Ensayo Búsqueda hermenéutica en “Retorno de un

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narrativas
revista de narrativa contemporánea en castellano
Número 35
Octubre-Diciembre 2014
ISSN 1886-2519
Depósito Legal: Z-729-2006
● Ensayo
Búsqueda hermenéutica en “Retorno de un cruzado” de Jiménez Lozano, por Francisco Javier Higuero
“La lógica del soldado es la lógica del absurdo”: una propuesta de lectura de los de abajo de Mariano
Azuela, por Miguel Ángel Duque Hernández
La problemática del testimonio en torno a “Biografía de un cimarrón” de Miguel Barnet, por Soledad
Mocchi
● Relato
PRE (mortem), por Diego Moya Álamo
Santa Fe Norte, por Arnoldo Rosas
Las vacaciones de la Yoli, por Hernán Tenorio
Dos textos, por Topogenario
Sharkland, por Alicia Rodríguez
Casa de muñecas, por Rolando Revagliatti
De amor y desamor, por Isabel Wagemann
Por simples cuestiones literarias, por Leonardo
Los magnolios tienen algo torcido, por Marisol
Moreno
Torres
La ira del cordero, por Erick Blandón
La ciencia de creer, por Lesley Galeote
Al otro lado del muro, por José Vaccaro Ruiz
Resquicio, por Roberto Cejas León
La nota musical emprendedora, por Ramón
La guarida de los hombres topo, por Miguel Ángel
Araiza Quiroz
Teposteco
Club, por Lucía Lorenzo
Encuentros y desencuentros (entre las 2.11 y las
2.21 de la tarde) en la Plaza de Armas, por Elmer
El guardián tras el cristal, por Javier Lidya
Ernesto Alcántara
Mal menor, por Patricia Nasello
Tal para cual, por Érica María Garay López
Descasarse, por Alberto Sánchez Arguello
● Narradores
Antonio Orejudo
● Entrevista
Entrevista a Xavier Borrell, editor de Pan de Letras, por José Luis Muñoz
● Estudios
Rebuscar entre las nubes. (Anécdotas, tormentos y manías de los grandes escritores) - Entrega 4, por Jesús Greus
● Aniversarios
“La vida como es”, 60 años, por Pedro M. Domene
● Reseñas
“El libro de los pequeños milagros”, de Juan Jacinto
“Una madre”, de Alejandro Palomas, por José Luis
Muñoz Rengel, por José Cruz Cabrerizo
Muñoz
“Polvo en el neón”, de Carlos Castán, por María
“Una del oeste”, de José Javier Abasolo, por José
Dubón
Luis Muñoz
“El invitado de nunca jamás”, de José Vaccaro Ruiz,
“Cámara Gesell”, de Guillermo Saccomanno, por
por José Luis Muñoz
José Luis Muñoz
“Mujeres en la edad invisible”, de Margarita
“Sombras de la nada”, de Jon Arretxe, por José Luis
Barbáchano, por María Dubón
Muñoz
“El manuscrito Durruti”, de Gonzalo Navajas., por
“Senderos de gloria”, de Humphrey Cobb, por
José Luis Muñoz
Miguel Baquero
● Novedades editoriales
N a r r a t i v a s . Revista de narrativa contemporánea en castellano
Depósito Legal Z-729-2006 — ISSN 1886-2519 — Año VIII
Coordinador: Carlos Manzano
Consejo Editorial: María Dubón - Emilio Gil - Nerea Marco Reus - Luisa Miñana
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***
N
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la revista Narrativas el derecho a publicar los textos en el número correspondiente.
SUMARIO - núm. 35
Búsqueda hermenéutica en “Retorno de un cruzado” de Jiménez Lozano, por Francisco Javier Higuero .................. 3
“La lógica del soldado es la lógica del absurdo”: una propuesta de lectura de los de abajo de Mariano Azuela,
por Miguel Ángel Duque Hernández ...................... 12
La problemática del testimonio en torno a “Biografía de
un cimarrón” de Miguel Barnet, por Soledad Mocchi ..24
Santa Fe Norte, por Arnoldo Rosas ...............................31
Las vacaciones de la Yoli, por Hernán Tenorio ..............34
Sharkland, por Alicia Rodríguez ....................................37
De amor y desamor, por Isabel Wagemann .....................42
Los magnolios tienen algo torcido, por Marisol Torres ......43
La ciencia de creer, por Lesley Galeote ............................48
Resquicio, por Roberto Cejas León ................................54
La guarida de los hombres topo, por Miguel Ángel Teposteco ...............................................................................57
Club, por Lucía Lorenzo .................................................61
El guardián tras el cristal, por Javier Lidya ......................63
Mal menor, por Patricia Nasello ......................................66
Tal para cual, por Érica María Garay López ................67
PRE (mortem), por Diego Moya Álamo .......................69
Dos textos, por Topogenario ...........................................71
Casa de muñecas, por Rolando Revagliatti .....................73
Por simples cuestiones literarias, por Leonardo Moreno .........................................................................................75
La ira del cordero, por Erick Blandón .............................77
Al otro lado del muro, por José Vaccaro Ruiz ................93
La nota musical emprendedora, por Ramón Araiza ...... 100
Encuentros y desencuentros (entre las 2.11 y las 2.21 de la
tarde) en la Plaza de Armas, por Elmer E. Alcántara . 101
Descasarse, por Alberto Sánchez Arguello ................. 106
Narradores: Antonio Orejudo ....................................... 107
Entrevista a Xavier Borrell, editor de Pan de Letras, por
José Luis Muñoz ............................................................ 112
Rebuscar entre las nubes. (Anécdotas, tormentos y manías
de los grandes escritores) - Entrega 4, por Jesús Greus ... 115
“La vida como es”, 60 años, por Pedro M. Domene .. 124
“El libro de los pequeños milagros”, de Juan Jacinto
Muñoz Rengel, por José Cruz Cabrerizo ..................... 127
“Polvo en el neón”, de Carlos Castán, por Mª Dubón ... 129
“El invitado de nunca jamás”, de José Vaccaro Ruiz, por
José Luis Muñoz ............................................................ 129
“Mujeres en la edad invisible”, de Margarita Barbáchano,
por María Dubón .......................................................... 130
“El manuscrito Durruti”, de Gonzalo Navajas, por José
Luis Muñoz ..................................................................... 131
“Una madre”, de Alejandro Palomas, por J L Muñoz .. 132
“Una del oeste”, de José Javier Abasolo, por José Luis
Muñoz .............................................................................. 133
“Cámara Gesell”, de Guillermo Saccomanno, por José
Luis Muñoz ..................................................................... 134
“Sombras de la nada”, de Jon Arretxe, por José Luis
Muñoz .............................................................................. 135
“Senderos de gloria”, de Humphrey Cobb, por Miguel
Baquero ........................................................................... 136
Novedades editoriales .................................................. 138
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internacional y no puede reproducirse sin permiso expreso de los autores de los textos.
Ensayo
BÚSQUEDA HERMENÉUTICA EN RETORNO DE UN
CRUZADO DE JIMÉNEZ LOZANO
por Francisco Javier Higuero
La producción literaria de José Jiménez Lozano se caracteriza por una abundancia manifiesta de
rasgos contestatarios, propensos a ser estudiados desde planteamientos teóricos de índole decons tructora. Lo referido, con todo lujo de detalles, por un perspicaz narrador homodiegético, a lo
largo de lo relatado en la novela Retorno de un cruzado (2013), de dicho escritor, se presta a ser
considerado como un ejemplo manifiesto de tales características subversivas , merecedoras de una
pertinente aproximación crítica. La historia narrada en esta novela se focaliza en las peripecias
existenciales de un personaje llamado Pedro Lodares, que es sometido a una serie de preguntas
por sus sobrinos, uno de ellos, de nombre desconocido y que se ha convertido en el narrador
homodiegético del relato. El otro personaje que también formula preguntas incisivas es Lisa, la
hermana de ese narrador. A lo preguntado por ambos personajes se añadirán las intervenciones de
la tía Lisa, interesada, a su vez, en esclarecer los pertinentes hechos relatados, que aluden a los
antecedentes de la guerra civil española del siglo XX, al desarrollo de tal conflicto bélico y a las
secuencias producidas. Finalmente, no debería perderse de vista que es el propio tío Pedro el que
no se abstendrá de hacer ciertas preguntas, ni siempre contestadas de modo satisfactorio ni mucho
menos exhaustivo. A todo esto, se precisa añadir que la estructuración diegética de lo relatado,
mediante interrogaciones, respuestas, silencios, recuerdos y olvidos a lo largo de la trayectoria
narrativa de Retorno de un cruzado, parece remitir intertextualmente a las respectivas historias
referidas en novelas tan emblemáticas, dentro de la producción literaria de Jiménez Lozano, co mo
pudieran ser, sobre todo, Un hombre en la raya (2000) y hasta cierto punto también Maestro Huidobro (1999).
El personaje que participó en la mencionada guerra civil aludida en Un hombre en la raya es conocido con el nombre de César Lagasca y posee un parecido ineludible con la caracterización
taxonómica del tío Pedro en Retorno de un cruzado. A ninguno de estos dos personajes se les pudiera encuadrar unívocamente sólo en uno de los bandos enfrentados en dicho conflicto bélico,
pudiéndose muy bien afirmarse que se hallan insertos dentro de entornos existenciales borrosos o
contextualizaciones simultáneamente convergentes y difuminadas, sin solución de continuidad. La
base conceptual sobre la que acaso repose tal experiencia fenomenológica, focalizada en un ineludible límite, percibido como presunto punto de partida hermenéutico, puede muy bien consistir en
una manifiesta respuesta narrativa a lo desarrollado filosóficamente por Eugenio Trías en escritos
ensayísticos tales como La filosofía y su sombra, (1969), La edad del espíritu (1994), La razón
fronteriza (1999) y Ética y condición humana (2000), entre otros que pudieran ser citados a este
respecto.1 A todo esto se precisa agregar que no sólo ambos personajes de Retorno de un cruzado
muestran una inesquivable resistencia a ser incluidos en uno de los bandos bélicos, sino que si multáneamente sufren en sus propias carnes los efectos de la intrusión de los poderes históricos en
una pervivencia existencial de carácter intrahistórico, abocada a proyectar una esperanza inserta
en contextualizaciones sociales repletas de sufrimientos, sin haber sido aniquilada por completo.
Se precisa puntualizar, a este respecto, que la transversalidad de la intrahistoria no se halla en claustrada en un marco cerrado, propenso a aprisionar la narración de los acontecimientos relatados tanto en Un hombre en la raya y Maestro Huidobro como también en Retorno de un cruzado.
El principio, lo mismo que el final de las trayectorias diegéticas de estas novelas apuntan a lo
1
La lógica borrosa, correspondiente a las encrucijadas que se les presentan a César Lagasca y a tío Pedro, va
acompañando también tanto a sus acciones como a los razonamientos por ellos protagonizados y resulta
convertirse en un elemento textual básico para poder apreciar lo narrado en Un hombre en la raya y Retorno de
un cruzado.
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ubicado existencialmente más allá del consabido reportaje textual, con el que, de hecho, se precisa
contar. Semejante trascendencia deconstructora de encuadramientos reduccionistas se expresa, a
lo largo de lo narrado en Retorno de un cruzado, al aludirse, de forma explícita, a una cotidianidad, previa al comienzo, o posterior ya al final de la historia referida.
Las connotaciones mortíferas arrojadas sobre el desenlace de las ajetreadas vidas de los persona jes aludidos en los títulos respectivos de Un hombre en la raya, Maestro Huidobro y Retorno de
un cruzado vendrían a contradecir el raciocinio argumentativo esgrimido, en términos puramente
teóricos, por José Ortega y Gasset en “Meditación del marco” (1966), en donde parece otorgarse,
al comienzo y al final de una narración, algo así como un papel aislador y clausurante respecto a
aquello que esté más allá del relato, aunque se halle insinuado en él. 2 Sin embargo, la presencia
diegética de la muerte que afecta a los mencionados personajes, tanto al inicio como y a hacia la
terminación narrativa de lo relatado en las novelas citadas, no sólo adquiere relevancia decons tructora, pues arroja alusiones explícitas sobre los vacíos existenciales provocados por dichos
fallecimientos, sino que también se presta a ser tratada desde planteamientos hermenéuticos radicales. Convendría no desdeñar, a este respecto, el juicio crítico emitido por Walter Benjamin, en
Illuminations (1968), Reflections (1978), Discursos interrumpidos (1987) y Tesis sobre la historia
(2005), al advertir que es el final de la vida, limitando ya con el acecho de la muerte, desde donde
es factible hallar valiosas perspectivas para proyectar significaciones y sentido al conjunto de la
biografía de alguien. Sin embargo, tal vez parezca sorprendente relaci onar las mencionadas estrategias deconstructoras con algunas versiones de la hermenéutica encaminadas a buscar interpreta ciones fijas, definitivas e inmutables en la tarea por ella emprendida. En contraposición a tal ob jetivo hermenéutico, los procedimientos deconstructores socavarían semejantes conclusiones,
subvirtiendo hasta la posibilidad de haber conseguido las metas interpretativas propuestas. Ahora
bien, no todos los pensadores contemporáneos estarían de acuerdo con tal concepción de la her menéutica, carente de flexibilidad. Por ejemplo, merece la pena mencionar, a modo de ilustración,
las valiosas e incisivas reflexiones esgrimidas por John Caputo a lo largo de lo raciocinado discur sivamente a favor de la compatibilidad existente entre la deconstrucción y la denominada hermenéutica radical, según se deduce de estudios tan penetrantes de este filósofo como pudieran ser
Radical Hermeneutics (1987), Against Ethics (1993), Demythologizing Heidegger (1993), Deconstruction in a Nutshell (1997), The Prayers and Tears of Jacques Derrida (1997) y More Radical Hermeneutics (2000).3 Según Caputo, la hermenéutica radical tiene en cuenta y valora el
flujo continuo de toda movilidad, abierta siempre a nuevas posibilidades, nunca excluidas, ni eli minadas por completo y en su totalidad. Tal estado de cambio permanente no sólo es compatible
con aproximaciones teóricas de carácter deconstructor, sino que también es apreciado y promo vido por ellas, superándose así la confrontación binaria entre ambas corrientes de pensamiento
contemporáneo. Debería tenerse en cuenta, a tal efecto, el hecho de que son los propios impulsos
deconstructores los que, a su vez, se someten a desmantelamientos subversivos, produciéndose un
proceso de socavamiento radical que intenta perpetuarse de modo indefinido. A tal estrategia crítica se ha referido Jacques Derrida en Positions (1972), cuando, explícitamente y sin disimulo
alguno, este filósofo se propone hacer tambalear la presunta dicotomía binaria integrada por la
presencia actual, en oposición a una ausencia dejada definitivamente atrás. 4 El resultado de la
2
Las implicaciones deconstructoras de la ausencia del marco estructural apuntan a la eliminación del
centro discursivo, ya que no existen entornos fijos, equidistantes de tal punto, abocados a determinar
la arquitectura textual.
3
Para un adecuado esclarecimiento de lo connotado semánticamente por la hermenéutica radical,
convendría consultar “Squaring the Hermeneutic Circle” (2003) de Thomas Flynn, “The Prayers and
Tears of Jacques Derrida: Esoteric Comedy and Poetics of Obligation” (2003) de Cleo McNelly Kearns
y “Without, Why, Without Whom: Thinking Otherwise with John Caputo” (2003) de Edith Wyschogrod.
4
A la hora de estudiar las estrategias deconstructoras que afectan al desmantelamiento de dicotomías binarias,
las precisas aportaciones de Cristina de Peretti, tal y como han sido expuestas en “Las barricadas de la
deconstrucción” (1989) y Jacques Derrida: Texto y deconstrucción (1989), lo mismo que los incisivos
comentarios proporcionados por David Mikics en Who Was Jacques Derrida? (2010) constituyen instrumentos de
trabajo crítico, merecedores de una digna atención.
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implementación de tal estrategia deconstructora se materializa en la apertura hacia lo que pueda
proporcionar un cierto porvenir imprevisible, al que, de hecho, se somete una y otra vez, sobre
todo, el tío Pedro, en Retorno de un cruzado, quien ante la irrupción de motivos imaginarios, de
carácter fantástico, comparables intertextualmente a los expresados por el narrador homodiegético
de Maestro Huidobro, no sólo sobrevive a las vacilaciones consiguientes, sino que también se las
ingenia cuando precisa enfrentarse a dudas, carentes de la evidencia contundente por él buscada.
A diferencia de las estrategias deconstructoras utilizadas en novelas anteriores de Jiménez Lo zano, la focalización hermenéutica esgrimida a lo largo de la trayectoria narrativa de Retorno de
un cruzado se basa prioritariamente en una serie de preguntas expresadas, sin solución de conti nuidad, por los sobrinos del tío Pedro, por su hermana, la tía Lisa, e incluso hasta por el mismo
personaje aludido en el título de esta novela, tal y como ha sido ya adelantado. Desde plantea mientos teóricos, la relevancia hermenéutica de las preguntas se ha convertido en objeto de las
valiosas especulaciones diseminadas en Truth and Method (1989) de Hans-Georg Gadamer. De
acuerdo con lo expresado por este pensador, la estructura de la pregunta se halla presente en toda
experiencia fenomenológica, puesto que preguntar consiste en una muestra de intencionalidad. No
debería olvidarse, a este respecto, que cada pregunta genuina es sobre algo en concreto, conside rado, de por sí, como el objeto hermenéutico buscado por quien formula dicha interrogación. Tal
sujeto, cuando decide preguntar sobre lo que sea, pone en evidencia un deseo dirigido a encontrar
una cierta respuesta ciertamente satisfactoria. Ahora bien, en conformidad con lo explicado por
Greg Lynch en “The Intentional Priority of the Question” (2014), si se hace una pregunta es por que ya se está admitiendo una diversidad de respuestas posibles. Si el sujeto que pregunta sólo
contempla la posibilidad de una genuina respuesta, la pregunta en cuanto tal sería redundante e
innecesaria, pues la contestación no añadiría nada nuevo a lo ya conocido de antemano. Por con siguiente, una pregunta retórica, no es propiamente una pregunta, sino, más bien, una aseveración
expresada en modo interrogativo. De igual forma, pudiera muy bien decirse que algunas preguntas
consideradas genuinas en épocas o tiempos pasados, tal vez ya no lo sean, al conocerse, de antemano, la respuesta, que no es preciso buscar. Gadamer califica de muertas a tales preguntas, aun que, por otro lado, admite que el horizonte interrogativo no puede ser completamente abierto,
pues en caso contrario se correría el riesgo de no conseguir hallar respuesta hermenéutica alguna.
Por horizonte interrogativo se entiende la constelación de posibles respuestas buscadas al hacer
una pregunta. No debería perderse de vista, a este respecto, que la posibilidad de llegar a conocer
la respuesta a la pregunta en cuestión vendría a arrojar luz esclarecedora y sentido interpretativo
tanto a lo que se pregunta, como también a la correspondiente contestación hallada o transmitida.
Se lee, a este respecto, en “The Intentional Priority of the Question”:
…, Gadamer identifies two such features as constitutive of the structure of the question. First,
in asking a question we are thematically aware of a plurality of possibilities that belong to the
sense of the thing in question. The horizon of the question must include at least two viable
answers, and each of these represents a way that the object, as far as we know, might be.
Second, in asking a question we engage these possibilities with the aim of discovering the
truth, that is, with the aim of discovering which of them has the status of being not only a
possibility of the thing, but the way it actually is. 5
Identifica Gadamer la verdad buscada con lo que, de hecho, ya ha sido actualizado o esta siendo
actualizado en el momento presente. Tal actualización se formula al contestar a la pregunta que,
de por sí, alude sólo a posibilidades factibles. Por otro lado, no debería perderse de vista que la
formulación de la pregunta implica una búsqueda hermenéutica de sentido, tal y como lo eviden cia el comportamiento de los personajes insertos en la trayectoria narrativa de Retorno de un cruzado, sobre todo cuando establecen transacciones relacionales entre sí, aunque no sean capaces de
hallar respuesta satisfactoria a las mismas de un modo explícito y en estilo directo. Un ejemplo
manifiesto de preguntas que quedan flotando un tanto ambiguamente en el diálogo mantenido
entre dichos personajes pudiera muy bien apreciarse cuando inmediatamente después de afirmar el
tío Pedro que ya no era su tiempo, implicando que deseaba haber llegado al final de sus días, Lisa
y su hermano se decían, a sí mismos y por lo bajo, que no entendían por qué no iba a ser ya el
5
Greg Lynch: “The Intentional Priority of the Question.” Pág. 72.
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tiempo de ese pariente suyo. Sin embargo, pudiera muy bien afirmarse que todo lo relatado en la
novela vendría a constituirse en una respuesta a dicha pregunta, sobre la que hondea la sombra de
un personaje como el tío Pedro que parecía pensar haber llegado al lugar de su destino, tal y como
se insinúa al final de la trayectoria diegética de la novela. Ahora bien, sus sobrinos no dejan de
preguntarse cuál sería ese destino, sobre todo teniendo en cuenta que, según ellos, el tío Pedro
simplemente había empezado a relatar las historias de cuando regresó de la Cruzada. Repárese que
si tal acontecimiento en el que decía haber participado dicho personaje pudiera proyectar connotaciones históricas verificables referidas a la guerra civil, tales intentos de significación quizás se
hallen propensos a transformarse también en algo vagamente imaginario y quizás hasta inexistente
o próximo ya a desaparecer. Del siguiente modo se expresa, a este respecto, el narrador homodie gético de Retorno de un cruzado, al referirse al estado de ánimo que afectaba al tío Pedro, cuando
acaso se aproximara el final temido o esperado:
Y sabíamos que cuando durmiese y descansase ya podría luego volver a contarnos los sueños y
las realidades; aunque cada día se despertaba más veces mientras dormía, como cuando al guien va en un coche o en el tren, adormilado, y cree de repente que ya ha llegado al lugar de
su destino, y abre los ojos o hasta se pone en pie a veces. 6
De lo expresado al final de itinerario diegético de Retorno de un cruzado se deduce que los límites
precisos entre la materialidad fáctica de los hechos relatados y las alusiones imaginarias, relacionadas tal vez con el contenido de presuntos sueños, son pronunciadamente ambiguos. 7 El efecto
que tal vez pudiera derivarse de dicha apreciación crítica se presta a ilustrar, en concreto, lo ex puesto teóricamente por Pampa O. Arán en El fantástico literario (1999), cuando explora, con
perspicacia, diversas modalidades específicas, encaminadas a socavar la verosimilitud unívoca y
no cuestionada de un realismo reduccionista. Ahora bien, si la transparencia casi cristalina del
lenguaje y de la prosa con que se expresa el discurso diegético de Retorno de un cruzado pudiera
inducir a pensar que dicha narración no logra superar los límites impuestos por ese realismo, la
introducción de pronunciadas connotaciones imaginarias elimina la validez incuestionable de tales
posicionamientos. Así pues, el ámbito discursivo de lo imaginario, tal y como se manifiesta en la
trayectoria narrativa de dicha novela, llega a conseguir desvirtuar deconstructoramente la referen cialidad del realismo en cuestión, al tiempo que apunta hacia un notable resquebrajamiento de los
límites estructurales y semánticos que empobrecerían lo connotado por narraciones propensas a
ser abordadas incisivamente desde diversas y múltiples aproximaciones críticas, no reduccio nistas, aunque tal vez mutuamente complementarias. Por otro lado, sin embargo, se precisa no perder
de vista que, en última instancia, las elucubraciones imaginarias y fantásticas protagonizadas pre suntamente por el tío Pedro y relatadas por su sobrino poseen como punto de referencia acciones
concretas, propensas a favorecer un cúmulo de interpelaciones existenciales, conforme acaecía
también en otras muestras relevantes de la producción literaria de Jiménez Lozano.
Los efectos que se derivarían del quebrantamiento de parámetros críticos realistas pudieran muy
bien contribuir a poner de manifiesto cierta inestabilidad contextualizadora en los acontecimientos
a los que alude el narrador homodiegético de Retorno de un cruzado, produciendo la vacilación
correspondiente en las expresiones por él emitidas. Si tal personaje, acompañado de su hermana,
insiste en continuar la formulación de preguntas, sin solución de continuidad, dirigidas a encontrar
algún sentido hermenéutico a lo presuntamente acaecido, es, ante todo, para dar a entender que las
referencias a presuntos acontecimientos imaginarios no eliminan, en modo alguno, la fidelidad al
realismo de los hechos y dichos referidos. Ahora bien, es el ámbito de lo imaginario o fantástico
el que, al inmiscuirse en el discurso realista, propio de lo relatado en Retorno de un cruzado, con6
José Jiménez Lozano: Retorno de un cruzado. Pág. 173.
7
Las connotaciones semánticas proyectadas por el concepto posmoderno de materialidad fáctica han sido
explicadas por Jean-François Lyotard en The Postmodern Condition (1984), The Differend (1988), y Libidinal
Economy (1993). Al esclarecimiento posterior y acaso más preciso de tal concepto se han dedicado pensadores
tales como Perry Anderson en The Origins of Postmodernity (2002), Geoffrey Bennington en Lyotard. Writing the
Event (1988), Alberto Ruiz de Samaniego en La inflexión posmoderna (2004) y James Williams en Lyotard.
Towards a Postmodern Philosophy (1998).
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tribuye a incrementar ese rasgo de vacilación, que se expande no sólo en el nivel narratológico de
la historia, sino también en el discurso. Tal es el procedimiento estudiado, desde parámetros teóricos, por Tzvetan Todorov, cuando, en The Poetics of Prose (1987), Introduction to Poetics (1981)
y Literature and its Theorists (1987), afirma que dicha estrategia deconstructora provoca connotaciones de ambigüedad, repletas de dudas e incertidumbres, que algunas veces quizás puedan llegar
a ser alienadoras.8 No obstante, el narrador homodiegético de Retorno de un cruzado se resiste a
convertirse en víctima de enajenación alguna, pues las preguntas formuladas y los co mentarios de
índole metanarrativa por él introducidos van orientados a preservar el carácter veri ficable de la
historia relatada. Una de estas preguntas se refería a las presuntas señas de identidad de un perso naje conocido como Lisa María de las Nieves, que había desempeñado un papel crucial en la vida
de tío Pedro, como mínimo ya desde sus años de adolescente. Afirmaba, a tal respecto, el narrador
en cuestión:
Y entonces nos preguntábamos mi hermana Lisa y yo si era tía Lisa la que había aparecido en
el otro bando, o si no fue la propia María Lisa o Lisa María de las Nieves, a la que tío Pedro
también llamaba hermana, la que le salvó entonces o después, y con quien había hecho también aquellas cuentas extrañas sobre sus ascendencias que no eran de la carne pero encendí an
ésta, como la Beatriz de Dante exactamente. 9
Las dudas, preguntas y vacilaciones alimentadas por los sobrinos de tío Pedro se ven ocasionadas
en gran parte por los huecos que, a veces, dejaba tal personaje en las conversaciones y en las res puestas sugeridas por él mismo a los diversos e incisivos interrogantes planteados. Tales vacíos
pragmáticos contribuyen a fomentar el carácter fragmentario y fantástico de lo relatado en Retorno de un cruzado, al tiempo que intentan ser llenados empleando estrategias diegéticas propensas a favorecer una inesquivable autorreflexividad, repleta de rasgos metanarrativos. Para decirlo
de forma algo distinta, al reflexionar con cierta frecuencia sobre aquello que relata el narrador
homodiegético de la novela e incluso hasta sobre el propio acto de relatar, este personaje parece
hallarse interesado en establecer cierto tipo de límites al discurso de lo imaginario, impidiendo así
que le desborde por completo. Si lo fantástico se opone, con impulsividad desenfrenada, a las
exigencias lógicas y racionales de determinadas reflexiones, son éstas las que, conforme evidencia
lo expresado en Retorno de un cruzado, se proponen otorgar algún sentido hermenéutico coherente a lo relatado metanarrativamente, de un modo u otro. Abundan estudios tales como The
Cambridge Introduction to Narrative (2008) de H. Porter Abbott, Texte littéraire et métalangage
(1977) de Philippe Hamon, Narcissistic Narrative (1984) de Linda Hutcheon y Narratology: The
Form and Functioning of Narrative (1982) de Gerald Prince, que han sentado las bases teóricas en
función de las que pueden abordarse diversas modalidades del discurso metanarrativo. En térmi nos generales, no resulta superfluo afirmar que lo proyectado semánticamente por una de las posi bles acepciones del concepto de metanarración no viene a ser sino un relato abocado a tratar del
propio acto de narrar y de aquellos componentes a través de los cuales dicho acto de habla es
constituido en cuanto tal, contribuyendo así a establecer transacciones pragmáticas de comunicación. La metanarración consiste en relatar algo, siendo consciente de que se está lle vando a cabo
tal tarea, al tiempo que se suelen añadir diversos elementos y factores integrados en dicha forma
expresiva. Por consiguiente, el narrador involucrado directamente en un relato metanarrativo posee una conciencia refleja tanto de lo por él realizado, como de las estrategias diegéti cas utilizadas. También dicho narrador puede ser consciente, con frecuencia, de los efectos pragmatistas
derivados al relatar lo que se propone. De hecho, una de las consecuencias más relevantes de tal
forma de expresar lo comunicado verbalmente consiste en un incremento manifiesto del autoco nocimiento del propio narrador, pues, tal y como ha señalado Charles S, Peirce en Collected Papers (1931-1958), cualquier reflexión sobre lo que sea se origina siempre en la experiencia.10 A
8
Aunque Todorov, al referirse a las características de la vacilación, las enmarca dentro de un entorno
estructuralista, lo por él expresado se presta igualmente a proyectar efectos deconstructores que desmantelarían
cualquier intento encaminado a aprisionar lo expuesto a través de la correspondiente modalidad narrativa.
9
Retorno de un cruzado. Pág. 72.
10
En La Razón Creativa (2007), Sara Barrena, siguiendo los razonamientos pragmatistas de Peirce, subraya que
es precisamente la experiencia la única maestra digna de ser valorada empíricamente para llegar alguien a
conocerse a sí mismo de forma cada vez más satisfactoria.
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partir de tal constatación fáctica, se podrán ir construyendo hipótesis y suposiciones reple tas de un
alto grado de creatividad, en las que la imaginación desempeña un relevante papel abductivo,
conforme evidencia, a lo largo de la trayectoria diegética de Retorno de un cruzado, el
comportamiento metanarrativo del sobrino de tío Pedro, cuando este personaje no demuestra tener
reparo alguno en hilvanar una gran variedad de anécdotas encaminadas a incrementar hermenéuti camente la significación, bien de lo acontecido de hecho, o de aquello que, imaginado de alguna
forma, quizás se hubiera llevado a cabo al cambiar un determinado cúmulo de circunstancias,
siempre acechantes de un modo u otro.
La incertidumbre que afecta no sólo al narrador homodiegético de Retorno de un cruzado, sino
también a su hermana y a la propia tía Lisa, como resultado de las contestaciones un tanto impre cisas con las que el tío Pedro responde a las preguntas formuladas, provocando ciertas reflexiones
metanarrativas, en parte se debe a la modalidad pragmática de comunicación establecida entre
estos personajes y que puede muy bien ser caracterizada como una muestra de lo entendido como
diálogo en estudios teóricos tales como «Algunos valores semióticos del diálogo narrativo»
(1986), El diálogo. Estudio pragmático, lingüístico y literario (1992) y La novela (1993) de María
del Carmen Bobes. Para que se dé una situación de diálogo en un relato el requisito necesario e
imprescindible es que los participantes en cuestión se encuentren situados en un nivel pragmático
de cierta simetría e igualdad. Dicho de otra forma, si uno de los interlocutores ostenta un poder
coactivo, revestido de la modalidad que sea, y se cree superior al otro, convertido así en su subor dinado, el diálogo no es posible. Lo que se producirá, en tales circunstancias, a lo sumo, es una
conversación o intercambio verbal con tono autoritario en unos casos y de padecida sumisión en
otros. En lo que respecta a lo relatado en Retorno de un cruzado, las transacciones relacionales
establecidas entre el narrador homodiegético, su hermana Lisa y la tía de ambos, con el tío Pedro,
ejemplifican muestras manifiestas de diálogo, ya que este personaje no trata de ejercer poder alguno con los miembros de su familia que le hacen preguntas para tratar de esclarecer el sentido
hermenéutico de los hechos acaecidos. A todo esto se precisa agregar que, al no ser capaz de
contestar, algunas veces, a tales preguntas, el tío Pedro reconoce sus propias limitaciones, com partidas con sus parientes. Si la contestación a los interrogantes planteados hubiera sido contun dente, categórica e inequívoca, dicho personaje se habría colocado en una posición de poder que
lo distanciaría de sus allegados más próximos, al tiempo que ostentaría una opresión hacia ellos
derivada de los presuntos saberes y conocimientos del tío Pedro. El nexo arqueológico existente
entre la ostentación de tales muestras de capital cultural y el poder omnipresente impuesto ha sido
estudiado, utilizando diversas estrategias teóricas intempestivas y hasta provocadoras, por Michel
Foucault en The Archaeology of Knowledge (1972).11
Las dudas proyectadas por el tío Pedro, a lo largo de la trayectoria diegética de Retorno de un
cruzado son compartidas por sus interlocutores que se acercan mutuamente a dicho personaje y no
dejan de evidenciar una cierta conciencia metanarrativa, tal y como ya se ha indicado. Dichas
dudas, conjuntamente con las ambigüedades expresadas y las vacilaciones consiguientes, proce den, en gran parte del hecho de que las preguntas formuladas no quedan respondidas con contun dencia inapelable. De tal apreciación crítica se deriva la constatació n verificable de que el tío Pedro no se propone abrumar con sus saberes ni tampoco intenta sobresalir a través de imposiciones
que no dejarían margen ni lugar alguno a la diversidad de perspectivas enriquecedoras. Para ex presarlo de modo algo diferente, la actitud pragmática adoptada por el personaje aludido en el
título de Retorno de un cruzado provoca, en primer lugar, una serie de dudas deconstructoras de
todo lo dicho.12 Posteriormente, se toma conciencia metanarrativa de tales vacilaciones y final mente éstas se expresan mediante las preguntas que formula el narrador homodiegético, su her 11
Para una dilucidación nítida y precisa de las múltiples connotaciones semánticas derivadas tanto del concepto
del poder omnipresente, como también de la experiencia protagonizada o padecida por los efectos de dicho
dominio, a lo largo de la producción ensayística de Foucault, debería consultarse el estudio que realiza Miguel
Ángel Cortés Rodríguez en Poder y resistencia en la filosofía de Michel Foucault (2010), lo mismo que el de
Pablo Lópiz Cantó en Michel Foucault, pensar es resistir (2010).
12
Para esclarecer el razonamiento discursivo de las reflexiones críticas deconstructoras, estudios tales como
Derrida (1987) de Christopher Norris o el ya citado Jacques Derrida. Texto y deconstrucción de Cristina de
Peretti pueden servir como instrumentos hermenéuticos de imprescindible valor.
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mana, su tía Lisa y hasta el propio tío Pedro, personaje dispuesto también a manifestar interroga ciones que quedan sin contestación definitiva. Semejante ausencia deconstructora de lo que hubieran podido connotar semánticamente las respuestas hermenéuticas buscadas proyecta una doble
consecuencia: en primer lugar pone de relieve una apertura existencial a posible elucubraciones
explicatorias tanto de lo acaecido, como también de lo que hubiera podido tener lugar, a pesar de
los sufrimientos que acecharon al tío Pedro. En segundo lugar, son tales infortunios y desgracias
que se resisten a ser explicados los que contribuyen a caracterizar a dicho personaje con los rasgo s
propios de un ser anamnético, cuya vida se había convertido en una demanda manifiesta a favor
de una justicia todavía no implementada, pero a cuya consecución parecen haberse dirigido los
avatares experimentados por tío Pedro. 13
A la hora de recapitular sinópticamente lo que precede, convendría insistir, una vez más, en el
interés hermenéutico puesto de relieve tanto por los sobrinos del tío Pedro, como también por la
tía Lisa y hasta por el personaje aludido en el título de Retorno de un cruzado, para pretender encontrar una cierta significación o sentido convincentes a los acontecimientos narrados en dicha
novela. La estrategia diegética empleada se materializa en una serie de preguntas formuladas,
desde múltiples y variadas focalizaciones perspectivistas, por todos estos personajes, propensos a
ser caracterizados, con toda propiedad, como anamnéticos. No debería olvidarse, a este respecto,
que tanto la memoria de acontecimientos pasados, repletos de sufrimientos y carencias existen ciales, como el acuciante deseo dirigido a la implementación de una justicia merecida, son rasgos
que caracterizan a los personajes anamnéticos, que, en el caso de lo relatado en Retorno de un
cruzado, poseen la tendencia a expresarse mediante interrogaciones hermenéuticas, no siempre
acompañadas, ni tampoco provocadoras, de la respuesta buscada. Tal inconclusividad pone de
manifiesto una apertura existencial, alejada de planteamientos contundentes, fijos y definitivos.
Por consiguiente, ninguno de los mencionados personajes se halla en condiciones de ostentar un
poder inequívoco sobre la verdad de los hechos acaecidos o acerca de una certeza tranquilizadora
y reconfortante, nunca alcanzada por completo y, tal vez, ni siquiera asequible en su totalidad.
Dicha ambigüedad intencionada que parece vislumbrarse, al final de la trayectoria narrativa de
Retorno de un cruzado, contribuye a evidenciar la tolerancia pragmática que siempre ha caracteri zado la producción literaria de Jiménez Lozano, con independencia de los géneros literarios utilizados para expresar el pensamiento inconformista y contestatario de este escritor clave en el pano rama literario español de la segunda parte del siglo XX y primeros decenios del XXI. Así pues, es
la borrosa vacilación hermenéutica que atraviesa, de un modo u otro, los hechos y dichos referidos, fragmentaria pero incisivamente, tanto en los escritos ensayísticos de Jiménez Lozano, como
también en su narrativa y poesía, la abocada a proyectar connotaciones deconstructoras, dignas de
ser tenidas en cuenta y de seguir convirtiéndose en objeto de esclarecedores estudios críticos, lle vados a cabo desde diversos posicionamientos conceptuales.
© Francisco Javier Higuero
***
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13
Para una comprensión conceptual de lo connotado por ser anamnético, se precisa tener en cuenta las bases
filosófico-teológicas estudiadas, con acierto, precisión y conocimiento de causa, por Reyes Mate en Mística y
política (1990) y La razón de los vencidos (1991).
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Francisco Javier Higuero, oriundo de Logroño, ejerce la docencia universitaria en Wayne State
University (Detroit). Su campo de investigación se halla focalizado prioritariamente en el pensamiento contemporáneo y en la filología hispánica de los siglos XIX, XX y XXI. Ha publicado libros
tales como La imaginación agónica de Jiménez Lozano (1991), La memoria del narrador (1993),
Estrategias deconstructoras en la narrativa de Jiménez Lozano (2000), Intempestividad narrativa
(2008), Narrativa del siglo posmoderno (2009), Racionalidad ensayística (2010), Argumentaciones
perspectivistas (2011), Discursividad insumisa (2012), Recordación intrahistórica en la narrativa de
Jiménez Lozano (2013), Reminiscencias literarias posmodernas (2014), lo mismo que numerosos
artículos en revistas especializadas, de reconocido prestigio internacional.
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Ensayo
«LA LÓGICA DEL SOLDADO ES LA LÓGICA DEL
ABSURDO»: UNA PROPUESTA DE LECTURA DE LOS
DE ABAJO DE MARIANO AZUELA
por Miguel Ángel Duque Hernández
Domine usted la maquinaria de la lógica simbólica y tendrá siempre a
mano una ocupación intelectual que absorberá su interés y que será de
una efectiva utilidad en cualquier tema del que pueda ocuparse. Ello
le proporcionará la claridad de pensamiento y la habilidad para encontrar el camino en medio de la confusión, el hábito de disponer
sus ideas de una forma metódica y ordenada y —lo cual vale más que
todo eso— el poder de detectar falacias y despedazar los argumentos
insustancialmente ilógicos que encontrará de continuo en los libros, en
los periódicos, en los discursos e incluso en los sermones, y que con
tanta facilidad engañan a los que nunca se han tomado la molestia de
aprender este arte fascinante. Inténtelo. Es lo único que le pido.
Lewis Carroll, El juego de la lógica (1896).
1. TESTIMONIO DEL HOMBRE FRENTE AL CATACLISMO
La lógica del absurdo funciona como una posibilidad de lectura del sistema narrativo de Mariano
Azuela, debido a que sustenta una poética de la ironía que desentraña las paradojas de la Revolución
Mexicana: crónica de una profunda crisis social y testimonio de una fractura originada por un cataclismo, que en su inercia arrastra a los hombres-hoja dentro del vaivén en que coexisten el orden y
el caos.
«La lógica del soldado [y por sinécdoque de la guerra y de Revolución] es la lógica del absurdo»
(Azuela, 1958, 333), afirma el narrador de Los de abajo (1915), en la secuencia en que el curro Luis
Cervantes huye del enfrentamiento bélico para salvar su vida: un juego de lógica que muestra el
dominio de recursos estilísticos por parte de Azuela, en el eficaz retrato del hombre envuelto por el
sinsentido del vendaval; una constante que se mantiene dentro de sus novelas «impregnadas de una
curiosa dualidad interpretativa de los fenómenos» (Rama, 1983, 149), en que «la Revolución va
unificando naturalezas vivas y muertas» (Monsiváis, 1985, 25).
