libro sobre el Concorde - Historia Argentina y Universal

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LA ERA DEL CONCORDE
PROLOGO
Este libro en formato Word es una revisión que hice en 2013 del libro que fue publicado varios años
antes por la editorial Edivern.
Debo confesar que si en Julio de 2000 no se hubiese estrellado un Concorde nunca
habría escrito un libro sobre el avión supersónico anglofrancés. Recuerdo aún la impresión que
me causó cuando mi esposa me puso al tanto de la noticia. Poco después, mucha gente que
conozco me llamó para comentarme sobre el accidente. Ninguna de estas personas estaba
vinculada a la aviación comercial; simplemente se sintieron sorprendidas y shockeadas por la
catástrofe. Para ellos, no era un Concorde que se había precipitado a tierra sino “El Concorde”.
Por aquel entonces yo estaba dándole los toques finales a un libro sobre el Titanic y era
un personaje susceptible a cualquier intento de comparar ambas catástrofes. Al día siguiente,
tras ver y escuchar en la televisión y leer en los diarios una serie de inexactitudes sobre la
emblemática aeronave, me di cuenta de que tenía el tema para escribir el libro que filtrase
tantos comentarios apresurados.
Un par de meses después comencé a ordenar la información de que disponía y un año
más tarde ya estaba planteada una gran parte del libro. Una nueva catástrofe detuvo al mundo
y me estoy refiriendo a los sucesos del 11 de Septiembre de 2001. Casualmente, ese mismo
día, un Concorde de British Airways que había sido sometido a una serie de modificaciones
para hacerlo más seguro, realizaba un cruce del Atlántico, o mejor dicho, un simulacro, ya que
a mitad de camino daría la vuelta para regresar a Inglaterra. En su interior viajaban empleados
de la compañía.
Dos meses más tarde, los Concorde reformados de Air France y British Airways
retomaban el servicio regular volando de París y Londres a Nueva York.
Parecía que mi proyecto de libro sobre el Concorde había experimentado su propia
tragedia, ya que el regreso del supersónico francobritánico constituía una historia feliz y ello no
es mucha noticia. Un avión cruzando el Atlántico con normalidad no colmaba mis
requerimientos para retomar el tema del Concorde hasta que en Mayo de 2003 Air France y
British Airways anunciaron el fin de los servicios. No era sólo el final del Concorde sino que
con ello se cerraba toda una era.
Una curiosa historia previa al primer vuelo allá por 1969, un par de poderosos
competidores derrotados por sus desmedidas ambiciones y rivalidades, una serie de récords
de velocidad que perdurarán por muchos años, un catastrófico accidente, un triunfal regreso a
la vida que sin embargo se frustró al poco tiempo y una despedida a toda orquesta
constituyeron por fin los ingredientes que hicieron que terminar mi obra.
Debo aclarar que este libro le presenta a Ud, señor lector, una simplificación a nivel
técnico, una síntesis de más de cuarenta años de la historia de la aviación contada de modo
de hacer la lectura lo más interesante posible. Habrá momentos para esbozar una sonrisa que
le dedico especialmente ya que, del mismo modo como hice en mi libro sobre el Titanic, tras
agradecerle su compañía, lo nombraré mi amigo.
Al igual que con el “insumergible” Ud. ya conoce el final. Por lo tanto, lo invito a que
descubra todo lo que sucedió antes, porque realmente vale la pena.
Para concluir, deseo agradecer muy especialmente la colaboración que me prestó el
señor Jorge di Paolo, quien por aque entonces era el jefe de redacción de la revista
Aeroespacio, y gracias a este libro, se convirtió en un amigo más.
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Capítulo I
Alicia saltó por la ventana
Supongo que todos nos hemos preguntado alguna vez qué tan seguro es volar. Si bien los
guionistas y productores de Hollywood nos tienen acostumbrados a situaciones de gran peligro
en las que, en medio de furibundas turbulencias, se incendian los motores de un avión de una
imaginaria aerolínea, dando lugar a dramáticos aterrizajes de emergencia efectuados por una
valerosa azafata o un hábil pasajero, podemos decir con certeza que —en el mundo real— el
avión de línea es el medio de transporte más seguro que existe. Esta aseveración tampoco
implica que la aviación comercial sea ciento por ciento segura, ya que la simple acción de
trasladarse conlleva un cierto riesgo que la tecnología moderna y el entrenamiento de las
tripulaciones han reducido a su mínima expresión.
Nunca he visto estadísticas sobre seguridad de la industria hotelera. En principio, sería
natural suponer que el alojarse en un hotel medianamente bueno no pondría nuestra vida en
peligro, aunque también es cierto que las crónicas periodísticas han reflejado a lo largo de los
años el incendio de algún hotel aquí o allá.
Hacía poco más de media hora que Alice Brookings, una bonita chica inglesa de
veintiún años, se había alojado en su sencilla habitación del “Hotelíssimo” –un hotel de dos
estrellas ubicado en la localidad de Gonesse, al noroeste de París- y tras haber acomodado
sus pertenencias, tomó el teléfono para comunicarse con su hermana Nathalie quien se
hallaba en Londres.
Ese verano del año 2000 Alice se desempeñaba como tour leader para la empresa
Club Europe y estaba a punto de recibir a un grupo de adolescentes pertenecientes a una
banda musical de Suffolk, en el Reino Unido. Durante el resto del año, Alice cursaba la carrera
de Idiomas Modernos en el Selwyn College de la Universidad de Cambridge.
Eran aproximadamente las cinco menos cuarto de aquella tarde de Julio cuando,
cómodamente recostada en su cama, Alice Brookings charlaba con Nathalie, su hermana de
24 años. Alegre y relajada, la chica inglesa se preparaba para la llegada de los bulliciosos
teenagers de la orquesta. ¿Qué podría alterar la calma de tan agradable momento, verdad?
Siempre hay algún suceso imprevisto merodeando en nuestras vidas, una jugada del
azar que, en un instante nomás, nos hace pasar de circunstancias en las que creemos tener el
control de todo, a situaciones de tensión extrema que nos fuerzan a luchar por nuestras vidas.
Eso fue precisamente lo que le ocurrió a la pobre Alice Brookings cuando un terrible
estruendo alteró su descanso. La comunicación con Natalie se interrumpió al cuando el edificio
entero se sacudió con violencia.
Alice corrió unos metros hasta llegar a la puerta de su habitación y la abrió con la
intención de escapar a través de ella. El largo corredor que vinculaba su cuarto con la salida —
la vía de escape natural— se había convertido en pocos segundos en una autopista para las
llamas. La joven pegó un portazo y presa del miedo se dirigió al lado opuesto de su habitación
donde estaba la ventana.
Alice no tenía idea de lo que sucedía, pero su instinto de supervivencia ya le indicaba
que debía huir de allí, antes de que las llamas llegaran a su habitación. Por otra parte, un
denso humo entraba por debajo de la puerta, dispuesto a invadir en cuestión de segundos su
hasta entonces seguro refugio en el Hotelíssimo.
Tras abrir la ventana y mirar hacia la playa de estacionamiento –donde todo parecía
estar en orden- pudo divisar a la familiar silueta del recepcionista con quien había estado tan
sólo media hora antes. El pobre hombre, que acababa de escapar milagrosamente de la planta
baja en llamas, le pidió a los gritos a Alice que saltara hacia donde él se hallaba.
Arrojarse desde el primer piso de un edificio no es algo que impresione sobremanera,
casi podríamos decir que es todo lo contrario ya que puede darnos la falsa sensación de que
no se corre riesgo alguno. Si bien es cierto que nuestra vida difícilmente estará en peligro, una
fractura o quizás una esguince, podrían hacernos comprender que un piso no es ni tanto ni tan
poco y que lo importante es tratar de caer lo mejor posible.
Alice vaciló e hizo un lógico intento de salvar sus pertenencias, pero al ver que las
llamas ya estaban invadiendo su cuarto, se lanzó como mejor pudo cayendo de manera poco
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elegante quizás pero bastante bien por cierto, ya que sólo sufrió unos magullones al rozar
contra la áspera superficie de la playa de estacionamiento.
Sin perder un instante salió corriendo junto con el recepcionista en dirección opuesta al
hotel y recién entonces se percató de que estaba descalza. Atravesaron un prado, llegaron a
un camino y allí hicieron señas pidiendo auxilio hasta que un automovilista los recogió.
Con gran agitación le relataron al conductor que habían tenido que escapar del
incendio de un hotel tras una violenta explosión cuya causa desconocían. Minutos después se
enteraron de que un Concorde de la compañía Air France, al caer a tierra poco después de
despegar del aeropuerto Charles de Gaulle, se había estrellado violentamente contra un
costado del Hotelíssimo.
No había quedado nada en pie del hotel en donde poco antes Alice había estado
conversando por teléfono con su hermana, sólo una gran pila de escombros que se confundían
con los humeantes restos del Concorde.
El escape a tiempo de la joven inglesa había sido de lo más afortunado, porque entre
los restos del edificio se encontraron después los cadáveres de dos mucamas de origen
africano y dos jóvenes aprendices polacas que, obviamente, no tuvieron la suerte de Alice
Brookings.
Hecha esta introducción poco aeronáutica quizás, lo invito a que conozcamos la historia
del más formidable avión de pasajeros que jamás se haya construido. La que es su página
más negra, ha quedado grabada en la memoria de millones de personas en todo el mundo,
pero no deberá apartarnos de lo que ha sido durante treinta años –a pesar de la opinión en
contrario de sus numerosos detractores- una de las más exitosas realizaciones de la
ingeniería aeronáutica.
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Capítulo II
Marcha atrás en el tiempo
Al recibir a visitantes del extranjero, me ha sucedido que, tratando de responder las preguntas
que me formulan sobre la situación actual de nuestro país, debo retroceder quizás diez años
para encontrar la respuesta. Al cabo de ello me encuentro en la necesidad de ir todavía más
hacia atrás en el tiempo y tras sucesivas búsquedas en el pasado, termino citando hechos
ocurridos en la lejana década del treinta.
Con la historia del Concorde deberé hacer algo parecido ya que el diseño, la
construcción y la operación comercial de la famosa aeronave fue la consecuencia de una serie
de triunfos y fracasos tecnológicos y de decisiones políticas acertadas o no que sucedieron
durante un lapso de cuarenta o más años.
Por eso es que, amigo lector, le doy la bienvenida a los locos Años Veinte, cuando el
joven inglés Frank Whittley fue admitido en la escuela de pilotos de la Royal Air Force, más
conocida por sus iniciales, RAF.
El padre de Whittley era un hábil mecánico de la ciudad de Coventry y su hijo,
fascinado desde niño por la aviación, decidió que quería ser piloto. En 1923 —con sólo
dieciséis años— fue admitido como aprendiz en las filas de la RAF. Para 1926 Frank ya se
lucía en el curso de piloto y en 1928 deslumbró a todos sus superiores con su extraordinario
rendimiento en ciencia y técnica aeronáutica.
Whittley presentó ante sus profesores una tesis llamada: “Futuros desarrollos en el
diseño aeronáutico” en la cual sostenía que para que los aviones pudiesen volar más rápido y
más lejos debían hacerlo a mayor altura, donde las capas superiores de la atmósfera oponen
menor resistencia al avance de las aeronaves.
El joven piloto inglés agregaba que aquello no podría alcanzarse si se continuaban
utilizando los motores de aviación convencionales que accionaban una hélice. A cambio, Frank
proponía que se considerase a la propulsión a cohete como una alternativa válida.
Si nos situásemos en el tiempo, veríamos que Whittley exponía sus teorías de
avanzada tan sólo un año después de que Charles Lindberg cruzara heroicamente el Atlántico
al comando del Spirit of St. Louis, hazaña que fue realizada volando a baja altura y en
condiciones miserables. Lindberg no contaba con equipo de radio ni paracaídas y para poder
llevar la mayor cantidad posible de combustible, el avión ni siquiera tenía un parabrisas que le
permitiese mirar hacia adelante. En consecuencia, el temerario piloto yanqui debía utilizar una
suerte de periscopio o asomarse por la ventanilla lateral.
Volviendo a Whittley, le contaré que en su tiempo libre trabajaba en el diseño de una
turbina capaz de propulsar un avión mediante la expulsión de un fuerte chorro de gases
calientes. Cuando presentó su revolucionaria idea al Ministerio de Aviación inglés, como suele
pasar tantas veces, ésta fue rechazada.
A pesar de su fracaso en tratar de convencer a la burocracia inglesa de las bondades
de su invento, el tenaz Frank perseveró y en 1930 obtuvo una patente de invención para su
motor a chorro.
Corría el año 1933 cuando Hans Von Ohain se doctoraba en Física en la Universidad
de Gottingen. Con el diploma en la mano, Hans recibió la invitación del constructor aeronáutico
Ernst Heinkel para desarrollar nuevos sistemas para propulsar aviones. Tan sólo un año
después, y a la edad de 23 años, Ohain patentaba su motor de propulsión a chorro, similar en
concepto al de Whittley, aunque algo diferente en su interior.
Frank Whittley debió luchar denodadamente hasta poder construir un prototipo de su
motor a reacción. Algunos entusiastas creían en la validez de sus ideas y lo ayudaron moral y
económicamente ya que, a pesar de que su desarrollo era totalmente privado, tuvo que
soportar las continuas intromisiones del Air Ministry.
Una vez que Frank tuvo un motor en condiciones de funcionamiento, el Ministerio del
Aire inglés decidió sumarse al desarrollo de éste, pero con nefastas consecuencias para el
pobre hombre que había tenido la idea. Los diseños de Whittley terminaron siendo
materializados por la fábrica de automóviles Rover, haciéndole el by-pass a Power Jets, la
pequeña empresa que acababan de fundar Frank Whittley junto con sus sponsors.
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En la belicosa Alemania de preguerra en cambio, cualquier aporte tecnológico que
impulsara los planes nazis de someter a sus vecinos era bienvenido. El desarrollo del motor de
Von Ohain fue hecho realidad por la fábrica de Ernst Heinkel y obviamente requirió mucho
menos tiempo.
Como consecuencia de políticas tan disímiles, el avión a chorro de Heinkel voló por
primera vez en 1939 mientras que el de los ingleses, equipado con el motor a reacción de
Whittley, recién lo hizo en 1941. Poco después, los planos del motor jet inglés fueron enviados
a los Estados Unidos, donde la General Electric los materializó en la turbina del prototipo Bell
Airacomet que voló por primera vez a fines de 1942.
Lamentablemente, fueron los nazis quienes se llevaron los laureles de la tecnología al
ser capaces de poner en servicio al caza a reacción Messerschmitt 262 un año antes de
finalizar la Segunda Guerra Mundial.
Pocos meses después, los ingleses les siguieron con el Gloster Meteor. Los
norteamericanos no llegaron a tiempo y combatieron hasta el fin de la contienda con aviones
propulsados a hélice. Gracias a su innata habilidad e instinto de piloto de caza, un “as” de la
aviación yanqui, Charles “Chuck” Jeager fue capaz de derribar con su avión P-51 Mustang a
un Messerschmitt 262 a reacción.
Entre 1945 y los primeros años de la década del cincuenta, los vencedores de la guerra
comenzaron a desarrollar sus aviones a chorro. Francia, Inglaterra, la Unión Soviética y los
EE.UU. se abocaron a diseñar, testear y producir distintos modelos de cazas y bombarderos
para equipar sus fuerzas aéreas. Todos temían que algún día no muy lejano ocurriese lo que
parecía inevitable: la Tercera Guerra Mundial.
Suecia, un país tecnológicamente muy avanzado, dispuesto a mantenerse neutral en
cualquier guerra y a armarse para ello, también incursionó tempranamente en el mundo de los
aviones jet con sus espléndidos Saab J 29.
Y en las muy lejanas pampas de Sudamérica, otro país que también había
permanecido neutral -o más o menos neutral- durante la guerra, contrataba primero al
diseñador francés Emilie Dewoitine y luego a un ex ingeniero de la Focke Wulf, el Dr. Kurt
Tank, para que construyeran sendos cazas a reacción.
Los aviones en cuestión se llamaron Pulqui I y Pulqui II... ¿Hace falta que le
diga cuál era el país?
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Capítulo III
¿Qué será eso del Mach?
El físico austríaco Ernst Mach fue profesor de Física Experimental de la Universidad de Praga.
Durante los largos años que residió en la capital checa, realizó numerosos trabajos sobre
acústica, óptica y el llamado efecto Doppler.
Su detallado estudio de la velocidad supersónica en el caso de los proyectiles se
plasmó en un informe de 1877 en el que Mach confirmó la existencia de una onda de choque
de forma cónica, que se desarrolla hacia atrás desde la punta de una bala cuando es
disparada. Si utilizamos la letra c para indicar la velocidad del sonido, el cociente v/c define
cómo se desplaza un objeto cualquiera con respecto a como lo hace el sonido y es lo que se
denomina en la jerga aeronáutica “Mach”. Es por ello que el avance de un avión puede
expresarse con un determinado valor Mach que puede ser, para el caso del Concorde, Mach 2.
La velocidad del sonido no tiene un valor constante, sino que es una magnitud que
varía de acuerdo con la temperatura o la altura, reflejando así las propiedades físicas del
medio en que un avión se desplaza.
Como ni Ud. ni yo jamás enseñamos Física en la Universidad de Praga, olvidémonos
de los precisos cálculos de Mach y sus sucesores en la ciencia para decir —a ojo de buen
cubero— que a la altura usual de vuelo de un avión supersónico se viaja a Mach 1 cuando se
alcanzan los 1.200 kilómetros por hora.
Planteado el tema, podremos comprender mejor lo que sucedió cuando la generación
de aviones jet de posguerra comenzó a volar en las cercanías de Mach 1.
En Inglaterra, la compañía de Havilland había estado experimentando con el prototipo
de un extraño avión sin cola que, durante un fugaz vuelo de ensayo, se desintegró al llegar a
Mach 0,94 causando la muerte del piloto de pruebas Geoffrey de Havilland Junior. Esa
tragedia hizo suponer que existía un límite, una especie de barrera infranqueable, dando lugar
al nacimiento de la expresión: “barrera del sonido”.
Algo extraño pasaba cuando se desarrollaban velocidades algo menores a Mach 1. Al
avanzar el avión, el aire que fluía por la cara superior de las alas ya lo estaba haciendo a
velocidad supersónica, generando fuertes ondas de choque que impactaban contra los
alerones y el estabilizador de cola, haciendo que los controles perdieran efectividad y las
aeronaves se sacudiesen peligrosamente.
En los Estados Unidos, el constructor de aviones Larry Bell había recibido por parte de
su gobierno el encargo de diseñar un avión capaz de traspasar dicha barrera del sonido. Bell
puso a sus ingenieros a trabajar en el proyecto y el resultado de los talentos aplicados de sus
diseñadores fue el modelo experimental Bell X -1.
El pequeño X-1 era una especie de temible bomba voladora color naranja. Equipado
con cuatro motores a cohete, contaba con doce tanques de oxígeno líquido y alcohol ubicados
a todo lo largo de su fuselaje que sólo le alcanzaban para unos minutos de vuelo propulsado,
ya que luego debía planear hasta el aterrizaje. Sus pequeñas alas eran rectas y muy delgadas,
casi filosas. Los elementos de seguridad brillaban por su ausencia y no había redundancia
alguna en los sistemas. La visibilidad hacia adelante estaba muy restringida por la fuerte
inclinación del parabrisas y como medio de “escape” de la aeronave en caso de problemas en
vuelo había una diminuta puerta lateral, por la cual el piloto debía lanzarse en paracaídas, listo
para ser seccionado por el canto del ala. El X -1 era casi tan práctico como el precario avión de
Charles Lindberg de 1927.
Y para complicar aún más las operaciones, el pequeño X-1 era incapaz de despegar
desde una pista como cualquier otro avión, sino que debía ser arrojado desde una nave
nodriza que volaba a 8.000 metros de altura, un bombardero B-29 similar al que dos años
antes había arrojado la bomba atómica sobre Hiroshima.
Sin embargo, era la opinión de Larry Bell y su equipo que dos particularidades del
nuevo avión compensarían ampliamente cualquiera de sus desventajas. Una era su formidable
robustez estructural, ya que podía resistir esfuerzos de 12G (doce veces la fuerza de la
gravedad) y la otra su total estabilidad en vuelo, siempre y cuando tuviese los tanques de
combustible vacíos. (¿...?)
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El piloto de pruebas de la fábrica Bell era un civil, Chalmers “Slick” Goodlin, quien
aprovechándose de que su tarea le hacía correr riesgos concretos, le facturaba
suculentamente a Bell cada vuelo que realizaba. Todo se había desarrollado según los
cálculos de los ingenieros y los contadores, pero cuando debía cumplirse la fase final de tests,
es decir el intento de traspasar la barrera del sonido, el bueno de Slick solicitó la friolera de
150.000 dólares (de los de aquella época) y así fue que la única barrera que Goodlin traspasó
fue la del departamento de recursos humanos.
Larry Bell consideró que la etapa de Slick había terminado y le pasó el proyecto a los
militares, quienes a partir de entonces continuarían con los ensayos en la Base Duroc de
California, que hoy es vastamente conocida como Base Aérea Edwards.
De la larga lista de voluntarios, fueron seleccionados tres pilotos: Charles “Chuck”
Yeager, Bob Hoover y Jack Riddley. Sobre ellos cayó la responsabilidad de llevar adelante la
empresa de volar a más de Mach 1 sin preocuparse por el vil metal. Según Jack Riddley, la
única barrera que se debería franquear era la de un deficiente perfil aerodinámico y como por
aquel entonces no había ningún túnel de viento que permitiese simular velocidades mayores a
Mach 0,84 todo el proceso debía hacerse empíricamente.
En su carácter de piloto titular, Yeager llevó al X-1 hasta Mach 0,94 y fue entonces
cuando experimentó en carne propia los efectos de las violentas ondas de choque sobre los
planos de cola. El relato de sus experiencias llevó a los ingenieros de Bell a realizarles
importantes cambios para hacerlos más efectivos durante el régimen transónico. Sólo después
de que esos problemas fueron resueltos pudo Chuck continuar con los tests.
El 14 de Octubre de 1947, Charles Yeager abordó el X-1 para realizar su noveno vuelo
de prueba. La noche anterior se había fisurado un par de costillas al caerse de un caballo.
Para no retrasar los ensayos ocultó el hecho y usó un vendaje como paliativo al dolor. Las
modificaciones al X-1 habían resultado tan efectivas que el vuelo más allá de 0,94 se había
vuelto muy sereno, pero algo extraño estaba sucediendo con el indicador de velocidad Mach,
cuya aguja se había vuelto loca.
Una vez en tierra, el Capitán Yeager se enteró de que un terrible estruendo, similar al
de un trueno, se había podido escuchar en las cercanías de la base. Con dos costillas
fisuradas y casi sin darse cuenta, Chuck Yeager había pasado a la historia como el primer
hombre en superar la barrera del sonido —y lo más importante por cierto— había vivido para
contarlo.
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Capítulo IV
Mucho Mach
El vuelo supersónico de Chuck Yeager fue como “el primer beso” ya que costó mucho llegar a
él pero, al comprobarse que la tan temida barrera del sonido no existía —tal como dijera Jack
Riddley— todo era cuestión de mejorar la aerodinámica de los aviones de acuerdo con las
experiencias recogidas.
Por otra parte, los fabricantes de motores de aviación no cesaban de mejorar las
prestaciones de sus productos. Empresas de la talla de Wright, General Electric,
Westinghouse, Pratt & Whittney, Rolls Royce, Bristol, Turbomecá o Snecma pusieron manos a
la obra para dotar a los constructores de aviones de la potencia que los nuevos y ambiciosos
proyectos requerían.
El temor generalizado de que era muy probable que hubiese que pelear una tercera
guerra mundial hacía que las fuerzas aéreas de Occidente tratasen de tener la ventaja decisiva
en el combate aéreo y ésa era sentar a sus pilotos en aviones capaces de superar Mach 1.
Pero, la Unión Soviética ciertamente no se quedaba dormida. Un descuido de los ingleses,
quienes le vendieron a la URSS un motor Rolls Royce, les permitió a los comunistas hacerse
de la tecnología del motor a chorro, copiarla y comenzar con desarrollos propios, de modo de
equipar a sus temibles Mig con los poderosos motores Klimov y Tumanski.
Tendremos que aclarar que ya no hablamos de aviones experimentales lanzados
desde bombarderos, sino de máquinas capaces de despegar por sus propios medios y cumplir
cabalmente una determinada misión de combate.
El primer jet supersónico fabricado en serie que incorporó la US. Air Force fue el Sabre
F-100 que, puesto en servicio en 1953, superaba con facilidad “la barrera” en vuelo horizontal
y a cualquier altura. Recuerdo vívidamente cuando en 1957 mi padre me llevó a la costanera
de Buenos Aires para asistir a una demostración de un escuadrón de la fuerza aérea yanqui
que nos visitaba. Los plateados F-100 volaron sobre nuestras cabezas a Mach 1 plus y nos
llamó la atención comprobar que los aviones pasaban primero y luego venía el sonido, un
estruendo ensordecedor. Fue un show inolvidable.
Las tensiones internacionales requerían de más y mejores aviones, tanto de caza como
de bombardeo táctico y estratégico y la década del cincuenta fue muy prolífica en realizaciones
tecnológicas. Los generales de la US Air Force le encargaban a los constructores de aviones
unos modelos que hoy día todavía nos sorprenden. El prototipo del bombardero B-52 -que aún
está en uso- voló por primera vez en 1952 y la primera serie entró en servicio en 1955.
Y si hablásemos de aviones de caza, el F-104 yanqui —cuyo prototipo debutó en
1955— tocaba el timbre del Mach 2 y el F-106 dotado de ala delta ya superaba esa marca un
par de años después. Para fines de la década y comienzos de los sesenta, los franceses
tenían al supersónico Mystère, los suecos al veloz y bellísimo Saab Draken y los ingleses, que
en 1956 habían sorprendido al mundo con el prototipo Fairey de alas delta y nariz rebatible,
tres años después se despachaban con el brutal interceptor English Electric Lightning, un
horrible engendro de alas en agudísima flecha, capaz de volar a Mach 2.
En la URSS cada modelo de la serie de aviones Mig superaba ampliamente al anterior.
Los toscos Mig 19 eran supersónicos mientras que el magnífico Mig 21 —de sorprendente
maniobrabilidad— rozaba Mach 2.
En Francia, el avión experimental Nord Griffon, al comando del piloto de pruebas André
Turcat, excedió Mach 2 mientras que el veterano constructor Marcel Dassault ya estaba
alistando la exitosa familia de aviones de combate Mirage, dotados de alas delta, capaces de
volar a dos veces la velocidad del sonido. Los Mirage eran tan hermosos que alguna vez le
hicieron decir a su constructor: “Si mis aviones son bellos, entonces están bien diseñados”.
Para demostrar que a fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta se jugó
realmente fuerte, debemos mencionar a tres bellísimos bombarderos subsónicos ingleses: el
Valiant, el Victor y el Vulcan (este último fue utilizado en 1982 por la Royal Air Force para
dañar la pista del aeropuerto de Puerto Argentino).
Y como si todo ello hubiese sido poco, tenemos que agregar tres de las más
extraordinarias realizaciones de la aviación de todos los tiempos, dos de las cuales eran
trisónicas… sí, Mach 3.
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El monstruoso bombardero de seis motores XB-70 Valkyrie y el SR-71 Blackbird de
reconocimiento fueron encomendados en 1959 por los generales del Pentágono a la North
American y la Lockheed respectivamente y sus prototipos estuvieron realizando sus primeros
ensayos a comienzos de los sesenta.
El Valkyrie nunca llegó a incorporarse a la USAF pero sus vuelos de prueba dejaron
valiosas enseñanzas que luego fueron utilizadas en el diseño de un avión de pasajeros
supersónico norteamericano que, para bien o para mal, tampoco llegó a materializarse y que
debía superar al Concorde en cuanto a prestaciones.
El SR-71 se alistó en pequeños números al servicio y cuando fue desactivado por la
Fuerza Aérea pasó a integrar el plantel de aviones de la NASA hasta que, al llegar el tercer
milenio, se convirtió en pieza de museo.
El impresionante avión experimental de propulsión a cohetes X-15 ya volaba a fines de
los cincuenta y al igual que el X-1 debía ser lanzado desde un bombardero en vuelo, sólo que
esta vez no se trataba de un lento B-29 a hélice, sino de un gigantesco B-52 propulsado por
ocho motores a reacción. Cuando le diga la velocidad que alcanzó el X-15 unos pocos años
después, el Concorde, el XB-70 y el SR-71 nos parecerán lentos como carretas. Ajústese el
cinturón, porque el X-15 llegó a volar a Mach 6 y moneditas.
Este capítulo —que supongo que ha sido de su interés a pesar de su notorio tinte
bélico— nos permite comprobar que los recursos tecnológicos ya estaban listos para que
alguien intentase trasvasarlos a la aviación comercial. Los desarrollos militares y espaciales,
usualmente realizados a cualquier costo, ya sea por razones de defensa o prestigio nacional,
abren esas mágicas puertitas que los privados no pueden accionar porque es obvio que no
hay manera de hacer que el consumidor pague los costos de semejantes aventuras de la
ingeniería.
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Capítulo V
El turno de los pasajeros
Ya hemos hablado extensamente de los aviones de combate. En este capítulo pasaremos
revista a algunas de las aeronaves comerciales que antecedieron al Concorde de modo de
entender por qué alguien pensó en construir un transporte de pasajeros supersónico.
Aún no había finalizado la Segunda Guerra Mundial y los ingleses ya estaban
pensando en la aviación civil de la posguerra. La razón de tanta prisa era que durante la
contienda los ingleses se habían concentrado en producir cazas y bombarderos, mientras que
los yanquis también habían fabricado varios modelos de aviones de transporte militar que
luego, en tiempos de paz, iban a poder convertirse en transportes de pasajeros.
Los ingleses habían formado una comisión de expertos, a cargo de lord Brabazon, para
imaginar cuáles serían las necesidades de las aerolíneas una vez que cesaran las
hostilidades. Desconozco los métodos que utilizó el comité Brabazon para tomarle el pulso al
mercado de la aviación civil cuando aún caían las temibles V2 sobre Londres, pero a pesar de
sus nobles intenciones de escudriñar el futuro, el tiempo demostró que los muchachos del lord
no embocaron una, o casi.
Sin embargo, sus requerimientos de un avión de mediano alcance propulsado por
motores a turbohélice unos años después se plasmó en el exitoso Vickers Viscount, que fue
adquirido por compañías aéreas de todo el mundo. El Viscount, fue un asiduo visitante de
nuestro aeroparque. La compañía uruguaya Pluna lo utilizó durante más de veinte años para
unir las capitales del Plata con un envidiable índice de confiabilidad, y con gran confort a los
pasajeros, quienes disponían de unas ventanillas ovales de un tamaño inusual, seis o siete
veces más grandes que las de hoy día.
Entre las propuestas, técnicamente originales quizás, pero muy divorciadas de la
realidad, se hallaban el gigantesco hidroavión Saunders Roe Princess y un impresionante
modelo de pasajeros llamado Bristol Brabazon. Se construyeron sendos prototipos de esos
diseños, pero como los motores ingleses de posguerra no producían los hp. necesarios para
hacer volar a esos engendros, se debió recurrir a exóticas configuraciones, como ocho
motores acoplados de a dos para impulsar cuatro pares de hélices que giraban en sentido
inverso sobre un mismo eje. El posterior fracaso de los proyectos —que no pudieron superar la
etapa del prototiopo— fue la consecuencia del dislate tecnológico.
