Fellini, les cuento de mí

Anuncio
Fellini, les cuento de mí
Conversaciones con
Costanzo Costantini
Traducción de
Fernando Macotela
México 2005
Título de la versión original:
Fellini Raccontando di me, Conversazioni
con Costanzo Costantini
© by Éditions Denoel, 1995
Primera edición en español: 2005
Traducción: Fernando Macotela
Copyright © Editorial Sexto Piso S.A. de C.V., 2005
Avenida Progreso # 158, 3er piso
Colonia Barrio de Santa Catarina
Coyoacán, 04010
México D.F., México
www.sextopiso.com
ISBN 970-35-0343-8
Derechos reservados conforme a la ley
Impreso y hecho en México
INDICE
Presentación
Introducción
Rímini, la infancia, la adolescencia
Una adolescencia de artista
Roma, Cinecittá, Giulietta Masina
Una biografía imaginaria
Roberto Rossellini, “Luces de variedad”, “El jeque blanco”
Fellini, Rossellini, Lattuada, Antonioni
La dulce vida, Anita Ekberg, Marcello Mastroianni
La versión de Anita Ekberg
Ocho y medio, Julieta de los espíritus, fregene, El viaje de G.
Mastorna, Fellini-Satiricón
Fellini y Pasolini
Un primer balance
Fellini y Flaiano
Roma, Amarcord, Casanova, Ensayo de Orquesta
Fellini, De Sica, Visconti
La ciudad de las mujeres.
El síndrome de los sesenta años.
El cine se acabó, pero... y la nave va.
21
Presentación
Lo verosímil me interesa cada vez menos.
Federico Fellini
Costanzo Constantini, con quien lamentablemente no pude
charlar más que unos minutos el día que nos conocimos en
Roma, tuvo la habilidad para acercarse a Federico Fellini en los
inicios de la carrera de éste, el talento para mantenerse cerca de
él toda la vida y la disciplina para seguir entrevistándolo cada vez
que el realizador empezaba o terminaba una película. No debe
haber sido una tarea fácil ya que Fellini fue siempre una presa
codiciada por los periodistas. El hecho de que estas entrevistas
cubran toda la carrera de Fellini hace que este libro sea fascinante
y excepcional. El gusto de Fellini por ser entrevistado (aunque
él lo negara) se nota en la cantidad de libros que existen sobre él
basados en entrevistas y no es casual que una de sus películas se
llame precisamente Entrevista y trate de eso: de una accidentada
entrevista que le hacen.
La relación entre Fellini y Costantini evolucionó hasta convertirse en una real amistad. “Era el único personaje de la escena
internacional respecto del cual suspendí, por así decirlo, el ejercicio
del espíritu crítico, indispensable en la actividad periodística”, afirma
el autor en la Introducción de este libro, después de decir que se
había convertido en los últimos años de Fellini “en su acompañante
de planta, oficial o semioficial, su ‘reportero personal’ ”.
Como no se trata de una sola entrevista que podría haber
sido hecha hacia el final de la carrera del cineasta para cubrir
toda su obra, sino de muchas y que tuvieron lugar en momentos
culminantes (al iniciar o terminar una película), el libro adquiere características particulares, es más vasto y más profundo que
muchos otros, ya que va necesariamente revisando la vida y los
cambiantes estados de ánimo de Fellini a través de los años. Así
por ejemplo, la entrevista hecha después del gran éxito de La dulce
vida, nos lo muestra más optimista y más dueño de sí mismo que
antes, contando su próximo proyecto (Ocho y medio) sin tener que
dar mayores explicaciones –por ejemplo- de por qué no existe un
guión convencional que sirva de base al film. Algunas veces se tiene
la impresión de que las entrevistas eran un gran divertimento para
él, pero otras, como cuando habla sobre el secuestro y asesinato de
Aldo Moro, vemos a Fellini convertido en un verdadero filósofo
de la ética pública, en un analista nada superficial de la sociedad,
de sus actos, de sus reacciones, de su salud.
