leer es futuro - Ministerio de Cultura de la Nación

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ALUCINACIONES, MAREOS
Y NÁUSEAS
lucas vesciunas
* ilustrado por: maese warrior
*Encontrá más títulos de la colección en:
www.cultura.gob.ar/leeresfuturo
Vesciunas, Lucas
Alucinaciones, mareos y náuseas / Lucas Vesciunas ; coordinación general de María Inés Kreplak ; ilustrado por Maese Warrior. - 1a ed . - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Ministerio de Cultura de la Nación. Secretaría
de Políticas Socioculturales, 2015.
106 p. : il. ; 16 x 12 cm. - (Leer es futuro / Vitali, Franco; 39)
ISBN 978-987-4012-02-9
1. Cuentos. I. Kreplak, María Inés , coord. II. Maese Warrior, ilus. III. Título.
CDD A863
Fecha de catalogación: 16/1172015
• Coordinación editorial: Inés Kreplak
• Edición literaria: Marcos Almada
• Asistencia edición literaria: Juliana Portilla y Sebastián Basualdo
• Diseño de tapa e interiores: Pablo Kozodij
colección leer es futuro
En el marco de una serie de actividades de
promoción y fomento de la lectura, el Ministerio de Cultura presenta la colección de narrativa Leer es Futuro, que llega a tus manos
en forma gratuita para que puedas disfrutar
del placer de la lectura.
En esta oportunidad, convocamos a escritores jóvenes cuya carrera está apenas comenzando, con el objetivo de visibilizar su tarea,
contribuir a la difusión de sus obras y democratizar el acceso a la palabra, en continuidad
con la ampliación de derechos garantizada
por los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner.
También hay que mencionar la inclusión de
los ilustradores de cada uno de estos libros:
todos jóvenes y talentosos dibujantes con ganas de mostrar su trabajo masivamente.
Y en un formato de bolsillo para que la literatura te acompañe a donde vayas, porque
leer es sembrar futuro.
Ministerio de Cultura
Teresa Parodi | Ministra de Cultura
lucas vesciunas
tandil, buenos aires, 1984. Es Licenciado
en Ciencias de la Comunicación (UBA). En
2013 fue finalista del concurso Itaú de cuento
y recibió una mención en el concurso Haroldo
Conti para jóvenes narradores, organizado por
el Instituto Cultural de la provincia de Buenos
Aires. Publicó la novela La muerte del señor
Miyagi y participó en la antología de relatos El
balcón de cristal, compilado por Patricia Ratto.
maese warrior
buenos aires, 1986. Estudió Artes Visuales
en el IUNA. Instituto Universitario Nacional
de Arte. Es muralista, ha participado en la
confección de murales y pinturas en espacios
públicos y en varias muestras colectivas. Pueden verse sus trabajos en: > www.flickr.com/
photos/maesewarrior
corré, dijo la tortuga
Me gustaba pensar que la tortuga que llegó
hasta la puerta de mi casa —increíblemente
subió tres escalones— buscó una madriguera
alternativa para refugiarse de la altísima temperatura que marcó al primero de enero (en
invierno, muchos animales llegan a depender
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de las madrigueras que hacen las tortugas
como hábitat para sobrevivir, pero no creen
que esta sea el padre de toda su especie por
tener ese gesto), y que su obstinación la había hecho caminar —vaya uno a saber desde
dónde— hasta frenar en el 622 de la calle Espora, donde vivo yo. Tuvo suerte de que era
lunes, uno de los días en que suelo sacar la basura antes del mediodía. Tomé la tortuga con
ambas manos y también con ligera inquietud:
cualquier animal puede de repente morderme
la mano en un confuso acto neurótico.
Al menos eso pienso yo.
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La dejé dentro de una de esas cajas que se
guardan en caso de que haya que reclamar la
garantía del producto, en el sector de la casa
donde manda la sombra. Inmediatamente quiso escapar, trepaba por los límites de la caja
hasta que, resignada, daba la vuelta para renovar su intento en el otro extremo. Así por un
buen rato, hasta que se quedaba quieta.
¿De dónde habrá salido? La pregunta se llevó gran parte del tiempo de ese día. No podía
pensar en otra cosa, ni siquiera en los llamados
de la noche anterior, la pregunta de mi mamá,
la respuesta de que no tenía ganas de festejar,
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pero es año nuevo me dijo ella, y ahí nomás
abandoné la conversación. Quizá la vecina tenía una tortuga a la que nunca oí porque, bueno, uno en realidad no escucha a las tortugas.
Están ahí, con la obstinación a cuestas. Ojalá
hubiese podido describir el trayecto de su viaje, si se trató de una caminata introspectiva,
o porque tenía una mosca aplastada sobre su
caparazón, y también me gustaría saber qué
hace un padre con su tiempo cuando está ausente. La única certeza es que en el preciso
momento en que le quitamos la mirada, una
tortuga decidió marcharse para siempre.
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Unos días antes de que tomara la decisión
de escaparme hacia este lugar, más de treinta
personas me aseguraron a través de las redes
sociales que habían perdido una tortuga.
Y yo pensaba que había que ser un boludo
para que se te escapara una.
Estoy recluido, por así decirlo, aunque el
aislamiento no es completo, no es como me
gustaría. O como era en otra época, supongo.
Andá a perderte en los sesenta, quién te iba
a encontrar. En estos momentos, la luz del
celular es mi única compañía, la presencia
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de una señal débil por ahí, o por acá, dando
vueltas, pasa a mí alrededor, abraza sin pedir
permiso. Me encuentro en algún punto de
la ciudad, lejos del sonido de una frenada abrupta o el ladrido de un perro. Descubro a lo
lejos algunas casas de fin de semana, rezongo, ya no se puede estar solo.
El primer mensaje privado que recibí por
Facebook un día después de haber publicado
la búsqueda, decía:
“Yo vivo entre la Terminal y la ruta, en el barrio Don Francisco. Sé que es un poco lejos de tu
casa, pero la tortuga desapareció hace bastante.
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En realidad, me la robaron. ¡Había estado con
nosotros 22 años!, ¿te imaginás? Con mis hijos y
mi marido vimos la foto que publicaste y coincidimos en que se parecía a la nuestra. Te cuento:
le pusimos ´Morla´ por el personaje de ´La Historia Sin Fin´. Tiene una marca en el caparazón
que podríamos identificar. Queremos verla”.