Quizás la más audaz entre las sugerencias de la comisión de expertos ingleses fue la
de un veloz avión de pasajeros de mediano a largo alcance —para los parámetros de la
época— con capacidad para transportar cuarenta pasajeros (luego fueron más) cuya
propulsión estaría a cargo de cuatro motores a chorro.
Lamentablemente, la Comisión Brabazon no pudo evitar que el parque de aviones de
pasajeros de fines de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta estuviera dominado por
los miles y miles de máquinas de transporte sobrantes de guerra, correspondientes a los
modelos DC-3 y DC-4 que al ser puestos en venta a precios bajísimos posibilitaron el
reequipamiento casi instantáneo de las aerolíneas de los más diversos países.
De a poco, sin embargo, comenzaron a presentarse algunos diseños frescos, como el
Convair 240 de los yanquis o el Airspeed Ambassador inglés, pero no obstante los desvelos de
los constructores británicos y franceses, los norteamericanos profundizaron su dominio del
mercado aeronáutico en los cincuenta con nuevas versiones derivadas de diseños ya
probados. Como ejemplo, los exitosos Douglas DC-6 y DC-6B eran un par de “upgrades” del
viejo cuatrimotor C-54 utilizado durante la guerra y el puente aéreo de Berlin, sólo que con
motores más potentes y cabina presurizada.
Boeing produjo el Stratocruiser, una versión civil del bombardero B-29 dotada de un
regordete fuselaje de dos pisos, que a 60 años de distancia hace que nos preguntemos si el
Stratocruiser no fue quizás un precursor a hélice del Jumbo Jet. Los motores de veintiocho
cilindros y 3.500 HP del Boeing eran potentísimos para su época pero sus enormes hélices
cuatripalas vibraban tanto que en varias oportunidades se desprendieron en vuelo. De chico
tuve la suerte de viajar de Río de Janeiro a Buenos Aires en el Stratocruiser y creo que fue
debido a esa experiencia que me volví un entusiasta de la aviación. Y ahora mencionaremos a
un avionazo, el cuatrimotor Lockheed Superconstellation, reconocible por sus tres timones de
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cola, modelo que fue un favorito tanto de los pasajeros como de las aerolíneas. Sin embargo al
“Connie” le fallaban tanto los motores que algunos pilotos lo llamaban “el mejor trimotor del
mundo”.
Con ese trío de aeronaves, prácticamente no quedaba espacio para nadie más. El
dominio del mercado por parte de los constructores americanos era abrumador.
En Francia, la compañía Avions Breguet también construyó su propio cuatrimotor de
dos pisos, el Breguet Deux-Ponts, pero sus motores americanos —similares a los del más
pequeño DC-6— no le proporcionaban la potencia necesaria para ser una aeronave eficiente y
sólo sirvió como transporte de pasajeros en la ruta a Argelia y luego como un carguero
voluminoso.
En 1952 tuvo lugar el debut de la propuesta de la Comisión Brabazon de un avión de
media a larga distancia propulsado por cuatro motores a reacción; en ese caso los Rolls Royce
Ghost. Fue, sin duda alguna, el momento de gloria que los ingleses, pioneros del motor a
chorro, habían estado esperando. Con la puesta en servicio del revolucionario avión de
Havilland Comet —el primer jet de pasajeros de la historia— los ingenieros aeronáuticos
británicos deslumbraron al mundo entero.
Entre mayo del 52 y abril del 53 la aerolínea inglesa BOAC —antecesora de British
Airways— comenzó a unir Londres con Johanesburgo, Colombo, Singapur y Tokio, utilizando
su flota de veloces Comet.
Lamentablemente para los viajeros, debían realizarse numerosas escalas hasta llegar a
destino, pero aun así era toda una revolución, ya que el Comet podía volar por arriba del mal
tiempo a 10.000 metros de altura (4.000 metros más que los aviones a hélice) desarrollando
una velocidad de ochocientos kilómetros por hora. Esos 800 Km/h eran prácticamente
trescientos más que la velocidad de crucero del repentinamente anticuado Superconstellation
de los norteamericanos.
Tal como iba a acontecer con el Concorde un cuarto de siglo después, el Comet había
achicado al mundo. Y al igual que el Concorde, el Comet no se destacaba precisamente por su
autonomía, bastante menor que la del Douglas DC-6 o el Boeing Stratocruiser. El servicio en
jet a Johanesburgo —poco menos que demoledor para sus pasajeros— debía realizar escalas
en Roma, Beirut, Kartum, Entebbe y Livingstone (con razón la gente se deseaba buen viaje).
Al poco tiempo del debut del Comet con la BOAC comenzaron las entregas a otras
aerolíneas; entre ellas estaban Air France, Canadian Pacific y también la Fuerza Aérea del
Canadá. Además, ya se habían proyectado una “familia” de variantes de mayor capacidad, los
Comet 2 y hasta un Comet 3, propulsados por un nuevo y más potente motor a reacción: el
Avon de Rolls Royce.
Todo parecía estar saliendo a la medida de los más ambiciosos sueños de la de
Havilland. Llovían los pedidos de ese revolucionario avión sin hélices. Air India, Japan Air
Lines, Panair do Brasil (los brasileños siempre piensan en grande) y hasta la mismísima Pan
American Airways mostraron su interés por el Comet, al punto que, viéndose sobrepasada por
el éxito de su creación, la de Havilland debió negociar con la Shorts Aviation de Belfast, Irlanda
del Norte, la habilitación de una segunda línea de montaje.
Pero, de repente, un avión de BOAC se estrelló al despegar de Roma, accidente que
fue atribuido a una falla del piloto y poco después ocurrió lo mismo en Karachi, Pakistán con
uno de Canadian Pacific. Pero, esos dos siniestros eran sólo el comienzo de una desastrosa
racha de accidentes porque luego un Comet estalló en el aire a poco de dejar Calcuta, un
cuarto accidente tuvo lugar sobre el Mediterráneo, cuando un Comet de BOAC se dirigía a
Roma y una quinta aeronave desapareció en la misma ruta mientras volaba en sentido
contrario.
Dos de los aviones se destruyeron por errores de sus pilotos, pero los otros
desaparecieron en pleno vuelo, a altura de crucero. Era evidente que algo estaba fallando y
era necesario saber qué era. Para evitar la pérdida de más vidas, todos los Comet fueron
desactivados, Air France devolvió sus máquinas y el programa de producción tuvo que ser
suspendido hasta tanto no se conocieran las causas de los accidentes.
Un equipo de rescate de la marina británica halló los restos del Comet que había caído
al mar cerca de la isla de Elba y —a pesar de la primitiva tecnología de los cincuenta— pudo
recuperarlos. Una observación inicial de lo que quedaba del fuselaje mostró una peligrosa
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grieta que se originaba en uno de los vértices de una de las ventanillas rectangulares de la
cabina de pasajeros del Comet.
Buscando conocer la causa de los accidentes, un Comet desprovisto de alas fue
sumergido en un gigantesco tanque de agua para ser sometido a un exhaustivo test de
resistencia estructural. La idea de los ingenieros era simular la diferencia de presión que se
daba entre el interior de la cabina de pasajeros y la del ambiente exterior al volar a la altura de
crucero. El resultado de los ensayos fue contundente. Ante las narices de los hombres de la de
Havilland se abrió la misma grieta que tiempo antes había provocado la destrucción de los
fuselajes de los Comet.
Esta histórica pesquisa técnica dio lugar a que el fenómeno de la fatiga de metal fuera
ampliamente conocido, aun por quienes eran totalmente ajenos al mundo de la ingeniería
aeronáutica. La conclusión que se extrajo de los ensayos fue que, tras un cierto número de
vuelos sin incidentes, los fuselajes de los Comet se desgarraban en vuelo al fatigarse el
aluminio con que estaban construidos.
La solución al grave problema era, sin embargo, muy sencilla: había que eliminar los
puntos de tensión que se creaban en los vértices de las ventanillas, haciéndolas ovales en vez
de rectangulares y reforzar el fuselaje en ciertos puntos críticos para evitar que las eventuales
grietas corrieran a sus anchas por las planchas de aluminio.
La Fuerza Aérea del Canadá realizó esos cambios en sus dos Comet y continuó
utilizándolos hasta bien entrada la década siguiente. En cambio, ante la mala reputación que
se había apoderado del nuevo avión, las compañías aéreas huyeron despavoridas de él y
prefirieron continuar volando con los probados aviones a hélice que poco antes habían
descartado.
Los ingleses habían sido los pioneros de la aviación comercial a reacción pero un
pequeño detalle los había derrotado, causando además la pérdida de más de cien vidas. Para
colmo de males, los constructores franceses y norteamericanos, que hasta ese entonces se
habían mantenido expectantes, iban a beneficiarse de las enseñanzas tan penosamente
adquiridas. Tal como alguna vez dijera Oscar Wilde: “La experiencia es el nombre que le
damos a nuestros errores”.
Tampoco crea Ud. que el fenómeno de la fatiga del metal no se ha presentado con
posterioridad. Hará unos 20 años, un Boeing 737 perteneciente a Aloha Airlines, perdió una
parte importante de su fuselaje y sólo la pericia de la tripulación pudo evitar que ocurriera una
tragedia. El avión de Aloha era poco menos que una pila de chatarra; no solamente tenía a
cuestas una inusual cantidad de ciclos de despegues y aterrizajes con sus consiguientes
presurizaciones y despresurizaciones de cabina, sino que la exposición durante muchos años
a un ambiente altamente corrosivo como el de las islas Hawai, combinada con un
mantenimiento algo “light” hicieron resucitar entre el público en general el fantasma de la fatiga
del aluminio.
Volviendo a los años cincuenta, pero en la otra margen del Canal de la Mancha, los
ingenieros de la empresa constructora de aviones Sud-Aviation de Toulouse, deslumbraron al
mundo de la aeronáutica con un rapto de ingenio y practicidad que además fue bendecido por
el éxito comercial. Estamos hablando del bellísimo avión de pasajeros francés Caravelle,
diseñado para operar en cortas y medias distancias.
Con gráciles curvas en su línea exterior de gran pureza y un interior desbordante de
buen gusto, era tan bonito de ver como resultaba placentero volar en él. Si las aeronaves
fuesen mujeres, el Caravelle ciertamente habría sido nombrado “miss jet”.
Los diseñadores franceses aprovecharon las lecciones obtenidas en cuanto a diseño
estructural y para ganar tiempo le compraron a de Havilland el diseño de la trompa y adoptaron
los motores Rolls Royce Avon pero con la originalidad de ubicarlos casi en la cola, a ambos
lados del fuselaje, de modo de proporcionarle a sus afortunados viajeros un vuelo muy
silencioso y sin vibraciones. De ese modo, las alas quedabas despejadas de protuberancias
que afectaran el normal flujo del aire. Esta disposición de los motores en la cola fue copiada y
adoptada por infinidad de constructores de todo el mundo.
El Caravelle debutó para la compañía Air France a comienzos de 1959, convirtiéndose
en el primer jet del mundo occidental diseñado para operar eficientemente y a todo lujo en
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cortas distancias. Aerolíneas Argentinas los utilizó durante varios años y quienes hemos tenido
la suerte de volar en ellos, los recordamos con nostalgia.
Ser el pionero no siempre rinde lo esperado. Los pícaros norteamericanos también
vieron el nicho en el mercado de cabotaje y para 1960 ya tenían “en papel” sus propios
aviones de la misma categoría. El suceso inicial del Caravelle estaba condenado a esfumarse.
Los verdugos “Made in USA” del modelo francés eran el bimotor Douglas DC-9 y el exitoso
trimotor 727 de Boeing, ambos con la misma disposición de los motores a popa.
Volviendo a los ingleses, como si hubiese sido aún poca desgracia, mientras la de
Havilland se lanzaba al diseño y la construcción de una nueva versión de mayor capacidad y
autonomía —el Comet 4— que incluía las modificaciones necesarias para hacerlo ciento por
ciento seguro, los diseñadores de la Boeing se las ingeniaron para modificar el KC-135, un
robusto avión militar para el reabastecimiento en vuelo de los bombarderos norteamericanos.
En poco tiempo transformaron al 135 en el legendario transporte de pasajeros Boeing
707. Este cuatrimotor se convirtió en la aeronave adoptada por todas aquellas compañías que
no se inclinaron por el muy similar DC - 8 de la Douglas, o el Convair 880, algo más pequeño
pero muy veloz. El diseño del 707 de Boeing, con sus cuatro motores colgando en “pods” de
sus alas en flecha, ha sido la fórmula más utilizada por los jets hasta nuestros días. Esta
configuración ya había sido experimentada con éxito en dos bombarderos a reacción de la US
Air Force: el B-47 de seis motores y el B-52 de ocho, ambos diseñados por la gente de Boeing.
Para 1960 los poderosos constructores yanquis competían entre sí para venderle
aviones a todas las aerolíneas del planeta. Para no quedarse fuera del mundo haciendo patria
con el Comet, la BOAC tuvo que adquirir varios Boeing 707 aunque instalándoles primero los
británicos motores Rolls Royce Conway.
A este extenso relato de orgullos heridos todavía falta agregarle la gota que desbordó
el vaso. En ocasión de una visita de “buena voluntad” que realizó Nikita Khrushchev a Londres
en Abril de 1956, el calvo jerarca del Kremlin y su comitiva arribaron a bordo del extraño
Tupolev TU-104, el primer jet de pasajeros de la Unión Soviética y el segundo en el mundo en
entrar en servicio.
Derivado del bombardero TU-88, el avión de Nikita, si lo comparásemos con el
Caravelle o el Comet, era un engendro horripilante y tosco que no podía esconder su origen
bélico, pero dejando la belleza a un lado, el 104 resultó siendo efectivo y seguro. Tras la avantpremière londinense, en Septiembre de 1956 el Tupolev TU-104 hizo su debut para Aeroflot en
la ruta Moscú–Irkutsk y en Octubre de ese mismo año comenzó a volar a Praga. En ese
momento, el poco agraciado TU-104 era el único avión de pasajeros a retropropulsión que
operaba en todo el mundo.
El papelón de los ingleses era total. Cuando el renovado Comet 4 estuvo disponible,
salvo la BOAC y unas pocas compañías, entre las cuales se hallaba Aerolíneas Argentinas,
nadie quiso incorporarlo. Era evidente que para las exigencias de 1958 el Comet 4 era lento,
pequeño y para colmo de males, no tenía gran autonomía. Un vuelo a París en el Comet de
Aerolíneas Argentinas incluía paradas en Rio, Recife, Dakar y Madrid.
Para finalizar el capítulo, tendremos que hacer referencia a dos intentos fallidos de
producir en serie sendos aviones jet para el transporte de pasajeros. Pasados ya muchos años
desde su aparición, son una curiosidad por haber sido construidos en países que no eran los
que hasta ahora hemos citado repetidas veces.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Canadá fue el lugar donde se construyeron los
bombarderos Avro Lancaster de la RAF. Al igual que los Estados Unidos, Canadá era
inalcanzable para la Luftwaffe, de modo que producir aviones allí era más que conveniente.
Al finalizar la guerra, las instalaciones de la Avro Canada quedaron ociosas. Un grupo
de entusiastas, con el diseñador James Floyd a la cabeza, diseñó un jet de pasajeros. llamado
Avro Jetliner que comenzó a construirse en 1946 y realizó su primer vuelo el 10 de Agosto de
1949 tan sólo dos semanas después que el prototipo del Comet. Estaba propulsado por cuatro
motores Rolls Royce y desarrollaba una velocidad de 800 kilómetros por hora.
En Abril de 1950 realizó su primer vuelo “regular” uniendo Toronto con Nueva York en
la mitad de tiempo que los DC-6 a hélice producidos en los Estados Unidos. De inmediato
aparecieron los interesados en adquirir el Avro Jetliner y el más entusiasta fue el millonario
Howard Hughes quien deseaba incorporarlo a la flota de su compañía de aviación, la Trans
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World Airlines. La Fuerza Aérea de los EE.UU. también quería utilizarlo y Trans Canada, la
aerolínea estatal canadiense, se anotó en la lista.
Tanto interés por el Jetliner sobrepasó la capacidad de los constructores. Sin apoyo
gubernamental el proyecto no podía llevarse a buen puerto. Cuando todo parecía indicar que
los fondos estaban disponibles, estalló la guerra en Corea. Los políticos canadienses optaron
por financiar un avión de combate y el proyecto quedó en la nada.
El otro avión a chorro que nació muerto fue diseñado en Europa, junto al Elba. Los
amantes de la geografía pensarán en la ciudad portuaria de Hamburgo pero no fue así.
Navegando río arriba, pero muy arriba, se llega a la “Florencia del Elba” la bella ciudad de
Dresde, que por aquel entonces —estamos hablando de 1958— estaba situada en la otra
Alemania, la del Este, país integrante del Pacto de Varsovia.
En las afueras de la capital sajona existía una importante planta de construcción de
aviones, la Elbe Flugzeugbau Werk que ensamblaba aviones de combate diseñados en la
URSS. Fue allí que, el 30 de Abril de 1958 en un inesperado rapto de independencia de
Moscú, los germano-orientales presentaron en sociedad el modelo “152 V1” capaz de volar a
800 Km por hora, transportando 72 pasajeros en rutas de hasta 3.500 kilómetros.
El problema de los alemanes del Este era venderle el 152 a alguien. Los soviéticos ya
tenían al Tupolev 104 —el avión de Nikita— y ya estaban ofreciéndoselo a sus países
“asociados” entre los que se contaba la Alemania del Este. Los demás miembros del Comecon
estaban poco menos que forzados a adquirir el avión de los rusos, por lo que sólo quedaba en
pie la fantasía de ofrecerlo del otro lado de la Cortina de Hierro. Los occidentales ya tenían sus
propios aviones, con lo que el jet sajón apenas pudo superar la etapa de las fotografías. Al
poco tiempo, la Interflug —compañía aérea de la RDA— incorporó a su flota el Tupolev 104 de
los soviéticos, sellando de ese modo la suerte del jet sajón.
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Capítulo VI
París – 1961
La industria aeroespacial genera regularmente interesantes eventos feriales en los que se dan
cita compradores, constructores, periodistas y curiosos venidos de todo el planeta. Se llaman
exposiciones, salones o semanas de la aviación y el espacio. Entre ellos se destacan la ILA de
Berlín, el Salón de Tushino en Rusia, el Salón de Paris y la Feria de Farnborough en
Inglaterra.
La feria aérea parisina funciona en tándem con la exposición inglesa. Los años pares la
aviación tiene su cita en Farnborough y los impares en la Ciudad Luz. Será tal vez por el
innegable encanto de París, o vaya a saber por qué, pero el “Salón” tiene un “extra”, un brillo
propio que hace que cada dos años el mundo de los aviones tenga los ojos puestos en lo que
sucede en el aeropuerto de Le Bourget.
Las instalaciones de la antigua aeroestación de Paris se llenan de cientos de máquinas
llegadas de todo el mundo para ser expuestas ante una concurrencia ávida de novedades.
Para entretener a las masas, durante la semana que dura la muestra se realizan exhibiciones
de vuelo de algunos de los aviones más representativos, unos imperdibles shows que deleitan
a los asistentes.
Al igual que en los salones del automóvil, algunos constructores presentan los
equivalentes aeronáuticos de los exóticos “dream cars” para poder pulsar el interés que
despiertan los desarrollos de sus departamentos de ingeniería. A veces, es tan poca la
definición del proyecto que se trata solamente de lo que se ha dado en llamar “aviones de
papel” aunque estén plasmados en tres dimensiones mediante una prolija maqueta realizada a
una escala respetable.
En el stand de la Sud Aviation de aquel Salón de 1961 pudo observarse —siendo
objeto de expresiones de interés— el modelo de un avión de pasajeros supersónico llamado
Super Caravelle, capaz de transportar —según lo especificaba la empresa— setenta pasajeros
a Mach 2 en rutas de hasta 3.500 kilómetros.
El futurista diseño francés tenía muchas semejanzas con la propuesta del avión de
pasajeros Bristol 198 que el recién formado consorcio BAC (British Aircraft Corporation) había
heredado de una de las compañías que se habían fusionado en él —la Bristol Aircraft— y que
la empresa había denominado BAC 223.
El efímero Bristol 198 se originaba a su vez en las conclusiones de una comisión
inglesa de 28 expertos en transporte aéreo creada en 1956 —conocida con la sigla STAC—
(Supersonic Transport Aircraft Commitee) cuya tarea era evaluar la factibilidad de construir un
avión de pasajeros supersónico.
Aquel año 1956 mostraba al mundo occidental conmovido por la crisis del canal de
Suez y el “paseo” de los tanques de la URSS por las calles de Budapest para silenciar a miles
de húngaros sedientos de libertad. Si bien el establishment inglés tenía atragantado al Coronel
Nasser, tampoco podía digerir con facilidad el suceso del Boeing 707 —el jet de pasajeros
yanqui— que dos años antes de su debut recolectaba “con la pala” los pedidos de las
aerolíneas de todo el mundo. El suceso norteamericano condenaba al Comet 4 británico —de
inminente aparición— a la triste categoría de “muerto antes de nacer”.
Algo había que hacer. Competir contra los yanquis con un avión similar cuando éstos
llevaban tan amplia ventaja no tenía sentido. La solución era volver a ser los primeros en algo.
Bajo la dirección del aerodinamicista inglés Morien Morgan, la STAC se encargó de recabar las
opiniones de las mentes más claras de la industria aeronáutica. Tras dos años de deliberar, su
recomendación fue contratar a la Bristol Aircraft para que diseñara el avión de pasajeros
supersónico luego conocido como “Modelo 198” que, tiempo después, ya en manos de la BAC,
cambió su nombre por el de BAC 223.
Las diferencias más notorias entre el Super Caravelle y el BAC 223 residían en que el
jet inglés había sido concebido para cruzar el Atlántico llevando 100 pasajeros y que su nariz
podía descender para aumentar la visibilidad de los pilotos durante las maniobras de aterrizaje
y despegue, tal como ocurría con en el prototipo Fairey Delta de los años cincuenta, que le
mencionara en un capítulo anterior.
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Resulta curioso que mientras el transporte de pasajeros en jet apenas se había
afianzado, en Francia se estuviera pensando en aeronaves capaces de duplicar las
velocidades que aún sorprendían a los viajeros. Y muy contradictorio quizás, mientras la Sud
Aviation soñaba con volar a Mach 2 la Compagnie General Transatlantique ponía en servicio al
lujoso paquebote France, de trescientos metros de eslora que, quince años después, por falta
de pasajeros, juntaba óxido amarrado a un muelle.
La fría realidad de la economía da por tierra con los proyectos versallescos ya que el
France era tan irreal como el Super Caravelle o el proyecto inglés. No eran límites
tecnológicos, si pensamos que el prototipo yanqui XB-70 ya había volado a Mach 3 sino de la
dudosa viabilidad comercial de estas creaciones que si bien son vistosas “para la foto” más
tarde alguien tiene que pagar la cuenta. Ese alguien termina siendo el hombre común quien
jamás podría darse el gustazo de viajar en el palaciego France o pagarse un ticket del
Concorde.
Repasando una vez la historia no-aeronáutica, veremos que varios importantes
sucesos tuvieron lugar en el mundo allá por 1961. Cansada de que los germanos del Este
cambiaran el paraíso comunista por la decadencia de Occidente, la URSS mandó construir el
muro de Berlin. Los genios de la CIA aconsejaron al presidente Kennedy que, para librarse de
Castro y sus molestos barbudos, bastaba con que un grupo de exiliados desembarcase en la
bahia de Cochinos. “Jack” les hizo caso y así les fue.
Obviando los papelonazos en los que incurrieron las 2 superpotencias, 1961 fue un año
de grandes hitos en la carrera aeroespacial. La URSS electrizó al mundo cuando el
cosmonauta Yuri Gagarin se convirtió en el primer ser humano en salir al espacio y describir
una órbita alrededor de la Tierra. Poco después, dos astronautas norteamericanos, Alan
Shepard y Virgil Grisom realizaron sus respectivos vuelos.
Luego de repasar los triunfos espaciales de los yanquis y de los rusos, es fácil
comprender que si no querían perder para siempre el tren de la tecnología, los franceses y los
ingleses tenían que hacer algo. Casi todas sus posesiones imperiales se habían
independizado y en el caso de Argelia era cuestión de meses para que esto sucediera y, si
bien ambos países pasaban por una era de cierta prosperidad, quizás algo les estuviese
faltando... esa reconfortante sensación de grandeza.
Un formidable avión de pasajeros capaz de volar al doble de la velocidad del sonido
para levantar los ánimos caídos. ¿Por qué no?
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Capítulo VII
Tan sólo un año después
A esta altura el lector ya debe ser un entendido en salones de la aviación y por lo tanto no
hace falta (¿o sí?) que le diga que en 1962 la atención de los expertos en aviones estaba
puesta en el Farnborough Air Show que se realizaba al otro lado del canal de la Mancha.
Durante el año transcurrido desde la muestra parisina, los ingleses habían estado muy
atentos a la propuesta gala que, al parecerse a su propio proyecto, merecía la pena ser
considerada. En vano habían sido las gestiones de la BAC para interesar a los americanos,
cuyas ideas eran aún más grandiosas, inspiradas en el trisónico XB-70 Valkyrie.
Los ejecutivos de la BAC habían comprendido que no tenían cómo hacer realidad sus
diseños. La magnitud de la empresa era descomunal y excedía con creces sus posibilidades
económicas. Ya que alguien más estaba interesado en volar a Mach 2 llevando pasajeros, no
podían dejar de tocar el timbre de la Sud Aviation.
Para el momento en que la feria tuvo lugar, un acuerdo de cooperación con los
franceses parecía tan cercano que en el stand de la BAC ya se exhibía un modelo a escala del
avión inglés. Esto atrajo la atención de la prensa y del público en general, quienes suponían
que el anuncio se haría durante la muestra. El lado sombrío del asunto era que aún si ambos
constructores de aviones se estrecharan en un fraternal abrazo, la escala del proyecto los
llevaría a la bancarrota.
A su vez, ambas empresas había estado coqueteando con los tecnócratas de su país.
Era evidente que un exitoso lobby podría obtener la aprobación de las autoridades de su país.
Producir un avión de pasajeros supersónico era una idea glamorosa, pero hasta los
funcionarios se dieron cuenta de que excedía aquello que —en el nombre del progreso—
podía pedirse del sufrido contribuyente.
Voy a darle un ejemplo automovilístico para que comprendamos el desafío que
representaba construir semejante avión. Supongo que Ud. habrá visto correr a Sebastián
Vettel o a Lewis Hamilton. Sus autos de Fórmula Uno serían los equivalentes terrestres de un
avión de combate supersónico como el Mirage o el F-16. Pues bien, imaginemos que Red Bull
o McLaren quisieran poner en las pistas un super-bus capaz de transportar cien pasajeros que
además pudiera desarrollar la misma velocidad que los autos del alemán y el británico.
Además, ese imaginario bus de F-1 debería poder transportar a sus viajeros cómodamente
sentados, con servicio de refrigerio y toilette a bordo, cargando su equipaje y como si aún no
hubiese sido suficiente, todos los días debería poder correr un Grand Prix mucho más largo
que aquellos que vemos los domingos, sin reabastecerse de combustible ni cambiar cubiertas.
No solamente se trataba de enfrentar desafíos tecnológicos, ya que también había
barreras políticas, burocráticas y culturales que superar, algunas de las cuales hubiesen
espantado al mismísimo Chuck Yeager. Hagamos un poquito más de historia. Estamos
hablando de 1962 y por aquel entonces lo que hoy conocemos como la Unión Europea, era
una simple unión aduanera de tan sólo seis países. Cuando en 1957 se firmó el Tratado de
Roma, los ingleses rehusaron formar parte del Mercado Común Europeo y de ese modo
potenciaron su condición de isla. El primer ministro Harold Macmillan tenía sus razones, por
cierto. El Partido Conservador no quería entorpecer las relaciones con su propio mercado
común, el del Commonwealth, que otorgaba preferencias comerciales y aduaneras incluidas a
los jóvenes países que habían dejado de ser sus colonias. Tampoco era cuestión de provocar
la ira de los norteamericanos ya que el Mercado Común Europeo parecía ser el sueño del
molesto general De Gaulle, siempre receloso de todo aquel que hablase inglés.
Allá por el ’62 los ingleses eran o parecían tan atravesados como antiguos. No sólo
manejaban -y aún lo siguen haciendo- del otro lado de la calle, sino que ni soñaban con
acercarse un poquito siquiera a unidades de medida más normales. Para colmo, hasta 1970 ni
la moneda que usaban tenía algún dejo de racionalidad ya que una libra esterlina no se dividía
en cien peniques como hoy día, sino en 12 chelines que a su vez se dividían en 20
peniques...¿O eran 20 chelines y 12 peniques? Era común en Londres observar a los turistas
abrir la mano y exhibirle las moneditas a los cajeros para que se sirvieran a voluntad. Como
vimos, mucha voluntad integradora no tenían.
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Sin embargo, algo estaba empezando a cambiar. Una diseñadora de modas muy
creativa acababa de abrir su tienda de ropa para jovencitas en la zona de Knightsbridge, a
pasos de la tradicional tienda Harrods. La chica en cuestión estaba a punto de cambiar para
siempre el modo en que las mujeres iban a vestirse. Su nombre era Mary Quant, y fue la
creadora de la minifalda. Y eso no era todo... en la ciudad de Liverpool, un conjunto de rock,
integrado por cuatro talentosos melenudos, estaba causando sensación en “The Cavern”.
Cuando un tal Brian Epstein, dueño de una disquería de la ciudad los escuchó, presa del
entusiasmo exclamó: “Estos muchachos prometen”.
Volviendo a septiembre del ’62 en la Feria de Farnborough, no hubo anuncio ya que
aún faltaban ultimar algunos detalles sobre qué participación tendría cada compañía en el
desarrollo del avión. Lo más importante para poder continuar -el apoyo estatal en ambos
países- parecía estar asegurado. Era cuestión de esperar algunos días más.
Supongo que esos días hasta llegar a la firma del acuerdo habrán sido algo turbulentos
por una serie de hechos que tuvieron lugar un mes después y que nada tenían que ver con la
aviación comercial. Durante dos semanas, el mundo entero tuvo sus ojos puestos en lo que
sucedía en Moscú, Washington y La Habana. Estamos hablando de la famosa “Crisis de los
Misiles” que hizo que la Tercera Guerra Mundial estuviese a punto de desatarse. Y si el mundo
estaba por desaparecer a manos de un holocausto nuclear, en Londres y París habrán estado
pensando en otra cosa...¿No le parece?
Despejados los negros nubarrones de la guerra atómica, el 29 de Noviembre de 1962
en la capital británica, se firmó el esperado acuerdo. El desarrollo y el costo del proyecto
debían dividirse por partes iguales entre Francia e Inglaterra. Fue fácil de enunciar, pero
complicado de instrumentar ya que BAC y Sud-Aviation tuvieron que encontrar el modo de
adjudicarse las tareas del modo más racional, bajo la presión de los políticos de ambos países,
a quienes debería parecerles equitativo.
Se convino que el trabajo de construcción del fuselaje del avión se dividiría en un 60
por ciento que le correspondería a Francia y el 40 restante a los ingleses. Los galos serían
responsables de la mayor parte del fuselaje, las alas y el tren de aterrizaje mientras que los
ingleses debían construir la sección anterior del avión —vulgarmente denominada nariz— con
la cabina de pilotaje, las carenas de las cuatro turbinas con sus elaboradas entradas de aire, la
estructura de montaje de los cuatro motores y la cola del avión incluyendo el estabilizador
vertical con el timón. La compensación a esta asimetría se corregiría en el grupo propulsor,
que fue adjudicado en proporción inversa a la anterior. En el caso del Concorde se decidió
utilizar una planta motriz prexistente.