Estas conversaciones, leídas con la perspectiva que da el tiempo,
nos enseñan muchas cosas. Algo que ha llamado mi atención es
constatar que cuando los críticos y los espectadores nos encontramos frente a algo nuevo, nuestra primera reacción es tratar de
ubicarlo en los casilleros pre-existentes. Al aparecer Ocho y medio
muchos críticos echaron mano de Proust, Joyce o Kierkegaard,
sin darse cuenta de que lo que estaban viendo era algo nuevo, “felliniano”, no “proustiano”. Ahora identificamos ya “lo felliniano”
y se lo endilgamos a otros directores, pero entonces se trataba de
acomodar a Fellini en los moldes conocidos. El artista va siempre
más rápido que sus analistas o sus críticos.
“Yo confío aún -dice Fellini- en la sugestión que es propia
del espectáculo cinematográfico como sueño, como visión, como
creación fantasmagórica. Confío en el imaginario del espectador.
Yo hice una película como Y la nave va, en la cual un barco es
hundido a cañonazos. Pues bien, hice esa película sin mar, sin
cielo, sin barco y sin cañones. Inventé todo en Cinnecittá. Pero el
espectador tuvo la sensación de que allí estaban el mar, el cielo,
las gaviotas, los barcos, los cañones y todo lo demás. Es así como
yo entiendo todavía el cine. Lo verosímil me interesa cada vez
menos. Un verdadero artista no necesita de lo verosímil”. ¿Po10
drían estas ideas ayudarnos a entender, al menos en parte, qué
es “lo felliniano”?
El hecho de que Costantini sea italiano, le permite penetrar
más en el ser italiano de Fellini, lo que muchas veces es una
ventaja sobre las entrevistas que le hicieron periodistas de otras
nacionalidades, pues Costantini entiende las motivaciones de su
entrevistado, entiende cabalmente sus alusiones culturales, sociales
y políticas, sabe cómo explotarlas, y no se impresiona por observaciones que a un extranjero podrían parecerle extraordinarias.
En algunos episodios Fellini parece un monstruo del egoísmo
(¿calidad necesaria para un creador?), pero en otros parece casi
humilde, como aquellos en que salta a la vista su candor ante su
propia fama. El muchacho pueblerino que tal vez siempre fue
(muy bien percibido por Orson Welles), se impresionaba porque
conocía en Hollywood a “personajes famosos”, pero muchas
veces se trataba de “famosos” de tercera fila, amplificados a los
ojos de todos por la parafernalia publicitaria hollywoodense, y
él no parecía estar consciente de que era y sería siempre mucho
más importante que ellos. Menciona esos nombres con la misma
actitud que recuerdo en la autobiografía de Chaplin cuando éste
se impresionaba porque departía en las fiestas de W.R. Hearst con
“grandes personalidades” que entonces como ahora no admitirían una comparación con él. Esa ingenuidad, ese impresionarse
derivado de los orígenes familiares de ambos, ajenos a toda idea
de celebridad, no hace sino volverlos entrañables.
Entre las muchas y atinadas cosas que a lo largo de su vida dijo
Fellini sobre Roma, una frase me impacta: “Roma es una ciudad
para esperar el fin del mundo”. Quien ha vivido en Roma y padece
su hechizo lo entenderá. Vivir en Roma es un verdadero desafío
para cualquiera que no sea romano, pero una vez superada la
adaptación (hay quienes nunca lo logran) el encanto de la ciudad
es inextinguible. Fellini no pudo vivir en otro sitio y su propio fin
del mundo lo alcanzó allí el 31 de octubre de 1993.
Yo vivía entonces en Roma, y cuando se hizo el anuncio de que
el público podría rendirle homenaje en “su” estudio de Cinecittà,
donde había filmado tantas de sus películas, me apresté a ir.
11
Era de noche, desde la entrada de Cinecittà hasta el foro 5,
las veredas, muy a la romana en una ocasión así, se encontraban
flanqueadas por anchas veladoras en el suelo. No había multitudes
pero sí un constante fluir de personas. Había muchos jóvenes.
