23.42 _Andrea Neptune - Creative People

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23:42
Andrea Neptune
—Será usted perfecta para la investigación, señorita Myller —dice Rikhard Leitman,
manteniendo la sonrisa. Sacude los papeles que tiene entre manos y devuelve la mirada
castaña a ellos—. Por lo que aquí veo tiene unas calificaciones excelentes en la
universidad, además de un cociente intelectual muy… por encima de la media. —La
observa a través de sus gafas.
Säde asiente con la cabeza y sonríe, casi con timidez. Se lleva una de las manos
hasta su melena negra y esconde uno de los mechones que le tapan la cara detrás de la
oreja. Esa es ella. Säde Myller, la chica con un cociente intelectual de 173 a la que
ascendieron de curso varios años atrás y que lucha por destacar en todo cuanto puede. Y
lo hace. Por supuesto que lo hace.
—Incluso me aventuraría a decir que será usted indispensable para la
investigación —añade el doctor Leitman.
—Vaya… —murmura Säde—. ¿Y cuándo empezaría a trabajar? Aunque
supongo que tendrá que ver si el horario que tengo en la universidad es compatible con
este o no…
—No se preocupe por eso. —El doctor se levanta del asiento y estira la mano en
dirección a la chica—. Déjenoslo todo a nosotros.
Säde le estrecha la mano, aún en su asiento. Su tacto, frío, la estremece, aunque
eso no le borra la sonrisa. En ese momento parece permanente. Pero no existen las cosas
permanentes. Y mucho menos las sonrisas.
Myller, Säde. 06/10/2041. 20:03 h.
Primera dosis mutágena. Sin síntomas.
Säde siente un hormigueo en las pestañas. Quiere abrir los ojos. Se los restriega con el
dorso de ambas manos justo antes de hacerlo. Y, cuando lo hace, su mirada se topa con
algo inesperado. Los ojos castaños del doctor Rikhard Leitman.
Frunce el ceño. ¿Qué hace ella ahí, con él? Se intenta reincorporar, pero Rikhard
no le deja. Coloca un dedo por encima de su pecho y la empuja hacia atrás. Su cabeza
vuelve a caer donde estaba antes. Por lo que parece, una almohada.
—Tranquila, señorita Myller —dice el doctor Leitman—. El pinchazo no le
dolerá. Quizás el paso del líquido sí, pero no se preocupe.
Parpadea un par de veces y clava su mirada en la de él, que le sonríe.
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—¿Qué?
—Usted no se preocupe.
Escucharlo la pone nerviosa. ¿Qué no se preocupe? ¡Si no sabe de lo que se tiene
que preocupar! Lo que ha dicho del pinchazo… ¿Le ha pasado algo? ¿Está enferma? Es
eso, ¿no? ¿Pero qué le ocurre?
—Vamos, Alek, date prisa —dice Rikhard.
Säde dirige la mirada hacia su izquierda. En la habitación sólo están el tal Alek,
el doctor Rikhard y ella. Sólo ve la espalda de Alek: cabello castaño, corto y rizado,
bata blanca hasta casi las rodillas, pantalón azul y zuecos blancos. Cuando se gira se da
cuenta de que no puede ser mucho mayor que ella. Tiene la barbilla partida en dos por
un hoyuelo, igual que la del doctor Leitman, y los ojos claros, aunque Säde no sabe muy
bien de qué color.
Lo que la desconcierta es la jeringuilla que ve que sostiene en su mano derecha.
Lleva un líquido de color azul dentro. ¿Le van a pinchar de verdad? Eso parece, pero no
sabe por qué.
—¿Qué me pasa? —pregunta. Frunce el ceño después, cuando ve que Alek se
acerca y nadie responde—. ¿Qué me pasa? —repite.
—Shh. —Rikhard le coloca el dedo índice sobre los labios.
¿Por qué no se lo dicen? ¿Es algo grave? Quiere saber si está enferma, sea cual
sea la enfermedad. Pero no pueden tenerla así, sin saber qué le están haciendo. Ni
siquiera… Ni siquiera recuerda cómo ha llegado hasta allí. Intenta echar la mente hacia
atrás, pero lo último que llega a su cabeza es el momento en el que Rikhard Leitman le
dijo que sería indispensable para la investigación.
Tiene una laguna, está segura, pero no sabe de cuánto tiempo.
—¿Estoy enferma? —insiste.
Alek la agarra por la mandíbula y la obliga a mirar hacia el doctor Leitman.
Siente el tacto de los dedos del chico por su cuello, apartándole los mechones de pelo.
Quiere volver a preguntar, pero no le da tiempo a hacerlo. Nota el pinchazo, frío, y eso
la hace mantenerse en silencio. No duele, como ha dicho el doctor.
No duele el pinchazo. Pero después sí. El líquido azul traspasa su piel. Le
quema. Y, conforme entra en su sangre, la sensación de quemazón aumenta. Tiene
ganas de gritar, pero se contiene cerrando los ojos y apretando los puños sobre las
sábanas.
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Alek aparta la aguja de su cuello, pero el calor no desaparece. Pasa un algodón
húmedo por la piel y se alivia un poco, aunque la sensación sigue dentro de su sangre y,
poco a poco, se extiende por todo el cuerpo.
—Descanse, señorita Myller, descanse —dice Rikhard—. No tardaremos en
venir para la primera revisión.
Escucha los pasos de ambos. No puede verlos, están detrás de ella. Una puerta se
abre y la luz de la habitación se apaga. Acaba de quedarse sola, con sus pensamientos.
Y todavía no sabe lo que le está ocurriendo. Sólo que no puede ser nada bueno.
Myller, Säde. 06/10/2041. 23:42 h.
Primeros síntomas. Dolor de cabeza, dolor de estómago, náuseas, cansancio.
Se despierta cuando la luz le molesta, aun con los párpados cerrados. Escucha voces,
aunque no llega a hilar la conversación y no entiende de qué hablan. Tampoco le
importa en ese momento. Sigue teniendo sueño, ni siquiera le apetece abrir los ojos. La
pesadez es demasiado fuerte.
—Todavía está dormida, doctor.
—Pues despiértala, han pasado casi cuatro horas.
