Huir hacia delante

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Publicado en Periódico Diagonal (https://www.diagonalperiodico.net)
«[…] la revolución es siempre un proceso que implica construir los caminos propios. La idea de que
“se hace camino al andar” forma parte integral del proceso revolucionario.»
John Holloway, diciembre 2010.
No parece temerario asegurar que la enésima crisis sistémica del capitalismo, y su consiguiente
reestructuración de la relación entre el capital y la clase trabajadora y de las relaciones sociales en
general, supone un escenario que abre diferentes opciones. Principalmente, que el capitalismo siga
su curso explotando y dominando a la mayoría de la población y, en menor medida, que los que
luchamos por una sociedad distinta seamos capaces de articular, y organizar, una defensa contra el
ataque de la clase dominante que además sea capaz de pasar a la ofensiva. En las encrucijadas nos
vemos obligados a tomar decisiones que determinan el camino que hemos de seguir. Elegir uno
siempre quiere decir desechar otros y el final del camino que elijamos jamás podrá ser el mismo que
si hubiéramos arribado al mismo destino por otra ruta. Aunque la ubicación geográfica fuera la
misma, el camino habrá dejado su huella en nosotros y, a la vez, habrá llenado de significado
nuestra meta. El camino, el proceso de andarlo, tiene tanta importancia como el fin que se persigue.
El camino, el proceso de andarlo, tiene tanta importancia como el fin que se persigue
También hay caminos que no tienen final, que recorremos porque nos llevan a algún sitio, pero cuyo
horizonte es solo la meta que guía. El cambio social, la construcción de una sociedad mejor, más
libre y más justa, es uno de esos caminos sin final. Por supuesto, esto no quiere decir que la
destrucción del capitalismo –sin adjetivos– no deba ser una meta concreta a cumplir. De lo contrario
caeríamos en el error tan lúcidamente expuesto por Alexander Herzen cuando afirmó que «una meta
infinitamente remota no es una meta, es una decepción». Ni podemos esperar eternamente a que la
revolución «ocurra» para afrontar el cambio social, ni podemos postergar este último ad infinitum en
aras de un pragmatismo que cava nuestra propia tumba. El capitalismo hay que enfrentarlo aquí y
ahora, no cabe duda. Es cierto que debemos pensar en términos estratégicos si no queremos que los
gestores de este sistema decadente nos sigan imponiendo sus ajustes y sus medidas, pero no
debemos olvidar cuál es el fin último que perseguimos. Ambas perspectivas no son incompatibles,
por mucho que se acuse de utópicos a quienes queremos enfrentarnos a la realidad que nos rodea
sin perder de vista un horizonte de cambio radical.
La falta de pragmatismo –o más concretamente, de contacto con la realidad social e inmediata–
puede ser un atributo del que, en ocasiones, adolecemos quienes tenemos una teoría elaborada
sobre la revolución, siempre en términos abstractos. Esto es algo que, en última instancia nos puede
mantener aislados, clamando en el desierto e inmersos en ciclos, ya perfectamente conocidos, que
se reproducen sin solución de continuidad, representando nuestra absoluta impotencia –por no decir
incapacidad. Sin embargo, la falta de claridad política o la amnesia de luchas pasadas y procesos
revolucionarios que nos precedieron, pueden conducir a desastres mucho mayores cuando faltan
precisamente en los momentos cruciales.
Cuando un gran sector de la población se pone en movimiento por un cambio social, comienza a
actuar como una masa de individuos en la que ni estos realmente controlan lo que ocurre, ni aquella
actúa de forma independiente de las personas o grupos que la componen. Algo similar ocurrió con el
15M. De repente, Sol se llenó de gente, se montaron tiendas de campañas, comisiones, grupos de
trabajo, etc. y nadie sabía muy bien qué estaba pasando exactamente. Los acontecimientos se
fueron sucediendo, el movimiento se fue conformando en función de las personas que participaron
en él y de las luchas que se han ido afrontando estos años para finalmente desembocar en la
situación actual. Es importante reflexionar sobre los procesos que se dieron –y se están dando–, a
dónde nos han traído y, fundamentalmente, a dónde nos llevan.
Actualmente existe una tendencia concentrada en la posibilidad de entrar a formar parte de las
instituciones del estado a través de la participación electoral. Lo que durante el 15M fue un rechazo
mayúsculo al sistema de representación como tal –y en su conjunto–, parece despertar ahora
bastante entusiasmo. Después de tres años de lucha, tras innumerables derrotas y alguna victoria,
hay quien afirma haberse topado constantemente con un límite insalvable: la voluntad del poder.
