Reflexiones en torno a la forma de las obras públicas1

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Reflexiones en torno a la forma
de las obras públicas1
Rosario Martínez Vázquez de Parga
DESCRIPTORES
FORMA
BELLEZA
ESTÉTICA
PAISAJE
OBSERVADOR
INGENIERÍA
TERRITORIO
Introducción
Territorio-Observador
Hablar de estética es adentrarse en el mundo subjetivo de
las emociones, por lo que cualquier aproximación a él se
verá impregnada del tinte personal. Por ello advierto de que
lo que sigue no pretende ser más que la exposición de mis
reflexiones personales en torno a las obras de ingeniería y
su percepción estética.
Empezaremos por intentar definir el concepto de emoción
estética. Es un sentimiento que se produce cuando algo, material o no, nos provoca sensaciones de armonía y agrado que
atribuimos a la forma de ese algo. ¡Cuántas vaguedades e imprecisiones he tenido que utilizar solo en este intento de definición! Y es que nos adentramos en el mundo personal de las
emociones. Para cada uno de nosotros la definición habría de
ser distinta, pues distinta es nuestra concepción de la belleza.
Pero la circunstancia común a todas las definiciones que
pudiéramos enunciar será la existencia de un foco emisor y
de un foco receptor. La obra de ingeniería es el foco emisor
o provocador de emociones, y el observador el sujeto de la
percepción.
A ellos se suma que la obra se construye en un determinado paraje. Sus condiciones particulares modificarán la percepción de la obra por el observador potencial.
De este modo llegamos a establecer tres pilares de sustento de la emoción estética: territorio, obra y observador.
En lo que sigue voy a analizar las relaciones existentes entre ellos. Servirán para intuir las ocultas reglas del juego acción-reacción que se produce entre el proyectista de la obra
y el observador.
La generación de emociones en el observador viene condicionada por las circunstancias del territorio, esto es, por sus
huellas previas. Todos sabemos que no existen territorios vírgenes. El paso del hombre por ellos a lo largo del tiempo les
ha conferido determinados significados, es decir, les ha convertido en paisajes. Esos significados pueden ser de muchas
clases: estéticos, culturales, históricos, simbólicos, de usos, de
rareza… En todo caso van a condicionar el juicio del observador frente a una nueva construcción.
Son muy significativos los rechazos a nuevas formas originados por el sentimiento de defensa de valores previos. Estos rechazos se enmascaran muchas veces con argumentos
estéticos que poco tienen que ver con la realidad formal de la
obra nueva. Es el caso por ejemplo de la construcción de un
nuevo puente en una población con un puente emblemático.
La idea de su construcción puede suscitar el sentimiento de
pretender con él restar importancia al antiguo, lo que será
fuente de actitudes en contra con independencia de la solución formal que se proponga.
Esta relación preexistente entre el paisaje y el observador
será determinante de la actitud con que se juzgue la nueva
obra. Suelen tener una relación con el territorio similar los habitantes de una zona, que asumen significados previos como
parte de su historia, defendiéndolos de cualquier acción que
pudiera modificarlos, viendo en la acción una posible agresión
a sus valores. Son respuestas generalizadas que no quieren
decir que se compartan los mismos criterios estéticos, en realidad se trata de una defensa de paisajes históricos comunes.
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Además de los significados previos, la relación observador-paisaje está condicionada por las preferencias personales del observador en cuanto a conformaciones del relieve
(montañas, valles, llanuras, bosques…), tipos de vegetación,
formas de vida (amante del medio urbano o rural), culturales
(conocimientos artísticos, conciencia patrimonial del enclave,
grado de politización), su propia psicología (búsqueda de
abrigo, reacción frente a inclemencias), etc., etc.
A estos condicionantes del territorio originados por el
hombre hay que añadir las características físicas inherentes al
mismo: relieve, geología, vegetación, cursos de agua, clima… De sus circunstancias particulares dependerán las posibilidades de observación.
La percepción de la nueva obra se verá influida por todo
ello. En este punto hay que recordar que la percepción no solo será visual. También sonidos, como el del agua al fluir o de
determinados animales, como el canto de los pájaros, olores
de la vegetación, sensaciones ligadas a la temperatura o condiciones atmosféricas, u otros factores, condicionarán la percepción del observador y le generarán distintas sensaciones.2
Territorio-Obra Pública
En cuanto a la relación territorio-obra de ingeniería, entramos
en un campo más fácil de objetivar pero de una gran sutileza.