—Pero, doctor…
—Despiértala.
Alguien remueve su cuerpo. Primero con suavidad, después con más fuerza.
Persistente. Es consciente de lo que ocurre a su alrededor. Está despierta, pero no quiere
abrir los ojos.
—Señorita Myller.
La llaman, pero eso tampoco sirve de nada. Quiere seguir durmiendo. No sabe ni
quién la está llamando. Pero le da igual. No quiere saberlo. La curiosidad tampoco es
suficiente.
—Señorita Myller —repiten. Esta vez es una voz diferente la que lo dice.
La agarran de la mandíbula unos dedos fríos y abre los ojos de golpe. Se
encuentra con una mirada castaña. Le resulta familiar. La mirada con la que acaba de
encontrarse se aleja de ella y entonces lo ve. El doctor Rikhard Leitman. Y lo recuerda.
Alek, el líquido azul, el pinchazo, la quemazón.
—¿Qué…? —dice—. ¿Qué me ocurre?
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Siente un dolor de cabeza intenso, y la luz de la habitación no lo mejora. Mueve
un poco el cuello, y el dolor se intensifica. ¿Se ha dado un golpe en la cabeza? Porque
no recuerda haber tenido nunca un dolor semejante.
—Eso es lo que queremos que nos diga, señorita Myller —dice el doctor,
sonriente. Nunca lo había visto sonreír.
La misma pregunta, la misma respuesta. Ninguna.
—Yo no…
Yo no sé lo que me pasa.
—Me duele la cabeza.
—¿Te duele la cabeza?
Asiente.
—¿Y cómo es el dolor?
—¿Eso qué más da?
—Säde. —Es extraño escuchar su nombre de la voz de Rikhard Leitman,
acostumbrada a escuchar un «señorita» seguido de su apellido—. Dígame cómo es el
dolor.
—Es… —Parpadea varias veces. Cierra los ojos y se los restriega con el dorso
de las manos—. Es fuerte. Nunca había tenido uno así, tan… extraño.
El doctor sonríe.
—¿Algo más? —pregunta.
—¿Algo más de qué?
—¿Sólo te duele la cabeza?
Lo pregunta de una forma extraña, como si esperara más. Como si quisiera que
le ocurriese algo más grave. Se remueve, inquieta. No sabe qué decir.
—Quiero dormir —dice.
—¿Estás cansada?
Vuelve a asentir.
—¿Mucho?
La habitación se mantiene en silencio.
—Sí… ¿Por qué? No… No lo entiendo. Es decir, ¿estoy enferma?
—Eso es lo que intentamos averiguar, señorita Myller. —Sonríe—. ¿Se puede
levantar?
—¿Qué?
—Que si puede levantarse. Inténtelo.
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No sabe por qué, pero lo hace. Lo intenta. Al fin y al cabo, está ayudándola,
¿no? Todavía no sabe a qué ni por qué. Pero sí, la está ayudando. Aunque sigue sin
comprender por qué no le da respuestas claras. Quizás él tampoco las tenga.
Se reincorpora sobre la camilla, ayudándose con las manos, y le ataca un dolor al
estómago. Lleva ambas manos hasta el foco del dolor y aprieta sobre la zona, como si
así fuera a dejar de doler. Pero no lo hace.
—¿Qué ocurre? —pregunta el doctor. Su voz suena alarmada.
—El estómago —casi susurra. Se apoya en el borde de la camilla para mirar al
suelo, encontrándose con los zuecos de Alek. Se echa el pelo hacia atrás con una de sus
manos y cierra los ojos. Una punzada fuerte en el estómago se transforma en arcada,
aunque no llega a vomitar.
Sigue sin entender qué le ocurre, pero, sea lo que sea, quiere que acabe ya.
—¿Dónde está mi padre? —pregunta, todavía mirando hacia el suelo—.
Necesito verlo.
Rikhard Leitman se ríe. Parece disfrutar con el sufrimiento de Säde, aunque eso
no tenga sentido. ¿Quién podría reírse de las desgracias ajenas así, tan descaradamente?
La risa del doctor la enfada, casi tiene ganas de gritarle. Es eso lo que le hace
darse cuenta de la certeza de sus palabras. De que, de verdad, necesita ver a su padre.
No tienen la mejor relación del mundo, pero sabe que él estaría con ella en un momento
como ese. Y no está.
Myller, Säde. 07/10/2041. 01:35 h.
Primeros síntomas todavía presentes. Nuevos síntomas. Vértigo, ansiedad,
taquicardia.
—Está muy nerviosa y no sé cómo relajarla. Se le han acelerado las pulsaciones. Y ya
no sé si es por la dosis o por estar encerrada aquí.
La puerta se cierra y Säde vuelve a tener compañía.
—Será una combinación de ambas.
—¿Y qué hacemos?
—¿Qué vamos a hacer? Esperar.
Están hablando de ella. Alek y el doctor Leitman. Y escucharlos hace que los
nervios de los que hablan se multipliquen por dos. ¿Por qué el pinchazo podría ser la
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causa de que esté así? Ella creía que la ayudaba a curarse, aunque todavía no le hayan
dicho qué es lo que tiene.
—¿Y si le pasa algo?
—Alek, en eso consiste. En saber qué le pasa después de inyectarle la dosis.
—Pero…
—Nada de peros. De momento sólo podemos observar.
—Ya vio lo que ocurrió en las primeras pruebas con animales, doctor.
—Sí. Y por eso ahora estamos probando con ella.
¿Pruebas?
No comprende nada. Se le mezcla la voz del uno con la del otro y no consigue
encontrarle sentido a sus palabras. Sólo sabe que quiere salir de ahí, o que su padre esté
con ella. ¿Por qué no ha venido todavía? Le dijeron que no tardaría en llegar. Y parece
que hayan pasado siglos desde entonces. No ha conseguido dormir en todo ese tiempo.
Es cerrar los ojos y empezar a ver y escuchar cosas sin sentido, como si se estuviera
volviendo loca.
Le cuesta estar tumbada, le hace ponerse más nerviosa. Pero cuando se levanta
los objetos que la rodean empiezan a moverse a su alrededor. Así que no sabe qué es
peor.
