratando de ingresar en La Colmena, el centro subterráneo de
investigación biotecnológica donde el Virus-T ha sido liberado. En esta suerte de viaje
hacia el virus, los personajes avanzan del mismo modo que lo harían en un videojuego,
pasando de un nivel a otro y enfrentándose a nuevas dificultades conforme se acercan al
objetivo de la misión: contener el Virus-T y volver a la superficie antes de que la
computadora que controla el laboratorio subterráneo selle la única vía de escape. Para
empeorar la situación, desde luego, La Colmena se ha convertido en un espacio plagado
de muertos vivientes, los cuerpos contagiados de aquellos trabajadores del centro de
investigación que, durante la fuga original, entraron en contacto con el Virus-T.
179
A pesar de que el filme de Anderson no se apropia de la palabra “zombie” para
designar a las criaturas que deambulan por los túneles y las galerías de La Colmena (un
gesto que podría verse como otra mutación para comunicar la vitalidad del subgénero), es
cierto también que la adaptación cinematográfica del videojuego, tanto como el software
original de Mikami, hace referencia intertextual a ciertas convenciones romerianas como
el hecho de que los infectados “are driven by the basest of impulses” y a los modelos
fulcianos de degradación del cuerpo, particularmente al mostrarnos una serie de seres
aberrantes entre los que destaca un grupo de dóbermans zombies carcomidos por el
Virus-T.
Con todo, el filme de Anderson se apoya con frecuencia en claroscuros y en
composiciones fotográficas que optan más por ocultar que por develar, lo que distingue
su versión de los muertos vivientes de otras al evitar la típica violencia gráfica del cine
gore. Al mismo tiempo, Resident Evil plantea un contraste visual entre los espacios
“seguros” de La Colmena y las grutas donde la presencia de los zombies es mayor,
prefiriendo una iluminación alta al inicio del filme y un valor expresivo más oscuro
conforme Alice y el comando de Umbrella Corporation se internan en el foco de la
infección.
Asimismo, la adaptación que Anderson hace del videojuego cumple de algún
modo con las observaciones de Giorgi acerca del virus y la enfermedad. Para Giorgi, “el
virus es la ocasión de agujerear o rasgar la película de la salud como fantasía normativa,
como falsa promesa de inmunidad absoluta y como denegación de la muerte” (25).
Resident Evil opera justamente en el caos que se produce a partir de la rasgadura de dicha
fantasía e inserta el peligro biotecnológico de la plaga artificial en el imaginario zombie,
180
creando un paradigma donde la hipótesis de la radiación de origen extraterrestre es
omitida para implantar condiciones relacionadas al miedo a la intervención y a la
manipulación genéticas. La escena final de la película, en la que Alice despierta en un
hospital después de cumplir con la misión en La Colmena y de ser secuestrada por otros
agentes de Umbrella Corporation, nos presenta ya un mundo posapocalíptico donde el
Virus-T parece haberse propagado. La fantasía de la inmunidad absoluta se ve entonces
nulificada y el final abierto de la película, con el personaje de Milla Jovovich caminando
nerviosamente por las calles de la ficticia Racoon City, parece enfatizarnos que el virus y
el contagio se han convertido en los verdaderos conductores de las más recientes
narraciones del subgénero zombie.
Con una visión mucho más calamitosa, pero siguiendo una lógica semejante,
Danny Boyle propone una Inglaterra contaminada por una plaga viral en el filme 28 Days
Later. La secuencia que da inicio a esta película, oscurecida intencionalmente por medio
de subexposiciones, se concentra en el asalto a un laboratorio de investigación por parte
de un grupo de activistas a favor de los derechos de los animales. Durante dicha
incursión, varios chimpancés infectados con un virus artificial son liberados de sus jaulas,
iniciándose así la transmisión del agente infeccioso al ser los propios activistas atacados
por los animales que fueron a rescatar.
Tal como apunta Giorgi, la enfermedad y el virus implican un descentramiento
que redefine “la relación con el cuerpo (im)propio y con el cuerpo de los [demás]” (30).
Este tipo de descentramiento se hace patente en 28 Days Later en la forma de un virus de
la rabia ficticio, transmitido a través del contacto con la sangre o la saliva. En cierto
modo, el filme de Boyle empieza donde la primera entrega de Resident Evil concluye,
181
confinando al protagonista en un mundo fantasma donde el contagio ya se ha expandido.
Jim (Cillian Murphy) es un paciente de hospital que despierta de un coma veintiocho días
después del inicio de la plaga que ha asolado Inglaterra. Sin tener memoria de lo que ha
ocurrido, Jim vaga por las calles de Londres en busca de algún rastro de humanidad; en el
camino, no obstante, solo encuentra fotografías de desaparecidos pegadas en las paredes,
restos de comida y extraños seres canibalistas conducidos por una furia incontrolable.
El muerto viviente representado en el filme de Boyle es quizá uno de los más
terroríficos de la tradición zombie. No solo se trata de un no-yo feroz y contagioso, sino
que además de salivar y expectorar sangre por mera costumbre, goza también de una
velocidad extraordinaria e inédita tanto en el paradigma de Romero como en el de Fulci.
Si bien en Resident Evil Anderson insinúa cierta rapidez zombie apoyándose en técnicas
de montaje dinámico, en 28 Days Later es la criatura en sí, y no la ordenación rítmica de
las tomas, la que expresa una velocidad extremadamente superior a la de cualquier
zombie visto con anterioridad, creando un muerto viviente más atlético y contagioso.
En su relación taxonómica, Boom llama a esta nueva criatura “bio zombie” (58),
asociándola a la biotematización que diferencia al nuevo paradigma. No obstante, nos
parece que un término más conveniente para nuestros propósitos sería el de “híperzombie,” ya que este último resalta sobre todo los excesos anatómicos y físicos de la
criatura y puede a su vez extrapolarse a filmes donde el elemento biotecnológico es
omitido o indeterminado, como sucede en el remake de El amanecer de los muertos
vivientes (Zack Snyder, 2004), un texto fílmico que dialoga con la película homónima de
Romero, pero que toma las características atléticas y rabiosas del zombie de Boyle.
182
28 Days Later y su secuela 28 Weeks Later (2007) son además relevantes desde
un punto de vista estético porque no solo representan sino que “documentan” la era
posapocalíptica utilizando cámaras digitales y métodos de cine de guerrilla que permiten
mayor movilidad y “verosimilitud.”103 A diferencia de la limpieza fotográfica de Resident
Evil, que busca continuar la línea visualmente pulcra del videojuego, el filme de Boyle
nos propone una Inglaterra fotografiada por medio de ángulos aberrantes y
subexposiciones intencionales que muestran el afeamiento del mundo, así como la
asimetría y la desproporción del espacio posapocalíptico. En todo caso, cualquier
atmósfera creada por Romero o Fulci queda en un segundo plano al cotejarse con las
imágenes granulosas y a los encuadres irregulares de la película de Boyle, quien, en
palabras de Russell, “[turns] the contemporary urban landscape into a vision of hell”
(180).
Es precisamente en ese “infierno terrenal” donde Jim y los pocos sobrevivientes
con los que tropieza, Selena (Naomi Harris), Hannah (Megan Burns) y Frank (Brendan
Gleeson), deben reconstruir algún tipo de normalidad que los mantenga en pie ante las
acometidas de las criaturas que han tomado el país, además de lidiar con las traiciones de
un grupo de soldados que en un principio los alberga, pero que luego se convertirá en la
otra cara de la monstruosidad de la Inglaterra posapocalíptica, donde la inocente frase que
Jim pronuncia durante su primer encuentro con Selena: “There’s always a government”
se va corrompiendo en medio de la anarquía y la lucha por la sobrevivencia de la especie
humana.
183
Tal como sugiere James Berger respecto a otras narraciones acerca del día
después del fin de los tiempos, 28 Days Later apela a la representación de lo inconfesable
y lo prohibido:
Post-apocalyptic discourses try to say what cannot be said
(in a strict epistemological sense) and what must not be said
(what is interdicted by ethical, religious, or other social
sanctions). Nuclear war, for instance, has been considered
“unthinkable” in both these senses […] Post-apocalyptic
representation, like Kant’s sublime, often takes place at a
site of conjunction between this “cannot” and “must not” –
a site where language stops, both for reasons of internal
logic and of social prohibition. Sex, death, and waste thus
become emblematic in post-apocalyptic representations.
(14)
No es una coincidencia entonces que el mundo representando en 28 Days Later
esté invadido de cuerpos contagiosos y muertos vivientes, ni de autoridades militares que
buscan repoblar la Tierra por medio del abuso y la violación, subrayando de esta forma la
crisis de gobierno y de salubridad que distinguen el relato, así como un innegable
“boundary between before and after” (Berger 19) que desestabiliza toda idea de
inmunidad e higiene. En la película de Boyle, además, el asco es otra vez una de las
sensaciones primordiales, donde lo repugnante, tal como señala Miller, “is marvelously
promiscuous and ubiquitous. It is what is strange and estranged but threatens to make
contact; it is also the utterly familiar guest who threatens to remain or to return again
soon” (89).
Retomando la premisa de la pandemia transnacional (la plaga, según Selena, ha
llegado también a Nueva York y París), Boyle evoca en 28 Days Later el legado de Fulci
y nos propone a la misma vez un cuadro de contaminación inminente por medio de la
fuga de un virus biotecnológico, un agente que no solo transforma a los seres humanos en
184
criaturas canibalistas, sino que plantea una mutación sintagmática, ya que de la
nominalización se pasa a la adverbialización: no es qué es, sino cómo, cuándo y con qué
tiempo lleva a cabo las acciones. Se trata, en definitiva, de un muerto viviente que altera
las funciones motoras del zombie tradicional.
Es a partir de la aparición de 28 Days Later que filmes como el remake de Dawn
of the Dead (2004), Rec (2007) o Mutants (David Morlet, 2009) se apoyan en la figura
del híper-zombie como mutante fundamental, una figura que ya no solo vehiculiza una
estética de lo asqueroso sino que también viene a comunicar, en palabras de García
Canclini, “la agonía de las utopías emancipadoras” en las artes (10). Esta elección
estética e ideológica, un tanto lejana del modelo romeriano del muerto viviente, busca
representar a través del relato de terror un mundo contemporáneo donde la incertidumbre
y la sensación de inseguridad parecen funcionar también como una epidemia veloz e
incontrolable, que nos aleja drásticamente de una gran lógica inmunitaria y
estabilizadora. La figura del híper mutante, en todo caso, va más allá de este subgénero
del cine de miedo, ya que a través de ella podemos analizar y teorizar otros fenómenos
culturales que se asocien con las circunstancias de cambio y transitoriedad que vivimos
actualmente.
2. Rec, nuevas alteraciones de los protocolos del muerto viviente
El concepto de mutación deletérea, tal como apuntamos antes, es útil para
nosotros porque nos permite hablar de una intrusión a nivel genético que priva al cuerpo
de un estadio idealmente saludable, desplazando la noción monocentrada del Bienestar y
creando un resquicio para la inminencia de la incertidumbre y del miedo. En este sentido,
185
Bauman ha señalado que el miedo “is at its most fearsome when it is diffuse, scattered,
unclear […] when it haunts us with no visible rhyme or reason, when the menace we
should be afraid of can be glimpsed everywhere but is nowhere to be seen” (2).
Este grado descomunal de miedo, así como su acechante ubicuidad, ha sido
representado en las narraciones de terror desde los inicios del género a fines del siglo
XVIII, pero parece prosperar en el mundo actual en los relatos de contagio 104 y sobre
todo en el cine de temática zombie más reciente, un subgénero que ha encontrado en la
infección extendida y en la mutación del cuerpo dos vías para desmoronar los grandes
discursos de firmeza e inmunidad en los que tienden a apoyarse nuestras sociedades.
De acuerdo con Salomon, la narración de terror “offers us neither the consolations
of meaningful causal explanations nor the promises of some temporal pattern suggesting
a movement toward some significant resolution” (97). Esta característica se halla desde
luego presente en la estética gótica tradicional y llega hasta nuestros días en la obra de
autores como Stephen King (1947) o Clive Barker (1952), y en el ámbito hispánico
contemporáneo en los trabajos de Cristina Fernández Cubas (1945), Pilar Pedraza (1951),
José Güich Rodríguez (1963), Félix J. Palma (1968) y recientemente en los de narradoras
como Marian Womack (1975) o Samanta Schweblin (1978), sin embargo, a diferencia de
los relatos tradicionales del género, donde la eliminación del monstruo o del acto
sobrenatural constituye la regeneración automática y deliberada de la “normalidad” y la
reposición de una lógica racionalista estabilizadora, las recientes producciones de terror
se inclinan en cambio por una versión particularmente extremista de la pérdida de
prosperidad y por la dislocación explícita de un desenlace compasivo, sobre todo si nos
186
detenemos en aquellas narraciones conducidas por tramas donde el contagio y la
infección son planteamientos primordiales.
Cynthia Freeland en The Naked and the Undead (2000) ha distinguido justamente
dos tipos de terror cinematográfico en la segunda mitad del siglo pasado. Dividiendo la
producción norteamericana del género en uncanny horror y graphic horror, Freeland
señala que los conflictos psicológicos y las ansiedades internas son las características
esenciales de la primera categoría, donde figuran filmes como The Shining (Stanley
Kubrick, 1980) o ciertos momentos de David Cronenberg y David Lynch. El espectáculo
visual gore y la violencia visceral, por otro lado, serían los principales elementos de la
segunda tendencia, en la que destacan tanto The Texas Chainsaw Massacre (Tobe
Hooper, 1974) como la saga zombie de Romero, particularmente aquellas escenas donde
los muertos vivientes se alimentan de los no contagiados (236-243).
A su vez, Freeland hace una importante aclaración acerca de los alcances del
uncanny horror al asociarlo no solo con lo siniestro freudiano sino también con la
inversión de la categoría de lo sublime: “For Kant,” apunta Freeland, “the sublime was a
magnificent and awesome force of nature that overwhelmed and yet elevated us. But in
uncanny horror, the message is about an antisublime, a superior force of evil that cannot
be addressed and that will defeat us” (271; la bastardilla es mía).
El terror gráfico, desde este punto de vista, se diferenciaría del ominoso por
ostentar un “amoral sublime, an enjoyment of cosmic combined forces of creation and
destruction” (271). Estas dos variantes contradictorias del terror, el sentimiento de
desplacer y angustia ante la gran fuerza de la maldad (uncanny horror) y la complacencia
a partir de la estética de la violencia gore (graphic horror) parecen sin embargo confluir
187
en textos cinematográficos más recientes y en especial en narraciones de contagio que
como Rec se enfocan en universos ficcionales donde las mutaciones deletéreas y las
incertidumbres respecto a la supervivencia de la especie y la sociedad son absolutamente
centrales.