Casi todo el mundo llevaba flores. Para llegar al foro 5 hay que
atravesar un amplio jardín que está en la entrada de los estudios
(que puede verse muy bien en Entrevista), discurrir luego hacia
la derecha y seguir hasta el fondo. El recorrido es un poco largo
y el silencio era impresionante.
Una vez que entraba uno al foro, impactaba desde el fondo un
gran ciclorama iluminado de azul, y recortado sobre él, en una plataforma, el ataúd que contenía los restos de Federico Fellini. Unos
carabinieri en uniforme de gala hacían guardia. Se circulaba por
un improvisado “corredor central” formado por la prolongación
de las hileras de velas que venían desde el exterior; el corredor iba
directamente hacia el túmulo y unos cinco metros antes de llegar
a él, daba vuelta hacia la izquierda, hasta una salida.
La gente se detenía muy brevemente, depositaban sus flores en
el piso o se persignaban, nadie hablaba. La circulación de personas
era incesante. No era posible ver a Fellini. El ataúd no parecía
abierto, pero en todo caso estaba a una altura y a una distancia
desde la que no se le hubiera podido ver. Sonaba música que Nino
Rota había compuesto para sus películas. Se sentía uno cercano
al maestro y a su obra, allí, en ese foro que él consideraba casi
como una propiedad personal.
El ambiente era emocionante, de una sobriedad sobrecogedora;
la música de Rota lo acompañaba a uno hasta que abandonaba
el recinto. Salimos sumidos en una profunda tristeza. A mí, a mi
generación y a millones de personas, Fellini nos había regalado
un universo, y ahora, ya no habría más películas de Fellini.
Por encargo de su autor, traje este libro de Italia a México en busca
de un editor, y cuando Alfonso de Maria y Campos, entonces
Director General de Publicaciones del conaculta me dijo que
lo editaría siempre y cuando lo tradujera yo, la proposición me
tomó por sorpresa, pero acepté. Fue una experiencia muy inte12
resante porque implicó casi un repaso de mi vida a través de las
películas de Fellini. Las vi casi todas en el momento de su estreno
y fueron tan memorables que a ellas quedaron asociados amigos
entrañables y momentos importantes.
Por otro lado y a propósito de la traducción, quiero decir que
en ningún momento intenté depurar, “limpiar” el texto para que
fuera “más correcto” o “elegante”. Se trata de entrevistas, de la
forma en que, debemos presumir, hablaba Fellini. Costantini hace
notar –imagino que por excepcional– la ocasión en que Fellini
le pide especialmente corregir la entrevista. Entonces, si Fellini
repite varias veces (en un párrafo) un verbo o una misma forma
verbal, o si coloca un adverbio muy cerca de otro, elegí, obviamente, dejarlos así. Los expertos hablan de “traducción literal” o
“traducción literaria”. He optado, en la medida de lo posible, por
la literal, pues no hay razón aquí para “hacer literatura”. Siempre
he tenido aversión por los críticos de cine, o de arte en general,
que se preocupan más por “hacer literatura” que por trasmitir
una idea sobre la obra que reseñan. Varias veces me incliné por
términos castellanos similares a los italianos aunque de uso no
muy frecuente, pero que son estrictamente correctos; tal vez eso
pueda dar un “aire italiano” al texto, cosa que no me reprocharía,
sino al contrario. Y lo he hecho conscientemente.
Este libro aparecerá gracias al interés original de Alfonso de
Maria y Campos y al profesional empeño actual de Raúl Zorrilla
(conaculta) y los jóvenes editores de Sexto Piso.
No puedo terminar estas líneas sin expresar mi profundo
agradecimiento a Tonino Cacciapuoti quien, desde Roma, puso
a mi disposición en todo momento y con gran generosidad sus
vastos conocimientos de la lengua italiana y me ayudó a seguir
adelante en innumerables ocasiones.
13
14
Introducción
Me había encontrado con Federico Fellini por primera vez en
los años 50. Lo había entrevistado para El Mensajero, el diario
romano de Vía del Tritone, una de las calles centrales de la ciudad.
