Luz de noche* / Mariana Noemí Pérez Vallejo

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Luz de noche* / Mariana Noemí Pérez Vallejo
Preparatoria 4
A veces me desespero porque la puerta del jardÃ-n no se abre desde que creció la hierba. Papá nos prohibió hacerlo.
Cuando llega la tarde y comienza a trazar planes, me exige que no la abra porque entre la maraña hay culebras
venenosas que pueden meterse a casa. Ya habrá tiempo de matarlas a todas.
    Ya ha pasado un tiempo desde que decidÃ- acatar sus reglas, exceptuando ésta. En cuanto a mi madre, no era
necesario que se lo prohibiera a ella, porque no entrarÃ-a al jardÃ-n en estas condiciones. Yo, por otro lado, no me creÃ-a
eso de las culebras venenosas, para mÃ- que eran sólo un pretexto, todos sabÃ-amos que no querÃ-a que nadie abriera
la puerta porque se verÃ-a el roble, porque el jardÃ-n estaba muy descuidado y, de alguna manera, maldito.
    La única razón por la que seguÃ-amos viviendo en esa casa era que no tenÃ-amos dinero suficiente para mudarnos,
pero mamá habÃ-a conseguido un empleo y en un lapso de dos años nos irÃ-amos de ahÃ-. Al menos ése era el plan.
    HabÃ-a pasado un año y hasta hoy me atrevÃ- a salir durante la noche. SubÃ- de alguna manera al roble, mis pies
resbalaban, no habÃ-a forma de treparlo sin que esto pasara, pero mis manos se asÃ-an muy bien a las ramas y hasta
llegaba a recostarme entre ellas. La noche se veÃ-a mejor desde arriba. Los rosales que bordeaban el jardÃ-n aún
lucÃ-an bonitos, la señora Santillán siempre los regaba por si acaso un dÃ-a necesitaba una rosa, al fin que nadie se
darÃ-a cuenta si la tomaba. La hierba estaba ya crecida y amarilla, pero no me molestó, el cielo oscuro con sus
pequeñas lucecitas hacÃ-a que los rasguños valieran la pena.
    Mis padres no iban al jardÃ-n, y yo los entendÃ-a. Yo simplemente era adicta a los sentimientos fuertes y el árbol los
despertaba. Quizá era que no me importaba llorar a mares. Ellos intentaban mostrarse fuertes para mÃ-, pero era una
buena enseñanza que no me interesaba aprender, no le encontraba sentido a negar lo que era; yo sabÃ-a lo que habÃ-a
pasado, y salir al jardÃ-n no iba a cambiarlo.
    Esa noche trataba de abrazar el roble recostada boca abajo en una gruesa rama que mis brazos no alcanzaban a
rodear por completo. Me sentÃ-a incómoda y movÃ- la cabeza, un rasguño marcó mi mejilla izquierda, pero no me
importó, los sentimientos que me provocaba estar ahÃ- eran más fuertes que el dolor fÃ-sico.
    Quizá me permitÃ- entrar al jardÃ-n simplemente porque habÃ-a pasado un año desde ese dÃ-a. Los recuerdos me
nublaron la vista. Aquel precioso dÃ-a del invierno pasado, Diego habÃ-a reñido con mi padre. Eso se habÃ-a hecho
costumbre durante las últimas semanas. Nada importante, en realidad, pero fue la gota que colmó el vaso. Esa última
disputa habÃ-a sido porque Diego utilizó los cubiertos de manera inadecuada durante la cena. La pelea se volvió
intensa, los gritos fueron siendo cada vez más fuertes e hirientes. Mi madre y yo observábamos enfadadas porque
ahora todas las cenas transcurrÃ-an similares, pero ninguna de las dos nos atrevÃ-amos a decir nada para calmar la
situación. No hicimos nada, tampoco seguimos cenando.
    Diego salió al jardÃ-n, exasperado. No me atrevÃ- a seguirlo, sabÃ-a que era mejor dejarlo solo, igual que lo sabÃ-an
mamá y papá, asÃ- que mejor salieron a dar un paseo por ahÃ- en lo que se calmaban los ánimos. Mamá intentarÃ-a
 hacer entrar en razón a mi padre, tenÃ-a que hacerlo, él no podÃ-a gritarle a Diego por cada opinión que discrepara de
la suya, o ante cada cosa que hacÃ-a o porque sentÃ-a diferente. O quizá podÃ-a, pero no debÃ-a, esto creaba
situaciones difÃ-ciles y un tanto incómodas entre todos nosotros.
    Diego, con tan sólo quince años, sentÃ-a la tristeza diez veces más viva de lo que realmente ameritaba aquella
pelea. Yo podÃ-a escuchar sus sollozos y gritos desde mi habitación, asÃ- que me puse los auriculares con la música a
todo volumen, para que las peleas no afectaran mi tranquilidad.
    Diego y yo tenÃ-amos como una especie de acuerdo no expresado con palabras, y ambos sabÃ-amos en qué
consistÃ-a. En estas situaciones de dolor tenÃ-amos que dejar que cada quien hiciese lo que podÃ-a, pero solo.
    Me volvÃ- al presente.
    Intenté reincorporarme. Me limpié las lágrimas con la manga de mi suéter, respiré profundo intentando ahuyen
sollozos. Estaba enojada porque mi ignorancia sobre lo que el dolor era capaz de causar nos habÃ-a llevado a esto.
Naturalmente, también ellos se sentÃ-an culpables, por ignorar hasta qué punto las palabras podÃ-an haberlo herido. No
querÃ-a hacer mucho ruido, aunque sabÃ-a que nadie podÃ-a escucharme. A pesar del frÃ-o gélido y de que se oÃ-a el
estrépito de los carros y camiones al pasar por la carretera, comencé a quedarme dormida, pero antes de caer en un
sueño infinito una imagen vino a mi mente, la misma que viene a mÃ- desde hace un año aproximadamente: Diego
colgado del roble, con una soga alrededor de su cuello.
*Cuento ganador del III Concurso Literario Luvina Joven, 2013 en la categorÃ-a Luvina Joven  / Cuento breve.
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Generado: 19 November, 2016, 11:06
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