—¿Cómo se encuentra, señorita Myller? —pregunta Rikhard.
Ella niega con la cabeza ambas veces.
—Mal —dice—. Tengo sed.
—Alek. —Hace un movimiento de cabeza, mandándolo a hacer algo.
—¿Y mi padre?
—Su padre no va a venir.
Frunce el ceño.
—¿Por qué?
—Porque no sabe que está aquí.
—¿Cómo que no lo sabe?
El corazón se le acelera más de lo que ya lo está. Amenaza con salírsele del
pecho. Aprieta los puños y retuerce los dedos de los pies. Necesita a alguien con ella.
No pueden tenerla ahí sola. Ellos… No le transmiten confianza, ni mucho menos
tranquilidad.
—Tan inteligente y tan ingenua al mismo tiempo.
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Alek le tiende un vaso de agua, pero ella no lo coge. No puede después de lo que
acaba de escuchar. Las palabras de Rikhard Leitman la han dejado inmóvil.
Myller, Säde. 07/10/2041. 04:27 h.
Aparición de nuevos síntomas, anteriores aún presentes. Dolor corporal,
respiración inconstante, glándulas sudoríparas hiperactivas.
Le caen gotas de sudor por la frente y no puede parar la humedad de sus manos. Nunca
antes había sudado tanto en tan poco tiempo. Desde la última visita del doctor Leitman
no ha dormido nada.
No tiene calor, al contrario, está helada incluso tapada con las sábanas y el
camisón. El sudor es frío y el dolor de sus músculos fuerte y constante. Le cuesta
respirar desde hace un rato, aunque no se aventuraría a adivinar cuánto tiempo lleva así.
Se siente aislada del mundo, y no está acostumbrada a aislarse. Tal vez por eso el
tiempo pase más lento de lo habitual.
La habitación empieza a agobiarle y sólo quiere que el doctor vuelva para
pedirle salir. Lo que no tiene demasiado claro es que vaya a dejarle. Después de la
última visita… Sabe que lo que está ocurriendo no es normal. Que estar allí, encerrada,
sudando y con dolores extraños y fuertes en varias partes del cuerpo, con dificultad para
respirar y los latidos del corazón acelerados… No es normal.
No lo ha pensado hasta el momento, pero se da cuenta de una cosa: tiene miedo.
Y no poco.
Säde Myller no se caracteriza por ser especialmente valiente, pero tampoco es
una miedica. No le gusta el riesgo, eso sí. Ni tampoco la ignorancia. Y ahora mismo se
siente como si estuviera al borde de algún precipicio con los ojos tapados, a punto de
caer al vacío sin saberlo.
Se escucha el sonido de la puerta, y su cerebro ya lo asocia con el hecho de que
va a haber luz en cuestión de instantes. Y así es. Al principio le molesta en los ojos,
pero no tarda en acostumbrarse. También sabe las voces que va a escuchar. Las del
doctor Leitman y Alek. No ha visto a nadie más desde que abrió los ojos por primera
vez y se encontró allí.
—Ve tomándole la tensión —dice Rikhard.
—Voy.
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Alek no tarda en acercarse a ella con un aparato entre las manos. Agarra su
brazo y coloca la cinta alrededor de su brazo, apretándolo con ella. La sensación que le
produce es desagradable, como si eso ayudara a su respiración inconstante a seguir
siéndolo.
—¿Cómo estás? —pregunta Alek.
Eso la desconcierta, porque el que habla con ella siempre es Rikhard. Alek sólo
habla con el doctor.
—Pe… or —consigue decir.
El chico sonríe como con tristeza, o eso le parece a ella. Es la primera vez que
alguien le sonríe así desde que está ahí dentro. La sonrisa del doctor Leitman le resulta
desconcertante, pero la de Alek la reconforta. Parece preocupado.
Myller, Säde. 07/10/2041. 08:21 h.
Aumento de la presión intracraneal, pitido en los oídos, aumento considerable
del tamaño del lóbulo frontal del cerebro.
Grita.
Sólo ha tenido dolor de oídos una vez en su vida, y la sensación no era
comparable a la que tiene ahora. La de ahora es mucho más fuerte, más profunda.
Punzante. Y con pitido incluido en ambos tímpanos. Insoportable. Como si le fueran a
explotar.
Y eso, sumado al dolor de cabeza, el dolor muscular, la respiración y la
frecuencia cardíaca alteradas, los mareos…
—Doctor Leitman… —dice Alek—. Tiene que ver esto.
Se escuchan los pasos del doctor, aunque mezclados con el pitido de los oídos
Säde no puede distinguirlos demasiado bien. Alek señala a una pantalla grande que hay
cerca de ella, pero no alcanza a ver lo que es.
—Por fin. Esto marcha muy bien, Alek, muy bien.
—Pero la presión intracraneal…
—Necesitamos a un buen cirujano, eso es todo.
Myller, Säde. 07/10/2041. 09:03 h.
Quirófano. Aumento de la capacidad craneal.
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—No sentirá nada. Cuente hasta diez y estará dormida antes de llegar al último número.
—El anestesista, la primera persona diferente a Alek o al doctor Leitman que ve, le
coloca una máscara grande en la cara.
En cierto modo le da miedo respirar. Podría ser la última vez que es consciente
de que lo hace.
Myller, Säde. 07/10/2041. 23:42 h.
Desaparición de los síntomas anotados a 07/10/2041. 08:21 h.
Aplicación de la segunda dosis mutágena.
Convulsiones violentas, dolor de cabeza. Primeros síntomas de aumento del
funcionamiento del cerebro. Zona de los pensamientos.
Ya no le duelen los oídos, cosa que es de agradecer, aunque el dolor de cabeza y de
músculos no se han ido, y no parecen tener intenciones de hacerlo. Incluso parece
haberse acostumbrado al dolor, como si fuera parte de su cuerpo. Aunque el dolor de
cabeza es el que más insoportable se le hace. Le martillea las sienes.
Ha perdido la noción del tiempo. No lleva reloj, su móvil y su ropa han
desaparecido y la habitación está aislada y a oscuras. No hay nada a su alrededor que le
diga si es de día o de noche. Lo único que la comunica con el exterior es la puerta (a la
que no ha intentado acercarse) que hay detrás de ella, además del conducto de
ventilación que hay encima de su cabeza.