En aquel entonces El Mensajero tenía como jefe de redacción a
Vincenzo Spasiano, un napolitano que era considerado un mago
del periodismo y que se quedaba en la oficina hasta las primeras
horas de la mañana, bajando de vez en cuando a tomar un café
al “Settebello”, el bar nocturno de la Plaza Tritone. En aquel
local, donde se juntaba la resaca de la noche, había conocido al
director riminense, con el cual había simpatizado de inmediato.
Al ex-reportero le gustaban mucho los ambientes en los que nacía
el periódico y subía gustoso con él a la redacción; se quedaban
sobre todo en tipografía o en los sótanos donde estaban en acción
las rotativas. Así, se había convertido en una presencia conocida
en el periódico, y desde nuestro primer encuentro yo también
había establecido con él una relación de confianza.
Desde la segunda mitad de los años 50 había entrevistado a
Fellini dos o más veces por año, normalmente cuando comenzaba
una película o cuando terminaba la filmación. Nos encontrábamos donde fuera; en el set, en Cinecittà o en otra parte, en sus
oficinas de Vía della Croce, Vía Sistina, avenida de Italia; en los
restoranes, en sus casas romanas o en su casa de Fregene, la playa
cerca de Roma en la que había rodado su primer film, El jeque
blanco. Pero nos veíamos también en otras ocasiones, independientemente del trabajo.
En abril de 1975, apenas se supo que había ganado el Óscar
por Amarcord, le llamé para pedirle una entrevista.
15
¿Pero qué quieres te diga? No tengo nada que decir, no sé
qué decir, créeme, te lo digo sinceramente.
Te lo ruego, Federico.
Es el cuarto Óscar que, inmerecidamente, me otorgan, no
puedo repetir siempre las mismas cosas.
Me bastan diez minutos, hasta cinco.
Entonces vente mañana, hacia las nueve, a Vía Sistina, pero
te repito que no tengo nada que decirte.
Poco antes de las nueve estaba yo en su oficina.
Lamento que hayas venido inútilmente me dijo, estrechándome la mano y abrazándome.
Siguió un breve silencio y luego agregó:
De veras no sé qué decirte.
Siguió otro breve silencio; luego se tendió, perezosamente, en
el sofá, y me indicó una silla allí junto.
Habló hasta las 13:30 hrs. ininterrumpidamente.
De repente, se acordó que tenía una cita para la comida y que
se había hecho tarde. Se levantó y me dijo: “Discúlpame, pero
tengo que irme. Me apena dejarte. La paso tan bien contigo. Eres
una de las pocas personas con las cuales se puede tener un diálogo,
un intercambio de ideas, comunicarse”.
Durante todo el tiempo que estuve en su estudio, había yo
pronunciado sólo seis palabras: “Discúlpame, tengo que ausentarme un momento”. Sin moverse, me había indicado con un
gesto de la mano el lugar que yo buscaba, y a mi regreso se había
puesto a hablar nuevamente.
Era un conversador fascinante. Tal vez únicamente Jorge Luis
Borges destapaba con la palabra horizontes tan insólitos, luminosos y seductores. También Roberto Rossellini, el único cineasta
al cual Fellini reconocía el título de maestro, era un conversador
extraordinario. Pero el autor de Roma ciudad abierta y Paisá, las
películas en las cuales Federico Fellini había sido coguionista y
asistente, hablaba, aparte de sus propias aventuras y desventuras,
también de los otros, mientras que su “discípulo” no hablaba más
que de sí mismo, de su propia vida interior y del deslumbrante
cosmos imaginario en el que reinaba como soberano absoluto.
16
“Miente hasta cuando dice la verdad”, se decía de él. Decía
él de sí mismo: “Muchos dicen que soy un mentiroso, pero
también los otros mienten. Las mentiras más grandes sobre mí
las he oído de los otros. Podría desmentirlas, pero, como soy un
mentiroso, nadie me creería”. Era un cultor de la mentira, pero
en el sentido que atribuía a esta palabra Oscar Wilde, quien la
consideraba una expresión de la fantasía, del talento inventivo,
de la creatividad artística.
