1 LA ACTIVIDAD DE LOS CIENTIFICOS A. Blasco Profesor de la

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LA ACTIVIDAD DE LOS CIENTIFICOS
A. Blasco
Profesor de la Universidad Politécnica de Valencia
A Ana,
como mínima compensación
por los conocimientos jurídicos que he adquirido de ella,
a través de innumerables y entretenidas discusiones.
INDICE
1. El conocimiento científico
2. Los criterios de demarcación científica
3. El problema de la inducción
4. El método científico
5. La historia de la ciencia y las revoluciones científicas
6. Las ciencias sociales. ¿Es la ciencia jurídica realmente una ciencia?
1. El conocimiento científico
La pregunta a la que voy a intentar contestar en esta charla, ¿es la ciencia jurídica realmente un ciencia?
no creo que hubiera sido interesante para ningún jurista de hace algunas décadas. Los avances
espectaculares de la técnica en los últimos cien años han provisto a la ciencia y a los científicos de una
respetabilidad desconocida en épocas anteriores. Cuando hay dudas de que se pueda seguir confiando
en la verdad revelada, la verdad científica se encarga de suministrar a mucha gente esa seguridad sin la
que el Mundo sería un lugar más incómodo para ellos. El prestigio de la ciencia es tal que un científico,
Galileo, ha ido a inaugurar la larga lista de damnificados con derecho a que la Iglesia Católica les pida
perdón por su comportamiento en el pasado. Cuando ilustres filólogos protestan porque la lengua que usa
el Ayuntamiento de Valencia no es el valenciano normativo, acusan a la institución de usar una ortografía
“no científica”. Aquí la palabra “científica” está usada exclusivamente por ser una palabra de prestigio,
puesto que es dudoso que en la naturaleza se encuentren acentos listos para ser descubiertos o cedillas
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enganchadas de forma natural a ciertas palabras. Pertenezco a un departamento de la Universidad
Politécnica que se denomina “Departamento de Ciencia Animal”, lo que -al margen de lo discutible de la
denominación- expresa un deseo de respetabilidad que no se obtendría si el nombre del Departamento
fuera “Producción Animal”. Este deseo es más universal de lo que parece, La British Society of Animal
Production ha cambiado su nombre por el de British Society of Animal Science, y lo mismo le ha ocurrido a
su revista. El resultado de todo esto es que un número considerable de actividades humanas que no
habían sido consideradas anteriormente como ciencias, aspiran a serlo porque aspiran a una
respetabilidad de la que comparativamente carecen. Así, oyen hablar ustedes de ciencias económicas,
ciencias exactas, “Pig science” -que me resisto a traducir como “ciencia porcina”-, e incluso supersticiones
populares como la homeopatía o la parapsicología aspiran a alcanzar el grado de “ciencias”. Da la
impresión de que el conocimiento que no haya sido adquirido científicamente no tenga el mismo valor o al
menos el mismo poder de persuasión. Esto no ha sido siempre así. No es menester recurrir al prestigio
que antaño tuvieron las sagradas escrituras como fuente de conocimiento; cuando yo estudiaba
ingeniería, muchas de las soluciones propuestas para instalar conducciones de agua o levantar caminos
eran eminentemente prácticas: en un laboratorio se aumentaba la presión de agua que iba por una
conducción hasta que la tubería estallaba, y a partir de los datos obtenidos se aplicaban coeficientes de
seguridad reductores. No encontré a ningún compañero molesto por la falta de explicación científica del
fenómeno, como ningún campesino se siente molesto por no saber por qué cuando las golondrinas vuelan
bajo va a haber tormenta. Sin embargo hoy hemos llegado a un punto tal, que parece necesario iniciar una
charla sobre filosofía de la ciencia recordando que no todo el conocimiento es necesariamente “científico”.
Lo cierto es que la ciencia se compone de un conjunto bastante heterogéneo de actividades con
finalidades no siempre coincidentes. En ocasiones el objetivo de la ciencia es describir un suceso con una
cierta precisión, como por ejemplo el movimiento de los planetas alrededor del Sol; pero quiero hacer
notar que en este caso no se intenta realizar una descripción exacta, por otra parte imposible, puesto que
las interacciones entre todos los cuerpos celestes de nuestro sistema solar convierten el movimiento real
de los planetas en algo excesivamente complejo. En otras ocasiones se intenta hacer predicciones a partir
de datos observados anteriormente; en medicina es frecuente el uso de estadísticas a la hora de
diagnosticar, y en el caso de otras ciencias experimentales la estadística se usa para precisar el error que
se comete al hacer estas predicciones. En ninguno de los dos casos se pretende la certeza, sino un
diagnóstico o una predicción lo más probable que el material disponible permita. Otra de las misiones de la
ciencia es hallar leyes generales que expliquen el comportamiento de la Naturaleza. A veces se tiene un
éxito notable, como es el caso de la tabla periódica de elementos, en la que de forma exhaustiva se
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describe la composición de todo elemento químico posible -de hecho cuando se propuso había muchos
de ellos que no habían sido aún encontrados, y algunos son productos radioactivos que tienen una vida
tan corta que sólo aparatos de elevada precisión pueden detectarlos-. Habitualmente, sin embargo, el
científico se conforma con proponer una teoría o un modelo que logre explicar de forma satisfactoria la
mayor parte de experimentos publicados, y que al menos no entre en contradicción con otros cuerpos de
conocimiento. He de hacer notar que frecuentemente las teorías o los modelos no explican la totalidad de
las observaciones, e incluso son incompatibles con algunas de ellas, lo que conduce a la elección del
“modelo menos malo” -si se es pesimista- o “el más próximo a la verdad” -si se es realista ingenuo, un
delito en el mundo filosófico actual del que hablaré más adelante-.
Aunque luego consideraré otras actividades científicas, quiero llamar la atención sobre ciertos rasgos de
las tres que acabo de comentar: en primer lugar que los objetivos son bastante diferentes. Esto va a ser
un problema cuando intentemos hablar en términos muy generales, como hacen los filósofos de la ciencia
-y los filósofos de cualquier clase-, puesto que va a ser difícil de encontrar reglas de demarcación entre lo
que es ciencia y lo que no, así como metodologías o reglas de uso universal. En segundo lugar quiero
resaltar que en ninguno de los tres ejemplos se presenta la exigencia de encontrar un producto irrefutable,
indiscutible o insustituible. Naturalmente que estas propiedades serían bienvenidas -el caso de la tabla
periódica de los elementos es un buen ejemplo-, pero por un lado no es estrictamente necesario para
varios de los objetivos que se pretenden, y por otro lado no podemos imaginar cómo se llegaría un caso
semejante. Esto es importante porque choca con las pretensiones de dos grupos de comentaristas
científicos no siempre notables por su contacto con el mundo real: los teólogos y los filósofos. Finalmente
quiero hacer notar algo que no es evidente, y es que las ciencias tienen en común ciertas exigencias a la
hora de presentar sus resultados, por ejemplo la repetibilidad de los experimentos o la no inclusión de
términos emocionales en la interpretación de los mismos. Con esto no quiero decir que los científicos sean
particularmente fríos o ajenos a las pasiones del resto de los mortales, ni tampoco que las reglas de la
investigación científica limiten sus capacidades -un filósofo de la ciencia bastante popular asegura que a la
hora de trabajar, todo vale-, lo que quiero decir es que ninguna revista seria publicaría un artículo científico
que no cumpliera ciertos requisitos perfectamente especificados en sus normas de aceptación de trabajos.