¿Recuerda el lector cuando mencionamos al bombardero inglés Vulcan? Por si ya se
olvidó, era el hermoso avión de ala delta que bombardeó la pista del aeropuerto de las
Malvinas en 1982. Los motores del Vulcan, los poderosos Bristol-Siddeley Olympus, podían
ser modificados para llevar al Concorde a transitar a velocidad supersónica. Para ello era
necesario equiparlos con poscombustión. Si Ud. es ajeno al mundo de la aviación, como la
famosa doña Rosa de Bernardo Neustadt, debemos explicarle qué es este mecanismo.
Un motor jet funciona expulsando gases de combustión hacia atrás a gran velocidad.
Por el principio de acción y reacción de Newton, el avión entonces se desplaza hacia delante.
Para aumentar transitoriamente la potencia de un motor a chorro, imprescindible para pasar de
velocidad subsónica a supersónica, se recurre a inyectarle a esos gases unas finas gotas de
combustible. Al hacer contacto el kerosén aeronáutico con el escape, se enciende y produce
una fenomenal llamarada que aumenta la potencia del motor en forma significativa.
El bombardero Vulcan era subsónico y por lo tanto no requería de poscombustión. La
construcción del sistema le fue adjudicada entonces a la estatal fábrica francesa SNECMA de
modo que la relación 60/40 pudiera mantenerse.
En cuanto a los sistemas, al consorcio BAC le correspondió desarrollar la red eléctrica y
la generación, la provisión de oxígeno, el sistema de combustible y los instrumentos de control
de los motores. La Sud-Aviation tomó a su cargo los sistemas hidráulicos, de control de vuelo,
navegación, radiocomunicaciones e instalación de aire acondicionado.
Parece ser que esto finalmente daba “miti y miti” por lo que, satisfechos por igual
burócratas e ingenieros, se convino en que habría dos líneas de montaje, una a cada lado del
canal. Los números de serie impares serían los correspondientes a los aviones producidos en
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la planta de la Sud-Aviation y los números pares le corresponderían a los que construiría la
BAC en Inglaterra.
Pasados el frondoso papeleo, las firmas, el comunicado de prensa, el brindis, las
felicitaciones, los abrazos, las sonrisas y las fotos había un detalle en que los socios no se
habían puesto de acuerdo, simplemente porque entre tantos engorrosos trámites y aburridos
tecnicismos no habían tenido tiempo de discutirlo. El ambicioso proyecto no tenía nombre.
Quizás se trataba de un detalle menor, ya que lo fundamental era que alguna vez la
aeronave volara. Fue así que al principio el nuevo avión de pasajeros era llamado por los
ingleses “223” o “SST” (por supersonic transport) mientras que los socios franceses lo
apodaban “TSS” (transport supersonique) o para furia de los socios británicos: “Le Super
Caravelle”.
26
Capítulo VIII
¡Manos a la obra!
Franceses e ingleses tenían ante sí uno de los emprendimientos más difíciles que jamás
podían haber imaginado. En el momento de las definiciones técnicas, ni los ingenieros más
compenetrados con el proyecto supersónico podían vislumbrar cabalmente la complejidad de
lo que les aguardaba.
Resulta curioso que hayan sido los ingleses quienes en 1963 propusieran el nombre del
avión y se sorprenderá Ud. al saber que hasta la “e” final fue idea de ellos. De cualquier modo,
ni en Inglés ni en Francés, esa letra e se pronuncia. Sin embargo, aclararon que la “e”
simbolizaba “Excelence, England, Europe y Entente”. Aun así, el general (De Gaulle, por
supuesto) dio su OK (aunque dudo que haya dicho “okey”).
Al comienzo, el esfuerzo de los equipos técnicos estuvo concentrado en precisar lo más
acabadamente posible los requerimientos aerodinámicos y estructurales de un avión de
pasajeros supersónico. Esto los condujo a la adopción de un largo y angosto fuselaje acoplado
a una gran ala delta de sección muy esbelta. Esta configuración –similar a la de muchos
cazas- parecía ser la más indicada para la velocidad de crucero a la que el avión debería
desplazarse durante un vuelo.
Para que Ud. tenga una idea del largo del Concorde, lo compararemos con el DC-10 o
el MD-11 dos grandes aviones de pasajeros muy conocidos por el público en general. Para
visualizar mejor el diámetro del fuselaje, lo haremos con el modelo MacDonnell Douglas MD80 de cabotaje. El Concorde poseería cuatro asientos por fila solamente.
A cada extremo del esbelto fuselaje hay unos elementos de una particularidad tal que,
por más breve que sea esta reseña de las soluciones técnicas adoptadas, no podemos dejar
de mencionar. Lo más inusual quizás, sea que la nariz del avión pivota sobre un eje horizontal
y desciende durante las maniobras de aterrizaje y despegue. Esto le compensa a los pilotos la
pérdida de visibilidad ya que el Concorde, debido a sus alas delta, debe hacerlo en un
pronunciado ángulo. Una vez en vuelo, la nariz vuelve a su posición horizontal y por ser tan
puntiaguda ofrece una bajísima resistencia aerodinámica. La cola del Concorde es un largo
cono que se extiende bien por detrás del estabilizador vertical donde se sitúa el timón, que
sirve para canalizar más eficientemente el flujo del aire a alta velocidad.
En cuanto a las alas, hicieron bien los técnicos en descartar de plano las de geometría
variable que por aquel entonces estaban muy en boga. Los franceses de Dassault estaban
desarrollando el avión de caza Mirage G-8 cuyas alas giraban sobre unos pivotes verticales,
de modo de variar su flecha de acuerdo con la velocidad que desarrollara el jet. Con
posterioridad se demostró que esto agregaba tanto peso y complejidad al conjunto que
finalmente las ventajas aerodinámicas se desvanecían.
Para probar la validez de la solución adoptada, hicieron falta miles de horas de ensayo
en el túnel de viento, a velocidad subsónica y supersónica. La aeronave resultante tendría que
surgir del compromiso entre ambos regímenes de operación; un avión estable en las
maniobras de despegue, aterrizaje y vuelo a bajas velocidades a la vez que poseedor del
mejor perfil aerodinámico cuando el piloto le pusiera los aceleradores a fondo.
Fue por eso que el ala delta del Concorde fue motivo de especial empeño, ya que allí,
sin duda alguna, estaba la clave de todo. ¿Recuerda que el constructor francés Marcel
Dassault, refiriéndose al Mirage, había dicho que si un avión es bello entonces está bien
diseñado? Supongo que Ud. coincidirá conmigo que más parecería que se estaba refiriendo al
Concorde. Si observáramos el ala a la distancia nos daríamos cuenta de que presenta una
forma compleja, un ala delta de flecha evolutiva con una serie de curvas difíciles de describir
con palabras, semejante a una copa de vino invertida. Vista transversalmente, esboza una
elevación al centro y luego cae levemente hacia las puntas. La riqueza formal, por no decir la
estética pura, acompaña en este caso a la excelencia técnica, con algunas reminiscencias a la
belleza de las aves voladoras. Es por ello que los franceses llamaron al Concorde “L’oiseau
blanc” (el pájaro blanco) y los ingleses “Big bird”(el pájaro grande).
Al haberse decidido que el nuevo avión apenas superaría Mach 2 los ingenieros
estructurales se concentraron en encontrar la aleación de aluminio apropiada para construir las
alas y el fuselaje. Si se hubiese optado por velocidades cercanas a Mach 3 esto habría hecho
27
necesarios materiales como el acero inoxidable y el titanio, llevando la complejidad y el costo
del programa a niveles más que extravagantes.
Las exigencias a las que sería sometido el metal eran tanto de naturaleza mecánica
como térmica. Un avión subsónico debe proteger sus alas contra la formación de hielo que
modifica el perfil alar e inmoviliza los planos de control, pudiendo ocasionar la caída de la
aeronave. Si en cambio un avión tuviese que volar a velocidad supersónica, el problema sería
inverso, ya que la fricción contra el aire al volar a 2.000 kilómetros por hora eleva la
temperatura del metal a valores superiores a los cien grados centígrados. En este caso, no
habría que descongelar las alas sino enfriarlas pero, como en sus vuelos regulares el
Concorde tendría que volar a ambos regímenes, deberían preverse las dos alternativas.
Por lo tanto, el aluminio del Concorde debería ser capaz de resistir estas exigencias
como también aquellas que por efectos de la presurización de la cabina de pasajeros llevarían
las diferencias de presión entre el interior y el exterior del avión a valores superiores a todo lo
conocido hasta ese entonces, ya que la aeronave franco-británica volaría a 18.000 metros de
altura. Es un dato interesante que durante el vuelo supersónico el fuselaje del Concorde se
estira entre diez y quince centímetros por efectos de la dilatación y obviamente, al aterrizar
vuelve a su tamaño inicial. La aleación que se adoptó contenía algo de cobre y era utilizada
hasta ese entonces para fabricar paletas de turbinas. Los laboratorios definieron primero cómo
sería el perfil térmico de un vuelo, lo compararon con las particularidades del aluminio
propuesto y dieron su aprobación.
El desarrollo de la variante supersónica del motor Bristol Olympus fue un ejemplo de
fructífera cooperación entre socios —en este caso empresas fabricantes de motores jet— en
aras de un objetivo común. El “juntos somos más” rindió sus frutos tan bien que el Olympus
pasó en un santiamén de desarrollar 12.000 Kg de empuje (unidad de medida de la potencia
de un motor a chorro) a unos más briosos 13 000.
Los cuatro mil kilogramos de empuje adicionales permitieron incrementar la capacidad
de combustible y pasar de los escasos noventa pasajeros del avión de papel de la BAC a cien
y otorgarle así una reserva mayor para los viajes transatlánticos. Para ese entonces los
franceses habían abandonado sus planes de un avión pequeño de setenta pasajeros para
operar en medias distancias y se entusiasmaron con la más lógica propuesta inglesa.
Un posterior desarrollo del motor Olympus lo convirtió en un motor capaz de entregar
algo más de 17.000 Kg de empuje, con 17% de poscombustión. Esto se tradujo en la
capacidad de transportar otros 18 pasajeros más, haciéndole suponer a sus creadores que su
jet supersónico podría ser un producto atractivo para las aerolíneas.
Gran parte de la eficiencia del grupo propulsor de cuatro Olympus se basaba en el
diseño de sus entradas de aire. Aquí haremos una nueva referencia a lo diferente que es estar
por debajo o por encima del número Mach. A velocidad inferior a la del sonido, el motor jet
puede aspirar todo el aire que encuentra a su paso, pero más allá de Mach 1 y aproximándose
a 2, ese aire debe ser dosificado y frenado para que no penetre a velocidad supersónica. El
reglaje de la entrada de aire a los motores sería controlado en el Concorde por varios sensores
que enviarían los datos obtenidos a una primitiva computadora de modo que, al volar a Mach
2, el aire que aspirarían los Olympus lo haría solamente a Mach 0,45.
A su vez, los escapes de los propulsores requirieron una combinación de dos tipos de
toberas de geometría variable combinadas con un inversor de empuje, utilizado para reducir la
cantidad de pista necesaria para aterrizar.
El combustible —aproximadamente 120.000 litros— estaría alojado en su mayor parte
en las inmensas alas y el resto en cuatro tanques ubicados en el fuselaje. Sin embargo, el
combustible del “pájaro blanco” cumpliría dos funciones adicionales a la de alimentar los cuatro
sedientos motores. El kerosén aeronáutico de los tanques alares se utilizaría para refrigerar el
ala y de ese modo reducir la temperatura del aluminio causada por la fricción con el aire al
volar. Y como si esto fuera poco...mediante un ingenioso sistema de transferencia entre los
tanques, se podría variar la distribución del peso del avión para mantener en su lugar el centro
de gravedad con relación al centro de presión aerodinámica cuando se transitara a velocidad
supersónica, evitando que el avión quedase “pesado de trompa”. En palabras más sencillas,
en el Concorde el combustible es bombeado hacia atrás durante la aceleración hasta
velocidad Mach y enviado nuevamente hacia la parte anterior al retornar al régimen subsónico.
28
Los frenos debían ser capaces de detener a la aeronave cuando aterrizara a la friolera
de 300 kilómetros por hora. Se decidió entonces utilizar discos de freno de carbono en vez de
los de acero, siendo el Concorde el primer avión en incorporar esa innovación tecnológica.
En una breve e incompleta síntesis, hemos visto algunos de los requerimientos y las
soluciones a las que se recurrió en cada caso. Luego de preparar unos 100.000 planos de todo
tipo se llegó a un grado tal de definición que en 1964 se dio por terminada la etapa del diseño
para entrar en la de “cortar el metal”.
Los equipos de venta tomaron sus valijitas y salieron a buscar clientes. Era obvio que
Air France y BOAC serían las primeras en pedirlo, pero para hacer que el proyecto de avión
supersónico fuese un suceso comercial, era necesario golpearle la puerta a la más importante
de todas las compañías de aviación: la todopoderosa Pan American World Airways.
29
Capítulo IX
Algo huele mal en Norteamérica
Apenas supo de las intenciones de los franceses y de los ingleses de construir un avión de
pasajeros supersónico, el presidente Kennedy decidió promover la construcción de una
grandiosa aeronave que superara holgadamente las prestaciones del Concorde. A tal efecto se
hizo asesorar por el experto Najeeb Halaby, director de la Administración Federal de Aviación
estadounidense. El funcionario imaginó una aeronave construida en titanio que fuera capaz de
volar a Mach 2,5 llevando 175 pasajeros a través del Atlántico.
Con una fenomenal partida de 1.500 millones de dólares asignada por el Congreso de
los EE.UU. los constructores interesados debían someter sus proyectos ante un comité que
decidiría cuál era el mejor diseño.
Los ingleses y los franceses poco menos que saltaban de alegría. Si los
norteamericanos hubiesen pensado en un avión construido en aluminio, más grande que el
Concorde aunque de la misma velocidad, los europeos habrían estado perdidos pero, si de un
jet de titanio se trataba, hacerlo realidad demoraría tanto tiempo que les dejaría libre el
mercado para poder ofrecer su avión sin la molesta competencia yanqui.
Tres conocidos constructores de aviones se presentaron al concurso: Boeing,
Lockheed y North American Aviation, que años antes había producido el prototipo del
bombardero XB-70 capaz de volar a Mach 3.
Al poco tiempo de iniciados los estudios, la North American desistió de la empresa,
despejándole el camino a los otros dos concursantes.
Los proyectos que presentaron las empresas que quedaron eran muy disímiles. El de
Lockheed era un avión con ala delta escalonada y los cuatro motores quedaban suspendidos
de ésta, mientras que el diseño de su competidor de Seattle era “revolucionario” ya que
concebía un ala de geometría variable que adaptaría su flecha de acuerdo con la velocidad del
avión y los 4 propulsores esrarían emplazados por debajo del estabilizador de cola.
En teoría, el diseño de Boeing ofrecía un menor ruido en pista ya que, al despegar con
las alas casi a noventa grados respecto al fuselaje, podría hacerlo más lentamente causando
menos molestias en las cercanías de los aeropuertos. Además, podría emplear cualquier pista
en la que operase un Boeing 707, el avión de pasajeros más vendido por ese entonces. Las
protestas de quienes residían en las proximidades de las terminales aéreas se estaban
convirtiendo en la pesadilla tanto de los alcaldes como de los constructores de aviones.
Boeing creía tener “un ganador” y todo indicaba que se llevaría el contrato. Para
septiembre de 1966 la Boeing presentó en sociedad un modelo a escala 1:1 de su SST para
250 pasajeros, bautizado Boeing 2707. Construirlo costó la friolera de 11 millones de dólares
pero deslubró a todos los asistentes. El interior contaba con pantallas de televisión y teléfono
para los pasajeros, dos amenidades que hoy son un par de tontos gadgets, pero que en 1966
parecían venidas del futuro.
Mientras ello sucedía, los ingenieros de Boeing poco menos que se tiraban de los
pelos. Las inmensas alas de geometría variable resultaban mucho más difíciles de materializar
de lo que originalmente se había pensado y los robustos pivotes sobre los que esas
estructuras debían girar iban a pesar una enormidad. Fue una ambigua sensación la que se
apoderó de los muchachos de la Boeing al enterarse —el 31 de diciembre del ‘66— que
habían resultado los ganadores.
Algo había que hacer para solucionar el problema que los desvelaba y ese “algo”
terminó siendo el olvidarse de esas molestas alas pivotantes y adoptar en cambio unas muy
parecidas a las del proyecto “perdedor” de Lockheed.
Y si de otro tipo de problemas habláramos, las cosas se complicaron de un modo
inesperado para el proyecto SST yanqui. El doctor William Shurcliff, un prominente científico
de la Universidad de Harvard, organizó la Comisión de Ciudadanos en contra del Estampido
Sónico y consiguió movilizar a gran parte de la opinión pública de los Estados Unidos en
contra de los vuelos supersónicos sobre áreas pobladas. Otros profesores hicieron públicas
sus sospechas de que los gases de escape de los aviones supersónicos volando a gran altura
dañaría la capa de ozono que protege a nuestro planeta de la radiación ultravioleta.
30
Para 1968 el presidente de los EE.UU. era el republicano Richard Nixon, quien tenía
que lidiar con una impopular, costosa y adversa guerra en Vietnam, un ambicioso programa
espacial y los pesados gastos producto del Estado Benefactor que había heredado de su
antecesor, Lyndon B. Johnson. Nixon era de opinión que el proyecto SST debía proseguir,
pero por las dudas, nombró una comisión de expertos para que le recomendaran qué hacer.
El informe del comité fue lapidario. Virtualmente escrachó el arduo trabajo de cientos de
ingenieros al recomendar la cancelación del sueño americano de volar más rápido que el
sonido. La burocracia quiso que fuera el Congreso quien le cortara las alas al SST, al negarle
los fondos, lo que recién ocurrió en 1971.
Fue un mal trago para el orgullo yanqui, pero no había alternativa. Significó un duro
golpe para Boeing y en cuestión de horas volaron los telegramas de despido por toda Seattle.
Sin embargo, la cancelación del proyecto fue una amarga bendición, ya que el revolucionario
avión, de casi cien metros de largo, era un engendro totalmente disociado de la realidad.
Por otra parte, los sesenta habían pasado de ser una época de bonanza y contagioso
optimismo para convertirse al finalizar la década, en unos años tumultuosos que presagiaban
una inminente crisis económica.
A pedido del presidente de Pan American, Boeing estaba abocada a otro ambicioso
proyecto que casi la lleva a la bancarrota, aunque a la larga fue rentable y terminó
revolucionando el modo de viajar en avión de toda la humanidad. Ese emprendimiento fue el
magnífico Boeing 747, el ya legendario Jumbo jet.
A pesar de las crecientes desventuras en Vietnam y el fracaso del proyecto SST, el
orgullo de los yanquis estaba a salvo. En 1969 el astronauta Neil Armstrong ponía sus pies en
la luna y a continuación plantaba la ubicua banderita de las rayas y las estrellas, mientras su
compañero Buzz Aldrin lo filmaba “a cuatro manos” de modo que el mundo entero lo viera por
televisión.
31
Capítulo X
De Rusia con horror
La historia del Concorde también tuvo ribetes de intriga internacional, con un inquietante
toquecito de espionaje, aunque en esta oportunidad, de la variante industrial.
Dos meses antes de que el Concorde efectuase su debut, el mundo de la aviación —y
el otro también— se conmovió al tomar conocimiento de que un avión de pasajeros
supersónico de producción soviética —a decir verdad demasiado parecido al proyecto
francobritánico— acababa de completar con éxito su primer vuelo. El avión en cuestión se
llamó Tupolev TU-144 y era tal su parecido con el Concorde que los ingleses y los franceses
despectivamente lo apodaron “Concordski”.
Es casi una constante que los países totalitarios pretendan impresionar a sus
adversarios y/o enemigos con alguna realización tecnológica o hazaña deportiva que en la
mayor parte de los casos resulta siendo material propagandístico para consumo interno, de
modo de exaltar las bondades de un régimen opresivo.
Mussolini mandó construir el Rex, un transatlántico muy lujoso que durante un breve
período fue el más veloz del mundo. Hitler se inició con el Bremen y el Europa, se frustró con
los zeppelines y mandó a construir la monumental capital del Reich a la que llamaría
Germania. Los alemanes comunistas del Este deslumbraron en las Olimpíadas con atletas de
una constitución física tal que se llevaban las medallas por docenas. A veces se les iba la
mano con las hormonas que tomaban las nadadoras y las niñas tenían un vozarrón que
derribaba paredes.
¿Qué no podríamos decir de la difunta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas? Los
jerarcas del Kremlin, para mostrar la superioridad del comunismo versus el decadente mundo
occidental, se anotaban en todas apoyándose en una población de un extraordinario nivel
cultural y educativo y una importante estructura industrial. Estamos hablando de un país cuyo
pasatiempo preferido es el ajedrez, una nación de logros tan sólidos en el campo científico y
tecnológico que hoy nos causa risa que pudiera embarcarse en aventuras como la que ahora
vamos a recordar, por el simple afán de ganarle en el tiempo a los rivales y enemigos.
En cuanto al parecido con el Concorde, es necesario hacer aquí una aclaración en
defensa de los ingenieros aeronáuticos de la URSS ya que, así como hoy día resulta difícil
distinguir un Mazda de un Hyunday, también es muy fácil confundir un Airbus con un Boeing.
La razón hay que buscarla en los ensayos que tienen lugar en los túneles de viento en donde
la búsqueda del mejor perfil aerodinámico lleva a que finalmente todos los autos y los aviones
se parezcan entre sí.
Volvamos a la historia. Cuando se hicieron públicos los diseños del Supercaravelle
durante el Salón de París, Nikita Khrushchev decidió que la URSS no podía resignar su
liderazgo en la actividad aeroespacial. Llamó entonces a su diseñador de aviones preferido —
el legendario Andrei Tupolev— y supongo que le habrá dicho —palabra más, palabra menos—
que quería tener un avión igual o mejor, en el menor tiempo posible.
El costo del proyecto carecía de importancia, ya que lo más trascendente por cierto era
tener la aeronave que le mostraría a los occidentales quién era quien pero, la condición sine
qua non era que el SST de los soviéticos debía realizar su primer vuelo tiempo antes que
cualquier avión supersónico de Occidente.
El único modo de cumplir con estas exigentes premisas era hacer “un poquito” de
trampa, accediendo a los documentos y planos del Concorde, de modo de ganar un par de
valiosos años de trabajo.
La Unión Soviética tenía una aceitada maquinaria de espionaje que abarcaba desde los
aspectos militares y políticos hasta los científicos y tecnológicos. Producto de esta última rama
de actividades de la KGB habían surgido el avión de carga Ilyushin IL-76 —casi igual al C-141
Starlifter de la Lockheed— y el exitoso jet de pasajeros IL-62 que es poco menos que el
hermano mellizo del Vickers VC-10 de los ingleses. Debemos aclarar que el buró de diseño
aeronáutico de Tupolev estaba totalmente capacitado para construir el avión y para nada
necesitaba copiarse, pero los jerarcas del Kremlin presionaban con el calendario y no era cosa
de contrariarlos. ¡Hace mucho frío en Siberia!
32
El gerente de la oficina de París de Aeroflot -la compañía aérea de la URSS- prestó su
ayuda a la noble causa hasta que, al ser descubierto por los franceses, fue expulsado de
Francia. Posteriormente la KGB reclutó a un ingeniero de la Sud-Aviation de origen ruso quien,
fiel a sus raíces, les suministró más información a los comunistas.
Del lado inglés del canal, hubo un espía a quien nunca pudo identificarse, pero muchos
años después los rusos reconocieron su existencia y revelaron su nombre en código. El
hombre infiltrado en la BAC respondía al seudónimo “Ace” y proporcionó importante material
técnico a la URSS. Al sospechar los ingleses que eran objeto de una traición, algunos de los
datos que el espía con nombre de jabón de lavar envió a Moscú habían sido falseados.
Andrei Tupolev, su hijo Alexei y el formidable equipo de ingenieros que los secundaban
tampoco compraban “pescado podrido” y en general supieron distinguir lo real de lo fraguado.
De cualquier manera, el producto ruso no iba a ser igual al Concorde, ya que las
especificaciones del proyecto hablaban de un avión de mayores dimensiones, capaz de
transportar ciento cuarenta pasajeros en una configuración de cinco asientos por fila en vez de
los cuatro del Concorde. La velocidad máxima se mantendría dentro de los límites que permitía
el aluminio, aunque una fracción de Mach más alta que la del avión anglofrancés.
Al igual que el Concorde, el TU-144 contaría con una nariz rebatible y unas grandes
alas del tipo delta, pero casualmente allí radicaba la mayor diferencia entre ambos aviones. En
lugar de esas ágiles curvas y combas, de esa forma tan bella y eficiente a la vez, las alas
doble delta del Tupolev parecían haber sido cortadas con el serrucho, ya que eran bastante
planas y de líneas muy rectas, quizá como consecuencia de haber sido diseñadas a los
apurones, ni siquiera por Tupolev sino por Antonov, un muy conocido constructor de grandes
aviones de carga.
Para propulsar al TU-144 se recurrió —al igual que con el Concorde— a un motor ya
probado, en este caso el Kuznetsov NK-8 del Ilyushin IL-62 que hace poco mencionáramos.
Sin embargo, el NK - 8 no era un motor turbojet sino un turbofan y a consecuencia de ello, las
modificaciones que se le realizaron no rindieron los frutos esperados. Le explicaré, querida
doña Rosa, que el turbofan es una evolución de los primitivos motores a chorro en la cual se
hace pasar una cierta cantidad de aire por un conducto que rodea al motor propiamente dicho
y que luego se une con los gases de escape. Ese aire extra aumenta la potencia del motor sin
incrementar el consumo. Esa tecnología es la que utilizan todos los motores a chorro de los
aviones modernos. El problema que se les presentó a los soviéticos fue que el turbofan es
ideal para velocidades subsónicas pero patea en contra más allá de Mach 1.
No obstante las improvisaciones, las dificultades, los apurones y los desajustes, el 31
de diciembre de 1968 los Tupolev padre e hijo se dieron el gustazo. El flamante orgullo de la
URSS despegó estruendosamente y al mando del piloto Eduard Elyan efectuó con éxito su
primer vuelo. Fue toda una hazaña llegar a volar antes que el Concorde, pero de algún modo
fue una victoria a lo Pirro ya que el debut del sueño de Khrushchev tuvo lugar cuatro años
después de haber sido depuesto por sus camaradas. ¡Pobre Niki!
Seis meses más tarde, el flamante 144 rompía “la barrera” y el 26 de mayo de 1970
alcanzó Mach 2.
Sería lógico suponer que los Tupolev estaban satisfechos con la criatura, pero no era
así. El objetivo se había cumplido con creces, pero su amor propio les frenó la complacencia.
Era necesario mejorarle muchas cosas al TU-144 y en consecuencia los más brillantes
ingenieros de la URSS no descansaron hasta quedar conformes. Podría decirse que hicieron
de vuelta el avión, ya que hubo numerosos cambios en el diseño aerodinámico, la estructura,
los materiales que se emplearon y los sistemas. Algunas de las modificaciones podían
percibirse a simple vista. Se agrandaron las alas y se las reforzó con titanio. El fuselaje fue
alargado en más de seis metros. Las góndolas de los motores se rediseñaron totalmente y
además se las separó del eje longitudinal del avión. Los motores se desplazaron en dirección a
la cola y se los equipó con nuevas toberas de escape. El tren de aterrizaje fue mejorado y se
aumentó la cantidad de ruedas con que estaba equipado.
La más visible de las modificaciones fue el agregado de un par de pequeñas alas
rectas retráctiles que fueron ubicadas apenas por detrás de la cabina de pilotaje. Estos
horrendos “bigotes” —denominación casera para el sistema de hipersustentación delantera—
33
se debían extender para las maniobras de despegue y aterrizaje, mejorando significativamente
la conducta del Tupolev -144 en la parte más crítica del vuelo.
Todos estos parches al diseño original recién estuvieron listos varios años después, en
la primavera de 1973 justo a tiempo para realizar una inolvidable “demo” en el Salón de la
Aviación de Le Bourget, en las afueras de Paris. Como pronto veremos, inolvidable fue.
Todo el mundo se preguntaba para qué querían los comunistas poseer un avión del tipo
que en el Occidente capitalista sería utilizado sólo por los más acaudalados y burgueses
pasajeros. Papá Tupolev había expresado a fines de los sesenta que, siendo la URSS el país
más extenso del planeta, el 144 permitiría ahorrar tanto tiempo a los profesionales y técnicos
que debieran viajar por su vasto territorio que a larga redundaría en una gran economía para el
país en su conjunto.
Andrei Tupolev no se andaba con chicas y en un rápido cálculo estimó que la URSS
precisaría unas setenta y cinco unidades. Al serle objetado el volar supersónicamente sobre
tierra firme, el ingeniero dijo que el estruendo sónico no sería ningún problema ya que la
población de la URSS estaba acostumbrada a los truenos. ¡Mamma mía!
El 3 de junio de 1973 era el gran día. Luego de una brillante demostración a cargo del
Concorde en la que se comportó casi como un avión de caza, le tocó el turno al 144. Luego de
un breve vuelo, el avión realizó una pasada a muy baja altura y si bien la concurrencia creía
que estaba por aterrizar dada la escasa velocidad a la que volaba, el piloto Mikhail Kozlov
retrajo el tren de aterrizaje, encendió la poscombustión e inició una peligrosa trepada en un
ángulo muy agudo. Cuando el Tupolev se hallaba a unos 1.200 metros de altura, entró en
pérdida e insinuó una caída en picada. En ese momento se desprendió “limpito” uno de los
bigotes y el 144 se desestabilizó. El piloto perdió el control y el 144 se situó con la trompa
apuntando a tierra. Pocos segundos después el Tupolev se estrelló, costándole la vida a la
tripulación y a otras ocho personas más que se hallaban en tierra.
Demás está decir que este accidente tuvo lugar a la vista de doscientas mil personas,
entre entendidos y curiosos. Además, era tal la expectativa que fue filmado por cuanta cámara
de cine o televisión había en el aeropuerto de Le Bourget. El insólito crash del 144 representó
a la vez una horrible tragedia y un papelón machazo. Andrei Tupolev había fallecido un año
antes y obviamente se salvó de tener que dar explicaciones, aunque todo parecía indicar que
había sido un lamentable error del piloto que sometió al Tupolev a exigencias superiores a las
que el avión podía resistir.
Sin embargo, ni la Unión Soviética ni Sergei Tupolev escarmentaron y se llegó a
producir una serie de diecisiete aviones, bastantes por cierto, pero muy lejos de aquel
mentiroso cálculo inicial.
El 26 de diciembre de 1975 el TU-144 realizó su primer viaje experimental entre Moscú
y Alma Ata, capital de Kazacstán, cubriendo la distancia de 3.200 kilómetros en menos de dos
horas. Si bien todo sonaba auspicioso, sucesivos vuelos de prueba demostraron que el avión
consumía más de lo esperado y si bien la velocidad máxima era ligermamente superior a la del
Concorde, el alcance del SST soviético era menor que el del jet de los capitalistas.
Con bombos y platillos, los vuelos regulares comenzaron en noviembre del ‘77, pero al
poco tiempo, en junio de 1978 —muy silenciosamente por cierto— el servicio a Alma Ata fue
suspendido, sin que Aeroflot proporcionara información sobre las razones que llevaron a la
empresa a tomar la decisión. Años después trascendió que un avión se había perdido en vuelo
y otro más al aterrizar.
De algún modo, el prematuro final del veloz Tupolev fue la confirmación de que los
occidentales tenían razón cuando pensaban que la URSS no necesitaba un avión de pasajeros
supersónico. Y así como los creadores del Concorde no pudieron concretar una sola venta,
menos aún podía esperarse del TU-144.