Si tan solo me animara a terminar con todo
esto. Borrar, desaparecer, darme de baja.
El siguiente mensaje decía:
“Hola, me llamo Hilda. Te escribo porque
perdí una tortuga y preguntando en el barrio
me dijeron que vos publicaste una que habías
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encontrado. ¿Por qué hiciste ese chiste sobre que
se te dio vuelta? ¿Sabías que así se pueden morir? Sé que parecen todas iguales, pero no lo son.
¿Tiene una pelota en la pata trasera tipo quiste?
Que tengas un muy buen año”.
No dejo de mirar el celular: estoy “conectado”. No hay ningún otro tipo de estado posible, salvo “ausente” —como mi padre—;
“ocupado” o “disponible”. Leo estados emocionales que no se decodifican en el cuerpo,
directamente se postean: “Otro año sin vos,
cómo te extraño viejita”. Ni siquiera esto en
lo que estoy metido ahora puede llamarse un
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escape. A quién engaño, la tortuga me engañó
a mí.
Otro mensaje:
“Hola. Qué raro que sacaste la foto, ¿qué pasó?
Tengo unas fotos mías jugando con la tortuga en
la Bristol de Mar del Plata. ¿Podés entrar a mi
perfil para verlas? Se parece mucho a una que
me robaron hace quince años. Espero que me
perdones por molestarte, pero vos publicaste la
foto y la tortuga es mía”.
¿Qué le pasa a la gente con los animales?
La tortuga, incluso la que llegó hasta la puerta de mi casa, es un animal que siempre está
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marchando. Eso fue algo que me quedó muy
presente a los siete años cuando en la misma
semana mi padre se fue y la tortuga que teníamos de mascota también. Se fueron por
caminos diferentes, ambos sin saludar. Él, un
martes; ella, el jueves. Y esa semana quedó
como un conjunto de días que nunca existieron, como un repertorio de canciones que un
artista deja afuera de su próximo disco.
Otro mensaje en Facebook:
“Te quiero recordar que la tortuga es un animal en peligro de extinción y que está prohibido tenerla como mascota. Te lo digo porque vos
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publicaste lo foto diciendo: ‘Además de al hijo
del embajador James Cheek, ¿a quién se le escapó esta tortuga?’ Me parece que no da para
hacer chistes”.
Enseguida, otro:
“Hola, no nos conocemos (aunque viendo tus
fotos me encantaría). Tal vez te parezca desubicado, pero si el dueño no aparece, ¿me la das?
Disculpá la molestia. Feliz año”.
Otro más:
“Fui por cuarta vez a la dirección que figuraba en Facebook, tocamos varias veces el timbre;
nadie atiende. ¿Te estás escondiendo de algo?
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Te agradecería que si tenés interés en devolverla, me dejes entrar a tu casa. Cualquier cosa, escribime”.
Los mensajes privados se repetían. Toda la
ciudad reclamaba su tortuga. Me acusaban de
haber publicado mal mi dirección —en esto
tenían razón—; narraban historias fantásticas
sobre los recorridos que podía haber hecho la
tortuga; denunciaban una ola de robos y hasta
zonas liberadas. Y no faltó el que hizo un chiste referido a Manuelita.
Muy remotamente existía la posibilidad
de que todas esas personas tuvieran razón.
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Que la misma tortuga nos hubiera engañado
a todos. Paseaba por las casas; hacía una metamorfosis en su cuerpo mostrando señales
diferentes. ¿Alguien vio dos tortugas juntas
alguna vez? Una tortuga única, capaz de vivir
con la libertad de aquellos que pueden irse sin
dejar un rastro de nostalgia.
En la confusión pensé que podía tratarse
de la tortuga de mi infancia; ahí fue cuando la
espalda comenzó a picarme, la primera señal
que tomé para correr hasta acá. El otro empujón me lo dio un mensaje mal escrito, enviado
en tres partes y que releí un par de veces.
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“Hola. La tortuga que encontraste es de mi
hijo. Quisiera saber dónde la puede ir a buscar.
La tiene porque sufre principios de asma y dicen
que la tortuga es buena para eso. Duerme debajo
de su cama. Te encargo que no la vayas a dar. Mi
hijo se va a alegrar mucho cuando se entere que
apareció. ¡Gracias!”.
Quince minutos después:
“¡Ah, vi que borraste la foto de mi tortuga!
Cuánta impotencia. Ni la gente es buena ya.
Gracias a ella él andaba mejor de su salud. Lo
que no sé es para que publicaste la foto. Solo
para ilusionarnos de que la podíamos recuperar.
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Ahora él está muy triste”.
Para ese momento había supuesto que lo
mejor era regalarla. Con todos los mensajes
que había recibido iba a ser prácticamente
imposible definir quién era su dueño. Se la
llevó la mamá de un amigo, a quien intenté
contactar rápidamente, pero me devolvió un
escueto mensaje de texto: “Ya se escapó”.
La tercera parte del mensaje —el derrame
de una copa que me llevó hasta donde estoy
hoy— se los voy a leer en voz alta:
“Hola, soy el chico que sufre de asma. Gracias
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a ella estaba mejor de mis bronquios y es un regalo de mi hermano. Ella es como si fuera un padre
para mí, porque a él no lo tengo”.
El entorno quedó en tono de espera. En ese
campo abierto, donde no hay soja, ni maíz;
solo algunas casas. Una hoja, de un árbol perdido, se apoya en la rodilla de este veinteañero que se escapó como si se tratara de una decisión. Cuando agacha su cuerpo para tomar
la hoja, por curiosidad, vemos un mensaje
en la pantalla de su celular: “¿Desea eliminar
para siempre todos sus perfiles?”. La ventana
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ofrece un “sí”, un “no” y un “más tarde”. La
hoja vuelve a despegar. Se marcha indiferente. Más rápido que una tortuga cuando elige
partir. Sufre pequeñas descargas al cruzarse
con un viento arremolinado. Los indicios se
vuelven confusos y la hoja regresa para estar
cerca de ese cuerpo resignado. Se desploma
sobre el teclado. Descansa. Perdió un poco de
color; está seca. Cuando el dedo índice del joven arrastra el táctil del teléfono hacia el sí,
una nueva notificación conquista la pantalla:
Correo de voz nuevo. Aleja el teléfono. Piensa. Decide marcar *555, ingresa la opción 1,
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y una voz temblorosa aparece: Hola hijo, soy
nuevamente tu padre. Te escribí varios mensajes
privados en Facebook para saludarte por el fin
de año, pero veo que no los leíste...