Rec es sin duda un filme que combina ambas variantes y que explota mucho más
que 28 Days Later la imposibilidad de una lógica inmunitaria en el mundo
contemporáneo. En el filme de Boyle, a pesar de la pandemia y los distintos niveles de
desgobierno, hay siempre una actitud postraumática que empuja a los protagonistas a
creer en la utopía de una tierra libre de zombies. Esa es la actitud que lleva a Jim y sus
amigos a armarse y defenderse, y a viajar en auto hasta Manchester en busca de la cura
para el virus de la rabia que asola Inglaterra. En Rec, sin embargo, el trauma es
ciertamente continuo y no tiene una solución aparente debido al encierro en el que
transcurre la historia. No se trata, precisamente, del fin de la utopía como concepto
monolítico per se, sino del detrimento de la capacidad de edificación de mundos y
proyectos utópicos a causa de la velocidad y la propagación del caos. En este contexto la
utopía emancipadora (e incluso el tiempo como progreso) resulta inimaginable ya que no
existen ni espacios ni garantías inmediatas para su configuración conceptual.
Si bien, como señala Steven Bruhm, los personajes de la estética gótica “usually
experience some horrifying event that profoundly affects them, destroying (at least
temporarily) the norms that structure their lives and identities” (368), en un texto más
contemporáneo como Rec, fundado en la idea de la mutación perjudicial, la experiencia
terrorífica que desacomoda las normas esenciales de vida crece exponencialmente y no
llega a alcanzar un pico debido a que el agente infeccioso nunca puede ser controlado. En
188
ese sentido, Rec es un texto atípico dentro del género de terror porque evidencia una total
desjerarquización de la noción del Bienestar –perpetua y no transitoria–, así como una
visión de mundo donde la vulnerabilidad y la inseguridad son rutinas que se propagan
inevitablemente por acción del miedo.
Siguiendo fundamentalmente técnicas de grabación digital popularizadas en The
Blair Witch Project, 105 el filme de Balagueró y Plaza juega con la verosimilitud y el
exceso visual de la cámara al hombro al darle al espectador la ilusión de “actualidad” y
de “tiempo real.” Al partir de una premisa periodística –la historia se basa en la supuesta
grabación de un programa nocturno de TV titulado “Mientras usted duerme”–, Rec utiliza
estrategias miméticas y metaficcionales para imitar algunas convenciones televisivas
como la entrevista grabada y la interacción presentador/camarógrafo, acortando la
habitual distancia que existe entre el público y el texto visual.
A través de dicha apropiación, el filme lleva al extremo la suspensión de la
incredulidad presentándonos un texto “fidedigno” y “periodístico” del que en primer
término no estamos supuestos a dudar. En este caso, la suspensión de la incredulidad no
es solamente parte del acostumbrado compromiso extradiegético que existe entre el texto
cinematográfico y la audiencia, sino que adquiere una particularidad intradiegética que
nos empuja no solo a “creer” en la narración sino también a “vivirla,” al menos mientras
dure aquel ficticio “tiempo real.” De este modo, Rec se aleja de los zombies de las
versiones analógicas de Romero, pero también de la versión digital de Boyle, ya que el
filme de Balagueró y Plaza no solamente explota las posibilidades que brindan el formato
y el cine de guerrilla, sino que rearticula la función de la verosimilitud al proponernos un
relato recargadamente mimético y autoconsciente de su importancia documental.
189
“Mientras usted duerme,” el programa de TV ficticio que se usa como referente
en la película, busca representar una especie de magacín dedicado a aquellas actividades
profesionales que se realizan de noche o de madrugada y que atraen por su singularidad.
La reportera y presentadora del programa, Ángela Vidal (Manuela Velasco), y su
camarógrafo, Pablo (Pablo Rosso), se encuentran al inicio del filme grabando lo que será
un próximo programa acerca de la rutina nocturna en un parque de bomberos barcelonés.
Los primeros minutos del reportaje, montados de modo tal que se aprecien los
intervalos entre la composición de planos, la preparación de los entrevistados y las tomas
descartadas y repetidas, muestran a una Ángela poco entusiasmada con la tarea de
grabación, quejándose por momentos de la falta de emociones en el parque y llegando a
decirle a uno de los bomberos que le gustaría “que suene la sirena y que haya una salida
gorda”. Rec plantea desde un inicio este tipo de dicotomía entre lo rutinario y lo anormal,
anticipando metanarrativamente la crisis que está por desencadenarse y comentando con
cierta ironía el título del programa de televisión al que hace referencia. De algún modo,
“Mientras usted duerme,” cuando finalmente suena la sirena de alarma anunciando la
esperada salida de los bomberos, pasa de ser un simple sueño nocturno y un espectáculo
televisivo ameno a convertirse en una pesadilla desproporcionada e interminable de la
cual será imposible huir, una desarticulación del desahogo que este tipo de producción
cultural suele comunicar.
El llamado de emergencia lleva a los reporteros y a los bomberos Manu y Álex
(Ferrán Terraza y David Vert) a un edificio en el centro de la ciudad en cuyo portal hay
ya una patrulla de policía. Los vecinos y propietarios del lugar manifiestan que la
emergencia se debe a los gritos de una anciana que permanece encerrada, la señora
190
Conchita (Martha Carbonell), relato que es confirmado por los agentes de policía que
habían llegado minutos antes. Cuando los bomberos logran forzar la puerta del piso de la
anciana, hallan a la mujer en un estado deplorable, cubierta de sangre y sufriendo algún
tipo de trastorno o ataque de pánico, lo que provoca que arremeta contra uno de los
policías y le arranque de un mordisco un pedazo de piel (escena que corresponde, aunque
no lo sabemos en ese momento, a la primera grabación de transferencia viral). Al intentar
evacuar al policía herido, todos los presentes descubren de pronto que las autoridades
sanitarias y un equipo de asalto han precintado el edificio por motivos de seguridad,
prohibiendo el ingreso y la salida de cualquier persona hasta nuevo aviso.
Esta “primera” transferencia de la infección, de cualquier modo, no se limita a la
configuración de espacios para marcar una simple oposición binaria entre lo enfermo y lo
saludable sino que presenta un punto de inflexión en el desarrollo de la trama al instaurar
un régimen de excepción en el perímetro del edificio. Tal como menciona Giorgio
Aganbem, el estado de excepción se suele presentar en momentos de graves conflictos
internos y “appears as a threshold of indeterminacy between democracy and absolutism”
(2-3), una acción política definitivamente compatible con las circunstancias en las que se
ven envueltos los personajes de Rec, un filme que aprovecha el régimen de excepción
tradicional para desarrollar una nueva mutación del relato de muertos vivientes.
Inicialmente, la autoridad en el edificio recae en el único policía aún en pie,
representante del “antiguo orden,” quien mantiene contacto radial con el exterior y trata
de calmar a los vecinos. Con mucha rapidez, sin embargo, su autoridad se va diluyendo al
ser confrontado por las personas que se mantienen encerradas y ser incapaz de formular
un relato racional que justifique la reclusión de todos los presentes. El miedo ante la
191
incertidumbre, al mismo tiempo, sumado a la desobediencia de los reporteros (quienes no
dejan de filmar y de “contar lo que está pasando”), hace que el policía empiece a transitar
en ese umbral de indeterminación al que hace referencia Aganbem, dejando
definitivamente el “antiguo orden” e instituyendo una ley marcial que irónicamente lo
sume aun más en la crisis.
A diferencia de lo que sucede en filmes como los de Romero, en los que los
espacios interiores (casas, centros comerciales, bases militares, etc.) son ambientes de
refugio y de protección de lo que queda de la humanidad, en Rec dichos espacios se
transforman en áreas de aislamiento que buscan impedir la salida del agente infeccioso.
Bajo esta lógica, el hogar, como símbolo tradicional del cuerpo y el pensamiento
humanos, colapsa para transformarse en una excepción espacial, política y jurídica,
desestabilizando toda noción de Bienestar y dejando a su suerte a sus ocupantes. 106
En contraste con el estado de excepción tradicional, en el filme de Balagueró y
Plaza no parece haber un orden previo al cual volver –al menos no dentro del perímetro
del edificio– lo que existe en realidad es una ordenanza que previene a toda costa la
expansión del contagio, y que genera mayor inquietud, pues afuera se “sabe” algo que
“adentro” se desconoce y que tampoco conoce el espectador. En este sentido, Rec
presenta cierto protocolo de salubridad y de anticipación a la pandemia (medidas preapocalípticas para contener la infección generalizada) que las narraciones canónicas del
subgénero de muertos vivientes usualmente habían evitado en busca de solo relatar
historias de sociedades “pasmadas” por la crisis.
En la trama biotematizada de la tradición zombie actual, los espacios o zonas de
control se traducen en ambientes marcados por la ambigüedad posmodernista, donde la
192
enfermedad y el contagio pueden retenerse pero a la vez multiplicarse. Tal es el caso del
edificio donde transcurre la historia de Rec, un lugar que deja su cualidad acogedora y
familiar para revestirse de una oscura capa de incertidumbre. 107
Anthony Vidler ha apuntado en The Architectural Uncanny (1992) que el espacio,
visto como advertencia y amenaza:
operates as medical and physical metaphor for all the
possible erosions of bourgeois bodily and social well being
[…] “Light space” is invaded by the figure of “dark space”,
on the level of the body in the form of epidemic and
uncontrollable disease […] In other words, the realms of
the organic space of the body and the social space in which
that body lives and works […] no longer can be identified
as separate. (168)
Al romper esta oposición espacial, la interpretación de Vidler nos ayuda a señalar
no solo la presencia metafórica de la desarticulación y la fragilidad del orden burgués –en
un mundo donde se pierde la estabilidad reconfortante de lo concreto– sino que también
nos indica el paso de un paradigma de intangibilidad corporal a uno donde la lógica
inmunitaria ha sido dislocada a través de la presencia de lo ominoso.
En el filme de Balagueró y Plaza, lo siniestro se manifiesta como noción
perturbadora de lo familiar, pero también como un recurso introductorio de la infección
canibalista que transforma a todo aquel que es mordido. Cabe señalar también que
aunque en la trama de la película la desestabilización del espacio íntimo deviene
inmediatamente en desorden y desconcierto (los ataques, las muertes, el régimen de
excepción), la calma se restablece de manera momentánea con la llegada de un inspector
de sanidad que supuestamente ingresa en el edificio para examinar a los afectados. Bajo
estrictas medidas higiénicas y policiales, el inspector aparece cuando las mordidas de la
anciana ya han contaminado a varios de los inquilinos, a un policía y a uno de los
193
bomberos que acompañaba a Ángela y Pablo, creando con su arribo la separación
institucional entre los cuerpos saludables y los enfermos.
En un principio, la formalidad entre la autoridad sanitaria y los ocupantes del
edificio se mantiene, pero cuando dos de los heridos despiertan con la misma furia de la
anciana, el caos se apodera otra vez del espacio del edificio y el inspector, reconociendo
que ya no están más en control de las circunstancias, se ve obligado a confesar lo que
sabe respecto de los ataques y las muertes, detallando que el lugar ha sido puesto en
cuarentena porque las autoridades lo consideran el foco de una posible enfermedad
infecciosa transmitida a través de fluidos corporales. 108
Un punto importante de esta revelación –que por momentos acerca el relato a la
narración detectivesca– es que las conjeturas de los vecinos acerca de lo que sucedía en el
edificio, apoyándose en la presencia de las autoridades de sanidad en los exteriores y en
los comentarios de uno de los bomberos, estaban también ligadas a una posible
contaminación. Esta hipótesis, sin embargo, se centraba en desprestigiar abiertamente a
algunos de los inquilinos, en particular a una familia de origen chino que, según uno de
los propietarios, debía ser sindicada a causa de los alimentos crudos que consumían.
El miedo y la sospecha hacia el otro, en este caso un otro oriental y ya no uno
caribeño, retorna en el filme de Balagueró y Plaza para demarcar otra vez nociones de
inteligibilidad y resaltar la presencia inagotable de un discurso racista y etnocentrista en
la sociedad contemporánea, no solo en el contexto de Barcelona, sino como un
comentario extensible a toda la sociedad occidental cuando se define a partir de las
singularidades culturales que separan a estos dos mundos simbólicos.
194
Por medio del desprestigio de las costumbres alimenticias de la familia china, Rec
advierte el proceso de abyección que nace de aquella arcada arcaica, como la denomina
Kristeva, aquella angustia que separa al yo de lo inmundo (9), y que luego, con la llegada
de la verdadera plaga infecciosa, expandirá la dicotomía al ámbito de lo humano y lo
inhumano.
La concepción del asco, una vez más, se inserta en el discurso de la película para
acentuar las diferenciaciones y marcar los límites que se transgreden a través de la
enfermedad generalizada. Tal como indica Miller:
Disgust, along with contempt, as well as other emotions in
various settings, recognizes and maintains difference.
Disgust helps define boundaries between us and them and
me and you. It helps prevent our way from being subsumed
into their way. Disgust, along with desire, locates the
bounds of the other, either as something to be avoided,
repelled, or attacked, or, in other settings, as something to
be emulated, imitated or married. (50)
En el contexto ficcional de Rec, el aborrecimiento hacia el contagio a través del
cuerpo del otro se traduce en la aparición de un zombie hiperveloz y absolutamente letal,
un derivado más completo de la versión de la criatura representada por Boyle en 28 Days
Later. Esta mutación del híper-zombie, si bien conserva el instinto canibalista de los
muertos vivientes de Romero, se diferencia físicamente de otras versiones por mostrar
criaturas con un semblante particularmente patológico en vez de estilizar una anatomía
basada en la descomposición del cuerpo. Los zombies de Rec, en este sentido, evocan
más la enfermedad crónica que la expiración del tejido orgánico, son representaciones de
la crisis de inmunidad y de la inoculación progresiva de los organismos vivos.
Asimismo, como ya lo había anticipado la criatura representada por Boyle, la
agresividad del zombie se amplía considerablemente, y se relativiza también el tiempo de
195
desarrollo de su macromutación. Mientras que en otras representaciones de muertos
vivientes el periodo de gestación del cambio físico tiende a ser predecible, llegando
incluso en las primeras versiones de Romero a alcanzar las horas, en Rec este protocolo
es revertido al presentar explícitamente una elucidación acerca de cómo se comporta el
virus al hacer contacto con distintos tipos de sangre, dando por sentado que esta mutación
del zombie es imposible de anunciar, al menos desde una visión totalizadora. De esta
manera, el muerto viviente en Rec nos acerca metafóricamente a la
desmonumentalización de un pensamiento unívoco, situándonos otra vez en la
inminencia de la variación y en el tránsito de la línea de fuga molecular.
Si bien esta mutación virtuosa del híper-zombie en Rec convierte a las criaturas
infectadas en anatomías patológicas, provocando la aversión al cuerpo contaminado y la
manifestación de un tipo de terror contemporáneo fundado en la trama biotematizada, es
necesario resaltar asimismo la importancia de la narración metatelevisiva o metavisual en
el desarrollo del filme.