Al comienzo de la batalla, el narrador percibe una escisión en el cotejo entre lo que se espera de un
soldado y las acciones que desarrolla, cuando pregunta: «¿qué cosa más lógica podría ocurrírsele [a
un arribista como Cervantes, a quien incluso le pareció escuchar que gritaron «¡sálvese el que
pueda!» cuando sonaron los primeros balazos e intuye que por error se ha enlistado como federal en
un perro y maldito oficio de jornadas bestiales] si no la de buscar abrigo entre las rocas, darle reposo
al cuerpo y al espíritu y procurarse el sueño?» (Azuela, 1958, 333). Aunque es cierto que dentro de
la Revolución posiblemente «ni siquiera en los momentos de descanso deja de sentirse el pálpito
absurdo y demencial del dolor gratuito, arbitrario, rayano a veces en el puro sadismo» (Arranz,
1998, 25), representado a través de «las siluetas de los ahorcados, con el cuello fláccido, los brazos
pendientes, rígidas las piernas» (Azuela, 1958, 328): «el testimonio reiterativo de los cadáveres: allí
quedan, congregados en las calles, puntuando las carreteras, en el hacinamiento obligado junto a la
artillería. México es una fosa común» (Monsiváis, 1985, 25).
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Esta anécdota de Luis Cervantes refiere la contradicción del sueño sin sueño de quien está dispuesto
a la deslealtad, a cambiar de chaqueta para el logro de sus ambiciones; este personaje secundario
encarna a un intelectual que se abandona al instinto y escapa de la feria de balazos, hasta que es
encontrado y despertado a puntapiés por su coronel, y que más tarde, cuando esté frente a Demetrio
Macías, mentirá respecto de su origen, reconstruyéndose como un soldado de leva que ha desertado
para incorporarse como correligionario a la causa revolucionaria, y que luego intentará tomar el
papel de consejero del protagonista, a lo que Macías responderá: «¿Corre… qué? […] ¿Pos cuál
causa defendemos nosotros?» (Azuela, 1958, 331-332).
Sobre el reclutamiento de leva, Pedro Henríquez Ureña anota que Azuela «presenta a los indios
como las víctimas de las guerras civiles [utilizados como carne de cañón]: reclutados por uno u otro
de los partidos contendientes, no saben por qué causa [luchan y] perecen» (Henríquez, 1949, 201).
En cambio, este personaje-intelectual sólo falsea información, pues se reclutó por decisión propia y
sabe que está en medio de la lucha para medrar debido al caos imperante.
En otro momento, Cervantes pretenderá convencer de nuevo al cabecilla, al pregonar que los revolucionarios «no peleamos por derrocar a un asesino miserable, sino contra la tiranía misma»
(Azuela, 1958, 348), mediante otro dislate, pues la Revolución desde antes de la caída de Victoriano
Huerta ya se había transformado en lucha de facciones, un proceso en el que los caudillos tratarán
de obtener mayores ganancias políticas y económicas de manera individual, abanderando un fingido
interés por la democracia y la justicia social; en un discurso que trata de encubrir su codicia a través
de la fuga teorizante sobre el caciquismo, lo que colisiona con los elementos concretos de una realidad que requiere de una inmediata atención. Luis Cervantes expresa a Demetrio Macías:
Usted no comprende todavía su verdadera, su alta y nobilísima misión. Usted, hombre modesto y
sin ambiciones, no quiere ver el importantísimo papel que le toca en esta Revolución. Mentira
que usted ande por aquí por don Mónico, el cacique; usted se ha levantado contra el caciquismo
que asola toda la nación. Somos elementos de un gran movimiento social que tiene que concluir
por el engrandecimiento de nuestra patria. Somos los instrumentos del destino para la reivindicación de los sagrados derechos del pueblo. No peleamos por derrocar a un asesino miserable
[Huerta], sino contra la tiranía misma. Eso es lo que se llama luchar por principios, tener ideales.
Por ellos luchan Villa, Natera, Carranza; por ello estamos luchando nosotros (Azuela, 1958,
348).
Por otra parte, tal vez no era la «cosa más lógica» retratar la abyecta huida de uno de los personajes
que encarnan la figura de un intelectual; pero desde la perspectiva de este narrador parcial y apasionado, la ironía muestra el trazo desarticulado de los vínculos entre lo que los personajes dicen y
luego no hacen o cumplen a medias.
Luis Cervantes obtiene «broncos puntapiés» (Azuela, 1958, 333) en las posaderas por su cobardía, y
decide «cambiar de chaqueta», en apariencia conmovido ante «los dolores y las miserias de los desheredados […] [porque de ahora en adelante, asegura en tono demagógico] su causa es la causa sublime del pueblo subyugado que clama justicia, sólo justicia» (Azuela, 1958, 333); el narrador compara dicha compasión ante el sufrimiento de los campesinos, con las lágrimas que en ese instante le
arranca el descubrimiento del cadáver de un asno, tirado en el camino.
Además, el propio narrador aclarará más adelante que el cambio de bando de Luis Cervantes se origina por la avaricia, al enterarse de oídas, en versión de un compañero de armas, marihuano y alcohólico, que los villistas recibían «relucientes pesos fuertes» como recompensa por su participación
en la bola; en comparación con los bilimbiques que los federales obtenían como salario (González,
2007).
Pero, sobre todo, al intuir el posible triunfo del movimiento revolucionario, Cervantes se incorpora
al grupo de los llamados bandidos, muertos de hambre, ladrones nixtamaleros, comevacas, hilachos
piojosos: los hombres de Demetrio Macías. Los sobrenombres funcionan como epítetos estereotipados en el plano cualitativo del relato para la configuración de los personajes; de acuerdo con los
postulados de Greimas (1971, 263-264), esta descripción constituye una axiología colectiva que
establece la perspectiva moral de los personajes, lo que se espera de ellos; una disposición que después irrumpirá en conflicto con sus acciones.
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En la tercera parte, la degradación de los personajes se presenta a través del ejemplo de Luis Cervantes, quien desde El Paso, Texas, escribe una carta a Venancio, fechada el 16 de mayo de 1915,
para proponerle asociarse para el establecimiento de un «restaurante netamente mexicano» (Azuela,
1958, 406) en el extranjero. Se trata de un exilio voluntario, resultado del cambio de posición social,
originado por las ganancias obtenidas durante la Revolución.
Azuela utiliza la figuración irónica y asume el riesgo, despliega ante el lector una visión caleidoscópica y complementaria del hombre, que casi siempre se desdibuja en apariencias, bajo el desencanto
idealista; para escribir la crónica en que la oscuridad impenetrable de la noche asoma entre sus líneas, lo que acentúa el color del desquiciamiento revolucionario y de la vida colectiva frente al conflicto ético desarrollado en medio de una abrupta geografía humana, en que se destaca el cañón de
Juchipila (Garrido, 1985); en el retrato de una época en que la luna poblaba de sombras vagas la
montaña: «Los de abajo trasunta la condición de novela autorreflexiva y a cada paso nos hace recordar sus contradictorias premisas, desenmascarando los mecanismos discursivos que permiten
reordenar, refutar, desafiar y distorsionar los hechos» (Sklodowska, 1994, 34). Objeta los postulados
demagógicos y pone en crisis la manera en que se dio la participación de los revolucionarios.
Conviene precisar que en Los de abajo, Azuela «desplegó las peripecias de la acción y el drama
humano de los personajes dentro del primer plano de la trama, mientras en el trasfondo esbozó una
reflexión histórica y sugirió un cuestionamiento moral» (Díaz, 2012, 121). En el drama humano y en
el trasfondo moral propuesto en este sistema narrativo, el escritor aprovecha la disociación en la que
convive el hombre, pues como manifiesta Víctor Díaz Arciniega en La comedia de la honradez,
«uno de los temas sobresalientes [de Azuela es] el conflicto humano propiciado por el desquiciamiento de las estructuras sociales y políticas. [Pues] aun sobre los temas de carácter histórico, en el
caos sobresale cierto absurdo que se impone como dueño de los destinos humanos» (Díaz, 2009,
131).
Un rasgo sobresaliente del estilo de Azuela es el planteamiento de la paradoja que se origina a partir
de las diferencias entre la descripción (el plano cualitativo que establece la configuración moral de
los personajes) y las acciones (el plano de las funciones que construye el universo ideológico)
(Greimas, 1971, 263-264), cuando los personajes se sitúan en el universo actancial, es decir, este
cierto absurdo funesto ofrece una estampa del paisaje existencial del hombre debajo del volcán revolucionario, cuyos círculos de violencia se derraman en lucha de facciones. Parece ofrecernos una
poética de la ironía y de la crueldad, en la cual el absurdo permite atisbar que la racionalidad, la
lógica, no es suficiente para entender una realidad tan violenta y contradictoria.
En cuanto a Luis Cervantes y Alberto Solís, podemos agregar que mientras los intelectuales son
dibujados por Azuela con sarcasmo; por su parte, Martín Luis Guzmán, en La sombra del Caudillo,
creó a un personaje intelectual como Axkaná y lo configuró como un leal consejero idealista del
protagonista Ignacio Aguirre (López, 2013). En cambio, Luis Cervantes utiliza su labia para convertirse en consejero maquiavélico dentro del movimiento y, cuando considera que ya ha obtenido
suficientes ganancias económicas a través del robo, se exilia en los Estados Unidos.
Azuela desmonta la realidad polisémica mediante estrategias narrativas que dan cuenta de un conflicto armado en que parece que «la vida no vale nada», como canta José Alfredo Jiménez. Otros
escritores de este subgénero de narrativa de la Revolución Mexicana coinciden con esta postura:
Jorge Ferretis confirma en medio de la tempestad la degradación de la condición humana, en que
vale más un buey que la vida de un hombre. Nellie Campobello convierte en juguetes de la guerra a
los villistas.
Desde el ángulo opuesto, el de los de arriba, Martín Luis Guzmán denuncia la política de pistola, el
maquiavélico ejercicio del madruguete aplicado por los caudillos revolucionarios, en su afán de
eliminar a los opositores para alcanzar y mantenerse en el poder. En A orillas del Hudson preconiza
la supremacía de una lógica [pacifista] de la guerra, cuando expresa que en los conflictos armados
predomina la destrucción frente al imperio de la vida, pues
resultaría absurdo que mientras las fuerzas del mal saben coordinarse prodigiosamente para luchar y destruir, las del bien no descubran cómo organizarse para la paz. Y si tal no fuera absurdo, sino explicable, sería cosa de renunciar al bien, de renunciar a él por inepto. Hecha esta
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reflexión, que tanto absuelve a los unos como a los otros, y nos reconcilia con las verdades perennes, podemos soltar la rienda a nuestro sentir y tomar partido en la guerra para no paralizarnos, sino seguir dóciles al imperio de la vida. Sólo deseando el triunfo para éstos y la derrota
para los otros, entraremos no siendo beligerantes, en la lógica de la historia que está fraguándose, aun cuando nada más sea la lógica de un sólo aspecto (Guzmán, 1985, 436).
2. LA METÁFORA EN LA RAZÓN DEL ABSURDO
En la oración «la lógica del soldado es la lógica del absurdo» (Azuela, 1958, 333) que hemos tomado como punto de partida para nuestro estudio, se construye una relación de metáforas sostenidas
mediante un término en común: «lógica»; se trata de una comparación construida sobre el arte del
pensamiento, la ciencia del pensar; o desde su etimología, sustentada en el logos, la razón, la palabra. El estudio de esta propuesta léxico-semántica lo abordaremos a través de la interpretación del
desplazamiento analógico que podríamos describir en los siguientes términos: A es a B lo que A es a
C.
Antes de iniciar el análisis, podemos comentar que en La memoria del Logos, Emilio Lledó esboza
una meditación a partir de la obra de Platón, que nos ofrece luces para la evaluación de la poética de
Azuela. Lledó describe que el primer problema de la razón podría ser perderse en el laberinto de
realidades e irrealidades, en el traslado deficiente hacia la memoria, o en la abstracción asistemática
constituida a través de la palabra. La segunda consideración es que hay diferentes etapas en que es
imprescindible advertir que «el Logos comunica lo real y lo irreal, conecta lo individual con lo universal; inscribe lo pasajero en lo perenne». Y la tercera premisa es el rasgo que distingue a la ciencia
de la simple opinión, en cuanto a que «la opinión que de “verdad sea verdadera” no podrá ser desgarrada del alma, sino que se consolidará con ella» (Lledó, 1996, 183). A propósito, nos pregunta este
filósofo español:
Entre la orilla de Platón y la nuestra corren, pues, las mismas preguntas: ¿Cómo vivir? ¿Para qué
pensar? ¿Cómo puede relacionarse la idea y la realidad? ¿Cómo se puede influir en los hombres
para construir una ciudad justa? ¿Qué es sentir? ¿Qué es amar? ¿Cómo puede el lenguaje comunicar eso que se llama verdad? ¿Por qué el lenguaje puede ir más allá de la simple referencia a lo
real? ¿Qué es idealidad? ¿Tiene la teoría alguna otra justificación que aquella que le da la
praxis? ¿Son los conceptos, las palabras, reflejo fiel de la vida y del conocimiento, son su deformación? ¿Puede la educación, la paideia mejorar a los hombres? ¿Cuáles son las condiciones
de posibilidad de una vida feliz? ¿Tiene sentido la palabra felicidad? (Lledó, 1996, 12).
¿Cuáles son las sinrazones de un conflicto armado? En la obra de Mariano Azuela se atisba el sinsentido en la discordia enfrentada a una lógica que procura la prevalencia del derecho a la vida; pero
en medio de una Revolución que se vuelve un volcán, dentro de un proceso inercial en el que el
hombre queda inerme y es conducido a través de un círculo de contradicciones hacia la muerte.
¿Qué resulta de este sacrificio? La perspectiva es pesimista, pues los líderes (Venustiano Carranza,
Francisco Villa, Álvaro Obregón) luchan entre sí por algo distinto a la justicia social. La crónica de
esta experiencia de guerra civil, pudiera cuestionarnos en estos días: ¿cómo vivir bajo una lógica de
vida y no una lógica de muerte que evite la generación de nuevos tiranos?
¡Qué chasco, amigo mío, si los que venimos a ofrecer todo nuestro entusiasmo, nuestra misma
vida por derribar a un miserable asesino, resultásemos los obreros de un enorme pedestal donde
pudieran levantarse cien o doscientos mil monstruos de la misma especie!… ¡Pueblo sin ideales,
pueblo de tiranos!... ¡Lástima de sangre! (Azuela, 1958, 368).
La primera metáfora «la lógica del soldado» se conforma por términos de campos léxicos provenientes de disciplinas que habitualmente no se vinculan: la filosofía y la guerra. Se deriva de la
suma de «lógica», una abstracción, anclada en la palabra concreta «soldado». Puede funcionar como
sinécdoque de la Revolución Mexicana, con lo cual Azuela nos podría interrogar acerca de ¿cuál es
la razón de la guerra?, ¿qué sentido tiene la discordia, la lucha a muerte?, ¿cuál es la lógica del soldado revolucionario?, ¿la del asesinato, la del robo, la de la violación?, ¿o la de un riguroso orden
moral, en una lógica de vida representada en la decisión reiterada por parte de Demetrio Macías de
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no matar a los federales, a don Mónico, a Luis Cervantes, a la Pintada, acciones con las cuales camina hacia una sociedad más justa y pacífica?
En segundo lugar, la metáfora que Azuela sugiere como «lógica del absurdo» se construye a partir
de dos términos antinómicos, provenientes de campos semánticos irreconciliables, aunque sólo de
manera superficial; y que, sin embargo, junto a «la lógica del soldado», revelan una profunda verdad
acerca de la razón del hombre en medio de la violencia, en que se ponen en conflicto y se complementan tanto la ficción como el trasfondo de la facticidad historiográfica, para demostrarnos que en
la lógica de la guerra predominan la incongruencia, el azar y la inercia. La Revolución Mexicana se
desenvuelve a través de una lógica irracional, arbitraria y disparatada, que se representa literariamente mediante una propuesta narrativa paradójica que muestra un juego estético en que se confunden realidades e irrealidades, la exaltación de la vida tanto como de la muerte, unas circunstancias
en que no vale nada la vida ni tampoco la muerte, para relatarnos la historia del hombre atenazado
por las circunstancias: ¿cómo vivir en medio del orden y el caos?
Aristóteles, en la Poética, aconseja que «lo imposible» y «lo irracional» deben explicarse en la Literatura a través de la obtención de un equilibrio entre la poesía y la opinión común, para alcanzar la
verosimilitud de lo absurdo:
En cuanto a las contradicciones, hay que considerar en qué sentido se han dicho, como los argumentos refutativos en la dialéctica, y ver si se dice lo mismo, en orden a lo mismo y en el mismo
sentido, de suerte que el poeta contradiga lo que él mismo dice o lo que puede suponer un hombre sensato (Aristóteles, 1974, 233-234).
Este equilibrio estético es un recurso aprovechado por Azuela, pues la metáfora «lógica del absurdo» podría aplicarse para interpretar este juego de espejos sobre el conflicto armado, entre quienes en un primer momento están arriba (ganan batallas, abusan, roban, violan, cobran venganza,
matan) y luego están abajo (bajo tierra, sometidos por el cacique o por su propio instinto, colgados
de un poste, en el exilio o degradados hasta su animalización, cosificados como una piedra que se
despeña en el precipicio y que tal parece nunca dejará de rodar por la fuerza inercial, agobiados por
la culpa). En líneas paralelas, se establece la dialéctica de la paradoja. Yvette Jiménez asevera que
Los de abajo se sostiene en «el ritmo contrapuntístico [como] principio estructurante que domina [la
novela] […] El contrapunto crea suficiente ambigüedad entre los términos [arriba/abajo], de tal
modo que los personajes se desplazan de uno a otro polo, conforme domina la óptica enaltecedora o
la degradante de la voz narrativa» (Jiménez, 1992, 845).
La distorsión de la realidad revolucionaria también se concreta mediante discursos en estilo directo,
en testimonios encontrados sobre los acontecimientos que se relatan:
—¿Voy que ya hasta se te olvidó por qué viniste a dar aquí? —dijo la Codorniz.
—Sí, ya me acuerdo, Codorniz, de que andas con nosotros porque te robaste un reloj y unos anillos de brillantes —repuso muy exaltado Venancio.
La Codorniz lanzó una carcajada.
—¡Siquiera!... Pior que tú corriste de tu pueblo porque envenenaste a tu novia.
—¡Mientes!... (Azuela, 1958, 340-341)
En la primera parte de la novela, Demetrio Macías decide no matar a los tres federales borrachos —
un teniente, un sargento y un cabo, extensión del poder del cacique de Moyahua, don Mónico— que
allanan su «casuca», violentan la armonía familiar cuando matan al Palomo y tratan de abusar
sexualmente de su esposa (ella incluso reclama con la garganta seca «¡mátalos!» [Azuela, 1958,
322]): pero él decide no cumplir dicha sentencia, porque «¡seguro que no les tocaba todavía!»
(Azuela, 1958, 322), tal vez debido a un presagio o a un indicio de clarividencia. Es conveniente
precisar que el protagonista Demetrio Macías y el sargento comparten un mismo origen, pues ambos
purgaron una condena por algún delito en la Penitenciaría de Escobedo y, luego, durante la Revolución, pertenecerán a bandos opuestos.
En la segunda parte de la novela, también respetará la vida de don Mónico, «el cacique que [lo] trae
corriendo por los cerros, y [que] tendr[ía] mucho gusto en ver[lo] colgado de un poste del telégrafo
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y con tamaña lengua de fuera» (Azuela, 1958, 323); sobre este punto, en el estudio sobre «La lógica
de las acciones en Los de abajo», Trinidad Barrera López sugiere que «cuando lo lógico hubiera
sido que Demetrio lo matara, nos encontramos con que le perdona la vida, circunstancia que nos
permite deducir que Demetrio Macías no es un asesino a sangre fría» (Barrera, 1977, 10-11).
De acuerdo con la configuración del protagonista, tal como afirma José Joaquín Blanco, esta escena
puede interpretarse como que el absurdo del protagonista consiste en actuar de manera contraria al
principio de venganza que lo introdujo en la lucha revolucionaria; aunque yo pienso que la decisión
de reconocer el imperio de la vida reconfigura al personaje con este fallo encomiable:
A la mitad de la segunda parte Demetrio consuma su venganza, pero la novela sigue. Es cuando
crece la abrumadora sensación del absurdo de la Revolución (lucha de facciones), y puede preguntarse [el lector] si no se debe más bien al absurdo de un personaje hecho para vengar su
honor, y que sigue en la acción después de consumada la venganza (Blanco, 1982, 9).
En este momento de la novela, Azuela concilia el orden moral junto con la lógica del absurdo en la
guerra. Los personajes al mismo tiempo son capaces de ceder al asesinato, al robo y a la destrucción, como piedras inconscientes que ruedan hacia el vacío y nunca acaban de cerrar ciclos de rencor, venganza y violencia; pero también de perpetuar la vida. La decisión de Demetrio Macías de no
matar se comprende al final de la novela, cuando
los esquemas temáticos de violencia y muerte se suceden de modo ininterrumpido durante toda
la novela, haciéndose —paradójicamente— sinónimos de vida. Es decir, para el grupo de Macías, la necesidad, perentoria y vital, es a su vez conciencia de un doloroso existir del cual en
ningún momento pueden sustraerse. Una aparente plurisemia que, en última instancia, lleva al
héroe y a sus hombres al desfiladero, «abrupto peñascal», en el que encontrarán la muerte que
los hará inmortales (Arranz, 1998, 25).
Otra arista del problema de coherencia entre el plano del discurso y el plano de la historia, debido a
la niebla que envuelve lo real y lo ideal, consiste en la transmisión de las hazañas de la gavilla, las
cuales se comunican con tal riqueza imaginativa hasta casi convertir los relatos en epopeya nacional,
a tal medida que Demetrio Macías ni siquiera es capaz de reconocerse en dicho espejo roto de la
memoria. Sklodowska destaca en Los de abajo el distanciamiento entre la realidad y su apariencia
discursiva, porque prevalece
no solamente el desorden de la Revolución misma y el desmembramiento de la familia, sino
también las peculiaridades topográficas donde ocurre la acción novelesca llevan a un desajuste
entre los acontecimientos y la versión narrada de los mismos. Finalmente, el vertiginoso desplazamiento de grandes masas de gente refuerza la disyuntiva entre el origen de los personajes y sus
hechos, por un lado, y de las palabras y de su diseminación, por el otro (Sklodowska, 1994, 27).
Entre los serranos que se incorporan a la bola, hay quienes han robado o han matado, pero se suman
porque encuentran en la lucha la oportunidad para diluir la conciencia de culpa; otros ven ocasión
para medrar. Ellos no persiguen ideales, ni están de acuerdo con alguna de las facciones o con alguno de los caudillos: los personajes son arrastrados por el huracán revolucionario. Predomina la
barbarie en el universo narrativo, la ironía de esta Revolución podría ser que no abandera la justicia
social o la búsqueda democrática, aunque quizá se atisba un cierto interés por propugnar cierto liberalismo. Dicha estrategia narrativa que Azuela aprovecha para configurar a sus personajes, es lo que
yo denomino conciencia de la contradicción. Al respecto, Carlos Fuentes destaca que es la ambigüedad crítica presente en los matices que configuran a los personajes, la principal aportación de los
novelistas de la Revolución en la Historia de la Literatura Hispanoamericana:
Los de abajo, La sombra del Caudillo y Si me han de matar mañana introducen la ambigüedad.
Porque en la dinámica revolucionaria los héroes pueden ser villanos y los villanos pueden ser
héroes […] hay un tumulto, un sube-y-baja de fortunas, un azar de encuentros y pérdidas en el
que los seres de ficción, como todos los hombres, viven sus momentos de luz y sus instantes de
sombra (Fuentes, 1969, 15).
En un momento crucial de la novela, la Pintada pregunta «entonces ¿pa quén jue la Revolución?
¿Pa los catrines? [Y ella misma responde:] Si ahora nosotros vamos a ser los meros catrines»
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(Azuela, 1958, 373). Aun cuando podría entenderse que los de abajo se verían socorridos por la
Revolución con beneficios sociales; al expresar que se convertirán en los nuevos «catrines», Azuela
ridiculiza el idealismo, porque entonces los de abajo tratarán de imitar la corrupción y la crueldad de
quienes estuvieron en el poder durante el Porfiriato. No se modifican de fondo las condiciones sociales, sino que cambia únicamente la nómina de los que conforman la clase gobernante, como
aconseja la Pintada, respecto al método de allegarse fondos: «Llega uno a cualquier parte y no tiene
más que escoger la casa que le cuadre y ésa agarra sin pedirle licencia a naiden» (Azuela, 1958,
373).
A diferencia de la Pintada, el poeta Valderrama expresa indiferencia respecto al resultado de la guerra; se puede explicar la oposición entre los puntos de vista de la prostituta, la Pintada, quien mantiene una mirada cínica; mientras que el poeta, con abulia acerca de quiénes van a quedar arriba o
abajo, manifiesta que ama a la Revolución por su misma vorágine:
—¿Villa?... ¿Obregón?... ¿Carranza?... ¡X… Y… Z…! ¿Qué se me da a mí? ¡Amo la Revolución
como amo al volcán que irrumpe! ¡Al volcán porque es volcán; a la Revolución porque es Revolución!... Pero las piedras que quedan arriba o abajo, después del cataclismo, ¿qué me importan a mí?... (Azuela, 1958, 410).
La lectura reiterada de «las piedras que quedan arriba o abajo [de forma arbitraria], después del cataclismo, ¿qué me importan a mí?» (Azuela, 1958, 410): pudiera interpretarse como la crítica a una
Revolución que no es revolución, ¿«extraña épica del desencanto» (Fuentes, 1988, xv), que propicia
la institucionalización del absurdo en la vida cotidiana? Una crítica a una sociedad envuelta en la
sinrazón, que ama entrañablemente la violencia. Aunque tal vez «lo natural en la vida [sólo sea] el
absurdo», como Arqueles Vela manifiesta en 1923, al comparar los asuntos que trata la literatura
decimonónica frente a los experimentos vanguardistas, en los que Azuela participó:
Las tendencias antiguas sujetaron la emoción a un esquema, a un itinerario, para presentarla
como una obra de equilibrio arquitectónico, de orfebrería, y no como una obra imaginal y emocional. Toda esa literatura está basada en una ecuanimidad que no tiene la vida. Lo real y lo natural en la vida es el absurdo. Lo inconexo. Nadie siente ni piensa con una perfecta continuidad.
Nadie vive una vida como la de los personajes de novelas románticas. Nuestra vida es arbitraria
y los cerebros están llenos de pensamientos incongruentes (Vela, 1923, 1-2).
Una perspectiva similar se encontrará en Alberto Solís, quien en medio del caos, manifiesta: «¡Qué
hermosa es la Revolución, aun en su misma barbarie! […] la psicología de nuestra raza, [está] condensada en dos palabras: ¡robar, matar!» (Azuela, 1958, 368), una afirmación acerca de la brutalidad
revolucionaria sobre la que Monsiváis destaca que «de la condena moral se puede derivar una estética» (Monsiváis, 1985, 26), la estética del absurdo; y más adelante, Solís cree «haber descubierto
un símbolo de la Revolución en aquellas nubes de humo y en aquellas nubes de polvo que fraternalmente ascendían, se abrazaban, se confundían y se borraban en la nada» (Azuela, 1958, 369),
después de la encarnizada batalla se erige la imagen del horror fraguada entre el humo y el polvo,
entre la confusión ética.
Tal vez por esa causa, Octavio Paz, en el Laberinto de la soledad, intuye que la Revolución es una
búsqueda, una inmersión a las paradojas mediante un abrazo mortal, una reanudación del diálogo
con nuestro pasado, pues
la Revolución apenas si tiene ideas. Es un estallido de la realidad: una revuelta y una comunión,
un trasegar viejas substancias dormidas, un salir al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y
muchas finuras ocultas por el miedo a ser. ¿Y con quién comulga México en esta sangrienta
fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser. La explosión revolucionaria es
una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo
mortal, al otro mexicano (Paz, 1994, 146).
3. LA CRÓNICA DE LA RUPTURA DEL ORDEN
El planteamiento de Azuela sobre la lógica del absurdo se distingue en dos niveles de la configuración de los personajes, en que el espacio y el tiempo apuntalan la caracterización y las funciones de
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éstos: un aspecto es lo que se espera de los personajes y otro lo que hacen en realidad. Sus actuaciones habrán de conocerse a través de un caleidoscopio en que se entrecruzan diferentes perspectivas,
una novela en que la polifonía de voces entra en conflicto. En esta poética se evidencia la ironía
considerada como una figura del pensamiento que permite capturar la plurisignificación del absurdo:
lenguaje dislocado entre apariencias, frases contradictorias, juegos de escarnio, palabras vacías,
problemas de comunicación, efecto repulsivo, estructura cíclica en la que todo puede volver a empezar.
Se percibe en las acciones de los personajes contradicciones esenciales, pues a veces actúan con una
moralidad impecable y otras con salvajismo: «Azuela, por el mundo que describe, no encuentra
ideas en su obsesión por presentar hechos a ras de tierra. Sus personajes no piensan, actúan. Los
pocos que discurren carecen de tesis política: aspiran, valiéndose de la inteligencia y la cultura, a
mejorar su posición social y económica» (Carballo, 2010, 23).
Los acontecimientos sobrevienen al azar, el absurdo se impone al destino: entes indefinidos en
busca de un sentido que se les escapa, revolucionarios que retan a la heroicidad y a los que nos les
perturba quién encabeza el movimiento, tal vez porque saben que no obtendrán beneficios sociales
diferentes, sea uno u otro el caudillo el que logre el madruguete político.
Los personajes muestran frente a las circunstancias hostiles una actitud aparente de revolucionarios,
aunque no recuerdan (o no quieren recordar) por qué están en la lucha y quiénes eran antes de combatir. En la novela, el discurso de los personajes resulta azaroso. Azuela aprovecha la dicotomía
arriba/abajo y coloca en un primer momento a los de abajo sobre un cerro, con el dominio de los
oponentes, los federales, quienes luego estarán arriba. ¿Se trata sólo de una ilusión? ¿O se trata de
una guerra en la que nadie gana? Los de abajo «cristaliza la ruptura del orden, su transgresión. La
maestría de Azuela para lograrlo consiste precisamente en el dinamismo que informa esta escritura y
en la elaboración de imágenes de una gran fuerza cinética, en planos medios y con figuras fragmentadas» (Jiménez, 1992, 847).
Desde el planteamiento inicial de la novela, Azuela, a diferencia de otros escritores de la narrativa
de la Revolución Mexicana, logra concretar en el texto la conciencia de la entropía subyacente en la
lucha revolucionaria, el paso de una aparente paz representada por el Palomo a una realidad caótica
que desemboca en un ritual de matrimonio con la muerte:
para ello se vale de una descripción paisajística sugerida al comienzo del capítulo, en la que el
canto de las palomas y las cigarras, y el ramoneo de las vacas, enmarcan un escenario de montaña, apacible y grandioso, que contrasta, por su placidez y su silencio, con la violencia de la escena anterior y con la postura final en la que ha quedado muerto el protagonista (Lorente, 2003,
45).
Al final del texto, el casamiento con la muerte podría entenderse como una contradicción existencial, en la que el matrimonio se festeja como la unión entre el amor y la vida; en cambio, en la tercera parte de la novela, Demetrio, durante una verdadera mañana de nupcias, se casa con la Muerte:
«la sierra está de gala; sobre sus cúspides inaccesibles cae la nieva albísima como un crespón de
nieve sobre la cabeza de una novia» (Azuela, 1958, 418), yace en posición de combate, «apuntando
con el cañón de su fusil» (Azuela, 1958, 418), preparado para el reiterado ciclo de violencia, «convertido en la imagen original de su propio enemigo» (Bruce, 1991, 39). Desde la primera parte, hay
presagios de una nívea fatalidad, cuando antes de incorporarse Demetrio Macías con su grupo de
revolucionarios, «albeaban las frescas rosas de San Juan como una blanca ofrenda» (Azuela, 1958,
323). Sobre este tema, Juan Bruce Novoa subraya la enemistad de Macías contra la Revolución, que
se divorcia de él para seguir su infinito cauce:
¿Quién se olvida de Demetrio Macías apuntando su rifle eternamente desde el umbral de la
muerte y del fracaso al final de Los de abajo, en efecto convertido en uno de los de abajo —«al
pie de una resquebrajadura enorme»— solitario, estático y marginado. La Revolución sigue más
allá, dando vueltas espirales descendentes, mientras Demetrio, con los ojos eternamente abiertos,
la ve pasar ya sin él. Aún más, podemos decir que Demetrio se queda eternamente en contra de
la Revolución que lo ha atacado y echado de las alturas que habitaba al principio de la novela.
Hay que recordar que al iniciar la lucha Demetrio se encontraba arriba en las alturas de las
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montañas, desde las cuales él y sus hombres atacaban a los federales quienes, por estar más
abajo, eran eso, los de abajo: «—A los de abajo… A los de abajo —exclamó Demetrio». Demetrio no queda dentro, sino fuera de la Revolución que lo ha recogido, degradado y depositado al
pie de la naturaleza, convertido en la imagen original de su propio enemigo (Bruce, 1991, 39).
De acuerdo con la lógica del absurdo, el matrimonio con la muerte y el divorcio con la Revolución
se complementan, al deshilvanar las consecuencias de lo que vendrá después del conflicto: la marginación de amplios sectores de la sociedad mexicana. La Revolución es un matrimonio entre facciones enemigas, cuya hecatombe trasciende nuestras almas muertas y degradadas en la barbarie en el
divorcio con la lógica de la vida. En esta «lógica del soldado», hay una reducción del proceso de
pensamiento racional hasta el absurdo. Un absurdo que en esta novela muestra la crónica cotidiana
de la vida revolucionaria, consciente de sus consecuencias morales.
En Las categorías de la cultura mexicana, Frost advierte que «tanto de la obra de Azuela como de la
de Guzmán se desprende la misma desesperada conclusión: todo es inútil; los hombres mueren sólo
para que en vez de unos sean otros los que gobiernen, mientras el pueblo sigue su mismo estado
miserable sin enterarse siquiera de por qué se pelea» (Frost, 2009, 252-253). Quizá por esa causa, la
obra de Azuela inquietó a Salado Álvarez, quien reclamaba que la pintura de Los de abajo fuera tan
negativa, con énfasis en la maldad de los que enfrentaban la pobreza; de la misma forma que a Mancisidor, quien escribe incluso la novela En la rosa de los vientos (1940), una presunta respuesta para
aportar otra perspectiva acerca de las posibilidades de progreso que podría generar la Revolución.
Ante tales posturas, con razón Mariano Azuela alegaba:
Debo a Los de abajo una de las satisfacciones más grandes de que he disfrutado en mi vida como
escritor. El célebre novelista francés Henri Barbuse, connotado comunista, la hizo traducir y publicar en la revista Monde, que él dirigía. La Acción francesa, órgano de los monarquistas y de la
extrema derecha de Francia, acogió mi novela con elogio. Este hecho es muy significativo para
un escritor independiente y no necesita comentarios (Azuela, 1946, 1).
Las dos caras de una misma moneda, pues como señala Díaz Arciniega, «las novelas de Azuela, si
algo tienen, es una lucha frontal contra la noción de mito, esa representación simbólica que las culturas construyen por comodidad en provecho de una supuesta identidad colectiva» (Díaz, 2002, 81),
una noción en que se sustituyen las «ideas» por las «creencias». La representación mítica de la Revolución Mexicana ha sido revisada y puesta en duda con obras como Los de abajo:
A partir de la posrevolución mexicana, varios discursos han emprendido una mitificación de la
Revolución, pretendiendo unificar a la nación mediante imágenes, héroes y fórmulas, o intentando establecer los rasgos de la mexicanidad. En la segunda mitad del siglo xx, historiadores,
antropólogos y escritores de ficción escogen la vía de la exploración y discusión del mito para
reevaluar su peso y significación en la identidad mexicana y la cultura nacional. La representación de la Revolución en la novela participa de esa revisión e interrogación del mito (Hanaï,
2011).
Esta novela es «un fresco distante, totalizador y desencantado de la lucha» (Paúl, 2000, 107), que
aborda diversos puntos de vista acerca del movimiento armado; una de dichas perspectivas novedosas, casi siempre silenciada, es la de los serranos empobrecidos que sufren el acoso y la persecución
por parte del gobierno; por ejemplo, en el momento en que los serranos expresan a los rebeldes:
¡Dios los bendiga! ¡Dios los ayude y los lleve por buen camino!... Ahora van ustedes, mañana
correremos también nosotros, huyendo de la leva, perseguidos por estos condenados del gobierno, que nos han declarado guerra a muerte a todos los pobres; que nos roban nuestros puercos, nuestra gallinitas y hasta el maicito que tenemos para comer; que queman nuestras casas y
se llevan nuestras mujeres, y que, por fin, donde dan con uno, allí lo acaban como si fuera perro
del mal (Azuela, 1958, 328).
En esta narración paradójica, Demetrio Macías no mata a los federales, ni tampoco a Cervantes, ni a
don Mónico, ni a la Pintada. La lógica del absurdo del protagonista de Los de abajo, involucrado en
la guerra, supondría que debe responder al asesinato, la venganza, el robo, la violación, la crueldad;
y sin embargo, prefiere el imperio de la vida, pues tal parece que en esta acción repetida de negación de sí mismo, al no cumplir con un papel asignado dentro del universo de la violencia revolu-
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cionaria, construye la posibilidad de una esperanza, desde otra razón distinta a la de la lógica, a contra corriente de la barbarie, quizá desde la perspectiva del que ama «al volcán porque es volcán; a
la Revolución porque es Revolución» (Azuela, 1958, 410) .
© Miguel Ángel Duque Hernández
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Miguel Ángel Duque Hernández (San Luis Potosí, México, 1970) es poeta, editor y profesor
investigador. Cursó el Doctorado en Literatura Española en la UNED, la Maestría en Educación en
la UCEM y la Ingeniería en Sistemas Computacionales en el ITSLP. Como autor ha publicado:
«Por divorcio necesario, se busca nueva compañera» y otros poemas de amor (UASLP, 2010) y
otros libros. Uno de los recientes artículos en coautoría con Elvia Estefanía López Vera, es «―Misa
negra‖ de José Juan Tablada: pieza fundamental de la reflexión decadentista en el poemario
Hostias negras», Tonos Digital. Revista de estudios filológicos [Universidad de Murcia, España],
25 (julio de 2013) y otros. Como editor: Hernández Ortiz, Francisco, Miguel Ángel Duque y Laura
Gallegos, Aproximaciones a la narrativa de la Revolución Mexicana. Didáctica de la Literatura
Hispanoamericana del siglo XX, prólogo de Felipe Garrido, director adjunto de la Academia
Mexicana de la Lengua, Madrid, Iberoamericana Vervuert, Bonilla Artigas Editores, BECENE, en
prensa; Pérez, Manuel, Una voz que ríe en el desierto. Ensayo sobre el humor en la charra
sonorense (2013); vv. aa., Literanova. Taller de escritura creativa. Colegio Internacional
Terranova (2013); Ortiz Aguirre, Ramón, Digamos que no tiene comienzo el mar. Aquellos
buenos viejos tiempos. Memorias (2014); Álvarez Acevedo, Rubén, Este estado de cosas. Poesía.
Premio Estatal de Literatura Manuel José Othón (1981) (2012); Álvarez Acevedo, Rubén,
Saturnino, el caudillo olvidado. Novela de la Revolución Mexicana (2012); Rosas Cancino, José,
Obras. Poesía y prosa (1952-2011) (2011).
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Ensayo
LA PROBLEMÁTICA DEL TESTIMONIO EN TORNO A
BIOGRAFÍA DE UN CIMARRÓN , DE MIGUEL
BARNET
por Soledad Mocchi
En el presente trabajo, me referiré a la problemática suscitada en torno al género testimonial en la
literatura latinoamericana. Tomaré como objeto de estudio la obra Biografía de un cimarrón del
cubano Miguel Barnet.
Varios autores han reflexionado en torno a la noción de testimonio, y a la posibilidad de que este
conformase un nuevo género. Si bien el testimonio tuvo su auge luego de la Revolución Cubana,
escritos testimoniales han existido prácticamente desde la época colonial. En la década del 60,
debido a cambios socio-políticos muy profundos, el testimonio como parte de la enunciación de
los sectores marginados florece. Se dan las condiciones para que los sujetos antes desplazados del
discurso hegemónico puedan hacerse visibles a través de varios textos. Como apunta Francisco
Bustamante en su artículo «La impronta jurídica y religiosa en el testimonio literario
latinoamericano», los sujetos de enunciación aptos para el testimonio son aquellos oprimidos po r
los que detentan el poder. Ciertas experiencias no podían ser representadas bajo las formas
tradicionales de la literatura, y se hizo necesario recurrir a formas como el testimonio. A través de
él, se desplaza al escritor del centro, haciéndose hincapié en el sujeto subalterno que protagonizó
la historia. La institucionalización del testimonio latinoamericano, así como su incorporación en
el canon, tomó mayor fuerza a partir de la inclusión del género testimonio por parte de la revista
«Casa de las Américas» en su premio anual. Esto fue en 1970 y ganó el premio la uruguaya María
Esther Gilio, con su obra La guerrilla tupamara. Formó parte del jurado el escritor argentino
Rodolfo Walsh, autor él mismo de un impactante testimonio periodístico, Operación Masacre,
publicado en 1957.
El testimonio se constituye como la historia contada por un protagonista de los hechos, o en su
defecto, transcripta por un entrevistador. Posee estrechas relaciones con el periodismo y la crónica y
utiliza fuentes directas mediante la modalidad de la entrevista. Por lo general, esta técnica ha sido la
predominante, afirma Margaret Randall en su artículo «¿Qué es, y cómo se hace un testimonio?». A
propósito del papel del autor de testimonios, señala Randall: «El que escribe testimonios debe estar
consciente de su papel como transmisor de una voz capaz de representar a las masas» (Randall,
1992:24). En el que escribe un testimonio, se podría apreciar la voz de una colectividad toda. O
mejor dicho, el testimonio se configura bajo la pretensión de ser el discurso de cierto grupo, aunque
el mismo no siempre sea homogéneo.
Un aspecto central de la problemática que rodea al discurso testimonial es desentrañar si el que
habla es realmente el «subalterno» o es el letrado quien lo hace en su lugar. Según Gayatri Spivak,
en su ya conocido artículo «¿Puede hablar el subalterno?», el subalterno no puede hablar como tal.