En una revista científica los artículos pasan por las cribas de dos, tres o cuatro revisores anónimos y de al
menos un editor, lo que da ciertas garantías de calidad al producto final. Naturalmente que se pueden
poner contraejemplos de buenos artículos rechazados por árbitros particularmente ciegos o de malos
artículos que han logrado su publicación por el mero prestigio de quien los firmaba, pero no representan la
norma. El sistema de revisores ha sobrevivido y tiene aspecto de ir a aplicarse durante muchos años.
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2. Los criterios de demarcación científica
Es precisamente el prestigio que adquirió el conocimiento científico a principios de este siglo lo que
impulsó a ciertos filósofos de formación científica (o si se quiere a científicos metidos en filosofías) a
debatir sobre la naturaleza del conocimiento científico y a determinar qué es y qué no es ciencia. Durante
el periodo de entreguerras se reunía en Viena una tertulia cuyo tema principal de interés era justamente
este. A las reuniones de ese grupo de colegas científicos-filósofos (conocidos como El Círculo de Viena)
asistía gente como Witgesttein, Gödel, Carnap o Popper. Convencidos de la superioridad del método
científico como forma de conocimiento (cosa de la que no es difícil convencerse, por otra parte), sugirieron
que cualquier afirmación se dividía en dos tipos: comprobable o metafísica (esta última palabra se usaba
de forma peyorativa, dándole un significado similar al de superstición o de creencia religiosa. Bertrand
Russell llegó a decir en sus memorias que el ser metafísico venía a considerarse como el ser un peligro
público). Aquí comprobable no significa que la comprobación sea ahora factible, sino que puede serlo de
disponer de los medios necesarios. Por ejemplo, decir que en base a nuestros conocimientos actuales es
posible que en Marte haya vida no es una afirmación hoy en día comprobable, pero pronto lo será. Hasta
aquí la clasificación es más o menos arbitraria, pero inocua. El problema surgió cuando a continuación
sostuvieron que las afirmaciones metafísicas carecían de sentido. Como señala Ayer, filósofo británico
divulgador de las tesis del Círculo de Viena en los países de habla inglesa, esto llamó poderosamente la
atención del mundo filosófico en su momento. Estaban acostumbrados a que ciertas afirmaciones fueran
tildadas de falsas, pero condenar a la carencia de sentido a un cuerpo tan fenomenal de afirmaciones era
la primera vez que se hacía. Téngase en cuenta que, de paso que nos librábamos del problema de la
existencia de Dios o de si es mejor lo bello que lo bueno, en el viaje perecía una parte del saber científico
(de este hecho, al parecer, no se dieron cuenta). Hay que hacer notar que ciertas teorías científicas no
son comprobables, son hipótesis generadas a partir de las observaciones disponibles. Por ejemplo, la
teoría del big-bang para explicar el origen del Universo: esta teoría sostiene que en su origen el Universo
estaba concentrado en un espacio reducido y estalló desperdigando las galaxias por el espacio (y de paso
desperdigando el espacio, según la teoría de la relatividad). Pero se produjo posteriormente una
contracción que atrae a todo este material estelar de nuevo a un punto, momento en el que se producirá el
colapso del Universo, volverá a estallar y a repetirse la escena, como probablemente haya pasado con
anterioridad un número indefinido de veces. Pues bien, no sé si es comprobable el origen y colapso del
Universo actual, lo que está claro es que todo lo que haya ocurrido anteriormente no es comprobable, es
una especulación científica (obsérvese que no digo una “mera especulación” o “simplemente una
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especulación”, puesto que no creo que la teoría sea arbitraria ni simple). Otro ejemplo lo tenemos en la
teoría de la selección natural de Darwin, que sostiene que la evolución no ha sido dirigida hacia ningún fin
sino que se ha producido por la supervivencia del más apto en cada momento. Aquí la “supervivencia del
más apto” quiere decir el que más descendientes útiles deja en la generación siguiente. Si un animal deja
muchos descendientes pero son devorados por los depredadores, no es el más apto, como tampoco lo es
si es un animal fuerte que tiene problemas reproductivos. Pues bien, esta teoría es, en opinión de algunos
filósofos de la ciencia, una teoría no contrastable debido a que el único material del que disponemos para
comprobarla es, por definición, el más apto; el que ha llegado hasta nosotros. Se podrá estar de acuerdo o
no con estas teorías, o decir que las observaciones actuales no permiten concluir que sean ciertas, pero
es difícil sostener que carecen de sentido. De hecho la propia afirmación de que las teorías son o
comprobables o carentes de sentido parece que no entra dentro de las afirmaciones comprobables, así
que habrá que concluir que, de seguir este criterio, carece por completo de sentido.
El siguiente paso lo dio un crítico del Círculo, Karl Popper, filósofo que ha ejercido una influencia
considerable desde mediados de siglo, aunque esta influencia se ha limitado al mundo científico y político
más que al mundo filosófico (lo que no es necesariamente una crítica). Popper negó en primer lugar que
las afirmaciones metafísicas carecieran de sentido (lo que en realidad negaba casi todo el mundo, salvo el
Círculo), y en segundo lugar propuso como criterio de demarcación científica la refutabilidad en lugar de la
confirmabilidad. Popper era profesor de Física en un instituto de segunda enseñanza, y se sentía
consternado por la aparición de la teoría de la relatividad. Si algo había sido seguro en este Mundo era la
mecánica de Newton, confirmada por innumerables experimentos, y ahora había que admitir que era una
teoría falsa, o por lo menos que daba una visión del mundo sólo aproximada. A quien no esté versado en
los complicados vericuetos de la física moderna, sólo le basta saber que el núcleo central de la teoría de
Newton postula que existe una fuerza de atracción entre los cuerpos proporcional a sus masas e
inversamente proporcional al cuadrado de sus distancias. Einstein propuso que no era menester postular
la existencia de ninguna fuerza para explicar el movimiento de los cuerpos en el espacio, e incluso que la
masa de los cuerpos no era constante sino que dependía de su velocidad. Postuló que el movimiento de
los astros se explica igualmente admitiendo una cierta curvatura del espacio producida por la presencia de
estos astros (algo así como la curvatura que se produciría sobre una sábana que sujetáramos entre dos
personas, si pusiéramos varias bolas de plomo en distintos puntos; una canica se movería por la sábana
de una manera u otra dependiendo de lo pesadas que las bolas fueran y de cómo estuvieran dispuestas).
Finalmente supuso que, debido a esa curvatura, el Universo era finito, y un cohete lanzado desde la Tierra
en línea recta volvería al mismo sitio (en realidad, cerca), debido precisamente a que no hay líneas rectas
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en el espacio como tampoco sobre la sábana del ejemplo. La teoría de Einstein se adapta mucho mejor a
las observaciones precisas de la astronomía y la física modernas que la teoría de Newton, y las
predicciones basadas en esta teoría se han ido confirmando cuando se ha dispuesto de medios para ello.
Consternado, Popper llegó a la conclusión de que no había teoría científica sobre la que uno pudiera
sentir la certeza; si la teoría de Newton era falsa, la de la relatividad podría serlo también aunque ahora no
lo supiéramos. Parecía que entonces el único conocimiento seguro era que la teoría de Newton no era
verdadera. Generalizando esto a cualquier teoría científica, el conocimiento se adquiría no cuando éstas
teorías se confirmaban por la experiencia -confirmaciones siempre provisionales-, sino cuando eran
definitivamente rechazadas. Einstein, además, se tomó la molestia de hacer predicciones basadas en su
teoría, predicciones que con los medios de la época no siempre se podían contrastar. “Si esta predicción
no se cumple, entonces la teoría de la relatividad sería falsa” -decía Einstein-. A Popper esta actitud le
pareció la adecuada para hacer progresar el conocimiento científico: dado que lo único que se podía
saber con certeza es que las teorías eran falsas, los autores de las mismas debían someterlas a
contrastación con la esperanza de que al fin pudiera demostrarse que eran falsas y progresar así el
conocimiento. En este punto del discurso pueden ustedes creer que mi tendencia a la ironía ha
desfigurado las aportaciones de Popper a la filosofía de la ciencia, puesto que es difícil de creer que
alguien plantee la carrera del científico como una actividad autoflagelante en la que la felicidad se alcanza
con el fracaso, así que prefiero que sea el propio Popper el que les exponga su teoría. Citaré su primera y
principal obra, “La lógica de la investigación científica”, publicada en alemán en 1935 y prácticamente
ignorada hasta su traducción al inglés en 1956. Con otros autores esto puede ser peligroso, puesto que
con el tiempo modifican o al menos matizan sus primeras opiniones, pero Popper ha insistido tanto en que
sus ideas no han cambiado desde entonces -a decir verdad, leyendo sus escritos autobiográficos uno
llega a creer que no cambiaron desde poco después de su llegada a la pubertad-, que no creo traicionar
su pensamiento citando una obra temprana.