Frente a este hecho, se plantea como lógico buscar la manera de superar esa barrera y se
argumenta que, dada la urgencia y la magnitud de la tarea a realizar, debemos hacerlo ahora y sin
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dejarnos llevar por la mojigatería y las reservas. Es la hora de los valientes, vienen a decirnos. Ahora
o nunca. Y, en parte, es cierto. Esa ventana de oportunidad que parece estar en boca de todos como
el argumento irrefutable para dar el paso a lo institucional, se abre en el momento en que el PSOE
abandona definitivamente cualquier planteamiento socialdemócrata y se ve incapaz de mantener la
esperanza de la izquierda, siquiera entre sus filas. Se abre un espacio político en un espectro de
izquierdas propenso al reajuste del poder. Sin embargo, este es un objetivo que no cabe en quienes
aspiramos a transformar las relaciones sociales que nos oprimen, y no sólo a gestionar la miseria
con un poco más de consideración por las personas. Desde luego, no todos los que apuestan por el
asalto institucional aspiran a ocupar el papel del PSOE, o el papel que ocupó el PSOE durante las
últimas décadas. Frente a la propuesta de ganar unas elecciones generales y poner al frente de una
(otra) democracia representativa a una persona, o grupo de personas, que «realmente» sí tendrían
la voluntad, y la manera, de cambiar la deriva que impone el capitalismo, existe otra, también
enfocada a la participación institucional, que sí reivindica una lógica desde abajo, y expresa la
intención de transformar dichas instituciones y no sólo gestionarlas de otra forma. El problema
reside en que al jugar en terreno adversario con las armas del enemigo, corremos el riesgo de
perder no solo nuestra propia identidad, la que nos define por lo que queremos conseguir y lo que
hacemos para lograrlo, sino también todo aquello que durante años se ha ido creando al margen del
cauce institucional, resistiendo la integración en las estructuras estatales y luchando por generar
una realidad social y una cultura política propias que nos permitieran avanzar en el camino del
cambio.
Que ningún experimento se hace sin consecuencias es una de las premisas básicas de aquellos que
se dedican a la investigación científica, más aún en las ciencias sociales. Por tanto, ¿cuáles son las
consecuencias de esa búsqueda de poder institucional para transformar la realidad? Cuando se
defiende esta opción, se alude a todos los motivos por los cuales «tiene sentido» intentarlo, a todas
las posibilidades positivas que abre, pero no se analizan, o al menos no abiertamente, las más que
probables consecuencias negativas. A lo sumo, desde posiciones que mantienen un poso de
honestidad, se recogen los riesgos que se afrontan, para evitar caer en el triunfalismo, pero el
debate es estéril cuando el argumento final es que ya se ha decidido afrontar esos riesgos. Decisión
que, además, no se ha producido en el seno de un movimiento social amplio y fuerte, o en ascenso
en la relación de fuerzas de una clase trabajadora concienciada en el cambio de modo de vida, sino
que parte de unos pocos que, en función de su análisis político, consideran que este es el siguiente
paso necesario, que el poder social debe institucionalizarse. Sin embargo, es falso que ese poder
social exista –como mucho podríamos hablar de descontento social– y de lo que no se debate en
profundidad es que sea posible crear ese poder social desde las instituciones del estado. Una vez
más, no puede tratarse solo de valentía cuando de lo que estamos hablando es de jugarnos el futuro
de las luchas que deben tumbar el sistema capitalista en su conjunto, y, en cualquier caso, es falso
también que esta sea la única alternativa para unos movimientos sociales que han fracasado. Para
poder argumentar el fracaso de tales movimientos, hay que analizar cuales eran sus objetivos, a
corto y largo plazo, y para defender que la vía institucional es la solución habría ver en qué medida
ese fracaso se debe precisamente a la no participación del poder del estado. En última instancia esta
parece una tesis con un falso enunciado, ya que no se trata de que los que siempre han estado
contra la participación institucional hayan abierto los ojos ahora para darse cuenta de que esa era la
vía. Más bien, el planteamiento de que el poder social debe tomar los instrumentos de
representación política existentes –no olvidemos que es de esas instituciones de las que estamos
hablando– estaba ahí mucho antes de que Podemos hiciera su entrada triunfal. Simplemente, la
coyuntura política, es decir la cita electoral, marca la agenda y se pretende hacer pasar por una
decisión tomada al calor de las luchas iniciadas tras el 15M, y tras el fracaso de estas, lo que ya era
un proyecto previo basado en la idea de que se pueden tomar las instituciones estatales como
medio de transformación social.