La mediación del sujeto letrado está siempre presente y es ineludible. John Beverley señala
acertadamente que el principal problema del testimonio tiene que ver con la representación y
representatividad. Qué tanto representa el discurso recogido por el sujeto letrado a un sujeto de
enunciación marginado. Es algo muy complejo de establecer con certeza. Además, ¿puede
considerarse cierto testimonio como representativo de un determinado grupo como si en él
predominase una versión homogénea de los hechos acaecidos? Son interrogantes que conviene tener
presentes a la hora de abordar un texto de índole testimonial.
Una característica del testimonio es la relevancia de la oralidad, la cual inevitablemente se ve
modificada mediante su incorporación a la escritura. Se puede decir que el testimonio es
interdisciplinario; como sostiene Beverley, es y no es literatura, es y no es narrativa oral.
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Hugo Achugar compara el testimonio latinoamericano con Vidas Paralelas de Plutarco, afirmando
que el testimonio tiene como objeto denunciar y alcanzar la verdad, derribar la historia
hegemónica y construir a su vez otra historia que llegue a ser hegemónica . Claro que habría que
distinguir entre los testimonios que son impartidos desde el poder, como el caso de La montaña es
algo más que una inmensa estepa verde, del nicaragüense Omar Cabezas. Su testimonio es
proferido luego del triunfo de la Revolución Sandinista con la que él contribuyó activamente, y
esto le confiere ciertas características que no poseen los testimonios narrados por sujetos que
siguen estando en el lugar de los oprimidos o de los vencidos.
Los testimonios no expresan nunca verdades absolutas, sino relativas. Deben ser leídos teniendo
en cuenta las condiciones materiales de su producción y no como textos aislados de las
circunstancias socio-históricas y políticas. Hay un imprescindible pacto con el lector, ya que éste
tiene que confiar en que lo que se le presenta es verdadero, y no una invención. Afirma Hugo
Acguhar que no puede haber testimonios apócrifos, que el hecho de que sea apócrifo descarta
desde ya su carácter testimonial. Por supuesto que lo estético también está presente en vario s
textos testimoniales. A propósito de Biografía de un cimarrón expresa Martín Lienhard:
«El hecho de que nos conmueva, por ejemplo, la voz del «cimarrón» de Barnet, se debe más a
la calidad estética de su recreación que a la fidelidad —difícil o imposible de evaluar— de su
transcripción» (Lienhard, 2000: 794)
Este autor vuelve sobre la problemática de detectar cuán fiel es el testimonio con respecto a los
hechos, prácticamente descarta la posibilidad de saber con certeza si lo que se nos presenta
realmente sucedió tal como está narrado o transcripto.
En relación a esto último, cito además a Ana María Amar Sánchez:
«El texto de no-ficción se juega así en el cruce de dos imposibilidades: la de mostrarse como
una ficción puesto que los hechos ocurrieron y el lector lo sabe (además sería imposible
olvidarlo en casos como La noche de Tlatelolco u Operación Masacre) y, por otra parte, la
imposibilidad de mostrarse como un espejo fiel de esos hechos» (Amar Sánchez, 1990: 447)
La función más clara del testimonio es la de ser ejemplarizante, así como también denunciatorio.
Señala Achugar que lo ejemplarizante radica en que el informante se atreva a dar testimonio, no
necesariamente a que su vida haya sido una vida ejemplar. Este autor problematiza la relación del
testimonio con la modernidad. Si bien el testimonio existe a partir del descentramiento del sujeto
hegemónico blanco, occidental, heterosexual y masculino y este descentramiento podría ser propio
de la posmodernidad, su función ejemplarizante se inscribiría dentro de la modernidad, adhiriéndose
a la ideología del progreso.
Se han señalado las posibles analogías entre el testimonio y la autobiografía. El testimonio refiere a
la vida pública, o a la vida del yo en la esfera pública, mientras que la autobiografía es un discurso
propio de la vida íntima y personal.
¿Qué es lo que hace que Biografía de un cimarrón sea un testimonio? Intentaré una aproximación
a esta interrogante.
Biografía de un cimarrón fue publicado en 1966 por el Instituto de Etnología y Folklore, dato que
bien podría sugerir que se consideraba como un trabajo etnográfico. Sin embargo, fue leído
mayormente como novela, lo que arroja luz sobre la naturaleza híbrida del texto. Miguel Barnet,
según palabras de Elzbieta Sklodowska, puede considerarse uno de los exponentes más sólidos en
el empleo del testimonio. Sin embargo, el autor no se considera un precursor en el área, menciona
que recibió influencia de Ricardo Pozas Arciniegas, Oscar Lewis y la «nonfiction» de Truman
Capote y Norman Mailer.
Sostiene Sklodowska que la palabra «testimonio» utilizada por el mismo Barnet en sus ensayos
apunta hacia la intención autorial con respecto al texto, sin hablar del contenido ni de la técnica
narrativa. Se puede inferir que esta autora recurre a la especificidad del testimonio en tanto que la
intención autorial lo avale como tal.
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En la obra de Barnet se presenta un desdoblamiento del autor. Primero aparece como «presentador»,
ya que Barnet escribe la introducción, las notas, el glosario final, los títulos de los capítulos; y luego
como «narrador». Esta última categoría es la que compete a Esteban Montejo, el ex esclavo que nos
contará la historia de su vida. Creo que algo muy interesante de analizar es a quién dirige su
discurso cada uno. Para Montejo el destinatario de su discurso es el editor, mientras que Barnet se
dirige a un círculo amplio de lectores. Esto ejemplifica la mediación del editor, que lleva el discurso
del subalterno a otro plano, aunque la presencia del periodista se circunscribe casi estrictamente a la
Introducción.
Según Sklodowska, la originalidad de Barnet radica en que toma el método científico de
recopilación del material mediante la entrevista y grabación, pero no descuida en absoluto lo
estético del texto. Esto estaría en concomitancia con el concepto de «novela-testimonio» que el
propio Miguel Barnet va a promover. Más adelante Barnet publicará La canción de Rachel y
Gallego, dos obras de carácter testimonial también, con las cuales se permitirá cierta
intertextualidad respecto a Biografía de un cimarrón.
Alejandra Riccio cita las palabras de Barnet en cuanto a la «novela-testimonio», noción acuñada por
él mismo:
«Igual leo un libro de Rupert Lewis, Ricardo Pozas y Lévi-Strauss que una novela de Julien
Green o García Márquez. No me pongo orejeras ni escafandras. Nosotros, los
latinoamericanos, no tenemos todavía una codificación de nuestra cultura como la tienen los
países de Europa, como Francia; estamos siempre en fase de descubrimiento, y no podemos
desdeñar ninguna influencia. El escritor latinoamericano que no tenga una formación
sociológica y etnográfica de su realidad —al menos intuitiva— es un escritor sietemesino, un
escritor a medias; no queda más remedio que ser un poco historiadores de nuestras vidas».
(Riccio, 1990: 1055 y 1056).
Es muy pertinente esta reflexión que hace Barnet en torno a la problemática del testimonio.
Claramente aboga por una lectura integral de los textos, sin ceñirse a ciertas codificaciones que
según él tienen los países europeos, y subraya la importancia de que el escritor no ignore lo social
o etnográfico a la hora de realizar su obra. Tanto ha reflexionado Barnet respecto a esta
problemática, que decidió incluir en la edición de La canción de Rachel de 1970 su conferencia
titulada «La novela testimonio: socioliteratura» a modo de prólogo. A través de su noción de
«novela-testimonio», Barnet inscribe al testimonio dentro de la literatura, confiriéndole estatus
literario. En La fuente viva, el autor cubano vuelve a recurrir a la reflexión con su prólogo
«Testimonio y comunicación: una vía hacia la identidad».
Cuba es un país con una larga tradición testimonial, conformada por textos como el Diario de José
Martí, Girón en la memoria de Víctor Casaus, Lengua de pájaro de Nancy Morejón y Carmen
Gonce, Aquí se habla de combatientes y bandidos de Raúl González de Cascorro y La fiesta de los
tiburones de Reynaldo González, enumerando tan sólo algunos. Incluso en un texto de Ernesto
«Che» Guevara de 1963, Pasajes de la guerra revolucionaria, se insiste en el hecho de
testimoniar con responsabilidad, asegurándose de que todo lo expuesto sea cierto. Sobre esta
responsabilidad también hablará Barnet en la Introducción a Biografía de un cimarrón. Antonio
Vera de León, sostiene en su artículo «Hacer hablar: la transcripción testimonial» que algunos
autores han sentido la necesidad de delinear mediante prólogos o ensayos cuál es la postura del
trascriptor ante los materiales orales recabados.
En cuanto al título mismo del libro, Biografía de un cimarrón, hay cierta ambigüedad. Como
expresa Vera de León, el título alude al lugar textual del transcriptor, como si éste escribiese una
biografía, mientras que el texto es más una autobiografía, desplazando del centro al sujeto letrado
que transcribe. Sin embargo, el autor cuestiona la función del transcriptor, acotando que:
«Hacer hablar implica que la transcripción no es un simple acto de dar la palabra al otro, sino
un acto de lectura crítica y decantación —transcodificación. La posición del transcriptor, al
menos en Barnet, respecto al relato oral no es la de salvarlo sino la de violentarlo,
traduciéndolo a los códigos de la cultura escrita y haciendo que el sujeto oral los adopte como
los únicos capaces de narrar autorizadamente» (Vera de León, 1992: 191).
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Surge una y otra vez la interrogante que ponía sobre la mesa Gayatri Spivak, ¿puede el subalterno
hablar como tal? De acuerdo con lo expresado por Vera de León, claramente no.
El libro de Miguel Barnet se divide en tres capítulos; «La esclavitud», «La abolición de la
esclavitud» y «La guerra de Independencia». Contiene un glosario con palabras propias de la
sociedad cubana de la época que van a aparecer constantemente en el texto, y además varias notas
históricas. Estos paratextos le confieren veracidad al texto, inscribiéndolo claramente en un
momento histórico determinado. La «Introducción» que efectúa Miguel Barnet contribuye en este
mismo sentido, aportando fechas y datos históricos. Cuenta que a mediados de 1963 apareció en la
prensa cubana una página dedicada a varios ancianos que tenían más de 100 años, y que un hombre
de 104 años hablaba sobre su experiencia durante la esclavitud y declaraba haber sido esclavo
fugitivo, cimarrón. Barnet se propuso conocer a este hombre, Esteban Montejo, que vivía en el
Hogar del Veterano y así poder recoger su testimonio utilizando como él mismo dice, los recursos
de la investigación etnológica. La intención de Barnet en cuanto a este texto se torna evidente:
«Una vez obtenido el panorama de su vida, decidimos contemplar los aspec tos más
sobresalientes, cuya riqueza nos hizo pensar en la posibilidad de confeccionar un libro donde
fueran apareciendo en el orden cronológico en que ocurrieron en la vida del informante.
Preferimos que el libro fuese un relato en primera persona, de manera que no perdiera su
espontaneidad, pudiendo así insertar vocablos, y giros idiomáticos propios del habla de
Esteban» (Barnet, 1993: 6).
Barnet afirma que Esteban se mostraba un poco arisco al principio, pero que luego «se indentificó»
con los entrevistadores. ¿Es posible acaso tal identificación o es una ilusión del sujeto letrado? A
medida que transcurren los encuentros, Esteban parece tomar un poco las riendas del asunto, Barnet
hace referencia a que «...él mismo en muchos casos escogía el tema que consideraba de más
importancia. No pocas veces coincidimos» (Barnet, 1993: 7).
Los entrevistadores deciden sin embargo verificar fechas y datos proporcionados por Esteban
consultando a otros protagonistas y acudiendo también a documentos escritos, como para asegurarse
de la veracidad del testimonio. Es muy clara la intención de precisión histórica, aunque no
consideren a su trabajo como histórico en sí. Barnet admite haber tenido que parafrasear muchas de
las cosas que Esteban les contó, ya que sin este retoque letrado de los giros del lenguaje del ex
esclavo el libro se hubiese hecho difícil de comprender. Pero aclara que fueron muy cuidadosos
respecto a la conservación de la sintaxis. Son conscientes de que lo que les ofrece Esteban Montejo
es una visión muy personal de los hechos, de ahí que no consideren al texto logrado como
estrictamente histórico. Aunque, conciben el discurso personal de Montejo como parte de un
discurso colectivo: «Este libro no hace más que narrar vivencias comunes a muchos hombres de su
misma nacionalidad» (Barnet, 1993: 9).
Se esgrime a Esteban Montejo como ejemplo de conducta revolucionaria; cimarrón, libertador y
luego miembro del Partido Socialista Popular.
En cuanto a lo literario del texto, más específicamente a la intención de los entrevistadores, declara
Barnet: «Sabemos que poner a hablar a un informante es, en cierta medida, hacer literatura. Pero no
intentamos nosotros crear un documento literario, una novela» (Barnet, 1993: 8).
El discurso de Montejo comienza refiriéndose a lo que él recuerda, haciendo clara alusión a su
subjetividad. Se plantea muchas interrogantes, por ejemplo, no comprende cómo los dioses de
África permitieron la esclavitud. En muchas ocasiones Montejo hace explícito que él cuenta algo
que otros le contaron con anterioridad. Sus padrinos le dijeron quiénes fueron sus padres, a quienes
no pudo conocer para poder salvar su vida; «Por cimarrón no conocí a mis padres. Ni los vide
siquiera. Pero eso no es triste porque es la verdad» (Barnet, 1993: 15).
Curiosa frase, «Pero eso no es triste porque es la verdad». A lo largo del texto Montejo va a aludir a
la verdad en varias ocasiones.
Este ex esclavo cuenta su experiencia en varios ingenios cubanos, los padecimientos que sufrieron él
y otros que estaban en su misma situación de esclavitud, y es bastante contundente sobre su
necesidad de contar todo aquello, aunque nadie le vaya a creer.
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Hace constantes alusiones a su carácter cimarrón, es decir, su deseo de alejarse de los amos y de los
barracones a modo de poder ejercer la poca libertad que habría de obtener. La vida que narra en los
barracones es monstruosa, la invisibilización de semejante atrocidad puede verse reflejada en el
hecho de que los amos pretendían que dichos barracones estuviesen limpios por fuera, que
aparentasen una cosa muy distinta a lo que realmente eran.
Esteban se va a detener en un montón de detalles minuciosos que hacían a la vida como esclavo, las
jornadas extenuantes y larguísimas de trabajo en el campo, lo que les daban de comer, las
costumbres y rituales religiosos que practicaban. Se asiste a un gran sincretismo religioso y cultural,
que ha estado presente en Cuba a lo largo de su historia.
Si bien los esclavos compartían muchas de las situaciones de sometimiento por parte de los amos,
había un grupo privilegiado que eran los esclavos domésticos frente a los que trabajaban en el
campo. Y había muchos «alcahuetes» de los amos también, de los que había que cuidarse. Claro
que lo que los amos buscaban era la división entre esclavos. En su libro Los dominados y el arte
de la resistencia, James C. Scott establece que hay similitudes importantes entre distintas formas
de dominación, sobre todo en lo atinente a los discursos públicos y los ocultos. Analiza cómo el
proceso de dominación produce una conducta pública hegemónica y un discurso oculto de ambas
partes, tanto de los oprimidos como de los opresores. Este autor afirma que en general el discurso
oculto se manifiesta disfrazado, en forma de rumores, chismes, cuentos populares o chistes. A lo s
subordinados se les exige un comportamiento público determinado, y esto es interesante a la luz
del texto de Barnet. Esteban y los demás esclavos, claramente debían comportarse como los amos
esperaban que lo hicieran, debiendo callar muchas cosas. El discurso oculto en este caso es lo que
luego va a establecerse como testimonio por parte de Montejo. También existe la dominación
dentro de la dominación, tal es el caso de los esclavos privilegiados por el amo en quienes el resto
de los esclavos no podían confiar porque se hallaban siempre prestos a denunciarlos a los efectos
de conseguir más privilegios para ellos mismos. Comenta Montejo:
«Y me callaba las cosas para que nadie hiciera traición porque yo siempre estaba pensando en
eso, me rodeaba la cabeza y no me dejaba tranquilo...» (Barnet, 1993: 37).
También los colonos se muestran como peores aún que los españoles mismos, dando cuenta de la
dominación interna existente.
Scott dice que el héroe popular más común de los grupos subordinados ha sido históricamente la
figura del pícaro, lo cual se podría relacionar con el personaje de Esteban Montejo. Hay quienes han
señalado con anterioridad la similitud entre la picaresca y este tipo de relatos.
Si bien Montejo apela a ciertas cosas que otros le contaron y las hace propias como verdaderas, se
permite dudar en algunos casos de la veracidad de hechos que no vio:
«...lo que sí yo creo que es cuento, porque nunca lo vide, es que los negros se suicidaban.
Antes, cuando los indios estaban en Cuba, sí existía el suicidio. Ellos no querían ser cristianos
y se colgaban de los árboles. Pero los negros no hacían eso, porque ellos se iban volando,
volaban por el cielo y cogían para su tierra» (Barnet, 1993: 36).
Una visión bastante ingenua, por cierto. Como cuando afirma que «Esto es positivo, porque a mí me
lo contaron muchas veces» (Barnet, 1993: 80).
Durante su vida en el monte, luego de haber huido de los barracones, debía esconderse de los
enviados por el amo que lo querían apresar.
Expresa que luego de la abolición, la esclavitud seguía existiendo como si nada hubiese ocurrido.
Esteban deambula por el monte, y va de ingenio en ingenio, constatando que a pesar de la abolición
los barracones seguían existiendo. Hay una descripción bastante detallada de las costumbres sociales
de la Cuba de ese entonces, la vestimenta, los bailes, las fiestas, los juegos.
Según Esteban, los cimarrones eran vistos como salvajes por el «vulgo». Es interesante esta
representación e imagen que tenía el pueblo de los esclavos cimarrones, personificando la barbarie
en ellos y no en los amos represores. Hay una incesante alusión a las creencias y supersticiones, lo
religioso permea toda la obra, rodeado de excesivo respeto.
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Se explicita un claro rechazo hacia la vida que llevaban los esclavos y una concientización sobre
esto por parte de Esteban:
«Los sueldos incluían la comida y barracón. A mí eso no me convencía. Siempre estuve claro
en que esa vida era propia de animales. Nosotros vivíamos como puercos, de ahí que nadie
quería formar un hogar o tener hijos. Era muy duro pensar que ellos iban a pasar las mismas
calamidades» (Barnet, 1993: 88 y 89).
Parece que Esteban Montejo habla por la colectividad entera, utilizando la primera persona del
plural.
En un momento dado, la Independencia se vislumbra. Mucha gente que se catalogaba como
revolucionaria terminó vendiéndose por dinero, Esteban establece que el único que no aceptó dinero
fue José Martí, «el hombre más puro de Cuba» (Barnet, 1993: 95).
En el discurso mismo de Esteban Montejo creo que hay una problematización del testimonio, como
señalé con anterioridad, confía en que lo que le cuentan es cierto, luego dice que para creer algo hay
que haberlo visto, y más adelante sostiene que lo que los viejos les contaban era verdadero, que lo
que pasaba era que ellos no habían presenciado y visto los hechos.
Esteban peleó en la Guerra de la Independencia, pero admite que casi nadie sabía por qué realmente
se emprendía esa guerra. Él consideraba necesaria a la guerra por un tema de justicia, de igualdad
entre los blancos españoles que tenían muchos privilegios y los negros; por una cuestión de libertad.
Siente una gran decepción al constatar que los jefes de los escuadrones robaban y cometían tantos
excesos como los amos de los ingenios durante la esclavitud. Increíblemente, Montejo se sorprende
de que en La Habana hubiese tantos negros. Sobre el final del texto, recalca que hoy se puede hablar
de todo, el silenciamiento parece no ser ya imperativo o necesario, y culpa de la intervención yankee
luego de haber conseguido la independencia de España a los cubanos que obedecieron y colaboraron
en ese sentido. La sensación de que todo ha vuelto a ser lo mismo se materializa al final del texto.
De que a pesar de haberse abolido la esclavitud y haber conseguido independizarse, nada ha
cambiado sustancialmente.
Y por último, una reflexión acerca de la función y la importancia de testimoniar expresada por el
propio testimoniante de Biografía de un cimarrón:
«Y yo me paso la vida diciéndolo, porque la verdad no se puede callar. Y aunque mañana yo me
muera, la verdad no la pierdo por nada. Si me dejaran, ahora mismo salía a decirlo todo. Porque
antes, cuando uno estaba desnudo y sucio en el monte, veía a los soldados españoles que
parecían letras de chino, con las mejores armas. Y había que callarse. Por eso digo que no
quiero morirme, para echar todas las batallas que vengan. Ahora, yo no me meto en trincheras ni
cojo armas de esas de hoy. Con un machete me basta» (Barnet, 1993: 181).
© Soledad Mocchi
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http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=105018181010. (8 de junio de 2014).
VERA LEÓN, Antonio. “Hacer hablar: la transcripción testimonial” en Achugar Hugo y John
Beverley (Eds.), La voz del otro: Testimonio, subalternidad y verdad narrativa. Lima Pittsburgh: Latinoamericana Editores, 1992, 181-199.
Soledad Mocchi. Licenciada en Letras. Nacida en Montevideo en 1984.
NARRATIVAS
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Relato
SANTA FE NORTE
por Arnoldo Rosas
¿Has tocado el timbre de mi casa? A veces no suena. Cosas de electricista aficionado. Lo instalé un fin
de semana cualquiera, hace tiempo atrás. En general cumple su función, pero, de pronto, echa chispas
y nos deja a oscuras; otras se dispara solo; otras tantas no suena.
Uno de estos días, Carmen, mi esposa, cansada, contratará a un profesional para solventar el problema;
mientras, tendremos este detalle irregular que de alguna manera nos recuerda que sólo Dios es perfecto.
Punto curioso, se me olvidaba decir, nadie aún se ha quedado afuera esperando ser recibido. Suene o
no el timbre, alguno de nosotros abre la puerta y recibe al visitante. Como si los cortos circuitos lo
conectaran a nuestros corazones para decir al unísono:
—¡Bienvenidos, pasen adelante!
La sala muestra al azar lugares visitados: solo, en pareja, en familia. Costa Rica enlaza a India, y Perú
conecta con Chéster, Cheshire. Pakistán sirve de apoyo a Fort Worth, Texas; y Tintorero brinda sombra a Tigre, Argentina. Sao Paulo, junto a Fráncfort, acompaña a República Dominicana en la pared
frontal. La Guajira apoltrona un licor jamaiquino… ¡Veleros de Panamá! ¡Tallas del Ecuador! ¡Caracoles de la Margarita! ¡Artesanías de Paipa! ¡Autobuses londinenses! ¡Sillas de Falcón! ¡Molinos de
Holanda! ¡Cerámica romana! ¡Cerámica española! ¡Cerámica francesa!: ¡Rueguen por nosotros!
En la mesa del centro: fotos. Muchas fotos para Daniela, mi «En la mesa del centro: fotos.
hija, cronista privado y familiar. Las colecciona, las clasifica,
Muchas fotos para Daniela,
elabora collages, arma árboles genealógicos llenos de afectos.
mi hija, cronista privado y
No en balde estudia Comunicación Social. Difundirá nuestras
familiar. Las colecciona, las
historias como chismes de pequeños burgueses al margen de
clasifica, elabora collages,
cualquier grandeza que nadie quiere, que nadie busca. Nada
arma árboles genealógicos
más allá de ese día de playa, de ese bautizo, de esa primera
comunión, de ese acto académico, de ese matrimonio, de ese llenos de afectos.»
otro bautizo, de esa otra primera comunión, de ese otro acto académico, de ese otro matrimonio, de ese
otro día de playa... Todos tan parecidos, donde sólo el tiempo y la calidad de la foto cambian. ¡Ah
jueguito el tuyo, Daniela querida! ¡Coleccionar un álbum con puros cromos repetidos!
Ese gallo de madera, obsequio de mi compadre Carlos —el que está al lado del equipo de sonido, sobre el libro naranja que me regaló Claudia, mi cuñada— desconoce su naturaleza. Rechaza su condición inanimada y, a los primeros rayos de sol, nos despierta consistentemente con un canto portentoso
y electrizante.
Andrés Ignacio, mi hijo menor, ha intentado servirle de terapista, de psicólogo:
—Eres un adorno —le dice—. Tú no cantas, sólo estás y embelleces.
Pero no hay modo: Inmutable, continúa el rito matutino, sin alzar un ala, sin abrir el pico, sin levantar
vuelo, con el canto claro y fuerte del que se sabe poderoso.
Al final de cuentas, reflexiona Andrés Ignacio, mejor así:
—¡Siempre estoy puntual en la escuela!
Mi rincón, tú rincón, nuestro rincón. Mi espacio tiene nombre y un cuadro colorido con una sartén y
un pescado frito, y música de toda índole: jazz, folklórica, popular, balada, ranchera, tango, rock...
Para que escuchemos lo que te gusta mientras conversamos y bebemos algo que anime la charla en
este sofá-cama donde me arrincono y pienso y recuerdo e imagino y me fugo y me apersono y me
confronto y me conforto: Mi rincón.
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Pero este sofá-cama también es nuestro hotel para visitantes. Servicio cinco estrellas para hermanos,
primos y compadres; viajeros todos que buscan este refugio en las no tan deseadas visitas a la capital.
Se abre en la noche y se arregla con sábanas limpias y un par de caramelos sobre la almohada como
toque de cariño y picardía que Carmen le pone.
Se guarda en la mañana mientras el ocupante disfruta un café después del baño.
¡Tanto esmero y nunca una propina!
¿Qué te ofrezco? Un licorcito siempre es bienvenido para matizar la conversa. Aprendí de un conocido, un compañero de trabajo, a tener la mayor variedad posible de licores para ofrecer. Es como de
mal gusto decir «de eso no tengo», decía. Retaba al visitante a solicitarle algo que no tuviera en la
despensa de su bar, por tipo o, incluso, por marca. Nunca lo vi perder el reto. ¿Lo extraordinario? Era
abstemio. Sólo agua, jugos y refrescos bebía.
Del resto de la familia qué te cuento:
Nairobi, mi hermana, nos visitó en algún momento memorable: un bautizo, una primera comunión, un
aniversario importante...
Papá murió, era hora...
Mamá no recuerda nada, sólo el olvido, el olvido, el olvido...
Fiel creyente de que la vida es sueño, Jesús Rafael, mi hijo
mayor, duerme.
«Daniela tiene un sueño
recurrente. Un espacio
blanco irradiante, sin
sombras, sin matices de
color, sin sonidos. Sólo una
silla blanca en el centro.»
Ha perfeccionado este arte. Duerme de día y no se desvela de
noche. Duerme y come Jesús Rafael. Come y duerme Jesús
Rafael. Día y noche, duerme Jesús Rafael.
Para hablar con él, saber de él, estar con él, he contratado los
servicios de un famoso hipnotista.
En la profundidad de la inducción, todos reunidos en familia, vamos de paseo a los lugares adonde
Jesús Rafael nos conduce.
Ahora lo entendemos.
Ninguno de nosotros quiere despertar.
Daniela tiene un sueño recurrente. Un espacio blanco irradiante, sin sombras, sin matices de color, sin
sonidos. Sólo una silla blanca en el centro.
De pronto, alguien de la familia está sentado allí: sin hablar, tenso, con el torso erguido, las manos en
el regazo, las piernas rectas, la vista al frente, inexpresivo.
Cada vez es alguien distinto. Primero el abuelo Agustín, después el abuelo Charo, la abuela Carmen, la
tía Marichu...
Nos queda claro. Al contrario de ciertas películas con elencos fuera de serie, en los créditos del sueño,
iremos desfilando por la silla en orden de desaparición...
En algún descuido mío, la casa se nos convirtió en un zoológico: peces de pelea, periquitos australianos, canarios mustios, hámsteres atolondrados, tortugas coprófagas, perros insaciables... Gracias a
Dios, ya estamos de regreso. A fuerza de indolencia se nos fueron muriendo. Sólo el Chespi y una
pecera vacía nos quedan.
Chespi, la mascota de Daniela, se orina por doquier. A orines de perro va oliendo íntegro el espacio.
Ciertos días el hedor se siente desde afuera.
Lidis, la señora de servicio, persigue el olor con cloro, desinfectantes y aromatizadores asperjables en
franca competencia con la vejiga del animal. ¿Quién ganará? Apostamos, aún a conciencia de conocer
la respuesta. A estas alturas, ¿quién desconoce las Leyes de la Termodinámica?
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Lidis va y viene a lo largo del año. Toma trimestres sabáticos sin aviso ni protesta. Viajes a su terruño,
quizá para renovar el acento, para ver a los hijos, para gastar los ahorros.
Carmen le hace la suplencia con un ahínco increíble, para descubrir y redescubrir que nadie cuida o
limpia como uno y que definitivamente no vale la pena pagar lo que se paga.
Pero Lidis siempre regresa y la recibimos como si nada: vagabundos que somos, caradura que somos...
Por algo lo dicen: ¡La confianza da asco!
También tenemos un fantasma. No huye a ensalmos, ni a dientes de ajo, ni a pencas de sábila, ni a
velas benditas que alumbran en la noche. Fantasma valiente y colaborador: tiende alfombras al paso de
la aspiradora y recoge vasos sucios olvidados en las habitaciones. Pocos, ajenos a nosotros, lo han
visto. Nadie se asusta. Ventajas de la ciudad: ¡Fantasmas mansos entre tanto vivo pendenciero!
¿El baño?
Como en cualquier bar, al final del pasillo, a la izquierda.
Disculpa el desorden. Tú sabes, tres adolescentes se turnan su uso. Por
más que Carmen y Lidis luchen, persigan, acosen; no hay manera de que
se pierda el aire de campo de batalla...
Eso sí, ¡limpio y con aromas de popurrí!
Tres adolescentes que van restringiendo nuestros espacios y se van apoderando inmisericordes de cada centímetro, de cada molécula de oxígeno y dejan sus huellas sin intención alguna de encubrirlas, dueños
absolutos, amos del universo...
«También tenemos
un fantasma. No
huye a ensalmos, ni
a dientes de ajo, ni
a pencas de sábila,
ni a velas benditas
que alumbran en la
noche.»
¿Por qué distendieron mi cama? ¿Quién me cambió el canal del televisor? ¿Dónde está mi camisa?
¿Alguien se llevó mi libro? ¿Por qué me prendieron la computadora? ¿Han visto mi cepillo para el
pelo? ¡Daniela, ¿tienes mis botines?! ¡Andrés Ignacio, ¿te acabaste mi cereal?! ¡Jesús Rafael, ¿tienes
mi almohada?! Nos escuchas a diario, clamando en el desierto...
Como a los ositos aquellos, Ricitos de Oro ha venido a visitarnos... ¡Gracias al Cielo!
¡Ojalá hubieses venido entonces!
Pero alguien nos recordó las quimeras, las utopías, las libertades, los derechos... Salimos a buscarlos
con sonrisas, con cantos, con esperanzas, por las calles... Sin embargo, los Gobiernos no tienen madres, no tienen hijos, no tienen hermanos, no tienen amores... Sólo botas, peinillas, bombas lacrimógenas, perdigones, metralletas tienen... Allá quedó el asfalto, el concreto, rojo, rojito de sangre nuestra,
y acá esta soledad terrible de espacios vacíos...
Mantel con migas. Servilletas arrugadas. Cenicero sucio. Vasos con posos. Hielera con agua. Lavaplatos atestado. Sillas desordenadas... Botones abiertos. Párpados caídos...
Un último café.
¡Vuelve cuando quieras!
Apago la luz.
Amén.
© Arnoldo Rosas
Arnoldo Rosas (Porlamar, Venezuela, 1960). Perteneció al Taller de Narrativa del Centro Latinoamericano ―Rómulo Gallegos‖ (1981-1982). Sus trabajos han merecido diversos reconocimientos
y están presentes en importantes antologías de narrativa venezolana. Ha publicado los libros de
relatos Para enterrar al puerto (1985), Olvídate del tango (1992), La muerte no mata a nadie
(2003) y Sembré los muertos (2013); la novela corta Igual (1990); y las novelas Nombre de mujer
(2005), Uno se acostumbra (2011) y Massaua (2012).
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Relato
LAS VACACIONES DE LA YOLI
por Hernán Tenorio
Tu sueño recurrente, Yoli, era claro. Manolo te nombraba reina de las manzaneras. El viejo organizaba una ceremonia especial para agasajarte. Él tenía un cetro de madera en la mano, parecido a un
ancho de bastos con incrustaciones de piedras preciosas en la punta. Vos te arrodillabas y él te tocaba, primero un hombro, después el otro y por último te daba un mazazo en la cabeza y con voz
carrasposa te decía: «¿Qué querés, querés fama? Volvé a la villa, negra hija de puta»; vos llorabas y
te agarrabas la cabeza con vehemencia; gritabas al ver la sangre que te chorreaba por el rostro…
Ahí te despertabas toda sudada y te decías a vos misma: «Sólo fue un sueño, Yoli, sólo eso. No te
preocupes, algún día…».
—Che, levantate que ya llegó la leche —te gritó, aquella mañana, el Chinchín del otro lado de la
cortina que hacía las veces de puerta y separaba la habitación del sum (living-cocina-comedor-sala
de reuniones).
Con dificultad fuiste hasta la cómoda, donde tenías una palangana llena de agua con restos de jabón
y un espejo grande para mirarte. Te viste unas ojeras profundas, surcos te recorrían el rostro asemejándolo a un mapa, con restos de maquillaje del día anterior pintando valles, desiertos, ríos, lagos,
toda una geografía compleja.
Recién ahí, te diste cuenta de lo extraño que te había perecido
«Te viste unas ojeras
escuchar la voz de tu compañero, levantado tan temprano.
profundas, surcos te
«¿Qué hora es?» te preguntaste. Yoli, estabas toda despeinada y
recorrían el rostro
con el maquillaje corrido por la cara como un payaso. Lo que
asemejándolo a un mapa,
pasó fue que llegaste muerta a la madrugada y no tuviste tiempo
de limpiarte la cara, había terminado tarde la reunión en el Con- con restos de maquillaje
sejo y fue muy difícil atravesar la custodia y llegar hasta la Chi- del día anterior pintando
valles, desiertos, ríos,
che para entregarle, entre otras, la cartita de la Bety, que vos
misma habías escrito —porque la Bety no sabe leer ni escribir— lagos, toda una geografía
compleja.»
con una prosa improvisada y plebeya; la letra toda chueca, como
tus dientes, se desparramaba por los renglones de la hoja que le
habías arrancado al cuaderno Rivadavia del Bebu. «Pobre Bety, tiene diez pibes pa‟ alimentar, y
encima, el más chiquito le nació enfermito», pensaste mientras te lavabas la cara, te cepillabas los
dientes y hacías gárgaras con el agua que tenías en una botellita de plástico.
Mientras te peinabas te observabas detenidamente las raíces de los cabellos, que crecían oscuras en
tu cuero cabelludo. «Tengo que volver a teñirme». En ese momento, miraste de reojo la foto de «esa
mujer» a un costado. Con el cepillo en la mano, le prendiste una velita a ella y a San Cayetano como
todos los días, e intentaste imitar lo que hacía aquella mujer en la foto. Era una de sus más famosas,
se la podía ver joven y linda, muy linda, con sus cabellos rubios, ondulados; se estaba cepillando el
cabello como vos, Yoli. La foto irradia amor, una nostálgica inocencia en esos ojitos soñadores.
«Qué mujer», pensaste todo el tiempo que te llevó suspirar, unos segundos y nada más. «Tengo que
estar radiante», te dijiste luego. «¡Como la Su! Porque, en Chingolo, yo soy más famosa que Susana
Giménez». Te reíste sola y cruzaste de un salto la cortina.
—Che, Yoli, de nuevo mandaron unas medialunas más duras que una roca. ¿Qué se piensan, que
somos animales? —te gritaba de nuevo el Chinchín.
—No me grités que estoy al lado tuyo —le contestaste, un poco ofuscada. No sabías si era por las
medialunas duras o por que el Chinchín te estaba gritando, o por las dos cosas.
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—¿Qué raro, vos, levantado tan temprano? ¡Va a llover, cagamos!
—Bueno, che no es pa‟ tanto. ¿Qué tiene de malo? Al que madruga dios lo ayuda, ¿no?
Afuera, empezaron a ladrar tus perros y los de los vecinos. «Llegó la Bety», dijo el Chinchín. Golpeó despacito y entró encorvada, como si fuera muy alta y tuviera que agacharse para entrar, pero no
es así, esa es su postura natural; algunos dicen que quedó así porque cargó a muchos pibes en
brazos, a veces cargaba a dos o a tres a la vez. Como todas las mañanas, venía a ayudarte a preparar
el matecocido con leche para los chicos del barrio. Detrás de ella avanzaba una chorrera de niños de
todas las edades y tamaños, sus hijos.
—¡Buen día!, ¿se puede pasar? —dijo, pero ya había entrado. Estaba más inquieta que otras veces,
le brillaban los ojitos, se moría de ganas de preguntarte, pero no se animaba a decirte nada sobre la
carta.
—Pasá, Bety —le dijiste—; tengo buenas noticias, ya le entregué tu carta a la señora; bah, se la dejé
a su Secretario Privado que es lo mismo.
—¿Creés que la va a leer? Porque, viste cómo son acá, la Isabel me decía ayer que no me iban a dar
pelota. Que se limpian el culo con los reclamos de la gente.
«Una semana
después, la Bety
todavía no había
recibido respuestas,
pero a vos te citó
Manolo en su
despacho. Estabas
asustada.»
—Quedate tranqui, Bety, hay que tener paciencia en la vida —le dijiste
a la Bety, chupando un mate, con el pucho y el encendedor en la otra
mano. —Seguro que hoy por la mañana ya la tiene en su despacho y la
está leyendo con mucha atención.
Luego, hicieron silencio y la Bety, con mucha humildad, puso una olla
gigantesca llena de agua sobre la hornalla. Los chicos se sentaron en
una mesa larga que había en medio del comedor. Todos tenían caras de
dormidos, a uno de los más chiquitos le chorreaban los mocos y cada
tanto se pasaba la manga de la camisa por la nariz, para limpiarse. Vos
te acercaste despacito, sacaste un pañuelo descartable de tu bolsillo y le limpiaste los mocos al hijo
de la Bety.
Una semana después, la Bety todavía no había recibido respuestas, pero a vos te citó Manolo en su
despacho. Estabas asustada. «¿Qué querrá pedirme este viejo a mí?», le dijiste al Chinchín en la
cama, pero él no te contestó, ya estaba roncando, se había tomado dos botellas de vino con la cena.
Al otro día, llegaste temprano y te hicieron pasar al hall de entrada. Te habías pintarrajeado toda y te
calzaste la mejor pilcha que tenías. Al final el viejo no te pudo atender: «Compromisos contraídos
con anterioridad…», te dijo una mujer que salió de una oficina, pero su Secretario te hizo pasar a un
cuarto y te dijo que te habías ganado un premio, por tu trabajo en la villa y por la gente que llevabas
a los actos: «¡La última vez trajiste dos micros repletos!», y vos asentiste con la cabeza. El tipo sacó
unos bauchers del bolsillo, estaban atados con una cintita celeste y blanca: «Son para el Complejo
de Chapadmalal, está todo pago para dos personas».
—Gracias —le dijiste y agregaste—, decile a Manolo que yo no vivo sólo de regalos, ¿qué pasó con
el puesto que le pedí hace un mes?—y luego te salieron unas palabras que no eran tuyas—: «Porque
tal vez mi más profundo sentimiento es el de la indignación ante la injusticia, yo he conseguido
hacer mi trabajo de ayuda social sin caer en lo sentimental ni dejarme llevar por la sensiblería… que
nadie se sienta menos de lo que es, recibiendo la ayuda que le presto. Que todos se vayan contentos
sin tener que humillarse dándome las gracias…».
El Secretario te miró desorientado, con cara rara. Al principio pensaste que el sol que entraba por la
ventana de su oficina le estaba haciendo daño a los ojos, porque se los refregaba con fuerza y repetía
a los gritos, como si hubiera visto a un fantasma:
—No puede ser, vos no sos ella, vos no sos…
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Te diste media vuelta, lo dejaste hablando solo y te fuiste a la Estación a ver vidrieras. Después de
caminar un rato, te compraste un bikini fucsia, «¡precioso!», que vendían a buen precio.
© Hernán Tenorio
Hernán Tenorio nació en Lanús, Provincia de Bs. As., en 1978. Es profesor de castellano,
literatura y latín por el I.S.P. ―Dr. Joaquín V. González‖. Publicó su primer libro de poemas
Guitarra nocturna (El ojo del mármol, Buenos Aires) en 2013. Se ha desempeñado como
coordinador de talleres, y actividades relacionadas con el quehacer literario y poético en
bibliotecas, centros culturales, escuelas, y otros espacios. Ha publicado cuentos y poemas en
revistas y sitios web. Actualmente es profesor en escuelas de la Ciudad de Buenos Aires y
coordina su taller literario en la Biblioteca ―José Manuel Estrada‖ (Bomberos) de Lanús. Algunos
de sus textos se pueden leer en sus blogs: www.hernantenorio.blogspot.com o
www.efectodelay.blogspot.
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Relato
SHARKLAND
por Alicia Rodríguez
Cuelga el teléfono y suspira. Uno menos. Un paso más cerca de casa.
Hay un reloj de pared encima de la puerta. ¿Será muy pronto para ir al baño otra vez?
Son sólo dos días. Dos días haciendo llamadas, nada del otro mundo. Llamadas a puerta fría para
vender un programa de gestión de empresa. De 9 a 14 y 15 a… lo que digan. Esa es la misión. Sólo
son dos días.
Están en la planta 13 de una torre de cristal, casi encima de la playa. Las ventanas de las salas son
de enormes y se puede ver el mar y la gente, muy pequeña, haciendo cosas en la arena; están tumbados en toallas, o jugando a las palas, o chapoteando en colchonetas inflables sobre las olas. Son
montones de puntitos de colores que se mueven entre las rayas blancas del agua, fuera. Dentro, los
pasillos están decorados con posters de la empresa que dicen lo estupendo que es su producto y venden motivación y filosofía.