Como ya hemos mencionado a partir de la clasificación de Freeland, en la película
de Balagueró y Plaza parecen confluir tanto el terror gráfico como el ominoso, enlazando
así la violencia visceral del cine gore con las ansiedades internas de lo que Freenland
denomina el “antisublime” cinematográfico. Ambas tendencias recargan la película de
significado por medio de la estética de guerrilla y la representación de un reportaje en
“tiempo real,” permitiendo no solo la grabación de la “actualidad” descarnada, sino
también la representación de momentos en los que el visionado se ve afectado por el mal
funcionamiento de los equipos de grabación, la censura o los contados instantes en los
que los reporteros deciden no documentar lo que sucede. En Rec, sin embargo, la
196
consigna es casi siempre la de “grabarlo todo,” como le ordena Ángela a Pablo, aunque
eso signifique crear un testimonio visual intolerable tanto para el público como para los
propios reporteros.
Según lo que señala Barbara Creed, el texto cinematográfico de terror suele
quebrar los pactos visuales tradicionales entre el espectador y la imagen proyectada, es
decir:
In contrast with the conventional viewing structures
working within other variants of the classic text, the horror
film does not work to encourage the spectator to identify
continually with the narrative action. Instead, an unusual
situation arises whereby the filmic processes designed to
encourage spectatorial identification are momentarily
undermined as horrific images on the screen challenge the
viewer to run the risk of continuing to look. Here I refer to
those moments in the horror film when the spectator,
unable to stand images of horror unfolding before his/her
eyes, is forced to look away, to not-look, to look anywhere
but at the screen – particularly when the monster is engaged
in the act of killing. (28)
Aunque Rec, como otros tantos textos fílmicos de terror, explota esa noidentificación a la que alude Creed, me parece que la película de Balagueró y Plaza da un
paso más al no solamente representar un universo intolerable –que el espectador puede o
no desear ver– sino también al formular una narración terrorífica que impone una noidentificación a partir de la obligación de aceptar el exceso visual que significa la
grabación de los sucesos en el edificio. En otras palabras, en base a sus técnicas
metatelevisivas y a la presentación de un reportaje en “tiempo real,” Rec establece una
suerte de imperativo categórico que exige que el espectador repare absolutamente en todo
lo que sucede, aun en los momentos en los que la cámara deja de funcionar.
197
De acuerdo con Creed, el acto de no mirar le permite al espectador reconstruir los
límites entre el yo y la pantalla, combatiendo así la desestabilización provocada por el
texto de terror (29); en el filme de Balagueró y Plaza, sin embargo, los instantes de
censura o los momentos en que las tomas se cortan de forma accidental no son
precisamente retornos a la “normalidad” previa sino perturbaciones que imposibilitan el
visionado del reportaje en “tiempo real.” En una cultura contemporánea en la que el
poder expresivo, simbólico y económico de la televisión ya no se asienta en la
producción de mercancías culturales de corte exclusivamente ficticio, como la serie
dramática o la telenovela, sino en emisiones de “telerrealidad” o reality shows –la
mayoría de ellas producidas con equipos digitales– un filme como Rec compele al
espectador actual a seguir observando y a no frenar sus tendencias vouyeristas, como si
en vez de estar viendo una película estuviese sintonizando un episodio más de una
telerrealidad de características similares a franquicias como The Real World (1992) o Big
Brother (1999).
Justamente, programas de telerrealidad documental como los mencionados arriba,
enfocados en grupos heterogéneos de personas que deben convivir formando alianzas y
encerrados en una casa, dialogan estéticamente con Rec en lo que respecta a la atmósfera
claustrofóbica y al punto de vista de la cámara digital que nunca cesa de grabar las
actitudes y los movimientos de hombres y mujeres que han sido incomunicados. De este
modo, Rec hace de la narración de contagio y de la figura del zombie un espectáculo de
telerrealidad que demanda constantemente la atención de un público voyeurista a partir
del exceso de acción, creando una mutación de terror gráfico y ominoso que busca
imposibilitar el acto de no mirar y la reconstrucción de los límites del yo.
198
Separándonos por un momento de la relación entre el espectador y la imagen,
Salomon nos indica también que los sucesos en las narraciones de terror: “tend to
dominate (if not completely overwhelm) protagonists, destroying their ability to find any
significant meaning beyond the overwhelming possibility that the mere absence of
meaning (in other words, the supreme manifestation of horror) remains as the only
option” (157). Desde nuestro punto de vista, Rec enfatiza esta tendencia del texto de
terror al plantear, en primer término, un régimen de excepción que aísla el edificio
contaminado del exterior saludable y, en segundo lugar, al convertir el espacio íntimo en
una zona de acosamiento y persecución. La ausencia de una lógica racional y de un orden
que proponga sentido absoluto inhibe así a los ocupantes del edificio de una respuesta
efectiva, lo que ocasiona que el contagio se propague rápidamente, fragmentando
familias y relaciones, 109 y dejando a Ángela, Pablo y la cámara de vídeo como los
momentáneos sobrevivientes del colapso de la comunidad. 110
Así, en un último y angustiante esfuerzo por mantenerse “humanos,” los
reporteros se esconden en el ático del edificio, el único lugar que parece no haber sido
tomado aún por los muertos vivientes. Este ático, sin embargo, revela un nuevo espacio
“oscuro” y de desarticulación, una suerte de laboratorio clandestino que funge a la vez de
celda y que, según los recortes de prensa pegados en las paredes y la abundante
iconografía católica presente en los corredores, parece haber sido abandonado por un
experto en biología y posesiones diabólicas. 111
A través de una grabación magnetofónica encontrada accidentalmente por Ángela,
la voz del supuesto científico-exorcista hace un breve recuento de un experimento fallido,
refiriéndose a una enzima contagiosa, de características equivalentes a la del virus de la
199
gripe, y al caso de posesión de una niña identificada como Tristana Medeiros, quien
aparentemente debe ser eliminada por el mismo hombre que ha hecho la grabación:
Ha ocurrido algo inesperado, la enzima no solo es muy
resistente sino que muta en distintas cepas, se comporta de
manera similar a la gripe. Esto solo lleva a una terrible
conclusión: puede contagiarse.
[…] Ha llegado el telegrama de Roma, la niña Medeiros
debe morir. Debo exterminarla y borrar todas las huellas de
su paso como si nunca hubiera existido. Por fin mis
plegarias han sido atendidas. (Rec)
La grabación magnetofónica, aunque propuesta a manera de exégesis, solo sirve
para acrecentar la confusión y el miedo de Ángela y Pablo, quienes no solo deben lidiar
con lo que sucede afuera, en el área contaminada por la enfermedad y los híper-zombies,
sino también con la interpretación del significado oculto del ático. 112
En diversas narraciones de terror, entre las que también podemos citar recientes
textos cinematográficos hispánicos como El espinazo del diablo (Guillermo del Toro,
2001), Frágiles (Jaume Balagueró, 2005), El orfanato (Juan Antonio Bayona, 2007),
Hierro (Gabe Ibáñez, 2009) o La casa muda (Gustavo Hernández, 2010), la elucidación
de enigmas asociados al origen de criaturas o entidades sobrenaturales es una convención
bastante recurrente y formuláica; este tipo de protocolo narrativo, llamado por Noël
Carroll “the drama of proof” (128), tiende a proponer protagonistas-detectives que a
través de sus acciones y evasiones van a la vez que desenterrando misterios,
convirtiéndose en testigos finales del gran enigma de la historia, sin brindarnos, no
obstante, una respuesta concluyente que la mayoría de veces aplaque la falta de
significado o complete las disoluciones provocadas por el texto.
200
Rec, en este sentido, se inclina por exagerar dicho protocolo a través de la
imitación de una grabación periodística que continúa informando y dando un testimonio
hasta el final de la narración (cuando la cámara cae al suelo y se convierte en el testigo
digital del ocaso de Pablo y sobre todo de Ángela), recargando, a causa de la velocidad
del miedo y la propagación de la incertidumbre, aquel rol habitual del protagonistadetective. Balagueró y Plaza logran este objetivo de modo tal que la dilucidación del
misterio nunca llega a ser palpable, prolongando ad infinitum la pesadilla de los
personajes y los espectadores. Si, como menciona Rick Worland, “many horror films
signal the passing of danger with the rising sun” (13), Rec es ese filme distinto que se
inscribe en el género de terror al dilatar la experiencia de la oscuridad y del enigma.
De la misma manera, el tropo del cine de terror que Carol J. Clover ha llamado
“final girl” (35), “última chica” en castellano, y que define como la sobreviviente:
the one who encounters the mutilated bodies of her friends
and perceives the full extent of the preceding horror and of
her own peril; who is chased, cornered, wounded; whom
we see scream, stager, fall, rise, and scream again […] The
Final Girl […] alone looks death in the face, but she alone
finds the strength either to stay the killer long enough to be
rescued (ending A) or to kill him herself (ending B). (35)
es reescrito en Rec como un personaje mucho menos atrevido e imperturbable, de algún
modo hasta domesticado y sujeto a Pablo y la cámara digital, en la figura de Ángela. Si
bien Clover se enfoca en últimas chicas del cine slasher clásico como Laurie Strode
(Jamie Lee Curtis) en Halloween (1979) o Nancy Thompson (Heather Langenkamp) en A
Nightmare on Elm Street (1984), la desarticulación que Balagueró y Plaza llevan a cabo
al dialogar, desde el relato de muertos vivientes, con las convenciones del slasher
canónico pone en evidencia su intención de ironizar, a partir de la lógica y la ideología de
201
la mutación y las alteraciones genéricas propias del posmodernismo, un protocolo
bastante gastado del cine de terror de las últimas cuatro décadas.
Luego de la muerte de Pablo y de la constatación de que el ático no es un lugar
seguro, Ángela queda a merced del cuerpo aberrante de Tristana Medeiros, un organismo
poseído y una alegoría del fin que, por lo que entendemos del relato, ha escapado de su
celda tiempo atrás, probablemente contagiando al perro que en un inicio propagó la
infección en el edificio. Sin tomar la posición combatiente de otras últimas chicas,
Ángela es representada durante el filme, y en especial en la oscuridad de esta secuencia
final, como una mujer dominada por el miedo, incapaz de defenderse o escapar sin la
ayuda de otros personajes, o de liquidar a su antagonista por su propia cuenta. De algún
modo, una última chica relativizada como la interpretada por Manuela Velasco pareciera
decirnos junto con Zygmunt Bauman que uno de los peores miedos “is the fear of being
incapable of averting or escaping the condition of being afraid” (Liquid Fear 94),
llevando así al extremo las posibilidades discursivas del cine de terror a partir de una
situación límite que no consiente la elucidación o la interpretación de la incertidumbre.
Al respecto de este tópico cinematográfico femenino, Linda Williams ha resaltado
que las últimas chicas de subgéneros como el slasher “have functioned traditionally as
the primary embodiments of pleasure, fear, and pain” (270), creando tanto espectáculos
de victimización de la figura femenina como exhibiciones de impulsos feministas en los
que la muerte del monstruo se traduce en el empoderamiento simbólico de la mujer
contemporánea y en la desestabilización de una mirada puramente falogocéntrica. Este
tipo de teoría acerca de la subversión del control patriarcal, extendido incluso a la ciencia
ficción en películas donde el protagonismo recae en mujeres combatientes, como sucede
202
en los casos de Alien (Ridley Scott, 1979) o The Terminator (James Cameron, 1984), es
el mismo que propone Clover y el que de algún modo corrobora la idea de Michel
Foucault acerca de la saturación analítica del cuerpo femenino –ya sea para ser calificado
o descalificado– al ser propuesto desde el siglo XVIII como una entidad que responde
habitualmente a observaciones de tipo biológico-moral (104).
Ciertamente, al relativizar el protagonismo de la última chica y reducir a Ángela
al papel de una mujer temerosa y supeditada a las acciones de los demás, un filme como
Rec revierte la autonomía representada por personajes como Alice en Resident Evil, no
obstante, al desjerarquizar un tropo agotado y alterar los roles sociogenéricos del terror
contemporáneo, Balagueró y Plaza ponen también de manifiesto que el ideal de cambio y
variación del subgénero zombie readapta de forma constante sus convenciones en busca
de propuestas y actos de disenso que viabilicen nuevas posibilidades estéticas,
movilizándose entre el gore y el horror psicológico y a la vez explotando la parálisis y la
derrota total que nace del “antisublime.” Esta es la trascendencia, desde nuestro punto de
vista, de la línea de fuga que Rec representa dentro del subgénero de muertos vivientes,
pues con un alto nivel técnico y dramático proyecta la licuefacción (y rearticulación
mutante) de los protocolos más utilizados en el cine de terror contemporáneo, de ahí,
desde luego, la popularidad de sus secuelas y las adaptaciones que incluso ha inducido en
el mercado estadounidense bajo la franquicia cinematográfica Quarentine (2008).
Más allá de sus alcances estéticos, Rec logra un tipo de retroalimentación
discursiva poco frecuente en el marco de la producción cultural occidental, generando un
intercambio simbólico de España a Estados Unidos, un viaje trasatlántico de la periferia
al centro, y no a la inversa, como típicamente sucede en el campo cinematográfico a
203
causa de los canales de distribución dominantes. Esta intervención cultural del texto
mutante iberoamericano, aunque en desigualdad de condiciones mercadotécnicas y
financieras, implica de algún modo una ganancia de función y un nuevo agenciamiento
no solo del subgénero de terror zombie, tanto a nivel paradigmático como sintagmático,
sino también una reafirmación de la velocidad de los flujos simbólicos en el contexto de
la modernidad líquida, un planteamiento teórico y práctico en el cual la relativización de
lo monolítico y la variabilidad de la mutación abren espacios para reescribir, replantear y
repensar aquellos estatutos que tradicionalmente asumimos como inamovibles.
Conclusion
El presente análisis estético-cultural ha estudiado la categoría de lo mutante como
una variación contemporánea de lo monstruoso y como una noción productora de
significados, proponiendo no solo una definición y conceptualización teórica para la
investigación de manifestaciones culturales recientes sino también trazando sus rasgos
fundamentales en el contexto iberoamericano y, al mismo tiempo, en un ámbito
occidental más amplio que se ve afectado por la inminencia de lo imprevisible. Así,
hemos prestado especial atención a los principios estéticos e ideológicos que de algún
modo desafían tanto la concepción monolítica del monstruo tradicional como la lógica
unívoca de los grandes discursos de certeza en que se apoyan ciertos determinismos
culturales, subrayando las transformaciones tipológicas y las resignificaciones que estos
cambios traen consigo.