“La ciencia no es un sistema de enunciados seguros y bien asentados, ni uno que avanzase firmemente hacia
un estado final. Nuestra ciencia no es conocimiento: nunca puede pretender que ha alcanzado la verdad, ni
siquiera el sustituto de ésta que es la probabilidad…No sabemos: sólo podemos adivinar. Y nuestras
previsiones están guiadas por la fe en leyes, en regularidades que podemos descubrir: fe acientífica, metafísica
(aunque biológicamente explicable). Como Bacon, podemos describir la propia ciencia contemporánea nuestra el método de razonar que hoy aplican los hombres a la Naturaleza”- diciendo que consisten en ‘anticipaciones,
precipitadas y prematuras’ y en ‘prejuicios’. Pero domeñamos cuidadosa y austeramente estas conjeturas o
anticipaciones nuestras, tan maravillosamente imaginativas y audaces, por medio de contrastaciones
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sistemáticas, una vez que se ha propuesto, ni una sola de nuestras anticipaciones se mantiene
dogmáticamente; nuestro método de investigación no consiste en defenderlas para demostrar qué razón
teníamos; sino que por el contrario, tratamos de derribarlas. Con todas las armas de nuestro arenal lógico,
matemático y técnico , tratamos de demostrar que nuestras anticipaciones eran falsas -con objeto de proponer
en su lugar nuevas anticipaciones injustificadas e injustificables, nuevos “prejuicios precipitados y prematuros”
como Bacon los llamó con gran mofa-”.
K. POPPER, La lógica de la investigación científica. pp. 259-260 de la edición española, Taurus.
Cuando critico en público a Popper suelen advertirme de que es un filósofo de inmenso prestigio (al
menos entre científicos). Creo que el lector de este párrafo empezará a dudar de si todo este prestigio
está realmente justificado (con Popper pasa como con Sabino Arana, que la mejor forma de
desprestigiarlo es leerlo). Pero volvamos a nuestro tema. Deben observar que hay una confusión entre al
menos cuatro asuntos distintos a la hora de utilizar la idea de la refutación. En primer lugar está el criterio
de demarcación científica: qué es ciencia y qué no es ciencia. En segundo lugar hay una cuestión
epistemológica: cómo se adquiere el conocimiento, y si hay conocimientos seguros o al menos probables.
Luego está la actividad científica en sí, qué debe hacer un científico al investigar. Por último hay una
cuestión histórica, qué hicieron los científicos en el pasado, cómo se originaron las revoluciones
científicas. Ni Popper ni sus críticos se han molestado en separar adecuadamente estas cuestiones, pero
en mi opinión las virtudes y debilidades de la teoría de Popper se entienden mucho mejor si se analizan
por separado.
Empecemos por la primera cuestión: el criterio de demarcación. En principio sostener que lo científico es
lo confirmable parece una solución más natural que sostener que lo científico es lo refutable. La ventaja
que le veía Popper a la refutabilidad es de tipo lógico: si se sostiene que todos los cisnes son blancos, una
enumeración de cisnes blancos jamás resolvería la cuestión, pues siempre puede aparecer uno negro,
pero si aparece de hecho uno negro, la teoría habría sido refutada y el conocimiento científico habría
progresado, lo que no hubiera sido posible a través de las sucesivas comprobaciones de que los cisnes
que encontrábamos eran blancos (Popper pone el ejemplo con cuervos. Yo prefiero a los cisnes no sólo
porque me gustan más, sino porque hay, efectivamente, cisnes negros en Australia). Es una pena que la
ciencia no trate de estas cuestiones (que pertenecen más bien al dominio de la lingüística; qué entiendo
que es un cisne o cómo lo defino), porque de una forma sencilla habríamos resuelto el problema de la
demarcación científica. Lamentablemente no sólo hay teorías científicas no refutables, sino que la mayor
parte de propuestas científicas son del tipo: “esto mide tanto con una probabilidad del 95% de encontrarse
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entre estos límites”, o bien “la hipótesis A es rechazada con un riesgo de error del 10%”. La literatura
científica está llena de afirmaciones como “estas observaciones refuerzan la hipótesis H” o “los resultados
obtenidos no están de acuerdo con H, por lo que es necesaria una explicación alternativa”. Así las cosas,
la refutabilidad tampoco es una solución, porque en la mayor parte de los casos también es posible que
haya habido un error al rechazar una hipótesis como válida. Para los filósofos, habitualmente ocupados
con colores, el hecho de que la ciencia considere las observaciones como sujetas a errores aleatorios
(esto es, como no definitivas) es profundamente perturbador. Algunos de ellos, como Popper, se han
sumergido en disquisiciones de tipo probabilístico con poco éxito (su teoría de la probabilidad ha recibido
el justo calificativo de “infame” por un conocido estadístico). La teoría de la probabilidad y su aplicación
científica han dado lugar a un extenso conjunto enormemente complejo de literatura científica, de la que
he hablado en otra ocasión y que trataré brevemente más adelante al hablar del método científico.
Al llegar a este punto, parece que confirmabilidad y refutabilidad sean criterios equivalentes para
determinar qué es y qué no es ciencia, al menos para determinarlo en una parte considerable de
circunstancias. Esto le fue hecho notar a Popper por Otto Neurath el mismo año en que publicó su trabajo,
y desde mediados de los 60 ha sido un entretenimiento de lógicos y filósofos insistir sobre el asunto. ¿Qué
hacemos con las teorías no contrastables? Podemos adoptar tres posturas: Considerar que pueden ser
científicas y examinarlas una a una dando argumentos por lo que creemos que pueden serlo
(normalmente estos argumentos estarán relacionados con el cuerpo actual de conocimientos científicos y
estas teorías estarán de acuerdo con este cuerpo de conocimientos). Descartarlas como teorías
científicas y considerarlas especulaciones (a las que podemos llamar “científicas” para darles
respetabilidad). Por último podemos intentar buscar criterios complejos de demarcación científica que se
propongan de forma diferente para diferentes disciplinas. La postura más habitual suele ser la segunda,
porque es sencilla e inmediata, pero tengo dudas de que sea la más razonable, aunque tal vez sea la más
práctica.
Sin embargo creo también que la refutabilidad tiene ventajas prácticas a la hora de proponer teorías
científicas, puesto que el científico rara vez es neutral. El científico está en principio a favor de su teoría, e
intenta tenazmente confirmarla o corroborarla, por lo que examinar en qué circunstancias su teoría podría
ser refutada es un ejercicio excelente contra la inmunización de teorías de la que hablaré más adelante.