El encaje de una obra en un paisaje dependerá en gran
medida de la intencionalidad del ingeniero que la proyecte.
En este sentido caben dos tipos de actitud: proyectar la obra
de modo que provoque la menor alteración posible en el paisaje, o bien provocar conscientemente una fuerte alteración
con el objetivo de dotar al lugar de un nuevo significado, utilizando el territorio como apoyo de la nueva construcción.
Es evidente que esta última actitud, mucho más osada, es
la que provocará una mayor reacción en el observador, que
la percibirá de un modo más agresivo. La nueva obra tendrá
que romper muchas inercias antes de ser reconocida por los
destinatarios de su significado.
Actitudes respetuosas con el territorio fueron asumidas por
gran parte de los ingenieros del siglo XIX, muchas veces sin
plena conciencia de ello. El siglo XX dio paso a actitudes del
segundo tipo que originaron intervenciones de gran valía,
aunque también se produjeron otras no tan afortunadas.
Un buen exponente de la primera actitud lo tenemos en
Carlos Fernández Casado. Para él la clave consistía en alterar lo menos posible: “si perturbamos un paisaje, que se introduzca el mínimo de ideas nuevas”,3 pensamiento que concuerda con las exigencias actuales y que él puso en práctica
en sus proyectos.
Contemporáneo de él fue Eduardo Torroja, defensor de la
segunda opción. Para Torroja el emplazamiento es un zócalo
para la obra, que contendrá la potencialidad estética en sí
misma: “no interesa construir obras de ingeniería que causen
admiración, si no se produce emoción estética”.4
Ambos ingenieros, con sus magníficas realizaciones, nos
dan otra pista: la valía de las obras y su potencial de estimular emociones depende más de la valía de quienes las proyectan que de la asunción de un ideario previo.
Hoy día se dan ambos tipos de actitud. La sociedad exige
por una parte, y a veces exageradamente, un exquisito respeto a las condiciones del entorno, y por otra exige obras de
gran protagonismo, especialmente en ámbitos urbanos o periurbanos.
La libertad del proyectista al pensar en el encaje de su
obra se ve constreñida así a estos requerimientos. Además, la
ubicación exacta del contacto en muchas ocasiones le vendrá
impuesta, obligándole a centrar sus esfuerzos en adecuar sus
diseños a un lugar predeterminado, no siempre el más idóneo
para la nueva construcción.
Dependiendo del tipo de obra de que se trate, el contacto
puede ser muy extenso, lo que producirá una mayor incidencia en el medio o incluso diferida espacialmente.
Hay que tener en cuenta también la capacidad del territorio para integrar con mayor o menor facilidad la obra. Ello
dependerá de sus características físicas. Hay lugares que literalmente se “tragan” todo y otros en que cualquier intervención supone una gran cicatriz. Nuevamente relieve, geología
y vegetación serán determinantes de esta capacidad de un lugar de asumir la nueva construcción.
En los últimos años, como respuesta a una demanda social creciente en este sentido, se realizan contactos que podríamos calificar de más finos, cuyo objetivo es provocar una
menor perturbación en el medio. Lo que no es una buena premisa en todos los casos, pues empuja a soluciones más discutibles estéticamente. Hoy día se buscan soluciones enterradas, que no son siempre las más idóneas tanto técnica como
económicamente, con el fin de ocultarlas. Se evitan las formas
arriesgadas, perdiendo también posibilidades de diseñar formas hermosas, como es el caso de las presas bóvedas. Imperan las presas de tierras, muchas veces de torpes formas pero que constituyen una respuesta fácil a los requerimientos
“medioambientalistas” de la sociedad. En ocasiones se buscan soluciones engañosas o inadecuadas con formas que la
sociedad percibe como agradables, pero que esconden una
complicada respuesta estructural y elevado coste.
Obra Pública-Observador
Las obras de ingeniería se conciben para dar respuesta a una
necesidad social, es decir, para ser útiles. La obra enlazará
poblaciones, las abastecerá de agua o mercancías, ordenará
e higienizará las ciudades, evitará o paliará desastres naturales, procurará progreso a los habitantes, etc., etc.
Hasta época muy reciente se valoró por encima de todo
este para qué. Hoy el panorama es otro. El cómo ha pasado
a ser en muchas ocasiones lo que más se valora, claro que sin
renunciar a la utilidad buscada.