A partir de la apropiación del concepto biológico de la mutación y apoyándonos
en la idea de una nueva participación e intervención mediada por la fluidez de lo
cambiante, así como por la potencia de adaptación de los organismos vivos, este análisis
ha propuesto la molecuralización de la cultura contemporánea (tal como lo plantea
Nikolas Rose) a través de la figura del mutante, una figura basada en la inminencia del
ser y en la desmonumentalización y dislocación constante de regímenes de verdad
instituidos por los sistemas discursivos de normalización. De este modo, se ha revisado el
archivo del monstruo como aberración física y objeto cultural negativizado haciendo un
recorrido desde la antigüedad clásica hasta el periodo moderno con el fin de contrastarlo
con la figura inminente y posmoderna del mutante. Dicha revisión nos ha permitido
204
205
destacar la otredad y la lógica de exclusión que tradicionalmente ha delimitado la figura
del monstruo occidental, tanto en los terrenos de la ficción como en el plano de la
realidad concreta, ya sea esta transmitida por el discurso filosófico, médico o jurídico o
vista desde la puesta en escena de la variación humana en los espectáculos circenses del
siglo XIX y principios del siglo XX.
El archivo histórico-ideológico del monstruo antiguo, pre-moderno y moderno
(los seres mitológicos, las maravillas telúricas, aéreas o acuáticas, las aberraciones
prodigiosas renacentistas, el monstruo humano de la criminología o la criatura artificial
del laboratorio decimonónico) nos ha llevado a la conclusión de que en la actualidad
existe una nueva sensibilidad hacia lo monstruoso, así como nuevos agenciamientos que
relativizan la definición tradicional del monstruo para dar paso a la figura del mutante,
una línea de fuga y acto de disenso que abre nuevas posibilidades de participación y se
distingue de la sobrecodificación determinada por los regímenes de verdad dominantes a
partir de su liquidez y de los espacios que despliega y vehiculiza.
Al problematizar la figura del monstruo, este trabajo pretende llenar parcialmente
la carencia en el contexto iberoamericano de un estudio centrado en el mutante como
figura de cambio y como productor de nuevos significados culturales, subrayando su
potencial semántico, ideológico y artístico en el canon occidental y contrastando la
inmovilización y la lógica unívoca de la monstruosidad con la inminencia y la fluidez de
la mutación.
Con el propósito de demostrar el alcance teórico del término y relacionar este
fenómeno con los actos de disenso contemporáneos, El factor mutante se ha centrado en
tres textos primarios producidos en las últimas dos décadas: la novela Wasabi de Alan
206
Pauls, la historieta Brian the Brain de Miguel Ángel Martín y el largometraje Rec, codirigido por Jaume Balagueró y Paco Plaza, fechados entre los años 1994 y 2007. Hemos
optado, asimismo, por una visión cronológica del fenómeno (tanto en los análisis
comparativos del monstruo tradicional como en los del mutante) porque creemos en la
progresión de ciertas características que justifican un estudio de esta índole,
características tales como la parodia de un archivo conocido y revisitado
intertextualmente y la licuefacción paulatina del razonamiento monocentrado de los
grandes discursos sociales y culturales.
Tomando como punto de partida distintos tipos de mutación biológica
(mutaciones morfológicas, inducidas y deletéreas) y el concepto de ganancia de función
mutacional –una alteración que transforma los organismos vivos añadiendo y no restando
significado a los genes–, hemos examinado de qué modo estos textos constituyen nuevas
expresiones y agenciamientos sobre las estructuras molares del discurso moderno y cómo
modifican a la misma vez las convenciones genéricas, los protocolos y las tipologías más
convencionales del monstruo occidental al “licuificar” los grandes regímenes de verdad
que lo sustentan.
Así, resaltando el punto de vista sociológico de Zygmunt Bauman y las
condiciones de incertidumbre propias de la modernidad líquida, como también el ocaso
de las visiones totalizadoras y la situación del arte contemporáneo en una era de la
inminencia (como señala Néstor García Canclini), en este estudio se ha argumentado que
la desmonumentalización de los discursos monolíticos marca un antes y un después no
solo en la representación de la monstruosidad o en la conceptualización de lo monstruoso
sino también en la producción de significados culturales guiados por una lógica donde
207
prima el descentramiento de lo anteriormente centrado (Fredric Jameson) y el colapso de
grandes códigos maestros o dominantes (Jean-François Lyotard).
Lo mutante, visto como una suerte de paradoja productiva, disloca el discurso
totalizador, pero al mismo tiempo lo moleculariza para dar paso a otro modo de
pensamiento y a múltiples alternativas estéticas e ideológicas; esta posibilidad de cambio
se apoya tanto en los conocimientos que nos transmiten la manipulación y optimización
biomédica como en la potencia de variación y la reingeniería innata de los organismos en
el mundo contemporáneo, tal como lo plantean investigadores como Nikolas Rose,
Gabriel Giorgi y Armand Marie Leroi, respectivamente.
La combinación de los mencionados aportes críticos y teóricos, las apropiaciones
terminológicas y los préstamos que tomamos de la biología (entre ellos la tesis de
Richard Goldschmidt acerca del monstruo prometedor), nos han permitido elaborar
nuestro propio acercamiento acerca de los flujos de cambio y las indeterminaciones de
hoy, señalando al mutante como una figura habitualmente en movimiento, una línea de
fuga que presenta nuevas perspectivas, así como nuevas sensibilidades estéticas e
ideológicas. Todo ello ha sido resaltado a lo largo de estas páginas al considerar al
organismo en mutación como un “ser-promesa” que produce y moviliza cambios
culturales a partir de su potencial virtuoso.
Ya sea al representar el crecimiento acelerado de un quiste en el cuerpo de un
artista, el cerebro hiperdesarrollado de un niño en edad escolar o la aparición de un
muerto viviente híper veloz y biotematizado, lo mutante se presenta en nuestros textos
primarios como una manera de establecer diferencias que no busca simplemente oponerse
a un gran régimen de verdad sino repensar aquellas formas previas de concebir y
208
normalizar el mundo, convirtiéndose, a la misma vez, en una teoría y en un instrumento
contemporáneo para la interpretación de diversos productos culturales.
Aunque este análisis ha ofrecido una teorización e ilustración sobre el fenómeno
de lo mutante en la producción cultural iberoamericana, quedan todavía, desde luego,
otras inquietudes y posibilidades referentes al tema en cuestión que merecerían una
investigación en el futuro. En primer lugar, desearíamos ahondar en el estudio del archivo
occidental de lo monstruoso, no solo en lo que se refiere a los referentes literarios y
cinematográficos sino también en el campo de las artes plásticas y la fotografía, así como
en el soporte crítico relacionado con cada una de estas manifestaciones. Asimismo,
podrían compararse las concepciones de lo monstruoso y lo mutante de Occidente con las
de Oriente, en busca de encontrar puntos de coincidencia y divergencia que favorezcan
una visión más completa de ambos fenómenos, particularmente en lo que se refiere a las
conceptualizaciones que parten de otro tipo de bases filosóficas, morales y religiosas. Por
último, la representación de los nuevos roles de mujeres y niños protagonistas, que en la
actualidad descentran el mito del héroe tradicional, y las frecuentes conexiones con las
historias de aprendizaje o formación como cultivos ficcionales para lo mutante,
merecerían también mayor atención en el futuro en busca de marcar los desplazamientos
posmodernistas y los rechazos a una visión monológica del mundo en las manifestaciones
culturales más recientes.
Dichos cambios y relativizaciones, aquella methexis singular con la sociedad y la
cultura, son los que en definitiva nos han llevado a concluir que los autores y creadores
aquí estudiados participan en una constante revisión de las convenciones, las tipologías y
los protocolos hegemónicos, así como en la suspensión de determinismos que rigen la
209
obra artística y la producción cultural en general. Lo mutante, desde este punto de vista,
implica un no-agotamiento, una realización de significados alternativos, una inserción de
variantes que abre espacios y transforma, mediante el poder de la variabilidad, géneros y
sub-géneros, modelos reglamentarios, representaciones, pautas intelectuales, marcadores
de verdad, paradigmas y dispositivos con el fin de viabilizar una línea de fuga que active
múltiples relaciones con lo sensible.
WORKS CITED
28 Days Later. Dir. Danny Boyle. 2002. 20th Century Fox, 2003. DVD.
Achugar, Hugo. “Archivo, monumento, vanguardia y periferia (a propósito de Julio
Garmendia).” Atípicos en la literatura latinoamericana. Ed. Noé Jitrik.
Buenos Aires: UBA, 1996. 321-331. Print.
Allen Orr, H. “Fitness and Its Role in Evolutionary Genetics.” Ncbi.nlm.nih.gov.
US National Library of Medicine National Institutes of Health. 1 Feb 2010. Web.
20 Sep 2012. <http://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC2753274/>.
Altarriba, Antonio. La España del tebeo: La historieta española de 1940 a 2000. Madrid:
Espasa Calpe, 2001. Print.
Antebi, Susan. Carnal Inscriptions: Spanish American Narratives of Corporeal
Difference and Disability. Nueva York: Palgrave-Macmillan, 2009. Print.
Asma, Stephen T. On Monsters. An Unnatural History of Our Worst Fears. Oxford:
Oxford UP, 2009. Print.
Baker, Naomi. Plain Ugly. The Unattractive Body in Early Modern Culture. Manchester:
Manchester UP, 2010. Print.
Bataille, Georges “Abjection and Miserable Forms.” More & Less. Ed. Sylvere Lotringer.
Cambridge: MIT Press, 1999. 9-13. Print.
Baudrillard, “Simulacra and Simulations.” Selected Writings. Ed. Mark Poster. Palo Alto:
Stanford UP, 1988. Print.
Bauman, Zygmunt. Liquid Fear. Cambridge: Polity, 2006. Print.
___. Liquid Times. Living in an Age of Uncertainty. Cambridge: Polity, 2007. Print.
Bellatin, Mario. Shiki Nagaoka: una nariz de ficción. Barcelona, Editorial Sudamericana,
2001. Print.
“Biotechnology.” Biotechinstitute.org. Biotechnology Institute, n.d. Web. 1 Aug. 2011.
<http://www.biotechinstitute.org/what-is-biotechnology/glossary/b>.
Bishop, Kyle William. American Zombie Gothic: The Rise and Fall (and Rise) of
the Walking Dead in Popular Culture. Jefferson: McFarland & Company, 2010.
Print.
Blumberg, Mark S. Freaks of Nature. What Anomalies Tell Us about Development and
Evolution. Oxford: Oxford UP, 2009. Print.
210
211
Borges, Jorge Luis. Historia universal de la infamia. Madrid: Alianza Editorial, 1999.
Print.
Botting, Fred. Limits of Horror. Manchester: Manchester UP, 2010. Print.
Brombert, Victor. In Praise of Antiheroes. Chicago: U of Chicago P, 2001. Print.
Bruhm, Steven. “The Contemporary Gothic: Why We Need It.” The Cambridge
Companion to Gothic Fiction. Ed. Jerrold, Hogle. Cambridge: Cambridge UP,
2002. 259-276. Print.
Bull, James, Sanjuán Rafael & Wilke, Claus. “Lethal Mutagenesis”. Origin and
Evolution of Viruses. Ed. Esteban Domingo. Londres: Academic Press, 1999.
207- 212. Print.
Burke, Edmund. A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and
the Beautiful. Nueva York: Penguin, 1999. Print.
Butler, Judith. Bodies that Matter. Oxford: Routledge, 1993. Print.
Calinescu, Matei. Five Faces of Modernity. Durham: Duke UP,1987. Print.
Calleja, Seve. Desdichados monstruos. Madrid: Ediciones de La Torre, 2005. Print.
Carrol, Noel. The Philosophy of Horror. Oxford: Routledge, 1990. Print.
Christie, Deborah & Lauro, Sarah J. Better Off Dead: The Evolution of the Zombie as
Post-Human. Bronx: Fordham UP, 2011. Print.
Cioran, Emile. La caída en el tiempo. Caracas: Monte Ávila Editores, 1977. Print.
Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Madrid: Editorial Siruela, 1997. Print.
Cohen, Jeffrey Jerome. Monster Theory. Reading Culture. Minneapolis: U of Minnesota
P, 1996. Print.
Cornejo Polar, Antonio. “El obsceno pájaro de la noche: La reversibilidad de la
metáfora.” Donoso. La destrucción de un mundo. Buenos Aires: Ed. Fernando
García Cambeiro, 1975. 101-112. Print.
Clover, Carol J. Men, Women, and Chain Saws. Princeton: Princeton UP, 1993. Print.
Creed, Barbara. The Monstrous Feminine. Film, Feminism, Psychoanalysis. Oxford:
Routledge, 1993. Print.
212
Darwin, Charles. The Origin of Species By Means of Natural Selection or the
Preservation of Favored Races in the Struggle for Life. Nueva York: Random
House, 1936. Print.
“Decomposition / Putrefaction.” Forensicmed.co.uk. Forensic Medicine for Medical
Students, n.d. Web. 1 Oct 2012. <http://www.forensicmed.co.uk/pathology/postmortem-interval/>.
De Urioste, Carmen. Novela y sociedad en la España contemporánea (1994-2009).
Madrid: Fundamentos, 2009.Print.
Del Río Parra, Elena. Una era de monstruos. Representaciones de lo deforme en el Siglo
de Oro español. Madrid: Iberoamericana-Vervuet, 2003. Print.
Dendel, Peter. The Zombie Movie Encyclopedia. Jefferson: McFarland & Company
Publishers, 2001. Print.
Domecq, H. Bustos. Nuevos cuentos de Bustos Domecq. Madrid: Editorial Siruela, 1986.
Print.
Donoso, José. El obsceno pájaro de la noche. Barcelona: Seix Barral,1974. Print.
Dopico, Pablo. El cómic underground español, 1970-1980. Madrid: Cátedra, 2005. Print.
Dryden, Linda. The Modern Gothic and Literary Doubles. Stevenson, Wilde and Wells.
Nueva York: Palgrave Macmillan, 2003. Print.
Eco, Umberto. Historia de la fealdad. Barcelona: Lumen, 2007. Print.
Escudos, Jacinta. “Película japonesa de los años 60.” Antología de seres de la noche. Ed.
Carlos Bustos. Guadalajara: Plenilunio-Letra Roja, 2006. 21-32. Print.
Eudave, Cecilia. Bestiaria vida. México: Ficticia, 2008. Print.
Fernández Porta, Eloy. “Prólogo.” Total Overfuck. Madrid: Reino del Cordelia, 2010.
Print.
Fló, Juan & Peluffo, Gabriel. Los sentidos encontrados. Arte contemporáneo.
Montevideo: Ed. Brecha, 2007. Print.
Foucault, Michel. Abnormal. Lectures at the College de France. Nueva York: Picador
Press, 2004. Print.
___. The History of Sexuality. An Introduction. Nueva York: Vintage Books, 1990. Print.
213
___. Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones. Madrid: Alianza Editorial, 2004.
Print.
Freeland, Cynthia. The Naked and the Undead: Evil and the Appeal of Horror. Boulder:
Westview Press, 1999. Print.
García Canclini, Néstor. Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la
modernidad. México: Ed. Grijalbo, 1990. Print.
___. La sociedad sin relato. Antropología y estética de la inminencia. Buenos Aires:
Katz, 2010. Print.
Garland, Robert. The Eye of the Beholder. Deformity and Disability in the GraecoRoman World. Ithaca: Cornell UP, 1995. Print.