Pondré como ejemplo una discusión que se suscitó en una red de mejoradores genéticos comunicada por
Internet. Por sorprendente que parezca, uno puede ser un científico notable en el campo de la mejora
genética y padecer al mismo tiempo prejuicios religiosos. En algunos estados de Estados Unidos es
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obligatorio enseñar la teoría de la creación tal y como viene en la Biblia, como una alternativa a la teoría
de la evolución. En esta red se discutió si una teoría era superior a la otra, y a mí me pareció que la
esencia de la superioridad de la teoría evolutiva radicaba en el hecho de ser una teoría científica, cuya
lógica podría ser compartida por todo el mundo, mientras que al anterior sólo sería compartida por
aquéllos a los que Dios había regalado el don de la fe y lo habían sabido aprovechar. Como la palabra
“científica” goza de prestigio, se insinuó entonces que también habían ciencias bíblicas y observaciones
que confirmaban cuanto se decía en las Escrituras. Mi respuesta fue que yo sabía en qué ocasiones
rechazaría la teoría evolutiva. Por ejemplo, si se descubrieran estratos antiguos con restos de varios de
los animales actuales, yo rechazaría la evolución. O si se demostraba que los métodos radioactivos para
datar fósiles eran erróneos y en realidad la Tierra había sido creada hace pocos miles de años, yo
rechazaría de nuevo la teoría evolutiva. A continuación pregunté a mis contertulios en qué casos ellos
rechazarían la teoría creacionista. No hubo respuesta.
3. El problema de la inducción
La insistencia en la refutación como método de adquirir conocimiento no podría ser entendida sin
comprender el rechazo de Popper al método inductivo. Este método, utilizado por todas las ciencias
experimentales, se basa en extraer conclusiones generales a partir de una muestra. Este método no
pretende establecer conclusiones con certeza, puesto que efectivamente la enumeración de cisnes
blancos no implica que la totalidad lo sea, o si se prefiere un ejemplo más científico, la predicción de la
estatura media de los chinos a partir del examen de una muestra de individuos no da un conocimiento
seguro sobre este carácter, sino sólo probable, dependiendo del tamaño de la muestra y de la variabilidad
del carácter (para predecir cuántos dedos tienen por término medio en la mano izquierda, no hace falta
una muestra grande, porque el carácter es muy poco variable). El hecho de que al científico le parezca
natural el establecer sus conclusiones con un grado de probabilidad ya le diferencia del filósofo,
habitualmente preocupado en qué se sabe de cierto, y las críticas al principio de la inducción se han
basado esencialmente en la imposibilidad de obtener conocimiento cierto, aunque también se ha insistido
en la imposibilidad de generalizar el conocimiento obtenido de una muestra de forma ni siquiera probable.
Esto divide al problema en dos partes diferentes, que deben estudiarse por separado. La solución de Hume
a este problema era de tipo psicológico: cuando observo una repetición de acontecimientos (por ejemplo, que el
Sol sale todos los días) espero que en el futuro el comportamiento del fenómeno será el mismo. Obviamente
esta solución no es satisfactoria, aunque ayuda a sobrevivir. Tengo la certeza de que ni ustedes ni ningún
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científico está en condiciones de afirmar que el Sol no ha estallado hace ocho minutos (que es el tiempo que
emplea la luz del sol en llegar a la Tierra). Quiero hacerles notar que tampoco tenemos datos que nos confirmen
que el estallido inminente del sol es poco probable, pero esta incertidumbre no parece inquietarles. El mejor
filósofo español, Jorge Santayana, llamaba “fe animal” a este tipo de certezas que nos ayudan a sobrevivir y
propagar la especie. No son diferentes de las del pavo de Russell, que comprobó que todas las mañanas le
daban de comer, y tras varios meses de observaciones iba ya a concluir una ley universal, cuando la llegada de
la Navidad se lo impidió.
Desde los primeros intentos de Kant hasta los más recientes de Russell y Popper se ha intentado dar una
justificación racional de por qué a pesar de todo creemos que la repetición de un fenómeno tiene una causa y
podemos estimarla, aunque las soluciones han sido poco satisfactorias. El problema de la inducción fue
presentado en su forma moderna por Hume aunque como señala Copleston en su monumental historia de la
filosofía, la esencia de ese problema -la dificultad de asociar efectos a causas- había sido ya planteada mucho
antes. Kant buscó la justificación racional en el conocimiento innato (a priori). Kant ha gozado de mucho prestigio
entre los filósofos, tal vez con la excepción de los del mundo angloamericano, pero sus teorías son insostenibles
a la luz del conocimiento producido por el progreso científico (conocimiento al que permanecen inmunes la
mayor parte de los filósofos). Hoy en día, gracias a la labor de los etólogos, sabemos mucho más del
conocimiento innato que en tiempos de Kant, aunque este conocimiento haya sido adquirido de manera
experimental. Por otro lado, según Kant nosotros fijamos el marco de nuestras observaciones, el tiempo y el
espacio, pero desde Einstein da la impresión que el marco de nuestras percepciones es más bien ilusorio: ni el
espacio es infinito, ni el tiempo puede disociarse de la velocidad que lleva cada cuerpo. Al parecer a Kant no se
le ocurrió que esa información innata pudiera ser falsa o ilusoria. Hoy en día la interpretación del conocimiento
innato se realiza a la luz de las teorías evolucionistas. Por ejemplo, si es innato en el hombre la idea de
Dios, eso significa que en su origen, cuando esta idea apareció en algunos homínidos, los que disponían
de ella dejaron más descendientes que los que no, por lo que aquellos que disponían de los genes de la
religiosidad lograron imponerse a sus vecinos y los que no disponían de estos genes se extinguieron.
Obsérvese que de ninguna manera se deduce de esta interpretación que esta idea sea verdadera, sino
simplemente que es útil para la supervivencia.
Russell, por su parte, intentó precisar las condiciones en las que la inducción es posible. Sus cinco postulados
para admitir la inducción son terriblemente vagos; por ejemplo, uno de ellos es “Dado cualquier suceso A, ocurre
muy frecuentemente que en algún tiempo cercano se produce en un lugar muy cercano un suceso similar al A”.
Al margen de esta vaguedad, otro postulado, el de la imposibilidad de la acción a distancia, está en contradicción
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con la física moderna (por chocante que pueda parecer, la física cuántica admite la acción a distancia). Si
alguien tan respetuoso con la ciencia como Russell, la ignora al proponer sus principios, imagínense el resto de
los filósofos. Popper afirma haber encontrado la solución del problema de la inducción, basándose en la
aplicación -cómo no- del principio de refutabilidad. Todo consiste en ir encontrando teorías más refutables y por
tanto de mayor contenido informativo (de esto hablaré más adelante). Por ejemplo, sustituiremos la afirmación
“el sol saldrá mañana” , refutada en el norte de Noruega durante las noches polares, por “el sol saldrá con esta
determinada regularidad en esta determinada latitud”, y así sucesivamente (de forma incidental, la afirmación
sobre la salida del sol, perteneciente al saber popular, es considerada como “científica” por todos los filósofos de
la ciencia, aunque ignoro las razones que les mueven a ello). El hecho de que Popper sostenga que así ha
encontrado la solución al problema de la inducción indica sobretodo que el significado de la palabra “solución”
es distinto para Popper que para nosotros.
En la actualidad se admite que el problema de la inducción no tiene una solución del tipo lógico-deductivo, y la
investigación actual se centra en el examen de las “buenas razones” que hay para creer en este principio, y de
la naturaleza de estas “buenas razones”. Hoy nadie duda de que el conocimiento con certeza absoluta es difícil si no imposible- de justificar a partir de la observación de hechos parciales, y los esfuerzos se concentran en
asociar a las proposiciones un grado determinado de creencia racional. Esto siempre ha parecido una catástrofe
a los filósofos, pero sólo a ellos. Cuando ustedes salen por la carretera, no pretenden tener la certeza absoluta
de que no van a tener un accidente, sino la creencia de que es sumamente improbable que lo tengan. Cuando
tienen un hijo no pueden asegurar que no será un hombre de bien, pero esto no les frena a reproducirse puesto
que tienen la esperanza de que es improbable que esto suceda. En la mayor parte de nuestras actividades
importantes la incertidumbre está presente y -salvo en el caso de personas religiosas- no le damos importancia,
nos parece una constituyente del mundo en que vivimos y creemos que podemos relacionarnos
intelectualmente, amar, ser felices y hacer cosas de provecho, sin necesidad de disponer de esta certeza cuya
carencia parece preocupar tanto a un número reducido de personas.