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podrían seguir jugando
hasta mañana que el
arco seguirá en cero
Desde la luna, un resplandor de luz desciende con las mismas dudas de aquel que
despierta en un micro de larga distancia a mitad de la noche. Las únicas personas que podrían haber presenciado el llamativo espectáculo van por el centro de la ciudad en un
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Fiat Spazio modelo ´92, pero hace rato que
no miran hacia el cielo.
Estamos ahí, aunque no lo estemos. Estamos con ellos, con esos dos amigos que parecen pasear, pero que en realidad, escapan.
Es la obligación que deja el derrumbe. Un derrumbe tan veloz que nos permite escuchar
el timbre de una casa que se encuentra a más
de diez cuadras de la zona comercial. Por fin,
alguien. Un curioso que le devuelve el sonido
a lo que miramos. El mismo curioso que sabe
frenar el paso cuando observa al coche fúnebre, quiere ver quién murió esta vez.
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En el siguiente cuadro de la película ya estamos adentro del Fiat Spazio modelo ´92: los
amigos llevan adormecidos los sentidos por
culpa, entre otras cosas, de la poderosa lluvia que emite el estéreo. Las voces de la AM
1030, como la de tantos otros periodistas, se
ocultan por intervalos, aparecen, dicen palabras inconexas y callan para dejar su voz al
sinfín de sonidos rotos. Los amigos, por las
dudas, revisan de reojo el asiento trasero: no
vaya a ser cosa de que algún chistoso sea el
que esté haciendo eso con la radio.
Cada tres minutos, una frase pone algo de
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claridad al asunto y revela que la radio no está
muerta del todo, no todavía.
“Podrían seguir jugando hasta mañana que el
arco seguirá en cero”.
Después la señal es aplastada nuevamente
por ese sonido que se parece al de un padre
pidiéndole a su hijo que se calle.
Es invierno. Un invierno tan duro como el
patovica del boliche que acaban de ver desde
el interior del Fiat Spazio modelo ´92. Luego
lo volverán a ver, y así un par de veces más
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porque hacen siempre el mismo recorrido:
una vuelta a la manzana permanente. Cualquiera podría asegurar que el auto está encaprichado. Cuando este —al que ni siquiera se
preocupan en rotarle las ruedas cada diez mil
kilómetros— llega por décima vez al cruce de
las calles Rosas y Uriburu, la esquina parece
nueva, cree ser un punto negro que se abre
para invitarlos a otra dimensión; una arquitectura fuera de lo común; un sueño olvidado.
En fin, un agujero.
Eso vemos. Pero no es más que otra de las
trampas de la vida. El cruce de Rosas y Uriburu
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es el mismo.
La imagen de lo que vemos salta como si se
cortara la cinta de la película en el cine, justo
cuando el patovica pide un documento para
molestar a alguien que parece haber pasado
los treinta hace rato. La radio del Fiat Spazio
modelo ´92 se reaviva, el relator describe la
belleza del enganche que realiza el lateral derecho para salir jugando por abajo hasta dejar su voz en el olvido. Todo ocurre más lento como una escena de una película de Guy
Ritchie. El frío cobra intensidad hasta helar
el cerebro y la única alternativa es cruzar los
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brazos y apretar las manos contra las axilas.
El auto frena porque se lo obliga el semáforo
en rojo. Justo en esta esquina, en el cruce de
Rosas y Uriburu.
Inmediatamente, los amigos giran sus cabezas en dirección al cajero automático. Ni
siquiera les preocupa saber que la heladería
de su infancia cerró y ahora, en su lugar, hay
un centro que ofrece depilación definitiva.
La noche es negra como nunca antes lo había
sido, al menos en esta ciudad. En el interior
del auto, del lado del conductor, un misterioso ciclo del pestañeo tiene lugar; del lado del
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acompañante, una mirada confusa, un deseo
que se oculta detrás de un párpado que sube
y baja a la misma velocidad con la que una
generación intenta salir de la pobreza. Y después, una orden.
—¡Dale boludo, arrancá!
Y el boludo arranca, dando origen a un
pequeño giro en la vida de estos dos amigos
que habían llegado hasta el centro de la ciudad porque la calefacción del auto funcionaba
mejor que la de sus casas. Caen en la cuenta
de que acaban de salir del sector de cajeros
automáticos del Banco Río, ubicado sobre el
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cruce de las calles Rosas y Uriburu. La esquina que, como nunca antes, se hunde junto al
Banco para desafiar al destino.
Los vidrios del cajero estallan en mil pedazos. Y el impacto produce el milagro: extraen
más de los $250 permitidos para esa semana.
Solamente sobre el capó del auto afloran diez
mil dólares —diez veces más que los pedazos
de vidrios que estaban desparramados sobre
el piso—. No hubo tiempo para comprender
por qué había dólares en un cajero automático.
Quizá este era uno especial, usado únicamente
por el gerente de la sucursal. El auto ya está
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fuera para cuando queremos saber todo esto.
—¿Cómo serían nuestras vidas si robáramos
un banco?
La pregunta ocurrió unos minutos antes,
cuando la espera del semáforo redujo el estado mental de los amigos a la simpleza de un
orangután —dicen que los orangutanes solamente fantasean porque suponen que la realidad no existe, que esta es una convención
social de los sujetos más evolucionados, los
seres humanos—. Y el largo silencio funcionó
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como respuesta. Los ojos de ambos se dispararon hacia la luna, desorbitados, como una
forma similar a la construcción de un “flashforward” en los dibujos animados, donde además se abren nubes con pensamientos.
Ahora, tras el arranque del auto, solo piensan en escapar. Sobre sus espaldas una alarma
no deja de llamar la atención, justo en el cruce
de las calles Rosas y Uriburu.
Parecerá extraño, pero la vorágine no les impide llegar a esos puntos de encuentro que uno
tiene con sus amigos, incluso en situaciones límites. Por un instante se miran al espejo y se
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sienten Leonardo Sbaraglia y Héctor Alterio.