Se deja llevar por el reloj interno de su cuerpo, aunque ya esté descolocado.
Tiene sueño. No sabe si es de día o de noche, pero, realmente, eso le da igual. Sólo
quiere descansar. Dormir y que cuando se despierte todo esté bien. Volver a casa, con su
padre, y que las cosas vuelvan a ser como siempre.
Cuando está a punto de dormirse el sonido de la puerta la desvela, aunque
prefiere no dar señales de estar despierta. Mantiene los ojos cerrados.
—Ve preparando la dosis, ya hace más de veinticuatro horas de la primera. —
Rikhard Leitman. Su voz ya le resulta inconfundible.
¿La dosis? ¿Le van a inyectar más de lo que le inyectaron la primera vez? No, no
va a dejarles. La primera vez que se la inyectaron no opuso resistencia porque pensaba
que la ayudaba, pero se ha dado cuenta de que no es así.
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Ella iba a ser una parte indispensable para la investigación, sí. Pero la han
engañado. Está formando parte de la investigación, pero no investigando, sino siendo
investigada.
Aunque es diferente. Sólo… Sólo siente dolor. Y a ella la habían contratado para
investigar sobre una medicina, no una enfermedad. Le habían dicho que sería un gran
avance para la ciencia, que ayudaría a muchas personas. Aunque a Säde lo único que le
está haciendo es sufrir.
El tacto de unos dedos cálidos en su cuello la obliga a abrir los ojos. Casi por
acto reflejo lleva una de sus manos hasta los dedos que la tocan y los aparta de ella. Su
mirada choca con la de Alek, y es en ese momento cuando descubre que los ojos del
chico son de un verde azulado que no había visto nunca. Ve algo en ellos, algo extraño.
Miedo.
¿Miedo? ¿Cómo va a ser miedo?
Alek le aparta la mirada, molesto. Quizás porque ella se la ha mantenido mucho
tiempo.
—¿Qué haces? —pregunta Säde, frunciendo el ceño.
—Tengo que aplicarte la segunda dosis. —El chico le enseña la jeringuilla con
el líquido azul.
—No quiero más dosis.
—Eso no… —murmura él—. Eso no puedes decidirlo tú.
—¿Cómo que no? —Su tono suena alterado. Está nerviosa. Enfadada. Dispuesta
a enfrentarse a quien se tenga que enfrentar con el fin de que no le inyecten nada en
contra de su voluntad.
—Señorita Myller. —Esta vez es el doctor Leitman el que interviene, con tono
autoritario. Le quita la jeringuilla a Alek y lo aparta tocándole en el hombro—. Me temo
que, como dice Alek, usted no puede elegir eso. Es por su bien.
—¿Por mi bien? —Se reincorpora en la camilla y se echa hacia atrás,
manteniéndose a la máxima distancia posible del doctor. Lo observa con rabia en la
mirada—. ¿Y por qué, si es por mi bien, todavía no me ha dicho qué narices es ese
líquido?
Säde Myller siempre tiene presentes los modales, pero ahora mismo es eso lo
que menos le importa. Le da igual perder las formas. Le da igual tener que gritar, pese a
que a ella no le gusten los gritos. Sólo quiere saber lo que Rikhard Leitman se lleva
entre manos.
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—Me dijo que sería indispensable para la investigación.
—Y lo está siendo, señorita Myller, y lo está siendo. —Muestra una sonrisa
amplia, complacida.
¿Le grita? ¿Le dice que no puede hacer eso? No serviría de nada ninguna de las
dos cosas.
—¿Era eso lo que quería probar? ¿Un virus?
—No es un virus —dice él—. No estamos haciéndole daño, señorita Myller.
Agradecerá todo esto dentro de unos días. O, quizás, de unas horas. Quién sabe.
Ella niega con la cabeza. No entiende nada de lo que le dice. No lo entiende.
—Túmbese, tengo que inyectarle la segunda dosis.
—No pienso hacerlo.
—Túmbese.
—¡No!
Rikhard le tiende la jeringuilla a Alek y desaparece durante unos segundos de su
vista, apareciendo por el otro lado de la camilla tras rodearla por detrás. Se acerca a ella
y clava su mirada en la grisácea de la chica. La agarra por los hombros y la echa hacia
atrás. Aunque intenta resistir, él es más fuerte.
—¡Alek! —grita Rikhard.
—¡No! —repite ella.
La mirada de Alek vuelve a cruzarse con la suya. Él no quiere hacerlo, lo sabe.
Lo lee en sus pupilas. No quiere hacerlo. Pero Rikhard le obliga. Y las órdenes de
Rikhard Leitman, al parecer, están por encima de su voluntad. Así que lo hace.
Säde vuelve a sentir el frío de la aguja clavándose en su piel y, después,
conforme pasan los segundos, comienza a arder, como si se tratase de un montón de
madera al que sólo le hace falta una chispa para incendiarse.
No lo entiende. No sabe por qué le hacen algo semejante. ¿Qué ha hecho ella,
aparte de tener buenas intenciones con la investigación?
Pierde las fuerzas conforme el líquido entra en su interior. Tiene ganas de gritar,
pero no puede. Cierra los ojos con fuerza. Se mezclan el sudor frío con el calor que le
recorre las venas y su cuerpo se sumerge en una ola de escalofríos, hasta que llega un
momento en el que no controla lo que hace.
Su cuerpo empieza a agitarse en contra de su voluntad. Sus manos tiemblan con
fuerza, a la altura de su pecho, y ella no puede hacer nada por evitarlo.
—¿Qué pasa? —pregunta Alek, alarmado.
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—¡Nada! ¡No pasa nada! —grita Rikhard.
Pero Säde sabe que está mintiendo. Que no es verdad. El doctor ha respondido
demasiado deprisa a la pregunta, demasiado agitado. La reacción que acaba de tener no
era la que Rikhard Leitman esperaba.
Si ni siquiera sabe él lo que le pasa…
Las convulsiones no duran más de dos minutos, pero son dos minutos intensos y
largos. Cuando paran, sus venas siguen ardiendo. Pero es entonces cuando se da cuenta
de que ocurre algo extraño. De que allí nadie habla, aunque ella está escuchando.