Garland, Thomson, Rosemarie. Freakery: Cultural Spectacles of the Extraordinary
Body. Nueva York: New York UP,1996. Print.
___. Extraordinary Bodies: Figuring Physical Disability in American Culture and
Literature. Nueva York: Columbia UP, 1999. Print.
Gilmore, David D. Monsters: Evil Beings, Mythical Beasts, and All Manner of Imaginary
Terror. Philadelphia: U of Pennsylvania P, 2009. Print.
Giorgi, Gabriel. “Política del monstruo.” Revista Iberoamericana 227 (2009): 323-329.
Print.
___. “Después de la salud: la escritura del virus.” Estudios 17 (2009): 13-34. Print.
Gonzáles-Vegas, María. “El Ayuntamiento invierte seiscientas mil pesetas en editar un
cómic chabacano.” Hemeroteca.abc.es. Diario ABC, n.d. Web. 20 Feb 2012.
<http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/abc/1984/04/14/0
35.html>.
Gutiérrez Girardot, Rafael. Modernismo. Supuestos históricos y culturales. México:
Fondo de Cultura Económica, 1988. Print.
Gutiérrez Mouat, Ricardo. José Donoso: Impostura e impostación. Hispamérica,
Gaithersburg: 1983. Print.
Habermas, Jurguen. The Future of Human Nature. Cambridge: Polity, 2003. Print.
Halberstam, Judith. Skin Shows. Gothic Horror and the Technology of Monsters.
Durham: Duke UP, 1995. Print.
Hanafi, Zakiya. The Monster in the Machine.Durham, Duke UP, 2000. Print.
214
Hoffmann, E.T.A. Cuentos, 1. Madrid: Alianza Editorial, 2009. Print.
Huet, Marie-Hélène. Monstrous Imagination. Londres: Harvard UP, 1993. Print.
James, Simon J. Maps of Utopia. H. G. Wells, Modernity and the End of Culture. Oxford:
Oxford UP, 2012. Print.
Jouhandeau, Marcel. De la abyección. Barcelona: Ediciones El Cobre, 2006. Print.
Kant, Immanuel. Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y de lo sublime.
Madrid: Alianza Editorial, 1997. Print.
Kolnai, Aurel. On Disgust. Chicago: Open Court, 2004. Print.
Kristeva, Julia. Poderes de la perversión. México: Siglo XXI Editores, 2010. Print.
Langelaan, George. “The Fly.” Reel Terror. Ed. Sebastian Wolfe. Nueva York: Carroll &
Graf Pulishers, 1992. Print.
Laraway, David. “Dis-semblances: Physiognomy and Fiction in Borges's Historia
universal de la infamia.” Confluencia 17. 1 (2001): 52-62. Print.
Lawler, Donald. “Reframing Jekyll and Hyde: Robert Louis Stevenson and the Strange
Case of Gothic Science Fiction.” Dr. Jekyll and Mr. Hyde After One Hundred
Years. Ed. William R. Veeder. Chicago: U of Chicago P, 1988. Print.
Lee, Stan. “There Shall Come a Jolly Green Giant.” The Incredible Hulk Vol. I. Ed. Cory
Seldmeier. Nueva York: Marvel Comics, 2009. Print.
Lee, Stan & Kirby, Jack. “The Incredible Hulk # 1.” The Incredible Hulk Vol. I. Ed. Cory
Seldmeier. Nueva York: Marvel Comics, 2009. Print.
___. “The Incredible Hulk # 2.” The Incredible Hulk Vol. I. Ed. Cory Seldmeier. Nueva
York: Marvel Comics, 2009. Print.
___. “The Incredible Hulk # 3.” The Incredible Hulk Vol. I. Ed. Cory Seldmeier. Nueva
York: Marvel Comics, 2009. Print.
___. “The Incredible Hulk # 4.” The Incredible Hulk Vol. I. Ed. Cory Seldmeier. Nueva
York: Marvel Comics, 2009. Print.
___. “The Incredible Hulk # 5.” The Incredible Hulk Vol. I. Ed. Cory Seldmeier. Nueva
York: Marvel Comics, 2009. Print.
___. “The X-Men # 1.” The X-Men. Vol I. Ed. Cory Seldmeier. Nueva York: Marvel
Comics, 2009. Print.
215
___. “The X-Men # 2.” The X-Men. Vol I. Ed. Cory Seldmeier. Nueva York: Marvel
Comics, 2009. Print.
___. “The X-Men # 3.” The X-Men. Vol I. Ed. Cory Seldmeier. Nueva York: Marvel
Comics, 2009. Print.
___. “The X-Men # 4.” The X-Men. Vol I. Ed. Cory Seldmeier. Nueva York: Marvel
Comics, 2009. Print.
___. “The X-Men # 5.” The X-Men. Vol I. Ed. Cory Seldmeier. Nueva York: Marvel
Comics, 2009. Print.
___. “The X-Men # 6.” The X-Men. Vol I. Ed. Cory Seldmeier. Nueva York: Marvel
Comics, 2009. Print.
___. “The X-Men # 7.” The X-Men. Vol I. Ed. Cory Seldmeier. Nueva York: Marvel
Comics, 2009. Print.
___. “The X-Men # 8.” The X-Men. Vol I. Ed. Cory Seldmeier. Nueva York: Marvel
Comics, 2009. Print.
___. “The X-Men # 9.” The X-Men. Vol I. Ed. Cory Seldmeier. Nueva York: Marvel
Comics, 2009. Print.
___. “The X-Men # 10.” The X-Men. Vol I. Ed. Cory Seldmeier. Nueva York: Marvel
Comics, 2009. Print.
Lee, Stan & Ditko, Steve. “The Incredible Hulk # 6.” The Incredible Hulk Vol. I. Ed.
Cory Seldmeier. Nueva York: Marvel Comics, 2009. Print.
Leroi, Armand Marie. Mutants. On Genetic Variety and the Human Body. Nueva York:
Viking, 2003. Print.
Lladó, Francesca. Los cómics de la transición. Barcelona: Glénat, 2001. Print.
Llano, Alejandro. “Claves filosóficas del actual debate cultural.” Humanitas.cl.
Universidad Católica de Chile, n.d. Web. 10 Mar. 2011.
< http://humanitas.cl/html/biblioteca/articulos/d0002.html>.
Lombroso, Cesare. Crime, Its Causes and Remedies. Londres: W. Heinemann, 1911.
Print.
López Martín, Lola. R.I.P. Antología del cuento de terror hispanoamericano del siglo
XIX. Madrid: La Tinta del Calamar Ediciones, 2010. Print.
216
Lovecraft, H.P. Dagón y otros cuentos macabros. Madrid: Alianza Editorial, 2010. Print.
Lozano Mijares, María del Pilar. La novela española posmoderna. Madrid: Arco Libros,
2007. Print.
Luis Mora, Vicente. La luz nueva. Singularidades de la narrativa española actual.
Córdoba: Berenice, 2007. Print.
Lyotard, Jean-François. The Postmodern Condition. Minneapolis: U of Minnesota P,
1984. Print.
Martín, Miguel Ángel. “Entrevista a Miguel Ángel Martín.” U May 2004. 32-118. Print.
___. “Entrevista en Ultrazine.” Ultrazine.org. Ultrazine, Mar 2001. Web. 15 Jan. 2012.
<http://www.ultrazine.org/ultraparole/martin_espanol.htm>.
___. Brian The Brain # 1. Barcelona: La Cúpula, 1995. Print.
___. Brian The Brain # 2. Barcelona: La Cúpula, 1995. Print.
___. Brian The Brain # 3. Barcelona: La Cúpula, 1996. Print.
___. Brian The Brain # 4. Barcelona: La Cúpula, 1997. Print.
___. Brian The Brain # 5. Barcelona: La Cúpula, 1998. Print.
___. Brian The Brain # 6. Barcelona: La Cúpula, 1999. Print.
___. Brian The Brain # 7. Barcelona: La Cúpula, 2000. Print.
___. Brian The Brain # 8. Barcelona: La Cúpula, 2003. Print.
___. Total Overfuck. Madrid: Reino del Cordelia, 2010. Print.
McLarty, Lianne. “Beyond the Veil of the Flesh: Cronenberg and the Disembodiment of
Horror.” The Dread of Difference: Gender and the Horror Film. Ed. Barry K.
Grant. Austin: U of Texas P, 1996. 231-252. Print.
Menninghaus, Winfried. Disgust. The Theory and History of a Strong Sensation. Albany:
SUNY Press, 2003. Print.
Merino, Ana. El cómic hispánico. Madrid: Cátedra, 2003. Print.
Miller, Willian Ian. The Anatomy of Disgust. Cambridge: Harvard UP, 1998. Print.
Mockler-Ferryman, Augustus. Imperial Africa. Londres: The Imperial Press, 1898. Print.
217
Molloy, Silvia. Las letras de Borges. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1979. Print.
Mora, Gabriela. Clemente Palma: el modernismo en su versión decadente y gótica.
Lima: IEP, 2000. Print.
Moretti, Franco. “The Dialectic of Fear.” New Left Review 136 (1982): 67-85. Print.
Moyano, Daniel. El monstruo y otros cuentos. Buenos Aires: Centro Editor de América
Latina, 1967. Print.
“Mutagen.” Definition. Biology-online.org. Biology Online, n.d. Web. 15 Sep. 2011.
<http://www.biology-online.org/dictionary/Mutagen>.
Night of the Living Dead. Dir. George A. Romero. 1968. Gaiam Entertainment, 2001.
DVD.
Palacio, Pablo. Obras completas. Quito: Libresa, 1998. Print.
Paré, Ambroise. On Monsters and Marvels. Chicago: U of Chicago P, 1982. Print.
Patterson, Mary K. The Monster in the Mirror. Gender and the Sentimental/Gothic Myth
in Frankenstein. Ann Arbor: UMI Research Press, 1987. Print.
Pauls, Alan. Wasabi. Barcelona: Anagrama, 2005. Print.
Pedraza, Pilar. Necrópolis. Valencia: Víctor Orenga Editor, 1985. Print.
Prieto, Julio. Desencuadernados: vanguardias ex-céntricas en el Río de la Plata.
Macedonio Fernández y Felisberto Hernández. Rosario: Beatriz Viterbo, 2002.
Print.
Punter, David & Glennis Byron. The Gothic. Oxford: Wiley-Blackwell, 2004. Print.
Quayson, Aton. Aesthetic Nervousness. Disability and the Crisis of Representaion. Nueva
York: Columbia University Press, 2007. Print.
Rabinbach, Anson. The Human Motor. Energy, Fatigue, and the Origins of Modernity.
Nueva York: Basic Books, 1990. Print.
Rancière, Jacques. Dissensus: On Politics and Aesthetics. Nueva York: Continuum Press,
2010. Print.
___. The Emancipated Spectator. Londres: Verso, 2011. Print.
Rec. Dir. Jaume Balagueró & Paco Plaza. 2007. Sony Pictures Home Entertainment,
2009. DVD.
218
Resident Evil. Dir. Paul W.S. Anderson. 2002. Sony Pictures Home Entertainment, 2002.
DVD.
Rose, Margaret. Parody: Ancient, Modern, and Post-modern. Cambridge: Cambridge
UP, 1993. Print.
Rose, Nikolas. The Politics of Life Itself. Biomedicine, Power, and Subjectivity in the
Twenty-First Century. Princeton: Princeton UP, 2006. Print.
Ross Ridge, George. The Hero in French Decadent Literature. Athens: U of Georgia P,
1961. Print.
Russell, Jamie. Book of the Dead. The Complete History of Zombie Cinema. Surrey: FAB
Press, 2005. Print.
Salessi, Jorge. Médicos, maleantes y maricas. Higiene, criminología y sexualidad en la
construcción de la nación argentina. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 1995.
Print.
Salomon, Roger B. Mazes of the Serpent. An Anatomy of Horror Narrative. Ithaca:
Cornell UP, 2002. Print.
Schaefer, Eric. Bold! Daring! Shocking! True! A History of Exploitation Films. Durham:
Duke University Press, 2001. Print.
Seabrook, William. The Magic Island. Nueva York: Harcourt-Brace, 1929. Print.
Shaviro, Steven. The Cinematic Body. Minneapolis: U of Minnesota P,1993. Print.
Shelley, Mary. Frankenstein o el moderno Prometeo. Buenos Aires: De Bolsillo, 2008.
Print.
Sierra Sergio A. & Ribas, Meritxell. Frankenstein. Barcelona: Parramón, 2009. Print.
Soberón Mainero, Francisco Xavier. “La ingeniería genética y la nueva biotecnología.”
Biblioteca Digital. Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa,
n.d.Web. 1 Aug. 2011.
<http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/sites/ciencia/volumen3/ciencia3/145/htm/lain
geni.htm>.
Sontag, Susan. Illness as Metaphor and AIDS and Its Metaphors. Nueva York: Picador,
1989. Print.
Stevenson, Robert L. El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Madrid: Punto de
Lectura, 2009. Print.
219
Sturken, Marita & Thomas, Douglas. Technological Visions. Hopes and Fears That
Shape New Technologies. Philadelphia: Temple UP, 2004. Print.
The Last Man on Earth. Dir. Ubaldo Ragona & Sidney Salkow. 1964. American
International Pictures, 2007. DVD.
The Plague of Zombies. Dir. John Gilling. 1966. Starz /Anchor Bay, 1999. DVD.
Toffler, Alvin. Future Shock. Toronto: Random House, 1970. Print.
Trías, Eugenio. Lo bello y lo siniestro. Barcelona: Seix Barral, 1982. Print.
Warner, Michael. “Publics and Counterpublics. Abbreviated Version.” Quaterly Journal
of Speech. (2002): 413-425. Print.
Wells, La isla del Dr. Moreau. Madrid: Alianza Editorial, 2010. Print.
Wilde, Oscar. “El cumpleaños de la infanta.” El fantasma de Canterville y otros cuentos.
Madrid: Letras Mayúsculas, 2007. 67-85. Print.
Williams, Linda. “Film Bodies: Gender, Genre and Excess.” Feminist Film Theory. A
Reader. Nueva York: NYU Press, 1999. 267-281. Print.
Willis, Martin. Mesmerists, Monsters, and Machines: Science Fiction and the Culture of
Science in the Nineteenth Century. Kent: Kent State UP, 2006. Print.
Windelspecht , Michael. Genetics 101. Nueva York: Greenwood Press, 2007. Print.
White Zombie. Dir. Victor Halperin. 1932. Roan, 1999. DVD.
Worland, Rick. The Horror Film. An Introduction. Oxford: Blackwell Publishing: 2007.
Print.
Youngquist, Paul. Monstrosities. Bodies and British Romanticism. Minneapolis: U of
Minnesota P, 2003. Print.
Zombi 2. Dir. Luico Fulci. 1979. Shriek Show, 2004. DVD.