Justo delante de la sala donde se sientan hay uno de un tiburón con la boca abierta. Se le ven todos
los dientes asomar en medio de un negro absoluto y al lado tiene un cartel con letras amarillas que
dice «Discovery Channel utiliza nuestro software» y «BBC Channel utiliza nuestro software».
Eso lo primero que se ve cada vez que alguien abre la puerta para
preguntarles qué tal van con las llamadas o decirles qué hay para
comer. O cuándo.
Bocadillos, en una hora en la sala de juntas.
Los puestos de llamadas están de espaldas a la ventana, y esa
puerta y las paredes de la sala son lo único que se ve mientras llamas. Son sólo dos días.
«A veces, unos pies se
cruzan con otros que
iban en sentido opuesto
y entonces los primeros
cambian de rumbo y
ambos pares deciden
fugarse juntos.»
Todos los cristales están esmerilados y cuando uno levanta la vista de la lista de números parece que
no hay más que humo al otro lado. Por la única parte por la que se puede ver lo que pasa fuera es a
través de una franja de unos 15 centímetros a ras de suelo y es gracioso, porque sólo se ven los pies
de la gente.
Cuando alguien pasa por delante, parece como si un par de pies hubiera decidido desertar de su
cuerpo. A veces, unos pies se cruzan con otros que iban en sentido opuesto y entonces los primeros
cambian de rumbo y ambos pares deciden fugarse juntos. Es un momento de gloria que deja un
cuerpo abandonado a su suerte con las piernas colgando en alguna parte, delante de un ordenador.
El maratón de llamadas es para vender un programa informático. Algo de gestión de negocios o
administración de empresas o algo parecido, tampoco les cuentan demasiado. Lo justo para poder
pronunciar los términos en voz alta sin equivocarse, Cloud door, SOP, ERP, PME… De lo que se
trata es de conseguir el mayor número de «oportunidades» posibles durante esos dos días. Ventas
potenciales para el trimestre que viene, o el siguiente, o para el año después. Ese es el objetivo del
maratón: dos días «a tope» para reactivar las ventas en empresa y generar negocio.
Por lo visto, la misma iniciativa ya se llevó a cabo con gran éxito en Italia y en Francia y en Alemania y ahora nos toca a nosotros. Hay que dejar el pabellón bien alto. Tenemos un gran reto por delante y para quien sepa aprovecharlo, será una oportunidad de oro para crecer profesionalmente y
ascender en la empresa. «Y por eso nos hemos reunido todos en las mismas oficinas para generar
sinergias positivas y conseguirlo juntos».
Porque todo se puede, es sólo cuestión de motivación y ganas. Y por eso lo de los equipos.
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Hay ocho equipos formados cada uno por tres o cuatro teleoperadores, un capitán y un portavoz.
Están todos permanentemente monitorizados y se mide durante cuánto tiempo llaman, a cuántos
números y cuántas «oportunidades» generan.
Al final de los dos días, el equipo que haya generado más oportunidades de negocio, es decir, el que
haya conseguido que más empresas accedan a recibir la visita de un comercial de la casa, ganará un
premio sorpresa. También habrá un premio para el mejor teleoperador individual.
*
Como es una torre de oficinas y hay varias empresas por planta, los cuartos de baño son compartidos
y están en las zonas comunes, al lado de los ascensores.
Para poder salir a hacer pis, sonarte la nariz o simplemente descansar de la luz de los fluorescentes,
hay que pasar una acreditación por un lector que hay en la puerta principal, y a la vuelta, esperar a
que te abran para poder a entrar. Se llama a un telefonillo con cámara y al rato un bzzzz indica que la
puerta se ha desbloqueado y que ya puedes entrar.
Siempre tardan un poco. Siempre te hacen esperar lo justo como para que empieces a pensar que a
lo mejor ha pasado algo, pero no tanto como para que te des la vuelta y decidas ir a buscar a alguien
de seguridad. Seguramente está calculado.
Ella, cada vez que llama al timbre después haber salido a hacer pis, o a sonarse la nariz o simplemente a descansar de la luz de los fluorescentes, en ese intervalo entre la llamada y el desbloqueo,
desea que en su ausencia haya pasado algo y la puerta no se abra.
Que hayan rociado zyklon b por la ventilación y no queden supervivientes. Que un ejército de simios
superinteligentes haya asaltado el edificio y no se hayan hecho prisioneros. Que una tormenta cósmica de iones haya desbaratado la variable espacio tiempo y en realidad sea domingo. Cualquier
cosa. Cualquier cosa para poder quedarse deambulando por las zonas comunes y salidas de emergencia hasta que sea hora de irse a casa. Pero el bzzzz llega cada vez. La puerta se abre. Son sólo dos
días.
*
Las salas de llamadas están organizadas en U, con los puestos de espaldas a la ventana y de cara a la
puerta. Dos a tres mesas por lado, un teléfono por mesa y dos sillas por teléfono, aunque sólo se
ocupa una.
Ocupa la suya y retoma la lista: descuelga, marca, dos tonos, locución. «Ha llamado a PCR Iberica,
si sabe la extensión con la que desea hablar, por favor, márquela, si no, espere», espera, dos tonos
más, cuelgan, cuelga. Uno menos.
Descuelga, marca, lo cogen en seguida:
—Sí, buenos días, mi nombre es Vera y le llamo de la compañía Ese-a-te (siempre hay que deletrear), ¿podría hablar con el departamento de informática?
—¿Informática? Sí, le paso…
El día anterior les han impartido una formación para enseñarles a vender a desconocidos. Lo más
importante de todo es no dejarse arrastrar por los nervios.
Hay estudios que demuestran que el ritmo cardiaco de un teleoperador que hace llamadas a puerta
fría puede aumentar hasta un 20% durante la espera a que le cojan el teléfono, así que lo normal es
caer en el error de decirlo todo muy deprisa, lo que resulta contraproducente, porque «tenemos que
tener en cuenta que la gente a la que llamamos no nos conoce. Es importante recordar que están en
su jornada laboral y puede que les estemos distrayendo de sus quehaceres. Lo más probable es que
no quieran hablar con nosotros».
Lo que hay que hacer es presentarse despacio, con naturalidad, como si hablásemos con una persona
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mayor, y preguntar a continuación si es un buen momento para el hablar. Ese es el paso uno. Si dicen que sí, el paso dos es algo llamado «discurso del ascensor». El discurso del ascensor no puede
durar más de 45 segundo y, en principio, debería servir para convencer a más o menos cualquiera de
las bondades de más o menos cualquier producto. En esta fase normalmente te cuelgan y ya no hay
que preocuparse mucho más, cuelgas y llamas al siguiente. Ahora bien, si por alguna suerte del destino el que está al otro lado de la línea sigue escuchando, entras en tierra de nadie.
Al parecer, no existe consenso acerca de cómo manejar una llamada a partir de aquí. Unos dicen que
es bueno introducir un poco de charla insustancial, para relajar al interlocutor y luego pillarle por
sorpresa, otros defienden que lo mejor es soltar un día y hora concretos y cerrar una cita antes de
que se den cuenta de lo que hacen. Pero básicamente se trata de echar mano de cualquier truco para
que cedan.
Afortunadamente, de momento no ha llegado tan lejos y, esta vez, la recepcionista también hace su
trabajo:
—Lo siento, no contestan. Si quiere puede llamar en otro momento.
—¿Y cuándo sería un buen momento para llamarles?
—Van a estar ocupados toda la mañana.
—¿Y por la tarde?
«Unos mocasines pasan
fugazmente por debajo
de la puerta en
desesperada huida
hacia los ascensores.
Ella mueve los dedos de
los pies para comprobar
que siguen ahí.»
—También van a estar ocupados por la tarde.
—De acuerdo, gracias.
Cuelgan, cuelga. Descuelga, marca, comunica, cuelga. Descuelga,
marca, da tono. Primero, segundo, terc…
Unos mocasines pasan fugazmente por debajo de la puerta en
desesperada huida hacia los ascensores. Ella mueve los dedos de
los pies para comprobar que siguen ahí.
—… ¿Si?
—Hola, buenos días, mi nombre es Vera, de ese-a-te, la compañía de software. Estamos realizando
unas jornadas exclusivas para clientes. ¿Es un buen momento para que podamos hablar?
—… ¿Quién?
—Vera, de ese-a-te Software
—…
—¿Hola?
—¿Por qué llama?
—Su… su empresa aparece entre nuestros clientes y estamos realizando unas jornadas exclusivas…
—Ya me han llamado.
—Vaya… disculpe… su empresa…
—Esto no es una empresa.
—Ah, ha debido haber…
—Mi mujer acaba de morir, ¿por qué llaman?
—Lo… lo siento.
—¡¿Por qué llaman?! Lleváis llamando dos días y os he dicho que me saquéis de los putos ficheros.
—Lo siento, yo…
—Y vosotros seguís… se lo dije ayer a tu compañera y hoy te lo digo a ti: ¡sacadme de los putos
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ficheros!
Cuelgan. Tarda un poco en colgar, cuelga. Descuelga, cuelga otra vez. Se levanta. Abre la puerta
para ir al baño y saluda al tiburón de las letras amarillas.
Ya ha quemado el primer día, pero aún le queda otro antes de poder irse. No ha hecho una sola
venta.
*
—… se lo dije ayer a tu compañera y hoy te lo digo a ti, ¡sacadme de los putos ficheros! —Cuelga—. Hay que joderse
Era increíble, ya era la tercera vez que llamaban, la segunda ese día. La primera había sido a primera
hora por la mañana, cuando ya salía con el perro para llevarlo a sacrificar.
Le había costado un mundo hacer que entrara en el trasportín y cuando por fin lo tenía llama el teléfono y se le vuelve a escapar y se pone ladrar como loco…
En realidad nunca fue su perro, siempre fue el perro de ella. Siempre dormía en el suelo de su lado
de la cama y la esperaba en la puerta cuando volvía de trabajar. Y por las mañanas, ella llamaba por
teléfono sólo para saludarlo. No había nadie en casa pero saltaba el contestador y le decía hola al
perro. Es increíble, pero lo hacía. Todas las mañanas. Todas.
Desde el día en que se fue al hospital, el animal había estado durmiendo en el salón, esperando que
ella volviera.
Cada vez que llamaban al timbre se levantaba de un salto con las orejas tiesas e iba corriendo a la
puerta, y cada vez que él entraba se le acercaba meneando el rabo esperando que viniese acompañado. Cada vez. Como si se le olvidase de un timbrazo para el siguiente.
La segunda vez que sonó el teléfono llevaba ya dos cervezas y se estaba abriendo la tercera. No lo
iba a coger pero como insistían pensó que igual era algo importante. Temas de bancos o testamento…o su madre por enésima vez, para preguntar cómo se encontraba. Pues hombre, ahora mejor, ya no tenía que preocuparse de comprar comida para perros.
*
Al volver del baño esta vez tampoco es diferente: ni ántrax, ni Armagedón, ni terroristas chiitas.
Llama y desbloquean la puerta como cada vez.
De camino a la sala mira el tiburón de pared, con la boca perpetuamente abierta y se pregunta qué es
lo que estará pensando realmente. Siempre colgado ahí, veinticuatro horas al día… «¡Huid mientras
podáis!», «¡No son hombres, son lobos!», «El día del juicio se acerca».
Cuando llega a su puerta, le da la espalda y retoma su lugar.
En su lista hay empresas de coches, de logística, de energía, grandes laboratorios, concesionarios,
fabricantes de piezas de automóvil, cadenas de supermercados… todos clientes potenciales. Todos
posible negocio.
Bocadillos en la sala de juntas y después de comer los equipos hacen corros y hablan de lo estupendo de la iniciativa y de sus contactos y experiencias, e intercambian anécdotas en la sala del café.
Socializan y discuten sobre marketing y estrategias de venta del producto y de posicionamiento y de
cuánto ha cambiado el panorama económico los últimos años. Hablan de cómo han tenido que
adaptarse desde los 80, cuando eran un producto innovador que «se vendía sólo».
Y qué distinto que es el mercado en Asia o en Estados Unidos. «¿Estuvisteis en la feria de octubre
en Seattle? Se vieron cosas muy interesantes allí» y «vosotros ¿a qué sector os enfocáis...? Porque
hemos visto que un mensaje muy sectorizado…».
Ya en su puesto, no deja de pensar en el tiburón. «Si pudiera os arrancaría las piernas», «Me gusta
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desayunar entrañas de bebé», «Un día esclavizaremos a los hombres»… Se imagina un pasillo entero lleno de pósters de tiburones y de letras amarillas y a toda esa gente desfilando por él, hablando
de negocios y estrategias y posicionamiento; y presumiendo de cómo han hablado de negocios y
estrategias y posicionamiento antes, con gente no muy distinta, en pasillos no muy distintos, en torres de cristal en Shangai, o Hong Kong, o Dortmund…
Entonces su compañera entra muy deprisa, cierra la puerta y se mete debajo de la mesa.
Fuera se oye mucho revuelo.
—¡¿Por qué llaman?!, ¿por qué llaman?, ¡¿dónde están los que llaman?!
Por debajo del cristal, los pies se mueven como si se hubieran vuelto locos. La mayoría corren sin
un rumbo fijo.
Unos zapatos de tacón parecen tropezar con algún obstáculo invisible y un bulto rematado por una
cabeza rubia queda tendido sobre la moqueta, bloqueando la visión por uno de los laterales de la
sala. Casi inmediatamente les ocurre lo mismo a unos zapatos de hombre.
Unos metros más allá, a un par de pies que se han quedado parados, se les unen unas rodillas durante unos segundos, antes de que otro bulto caiga al suelo. Al cabo de un rato sólo quedan un par
de pies moviéndose fuera y ya no se oye ruido.
Su compañera está llorando debajo de la mesa. Ella quiere mirarla pero sólo acierta a bajar la vista
hacia la lista de teléfonos y empresas que sobresale por debajo del teléfono. Ya ha tachado la mayoría.
Entre los bultos del suelo, un pie de hombre le pisa el pelo a la cabeza rubia que cayó primero.
De espaldas a la playa, piensa en los puntitos de colores en la arena, haciendo cosas. Tumbados en
toallas o jugando a las palas o yendo hacia el agua con sus colchonetas inflables, seguro que siguen
ahí. Seguro que han estado ahí todo el tiempo. Quiere levantarse y mirar para comprobarlo, pero no
consigue moverse.
Al otro lado del cristal los pies de hombre se quedan parados delante de la puerta, y ella se pregunta
adónde habrán ido a parar los suyos.
Su compañera le tira del bajo del pantalón y dice «agáchate». Pero ella sólo puede pensar en el tiburón. Piensa en cómo será estar eternamente congelado mirando a una pared de vidrio y se pregunta
si tampoco esta vez tendrá algo distinto que decir «Me duele respirar agua», «No me gustan estas
vistas», «Esta vida iba a ser otra y algo salió mal»…
Pero cuando la puerta empieza a abrirse, cuando el vidrio esmerilado se hace a un lado y deja paso a
la visión del pasillo, el tiburón colgado al otro lado del cristal sigue diciendo «Discovery Channel
utiliza nuestro Software» y «BBC Channel utiliza nuestro software».
© Alicia Rodríguez
Alicia Rodríguez (Córdoba, 1980). Licenciada en Filología Inglesa y traductora por convicción,
que no por profesión. Vivo en Madrid y escribo relato corto en eterna espera de algo más largo.
email: [email protected].
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Relato
DE AMOR Y DESAMOR
por Isabel Wagemann
MARGARITAS
Me quiere mucho, poquito, nada. La puta margarita deshojada mil veces. Porque aunque me quieras
o no me quieras, soy yo la que se trasquila el pubis en esta noche negra. Porque aunque sé que me
quieres y sé que no me quieres y sé que no te quiero, me aferro a esta flor donde te arranqué el deseo
y me arrancaste las ganas.
DEMOLICIÓN
Construí nuestra casa con tela y alfileres. Ahora se desarma y me pincha. Como el amor. Como el
deseo. Hace tiempo que perdí el acerico y no sé dónde guardarlos cuando los veo caer. Si subo las
escaleras, los peldaños se descosen, y los alfileres se clavan en la planta de mis pies, entre los dedos.
Y mi casa, el amor y el deseo, sangran.
EL ABRAZO
Cierras los ojos, amor, pones tu mano en mi cintura y la enredas en la trenza que he tejido para ti. Es
más larga que lo acostumbrado y es rojiza: la he hecho con hojas de zarza en otoño. Está llena de
espinas. Cierro los ojos, amor, y me apoyo en tu pecho y olisqueo, como un animal recién parido a
sus cachorros. Pero tu olor ya no está, no hay rastro de ti. Sólo quedan tus manos arañadas por los
hilos de mi trenza, y de mí, una ruma de hojas secas.
LA JAULA
En el espacio oscuro de la cama, se aman. Sólo ahí ella tiene esa certeza. Me ama. Lo amo. No
puede llamarse de otra manera. Pero en cuanto recupera el sujetador y las bragas de entre las sábanas y él se pone el reloj en la muñeca, es otra cosa. Sólo en la cama saben nombrarse. Fuera, las
palabras se les vuelven pájaros.
© Isabel Wagemann
Isabel Wagemann (Chile, 1972). Narradora, cuentacuentos y fotógrafa. Ha publicado microrrelatos en las antologías Por favor sea breve 2 (Páginas de Espuma, 2010), Parafilias ilustradas
(Traspiés, 2010), Cuenta Atrás (Asociación Mucho Cuento, Córdoba 2012), y en la revista digital
Los noveles, y cuentos en Historias para viajes cortos, (2003), Un lugar donde vivir (2005), Apenas
unos minutos (2007) y Jonás y las palabras difíciles (2010) (Colección Nuevos Narradores, edición
de Clara Obligado). Junto a Teresa Serván, Isabel González y Eva Diaz Riobello, forma el grupo de
escritoras 'Microlocas'. En 2012 publican juntas la antología de microrrelatos La aldea de F, escrita
a ocho manos y editada por la editorial Punto de Partida (UNAM, México). Fue ganadora del Concurso de Relatos Hiperbreves de la Feria del Libro de Madrid, y del concurso "Por favor, sea breve"
en conmemoración al 10º año de edición de la antología, ambos convocados por Páginas de Espuma. Ha recibido el tercer premio del Concurso Santiago en 100 palabras. Actualmente, prepara
el libro Taller de costura.
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Relato
LOS MAGNOLIOS TIENEN ALGO TORCIDO
por Marisol Torres
Abilio no había dormido bien esa noche. Ni las dos últimas tampoco, a decir verdad. Desde hacía unos
meses, cuando comenzó las obras de reforma en el Pazo del río, no había conseguido dormir del tirón.
Se había despertado en medio de una pesadilla, soñando con sangre, con las manos manchadas de una
sangre roja y pegajosa que no se iba ni con el mejor jabón. Se había lavado las manos una y otra vez,
pero la sangre seguía allí, pegada a sus huellas, a las grietas de su piel de viejo. Sólo era un sueño pero
le dejó mal sabor de boca. Bajo la luz confusa del amanecer, puso un poco de leña seca en los rescoldos aún rojos bajo la ceniza, y el fuego le calentó en un santiamén. Hacía frío, un frío do carallo, y
como por instinto, se restregó las manos sobre el viejo pantalón de pana recordando aún el color rojo
de la sangre sobre sus manos. Sólo era un sueño. Abilio sabía muy bien que la sangre de verdad no era
tan roja. Había hecho matanzas, muchas, recordaba los alaridos del cerdo cuando el cuchillo penetraba
certero directamente a la yugular, el olor de la sangre cayendo sobre el cubo, muy roja al principio, sí,
pero se oscurecía muy deprisa y enseguida tomaba ese color oscuro, parduzco. No, la sangre de su
sueño no era sangre. Sería otra cosa, pensó. El agua del puchero que tenía en el fuego empezó a hervir.
Puso unos granos de café y esperó. Se preparó para lo que tenía previsto hacer ese día. Bajaría hasta el Pazo por el camino del acebedal, «Después de algunas
que tendría menos barro. Aprovecharía para poner alguna trampa, semanas en el Pazo, a
por si la raposa que acechaba a sus gallinas decidía usar el mismo veces sentía como si
camino también. Abilio conocía bien las costumbres de los zorros, ese olor se fabricase en
pero se le escapaban los porqués de algunos extraños, como la in- el momento, a petición,
glesa del Pazo del río. Abilio era mudo, pero no era tonto. Le pare- como una hamburguesa
ció muy raro que le hubiese venido a buscar precisamente a él. de aroma a musgo y
Claro que había hecho cosas de albañil, pero ese no era su oficio. hojas secas, a agua que
Una chapuza es una chapuza y si pagan bien, pues se hace y listo, corre y a savia que se
pero la inglesa no quería una chapuza. La inglesa quería algo muy detiene.»
raro.
La mañana estaba húmeda y brumosa y el camino del acebedal escurridizo, pero Abilio lo sorteó sin
problemas, puso el cepo por si la raposa decidía aparecer, y llegó a la puerta trasera del Pazo. El Pazo
de la marquesa le decían cuando él era un crío. Luego, cuando a la marquesa la encontraron colgada de
la lámpara de la escalera, después de haber despedido a todos sus criados y haber matado a su mejor
caballo, pasó a ser simplemente «el Pazo del río», como si el mero hecho de nombrar a la marquesa
diese mala suerte. Nunca se supo por qué hizo aquello, aunque por lo que se contaba no era tan raro.
Su marido, un putero de los de parranda en parranda, había muerto en brazos de una fulana, su hija se
había casado con un americano y no había vuelto por allí, y ella se consumía en soledad, en aquel
viejo Pazo, rodeado de gigantescos magnolios, como los guardas de algún misterio oscuro. Los magnolios tienen algo torcido, falso, demasiado perfecto. Ese lustre en las hojas, esa chulería del tronco,
esas flores como promesas envenenadas. Abilio no se llevaba bien con los magnolios. Aunque no
había visto nunca a la marquesa, sí se acordaba del revuelo que se organizó cuando apareció colgada
del techo. Pero eso eran cosas de ricos, los pobres no se suicidan.
Miranda se había levantado temprano esa mañana. El trino de un pájaro, piando desesperado desde las
ramas del magnolio que crecía junto a su ventana, la había despertado casi al alba y ya no pudo volver
a dormir. Se dio una ducha rápida, peinó su pelo largo y liso en una trenza, se colocó una chaqueta
sobre los hombros y tomó un café de pie en la cocina. Quería bajar al jardín, a oler bosque. Por alguna
razón, el bosque que rodeaba el Pazo tenía algo del olor de su infancia, en la lejana Gales, un olor que
se sentía necesitada de rescatar. Se sentaba bajo los magnolios y afilaba la nariz.
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Después de algunas semanas en el Pazo, a veces sentía como si ese olor se fabricase en el momento, a
petición, como una hamburguesa de aroma a musgo y hojas secas, a agua que corre y a savia que se
detiene. Un olor fabricado sólo para ella. Esos días flotaba extrañamente libre. Otras veces sentía
cómo le trepaba desde la tripa una rara sensación de desamparo, un hormigueo en la palma de las manos, como si la casa y los árboles y el bosque y hasta el viento que soplaba en las hojas, estuviesen
siempre pendientes de ella. Como si la sintiesen, como si supiesen exactamente qué pensamientos le
rondaban. Miranda, esos días, se obligaba a acallar sus tripas. Allí estaba bien, necesitaba ese estar en
suspenso del mundo, necesitaba olvidar, borrar, dejarlo todo en blanco. Blanco como la cuna, blanco
como la cajita blanca en aquel cementerio donde había enterrado su sueño. Borrar. Borrarlo todo y
comenzar desde aquella mañana, cuando tras meses de caminar, había llegado por fin a Santiago de
Compostela.
Había terminado su Camino de Santiago particular. Después de besar al santo y rezar un rato en el
interior oscuro y frío de la catedral, decidió darse un lujo. Estaba tomando un té en el salón del hotel
que daba a la plaza de de la catedral, mientras escribía unas postales. Apenas se fijó en la señora que
estaba en la mesa de al lado, pero en un momento dado pensó que se inclinaba demasiado hacia sus
postales, como si le interesase lo que ella escribía. Fue solo un pensamiento fugaz. La señora, inglesa
y en la cincuentena, era una mujer encantadora. Tomaron un té juntas, charlaron tranquilamente hasta
que cayó la tarde y al anochecer la invitó a cenar. Amy era una mujer estupenda, viuda, culta y con
sentido del humor. Congeniaron enseguida y Amy la invitó a pasar unos días en su Pazo. No te espera
nadie, ¿verdad, querida?, le dijo.
Y desde ese día, varias semanas atrás, no había vuelto a abandonar los límites del Pazo. La ciudad
quedaba lejos, allí lo tenía todo, y siempre había montones de libros que leer, florecillas que sorprender abriendo cada día, pajarillos que admirar cuando cuidaban de sus huevos, y hasta el saltar de algún
ciervo a lo lejos. Había también muchas óperas que escuchar desde ese salón embaldosado de granito.
Mientras tallaba el granito, Abilio recordaba que habían pasado casi
veinte años de abandono, de hiedras metiéndose por los resquicios
de las paredes, de ventanas carcomidas, de puertas mordisqueadas
por las alimañas. Nadie del pueblo volvió a acercarse por el Pazo,
daba como mal fario. Pero Abilio no tenía miedo y merodeaba por
allí de cuando en cuando, siempre había buena caza en los alrededores de la casa. La valla de piedra que bordeaba la propiedad se había
derrumbado por una crecida del río, años atrás, y los jabalíes y los
corzos pastaban a sus anchas por allí. Evitaba entrar en el círculo
que formaban los magnolios entorno a la casa, era como la casilla
del tejo, cuando era chico, un lugar donde no se podía pisar. Un lugar que le ponía ojos en la nuca.
Abilio ponía trampas y se enfrentaba a las presas, heridas, agonizantes. Con el canto del hacha que
usaba para talar los troncos con los que cercaba su gallinero, remataba al bicho. Jugándose la vida,
jugándose la muerte.
«Un día de caza y
espera, desde el recodo
del río, vio llegar a una
cuadrilla de albañiles
de la ciudad,
acompañados de un jefe
que daba órdenes con
un megáfono.»
Un día de caza y espera, desde el recodo del río, vio llegar a una cuadrilla de albañiles de la ciudad,
acompañados de un jefe que daba órdenes con un megáfono. Se pusieron a rehabilitar la casona. Dejaron el Pazo como nuevo, o mejor que nuevo incluso. Unos extranjeros se instalaron allí y la casa comenzó a llenarse de invitados, de bullicio, de coches que entraban y salían. Él era famoso, decían los
vecinos del pueblo, uno de esos que hacen la música de las películas del cine, uno de esos que salen
por la tele recogiendo premios y esas cosas. Pero un buen día, dicen las malas lenguas que por la influencia de las paredes del Pazo que tienen algo que lleva a la locura, el inglés se abrió dos tajos como
los cortantes del río y se desangró en la bañera. Y las puertas de la casa se cerraron a cal y canto de
nuevo. El abandono volvió a colarse por los resquicios de las piedras llenas de musgo; sólo los magnolios, esos guardias oscuros, seguían tan lustrosos como siempre. Tiempo después, escuchó que se
había instalado en el Pazo una inglesa, una cuarentona regordeta pero de muy buen ver. Decían en el
pueblo que tenía una doncella que se había traído directamente desde la mismísima Inglaterra, que lo
controlaba todo, y un par de mujeres de la aldea que hacían la limpieza gorda de la casa y se ocupaban
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de tender aquellas enormes sábanas blancas que a Abilio siempre le parecían como enormes hojas de
papel en blanco. Alguna vez pensó en las historias que esas sábanas hubiesen podido contar, pero él no
sabía hablar con las sábanas. Se sentía cómodo hablando con los árboles, el sendero, el recodo del río,
los pájaros que anidaban en los troncos secos, pero no se veía hablando con las sábanas.
Llegó al Pazo y se metió directamente en las cuadras donde tenía montado el taller. Allí se encontró
con la doncella que le esperaba con cara agria junto a la mesa de tallado. Le dijo que asegurase bien
con cemento la última losa de granito colocada en el salón y se marchó, como si tal cosa. Como si
grabar en tres piedras de granito tres nombres y tres fecha y tapar con ellas las tinajas enterradas en el
suelo fuese la cosa más normal del mundo. Abilio se preparó, y se puso a grabar en la piedra lo que le
habían pedido. Le sonó raro, pero ¿qué iba a hacer él? ¿Bajar al cuartelillo y contarles por señas que
algo raro se estaba cociendo en el Pazo? Nadie le hubiese creído. Todo el mundo pensaba que Abilio,
como era mudo, era casi tonto. Los del cuartelillo siempre se burlaban de él cuando lo encontraban por
los caminos del monte. Los vecinos más cercanos se habían acostumbrado a sus rarezas, a sus trampas
para cazar esquivando a los guardas del coto, a sus gallinas de todas las razas, a su silencio perpetuo,
pero tenía mala fama en la comarca, como si el hecho de ser mudo y contrahecho, de haber quedado
huérfano muy pequeño tras un ataque de los lobos a su madre, de vivir solo, de no haber conocido
hembra, de entenderse bien con las alimañas, fuese un castigo por algún crimen cometido. Desde que
comenzó, hacía ya varios meses, a cavar los hoyos, enterrar las tinajas y después, ir colocando con
infinito cuidado las losetas de granito del suelo del salón para ir sustituyéndolas ahora por éstas de los
nombres grabados, Abilio sentía que estaba formando parte de la leyenda de horror que corría por toda
la región sobre el Pazo del Río.
En las noches solitarias, junto al fuego, tallando con su navaja
figuras de animales en madera de boj, Abilio imaginaba cosas, se
asustaba de sus propias ideas, tiraba al suelo la navaja y se tapaba
la cara con las manos, como si pudiera esconderse del horror. Ya
por la mañana, con luz, se convencía de que aquellas malas ideas
eran las malditas paredes del Pazo. Ya me queda poco, pasará
enseguida, se decía antes de irse a dormir.
«Aquella noche, Abilio
también durmió mal; la
pesadilla de las manos
manchadas de sangre
que no era sangre, le tuvo
intranquilo y sudoroso
toda la noche.»
Aquella noche, Abilio también durmió mal; la pesadilla de las
manos manchadas de sangre que no era sangre, le tuvo intranquilo y sudoroso toda la noche. No es que
a él le importase la extraña reforma del salón de la inglesa. Cada cual hace de su capa un sayo, pero
esas tinajas son para cualquier cosa menos para hacer vino, pensó Abilio, mientras se vestía. Después
de prepararse el café, comer un poco de pan duro y algo de chorizo de la matanza del invierno anterior, se encendió un cigarrillo, cogió el cepo y volvió a bajar al Pazo del río por el camino de los zarzales. Puso el cepo en el paso obligado de la raposa hacia el agua y llegó al muro de piedra de entrada
a la finca. Entró por el camino principal y cuando estaba dando la vuelta a la casa, le extrañó ver por
allí a una mujer sentada bajo uno de los magnolios, leyendo. La miró con descaro, como mira la gente
del campo, sin disimulo. Ella levantó la cabeza del libro y le sonrió. Nadie había sonreído nunca a
Abilio de aquella manera. Como si un rayo de sol partiese el mundo en dos, como si en medio de las
nubes cayese un fogonazo e iluminase aquellos ojos negros en exclusiva para él. Azorado, sin poder
apartar sus ojos de aquella sonrisa, Abilio bordeó el Pazo y llegó a las cuadras. La doncella apareció
poco después con un sobre blanco abultado. Esto es para ti, cuando lo termines te puedes ir; deja la
piedra en el taller, ya ha terminado la obra y la señora te da las gracias, le dijo. Después sacó un papel
doblado de su bolsillo, tan blanco como las sábanas tendidas al sol con las que Abilio no podía hablar
y se lo tendió. Este nombre es el último, cuando lo termines te puedes marchar, le dijo mientras salía a
toda prisa. Tomó el papel y lo desdobló, dentro había un nombre impreso: Miranda Gold, y la fecha
del día siguiente, doce de Noviembre. Abilio se sintió trastornado, como si parte del mal de la casa se
le hubiese contagiado a él definitivamente. Nervioso, inquieto, mientras tallaba el nombre en el granito, sólo pensaba en salir de allí, pasar por el arroyo y ver si la zorra había cometido un error, volver a
casa y olvidarlo todo. Las malditas paredes del Pazo le estaban agriando las noches. Terminar y marcharse con el dinero. Con ese dinero aguantaría casi un año sin trabajar. Abilio gastaba muy poco.
Terminó de grabar la última piedra, redondeó un poco el surco de la «d» de Gold, una palabra que no
le decía nada, pero a un cosquilleo en la palma de la mano, casi tira al suelo la fresadora. Pasó un trapo
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por la superficie de mármol gris de la piedra, y con un escalofrío, recogió sus cosas, cerró la puerta de
las cuadras, volteó la casa de nuevo y cuando se disponía a salir por la cancela de la finca, escuchó que
alguien gritaba. La mujer de los ojos de sol corría detrás de él con un papel en la mano. Llegó hasta
donde él estaba y se lo tendió. En ese momento los ojos de Abilio se encontraron de nuevo con los
ojos de la mujer y una llamarada cruzó el cielo. Escuchó entonces aullidos de lobos cercanos. Se
asustó. El papel cayó al suelo. Abilio se volvió, dio la espalda a la mujer y salió andando deprisa.
Cruzó la cancela, cerró sin volver la vista atrás y se perdió en el espesor del bosque, tratando de llegar
a casa por el camino más rápido. No recogió el cepo, a la mañana siguiente bajaría a buscarlo. La raposa se habría librado una vez más.
La mujer se quedó paralizada al sentir un fogonazo, el aullido de lobos, cuando se encontró con los
ojos del hombre. Un papel arrugado había caído de su bolsillo y ella se acercó a dárselo. En su mirada
vivía el miedo, pudo leer Miranda. Las arrugas que se formaron en la cara del hombre tenían una profundidad de muerte, su piel, cenicienta, había perdido el color, como si la sangre se le hubiese escapado definitivamente.
El papel, arrugado y sucio, llevaba escrito su nombre. ¿Por qué llevaba él su nombre y la fecha del día
siguiente escritos en un papel? Se sentó en un tronco medio podrido bajo uno de los magnolios y trató
de aclarar sus ideas. ¿Quién había escrito su nombre allí? Y sobre todo ¿para qué? ¿Qué había hecho
con su nombre el hombrecillo que la había mirado como si ella estuviese ya en el infierno? Decidió
seguir el rastro de las pisadas del hombre hacia atrás, intentando saber de dónde venía. No le costó dar
con el camino que él había seguido, la hierba aplastada delataba su paso. Llegó hasta la puerta de las
cuadras, dudando si estaba en el camino correcto. El resto de un cigarrillo en la puerta le dio la certeza
que estaba buscando. Descorrió el pestillo y entró en la cuadra. Allí, sobre una mesa, había una piedra
de granito con su nombre impreso en letras góticas, Miranda Gold, y una fecha: 12 de Noviembre de
2009.
«Los detalles son todo,
le había dicho siempre
su madre, presta
atención a los detalles y
entenderás el mundo,
no los tengas en cuenta
y te habrás perdido.»
Sus piernas, convertidas ahora en una masa informe de plastilina,
dejaron de sostenerla. Sus pulmones se negaban a dar cobijo al aire,
como si se cerrasen ante el veneno, como si el mismo aire tuviese
algo capaz de paralizarla, capaz de arrastrarla a una sima profunda y
oscura. Con los ojos clavados en la G de Gold, en sus preciosas
curvas, Miranda comenzó a destejer la maraña que había ido creciéndole por dentro, como una mala hierba, desde que aquella señora tan amable la invitó a pasar unos días en su Pazo, junto al río.
No te espera nadie, ¿verdad, querida?, le había dicho entones Amy. Aquella frase, ahora, desmadejada
sobre el suelo de la cuadra, le parecía que cobraba una dimensión diferente; es cierto que nadie la
esperaba. Es cierto también que nadie sabía que ella estaba allí. Ahora, recordando los detalles,
comprendió desolada el interés que Amy mostró porque no las viesen salir juntas del hotel. Espérame
fuera, querida, mientras termino de pagar la cuenta, recuerda que le dijo. Miranda cargó con su
mochila y esperó en la calle, bajo una lluvia sin ganas. Luego subieron al coche de Amy y nunca supo
exactamente a donde la había llevado, porque durante el camino un sueño cálido la venció. Cuando
despertó, el motor del coche había parado y estaban bajo un enorme magnolio, frente a la entrada
principal de una casona inmensa.
Miranda se negaba a aceptar la realidad que sus ojos habían visto, a reconocer que la iban a borrar.
Press delete, como cuando escribía en su portátil. ¿Cómo pudo creerse que aquellos nombres, aquellas
fechas, grabados con letras góticas en el suelo del salón eran algo así como el bulevar de las estrellas?
La casa escucha, la casa sabe. Ellas son gente que la casa amó, recuerda la dulce mirada de Amy
mientras respondía a la pregunta sobre los nombres en el suelo de granito del salón, al segundo día de
llegar al Pazo.
¿Cómo pudo ser tan estúpida?
Una francesa, Yvette Sempertegui, 27 de Junio 2008, ocupaba el lugar de honor, justo debajo de la
mesita de lectura que daba al ventanal. Este es mi lugar favorito para leer, para pensar, decía Amy,
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cuando se sentaba a tomar el té con un libro en su regazo. La alfombra india junto a la chimenea llegaba justo hasta el borde de otra tapa, igual a la suya, igual a aquella tapa que ahora le descubría lo
que ella se negó a admitir. Otra losa de granito y otro nombre de mujer, Alice Gramm, y algún día del
mes de Septiembre, no recordaba cuál. Y una tercera bajo el piano, junto al ventanal del río, otra mujer, esta vez de nombre finlandés o sueco, Totte Kajaani, y una fecha de primeros de Enero del año
anterior.
Estaba paralizada por el horror, aturdida por un miedo rancio que se había filtrado en su sangre, estancándose en sus venas, incapaz de circular. Su cuerpo se había congelado y amenazaba con romperse en
pedacitos. No podía moverse, no podía caminar, su cuerpo no respondía a la orden urgente de salir
corriendo de allí. La casa escucha, la casa sabe. ¿Cómo no había prestado atención a los detalles?
¿Cómo no supo ver el horror escondido en todos aquellos nombres? Los detalles son todo, le había
dicho siempre su madre, presta atención a los detalles y entenderás el mundo, no los tengas en cuenta
y te habrás perdido.
No podía apartar los ojos de aquellas letras góticas componiendo su nombre. Letras para su lápida.
Ahora estaba segura.
Una racha de viento helado entró desde el exterior, sacudiendo hojas secas en el suelo de la cuadra. Un
viento que puso alas a su sangre agarrotada. Salió corriendo como un animal acorralado, dejó atrás los
magnolios, el camino de piedra sembrado de hojas muertas, la cancela del Pazo. Siguió corriendo
hasta el anochecer. Siguió corriendo hasta la extenuación. Siguió corriendo hasta que tropezó en medio del bosque y cayó al suelo, enganchada en un cepo que crujió al cerrarse sobre su pierna. Rota,
perdida, abandonada, desgarrada.
Abilio esa noche, de nuevo, volvió a soñar con sangre. Con flores de magnolio rojas, llorando sangre.
Más sangre que en las noches anteriores empapando sus manos. Con la primera claridad del alba comprobó cómo en el borde de las uñas, en los surcos de la palma de las manos, en el borde gastado de su
jersey, las manchas parduzcas sí eran reales. Se lavó las manos a conciencia, escaldándolas en agua
casi hirviendo. No sirvió de nada, las manchas rojizas habían conquistado sus huellas dactilares sin
remedio. Salió al exterior, a tratar de borrar su memoria. Un revoloteo de plumas le saludó desde el
fondo del corral. La maldita raposa había vuelto a comerse a dos de sus gallinas. Dejó la puerta del
corral abierta, y mientras las gallinas supervivientes, asustadas, cacareaban, salió corriendo hacia el
Pazo, por el camino de los eucaliptos, con la certeza de saberse, ahora sí, cómplice de tanto horror.
Después, durante meses, todo fueron cuidados, caldos de jamón, mimos y frutas, bayas silvestres y
sabrosas tortillas. Un poco de alcohol, algo de yodo, vendas y esos ojos que iban recuperando la cordura poco a poco. Gold, le dijo ella un día, significa oro, y él sonrió por primera vez en su vida.
Un día de primavera, que bajó al pueblo, escuchó que contaban que el Pazo se incendió, que nunca
más se supo de la inglesa, que los magnolios se secaron y que los lobos aúllan cada noche desde las
paredes de la casona como llamando a alguien, pero ya no le importó. Sus manos estaban limpias.
© Marisol Torres
Marisol Torres (1959) Navaltoril (Valle del Gévalo, Toledo). Ha vivido una infancia asilvestrada
en un verde valle johnfordiano secreto y paradisíaco, donde perfeccionó hasta extremos insospechados la puntería con el tirachinas, coleccionó mariposas compulsivamente y disfrutó de una
abuela de la que heredó el gusto por las palabras. Su mayor defecto es haber completado la ca rrera de Derecho. Tras una vida dedicada a la logística, se lio la manta a la cabeza y ahora regenta la Librería-Café El Dinosaurio todavía estaba allí en el madrileño barrio de Lavapiés. Le
gusta denominarse cuentista. Varias de sus obras están publicadas en antologías, fanzines y
blogs. Algunas incluso premiadas. Como le gusta decir: sus mejores lectores son los camioneros
de larga distancia. En 2013 publicó el libro de relatos Los años del coma (Canalla Ediciones).
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Relato
LA CIENCIA DE CREER
por Lesley Galeote
Al mes de conocer a Hortensia, me llevó a su minúsculo apartamento en Moreno Valley y me mostró el piano. Era un piano de media cola, francés, de cedro, con un atril historiado y teclado amarillento. Estaba embutido en una habitación con cuadros sin enmarcar tirados por el suelo. Cuando
nos tomamos un café en la salita me dijo que nunca había vuelto a tocar tras morir su marido.
