Federico Fellini. Y ahora algo completamente diferente, por Juan

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La dulce visión, de Federico Fellini (Gallo Nero) | por Juan Jiménez García
Federico
Fellini no hubo uno, sino
muchos, un montón. Tantos como fue
capaz de imaginar, aunque imaginar no
sería una palabra exacta (o sí, si
partimos de su famosa frase: “nada se
sabe, todo se imagina”). Quiero decir:
en él, convivían la persona y el
personaje, lo cierto y lo incierto, lo
vivido y no vivido, su vida y la de
otros, y también lo recordado. Lo
recordado, ese lugar impreciso donde
todo parece cierto, hasta lo
improbable. También lo imposible. Por
todo esto, uno puede leer un millar de
entrevistas
al director italiano:
siempre serán diferentes, siempre se
contará de otra manera. “La dulce
visión” (editado por Gallo Nero), por
todo esto, es un encuentro inédito, en
el que encontraremos a un Fellini
desconocido. Pero, ¿qué Fellini? No
importa. Aún así…
Goffredo Fofi y Gianni Volpi
conversaron largamente con
Federico Fellini poco
antes de su muerte. Podemos pensar (tampoco lo podemos afirmar) que seguramente
fue su última entrevista de un número infinito de ellas. A estas alturas,
seguramente pensaremos que no nos queda por descubrir nada de este hombre, pero,
quién sabe si por la edad o por un futuro incierto (no olvidemos que murió en una
operación a la que se sometió conscientemente), su sentido del espectáculo y ese
ser “un gran mentiroso” dejan en estas páginas lugar a un hombre frágil que piensa
sobre su oficio, que huye de lo anecdótico y se vuelve humano, más humano que
nunca. Esto no es que lo haga ni mejor ni peor que antes: simplemente nos permite
acceder a otros lugares.
La importancia de Jung (quién más pertinentemente habló sobre los artistas, dice),
el haber querido ser buen amigo de Leonardo Sciascia (como lo fue de Pier Paolo
Pasolini o Italo Calvino) o, siguiendo las palabras de Paul Valéry, la necesidad
de la imposición para lograr crear en libertad, se convierten en destellos, en
actos reveladores de otras innumerables “visiones de Fellini”, dulces visiones. Es
fácil decir que en todo ello hay algo de “última mirada” sobre un mundo que ya se
le escapa (o se le escapó, dado que no lograba encontrar dinero para sus
películas, luego ya había sufrido una primera muerte, seguramente más dolorosa: la
imposibilidad de crear), un puñado de adioses. Quizás. También que nos deja
sumidos en una cierta melancolía de paraísos perdidos, preguntándonos qué fue ya
de su cine, tantas veces citado pero ahora sumido en ese extraño olvido. ¿Cuál fue
la última vez que se pasaron sus películas por televisión, o se editaron
decentemente? (preguntas que nos podríamos hacer con otros grandes… Bergman o
Kurosawa, por citar dos cineastas que no le son ajenos, pero que incluso están más
presentes). El libro se completa con innumerables testimonios de otros directores
hablando de lo que fue Fellini para ellos (y también de él mismo, hablando de su
cine), y no puedo dejar de preguntarme qué fue Fellini para mí, aunque eso
seguramente será otra historia, otra historia por escribir.
La conversación acababa con una bella frase: “Me da miedo que me consideran un
monumento. Un monumento es pesado e inmóvil. Y se le posan las palomas en la
cabeza.” Sí, es así. Más que nunca hay que abandonar esa idea del creador muerto,
de la obra cerrada, acabada. El verdadero arte, después de todo, es una cuestión
de emoción, y la emoción algo íntimo, personal. Una obra abierta, interminable.
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