—Boluuuuuudo.
—¿Qué?
—Qué flashhhh.
—¿Por qué hablás así?
—¿Asíííííííí cóóóóómo?
—Estirando las letras.
—Noooo séééééé —dijo el acompañante.
Los amigos se distraen por mirar al patovica que está pegándole a un par de personas.
Atrás, varios entran al boliche sin tener que
presentar el documento.
—¿Y ahora qué hacemos? —el conductor
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sube las cejas al terminar la pregunta.
—Lo que imaginamos.
—¿Poner un bar?
—No eso no, boludo. ¿Cómo vamos a poner
un bar si acabamos de chorear un banco?
—¿Comprar el cine del barrio?
—¿Eh?
—No sé, qué sé yo. Me estás preguntando
qué haría ahora que robamos un banco y te
digo lo primero que se me ocurre.
—Lo que imaginamos, papá. ¿O no imaginamos siempre robar un banco? —al decir “papá”,
el acompañante golpea varias veces la ventana
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para acentuar. Tras el quinto impacto, la mano
se suspende, el silencio invade el auto y por
unos segundos retorna el eco familiar:
“Podrían seguir jugando hasta mañana que el
arco seguirá en cero”.
—La verdad que no, es la primera vez que
lo imagino.
—¿Me estás diciendo que nunca, pero nunca imaginaste cómo sería tu vida después de
robar un banco? ¡Si lo hablamos un montón
de veces, boludo!
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—Que yo me acuerde, no.
—Doblá acá y no seas más boludo.
—¿Qué?
—Doblá acá, nos tenemos que esconder.
¿Nunca imaginaste qué es lo que tenías que
hacer al instante de haber robado un banco?
—¡Te dije que no!
—¡Ocultarnos, papá!, “guardarnos” —hace
el gesto de las comillas con ambas manos—
por un tiempo.
—Pero eso no es lo que imaginé para mi
vida si robaba un banco.
—¿No me acabás de decir que nunca lo
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habías pensado?
—Bueno, alguna vez sí.
—Agarrá por Sarmiento. Ya te lo dije, ahora
hay que hacer lo que imaginamos.
—¿Irnos a una isla? —el conductor se da
cuenta de que no lleva el cinturón puesto y se
lo ajusta—. ¿Será seguro?
—¿Y por qué no?
—¿Ahí vamos a poder usar estos pesos?
—Dólares. Robamos dólares. Y no me preguntes por qué, porque no lo sé.
Pasan un lomo de burro sin darse cuenta
y golpean sus cabezas contra el techo. Luego
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una risa intensa. Viene del que conduce el
auto; ahora van por la calle Belgrano.
—¿De qué te reís?
—No, de nada.
—Dale boludo, decime.
—De la frase esa. La que pasan por la tele.
—¿Cuál?
—“El que depositó dólares, recibirá dólares”.
Por primera vez en la última media hora, y
hasta tal vez en el último año, ambos se permiten reír. Antes habían estado dando vueltas
a la manzana sin decirse una palabra.
—Y después, en la isla, ¿qué hacemos? —el
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conductor cierra su ligero sketch.
—Escúchame, parece que a vos robar un
banco te trae más problemas que soluciones.
¡Qué sé yo! Después vemos. Además, lo más
lindo de robar un banco, de tener plata, es que
ahora no hace falta que encontremos tan rápido las respuestas a todos nuestros problemas.
—¿Y vos qué te imaginaste? —el conductor
afloja la tensión de sus brazos y agarra el volante con más naturalidad.
—Putas. Muchas putas. Eso imaginé. Esas
putas que se acercan a los tipos porque tienen plata. Siempre soñé con ese tipo de putas.
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Las más putas. Que me laman la cara porque
saben que con eso logran abrirme el bolsillo.
—¿Cuántas?
—¡Muchas!
—¿Y qué más?
—Después me imagino en un casino. Tomando alcohol y apostando como un delirante. Total, la tenemos toda. Y riéndome de los
que pierden, de esos que se agarran la cabeza
porque acaban de jugarse el alquiler del mes.
¿Te conté lo de ese chino ya? ¿Que empezó
a golpearse la cabeza contra la mesa después
de ir cuatro mil pesos arriba? ¿No te lo conté?
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“¡Concha la lora!”, decía.
El acompañante golpea el estéreo para festejar su anécdota. La radio vuelve a vivir, aunque esta vez la voz proviene de uno de los
parlantes ubicado en la puerta de atrás.
“Podrían seguir jugando hasta mañana que el
arco seguirá en cero”.
—¿Vos contaste si era mucha? ¿Cuánto agarraste?
—¿Y cómo querés que lo sepa?
—Ahora puede ser que esté imaginando otra
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cosa. Como que me voy soltando con la idea.
—A ver…
—Agarramos un auto.
—Estamos en un auto.
—Pará. Lo que digo es: enfilamos hacia el
sur. Vamos escuchando toda la discografía de
Pink Floyd, incluyendo los discos solistas de
Syd Barrett. Y también bajamos los vidrios.
Para sentir el viento frío, el del sur. Viste que
siempre dicen: “el viento del sur”. ¿Cómo será?
Quiero saber.
—¿Vos te escuchás?
—Un poco sí, ¿por qué?
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—¡Porque para hacer eso no hace falta robar un banco, boludo!
—Vos me dijiste que imagine cómo sería
mi vida.
—Si robáramos un banco, si lo robáramos,
no lo olvides.
—Ya está. Me compro el cerro Catedral —
dice el conductor—. Y echo a todos los putos
esquiadores. No por putos, sino por esquiadores. Porque ven llegar a un inexperto y te miran mal, por encima del hombro. Y no te les
vayas a cruzar en su línea de bajada, no, por
favor, qué pecado. Malditos. Pedazos de hij…
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—Bueno, bueno, pará. Concentrate en el camino que todavía nos tenemos que esconder.
Y pensar dónde estábamos a la hora del robo,
por si nos preguntan. “Coartada” le dicen —
vuelve a hacer el gesto de las comillas con ambas manos.
El fantasma de Guy Ritchie vuelve a sobrevolar el Fiat Spazio modelo ´92 cuando pasan
por el centro que ofrece la depilación definitiva. Nuevamente se produce un pestañeo. Los
párpados retoman el ritmo habitual.