Le perdí la pista durante una vorágine de exámenes y experimentos. Hortensia se estaba mudando a
una casa en Diamond Bar y andaba liada con un casado. A mí me aprobaron el proyecto de tesis
para el doctorado así que me tiré quince días de juerga. Ella reapareció entonces y nos fuimos a tomar un café. Me senté al sol porque las gafas de sol me servían para ocultar las ojeras. Yo tenía el
electroencefalograma plano pero Hortensia se bastaba ella sola para conversar.
Tenía los cuarenta recién cumplidos, once años más que yo, y hablaba mucho de la Cuba pre-comunista, de sus familiares batistianos, de la revolución y el exilio. De tan zombi como estaba yo no
acertaba con los sí, los no y los claro. De pronto me rozó los dedos con sus uñas postizas.
—Me gusta tu anillo. Véndemelo.
Me extrañó. Hortensia lucía una banda gótica cuajada de diamantes en el corazón derecho y cuatro aros de diamantes, rubíes, esmeraldas y zafiros azules en el anular izquierdo. Mi anillo era de
zafiros blancos y los zafiros blancos no valen nada.
—No quiero venderlo. Me lo regalaron —dije yo.
—Ese anillo te protege contra el mal de ojo. Deja que me lo
pruebe.
El calor me había hinchado los dedos. Escondí la mano. Entonces
Hortensia vio la hora y se levantó de golpe.
«De vuelta en mi
habitación examiné el
anillo con lupa. A simple
vista parecía una corola
de pétalos puntiagudos
con zafiros blancos pero
el centro era un ojo
asimétrico con un iris de
zafiro blanco.»
—Coño, vienen a mi casa a deliberar groserías y ya hago tarde.
De vuelta en mi habitación examiné el anillo con lupa. A simple vista parecía una corola de pétalos
puntiagudos con zafiros blancos pero el centro era un ojo asimétrico con un iris de zafiro blanco.
Estuve mirando el anillo rato. Sí, era un ojo fijo sin pestañas. Nunca lo hubiera dicho sin lupa.
¿Cómo lo había visto ella que llevaba gafas?
En los meses siguientes llené una libreta negra de anotaciones sobre experimentos en placas de laboratorio. Usaba guantes de látex porque tocaba sustancias tóxicas derivadas de plantas y cuando acababa un experimento lavaba la placa con obsesión meticulosa. Un día de aquellos acabé la tarde
sola, sentada ante un café con Kahlua en Jim‟s Bar, afuera. Allí iban a parar todos los balas perdidas
del campus y alrededores. Encendí un cigarrillo para ahuyentar plastas. Un segundo después vino
Spark a sentarse conmigo por primera vez.
—Vengo a hacerte compañía, güera. Me han dicho que eres española y no puedo platicar con nadie
aquí hoy.
Nos conocíamos de vista. Se hacía llamar Spark y era un pintor mejicano muerto de hambre. Se
había refugiado en Los Ángeles huyendo de la fama de su padre, un muralista del D.F. Llevaba dieciséis años en California y decía que no había aprendido una palabra de inglés, salvo su nombre
artístico. Era muy amigo del dueño del bar, Jim, que no sabía una palabra de español.
Charlamos y le invité a una galería cercana donde Hortensia inauguraba una exposición.
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Spark vio a Hortensia por primera y única vez ese día. Llegamos cuando ella les comentaba una
pintura a un grupo de unas diez personas en inglés. Según dónde te colocabas la pintura era una
mujer o un pájaro. Me cambié de sitio para hacer aparecer el pájaro, y vi a Spark de frente. Estaba
rígido, serio, con los ojos clavados en Hortensia. No los movía. Los tenía muy negros y resultaban
aún más negros por su pelo blanco. Daban miedo. Hortensia iba hablando. Ojeaba a Spark con pupilas nerviosas, pero no lo miraba directamente.
Después del último cuadro una mesa con quesos azules y galletas nos atrajo a Spark y a mí como a
moscas. Yo me había olvidado de comer y cuando digo que él era un pintor muerto de hambre
quiero decir muerto de hambre.
Me pasé semanas encorvada sobre placas de Petri, días tomando notas, y horas mecanografiando en
una soledad de meses.
Spark venía a hablar conmigo a veces en Jim‟s Bar. Le gustaba conversar sobre la vida y el universo
y estaba limitado a la hora de elegir interlocutores. Se sentó conmigo una vez cuando yo tenía un día
especialmente taciturno.
—Haces mala cara, güera.
No contesté.
—¿Cómo está tu amiga la cubana?
—Bien.
—¿La ves?
—A veces, para tomar un café.
—¿Sólo sales a tomar un café?
«Spark venía a hablar
conmigo a veces en
Jim’s Bar. Le gustaba
conversar sobre la
vida y el universo y
estaba limitado a la
hora de elegir
interlocutores.»
—Sí. Antes salía más de juerga con otros amigos, iba a fiestas o
conciertos. Con Hortensia alguna vez iba a restaurantes y eventos
elegantes. He ido con ella a sitios en Los Angeles que la gente de mi
edad ni conoce. Como sus amigas están casadas y no tiene con
quien…
—Eso está bien. Es una lástima…
No presté atención al comentario.
—Ahora siempre estoy demasiado cansada para salir —dije.
Hubo un silencio. Spark se removía en la silla, incómodo.
—No veas más a esa mujer.
Me lo quedé mirando. No entendía.
—¿Te ha puesto alguna vez la mano en el cuello, junto al hombro? —me preguntó.
—No. ¿Por qué?
—Esa mujer no es amiga tuya. —Sus ojos eran impenetrables—. No dejes nunca que te toque el
cuello. Es bruja.
No podía sopesar lo que me estaba diciendo de tan exhausta como estaba. No quería pensar en cosas
incomprensibles. Me levanté y me fui sin decir palabra.
Mi coche estaba en el taller cuando me llamó Hortensia una semana después. Su amante el casado
acababa de plantarla y ella quería distraerse así que me recogió del laboratorio y fuimos al cine.
Después de la película estaba demasiado cansada para conducir hasta mi casa y me dijo que me
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quedara en la suya. Me enfadé. Tenía que madrugar al día siguiente pero Hortensia me prometió
llevarme a primera hora y acabamos sentadas en la mesa de su comedor. Mi mente era un disco rayado. Le dije que tenía que trabajar más de ocho horas diarias para acabar la tesis en mayo.
—No es seguro que acabarás en mayo —me dijo.
—Acabaré en mayo.
—A lo mejor no pasas.
Sorbí vino agrio.
—He llegado hasta aquí. Llegaré hasta el final —insistí.
—Nadie se pensaba que ibas a llegar tan lejos, es verdad. Sin ayuda de tu familia, ni del gobierno de
España, siempre sin un quilo, sacando becas americanas, sin un hombre que te apoye, con tus malos
humores, siempre sola, siempre cansada. Y te puedes hundir todavía.
Me dolía la cabeza. Su voz me parecía estridente, como estridentes eran sus uñas bermellón y su
pelo teñido.
—Te puedes pasar todo el año con la libretita estudiando biología —me dijo—, pero no vas a encontrar el origen de la vida.
—No busco el origen de la vida.
—Investigas sobre lo que es la vida y estás botando la tuya a la
basura.
La cabeza se me iba. Nos enredamos en una espiral de gritos hasta
que su voz cayó de golpe a un susurro.
—Cállate ya, coño. Te faltan horas de sueño y tienes que dormir.
Te prepararé la cama de los invitados. Quítate el reloj. Quítate el
anillo. Es malo dormir con metal puesto.
«A la mañana siguiente
me desperté sintiendo
una aguja atravesada
en el cerebro. En el
coche Hortensia me dio
un paquetito de ropa
doblada. Era un vestido
de tela verde marino.»
Me callé solo porque estaba en su casa. En su casa, donde no quería estar.
A la mañana siguiente me desperté sintiendo una aguja atravesada en el cerebro. En el coche Hortensia me dio un paquetito de ropa doblada. Era un vestido de tela verde marino.
—Me está grande, pero a ti te quedará bien.
Su buena voluntad me enterneció.
En mi casa me tragué una aspirina, agarré los disquetes con la tesis y corrí a la sala de ordenadores
del campus. Me senté ante una IBM y metí un disquete en la ranura para disquetes duros. Unos símbolos raros coparon la pantalla. Metí otro. Más símbolos crípticos. Y metí otro. Y otro. Todo eran
pantallas indescifrables. Brinqué de la silla para llamar al encargado y le señalé la pantalla.
—Los disquetes se han desmagnetizado —me dijo en inglés—. ¿Los llevas encima cuando vas a la
biblioteca?
—Sí.
—Pues ya está, es eso.
Empecé a llorar. El esfuerzo de meses, el sacrificio de años para conseguir el doctorado, todo se
había esfumado. Tenía que calmarme. La libreta negra. Todo estaba allí. Tendría que redactar buena
parte del texto otra vez. Un tercio de la tesis estaba impresa y extendida en mi escritorio como un
mantel con marcas redondas de café. Pero faltaba más de la mitad.
Miré en mi bolso pero la libretita no estaba. Me la habría dejado en casa. Volví a mi habitación pero
no la vi. Removí libros. Vacié cajones, miré bolsas. Busqué por todas partes. La libreta no estaba.
Un taladro me hendía las sienes.
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Corrí al laboratorio. Me temblaban las manos cuando abrí la puerta del edificio. Los pasillos estaban
vacíos. Empujé la puerta del laboratorio. Estaba desierto. Miré por los mostradores. No estaba. Abrí
cajoneras de metal, registré cajas, volqué papeleras. Furiosa di un manotazo a una pila de placas.
Cayeron al suelo y se hicieron trizas. Me agaché, recogí un puñado de fragmentos y las astillas de
cristal me cortaron tiñéndome los dedos de rojo. Lo solté todo y me chupé la sangre. Y entonces caí
en que las placas habían estado llenas de sustancias tóxicas el día antes. No me había dado tiempo a
limpiarlas bien cuando Hortensia llegó, tocó en la puerta y me dijo que nos fuéramos para no llegar
tarde al cine.
Salí huyendo con las manos ensangrentadas. Estaba mareada. Había perdido años de mi vida quizá
para acabar envenenada con mi propio trabajo.
Crucé la calle sin mirar. Chirrió un frenazo, y me llovieron insultos. Un policía me dio el alto con un
brazo, pero yo seguí. Caminé por el campus con la vista fija en el verde alfombra del césped. Me
faltaba el aire. Aspiraba y me ahogaba igual. No podía más. Me dejé caer sobre la hierba y me quedé
tumbada boca abajo.
Vi pasar algunas personas que miraron para otro lado. No había nadie cuando me alcé. Di unos pasos y volví a caerme. Me quedé tumbada de costado mucho rato con los ojos cerrados.
Ya más descansada conseguí sentarme pero me costaba respirar. Estaba a cierta distancia de unos
limoneros y vi a Spark cogiendo limones. Lo llamé. Me vio y se acercó con cinco limones en las
manos. Me vio la sangre en la ropa y las manos cortadas. No dijo nada. Se puso en cuclillas a mi
lado, depositó los limones en la hierba y me plantó una mano firme en el hombro apretándome la
palma contra el cuello.
«Salí huyendo con las
manos
ensangrentadas.
Estaba mareada.
Había perdido años de
mi vida quizá para
acabar envenenada
con mi propio trabajo.»
Sentí que el aire me volvía a los pulmones, que en vez de escaparse
me los hinchaba lentamente. Me pareció mentira. El oxígeno me iba
llenando. Spark mantuvo la mano ahí mientras se expandía la ola de
alivio. Esperó en silencio. Finalmente apartó la mano y me hizo un
gesto para que me levantara.
—¿Qué te ha pasado?
—He perdido la libreta de anotaciones. Se me han estropeado los
disquetes, todas las copias. He perdido casi todo mi trabajo.
—¿Sigues viendo a tu amiga la cubana?
—Sí, ¿por qué?
—Es bruja. Te lo advertí.
Lo miré escéptica.
—¿Cuándo la viste la última vez? —me preguntó.
—Ayer noche. Fuimos al cine y después me quedé en su casa.
—¿Se había extraviado la libreta antes?
—No. Yo la tenía en el laboratorio ayer cuando ella me vino a recoger y creo que la metí en el bolso, pero ahora no sé. La he buscado en casa, en el laboratorio y nada.
—Nomás puede estar en su casa. La tiene ella y ella te ha dañado los disquetes.
—Los disquetes se han desmagnetizado en los controles de la biblioteca.
—Es ella. Te hace brujería. ¿Te ha dado ropa, cosas? ¿Tienes fotos suyas?
—Sí, me ha dado ropa y alguna bisutería y tengo fotos con ella. Somos amigas.
—No es amiga tuya. Quémalo todo.
—Yo no creo en brujerías. Y no le hecho nada para que me odie tanto.
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Spark me miró cansado, como si yo fuera un chiquillo terco.
—Güera, te estoy ayudando. Yo soy bueno, y quiero ayudarte. Tienes que cortar de raíz. Te quiere
destruir. Quizás te envidia porque eres más joven o porque puedes volver a tu país y ella no. O quizás quiere robarte la energía. Da igual por qué. Nunca te dirá por qué.
—Tengo que encontrar esa libreta.
—Llámala pero dile nomás que la libreta está en su casa y que un amigo irá a recogerla.
—¿Por qué te la iba a dar a ti?
Spark se quedó callado. Dejó pasar un silencio antes de contestar.
—Porque yo soy brujo y ella lo sabe. Me ha visto. Te ataca a ti porque estás débil pero conmigo no
se enfrentará.
No supe qué contestarle.
Esa tarde llamé a Hortensia y me preguntó por la tesis. Le dije que había perdido la libreta en su
casa y que Spark pasaría a buscarla. Le especifiqué la hora y colgué.
Al día siguiente me despertaron unos timbrazos de teléfono. Era Spark.
—Pasa por mi taller.
Allí fui, a ese garaje atestado de lienzos vibrantes. A Spark lo encontré sentado en un cajón para
botellas a punto de retocar un cuadro con un pincel embadurnado de amarillo fosforito. Tanteó en el
cajón de botellas y sacó la libreta.
—No quiso verme. Nomás aparcar salió el jardinero. Me dijo que no
estaba y que me había dejado esto.
Spark me dio la libreta. Me senté en otro cajón. No tenía palabras y
me puse a mirar las pinturas. Pero no me fijé en los cuadros fluorescentes sino en un dibujo al carbón. Era un boceto minimalista. Dos
figuras de samurái luchaban a golpes de sable por dominar el espacio en blanco y unas líneas tenues creaban una sensación de movimiento que no se decantaba hacia ningún lado.
«Yo no quería creerle.
Me costaba ver tanto
designio en Hortensia.
Había tenido
amabilidades
conmigo, al margen de
los problemas.»
Yo no quería creerle. Me costaba ver tanto designio en Hortensia. Había tenido amabilidades conmigo, al margen de los problemas. La había conocido en exposiciones de arte a los que yo iba como
tantos estudiantes por el pica-pica y el Gallo peleón y nos había unido nuestra condición de expatriadas. Habíamos ido a bares por todo Los Ángeles. Cuando fue a Brasil me trajo una manita, un
puño pequeño de color negro que daba suerte. Perdí el colgante en seguida y recuerdo que me dio
apuro reconocerlo cuando me preguntó por qué no lo llevaba y había chasqueado la lengua al saber
que yo ya no la tenía. No todo había sido malo y me sabía mal perder amigos por tonterías.
En las siguientes semanas estuve reescribiendo la tesis como una posesa, pero el malestar no me
dejaba y un día llamé a Hortensia para charlar, para convencerme a mí misma de que yo no creía en
supercherías. Me dijo que se quería mudar otra vez, que quería alquilar la casa y vivir en la playa y
me acordé del apartamento en Moreno Valley.
—¿Qué se hizo del piano que tenías? —le pregunté.
—¿Qué piano?
—El que tenías en el apartamento aquel de Moreno Valley. Yo esperaba verlo en tu casa cuando te
mudaste y no…
—No te entiendo.
—Un piano francés, muy antiguo, un piano de cola pequeño, en una habitación con cuadros en el
suelo.
Zumbó el silencio del teléfono
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—Yo ya no tenía ese piano en Moreno Valley. Lo vendí cuando murió mi marido. Era tal como lo
has descrito.
Estaba jugando conmigo. Me estaba mintiendo.
—Yo sé que lo vi —le dije.
—Imposible. En ese apartamento sólo había una sala sin comedor y un dormitorio. ¿Dónde iba a
meter un piano de cola?
Colgué de un porrazo. La incongruencia me latía en el cerebro. Me fui al lavabo y abrí el botiquín
para robarle valium, codeína, lo que fuera, a mis compañeras de casa y así dormir y olvidar.
Esta mañana me puse los guantes de látex, cogí la ropa que me ha dado Hortensia y las fotos con
ella en una fiesta de cubanos, lo metí todo en mi coche y recorrí la autopista hasta enfilar una carretera de desierto.
Los segmentos de línea discontinua pasaban como flechas junto al coche. Me concentré en el horizonte donde los bordes del camino se juntaban. No veía el desierto, ese desierto donde un conductor
sin gasolina tiene tiempo de sobras de morirse antes de que lo encuentren. Llegué hasta la falla de
San Andrés, en un punto donde la grieta tiene menos de un metro de ancho.
Limpié una zona de broza, apilé ramas secas y las prendí con un mechero. Me puse los guantes otra
vez y eché la ropa y las fotos al fuego incipiente. Las llamas se avivaron y las estuve vigilando de
pie, de espaldas al coche y a la carretera.
Cuando las llamas se iban apagando he sacado la libreta negra del bolsillo y me he sentado en la
arenisca para oír crepitar las ramas. La humareda me ha envuelto dejándome el olor en el pelo y un
sabor acre en la lengua. He lanzado la libreta en el fuego y me he quitado los guantes de látex y los
he echado con la libreta.
Las llamas han chisporroteado justo cuando la brisa fría del desierto me ha clavado agujas de arenilla en la piel. Estoy sola bajo la bóveda cerúlea del cielo, en una circunferencia infinita de color
pizarro salpicada de matojos.
La portada de la libreta negra se ha consumido. Ha quedado en nada, en simples ascuas en un desierto sin caminos ni señales.
© Lesley Galeote
Lesley Galeote nació en Londres de padres españoles. Ha vivido en Inglaterra, España y Estados
Unidos, donde obtuvo un doctorado en literatura americana de Claremont Graduate University, Los
Angeles. Escribe narrativa tanto en inglés como en castellano. Ha publicado en revistas españolas
y de habla inglesa. Actualmente vive en Barcelona.
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Relato
RESQUICIO
por Roberto Cejas León
Ignacio se despierta con la cara empapada de sudor y unas fuertes convulsiones que desgarran su
espalda. No es fácil recordar aquello, y ahora, que han pasado apenas unas semanas desde que salió
del coma, le vuelven los recuerdos más nítidos que nunca, una imágenes que golpean su retina con
furia y le alertan del fracaso en su huida de la tiranía del recuerdo. No quiere recordar. Su hermana
pequeña ya se lo había advertido, llueve, no corras, pero quién iba a pensar.
Persigue las caricias de Carlos, que le atiende y tranquiliza, no pasa nada, ha sido un sueño. Ha sido
un sueño, él le besa y le convence de que ha sido un sueño. Pero no ha sido un sueño, ha sido un
recuerdo. Él le sonríe, es lo único que puede hacer, sonreír y besarlo, acariciar su húmeda mejilla,
besarlo, sonreír. Pero él no puede acceder a ese juego recíproco de miradas tiernas y argucias táctiles. Se levanta, vestido con un pantalón corto que apenas le cubre y se abre paso entre las sábanas.
Casi no puede levantarse, está débil y los brazos le duelen horriblemente cuando intenta moverlos
en un ángulo que no es el apropiado. Pronto comenzará las sesiones de rehabilitación, unas pesas y
algunas correas de las que estirar y podrá recuperar algo de movilidad.
Carlos ya duerme, acaso aún en el precipicio onírico que los separa, en las sábanas que se enrollan y
se pegan por todo su cuerpo. No hace frío, pero le encanta sentirse envuelto por un tacto algodonado, acurrucarse sobre él mismo en un tirabuzón. Ignacio lo mira, lo contempla, apenas lo desea.
Quiere pronunciar unas palabras antes de que se quede dormido, pero desiste, no quiere que las palabras cobren autono- «Se arrastra como puede a
la cama. Allí le aguarda
mía, prefiere retirarse al calor de un vaso de whisky.
Carlos con los ojos
Sólo un vaso, al día siguiente debe levantarse temprano, diri- entornados y el torso
girse a su centro de rehabilitación, conocer a las personas que desnudo. Lo abraza sólo
le atenderán, que le darán la mano y le sonreirán, le mirarán
llegar al borde de la cama,
de arriba a abajo y le sonreirán. Esa impersonalidad le aterra, se deja resbalar por su piel.
ese encuentro con lo extraño, con personas que le dirán empu- Sí, hacía tanto tiempo.»
ja más fuerte, ahora con el otro brazo, así.
Se arrastra como puede a la cama. Allí le aguarda Carlos con los ojos entornados y el torso desnudo.
Lo abraza sólo llegar al borde de la cama, se deja resbalar por su piel. Sí, hacía tanto tiempo. Para él
sólo es un paréntesis, un corchete en la representación de su vida, pero para Carlos es toda una vida
al acecho de que se levante, un anhelo perenne de que despertará y le hablará, esas horas de espera
interminables al lado de su camilla en compañía de cigarros y café, de lágrimas y promesas. Muchos
cigarros y café aguado de máquina fueron consumidos en aquellas horas implacables en que creía
jugar con la brumosa pantalla que separaba la espera racional y la espera ilusoria. A qué esperaba,
en ocasiones se preguntaba, como un personaje de Samuel Becket en un escenario absurdo.
Ahora que lo tiene entre los brazos, una pequeña lágrima le cae de los ojos, y él se ha dado cuenta,
la contempla de cerca, ha seguido con la mirada la caída de la gota, cómo se transforma y cae en la
perennidad de lo simbólico. Esa lágrima significa toda su existencia, significa la ausencia y el encuentro, el paréntesis que se cierra y da paso a otra cosa. En esa otra cosa están, y su deseo es descubrir qué les depara ese resquicio. Todo irá bien, de nuevo estamos juntos, se decían una y otra
vez, sin miedo al desgaste de las palabras.
Ya amanece. La luz que entra por las ventanas le indica que no debe tener miedo, que se acabaron
las violaciones de las leyes oníricas, el caos perverso del desconcierto, la certeza de que no fue un
sueño. Fue un recuerdo, no un sueño, aunque quizá un poco desajustado y con nuevos ingredientes,
pero la sustancia última que conformaba la construcción onírica no era de la materia de los sueños,
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sino de la realidad. Ahora, con la luz del día, Carlos lavándose y la cafetera en el fuego, el miedo ha
desaparecido.
—De un accidente de moto —le dice a la chica que atiende en el mostrador, quien no presta la menor atención y atiende las llamadas telefónicas de forma automática. Tras varias conversaciones
seguidas, pega un post-it en la pantalla que está a unos metros de ella y se dirige a Ignacio.
—¿Un accidente de qué? —insiste.
—De moto —le contesta.
—De moto... Espere un segundo allí al fondo.
Sentado, hojea una revista, espía a otro hombre que se acerca para sentarse, pero la imagen de la
moto desgarrándole la pierna no se le va de la cabeza. Si el accidente hubiera sido sólo con la moto,
la pierna destrozada, el brazo fuertemente contusionado, pero también apareció el coche, la lluvia
cayendo, el conductor que no se percató de la presencia de un cuerpo en la carretera y continuó, y
siempre la lluvia. Todo fue culpa del coche, que acabó golpeándole mientras estaba tendido en el
asfalto, y la lluvia seguía, y el mundo era un mar de sangre mezclada con barro. Es un recuerdo, no
un sueño. Sólo un volantazo, una percepción antigua y todo hubiera sido diferente.
—Hola, soy tu entrenador personal. Mi nombre es Marcos. —Sus palabras le llegan de lejos, como
con eco y lejanas. No está de humor para mostrarse simpático y sonreír.
«Pero está cansado,
destrozado, no debí haber
despertado, piensa en
estos momentos, e
imágenes le vienen a la
cabeza, le atormentan. Se
imagina tumbado en el
asfalto y el cráneo abierto,
se imagina las diferentes
formas de proceder en la
artesanía de morir»
—Yo soy Ignacio —articula al fin. Ignacio, casi ni se acuerda
de cómo suena su nombre en sus propios labios, y se oye a si
mismo pronunciarlo. Ignacio, ha dicho, y lo ha dicho de un
tirón, sin tartamudear, y tiene la sensación de un peso en el
pecho. Es cansado sonreír y comprobar que te sonríen, displicentes, haciendo alarde de su altura profesional.
El entrenador le enseña las instalaciones, la pequeña piscina
donde se realizan algunos ejercicios, los vestuarios, las toallas.
Entran en una sala llena de máquinas y de hierros, de
respaldos de algodón, donde huele a sudor y a piel. Hay máquinas para músculos concretos, y poleas que rechinan cuando
se les ejerce presión. Todo un entorno dedicado a reanimar la
movilidad del cuerpo, y ése será su lugar de trabajo.
El entrenador le ayuda a colocarse de espaldas a una máquina, con la columna bien apoyada en unos
respaldos. En frente tiene unas agarraderas que debe empujar hacia adelante y, de esta forma, unos
pesos colocados detrás ascenderán en el aire. Es un sistema no muy complicado que ayuda a fortalecer la zona del pecho y de los brazos.
El mero agarre le produce dolores. Y el entrenador insiste en que es posible, que le ponga fuerza de
voluntad, que es cuestión de concentrarse, y entonces mira alrededor, se impacienta. Cree que la
gente lo mira, de soslayo, directamente en los ojos. Ignacio persiste, la sangre se le agolpa en la
cabeza, y empuja con fuerza. Las pesas se mueven. Pero está cansado, destrozado, no debí haber
despertado, piensa en estos momentos, e imágenes le vienen a la cabeza, le atormentan. Se imagina
tumbado en el asfalto y el cráneo abierto, se imagina las diferentes formas de proceder en la artesanía de morir. Sería tan bella la muerte, dejarse llevar como en una ficción onírica, tan sólo otro rito
de paso. Pero se imagina tumbado en el asfalto, el cráneo abierto, una fuerte caída, y Carlos que se
acerca al lugar. Llegaría en su viejo coche y se aproximaría al cuerpo inmóvil, lo vería tumbado en
el asfalto, el cráneo abierto, y lloraría, después de haber aguardado su despertar pacientemente, entre
cafeína y tabaco. No era justo. Se le escapan las lágrimas, y se atreve a mirar a los ojos al entrenador, que le devuelve la mirada con gesto inerte, como quien está condenado a contemplar la misma
escena, otro que llora. Además de tullido, marica, parece pensar.
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Se seca de un solo manotazo la cara y coge las agarraderas. Ya no mira al entrenador, ni tampoco a
su alrededor, la imagen de Carlos le aparece nítida como en una pantalla, su mano cogiendo la suya,
su aliento pegado a su cara.
—Ponle más peso —logra articular. Y aprieta los dientes.
© Roberto Cejas León
Roberto Cejas León (1980) es psicólogo social y actualmente realiza el doctorado en ciencias de
la educación. Es docente por vocación y ha colaborado en algunas investigaciones sobre tecnología
y autonomía en personas con discapacidad. En sus ratos libres toca el low whistle y escribe relatos.
Ha ganado el primer premio Set Plomes (Mollet del Vallès) por su relato El viejo, ha sido finalista
en el certamen de literatura de terror Liter y uno de sus microrrelatos ha sido incluido en una antología editada por Telemadrid.
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Relato
LA GUARIDA DE LOS HOMBRES TOPO
por Miguel Ángel Teposteco
Cada hombre vivía su propia vida y pagaba su propio precio
por vivirla. Lo único lamentable era que tuviese uno que pagar
tan a menudo por una sola culpa. Era necesario pagar más y
más, en efecto. En sus relaciones con el hombre, el Destino no
cierra jamás sus puertas.
Oscar Wilde, El retrato de Dorian Grey
Una línea de ocho luces amarillas flotaba a varios metros del concreto, y a su espalda brillaba el
letrero rojo HOTEL. Era una noche sobre otras noches. Stoker bebió un poco de Coca-Cola recargado en el barandal del puente, indicó con sus anchos hombros que no sabía la respuesta de la pregunta de su amigo Narutillo, el chico flaco de camisa negra holgada. Era la noche sobre otras noches. Xata, en otra parte del cosmos (ciudad), hacía el amor con un Hombre Lobo, abrazados los
dos, la chaparrita junto al barbón montañés, con la luz apagada, como a ella le gustaba. Elizabeth, la
pelirroja sexy de rasgos duros, desamarraba su bota darketa en lo alto del cerro, y desde el marco de
su ventana observaba las tres líneas de luces amarillas de los puentes del Metro la Paz.
Ese mismo año, Stoker y Narutillo respiraban el aire fresco del Cole«Hay una chica
gio Azul de Humanidades, con esa salida donde un largo camino de
asiática, esbelta y
cemento apretado entre edificios, escoltado al final por dos jardineras
casi transparente
verdes, se abarrotaba de chicos y chicas. Luego los dos se subían al
microbús ruidoso, se detenían debajo del puente de Canal de San Juan, que vende comida
china en una plaza.
compraban pastel de bolillo y subían la escalera hasta un puente,
César se lo hace
donde pasaban por encima de la marejada de luces de los automóviles,
notar a Narutillo.»
en un extremo entraban blancas, en otro salían rojas. Llegaban a la
taquilla, compraban sus boletos y bajaban por otra escalera al andén.
¡A la guarida de los hombres topo!, dijo Fernando. Esperaron al metro que iba en sentido contrario
a sus casas, abordaron y se encaminaron a Pantitlán. Años después, en un sueño, Narutillo vería
repetido el mismo viaje, con la diferencia de Xata leyendo en el fondo del vagón, acostada sobre dos
bancas, y a Elizabeth en pantaletas, recargada contra una de las puertas, observando un anuncio
sobre detergentes. En las ventanas aparecía una noche eterna, la cual era poco a poco despedazada
por las inspiradas brazas que caen del cielo y le dicen a todos que tienen que huir a sus casas y
ocultarse, que se acerca el fin y todos terminarán muertos y podridos en las orillas de los ríos, lagos y cementerios.
Hay una chica asiática, esbelta y casi transparente que vende comida china en una plaza. César se lo
hace notar a Narutillo. Narutillo asiente y sonríe —todos han cambiado con los años desde el Colegio Azul—. Narutillo le dice a su amigo Todos nos dejamos llevar por el odio. Años antes, Stoker
sostenía un vaso de cerveza en una fiesta. Elizabeth bailaba debajo de las lámparas de brillo azul
tenue, parecidas a las antiguas de queroseno. Stoker la observó —la amo, le dijo a Narutillo un año
después—, ella se acercó a él, se saludaron. El asco por la cerveza llegó al estómago del chico, vomitó sobre los zapatos de la chica, luego soltó un Te amo. La pelirroja recordó el acontecimiento
con nitidez cuando se agachó debajo del agua de la regadera, mientras estudiaba las asimetrías de las
falanges de sus pies. Con el recuerdo entendió los problemas de los seres humanos (y no hizo nada
para remediarlos).
NARRATIVAS
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Xata despidió fríamente a Narutillo una noche húmeda después de una sesión de pláticas incómodas
y barrios desaparecidos en las ruidosas castañas de los movimientos humanos. Con las manos metidas en los bolsillos, la mirada posada en el pavimento y el odio en las entrañas, Narutillo paró un
momento antes de llegar al metro, sintió la vergüenza que se sedimentaba casi con el peso de los
siglos sobre su cuerpo, después partió por el mismo camino deprimente de siempre: línea amarilla,
línea morada, paloma de la Paz y el racimo gigante de luces que descasaba en uno de los montes
cercanos a su última estación; fue lo único bello esa noche.
Elizabeth, años más tarde, oiría el ruido estridente de la puerta del automóvil al romperse contra el
frente de un microbús. La sonrisa de su padre se congelaría en una fotografía y el ala de sangre saldría, dos milésimas de segundo después, del rostro de su madre, un ave rojiza que levantaba el
vuelo. Luego la oscuridad y, dos días después, el azul claro de las sábanas. Stoker y Narutillo platicaron mil veces en sus años en el Colegio Azul sobre sus amores imaginarios, sobre sus acostones
imaginarios, sobre su existencia imaginaria. Incluso llegaron a creer en una travesía imaginaria (que
con los años siguieron creyendo). Fernando les dijo a Stoker y a Narutillo, antes de llegar a Pantitlán, que se hicieran los dormidos para que el policía de la estación no los viera. Así el metro se
guardó unos minutos, hasta el confín oscuro donde estacionaban las máquinas. Con el reacomodo
del transporte para el siguiente recorrido, tendrían lugar apartado todo el camino a casa. Ellos imaginaban una escena de Homero Simpson, cuando descendió por una coladera hasta las profundidades de la Tierra y vio una sociedad secreta de hombres topos (comandados por Juan Topo).
Al abrir los ojos sonrieron. Narutillo (en el futuro) volvió a soñar con la escena, vio a Faye Wong
(la chica china) desparramada cómodamente en un asiento, esbelta y estética. Luego las criaturas
chaparras, pelonas y con enormes garras que se escurrían por las ventanas del vagón; eran los tan
temidos hombres topo. Las criaturas avanzaron con lentitud hacia los jóvenes, antes de que estos
dejaran de estar en el sueño con Narutillo, y regresaran al pasado que sí sucedió. El tren retomó su
curso y al regresar al andén, Narutillo, Stoker y Fernando vieron a esa pared de personas que se
acomodaba detrás de las puertas, con las caras muertas y las ropas opacas; sintieron tristeza. Narutillo despertó más neurótico de lo normal, cuatro años después.
Stoker encontró su momento de felicidad años más tarde, en la
misma fuente que Narutillo, nadie sabe si fue venganza. Narutillo
vio primero a Xata bailar reggae con ritmo, sensualidad y las manos
contraídas cerca de una explanada, debajo de la escultura de una
mariposa metálica. Un año después, Stoker y Xata se besaron, y
luego, sencillos en ellos mismos, hicieron el amor, y frente a paisajes parisinos de una película en la pantalla de la televisión, se
interrumpieron en un beso. Lupita vio a Narutillo varios días después de que se había recibido la noticia. Antes de jugar billar, con la
cara demacrada y la mirada temblorosa, Narutillo le dijo a su amiga No quería que ustedes me vieran así. Lupe lo miró con ternura y lo abrazó.
«Elizabeth comprendió
que la muerte la
perseguía; escondida
debajo del lavabo de
una casa solitaria,
sintió los insectos que
subían por su cuerpo.»
Elizabeth comprendió que la muerte la perseguía; escondida debajo del lavabo de una casa solitaria,
sintió los insectos que subían por su cuerpo. Recordó otros tiempos felices. Llegaba UNO por las
noches, había un movimiento convulsivo, el explotar uno dentro del otro, luego la mañana que penetraba en las cortinas, y la delicada sensación eléctrica que seguía el ritmo suave del correr de la
circulación.
Para ella era, como tantos otros días, la hora de levantarse (pues era el tiempo presente), verse desnuda en el espejo, mirar los labios rojos e intentar concentrar la vista en la máscara detrás del rostro,
hasta que las orillas de la imagen deformaran la joven fotografía y un monstruo por un segundo apareciera, frente al reflejo, frente a «Elizabeth».
Así fue que Narutillo volvió a verla pasar por la Facultad de Letras, así fue que un segundo se saludaron. Stoker recordó, en otro lugar de la ciudad, el sentimiento de ingratitud hacia su amigo, y Naruto recordó los ojos rencorosos de Stoker que lo miraron cuando las luces del metro titilaron y finalmente se apagaron. No eres la persona correcta para que te cuente esto, dijo el uno al otro. Sus
egos se inflaron.
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Lo que pasó entre Stoker y Narutillo fue casi teatral (su vida era una sana competencia hasta que se
rebasó el límite). Estaban en la explanada del Colegio Azul y tenían su plática común: Elizabeth.
Sus largas piernas, su torneado trasero y sus labios concebidos por los dioses. Luego la película de
Batman que les encantaba. Un payaso sale de un camión volcado, saca su ametralladora y dispara a
los coches de la calle. El héroe se acerca en una moto enorme ¡Arróllame, a ver si eres capaz,
ARRÓLLAME!, dice el payaso. El héroe, por un código de honor, derrapa para no matar a su enemigo. Era una metáfora que se confirmaría con los años.
Stoker y Narutillo vieron una obra de Dario Fo, uno de los personajes tocaba con mucho ritmo la
batería, a los dos les llamó la atención. Era la sensual Comisionada. Les giñó el ojo a los dos, ¿quién
lo iba a imaginar? Luego los vemos a este par, con la mirada fría, mientras las luces del vagón se
hacen cada vez más tenues (a veces se apagan) y sólo los destellos del túnel iluminan sus rostros. La
comisionada toca en sus mentes la batería, ellos repiten en su cabeza el giño. ¿Para quién habrá
sido? La batería suena más fuerte, al igual que las ruedas sobre los rieles que disparan chispas azules
y naranjas que queman a las ratas. La batería suena más fuerte. Las dos miradas de odio se
concentran más y los dos gritan en el fondo ¡ARRÓLLAME!
El experimento era sencillo, a ver quién cometía primero el homicidio. Xata hacía el amor. Luego
había ocurrido la separación, una señal en internet y una cita entre dos personas desconocidas. Narutillo lee un libro verde y se recarga en la caja de extintores del andén. Espera a Xata. La trova se
desperdiga por los pastos de Ciudad Universitaria y él y ella ríen a carcajadas. Tú me gustas/tú a mí
también. ¿Qué importaba vivir lejos? ¡ARRÓLLAME, A VER SI ERES CAPAZ!
Stoker sonrió frente a sus amigos y por un momento le pasó por
la mente que los rencores vuelven siempre. Sostuvo su vaso,
salió a la terraza y observó cómo las nubes dibujaban cosas
inconexas. Él caminaba en un laberinto de libros y las ciudades
enormes a su alrededor lo impresionaban, las torres plateadas de
metal pulido, la nave en forma de escorpión que gravitaba por
los cielos y el arrecife de casas orgánicas que crecían a lo lejos.
Ciencia. Darwin. Joker. Cerveza.
«El experimento era
sencillo, a ver quién
cometía primero el
homicidio. Xata hacía el
amor. Luego había
ocurrido la separación,
una señal en internet y
una cita entre dos
personas desconocidas.»
Arróllame, a ver si eres capaz. Alguien dijo en voz baja. Y Elizabeth se rio al espiar un salón de los de primer semestre en el
Colegio Azul. Narutillo le tocó el trasero, ella volvió a reír y lo miró fijamente, mientras la luz atravesaba su cabello rojizo…. Kiss. Xata en otro lugar miraba a su madre en la sala, su padre hacía
ruido en la cocina y ella recordaba cómo se encontraba el ombligo esa noche que todo le falló. Hubo
llanto, por supuesto. Y EL DESCONOCIDO alejándose, ahí donde aparecen Los pasos perdidos.
¿Dónde está él?, se preguntó varias veces, la tristeza la invadió noche tras noche. Igual a Stoker,
cuando la tristeza lo invadió noche tras noche.
Faye Wong (chica de apellido chino) abrazaría a Narutillo otra madrugada en el Hotel Plaza la Paz,
mientras el ruido de los carros a las afueras del lugar se intensificaba. Se disfrutaron tantas veces,
luego recordaron qué tanto se volaba cerca del sol para caer al vacío. ¿Habrían caído los dos? Daba
igual, eran miserables.
A todos los personajes de la historia se les deshizo la cara en llanto cuando le detectaron Parkinson a
una madre. A todos se les deshizo la cara cuando el chico golpeó las costillas del abuelo para que
este volviera a respirar. A todos les dolió ver a una chica tan joven ser sacada de entre los fierros
retorcidos de un automóvil. A todos les dolió el llanto de otra madre enferma de gravedad.
Xata comía ceviche de soya. Era lindo ver la línea de su escote. Sí, la vi allí bailando reggae, Narutillo le dice a Charlie mientras toman una cerveza, afuera del local de tortas grasosas donde el cielo
se deshace en llanto. Xata tiene unos ojos preciosos, mira hacia arriba, mira a un lado, hacia el otro
y aprecia su perfil frente al espejo, luego se acomoda el apretado vestido que delinea su cuerpo.
Siempre hace eso, relata Narutillo a su amigo. Su piel un poco naranja y un lunar que se asoma
cerca de su labio inferior. Rosa-labio-inferior-terso, repite.
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En su sillón, con la luz apagada, Narutillo pensó con mayor tranquilidad en la mosca luminosa que
se paseaba por encima de su cabeza. Recorrió con los ojos cada palabra, cada abrazo y cada rosar
del cuerpo de los últimos años, años eternos, años apócrifos. Ella. Ellas. El experimento. El desarrollo intrigante del aura de los hombres. En un segundo intermedio la música cesó y la aterradora
calle donde iniciaba la pesadilla se ensanchó. Me desnudaré por las calles azules… Se concentró su
cuerpo, atravesó el techo, sintió el aire frío en sus pies, miró los cables de corriente que se alejaban,
observó las distintas ropas blancas y harapientas que recorrían las calles. ¡Me verás caer como un
ave de presa! Los fantasmas recorrían el barrio. Regresó a la acerca, había una penumbra espesa y
en las casas gritaban. Stoker y él se miraban. Viejos hombres del Oeste vestidos como El Topo de
Jodorowsky.
Se odian tanto, por lo menos disfrutan humillar tanto al otro, que me los imagino acabando un tiroteo en una iglesia, sentados el uno junto al otro, los dos heridos por una bala en su costado izquierdo, y tú tapando con el dedo su herida para decir «moriré primero que tú, hijo de perra», dijo
Charlie a Narutillo, quien terminó por sorber su Coca-cola, sacó unas monedas de los bolsillos y
pagó la cena con un charco dorado opaco y plateado; las águilas descansaron sobre la bandeja junto
a los dulces de menta y los otros de color carmesí.