Entrar en las instituciones implica asumir su lógica y, en todo caso, para «desarmarlas desde
dentro» hace falta una fuerza social que no existe.
En las charlas, las presentaciones y las mesas redondas que se organizan de un tiempo a esta parte,
en principio con ánimo de debatir sobre la propuesta municipalista, a la larga para convencer de la
necesidad de ella, abundan los argumentos sobre por qué hay que realizar este «asalto
institucional», pero se echa en falta profundizar en para qué. De nada sirve establecer como objetivo
formal la superación de la sociedad capitalista si se abandona en la praxis. «La batalla institucional»,
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como gustan de llamarla, se plantea únicamente como uno más de los frentes que debe abordar un
movimiento antagonista, un frente dónde pelear la dispersión del poder, construir una base legal e
institucional para la fuerza social acumulada durante estos años, abrir vías de decisión y
participación ciudadana o tratar de frenar el expolio de los bienes públicos. Sin embargo, todos estos
objetivos, absolutamente loables y sin duda necesarios, deben ser analizados también desde la
posibilidad real de llevarlos a cabo, y sobre todo, desde el significado último que encierran. De lo
contrario se está vendiendo humo, y a muy alto coste.
Las consecuencias de ese proceso de «institucionalizar los movimientos sociales» se venden como
pasos adelante de unos movimientos, por un lado, incapaces de ir más allá en sus luchas y, por el
otro, suficientemente victoriosos como para tener que romper «ese techo de cristal» que supondrían
las instituciones en su camino al éxito. La contradicción es manifiesta. Más bien parece que la vía
institucional responde al fracaso y la derrota de esos movimientos, con el riesgo de que terminen
incluso dinamitando su dinámica y todo lo que fueron. ¿Quiénes pasarán a engrosar las filas de los
militantes institucionales? ¿Quién quedará en esos movimientos sociales, en la base no institucional,
para recoger los frutos de esa ruptura del «bloqueo institucional»? ¿Quién penetrará por esa brecha
que se pretende abrir en el estado? La lucha en la calle que la participación institucional pretende
reforzar muere antes de empezar. No solo eso, por el camino nos dejamos una de las mayores
contribuciones, y probablemente la única que podría calificarse de victoria, de los movimientos
sociales en los últimos años, que no es otra que la expresión de la falta de confianza en las
instituciones del estado y, fruto de esa, el rechazo de toda forma de representación política.
Cualesquiera que sean las formas de control democrático o de revocabilidad que se diseñen
–siempre sujetas al marco legal de las instituciones–, la estrategia de tomar el poder político en los
parlamentos, sean municipales o nacionales, supone el abandono del discurso de la autonomía por la
integración en la lógica de la delegación. Por mucho que se clame que uno de los objetivos es
precisamente romper con esa lógica de la representación política, lo cierto es que cualquier fórmula
intermedia entre la autonomía total y una representación más democrática pasa por renunciar a la
idea de que nadie haga política por ti.
Uno de los argumentos esgrimidos para legitimar esta apuesta por lo electoral es el de acercar las
instituciones a la ciudadanía, transformarlas para que dejen de estar contra la sociedad y sean
herramientas útiles para el enfrentamiento con las altas instancias del poder capitalista. Sin
embargo, no podemos olvidar precisamente dónde reside ese poder capitalista. No son los estados,
y mucho menos los ayuntamientos, quienes poseen autonomía política para llevar a cabo acciones
contra las decisiones de los grandes emporios económicos. Se habla, como hemos dicho, de
dispersar el poder, pero dónde reside realmente ese poder es algo que no podemos sacar de la
ecuación, y menos aún cuando lo que se propone es tomarlo primero. Las decisiones políticas no son
decisiones individuales, se enmarcan dentro de un sistema económico y responden a una lógica de
gestión de las necesidades de ese modo de producción. Por más que defiendan unos intereses de
clase, no podemos pensar que son ajenas a la marcha del sistema.
Los ejemplos que se dan sobre el «bloqueo institucional» que las luchas sociales deben superar
refuerzan la idea de que el asalto a las instituciones no solo es necesario sino lógico. Sin embargo,
no hacen sino constatar que la derrota estaba anticipada en el momento en que se plantearon los
objetivos, que el techo no es de cristal sino de roca viva y que se trata de una calle sin salida. Por
tanto, el paso es, efectivamente, hacia adelante, pero no la continuación lógica y valiente de una
victoria, sino la huida ingenua –o no– de una derrota.