Por suerte, los restantes TU-144 no fueron a parar al desarmadero y quedaron
esperando la mano mágica que alguna vez los hiciera volver del limbo. Lo más increíble es
que un cierto día esa mano llegó, aunque de donde menos se la hubiese esperado.
Quizás para alegrar los últimos días de Alexei Tupolev —quien falleció en 2001— un
cuarto de siglo después de haber sido desactivado, un remozado Tupolev-144 estrenando un
bonito esquema de pintura en su exterior volvió a despuntar el vicio, volando a Mach 2.
Por ahora, amigo lector, no le daré más detalles y lo dejaré con la intriga.
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Capítulo XI
Hombres trabajando
Definidas las características técnicas del Concorde, los ingenieros se abocaron a realizar
exhaustivos tests en dos fuselajes completos; uno a manos de los franceses de CEAT y el otro
en el Royal Aircraft Establishment de Farnborough. Los ensayos de resistencia estática se
realizaron en Toulouse, Francia. La gran diferencia con otros aviones fue que tuvieron que
simularse las características del vuelo supersónico y por lo tanto los tests debieron efectuarse
tanto a la temperatura ambiente como calentando el fuselaje a 120 grados y luego enfriándolo
a 10 grados bajo cero.
Las pruebas de fatiga de metal tuvieron lugar en Farnborough, Inglaterra y consistieron
en someter la estructura a la presión de unas monstruosas prensas hidráulicas mientras se
simulaban las temperaturas extremas que el avión habría de encontrar en vuelo. Se incluyó un
test que jamás se había realizado antes en un avión de pasajeros; el de fatiga acústica,
necesario para conocer la reacción de la cola y el timón del Concorde al descomunal
estruendo de sus cuatro motores.
El diseño de la nariz rebatible fue extensamente testeado y fueron necesarias
numerosas modificaciones hasta hacerlo a prueba de cualquier contingencia.
Más adelante les llegó el turno a los sistemas hidráulico, eléctrico, de vuelo, manejo del
combustible, aire acondicionado y el mecanismo del tren de aterrizaje.
Una vez que los distintos componentes recibieron su OK en forma separada, era el
momento de probarlos en vuelo. Para ello se decidió construir dos prototipos, otros dos
aviones llamados de pre-serie a los que se les incluirían los cambios que el testeo de los dos
primeros aviones hubiese aconsejado realizar y por último, tres máquinas más, similares a los
modelos de serie.
A su vez, el programa de pruebas se dividiría en dos etapas; la primera para verificar el
diseño evaluando las características de la aeronave y sus sistemas, mientras que la segunda
comprendería el proceso de certificación y la prueba de los aviones en algunas rutas típicas,
de modo de poder apreciar el potencial del Concorde como transporte de pasajeros.
En 1966 tuvo lugar la fusión de la división de motores aéreos de la Bristol con su
competidora, la Rolls Royce, por lo que los propulsores del Concorde dejaron de llamarse
Bristol para convertirse en Rolls Royce Olympus. Ese mismo año, un motor con su
correspondiente entrada de aire y la góndola que luego se alojaría en el Concorde fue
instalado por debajo del fuselaje de un bombardero Vulcan y así fue sometido a extensas
pruebas de vuelo, rindiendo examen —con aprobado— tiempo antes de que el primer
Concorde hubiese sido construido.
En Febrero de 1967 estuvo listo un modelo del interior del avión. Tanto la prensa como
los representantes de las más importantes compañías aéreas fueron invitados a conocer cómo
se vería por dentro. Afortunadamente, el mundo aún no se había malacostumbrado a los
aviones de fuselaje ancho, ya que el espacioso Boeing 747 todavía no había hecho su debut.
El prototipo francés, denominado 001, fue exhibido triunfalmente a la prensa mundial el
11 de Diciembre de 1967 en la sede de Sud-Aviation en Toulouse, pero una inesperada serie
de inconvenientes demoró el programa y el primer vuelo del Concorde recién tuvo lugar el 2
de Marzo de 1969, a manos del legendario piloto de pruebas André Turcat quien, como ya
vimos, a bordo del Nord Griffon había sido el primer europeo en superar Mach 2.
Los días previos al debut habían sido horribles; tan malo era el tiempo que la prueba de
vuelo estuvo a punto de cancelarse debido a los fuertes vientos cruzados que azotaban la
pista. Gracias a una repentina mejora de las condiciones meteorológicas, el Concorde dejó el
hangar y se dirigió a la cabecera de pista. Una vez allí, el piloto francés puso los aceleradores
a fondo y ante la vista y para los aplausos de un selecto grupo de asistentes, el avión levantó
vuelo en medio de un ruido ensordecedor.
Fueron sólo 27 minutos en el aire, volando apenas a 3.000 metros de altura y a la
mísera velocidad de 480 kilómetros por hora, pero esa media hoa resultó más que suficiente
para que a su glorioso regreso al aeropuerto, Turcat declarara: “Finalmente el gran pájaro
vuela y puedo asegurar que lo hace muy bien”.
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Un mes después, el 9 de Abril, el prototipo inglés 002 despegó del aeródromo de Filton,
cerca de Bristol, al mando del experimentado piloto de pruebas Brian Trubshaw. Si bien por
ser el segundo vuelo parte de la magia ya se había desvanecido, para los ingleses fue un
evento inolvidable. Al término de éste, Trubshaw manifestó ante la prensa lo siguiente:
“Muchos pilotos hubieran dado cualquier cosa por estar en mis zapatos y comprendo
perfectamente lo afortunado que he sido”.
Dos meses después, en una sensacional première, ambos prototipos se presentaron en
sociedad en el Salón de Le Bourget. Fue a la vez un despliegue técnico y mediático ya que los
dos Concorde monopolizaron la atención de “la industria” y casi nadie se acordó de los otros
aviones que se exhibieron en la muestra. La impresión perduró durante varios meses hasta
que el 1º de Octubre el supersónico anglofrancés conmovió nuevamente a la opinión pública.
Ese día, el prototipo 001 del Concorde voló más rápido que el sonido por primera vez,
alcanzando la para nada despreciable marca de Mach 1,5 aunque lo hizo durante nueve
escasos minutos.
En los vuelos de prueba que siguieron, el avión se desempeñó en un todo de acuerdo
con los cálculos de sus constructores, al punto que se decidió invitar a cuatro pilotos de
sendas aerolíneas (BOAC, Air France, Pan American y TWA) para que, tras ensayar
brevemente en el simulador de vuelo, tomasen los comandos y se diesen ellos también, el
gusto de hacer trizas la barrera del sonido.
Es conveniente que aclararemos que los cuatro primeros Concorde —los prototipos y
los de pre-serie— estaban equipados con una mínima cantidad de asientos ya que eran
verdaderos laboratorios volantes, plagados de cables y sensores acoplados a sofisticados
instrumentos de medición capaces de monitorear tres mil parámetros diferentes. En cada vuelo
que realizaban los prototipos se recababa valiosísima información.
Mientras estos ensayos supersónicos tenían lugar en Europa, el 9 de Febrero de 1969,
en Seattle, Estados Unidos, los ingenieros de Boeing festejaban el primer vuelo del modelo
747. Ciertamente, este avión era la antítesis del Concorde: gordo rechoncho y hasta con
joroba, capaz de transportar entre 350 y 400 pasajeros sentados en filas de diez asientos a
sólo 950 kilómetros por hora. Sin mayores ambiciones de velocidad, sus puntos fuertes eran el
bajo costo de explotación, el inusual confort que ofrecía a sus pasajeros y sus gigantescas
bodegas de carga que, gracias al uso de contenedores, revolucionaron también el modo de
transportar mercancías por avión. Menos de un año después —el 22 de Enero de 1970— el
gigantesco Jumbo Jet ya transportaba pasajeros para la Pan American Airways.
Y llegamos a Noviembre de 1970. Ese mes ambos prototipos del Concorde alcanzaron
la tan ansiada marca de Mach 2 sin que se registrase inconveniente alguno. Los ensayos
prosiguieron con total normalidad, a excepción de un incidente ocurrido en Enero de 1971. En
esa oportunidad se desprendieron partes del mecanismo de reglaje de la entrada de aire a
uno de los motores, lo que derivó en graves daños en el interior del Olympus. El avión debió
regresar a Tolouse con sólo tres motores funcionando, y aterrizó sin problemas.
El 25 de Mayo de ese mismo año, el prototipo 001 realizó un fugaz vuelo a Dakar,
Senegal. Al día siguiente emprendió el regreso a Francia para aterrizar en Le Bourget, donde
se estaba realizando el Salón de la Aviación. La multitud reunida en la aeroestación aplaudió a
rabiar. Para la estadística, el trayecto Dakar-París se cumplió en sólo 2 horas y 52 minutos.
En Septiembre, el Concorde apuntó hacia nuestros lares, visitando Sao Paulo, Río de
Janeiro y Buenos Aires, en una brillante tournée de 15 días durante los cuales realizó dieciséis
vuelos de demostración.
En medio de una gran expectativa, el sábado 11 de Septiembre de 1971 el Concorde
001 al mando del piloto André Turcat, llegó por primera vez a la Argentina. El domingo 12 el
prototipo francés emprendió un fascinante vuelo desde Ezeiza hasta Comodoro Rivadavia
llevando entre sus invitados al brigadier Rey, por entonces comandante en jefe de la Fuerza
Aérea Argentina. Al volar majestuosamente sobre el Atlántico Sur a Mach 2, el Concorde
acercó la Patagonia al Río de la Plata.
El lunes 13 de Septiembre concluyó la histórica visita a Buenos Aires y el supersónico
avión de pasajeros partió nuevamente hacia Europa, pero como debía realizar una escala
técnica en Río de Janeiro, quizás para tentarlos, transportó hasta la Cidade Maravilhosa a
varios miembros del directorio de Aerolíneas Argentinas.
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Poco tiempo después, el mismo prototipo 001 llevó como pasajero al presidente
francés, Georges Pompidou en un breve viaje de prueba entre Toulouse y París, con un desvío
ad-hoc para volar supersónicamente sobre las aguas del golfo de Vizcaya.
La experiencia Mach le agradó tanto a Georges que en Diciembre del 71 el presidente
Pompidou volvió a subir al Concorde con el propósito de volar a las Azores donde debía
entrevistarse con su colega norteamericano.¡Imagínese la cara de Nixon cuando Pompidou se
apareció a bordo del oiseau blanc! Sin embargo, aceptando la derrota tecnológica y para
disimular la envidia, el bueno de Dick pidió que se lo mostraran.
Poco después y para no despertar la susceptibilidad al otro lado del Canal de la
Mancha tras el viaje de Pompidou, el prototipo inglés 002 albergó al Duque de Edimburgo, con
la única diferencia de que, por ser piloto de avión, al príncipe Felipe se le permitió tomar los
controles del Concorde y volarlo a Mach 2. Mmmm...¡Privilegios de la realeza!
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Capítulo XII
1973 - 74 Política y petróleo
Buscando la venganza de la derrota de la Guerra de los Seis Días, en Octubre de 1973
el ejército egipcio cruzó el Canal de Suez y avanzó a toda máquina sobre las posiciones que
los israelíes venían manteniendo desde 1966. En forma simultánea, Siria llevó sus tropas
hasta las alturas de Golán.
En los días que siguieron al avance de los árabes, Israel recuperó el terreno perdido e
inició una feroz contraofensiva gracias al rápido reabastecimiento de pertrechos por parte de
los aviones C-5 de la Fuerza Aérea de los EE.UU.
En pocos días la guerra había finalizado, gracias a la feliz mediación de la Unión
Soviética y los EE.UU. que impulsaron en conjunto un cese del fuego que fue aceptado por
todas las partes involucradas. El apoyo de Occidente al Estado de Israel motivó que los países
árabes productores y exportadores de crudo declararan un embargo petrolero que afectaría a
gran parte del mundo desarrollado.
Paralelamente, el sagaz Jeque Yamani, ministro de petróleo de Arabia Saudita,
promovió con éxito ante sus socios de la OPEP un aumento en el precio del barril del oro
negro. Y nunca estuvo más justificada la palabra “oro” ya que de la noche a la mañana, el valor
del crudo pasó de tres dólares a la friolera de 11,65.
Actualmente estamos en valores muy por encima de ello pero...billetes verdes eran los
de antes, cuyo poder adquisitivo era muy superior al de nuestros días.
Guerra aparte, justo es reconocer que Yamani y sus amigos hicieron justicia aunque
hayan utilizado una guillotina desafilada. El valor del petróleo se había mantenido constante
durante más de una década, mientras que los precios de los artículos que la venta del crudo
podía comprar se habían deslizado significativamente.
Los países desarrollados eran casi todos importadores de petróleo. En veinte años,
alentado por el progreso económico y el bajo costo del crudo, el consumo se había
cuadruplicado. Los automovilistas de Europa renegaban de sus autitos de unos años atrás
para soñar con los motores V-6. Pero los europeos eran unos aprendices comparados con los
americanos. Para dar un ejemplo, cuando apareció el célebre Mustang era un auto “sport”
derivado del humilde Ford Falcon. En sólo seis años, ya se llamaba “Mustang Mach 1” y
estaba equipado con un monstruoso motor de ocho cilindros y carburador de cuatro bocas,
capaz de hacer chirriar las cubiertas cada vez que se apretara el acelerador. Este desborde de
Ford era la respuesta a engendros como el Dodge Charger —el paradigma de los Muscle
Cars— portador de un sediento motor en V de ocho litros de cilindrada.
La economía de los EE.UU. ya estaba en crisis bien antes de que el pícaro Yamani la
pusiera en terapia intensiva. La guerra de Vietnam, el estado benefactor y la exploración
espacial habían llevado al presidente Nixon a tomar medidas extremas como devaluar el dólar,
bajar los impuestos y elevar las tasas de interés. Era hora de ajustarse el cinturón pero la
sociedad de consumo se resistía. La producción de petróleo de los EE.UU. declinaba pero los
ostentosos Cadillac y Lincoln circulaban alegremente por las autopistas mientras que los
escarabajos de la VW quedaban en manos de los hippies. Algunos automovilistas excéntricos
que rechazaban semejante despilfarro, habían comenzado a adquirir unos modestos autitos
llegados del Japón. Los Datsun, Honda, Toyota y Mazda eran pequeños pero sus propietarios
elogiaban su confiabilidad. La VW estaba lista para presentar el atractivo y económico modelo
Golf, que en los Estados Uidos iba a llamarse Rabit.
Privada por la OPEP de una parte importante de la energía que necesitaba, la
economía de los EE.UU. entró en una aguda recesión combinada con inflación y para describir
el fenómeno, se lo llamó estanflación. El índice Dow Jones de la bolsa neoyorquina cayó 47%
en 1973/74 y los precios al consumidor aumentaron 12% ese último año. A causa del
racionamiento, los automovilistas debían realizar largas colas para cargar nafta en los tanques
de sus golosos cruceros del asfalto. La inflación y la sequía dispararon el precio de la carne
vacuna a niveles extravagantes, al extremo que en Seattle se llegó a consumir carne de
caballo y de búfalo. El recordado cómico Bob Hope lo tomó en solfa diciendo que conocía a un
carnicero en Cleveland que alquilaba carne.
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Al resto del mundo no le iba mejor por cierto. En Europa se veían las autopistas casi
vacías, las estaciones de servicio cerradas durante los fines de semana y por las calles
circulaban más bicicletas que nunca. En Brasil en cambio, el gobierno militar emprendió un
proyecto monumental para producir etanol a partir de la caña de azúcar y de ese modo
satisfacer a su parque automotor. Las fábricas produjeron modelos que utilizaban alcohol puro
y otros que consumían una mezcla de 80% de nafta y 20% de etanol. Esa audaz política
solucionó en gran parte el problema de provisión de combustible a la vez que evitó el colapso
de la pujante industria del automóvil.
En nuestro país estábamos un poco “en otra” con el desabastecimiento generalizado,
consecuencia de la forzada política de congelamiento de precios e “inflación cero” del ministro
Gelbard. Para deshacerse de los Pesos que la Casa de la Moneda imprimía a toda máquina,
los argentinos compraban autos “a lo loco”, se debían esperar meses hasta la entrega y los
coches podían salir de la fábrica sin asientos o sin volante. Algunos compatriotas viajaban al
exterior a cobrar los dólares que les vendían a cambio oficial y que a la vuelta revendían en el
mercado negro. De ese modo, el viaje les salía gratis y se hacían de los valiosos billetes. En
medio del desorden económico, alguien descubrió que Argentina sólo importaba el 10% del
petróleo crudo que consumía pero en valor absoluto ese magro porcentaje equivalía a toda la
exportación de carnes del país. Consecuencia: veda parcial de autos en Buenos Aires dos días
a la semana y 80 Km/h de máxima en las rutas nacionales y provinciales. ¡Nos matamos!
En el “mundo real” las compañías aéreas venían sintiendo las consecuencias de la
crisis desde unos años antes del embargo petrolero. En 1970 la Boeing entró en un ciclo de 17
meses sin recibir pedido alguno por parte de las compañías yanquis. Cuando el precio del
combustible se disparó en 1973 los pasajeros desaparecieron. La TWA se desprendió de
varios Boeing 747 que fueron adquiridos por Iran. Pan American -el mayor operador del
modelo 747- perdía dinero en todas sus rutas. Sin pasajeros para llenar sus aviones ni
perspectivas de mejora en la situación, Pan Am perdió el interés en el Concorde y lo mismo
ocurrió con TWA, Continental, Air Canada, American y United Airlines.
Sin embargo, los tozudos socios del Concorde, en vez de cancelar un oneroso proyecto
que se había vuelto irreal, decidieron continuar con los vuelos de prueba.
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Capítulo XIII
Treinta años no es nada
La grave crisis económico-energética no parecía alterar los planes de BAC y Aerospatiale de
mostrarle al mundo las bondades de su avión sumando millas y horas de vuelo para evaluar
las aptitudes del Concorde. El turbulento año 1973 les había permitido lucirse en el Salón de
Le Bourget mientras el TU-144 se hacía trizas ante los ojos del público. En Septiembre el
Concorde realizó una visita a los EE.UU. como invitado estrella a la inauguración del megaaeropuerto de Dallas. La ruta a la metrópoli tejana tuvo la curiosidad de ser un desvío desde
Caracas, ciudad que años después sería uno de los destinos del supersónico.
El pájaro blanco era incapaz de volar sin escalas de Francia a Venezuela, por lo que
debió realizar una parada de reabastecimiento en Las Palmas. Aun con el stop canario, el
Concorde bajó el tiempo empleado por los jets subsónicos en casi cinco horas.
La ciudad de Dallas recibió con todos los honores al SST anglofrancés. El avión
permaneció cuatro días en el flamante aeropuerto durante los que fue visitado por una selecta
lista de invitados. Y más exclusiva aún fue la nómina de los afortunados que obtuvieron un
lugar en algunos de los vuelos supersónicos que se llevaron a cabo sobre las aguas del Golfo
de México.
Luego de su visita a Texas, el Concorde se dirigió a Washington, aunque volando a
velocidad subsónica. El 23 de septiembre cautivó a todos aquellos que se acercaron al
aeropuerto Dulles de la capital yanqui. En Enero de 1974 los ejemplares Concorde de preserie estuvieron muy atareados. El 01 pasó una semana en Tanger realizando desde allí
vuelos sobre el Atlántico Sur mientras que el 02 partió de Tolouse a Fairbanks, Alaska, con
escala técnica en Islandia. El motivo del viaje era comprobar si el Concorde era capaz de
soportar el frío extremo no sólo en vuelo sino también en tierra. Los citados tests no se
realizaron dentro de un hangar, sino que tuvieron lugar al aire libre, a una temperatura de
cuarenta grados bajo cero. El Concorde aprobó con un felicitado.
Entre fin de Mayo y principios de Junio del 74, el 02 realizó diez vuelos entre París y
Río de Janeiro, siempre con escala en Dakar. La “Cidade Maravilhosa” ya había sido escogida
como uno de los destinos que el Concorde operaría comercialmente, por lo que era necesario
hacer ensayos simulando las condiciones en las que el servicio iba a realizarse. Quedó
probado que el tramo podía volarse con comodidad en seis horas y diez minutos (hoy día se
demora —sin escalas— casi doce.)
En el último vuelo de ida y vuelta -el 5 de Junio de 1974- el avión partió de París a las 7
y 20 de la mañana y catorce horas con cuarenta minutos después estaba de regreso en la
ciudad luz. Hemos quedado atónitos... y esto ocurrió hace casi 40 años!!!
Y si de batir récords de velocidad se trataba, este otro es aún más impresionante. El
aeropuerto Logan de Boston estrenaba una nueva terminal de pasajeros y para hacerlo con
todos los chiches, las autoridades invitaron al Concorde. Una vez allí, el avión realizó una
extraordinaria proeza. El 17 de Junio por la mañana un Concorde decoló con destino a París al
mismo tiempo que un Boeing 747 de Air France despegaba de la capital gala rumbo a Boston.
Tres horas y moneditas después, el Concorde aterrizó en Orly, permaneció en tierra casi una
hora y cuarto antes de partir de regreso hacia Boston. Para asombro de todos los presentes, el
Concorde tocó tierra en Boston once minutos antes que el Boeing 747 de Air France. ¡Nos
quedamos sin palabras!
Luego de pasar frío en Alaska, el Concorde debió ir en busca del agobiante calor de
Medio Oriente. En Agosto, cuando las temperaturas exceden holgadamente los cuarenta
grados, el avión viajó a Teherán y también a Bahrein. Allí probó su sistema de aire
acondicionado ante la atenta mirada de los ejecutivos de Iran Air que por aquel entonces aún
parecían estar interesados en adquirir tres aviones.
Y para rematar el año, el 02 voló de Londres a Gander en Canadá, luego a México, de
allí a San Francisco, Anchorage en Alaska, volvió hacia el sur a Los Angeles y a continuación
a Lima, Bogotá y Caracas para retornar de allí a París. Los tramos finales del vuelo permitieron
evaluar las características de despegue en aeropuertos ubicados a alturas respetables como
los de México y Bogotá.
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Todas estas hazañas se desarrollaron en un contexto económico sombrío. En 1974 los
ingleses conocieron lo que era la inflación de dos dígitos y al año siguiente se batió el récord
histórico de quiebras.
A fines de 1975 el Concorde obtuvo la certificación de las autoridades aeronáuticas
inglesas y francesas como aeronave para el transporte de pasajeros. Para entonces, el avión
francobritánico había acumulado 5.300 horas de vuelo realizadas por los prototipos, los
aviones de pre-serie y en menor grado, los primeros aviones “reales”.
Con la papeleta en la mano, todo era cuestión de comenzar con los servicios. Estaba
“cantado” que Nueva York tenía que ser la primer ciudad a la que el Concorde volaría, pero en
vez de pasar por sobre la estatua de la Libertad, el oiseau blanc terminó haciéndolo sobre el
Cristo Redentor y... vaya a saber qué habría por ese entonces en Bahrein para sobrevolar.
Los EE.UU. le habían negado al Concorde el permiso de aterrizaje. Parecía increíble
que sucediera así en un país que siempre se deslumbra por lo novedoso pero los grupos de
protesta hicieron fuerte “lobby” para impedir las operaciones. Además se formaron largas
caravanas de autos en las proximidades del aeropuerto Kennedy para ondear sus pancartas
frente a las cámaras de televisión, siempre ávidas de ese tipo de escandaletes. Los
manifestantes se quejaban del estruendo de los motores del Concorde al momento del
despegue. Semejante nivel de ruido le haría imposible la existencia a todos aquellos que
vivieran cerca del aeropuerto.
Es cierto que “la gente” también se había opuesto al supersónico de la Boeing, pero
ése era un engendro plagado de gruesos errores conceptuales. El Concorde, en cambio, era
un suceso indiscutible, un magnífico avión al que los ingleses y los franceses le permitían
despegar sin restricciones de sus propios aeropuertos. Entonces... ¿qué especie diferente
creían ser los norteamericanos?
La protesta sonaba también a orgullo herido, a la tristeza de haber dejado de ser
“number one” en algo tan caro a la cultura americana como la aviación y que dos naciones
“decadentes” a quienes los yanquis habían salvado de terminar hablando en Alemán, les
refregaran en la cara el grácil vuelo del “pájaro blanco”.
Franceses e ingleses iniciaron entonces dos batallas, una de índole legal y otra de
relaciones públicas, para poder vencer la resistencia de quienes les habían bajado el pulgar.
El debut comercial del avión supersónico recién tuvo lugar el 21 de Enero de 1976.
Para evitar las suspicacias, prácticamente a la misma hora, un Concorde despegó de Francia y
otro de la vecina Inglaterra. El avión francés apuntó a las playas de Ipanema haciendo escala
en Dakar y el inglés hacia la opulencia petrolera de Bahrein, con la esperanza de que algún
día la ruta pudiera extenderse hasta la lejana Singapur.
Con observar un mapa, era obvio que en la ruta del avión de British Airways al Golfo
Pérsico se volaba en parte sobre el mar y en parte sobre tierra firme. Esto significaba que sólo
un tramo del vuelo era supersónico pero, aun así, se ahorraban más de dos horas respecto a
los vuelos de las aeronaves “normales”.
Es curioso que mientras el Concorde se lucía volando por el mundo a Mach 2 la
economía inglesa temblaba, la libra se derrumbaba y el gobierno laborista tuvo que pedir
ayuda al Fondo Monetario Internacional.
Un año y medio después, el Concorde llegó con pasajeros a Singapur en una operación
conjunta con Singapore Airlines, compartiendo por partes iguales la tripulación de cabina y con
el avión luciendo en su fuselaje los emblemas de ambas compañías. Lamentablemente, a los
dos meses debió suspenderse el servicio por las quejas del gobierno malayo respecto al
estampido sónico sobre el estrecho de Malaca.
Con una nueva ruta que eliminara el sobrevuelo sobre Malasia, en Enero del ’79 el
servicio se reanudó pero sólo hasta Noviembre de 1980 en que, debido a la falta de pasajeros,
fue cancelado en forma definitiva.
Las gestiones para poder volar regularmente a los Estados Unidos comenzaron a rendir
sus frutos. A pesar de las ruidosas voces de protesta, William Coleman, secretario de
Transporte de los EE.UU. se jugó por el Concorde y en 1976 autorizó las operaciones en el
Dulles, el aeropuerto próximo a Washington. Sin embargo, la Autoridad del Puerto de Nueva
York le negó el permiso para utilizar el aeropuerto Kennedy, ubicado en terrenos de su
jurisdicción.
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British Airways y Air France iniciaron sus servicios a Washington D.C. el 24 de mayo de
ese año, realizando una presentación inolvidable. Un Concorde despegó de París y otro de
Londres a la misma hora y aterrizaron simultáneamente sobre las dos pistas del Dulles.
La “Gran Manzana” seguía siendo muy hostil pero los muchachos del Concorde no se
rendían. Suprema Corte mediante, el 22 de Noviembre de 1977 el avión salió victorioso de la
Batalla de Nueva York. El gallardo “oiseau blanc” utilizó para su postergado debut neoyorquino
el mismo método de Washington. Dos Concorde aterrizando a la vez era un evento de
proporciones. ¿Qué medio de prensa podría haberlo ignorado?
Al comprobarse que el ruido no era tan diferente del de los Boeing 707 el Concorde se
ganó la confianza de los habitantes de la metrópoli, al menos de los que no vivían muy cerca
del aeropuerto Kennedy.
Al fin el avión estaba llegando a la ciudad que sí lo podía proveer de pasajeros
dispuestos a pagar el costoso ticket. Nueva York fue muy generosa con el Concorde... lo
alimentó de empresarios, financistas, ejecutivos, actores y actrices, modelos top, cantantes,
músicos y millonarios varios sin especificar profesión. Washington en cambio, no resultó un
destino que justificase la operación, ni siquiera con la extensión a Dallas que se operó en
colaboración con la tejana aerolínea Braniff o la que, años después, la British Airways realizó
por su cuenta a Miami.
Pasado el período inicial de operaciones, Río de Janeiro y Bahrein fueron dos fiascos
en términos de volumen de pasajeros. Río era un destino turístico importante pero...si de tomar
sol y perseguir a las garotas se trataba, bien podía el pasajero soportar unas horas más de
vuelo en el espacioso 747 que no necesitaba hacer escalas, a cambio de un ahorro fenomenal
en el precio del ticket. El porcentaje inicial de ocupación del 60 por ciento se fue diluyendo y la
frecuencia de dos vuelos semanales resultaba excesiva.
El servicio a Caracas fue más decepcionante aún. La ruta a Venezuela —que requería
una parada técnica en las portuguesas Islas Azores— nunca despertó interés entre los viajeros
y el porcentaje de ocupación fue de solamente el 36 por ciento.
Y así fue como, eliminada de todas las otras rutas que sus tenaces operadores
quisieron inventarle, la maravilla de la aviación comercial quedó relegada a la nada
despreciable tarea de vincular a París y Londres con Nueva York durante los siguientes
veintitrés años con dos vuelos diarios de algo más de tres horas.
La economía mundial se había recuperado en parte, realizando los ajustes de precios
relativos. Si bien al comienzo los países desarrollados impusieron controles de precios de
ciertos bienes y servicios, con posterioridad los salarios se pusieron más o menos a tono y
dentro de lo razonable, Occidente sobrevivió.
Lamentablemente, los más perjudicados por los productores de crudo cuando inflaron
el valor de su preciado oro negro fueron los países subdesarrollados. A diferencia de las
naciones industrializadas que sí podían aumentar el precio de sus manufacturas, los países en
“vías de desarrollo” estaban condenados a vender sus commodities a valores que eran fijados
en Londres o Chicago. Allí los precios eran manipulados por sus clientes, poco menos que “a
piacere”. Además, la Unión Europea, embarcada en una orgía de subsidios a sus productores
agrícolas deprimía los precios de los alimentos que países como el nuestro producían
naturalmente. Para colmo del absurdo, los europeos pasaron de ser nuestros clientes para
convertirse en desleales competidores.
Finalizado su brillante ciclo de laboratorio volante, en 1977 el Concorde 01 —de
preproducción— fue pasado a retiro. Su destino final fue el Imperial War Museum (museo
imperial de la guerra) de Duxford. El avión fue llevado por el piloto de pruebas Brian Trubshaw,
el mismo que comandó el primer vuelo del Concorde inglés.
En esos días el gobierno laborista tomó la decisión de nacionalizar la industria
aeronáutica que se hallaba en graves dificultades. BAC, Scotish Aviation y Hawker Siddeley se
fusionaron en BAE, sigla que corresponde a British Aerospace.
Volviendo al mundo del vil metal, poco tiempo después las condiciones de nuevo se
deterioraron. La economía americana se debilitó una vez más. La ciudad de Nueva York
estaba casi en bancarrota y coincidentemente con ello, el precio de las propiedades se había
pulverizado. En 1977 hubo un terrible apagón que la dejó a oscuras y a merced de los
saqueadores. La inflación en los Estados Unidos no cedía y para combatirla, el presidente
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Carter nombró jefe de la Reserva Federal al economista Paul Volker, quien dio inicio a un ciclo
de aumento en la tasa de interés que la llevaría en los años siguientes a niveles
extravagantes.
En 1978 se celebró el Campeonato Mundial de Fútbol en nuestra propia casa.
Obviamente, el equipo francés vino desde París a Buenos Aires en un Concorde, realizando
escalas en Dakar y Rio de janeiro.
Para 1979 el dólar perdía valor frente al marco, el franco y la libra a la vez que el oro
aumentaba de precio hasta llegar a los 800 verdes por onza. Recuerdo un chiste publicado en
la revista Time en el que, con el fondo de la torre Eiffel, un asaltante francés está apuntando
con un revolver a un par de turistas norteamericanos. El yanqui, con las manos en alto, le dice
muy contento a su esposa: “Ethel, al fin encontré alguien que me acepta los dólares”.