Cómo asociar con precisión probabilidades a afirmaciones no es un asunto sencillo. En primer lugar tengan
presente que la probabilidad debe cumplir ciertas leyes relacionadas con el azar, por lo que en realidad las
probabilidades se asocian a sucesos y no a afirmaciones. Todos estos sucesos deben cumplir ciertas reglas:
algunos serán sucesos excluyentes, otros serán independientes y otros no lo serán. Debemos llegar a
convenios de medida: daremos probabilidad 1 a lo cierto y cero a lo imposible (aunque no es necesario que sea
así, ciertas teorías de la probabilidad dan valor infinito a la certeza, por ejemplo). Luego habrá que asociar
números entre cero y uno a los distintos sucesos posibles. Una forma de hacerlo es expresar nuestro grado de
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creencia en que un suceso ocurrirá. No es difícil asociar un grado de creencia a un suceso concreto, pero
precisar ese grado de creencia es más complicado, particularmente en los casos que los científicos llaman
multivariantes, que son aquéllos en los que se manejan muchos sucesos simultáneamente, con el riesgo de que
al ir estableciendo las creencias racionales sobre muchas variables se acabe incurriendo en contradicciones.
Hay varias teorías de la probabilidad, algunas con pretensiones de ser más objetivas que otras, pero debo
indicar aquí que la cuestión permanece abierta y es uno de los campos más interesantes de investigación tanto
desde el punto de vista filosófico como científico. En la actualidad hay dos teorías predominantes en el campo de
la ciencia, la que desarrolla la probabilidad como una generalización de la frecuencia con la que se presentan
los acontecimientos, y la escuela de probabilidad subjetiva que intenta precisar la probabilidad considerándola
como un grado de creencia. Ambas tienen ilustres matemáticos tras ellas, y si me permiten una anécdota, el
economista Keynes, autor de un excelente tratado sobre la probabilidad, es uno de ellos. Aquí voy a
decepcionarles, puesto que recurriré a la conocida escapatoria de “este es un tema difícil que excede los límites
de esta conferencia”, pero no he encontrado forma de resumirles en unas frases las dificultades de ambas
teorías (aunque admito que esto está mas relacionado en realidad con mi incapacidad que con estas
dificultades). Cuentan que una señora sin más formación que la que puede dar el pertenecer a la buena
sociedad neoyorquina, pidió a Einstein que le explicara la Teoría de la Relatividad. Einstein, que era un
hombre cortés, lo intentó con poco éxito. “-¿No me la puede simplificar, para que pueda entenderla?” pidió la buena señora-. Einstein lo intentó una y otra vez, haciendo más y más simple la teoría a la que
debía su popularidad, hasta que al fin la señora le dijo: “-¡Ahora ya la entiendo!”; entonces Einstein
respondió: -”Sí, señora, pero esto que usted entiende ya no es la teoría de la relatividad”.
4. El método científico
Desde Bacon al menos, se ha intentado formalizar el conjunto de reglas que deben seguir los científicos
para dedicarse a su trabajo. Popularmente hablando se imagina al científico como un observador de la
naturaleza que generaliza sus observaciones particulares. En realidad rara vez se comporta así un
científico; como hizo notar agudamente Popper, cuando pedía a sus alumnos del instituto que observaran,
estos le preguntaban invariablemente qué tenían que observar. En opinión de Popper -y de otros antes
que él, Stuart Mill por ejemplo- el científico primero aventura una conjetura y posteriormente se decide a
contrastarla. Cómo se llega a esta conjetura pertenece más al campo de la psicología que de la
metodología: obviamente el conocimiento previo de la materia, las lecturas recientes, la imaginación del
científico, la “inspiración” -no muy diferente de la artística- y otras causas pueden llevar al científico a
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establecer una conjetura. Una vez establecida, el científico intenta contrastarla experimentalmente, y aquí
es donde Popper difiere de la mayor parte de filósofos de la ciencia anteriores a él. En opinión de Popper,
el científico debe hacer lo posible por refutar su conjetura, puesto que sólo así se adquiere en realidad
conocimiento. Ya he criticado antes esta metodología masoquista, nada compartida por la comunidad
científica -como por otra parte era de esperar- , y no insistiré sobre el asunto, pero es interesante
examinar un subproducto de la misma, la consideración de que una teoría es mejor cuanto más se
exponga a ser refutada.
En opinión de Popper, el contenido informativo de una teoría depende de su refutabilidad. Por ejemplo, si
digo “mañana lloverá al caer la tarde” estoy haciendo una predicción con mucho contenido informativo, y
que se arriesga a ser refutada; pero si digo “mañana lloverá o no lloverá”, nadie podrá culparme de fallo
en mis predicciones al día siguiente, aunque es dudoso que mi fama como meteorólogo se propague.
Pondré otro ejemplo: supongamos que sostenemos que no hay un peso mínimo de supervivencia por
debajo del cual todos los niños recién nacidos mueren. Naturalmente no quiero decir algo trivial, como el
que los niños deben pesar más de cero gramos, sino que me refiero a los pesos de nacimiento en
condiciones normales (niños que no necesitan auxilio de medios especiales para sobrevivir). Puedo
consultar todo los pesos al nacimiento registrados en un hospital y comprobar si el peso menor lo tuvo un
niño que murió o que sobrevivió. Si ocurrió este último caso, puedo decir que se debe a que aún no ha
nacido en ese hospital un niño lo suficientemente ligero, lo cual puede ser cierto pero convierte a la teoría
en irrefutable, puesto que por muchos años que pasen siempre puede ocurrir que aún no se ha producido
el caso por mí esperado. Supongamos la hipótesis contraria, que no hay un peso mínimo de
supervivencia. Si el recién nacido más ligero murió, puedo decir que lo hizo por parada cardíaca, que es
un caso que no debe afectar a nuestra teoría, por lo que no deben considerarse los casos de parada
cardíaca al examinar los niños muertos; si después de descontarlos examinamos de nuevo los registros y
encontramos que también el niño más ligero murió, puedo decir que la causa por la que ocurrió debe
también descontarse, y si prosigo así sucesivamente, estoy inmunizando mi teoría a la refutación, lo que la
hace cada vez menos informativa. Cuando se enfrentan a hechos experimentales, mis alumnos sienten
una cierta fascinación por los modelos complejos. Si los datos se ajustan a una recta más o menos bien,
prueban el ajuste a una curva o a dos rectas, a tres o a cuatro, creyendo mejorar la explicación científica
del fenómeno. En realidad la línea que une todos los puntos observados es la mejor explicación de lo
observado, pero tiene poca utilidad porque es un explicación ad hoc y es seguro que una repetición del
experimento conduciría a una línea distinta. La hipótesis más simple es la menos ad hoc, y por tanto la
más fácil de refutar, lo que para Popper es una ventaja obvia, pero cualquier lector estará de acuerdo en
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que cuanto menos ad hoc sea una explicación, más informativa es. De paso esto justifica el que las
teorías más simples debas ser preferidas a las más complejas, algo sobre lo que, motivos estéticos
aparte, nunca había surgido una justificación convincente.