—¿Te diste cuenta, boludo?
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—¿De qué?
—Que hace como diez minutos que estamos
parados mirando a ese cajero automático.
Una larga cola de autos hace rato que los
insulta con estruendosos bocinazos y gritos.
“¡Dale mové, pedazo de boludo!”. ¿Acaso conocen al conductor? Ponen primera. El estéreo
retoma la transmisión perdida de un partido
de fútbol, no sabemos quién juega, se escucha
un grito de gol, a pocos minutos del final, dice
el relator. Los amigos no festejan. El conductor mira hacia su derecha:
— ¿Trajiste el documento para poder entrar?
55
pibe
Un viernes de algún año perdido de nuestra
historia, a las nueve y media de una —todavía— oscura madrugada, ocurrió algo impensado en el bar La Guadaña, cuyo propietario
era un comerciante con afinidad hacia una de
las corrientes del peronismo, aunque no se
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podía definir muy bien a cuál—. No hay testigos del hecho porque tras el atentado perpetrado por un insatisfecho con la quietud
del pueblo —se habría de inmolar por una
causa que dejó escrita sobre un pedazo de
cartón ilegible—, nadie quedó con vida en
ese lugar. Algunos rumores sostienen que
el sujeto llevaba los hombros caídos, como
si su cuerpo le pesara por estar atrapado en
una nube de gas venenoso: nadie lo definió
como angustia porque la terapia siguió de
largo en este pueblo.
El dueño del bar murió. Y el mozo, también.
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Al no haber testigos del momento exacto del
incidente —sí los curiosos posteriores— muchos dudan aún de la veracidad del incidente
que habría de poner fin a la vida del último
enganche del fútbol argentino, el “Arriero”
Medina, quien se encontraba desayunando en
el lugar.
Sin pruebas de lo acontecido y sin culpables a quienes responsabilizar, vale la pena
una pregunta existencial: “Si un árbol cae en
el medio del bosque, pero nadie lo ve, ¿realmente cayó?”.
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Unos minutos antes del atentado. Nueve y cuarto
de la mañana
Como siempre a esta hora, el bar se encuentra cerrado. El cartel que anuncia la apertura a
las nueve es una tomada de pelo para quienes
conocemos el lugar. Debajo, otro más chico
dice “Serrado”. ¿Nadie en este pueblo se ha tomado el trabajo de corregir semejante aberración? Al menos podrían caminar por el resto
de los comercios y ver que en todos ellos la
palabra cerrado lleva una letra “c”.
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Nueve y veinte
El comerciante tiene la delicadeza de abrir
el bar sin importarle si alguien lleva un buen
rato esperando, como el “Arriero” Medina.
Pero hace tiempo que no es él quien hace
ese trabajo. Espera adentro, en un sillón que
mandó a diseñar exclusivamente. Sentado
ahí toma champagne desde temprano, y todos nos preguntamos cómo hace. El mozo es
quien termina por abrir el bar.
Como cada mañana, las imágenes vuelven a
repetirse. Las mismas caras entran buscando
escaparle a la muerte, y a sus mujeres, también.
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Y hasta podría asegurarse que entró el médico
del pueblo, que le escapa a su madre, a quien
debe cuidar porque le da pena su vejez. Todas
las mañanas habla con ella y él le cuenta qué
es lo que desayunó. El médico ya no provoca
el deseo de ninguna mujer del lugar, a pesar
de la atracción que genera la idea de un Dios
que salva vidas. Su esplendor sexual ya pasó.
Antes se movía por el pueblo como si fuera el
quinto Beatle, provocando la histeria femenina al pronunciar una frase que solía ser usada
como separador institucional de un programa
que salía por la radio local: “Hay que operar
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señora”. Algunas de esas mujeres, créanme, se
venían encima. Se las conocía como las “groupies del doctor”. Pero eso ya no pasa.
Nueve y veintiocho
El bar no se llama en realidad “La Guadaña”.
Más bien es su apodo, el nombre con el que se
lo conoce en el submundo de solitarios, alcohólicos y deudores de apuestas. También se
lo empezó a conocer así en la Municipalidad,
cuando el Secretario de Gobierno comenzó
a frecuentarlo de manera regular porque —
según se decía— no soportaba que su mujer
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fuera tan codiciada; el alcohol era su evasión.
Y todo desbordó aquel día que la nombraron
“La Reina Nacional de la Frutilla”, su popularidad explotó por las nubes.
—La invitaban desde todos los pueblos vecinos —dijo el Secretario esta mañana, sentado en una de las esquinas de la barra de
este bar.
—¿Otra copa?
—Ni preguntes. Si lo ves vacío, dispará nomás.
—Seguro, jefe.
Y ahí ocurrió la explosión.
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Diez y cuatro
Decía que el bar que está ahí (bueno, que
estaba ahí hasta recién) no se llamaba “La
Guadaña”. Ese era un apodo que venía a describir la confusa estrategia de marketing que
un joven profesional —vuelto a la ciudad después de completar sus estudios universitarios—, decidió aplicar como parte de un plan
de renovación de imagen. En “La Guadaña” te
mataban con los precios.
El joven me explicó una vez que así podía
echar a las ratas que creían que el bar era un
lugar para estar por más de tres horas sin
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consumir nada, como los viejos amigos de
un escritor rosarino. Su estrategia fue, entre
otras acciones, aumentar los precios de manera irrisoria.
“Si no pueden soportar a sus mujeres, que al
menos eso tenga un costo”, decía.
Nunca entendí porque me hablaba de manera tan honesta si ni siquiera nos conocíamos. Con los escombros todavía en estado de
shock, un hombre frenó para buscar simpatía.
Miró el panorama, los restos arquitectónicos
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todavía cayendo y lanzó una reflexión.
—Es así pibe, en este lugar te mataban con
los precios, y bueno, los precios terminaron
por matar a todos.
—Al dueño y al mozo también —respondí.
—La policía confirmó que no quedó nadie
vivo, pibe, esto en el bar de “El Orzuelo” no
hubiera pasado.
El hombre tomó su bicicleta y se fue. Me
miró raro cuando saqué un anotador y una
lapicera. Un policía —visiblemente molesto—
se me acercó para pedir que me corriera de
donde estaba. Que tenían que cerrar la escena
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del crimen, dijo.