El papá de Stoker se fue a los Estados Unidos y jamás volvió; los niños aventaron las piedras a Narutillo hasta dejarlo inconsciente. Y los dos jóvenes supieron que el mundo tenía esos bordes por
donde se caían los barcos, donde los dedos de la luna acariciaban la tierra antes de que el sol abrazante y esclavizador saliera; todo en un sentimiento que se ocultaba debajo de esas camas, debajo de
los adultos que forzaban los zapatos para hacerse hombres, y peor todavía, creerse hombres importantes.
Y Stoker bajó primero del vagón. Narutillo después. Ambos subieron las escaleras y se posaron
sobre el puente flotante de la Paz, recargados en ese mismo barandal amarillo de siempre, donde el
cerro era visible con una luz roja que parpadeaba en la cima, como una antena de radio. Elizabeth
debía verlos desde la superficie de ese monte, tal vez su casa despedía la centella escarlata. Era ella,
seguro y yo la amaba. Dijo Stoker: ¿De dónde sacamos tanta mierda? Respondió Narutillo. Ambos
se miraron. Dieron un paso para alejarse. La cubierta de la noche era más fría de lo normal. ¿Tiempo
recobrado? No. Ni Proust se lo creyó.
El metro avanzaba. A través de las ventanas entraban pequeños cuadros de luz que iluminaban por
instantes la terca oscuridad. En el vagón sólo había dos personas vivas, ambas de carnes de petróleo.
En los asientos, calvos sin rostro con la piel babosa se tambaleaban de un lado al otro, figuras espectrales que observaban el espectáculo de los vivos. Ambos cuerpos de petróleo tomaron impulso,
los dos estaban solos, muy solos. Los tenis se golpearon fuerte contra el piso, los dos bultos se impactaron y las navajas penetraron la carne mientras la sangre empezó a caer al piso, en un débil hilo
que alimentó un charco rojo, iluminado por las luces esporádicas de las ventanas. Las navajas salieron y entraron, salieron y entraron, salieron y entraron hasta que uno de los dos cayó al piso. Un
hombre de petróleo, la sombra ganadora, salió otra vez para subir al puente de la Paz. Las luces de
la estación se fueron apagando y la sombra dejó un pequeño rastro rojo que en el último instante
desapareció en la oscuridad.
© Miguel Ángel Teposteco
Miguel Ángel Teposteco. Vive en el Estado de México. Estudia periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha participado en la Revista literaria Entre Líneas (Miami, EU), en la página cultural www.letras.s5.com (Chile) y
próximamente en la revista Cronopio (Colombia). También participó brevemente en la revista estudiantil ¡Ipso Facto! (México). Su literatura y periodismo tratan temas como la violencia física, la
mitificación del erotismo, la narrativa compleja o caleidoscópica, con el uso de abundantes referencias a culturas mexicanas y del mundo (principalmente África y Asia), así como el uso de símbolos
sincréticos (religiosos y mágicos), elementos metafísicos y surrealistas. Espiritualización del sexo,
el amor, la violencia y la sensualidad. Actualmente trabaja en la revista ContratiempoMX
(http://www.contratiempo.mx/v2/).
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Relato
CLUB
por Lucía Lorenzo
Sobre todo, el cloro. Impregnado en cada cosa. Ese algo volátil, persistente. Pero el club era así, el
club era eso. Infección, desinfección. Alrededor, sobre aquello, contra aquella persecución, ella podía nadar diez piscinas, y más. Era sana, era el colmo de la sanidad. Las cosas invisibles, quizá, le
gustaban. Entre brazada y brazada, esos lentos, muy lentos movimientos, pensó un poco más en eso.
Un largo trayecto para pensar. Y al llegar, al terminar el recorrido, las piernas allí, como un propulsor atómico. Se desplazaba. Desplazarse era el colmo de la sanidad. Quizá podría, también, acercar a
los otros su biografía. Se quedaba en el borde, respirando agitada. Había un motivo, siempre, detrás
de cada cosa, un motivo real. Entonces buscó, había buscado en sus posibles aficiones. Eligió una.
Hizo que tomara forma, que regresara. Había escuchado decir que se podía, que eso se podía. Se
quedaba semi recostada contra el borde de la piscina, respirando tranquila, envuelta en esa brumosa
estadía de sólo cloro, y cloro. Pensando, observando. Todo estaba un poco desfasado, en el club. Un
aplauso aislado y diez segundos después, la imagen del hombre aplaudiendo. A veces, el brazo de
un hombre de su misma edad, allí, cercano, húmedo. Se lo quedaba mirando, pensaba en brazos,
después era el perfil y en seguida, la voz del hombre, abierta, como un paracaídas oscuro, descendiendo. Era casi imposible saber qué era lo que decía. O quizá, no dijera nada. No estaba segura. Se
quedaba viendo aquello, toda esa infraestructura complicada, y
se asombraba cuando alguien, otro nadador o un profesor, le
«Pero el club era así.
contestaba. Pero el club era así. Comunicación, incomunicación.
Comunicación,
Las personas se paseaban blandas, casi desnudas, las caras
incomunicación. Las perapretadas, ceñidas, en sus gorras de goma. Todo se convertía en
sonas se paseaban
algo gutural. No era posible, por ejemplo, decir nada sobre ese
blandas, casi desnudas,
brazo. Ella podía mirarlo diez veces, continuas veces, sin obte- las caras apretadas,
ner ninguna información relevante. No había nada relevante, en ceñidas, en sus gorras de
el club. Pero desde el borde miraba hacia atrás, la celeste exten- goma. Todo se convertía
sión, y algo sucedía. Algo se concentraba, se concretaba. Nada- en algo gutural.»
ría una, dos piscinas más. Sería larga, extendida, una flecha
sinuosa que avanza, con sus escasos recursos. Quizá, había dejado de participar. Pero en qué momento había dejado de participar. ¿Cómo había dejado de participar? Eso no lo sabía. Había rastreado hacia atrás y no había encontrado nada. Después, eligió entre sus aficiones. O eso creía que
había hecho. O eso le dijeron que hizo, que hiciera. No estaba del todo segura. La secuencia temporal no era del todo clara. Nadaría. Cuando nadaba sentía que el tiempo, entre cada extremo de la
piscina, no era medible. O quizá era ella, que no sabía cómo medirlo. Le parecía que al regresar, allí
donde había estado recién, respirando agitada, serena, olvidando, el hombre de su misma edad ya no
estaría. Y sin embargo estaba. Pero siempre se podía volver a pensar en el cloro, impregnando cada
cosa, devolviéndole en dosis, dosificada, cierta sensación de control y bienestar. Sabía que algunas
personas hacían amistades, incluso en el club. Pensaba que quizá, que a través de muchos quizá, ella
podría avanzar en ese sentido. Y que si era el mismo brazo, o un brazo distinto, eso no era algo que
importara. Se quedaba así, respirando en el medio, contra la dureza práctica del andarivel, aparentemente despejada ahora, lejos del hombre, de la falsa euforia de los profesores, de las mujeres a un
costado. Se quedaba a mitad de camino, blanca o pálida, retirada o apartada, rumiando variables,
despejando posibilidades. Hasta que lograba entender una palabra, una orden, una frase. No podía
permanecer ociosa en el andarivel. Y, después, un dedo, señalándola. La orden era para ella. La
piscina no era una diversión, no era una broma. Recuperar la seriedad, le daba un poco de gracia.
Pero obedecía, era obediente. Esperaría la hora libre para ver cada cuerpo, cada cosa, como a una
novedad. Nadó hacia el margen donde el hombre gutural continuaba ocioso, vertical, flotando flojo,
como un recién nacido. Lo oyó reírse, esparcir su escasa, su torpe intensidad. Pensó que sería un
antiguo socio, el saludado durante todo el trayecto, el bienvenido. Ella no. Ella era la socia nueva, la
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que no conocía las reglas del club, la que confundía los motivos. Miró sus propios brazos húmedos
contra el borde y tampoco obtuvo ninguna información relevante. El hombre la miró, la vio mirándose los brazos, y en seguida se hundió una vez y dos veces, y arregló su escaso cabello, hacia atrás.
El profesor la miró, hizo chapotear un poco sus chancletas de goma, sacó un pie de allí y volvió a
introducirlo allí, y lo mismo con el otro pie, mientras el hombre seguía arreglando su escaso cabello,
hacia atrás. Las mujeres a un costado, las buscó. Todos esos cuerpos espesándose, agrupados bajo
una consigna que ella desconocía, rezumando consignas, órdenes inmaduras. Volvió la vista hacia la
celeste extensión y envuelta en el brumoso, violento eco, lo decidió. Sería, sólo, el colmo de la sanidad. Apenas el colmo de la sanidad. Y en seguida un largo, extenuante crol, hacía allá, y hacia acá,
fuera de la hora libre, lejos de los andariveles, de los sonidos guturales, de toda aquella persecución.
© Lucía Lorenzo
Lucía Lorenzo (Montevideo, Uruguay, 1973). Cuentos suyos han sido incluidos en la antología El
descontento y la promesa (2008) y en la publicación colectiva de los Premios Paco Espínola (2007)
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Relato
EL GUARDIÁN TRAS EL CRISTAL
por Javier Lidya
Terminó de masturbarse y se lavó las manos. Con un pañuelo limpió la sustancia viscosa del suelo y
lo arrojó a una papelera. Volvió a lavarse las manos. Antes de salir restregó con el pie lo poco que
quedaba en el piso para no dejar ningún rastro, al mirarse la suela tocó sin querer algo de esa sustancia líquida y volvió a lavarse las manos. Cuando salió de la trastienda su padre atendía a una cliente
habitual.
—Me pones también tres kilos de naranjas para zumo.
Juan fue directo a su lugar de trabajo, sentado al lado de la cristalera que daba a la calle, sacó su
libreta y comenzó a tomar sus apuntes.
—¿Cómo está? —preguntó la cliente refiriéndose a Juan.
—Bien, bien. Él está bien —contestó su padre.
Juan se percató de la conversación, dejó su libreta y se puso sus enormes gafas de montura de plástico negro.
—¿Le ayudo con eso, Magdalena?
—Pues sí, hijo, si no te importa sí. Necesito a un hombre fuerte y grande como tú, que esto pesa mucho.
Como solía con ciertos clientes la acompañó a su casa. Cuando
«Cuando terminó y tras
terminó y tras recibir una propina, esta vez generosa, volvió a la
recibir una propina, esta
tienda: sentado allí con sus gafas describía todo aquello que llavez generosa, volvió a la
maba su atención. Su padre siempre que su hijo se ausentaba por
tienda: sentado allí con
algún motivo echaba un vistazo rápido a la libreta, por si hubiera
sus gafas describía todo
algo de lo que preocuparse. «Ahora no llueve, antes tampoco lloaquello que llamaba su
vía»; «El suelo es feo»; «¿Todas las esquinas te parten en dos si
las atraviesas?»; «No me importan las estrellas detrás de las nu- atención.»
bes»; «Mi padre ha vuelto a mirarme la libreta». Eran las frases de esa mañana antes de ayudar a
llevar las bolsas a esa cliente. No tenía intención de invadir la poca intimidad de su hijo, pero los
médicos le habían dicho que aprovechara que él se expresaba mediante esos apuntes para vigilar su
estado de ánimo y sus pensamientos. Juan nunca había hecho daño a nadie, pero una vez estuvo a
punto.
El padre de Juan lo quería con locura. Tenía verdadera predilección por él. Para asegurarle un futuro, había decido incluirlo como dependiente en la tienda, negocio que había regentado durante
toda la vida. Cuando él ya no estuviera a Juan le quedaría una buena pensión, ya tenía cotizados más
de veinte años. Sus funciones eran sencillas, encargarse de llevar la compra a las personas que lo
necesitasen y ayudarle a colocar los pedidos más pesados en la trastienda, aparte de la función autoasignada por el propio Juan de vigilante casi permanente.
La relación con su madre, sin embargo, era más bien distante, tal vez el no comprender qué le ocurría a su único hijo había creado una barrera; donde el padre veía una oportunidad de explorar y
conocer a una persona muy distinta a todas las demás la madre únicamente sentía desilusión por no
poder hablar con normalidad con su hijo. La relación entre los dos progenitores de Juan era buena,
aunque en los últimos años se habían ido distanciando sin que él se diera cuenta.
Hacía mucho tiempo que Juan se sentaba frente a la cristalera y escribía en sus libretas. Era un hombre muy observador, y aunque muchas de las cosas que escribía no tenían sentido para su padre,
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algunas sí demostraban la atención que Juan prestaba a su entorno, lo que evidenciaba que no estaba
tan aislado como el resto de la gente pensaba. Su padre, sin embargo, había empezado a preocuparse, pues su hijo había pasado de observar por la ventana a levantarse cada vez que un vecino del
bloque pasaba junto a ella. En varias ocasiones incluso había salido de la tienda detrás de él. Su
padre tenía que llamarlo para que volviera dentro y al preguntarle por qué seguía únicamente a ese
vecino no recibía ninguna respuesta. Decidió no contárselo a su mujer, pues ya había demasiada
distancia entre ellos como para preocuparla por algo así.
El problema fue a mayores cuando un día su hijo hizo una de sus habituales visitas a la trastienda.
Su padre sabía de sobra con qué intenciones su hijo se escondía allí dos o tres veces al día. Los médicos le habían dicho que era normal porque tenía un problema en el control de sus impulsos, que
bastante era que sentía la necesidad de esconderse para satisfacer sus instintos sexuales. Su padre
siempre le dejaba papel e incluso en alguna ocasión dejó por allí un par de revistas, justo en el escondite que Juan utilizaba desde hacía años. Pero su hijo no miraba las revistas, como mucho al
terminar, se comía una manzana. Mientras su hijo se dedicaba a darse placer, su padre se acercó a la
libreta. Pudo leer frases como: «El cielo hoy no caerá»; «Las nubes se chocan y por eso llueve»;
«Todo tiene agujeros»; «La tierra ha parado de moverse. Ya sigue»; «Aquí pasa el hijo de puta, mañana lo mato». Su padre se sobresaltó al leer esta última frase. Dejó la libreta en su lugar y volvió
tras el mostrador. Su hijo salió con las manos empapadas, nunca había aprendido a secárselas bien.
«Al día siguiente el
padre no le quitó el ojo
de encima. Cuando más
clientes había en la
tienda, fue cuando Juan
tuvo la reacción que le
puso en guardia de
forma definitiva.»
—¿Qué has escrito hoy en la libreta?
—…
—Juan…
—Cosas
—¿Algo nuevo?
—…
—Juan…
—Todo es nuevo, papá.
Al día siguiente el padre no le quitó el ojo de encima. Cuando más clientes había en la tienda, fue
cuando Juan tuvo la reacción que le puso en guardia de forma definitiva. El vecino volvió a pasar,
como desde hacía unos meses, para tomarse el café en casa en vez de en el bar, tal y como él mismo
había averiguado. Juan arrojó la libreta al suelo y se pegó al cristal violentamente. En la tienda todos
se giraron hacia él pero su hijo no se inmutó, siguió mirando colérico, con sus gafas de montura
negras a través del cristal, aunque el vecino hacía ya unos segundos que había pasado.
—¿Le ayudo con esa bolsa, señora Enriqueta? —preguntó sin mirarla, observando todavía la calle,
fijo, obstinado.
—Si quieres, hijo… —contestó ella, un tanto asustada.
El padre no tuvo tiempo de reaccionar cuando su hijo ya salía de la tienda con las bolsas en dirección hacia su bloque, pues la clienta también vivía allí. Terminó de despachar a las tres personas que
quedaban y cerró a toda prisa. Cuando subió por el portal escuchó cómo su hijo llamaba violentamente a una puerta en el tercer piso, donde ese vecino tenía su casa. Ellos vivían en el segundo y era
en ese piso por donde el padre subía los peldaños de dos en dos para evitar que su hijo cometiese
una locura. Cuando llegó a su altura vio que tenía un cuchillo en la mano, por suerte el hombre no
estaba en casa.
—¡Hijo!
—…
—Juan…, ¿qué haces?
—Este hombre es malo.
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El hombre en cuestión lo había visto todo, en ese momento salía del ascensor. Era un hombre bien
parecido, unos años más joven que su padre, dueño de una pequeña empresa de electrodomésticos.
Juan soltó el cuchillo y por primera vez desde que su padre pudiera recordar, se abrazó a él. En ese
abrazo fue cuando el vecino y Juan cruzaron las miradas. Sus ojos no cambiaron de expresión, pero
el vecino quedó aterrorizado desde ese momento: captó el mensaje.
Juan seguía sentado tranquilamente delante de la cristalera. Apuntaba algo de vez en cuando y seguía realizando el trabajo que su padre le pedía, acompañando a algún cliente y ordenando los pedidos. Una de las ocasiones en las que su padre se ausentó aprovechó para arrancar una hoja de la
libreta y guardársela en el bolsillo: «Hoy mamá tampoco gemirá debajo de ese hombre».
© Javier Lidya
Javier Lidya (Salamanca, 1984) es el seudónimo de Daniel Calles Sánchez. Diplomado en Educación social / Posgrado en Servicios públicos y políticas sociales. Educador social para la Fundación
INTRAS, en convenio con la Diputación de Salamanca. Llevo escribiendo mucho tiempo pero es
ahora cuando he decidido empezar a enviar relatos a revistas y la última novela que he terminado
a varias editoriales. Desde hace más de tres años mantengo activo un blog que me sirve para
aprender y experimentar: http://cunetassecundarias.blogspot.com.es/. En el mes de julio de
2014 la Revista Narrativas me ha publicado un relato: «La extraña pareja».
NARRATIVAS
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Relato
MAL MENOR
por Patricia Nasello
Creo que todo empezó cuando le regalé a Mónica el juego de dormitorio. Total, ¿para qué quería yo
una cama de dos plazas? Claro, con el colchón y las sábanas, ¿qué esperabas que hiciera con las
maderas solas la pobrecita? Las frazadas las llevé a Cáritas. Me acuerdo bien de ese día, diluviaba, y
el paquete de colchas pesaba horriblemente.
Volví empapada. Se ve que antes, al salir, había dejado abierta la puerta del placard, la que tiene el
espejo. Me miré. Ahí estaba yo, chorreando agua en una enorme habitación vacía. Sola. Y la maldita
alergia de siempre atormentándome.
No lloraba. No se convulsionaba mi pecho ni se anudaba la garganta. Sin embargo brotaban lágrimas.
Aquella tarde aprendí que se puede vivir sin cama. Y sin paraguas.
Con los ojos secos, opté por la acción. Vacié todos los estantes, descolgué cada prenda. Por último
cerré la alcoba. Desde entonces no la he vuelto a abrir.
Al día siguiente observé el departamento con nuevos ojos. Sobre la pared, el cuadro del arlequín que
vos elegiste, la guitarra —fuera de uso— y los estantes con los álbumes. Los álbumes repletos con
las fotos de los dos.
Y resolví desprenderme de cuanta cucharita inútil, cuaderno de primer grado, florero, y camisón
encontré.
Rigurosamente clasifiqué muebles y objetos, valor afectivo y económico. Nada fue destruido. Nada
vendí. Entre parientes, amigos y necesitados, entregué todo.
En esta tarea de despojarme, ocupé otoño e invierno. Me queda lo que ves, el diván, las estatuillas
de ébano que coleccionaba mi viejo y los libros.
Ahora estoy espléndida, pero te confieso que frente al vacío que vos me dejaste, el de las habitaciones es una pavada. Y ya que estoy sincerándome te digo que no se por qué, pero tu expresión de
amigo preocupado, me molesta.
Pensándolo bien, llevate los ébanos. Papá te quería como a un hijo.
© Patricia Nasello
Patricia Nasello nace en Córdoba (Argentina) en 1959. En la Universidad Nacional de Córdoba
obtiene el título de Contadora Pública, profesión que no ejerce. Lectora empedernida, en 1999 comienza a narrar por escrito sus propias historias. Obtiene diferentes galardones, Segunda Mención
en Cuento Certamen Franja de Honor S.A.D.E. 2000 (Sociedad Argentina de Escritores), Primera
Mención Género Narrativa Concurso Manuel de Falla 2004, Primer Premio Género Ensayo Concurso
Manuel de Falla 2004, Mención Concurso La Mañana de Córdoba 2005, entre otros. A partir del año
2010 edita un blog, Esta que ves, donde publica textos propios. Su trabajo en la red le ha reportado publicaciones en otras bitácoras, revistas culturales y periódicos. A partir del año 2005 colabora
con la revista Otra Mirada S.A.D.O.P. (Sindicato Argentino de Docentes Particulares) a través de su
columna Para leer y disfrutar. Coordina talleres de creación literaria.
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Relato
TAL PARA CUAL
por Érica María Garay López
Polisemio no era feliz, acarreaba su tristeza por todos lados. Cuando llegaba parecía que se ocultaba
el sol. Pobre hombre, siempre melancólico. Cargaba su angustia desde hacía mucho tiempo.
En la secundaria, cuando le dio por usar las palabras como si fueran cosa suya, a todos pareció muy
rara su manera de preguntar: ¿Sabían que la voz cátedra puede significar nueve cosas diferentes?
¿Habías notado que errar suele ser un error, desacierto, equivocación o yerro? Empezaron a dejar
que hablara solo, pero eso no lo entristeció.
Tampoco fue la manera en que encontró un sobrenombre. Estaba en primero de primaria y todavía
le llamaban Policarpio, como dice la boleta de bautizo. La primera vez que utilizó un diccionario fue
tal su emoción que olvidó salir al sanitario y mojó sus pantalones. Todos se reían de él: ¡Poli se mio!
¡Poli se mio! Además de pedir a los burlones un par de planas de «se dice meó», su maestra dijo que
Polisemio era un nombre adecuado para alguien que gustaba de las palabras y que era tan listo como
él. A Policarpio le pareció genial y empezó a firmar como Polisemio. No, eso no le causó ni pizca
de tristeza.
Polisemio amaba el lenguaje, leía con fruicción y paladeaba las
palabras hasta encontrar en cada una su propio sabor. Ese «Después de ser maestro
de literatura, bibliotecario
truhán, mentecato, granuja, pícaro y bellaco no merece hablar
en castellano, se lamentaba al oír alguien malhablado. Señora, municipal y
me ha dado un empellón, se quejó en el camión que lo llevaba a cuentacuentos en la
la oficina. Es lo que quisieras, pelado, seguido de un golpe pro- plaza, consiguió empleo
de cartero, modo más
pinado con una bolsa que parecía de hierro, fue lo que obtuvo
por respuesta. Qué estulticia la del Presidente; tanta menteca- eficiente de llevar sus
tada, tanto dislate y memez, abruman, comentó en la reunión queridas palabras a
muchas personas.»
familiar un domingo. Nadie entendió lo que dijo y pasaba lo
mismo frecuentemente. Que muy pocos supieran el significado
de fárrago, ósculo o desbarrar, le ponía enfermo. De ahí brotaba su amargura.
Después de ser maestro de literatura, bibliotecario municipal y cuentacuentos en la plaza, consiguió
empleo de cartero, modo más eficiente de llevar sus queridas palabras a muchas personas. Cartas
inmaculadas, mensajes misteriosos, paquetes estrambóticos, llegaban a manos del destinatario envueltos en el amor de Polisemio. Entre más grande el sobre, más entusiasmo ponía al entregarlo. Y
fue así que le encomendaron entregar un paquete cubierto de papel de seda; como era translúcido
podía verse el contenido: un diccionario de sinónimos. Polisemio se sorprendió, no era común enviar diccionarios por correo y menos envueltos de manera tan delicada. Se fijó en el remitente: Ana
D. Y en un arrebato de curiosidad, subió a la bicicleta amarilla del reparto y voló hacia la dirección
anotada en la etiqueta.
Tocó la puerta, adornada con un maravilloso cartel que decía: Clases de gramática. Una mujer joven, que parecía un ave pequeñita, fue quien abrió. Diga, manifieste, declare, recite qué es lo que se
le ofrece, formuló cuando lo vio. Polisemio, al escucharla, sintió que algo parecido a la corriente
eléctrica atravesaba, cruzaba, traspasaba y recorría su cuerpo; al entregar el diccionario, sólo pudo
murmurar: su paquete fue devuelto, no hubo quién lo recibiera. La mujer miró con tristeza (al paquete, no a Polisemio), y en voz aún más baja que la del sorprendido cartero, susurró: es por demás,
te quedarás conmigo. Y con la mano desocupada arrancó el anuncio de las lecciones de gramática.
Al notar que Polisemio miraba con ojos de plato, explicó: ayer renuncié a mi puesto de profesora de
gramática, seré bibliotecaria en el Ayuntamiento.
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Policarpio sonrió de oreja a oreja. Tal vez si…
Sí, tal vez.
© Érica María Garay López
Érica María Garay López. Nací en San Miguel de Allende, Guanajuato. Soy Ingeniero Bioquímico y
profesora de Español de Nivel Medio, a lo que me dedico desde hace 15 años. Participo en el Taller de
Escritura Creativa del mtro. Miguel Ángel Duque de la UASLP.
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Relato
PRE (mortem)
por Diego Moya Álamo
Empezaremos por las presentaciones:
Mateo: Abuelo. Viudo Edad: 82. Enfermo de Alzheimer. Movilidad reducida. Vive solo. Sin más
datos relevantes.
Iván: Hijo de Mateo. Casado. 47 años. Sano. Dos hijos.
Laura: Esposa de Iván. 45 años. Ama de casa algo maniática. Se confirman filias y fobias. Dos
cesáreas practicadas.
Otto: Primogénito. 20 años.
Israel: Segundo hijo. 18 años.
Expediente narratológico. Suceso 128/7-3469834210 (34th Modern Precinct)
# 31 de diciembre de 2037 #
Iván, como cada mañana, antes de las 8.00 p.m., acude al domicilio de su padre para prepararle el
desayuno y (obligarle) a tomar los comprimidos indicados por el facultativo. Observamos cómo
aparca su coche, se baja, camina hacia la casa y abre con su propia llave. Hasta aquí todo normal.
Según el informe del técnico asignado, una vez dentro del inmueble, se observaron ciertos espasmos
musculares en el rostro de Iván registrados por el holter-face en una escala +10 que activaron la
actuación ansiosa del mismo. Minutos después recupera el control. Terapia post. Terapia regresiva.
—La radio estaba apagada. Eso fue lo que me hizo sospechar. Mi padre siempre la dejaba encendida. Era su único acompañamiento. Ya tenía el rigor mortis muy fijado cuando entré.
—Hoy es nochevieja. ¿Cómo le digo a mi familia que ha muerto el abuelo? Les jodo el día. Lo pasaremos juntos, como siempre. Mejor me callo y mañana cuando vuelva finjo que ha muerto el primero de año. Nadie notará la diferencia.
—Le besé la fría mejilla y lo tapé con una sábana. Tuve miedo, por eso demoré la noticia. (Técnico
indica: principio de asimilación).
En la segunda cinta vemos cómo regresa al domicilio familiar. Durante los 4.300 metros de distancia entre los dos puntos fijados recupera todos los niveles de referencia. Durante todo el día su comportamiento es normal. Silencio absoluto. Cumple con su pacto.
No hay desnivel hasta que suena un celular. Contesta Otto. Podemos leer sus labios. Cuelga y llama
al hermano (Israel), que reposa en una cápsula de grado 2 de inconsciencia. Se transmiten la información adecuada.
En paralelo, Laura cocina; Iván lee un panfleto.
Otto actúa de portavoz y comunica que no pasarán la NV en casa. Un amigo del pasado les ha invitado a una fiesta (no se determina espacio/tiempo) y van a ir.
Discuten, hablan, discuten y se largan antes de tiempo.
Laura tira la cena al triturador y reprocha a Iván no haber tenido cojones de retenerlos.
Desesperación mental de ambos, según el informe pericial.
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Iván arrepentido, asiente.
Ella grita. No son relevantes los insultos. Pero sí lo es que se adentre en el dormitorio conyugal con
sus pastillas y su botella, eso puede serlo dependiendo del espectro del análisis. Lo puede…
Iván, con la derrota personal diagnosticada, sigue con su lectura. Sin darse cuenta es año nuevo.
Antes de ir a por a su (padre muerto) intenta dormir.
Lo hace.
—El calor, fue el calor. Laura siempre desprendía mucho calor. Ya no respiraba. Serían las 7:00
a.m. Aparté las botellas que yacían junto a ella en la cama. Le quité el Orfidal de las manos. La tapé
con la sábana. Olía a sudor. Olía a química.
[...] Los llamé a sus dispositivos unas 15 veces. Pero no hubo señal de vida terrestre alguna.
Los hijos regresan, según nuestros registros, el día 2 de enero de 2038. Aprovechan el aturdimiento
de su padre (sospechan) y se encierran con llave en sus reposadores.
El padre acudió desesperado a nuestras oficinas. Dos muertos encima y, además, los hijos (sin
afectos documentados).
Le informamos de la negligencia cometida con el padre y su mujer: El retraso en la entrega de fallecidos nos obliga a informar a los controladores. No obstante si usted rechaza la oferta podemos
hacer la vista gorda.
—¿Qué oferta?
Le hacemos un 2 x 1. Trae 2 cadáveres y solo paga 1.
—Entiendo.
Rechazo por escrito y aporto prueba documental solícita.
Los dos hijos abandonan el centro antes de la hora final fijada.
Antes vemos cómo se detienen a la salida y leen el anuncio. Se miran de hito en hito. Toman un
transportador. Creemos el número Z44.
¿La tienes? Sí. Venga, antes de que llegue. Primero dispara Otto a su hermano. En la sien no falla.
Luego Otto se pega otro tiro.
—Iván llega 30 minutos después. No porta cenizas.
… Papá, vimos la oferta y no pudimos aguantarnos. Te ahorras otro muerto más. (Contenido de la
nota de suicidio).
© Diego Moya Álamo
Diego Moya Álamo nació en la Almería de 1974. Diplomado en Ciencias Económicas y
Empresariales, ha colaborado en prensa, (Ideal, La Voz de Almería), y en crítica especializada para
la Cadena Ser. Ha publicado el libro de relatos Mañana, otra vez (El Quid ediciones)
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Relato
DOS TEXTOS
por Topogenario
PIE
Labrar espacio en el mundo. Horizontal. Terrario. La luz se enguanta a los cuerpos que puedo poseer. Camisa. Pantalón. Arma percutida. Arrojar al río. Ahora sí logro sentirme. Escucho. Me palpo
resplandor. Resplandor o cuerpo, podré elegir y abdicar. No hablaré para mí. No lanzaré mis palabras en mi contra. Hablar para las palabras, y su decadencia. Estrujar tierra con mano fresca. Colocarse en posición para sentir tierra fresca en mano, codo, anudar, mirar hacia los vértices del cuerpo
sobre la grama. Anudar codo al hombro, doble nudo de palabras tiesas bajo el sol. En los márgenes
del río las piedras se lavan. Los cadáveres de las vacas podrían pasar flotando, que yo los confundiría con leños. Las sales del sol bañan mi cuerpo. Caen sobre el río. Mi sombra, apenas declive sobre
la tierra. El río saldrá al mar en un tiempo que desconozco. ¿Desde hace cuánto ya que he estado así
sobre este sitio? Si elevo la mano para tocar el cielo, ¿mi pie se elevará al mismo tiempo? Pisar lo
que toco, brisa. Brisa, me escucho. Las espaldas hacia la tierra. Ahora sí. Ahora sí me siento sentido
por la hierba. Me distribuyo en ecos y resonancias que se enroscan dentro de las hojas secas. Me
siento escuchado por el río. Los cadáveres de las vacas no saben que no estoy en la desembocadura
del mar. Las hojas en los tentáculos, verdísimos, de los pocos árboles, me aplauden. Yo he contado
todas las hojas sin moverme. Yo he contado ya. Pienso en los leños cadavéricos y no me siento navegar. Los muñones que soy están rojos. Me palpo estambre. Estambre o piedra lavada, semillero de
granos muertos, podré elegir. No me siento navegar. La tierra está negra y fresca, como si desconociese los hechos de las matanzas. Como si la hierba templase el aire. Como si yo templase la hierba,
¿puedo sentirlo? Como si el aire me templase a mí. Las rodillas flexionándose, elevándose sobre la
grama. Las plantas del pie hidratándose con el verdil del terrario. ¿No he estado aquí yo antes?
¿Como estremeciéndome sobre nieve? Silencioso, como el río congelado. Eterno como el hielo. No
ha aparecido nadie para avisarme que las aguas ya estaban corriendo. ¿Entonces no se me anunció
que el sensorio ya no estaba congelado? Que me percibirían desde millones de puntos, estímulos,
millones de flechas. Las matanzas terminaron. Mi camisa está abierta sobre mi pecho. Mis pantalones están abiertos bajo mi camisa. La humedad de la hierba penetra en mi boca cerrada contra presión, como si forzase mi válvula. Ahora sí me siento embolsado, recuperable, después de todo. Me
palpo camisa desbotonada, el río ronco de agua. Me hallo los ojos grávidos, como las raíces que
estoy siendo. Me ofrezco a mis ojos. Me someto a la responsabilidad del sol. En el río algunas piedras emergen como lamparones negros. No emergen. No han llegado. No se han ido. No se han movido. Yo nunca me he ido. ¿No estaré aquí después? ¿Las rodillas no se moverán, arrastrando mis
pies para hacerme sentir descalzo? La luz llega hasta mi cuerpo. Mi cuerpo me reclama a mí, como
si él fuese una ventosa que teme descarnarse. No hablaré para mí. No me sentiré para mí. Lanzar
para las palabras, y su decadencia. ¿Nadie vino a avisarme que las armas debían lanzarse hacia el
agua? Me palpo camisa sobre hierba, pantalón, terrario, el río ronco. Me escucho sentirme. Resplandor o cuerpo, los brazos, poco a poco, desmaderados. Los tejidos, tendidos. Poco a poco.
***
BUSCADOR
Este espacio imposible, inmodificado, digestivo, seguramente aquí no te pueda hallar. No te puedo
encerrar en mis jaulas. Busco, por ejemplo, un detalle, nuevo, que revele que me visitaste, números,
o signos, pequeñas barbaridades que muevo en mí, alta marea, según me fue dicho. Ojos, y sus coberturas, indicando dónde ver, qué ver, cómo ver, pero yo, según me explicaste, no sirvo para esos
hallazgos, premios consuelo. ¿Convendrían descripciones detalladas? O brochazos, inexpertos, mosaicos. Seguramente aquí no te pueden hallar ni los que nunca te buscaron. No correspondo, sólo
condiciono. No te puedo liberar en mis llanos, si esto es llano, y poco perturbado, secuencias de
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visitantes, espacio corto, alguna visita, la tuya, me llamó la atención. No reapareciste. Estoy de
acuerdo en que lo verdadero nunca reaparece, sólo cuando ya no puede ser, llega un halo, parecido,
apenas nítido, no, se equivocan, brutalmente. Las repeticiones siempre se equivocan. Pero yo, espacio imposible, inmodificado, planilla fija, yo, arma ciega, en un cañón estático, montado en un único
pozo, artesiano, yo, cómo decirte, cómo conseguirte, cómo verificar que yo te continúo. ¿Algún
comentario, quizá? Pausa. Nuevo visitante, venido de no se sabe dónde, para no se sabe qué, con
seguridad fruto de un buscador, no se sabe cuál. Alguien anónimo, violento. Y el anonimato, acto
aplastante, continuación de aquí, es decir. Dibujos, diseños, formatos, formaciones, lo de siempre,
hermano alguien. No hay sitios desconocidos. Ya no. Se agotó la ignorancia, pasemos a los nombres, que son sus fragmentos, más o menos camuflados, sobras de las cenas caníbales a la realidad.
Recuerdo el recuerdo, sin nada que lo tiñese, pinchazos cedidos a las palabras, ¿allí estás?, ¿aparecés? ¿Ya aparecés?, número, conteo, service provider, este espacio, digestivo. Recuerdo el día en
que nació el recuerdo como mi último día en libertad. ¿Hubo celebraciones? No condiciono, sólo te
correspondo. ¿Qué te gustaría? ¿Una anécdota, algo? ¿Un episodio, crónica, fresco monumental, un
cuadro sinóptico de un hecho menos violento que nosotros, derramándose de vida? Se nos derrama
sobre nuestras cabezas, voy avisando, para que quienes están debajo de mí se aparten y no se chorreen. Antiguos libertos. La libertad no me perfecciona, arma ciega, cañón, unidad con pozo propio,
encañonado hacia el cielo, pequeñas barbaridades que cubro, según me fue dicho, service provider.
Y el lugar en que nací, pequeño amor, ya estaba ametrallado. Pequeño amor conceptual. No tengo
neutralidad. La neutralidad es, por lo menos, imposible. Como este espacio, número, conteo, fluctúo, pero por motivos distintos, menos posibles, o menos serios. Alguna brutalidad entreveo desde
acá. ¿Te gustaría una anécdota?, no sé, algo. ¿Algo para ver, quizá? ¿Un hombre surcando el vacío
épico? ¿Un hombre en las sombras, concebido en un rapto, núcleo del millón de hombres, detrás de
millones de raptos? ¿Un fresco familiar? Burbujas, bestialidades, consumición, cenizas. Velo, ventralmente. No te puedo encerrar en mis aparatos. Próximas visitas, statcounter. No te puedo olvidar,
eras más que una impotencia aplastante, eras blanca, ¿algún comentario, quizá?, aunque reías como
negras. No existe ignorancia suficiente para describirte. No te puedo olvidar, si en algo estamos de
acuerdo. Sabías que las palabras te podían arrollar, que te atropellaría, y me visitaste, igual. De todas maneras. En cada versión posible, modificadas todas las variables, presentes quienes te arrancarían como un árbol mal podado de raíz, me visitaste igual.
© Topogenario
Topogenario. Escritor nicaragüense (Managua, 1980). Ha publicado la novela Fat boy (Montevideo: Gráficos del sur, 2010) y el libro de relatos Volumen con la editorial Leteo Ediciones (2013).
Está incluido en las antologías ¡De Acá! Algo de narrativa joven uruguaya de ahora (Uruguay:
Rebeca Linke editoras, 2008) y Flores de la Trinchera, narrativa nicaragüense (Fondo Editorial
SOMA. 2012). Blog: http://topogenario.blogspot.com.es.
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Relato
CASA DE MUÑECAS
por Rolando Revagliatti
Desde el comienzo se ensayó con vestuario. La sirvienta, con cofia. El doctor Rank, con piyama de
invierno y chinelas doradas. Krogstad, el procurador, con extenuado sobretodo oscuro y gorra. La
señora Linde, normal, de ciudadana contemporánea y argentina. Torbaldo, con smoking. Y Nora
Helmer (Casandra) de vedette, con altísimos tacos, brillos, plumas y sostén de estrella glamorosa.
Casandra había trajinado en teleteatros y programas cómicos. Krogstad participaba en concursos
nacionales de físico-culturismo. El doctor Rank estudiaba escribanía y la sirvienta, el profesorado de
historia. La señora Linde estaba casada y Torbaldo (Randolfo) vivía de rentas.
Desde las primeras improvisaciones, incluyéndose en el espacio dramático, el director instaba y
compelía en voz baja, turnándose, a cada actor. Sus alumnos concurrían a los ensayos y, a su
pedido, intervenían en papeles movilizadores, extemporáneos, patoteando, ridiculizando, invadiendo
con contundencia el hogar de los Helmer.
Nora siempre desesperadamente quería coger con su esposo cuan«El enamoradizo Rank
do no estaban solos. Él debía, entonces, sacarse a la pegajosa Nora
de encima, disuadirla y cuidar las formas, la compostura, justifi- se procuraba erecciones
carla ante los invitados y atenderlos, instruir a la servidumbre. (indicios de vida)
Torbaldo se resistía mientras la apelante y descomedida lengua de auscultando, palpando
Nora lo acicateaba en los labios o en las orejas, desabrochado, y frotando al plantel
hurgueteado, por esa lúbrica cónyuge. Caricaturesco tirabombas femenino, el que
Krogstad; la señora Linde, fina y solícita; el doctor Rank, acha- consultaba al facultativo
a raíz de malestares
coso y descalabrado médico, al pie de la tumba; impertinente y
imaginarios.»
jaranera la sirvienta. Krogstad y Torbaldo conformaban un dúo
rememorativo a lo Carlitos Gardel y Tito Lusiardo («Por una cabeza», «Buenos Aires, cuando yo te vuelva a ver»), y juntos cantaban amistosísimos y engolados,
machos y sensibles. Nora y Krogstad se enfrentaban en un duelo, Nora sin sostén, a teta limpia, armada con sus tetas, y el procurador, estilo Hormiga Negra, con una prótesis fálica. El enamoradizo
Rank se procuraba erecciones (indicios de vida) auscultando, palpando y frotando al plantel femenino, el que consultaba al facultativo a raíz de malestares imaginarios. Durante el tramo final, Torbaldo intercalaba textos de Nora a otros inventados por él, parecidos y diferentes en cada ensayo, y
aun en cada función, con Nora atornillada en el piso, escupiéndolo y emitiendo rugidos y gruñidos
crispados o estertóreos, trastornado de dicha Torbaldo posibilitando el surgimiento de tantas voces y
discursos: Michelángelo Antonioni, Pepe Arias, Adolfo Hitler, el indio Patoruzú, Lily Pons, «las
lolas yéndose a los puertos», un chanchullero, una contorsionista, un falangista y un republicano, la
recitadora Berta Singerman, y otros, y Mecha Ortiz y Roberto Escalada, y otros más, encarnando
Torbaldo en una cierta realidad a una Nora Helmer triunfante, Torbaldo inmisericorde, omnímodo,
agradeciendo a los revolucionarios de la escena, sin saltear a Vsevolod Meyerhold, Edward Gordon
Craig y Vakhtangov, que facilitaban ese despliegue desaforado, ese Ibsen: «Sí, tuve que sostener
una lucha atroz». Los actores accedían, en ocasiones, a un completo éxtasis, al nirvana (epopéyicamente despersonalizados), a lo inefable, a lo divino. Sin arredrarse, de sus roles se embriagaban y se
dejaban traspasar.
