Discurso del alcalde de Madrid en la entrega de la Medalla de Oro a Samaranch Secretario de Estado para el Deporte, Don Jaime Lissavetzky; Consejero de Cultura y Deportes de la Comunidad de Madrid, Don Santiago Fisas; Vicealcalde, Don Manuel Cobo; miembros de la Corporación; Presidente de Honor del Comité Olímpico Internacional, Don Juan Antonio Samaranch; Presidente del Comité Olímpico Español, Don Alejandro Blanco; señoras y señores: Nuestra ciudad rinde hoy testimonio de reconocimiento y gratitud a una figura de talla mundial, encarnada por un hijo de Cataluña que se ha revelado como uno de los más valiosos amigos de Madrid, pues sólo así cabe calificar a aquel que pone toda su experiencia al servicio de uno de nuestros más hermosos sueños. Juan Antonio Samaranch es, después de Pierre de Coubertin, la persona que más tiempo y con mayor éxito ha trabajado para que los altos ideales del movimiento olímpico encuentren concreción material en la vida de las naciones, y, sobre todo, de las ciudades que acogen los Juegos Olímpicos, como un día fue Barcelona y como ha sido y volverá a ser la aspiración de Madrid. Sin su decisiva contribución, hoy sería difícil imaginar la pujanza y universalidad de esta empresa de utópico sentido, que Samaranch ha ayudado a hacerse realidad tomándola en sus manos en momentos en los que su futuro era cuando menos incierto. De la importancia de su tarea dan fe las palabras de uno de sus rivales en la carrera por la Presidencia del Comité Olímpico Internacional (COI) en 1980, quien dijo de él: “Cogió el COI del siglo XIX y lo ha dejado en el XXI”. Y, en efecto, ese salto que media no sólo en el tiempo, sino sobre todo entre dos visiones del deporte y de las relaciones internacionales, es el que el Marqués de Samaranch, que con ese título da nombre a una instalación deportiva de Madrid, ha llenado con una trayectoria de cuatro décadas como miembro del COI que, por sus logros, vale por el siglo entero. Sus cuatro mandatos al frente del COI, entre 1980 y 2001, resumen una de las mayores empresas de modernización que un español ha dirigido nunca en una organización internacional, en un contexto no exento de incertidumbres. Así, tuvo que hacer frente a la influencia de la última fase de la Guerra Fría en los Juegos Olímpicos, primero en los de Moscú, en 1980, y después en los de Los Ángeles, en 1984, con sendos boicots que él ya logró evitar en la edición de Seúl, en 1988. Bajo su dirección, el movimiento olímpico se extendió y consolidó, haciendo suya la esperanza de tiempos mejores que la distensión internacional parecía traer consigo, y poniendo por encima de las diferencias políticas el espíritu de respeto y concordia entre los pueblos con el que fue fundado por Coubertin. A Samaranch se debe el aumento de países participantes en los Juegos, el regreso de China al COI, su oposición al apartheid surafricano, o el desfile conjunto de las dos Coreas en lo que representó un símbolo de la capacidad del olimpismo para proponer o anticipar cambios en niveles más profundos que el político. Pero además, Samaranch, para quien se ha solicitado en varias ocasiones el premio Nobel de la Paz, abrió el COI y sus órganos de dirección a los atletas y a las mujeres, acercando a esta institución a la realidad social y deportiva, y apostando, por tanto, por la clase de olimpismo con la que Madrid ha demostrado su compromiso cuando se ha planteado albergar unos Juegos. Su lucha contra fenómenos fraudulentos como el dopaje, su insistencia en poner de manifiesto la íntima asociación entre deporte y cultura, su reforma de las estructuras del COI, y su visión de los Juegos como una empresa beneficiosa para las ciudades organizadoras y para el movimiento olímpico, con capacidad para financiarse de modo autónomo, y no como una tarea gravosa o dependiente de los gobiernos, constituyen otras tantas aportaciones renovadoras que han permitido subsistir a una noble iniciativa centenaria que necesitaba adaptarse a un mundo distinto del que la vio nacer. Juan Antonio Samaranch, servidor público en múltiples formas, temprano impulsor del deporte en España, primer embajador de nuestra democracia en la URSS, ha sido también, y sobre todo, un valioso aliado de la iniciativa olímpica en nuestro país. Él fue el primero en animar a los responsables municipales de Barcelona a aspirar a los Juegos de 1992 en un momento en que nadie había pensado en ello. Y él ha sido quien de modo más constante ha prestado su experiencia, su aliento y su sentido de la oportunidad a Madrid en su reciente aspiración a organizar esta gran fiesta del deporte y la juventud. Su confianza en nuestra ciudad nos ha ayudado a sentirnos seguros de nuestras posibilidades, hasta descubrir que, en efecto, como él nos había dicho, éstas son muy grandes. Y de ahí la gratitud de Madrid hacia Juan Antonio Samaranch, un amigo leal que ha empleado la misma claridad cuando nos ha hablado acerca del camino que debíamos recorrer para superar algunas carencias que cuando lo ha hecho de las virtudes de una ciudad que tiene una vocación olímpica cierta. En reconocimiento a esa franqueza y esa amistad, tengo ahora el honor de entregarle esta Medalla de Oro del Ayuntamiento de Madrid. Muchas gracias.