Nuevas turbulencias acechaban a los EE.UU. y por desborde al resto del mundo... y
desde ya, al Concorde. El más fiel aliado de los norteamericanos en Medio Oriente, el Sha de
Irán, enfrentaba el descontento de su población que se refugiaba en la prédica fundamentalista
de los ayatollahs. A pesar de los esfuerzos yanquis para apuntalarlo, el régimen se desplomó e
Irán se volvió una república islámica hostil a los EE.UU.
Un grupo de “estudiantes” entró por la fuerza a la embajada norteamericana y tomó
como rehenes a varios funcionarios a quienes mantuvo cautivos por largo tiempo. Un intento
de recuperarlos fracasó estrepitosamente y el prestigio militar de los EE.UU. que ya venía
maltrecho luego de la derrota en Vietnam, se pulverizó.
En el medio de este rosario de contrariedades, el petróleo se disparó a 40 dólares el
barril. Y como si esto fuera poco... en 1980, un ignoto dictador, armado hasta los dientes por
sus riquezas petroleras convertidas en pertrechos, atacó a su país vecino, Irán. El hombre en
cuestión se llamaba Saddam Hussein... ¿Le suena?
Y para que nada faltara, la Unión Soviética, que había estado interviniendo en otro
ignoto país llamado Afganistán, decidió enviarle los tanques. Sin embargo, en Kabul la URSS
no pudo repetir los éxitos de Budapest y Praga y no le fue del todo bien. En respuesta a la
invasión, los EE.UU. apoyaron desde Pakistán a la guerrilla afgana, promovieron un boicot a
las Olimpíadas de Moscú y suspendieron sus exportaciones de granos a la URSS.
En 1981 se produjo el debut de un muy extraño “avión de pasajeros” muchísimo más
veloz que el Concorde...el transbordador espacial. El Columbia fue el primero de la serie y su
primer viaje se convirtió en un hito en la historia de la exploración del espacio. Pero para
opacar tanto júbilo, los americanos casi se quedan sin presidente, ya que Ronald Reagan fue
baleado por un loco ante las narices de sus custodios casi del mismo modo en que a fines de
1980 el marido de Yoko Ono había perdido la vida a manos de otro alienado. Y eso no era
todo si de balazos hablamos; el papa Juan Pablo II también recibió una descarga de
proyectiles de parte de un joven turco que trabajaba para la inteligencia búlgara. Pero...
magnicidio en serio fue el de Indira Ghandi tres años después, cuando la dama de hierro hindú
fue asesinada por sus propios guardaespaldas.
Y el Concorde, contra viento y marea, navegó como pudo entre la tempestuosa crisis y
con o sin pasajeros, siguió volando. Fueron un par de duros años a comienzos de los ochenta
hasta que las “Reaganomics” se pusieron en marcha. En Inglaterra, la dama de hierro, Mrs.
Thatcher, gobernaba casi en sintonía con Ronnie por lo que algún tiempo después, vinieron
buenos años para el Concorde.
En 1982 hubo varias crisis internacionales como la Guerra de las Malvinas, la invasión
del sur del Líbano por parte de Israel y un ataque a las barracas de los marines en Beirut que
tuvo como réplica los cañonazos de un acorazado yanqui. Ese año la British Airways, si bien
era una compañía estatal, creó una división independiente para operar sus Concorde en forma
más eficiente y desburocratizada. Los resultados fueron auspiciosos y quizás hayan influido
para encarar la posterior privatización de la compañía.
En Septiembre de 1983 un avión miltar soviético le disparó 2 misiles a un Boeing 747
causando la muerte de sus 269 ocupantes. Los pilotos del vuelo 007 de Korean Air Lines
erraron el curso y sobrevolaron el espacio aéreo de la URSS. El piloto de un interceptor Sukkoi
lo identificó como a un avión comercial pero aún así, recibió la orden de derribarlo. Tiempo
después, los marines norteamericanos desembarcaron en la caribeña isla de Grenada.
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En una interesante operatoria de marketing, en 1985, British Airways firmó un feliz
acuerdo de cooperación con la Cunard, propietaria del transatlántico inglés Queen Elizabeth II.
Por medio de este convenio se promovieron viajes en combinación entre “la reina de los
mares” y el supersónico británico. El “target” de la compañía no eran ya los financistas o los
ejecutivos sino los turistas acaudalados de los EE.UU. e Inglaterra quienes podían cruzar el
océano Atlánico primero por aire y luego por mar, o viceversa, peroen ambos casos, “a lo
grande” (desvirtuando la escencia del Concorde, un artefacto diseñado para ganar tiempo).
El 13 de Julio de 1985 el cantante Phil Collins y el Concorde fueron los protagonistas
de otra hazaña supersónica. Collins cantó en el estadio de Wembley para un festival benéfico
llamado Live Aid Concert, y luego de ello, abordó un Concorde para deleitar al público de los
EE.UU en el Live Aid Concert de Filadelphiaque se desarrollaba en simultáneo.
A la lista de curiosidades de los años ochenta podríamos agregar el secuestro del
transatlántico italiano Achile Lauro por un grupo terrorista árabe, el escándalo Irán-Contras y
como si eso fuera poco... en 1986 tuvimos que lamentar dos impresionantes tragedias. En
Enero tuvo lugar la explosión del transbordador espacial Challenger, evento que por tratarse
del primer viaje al espacio de una maestra -la malograda Christa MacAulfee- tenía una
cobertura especial por parte de los medios. La segunda explosión fue la del núcleo de un
reactor nuclear en Chernobyl, Ucrania.
Para compensar las desventuras aeroespaciales de los Estados Unidos, la URSS puso
en órbita ese mismo año la estación espacial Mir que funcionó —con algunos sobresaltos—
por más de diez años, durante los cuales los sufridos cosmonautas rusos que se alternaron en
el comando de la nave recibieron las visitas de colegas de diversas nacionalidades y hasta de
un adinerado turista espacial norteamericano. Sin embargo, ni la explosión del Challenger ni
Chernobyl perturbaron el sueño de los acaudalados pasajeros del Concorde tanto como la
estrepitosa e inesperada caída de la Bolsa de Nueva York en 1987. El 19 de Octubre el
indicador Dow Jones experimentó un “desliz” de 508 puntos, equivalente al 22,6% del valor de
las acciones que lo conforman. Semejante debacle contagió al resto de los mercados
bursátiles del mundo más o menos globalizado de aquel entonces y se llegó a temer por una
repetición del crash del 29 que, afortunadamente para el Concorde y sus encumbrados
viajeros, no tuvo lugar.
Las aerolíneas norteamericanas tuvieron sus propios “chernobiles” por cierto. Una
medida tomada a fines de los Setenta por el presidente Jimmy Carter —la desregulación del
mercado aéreo de los Estados Unidos— produjo una explosión de la oferta de pasajes a bajo
costo, al surgir docenas de nuevas compañías aéreas y permitírsele a las existentes volar las
rutas de su elección. Fue una medida que en un principio parecía una panacea pero que con el
correr de los años se convirtió en una caja de Pandora. Algunas de las flamantes empresas
prosperaron, aunque otras duraron muy poco. Los efectos no terminaron allí porque si bien
algunas de las aerolíneas históricas como American, Delta y United se expandieron, otras de
las grandes no tuvieron tanta suerte y me estoy refiriendo a compañías como Eastern, Braniff y
Pan American Airways.
Otro sobresalto que debió enfrentar “la industria” en los Ochenta fue la huelga de
controladores aéreos que amenazó con paralizar todo el transporte por avión de los Estados
Unidos. El presidente Reagan los enfrentó con mano de hierro y pudo doblegar a los
huelguistas pero, durante un cierto lapso, viajar en avión no pareció ser tan seguro. Fue
precisamente Reagan quien ordenó un ataque aéreo en territorio Libio. El 5 de Abril de 1986,
agentes de Libia colocaron una bomba en un nightclub de Berlin Occidental, matando a 3
personas e hiriendo a 229. En represalia, aviones de la fuerza aérea y de la marina atacaron
diversos blancos en el territorio del país norafricano pero el Coronel Kaddaffi resultó ileso.
Nada pudo detener al Concorde. En 1986 un avión de los de British Airways viajó a
Nueva Zelanda charteado especialmente para observar al cometa Halley sobre el Océano
Índico mientras que otro llevó a Margaret Thatcher a visitar la “Expo 86” de Vancouver,
Canadá. Ese mismo año, operadores de charter organizaron dos vueltas al mundo a velocidad
supersónica. En Diciembre tuvo lugar una extraordinaria hazaña de la aviación: el primer vuelo
sin escalas y sin reabastecimiento alrededor del mundo por parte del avión experimental
Voyager, diseñado por el genial constructor Burt Rutan y piloteado por su hermano Dick y la
señora Jeana Yeager (nada que ver con Chuck). El Voyager era a la vez tan revolucionario
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como primitivo y el raid fue una hazaña técnica y psicofísica a la vez, ya que el vuelo se
extendió por nueve días en condiciones de habitabilidad que muy benévolamente definiríamos
como miserables.
En 1987 el Concorde —un proyecto generosamente asistido por las arcas del Estado—
fue utilizado como símbolo de la privatización de British Airways. ¡Como para creer en la
publicidad! Ese año tuvo lugar otra hazaña de la aviación, muy curiosa por cierto. El novato
piloto alemán Mathias Rust, de tan sólo 19 años, despegó de Finlandia con una avioneta
Cesna 175 que había alquilado en Hamburgo y volando casi a ras del suelo se las aregló para
aterrizar en la mismísima Plaza Roja de Moscú, poniendo en ridículo a la plana mayor de la
defensa de la Unión Soviética.
En Julio de 1988 la tripulación del crucero yanqui USS Vincennes le disparó 2 misiles a
un avión de pasajeros de Iran Air, un Airbus 300 que volaba a Dubai. El crucero estaba
patrullando en el Estrecho de Hormuz, monitoreando la guerra entre Iran e Irak war, cuando
los operadores de radar confundieron al Airbus con un caza F-14 que el gobierno del Shah le
había adquirido años atrás a los norteamericanos. El jet iraní cayó al mar y 290 personas
perdieron la vida.
A fin de ese mismo año, un avión Boeing 747 de Pan American estalló en vuelo sobre
Lockerbie, Escocia, provocando la muerte de 270 personas, entre ellos 3 argentinos. La causa
del desastre fue una bomba plantada en una pieza de equipaje por parte de dos agentes de la
inteligencia libia. Ese horrible atentado hizo que, por unos meses al menos, se resintiera el
tráfico de pasajeros en el Atlántico Norte y el coeficiente de ocupación del Concorde se vio
afectado. La más perjudicada de todas las aerolíneas fue Pan Am que, con esta tragedia,
quedó poco menos que herida de muerte.
En 1989 el socio francés Aerospatiale, celebró el vigésimo aniversario del primer vuelo
del Concorde y poco después, a modo de festejo inglés, un avión de British Airways partió en
un vuelo alrededor del mundo en el que, volando entre Sydney y Christchurch, sufrió la pérdida
de un trozo del timón. Ese año el mundo libre estaba de fiesta al caer en noviembre el
tristemente célebre muro de Berlín y antes de finalizar el año, tropas norteamericanas
ocuparon Panamá para destronar al dictador Manuel Noriega, poseedor de estrechos lazos
con el narcotráfico.
Para celebrar los cincuenta años de la Batalla de Inglaterra, en 1990 un Concorde voló
en formación junto a un Spitfire y a un Hurricane, cazas que tuvieron a raya a los aviones nazis
durante la Segunda Guerra Mundial. El emotivo show tuvo lugar sobre los blancos acantilados
de Dover que es donde los pilotos ingleses solían esperar a los de la Luftwaffe. Otro festival en
el que participó un Concorde de British Airways fue el que tuvo lugar al celebrarse los 75 años
del aeropuerto de Gattwick. En Sudáfrica, el presidente Frederik de Klerk dio por finalizado el
odioso sistema de discriminación social llamado Apartheid, liberando a Nelson Mandela y
dando comienzo a una era de convivencia política y social entre la mayoría negra y la minoría
de origen europeo.
Una nueva guerra parecía a punto de estallar. Tres años después del fin de la guerra
contra Irán, el dictador de Irak –Saddam Hussein- avanzó con sus tanques sobre Kuwait y en
un abrir y cerrar de ojos se apoderó del pequeño país. El presidente de los Estados Unidos
organizó una coalición mundial para desalojarlo, pero no fue hasta Febrero del 91 cuando
comenzaron las hostilidades.
El mundo vivía una nueva crisis que afectó muy especialmente a las compañías aéreas
del hemisferio Norte ya que se preveía como represalia algún tipo de acción terrorista. Sin
embargo, nada ocurrió, a excepción de que, por unos meses, los aviones volvieron a estar
vacíos. Vuelta la paz, un Concorde de British Airways llevó a la reina Isabel II y a su consorte,
el príncipe Felipe, en una gira de buena voluntad por los Estados Unidos. Ese mismo año, no
fue el Concorde el que unió a Inglaterra y Francia sino el túnel por debajo del Canal de la
Mancha, obra faraónica pero de gran utilidad por cierto, aunque plagada de problemas
financieros ocasionados por el alto costo de su construcción.
La tranquilidad del mundo también se vio afectada ese año por el golpe de estado que
tuvo lugar en la URSS para deponer a Gorbatchov. A los pocos días el pobre Michail volvía a
su puesto pero el camarada Yeltsin había aprovechado la oportunidad para proclamar, en
medio del júbilo popular, el fin de la Unión Soviética.
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La era Clinton fue toda una maravilla para el “oiseau blanc”. La economía de los
Estados Unidos vivió varios años de sostenido crecimiento. Nuevas empresas tecnológicas
surgían a ambos lados del Atlántico Norte y los banqueros estaban más que encantados de
financiar a esos emprendimientos. El Concorde “aprovechó la volada” y logró muy buenos
índices de ocupación.
Hubo también vueltas al mundo, en un sentido y en el otro. Obviamente, en ambos
casos se batieron todos los récords. La más rápida fue la de un avión de Air France que en
Octubre de 1992 partiendo de Lisboa cumplió el periplo con escalas en Santo Domingo,
Acapulco, Honolulu, Guam, Bangkok, Bahrain y regreso a Lisboa. El tiempo neto de vuelo fue
de 32 horas, 49 minutos y 3 segundos.
Ese año, un grupo terrorista islámico colocó una importante cantidad de explosivos
dentro de un furgón de reparto y lo estacionó en el parking del World Trade Center de Nueva
York. Las torres gemelas se sacudieron, hubo muertos y heridos, pero los daños no pusieron
en peligro al emblemático complejo de oficinas.
En 1993 con el objeto de promover un evento de caridad, un avión de British Airways
llevó de paseo al grupo musical australiano Bee Gees para que en el interior de su estrecha
cabina dieran un recital. El concierto de marras se llamó: “Fastest show on Earth” (el show más
rápido del mundo). Ese mismo año, Bárbara Hammer se convirtió en la primera mujer-piloto
que comandó un Concorde.
En 1994 se cumplieron los 25 años del debut del Concorde. Un cuarto de siglo y
todavía parecía último modelo. Una buena noticia para su operador inglés fue el suceso de los
charters que partían de Estados Unidos, al punto que British Airways decidió mantener un
Concorde en Nueva York para atender los servicios on-demand. La mala noticia fue que el
servicio a Washington debió llegar a su fin por falta de pasajeros. Para compensarlo, la British
Airways anunció el inicio de un exclusivo servicio semanal a Bridgetown, Barbados.
Pepsi Cola realizó en 1996 una fenomenal campaña de re-branding que significó una
inversión de 500 millones de dólares. Al tal efecto, la empresa alquiló un Concorde de Air
France durante dos semanas y lo hizo pintar con los nuevos colores de la lata de Pepsi. Ese
año falleció Frank Whittley, el pionero del motor a chorro.
En un extraño accidente aéreo, a mediados del 96, un veterano 747-100 -entregado por
Boeing a Trans Wold Airways en 1971- estalló en vuelo a poco de despegar de Nueva York, a
la vista de los residentes de Long Island, causando la muerte de sus 230 ocupantes. La
investigación de las causas de la tragedia llevó a que debieran cambiarse partes del cableado
de numerosos jets construidos a comienzos de los setenta.
Mientras escapaban del asedio de los paparazzis en la noche del 31 de Agosto de 1997
Diana Frances Spencer -más conocida como Lady Di- y su novio Dodi Al-Fayed perdieron la
vida al accidentarse el Mercedes Benz en que viajaban en el túnel de l’ Alma, ubicado en la
margen Norte del Sena, en Paris.
Un año después, las embajadas de los Estados Unidos en Tanzania y Kenia fueron
objeto de sendos atentados con poderosas bombas que causaron la muerte de 224 personas y
heridas a otras 4.500. Al Qaeda era el nombre de la por entonces poco conocida organización
terrorista que organizó los ataques.
En Octubre de 1998 el transbordador espacial Discovery despegó de la Florida llevando
como pasajero al ex-astronauta y senador John Glenn, de 77 años de edad, el hombre más
viejo en ir al espacio. Lo más importante quizás haya sido que volvió en una pieza.
En 1999 un Concorde de Air France, cumpliendo un viaje charteado, aterrizó en el
aeropuerto de Ezeiza. La curiosidad que distingue a este evento de los otros vuelos del avión
supersónico a nuestras tierras es que se trataba precisamente de la misma máquina que un
año después se estrelló al despegar del Aeropuerto Charles de Gaulle.
El último eclipse del segundo milenio tuvo al pájaro blanco como protagonista. Como el
avión vuela más rápido que el sol, aquellos afortunados que abordaron el SST disfrutaron de
ocho minutos de eclipse en vez de dos.
Superado el 31 de Diciembre de 1999 con sus muy apocalípticas predicciones del
desastre del “Y2K” y al ver que el mundo y las computadoras seguían funcionando
correctamente, el Concorde entró triunfal al nuevo Milenio. Un charter utilizando uno de los
aviones de Air France llevó desde Nueva York a Niza a un numeroso grupo de modelos para
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realizar una impactante presentación de la línea de lencería provocativa de Victoria’s Secret en
el festival de Cannes. Pasado el glamour de la transparente lingerie, un par de meses
después, otro Concorde francés vivió su hora trágica en las afueras de París.
Cuando en noviembre de 2001 y luego de extensas modificaciones, los aviones de Air
France y British Airways retomaron el servicio regular, el mundo había cambiado. Tras la caída
de las torres del World Trade Center, los Estados Unidos se hallaban envueltos en una guerra
a escala global contra el terrorismo y los talibanes de Afganistán en particular. Para discutir
sobre esos espinosos temas, el primer ministro inglés Tony Blair se subió a un Concorde y
viajó a Washington para conferenciar con el presidente Bush.
El 4 de junio de 2002 un Concorde perteneciente a British Airways se destacó en las
celebraciones del Golden Jubilee, los cincuenta años del reinado de Isabel II. Invitado a
participar de la fiesta, asociándose a la idea de ser una “joya de la corona” el Concorde fue el
único avión civil que tomó parte de una formación de 27 aviones de la Royal Air Force que
hicieron una inolvidable pasada a baja altura sobre el Palacio de Buckingham.
Fue un año después que los Concorde dejaron de surcar los cielos. De ello nos
ocuparemos más adelante en este libro.
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Capítulo XIV
Rey por un día
Nunca comprenderé cuál es la lógica —si es que la hay— detrás de las tarifas aéreas. Un
pasaje a Los Angeles puede costar menos que viajar a Miami, o ir a Montevideo ser más caro
que un vuelo entre Miami y Nueva York. Además, la cantidad de días que se permanece en el
destino de sus sueños modifica el precio del ticket en forma significativa y un cambio de fecha
cuesta tanto como un tramo entre dos ciudades.
Estas contradicciones o arbitrariedades casi siempre nos patean en contra aunque en
raras oportunidades juegan gratamente a nuestro favor. En el lejano 1980 encontré una fisura
en esa maraña de millas y dólares a través de la cual pude acceder al gran mundo del
Concorde.
Ese año emprendí un viaje a Alemania para estudiar Alemán en el Instituto Goethe, en
un curso intensivo que duraba ocho semanas. Al traspasar la mágica barrera de los 60 días en
Europa, la económica tarifa “de excursión” se convirtió en la de “un año” y el precio del pasaje
se disparó. Dispuesto a extraerles el máximo rendimiento a mis billetes verdes, convertí el
viaje a Alemania en una ruta triangular, regresando a Buenos Aires por Nueva York. Para mi
sorpresa, casi no había diferencia en el importe a pagar y allí fue donde se me ocurrió la
genialidad que coronó mi vida como pasajero de avión.
La compañía que me llevaba a Europa y me traía de Nueva York era Aerolíneas
Argentinas. Como “mi compañía” no volaba entre Europa y EE.UU. el tramo transatlántico era
lo que en la jerga se denominaba “off-line”. Pues bien, si el vuelo sobre el Atlántico Norte no
me encarecía el ticket, supuse que, si en vez de tomar un avión de cualquier compañía con
derecho de tráfico abordaba el Concorde, tal vez la diferencia no fuese tan abultada. Si bien no
recuerdo exactamente cuánto fue lo que tuve que agregarle al precio del pasaje común, creo
que no pasó de los cuatrocientos cincuenta dólares.
Cuando dejé la oficina de Aerolíneas con el ticket en las manos, no lo podía creer.
Faltaban más de dos meses para subirme al Concorde, aún tenía que someterme a los
dictados de la lengua germana y ya estaba tratando de imaginarme cómo sería emular a
Chuck Yeager con su X-1 o a Turcat con el Griffon, aunque más no fuese desde la cómoda
poltrona de un avión de pasajeros. Elegí tomar el Concorde de British Airways porque antes de
dejar Europa deseaba saludar a la que fue mi primer profesora de inglés, quien vivía y vive aún
en las afueras de Londres. Ya que de visitas sociales se trataba, antes de cruzar a Inglaterra
quería pasar por lo de un gran amigo que tengo en Francia.
Aquellos lectores que hayan sobrevivido a mi libro sobre el Titanic, sabrán de quién se
trata. A los otros, tendré que presentárselos. Es un “muchacho” de mi edad, muy simpático y
generoso quien, además de hacer un culto de la gastronomía y el vino, tiene dos aficiones: los
paquebotes y los hoteles termales.
Tres días antes de mi viaje, estaba cenando en París con él y su esposa cuando le
conté que era poseedor de un pasaje para volar a Nueva York en el “oiseau blanc”. Su primera
actitud fue la de felicitarme con entusiasmo pero luego quiso saber si viajaría en el Concorde
de Air France o en el de British Airways. Cuando le informé que tomaría el avión inglés, mi
amigo resopló, cruzó un par de miradas con su esposa, puso cara de resignación, volvió a
resoplar y finalmente exclamó: “¡Qué animal!”.
Como hasta ese entonces yo no podía entender cuál podría ser la diferencia entre
ambos Concorde, inocentemente le pregunté: ¿Pero si son iguales, no?
Mi amigo entonces se puso colorado, bebió un poco de vino para serenarse, levantó los
brazos como pidiendo perdón a Dios por mi herejía y me replicó: “Sólo un salvaje comecarne
de las Pampas como vos puede pensar que es lo mismo. Si tomases el Concorde de Air
France, te servirían comida francesa y beberías vino francés... como ahora” y luego agregó:
“¿Qué te van a ofrecer los ingleses?”
Lo peor de todo es que, si bien exageraba, mi amigo tenía algo de razón. No voy a
decirle que el 26 de Octubre de 1980 British Airways me hizo pasar hambre, pero me faltó
quizás algo del exquisito glamour al que Francia nos tiene tan bien acostumbrados.
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A bordo del supersónico avión, me tocó en suerte un lugar dando al pasillo y a mi lado,
junto a la pequeña ventanilla, se sentó un hombre maduro, oriundo de los Estados Unidos
quien, luego de presentarse me contó que operaba con “commodities”.
Estaba colocando mi saco en el portaequipajes cuando el señor que ocupaba el asiento
del pasillo de la fila de adelante se levantó y mirándome inquisitivamente me preguntó si yo era
el actor que había personificado a Lindberg en el teatro en Sydney (¡imagínese mi cara!).
Antes de iniciar el despegue, se nos advirtió por los altoparlantes de que no debíamos
asustarnos luego del carreteo, ya que era normal que después de la veloz trepada inicial y
para reducir el ruido en tierra, se disminuyese sensiblemente la aceleración. Menos mal que
nos avisaron, porque segundos después tuve —y supongo que no fui el único— la sensación
de que los motores se habían detenido.
En el momento en que los 4 Olympus bramaban y expulsaban llamaradas de
poscombustión en la pista de Heathrow, la lapicera fuente que me había regalado mi padre
cuando me recibí en la secundaria se me cayó al piso y fue tal el ángulo en que despegamos
que mi preciada Parker desapareció para siempre. La búsqueda que emprendí parece que
resultó irritante para el señor del asiento de atrás, quien enfurecido espetó: “Por favor,
quédese quieto que me está molestando”.
El tramo subsónico se desarrolló sin mayores diferencias sobre lo que es un vuelo en
un avión de los otros, a excepción de que —en mi carácter de permanante viajero de
Economy— esa vez disfrutaba de un bienvenido espacio para estirar las piernas. A cambio de
ello, la esbeltez del fuselaje me condenaba a la proximidad en sentido transversal con mis
vecinos de fila. Las ventanas del Concorde eran mínimas, aproximadamente la mitad del
tamaño de las de un Boeing cualquiera.
La estrechez a lo ancho impedía que en el Concorde se viesen películas. Hace más de
30 años no existían aún las pantallas en los respaldos de los asientos y tampoco se habían
inventado las “notebooks” para que algunos pasajeros pudieran aprovechar el tiempo dándole
a la planilla Excel o... al solitario.
Fue por esa razón que mi vecino de fila comenzó a hablarme del trigo y la soja, el
petróleo y el café. Al principio parecía interesante pero luego de un rato ya me había saturado.
Cuando faltaba poco para “el gran momento” me levanté y me dirigí hacia el lugar donde se
encontraba el display que indicaba la velocidad Mach a la que volábamos.
En el camino hacia el velocímetro digital, observé que había un asiento libre junto a una
muy elegante y atractiva dama. Me miró, le devolví la mirada, me sonrió y me invitó a sentarme
junto a ella. Nos pusimos a charlar y pude notar que la refinada señora tenía un fuerte acento
sureño. Charlamos animadamente de las cosas más intrascendentes y tanto lo disfrutamos
que me quedé en ese asiento hasta Nueva York. Casi al final del viaje la señora se despachó
con un halagador comentario: “¡Qué bien habla Ud. el Inglés!”.
La mujer entonces agregó: “Ud. me recuerda a un actor”. Si Mrs. Symmons —la
profesora que acababa de visitar en Inglaterra— la hubiese escuchado, ciertamente habría
caído muerta de la emoción.
“¿Un actor?”, le repliqué asombrado.
Parecía que el viaje en el entorno exclusivo del Concorde me había transformado. En
tan sólo un par de horas, dos veces me habían comparado con actores, primero por cómo me
veía y luego por el modo en que hablaba.
La mujer no podía recordar cuál era el actor y mientras ella hacía memoria yo trataba
de imaginarme quién podría ser. De repente, la dama del sur de yanquilandia dijo: ”Se llama...
se llama, se llama... Ricardo Montalbán”.
“¿Qué?”, exclamé decepcionado. “Pero si Ricardo Montalbán es mexicano”, agregué
humillado.
La mujer entonces me respondió: “Bueno, sí y Ud. que viene del Brasil (estaba cantado
que iba a confundir Argentina con Brasil) tiene casi el mismo acento que él”.
A decir verdad, nunca me había importado cómo sonaba el Inglés que yo hablaba, pero
la señora primero me había halagado en exceso y ahora me bochaba. Justo ella, cuyo acento
hubiese horrorizado a la profesora que venía de vistar.
Pero debo rebobinar y continuar relatándole cómo era el vuelo supersónico en el
Concorde. A decir verdad, todas mis expectativas respecto a cómo sería romper la barrera del
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sonido se vieron frustradas. El comandante encendió la poscombustión y el display pasó de
0,99 a 1 sin que se notara nada inusual. Ni siquiera un crujido, un ruido o un leve sacudón que
pudiera haberme servido de recordatorio para toda la vida de tan trascendental momento. La
poscombustión seguía haciendo maravillas con los poderosos motores Olympus y el Concorde
continuaba acelerando hasta llegar a Mach 1,7 en que el piloto la apagó y aun así el Concorde
continuó aumentando su velocidad hasta llegar a Mach 2 y, para desgracia de alguien tan
sediento de aventuras como yo, eso fue todo.
Poco más tarde, el piloto invitó a los pasajeros a visitar su cabina (qué no habrían dado
los de Al Qaeda por recibir semejante ofrecimiento) Lo más llamativo me resultó la inclinación
del parabrisas en su recostada posición de vuelo. Para mí fue un momento inolvidable estar
junto a los pilots, todo rodeado de “relojitos”. Desde allí pude observar un cielo de color casi
negro, por estar volando a 18.000 metros de altura, bastante por encima de los diez u once mil
por los que transitan los aviones subsónicos como el Boeing 747.
El vuelo en el Concorde de British Airways fue tan sereno como breve. Luego de tres
horas y media, ya estábamos posándonos en una de las pistas del aeropuerto Kennedy.
Contando con la diferencia horaria que hay entre Londres y Nueva York, le habíamos ganado
al mismísimo sol ya que llegamos, a hora de la Gran Manzana, unos treinta minutos antes de
lo que marcaban las agujas del reloj cuando dejamos Londres.
Después de tan formidable vuelo transatlántico, sólo faltaba que el tránsito neoyorquino
no me jugara una mala pasada en el viaje hasta el hotel en Manhattan. Para mi sorpresa pude
batir otro récord, en un campo en el que la alta tecnología generalmente suele perder contra el
azar. Nunca sabré por qué, pero ese día la congestionada ruta terrestre a la gran ciudad de los
rascacielos estaba superdespejada.
Cuatro días después, mientras realizaba la cola del despacho de Economy para
embarcarme en el Boeing 747 de Aerolíneas con destino a Buenos Aires, percibí que estaba
regresando a mi mundillo, el de los anónimos y sufridos pasajeros de la clase turista.
Sin embargo, debo confesar que al llegar a Ezeiza me sentí decepcionado al
comprobar que, tras doce horas de vuelo, ninguno de mis más de trescientos compañeros de
viaje me había confundido con un actor.
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Capítulo XV
No todas fueron rosas
El avión supersónico anglofrancés no es el único caso en la historia de la aviación en que un
diseño feliz en lo que hace a la tecnología no ha tenido suerte en lo comercial. Es más, los
ejemplos abundan: el Hawker Siddley Trident, el Vickers VC-10, el Lockheed Tristar, el
Dassault Mercure y hasta el McDonnell Douglas MD-11 serían ejemplos de aeronaves que no
fueron adquiridos por las compañías aéreas en las cantidades que hiciesen rentable su
producción. En la mayoría de los casos, hubo algún otro modelo de avión que por apuntar al
mismo segmento del mercado, se quedó con las órdenes de compra de las aerolíneas.
El Concorde, en cambio, es atípico ya que era y es único por sus prestaciones. Ningún
otro avión de Occidente podía hacerle sombra y sin embargo, salvo los aviones de Air France
y British Airways, adquiridos a valores simbólicos, no ha habido en todo el mundo una sola
aerolínea dispuesta a incorporarlo a su flota.
Pensemos en los inconvenientes que cualquier operador que no fuese los
anteriormente mencionados hubiese tenido que enfrentar. El astronómico costo del avión, el
descomunal consumo de combustible, su reducida autonomía, el ruido al carretear sobre la
pista y el estruendo sónico al volar a velocidad supersónica. Todos han sido obstáculos
insalvables para los potenciales compradores.