Randolfo, mientras, intima, entre otras, con dos mellizas, alumnas del director; y Casandra se casa
in artículo mortis con el tío de su madrastra, de quien hereda, una pequeña fábrica de maniquíes,
una casa-quinta en Loma Hermosa y un camión. La sirvienta, faltando poco para dejar de hacer
funciones frente a un público que envidia el furioso goce histriónico del elenco, se instala en la
vivienda del director. El doctor Rank mantiene relaciones esporádicas con la señora Linde, quien,
después, se separa del marido y se radica en Lima. El director, a los dos años de convivencia con la
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sirvienta, liquida a sus alumnos y al teatro, vuela a Lima y se instala en la vivienda de la señora
Linde. El doctor Rank es, desde entonces, alguien también alejado del espectáculo. Krogstad padece
una afección severa en la musculatura. Casandra vuelve a la tevé y Randolfo produce recitales
poéticos que presenta en entidades culturales.
La sirvienta va ya redondeando esta redacción y aguarda los efectos de una droga aborigen
centroamericana que potenciada con un litro de vino tinto, la hará disfrutar de intensidades emotivas
con lágrimas y sonrisas y secreciones que la incrustarán raudamente en la magia y en los abismos,
como con la rotundez congregada de aquellos personajes de la versión delirante y genial de la más
bien strindbergiana Casa de Muñecas.
© Rolando Revagliatti
Rolando Revagliatti. Nació en 1945 en la ciudad de Buenos Aires, la Argentina. Publicó en
soporte papel un volumen que reúne su dramaturgia, dos con cuentos y relatos y quince
poemarios, además de ―Revagliatti – Antología Poética‖, con selección y prólogo de Eduardo
Dalter.
Sus
libros
cuentan
con
ediciones
electrónicas
disponibles
en
http://www.revagliatti.net.
Sus
185
producciones
en
video
se
hallan
en
http://www.youtube.com/rolandorevagliatti.
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Relato
POR SIMPLES CUESTIONES LITERARIAS
por Leonardo Moreno
Era de aquellos hombres en los que a uno le enseñan a confiar; de cabello blanco, grandes lentes
redondos y voz de predicador. «Usted quiere ser escritor», me dijo. Apenas me percataba de su presencia, y ya estaba allí, sentado de mi lado en la cafetería de la Facultad. «Disculpe, ¿lo conozco?»,
interrogué. «Mire a todos esos» continuó, «pobres idiotas leyendo a los grandes autores, repitiendo
una y otra vez lo inalcanzables que son.» «Con permiso», dije, e intenté levantarme, sin aún salir del
asombro. Me tomó fuertemente del brazo y prosiguió, sin alterar el tono de su voz: «Usted, amigo,
aún no se percata de su misión; tal vez intuya, en las tardes melancólicas de escritura, su razón de
ser, su motivo en este mundo. Sin embargo, insiste en continuar, en apegarse a las ilusiones de una
vida normal, frustrante. En algunas ocasiones desea permanecer en su cuarto, escribir hasta altas
horas de la noche, pero luego, el tormento de sus exámenes en la Licenciatura, las demandas de esa
mujer de la cual cree estar enamorado, no se lo permiten. Por supuesto también se encuentra su familia.» Para ese instante, yo había renunciado a cualquier intento de escapar del lugar. Escuchaba
cada palabra con un sentimiento de fe. «A partir de hoy», sentenció, «te encerrarás en tu habitación
a escribir; sólo saldrás para comer y beber; te olvidarás de tus amigos y tu novia; tratarás a tus padres sólo como los mecenas que la suerte ha dejado en tu camino. Cada quince días vendrás a buscarme.»
Durante las semanas siguientes me esforcé por seguir todas las
«Durante las semanas
indicaciones. Pronto dejé atrás mis antiguas costumbres; decidí
siguientes me esforcé
incluso abandonar la Licenciatura. Los primeros proyectos de
por seguir todas las
escritura fueron relatos sobre ideas olvidadas en mis apuntes;
indicaciones. Pronto
ninguna de éstas me satisfacía, pero logré completar varias páginas.
dejé atrás mis
Cuando me encontré con el anciano, leyó de manera acelerada y con
antiguas costumbres;
un gesto indescifrable en su rostro. No expresó ningún regocijo ni
decidí incluso
decepción con mi obra. Se limitó a incitarme a continuar. Muchas
veces me pregunté si mis amigos o Natalia aún me recordaban. Los abandonar la
siguientes encuentros con mi nuevo maestro no cambiaron Licenciatura.»
demasiado. Siempre parecía medianamente complacido. Volvía a mi cuarto, decidido a encontrar
por fin una gran historia. Me retorcía y lamentaba mi situación; creía ser tan solo una ridícula
parodia de artista. Las crisis eran pasajeras. Mi siguiente propósito fue una novela; la terminé en
cuatro semanas frenéticas. Después salí a ver al hombre, pero nunca regresó a nuestros habituales
encuentros.
Todo parecía continuar igual para entonces. Me disculpé con Natalia, y no tuve ningún inconveniente en recuperar nuestra relación. Después de algunas llamadas, también retornaron los amigos.
En la Facultad no iniciarían las clases hasta dos meses después, así que tenía tiempo para pensar y
olvidar lo sucedido. Cada día, cada noche, me preguntaba quién había sido aquel sujeto, y por qué
fui precisamente el objeto de su atracción. Decidí renunciar a los proyectos de escritura; no lo hice
con amargura o resignación, sino dominado por un instinto de libertad, como si todo lo ocurrido
hubiera sido para mí un gran suplicio.
Pronto se inició el nuevo semestre en la Facultad. El primer día de clase decidimos encontrarnos con
Gustavo y Vladimir a beber algunas cervezas. Fue una mañana placentera, como las que solíamos
compartir tantas veces. No hice comentario respecto a todo lo sucedido; tampoco ellos se mostraron
demasiado curiosos por mi ausencia, pues en muchas oportunidades también habían abandonado la
Licenciatura. Luego del almuerzo inventé una excusa y me despedí. Mientras caminaba por el campus de la universidad, una compañera, con quien nunca había hablado y de la cual ni siquiera conocía su nombre, se acercó para informarme el salón correspondiente; la verdad, no había pensado en
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ese detalle. Después de un rato me animé a buscar el lugar. La puerta se encontraba cerrada cuando
llegué, pero aun así decidí entrar. Tal vez por una repentina sensación de timidez, o porque todavía
pensaba en varias cosas, busqué una silla en la parte de atrás. Como un sonido de fondo, escuchaba
la voz del profesor; no recuerdo sus palabras. Enseguida se produjo un silencio profundo, aunque
creo haber tardado en percatarme. Cuando levanté la mirada¸ el tiempo pareció detenerse. Los estudiantes habían formado una herradura, y los rostros se tornaban sobre mí. Entre ellos, estaba él: era
el anciano. No tuve fuerzas para ponerme de pie; una fuerza sobrenatural parecía atarme. De repente, todos estallaron en una carcajada.
© Leonardo Moreno
Leonardo Moreno es Licenciado en Literatura de la Universidad del Valle (Cali-Colombia). Ha publicado múltiples artículos en el periódico La Palabra —perteneciente a esta misma institución— y
diversos cuentos en revistas digitales. Actualmente cursa un segundo programa: Estudios Políticos
y Resolución de Conflictos. Tiene una novela inédita titulada Margarita no da a luz.
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Relato
LA IRA DEL CORDERO
por Erick Blandón
I
La noche que la radio clandestina dio la noticia de la formación del gobierno revolucionario se me
olvidó que estábamos llamados a silenciar toda emoción o alegría que pudiera parecer sospechosa de
simpatías con el movimiento armado; y desde mi cuarto le anuncié a mis padres que Ernesto
Cardenal había sido nombrado ministro de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional. Mi
papá llegó alumbrándose con un foco de baterías a amonestarme para que contuviera mis gritos de
regocijo. Debíamos alegrarnos, pero sin alertar a las fuerzas del mal. En el rezo del Rosario, al contemplar los Misterios Gloriosos, mi papá meditaba que la derrota de Somoza sería nuestra resurrección; y mi mamá encomendaba a Ernesto y a todos los revolucionarios para que la Virgen les permitiera el gozo de ver a su pueblo, por el que habían expuesto sus vidas y comodidad, libre de la
dictadura. Ese fue, entre el 4 de junio y el 19 de julio de 1979, mi vivir y el de millones de nicaragüenses que no estábamos en las líneas de fuego, sino en nuestros refugios esperando que las acciones bélicas llegaran al desenlace anhelado según fuera el bando para donde se inclinara la balanza
de las simpatías de cada quien.
Días y noches de carencia, hambre, tiniebla, zozobra, desesperación y miedo, mucho miedo que
tuvimos que pasar quienes constituíamos el objetivo de lucha de ambos contendientes: el glorioso y
heroico pueblo de Nicaragua, como lo llamaban en la radio. Un pueblo que, en su inmensa mayoría,
no empuñó las armas; pero que en su nombre y defensa alegaban dispararlas la Guardia Nacional,
por un lado, y la guerrilla revolucionaria por el otro. En mi casa todos simpatizábamos con las fuerzas rebeldes y con el gobierno de reconstrucción nacional, cuando se organizó en la sombra, y que
asumiría el mando al triunfo de la insurrección.
Mientras duró el bombardeo sobre la ciudad, mi papá, mi
«En mi casa todos
mamá y yo permanecimos en nuestra casa blanqueada, de musimpatizábamos con las
ros altos y lóbregos patios, con portones y canceles de hierro
fuerzas rebeldes y con el
oxidado, que yo llamo «El Convento de la Rabia», por la carga
gobierno de
de amargura, represión y sinsabores que ha gravitado sobre
reconstrucción nacional,
ella. Mis padres, igual que ahora, llevaban el hábito pardo de
cuando se organizó en la
la Orden Tercera, con el cordón de San Francisco de Asís que
sombra, y que asumiría el
les ceñía las cinturas. Ellos rezaban el Rosario en la mañana, a
mediodía y al atardecer. «Pongamos la esperanza en el Señor», mando al triunfo de la
decía con calma mi papá, que era un veterano de los refugios insurrección.»
anti bombas porque había venido a Nicaragua en 1944
huyendo de Europa a causa de la guerra y las huestes de Hitler. Sus palabras serenaban a mi mamá,
quien confiaba que a la caída del gobierno recuperaría la imprenta que le confiscó la dictadura. Mi
esposa y mi hija se habían ido, hacía tiempo, para España.
Desde el día que se generalizó la insurrección, no volví a mi trabajo en la Junta Nacional de Asistencia y Previsión Social (JNAPS). Estábamos escasos de víveres y alimentos, pero a veces venía
algún amigo o un vecino a dejarnos algo de comer, o yo salía a los alrededores a buscar comida, sin
alejarme del vecindario; y cuando llegaba la noche sintonizaba la radio que transmitía desde la clandestinidad para saber cómo avanzaba la situación. El ansia y el hambre nos devoraban. Mis padres
perdían peso, yo veía escuálida a mi mamá, él lucía ojeroso, y mi abdomen, que antes era abultado,
se había vuelto plano. La guerra me había hecho esbelto, al menos eso. Dándole para acá y para allá
al dial, y acomodando la antena para volver a captar la señal cuando se interrumpían las transmisiones, me daba la madrugada oyendo los partes revolucionarios entre himnos de guerra e interferencias, mientras mantenía el volumen muy bajo, por miedo a que un soplón somocista oyera, y nos
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denunciara. En el día casi no ponía la radio para ahorrar pilas, que ya eran escasas en los expendios;
además que no había mucho que oír sino a las emisoras oficiales del régimen asegurando que las
oficinas del gobierno habían vuelto a la normalidad y exhortando a los empleados públicos para que
nos presentáramos a trabajar. Mi mamá me decía: «vos no salís de aquí, a no ser que querrás que yo
me muera». Los autobuses no circulaban por temor a que en los barrios los vecinos les prendieran
fuego y casi no había calles por donde se pudiera pasar, el tránsito estaba interrumpido por las barricadas de adoquines que se alzaban en las calles y las autopistas. Además, había un pánico generalizado a que los agentes del régimen, sin razón alguna, te dispararan y aparecieras muerto en los cauces, a la orilla del lago o en un barranco, como les estaba ocurriendo a tantos. Ni pensarlo, si salía
nadie podría asegurarme que regresaría. No podía dejar abandonados a mis dos viejos.
Cuando alguien llegaba también traía noticias de los frentes o de la pérdida de algún amigo o conocido. A esas alturas había desaparecido de nuestras vidas la capacidad de asombrarnos. La gente
moría a granel y no había tiempo de enterrar a nadie. Los derechos y las garantías estaban suspendidos. La dictadura asesinaba por quitá quiero pasar y los rebeldes pasaban por las armas a los enemigos que caían en sus manos. Con gasolina se rociaban los cadáveres y se les prendía fuego en las
esquinas o en las cunetas. Habíamos llegado a familiarizarnos con la muerte, como si se tratara de
alguien conocido que pasa usualmente junto a nosotros.
El rumor de que el régimen se resquebrajaba corría como
reguero de pólvora, aunque nadie lo decía en voz alta, porque el
murmullo es un frente silencioso y desestabilizador que se escapa del control de quien ostenta el poder. Sabíamos que la
caída de la dictadura era cuestión de días u horas, pero no si
estaríamos vivos para entonces. Algo más, al horror del rugido
de los aviones que vomitaban la furia de la bestia acorralada, y a
los disparos de fusiles y metrallas, se sumaba la incertidumbre
de que la cosa fracasara y de que, como en septiembre del 78, el
ejército recuperara las ciudades y reiniciara la fatídica operación
limpieza, ahora con más furia por la desobediencia civil generalizada y por la simpatía creciente hacia los alzados. El gobierno
de los Estados Unidos, que había congelado la ayuda militar a la dictadura, ejercía fuertes presiones
internacionales para impedir un triunfo revolucionario promoviendo una salida negociada con Somoza, a quien le ofrecían dejar intactas sus fuerzas armadas si se comprometía a traspasar el poder a
personalidades políticas que gozaran de la confianza del Departamento de Estado.
«El rumor de que el
régimen se resquebrajaba
corría como reguero de
pólvora, aunque nadie lo
decía en voz alta, porque
el murmullo es un frente
silencioso y
desestabilizador que se
escapa del control de
quien ostenta el poder.»
En mi casa Ernesto Cardenal había sido estimado como si fuera un miembro de la familia, desde que
vivíamos en la calle Candelaria, adonde él y otros poetas e intelectuales como Manolo Cuadra, Joaquin Pasos, Calos Martínez Rivas, Juan Aburto, y hasta Carlos Fonseca Amador llegaban a menudo.
Eso debe haber sido a principio de los años cincuenta, antes de que Ernesto se sintiera llamado por
Dios a la vida contemplativa y se fuera al monasterio de la Trapa en Kentucky. Era cuando Jose
Coronel Urtecho, con su dedo índice alzado a la altura de la punta de la nariz, pontificaba entre los
letrados, que con excepción de Manolo y Fonseca, que simpatizaban con el comunismo, eran en su
mayoría de ideología reaccionaria como él.
En ese tiempo mi mamá, la poeta María Teresa Sánchez, tenía la imprenta y la editorial Nuevos
horizontes, que Somoza cerró y confiscó, dejándonos sin medios para vivir. Allí, desde posiciones
conservadoras, se conspiraba contra el gobierno y se hablaba de literatura en las tertulias que se
armaban. Luis Alberto Cabrales, que nunca abandonó las ideas fascistas de la Acción Francesa, me
daba muchos consejos, casi como un padre a su hijo, y no faltó quien me dijera que realmente él era
mi padre biológico, porque había un fuerte parecido entre nosotros dos y porque yo no tenía los
rasgos físicos de mi papá, Pablito Steiner, que era húngaro. Como los de Cabrales, mis rasgos más
que europeos se diría que son africanos, algo que él orgullosamente había exaltado en su poema
«Canto a los sombríos ancestros», cuando aquí todo el mundo de la cultura negaba tener orígenes
africanos o indígenas, porque se decía que con el mestizaje la sangre bárbara de indios y negros
había sido lavada por el torrente de sangre española. Aunque les dé risa, las más claras inteligencias
han sostenido por años que en Nicaragua no hay indios, mucho menos negros; porque el mestizaje
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nos habría convertido a todos en españoles blancos. ¿Acaso no han oído a gente de color oscuro
como el tizne proferir insultos contra indios y negros? A propósito…, una vez viajando por Europa,
en el aeropuerto de Berlín, el oficial que revisaba mi pasaporte me miró sorprendido y me pidió en
inglés que le dijera cuál era mi apellido. «Steiner», respondí. Me quedó viendo de pies a cabeza y
comentó: «Steiner es un apellido germano». Yo no supe qué responder, su asombro me dejó mudo.
Se acomodó los anteojos sobre el puente de la nariz, estampó el sello de migración. «¡Steiner!»,
masculló meneando la cabeza en un gesto de impotencia y, sin dejar de mirarme fijamente, me regresó el pasaporte y me dijo no sin cortesía: «Me sorprende ver cómo se deterioran las razas en esos
países adonde inmigraron sus ancestros».
Déjenme decirles que muy temprano fui consciente de mi aspecto físico. Un domingo, tengo seis o
siete años y visto mis mejores galas. Estoy con otros niños en el atrio de Nuestra Señora de Candelaria esperando que sea la hora de dar comienzo a la doctrina preparatoria para la Primera Comunión. «¡Qué muchachito más horrible es ése del corbatín rojo y las medias altas!», dice una señora
que me señala al pasar. En casa, al terminar de vestirme, mi madre, después de poner fragancia de
lavanda detrás de mis orejas, me besa frente al espejo y proclama que su hijo es el niño más bello
del mundo.
En la editorial Nuevos horizontes yo ayudaba con los trabajos de
«A propósito…, una vez
edición, corregía pruebas, escribía las notas de las solapas y de las
viajando por Europa, en
contracubiertas. También tuve a mi cargo la selección de poemas
para una antología que publicó la revista El pez y la serpiente. En el aeropuerto de Berlín,
el suplemento cultural de La Prensa escribí, por mucho tiempo, el oficial que revisaba
una sección semanal de cine y teatro llamada «Espectáculos», mi pasaporte me miró
sorprendido y me pidió
aunque por un tiempo apareció sólo con mis iniciales RS como
en inglés que le dijera
logotipo. Ahí, el 6 de febrero de 1966 hice publicar una selección
de textos de Rubén Darío dedicados al teatro. Eso fue para el cin- cuál era mi apellido.»
cuentenario de su fallecimiento, ocasión en que mi madre publicó
su libro El poeta pregunta por Stella, que es una biografía de la primera esposa de Rubén Darío,
Rafaela Contreras, muerta en plena juventud. En La Prensa yo colaboraba de muchas maneras; por
ejemplo, a la columna editorial que Pablo Antonio Cuadra publicaba semanalmente, le puse el nombre de «Escrito a máquina», aunque él no mecanografiaba ni siquiera con un dedo, porque sus artículos periodísticos los escribía a mano en el curso de varios días. La explicación de que ese nombre
de la columna aludía a la urgencia de teclear los artículos para el diario, a prisa y sin mucha reflexión, fue ocurrencia posterior de Pablo Antonio, cuando publicó una selección de esos editoriales
bajo el título de El nicaragüense. Son escritos para el periódico surgidos de la observación personal
del poeta sobre la historia y la antropología cultural; digamos que Pablo los escribía sin ninguna
pretensión filosófica o científica; pero, de repente, se llegó a considerar al libro como piedra ontológica sobre la que se sustentó la identidad mestiza como única y fija.
También introduje clandestinamente por la aduana los ejemplares de la edición de Poesía revolucionaria nicaragüense que, a principios de los sesenta, Cardenal publicó en México con Ernesto Mejía
Sánchez. Una colección de poemas anti somocistas que denunciaban la represión del régimen; y los
hice circular desafiando a la censura y al terror dictatorial. Cuando Cardenal abandonó la Trapa para
ingresar en un monasterio mexicano de los benedictinos, me pidió que recopilara sus Salmos dispersos en los periódicos y revistas de circulación local, y me hiciera cargo de publicarlos en un libro,
que fue un gran éxito y le atrajo la atención mundial. Durante el proceso de búsqueda y edición
mantuvimos una correspondencia muy fraterna y amistosa, en la que él invariablemente se despedía
con un abrazo en Cristo. Dieciocho cartas, que guardo como un tesoro, me escribió dándome indicaciones, haciendo sugerencias, pidiéndome hacer esto o aquello, mandándome a que hablara con uno
y con otro, hasta que todo estuvo listo para publicarse.
Ernesto Cardenal también era de ideología conservadora, católico devoto del Sagrado Corazón de
Jesús. Según él, gracias a los inescrutables designios de la Providencia, fue penetrado por el Espíritu
Divino la mañana que oyó el aullido de la sirena que abría paso a la caravana de Anastasio Somoza
García, cuando regresaba de apadrinar la boda de la muchacha rica que lo rechazó para desposarse
con un magnate. Ese fue, cuenta Ernesto, el llamado de Dios a su vocación monástica, y a partir de
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entonces empezó a alistarse para ingresar a la Trapa donde tuvo como maestro de novicios al monje
pacifista y poeta norteamericano Thomas Merton. Al final no fue monje trapense ni benedictino,
sino cura secular egresado del Seminario Cristo Sacerdote, ubicado en La Ceja, en Antioquía, Colombia.
Cuando volvió al país se fue a vivir a una de las islas del archipiélago de Solentiname en el Gran
Lago y fundó una comunidad campesina de compromiso con el Evangelio. Después del Concilio
Vaticano II, Cardenal evolucionó en su cristianismo hacia la teología de la liberación, llegando a
convertirse, sin ser un teólogo, en una de sus figuras mundiales más visibles. Así que en un momento Ernesto adquirió fama en todo el mundo por poeta hispanoamericano fustigador de dictadores
militares y sacerdote que favorecía a la revolución cubana, hasta llegar a ser el vocero internacional
de la revolución nicaragüense cuando su isla de Solentiname fue bombardeada por la aviación de
Somoza en 1977 y destruido todo lo que él y su comunidad campesina habían levantado. Así tuvo
que salir de Nicaragua porque había orden de detenerlo vivo o muerto.
A veces, antes de que saliera al exilio, yo lo veía en La Prensa
si venia de tránsito por Managua, y una vez participé en unos
retiros espirituales en los que habló del diálogo necesario entre
marxistas y cristianos. Para mí, Ernesto era un místico al que la
comprensión del dolor de los perseguidos había apartado de la
contemplación, para convertirse en un activista político. Era mi
héroe y padre espiritual, por muy lejos que se encontrara. Compartía su idea de que el anuncio del Reino pasaba necesariamente por la denuncia de la injusticia; pero nunca lo visité en
Solentiname, él era muy selectivo con la gente a la que le permitía quedarse unos días en la isla, donde promovió la pintura
primitiva de los isleños, que llegó a ser famosa, hasta convertirse en objeto de lujo para coleccionistas adinerados. En verdad, más de una vez pensé que Ernesto no me invitaba a Solentiname porque mi presencia podía resultar perturbadora a sus planes de meditación y aislamiento de la vida
mundana, pero eso a mí no me quitaba el sueño pues nunca he sentido amor por las islas, a lo mejor
por mi carácter extravertido; además que se decía que había expulsado con malacrianza a más de
uno que había ido a visitarlo.
«Después del Concilio
Vaticano II, Cardenal
evolucionó en su
cristianismo hacia la
teología de la liberación,
llegando a convertirse, sin
ser un teólogo, en una de
sus figuras mundiales
más visibles.»
Al poeta Beltrán Morales, que tenía un humor corrosivo, lo echó con la misma cólera de Dios al
expulsar a Adán del paraíso… Ahora me río, pero es que a Beltrán le encantaba hincar la yegua
hasta que la ponía a brincar… Ustedes saben que la comunidad contemplativa de Solentiname fue
originalmente una idea de Merton, que también pensaba dejar La Trapa para radicarse en el Gran
Lago de Nicaragua, lo cual no pudo ser porque la muerte le llegó en una de sus giras mundiales en
las que daba conferencias sobre el peligro de una conflagración nuclear entre los Estados Unidos y
la Unión Soviética. Así, murió mientras enchufaba un ventilador eléctrico en Bangkok, adonde se
hallaba de tránsito antes de venir a Nicaragua. Pues bien…, todos sabemos que en béisbol un bateador al tercer strike se queda out o, como decimos nosotros, se poncha; pero si ese tercer strike el
bateador lo hace agitando el aire en redondo con el bate, los narradores deportivos de la radio dicen
que se ponchó abanicando. Entonces cuando Ernesto, muy compungido, contaba en Solentiname
cómo había muerto su admirado maestro electrocutado con el abanico, Beltrán comentó como quien
no quiebra un plato: «En otras palabras, poeta, podemos decir que Merton se ponchó abanicando…»
(Carcajadas y ataque de tos). Y para qué quiso más Ernesto; ahí nomás lo sacó espeta perro, dio
orden de que lo subieran a la primera lancha que pasara y ni tiempo de despedirse le dio. Tres días
estuvo Beltrán en el puerto lacustre de San Miguelito esperando que llegara un barco de Granada
para regresar a su casa en Managua... (Acceso de tos incontenible).
Antes de que el tecolote cante dejemos la historia, por ahora, aquí. Ya saben que dicen que cuando
el tecolote canta el indio muere.
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II
Mi esposa volvió a España a raíz del terremoto, regreso que en cierto sentido fue su alivio; pero que
a mí me dejó desgarrado, porque con ella se fue mi hija. Durante los cinco años que vivimos bajo el
mismo techo se la pasó añorando a los suyos y lamentando el grave error de nuestro casamiento, que
fue obra de mi mamá; pues ella dispuso que yo no podía permanecer soltero, porque como católica
creía que lo natural y mandado por Dios era que el hombre no estuviera solo y formara una familia,
y como viera que yo no me interesaba en buscar novia, envió avisos clasificados a los periódicos
españoles anunciando que un joven dramaturgo, guapo, con solvencia económica y, según ella, muy
bien posicionado socialmente en Managua, buscaba novia para comprometerse seriamente. Cuando
recibió respuesta con fotografía de la que llegó a ser mi mujer, ella le remitió una copia de mi retrato
al óleo que pintara Omar d‟ León, en el que aparezco bastante mejorado. Después ellas dos
acordaron las fechas de la venida y de la boda, porque la condición era que la ceremonia se celebrara en la catedral de Managua y la fiesta en el exclusivo Club Terraza, para lo cual mi mamá se
enjaranó hasta la coronilla, pues nosotros no éramos gentes de posibilidades y siempre vivimos coyol quebrado coyol comido. Ella escribió toda aquella correspondencia en mi nombre, y a mí sólo
me informaba de los arreglos a los que iba llegando. En eso contó con la colaboración de sus amigos
de renombre, que también eran conocidos en los círculos intelectuales de Madrid.
A todas éstas, yo me había enamorado perdidamente de un
economista que un atardecer hallé extraviado en la taberna La «A mi mamá le
preocupaban mis
Espuela, que era el lugar favorito de la gente joven de los sesenta.
Me fui con él al Parque Las Piedrecitas donde tuvimos nuestro único maneras afeminadas
y mi falta de interés
revolcón erótico; porque él, honestamente, me confesó que tenía una
por las mujeres. Sus
novia; pero yo muy pronto descubrí que era amante del director del
amigos le dijeron que
Centro Cultural Nicaragüense Americano, con quien vivía. Yo sufrí
apasionadamente por su indiferencia, lo perseguía en los autobuses, con el matrimonio se
me quitaría lo raro.»
lo esperaba en la Explanada de Tiscapa, rondaba la acera del
Armendáriz y las mesas del Múnich o el Gambrinus para
encontrarme con él; pero sabía evadirme como si hubiera sido entrenado por el FBI para moverse
por la ciudad sin ser visto por mí. Le escribí cartas ilimitadas que jamás respondió, lo llamaba a
teléfonos que nadie contestaba. Entonces, cuando me emborrachaba me iba a llamarlo a gritos al
pent-house donde vivía con su adinerado amante en el barrio Sajonia, y allí me quedaba rondando la
esquina y dando voces hasta que llegaban los vigilantes y amenazaban con llamar a la policía. Lo
perdí de vista, pero no me rendí. Creí que podría conquistarlo y llevarlo al castillo cursi de mis ilusiones… Todo eso, mientras mi madre con afán y esmero preparaba la llegada de mi prometida a
Nicaragua. El economista después se casó, se llenó de hijos, pero mantuvo la relación con su viejo
amante.
A mi mamá le preocupaban mis maneras afeminadas y mi falta de interés por las mujeres. Sus amigos le dijeron que con el matrimonio se me quitaría lo raro. En conseguir ese objetivo se había empeñado desde que yo tenía catorce años. Fue cuando consultó a los médicos del hospital psiquiátrico
si lo mío era una enfermedad curable, y estos dijeron que con terapias y electrochoques podrían
enderezarme hasta convertirme en hombrecito. Once meses estuve yendo a la consulta. La terapia
consistía en hacerme hablar y hablar, para lo cual yo improvisaba fabulosas historias con doble sentido que al doctor le parecían muy entretenidas. Como la Sherezada de Las mil y una noche, con
cada cuento postergaba mi muerte electro convulsiva.
Un domingo, el doctor nos invitó a mis padres y a mí a almorzar en el Club Internacional Managua
con su señora, luego fuimos a su casa y mientras los adultos conversaban en la sala yo me puse a
armar un rompecabezas que estaba a medio hacer en una mesa del corredor. De repente, el médico
me pidió que por favor fuera a abrirle el garaje para guardar el carro, y después que metió el Ford y
yo cerré los portones por dentro, vino hacia mí que estaba terminando de poner el candado en la
aldaba. Sentí su aliento aguardentoso. Me tomó la mano y la llevó directamente a su bragueta para
que le palpara la verga erecta. En un abrir y cerrar de ojos se la sacó y me bajó el pantalón metiéndomela poco a poco, y diciéndome que para mí la única cura que había era dejar que me hicieran
aquello que él me estaba haciendo. Terminó y salió después de mí, a despedir a mis padres que me
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esperaban en la puerta de la calle. Me fui caminando, cabizbajo, delante de mi papá y mi mamá
hasta llegar a nuestra casa. No volví nunca más a la consulta. Pasado un tiempo, el doctor le dijo a
mi madre que no veía necesario aplicarme un tratamiento de choques eléctricos, porque lo mío tenía
otros remedios.
En mi interior yo sentía que mi vida era un desastre. En el colegio mis compañeros me hacían el
vacío, se burlaban de mí, no querían jugar y a veces ni juntarse conmigo, porque decían que sus
padres les prohibían tener amigos mariquitas. Aborrecía salir de la casa, porque cuando iba para el
Colegio Pedagógico, donde hice la primaria y secundaria, los muchachos en la calle me seguían y
me gritaban maricón, me tocaban las nalgas, me golpeaban frente a la complacencia de la gente
adulta que reprobaba mi amaneramiento. Ese viacrucis lo viví cuatro veces al día, de ida y vuelta a
clases en la mañana y en la tarde. Pensé que cuando terminara el bachillerato me libraría del suplicio
yéndome a la universidad en una ciudad lejana, donde nadie me conociera. Para ese tiempo yo había
escrito mis primeros dramas, los cuales enseñaba a los escritores que visitaban nuestra casa, y ellos
me alentaban a seguir formándome como dramaturgo, pero mi mamá había dispuesto que yo fuera
abogado y me inscribió en la Facultad de Derecho, en León.
Allí por primera oí vez hablar de la historia de los amores homosexuales de Rigoberto López Pérez,
el ejecutor del atentado en que murió el viejo Tacho Somoza, fundador de la dinastía, de lo cual se
hablaba en voz muy baja porque sus admiradores consideraban que eso era una afrenta que manchaba su virilidad y dimensión heroica, como si en las grandes epopeyas de la historia clásica no
hubiera habido amores entre los héroes del mismo sexo. ¿Acaso la furia de Aquiles en La Ilíada de
Homero no es provocada por el dolor que le causa la muerte de su amigo amado Patroclo a manos
de Héctor? Hay en la cultura maya de Guatemala, el drama danzario Rabinal Achí, basado en hechos
históricos, que cuenta las diversas acusaciones que se cargan contra el Varón de los Quiché, quien
se supone que al ser apresado estuvo dispuesto a que lo sodomizara el jefe Rabinal. Los detractores
de Rigoberto lo han descrito como un psicópata con trastor«En mi interior yo sentía que
nos de identidad sexual; pero hoy que se le valora como un
mi vida era un desastre. En
héroe nacional, debería hablarse libremente de su sexualidad
el colegio mis compañeros me
y no verla como un tabú incompatible con su heroísmo. El
hacían el vacío, se burlaban
haber tenido o no relaciones con otros hombres no le agrega
de mí, no querían jugar y a
o le resta nada a la audacia y temeridad con las que llegó al
veces ni juntarse conmigo,
sacrifico de la propia vida en aras de su ideal de ver a Nicaporque decían que sus
ragua libre del tirano. Para unos es un héroe, para otros un
padres les prohibían tener
villano. Yo opino que su sexualidad no debería ser piedra de
escándalo. Otros, valientes como él, habrán tenido o tendrán
amigos mariquitas.»
experiencias sexuales parecidas.
Siguiendo con lo de mi estadía en León, al mes de haber comenzado las clases se organizó el carnaval de estudiantes, y los compañeros de primer año de leyes me eligieron como su candidato para
Rey Feo. Yo acepté porque me pareció divertido y porque vi la oportunidad de conocer nueva gente
y pasar un rato de lo lindo. Me bautizaron con el nombre de Susto Primero, e hicieron carteles llamando a votar por mí. Apelaban a que nadie podía ser mejor Rey Feo que yo, por mi fealdad natural, al punto de que no se consideró necesario que llevara en el desfile bufo ningún disfraz. En mi
carroza yo iba arriba de una plataforma elevada vistiendo nada más una calzoneta. Así mi cuerpo
endeble, mis nalgas metidas, mis hombros estrechos, mi pelo murruco, mi nariz curvada y mis ojos
saltones quedaban expuestos a la vista de los que a mi paso coreaban, siguiendo a la comparsa:
«Susto, Susto, Susto, Susto, Susto». Fui el Rey Feo de ese año, y bailé el primer vals con la Reina
de los Estudiantes, la bellísima Indiana Orúe, que estudiaba odontología. Me divertí muchísimo y
logré mi objetivo: ser popular y atraer la simpatía de la gente. Atrás dejaba el escarnio diario de los
años de colegio. Ahora todos me saludaban sonriendo. En las ruedas de la facultad yo era omnipresente haciendo reír a mis compañeros con mis chistes y mis bromas. La vida era una fiesta; pero
pronto me volví divertimento para los chavalos de la calle que me perseguían a donde iba gritando a
mi paso «Susto, Susto, Susto, Susto, Susto...». Los nervios se me alteraron y volví a sentir el horror
de los tiempos de adolescente, al extremo de que dejé de salir y no volví a la facultad. Me parecía
que aquellas hordas me espiaban para ir detrás de mí en séquito coral. Me enfermé. Pasé muchas
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noches sin dormir, temiendo que llegara el día siguiente, pero me hice de valor y salí de la casa,
siempre con la cauda de muchachos gritándome, hasta que llegué a la estación, donde tomé el tren y
me fui para Managua.
Mi mamá me quiso forzar para que regresara a León, pero la amenacé con cortarme los pulsos si me
obligaba a ir a la universidad. El doctor del psiquiátrico la aconsejó, haciéndole ver que vocacionalmente yo no estaba inclinado a los estudios de leyes, que lo mío era el teatro y que mejor me
dejara ser lo que yo quería, dramaturgo. Unos meses antes había terminado una pieza en la que actualizaba el mito de Antígona en el contexto de la represión somocista que siguió a la acción de
Rigoberto contra Tacho Somoza, y la había mandado a un concurso de teatro escrito que patrocinó
la misma universidad. Luego, cuando a mi madre aún no se le pasaba el malestar por el abandono de
mis estudios de Derecho, recibí un telegrama en el que me anunciaban que mi Antígona en el infierno había ganado el primer premio en el certamen. Con esa pieza obtuve alguna notoriedad entre
los teatristas de la América Central y así mi padre terminó de convencer a mi mamá de que había
que darme la oportunidad de que me dedicara a escribir. Estaba contento, porque podría profundizar
en mis investigaciones de la tragedia griega y leer y estudiar por mi cuenta para ponerme al día con
el teatro contemporáneo, sin caer en el positivismo de quienes optan por una profesión liberal porque piensan que es posible convertirse en artista o escritor y estudiar abogacía, medicina u otra cosa
para ganarse el pan de cada día o tener una alternativa si fracasan como escritores. No…, la literatura, el arte, el teatro o el cine exigen dedicación constante, práctica y estudio a tiempo completo,
salidas en falso, ensayo y error. Nada que ver con la banalidad del éxito comercial y la fama. Sólo
los mediocres creen que la excelencia se alcanza sin comprometerse de manera radical con el oficio
que uno elige.
La llegada de mi esposa a Nicaragua y los entretelones de mi ma- «La llegada de mi
trimonio fueron el sainete más patético que jamás hubiera podido
esposa a Nicaragua y
haber escrito. Un trauma desde el primer instante en que nos vilos entretelones de mi
mos en el aeropuerto. La impresión que tuve fue la de que allí
matrimonio fueron el
mismo se dio cuenta de que yo no era el apuesto caballero de rasainete más patético
dionovela que se había imaginado por las descripciones de mi
que jamás hubiera
madre. Su rostro fue de estupor y desconcierto, por el aterrizaje
podido haber escrito.»
doble; no sólo en un país extraño sino también en una realidad
inesperada y opuesta a la que le habían prometido. Ustedes no se
imaginan el horror que se le dibujó en la cara al verme: Feo, pobre y, para remate, cochón…
Tampoco yo hice esfuerzo por esconder lo inocultable, aunque tuve compasión por ella. Pensé que
no le sería fácil sobrellevar la realidad a una mujer joven y guapa, que sale de su país al encuentro
con su prometido, lejos de su familia y de su entorno, y que al final del viaje la espera alguien no
deseado. Lloraba la mayor parte del tiempo y, para consolarla, mi mamá, que vivía en lo que diríamos la más absoluta de las negaciones contra una inobjetable evidencia, le decía que era normal su
estado de ánimo, que con el tiempo mejoraría, cuando se le fuera pasando la nostalgia por los suyos
y se adaptara a su nueva vida. Trataba de animarla hablándole de los preparativos de la boda y de la
alegría de formar una nueva familia. Le decía que su próximo cambio de estado civil le ayudaría a
dejar atrás la sensación de azoro y soledad que la afligía.
Ella callaba. Jamás pensó regresar a aquella España congelada en el tiempo. Eso se daba por descontado. Era la época de la dictadura de Franco, cuando las mujeres españolas no tenían derecho a
decidir por ellas. Estaban atadas a la tradición que las obligaba a depender de un hombre: el padre,
un hermano o el esposo. Nadie hubiera visto con buenos ojos que una mujer por sí y ante sí cancelara una boda acordada formalmente por su familia con los padres del novio; mucho menos que se
creyeran la historia de que volvía virgen. Eso hubiera sido un suicidio social, que habría merecido la
condena de la Iglesia, el repudio oficial y la abominación de su parentela. Así que no le quedó más
remedio que continuar con los planes del matrimonio.
Mi mamá había previsto hasta el último detalle. El casamiento civil, las despedidas de soltera que
para la novia organizaron las amigas nuestras, el vestido blanco bordado en hilos de seda en la casa
de costura de Lola Vijil, la corona de azahares de donde las Navarro, las tarjetas de lino, la boda en
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domingo durante la misa de once celebrada por el arzobispo en la catedral y frente a lo más granado
de la sociedad de Managua, la fiesta en El Terraza con 500 invitados y la luna de miel en las isletas
del Gran Lago. Yo no me enteraba de nada. Sudaba frío y los pelos se me erizaban de sólo imaginar
aquel culebrón en el que iba a ser el hazmerreír de la gente. Dejé que las cosas se dieran sin poner
ningún obstáculo y con resignación, pero en el fondo deseaba que del cielo o de la tierra surgiera un
imprevisto que me pusiera a salvo del ridículo y la librara a ella del oprobio. No hubo milagro ni
intervención divina que nos salvara a los dos de la catástrofe.
Terminada la ceremonia religiosa y después del banquete llegó la hora de la verdad, la del viaje de
luna de miel. Le supliqué a mi íntima amiga, la actriz de teatro Mimí Hammer, que no me abandonara, le imploraba que hiciera algo por mí con otros amigos cercanos. Bebí más champán que el
debido para calmar los nervios. Ella me decía que debía armarme de valor y afrontar la realidad,
pero yo le respondía que la única verdad era que yo no sabría qué hacer solo con una mujer en una
cama. Le pedí que viajara con nosotros a la isleta para continuar la fiesta y dejar que las cosas pasaran. Ella con otras amigas finalmente accedieron a acompañarme, advirtiéndome que en un momento determinado tendrían que dejarme con mi esposa. Me dijeron que irían con el pretexto de que
la embarcación tenía que regresar al muelle de Granada ese mismo día. Así nos acompañó un grupo
muy alegre y achispado por el licor y el champan, viajamos en caravana hasta el embarcadero. Ya
en la lancha seguimos bebiendo y bromeando, y parecía que a mí se me había olvidado el motivo del
viaje. Se quedaron hasta el día siguiente en las isletas y, sin que mi esposa oyera, me daban consejos
entre risas y chascarrillos, de cómo hacer para ponerme en forma para aquello que yo veía venir
como una tortura. Me angustiaba la idea de no lograr una erección. Los muchachos me aconsejaban
que no me afligiera, que imaginara que era un hombre el que estaría conmigo en la cama y que recordara la experiencia más cachonda de mi vida con un chico. ¡Como si la cosa fuera así nomás!
Pero antes de que el tecolote se ponga a cantar dejémoslo aquí, y vayamos a descansar que es necesario recuperar fuerzas para las nuevas jornadas.