Al principio es una mezcla de sonidos, unos superponiéndose a los otros. Todos
ellos queriendo ser escuchados. Empiezan como susurros, pero van aumentando el tono.
Cada vez son más fuertes.
Y se da cuenta de que en realidad sólo son dos voces, aunque al principio
aparentaran ser más. Son dos, y ambas las conoce. Están allí, delante de ella. No abren
la boca, pero ella los escucha. Entremezclados, pero sí.
«No es nada, va a funcionar».
«Dios. Se nos ha ido de las manos. Se nos ha ido de las manos».
«Ya ha pasado, va a funcionar».
«Se nos ha ido de las manos».
—¿Qué me habéis hecho? —Se lleva las manos a los oídos, no quiere escuchar.
No puede más.
«Se nos ha ido de las manos».
Alek.
Rikhard suspira con pesadez.
—¿No puedes dejar de preguntar, niña? —Es la primera vez que Rikhard
Leitman la tutea. Hasta el momento todo ha sido cordialidad, pero ahora ni eso.
No le gusta cómo la llama. Él estará arrugado y ella no, pero no por eso es una
«niña». No tiene derecho a hablarle con ese tono. Aunque, por una regla de tres,
tampoco lo tiene a tenerla ahí dentro, encerrada contra su voluntad. Necesita ver a su
padre.
«Impertinente».
—¿Impertinente? —Se le escapa. Se tapa la boca en cuanto se da cuenta de lo
que acaba de hacer.
El doctor sonríe. Se le ilumina la mirada.
—¿Qué acabas de decir? —pregunta.
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—Nada.
—¿Qué has dicho?
Ella niega con la cabeza.
—Tú también lo has oído, ¿verdad? —pregunta en dirección a Alek—. ¿Qué ha
dicho?
—«Impertinente» —repite el chico, en voz baja.
—No ha sido cosa tuya, ¿verdad? —Rikhard observa a Säde maravillado—. Me
has escuchado pensarlo. —Lleva el dedo anular hasta una de sus sienes, señalándosela.
Sonríe. No deja de sonreír.
Y Säde no sabe qué narices decir. ¿Qué se supone que debe hacer? ¿Decirle que
sí, que lo ha escuchado a él y por eso lo ha dicho? Es una locura. Está loca. No… No
tiene sentido.
—¿Qué…? No, ¡no! ¡Eso no tiene ningún sentido! —Las palabras salen
atropelladamente de su boca, como si tuvieran prisa por salir. Sin darse cuenta de que
eso lo único que hace es delatarla.
No ha comido nada desde que está ahí encerrada, pero lo poco que quedaba en su
estómago acaba de expulsarlo por la boca. Oler su propio vómito, aunque no lo vea, le
hace tener más arcadas y más ganas de vomitar. Llega un momento en el que su cuerpo
está vacío y empieza a escupir la bilis, que le amarga la boca.
Necesita levantarse y encontrar agua. Aunque, primero, tiene que buscar dónde
está el interruptor de la luz. Gira las piernas hacia el lado donde no ha vomitado. El
estómago le pega pinchazos, al igual que la cabeza, pero no hace caso al dolor.
Los dedos de sus pies rozan el suelo, frío. Pisa con las plantas completas y se
ayuda con el borde de la camilla para levantarse. Lo consigue, pero se da cuenta de
algo: aparte de dolerle, le tiemblan las piernas. Pero no puede detenerse.
Empieza a caminar con pasos torpes, con miedo a caerse en cualquier momento.
Coloca las manos delante de su cuerpo, para no chocarse con cualquier cosa que pueda
haber en medio de su camino.
No llega a pasar un minuto, pero el tiempo se le hace eterno. Sus dedos rozan
una pared fría y comienza a buscar a tientas el interruptor de la luz. Tiene que estar
cerca, y la puerta también. Se topa con el marco de la puerta y decide pasar los dedos
por la zona más cercana, hasta dar con lo que busca. Pulsa el interruptor y la habitación
se ilumina con la luz azul de los tubos fluorescentes del techo. Por fin.
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Ahora queda lo más fácil. Pasea la mirada por todos los rincones. Es la primera
vez que ve la habitación así, completa. Desde una perspectiva muy diferente a la que
está acostumbrada a verla.
Hay un fregadero muy cerca, al otro lado de la puerta. En cuanto lo ve siente la
necesidad de salir corriendo hacia él. No corre, porque sus piernas pesan demasiado,
pero sí que es lo más rápida que puede.
Abre el grifo y deja caer el agua. Se moja las manos y las junta, colocándolas de
forma que se acumule un poco sobre sus palmas para limpiarse la cara. Después se
enjuaga la boca, escupiendo varias veces, hasta que se detiene a beber varios tragos
largos que le quitan la sed y el sabor a bilis.
Es mientras bebe el último trago cuando escucha el sonido de la puerta, que la
alarma. Apaga el grifo con rapidez, como si estuviera haciendo algo malo por beber de
él y haberse levantado de la camilla. Se restriega la boca con el brazo para secarse el
agua y se coloca de espaldas al grifo, apoyándose en el borde de la encimera.
La puerta se abre, aunque ella no sabe quién es. Lo supone, porque siempre
entran los mismos. Se queda detrás de la puerta, escondida, hasta que Alek, que entra en
la habitación y la busca con la mirada, la cierra.
¿Sólo viene él? Sólo viene él.
—¿Qué ha pasado? —pregunta el chico.
Säde mira hacia el vómito del suelo, con miedo a que le vaya a gritar por haber
hecho algo así. Pero Alek no parece tener intenciones. La observa alarmado y con
tristeza al mismo tiempo, como si le diera pena la situación en la que se encuentra Säde.
Por un momento a la chica se le pasa por la cabeza que tal vez sea así.
—Tienes que salir de aquí —dice Alek.
Eso la sorprende.
—¿Qué?