De no haber habido una cuestión de orgullo nacional de por medio, las dos compañías
que lo operan se habrían desprendido de ellos mucho antes, pero el Concorde era un ícono, la
imagen más moderna de la aviación comercial aunque su diseño ya podría peinar canas.
Es aún materia de discusión cómo pudieron dos países “serios” embarcarse en una
aventura de tan ruinosos resultados. Es obvio que al transitar senderos desconocidos se
aprende al andar, pero el costo final del grácil pájaro blanco superó con gran holgura lo que
inicialmente se había estimado.
Los ingleses estuvieron dos veces a punto de bajarse del proyecto; una en 1964 y la
otra en 1971 pero las cláusulas del contrato establecían que si un socio deseaba abandonar la
empresa seguía obligado a solventar los costos del proyecto. Los franceses en cambio, jamás
tuvieron dudas y siempre quisieron seguir adelante. La razón para que así haya sido debe
buscarse quizás en la diferente concepción de ambos países a la hora de encarar un proyecto
que requiera fondos públicos.
Francia es un país donde el Estado cumple un rol importante. Si de trenes se trata, los
franceses están entre los mejores del mundo. El TGV cruza su país de norte a sur y de este a
oeste y nadie se pregunta si es rentable. Si los funcionarios creen que es necesario poseerlo,
se lo construye y la sociedad, a veces para bien y otras para mal, paga el costo.
En Inglaterra las cosas no son así. El saber de antemano si un emprendimiento estatal
va a generar utilidades o no, parece condicionar su realización. Se preguntará Ud. entonces
cómo se metieron los ingleses en semejante despropósito. La respuesta es que como los
políticos no saben nada de aviones, los grupos interesados en contar con el supersónico les
vendieron la idea envuelta para regalo, falseando u omitiendo cifras y haciendo estimaciones
desvinculadas de la realidad. Una vez embarcados en el proyecto iba a ser muy difícil retirarse
de él. Es interesante y hasta quizás gracioso recordar que los ingleses habían calculado que
tras vender doscientos aviones, se alcanzaría el “break even” y comenzarían a ganar dinero
con el emprendimiento.
Si hoy alguien quisiese acometer con un proyecto similar al del Concorde, se supone
que el monto de la inversión excedería los treinta mil millones de dólares. Con esos horrendos
numeros ya podemos decir sin temor a equivocarnos que nunca más habrá un avión de
pasajeros capaz de volar más rápido que el sonido.
Operar el “big bird” tampoco ha sido fácil. El avión es toda una maravilla de la
tecnología, pero al haberse construído tan pocas unidades, la provisión de repuestos tiene un
costo desproporcionado. Debido a las inusuales exigencias a las que se ve sometido en vuelo,
el Concorde requiere más revisiones y controles mecánicos que ningún otro modelo de
aeronave comercial, lo que traducido a horas/hombre puede dejar sin sueño a cualquiera. A
favor puede decirse que, debido a la temperatura que toma el fuselaje durante el vuelo, no
queda rastro alguno de humedad y por lo tanto no hay vestigio alguno de corrosión.
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Aunque el avión se vea como salido de la fábrica, ciertamente nuevo no es. Si bien los
Concorde no acumularon muchas horas de vuelo, el estrés al que se vieron sometidos generó
algunos inconvenientes que hicieron que los vuelos tuvieran que suspenderse en reiteradas
oportunidades.
Todos los jets de pasajeros experimentan problemas mecánicos. No es tan inusual en
nuestros días que determinado vuelo se cancele por alguna falla técnica pero, cuando esto
sucede, los pasajeros son derivados al primer vuelo de alguna aerolínea competidora quien
gratamente se queda con los viajeros. Con el Concorde no fue tan fácil realizar esta operatoria
ya que lo que se ofrecía en remplazo estaba a años luz del servicio original.
El contratiempo más frecuente que experimentó el supersónico anglofrancés fue el
reventón de neumáticos durante el despegue. Recuerdo perfectamente haber leído a
mediados de los Ochenta en la desaparecida revista alemana Hobby un artículo titulado: “Die
Concorde ist Fusskrank” (algo así como que el Concorde sufre de los pies) en el que se
detallaban una serie de incidentes en los que las cubiertas habían reventado cuando el avión
estaba por despegar a la friolera de 400 kilómetros por hora.
Desde ese día me alegré de no haber sabido de ese problema del Concorde cuando en
1980 me tocó volar en él. La lectura de esa nota en la revista alemana despertó mi curiosidad
e hizo que tratase de profundizar sobre el problema de los neumáticos. Buscando y buscando,
la información que pude recopilar sobre ese tema preocuparía a más de uno.
Entre 1976 y el fin de los servicios, la flota de Concorde sufrió unos noventa percances,
básicamente de estos cinco tipos: motores, sistema hidráulico, frenos, timón y reventones o
roturas de neumáticos.
Las cubiertas del supersónico reventaron o se desbandaron en más de cincuenta
ocasiones. Los motores fallaron en diecisiete oportunidades y cuatro veces se desprendieron
partes del timón en vuelo.
El resto de los incidentes se debieron a las ya mencionadas causas, pero quisiera
volver sobre el caso de los neumáticos. Cincuenta incidentes con el caucho son demasiados.
Si bien han habido cubiertas dañadas en las maniobras previas al despegue, que podrían
figurar casi como anécdotas, fue más preocupante cuando se produjeron reventones al
aterrizar y al decolar. Los más peligrosos de ellos fueron los estallidos durante el carreteo,
segundos antes del despegue. Cuando el Concorde, repleto de combustible, se hallaba
rodando sobre la pista a 400 kilómetros por hora, los fragmentos de caucho salían despedidos
a una velocidad tal que a veces dañaron uno o hasta dos de los cuatro motores del avión. Eso
no fue todo por cierto, ya que esos verdaderos proyectiles negros, en su loca trayectoria,
fueron a impactar también en la cara inferior del ala, perforando alguno de los tanques de
combustible ubicados allí.
Nos ocuparemos ahora de los motores Olympus del Concorde y las fallas que tuvieron
en vuelo. Si nos remontásemos a la era de la hélice, era cosa de todos los días que se
“plantara” un motor en vuelo. En el tercer milenio, los jets Boeing 767 y 777 tanto como los
Airbus 330 equipados con dos motores solamente, cruzan los océanos con hasta trescientos
pasajeros a bordo sin que se les afloje un tornillo. Entre ambos extremos de la comparación
que acabamos de realizar se hallaba el Concorde y la razón es que por más moderno que lo
veamos, la tecnología con que fue construido es de los años Sesenta.
Basta con recordar cómo eran los horribles Chevy, Rambler o Valiant que nuestros
padres o abuelos exhibían con orgullo, para que veamos al Concorde en su contexto histórico
y, si seguimos con algunos ejemplos de aquellos días, recordaremos a algunas damas del
espectáculo que han desaparecido de las pantallas como Twiggy, Rita Pavone, Briggite
Bardot, Claudia Cardinale o las hermanas Kessler.
Pensemos que los motores del Concorde fueron una generosa y bienvenida herencia
de los Cincuenta ya que provenían del bombardero inglés Vulcan, con lo cual estaríamos
cronológicamente en la etapa “post-Comet”. Por lo tanto, casi podríamos invertir el argumento
anterior y sorprendernos quizás de lo confiables que resultaron los Olympus en su operación.
Cuando un piloto de Concorde debía apagar una de sus turbinas en vuelo o ésta
dejaba de funcionar, había que olvidarse del Mach 2 y hasta del Mach 1 para pasar a
velocidad subsónica y dependiendo del punto de la ruta en en que se producía el percance,
debía volver al lugar de origen del vuelo o buscar un aeropuerto de alternativa, como lo fueron
56
repetidas veces Shannon en Irlanda o Gander en Canadá. El Concorde era en la práctica un
avión de cuatro motores que se comportaba como un bimotor.
Y si nos pusiésemos a hablar de los timones, es poco menos que insólito que un avión
pierda un trozo de él y era una feliz particularidad del diseño del avión el hecho que se
componía de dos partes, una superior y obviamente, una inferior. En caso de que sucediera lo
que finalmente ocurrió, no una sino varias veces, hubo un holgado margen de redundancia
para que, con unos toquecitos a los aceleradores por parte de los pilotos, se pudiera corregir
cualquier falta de control.
Resumiendo: si a las frecuentes fallas mecánicas le agregásemos lo que vimos al
comienzo de este capítulo: el descomunal ruido en tierra, el estruendo sónico a Mach 2, el
monstruoso consumo de combustible, su algo incómodo interior, la falta de autonomía y el
exorbitante costo de producirlo... el bello oiseau blanc bien podría parecer un pájaro bobo.
Dejo en su sano juicio, amigo lector, el veredicto final, aunque debo hacerle primero
esta reflexión...tampoco le pidamos al “bomboncito” de Nicole Kidman que también sepa
cocinar.
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Capítulo XVI
Prisioneros del destino
El M.S. Deutschland es un curioso buque de pasajeros perteneciente a la empresa alemana
Peter Deilmann Cruises. Comparado por su tamaño con los gigantescos navíos de la Carnival
o la Cunard, el Deutschland pierde holgadamente, pero si lo conociésemos por dentro, otra
sería la sensación que se apoderaría de nosotros. De repente nos hallaríamos rodeados de un
lujo inusual y un sereno estilo retro que nos llevaría hacia atrás en el tiempo, a la gran época
de oro de los transatlánticos.
La propuesta de la empresa que fundara el recientemente falleecido Peter Deilmann se
distancia del modernoso glitz de los cruceros del Caribe tratando de evocar para sus 500
pasajeros el señorío de los grandes hoteles europeos. Tan europeo y alemán es el
Deutschland que el idioma oficial de la nave no es otro que la lengua de Goethe y la moneda
de a bordo era el marco hasta que fue reemplazado por el euro. ¡Tejanos abstenerse!
Es por ello que el esplendoroso buque germano sólo transporta pasajeros del país
renano, o quizás austríacos, quienes se sentirán a gusto bebiendo vino del Rin o cerveza
bávara en lugar del blanco de California mientras disfrutarán al máximo de la horrenda cocina
alemana en vez de las “exquisiteces” norteamericanas.
Y como si hasta ahora las diferencias hubiesen sido pocas, el Deutschland rara vez
crucerea por el Caribe y en cambio navega por aguas menos transitadas como el
Mediterráneo, el Atlántico y el Pacífico Sur y hasta el Indico. No cualquiera puede viajar en él;
además de hablar bien el “tedesco” hay que ser pudiente, por cierto.
Como Alemania queda muy lejos de los Mares del Sur, la empresa realiza
combinaciones con algunas compañías aéreas, de modo de llevar a los pasajeros hasta el
lugar donde se halla la nave. Los clientes de Deilmann pueden pagarlo, así que el bueno de
Peter siempre se esmeró para ofrecerles lo mejor de lo mejor.
A fines de julio de 2000, el Deutschland se hallaba amarrado en Nueva York, listo para
comenzar otro de sus acostumbrados cruceros al Pacífico Sur pasando por el Canal de
Panamá. Algunos de sus viajeros ya estaban allí, mientras que otros llegarían desde Europa “a
todo trapo” del modo más rápido y exótico. Si el lector está pensando en el Concorde...
¡Acertó!
Los avances de la medicina y un diagnóstico precoz hacen posible que una creciente
proporción de pacientes de cáncer puedan un día escuchar de su médico tres mágicas
palabras: “Usted está curado”. Es usual que aquellas personas que superaron esa dura
experiencia sientan que han nacido de nuevo y se propongan, a partir de ese entonces,
disfrutar un poco más de la vida. Si su nivel económico se los permite, intentan celebrar la
sobrevida junto con sus seres queridos. En el caso de una pareja bien avenida... ¿no sería ése
el momento ideal para emprender un viaje romántico en el Crucero del Amor?
Christian e Irene Goetz, oriundos de Duesseldorf, de 60 y 59 años respectivamente,
calificaban con exceso para emprender esa travesía inolvidable. Ambos habían padecido
cáncer y se habían curado. Tanta buena fortuna merecía más festejo aún que el periplo
oceánico en el Deutschland... ¿Por qué no agregarle el Concorde?
Andreas Schranner, un próspero y alegre hombre de negocios de Munich, al ver en la
televisión una popular serie alemana semejante al “Crucero del Amor” pensó que para festejar
su cumpleaños 65 debería invertir varios miles de marcos e invitar a su familia a un viaje que
sería maravilloso. Su esposa María, de 62 años, estaba encantada y más contenta aún cuando
Andrea —la hija del matrimonio— se les unió junto con su marido y los chicos.
Contrariamente a los Schranner que eran gente acaudalada, Doris y Rolf Madry, de la
pequeña ciudad de Schverin, habían estado privándose de algunos placeres durante muchos
años en pos de unas vacaciones principescas. Aún jóvenes de espíritu a pesar de sus 64 y 68
años de edad, tras los horrores de la guerra que les había tocado vivir como niños y largos
años de trabajo realizando su propio milagro alemán, era tiempo de que se dieran el gustazo.
Friedrich Werth, un conocido publicista de Westfalia, dos meses antes había sufrido un
infarto de miocardio. En busca de un descanso reparador, adquirió pasajes en el Deutschland
para su esposa Helga y él. Los Werth ya habían viajado en la lujosa nave y tanto se la habían
recomendado a su amiga Angela Stuhn que la señora decidió dejar por unos días sus
58
restaurantes de Colonia y acompañar al matrimonio Werth tanto en el Concorde como en el
Deutschland.
Hay más historias obviamente. Debo confesarle que siento tristeza mientras pienso en
estos alemanes. Cuando escribí mi libro sobre el Titanic también me ocupé de los pasajeros y
escribí un capítulo contando sus vidas. Quizás no sea lo mismo que aquella tragedia haya
tenido lugar en el año 1912 y ésta en cambio en el tan cercano julio del 2000. Una vida es una
vida, no importa de quien se trate, pero por alguna razón, estos alemanes casi anónimos me
conmovieron más que los norteamericanos que perecieron aquella fría noche de Abril.
Christian Marty era el equivalente aeronáutico del capitán Smith del Titanic. Hasta allí
las semejanzas, ya que el eximio piloto de Air France era un personaje fuera de serie, mucho
más interesante que el barbudo mandamás del orgullo de la White Star Line.
Nacido en el sur de Francia, casado y con dos hijos, Marty —de 54 años— era un
veterano piloto de Air France quien a lo largo de 32 años había comandado los viejos
trimotores Boeing 727, los gigantescos 747 y los tecnológicamente impecables modelos 320 y
340 de Airbus Industries. Un año antes Christian había solicitado su pase a la flota de
Concorde, a la que sólo accedía “la crème de la crème” de la gran compañía de aviación gala.
Rubio y de ojos castaños, de 1,73 de altura y rigurosamente en línea, Christian Marty
encarnaba al profesional serio y preparado cuya meta es alcanzar la excelencia. El hábil piloto
francés era además un gran deportista, amante de los desafíos extremos. En 1982 fue
protagonista de una extraordinaria hazaña al cruzar el Océano Atlántico en una tabla de
windsurf. Se subió a ella en Dakar y durante 5.000 kilómetros batalló contra el viento, el frío y
el mar hasta que treinta y siete días después llegó triunfal a la Guayana Francesa. Y si de
tablas hablamos, Christian era un esquiador consumado, tanto en el agua como en la nieve,
escalaba montañas y como si todo eso fuera poco, practicaba paracaidismo. Fanático de la
mountain bike, siempre llevaba su bici en la bodega del avión para despuntar el vicio.
Sus colegas de Air France expresaron poco después del accidente que si el Concorde
que comandaba Marty se precipitó a tierra, es porque ciertamente ningún piloto en el mundo
podría haberlo salvado.
El destino los juntó para tronchar sus vidas. En unos pocos minutos un vuelo charter
hacia unas merecidas vacaciones se transformó en un aterrador infierno. El “oiseau blanc”,
convertido en una imparable bola de fuego, se estrelló contra el “Hotelíssimo” del cual la
afortunada Alice Brookings huyó —como ya vimos al comienzo de este libro— arrojándose por
la ventana.
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Capítulo XVII
La tragedia
Hemos llegado al accidente del Concorde. Es curioso que, habiendo unos cuantos aviones en
servicio al momento en que la tragedia tuvo lugar, casi todo el mundo se haya referido al
accidente “del” Concorde y no de “un” Concorde, colocando en la categoría de pieza única a
un objeto que fue producido en serie.
Aclarado el tecnicismo, iniciaremos el relato de lo que hemos visto hasta el cansancio:
esas imágenes tomadas por la esposa de un camionero español que lo acompañaba en uno
de sus viajes y las que obtuvo un viajero japonés desde un Boeing 747 de Air France en el que
se hallaba el presidente Chirac, recién llegado de la reunión de los países del G-7 que había
tenido lugar en Tokio.
Estaba previsto que el vuelo AF-4590 decolara del aeropuerto Charles de Gaulle a las
13. El capitán Marty había recibido el avión, de matrícula F-BTSC, con el inversor de flujo del
motor número dos “en panne”. Le recuerdo al lector que el inversor de flujo es un mecanismo
que se utiliza en el aterrizaje para reducir la carrera en pista del avión, un conjunto de piezas
que se accionan hidráulicamente para desviar el empuje de los motores ya sea hacia arriba o
abajo cuando no hacia adelante. Habría sido imprudente emprender un vuelo conociendo la
falla aunque se pudiese aterrizar con sólo tres inversores. Christian Marty ordenó entonces
remplazar la pieza y el repuesto debió ser retirado de otro Concorde que se encontraba en uno
de los hangares del aeropuerto.
El avión de Air France matriculado como F-BTSC no era un Concorde cualquiera. Uno
de los más viejos de la flota, su primer vuelo había tenido lugar el 31 de enero de 1975 cuando
su matrícula era F-WTSC y pertenecía a Aerospatiale, la empresa estatal sucesora de SudAviation, que lo utilizó extensamente en los ensayos de rutas y demostraciones de ventas en
Medio Oriente.
En 1979 había sido la estrella de la película del género catástrofe Aeropuerto 79 en la
que su piloto fue nada más ni nada menos que Alain Delon y una de las azafatas no era otra
que la actriz holandesa Sylvia Kristel, más conocida por su actuación en la célebre película
erótica francesa Emmanuele que hace treinta años escandalizó a las señoras gordas de la
parroquia del Socorro. Y ya que estamos hablando de iglesias, el más famoso pasajero que
transportó el F-WTSC fue el mismísimo papa Juan Pablo II.
En 1980 el Concorde que nos ocupa se incorporó oficialmente a Air France que pagó
por él la friolera de un franco. Por extraño que parezca, la compañía desembolsó la monedita y
se quedó con él. Si Air France o British Airways hubiesen tenido que pagar lo que costaron los
aviones, habrían quebrado en un abrir y cerrar de ojos.
Hasta ese fatídico 25 de julio de 2000 ese ejemplar del Concorde había acumulado
11.989 horas de vuelo en 4.873 ciclos. Se llama ciclo a un despegue, un vuelo y un aterrizaje.
En términos aeronáuticos estos valores son bajos, no diríamos de avión nuevo, pero si existen
Boeing 747 con cerca de 100.000 horas a cuestas, los números del F-BTSC son como para
poner un clasificado en el diario que diga: “joya, nunca taxi”. Además, el famoso “D check” —la
revisión más exhaustiva a la que son sometidos los aviones de pasajeros en la que se las
desarma pieza por pieza— había tenido lugar menos de un año antes.
Con un avión que prácticamente era “un chiche” y un comandante de las
extraordinarias cualidades de Christian Marty...¿quién podría haber dudado en abordar el
Concorde esa tarde?
Mientras los mecánicos de Air France se encargaban de remplazar el inversor de flujo
del Concorde, los pasajeros alemanes se entretenían con algunas delicias gastronómicas. No
todos los vuelos de conexión habían llegado en hora y algunas piezas de equipaje aún debían
ser retiradas de los aviones en los que habían arribado a París.
Una vez finalizada la reparación del inversor del motor número dos se procedió a
cargar 94.800 kg de combustible en los tanques del Concorde. La comida que se serviría a
bordo fue cuidadosamente embarcada...no se olvide el lector que para mi amigo francés y sus
compatriotas no es un detalle menor, por cierto.
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Había llegado el momento de invitar al avión a los felices y despreocupados pasajeros
del charter con destino al M.S. Deutschland, vía la “Gran Manzana”.
A las 14 y 15, el piloto Christian Marty, su copiloto Jean Marcot y el ingeniero de vuelo
Gilles Jardinaud se hallaban inmersos en el proceso de chequear todos los sistemas del avión
antes del despegue y trasla reparación, todo parecía funcionar de maravillas.
En el área reservada a los pasajeros, la jefa de cabina Huguette Le Gouadec
controlaba junto con sus cinco colaboradores que los elementos a su cargo estuviesen de
acuerdo con lo estipulado. Auxiliares de a bordo como los que le acompañaban esa tarde no
se encuentran en todos los vuelos. Por ejemplo, la tan experimentada como bonita Brigitte
Kruse hacía tiempo que calificaba para ser nombrada jefa de azafatas pero se negaba a
ascender por temor a ser desplazada del oiseau blanc y “premiada” con un puesto en un
Boeing 747. El resto de las chicas, Florence Eykuem-Fournel y Anne Porcheron estaban a la
altura de las mejores del mundo, al igual que los tripulantes masculinos Patrick Chevalier y
Hervé García.
Con todos los pasajeros a bordo y las puertas cerradas, el avión fue retirado de la
terminal por el pequeño tractor. Una vez desprendido de él, el Concorde comenzó su lento
avance por las calles auxiliares que lo conducían a la cabecera de la pista 26 —de 4.217
metros de largo— del aeropuerto Charles de Gaulle .
A las 14:44:30 comenzó el carreteo. Trece segundos después el “Sierra Charlie” ya
estaba circulando por la pista a 180 kilómetros por hora y el ingeniero de vuelo Gilles
Jardinaud confirmaba que todo estaba en orden. El copiloto Jean Marcot indicó luego que
habían llegado a la velocidad “V1” el último punto donde todavía se puede abortar el
despegue. Segundos después el Concorde alcanzaría “V2” el momento en que ya no hay lugar
para el arrepentimiento.
En algún momento entre V1 y V2 y cuando el Concorde se desplazaba a 300 km/hora y
algo más, las cubiertas del tren de aterrizaje situadas del lado izquierdo de la aeronave se
toparon con un objeto que se hallaba sobre el asfalto. Era una tira de aluminio de un espesor
milimétrico, de unos treinta centímetros de largo y un ancho de tres o cuatro.
En mi carácter de autor de un libro sobre el Titanic debo hacer una comparación con la
célebre tragedia oceánica. El iceberg era gigantesco y en la inmensidad del mar, quiso el
destino que se hallase justo en el camino del transatlántico inglés. Ese trozo de metal, una lata
de porquería como bien podríamos decir, estaba exactamente en línea con el tren de aterrizaje
del Concorde. Voy a repetir lo que comenté en el libro del Titanic: “...Acertar los seis números
del Loto podría resultar más fácil”.
No es común encontrar estos objetos en la pista de un aeropuerto como el Charles de
Gaulle. Posteriormente se lo identificó como parte del inversor de flujo del avión que había
despegado de esa misma pista unos minutos antes, un viejo McDonnell Douglas DC-10 de
Continental Airlines con destino en el Aeropuerto de Newark, próximo a Nueva York.
Esa ridícula “tirita” metálica perforó uno de los neumáticos del lado izquierdo que al
estallar despidió hacia atrás mortíferos trozos de caucho. Uno de ellos impactó en la cara
inferior del ala de ese lado, produciendo un enorme orificio de unos treinta centímetros de
diámetro, por el que comenzó a escapar combustible a chorros que, por alguna razón, se
prendía fuego. Otro fragmento de cubierta fue aspirado por la entrada de aire del motor
número dos y al penetrar en el Olympus funcionando a fondo desató una auténtica debacle en
su interior.
En el frenesí del despegue, estos eventos pasaron desapercibidos para los ocupantes
del avión pero, desde lo alto de la torre de control del aeropuerto, los observadores vieron que
el Concorde dejaba tras de sí una aterradora llamarada gigante que amenazaba con envolver
a los dos motores situados del lado izquierdo.
A las 14:45:20 el copiloto Jean Marcot notó que algo extraño estaba sucediendo y
exclamó: “Atención” al tiempo que el ingeniero de vuelo percibía que el motor número dos
tenía problemas. Un par de segundos después, se recibió el dramático mensaje de la torre de
control del aeropuerto indicando que el Concorde despedía una estela de llamas.
Tan sólo siete segundos más tarde, el ingeniero de vuelo Gilles Jardinaud le indicaba a
su piloto que el motor dos estaba comenzando a fallar. A continuación se escuchó el
inconfundible sonido de la alarma de fuego. Jardinaux no perdió un instante y detuvo el
61
Olympus. El capitán Marty ordenó ejecutar los procedimientos usuales para el caso de fuego
en un motor y rápidamente la alarma dejó de sonar. A continuación, el copiloto Jean Marcot
advirtió que se debía vigilar la velocidad porque, con sólo tres motores funcionando, existía el
peligro de que el Concorde pudiera entrar en pérdida.
A las 14:45:30 Christian Marty ordenó retraer el tren de aterrizaje, pero por causas
vinculadas al estallido de la cubierta, la operación que les hubiera permitido mejorar el perfil
aerodinámico de la aeronave no pudo llevarse a cabo.
A las 14:45:42 se escuchó en la cabina una segunda alarma de incendio que indicaba
que las llamas -o tal vez el humo- habían invadido el otro motor de ese lado del avión, el
número uno. Los instantes posteriores mostraron a la heroica tripulación de Air France
luchando contra una sucesión de eventos que le complicaban gravemente su accionar. Lo más
imperioso, sin duda, era mantener la velocidad dentro del estrecho margen de maniobra que
permitía el ala delta del Concorde. Era preferible olvidarse de las llamas para intentar un
apurado regreso a tierra. La gente de la torre de control así lo entendió y procedió a liberar el
aeropuerto Charles de Gaulle para que el Concorde hiciese un viraje y tratara de aterrizar allí.
A las 14:46:46 Christian Marty decidió en cambio realizar un aterrizaje forzoso en el
viejo aeropuerto de Le Bourget, situado algo hacia el oeste, una operación mucho más sencilla
que retornar al Charles de Gaulle. Marcot se lo comunicó a la torre y hacia allí se dirigía el
avión con su ala envuelta en llamas y perdiendo altura con rapidez. De repente, al fallar
completamente el motor número uno, el Concorde hizo un inesperado giro hacia la izquierda y
se precipitó a tierra, estrellándose contra el edificio del Hotelíssimo en las afueras de Gonesse.
La información recorrió el mundo a la velocidad del Concorde. Los noticieros de la
televisión comenzaron a transmitir las dramáticas imágenes del derruido hotel y de los
cuatrocientos bomberos intentando extinguir las llamas.
Francia entera estaba en estado de shock y en Alemania se vivían horas de angustia.
El canciller alemán Gerhardt Shroeder recibió el llamado del presidente Chirac expresándole
sus condolencias. Acto seguido, Schroeder suspendió su viaje de vacaciones a Mallorca y
declaró que en esa instancia Francia y Alemania estaban hermanadas por el dolor.
La embajada de Alemania en Francia emprendió una operatoria de crisis para
identificar a los muertos, cosa que resultó casi imposible. El ministro de transportes alemán,
Reinhardt Klimmt se trasladó desde Berlin hasta el lugar de la tragedia y prometió facilitar el
viaje al sitio del accidente de los parientes cercanos de las víctimas.
Air France organizó la asistencia a los familiares de los alemanes poniendo a su
disposición un equipo de psicólogos que les ayudasen a sobrellevar el dolor. Para despedir a
sus infortunados tripulantes, al día siguiente hubo una solemne misa en la iglesia de La
Madeleine, a la que asistió la gran familia de Air France, sin distinción alguna por los cargos
que ocuparan en la empresa.
Peter Deilmann estaba desconsolado y al ser entrevistado para la TV no pudo contener
la angustia y lagrimeó ante las cámaras. En el interviú declaró que el viaje del M.S.
Deutschland continuaría de acuerdo con lo planeado, ya que en Nueva York se hallaban
cuatrocientos pasajeros con sus tickets en las manos. Resultó curioso que estos viajeros
habían dejado la nave para realizar los consabidos tours de la Gran Manzana e ignorando lo
sucedido, al regresar al muelle 88 de Manhattan donde estaba amarrado el Deutschland, se
encontraron rodeados por todo un ejército de movileros más otro de policías para protegerlos
del acoso de los primeros.
Si de la reacción del periodismo hablásemos, recordaremos que se dijeron muchas
tonterías, como siempre ocurre cuando se les pide a los redactores de noticias en general
informar sobre aviación, un tema del cual no saben nada.
Gran parte de los comentarios iniciales se centraron en la reparación del motor número
2 y se especulaba que ésta no había sido realizada correctamente, de allí su falla al despegar.
Otras opiniones se centraron en que el Concorde era muy antiguo, de allí la razón del siniestro.
No faltó quien haya intentado culpar al piloto. La supuestamente seria revista alemana Der
Spiegel comparó en su tapa al Concorde con el Titanic, asociando mal ambas tragedias.
En nuestro país, un conocido diario porteño subtituló en primera plana: “el fabricante
decía que era el avión más seguro del mundo”. Me dio pena que los lectores tuviesen que
62
soportar semejante ridiculez ya que ningún constructor de aeronaves podría jactarse de algo
que no puede controlar.
Quien escriba sobre seguridad aérea en forma responsable no puede guiarse por la
torpe estadística que supondría decir que nunca en 24 años se había registrado un accidente
con destrucción de fuselaje y por lo tanto era el avión más seguro del mundo. Más
profesionalmente, se habla de “destrucciones de fuselaje por millón de horas de vuelo” y en
consecuencia, la persona que no conozca bien el tema corre el riesgo de otorgarle un felicitado
al Concorde el día antes de la tragedia y tener que decir que era el modelo más inseguro del
mundo 24 horas más tarde.
Recuerdo haber visto una vez un libro llamado “Cómo mentir con las cifras” y lamento
no haberlo comprado. La clave del asunto, evidentemente, reside en cómo se toman los datos.
La flota de los Concorde había acumulado 80.000 despegues y aterrizajes en casi un cuarto de
siglo, lo que es una cantidad ínfima. Por ejemplo, los 737 de la Boeing (hay más de 4.000)
vuelan en menos de una semana más que todos los Concorde hasta su retiro y si bien se
perdieron algo más de ochenta ejemplares en más de 40 años en el aire, estadísticamente
serían entonces más seguros. Es obvio que cualquier comparación que intentáramos no nos
sería de utilidad.
Retornando al accidente, como precaución extrema, Air France canceló los vuelos de
todos sus Concorde y a continuación las autoridades francesas le retiraron el Certificado de
Aeronavegabilidad. Ni siquiera se autorizó el regreso de una máquina que se hallaba en el
aeropuerto Kennedy de Nueva York al momento del accidente.
Al día siguiente se exhibió el video del camionero español que mostró cómo despegaba
el avión dejando tras de sí una estela de llamas color naranja y amarillo. Simultáneamente, fue
publicada la fotografía tomada desde el avión del presidente francés. Si bien la calidad de la
misma deja mucho que desear, se convirtió en un aporte significativo para esclarecer lo que
ocurrió en esos dramáticos momentos.