Pero, ¿existen una serie de reglas que el científico deba seguir en su trabajo? Antes he comentado que un
popular filósofo de la ciencia, Feyerabend, sostiene que a la hora de investigar “todo vale”. Pasamos,
pues, del masoquismo al anarquismo científico; nadie dudará a estas horas que la filosofía de la ciencia es
un campo lleno de sorpresas. No voy a criticar a Feyerabend por dos motivos: primero porque tiene razón
-ahora matizaré mi opinión-, y segundo porque es un escritor tan extremo en su anarquismo que
polemizar con él viene a ser algo así como polemizar con un testigo de Jehová, entretenido pero una
pérdida de tiempo. Digo que tiene razón en el sentido de que el progreso científico ha sido producto en
muchas ocasiones del azar, de la intuición, de errores no admitidos como tales, de polémicas
apasionadas o de búsquedas en direcciones equivocadas. De todo ello se pueden poner ejemplos: la
penicilina se descubrió al observar que las bacterias de un cultivo echado a la basura habían muerto al
contacto con ciertos hongos que se habían formado entre los desperdicios. Nadie discute a Mendel la
fuerte intuición de elegir el tipo de plantas y caracteres apropiados para sus experimentos de genética; las
famosas proporciones de guisantes lisos, rugosos, verdes o amarillos emergen con una claridad
sospechosa (hoy se sabe que trucó sus resultados para que se aproximaran a las proporciones correctas
más de lo esperado). El método más usado en la actualidad en mejora genética animal está basado en
una deducción errónea que dio lugar a un método al que muchos años después se le encontraron
propiedades interesantes; las discusiones entre biómetras y genetistas a principios de siglo fueron
irracionalmente apasionadas, pero contribuyeron a desarrollar ambas disciplinas; los deseos de medir la
velocidad del inexistente éter que rodeaba la Tierra condujeron al resultado de la constancia de la
velocidad de la luz que precipitó la teoría de la relatividad. Pero una cosa es que todo esto ocurra y otra
que sea la norma deseable de comportamiento. No se puede confundir el comportamiento de muchos
científicos con el juego de reglas y recomendaciones que componen el método científico. Estas reglas son
características de una forma de trabajar que resulta característica de la ciencia cuando se le compara con
otro tipo de actividades humanas como la tecnología, la religión o el arte. Es cierto que muchos avances
científicos se han realizado al margen de la aplicación de estas reglas, pero esto no es motivo para
aparcarlas. Todos conocemos autodidactas que han acabado por convertirse en especialistas en su
materia, pero ello no implica que el autodidactismo deba ser recomendado como forma de adquirir
conocimientos.
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Pero en fin, ¿cuáles son estas reglas? Les sugiero que lean un artículo científico para darse una idea
cabal de cómo se les exige a los científicos actuar. Estos artículos suelen estar divididos, al menos en las
ciencias experimentales, en cuatro apartados. En el primero, Introducción, el autor expone la situación del
conocimiento científico en torno a un problema y establece la conjetura o conjeturas que desea contrastar.
A continuación describe el Material y Métodos que va a utilizar para ello. Esta descripción debe ser
suficientemente detallada para que un colega que lo lea pueda repetir el experimento, téngase presente
que la repetibilidad de un experimento se exige para que sus conclusiones sean aceptadas por la
comunidad científica. La corta vida de la fusión fría o las críticas hacia la clonación de una ovejita a partir
de una célula corporal se deben a que los experimentos no han podido ser repetidos hasta la fecha. En
una sección posterior se ofrecen los Resultados, habitualmente unidos a la sección de Discusión,
apartado crucial del artículo, puesto que en él se examina hasta qué punto las conjeturas realizadas están
de acuerdo con el cuerpo de conocimientos científicos disponible. Para que un artículo sea aceptado, sus
resultados deben estar de acuerdo con éste conjunto de conocimientos, de lo contrario no es publicado, o
si lo es se le aparca como una rareza sospechosa. A veces se concluye el artículo con un resumen de las
principales conclusiones y con las implicaciones que tienen para el estado actual del conocimiento, para el
desarrollo de tecnologías o para otros fines.
Observen que ciertas actividades humanas, como por ejemplo la acupuntura, pueden cumplir el criterio de
demarcación que hemos propuesto (ser contrastables), pero pueden ser incompatibles con el estado de
conocimientos actual (disculpen mi ignorancia sobre temas médicos, no sé si en la actualidad la
acupuntura es explicada científicamente; hace unos años no lo era, y es válida como ejemplo). En ese
caso debemos concluir que pertenecen a otro tipo de conocimiento (popular, tradicional, o como quieran
clasificarlo), pero no al conocimiento científico. Lo mismo podría decirse de la astrología o la homeopatía,
no son compatibles con el estado de conocimientos de la ciencia actual y son sin embargo contrastables,
aunque en este caso han sido contrastadas en numerosas ocasiones y su falsedad se ha probado
repetidas veces.
5. La historia de la ciencia y las revoluciones científicas
Sin duda el premio de ventas en libros de la filosofía de la ciencia hay que otorgarlo a la obra de Kuhn
“Estructura de las revoluciones científicas”. Pocos libros han sido tan leídos y han causado un impacto tan
grande entre científicos desde su aparición a principios de los 60. El autor, catedrático de la Universidad
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de Harvard, repasa algunas de las revoluciones que se han dado en la ciencia e intenta generalizar los
fenómenos que describe a cualquier ciencia realizada en cualquier lugar. Según Kuhn, cuando hay un
paradigma científico establecido, por ejemplo la mecánica de Newton, la ciencia que se hace es “normal”,
no revolucionaria. Los científicos generalizan el paradigma, lo precisan, lo aplican a distintos campos,
hasta que empiezan a aparecer resultados que contradicen el paradigma. Al principio los resultados que
no están de acuerdo con el paradigma son aparcados como excepciones más o menos singulares, pero
llega un momento en que la teoría empieza a hacer agua claramente. Si no hay ninguna teoría alternativa,
el paradigma permanece; sin embargo, si hay una teoría que explique las excepciones y sea compatible
con las observaciones que confirmaron el paradigma -la teoría de la relatividad, por ejemplo-, ésta se
puede convertir en un nuevo paradigma, los resultados aparcados como excepcionales se vuelven
particularmente interesantes porque corroboran el nuevo paradigma, y finalmente los científicos vuelven a
hacer ciencia “normal” cómodamente instalados en el nuevo paradigma.
A Kuhn hay que reconocerle el mérito de haber examinado con detalle determinados momentos de la
historia de la ciencia y haber intentado transcender el comportamiento de los científicos en esos
momentos. Cabe sin embargo hacerle a su teoría una crítica obvia: lo que haya ocurrido en el pasado no
tiene porqué repetirse en el futuro, un paradigma puede instalarse hasta el fin de los tiempos, y no hay
nada dentro de un paradigma que necesariamente impulse la aparición constante de resultados
anormales. Es más, varios paradigmas podrían competir indefinidamente al explicar aspectos distintos de
la realidad. Piénsese en la famosa descripción de la luz como “una onda asociada a una partícula”. Ambas
descripciones son incompatibles, la luz debiera ser o una onda, o una partícula, pero como se comporta
de ambas formas -lo que resulta un tanto desconcertante- se deja convivir a ambas explicaciones. Estas y
otras críticas son comunes a los métodos dialécticos (Hegel es probablemente el filósofo más
sobrevalorado de la historia del pensamiento), y no tienen una respuesta satisfactoria; los autores de
estos textos se limitan a creer que el futuro no va a ser diferente del pasado, lo que si en el caso de otras
actividades es ya discutible, en el de la ciencia lo es mucho más, pues el desarrollo científico no es lineal
(cito de memoria, pero leí hace poco que en los últimos 25 ó 30 años se han contabilizado más científicos
que en toda la historia de la humanidad). Quiero decir que si tuviéramos que escribir la historia de la
ciencia con arreglo a la producción científica producida y con arreglo a su importancia, un primer volumen
ocuparía de los orígenes hasta el siglo XVII, un segundo volumen del siglo XVII al siglo XX, un tercer
volumen de 1900 a 1940, y tres volúmenes más deberían ocuparse de los últimos avances científicos.