Zweig, Connie &Abrams, Jeremiah. “Introduction.” Meeting the Shadow. The Hidden
Power of the Dark Side of Human Nature. Los Ángeles: Jeremy P. Tarcher Inc.,
1991. Print.
Notes
1
Con el término Modernidad nos referimos no solo al conjunto de axiomas de
certidumbre de los grandes aparatos políticos o económicos que aparecen con la rápida
industrialización de cierta parte de Occidente a fines del siglo XVIII y sobre todo en el
siglo XIX, sino también al paradigma de certeza que determina aquello que Lyotard
llama “a criteria of competence” (23), aquel gran discurso o metarrelato que sostiene un
nivel unívoco de conocimiento y verdad.
2
En el caso de Iberoamérica, como sucede en el resto de regiones del planeta, ya sean
desarrolladas o en vías de desarrollo, la conexión a Internet en los grandes centros
urbanos y en las pequeñas provincias altera la distribución de conocimiento de manera
dramática. No nos referimos precisamente a una “democratización” del conocimiento
sino a una exposición ineludible a fuentes de información a partir de la diversidad de las
plataformas (fijas o móviles) y a la continua expansión de las redes digitales.
3
La aseveración de Llano estaría en concordancia con la postulación que hace Calinescu
en Fives Faces of Modernity (1987) acerca de la existencia de una fase inquisidora de la
modernidad (la posmodernidad).
4
En términos de Michael Warner esta condición se traduciría en la relación oposicional
que existe entre los “públicos” y los “contrapúblicos.” Para Warner, el público es una
relación social y comunicativa dominante, “a space of discourse organized by nothing
other than discourse itself” (413), “a public, in practice, appears as the public” (414). El
contrapúblico, en cambio, es un espacio discursivo en conflicto con el público
hegemónico, “the conflict extends not just to ideas or policy questions, but to the speech
genres and modes of address that constitute the public” (424).
5
Las mutaciones, de acuerdo con Armand Marie Leroi, son procesos que se encargan de
modificar el significado de los cuerpos: “Mutations alter the meaning of genes. Changing
the meaning of a single gene can have extraordinarily far-flung effects on the genetic
grammar of the body. There is a mutation that gives you red hair and also makes you fat.
Another causes partial albinism, deafness, and fatal constipation. Yet another gives you
short fingers and toes, and malformed genitals. In altering the meanings of genes,
mutations give us a hint of what those genes meant to the body in the first place. They are
collectively a Rosetta Stone that enables us to translate the hidden meanings of genes;
they are virtual scalpels that slice through the genetic grammar and lay its logic bare”
(14).
6
Zakiya Hanafi recuerda en The Monster in the Machine (2000) que desde la antiguedad
clásica “a monstrum (from monere, to warn or threaten) was by definition a terrible
220
221
prodigy, not for what it was in actuality […] but for what it foretold. A sign of coming
calamity, the monster first and primarily was a messenger from the other world. So if the
barbarian was distinguished by making no sense, or nonsense, the monster, on the
contrary, was distinguished by making several senses: by providing an oppositional
corporeal limit to human definition; by eroding the strong conceptual differentiation
between man and beast, man an demon, or man and god, pointing to pollution,
transgression, a breakdown in social order; and by bearing a sign of warning from the
forces of the sacred” (3).
7
“The monster’s body quite literally incorporates fear, desire, anxiety, and fantasy
(ataractic or incendiary), giving them life and an uncanny independence. The monstrous
body is pure culture. A construct and a projection, the monster exists only to be read: the
monstrum is etymologically ‘that which reveals’, ‘that which warns’, a glyph that seeks a
hierophant. Like a letter on the page, the monster signifies something other than itself: it
is always a displacement, always inhabits the gap between the time of upheaval that
created it and the moment into which it is received, to be born again” (4). Para una
lectura detallada del ensayo de Cohen y sus siete tesis acudir al volumen Monster Theory:
Reading Culture.
8
En torno a los arquetipos, Blumberg ha señalado que estos engendran malentendidos y
representaciones arbitrarias: “They feed the illusion that, from the moment of conception,
nature had a goal in mind” (4).
9
En el campo de la biotecnología, asimismo, “lo natural” es desarticulado para abrir paso
a un nuevo “monstruo de la ciencia” que no es precisamente un cuerpo negativizado (por
ejemplo, un cuerpo alterado genéticamente en busca de una raza menos susceptible a
enfermedades o un mutante dotado de gran fuerza e intelecto). Caben aquí no solo las
diferenciaciones con la criatura de Victor Frankenstein (el ente monstruoso como
advertencia de lo que la ciencia es capaz de crear) sino también las que se refieren a los
cuerpos modificados por accidentes científicos, como en los casos de La mosca (en el
cuento original de George Langelaan y las adaptaciones cinematográficas de Kurt
Neumann y David Cronenberg, respectivamente) y la novela y filme homónimo Estados
alterados (Ken Russell, 1980), en los cuales los protagonistas adquieren cuerpos
inadmisibles por error de cálculo o por mera ambición científica y se convierten en
peligrosos monstruos morales. Asimismo, en el campo de la cirugía estética, “lo natural”
puede ser desestabilizado a partir de la insatisfacción del paciente con una parte o la
totalidad de su cuerpo (ya sea por razones de salud o de aceptación), creando en algunos
casos “monstruosidad” a partir de lo que la psicología conoce como “trastorno dismórfico
corporal,” un trastorno ansioso-depresivo que ocasiona que un individuo se preocupe
excesivamente por un defecto físico (sea este real o imaginado).
222
10
Cabe preguntarse también acerca del papel actual la “tecnología monstruosa” en
contraste con el discurso sublime-mecánico que producían personajes como la criatura de
Frankenstein en el siglo XIX o el robot antropomorfo del filme Metropolis (Fritz Lang,
1927), ya que la relativización de los códigos del monstruo hace que el pavor hacia
personajes originalmente concebidos para inspirar horror sea desplazado, como sucede en
la segunda y tercera parte de The Terminator (James Cameron, 1984). En ambas secuelas
de la serie –Terminator 2: El juicio final (James Cameron, 1991) y Terminator 3: La
rebelión de las máquinas (Jonathan Mostow, 2003)– el paradigma de interpretación
presentado en la primera película se invierte cuando el tosco y monstruoso cyborg T-800
salva a los seres humanos de organismos cibernéticos de fenotipo caucásico perfecto
(modelos T-1000 y T-X), fabricados de ese modo para no inspirar miedo y camuflarse
dentro de un tipo normalizado de belleza humana.
11
El ritual de purificación del pharmakos (o chivo expiatorio) en la Grecia antigua
ejemplifica la práctica pública de la marginación de los feos y deformes en el mundo
clásico. Como apunta Robert Garland en The Eye of the Beholder. Deformity and
Disability in the Graeco-Roman World (1995): “In Greek society the psychological need
to personalize the dread evoked by some crisis was institutionalized by the practice of
selecting a victim known as the pharmakos or ‘scapegoat’, upon whom the blame for the
current evils that beset the community was then laid. The victim, who was often but not
invariably ugly and deformed, underwent ritual expulsion or, much less commonly it
seems, execution. The reason for selecting the ugly and deformed is partly that these were
deemed to feel resentment towards Nature or the gods for singling them out as freaks, as
well as towards society for subsequently denying them their full human status” (23).
12
No debemos olvidarnos, al mismo tiempo, de las representaciones monstruosas
localizadas en el Parque de los Monstruos (Parco dei Mostri) de la familia Orsini,
construido en 1550; de cuya fama se valió el escritor Manuel Mujica Láinez para crear la
novela Bomarzo (1962), texto que toma el nombre de la localidad donde se halla la
construcción. Parco dei Mostri no solo concreta físicamente un espacio para albergar “lo
monstruoso,” rodeado de naturaleza viva, sino que llama la atención por su celebración
de la desproporción y la deformidad tanto en las estatuas como en los edificios que lo
integran.
13
Oscar Wilde es tal vez quien mejor ha retratado el sufrimiento de los monstruos de la
corte en el cuento “El cumpleaños de la infanta” (1891), relato en el que un enano de
espalda encorvada y enorme cabeza se enamora de una princesita que lo utiliza como
atracción grotesca durante su fiesta de cumpleaños. El “petit monstre,” como lo bautiza la
infanta, no solamente muere de amor sino también sufre el encuentro con su propia
monstruosidad al reflejarse en las paredes de un salón y saberse “falto de formas
normales” (83).
223
14
Para Jouhandeau lo abyecto está relacionado con una oposición a lo establecido. Lo
establecido, en este caso, es principalmente la moral cristiana, y cualquier acción que
implique un deseo prohibido por esa moral determinaría una acción abyecta; la abyección
de un sujeto, entonces, estaría ligada a la conformidad de ser tentado, de ahí las
referencias que Jouhandeau hace constantemente al “poder del Infierno” (137) y al “Mal”
que lo esclaviza (169). Así nos propone que la abyección parte de un motivación íntima,
y que está ligada al placer, a una subjetividad que busca culminar deseos que se separan
abiertamente de las normas instituidas. En este sentido, lo abyecto es la transgresión de la
norma, algo que Kristeva retoma en algunos pasajes de Powers of Horror (1982).
Jouhandeau distingue un “signo de maldad” original en los seres humanos, una
predisposición a cometer faltas, pero recalca que las faltas se deben siempre a una
imposición externa (la moral cristiana, en especial), concluyendo que los límites que
impone dicha moral son los que lo identifican como un sujeto abyecto. Desde este punto
de vista, la abyección solo podría existir si al mismo tiempo hay una norma, o un
conjunto de normas, que restrinjan el deseo íntimo.
15
Esta también es la época de la curiosidad y el deslumbramiento por las que Paul
Youngquist ha denominado “anatomías de la desviación,” que a través de ciencias como
la fisiología y la teratología y el trabajo de cirujanos como el escocés John Hunter (17281793) profesionalizan el análisis y la observación de lo deforme: “Prodigy cedes to
pathology only to raise the possibility of new progeny. Monstrosities confront the proper
body with its immanent, progenitive transformation. They are not just a sign of
transcendent marvels or a medium for the miracles of medicine. They also materialize
transformative forces, haunting the proper body in the abject shape of change” (9).
16
Georges Bataille, por otro lado, define “las cosas abyectas” como “objetos del acto
imperativo de exclusión” (11), algo que Kristeva retoma más tarde y llama “lógica de la
exclusión” (88). De este modo, lo abyecto es una forma de demarcar lo puro de lo impuro
basándose también en una normatividad impuesta. Los objetos abyectos, por ende, serían
aquellos que, por ser repulsivos para cierto orden, deben ser restringidos y eliminados. La
abyección humana, según Bataille, resulta de no poder evadir el contacto con “las cosas
abyectas” (11). En este sentido, la abyección vendría a ser una condición que se establece
a partir de una asociación con la impureza.
17
De algún modo, se advierte un paralelismo entre la figura del freak, repudiada por la
norma y transformada en entretenimiento, y la imagen deforme y grotesca de los
esperpentos de Ramón del Valle-Inclán, en los cuales se presentan la fusión trágica de
formas humanas y animales, así como la distorsión exagerada –por medio de la metáfora
de los espejos cóncavos y convexos– de la realidad de la época. El freak, asimismo, ha
sido utilizado recientemente como temática central e hilo conductor en el libro de relatos
Fenómenos de circo (2011) de Ana María Shua.
224
18
Son muchas las narraciones que tematizan la incorruptibilidad humana en oposición a
los cuerpos en disenso, pero tomando como punto de partida la perspectiva de
Halberstam podríamos destacar la “monstruificación” y rechazo del cuerpo de un
adolescente intersexual en el filme XXY (2007) de Lucía Puenzo.
19
Cabe mencionar, al mismo tiempo, que la biomedicina es una práctica científica que se
sumerge en las interacciones y expresiones moleculares. En este sentido, participa de
distintos tipos de conocimiento y metodologías y no de un solo esquema explicativo
totalizante. A diferencia de la medicina anterior a ella, la biomedicina pretende dar
solución a las contingencias humanas por medio de líneas de fuga y negociaciones con la
estructura molar.
20
Asma reconoce las posibilidades que el posmodernismo le ha brindado al monstruo
contemporáneo –aquel que nosotros denominamos mutante– al tratarse de una pauta
cultural que reelabora construcciones sociales proponiendo “losers as winners, walk-on
extras as main characters, and deformed outcasts as principal luminaries” (252).
21
El diccionario Larousse define morfología en términos biológicos como: (a) Parte de la
biología que trata de la forma y estructura de los seres vivos. (b) Aspecto general del
cuerpo humano.
22
“[The] preservation of favourable individual differences and variations, and the
destruction of those which are injurious, I have called Natural Selection, or the Survival
of the Fittest” (Darwin, 64).
23
El neodarwinismo o síntesis evolutiva moderna, es el conjunto de investigaciones que
integra la teoría de selección natural darwiniana con la teoría genética de Gregor Mendel
(desconocida por Darwin durante la elaboración de El origen de las especies).
24
Ver On Monsters and Marvels (Des monstres e prodiges), publicado originalmente en
el año 1575.
25
“In a former paper I used the term ‘hopeful monster’ to express the idea that mutants
producing monstrosities may have played a considerable role in macroevolution. A
monstrosity appearing in a single genetic step might permit the occupation of a new
environmental niche and thus produce a new type in one step” (Goldschmidt 390).
26
El mutacionismo es el conjunto de teorías que, diferenciándose del gradualismo
darwiniano, pone énfasis en las mutaciones como las verdaderas fuerzas de cambio
orgánico en la evolución. De acuerdo con el genetista neerlandés Hugo de Vries, uno de
sus principales defensores: “the theory that species have originated by the selection of
individual differences is beset with serious difficulties, whereas the belief that this has
taken place by mutations (heterogenetic variations) provides us with a satisfactory
225
explanation or at any rate is in close accord with the facts. Two facts that strongly favor
this view are (1) the absence of transitional forms and (2) the existence of at least
apparently useless characters” (69).
27
“An abrupt and marked variation in the condition or appearance of a species; a sudden
modification which may give rise to new races.” (En: http://www.biologyonline.org/dictionary/Saltation).
28
Se entiende por agentes teratógenos a sustancias, organismos o estados de deficiencia
que, presentes durante la gestación de un ser vivo, pueden causar defectos congénitos
estructurales, funcionales o metabólicos.
29
En la introducción de este trabajo, hemos definido la “ganancia de función” de algunas
mutaciones siguiendo los principios biológicos del libro de Armand Marie Leroi. Las
mutaciones de ganancia de función se diferencian de las de pérdida de función en que las
primeras “añaden” significado. Lo que significa que mientras algunas mutaciones
corrompen procesos, otras producen nuevas funciones y nuevos fenotipos.
30
“[…] el monstruo trae otro saber, que no es solamente una figuración de la alteridad y
la otredad (que pueden, apaciblemente, reafirmar los límites convencionales de lo
‘humano’) sino un saber positivo: el de la potencia o capacidad de variación de los
cuerpos” (Giorgi 323).