Esta aparente espada de Damocles del proyectista es en
realidad una buena oportunidad para perseguir un mejor
proyecto y dotar a la obra de un significado en sintonía no
solo con su lugar de emplazamiento, sino también con los valores propios del observador.
Pero no nos engañemos, la relación obra-observador es
una relación desigual. En primer lugar por las dimensiones de
las obras, que pueden abrumar al que las contemple.
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Muchas veces su observación requiere movimiento del observador, como es el caso de las carreteras y los canales. La
percepción se verá condicionada entonces por la velocidad y
calidad de la movilidad.
Otras obras varían temporalmente y las impresiones del
observador dependen de dicha variación. No es lo mismo contemplar un embalse en un período de sequía que en época de
lluvias. Tampoco los encauzamientos son hermosos en seco.
Parecen siempre desmesurados y mal proyectados, impresiones que cambian sustancialmente cuando se produce una avenida y se evidencia la idoneidad de sus dimensiones.
Su escala territorial puede impedir su comprensión, como
es el caso de las obras de trasvase de aguas de una cuenca a
otra. La imposibilidad de tener una impresión global impide
una percepción de toda la obra, por lo que el observador, que
la entiende de un modo parcial, tendrá una reacción emocional diferente de la que tendría con una comprensión global.
En ocasiones es la utilidad la diferida, lo que provoca conflictos de intereses y un sentimiento de oposición a su construcción que altera su juicio posterior. Es el caso de los grandes
embalses para regadíos alejados, o la ubicación de centrales
de producción de energía para abastecer poblaciones muy
distantes (especialmente en el caso de térmicas y nucleares).
Las obras inciden a veces de modo violento en el entorno
humano, generando sensaciones de rechazo. Es frecuente en
las grandes vías de penetración a las ciudades, que resultan
imposibles de cruzar por los peatones y que, por hermosas
que sean las pasarelas proyectadas para ello, resultan disuasorias por sus largos recorridos, poco confortables frente al
sol, viento y lluvia y a menudo con fuertes vibraciones que
transmiten sensaciones de inseguridad.
Todo ello configura un panorama de dificultad en las relaciones obra-observador.
A pesar de ello, la sociedad asimila en determinadas ocasiones la obra de tal manera que termina por considerarla
parte de su patrimonio. Es una reacción similar a lo ocurrido
con la construcción de la Torre Eiffel, que tuvo un fuerte rechazo de los parisinos y que se convirtió después en símbolo de la
ciudad. Lo que nos indica la necesidad de esperar un tiempo
a que la obra repose y los ciudadanos vayan comprendiendo
su significado, clave para poder considerarla hermosa.
Un buen índice de la asimilación de las obras por la sociedad lo constituye su incorporación como referencia en distintos ámbitos culturales: aparición en libros como lugar de
desarrollo de la acción, localizaciones en películas (carreteras, puentes, presas, canales, puertos…) inclusión en canciones (puente colgante de Bilbao), en dichos populares, en manifestaciones artísticas (pintura). La sociedad llega a ver en
ellas una posibilidad simbólica de primer orden. Hoy se centra la atención en los puentes urbanos, llegando al punto de
que por encima de su función, permitir un determinado paso,
se encargan expresamente para enriquecer la silueta simbólica de una ciudad.
Centrémonos ahora en el observador y sus convicciones
personales en torno a la estética. Está claro que cada individuo maneja un baremo distinto, resultado de su trayectoria
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personal, localización geográfica, época y condiciones en las
que vive. Todo ello hace que una misma obra desate distintas
emociones en cada observador. Ahora bien, percibimos una
tendencia hacia una respuesta emocional similar en individuos de localización cercana y de la misma época. Da la sensación por un lado de cierta fragilidad en las convicciones ante las corrientes temporales o “modas”, que ejercen una gran
influencia social y coaccionan la respuesta individual, hasta el
punto de que lo que en una determinada época puede considerarse hermoso, dejará de serlo en otra. Por ello el juicio que
podamos hacer hoy de una obra de otra época no solo será
distinto del de la sociedad del momento, sino que podemos
estar atribuyendo un erróneo pensamiento estético a su autor.