—Que si quieres salir viva de esta maldita habitación, tienes que salir ya. —El
chico deja cerca del fregadero una libreta que lleva encima y se acerca corriendo hasta
uno de los armarios del fondo de la sala. Lo abre y empieza a buscar en los cajones de la
parte de abajo, con prisa. Revolviéndolo todo—. Joder, tiene que estar aquí. Maldita
sea. —Sigue revolviendo los cajones, hasta que se detiene y parece encontrar lo que
buscaba. Saca algo que a la chica le resulta familiar: su ropa—. Toma —dice mientras
se la lanza—. Póntela, rápido. No tenemos tiempo. Rikhard no tardará más de una hora
en venir.
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Säde no entiende nada. ¿Quiere sacarla de ahí? Hasta el momento parecía que
eso era lo que le habían mandado: sacarla de la habitación. Pero no. Rikhard Leitman no
lo sabe.
Le está diciendo que se escape, aunque no sea con esas palabras.
—¿Qué pasa? —pregunta Säde.
—No sé lo que me haría el doctor si supiera esto —dice. Se lleva las manos al
pelo y enreda los dedos en sus rizos castaños—. Säde, tienes que salir de aquí. Si no lo
haces me obligará a inyectarte otra dosis mutágena, y a él no se le puede decir que no.
Vístete.
—¿Dosis mutágena?
Le entran escalofríos sólo de repetir lo que ha dicho Alek. ¿Mutaciones? ¿Eso es
lo que están experimentando con ella? ¿Mutaciones? Si no ha entrado en cólera en
ningún momento, ese parece el indicado para estarlo.
—¡Sí! —grita el chico—. Pero ahora no tenemos tiempo de explicaciones. Por
favor, vístete. —Señala la ropa y después se cruza de brazos, inquieto. No puede
mantener fija la mirada en ningún sitio. Está de los nervios.
Está intentando sacarla de ahí, aunque eso le pueda costar su trabajo o… quién
sabe qué más. Se fija en la ropa que le ha lanzado. Es la que llevaba el día en que habló
con Rikhard Leitman por primera vez, cuando él le dijo que sería indispensable para la
investigación. No sabe cuánto tiempo hace de eso. Pero se acuerda de algo. Busca en los
cuatro bolsillos de los vaqueros, decepcionándose al no encontrar nada.
—¿Y mi móvil? —pregunta.
—Lo tendrá el doctor —dice Alek—. Ahora eso no importa.
Säde suspira con pesadez. Se coloca de espaldas al chico y deja la ropa sobre la
libreta de Alek. Se quita el camisón azul que lleva puesto y deja que caiga al suelo. Es
entonces cuando se percata de que está en ropa interior delante de él. Las mejillas se le
encienden momentáneamente. Por lo menos está de espaldas.
Se coloca rápidamente los vaqueros oscuros y la camisa blanca. No sabe dónde
están sus zapatos. Säde se gira y ve a Alek de espaldas, con las manos apoyadas en el
armario. No la estaba mirando. Eso la hace sentirse estúpida.
—Eh… —empieza a decir—. No sé dónde están mis zapatos.
Alek se gira y se queda mirándola. A Säde vuelven a encendérsele las mejillas,
aunque no entiende por qué. Si antes se sentía estúpida, ahora más.
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—Aunque no puedo andar demasiado bien —añade—. Me pesan las piernas.
Creo… Creo que se me están durmiendo. No…
Entonces se percata de algo. No necesita que Alek le explique por qué le está
ocurriendo eso. Sus pensamientos se lo dicen. Cuando entró en la habitación no lo
escuchaba, pero ahora sí. No sabe… No sabe cómo controlarlo, pero, sea como sea, eso
es secundario ahora. La mierda que le han inyectado hace que el área motriz de su
cerebro esté sometida a presión. Su cerebro está creciendo. No sólo su tamaño, sino
también sus funciones. Y por eso puede…. escuchar sus pensamientos.
Alek se agacha y busca en el cajón en el que estaba su ropa, hasta dar con unos
zapatos negros con poco tacón. Se los tiende y Säde se apresura a ponérselos,
apoyándose en el mueble del fregadero. Aunque los zapatos no tengan demasiado tacón,
se tambalea. La habitación le da vueltas durante unos instantes y tiene la sensación de
que va a caerse de un momento a otro.
El chico se da cuenta y se acerca hasta ella, apoyando una de sus manos en la
cintura de la chica.
—¿Estás bien? —pregunta.
Como si no fuera obvio, piensa ella. No. Claro que no se encuentra bien. Lo
estaba cuando habló con Rikhard Leitman por primera vez. También antes del pinchazo.
Pero desde que ese líquido atravesó sus venas… No, bien no es el mejor adjetivo para
calificar su estado.
Pese a todo, Säde asiente y trata de sonreír. Lo consigue.
—¿Puedes andar bien? Tenemos que ser rápidos.
Säde se queda mirando la mano del chico, que se mantiene todavía en su cintura.
La simple imagen la incomoda y hace que se le coloreen las mejillas por tercera vez.
—No lo sé —murmura—. Me duele… todo el cuerpo. Y las piernas no me
responden como me gustaría.
Alek aparta la mano de la cintura de Säde cuando se da cuenta de que lo está
mirando. Él le aparta la mirada, inquieto.
—Intenta andar un poco —dice—. Tenemos que salir ya.
Ella asiente con la cabeza.
Alek teclea el código que abre la puerta de la habitación, apaga la luz y sale
delante de Säde, que lo sigue.
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El pasillo es largo y con el techo muy bajo. Están prácticamente a oscuras,
aunque las luces de emergencia de color naranja que hay encima de cada una de las
puertas hacen que se vea algo.
Alek le tiende la mano mientras comienza a andar hacia la derecha. Säde no sabe
si agarrársela será lo más apropiado. Duda unos segundos, pero acaba agarrándose a él.
El contacto con el chico le resulta agradable. Su mano es suave y cálida, además de
grande.
Caminan a lo largo del pasillo con bastante lentitud, porque a Säde sus piernas
no le funcionan más rápido. Alek tira de ella, pero aun así no puede alcanzar su ritmo.
Todavía no han llegado al sensor de movimiento que enciende las luces en ese pasillo,
pero en una desviación que hay de él hacia la derecha se ve que se encienden.