31
En Desencuadernados: vanguardias ex-céntricas en el Río de la Plata. Macedonio
Fernández y Felisberto Hernández, Julio Prieto propone la noción de “ex-centricidad”,
que es definida en el texto como: “[la] opción deliberada de quedarse fuera –o en un
ambiguo borde de la escena cultural, y de proyectar, en consecuencia, un tipo de discurso
encaminado al objetivo aparentemente contradictorio de retirarse, de salir de escena o,
cuando menos, de quedarse al fondo, en la penumbra de un segundo término –en un
borroso margen” (12). Esta noción nos parece pertinente para el caso del personaje
central de Wasabi debido a su tendencia constante de retirarse no solo de los grupos
literarios sino también de sus afectos. La mutación física, sumada a su comportamiento
en varios pasajes del libro, parece seguir la opción deliberada de la ex–centricidad que
Prieto localiza en algunos autores del Río de la Plata.
32
Tercera novela de Alan Pauls, publicada a continuación de El pudor del pornógrafo
(1984) y El coloquio (1990).
33
En Médicos, maleantes y maricas (1995), Jorge Salessi hace hincapié en el hecho de
que en la última década del siglo XIX la Argentina, sumida en un discurso higienista
descendido de la oposición binaria entre civilización y barbarie, pasó a definir su
identidad nacional en términos de la salubridad, juzgando lo insalubre como un rasgo
226
extranjero que producía el colapso tanto de la higiene de las calles y hogares como de la
salud del “cuerpo nacional.”
34
Según Paré, las causas de la monstruosidad son trece: “The first is the glory of God.
The second, His wrath. The third, too great a quantity of semen. The fourth, too small a
quantity. The fifth, imagination. The sixth, the narrowness or smallness of the womb. The
seventh, the unbecoming sitting position of the mother, who, while pregnant, remains
seated too long with her thighs crossed or pressed against her stomach. The eighth, by a
fall or blows struck against the stomach of the mother during pregnancy. The ninth, by
hereditary or accidental illnesses. The tenth, by the rotting or corruption of the semen.
The eleventh, by the mingling or mixture of seed. The twelfth, by the artifice of
wandering beggars. The thirteenth, by Demons or Devils” (Paré 3-4).
35
“Monsters are things that appear outside the course of Nature (and are usually signs of
some forthcoming misfortune, such as a child who is born with one arm, another who
will have two heads, and additional members over and above the ordinary” (Paré 3).
36
“Abject things can be defined–empirically–by enumeration and by successive
descriptions, and–negatively–as objects of the imperative act of exclusion” (11).
37
Como resalta Cohen: “Any kind of alterity can be inscribed across (constructed
through) the monstrous body, but for the most part monstrous difference tends to be
cultural, political, racial, economic, sexual” (7).
38
Los textos escritos durante la estadía en esta residencia tienen como única condición
hacer referencia a la circunstancia misma del premio y al proceso de escritura en SaintNazaire.
39
En un ensayo a propósito del narrador venezolano Julio Garmendia, el crítico uruguayo
Hugo Achugar se refiere a la atipicidad en estos términos: “Típico y atípico, central o
periférico son nociones referidas sino explícita, implícitamente a la idea de tradición […]
Los escritores centrales construyen la tradición, los atípicos las confirman en tanto
excepción. Tradición, canon y hegemonía son nociones afines. Y son, es recomendable
no olvidarlo, construcciones históricas” (323-324). Si bien Achugar se refiere al caso
específico de Julio Garmendia en relación a las vanguardias de los años 20, el concepto
de atipicidad desestabiliza el de tradición en tanto existan uno o varios artistas que
contradigan el discurso del archivo imperante.
40
En Desencuadernados: vanguardias ex-céntricas en el Río de la Plata. Macedonio
Fernández y Felisberto Hernández, Julio Prieto propone la noción de “ex-centricidad”,
que es definida en el texto como: “[la] opción deliberada de quedarse fuera –o en un
ambiguo borde de la escena cultural, y de proyectar, en consecuencia, un tipo de discurso
encaminado al objetivo aparentemente contradictorio de retirarse, de salir de escena o,
227
cuando menos, de quedarse al fondo, en la penumbra de un segundo término –en un
borroso margen” (12). Esta noción nos parece pertinente para el caso del personaje
central de Wasabi debido a su tendencia constante de retirarse no solo de los grupos
literarios sino también de sus afectos. La mutación física, sumada a su comportamiento
en varios pasajes del libro, parece seguir la opción deliberada de la ex–centricidad que
Prieto localiza en algunos autores del Río de la Plata.
41
Lo que no prohíbe que en algunos pasajes la novela también desmonte la sacralización
del arte y el rol del artista sacralizado. El caso de Klossowski, por ejemplo.
42
“[…] me lo decían la sangre, el tictac febril de las sienes; me lo confirmaba esa especie
de ahogo con el que preveía la confabulación, en un punto extremo de efervescencia, de
todas aquellas coordenadas mágicas: Klossowski, yo, el Salon du Livre, las ocho de la
noche…” (Pauls 119).
43
“Mientras uno está sano, no existe. Es decir: uno no sabe que existe” (Cioran 96).
44
Se entiende por transgénicos a los organismos modificados artificialmente que surgen
de la transferencia de genes de una especie al genoma de otra. Los genes foráneos o
extraños suelen ser introducidos en el genoma receptor a través de microinyecciones de
ADN.
45
La Ley de los Tres Estadios del filósofo Auguste Comte tiene como punto más
importante el Estadio Científico o Positivo, que sugiere que a través de lo concreto y de
afirmaciones basadas en estudios empíricos los seres humanos son capaces de alcanzar el
progreso y los conocimientos más exactos.
46
Fábricas biológicas en las que se modifican genes de plantas o animales con la
finalidad de elaborar diversos productos farmacéuticos.
47
Se llama así a la intervención humana y a la técnica de control reproductivo mediante
las cuales se alteran los genes de animales o vegetales para obtener rasgos específicos en
futuras generaciones.
48
Conferencia organizada por el científico y premio Nobel Paul Berg en Asilomar State
Beach, California, en la que se debatieron los posibles peligros en el campo de la
biotecnología y los principios básicos (incluidas ciertas prohibiciones) que debían
seguirse para evitar el uso inadecuado de las técnicas de ADN recombinante.
49
Para los fines de este trabajo, entendemos el horror científico como la categoría de
terror artístico que explota el sentimiento del miedo en narraciones situadas en
circunstancias y espacios de la ciencia experimental, recurriendo frecuentemente a la
investigación tecnológica y el método científico moderno que surge con la
industrialización de las sociedades occidentales.
228
50
La nueva ciencia, apunta Martin Willis, “based its understandings of the natural world
on inductive reasoning borne out of observation rather than on teachings derived from
ancient and venerated sources” (5).
51
Aunque no son analizados en este capítulo, que trata de centrarse en los ejemplos más
tradicionales de la ficción occidental, los cuerpos poshumanos diseñados o rediseñados a
través la nanotecnología, así como los ciberorganismos, suelen caer también dentro del
paradigma de la monstruosidad y la contaminación; lo que puede asociarse, de acuerdo
con Stephen T. Asma, con un posible “fear and loathing of a our own mortality” (266).
52
Dirigidas por Jack Arnold, Ridley Scott y Jean-Pierre Jeunet, respectivamente.
53
Ambas publicadas por Image Comics, con guiones e ilustraciones de Richard Starkings
y Justin Norman-Moritat (Elephantmen) y Kurtis J. Wiebe y Scott Kowalchuk (The
Intrepids).
54
En la tradición hermética, el homúnculo es un hombrecillo con características
humanas, generalmente malformado y creado por medio de procesos alquímicos.
55
Entre las novelas del archivo iberoamericano que recogen temáticas de magia y
alquimia podríamos citar Morsamor (1899) de Juan Valera, Cien años de soledad (1967)
de Gabriel García Márquez y el bestseller de Paulo Coelho El alquimista (1988).
56
Esto nos recuerda, al mismo tiempo, que la criatura ha sido leída tradicionalmente
como uno de los “malditos” románticos, representando tanto el sueño científico
convertido en pesadilla como el fracaso de la Razón.
57
Rancière ha trabajado este concepto recientemente al referirse a imágenes que
aparentan ser “too intolerably real to be offered in the form of an image” (83).
58
Particularmente las ideas tratadas en una de sus obras más divulgadas: El delito. Sus
causas y remedios (1899).
59
Para Freud, las criaturas vivientes se desarrollan dentro de una dicotomía constante
entre instintos del yo o “de muerte” e instintos sexuales o “de vida,” una oposición que, a
grandes rasgos, crea tensiones entre lo naturalmente desagradable y agradable.
60
Cabe señalar que para Salomon uno de los fundamentos del relato terrorífico es que
subvierte “the very idea of form–it is, if you will, a dark parody of form, reminding us of
what our various rhetorics seek to conceal” (5).
61
Esta degeneración también puede considerarse una variante fantástica del paradigma de
“degenerados” de fines del siglo XIX que inmortalizan autores como Huyssman o
Sacher-Masoch.
229
62
“La sombra,” señala Cirlot en su diccionario de símbolos, “es el doble negativo del
cuerpo, la imagen de sus parte maligna e inferior. Entre los pueblos primitivos está
generalmente arraigada la noción de que la sombra es un alter ego, un alma, idea que se
refleja en el folklore y en la literatura de las culturas avanzadas […] Jung denomina
sombra a la personificación de la parte primitiva e instintiva del individuo” (424). Para
Zweig y Abrams, al mismo tiempo, la sombra representa “those characteristics that the
conscious personality does not wish to acknowledge and therefore neglects, forgets, and
buries, only to discover them in uncomfortable confrontations with others” (XVIII).
63
De cierta forma, el señor Hyde se contrapone no solo a las normas civiles victorianas
sino también a la doctrina de la finura ostentada por el caballero inglés. La sombra
salvaje que el doctor Jekyll invoca con el bebedizo es ciertamente una manera de
experimentar lo prohibido y atacar lo elaboradamente elegante.
64
Publicadas originalmente por La Crónica de León (Keibol Black), Zona 84 (The Space
Between), El Víbora (Cyberfreak), La Factoría (Snuff 2000) y Reino de Cordelia (Total
Overfuck).
65
Principalmente la obra de fines de los años 60 y principios de los años 70 de autores
como Robert Crumb, Spain Rodríguez y Gilbert Shelton.
66
Se llama Escuela Bruguera al estilo gráfico y humorístico de las historietas de
posguerra producidas en España en el seno de la editorial barcelonesa Bruguera. La
mayoría de sus tebeos se caracterizan por relatar historias de corte urbano y costumbrista,
con personajes que representan la sociedad española de la época a través de argumentos
simples que explotan la sátira y la comicidad. Visualmente, se trata de historietas
minimalistas y de poca extensión. Entre sus títulos destacan: Zipi y Zape, Carpanta,
Petra, criada para todo, Mortadelo y Filemón y Doña Urraca.
67
Al mismo tiempo, una tercera tendencia, representada por la revista Madriz (19841987), se destacó por la experimentación gráfica de autores nacionales y sobre todo por
ser uno de los vehículos culturales más importantes de la Movida. Mientras publicaciones
como El Víbora y Cairo solían recopilar historietas de origen norteamericano y europeo,
compaginadas con algunos autores españoles, Madriz representaba la producción de la
juventud madrileña, subvencionada, aunque no sin oposición o fuertes críticas, por la
Concejalía de la Juventud del Ayuntamiento de Madrid. En su momento, Madriz fue
tildada por algunos políticos como “contraria a la moral, a la familia y apologética del
consumo de drogas” (González-Vegas, “El Ayuntamiento invierte seiscientas mil pesetas
en editar un cómic chabacano”).
68
Publicada entre 1981 y 1991 por Editorial Norma.
230
69
Como ejemplos de este nuevo paradigma podríamos citar la canonización de la cadena
MTV, el fenómeno mundial de las películas blockbuster (como forma de mercadeo y
consumo) y la asimilación de series animadas como Los Simpson o Beavis and Butthead
en el cotidiano de las clases medias.
70
Séptimo álbum de la banda, grabado en mayo de 1982 y lanzado en julio del mismo
año a través de la disquera independiente Crome Organisation.
71
De acuerdo con Reynolds (8-10), las edades del cómic norteamericano se dividen en:
Edad de Oro (aproximadamente de 1938 hasta 1950), Edad de Plata (de 1956 a 1970),
Edad de Bronce (de 1970 a 1985) y Edad Moderna (de 1985 hasta la actualidad).
72
Entre las habilidades originales del primer grupo de los X-Men se encuentran la
capacidad de volar, de leer mentes y mover objetos, la fuerza descomunal, la habilidad de
generar hielo, la proyección de rayos ópticos y la telepatía.
73
Para no caer en redundancias hemos evitado el comentario acerca de las diversas
adaptaciones de Frankenstein o el moderno Prometeo al formato del cómic, pero entre
ellas merecen mención las series New Adventures of Frankenstein de Dick Briefer (Prize
Comics, 1940), The Frankenstein Monster de Gary Friedrich y Mike Ploog (Marvel
Comics, 1973), Doc Frankenstein de los hermanos Wachowski (Burlyman Entertaiment,
2004) y en la historieta española contemporánea Frankenstein, novela gráfica en blanco y
negro escrita por Sergio A. Sierra e ilustrada por Meritxell Ribas para Parramón
Ediciones en 2009.
74
Brian no solo es portador de una rareza física debido a su cerebro hiperdesarrollado,
sino que tiende a sentirse atraído por lo “raro,” ya sea en su selección de amigos –la
mayoría de ellos enfermos o en estado terminal–; de películas, entre las que destacan
títulos de serie B ficticios como “El vengador tóxico” o “La invasión de los zombies
paletos” y en un momento específico de expresión afectiva que Martín plantea
intencionalmente como “raro” para criticar ideales heteronormativos, al señalar que Brian
disfruta de la presencia de Sandra, una monitora homosexual que acompaña a los niños
de la escuela a una excursión.
75
Al hablar sobre un aprendizaje no pretendemos asociar la historia de Brian con el
canon de la novela o historieta de formación, ya que en el primer volumen de la serie
Martín no desarrolla al niño mutante a lo largo de varios años. Aunque Brian es
retomado, ya como adolescente, en la novela gráfica Motor Lab Monqi (Rey Lear, 2012),
habría que realizar un estudio comparativo que determine una posible inclusión en dicho
género. Al referirnos a una parábola de aprendizaje pensamos más bien en la manera en
que la historia de un niño mutante puede brindar una interpretación intelectual de la cual
231
deriva una lección, en este caso una enseñanza positiva acerca de la diferencia en
oposición a la óptica degenerativa que suele recaer sobre los monstruos.
76
“Hay un futuro y nos pertenece,” (“Brian The Brain Nº 4” 17) es una de las sentencias
más llamativas y edificantes de Brian a lo largo de la historia.
77
Se llama aptitud, eficacia o adecuación biológica (fitness en inglés) a la capacidad de
un individuo de reproducirse y transmitir sus genes a la siguiente generación. De acuerdo
con Allen Orr, “fitness involves the ability of organisms – or, more rarely, populations or
species – to survive and reproduce in the environment in which they find themselves. The
consequence of this survival and reproduction is that organisms contribute genes to the
next generation” (“Fitness and Its Role in Evolutionary Genetics”).