Ya hemos comentado que existen otros factores que vendrán a condicionar el juicio del observador: sus propios intereses personales primarán, a veces inconscientemente, ante la
realidad de una obra. Ejemplo de ello es la demolición de pasos elevados urbanos, como el de Atocha o el de Cuatro Caminos en Madrid. Este último era una hermosa solución desde un
punto de vista ingenieril, pero que el ciudadano ha hecho retirar, a pesar de su funcionalidad. Los vecinos sentían que la obra
les molestaba y reclamaban el paisaje anterior de plaza. Esta
obra fue proyectada con gran elegancia, pero rompió la relación preexistente del observador con el lugar, lo que a la postre ha motivado su petición de demolición. Es significativo que
los ciudadanos juzgaron muy favorablemente su construcción
y que sean los vecinos los que hoy vieran en ella un obstáculo de visión, un foco de contaminación del aire, ruidos y suciedad.5 Es decir, que la relación observador-paisaje no se alteró en el momento de su construcción, pero se ha roto con el
paso del tiempo. Lo que complica aún más la tarea del proyectista, que desconoce el desarrollo futuro del vínculo.
Me he detenido en el ejemplo anterior por ser muy expresivo de la complejidad de la relación obra-observador, la más
difícil de prever por su alto contenido psicológico.
Existen otras causas de alteración de la percepción, como
son la influencia de los medios de comunicación, política, implicaciones administrativas, territoriales, de identidad, etc.
A pesar de ello y por fortuna, ciertas obras sobrepasan
modas y costumbres y son apreciadas por todos. Y es que su
capacidad inherente de producir emociones tiene un carácter
que podríamos definir como universal. Su autor ha logrado
crear una obra a la que, a las exigencias de utilidad y solidez, ha añadido una dimensión estética, consiguiendo la perfección que definía Vitrubio.
Hasta ahora no hemos hablado de los ingenieros. Hora es
de hacerlo. Está claro que esta perfección al estilo vitruviano
solo es alcanzable en determinados proyectos y por un ingeniero dotado de una alta capacidad creativa, que se ha venido llamando “ingeniero artista”, rara avis surgida en contadas ocasiones. Varios han sido los artistas entre los ingenieros, algunos de los cuales han ocupado incluso un sillón en la
Real Academia de Bellas Artes.6
Pero la mayoría de nosotros, carentes de esa especial y dual
condición, habremos de enfrentarnos al proyecto con nuestro
propio bagaje de conocimientos y sensibilidades. El objetivo
será dar una respuesta a un problema de la sociedad. La solución formal dependerá de muchas circunstancias: época, lugar, materiales disponibles, medios económicos y, por encima
de todo, de la formación y valía personal del proyectista.
La formación del ingeniero a lo largo de la historia ha tenido un fuerte carácter racionalista, relegando a un segundo
plano los valores humanísticos. Ello se ha traducido en una
escasa preocupación estética de gran parte de los ingenieros.
Solidez y utilidad, unidas a economía, han sido las premisas
manejadas a lo largo del tiempo.
Por otra parte, los materiales tradicionales de construcción, piedra y ladrillo, permiten pocos alardes formales. Este
panorama se ha modificado en los dos últimos siglos. Nuevos
materiales permiten y propician nuevas formas, generando
mayores estímulos en el observador, muchas veces sin expresa intencionalidad del proyectista.
Es el caso del hierro, que supuso no solo una revolución
en la industria, sino también una verdadera revolución estética, aunque tuvieron que pasar algunos años para su aceptación e integración en los valores de la sociedad. Al principio
se relegó a actuaciones poco visibles, como los viaductos fuera de poblaciones. No fue hasta finales del siglo XIX cuando
se consideró hermoso. Uno de los que más influyó en este
sentido fue Pablo Alzola, primer ingeniero que escribió un
texto sobre la estética en la ingeniería. Daba así respuesta a
una incipiente demanda social de belleza en las obras públicas (Alzola era bilbaíno y fue precisamente Bilbao quien le
encargó el proyecto de un puente, tras rechazar una propuesta anterior por motivos puramente estéticos).
También el hormigón armado fue origen de una fuerte corriente estética que ha perdurado hasta nuestros días. Este material, mal aceptado en principio, de modo que se ocultaba
con ornamentaciones de todo tipo, se convirtió a finales de los
años veinte del pasado siglo en la arcilla de moldear de las
nuevas corrientes arquitectónicas y artísticas europeas desarrolladas a partir de la Exposición de Artes Decorativas celebrada en París en 1925. Abandonadas las tendencias historicistas, se alegó por la verdad frente a la falsedad de las ornamentaciones. Europa, inmersa en la penuria económica consecuencia de la primera guerra mundial, buscó una austeridad en todos los ámbitos, incluido el estético. Así surgió la
búsqueda de la llamada verdad estructural, lo que devino en
norma ética y estética. Los ingenieros abrazaron las nuevas
corrientes, explorando las posibilidades del nuevo material,
convencidos de que la belleza reside en la simplicidad y
transparencia estructural de la obra.