—Pero oficial, si acá no hay crimen que resolver. Todos lo vimos. Un hombre entró e
hizo volar este bar.
—No me jodás pibe que bastante tenemos
ya con la pérdida del “Arriero”. ¿Me querés
decir quién va a manejar los hilos del equipo
en la final del sábado?
No había caído en la cuenta de este hecho
que, gracias a un servidor del pueblo, comprendí como trascendental para el lugar donde habíamos nacido. Un hecho glorioso para
la vida apática, fría y sin sobresaltos de un
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pueblo que prefiere mirar cómo crece la soja.
—Viste, yo tampoco lo sé —respondió el
oficial ante mi cara estupefacta—. Tampoco
lo sé —su voz fue un eco.
Diez y cuarenta
La noticia llega lentamente a la única redacción en pie de este lugar, la que logró sobrevivir gracias a los ingresos de los clasificados;
entre ellos, los que se publican tras mensajes
de doble sentido:
“¿Querés realizar un viaje de placer? Call me”.
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Es verdad que podían ser publicados por
una agencia de turismo que buscaba vender
paquetes de cruceros que atraviesan los principales puertos del Pacífico. O al menos era la
explicación que daban desde el área comercial del diario cuando eran acusados de incentivar la prostitución.
Me fui del bar caído en desgracia con una
certeza. Había muerto el “Arriero” Medina,
el último enganche vivo del fútbol argentino.
Bancado económicamente en este pueblo por
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un comerciante, fallecido ahora también, y
por el turismo que él generaba. Según había
denunciado alguna vez el diario, Medina tenía un contrato de locación de servicios con
la Municipalidad, aprobado por el Concejo
Deliberante mediante la ordenanza que justificaba “gastos de imagen institucional” para
una gestión que ya lleva quince años en el poder. A cambio, el ente recaudador ingresaba
a sus arcas todos los derivados de la explotación comercial del “último enganche vivo del
fútbol argentino”, el boom turístico de la zona.
El Hospital de Niños, por ejemplo, se había
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levantado con los ingresos generados del
partido entre “los amigos del Arriero” frente
a un combinado de “laterales derechos”, este
último grupo compuesto por jugadores de
los principales equipos que buscaban evitar
que murieran los laterales derechos en nuestro país.
Doce y diez
Han pasado dos horas y media del atentado
ocurrido en el bar y nadie en el pueblo tiene
una mínima certeza de lo que pudo haber pasado. Un niño, en una esquina maldita, llora
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la imagen de su ídolo estampada en el frente
de su remera. La familia del “Arriero” Medina
hace los preparativos del sepelio. Se espera
una multitud. El padre del “Arriero” mira a su
familia, sacude la cabeza haciendo un “no”: el
resto de sus hijos son mujeres y ninguna sabe
patear una pelota. El “Arriero” era además un
solterón empedernido. Y no tenía hijos. Pero
hay quienes dicen que dejó sueltos algunos
por ahí, sobre todo en los pueblos vecinos.
En fin, lo único que hay en este pueblo son
rumores.
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Doce y doce
Muchos rumores.
Doce y trece
Ustedes no saben cuántos rumores. Por
ejemplo, que además del comerciante, el Intendente de este pueblo también tenía un
porcentaje del pase del “Arriero” Medina. De
todas maneras, a simple vista, esto no parece
tener mucho sentido porque Medina nunca
iba a ser vendido. Y yo soy de los que creen
que el valor de algo se confirma cuando se
produce el intercambio comercial. Mientras
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tanto, nada tiene valor.
Cuatro y treinta cuatro de la tarde
Por los beneficios que han ocasionado en sus
respectivos ámbitos, la siesta y la madre del
“Arriero” son las cosas más sagradas de este
pueblo, aunque cuesta dormir desde que Sanzotti descubrió (y se aferró) a la locura. Este
hombre recorre el pueblo en bicicleta, todos
los días, a los gritos. La mayoría cree que no
sabe por dónde va, ni el recorrido que realiza.
Pero va. Se lo ve. Y se lo escucha. Y entonces
uno duda del diagnóstico psiquiátrico, el que
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le decretó la locura. Duda porque el psiquiatra es más bien un farmacéutico que hizo un
curso a distancia sobre “los principios básicos de
la psiquiatría norteamericana”. A distancia, ¿se
imaginan? En este pueblo donde el correo llega
por casualidad y a pedido del comerciante.
Sanzotti debería estar en un centro de día.
Pero aquí no hay.
El pueblo se acomodó a su presencia usando la frase popular “loco lindo” y entonces
dejó que pasee con su bicicleta, sabiendo que
es muy poco probable que sea atropellado
por un auto: no hay muchos circulando por
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estos lados. El inconveniente es que Sanzotti
se la pasa gritando. Cosas. Muchas, insensatas.
Pero a veces larga una información que termina siendo verdad. ¿Saben qué grito Sanzotti, al
pasar por mi ventana, cuando yo dormía tras
el atentado?
“El ruso Kerimov. El ruso Kerimov. Traerá un
nuevo jugador”.
Sanzotti repetía con el estilo de un loro. Lo
que nadie podía comprender es cómo, y por
qué, encontraba siempre una rima, si estaba
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loco. Y de remate.
Cinco y cuarto
El Dial Up no es una virtud. Recién logro
conectarme luego de una intensa negociación
con mi madre que sostiene que alguien importante va a llamar y le va a dar ocupado, y
todo va a ser mi culpa. Mi madre también me
dijo alguna vez que dejara de probarme en los
clubes, que el fútbol era para pocos.
—Mamá… —le doy unos segundos para que
comprenda o intente una reflexión—. ¿No te das
cuenta que acaba de morir el “Arriero” Medina?
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—Sigan pelotudeando ustedes —dijo.
No sé bien a quiénes se refería con el “ustedes”. Supongo que al universo de personas a
las que le gusta el fútbol con excesiva pasión.
Pongo en Google: “Kerimov”.
Nada.
Pongo ahora: “Ruso+Kerimov” y Google sentencia: “cerca de 29.100 resultados (36.5 segundos)”. Pienso que si realmente Google nos
vigila, debería advertir que en este pueblo las
búsquedas por Internet tardan demasiado.