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El simple hecho de plantear una ILP como una posible herramienta de lucha, no solo es una
delegación del poder de cambiar las cosas, dejando la ejecución de ese cambio en manos ajenas
que, además, tienen intereses manifiestamente opuestos, es también la ingenuidad de pensar que
un millón y medio de firmas equivalen a un poder real con el que forzar un cambio en la política de
vivienda. Ante esa situación, querer ocupar la posición necesaria para poder tramitar la ILP implica
concebir el estado, o sus instituciones, como un instrumento y no como una relación social que
determina su propia dinámica. Sin embargo, el estado capitalista no existe fuera de las instituciones
que lo conforman, éstas no son simplemente una forma que llenar de contenido político. Entrar en
las instituciones implica asumir su lógica y, en todo caso, para «desarmarlas desde dentro» hace
falta una fuerza social que no existe, entre otras cosas, porque esta iniciativa no parte de un
movimiento consolidado, ni de una clase autoorganizada que trata de avanzar en la relación de
fuerzas –o de afianzar su posición en ella–, lo que correspondería a la lógica de «dar una base
institucional legal a un poder constituido desde abajo». En primer lugar, ese poder constituido
«desde abajo» no solo no existe, sino que corre el riesgo de no ver la luz si se apuesta por esta vía.
Se pretende que la «fuerza social acumulada estos años tenga un frente de batalla institucional»,
pero son quienes pretenden batallar en ese frente quienes quieren dar el paso de crearlo –como ya
he dicho, más debido a sus propias necesidades, justificadas por un determinado análisis político,
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que a una opción surgida de la deriva victoriosa de esa fuerza social– arrastrando los espacios de
creación de poder social a una lógica electoralista, primer escalón para lograr el poder político. Una
vez logrado, mantenerlo pasa por otras cuestiones, relacionadas con la autonomía de ese gobierno
respecto a las necesidades económicas del sistema que se gestiona, que no son las de generar un
movimiento de ruptura de cambio con la lógica del capitalismo. Dice John Holloway que cualquier
gobierno ha de buscar la canalización entre la rabia de los movimientos sociales y la reproducción
del capital. No es un problema menor que resolver asegurando que «desde dentro» podremos
enfrentarnos mejor al expolio capitalista. Máxime cuando ya hemos dicho que ese camino no se
recorre sin consecuencias, como pretenden hacer creer quiénes se prestan a hacerlo. El debate
debería ser qué tipo de organizaciones, o si se quiere jugar con los significados flotantes de
instituciones, queremos oponer a las que corresponden al estado capitalista, y no de qué forma
podemos integrarnos en él. Al final, lo que se está planteando por la vía de la participación
institucional es que no podemos tener alternativas a la gestión política del capitalismo
contemporáneo.
No se trata de lo que se podría conseguir tomando las instituciones locales, o no tan locales,
generando espacios de legitimidad institucional para los movimientos sociales y facilitando grietas
para una desobediencia civil efectiva, sino lo que está en juego en ese proceso. Es fácil dar por
bueno un escenario en el cual se disponga de vastos recursos (monetarios y de infraestructuras)
para el fortalecimiento de los de abajo, e incluso se contemple la posibilidad de dar respaldo legal, y
por tanto legitimidad social y política, a las luchas que se enfrentan contra los intereses económicos,
las élites y las potencias supraestatales. Pero la cuestión es, en primer lugar, si eso es posible. Y en
segundo lugar –ya que a la primera cuestión parece ser suficiente con responder: merece la pena
intentarlo– si es deseable, analizando las consecuencias que conlleva, tratar de conseguir el poder
político necesario para llevar a cabo esa transformación desde, o a través de, las instituciones del
estado. Los análisis de coyunturas políticas no son un argumento de peso para justificar una opción
de lucha, ni siquiera cuando no son erróneos. Es imprescindible una reflexión sobre la meta a la que
conducen y el camino que ha de recorrer esa lucha para asegurarnos que no estamos profundizando
en la derrota. Encontrarse con obstáculos en el camino no supone que haya que cambiar de rumbo,
ni siquiera para dar un rodeo, sino que debemos buscar las formas de sortearlo para continuar.
El camino del estado no es un paso virgen, ya ha sido transitado. Analizar profundamente las
experiencias que dejamos atrás y valorarlas a la luz del presente puede ser una buena fórmula para
ver a dónde nos llevan los caminos que tomamos. A veces, en la oscuridad de la noche y la soledad
del viajero, podemos optar por vías que nos alejan de nuestro destino; no echar a correr puede ser,
en estos casos, una buena sugerencia.
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