Alek murmura algo y da media vuelta, tirando de ella más rápido. No están
solos. Säde no puede correr más. Cada vez le pesan más las piernas, cada vez le resulta
más difícil dar un paso. Llegan muchas palabras de la mente de Alek a su cabeza, todas
ellas palabrotas o quejas.
Se escuchan pasos en el otro pasillo. Alek parece alterado. La chica lo ve dudar,
pero finalmente la agarra por la mitad de la espalda y las rodillas y la toma en brazos.
Ella es pequeña: bajita y delgada; él no parece tener problemas para levantarla. Alek
corre como puede hasta la segunda puerta más cercana, que no necesita ningún código
para abrirse. La baja de sus brazos cuando llegan y gira el picaporte, empujando a Säde
dentro de la habitación.
Alek cierra la puerta tras de sí cuando consigue entrar, chocándose con Säde. Es
un cuarto pequeño y, a diferencia de la habitación donde estaba encerrada, tiene un
cristal encima de la puerta que hace que no estén completamente a oscuras. La luz del
pasillo se ha encendido. Casi los pillan.
Los cuerpos de ambos están muy cerca, casi pegados. Säde escucha la
respiración de Alek, agitada, y el calor que desprende al respirar le llega a las mejillas,
bastante por debajo del de él.
La cabeza de Alek es un completo desorden. No dejan de llegarle pensamientos,
uno detrás de otro, que le impiden enterarse bien de lo que dicen. Intenta no prestarles
atención y escuchar cualquier cosa que le pueda decir que pueden salir de ahí.
—¿Dónde estamos? —susurra Säde. Aunque lo sabe antes de que el chico le
responda, lo escucha en su mente.
—En el cuarto de los trastos de la limpieza —dice Alek.
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—¿Por qué lo haces? —pregunta ella. Es la pregunta que lleva queriendo hacerle
desde que entró en la habitación y le dijo que tenía que salir de allí si no quería acabar
muerta.
—¿Qué? ¿El qué?
La pregunta no tiene sentido. Säde sabe que Alek sabe a lo que se refiere. Él no
tiene por qué hacer todo eso. Está arriesgándose por ella, y lo sabe.
«Porque te lo debo».
—Porque te lo debo.
Säde sonríe, no sabe muy bien por qué. Le gusta. Sí, el chico le gusta. Parece
una buena persona. Al fin y al cabo, la está ayudando cuando casi nadie en su lugar lo
haría.
Ya ha visto cómo se comporta Rikhard Leitman, y no sabe qué es exactamente
lo que Alek está poniendo en juego. A Säde se le pasa por la cabeza la posibilidad de
que el doctor Leitman lo utilice a él como su próximo conejillo de indias, pero prefiere
borrar la idea de sus pensamientos.
—¿Por qué crees que me lo debes? —pregunta.
—Yo te pinché, ¿recuerdas? Dos veces.
Sí. Él le pinchó. Dos veces. Pero también sabe que él no quería hacerlo. Lo vio
en sus ojos desde el primer momento. La culpabilidad, la tristeza.
—¿Y por qué estás aquí, Alek? ¿Por qué trabajas para él y ahora me ayudas?
Alek no lo dice. El cuarto se mantiene en silencio, lo único que se escucha son
las respiraciones de ambos, la de ella más alterada que la de él, por los efectos
secundarios del líquido mutágeno.
Se da cuenta de que Alek no se permite mantenerse centrado en un pensamiento.
Son varios y muy seguidos los que cruzan su mente. Lo hace a propósito, está segura.
Sabe que ella puede saber la respuesta, y él está empeñado en ocultarla.
—¿Sabes cómo me llamo, Säde? El nombre completo, apellido incluido —
pregunta Alek.
No. No lo sabe. El doctor Leitman siempre lo llamaba por su nombre de pila,
nunca dijo su apellido. No había pensado en eso hasta el momento.
Pero lo escucha. Lo escucha en su mente, porque él quiere que lo escuche.
Ella está a punto de negar con la cabeza, pero ya no puede hacerlo. Lo sabe.
Ahora sí que lo sabe. Un escalofrío le recorre la espalda, y se percata de que todavía
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está empapada en sudor frío. La melena negra se le pega a la nuca y a los lados de la
cara. Siente las sienes latiéndole.
—Aleksi Leitman —susurra ella, por fin.
Y así, en voz alta, suena peor todavía que en su cabeza.
Los ojos de Alek, pese a estar de espaldas a la luz, brillan. Säde se da cuenta de
que tiene los ojos humedecidos. Siente la tentación de limpiarle las lágrimas y decirle
que no tiene la culpa, pero se mantiene estática. En silencio. No puede decir nada.
La luz que entra por el cristal de encima de la puerta se apaga, dejándolos de
nuevo a oscuras.
—Ya podemos salir —dice Alek—. Ven detrás de mí.
La luna es la primera señal de orientación que tiene después del tiempo que ha pasado
encerrada en el sótano de los laboratorios de Rikhard Leitman. Salir del edificio le
supone una inmensa liberación. Las piernas siguen pesándole, su cuerpo continúa mal.
Pero ella está fuera, por fin. Libre.
Según Alek, el taxi tardará poco en llegar. Se han alejado del edificio unas calles
para asegurarse de que el padre del chico no se entera antes de lo debido de que Säde ya
no está en la habitación.
Ella está sentada en el escalón del portal cuya dirección ha dado Alek para que
se dirija el taxi; él no deja de caminar de un lado a otro, delante de Säde. A ella le hace
gracia verlo en medio de la calle con la bata blanca que utiliza en el laboratorio, aunque
no se lo dice. Los dos están muy callados.
—Gracias —dice Säde. Es la palabra que lleva queriendo decir desde hace rato,
la que, al decirle, aunque no sirva de nada, la tranquiliza.
Alek tiene parte de culpa en todo esto, pero se ha arrepentido. Ha seguido sus
principios antes de que fuera inevitable. Säde no sabe si la dosis seguirá manifestando
sus efectos en las siguientes horas o días. Es algo que la preocupa; eso y que la
encuentren. Pero el objetivo principal en estos momentos es coger el taxi y largarse de
allí lo antes posible.