Siendo así las cosas, poco puede aprenderse de la Historia, y esto es algo en lo que no han reparado ni
Kuhn ni todos los filósofos de la ciencia que se refieren al pasado intentando otear en el futuro.
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De todas formas el problema planteado por Kuhn sería simplemente una disquisición para entretener a
historiadores, si no fuera porque Kuhn no ve en la sustitución de un paradigma por otro el menor atisbo de
acercamiento a la verdad, de progreso en el conocimiento. Los científicos competirían entre sí para
explicar mejor los fenómenos observados hasta entonces, pero al enfocar preferentemente ciertos
fenómenos darían preeminencia a un paradigma sin que el abandonado fuera necesariamente falso. Por
ejemplo la teoría de la relatividad pondría el énfasis en las inmensas distancias astronómicas y en
fenómenos próximos a la velocidad de la luz, que es donde se observan bien los fallos de la teoría
newtoniana. Para Kuhn el universo finito y el movimiento “natural” de los cuerpos en el espacio de la teoría
de la relatividad se parece más a la física Aristotélica que a la de Newton, por lo que la física newtoniana
no habría introducido un progreso verdadero en las ciencias, al menos en el sentido que la palabra
“progreso” tiene para mí y para ustedes. Si me permiten que citaré directamente a Kuhn en su obra más
representativa,
“Para ser más precisos, es posible que tengamos que renunciar a la noción, explícita o implícita, de que los
cambios de paradigma llevan a los científicos, y a aquéllos que de tales aprenden, cada vez más cerca de la
verdad”
T.S. KUHN “La Estructura de las revoluciones científicas” pp. 262 de la edición española. Fondo de Cultura
Económica
Esta opinión es indudablemente estúpida y hace falta ser un respetado profesor para poder sostenerla
ante auditorios medianamente críticos. En la era de la ingeniería genética no creo que sea necesario
hacer una completa relación de los avances de las ciencias físicas y naturales para sostener que,
efectivamente, ha habido un progreso en el conocimiento científico, al menos usando la palabra ‘progreso’
como ustedes y yo la entendemos. En este punto siempre aparece alguien que hace notar que llamamos
progreso a la diferencia entre el conocimiento existente y el actual porque partimos del actual; es decir,
que sostenemos que ha habido un progreso desde los trilobites al hombre por el hecho de que somos
nosotros en punto final desde el que se habla. Estas discusiones, como la de si el hombre es bueno por
naturaleza o la de si la Historia se repite, son muy entretenidas, pero con el tiempo fatigan a quienes
sostienen el punto de vista razonable, por lo que me permitirán que no considere necesario entrar en ellas.
Feyerabend va más lejos al asegurar que la palabra ‘progreso’ no debe ser tomada como un acúmulo de
conocimientos o una interpretación mejor o más completa de la Naturaleza, sino que hay libertad
individual en establecer la definición. Me limitaré a hacerles notar que si insisten en usar las palabras con
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un significado diferente al que todos conocemos, un día puede que en su restaurante favorito acepten la
convención de llamar “pescado fresco” a lo que ustedes y yo conocemos como “pescado congelado”, y
entonces no podrían protestar.
Las publicaciones de Kuhn han servido para que haya un resurgir de la investigación histórica de la
ciencia, y también para apreciar mejor las teorías que han sido abandonadas. Quiero hacerles notar que
algunas de las teorías “abandonadas” como la de Newton, son de uso cotidiano en la mayor parte de
aplicaciones de ingeniería y en otros muchos campos, puesto que sus resultados, aunque aproximados,
gozan de una precisión suficiente cuando no se está trabajando con masas atómicas o velocidades
cercanas a las de la luz. El concepto de fuerza de atracción entre los cuerpos, si bien no es necesario
cuando se habla de campos gravitatorios como hace la teoría de la relatividad, es útil para una gran
número de aplicaciones. Ya en tiempos de Newton se cuestionaba la existencia de esas misteriosas
fuerzas que nadie sabía de dónde surgían y que pasaban a través de los objetos; de hecho Newton,
acusado de oscurantista, se hartó de decir que él no sostenía la existencia de tales fuerzas, sino que se
limitaba a exponer el movimiento de los cuerpos como si estas fuerzas existieran. En otras ocasiones las
teorías antiguas no son de utilidad, como por ejemplo la que sostenía que los factores de herencia
consistían en gémulas que provenían de todas las partes del cuerpo y transportadas por la sangre se
reunían en los espermatozoides y los óvulos, pero en ocasiones podemos admirar el ingenio con el que
eran propuestas. De hecho Darwin no necesitó de los genes para desarrollar su teoría de la evolución. Lo
que Kuhn no puede pretender es que no consideremos falsa a la teoría de las gémulas, o que
consideremos que nuestra teoría actual de la transmisión hereditaria no está más cerca de la verdad que
esta otra teoría.
Como toda actividad humana, la ciencia no ha escapado a la interpretación sociológica, económica,
histórica o psicoanalítica. Si hoy se pretende que el barroco es una consecuencia del Concilio de Trento,
no es de extrañar que se ligue el éxito de la teoría de la relatividad al cambio de valores que vino con el
siglo, o que la genética fuera considerada durante muchos años en la Unión Soviética como opuesta al
materialismo dialéctico, y por tanto no sólo falsa sino perversa. Desarrollar este punto sería insistir en
lugares comunes que ustedes conocen: es cierto que el contexto histórico es, si no determinante, al
menos limitador de las posibilidades de desarrollo de una ciencia o un arte. Lo que ocurre es que, a
diferencia del arte, cuya historia sin nombres es muy cuestionable (quiero decir que la historia de la pintura
sería diferente sin Rembrandt o sin Picasso), es dudoso que la personalidad de los científicos haya sido
tan determinante a la hora de marcar las líneas maestras del progreso científico. Quiero decir con esto
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que si Einstein no hubiera publicado la teoría de la relatividad, es probable que otro científico lo hubiera
hecho más adelante. Sobre este tema, no obstante, no tengo opiniones firmes, particularmente cuando
nos alejamos hacia el pasado y la ciencia ocupa un lugar mucho menos relevante que hoy en día. En
cualquier caso hay que indicar a los aficionados a interpretaciones historicistas que si lo realmente
importante no es la teoría científica en sí misma y lo que aporta al conocimiento sino las causas históricas
y sociales que permitan que ésta aparezca, nosotros no prestaremos atención a sus argumentos sino a
las causas históricas y sociales que los han producido, por lo que interrumpiremos nuestro diálogo con
ellos de inmediato para consultar con nuestros amigos historiadores (esta actitud no suele gustarles, al
parecer sus teorías son adecuadas a toda propuesta científica salvo a la que a ellos respecta).