78
Entre ellas destacan textos como World War Z (Guerra mundial Z, 2006) de Max
Brooks y la serie de cómics The Walking Dead (Los muertos vivientes, 2003) de Tony
Moore y Robert Kirkman.
79
Ya sea partiendo de la excesiva sofisticación o del juego paródico y fortuito, desde
nuestro punto de vista los cultivadores de este subgénero de terror comparten una
conciencia implícita por mantener un nivel de innovación constante, haciendo de las
narraciones de zombies un campo de inminencia y mutación.
80
Cabe resaltar que estas técnicas de grabación fueron adoptadas de manera casi
inmediata por el cine de terror hacia fines de la década del 90, especialmente después del
éxito que tuvo El proyecto de la bruja de Blair (1999), filme independiente co-dirigido
por Daniel Myrick y Eduardo Sánchez.
81
Además de la inscripción del término zombie en el imaginario de la cultura de masas,
uno de los personajes de la película acuña una frase fundamental al referirse a la parte
más peligrosa de la isla como “the land of the living dead,” estableciendo desde 1932 un
campo semántico paralelo con los títulos que Romero utilizará con frecuencia en sus
películas.
82
Dirigidas por George Terwilliger, Jean Yarbrough y Jacques Tourneur,
respectivamente.
83
Asimismo, es importante resaltar el rol que jugaron filmes de ciencia ficción de la
década del 50 como Invasion of the Body Snatchers (1956), de Don Siegel, al proponer
un escenario de invasión mundial por medio de esporas extraterrestres que al germinar
copian la forma de los seres humanos; dichos cuerpos se diferencian de las personas
comunes y corrientes por tener un comportamiento similar al del zombie sometido, faltos
de emociones y controlados por una entidad superior. De la misma manera, en el
compendio Book of the Dead, Jamie Russell subraya la importancia del imaginario de la
232
película de ciencia ficción Invisible Invaders (Edward L. Cahn, 1959), cuya premisa se
centra en una invasión extraterrestre a cargo de seres invisibles que toman cuerpos
muertos. La caracterización de los sujetos invadidos en esta película, con movimientos y
maquillajes típicos del zombie de la segunda mitas del siglo XX, llama la atención por las
similitudes que guarda con los primeros muertos vivientes de George A. Romero (53-54).
84
La novela de Matheson ha sido adaptada al cine en otras dos ocasiones. Primero en
1971 como The Omega Man (dirigida por Boris Sagal) y después en el año 2007,
retomando el título original de la novela, esta vez bajo la dirección de Francis Lawrence.
85
Tanto Dendle como Bishop sugieren un parteaguas entre el zombie de los años 30 y el
que surge en la década de 1960 en la obra de Romero, cuando el imaginario
cinematográfico ya ha absorbido la temática del peligro atómico y la guerra
bacteriológica como miedos “cotidianos” de la segunda mitad del siglo XX. A diferencia
del objeto-sometido de White Zombie, el zombie posatómico de Romero, influenciado por
los vampiros mutantes de Matheson, implica ya el trauma del fin de la humanidad y la
convivencia con un posible Apocalipsis.
86
McLarty y el propio Russell entienden por horror contemporáneo el tipo de cine de
terror que da un giro trascendental hacia el año 1960, a partir del estreno de Psycho de
Alfred Hitchcock, un texto cinematográfico que representa perfectamente el unheimliche
freudiano al desestabilizar la familiaridad de un simple administrador de motel y
convertirlo en una figura psicopática sonriente, capaz de aniquilar a cualquier visitante.
87
Estrenadas en los años 1978, 1985, 2005, 2008 y 2009, respectivamente.
88
La radio y la televisión son los medios de comunicación que mantienen conectados con
el mundo exterior a los personajes de La noche de los muertos vivientes. En la película,
además de difundir la hipótesis acerca de las radiaciones extraterrestres, los reportes
describen los acontecimientos como un “epidemic of murder” que azota secciones del
este y el medio oeste de los Estados Unidos. De acuerdo con los locutores, la epidemia ha
empezado hace solamente un día.
89
En esta línea premonitoria, Romero prepara al espectador cuando Johnny, sin tener la
menor idea de lo que sucederá después, se burla de su hermana, recordando que aborrecía
los cementerios y diciéndole de forma socarrona que los monstruos del pasado se
acercan: “They’re coming for you, Barbra,” cuando en realidad son los mutantes del
presente lo que acechan a ambos.
90
De acuerdo con la Ley de Casper, una de las proporciones utilizadas por la
antropología forense para acercarse al proceso de descomposición, “dead bodies degrade
at different rates depending upon the medium in which they are placed; immersion in
water slows the process, whilst burial slows the rate even more. Casper's law traditionally
233
stated that 1 week in air = 2 weeks in water = 8 weeks buried in earth” (“Decomposition /
Putrefaction”), lo que resalta que mientras mayor sea la cantidad de oxígeno presente en
el ambiente, los cuerpos se descomponen a una velocidad más rápida, sin olvidar los roles
que juegan la temperatura y la humedad.
91
Cabe mencionar como dato anecdótico que Fulci es recordado constantemente por
haber inmortalizado a un zombie capaz de sobrevivir bajo el agua y alimentarse de
tiburones.
92
Aquí cabe el paralelo entre la plaga de los muertos vivientes y los efectos sociales y
psicológicos de la peste narrados por Giovanni Boccaccio en El Decamerón (1351).
93
No tener acceso a una vida en comunidad implica a la vez que la casa ha perdido su
capacidad para evocar el pasado y para proteger las experiencias y memorias felices que
se suscitaron en ella. Como menciona Gaston Bachelard, tradicionalmente “the house
shelters daydreaming, the house protects the dreamer, the house allows one to dream in
peace” (6). En La noche de los muertos vivientes, sin embargo, la casa de campo es solo
un refugio temporal donde resulta imposible gestar algún tipo de ensoñación o memoria
reconfortante.
94
El título de esta película lleva el número 2 solamente en el contexto italiano, donde fue
producida para aprovechar la popularidad de El amanecer de los muertos vivientes,
simulando una suerte de secuela del largometraje de Romero. El filme de Fulci, sin
embargo, fue también distribuido bajo los títulos Zombie Flesh Eaters, La isla de los
muertos vivientes o simplemente bajo el nombre Zombi.
95
De acuerdo con Eric Schaefer, el cine de explotación es un género cinematográfico que
surgió en Norteamérica aproximadamente en 1919, extendiéndose hasta nuestros días y
con gran auge entre las décadas de 1940 y 1960, como un impulso alternativo, marginal y
transgresor que buscaba subvertir el sistema de valores dominante representado en las
películas del sistema hollywoodense tradicional (9-14). Este tipo de producción
cinematográfica se enfoca principalmente en temáticas obscenas y en la celebración
exagerada de lo mórbido, lo orgiástico y lo violento.
96
Una premisa que se acerca un tanto a The Crazies (Los locos, 1973) de George A.
Romero.
97
Fantaterror, también conocido como fantastique en Francia y horrotica en el mundo
anglo, es un subgénero del cine y la literatura que hibridiza relatos de fantasía, erotismo y
terror (Russell 88).
98
La mayoría de personajes femeninos en Zombi 2 son simplemente objetos de atracción
visual o subordinadas de torpe desenvolvimiento que no pueden tomar decisiones
trascendentales. En el primer caso, destacan los cuerpos desnudos de Susan (Auretta Gay)
234
y Paola (Olga Karlatos), convertidos en meras exhibiciones, cuerpos que no solo serán
“devorados” por la mirada masculina (o por la mirada homosexual lésbica en otros casos)
sino también por los zombies canibalistas que se apropian de su organismo-carne (la
escena de la muerte de Paola, por ejemplo, es sin duda una de las más sangrientas del
cine de terror de la segunda mitad del siglo XX y ha sido examinada en varias
oportunidades debido a su crudeza gráfica e implicaciones discursivas). En segundo
lugar, hallamos obvios protocolos de subyugación en personajes como Anne (Tisa
Farrow) y en la enfermera del Dr. Menard (Stefania D’Amario), quienes se apoyan en
personajes patriarcales y “autosuficientes” que solo pueden proveerles visibilidad dentro
de un orden simbólico falogocéntrico. Cabe mencionar que el guion de Zombi 2 y de
otras películas de terror de Fulci fue co-escrito por Elisa Livia Briganti, habitual
colaboradora del cineasta, lo que problematiza un tanto la creencia de que todo texto de
denigración nace de hombres antifeministas. Desde nuestra perspectiva, la participación
de Briganti debe verse como una desarticulación del estereotipo feminista dentro de un
subgénero como el cine de explotación, que de por sí ataca todo discurso social y donde
incluso el machismo no sale ileso, como ejemplos de esta última tendencia podemos citar
películas como Coffy (1973) y Foxy Brown (1974), del director Jack Hill.
99
Yuyu o juju es un término genérico antiguamente utilizado para designar rituales y
supersticiones provenientes del África occidental. Como señala Mockler Ferryman en sus
crónicas africanas, la palabra juju “is used indiscriminately by Europeans for all matters
which may be considered to form a part of the pagan’s religions, and as a synonym for
fetish” (392).
100
Aunque con menos epígonos que en el contexto norteamericano, sobresale, dentro de
lo que podría llamarse la tendencia paródica hispánica, el filme Juan de los muertos
(Alejandro Burgués, 2011), una producción que remeda los protocolos romerianos
desarrollándolos en el contexto de la isla de Cuba. La trama de la película presenta un
universo ficcional donde los zombies son sindicados por el gobierno como “disidentes”
de la Revolución, buscando crear una alegoría cómica de la situación política de esta
nación caribeña. Mientras el contagio se propaga por las calles, el protagonista, un
desempleado autodenominado “Juan de los muertos,” aprovecha la coyuntura para abrir
un negocio dedicado a “matar a los seres queridos” de los habitantes sanos, apelando
tanto a la crítica de la crisis laboral como al ingenio de los ciudadanos que buscan
sobrevivir dentro de una sociedad supuestamente “infectada y corrompida.”
101
Es justo recordar que, ya en 1978, El amanecer de los muertos vivientes había
vislumbrado cierto futuro “cómico” para el subgénero debido al tono burlesco de ciertos
pasajes de la película; una tendencia que Romero no había experimentado en la primera
cinta de su saga, pero que sí explotó a principios de los años 80 en la película de terror
Creepshow (1982), con guion de Stephen King.
235
102
Aunque fue grabada en formato de vídeo casero (lo que no evita una composición
fotográfica bastante profesional), Colin es sin duda una de las narraciones de zombies
más interesantes de la primera década del siglo XXI, ya que no solo reactualiza
elementos del paradigma romeriano (parodiando sus protocolos y creando puentes
intertextuales que no caen en lo vulgar) sino que celebra y culmina la idea de la
subjetividad del muerto viviente. Marc Price construye de principio a fin un largometraje
con aquellas primeras intenciones de Fulci, permitiendo que el espectador se identifique
totalmente con el sujeto zombie y no con el antihéroe humano. La escena en la que un
Colin “zombificado” regresa al apartamento de su novia, contagiada antes que él, resalta
tanto el acto de memoria del muerto viviente como los afectos que no ha olvidado
después de la mutación corporal.
103
Se conoce como cine de guerrilla (guerilla filmmaking en inglés) a un movimiento de
cine contrahegemónico surgido en la última década del siglo XX que se caracteriza por
tener bajos presupuestos, equipos de rodaje reducidos y por realizar grabaciones
enteramente digitales. Los métodos del cine de guerrilla han sido reapropiados en algunos
momentos por cineastas de mayor prestigio como Boyle y hoy en día son bastante
populares entre los realizadores independientes.
104
Como parte de esta tendencia se pueden citar los filmes The Invasion (Oliver
Hirschbiegel, 2007), Carriers (David y Àlex Pastor, 2007), Contagion (Steven
Soderbergh, 2011) y The Perfect Sense (David Mackenzie, 2011).
105
Desde el estreno de El proyecto de la bruja de Blair en 1999 más de una película de
terror o suspenso ha optado por este tipo de formato. Entre los ejemplos más destacados,
además de 28 Days Later, figuran filmes como Paranormal Activity (Oren Peli, 2007), el
remake de Rec, Quarantine (John Erick Dowdle, 2008), y el thriller de ciencia ficción
Cloverfield (Matt Reeves, 2008).
106
Esta distopía de algún modo hace referencia a formas de aislamiento tradicionales
como la cuarentena (término que se utiliza en la versión norteamericana del filme) al
apartar a ciertos grupos o comunidades de seres vivos para limitar el riesgo de contagio
de una enfermedad.
107
Coincidentemente, cabe apuntar que, al referirse al efecto que la claridad y la
oscuridad causan en los seres humanos, Edmund Burke señala que el leitmotif de la
oscuridad suele ser necesario para acercarse a la representación de algo realmente terrible
(102). La falta de luz, asimismo, fue vista en la época de la Ilustración como sinónimo de
ignorancia y falta de sabiduría, pues se intentaba sacar a la humanidad de “las tinieblas” a
través de la estela de luz de la Razón. Bauman, por otro lado, ha comentado que la
oscuridad es el hábitat natural de la incertidumbre (Liquid Fear 2).
236
108
De acuerdo con el inspector, el perro de una de las vecinas había contagiado días atrás
a otros animales en una veterinaria; en base a esa coyuntura las autoridades habrían dado
con el edificio y construido la hipótesis de la enfermedad. Es recién en esta secuencia del
filme que aparece una “explicación” sobre lo que ocurre en el edificio, que a estas alturas
no resulta ni tranquilizadora ni totalmente creíble pues la “enfermedad” o el “enemigo”
ya convive con “nosotros.”
109
Al igual que en La noche de los muertos vivientes, una de las mayores crisis en Rec se
presenta cuando una niña infectada (precisamente la dueña del perro que habría iniciado
el brote) muerde sorpresivamente a su madre cuando trata de huir de ella y los demás
vecinos.
110
Cabe mencionar, asimismo, que el edificio de apartamentos funciona como una microciudad, es el espacio de los horrores íntimos y ocultos, como sucede en El inquilino
(Roman Polanski, 1976) o La comunidad (Álex de la Iglesia, 2000) en oposición a la
espectacularidad del espacio de la calle, el exterior barcelonés, que tiende a ser un
espacio idealizado.
111
En la secuela de la película, Rec 2 (Balagueró y Plaza, 2009), nos enteramos de que la
voz en la grabación le pertenece al Padre Albeda, un religioso encargado de investigar a
Tristana Medeiros.
112
El ático en Rec, en este sentido, disloca la ensoñación que según Bachelard surge del
recuerdo y de la interacción con cierto tipo de espacio, sobre todo la ensoñación que
tonifica al sujeto que experimenta lo que él llama “heartwarming space” (10), y que
sobresale en lugares de confinación y almacenamiento como los áticos o las buhardillas.
Descargar