La ensayista inglesa Germanine Greer escribió que Federico
Fellini era el más italiano de los cineastas, si no el más italiano de
los italianos. Reunía en sí todas nuestras contradicciones: abierto
y cerrado, extrovertido e introvertido, expansivo y retráctil. Ambiguo, escurridizo, inaprensible. Mientras más lo veía uno, menos
lo conocía. Mientras más lo frecuentaba, menos lo entendía.
Mientras más se le acercaba uno, menos podía enmarcarlo. Las
ideas que uno se hacía de él se modificaban a cada momento, como
las múltiples facetas de un prisma. Cuando uno se convencía de
haber alcanzado un punto firme, todo se volvía a poner en movimiento y se nublaba, y era necesario volver a comenzar desde
el principio. Una especie de tormento de Sísifo.
Voz dulce y persuasiva, que a veces se volvía, con el fin de
alejar las molestias, leve y sutil como de monja de claustro, tono
de confesor o de psicoanalista, de confesor a penitente, de terapeuta a paciente, atrapaba al interlocutor en su lenguaje de mago,
del que se servía para seducir y confundir a mujeres y hombres,
amigos y enemigos, productores y financieros, además de disipar
las huellas de sí mismo.
Era siempre él quien dominaba el encuentro, hasta cuando
parecía distraído o ausente, desalentado o abúlico, nervioso
o indisponible, o perdido detrás de sus fantasmas. Te conducía
adonde él quería, a través de trayectos imprevisibles, discursos
impensables, divagaciones maravillosas. Pero siempre en la periferia de su Yo, nunca en el centro de su Universo, en el corazón
del Laberinto.
Nuevo Teseo, no tenía necesidad de que Ariana le tendiera el
hilo: el hilo lo tenía siempre él, tal vez escondido en la manga,
17
y lo maniobraba con habilidad pasmosa, de prestidigitador inalcanzable.
En febrero de 1981 me invitó a cenar a su casa, en Vía Margutta
110, la calle romana de los artistas. Durante la sobremesa se dejó
ir con la memoria a los tiempos heroicos de la postguerra, contando entre otras cosas la fuga de Roberto Rossellini a los Estados
Unidos para encontrarse con Ingrid Bergman y en particular las
reacciones de Anna Magnani.
Era 1948. Roberto Rossellini había recibido algún tiempo
antes la famosa carta de Ingrid Bergman: “Estimado señor Rossellini, he visto sus películas Roma ciudad abierta y Paisá y me
gustaron muchísimo. Si tiene necesidad de una actriz sueca que
habla muy bien el inglés, que no ha olvidado el alemán, casi no
se hace entender en francés y en italiano sabe decir sólo ti amo,
estoy dispuesta a ir a Italia para trabajar con usted”. Pero el director
había decidido ir él a los Estados Unidos.
Roberto Rossellini y Anna Magnani vivían en aquella época
en el Excelsior, el hotel más elegante de Vía Veneto. La actriz
había impuesto que en la suite que ocupaban vivieran también
sus tres perros. Una mañana el director se levantó muy quedito,
fue al baño de puntillas, se vistió sin hacer el menor ruido y se
dirigió a la salida.
Robé ¿adónde vas? le preguntó la actriz despertándose de
improviso, mientras el director llegaba a la puerta.
Llevo a los perros a tomar un poco de aire a Villa Borghese1 le contestó el director, improvisando un pretexto bastante
plausible-. ¿A estas horas? Está amaneciendo.
Estoy un poco nervioso, no podía dormir.
Está bien, lleva pues los perros a Villa Borghese.
De esa manera, se vio obligado a llevarse a los perros, pero
apenas llegó al hall, se los encargó al conserje, hizo que le llamaran un taxi y corrió al aeropuerto para embarcarse rumbo a los
Estados Unidos.
La actriz puso literalmente patas arriba todo el hotel. Se la
tomó hasta con los perros. Los acusaba de no haberle advertido
18
Federico Fellini con Costanzo Costantini, 1983
en alguna forma que Rossellini la estaba engañando. Los insultó
brutalmente con epítetos feroces: “bestias idiotas”, “carroñas
asquerosas”, “traidores infames”.