El chico niega varias veces con la cabeza al escucharla. Sabe que él no piensa
que le tenga que estar agradecida, al contrario. Alek se siente culpable y, en parte, por
eso la ha ayudado a salir del edificio. Sin él no podría haber salido. Siente de verdad que
se lo debe. Y que ayudarla a escapar no es nada, los efectos de las dosis mutágenas
todavía están presentes.
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—No me lo agradezcas, por favor —dice él, deteniéndose y mirándola a los
ojos.
—Sabes que ahora mismo podría estar ahí dentro —dice ella—. El doctor
Leitman… Tu padre…
—Es demasiado ambicioso —la corta—. Nadie le ha parado los pies nunca, pero
este era el momento para que alguien lo hiciera.
—Y has sido justo tú el que lo ha hecho.
—Lo defraudaré mucho. No quiero pensar en lo que pasará cuando se entere y
sepa que he sido yo.
—Al menos no te habrás defraudado a ti mismo, ¿no? Creo que eso es más
importante.
—Quizás…
El taxi se para enfrente de la puerta en la que están esperando y Alek ayuda a
Säde a levantarse del escalón. El contacto entre ambos vuelve a ser agradable, cálido.
La chica le sonríe y él intenta hacerlo también, aunque su sonrisa es triste.
—Escúchame —dice él—. No puedes quedarte en la ciudad. Te encontrará,
puedo asegurártelo. Y enfadado es capaz de hacer cosas peores de las que ha hecho ya.
—Pero no tengo dónde…
—Tienes que irte, por favor —la interrumpe.
—Antes necesito ver a mi padre.
—Hazlo. Pero vete cuanto antes. No… No esperes a mañana.
Säde asiente. No puede creer que estén sucediendo tantas cosas en tan poco
tiempo. Era la persona más feliz del mundo cuando Rikhard Leitman le dijo que sería
perfecta para la investigación, y ahora está huyendo de él. Huye de la misma persona a
la que quería acercarse.
El conductor del taxi espera, aunque no parece molestarle. Al fin y al cabo, el
tiempo que esté esperando le tocará pagarlo a ella.
Alek saca una tarjeta de color blanco de uno de los bolsillos de su bata y se la
tiende.
—Si hay síntomas extraños llámame —dice—. Es importante. No te aseguro que
vaya a saber solucionarlo, porque lo más probable es que no… —Suspira—. Imagínate,
ni siquiera mi padre sabe los efectos que puede producir esa mierda.
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Se mantienen en silencio unos segundos, mientras ella observa el número y el
nombre que aparecen en la tarjeta, sin poder evitar fijarse especialmente en el apellido
Leitman.
—Adiós. —Es él quien rompe el silencio.
—Adiós… —murmura Säde.
La chica empieza a caminar hacia el taxi, pero a mitad de camino se detiene y se
gira hacia él. Todavía queda algo pendiente, algo que preguntar. No puede marcharse
sin saberlo.
Perfecta, indispensable.
—¿Por qué me eligió a mí? —pregunta.
El chico sonríe, esta vez de verdad. Le hace gracia.
—Tienes un cociente intelectual de 173, Säde. ¿Te haces una idea de lo que
significa eso?
No necesita que se lo diga. Lo escucha en su mente, pero tampoco habría sido
necesario. Su cerebro es el que está experimentando cambios, aumentando su tamaño,
su funcionamiento. Y qué mejor que una mente privilegiada para soportar más
privilegios, para aumentar de potencial.
—Mi padre necesitaba a alguien como tú —añade Alek—. Llámame en cuanto
las cosas se pongan mal, acuérdate. —Se gira y empieza a caminar con pasos rápidos
hacia el edificio que han dejado hace unos minutos.
Säde sólo desea no tener necesidad de llamarlo, porque si lo hace le hará falta
algo más que un médico para apagar los síntomas.
Hace cincuenta minutos que lo llamó por primera vez. La primera saltó el contestador
automático. La segunda, también. La tercera, igual. Y la cuarta, la quinta, la sexta y la
séptima y la octava.
Marca el número por novena vez. El reloj de la habitación marca las 23:42. No
llega a pasar un segundo cuando vuelve a saltar el contestador de Alek Leitman. No
lanza el teléfono lejos porque no tiene fuerzas.
No puede mover las piernas, y le falta muy poco para perder la movilidad
completa de los brazos y el tronco. El corazón le late mucho más rápido que cuando
estaba en los laboratorios de Rikhard Leitman, y su respiración es mucho más agitada.
Sólo distingue manchas y colores con claridad, las formas de los objetos que la rodean
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están borrosos, aunque hay veces en las que consigue enfocar la vista. Lo sabe: se está
quedando ciega, además de paralítica. Y también se está muriendo.
Está sola. Confiaba en que Alek estuviera ahí para ayudarla, pero no lo está. Su
móvil está desconectado, y la vida de Säde pende de un hilo. Sabe que las pocas fuerzas
que le quedan son para respirar y para que el corazón no le deje de latir.
Quizás si espera un poco más y vuelve a intentar llamarlo… Quizás así… Quizás
así dé con él. Pero necesita tiempo, y no lo tiene.
Cierra los ojos. No le gusta tenerlos abiertos y no ver.
Está tirada en el suelo de la habitación del hotel en la que lleva encerrada dos
días. No han pasado ni cuarenta y ocho malditas horas desde que huyó del laboratorio.
Las piernas le fallaron hace algo más de una hora, y desde entonces no ha podido
moverse de ahí. Al menos ha conseguido bajar el teléfono de la habitación al suelo.
No sabe cuántas horas pueden quedarle. Pocas. De eso está segura.
El teléfono comienza a sonar. La llaman. Intenta aceptar la llamada, moviendo
cualquiera de los dedos para pulsar la tecla que la separa de poder hablar con Alek,
porque tiene que ser él, pero el teléfono sigue sonando y Säde no lo consigue.
Tiene ganas de gritar. Lo haría, de no ser porque allí nadie puede escucharla. Y
mucho menos la persona que quiere que lo haga.
No puede mover los dedos. El teléfono deja de sonar, aunque vuelven a llamar
otra vez. Säde ya ni intenta descolgarlo, sabe que no va a merecer la pena. Que, haga lo
que haga, ya está muerta. Y sola.
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Relato registrado en Safe Creative.
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