Por eso mucha gente cuando busca recetas
para “cocinar como en casa”, las lleva a cabo
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por la mañana y recién chequea los resultados
a la tarde. Acá no existe el concepto de navegar por Internet.
No voy a leerles los 29.100 resultados. Pero
la sorpresa que me llevé fue muy grande. Tan
grande que sigo con los ojos excesivamente abiertos.
Cinco y diecisiete
Aún sigo sorprendido.
Cinco y dieciocho
Ahora sí. Me concentro en un par de entradas
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y algunas notas periodísticas. Por momentos,
como nunca en este pueblo, alguien está intentando encontrar una verdad. Me detengo en
un artículo puntual de un periodista deportivo
de nuestro país, Ezequiel Fernández Moore.
Se titula: “La Perestroika y su relación con la expansión del fútbol ruso”. Ahí pone al descubierto, entre otras cosas, los trasfondos del negocio del fútbol a partir de que Rusia se abrió al
mundo, con la FIFA en la figura de Al Capone.
Dice Fernández Moore:
“El nuevo Roman Abramovich en la saga de
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los magnates rusos es Suleiman Kerimov, 118
en la lista Forbes de 2011, comprador de Eto’o
y de Roberto Carlos para el club Anzhi. Los jugadores residen en Moscú. Viajan en avión los
2000 kilómetros para cada partido en Makhachkala, donde juega el Anzhi, en Daguestán,
una de las repúblicas más pobres y peligrosas de
Rusia, vecina a Chechenia. Dineros rusos también se aseguraron el Mundial de 2018”.
Cinco y veinticinco
Vuelvo a sorprenderme.
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Cinco y veintiocho
¿Kerimov en los labios de Sanzotti?
—¡Ma! ¡Ma! ¡Ma!
—¡¿Qué?! ¿Por qué gritás?
—¿Sanzotti está loco?
—Eso dicen hijo.
—No puede ser.
—¿¡Qué!? ¿Por qué no bajás de tu cuarto si
querés hablar?
—Nada, dejá.
Cinco y cincuenta y seis
Llego al diario local. Pido hablar con el Jefe
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de Redacción. “No pibe, no está”. ¿Y el que le
sigue?, digo. Tampoco está, me dicen. ¿Y el
encargado de las investigaciones periodísticas?, insisto. Tampoco pibe, me devuelven.
¿Pero es que ya no hay nadie acá?, digo indignado. Y no pibe, son casi las seis, ya cerramos
la redacción hasta mañana, nunca pasa nada
después de las seis, nunca pasa nada en general, me dice. Pero es que tengo una bomba,
digo. Mañana, pibe. Pero mañana es sábado, le
digo, mañana juega la final nuestro equipo de
fútbol, sin el “Arriero”, tiene que ver con eso,
le digo. Probá en la comisaria, me dicen.
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Seis y veinticinco
Llego a la comisaría, agitado. Me recibe el
hombre que hace las veces de Cabo, Comisario, Sargento, Investigador y entrega también
los certificados de domicilio. Es el mismo que
estaba frente al bar, a la hora del atentado.
—¿Vos otra vez…?
—Sí, el mis…
—Pará, dejame terminar, pibe. ¿Vos otra
vez? ¿Qué hacés por acá?
—Ya sé por qué pasó lo que pasó.
—A ver, Watson…
—No, pero era Sherlock Holmes el que…
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—Dale, pibe, ¿qué pasa?
—Mire esto es así, Comisario. ¿Quién apadrinó al “Arriero” Medina?
—El comerciante.
—Bien. ¿Qué era lo más importante de Medina?
—¿La pegada tres dedos?
—No, en cuanto a lo que representaba quiero decir.
—Ah, ¿qué era el último enganche vivo del
fútbol argentino?
—Bueno, murió.
Silencio.
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—Lo que quiero decir es que no solo murió el “Arriero” Medina. Con él muere toda
una historia. Una filosofía de juego. Un modo
de vida. Una concepción de la naturaleza de
nuestra existencia. Una…
—Bueno, bueno, ya te entendí. ¿Y?
—¿Y usted no se preguntó a quién beneficiaría la muerte del último enganche?
—Nadie en este pueblo puede beneficiarse
con la muerte de Medina y todo lo que él trajo
para nosotros, pibe.
—Por eso, nadie de este pueblo. Vamos
bien, Comisario.
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—¿Vos me estás boludeando, pibe?
—No, no, por favor, Comisario. Sigo: ¿quién
se podría entonces beneficiar?
—Otro enganche que ande por ahí, alguna
promesa.
—Mmm… definitivamente Medina era el último de su especie. Los enganches no existen
más, comisario.
—¿Por qué mejor no me lo decís de una sola
vez y evitás el misterio, pibe?
—¡La antítesis, Comisario! El 4-4-2. El único que se puede beneficiar con todo esto es…
—¿Quién, pibe? ¡Decime!
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Música de suspenso, si es que hubiera en
esta comisaría.
—El doble cinco, ¡el doble cinco! ¿Me entiende?
Diez y diez de la mañana; al otro día. Es sábado.
El pueblo está confundido. Vuelve a estarlo como aquel día que se terminó la fastuosa
casa del comerciante. Más confundido incluso que cuando le puso el bar adelante, por orden del Concejo Deliberante, como una forma de emparejar la arquitectura del pueblo y
evitar así los falsos rumores que la señalaban
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como la casa del Intendente, derivada de ingresos espurios.
Nadie sabe si ir a la cancha. Si acompañar a
su equipo local, si este se presentará a jugar,
cómo jugará, quién será el reemplazante del
“Arriero” Medina. Está claro, y siempre lo estuvo, que el partido se va a jugar. Ni la muerte
de alguien logra suspender el negocio, el “show
bisnis”. La pelota sigue rodando y lo hace en
cualquier parte del mundo, aún si está manchada con sangre. Cada una de esas pelotas que andan por estadios lujosos arrastra varios muertos en el placard o donde las guarde el utilero.
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Más temprano, ese mismo día, el Intendente utilizó los medios de comunicación para dar
un mensaje; le exigían claridad y fortaleza. “El
partido se juega igual”, sentenció en el programa matutino llamado “Vamos que la vida es una
fiesta”, que sale por una emisora local.