Surgen grandes ingenieros impulsores de una nueva estética y en los que pondrán sus ojos los arquitectos: Maillart, Torroja, Fernández Casado, Nervi… Se asume que lo funcional
es lo estético. La herencia de este movimiento aún subyace en
los valores manejados hoy. Son los precursores del “menos es
más” que tanta trascendencia ha tenido.
Otro ingeniero, Freyssinet, nos proporciona un nuevo material: el hormigón pretensado. Con él se amplía como nunca
antes el abanico formal. La forma empieza a desligarse de la
verdad estructural, que no siempre es percibida por el obser-
vador. El concepto de que no es necesario que el observador
entienda cómo resiste una obra coloca al proyectista en una
nueva posición de libertad. Desde entonces, el ingeniero tiene la posibilidad de dar una imagen final sin sentirse enmascarador por ello. Puede conseguir formas con el propio material, sin adornos y sin la esclavitud estructural.
Así vemos que la invención de nuevos materiales va proporcionando un mayor grado de libertad al ingeniero proyectista. En el momento presente, la variedad de materiales de
que disponemos y las características estructurales que podemos conseguir con ellos, permiten independizarse en buena
parte de los cálculos resistentes y posibilitan múltiples soluciones formales para conseguir la utilidad requerida.
Hoy es como nunca el momento de mayor libertad creativa, pero es también el de mayores exigencias. La sociedad
exige una mejor y más delicada adaptación al territorio, restringe el lugar de emplazamiento, impone sus preferencias
respecto al material, texturas, colores, etc. Ha surgido el encargo “de autor”, por motivaciones diversas, no solo por la
valía del proyectista. Esta época ecléctica supone a la vez un
reto y una oportunidad como nunca de comunicar sensaciones estéticas mediante las obras de ingeniería.
En nuestros proyectos hay que asumir dos objetivos: al material de la utilidad buscada, se superpone hoy un compromiso espiritual, el de conseguir aportar un nuevo significado
al paisaje.
Siguen vigentes las palabras que pronunciara José Antonio Fernández Ordóñez a finales de la década de los setenta
y que nos deben alentar en la tarea:
“En medio de tanta miseria y trivialidad, nunca abandonemos la utopía de unir la técnica y la fantasía”.7
I
Rosario Martínez Vázquez de Parga
Ingeniera de Caminos, Canales y Puertos
Notas
1. Presentadas en el Simposio sobre “Obra Pública y Estética del Entorno”, convocado
por CEHOPU y celebrado en su sede el pasado 1 de junio de 2007. Participaron filósofos, artistas, geógrafos e ingenieros. Deliberadamente el texto no se acompaña de ilustraciones, que sesgarían las ideas expresadas.
2. Para profundizar en estos temas del paisaje, recomiendo vivamente las obras de
Miguel Aguiló, en particular El paisaje construido. Una aproximación a la idea de
lugar, Colegio de Ingenieros de Caminos, Colección Ciencias, Humanidades e Ingeniería, nº 56, Madrid, 1999.
3. Discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en La
arquitectura del ingeniero, Colegio de Ingenieros de Caminos, Colección Ciencias,
Humanidades e Ingeniería, nº 72, Madrid, 2006.
4. Pensamiento expresado en Razón y ser de los tipos estructurales, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid.
5. El propio Javier Manterola, autor del proyecto del paso elevado, manifestó en el citado simposio la necesidad de adecuarse a los requerimientos de la sociedad, objetivo último de nuestras intervenciones, aunque en ocasiones supongan un paso
difícil, como en este caso.
6. A lo largo de la historia varios han sido los ingenieros de caminos que han ocupado un sillón en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando: Lucio del Valle,
Félix Boix, Carlos Fernández Casado, José Antonio Fernández Ordóñez, Ángel del
Campo y Francés y Javier Manterola.
7. En La modernidad en la obra de Eduardo Torroja, catálogo de la exposición, Colegio de Ingenieros de Caminos, Colección Ciencias, Humanidades e Ingeniería,
nº 12, Madrid, 1979.
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