Mientras Federico Fellini contaba, Giulietta Masina sacudía
la cabeza de vez en cuando. Al final le dijo: Contaste muy bien
la historia, pero se te olvidó decir una cosa.
¿Qué cosa se me olvidó, Giulietta?
La más importante.
¿Cuál?
Que Roberto no se comportó propiamente como un caballero.
Pero ¿y eso qué tiene que ver Giulietta?
¡Claro que tiene que ver!
No, Giulietta.
Hubieras debido decir…
¿Qué cosa hubiera debido decir?
Que Roberto se comportó como un sinvergüenza.
Giulietta, yo sólo conté una anécdota.
19
Si no dijiste que Roberto se comportó como un sinvergüenza, quiere decir que tú apruebas su comportamiento.
No apruebo nada, Giulietta.
Si no dices que se comportó como un sinvergüenza, quiere
decir que eres su cómplice.
Pero yo ¿qué tengo que ver? Giulietta.
¿Por qué no dices que se comportó como un sinvergüenza?
Giulietta, por favor.
Yo sé por qué no lo dices.
¿Por qué no lo digo?
 Porque tú te hubieras comportado como él.
Giulietta y yo somos una pareja ideal, el símbolo de la pareja
italiana dijo Federico Fellini acariciando dulcemente a su mujer
y levantándose para acompañarnos a la puerta.
A partir de 1990 mantuve con Federico Fellini una relación mucho más estrecha que antes. Me convertí en su acompañante de
planta, oficial o semioficial, su “reportero personal”. Era el único
personaje de la escena internacional respecto del cual suspendí,
por así decirlo, el ejercicio del espíritu crítico, indispensable en
la actividad periodística.
En la segunda mitad de octubre de 1990 lo acompañé a Tokio,
adonde fue para recibir el Praemium Imperial, el Nobel del Extremo
Oriente. “Preferiría veinte millones en Canova que ciento cincuenta en Tokio”, dijo antes de partir, confirmando su reticencia
a salir de Roma (Canova es el célebre café romano de la Plaza del
Pópolo, donde solía encontrarse con amigos y conocidos). Después del viaje a Tulúm, en México, que había hecho algunos años
antes con la intención, después abortada, de hacer una película de
los cuentos de Carlos Castaneda, éste era el más largo que hubiera
emprendido, pero lo enfrentó sin particulares dificultades.
“Fue una especie de Odisea”, dijo al llegar a Tokio, mientras
los fotógrafos y los camarógrafos de la televisión se engolosinaban
tomándolo a él o a Giulietta Masina, que estaba siempre junto a
20
él, dulce y solícita. Pero más tarde, después de un breve reposo,
demostró un humor chispeante. “Lamento no haber podido preparar un discursito en el avión, pero el viaje fue muy breve”, dijo
en uno de los salones del hotel Okura, el más lujoso de Tokio, al
abrir la conferencia de prensa que precedió a la ceremonia para
la entrega del Praemium Imperial. Entretuvo a los presentes con
diversas historias y repitió una teoría que le gustaba mucho: que
los artistas deberían de tener un patrón que los adulara y los amenazara, incitándolos o constriñéndolos a crear incesantemente,
como sucedía en Italia en el Renacimiento. “El Praemium Imperial” dijo “renueva la gloriosa tradición de la Iglesia católica, la
cual había comprendido que el artista es un eterno adolescente y
lo inducía, con adulaciones o con amenazas, a crear obras maestras
inmortales”. Respondiendo luego a las preguntas de los periodistas, confesó que no conocía el cine japonés actual, pero conocía
las películas de su amigo Akira Kurosawa, y citó una secuencia
de Rashomon para demostrar que el gran cineasta nipón iba más
allá de la realidad aparente para percibir otras más profundas o
más espirituales, restituyendo al cine su aspecto al mismo tiempo
aventurero y sacro, visionario y misterioso.