Diez y cuarto
En el preciso instante donde decido a través de la conciencia, que llegó el momento de
levantarme de la cama, pasa Sanzotti, el loco,
nuevamente por mi ventana. Cuando veo que
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se acerca, concentro el sentido auditivo para
no perderme su grito. Sé que ahí está la clave
de todo lo que ocurre.
“En el fútbol no hay táctica. En el fútbol no
hay táctica. Ahora son nueve que defienden y
nueve que atacan”.
Su mensaje resulta un tanto misterioso y
me confunde más de lo que estaba. Incluso
hay algo extraño, conexiones inexplicables.
Esa frase, la frase que rimó Sanzotti, me pareció haberla visto en Google cuando buscaba
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quién era Kerimov. Era una frase de Fabio Capello, entrenador de la selección rusa. ¿Cómo
es que Rusia estaba ahora tan presente en
nuestro pueblo?
Continúo con la única certeza hasta el momento: el atentado y sus consecuencias exceden las fronteras de este pueblo. Tiene que
ver con algo más grande, más importante.
Con las miserias del poder, sus recovecos.
Con una revolución. Pero a no confundirse,
las revoluciones en el mundo moderno son
para quitarle el negocio a uno y dárselo a
otro. Esa parece ser la explicación de lo que
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ocurrió en nuestro pueblo. Y yo que estaba
de vacaciones…
Supuse que todo el revuelo acabaría en el
exacto momento en que el árbitro del partido de esta tarde hiciera sonar el silbatazo
inicial. Así se lo hice saber al Comisario. Le
ordené que pusiera a todos sus oficiales rodeando las salidas.
—¿A quiénes?
—A todos sus hombres, oficial.
—Pero, pibe, ¿vos qué tenés en el cerebro?,
¿caca?, ¿sabés dónde estamos viviendo?
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Cinco y cuarenta de la tarde
Entramos a la cancha. Los jugadores de
nuestro equipo calientan en el vestuario y
hace rato que todos nos preguntamos quién
jugará de enganche. Nadie ha podido hablar
con el director técnico, que prefirió el silencio. Sobre una de las tribunas del estadio,
una bandera logra coquetear con nuestra
fortaleza emocional: “Chau Medina, la muerte
del pase gol”.
—¿La vio, Comisario?
—Este partido está perdido, pibe.
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Las seis
Comienza el partido. El dibujo táctico de
nuestro equipo es algo extraño, ajeno a nuestra identidad. No se ve a ningún jugador
suelto, lagunero, despreocupado por la marca. Hay un hueco, un vacío. Un sector de la
cancha que jamás volverá a ser pisado. Las
líneas no serán quebradas, porque el equipo avanzará en bloques, sin picardía. Si falta
uno, volverán, hacia atrás, para buscarlo y
llevarlo de la mano, hacia adelante, como si
se tratara de un niño que se pierde en el trayecto al jardín. Este pueblo está comenzando
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a vivir el fundamentalismo del pase. Pase, pases y más pases.
—¿Qué pasa, entramos a jugar con uno menos? —me pregunta el Comisario.
—No, Comisario, no.
—¿Y entonces?
—Primero mire el palco oficial —le digo—
ahí desde donde el Intendente observa los
partidos. ¿Ve? ¿Ve a aquel que está sentado a
su derecha? Se llama Suleyman Kerimov. Un
magnate ruso, dueño del Anzhi F.C., Senador
Federal, y con negocios en petróleo, gas natural, metales preciosos y fertilizantes.
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—¿Y vos cómo sabés todo eso, pibe?
—Por Google, comisario. Ahora mire nuevamente a nuestro equipo. ¿No percibe nada raro?
—¿Que los volantes por afuera están jugando con el perfil cambiado?
—Mmm, no. En el medio. Más en el medio.
—¡El 15! ¿Quién es el 15, pibe?
Seis y cuarto
El jugador que lleva la número 15 se llama Ígor Denisov. Llegó ayer, mientras todo
el pueblo se sorprendía por el atentado. Un
avión privado lo dejó en campo abierto, si
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total acá no tenemos radares. Esto me lo dijo
Sanzotti, y ustedes creen que está loco.
Seis y diecisiete
—¿Sabe de qué juega Denisov, Comisario?
¿No? De doble cinco. Así es, el 4-4-2 llegó a
nuestro pueblo para quedarse por un tiempo.
Y no se preocupe, pronto lo verá reflejado en
los folletos turísticos.
Ocho menos cuarto
El pueblo cierra los ojos. Traiciona su pasado y festeja. El olvido es el cáncer del siglo
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XXI, no la idiotización de las personas frente al
televisor. Nuestro equipo ganó por 1 a 0 y jugará en la segunda categoría del fútbol argentino. Kerimov sonríe. El Intendente Juan Ramón
Peralta Ramos se frota las manos. El director
técnico ya ni recuerda quién era Medina.
A mí me duelen los ojos de lo que acabo
de ver: dos hombres haciendo el juego de
uno. Pienso que el problema del mundo es
su ascendente complejización, de esa manera todo resulta tan confuso que no hay nada
por hacer, nada que logre cambiar las cosas.
En este pueblo hemos dividido al diez para
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hacer dos cincos.
Es verdad, Ígor Denisov pareció prolijo. Persistentemente a tiempo. Pases cortos. Siempre
al compañero. Pero no tomó riesgos. No fue
irreverente. Y la culpa la tienen los rusos y su
fanatismo por los bloques. Pasaron del bloque
soviético al bloque táctico.
Ocho y media
Ya en casa veo venir a Sanzotti. Con su sonrisa inocente, perdida. A veces parece muy
loco, otras no. Pedalea como si fuera la última
vez. Pero ahora frena. Me mira.
102
“No te preocupés, pibe. En la granja estoy
criando enganches”.
Eso debería explicar el otro misterio de
este pueblo: la desaparición de jóvenes de
entre 10 y 16 años. Tendré que ir a decírselo
al Comisario.
103
AUTORIDADES
PRESIDENTA DE LA NACIÓN
Cristina Fernández de Kirchner
MINISTRA DE CULTURA
Teresa Parodi
JEFA DE GABINETE
Verónica Fiorito
SECRETARIO DE POLÍTICAS SOCIOCULTURALES
Franco Vitali
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