De lo que he dicho hasta ahora puede que saquen ustedes la impresión de que padezco cierta aversión a
la literatura socio-histórica. Aunque es cierto que las interpretaciones de este tipo me resultan lo
suficientemente vagas como para no dar mucho crédito a sus conclusiones, las encuentro por lo general
sugestivas, y creo que pueden servir para comprender el camino por el que los científicos llegaron a
proponer sus teorías, aunque como ya indiqué al principio, no necesariamente para establecer las
recomendaciones que pueden conducir de forma eficaz al éxito en la investigación. Déjenme que les
ponga un ejemplo particularmente sugestivo, porque este ejemplo une historia, arte, ciencia y psicología
humana. Galileo es conocido por haber reivindicado (con éxito algo tardío) el sistema Copernicano según
el cual la Tierra gira en círculos alrededor del Sol, frente al Ptolemaico en el que la Tierra era el centro del
Universo. Ambos sistemas funcionan bien para lo que fueron concebidos, que era para hacer predicciones
astrológicas, fuente habitual de ingresos de los astrónomos de la época, Copérnico incluido, aunque
ningún físico moderno daría relevancia a que el centro del sistema solar se pusiera en la Tierra o en el Sol,
consideraría esto meramente arbitrario. Sin embargo la descripción del movimiento del Sol alrededor de la
Tierra es matemáticamente muy compleja, por lo que el sistema copernicano no tardó en alcanzar el éxito
y no es sorprendente que Galileo fuera un copernicano convencido. Lo que es sorprendente es que en la
época de Galileo ya estaba desarrollado un sistema mucho más perfecto para realizar estas predicciones,
y que el científico que lo había desarrollado, Kepler, era compañero de Galileo en la Universidad ¿Cómo
es posible que un científico como Galileo se negara a reconocer un avance como el de su colega y
compañero Kepler? La explicación la han dado un historiador de la ciencia, Koyré, y un crítico de arte,
Panofsky, ambos muy conocidos en sus campos respectivos. Galileo era un hombre del Renacimiento,
culto, y con un respeto profundo a los cánones artísticos clásicos (su padre había sido algo así como lo
que hoy sería un crítico de arte). En la época de Galileo estos cánones eran violentados por los artistas
manieristas, que entre otras cosas preferían las formas elípticas a las circulares del Renacimiento. Galileo
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sentía una profunda repugnancia a la idea de que Dios hubiera creado un Mundo con arreglo a los
cánones manieristas, lo que -según Koyré y Panofsky- le hizo particularmente reluctante a las teorías de
Kepler. Aquí tenemos al más grande científico de su época, sucumbiendo a los prejuicios derivados de su
idea de lo que debiera ser la Creación. No es muy edificante, pero sin duda ilustra el hecho de que en
numerosas ocasiones el científico no es indiferente a los prejuicios de su educación ni de su época.
6. Las ciencias sociales. Hasta dónde llega la ciencia
Estamos llegando al final de esta charla, y es obligado responder a la pregunta que la originó: ¿Es en
realidad la ciencia jurídica una ciencia? ¿Debemos privar a la economía, al derecho, a las matemáticas, de
la categoría de ser unas auténticas ciencias? A estas alturas de la charla espero que el conocimiento
científico, aun teniendo en mi opinión ventajas notorias sobre otras fuentes de conocimiento, habrá sido lo
suficientemente matizado como para enfriar el entusiasmo inicial de algunos de ustedes para unirse al
club. Si quieren la opinión de un conocido filósofo de la ciencia contemporáneo, Mario Bunge, les leeré un
párrafo de su Epistemología:
“Quien se acerca a las ciencias sociales desde las ciencias naturales se siente inicialmente repelido por la
oscuridad de la jerga, la pobreza e inexactitud de las ideas, y las pretensiones de hacer pasar la búsqueda de
datos sin importancia por investigación científica y la doctrina imprecisa por teoría científica…En las ciencias
sociales hay la tendencia de dignificar con el nombre de teoría a cualquier montón de opiniones, por
desconectadas que estén e infundadas que sean”.
M. BUNGE. Epistemología. Ariel
Bien, no se puede decir que el profesor Bunge sea un entusiasta de las ciencias sociales. Ya hemos visto
que a una ciencia la caracterizan, con matices, un criterio de demarcación -la contrastabilidad de sus
hipótesis- y un método que intenta preservar las observaciones de los posibles prejuicios del científico. No
da la impresión de que las llamadas ciencias jurídicas puedan ser consideradas como tales ciencias en
conjunto. Sin embargo sí es posible que por un lado se empleen métodos científicos para contrastar la
eficacia de las intenciones del legislador, y por otro es posible que las herramientas científicas puedan ser
útiles para la propia actividad jurídica. Aunque no es el objeto del derecho, podría hacerse un seguimiento
de los reclusos para ver si, efectivamente, se produce una reinserción como consecuencia de su estancia
en prisión. O se podrían evaluar las consecuencias sociales de la concesión del tercer grado, o del
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cumplimiento íntegro de las penas. Todo esto no preocupa mucho a los juristas como tales, pero no
necesito insistirles en que es una preocupación que siente cualquier ciudadano sensible a los problemas
de los demás.
El otro aspecto es el del uso de las herramientas científicas en la actividad jurídica, y aquí creo que es
posible usar alguna de las que he comentado a lo largo de esta charla. El legislador, por ejemplo, podría
intentar averiguar si las medidas que propone tienen un fundamento contrastable. Supongamos que
queremos legislar sobre las consecuencias penales de tener relaciones sexuales en un parque público (al
final de las conferencias hay que poner este tipo de ejemplos para mantener la atención). Podemos decir
que se impone una pena porque se ha atentado a la moral y las buenas costumbres. Alternativamente
podemos decir que los niños que hayan visto la escena, habrán sido dañados psicológicamente, o que
habrá supuesto un choque de consecuencias psicológicas serias para muchos adultos. Pues bien, la
primera teoría es irrefutable: por mucho que nosotros defendamos que las relaciones sexuales son
habituales en las pantallas del cine o en la vida privada de los ciudadanos, no lograremos refutar que la
moral pública ha sido dañada, pues cualquier juez podría acudir al espíritu de la ley y negar que la moral
que nosotros propugnamos sea la que el legislador pretende conservar intacta. Para quienes coincidimos
con Beccaria en que “no hay cosa más peligrosa que aquél axioma común que establece la necesidad de
consultar con el espíritu de la ley, porque equivale a un dique roto frente al torrente de opiniones” (les
estoy citando literalmente “De los delitos y de las penas”), no es satisfactorio dejar en manos del juez de
turno la sanción según su opinión coincida o no con la que le presentamos. Sin embargo, examinemos la
teoría alternativa: se han producido unos daños. En ese caso podemos consultar con médicos que
evalúen el daño sufrido por los infantes sorprendidos o los adultos alarmados, y la opinión del juez tendrá
que atenerse a la evaluación de daños. Ahora esta opinión sí es refutable, y el juez tendrá que atenerse a
la contrastación e interpretación técnica de los hechos.
No me hagan caso literalmente, no estoy proponiendo que nuestros diputados piensen cada vez que
legislan en qué casos su doctrina sería refutable, quiero simplemente indicar que algunas de las
herramientas que antes he mencionado pueden ser útiles, aunque sólo sea para ayudar a clarificar el
pensamiento. Como les decía al principio, no creo que el hecho de que una fuente de conocimiento o una
actividad no sean científicas signifique necesariamente que son de una categoría inferior. El conocimiento
científico se caracteriza, además, por la provisionalidad de sus teorías y la incertidumbre de sus
resultados, aunque sea una incertidumbre evaluada, lo que podría generar algunos problemas en el
derecho penal. Pero ustedes necesitan también algo similar a un criterio de demarcación que separe lo
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arbitrario de lo que tiene sentido (algo similar a lo que ocurre con el arte moderno: es patente la necesidad
de criterios que discriminen las obras con contenido artístico de las arbitrariedades de los necios con
pretensiones). Cualquier cosa antes de, como decía Beccaria “ver cómo cambia varias veces la suerte de
un ciudadano de uno a otro tribunal o cómo las vidas de los miserables son víctimas de los humores de un
juez, que toma por legítima interpretación el vago resultado de toda la confusa serie de nociones que
fluctúan en su mente”.
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