British Airways suspendió los vuelos programados para ese día pero luego los reanudó
sin el más mínimo complejo. Había una diferencia entre los neumáticos de los ingleses y los
utilizados por Air France. Los Concorde de British calzaban las Dunlop inglesas mientras que
los franceses usaban neumáticos fabricados en los EE.UU. cuya marca no voy a revelar. No
deseo dar una opinión al respecto ya que nada entiendo de cubiertas de avión, pero era
curioso que la mayoría de los reventones de cubiertas había tenido lugar en aviones de la
empresa aérea gala.
Sin embargo, y a pesar de la total confianza de los funcionarios de British Airways en
las bondades del Concorde, los potenciales viajeros, presas del temor, cancelaban sus
reservas. Hubo un vuelo de Londres a Nueva York en el que se produjo una escena de histeria
colectiva. Bastó que un pasajero dijese que sentía un cierto olor a combustible para que la
mayoría de sus compañeros de viaje se contagiara del pánico. Tuve oportunidad de ver en la
BBC un video tomado por un señor de aquellos que no sintieron ni olor ni miedo y en cambio
decidió grabarlo para la posteridad. Era patético ver a algunos pasajeros convencidos de que
el Concorde perdía kerosén en vuelo y temiendo que en cualquier momento estaría en llamas.
Entre los viajeros pude reconocer al legendario cantante Tony Bennet quien, sentado en su
asiento junto al pasillo, conservaba la calma y hasta llegó a sonreírle a la cámara.
El piloto, no obstante haber comprobado que todo estaba en orden, ante el cuadro de
terror generaizado, decidió realizar un aterrizaje no previsto en Halifax, Canadá.
A los pocos días, bajo presión de los franceses y para alivio de British Airways, las
autoridades aeronáuticas británicas también le retiraron al Concorde su certificado y los
servicios debieron suspenderse. Una buena razón para sentirse aliviados era que los vuelos se
estaban realizando casi sin pasajeros.
El debate en los círculos de la aviación comercial pasó a ser si el Concorde volvería
alguna vez a volar o, iría a parar al chatarrero.
Al haberse podido recuperar de entre los restos del avión la indestructible “caja negra”
que registra los principales parámetros del vuelo y la grabación de las voces en la cabina de
pilotaje, los investigadores franceses pudieron conocer al cabo de unos días la causa del
accidente que había cobrado las vidas de 113 personas.
63
Con posterioridad, expertos venidos de ambas márgenes del canal de la Mancha se
reunieron en pos de hallar una solución efectiva y rápida a la vez. La trágica sombra de los
accidentes del Comet y el orgullo nacional herido una vez más hacían necesario que, aún al
precio de pagar una abultada factura por las modificaciones, el Concorde debía reconciliarse
con el mundo.
El dedo acusador de los ingenieros apuntó primero a las cubiertas y luego se posó en
la fragilidad de la cara inferior del ala, tan fácil de perforar por un trozo de caucho. A decir
verdad, con solucionar el problema de los neumáticos bastaba, pero con 113 cadáveres a
cuestas, ya no era cuestión de seguir “zafando”. Había que descartar de plano la posibilidad de
que incidentes semejantes al del 14 de junio de 1979 o tragedias como la del 25 de julio de
2000 pudieran llegar a repetirse.
64
Capítulo XVIII
Yo acuso
A lo largo de los años he llegado a elaborar una teoría que dice que el Primer Mundo
comete errores casi igual que el Tercero, pero es tal su arrogancia que le cuesta admitir que
está haciendo lo mismo que nosotros. En mi carácter de humilde pedestre del Sur, debo
formular en estas páginas algunos cargos contra el Norte.
En el último viaje que realicé a Alemania experimenté tal cantidad de torpezas y errores
por parte de la gente con la que me tocó tratar en hoteles, aeropuertos y alquileres de autos
que decidí vengarme tocándoles el orgullo.
Ayudado por el hecho de hablar más o menos bien el Alemán, acuñé esta rebuscada
expresión: “Estimado Señor, es común que estas cosas sucedan en países como el mío, pero
jamás me imaginé que pudiesen ocurrir en el suyo”.
Y esa es la frase que también quisiera endosarles a los responsables de que el
Concorde haya podido volar durante veintitantos años con problemas en las cubiertas.
Franceses, ingleses y también los norteamericanos vieron repetidas veces cómo
reventaban los neumáticos cuando el avión carreteaba en pista a 400 kilómetros por hora y lo
peor es que no hicieron casi nada. Ese “casi” fue una norma que obligaba a cambiar las
cubiertas del Concorde luego de cumplidos treinta y cinco ciclos y la prohibición de emplear
neumáticos recauchutados. Como reaseguro se decía que en un Boeing 747 se remplaza el
caucho bastante más allá de los cien ciclos pero, con sólo mirar de lejos ambos aviones
podemos darnos cuenta que, en lo único en que se parecen, es en que transportan pasajeros.
El jumbo jet decola en un ángulo mucho menor que el Concorde y su tren de aterrizaje
principal está situado bien lejos de los motores. Además, el producto de Boeing despega a
algo más de 200 kilómetros por hora, casi la mitad de la velocidad del SST francobritánico. Las
bellas alas del Concorde, maravillas del diseño aerodinámico, son sumamente efectivas a
Mach 1 ó 2 mientras que al despegar fuerzan al avión a tomar un pronunciado ángulo de
ataque que, en el momento del carreteo hace recaer el peso en una forma que no se da en
ningún otro avión de pasajeros.
No es un defecto pero sí una característica de la aeronave el hecho de que las tomas
de aire de los motores se encuentren —centímetro más, centímetro menos— casi en línea por
detrás de las ruedas. Cuando un neumático revienta, los trozos de caucho ingresan
directamente en los motores si es que no se estrellan contra la cara inferior del ala delta,
dentro de la cual se encuentran ubicados los tanques de combustible principales.
Hemos visto en un capítulo anterior la cantidad de veces que se presentaron problemas
con las cubiertas del Concorde. Vamos a rescatar de la extensa lista a dos incidentes, uno
ocurrido en el londinense aeropuerto de Heathrow y el otro en el Dulles de Washington.
El 15 de julio de 1993 mientras uno de los Concorde de British Airways aterrizaba en
Heathrow, un neumático estalló y los trozos de caucho dañaron el motor número 3 y el ala del
avión. El fluido hidráulico y el kerosén escaparon a borbotones por los orificios, pero como el
avión estaba tocando tierra todo no pasó de un susto.
Mucho más grave fue lo que sucedió el 14 de junio de 1979 cuando un Concorde de Air
France despegaba del Dulles. Dos cubiertas estallaron en momentos en que el jet acababa de
dejar atrás el punto “V1”. En su loca trayectoria, el caucho perforó tres tanques de combustible,
dañó conductos hidráulicos, cortó cables y se introdujo por la entrada de aire del motor dos.
Sorprendentemente, la tripulación tuvo la sensación —a la ya que estaban acostumbrados—
de se trataba de un “simple” reventón y estimó que era mejor aterrizar en el Charles de Gaulle
con una cubierta menos que en Washington. A diferencia de lo que sucedió en julio de 2000 en
París, el combustible no se prendió fuego, pero de haber sido así, el accidente del Charles de
Gaulle no habría sido el único.
William Lightfoot, un pasajero del vuelo de origen norteamericano que además era
consultor aeronáutico, observó a través de la diminuta ventanilla junto a su asiento que el ala
del Concorde presentaba un impresionante orificio en su cara superior. Llamó al auxiliar de
cabina quien, como es muy usual, trató de convencer al gringo de que estaba equivocado.
Tanto insistió y amenazó el hombre que al final consiguió que el copiloto se acercara a su fila
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de asientos. Cuando Bill le mostró el agujerito, el número dos a cargo del avión sólo atinó a
exclamar: “¡Mon Dieu!”.
Gracias al persistente Bill, la única consecuencia fue que el avión debió retornar a
Washington y sus pasajeros experimentaron molestas demoras para llegar a sus destinos.
Lightfoot, que se dirigía a Paris para visitar el Salón de la Aviación, ciertamente tuvo tema para
esa usual charla con sus colegas de la industria aeroespacial.
Si toda la solución al problema fue prohibir el recauchutaje, cambiar las cubiertas más
seguido e instalar sensores que informasen de algún reventón al ingeniero de vuelo, es válido
que nos preguntemos si todo no se cubrió con un manto de complacencia.
El Concorde era el avión favorito de los medios de prensa. Ya fuese para hablar todo
tipo de maravillas sobre él o para acusarlo de perturbar la vida de los residentes próximos a los
aeropuertos, el único SST del mundo nunca pasó desapercibido. Pero... ¿dónde estaba el
periodismo de los países serios que nunca armó un prolijo reporte sobre un tema tan delicado?
Permítame volver sobre aquella revista alemana que antes le mencionara. Sin ser una
publicación dedicada a la aviación sino un medio que trataba de aventuras, ciencia y técnica
dirigiéndose a un público joven, tuvo la originalidad de ocuparse del asunto a mediados de los
ochenta. Nunca me olvidaré del títular que ahora le repito: “Die Concorde ist Fusskrank” (El
Concorde sufre de los pies)
Cuando el Concorde en llamas se estrelló contra el modesto “Hotelíssimo”, sólo
entonces vieron la luz los informes sobre los incidentes con el caucho.
Hay un hecho que puede parecer toda una bendición y es que el Concorde se haya
precipitado a tierra en las afueras y no en el centro de Gonesse, porque entonces en vez llorar
a cuatro víctimas —atrapadas dentro del hotel— se habría tenido que lamentar la pérdida de
varios centenares de personas.
Los habitantes de la ciudad –de 26.000 habitantes- consideran al piloto un mártir que,
con ese brusco viraje a la izquierda que realizó el avión antes de caer, (quizás ni siquiera lo
haya hecho deliberadamente) salvó las vidas de quién sabe cuántos residentes de Gonesse.
Es por todo lo que he expuesto en este capítulo que, imitando a Emile Zola, yo también
apunto con mi dedo índice para decir: “Yo acuso”.
Capítulo XIX
Con “K” de... ¡Kevlar!
Llegada la hora de corregir las deficiencias del avión supersónico, la tecnología del fin del siglo
XX y comienzos del tercer milenio tenía mucho para ofrecer.
Me basta con recordar cómo eran las cubiertas del Ford Falcon de mi padre (ni siquiera
eran radiales) para darme cuenta de que han evolucionado muchísimo en más de tres
décadas. Y si no, encendamos un ratito el televisor, observemos los neumáticos de Alonso o
66
Vettel y comparémoslos con los que empleaban los recordados Jochen Rindt o Graham Hill,
las estrellas de la F-1 en la época en que el Concorde comenzaba a volar.
La empresa francesa Michelin tenía amplia experiencia en la fabricación de neumáticos
de altas prestaciones. El lector pensará de inmediato en as carreras de la Fórmula 1 y no se
habrá equivocado pero, los ingenieros de Clermont-Ferrand habían sido también los
proveedores de las cubiertas de los transbordadores espaciales de la NASA que aterrizaban a
velocidades similares a las que despegaba el Concorde.
Para reequipar al oiseau blanc, la Michelin presentó un modelo de cubierta que fue
bautizada con la sigla “NZG”. Con respecto al caucho que calzaban los Concorde antes del
accidente, las únicas semejanzas eran el tamaño y el color negro.
Las formidables NZG eran neumáticos radiales, con refuerzos interiores de fibras
ultrarresistentes a los reventones y que retenían significativamente la presión de inflado en
caso de pinchadura. En los severísimos tests a las que fueron sometidas, provocando
exprofeso el tan temido reventón, los trozos de caucho que despidieron fueron de una masa
ínfima, incapaces de hacer daño alguno a las alas o los motores del Concorde. La fábrica
Michelin no reveló de qué estaban hechas las telas que formaban la estructura de sus
cubiertas pero... sospecho que se utilizaron compuestos con Kevlar.
Hace 40 años, nadie había oído hablar del Kevlar y menos aún de sus increíbles
propiedades físicas porque acababa de salir de los laboratorios de Dupont de Nemours, el
gigante de la química de los Estados Unidos.
Quizás algún lector todavía no sepa bien qué es el Kevlar, aunque es muy probable
que lo conozca y más aún, que haya empleado algún elemento fabricado con esta mágica fibra
de carbono.
Increíblemente, el Kevlar es cinco veces más fuerte que el acero pero a la vez muy
liviano, de allí que haya sido utilizado en la más variada cantidad de enseres que mejoran
nuestra calidad de vida, a saber: los chalecos antibalas de los policías, cascos protectores
para motociclistas y pilotos de carrera, caños, mangueras y correas industriales,
embarcaciones y partes estructurales de aviones, aisladores, pastillas de frenos y forros de
embragues, botas y guantes especiales, cables para puentes colgantes, refuerzos para
cubiertas de autos, camiones y aviones...y miles de etcéteras más.
Por lo tanto, cuando hubo que reforzar los tanques de combustible del Concorde, era
“una fija” que se iba a utilizar la mágica fibra de Dupont. Al efecto, se diseñó una especie de
lámina protectora realizada con una mezcla de caucho sintético y Kevlar para ser colocada en
el interior de los tanques de combustible.
Sin embargo, y aunque resulte curioso, esa especie de alfombrita no debía estar
adherida al interior del tanque sino que debería permitir que una microscópica película de
kerosén aeronáutico quedase entre la lámina protectora y el aluminio del ala. La razón para
que ello fuese así debemos buscarla –espero que lo recuerde- en que debido a la fricción que
se genera volando a velocidades Mach, las alas experimentan temperaturas bien por encima
de los cien grados centígrados y el combustible debe ser utilizado como refrigerante.
En total, cada avión requirió que se le colocaran 104 láminas de un compuesto
caucho/Kevlar de diferentes medidas, un paciente trabajito que insumió diez semanas y 10.000
horas de mano de obra calificada.
Otra modificación, no tan importante quizás, pero no por ello menos oportuna, fue
reforzar la protección de los cables eléctricos ubicados en el ala, en la base del tren de
aterrizaje. A través de ellos circulaba corriente continua de solamente 28 voltios pero... no era
cuestión de andar pichuleando y se sospechaba que estos cables fueron los que encendieron
el kerosén con un chispazo. Ese cableado estaba contenido en un conducto de aluminio, pero
para superar las condiciones de seguridad, se envolvieron los cables con una vaina de Teflón
(también producido por Dupont) recubierta a su vez por una malla de resistentes fibras de
acero, un sistema que fue adoptado por varios de los modelos más recientes del Airbus.
Otros circuitos menos importantes –de 115 voltios- que llevaban electricidad a los
ventiladores de los frenos quedaron sin recibir protección adicional, pero se modificó el manual
de vuelo del avión indicándoles a los pilotos que, durante el despegue y el aterrizaje, los
ventiladores deberían permanecer apagados.
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Estos cambios fueron realizados en un brevísimo lapso ya que cualquier demora era
comercialmente inaceptable y no podía quedar la menor duda en el ámbito de los viajeros de
negocios de que el Concorde volvería a volar. El costo de adecuar los aviones a las nuevas
exigencias de seguridad fue muy abultado, pero si lo comparásemos con lo que se llevó el
sueño del SST de los bolsillos de los contribuyentes situados a ambos lados del Canal de la
Mancha, los 24 millones de dólares que demandaron los arreglos de los cuales nos hemos
ocupado podrían llegar a parecer una bicoca.
Los refuerzos en los tanques incrementaron en forma apreciable el peso del avión. Esto
habría sido realmente grave a no ser por la feliz noticia de que las cubiertas de la casa
Michelin eran más livianas que las anteriores. Y para seguir compensando, mientras se
realizaban las reformas, se aprovechó para instalarles a los Concorde de British Airways —a
un costo de 18 millones de dólares— nuevos paneles interiores, asientos y sanitarios. Era una
compleja operación que había sido programada tiempo antes y se realizó paralelamente a la
aplicación del Kevlar. Los interiores estaban mostrando el paso de los años y con esos nuevos
elementos se pensaba llegar con un look más actual hasta el 2007 o el 2009, momento en que
se preveía que los Concorde serían retirados del servicio de pasajeros. Gracias a las
bondades de los materiales empleados en renovar la apariencia interna también se pudo ganar
peso y de ese modo, gramo más, gramo menos, todo se mantuvo dentro de los valores
acostumbrados.
Los aviones de Air France en cambio, no fueron modificados en sus interiores. Lo que
hicieron los franceses fue limitar a 100 la cantidad de pasajeros que el Concorde podía
transportar. De todas maneras, no había cómo juntar cien viajeros dispuestos a tomarlo.
Capítulo XX
La vida después de la muerte
Una vez realizadas las reformas, el paso siguiente era probar a los Concorde en la pista y en
vuelo. Mientras los trabajos se llevaban a cabo en los primeros aviones, las demás unidades
eran mantenidas en perfectas condiciones, casi listas para volar.
Como la consigna era no perder tiempo, las tripulaciones siguieron entrenándose en los
simuladores como si nada hubiese sucedido y mientras los aviones se hallaban en esa especie
de limbo, tanto Air France como British Airways mantuvieron contacto con sus más fieles
pasajeros supersónicos, poniéndolos al tanto de las modificaciones que se estaban
efectuando.
Es más, los ejecutivos de Relaciones Públicas ingleses organizaron un “Concorde
Open Day” invitando a sus más conspicuos clientes —los Top 50— a ver “en vivo y en directo”
cómo se estaban realizando los trabajos. En una jornada que podríamos calificar casi como
insólita, los ingenieros aeronáuticos ingleses expusieron ante los viajeros frecuentes y
respondieron sus preguntas. Si yo hubiese estado allí, como el “top 51” les habría dicho algo
como: “¿Por qué no hicieron esto en 1979?”.
Los tests de vuelo comenzaron en Enero de 2001 con un Concorde francés que
despegó del aeropuerto Charles de Gaulle con destino a la base militar de Istres, en el sur de
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Francia. Al decolar de París, un pequeño grupo de entusiastas del avión supersónico desplegó
un cartel que decía: “Concorde, we love you”. Ante camarógrafos y curiosos, el pájaro blanco
se despachó con una más de sus triunfales demostraciones por el simple hecho de levantar
vuelo. Los tests continuaron en Istres y la oficina de prensa de Michelin se encargó de
destacar muy enfáticamente las buenas prestaciones de sus cubiertas. En junio de 2001 los
ingleses también testearon su avión y como era de esperarse, todo anduvo de maravillas. Se
programaron vuelos subsónicos breves, luego otros más extensos y finalmente se probó con
uno a Mach 1 lo que ocurrió el 17 de Julio, casi un año después del accidente de Gonesse.
Era obvio que en algún momento se debía intentar cruzar el Atlántico, pero como aún
no se contaba con el permiso para operar comercialmente, la British invitó a sus empleados a
que hicieran de conejillos de indias y tomaran parte de una simulación de un vuelo a través del
océano, sólo que en vez de ir hasta Nueva York, a mitad de camino, el Concorde emprendería
el regreso. La idea de hacer el vuelo “redondo” sin acercarse siquiera a Nueva York no pudo
caer en mejor ocasión y no obstante el éxito total que coronó la experiencia, el hecho pasó
desapercibido. Los medios estaban ocupados en otra cosa, en una catástrofe mucho peor que
había involucrado a varios aviones de pasajeros. Supongo que se habrá dado cuenta el lector,
de cuál fue el día que eligieron los ingleses para realizar la prueba. Si no fue así, le informo
que el vuelo a Mach 2 simulando el cruce del Atlántico tuvo lugar el 11 de Septiembre de 2001.
El gran día del Concorde –el esperado retorno a los vuelos regulares- fue el 7 de
Noviembre de ese año. Pasado el estupor del 9/11 la ciudad de Nueva York estaba viviendo
un mal momento ya que el turismo había mermado significativamente. La Gran Manzana
precisaba por parte del Concorde una “prueba de amor”.
¡Y vaya que la tuvo! Esa mañana, al más puro “estilo C” dos Concorde aterrizaron casi
juntos en el aeropuerto Kennedy, al igual que en los tiempos pasados.
En el avión francés viajaban el ministro de transporte galo, Jean-Claude Gayssot, el
presidente de Air France, Jean Cyril Spinetta, Edouard Michelin y Pierre Desmarets, estos
últimos CEO y jefe de la línea de productos aeronáuticos de la casa de Clermont Ferrand. Los
hombres de negro (por el color del caucho) elogiaron hasta el hartazgo sus neumáticos pero
es justo reconocer que se jugaron por sus productos al subirse al primer vuelo de la segunda
vida del Concorde.
Tuve oportunidad de ver en la BBC la llegada del avión inglés y entre sus pasajeros
pude reconocer a Sting —un verdadero fanático del Concorde— y de pronto escuché: “Damas
y caballeros, bienvenidos a Nueva York. Pásenla bien y gasten mucho dinero en la ciudad”. El
rostro del hombre que en acento yanqui les daba esa original bienvenida a los pasajeros era
nada más ni nada menos que el del alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani.
Estimado lector: le estoy debiendo desde el capítulo noveno la historia de la otra
resurrección –que si bien tuvo lugar tiempo antes de la que acabamos de recordar, no es
menos sorprendente. En este capítulo que trata del triunfo de la vida sobre la muerte, de la
buena onda sobre la mufa, estaremos hablando del triste y olvidado Concordski.
Veinte años después de la cancelación del proyecto del SST norteamericano, la NASA
—junto con algunos de sus contratistas— estaba embarcada en un nuevo proyecto de
investigación de altas velocidades, identificado con la sigla HSR (por high speed research) que
llevaría eventualmente al desarrollo de un avión de pasajeros supersónico de segunda
generación.
El mundo había cambiado enormemente durante esos años, al punto que la Unión
Soviética había dejado de existir y Rusia se había convertido en amiga de Occidente. Ante ese
panorama y enterados de los planes de los yanquis, el buró de construcciones aeronáuticas
Tupolev les ofreció resucitar el modelo 144 para utilizarlo en una serie de vuelos de
experimentación. La NASA quedó encantada y les dio el sí, aunque con una condición que
casi hace fracasar la cooperación. El pedido de los americanos era comprensible y necesario
pero difícil de satisfacer.
Sin embargo, la Tupolev reconoció que los yanquis tenían razón y en una compleja
operación procedió a remplazar los propulsores del TU-144. Si Ud. recuerda bien, en el
capítulo 9 mencionamos que los motores Kutznestov del Tupolev eran del tipo turbofan en vez
de turbojet y a pesar de ser ideales para volar por debajo de Mach 1, a velocidades
supersónicas casi se podría decir que frenaban al avión. Afortunadamente, el constructor ruso
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tenía en su inventario los poderosos turboreactores Tumanski que impulsaban al bombardero
TU -160 que tiene algunas semejanzas con el TU- 144. Esos motores eran 15 por ciento más
potentes que los Kutznestov.
Hecho el cambio de turboreactores, los diseñadores de la Tupolev se lucieron con un
bellísimo esquema de pintura exterior y rebautizaron al avión TU-144LL. Los norteamericanos
le instalaron toneladas de modernos instrumentos ya que un total de 800 parámetros
diferentes iban a ser medidos y los resultados se incorporarían a la base de datos de la NASA.
Entre 1998 y 1999 se realizaron treinta y siete vuelos de evaluación, al término de los cuales el
avión volvió a su anterior estado de inactividad.
No obstante los abrazos entre los feroces enemigos de antaño, el programa fue
cancelado al comprobarse que el transporte de pasajeros a velocidad supersónica era
económicamente inviable, al menos en el futuro cercano. A pesar de que al alto precio de
unos cuantos millones de dólares fue simpático hacer volar nuevamente al 144, me pregunto si
la conclusión que se extrajo no era obvia.
70
Capítulo XXI
Problemas sí, pasajeros no
Era de esperar que una vez que se reanudaran los servicios, los pasajeros comenzarían a
viajar en el Concorde. Inicialmente fue así, pero las secuelas de los sucesos del 11 de
Septiembre de 2001 castigaron fuertemente a la actividad aerocomercial, a la industria
hotelera, a la turística y a los negocios en general.
Tampoco es cuestión de engañarse, ya que cuando cayeron las “twin towers” los
Estados Unidos ya estaban en una leve recesión que se había iniciado con la debacle bursátil
de las empresas tecnológicas. El ataque de Al Qaeda, el pánico que generó en un momento el
aún no resuelto caso del ánthrax en el correo y la decisión del presidente Bush de atacar al
terrorismo en una guerra a escala mundial no fueron buenas noticias para el transporte por
avión.
Las compañías aéreas norteamericanas tuvieron que ser socorridas por su gobierno y
aún así algunas de las grandes tuvieron que presentarse luego en “chapter 11” algo que se
asemeja a una convocatoria de acreedores. Compañías aéreas europeas con problemas
financieros como la belga Sabena desaparecieron y hasta Swissair dejó de existir.
Con los aviones subsónicos casi vacíos, no podía esperarse mucho del Concorde.
Como era un objeto de prestigio, siempre iba a haber alguien interesado en “pertenecer”, pero
luego de un año y algo más sin tomarlo, algunos viajeros habituales del Concorde se habían
acostumbrado a volar en el magnífico Boeing 777 que si bien los llevó en el doble de tiempo,
les ofreció unos asientos de Primera Clase que los dejaron sin ganas de bajarse de ellos. Si
hubiesen optado por la más espartana “Business Class” todavía habrían salido ganando. El
espacioso interior, la separación con respecto al pasajero situado en la misma fila y
amenidades tales como varias películas para ver en un display de cuarzo líquido para cada
pasajero, hicieron pensar a algunos que el Concorde quizás se asemejaba a un avión militar.
Además, lo que cuenta no es tanto el tiempo en el aire sino el tiempo efectivo del viaje.
No nos olvidemos que el Concorde solamente volaba a Londres y París. Cualquier otro destino
europeo requería una conexión con todas las molestias e inconvenientes para el viajero.
Imaginemos un ejecutivo de un banco que tuviese que viajar de Francfort a Nueva York...
¿Cuánto tiempo podría haber ganado? ¿Dos horas? Según las encuestas de mercado de la
Boeing, lo que la gente prefiere hoy son vuelos directos y sin escalas. Según la gente de
Seattle, el mercado aéreo requerirá rutas menos tradicionales con aviones más pequeños para
unir por ejemplo: Atlanta con Francfort, Dusseldorf con Boston, Munich con Chicago, etcétera.
Para ello construyeron el Boeing 787.
Aun con pocos pasajeros, el Concorde continuó volando. British Airways ensayó,
además de los vuelos a Nueva York, un paquetísimo servicio semanal a Barbados aunque con
dudoso éxito. Peor aún era el caso de los aviones de Air France, ya que la compañía —a
mediados de 2002— era víctima además de un odioso boicot anti-francés cuando el presidente
Chirac se negó a acompañar a su colega George Bush en su cruzada contra Saddam Hussein.
Para colmo de males, ese año, el avión que había derrotado a todos sus enemigos,
detractores, críticos y al tiempo mismo, comenzó a experimentar una serie de fallas mecánicas
que le hicieron empañar su reputación de confiabilidad. Lo más grave fue que estos
inconvenientes irritaron a sus mejores clientes y seguidores, aquellas personas que con tal de
llegar cuatro horas antes a la City londinense no cuestionaban el elevado costo del pasaje.
También es cierto que luego del accidente de París, cualquier contratiempo en vuelo
del Concorde se convertía en noticia. Durante años no fue así, pero las condiciones habían
cambiado completamente tras la tragedia.
Las fallas más frecuentes tuvieron lugar en los hasta entonces confiables Olympus que,
no obstante el mantenimiento por parte de British Airways y Air France, parecían haberse
cansado de volar. Cuando uno de los motores tenía que ser detenido en vuelo a causa de
problemas mecánicos, el Concorde debía perder altura y volar subsónicamente hasta el
aeropuerto más cercano y aterrizar en él. Hubo dos casos en que los aviones tuvieron que
retornar a Londres y Nueva York y otros dos aterrizajes no previstos tuvieron lugar en Halifax,
Terranova y Cardiff, en Gales.
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A un Concorde de Air France se le desprendió una parte del timón a velocidad
supersónica –algo que sólo le había sucedido hasta entonces a los de British- y en otro vuelo
de la compañía gala se vivieron escenas de pánico cuando uno de los deflectores que reducen
la velocidad de entrada del aire a los motores se desprendió mientras volaba a Mach 2 sobre
el Océano Atlántico. Las fuertes vibraciones que ocasionó el percance perturbaron la serena
experiencia de volar a 18.000 metros de altura. En cuestión de segundos nomás, el piloto
detuvo el motor y el jet perdió altura con escalofriante rapidez, hasta nivelarse a los 11.000
metros. Si todavía algo faltaba para aterrorizar a los pasajeros, parte de la vajilla se precipitó al
piso y el estruendo hizo que algunos de los más asustados se pusieran a llorar. El comandante
del avión tomó el micrófono e intentó serenar a la gente pero el efecto tranquilizante de sus
palabras fue escaso. La calma recién retornó cuando el Concorde se posó en el aeropuerto
Charles de Gaulle.
Hubo también un par de casos de decolajes que debieron suspenderse en pleno
carreteo. El más conocido tuvo lugar el 15 de marzo de 2002 cuando un Concorde de British
Airways, a punto de partir rumbo a Nueva York y cargado con algunos de los invitados al
casamiento de Liza Minelli, experimentó una falla en uno de sus motores.
El comandante abortartó el despegue y los contrariados pasajeros tuvieron que retornar
a la terminal del aeropuerto de Heathrow. Cuatro horas después, la compañía consiguió
ubicarlos en otro Concorde que los llevó a Nueva York sin problema alguno. Obviamente, los
convidados llegaron con retraso a la boda de la Minelli.
A decir verdad, no sé para qué tanto Concorde, tanto apuro, tanto gasto y tanto estrés.
La pareja se separó poco tiempo después....mmm, esos amores de la farándula.
72
Capítulo XXII
Pieza de museo y colección
El año 2003 comenzó con la tragedia del transbordador espacial Columbia que se
desintegró al reentrar a la atmósfera terrestre. A los pocos días de ésto, China avisó sobre la
epidemia de SARS. Ennuestra lengua “Sars” significa síndrome respiratorio agudo y es
causado por un mortífero virus. Los primeros casos tuvieron lugar en la provincia de Guandong
en China y luego en Hong Kong, Vietnam, Taiwán y Singapur. El transporte aéreo de
pasajeros fue un vehículo de propagación de la enfermedad y como prueba de ello, unos
residentes chinos de Toronto regresaron de Oriente portando el virus. A causa de ello,
fallecieron 16 personas. La Organización Mundial de la Salud desaconsejó viajar a los países
afectados. No hace falta recordar el pánico que se generó. La epidemia se dio por finalizada a
mediados de año con un saldo de 8.450 probables casos y 810 muertes.
Para peor, el 20 de Marzo comenzó la invasión de Irak por parte de los Estados Unidos
y sus aliados, lo que repercutió en el precio del petróleo y el combustible aeronáutico. La
aviación comercial sufrió otro shock devastador. En Europa, el transporte aéreo de pasajeros
soportaba una caída de 2 dígitos y el presidente de la IATA, (entidad que agrupa a las
aerolíneas del mundo) pidió a los gobiernos que asistiesen a las compañías aéreas.
La otrora sólida Air Canada debió presentarse en convocatoria de acreedores. En el
primer trimestre de 2003 Continental Airlines perdió 221 millones de dólares, Nortwest 426,
Delta 466 y para qué hablar de las compañías de Hong Kong -Cathay Pacific y Dragonaircuyas caídas en el volumen del tráfico de pasajeros rondaban el 60%. El gobierno japonés
tuvo que aportar 1.600 millones de dólares para sostener a las empresas aéreas JAL y ANA
que habían sido golpeadas fuertemente por la epidemia.
Como ninguna aerolínea estaba interesada en adquirirlo, Boeing tuvo que cancelar el
revolucionario proyecto del Sonic Cruiser, un avión de pasajeros capaz de franquear rutas de
16.000 kilómetros transportando 300 pasajeros a una velocidad muy cercana a la del sonido.