Al día siguiente Federico Fellini y Giulietta Masina, conversando con el público que asistía a la sala principal del cine
Miyukiza para presenciar la proyección de La voz de la luna (La
voce della luna), protagonizaron una hilarante discusión conyugal-profesional.
“Giulietta es mi intérprete ideal, mi inspiradora, una presencia mágica en mi trabajo”, dijo el director. “Miente: siempre
me he abstenido de poner un pie en el set en las películas en las
que yo no trabajaba, porque mi presencia no le agradaba”, dijo
la actriz. “Giulietta es mi Beatriz”, dijo el director, enviándole a
su consorte una sonrisa dulce e hipócrita. La actriz replicó: “La
verdad es que nos hemos dividido las tareas: Federico reina soberano en el set, yo en la casa. Pero siempre me ha hecho pagar la
soberanía que ejercito dentro de los muros domésticos. Yo nunca
me he gustado a mí misma: soy una liliputense, tengo la cara
redonda, el pelo hirsuto. Desde que preparaba La strada soñaba
21
con que Federico me diera el rostro de la Garbo o de Katherine
Hepburn, pero en vez de eso me volvió la cara más redonda, y
el cabello más hirsuto, y me empequeñeció todavía más. Hizo
de mí una punk ante litteram. “Te hice más seductora que Jean
Harlow y Marilyn Monroe”, dijo el director. Y la actriz contestó:
“Como ustedes saben, Federico ama las mujeres monumentales,
opulentas, fastuosas, pero yo, precisamente por ser diminuta y
flaca, logré colarme entre aquellas estatuas vivientes escondida
en los personajes de Gelsomina, Cabiria, Julieta de los espíritus,
Ginger, celebrando así mi venganza sobre él”.
El público explotó en un aplauso estruendoso y Fellini cambió
de tema, aprovechando la oportunidad para rendir homenaje de
nuevo a Kurosawa. Contó que la noche precedente había vuelto
a ver, en los establecimientos de la Sony, Sueños, y se había quedado nuevamente pasmado por la secuencia en la que Van Gogh,
interpretado por Martin Scorsese, entra en uno de sus cuadros.
Agregó: “Es una secuencia memorable y quién sabe si no me decida yo también a adoptar la ‘alta definición’. Tarde o temprano
tendré que hacerlo, aunque no sea más que para liberarme del
presidente de la Sony, Akio Morita, que desde que estoy en Tokio
me persigue día y noche y cuando estoy en Roma me acosa con
cartas y telegramas”.
Antes de salir rumbo a Kioto, Federico Fellini y Giulietta Masina fueron invitados por Kurosawa al Ten Masa, el restaurante de
la zona de Kanda en el que solía comer el emperador Hirohito.
Fellini contó después: “Hirohito, el dios en la tierra, misterioso
e inescrutable, comía, secretamente, en el Ten Masa porque era
un goloso del pescado caliente y dorado, y en el Palacio Real la
cocina estaba muy lejos del comedor y el pescado llegaba siempre
frío. Hasta los dioses tienen su talón de Aquiles. Dante hubiera
mandado a Hirohito al círculo infernal de los golosos”.
En marzo de 1993 acompañé a Fellini y a la Masina a Los Ángeles. El director se enteró de que la Academia de Artes y Ciencias
Cinematográficas había decidido otorgarle el Óscar a la carrera
precisamente el día en que cumplía años (73), o sea el 20 de enero
22
anterior, y esa coincidencia le había provocado una particular
felicidad. “Sería una descortesía imperdonable si tampoco esta
vez fuera yo a Hollywood a recibir la mítica estatuita”, declaró. Y
a pesar de su padecimiento de artrosis cervical, que a veces le producía mareos, emprendió de buen grado ese otro largo viaje.