El futuro del Concorde era incierto. Las empresas que lo utilizaban experimentaban
todo tipo de problemas en sus operaciones con sus aviones subsónicos para tener que
agregarle las penurias de los vuelos supersónicos a Nueva York, destinada a una cada vez
más reducida elite. El precio de un pasaje excedía los 10.000 dólares y al sucederse los
probemas técnicos, ese ahorro de tiempo que era la ventaja diferencial del Concorde, no podía
ser garantizado.
Los ingenieros de Airbus Industries (heredera de Aerospatiale y BAC) se reunieron con
sus colegas de British Airways y Air France y llegaron a la conclusión de que era necesario
encarar un plan de mantenimiento masivo, yendo mucho más allá de lo que se había realizado
hasta entonces. El costo iba a ser de tal magnitud que simplemente, firmó la sentencia de
muerte del Concorde.
En Abril de 2003 Air France informó que finalizaría las operaciones en el mes de Mayo,
mientras que los ingleses lo harían a fin de Octubre.
Curiosamente, fue el único caso en que un modelo de avión no dejó descendencia al
no ser remplazado por otro que lo superase. Para muchos, fue la primera vez que la aviación
daba un paso hacia atrás, aunque tal vez no haya sido tanto así.
En velocidad no habrá por mucho tiempo quien se le acerque, pero en materia de ruido,
en economía y alcance el Concorde le otorgaba a los más nuevos diseños un handicap
fenomenal. Respecto a esto último, cuando debutó a fines de los Sesenta, pocos aviones
podían cubrir tramos de más de 8.000 kilómetros sin escalas mientras que hoy ya estamos
hablando de dieciséis mil para las versiones long range del Boeing 777 y el Airbus 340.
A favor o no, el fin de los servicios hizo que las opiniones se polarizaran otra vez. Si le
preguntásemos a los sufridos residentes de las áreas próximas al aeropuerto Kennedy de
Nueva York, respiraron con alivio. Si en cambio recabáramos la opinión de las celebridades del
jet set, su respuesta sería contraria a la suspensión de los vuelos supersónicos.
Es difícil de entender por qué los franceses se desprendieron quizás un poco friamente
del oiseau blanc. Quizás les haya dado la depresión colectiva. También es cierto que los
73
porcentajes de ocupación de los aviones de Air France eran desastrosos ya que algunos de
los vuelos a la Gran Manzana partieron de París transportando una veintena de pasajeros. El
31 de Mayo, el último servicio comercial llegó de Nueva York y aterrizó en el Charles de Gaulle
unos minutos antes de que lo hiciera un charter que sólo voló sobre el Golfo de Vizcaya. Los
bomberos les arrojaron chorros de agua de bienvenida y los fans se acercaron al aeropuerto
con pancartas que decían “Merci Concorde” y “Concorde, I love you”.
Uno de los aviones —el más viejo de la flota— fue donado a la Smithsonian Institution
de Washington, para ser exhibido en el fenomenal Museo de la Aeronáutica y el Espacio,
aunque no en el edificio ubicado en el Mall sino en otro en las proximidades del Aeropuerto
Dulles. Al aterrizar en la pista de la aeroestación de la capital yanqui el avión había acumulado
17.824 horas en 6.967 vuelos durante 27 años de servicio.
El Sábado 14 de Junio, ante los ojos de la comunidad aeronáutica reunida en ocasión
del Salón de la Aviación, el Concorde deleitó a su incondicional hinchada con un aterrizaje
impecable, tras haber decolado antes del Charles De Gaulle. El F-BTSD quedó para siempre
en el viejo Aeropuerto de Le Bourget para integrar la colección del Museo del Aire y el Espacio.
Otro de los Concorde de Air France permanece en el Charles de Gaulle para ser
expuesto al público, un cuarto avión halló su destino final en Toulouse, donde se encuentra la
sede de Airbus Industries y en la vecina Alemania, el Museo del Transporte de Sinsheim, tras
pagar tan sólo un mísero euro por el avión, se quedó con otro de los bellísimos ejemplares.
Conozco Alemania bastante bien, pero nunca había oído hablar de Sinsheim. Es
insólito tener un fenomenal museo de aviones en una ignota ciudad del sur que ni siquiera
posee aeropuerto. Mirando el mapa, descubrí que Sinnsheim queda a pasos de la Selva
Negra, en las proximidades de la ciudad termal de Baden-Baden.
El 18 de Julio de 2003 el Concorde F-BVFB despegó del Charles de Gaulle y apuntó al
océano Atlántico para romper la barrera del sonido por última vez. Más tarde volvió sobre sus
pasos, cruzó Francia de oeste a este a velocidad subsónica y aterrizó en el pequeño
aeropuerto que atiende el tráfico aéreo de Baden Baden y Karlsruhe.
El viaje desde la pista hasta el museo de Sinsheim fue toda una odisea. Primero hubo
que desarmar parte del avión, quitarle los motores, separarle las inmensas alas, retirarle el
timón y subirlo a un gigantesco remolque que lo condujo por unos estrechos caminos vecinales
hasta un embarcadero en la margen oriental del Rin. Allí el fuselaje fue colocado en una balsa
por la que navegó incómodamente hasta el punto más próximo al museo. Otra vez en tierra, el
Concorde circuló a paso de hormiga por otros estrechos y sinuosos caminos hasta llegar a su
destino final.
La operación de transporte del avión fue de una complejidad extrema, tanto que costó
un millón y medio de euros. Antes del traslado hubo que inventariar todos los carteles,
mojones y guard-rails del camino y retirarlos para que pudiese pasar sin dañarlos. Luego, y
como era de esperar, los alemanes volvieron a colocar todo de vuelta en su lugar.
El Concorde reposa allí junto a su rival de otrora, el algo tosco Concordski de Tupolev.
En ese poco conocido paraje de Baden Wurtemberg están en exhibición los dos únicos
modelos de aeronaves de pasajeros supersónicas que han existido.
En el año 2008 viajé a Europa. Como era de norma, fui a visitar a mi profesora de
Inglés en Inglaterra pero también fui al continente. Alquilé un auto en Munich y desde allí fui al
norte de Italia. Como tenía que devolver el auto en el aeropuerto de Francfort, crucé Suiza de
Sur a Norte. Cuando rodé sobre suelo germano, hice el cálculo de que con esas fabulosas
autopistas que tienen, iba a llegar a al aeropuerto varias horas antes de lo previsto. Paré en
una estación de servicio y mientra miraba de ojito un mapa, sin proponerme buscarlo, me
apareció Sinnsheim. Al rato nomás estaba en el museo del transporte al que calificaría como
imperdible, aunque mi esposa no debe pensar lo mismo.
Hay una buenísima colección de aviones militares y de pasajeros pero las 2 joyas son,
sin duda alguna, el Tupolev 144 y el Concorde. Están emplazados a una altura de unos 20
metros en un ángulo de unos 15 ó 20 grados por encima de un gran hangar. Para entrar al
interior de ambos aviones hay que ascender una escalera de caracol que lleva al techo del
hangar y de allí, un sinnúmero de peldaños más conducen a la puerta ubicada en la parte
posterior del fuselaje. Una vez en el interior del mismo hay que trepar esa empinada cuesta
para llegar a la cabina de los pilotos. Mi mujer me acompañó al interior del Concorde pero
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estaba tan agotada que me dejó solo con el Tupolev pero, a decir verdad...las observaciones
de la patrona me habían puesto nervioso. Lo único que le importaba era que un fuselaje tan
angosto la habría hecho sentir claustrofóbica...¿Y el volar a Mach 2 no era importante?
Los siete Concorde de British Airways fueron asignados a sus lugares de descanso
perpetuo. Uno en el concurrido aeropuerto de Heathrow para que pueda ser visitado por el
público en general; un segundo avión en la algo más tranquila aeroestación de Manchester; un
tercer ejemplar de Concorde pasó a integrar la colección del magnífico Museum of Flight en
Edimburgo, Escocia y un cuarto jet tuvo como destino final la gigantesca planta fabril de la
Airbus Industries en Filton, que anteriormente perteneció a la BAC y a la Bristol.
Los otros dos aviones de la flota cruzaron el Atlántico para ser expuestos en el Nuevo
Mundo. Uno toma el sol del Caribe en la terminal aérea de Bridgetown, Barbados y el otro,
como no podía ser de otro modo, se exhibe ante el público en Nueva York, no en el aeropuerto
Kennedy, sino en el Puerto.
En uno de los viejos muelles del Lado Oeste del Alto Manhattan —el Upper West Side
para los amigos— se halla el “Intrepid Sea, Air and Space Museum”. Este impresionante
museo del aire, el mar y el espacio funciona adentro y en los alrededores del portaviones
Intrepid, un veterano de la Guerra de Corea. Si Ud. amigo lector nunca visitó la Gran Manzana
y alguna vez piensa hacerlo, le recomiendo que se tome dos o tres horas para conocer esta
magnífica muestra de aviones. Y si ya estuvo en N.Y. y aún no lo conoce, la próxima vez deje
a la patrona en Bloomingdale’s para acercarse hasta el portaviones yanqui y el Concorde que
reposa a su lado. Como yapa, hay también un submarino soviético.
Hasta ahora, todo lo que hemos relatado ha sido muy colectivo y en total armonía con
los numerosos fans del avión, pero siempre hay algunos seres tan individualistas que no saben
conjugar el verbo compartir. Para algunos de ellos, la gente de Air France montó en
colaboración con Christie’s un interesante remate de objetos de colección.
La subasta tuvo lugar en París. Se podían adquirir objetos tales como la vajilla que se
utilizaba a bordo, o el display digital que indicaba el número Mach en la cabina de pasajeros,
los asientos de la tripulación, un motor Olympus o el más decorativo cono de la trompa del
avión, de tres metros de largo.
Los “expertos” que pusieron los valores de la base a la cual los objetos saldrían a
remate pasaron un verdadero papelón. Fue tal el interés de los “concordemaníacos” que para
darle una idea, señor lector, el relojito que indicaba la velocidad en la cabina del piloto, fue
valuado en unos míseros trescientos euros pero luego fue vendido al mejor postor en la friolera
de once mil. El asiento del piloto, cuya base era de solamente mil euros, se remató en nada
menos que 42.300 y el famoso display del “machómetro” indicando el valor Mach 2,02 se
vendió en 94.000 euros.
Como lo recaudado fue destinado a varias obras de caridad, podemos decir que los
carecientes quedaron muy conformes, por cierto.
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Capítulo XXIII
El discreto encanto de jubilarse
Tras haberse convertido en el único operador de Concorde del mundo, la British Airways
manejó hábilmente el proceso de pase a retiro del avión, de modo de hacer de un hecho triste
una expresión de júbilo. De algo sirve pues la famosa compostura inglesa, esa represión de las
emociones tan característica de los habitantes del Reino Unido.
Pero los británicos son además muy buenos publicitarios y dominan a la perfección las
herramientas del marketing. Han sabido durante años extraer el máximo beneficio del producto
“Inglaterra”.
En las brumosas Islas Británicas no hay grandes montañas, ni bonitas playas, ni
conmovedores paisajes, el clima es malísimo y hasta la comida es espantosa. Sin embargo,
reciben millones de visitantes al año a quienes se les ofrecen básicamente tres cosas: la
realeza, los escoceses y la excentricidad.
La Familia Real le cuesta mucho dinero al contribuyente inglés, pero algo le da a
cambio, además de esos entretenidos escándalos. Le devuelve esa aureola mágica de la
monarquía más famosa del mundo, porque si algo abundan en Europa, son las reinas, los
reyes y los príncipes. Las otras familias reales del viejo continente son de perfil bajo, más
simples y austeras y por lo tanto no despiertan ese cholulismo que hace que nada se pueda
comparar con la monarquía inglesa.
Una de las mejores estrategias de la British Airways —en especial con sus numerosos
clientes norteamericanos— ha sido la de identificar a una compañía aérea que es privada con
la realeza. El Concorde, un logro tecnológico que es a la vez un auténtico objeto de prestigio,
ha sido para la aerolínea inglesa el equivalente a las joyas de la corona. Prueba de ello es que
la operación de un mismo modelo de avión rindió en forma muy diferente entre los dos socios
que lo poseyeron.
Los franceses en cambio, nunca llegarán a entender a los norteamericanos porque
además de no proponérselo, los detestan. Los yanquis aman Paris pero no son tan inocentes
para no percibir la hostilidad y como premio a esa actitud por parte de los galos, no sorprende
a nadie que sus aviones hayan dado pérdidas por volar casi vacíos mientras que los ingleses
de British Airways a veces se las arreglaban para salvar los costos de explotación.
Cuando Air France finalizó los servicios, los ingleses quedaron solos hasta fin de
Octubre. Era una oportunidad imperdible que no podían desaprovechar ya que, si actuaban
con inteligencia, el mundo entero estaría pendiente de British Airways y del Concorde. No sólo
obtendrían publicidad gratis sino que, entre Mayo y Octubre, al saber el público que eran los
últimos vuelos supersónicos, éstos estarían casi repletos.
Martin George, el astuto director de marketing de British Airways, organizó una serie de
históricos charters de despedida a Toronto y a Boston y además promocionó especialmente
los últimos servicios a Nueva York, reclutando así pasajeros de todas partes del mundo.
Y si hablamos de la astucia inglesa, no podemos dejar de mencionar la estrategia
mediática de sir Richard Branson, el CEO de Virgin Atlantic Airways, la aerolínea enemiga a
muerte de British Airways. Branson ofreció cinco millones de libras para quedarse con los
Concorde diciendo que si a British no le interesaba usarlos, él estaría encantado de hacerlo.
Nunca se sabrá bien si era una oferta en serio o una maniobra más para aparecer en los
diarios y la televisión —algo en lo que Branson es todo un experto— porque era impensable
que British Airways pudiera cederle semejante arma publicitaria a un competidor.
Eliminado el molesto sir Richard de las pantallas de la BBC y las tapas de los tabloides,
los ejecutivos del deparamento de marketing redoblaron el paso. Para que no quedara la
imagen de que British Airways era una empresa que sólo pensaba en sus más acaudalados
pasajeros, la compañía organizó una serie de sorteos para que, con una cierta dosis de suerte,
cualquiera pudiera ser parte de la historia. Fue tan efectiva la campaña que hasta la
afortunada Laura Lindsay, una mujer de 36 años que barría las calles de Edimburgo, consiguió
un par de lugares para ella y su padre en uno de los vuelos de despedida. En términos de
simpatía del consumidor hacia la marca, el hecho de que la humilde Laura, que jamás habría
podido pagarse un pasaje de avión, se subiera al Concorde, era como sacarse diez sobre diez.
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Para los últimos días de Octubre se organizó una gira por los más importantes
aeropuertos de Inglaterra y un fenomenal evento para el día de la despedida, el viernes 24. En
la semana final, se calculaba que los Concorde transportarían cerca de 2.000 personas.
Es interesante —y responde a lo que dijimos al inicio de este capítulo— que el fin de la
era supersónica, que para muchos entendidos significaba un paso atrás, fue presentado por
British Airways como un día de alegría, un jornada de orgullo y celebración, una ocasión para
maravillarse una vez más ante el gran logro de la industria aeronáutica inglesa.
Y dijeron inglesa nomás. Al haberse retirado prematuramente de la escena los socios
galos, los de la rubia Albión se apropiaron del Concorde. ¡Hicieron bien! Si los quejosos latinos
del Continente eligieron vivir el fin del pájaro blanco en forma agónica, allá ellos.
Esto me recuerda lo que ocurrió en 1997 cuando la Fuerza Aérea de los Estados
Unidos celebró los 50 años del primer vuelo supersónico que realizó Chuck Jeager a bordo del
X -1. El general retirado Charles Yeager, una leyenda viva a sus 77 años de entonces, se
subió a un moderno F-15 y al igual que en 1947 el avión que lo escoltaba estaba al mando del
legendario Bob Hoover. Chuck “le bajó la zapatilla” al F-15 y batió la barrera a piacere. Tras
darse el gustazo, regresó triunfador a la base para expresar a la concurrencia: “Aquí entrego
las llaves, porque no quiero que algún día venga un doctorcito y me quite la licencia”.
Volviendo al Concorde y el tema del orgullo inglés, son muy interesantes las
declaraciones de Brian Calvert, quien fue piloto del avión entre 1974 y 1982. Al respecto
manifestó que el Concorde había hecho muchísimo por elevar la autoestima de los ingleses.
Luego agregó que fue quizás la primera vez que éstos pudieron ver en qué gastaban los
gobiernos su dinero.
Pero así como el bueno de Calvert defendió el avión a ultranza, los dirigentes de
“Hacan” –sigla que identifica a la Asociación para el Control del Ruido de los Aviones en
Heathrow— no desperdiciaron la oportunidad para atacar nuevamente al Concorde,
manifestando una vez más que el SST francobritánico no era otra cosa que un ruidoso
desperdicio de los recursos del país.
A decir verdad, todos tenían su cuota de razón. El Concorde, durante treinta años fue a
la vez, la bella y la bestia, o lo que cada uno haya querido que fuese. Hay verdades objetivas
sobre el avión pero nadie quiso apelar a ellas. Las opiniones cambian de acuerdo con la
camiseta que uno se ponga. Era obvio que un comandante de British Airways, lo defendiera a
muerte ya que volarlo a Mach 2 a 18.000 metros de altura ha sido el sueño de todos los pilotos
del mundo durante treinta de los cien años de la aviación, desde que los hermanos Wright
hicieron volar su primitivo aparato en las playas de Kitty Hawk, allá por diciembre de 1903.
Y si los pilotos lo amaban, qué no podría decirse de los hedonistas viajeros del jet-set
que hicieron del Concorde de British Airways el equivalente aeronáutico del grandioso
transatlántico Queen Mary cuando surcaba los mares en los años Cincuenta. Por algo el
eslogan de la compañía de navegación Cunard, propietaria del Queen, era: “Getting there is
half the fun”.(algo así como que el viaje ya era la mitad de la diversión).
Yo invitaría a varios de los más conspicuos pasajeros del Concorde a que se pusiesen
la mano en el corazón y nos dijesen si ganar 4 horas de vuelo era la diferencia entre “la vida y
la muerte”. Pero, como el Concorde ya es pasado, dejaremos las críticas a un lado y mejor
será que lo recordemos por las vivencias de alguno de sus pasajeros. El vocalista inglés Sting
se olvidó de cuántas veces lo tomó, su colega Rod Stewart llevó a su peluquero con él para
que le arreglara las chuzas durante el viaje y una vez el ex Beatle sir Paul MacCartney
desenfundó la viola para hacer cantar a coro a los banqueros y a los ejecutivos.
El 24 de Octubre de 2003 y antes de entrar en la cabina de pilotaje, el comandante
Mike Bannister –jefe de pilotos de Concorde— manifestó a la prensa que estaba orgulloso y se
sentía un privilegiado al haber sido el encargado de llevar al avión de regreso a Inglaterra por
última vez. Dijo además que al encender los motores estaría pensando en aquellos
compañeros de British Airways que hicieron posible que el avión volara tan exitosamente
durante 27 años.
Cuando se dirigió a los pasajeros, Bannister los motivó diciéndoles: “Los llevaremos al
límite con el espacio, donde el cielo se oscurece y Uds. verán la curvatura de la tierra.
Viajaremos a través del Atlántico al doble de la velocidad del sonido, más rápido que la bala de
un rifle, a veintitrés millas por minuto. Nos moveremos más velozmente que la rotación de la
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Tierra y el mundo entero estará observándonos” (nada mal para una máquina diseñada
cuarenta años antes).
Antes de la partida, y para la foto que pasaría a la posteridad, los camiones de
bomberos del aeropuerto Kennedy le lanzaron chorros de agua azul, roja y sin colorear,
simbolizando a la vez los colores de las banderas inglesa, francesa y norteamericana.
En el interior de la cabina de pasajeros del avión podían distinguirse a Joan Collins (la
actriz de “Dinastía”) al flequilludo patrón del circo de la Fórmula Uno, Bernie Ecklestone, a la
monísima ex-modelo yanqui Christie Brinkley, al presidente de British Airways lord Marshal y al
célebre conductor de la televisión inglesa y norteamericana sir David Frost quien, por haber
tenido durante años un programa de TV a cada lado del Atlántico, fue quien más veces voló en
el Concorde.
Supongo que el lector recordará que era una práctica común del Concorde que, en
determinados eventos, dos aviones –uno inglés y uno francés— aterrizasen juntos en los
aeropuertos. Como esta vez los franceses no eran de la partida, para sustituir a la máquina de
Air France, la gente de British fue por más todavía.
Ni uno ni dos, sino tres fueron los Concorde que aterrizaron juntos en Heathrow. El
grandioso final hizo que miles de personas se acercasen al perímetro del aeropuerto para
verlos tocar tierra con escasos minutos de diferencia. A tal efecto, se montaron gradas para
acomodar a los que llegasen primero y se permitió a la gente llevar bancos y escaleras.
Aproximadamente una hora antes de que el avión proveniente de los Estados Unidos
se aproximara al área londinense, un Concorde partió desde Edimburgo y otro del mismísimo
aeropuerto de Heathrow.
El avión de Escocia batió la barrera del sonido sobre el Mar del Norte y el que despegó
de Londres –en un paseo circular con regreso al mismo punto de partida— lo hizo sobre las
aguas del Golfo de Vizcaya.
Minutos después de las cuatro de la tarde y con escasa diferencia entre ellos, los tres
Concorde aterrizaron en Heathrow ante la algarabía de los presentes, aunque muchos de los
espectadores no pudieron evitar que las lágrimas corrieran por sus rostros. Fue sugestivo que
en las tribunas se dio cita una gran cantidad de ex-tripulantes de British Airways.
El Concorde que llegaba de Nueva York no pudo escapar a la maraña burocrática y
debió separarse de los otros dos. Luego de superar migraciones y aduana, los pasajeros
realizaron declaraciones a los cronistas de los medios de prensa que los estaban aguardando
con ansiedad. Joan Collins manifestó que si bien pensaba que el fin de la era del Concorde era
una tragedia, no podía dejar de sentirse honrada por haber estado presente en su último viaje.
David Frost admitió que había perdido la cuenta de cuántas veces lo había tomado, diciendo:
“Entre 300 y 500”. Jeremy Clarkson, conductor del programa de automovilismo de la BBC,
inspirándose en la famosa frase de Neil Armstrong, dijo que era un pequeño paso para los
hombres pero un gran retroceso para la humanidad
Los otros dos aviones, a los que luego del aterrizaje, sus pilotos les colocaron banderas
inglesas saliendo por las ventanillas de sus cabinas, rodaron por las calles internas de
Heathrow recorriendo las instalaciones del aeropuerto londinense. Para ponerlo en términos
deportivos, podríamos decir que los Concorde dieron una merecida vuelta olímpica.
Y ese fue el glorioso final de la era del Concorde. Amigo lector, voy a hacer mías las
palabras del recordado Luciano Pavarotti quien, por alguna razón que desconozco, no pudo
ser de la partida aquel inolvidable 24 de octubre del 2003. “Lo voy a extrañar” –dijo.
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Capítulo XXIV
El legado del Concorde
Así como la poscombustión le daba impulso al Concorde para apurar el tranco y alcanzar
Mach 2 vamos a encenderla un poquito y –a modo de yapa— agregar algunos breves
comentarios finales.
Al margen de los logros tecnológicos del avión francobritánico, hay un aspecto que
quizás no resulte tan evidente y es el de haber abierto el camino a una gratificante era de
cooperación internacional.
No obstante las notorias diferencias de carácter entre los habitantes de Inglaterra y
Francia, los ingenieros aeronáuticos de ambas márgenes del canal de la Mancha pudieron
limar las asperezas y desarrollar una cultura tecnológica común para llevar adelante un
proyecto de gran complejidad.
El éxito que coronó la empresa hizo que los ingleses se sintieran motivados para ser
algo menos insulares y se entendieran mejor con sus vecinos del continente.
Cuando se firmó el acuerdo de construcción del Concorde los ingleses acababan de
rechazar la invitación a formar parte de la CEE. Unos pocos meses después —en 1963— ya
solicitaban ser admitidos al club pero el general De Gaulle, por entonces un poco mayor
quizás, se lo negaba. Para el momento en que el Concorde cumplía sus más notorias hazañas
aéreas, el Reino Unido ya integraba el Mercado Común.
El espíritu de cooperación siguió vivo por otro avión de diseño y fabricación franco-gala,
el Jaguar. Este jet de ataque a tierra fue una realidad gracias a que el bello supersónico de
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pasajeros le allanó el camino. Poco después, un fenomenal avión de combate multirol —el
Tornado— fue el fruto de la cooperación entre los ingleses, los alemanes y los italianos
quienes recientemente reincidieron para construir su remplazante -el Eurofighter- con el
agregado de los españoles.
Pasados unos años, los franceses se aliaron con los alemanes para formar el consorcio
Airbus. Si bien los comienzos fueron comercialmente difíciles, fue tal la excelencia de sus
productos que se impusieron por sus méritos y por la persistencia del equipo de ventas. Al
ampliarse la familia de aviones se incorporaron al proyecto de avión europeo los ingleses, los
belgas y hasta los españoles. Hoy, la Airbus Industries lidera las ventas de jets de pasajeros,
superando a la mismísima Boeing.
Y eso no es todo por cierto: los aviones a turbohélice para cortas distancias ATR - 42 y
ATR -72 son el fruto de una exitosa coproducción francoitaliana.
Como corolario, la Agencia Espacial Europea nuclea a todos esos países que hemos
mencionado y por la suma de los mejores talentos del viejo continente, está en la cima de la
tecnología con sus emprendimientos espaciales.
Y si bien nada tiene que ver con volar a Mach 2, el Eurotúnel vincula a las dos naciones
del canal de la Mancha. Al igual que el Concorde, es el fruto de la visión de quienes pensaron
que dos naciones que a lo largo de la historia habían sido enemigas y luego aliadas aunque
sin dejar de ser rivales, pudiesen asociarse para la construcción de un avión o un enlace
ferroviario bajo el mar.
Sin embargo —y al margen del mentado legado de cooperación— hay un aspecto que
no puede soslayarse y es el rotundo fracaso comercial del Concorde. Sin duda alguna, fue una
víctima de la crisis energética. Fue diseñado en una época de combustible a muy bajo precio y
por desgracia le tocó debutar en tiempos de restricciones y precios exorbitantes para el
kerosén aeronáutico.
Lo mismo le sucedió también al Boeing 747 pero el enorme jumbo de la Boeing se
adaptó perfectamente debido a que su gigantismo le permitía bajar el costo de llevar pasajeros
a grandes distancias. Las sucesivas versiones del 747 cada vez mayores y con motores más
eficientes, lo mantuvieron actualizado. El Concorde, en cambio, cuando fue concebido era de
por sí una extravagancia que al cabo de unos pocos años se volvió irreal.
El supersónico anglofrancés es quizás un caso para estudiar en las escuelas de
negocios. La moraleja sería: “Si Ud. hace lo que ellos hicieron, le irá como a ellos”. En aras del
orgullo nacional, sus constructores violaron las normas con las que se construye y
comercializa un avión de pasajeros. El ejemplo contrario sería el exitoso Boeing 777 que fue
diseñado conciliando las necesidades y aspiraciones de las compañías de aviación que luego
lo incorporaron masivamente a sus flotas.
A su vez, los requerimientos de los operadores no son producto del capricho sino el
resultado de obtener datos de sus operaciones y establecer las tendencias del mercado al que
atienden. De ese modo, las empresas de aviación pueden estimar qué es lo que sus clientes
podrían llegar a demandar en un futuro cercano, en un horizonte de unos cinco años
aproximadamente. Sólo así, el constructor de aviones podrá estar en condiciones de ofrecer el
producto adecuado en el momento más oportuno. Aun así, las expectativas pueden frustrarse
y un determinado modelo destinado a ser un suceso de ventas podría convertirse en un
lamentable “flop”.
Repasando la historia del Concorde, veríamos que para nada se pulsaron las
tendencias del mercado y llegaríamos a la conclusión de que políticos e ingenieros
aeronáuticos se lanzaron a diseñar y construir una maravilla de la técnica según sus propias
ideas para luego ofrecérsela a los eventuales interesados. El optimismo inicial que les llevó a
pensar en construir y vender 200 aviones, visto en perspectiva, no es otra cosa que un
fenomenal divague. Al finalizar los vuelos del Concorde, Air France empleaba sólo cinco
aparatos y British Airways, siete.
Por suerte, los ciudadanos de ambos países se enamoraron perdidamente del avión y
terminaron pagando las cuentas. Es claro también que el Concorde no llevó a la bancarrota ni
a Francia ni a Inglaterra y durante treinta años fue el objeto de prestigio que ambos países
exhibieron ante el resto de las naciones. Lo más grave quizás sea que el osado proyecto de
dos “decadentes” ex-imperios hizo que las dos superpotencias intentaran emularlos y en grado
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diferente por supuesto, fracasaran en el intento. Allí radica quizás la más extraña de todas las
hazañas del supersónico anglofrancés: fue un objeto volador “haute couture” que logró humillar
a los poderosos en su propio terreno, algo que normalmente hubiese parecido imposible.
Pagadas las abultadas cuentas, silenciados los estruendosos motores y acalladas las
feroces críticas, nadie podrá olvidar que, gracias a dos naciones ubicadas en ambas márgenes
del canal de la Mancha, durante treinta y tantos años, el mundo en que vivimos pareció ser
más pequeño.
Subirse al Concorde fue un privilegio para pocos, pero para consuelo de los demás,
volar en él no era ciertamente lo mejor. Creo que verlo despegar constituía un espectáculo
cautivante al alcance de cualquier bolsillo. Y bastaba con encender la televisión o curiosear en
alguna revista de aviación para maravillarnos con las fotos del bello pájaro de aluminio.
Todo parece indicar que no habrá un avión supersónico de pasajeros en el futuro
cercano. ¿Qué harán ahora los muchachos del jet-set, esas celebridades que hicieron del
Concorde su medio de transporte preferido?
El menú de opciones del que disponen es limitado pero, para quienes tienen los dólares
en abundancia, existen dos atractivas posibilidades.
La opción uno es disfrutar de los nuevos asientos de First Class en cualquier vuelo de
una compañía que se precie y evitar el contacto con la plebe utilizando los salones vip hasta el
último minuto antes de partir. La segunda alternativa es algo más drástica: recurrir al jet
privado. En ambos casos hay que resignarse a destinar cuatro horas más del día al viaje
transatlántico. Afortunadamente, existe toda una generación de aviones de ese tipo que
permiten cruzar el Atlántico y hasta el Pacífico sin escalas, disfrutando de un confort inusitado.
Las nuevas versiones del Gulfstream y el Bombardier Global Express pueden
transportar al pasajero y a su séquito a la velocidad de un avión de línea a distancias
superiores a los 12.000 kilómetros. Y como si todavía fuera poco, tanto Boeing como Airbus
ofrecen versiones business-jet de sus modelos Boeing 737 y Airbus 319.
Tampoco es necesario adquirir uno de estos encantadores avioncitos, ya que además
de alquilarlos, es posible asociarse a un práctico sistema similar al de tiempo compartido y de
ese modo realizar aunque más no sea un par de vuelos al año para despuntar el vicio.
Warren Buffett, el poderoso gurú de las finanzas, creó una compañía para ofrecer la
comodidad y el glamour de los jets privados a una selecta minoría que no desee poseerlos.
Por lo tanto, a aquellos ex-pasajeros del Concorde que estén deseosos de ganar en intimidad
mientras se resignan a trasladarse sólo a 900 kilómetros por hora, les recuerdo que todo es
cuestión de consultar las páginas amarillas y dejar que Warren haga el resto.
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