Nos embarcamos en el aeropuerto Leonardo da Vinci hacia las
2 de la tarde del 26 de marzo. Además de la Masina, acompañaban
a Fellini Marcello Mastroianni, el pintor Rinaldo Geleng y su
esposa, su secretaria Fiammetta Profili y el jefe de su oficina de
prensa Mario Longardi (en el avión iba también Gillo Pontecorvo,
invitado a la ceremonia del Óscar en su calidad de director del
Festival de cine de Venecia). Un pequeño clan artístico-familiar
que fue acogido en todas partes, tanto en el aeropuerto como en
el avión, con gran simpatía. A bordo, Fellini evitaba levantarse
por miedo a los mareos; escribía, dibujaba, hacía bromas, intercambiaba recuerdos con la Masina y con Mastroianni. “Querido
Federico, yo también sufro de mareos: en la mañana, cuando me
levanto, tengo la sensación de caminar sobre arenas movedizas, o
sobre un tapete de huevos”, le dijo el actor.
“En mis condiciones, es un desafío enfrentar este viaje sin fin:
la cabeza me da vueltas, me siento vacilante”, dijo Fellini a media
voz cuando, hacia las 17:30 hrs. (hora local) del sábado 27 de
marzo pisó tierra, antes de que los camarógrafos de televisión y
los fotógrafos le cayeran encima y el publico presente explotara
en un gran aplauso. “Hice una llegada a la Groucho Marx, pero
todavía no es tiempo de jubilarme”, agregó. Y luego dijo: “Soy
víctima de una especie de autosugestión: mientras más pienso en
la artrosis cervical, más me aumenta el dolor, o al menos eso me
parece; pero ahora estoy feliz de estar aquí, no podía no recibir
personalmente lo que es el Premio de los Premios, un reconocimiento tan elevado a toda mi obra si no es que a toda mi vida”.
Durante los tres días que Fellini estuvo en Los Ángeles, el
Beverly Hilton Hotel, en donde se hospedaba, se convirtió en
la meta de una peregrinación incesante: todos los directores de
Hollywood querían verlo, hablarle, saludarlo, desearle una larga
vida y rápido retorno a los sets. Pero muchos de ellos sólo lograron
23
verlo la tarde del 29 de marzo, en el Dorothy Chandler Pavilion, el
gran teatro donde iba a desarrollarse la entrega de los Óscares.
Es difícil olvidar la llegada de Fellini, la Masina y Mastroianni
al Dorothy Chandler Pavilion. A los dos lados de la explanada
de ingreso, tras unos cordones rojos y en dos enormes graderías
levantadas sobre la izquierda, se apiñaban más de dos mil fotógrafos y operadores de televisión: “¡Federico!”, “¡Giulietta!”,
“¡Marcello!”, les gritaban a su paso tratando de que voltearan
hacia sus objetivos y manipulando sus máquinas como armas de
guerra. Una muchedumbre que mareaba, un caos vertiginoso,
una enorme babel, entre autos, camiones, reflectores giratorios,
lámparas, una muchedumbre en agitación psicomotora, caballeros
en esmoquin y damas de vestido largo, mientras en el cielo gris,
ligeramente amenazador, giraban en torbellino a poca altura los
helicópteros, y los manifestantes de una secta religiosa extremista,
poseídos de furor puritano, proclamaban que el cine era obra
del demonio y había que destruirlo. La escena se prolongó más
de veinte minutos, hasta que los ilustres huéspedes llegaron a la
luneta del Dorothy Chandler Pavilion. Por ningún otro director
o autor, actriz o diva, actor o estrella, se había desencadenado un
tumulto tan delirante. Por una especie de ley del talión, el director
padeció el mismo asalto al cual había sometido a Anita Ekberg
en La dulce vida, pero amplificado más allá de cualquier límite,
más allá de cualquier invención cinematográfica.
El momento climático, el más emocionante de toda la ceremonia fue aquel en el cual Fellini, desde el escenario del Dorothy
Chandler Pavilion le dijo a la Masina, que estaba sentada en
séptima fila: “Ya deja de llorar”, y los reflectores iluminaron el
rostro de la actriz bañado en lágrimas: la cara de Gelsomina, el
memorable personaje de La calle, la película por la cual el cineasta
italiano, en el lejano 1956, había obtenido su primer Óscar.
24
Descargar