III
El lunes por la mañana, cuando se preparaban para regresar, casi al borde del llanto les pedí que no
se fueran, que me llevaran con ellos; pero fue inútil, insistieron en que yo tenía un deber que cumplir. Mimí, con su don militar de mando, me ordenó sostenerme en los pantalones, y me quedé a
solas con mi esposa. Cuatro días después, por fin, se consumó el matrimonio. Ella quedó embarazada, y nunca más volvimos a tener contacto sexual con penetración, pero nos convertimos en grandes amigos, capaces de compartir las penas y las alegrías; y, sobre todo, el amor de la niña que nació
de nuestra unión y que vino a ser para mí la razón de mi existencia. Mi muchachita linda que, aunque ustedes no me crean, es muy parecida a mí, como si hubiera venido con mis rasgos físicos redibujados en bonito: mi pelo murruco en su cabeza se transformó en hermosos colochos. Morenita,
delgada y preciosa. El mejor regalo que pude haber dado a mis padres, una nieta que iluminaba sus
vidas.
En esa época yo era miembro del Teatro Experimental Managua, que ponía en escena piezas mías y
de Alberto Ycaza. Éramos un grupo de artistas e intelectuales que mirábamos el teatro como un
lugar de reflexión profunda, comprometido únicamente con el arte, y aspirábamos a una estética sin
concesiones al facilismo declamatorio del radio teatro o a la socorrida comedia del disfraz y el pastelazo, que es lo que aquí algunos entendían como arte teatral. En el grupo había gente formada en
Europa, América del Sur y los Estados Unidos que había estado expuesta al teatro de vanguardia, de
manera que experimentábamos con obras del repertorio europeo, latinoamericano y estadounidense.
En mí había hecho un gran impacto la obra de Tennessee Williams, que devela las hondas fisuras de
los individuos forzados a vivir una vida que no es la suya, sino la que les imponen las convenciones
sociales y la tradición. Seres que aparentan relaciones conyugales felices, pero a quienes corroe la
soledad que los atormenta y destruye. Yo imaginaba que el drama de un individuo puede ser el
mismo de miles y millones, sólo que encarnado por diferentes actores o actrices. Cuando veía a estos representar mis obras, notaba cómo eran capaces de olvidarse de sí mismos para convertirse en
personajes aislados por la incomunicación del matrimonio forzoso; entonces comprendía que mi
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historia personal no era particularmente trágica, porque compartía con otros los altibajos absurdos
de la vida.
Escribí también sobre el deseo sexual como factor desencadenante de las grandes epopeyas. Basado
en el mito griego, pero partiendo de Las troyanas de Eurípides, ideé un áspero diálogo entre Helena
y Casandra, quien enloquecida culpa, por puta, a Helena, de haber arrastrado a los pueblos aqueos y
troyanos a la destrucción y de haber provocado la muerte de sus hombres insignes. Es que, viéndolo
bien, tenemos que considerar que las guerras no sólo son motivadas por factores políticos, económicos o sociales, sino que ocultos subyacen el deseo y la pasión de los seres humanos como el motor
que mueve la historia. Deseo de posesión y dominio, por los que el amor y la lujuria pasan. ¿O
nunca se han puesto a pensar ustedes que el acto sexual es también político, una batalla cuerpo a
cuerpo de dos que luchan por poseerse mutuamente?
Cinco años viví con mi esposa, hasta que nos sacudió el terremoto de 1972. Ahí perdimos lo que
teníamos; menos mal que nos quedó en pie el Convento de la Rabia, construido por mis padres a
mediados de los sesenta, dentro del cual yo tengo mi propio apartamento, que es para mí un claustro
desde que mi hija y su madre se fueron en un avión que vino de España, con ayuda humanitaria, a
repatriar a los españoles damnificados. Así me quedé sin mi bebé, cuya ausencia no soy capaz de
llenar con nada; aunque voy a visitarla año con año para Navidad y hablamos por teléfono una vez a
la semana, su lejanía es para mí una inmensidad sin horizonte… Perdónenme las lágrimas, los que
tienen la dicha de ser padres o madres y están lejos de sus hijos sabrán comprenderme. Además,
quiero que sepan que en mi claustro trabajo en mis cosas literarias y teatrales, investigo, leo, escribo; y con frecuencia recibo a mis amigos, a quienes leyéndoles en voz alta les hago oír lo que
estoy escribiendo, a veces con los reclamos de mi madre que desde afuera me reprueba cuando me
oye decir algo que a ella le suena impropio. Mi mamá que, como les dije, es poeta y además pintora
puede ser tan severa y rígida como una abadesa en su clausura. De modo que yo, imitando a Sor
Juana Inés de la Cruz, he hecho de la celda, que es mi claustro cercado por la vigilancia y la censura,
el lugar donde es posible ponerle alas a la imaginación.
Después del terremoto y luego de una breve estancia en Costa Rica,
fui a parar como empleado de la Junta Nacional de Asistencia y Previsión Social (JNAPS). Les cuento que fue para mí una sorpresa recibir
un día una llamada en San José y oír al otro lado de la línea la voz
grave de una mujer que me decía: «Buenas tardes, Rolando, te habla
Hope de Somoza»; y yo, creyendo que alguien me estaba tomando el
pelo, respondí: «Qué fea es tu voz de hombre, Hope, a mí únicamente
me gustan las voces de sopranos», y colgué el auricular. El timbre del
teléfono sonó de nuevo, y la misma voz me pidió paciencia y me explicó que realmente era doña Hope, la esposa de Somoza, que me
llamaba porque quería que le ayudara a publicitar las obras de beneficio para los damnificados en la JNAPS, cuya presidenta era ella. Naturalmente no podía dar crédito
a lo que estaba oyendo. La señora, a quien nunca había visto de cerca, me informó que conociendo
mi trabajo de divulgador cultural en La Prensa pensó que yo sería la persona indicada para esa tarea, y que unos amigos del medio artístico le habían dado mi número y dirección en Costa Rica. Así,
dos días después estaba de regreso en Managua con un trabajo asegurado. Mi función —bajo el
pomposo membrete de Director de Relaciones Públicas— consistía en redactar y distribuir los boletines que anunciaban la inauguración de obras de beneficencia en los hospitales, asilos de ancianos y
orfelinatos. El sueldo apenas me daba para vivir, y si no hubiera sido porque la que fue mi esposa
trabajaba en Madrid, yo jamás habría podido mantener solo a nuestra hija. Llegué a detestar aquella
situación, en la que me movía entre serviles aduladores del régimen, chupasangres a los que me veía
obligado a sonreír para salvar el empleo en el que ganaba mi manutención y la de mis envejecidos
padres. Como otros miles, ponía mi esperanza en el triunfo de la revolución.
«¿O nunca se han
puesto a pensar
ustedes que el acto
sexual es también
político, una batalla
cuerpo a cuerpo de
dos que luchan por
poseerse
mutuamente?»
Cuando anunciaron por la radio que Somoza había salido huyendo del país, más que la alegría nos
ganó el desasosiego. Fueron verdaderos momentos de angustia. La situación cambiaba incesantemente minuto a minuto. Nos enteramos de que las ciudades más importantes seguían cayendo en
poder del movimiento revolucionario, que éste se hacía fuerte en Occidente y en el Norte; que en el
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Sur la Guardia Nacional había abandonado sus posiciones. La junta de gobierno se había instalado
en León. Ernesto Cardenal volvía a su tierra. Los soldados de la Guardia, leales a Somoza, huían en
desbandada, dejando regados tras sí los pertrechos y uniformes en las calles de Managua, cuando ya
avanzaban los insurgentes victoriosos. De pronto se mencionó la posibilidad de una nueva intervención militar de los Estados Unidos en el país ante la derrota y el desbarajuste de la Guardia Nacional, fundada por los marines gringos a final de los años veinte para contener a las fuerzas nacionalistas de Sandino. Ahora, los antiguos adeptos al régimen se habían vuelto temerosos y cambiaban
rápidamente su casaca pasándose al bando de los vencedores. Ser señalado de somocista podía provocar la inmediata represalia de la justicia revolucionaria. Se anunció que la Junta y sus ministros
llegarían en las próximas horas a la capital para reunirse con los jefes guerrilleros. En el Convento
de la Rabia mis padres respiraron aliviados y se contentaron con la noticia de la victoria, dando gracias a Dios por el fin de la guerra.
Yo estaba desesperado por salir del encierro para ir a ver qué pasaba afuera, más allá de mi vecindario. En las calles la gente iba y venía llena de regocijo por el fin de los bombardeos, unos y otros
especulaban en torno a la hora en que llegarían a la Plaza de la República los comandos y la junta
para celebrar la caída del régimen y la llegada de una nueva época de promisión. Todo era una tremenda algarabía. Recuerdo muy bien que yo me fui poniendo excitadísimo al ver alegre a la gente y
empecé a recitar a voces, como un loco, aquellos versos del Romancero gitano de Lorca que dicen:
«En las esquinas, banderas. Apaga tus verde luces, que
viene la benemérita», y los recité una y otra vez, hasta que «En las calles la gente iba y
llegó Beltrán Morales, quien se bajó contentísimo de su venía llena de regocijo por el
Minicar amarillo diciéndome «hermano, por fin es tiempo fin de los bombardeos, unos
de abrazos», y nos estrechamos palmeándonos las espaldas y otros especulaban en torno
muy efusivamente. Me dijo que ya la Junta estaba arribando
a la hora en que llegarían a
a Managua, y que venía a buscarme para que nos fuéramos
la Plaza de la República los
al recibimiento en las calles. Estaba muy agitado porque
comandos y la junta para
tenía la esperanza de encontrar a su hermano Manuel, quien
celebrar la caída del régimen
se había unido a la guerrilla nueve años atrás, y sólo había
y la llegada de una nueva
podido verlo clandestino una vez en 1977. Yo por supuesto
época de promisión.»
le dije que sí y que seguramente también podríamos ver allí
a Ernesto.
Nos fuimos a celebrar el triunfo. Mi mamá me hizo mil recomendaciones para que tuviera cuidado
porque se rumoraba que había francotiradores somocistas camuflados disparando a los simpatizantes
del nuevo gobierno. Mi papá me pidió que no olvidara contarle a Ernesto, en el caso de que lo viéramos, las oraciones que habíamos hecho por él. En el trayecto hacia la plaza fuimos encontrando
grupos de gente eufórica. Los conocidos que veíamos, delgados y ojerosos igual que nosotros, alzaban los puños y agitaban banderas. Había júbilo e ilusión en las miradas, se gritaban vivas y consignas victoriosas en medio del sonar de las bocinas de los automóviles y el ruido de los escapes de las
motocicletas. Se hacía difícil transitar porque la multitud iba creciendo cada vez más en las calles.
En las puertas y ventanas de las casas los que no podían salir hacían la V de la victoria con los de dos. Habíamos venido haciendo comentarios sobre los méritos de algunos de los conocidos que ocuparían diferentes carteras ministeriales cuando, aparentando la mayor gravedad del mundo dije, nada
más por torear a Beltrán, que sabía de buena tinta que la nueva directora del Teatro Nacional iba a
ser Socorro Bonilla Castellón, él me respondió con gran seriedad: «quién iba a decir que se necesitarían cincuenta mil nicaragüenses muertos para que un día la Socorrito llegara a dirigir el Teatro Nacional Rubén Darío». A mí me dio risa ver el falso asombro reflejado en su adusto rostro, y enseguida le dije que era una broma, nos reímos bastante y ahí mismo nos pusimos de acuerdo en atribuirle su comentario a Pablo Antonio Cuadra. En eso estábamos cuando nos dimos cuenta de que
sería imposible acercarnos en el carro a la plaza. Cada vez se hacía más difícil avanzar.
Nos detuvimos en la Casa del Obrero y caminamos con dirección al Palacio Nacional por las calles
y avenidas desbordadas de gentes que aclamaban a los guerrilleros, quienes arriba de camiones y de
toda clase de vehículos desembocaban en la plaza. En el aire atronaban disparos y ráfagas. Supimos
que los miembros de la junta revolucionaria y los jefes —acompañados por el Presidente de la Con-
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ferencia Episcopal y obispo de León, monseñor Manuel Salazar y Espinoza— ya habían descendido
de la unidad de bomberos que los transportaba. Imposible llegar hasta donde se hallaba la tarima con
los líderes. No se podía oír ni ver nada en el hervidero de personas de diferentes edades que no
parecían sentir el sol ardiente del mediodía. Los discursos no los escuchamos, no sólo por el ruido
de las ametralladoras y fusiles, sino porque estábamos bastante lejos de la plaza atrapados en la
multitud. Alguien que pasaba en sentido contrario al nuestro, dijo que los oradores habían terminado
de hablar y que sólo quedaban algunos altoparlantes con música de protesta animando a los miles de
gente que se encontraba en la plaza, abrazándose unos a otros, entre lágrimas y risas, llorando por
los caídos y felices por haber triunfado. Era un sentimiento indescriptible. Beltrán se esforzaba por
reconocer a su hermano entre los barbudos en uniformes militares improvisados, pero no había señales de él.
Oímos que la Junta de Gobierno se instalaría en el Hotel Camino Real, al otro extremo de Managua,
y que allí harían oficial el nombramiento del nuevo gabinete. Beltrán me dijo que seguramente allí
podríamos ver a Ernesto y saludarlo. Claro, su objetivo más que ver a Ernesto era abrazarse con
Manuel, su hermano, y llevarle noticias suyas a su mamá. Nos dispusimos a viajar hacia allá, era
difícil que pudiéramos acercarnos a los líderes, pero merecía la pena intentarlo. Sorteando a la multitud y de nuevo en el carrito, esquivamos los escombros y cruzamos el antiguo centro de Managua.
Hicimos un viaje muy lento hacia la carretera, que estaba atascada por
«Sorteando a la
los camiones en los que habían llegado los guerrilleros de la montaña
multitud y de nuevo
y los llanos de las regiones del norte y el centro. Los vehículos circulaban muy lentos. Beltrán conducía escudriñando con la mirada
en el carrito,
humedecida a cada uno de los milicianos que veía, pues no perdía la
esquivamos los
ilusión de al menos saludar de lejos a Manuel. Yo no hablaba, iba
escombros y
rumiando para mis adentros la terrible posibilidad de que hubiera
cruzamos el antiguo
muerto, y me decía: y si no vuelve, y si alguien conocido le dijera que
centro de Managua.»
su hermano entrañable había caído en alguno de los frentes en las
últimas horas. No quería ni imaginarme cómo lo habría de tomar Beltrán, que lo amaba de manera
especial porque habían crecido y hecho planes juntos para cuando viniera el tiempo de la libertad sin
la dictadura. Recién me había dicho, citando a Vallejo, que su hermano le hacía una falta sin fondo;
y recordé que en 1973, cuando dieron la noticia de la muerte del poeta Ricardo Morales Avilés y
otros guerrilleros, Beltrán silenciosamente se acercó a la redacción del diario La Prensa para ver,
ansioso, una a una las fotografías de los cadáveres hasta que estuvo seguro de que realmente se trataba de Ricardo y no de Manuel Morales, lo angustiaba el temor de que hubiera una confusión por
llevar ambos el mismo apellido; y ahora no querría volver a su casa con una noticia dolorosa para su
madre que había pasado demasiados sufrimientos.
Por aquí y por allá se veía a los periodistas de las cadenas extranjeras que hacían tomas con sus cámaras y hablaban a través de sus micrófonos transmitiendo al mundo el alborozo de esa tarde irrepetible. Al fin, sudando y ahogándonos por el calor, llegamos a las proximidades del Camino Real.
Nos bajamos del Minicar que dejamos estacionado junto a un barranco. Con mucha dificultad nos
fuimos andando, casi corriendo, al portal del hotel donde había la mayor cantidad de carabinas que
he visto en mi vida. Jadeábamos. Se oían voces de mando que ordenaban o contraordenaban a unos
y a otros. El color verde olivo invadía los sitios. Unos escoltas cerraban el paso mientras otros lo
abrían a la gente que solicitaba entrar. No hallamos rastros de Manuel, y Beltrán a ratos parecía
deprimirse lo cual me preocupaba mucho. Todos trataban de hacerse un lugar en medio de la nube
inmensa de fotógrafos y camarógrafos que hablaban en diferentes lenguas. Periodistas de radio y
televisión del mundo entero que luchaban por conseguir una exclusiva con cualquiera de los miembros de la Junta o con uno de los jefes barbudos, que a esas horas nadie podía identificar con certeza. No se sabía quién era quién.
El más conocido y famoso, sin duda, era Ernesto Cardenal.
Paremos de hablar. No sea que venga el tecolote a cantarnos, y yo no pueda terminar mi historia.
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IV
En medio de aquel tumulto Beltrán y yo caminamos hasta llegar al salón donde estaba la Junta en
pleno en una conferencia de prensa frente a una batería de centenares o miles de periodistas, que
transmitían en directo a sus países las declaraciones y decretos del nuevo gobierno. «Allá está Ernesto», me dijo Beltrán con la voz atropellada por la emoción. Yo, por mi baja estatura, no lo divisaba, a pesar de que trataba de mantener el equilibrio parado sobre las puntillas de los zapatos.
Cuando se hizo una pausa y parecía que habían terminado las preguntas y respuestas, nos abrimos
espacio entre los periodistas para acercamos más al punto donde se amontonaba la gente. El calor
era insoportable. Los reflectores que producían una luz blanca y cegadora se multiplicaban desde
diferentes ángulos hacia el punto donde nos encontrábamos ya, a pocos pasos del estrado. Entre los
líderes vi a Ernesto meditabundo. Tenía la cabeza inclinada y el mentón contra el pecho, la barba
entrecana y el pelo corto salpimentado habían dejado de ser oscuros. Ya no llevaba la sotana cremaclaro que le estilizaba la silueta. Vestía bluyines y cotona de manta blanca. Unas sandalias de cuero
que dejaban ver sus pies desnudos remataban su figura. Lo vi íntegro en su humildad nazarena.
Pensé que meditaba en los graves asuntos que como una cruz, desde ese momento, tendría encima.
Yo lo saludaba con señas. Alzaba la mano mientras Beltrán lo llamaba a voces por su nombre, pero
no parecía que escuchara. Sin embargo, cuando al fin levantó la vista, nos reconoció.
Los periodistas que lo abrumaban notaron que no oía ni respondía sus preguntas, porque tenía puesta la mirada en dirección «Me fulminó con los ojos y,
al cabo de unos
hacia dónde estábamos nosotros. Nos acercamos como a unos
segundos, me señaló con
dos metros y le dije, haciéndome oír en el bullicio, con la voz
temblorosa por la emoción: «Mi papá y mi mamá te mandan el dedo índice, como si
saludos y quieren que sepás que han estado rezando por vos». viera en mi frente la
Se hizo un silencio alrededor, los periodistas extranjeros, des- marca de la bestia
aborrecida, o en mi mano
concertados, me miraban a mí y luego a él; a lo mejor trataban
derecha el número seis
de indagar quién era aquel extraño que con tanta confianza
hablaba de oraciones al héroe, al poeta, al sacerdote, al mito. repetido tres veces.»
Ernesto ahora lucía transfigurado. Parecía un cordero poseído
por la ira. Me fulminó con los ojos y, al cabo de unos segundos, me señaló con el dedo índice, como
si viera en mi frente la marca de la bestia aborrecida, o en mi mano derecha el número seis repetido
tres veces. Iracundo, como un ángel de fuego, levantó la voz, y de su boca salió un grito enfurecido
como una espada aguda: «Somocista», me dijo. «Sos un empleado de la mujer de Somoza. Andate.
Nada tenés que hacer aquí».
Una cascada de sudor frío se precipitó por mi nuca, helándome la columna vertebral en el centro de
aquel bochorno. Las mandíbulas me traqueteaban y me atacó un temblor de la cabeza a los pies, los
ojos se me nublaron. No sé si las lágrimas llegaron a correr. Sólo recuerdo que tenía un nudo en la
garganta. Creo que me quería morir al sentir sobre mí, como si fueran cuchillos, los ojos de tanta
gente que atestiguaba mi condenación. Aunque no tenía duda de que la reacción furibunda de Ernesto tenía su origen en la homofobia aprendida en el Colegio Centro América de los Jesuitas y en
su miedo cerval a la homosexualidad, llegué a pensar que en cualquier momento uno de los milicianos de los cientos que andaban armados por allí me expulsaría a empellones. Me quedé inmóvil
esperando lo peor, que me llevaran preso e incluso que terminara mi vida frente a un pelotón de
fusilamiento. ¿Vos sabés lo que significaba en esos momentos de euforia bélica que te llamaran
somocista, y más aún si quien te lo decía era Ernesto Cardenal con todo su prestigio y autoridad
revolucionaria? Menos mal que si algo me hubiera pasado, de alguna manera tendría que haber sido
registrado por las cámaras de la prensa que se disparaban incesantemente. Beltrán me pasó la mano
por el hombro y me empujó hacia la salida. «Esto es un despelote», me parece que dijo, «nadie reconoce a nadie. Mejor vámonos de regreso que ya comienza a oscurecer».
Yo caminé como un sonámbulo que apesta, como echado fuera del templo con un azote de cuerdas,
arrastrando los zapatos que sentía inmensos, igual que el pantalón y la camisa; y mientras me dirigía
al carro traté de contener las lágrimas, pero no pude. Beltrán fingió no darse cuenta; y me dijo, para
consolarme: «Quién te iba a decir, poeta, que ibas a ver, como en tu drama, a Antígona levantar al
pueblo en armas para derrotar al tirano en el infierno, y triunfar». No pude articular una sola pala-
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bra, porque no tenía aire para hablar. Todo en mi aparato fonador era un amasijo hecho de materia
dolorosa.
Beltrán se entretuvo en las afueras del hotel con un grupo de periodistas extranjeros que preguntaban sobre la mejor manera de llegar a la ciudad de Masatepe, porque habían oído decir que Sergio
Ramírez, uno de los miembros de la Junta de Gobierno, pasaría esa noche en casa de sus padres, y
pensaban que esa sería la mejor ocasión de tener una exclusiva suya. Con mucha buena disposición
Beltrán les dio las indicaciones de cómo llegar más rápido por la ruta alterna de Ticuantepe. Yo
aproveché ese momento para quedarme solo, llorar a moco tendido y, después, tratar de tranquilizarme. Beltrán pidió a uno de los periodistas que le llevara un mensaje a su mujer que se había ido a
refugiar con su hijita de cuatro años precisamente a Masatepe. Les aseguró que no tendrían problemas en dar con ella, que simplemente preguntaran por Marcia Ramírez en la casa de los padres de
Sergio, porque ellos son hermanos. Pidió papel y lápiz y garabateó unas líneas para informarle que
él estaba bien y que iría por ellas al siguiente día. Marcia después me dijo que fue una de las cartas
más románticas que le escribió su poeta, quien se había quedado incomunicado y entrampado con su
papá y su mamá cuando estalló la insurrección, de modo que no pudo irse con ellas. Para mí, me
decía Beltrán cuando salimos temprano esa mañana rumbo a la plaza, lo más duro de la guerra ha
sido no tener noticia alguna de mi mujer y de mi hija. Después tuvieron un bebé que vino a completar la dicha de esos dos grandes amigos míos.
La oscurana era completa en las calles de Managua, sin alumbrado público. Beltrán conducía despacio entre los obstáculos de
gente y barricadas. Yo tenía comprimido el pecho, y la ruta de
regreso se hizo interminable. No hablamos hasta llegar al portón
del Convento de la Rabia; aunque humillado, iba rumiando mi
venganza y pensé en las cartas que conservaba de Ernesto, las
cuales no sé por qué asocié con el libro de Pablo Neruda, que a
todos nos ha enamorado alguna vez: Veinte poemas de amor y
una canción desesperada. Sentí que por fin se me desataba el
torozón de la garganta y que podía decir algo con claridad; y
antes de bajar del auto le pedí a Beltrán que no revelara nada a
mi papá o a mi mamá, que yo les iba a contar que cumplí con su
encargo de saludar a Ernesto y que les diría que él les mandaba su bendición. Ya afuera, después de
cerrar la portezuela del Minicar, asomé la cabeza por la ventanilla, tragué un poco de saliva y después de un profundo suspiro, atiné a decir: «Ahora tengo que publicar la correspondencia de Cardenal bajo el título de 18 cartas de amor y un maricón desesperado». Hubo un silencio breve, roto en
el acto por la risa complaciente y nerviosa de Beltrán, que agarrado al volante echó la cabeza hacia
atrás, sin parar de reír. Yo estallé en una de mis sonoras carcajadas y me despedí desternillado. Mi
madre vino a abrir el portón. Pensaría que la risotada era el origen de las lágrimas que me secaba,
porque me dijo: «Bendito y alabado sea Dios, que te premió con el galardón de la alegría». No le
respondí en ese momento, porque al carcajearme se me precipita siempre, además de las lágrimas, la
tos de fumador crónico, de la que escapo de ahogarme.
«La oscurana era
completa en las calles de
Managua, sin alumbrado
público. Beltrán conducía
despacio entre los
obstáculos de gente y
barricadas. Yo tenía
comprimido el pecho, y la
ruta de regreso se hizo
interminable.»
Luego, ya retirado a mi habitación, le di muchas vueltas al dolor que me había causado la andanada
de insultos que recibí esa tarde y al cabo de unas horas resolví no guardar rencor; aunque no pude
evitar que viniera a mi recuerdo la mañana lluviosa del 4 de junio de 1974, cuando la primera dama
de la república iba a inaugurar un centro de rehabilitación para niños con discapacidades auditivas.
Yo me hallaba en la entrada junto a otros funcionarios de la JNAPS esperando a doña Hope; pero al
acercarse la caravana de vehículos de altos funcionarios, el ministro del Trabajo que fungía como
vicepresidente de la institución se vino directamente hacia donde yo estaba y hablándome a gritos
me dijo que quién me había puesto a mí en primera fila, que yo no podía salir fotografiado cerca de
la señora de Somoza, y sin dejarme hablar ni reaccionar, me agarró del cuello de la camisa y casi a
rastras, como quien tira de un guiñapo, me llevó hasta el fondo en medio de las dos filas de personas
que hacían valla por donde iba a pasar la señora. Ese día, desde lo más profundo de mí, anhelé que
el fin del régimen llegara cuánto antes.
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Pensándolo bien, a veces creo que a lo mejor fue ese galardón de la alegría que mencionó mi mamá,
el que entre otras cosas impidió que me hundiera para siempre en la depresión alcohólica en que caí
durante un año, luego del fulminante encuentro con Ernesto. Me levanté cuando reflexioné que no
podía estar nada bien si a los cuarenta años la gente me veía envejecido; y eso fue después de que,
viajando en un autobús urbano de Managua, al pedir una parada, el chofer se detuvo intempestivamente, abriendo y cerrando la puerta trasera tan rápidamente que no logré bajar y una de las piernas
me quedó prensada, mientras la otra me colgaba fuera del autobús y los pasajeros gritaban: «Parate,
animal, que vas a matar al pobre anciano que llevas prensado como en una ratonera», y voces furiosas de gente de más edad que yo exclamando: «El viejito, detenete bayunco que el abuelo va estirando las patas…» Ni la arrastrada, ni quedar prensado, ni los golpes en todo el cuerpo me dolieron
tanto como la humillación de que me vieran anciano y decrépito. Ahí fue que dije: «No, él que la
tiene que parar soy yo», y así dejé de beber.
Eh…, pero espérense, si hasta he estado a punto de ser asesinado.
Fue en un almuerzo. ¿Cómo? No, envenenado no. Nos invitaron a un grupo de aproximadamente
diez escritores a almorzar en el restaurante «El Panorama», allá donde se bifurca la carretera sur, en
Managua. Yo estaba sentado en la cabecera, de frente a un ventanal desde el que se tiene una vista
preciosa que da al Lago Xolotlán, por el sector de la península de Chiltepe donde la luz y el paisaje
son espectaculares. A cada uno de mis lados están el poeta Mario Martínez y, a mi derecha, un pasante de leyes que no llegó a hacer una escritura notarial, porque se
metió a dramaturgo escribiendo bobadas, según él para niños, y a «La verdad es que
entonces la pederastia
quien aquí llamaremos simplemente Jarrito, en atención a su manía
no era vista como un
de llevar siempre una jarra de cerveza que pide se la llenen de lo
que, según el evento, se esté sirviendo para beber. Uno de los mese- delito, sino como la
ros accidentalmente ha dejado caer al suelo un pichel de cristal cochinada de un viejo
con un niño por la cual
transparente que se rompe en mil pedazos, yo estoy bebiendo agua
los dos podían ser mal
con hielo, nada más; pero, como ya saben ustedes, cuando comienzo
vistos.»
a hablar no hay quien me pare, realmente lo que hago es estar dando
pequeños sorbos para humedecerme los labios y la garganta, que se
me resecan con el calor y el blablá. En una de esas, cuando me voy a llevar el vaso a la boca se
abalanza sobre mí el poeta Mario, gritando: «No bebás, Rolando, que en tu vaso hay mucho vidrios
rotos». Todos nos quedamos mudos, viéndonos desconcertados unos a otros. En eso, el salvadoreño
crítico de cine, Roberto Zepeda, dice: «Cierto, yo vi a Jarrito que con disimulo recogió los vidrios
rotos del suelo y los fue poniendo en el vaso, mientras Rolando hablaba». Nadie podía creer aquello.
Se hizo por un instante un pozo de silencio y la tensión del ambiente se volvió espesa, cuando alguien con gravedad judiciaria, a lo mejor Gloria Gabuardi, rompió el suspenso, exclamando: «Estamos ante un asesino frustrado».
«Nada de asesino», dije yo, «aquí sólo estamos frente a un artista frustrado. Jarrito tampoco pudo
culminar ahora un hecho estético si, tal a De Quincey, consideramos el asesinato como una de las
bellas artes». Jarrito se puso lívido, dijo que él no sabía que yo estaba bebiendo de ese vaso y que si
recogió los vidrios del suelo fue para evitarle trabajo al camarero. Al ver que nadie le dio crédito a
su explicación, tomó su jarra y abandonó el comedor seguido por Zepeda, que con aire teatral y
gesto de horror cerró la puerta tras de él y dio, como en Macbeth después de la muerte de Duncan,
tres golpes diciendo: «Jarrito ha muerto para este grupo». El resto nos echamos a reír y la alegría
volvió al ambiente. La cosa quedó ahí, con la evidencia de que los celos profesionales y la envidia
pueden no tener límites. Lo cuento ahora para que vean cómo en la vida se puede andar, sin buscarlos, por valles de sombras, como dice el salmista.
Gracias a Dios tuve siempre sobre mí la mirada misericordiosa de mi padre mientras vivió, cuya
proverbial limpieza de corazón rescatara íntegra Carlos Martínez Rivas en su poema «Pasajero Pablito Steiner / Primer internacionalista»; además, nunca faltaron los amigos y amigas que me abrieron los brazos y me dieron la oportunidad de trabajar con ellos en la edición de libros, escribiendo
guiones de cine y obras de teatro. Con toda esa gente he compartido las tensiones, desafíos y temores de este tiempo de promesas y angustias que nos hacen vivir a todos en una vigilante espera, en el
que parece que cuando todo está perdido siempre nos queda una pizca de optimismo y buen humor.
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Fue entonces que escribí una pieza trágica basada en la masacre de las cooperativas campesinas que
perpetró la Guardia Nacional en 1934, al día siguiente de asesinar a Sandino, la cual titulé «La noche de Wiwilí», y con la que después hice un guion de cine; y adapté, también, de una obra de Simone de Beauvoir, el monólogo «La mujer deshabitada», que Mimí representó de un modo impecable en el Hotel Intercontinental durante varias noches a sala completa.
Con el tiempo he llegado a comprender, después de estudiar detenidamente a Foucault, que más que
cualquier otra forma de lenguaje la literatura sigue siendo el discurso de la «infamia», que a ella le
corresponde decir lo más indecible, lo peor, lo más secreto, lo más intolerable, lo desvergonzado.
Así, mientras salía de aquel hundimiento comenzó a rondar en mi cabeza la idea de que una sociedad sólo puede ser enteramente libre si cada individuo se libra antes de los demonios de la represión
interna que le imponen la cultura y la tradición a través de la familia y el entorno en que uno crece,
como la escuela y la religión. Tengamos en cuenta que mi adolescencia y juventud yo la viví en un
ambiente represivo y conservador como fue el de los años cincuenta, cuando en plena modernidad
campeaban los valores del conservadurismo colonial de las costumbres, que se impuso hasta en el
arte y la literatura. Entendí que el amor de mi madre vio en mí una terrible falla de la que ella quería
salvarme desesperadamente, y eso la llevó a buscarme alivio en la medicina que para entonces consideraba la condición homosexual como una enfermedad curable. Ahí fue que llegué a contemplar el
abuso del doctor como una violación, de la cual nunca hablé antes a nadie para evitar que me culparan, porque yo crecí creyendo que la palabra de un menor de edad no valía nada frente a la de un
adulto. La verdad es que entonces la pederastia no era vista como un delito, sino como la cochinada
de un viejo con un niño por la cual los dos podían ser mal vistos. Y hubo una edad en que la pasión
de un hombre adulto por un joven pudo inspirar grandes obras de la literatura universal como los
célebres sonetos de Shakespeare.
Fui consciente de que mi sufrimiento no era exclusivamente
mío, que muchos otros también padecían acoso por la apariencia
física, por la herencia racial o por no tener fortuna; que había
individuos de grandes méritos y hazañas suprimidos de la historia por el simple hecho de no ser heterosexuales. Pensé en la
tinta empapada de temores con que ha sido deformada la historiografía de Nicaragua en la que produce horror saber que un
héroe o figura cultural pudo sentir atracción por otra persona de
su mismo sexo; y llegué, por fin, a la conclusión de que la violencia social contra los homosexuales nace del miedo de ver
reflejada en un espejo una imagen que horroriza y que por eso
desesperadamente se intenta hacer añicos.
«Los hay que elevan la
voz al cielo para condenar
la censura de los Estados
autoritarios; pero están
prestos a reprimir y
censurar en los mínimos
espacios de poder que
ostentan en la familia, la
empresa o la comunidad.»
Entendí que si el día que celebrábamos la victoria sobre la dictadura me tocó vivir mi propio aparta
Señor de mí este cáliz, al sentirme rechazado por mi amigo y padre espiritual, también otros pudieron pasar por circunstancias similares; porque no siempre quienes suben al poder están dotados de la
prudencia necesaria para ser fuertes en la cosa y suave en la manera, suaviter in modo, fortiter in
re… como aconseja Quintiliano en sabia alocución latina, que invocara el obispo Salazar y Espinoza
al abandonar la Casa de Gobierno después de una reunión de la Conferencia Episcopal con la junta
revolucionaria recién instalada. Así pude transformar la cólera que tuve los primeros días contra
Ernesto y decidí aprovechar los espacios de libertad que nos permite la defensa de la revolución,
para hablar sin miedo de lo que yo había vivido, en una época que espero quede para siempre en el
pasado. Me convencí de que había llegado el tiempo en el que cada uno debía de exorcizar sus demonios para ser libres de verdad; es decir, que cada individuo debe conocer sus miedos y administrarlos de manera consciente para contribuir con mayor efectividad a la liberación de otros. Nadie
que es prisionero de sí mismo puede ser enteramente libre, mucho menos que pueda conducir a otros
a la verdadera libertad. Las ideas deben dejarse fluir sin cortapisas y estar alerta contra la autocensura que por conveniencias acalla la propia conciencia. Los hay que elevan la voz al cielo para condenar la censura de los Estados autoritarios; pero están prestos a reprimir y censurar en los mínimos
espacios de poder que ostentan en la familia, la empresa o la comunidad. Esos pueden ser los sepulcros blanqueados que no toleran a quien los contradiga o no piense igual que ellos; y muchas veces,
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pretendiendo proteger la honra y el honor ajeno, con frecuencia terminan siendo cómplices o partícipes de los abusos.
Estoy consciente de que los temas de los que estoy hablando no se tratan frecuentemente en público,
sólo les pido que piensen que a través de la historia, muchas veces la sociedad toma la delantera a
sus caudillos, e incluye en la agenda de cambios sociales asuntos que ellos ni siquiera han imaginado. Y sea cual fuera el desenlace de esta guerra contrarrevolucionaria financiada por potencias
extranjeras, debemos estar preparados para enfrentar en nuevos escenarios al enemigo represor que
cada uno de nosotros lleva adentro; y tener presente, como ha dicho Daniel Guerin, que las diversas
formas de la actividad sexual humana no son malignas, que el mal proviene de los sentimientos de
culpabilidad, de vergüenza, de miedo, de remordimiento con que el puritanismo las reviste y envenena; cada quien debe ejercer el dominio sobre su propio cuerpo y no permitir que ninguna colectividad tenga el derecho de prescribirle lo que debe hacer o no hacer.
Finalmente… ¿Ah…? Sí…, al regresar a la casa de sus padres en la Colonia Centroamérica, esa
misma noche Beltrán halló a su hermano Manuel que de la plaza había corrido a ver a su mamá; y
entonces pudieron abrazarse todos y celebrar con lágrimas y risas la dicha del retorno del hijo pródigo. Dicha que enturbió la muerte temprana de Beltrán, a los cuarenta años, a causa de una enfermedad crónica. Esa pérdida, para mí, fue un golpe tremendo porque recién había muerto mi padre, y
ahora perdía a mi fraternal camarada que poseía una inteligencia muy lúcida toda llena de ingenio, y
con quien solía reírme de los trances amargos de la vida. Recuerdo que me tocó ver sus despojos
expuestos sobre una mesa de disección en el Hospital Militar, adonde corrí tan pronto me avisaron
que se nos había ido. Una impresión de la que no me repongo aún, porque desde que lo vi tendido
sobre la loza fría donde le practicaron la autopsia, he pensado en esa imagen como si fuera una metáfora de la crueldad efímera de la existencia.
Finalmente, les decía, quiero que sepan que me alisté voluntariamente en la Brigada Cultural «El
arte con el sufrimiento armado», para salir a compartir por unos días estas historias que veo que
algunos están grabando para su memoria, o a lo mejor para los archivos de la seguridad del Estado
(risa y tos continua). He venido a hablar con muchachos y muchachas como ustedes, que aquí en la
frontera bajo el cielo estrellado de Teotecacinte defienden sus posiciones; porque estoy convencido
de que si un pueblo hace una revolución deber ser para que todo el mundo entienda que no podemos
ser idénticos los unos a los otros… Es decir, para que entendamos que somos diferentes y un día
enaltezcamos esa diferencia individual que hace de la multitud un mosaico social en constante movimiento y cambio. Si no fuera así, qué otro sentido tendría tanto dolor, tanto sacrifico, tanta represión, tantas penas y tanta sangre. ¡Tanta mala leche!
Aquí termino porque a lo lejos se oye al tecolote cantar su canto triste de muerte.
¿Me entienden?
(Risa a carcajada que se prolonga y evanece ahogada en tos).
© Erick Blandón
Erick Blandón es poeta, narrador, ensayista y cineasta. Sus libros publicados incluyen: Aladrarivo
(1975), Juegos prohibidos (1982), Las maltratadas palabras (1990), Misterios gozosos (1994),
Vuelo de cuervos (1997), Barroco descalzo (2003) y Discursos transversales (2011). Incluido en
las antologías Flor y Canto (poesía nicaragüense), editada por Ernesto Cardenal (2006); Cuentos
nicaragüenses, ed. Julio Valle-Castillo (2002); Puertos abiertos. Antología de cuento centroamericano, ed. Sergio Ramírez (2011); Cuentos nicaragüenses de ayer y hoy, ed. Max Lacayo et al
(2014). Sus trabajos de crítica han aparecido en Revista iberoamericana, Revista centroamericana,
Negritud, Chasqui, y La Habana Elegante. Escribió el guion del documental cinematográfico Como
los sinsontes de las cañadas (61 min.), que produjo con el director Iván Arguello L. (2014). Es
Associate Professor en University of Missouri, Columbia.
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Relato
AL OTRO LADO DEL MURO
por José Vaccaro Ruiz
El autobús 27 me deja en la Plaça dels Països Catalans. Desde allí un corto paseo de seis minutos
por la calle de Provença que hago acompañado, a mi izquierda, por el paredón de cinco metros de
altura de la cárcel Modelo. Ni una ventana, ni un adorno, ni tan siquiera un mal grafiti, solo contrafuertes para hacerlo más sólido, torres de vigilancia en las esquinas, algún desconchado y una reja
como remate. Tampoco una moto aparcada, un árbol o un banco, nada de eso encuentro en la acera
por donde camino, una acera que la gente que deambula por la calle parece eludir en beneficio de la
otra, la del lado opuesto donde hay bares, una administración de lotería y una farmacia. El muro de
la prisión es un frontón que funde y repele las miradas, los gestos y las palabras procedentes de uno
y otro lado incomunicándolos; cada vez que hago esta andadura lo siento como una guillotina que
separa en el espacio y el tiempo la libertad de la esclavitud, los de fuera de los de dentro. Un telón
de acero que marca la frontera entre dos mundos enfrentados desde el origen de los tiempos cuando,
expulsados Adán y Eva del Paraíso, con la muerte de Abel a manos de Caín se consumó la división
entre buenos y malos.
Llego al portalón de la calle de Entenza, la única entrada en todo el perímetro de la cárcel, lo traspaso y me adentro en el patio. Allí me espera Mónica, la bibliotecaria del Centro de Internamiento
—ese es el eufemismo políticamente correcto: centro de internamiento, inventado para evitar usar
palabras como cárcel, prisión, penal o presidio—. Después del correspondiente beso en la mejilla,
poner un euro en la cerradura de una de las taquillas de la recepción —hoy me ha tocado la número
4—, y dejar allí el móvil y la cartera, le entrego mi carnet de identidad. Son los prolegómenos del
itinerario que me llevará a reencontrarme con los reclusos inscritos en el círculo de lectura de novela
negra que mi colega escritor Ramón Valls y yo hemos creado, y al que hemos bautizado con el
nombre de «Los Penitentes».
Intercalados en el corredor que partiendo del patio llega hasta
«Llego al portalón de la
el corazón de la cárcel —si es que la cárcel tiene corazón—,
calle de Entenza, la única
hay cinco compartimentos estancos provistos de dos puertas,
entrada en todo el
una no se abre hasta que la otra está cerrada. El mecanismo lo
perímetro de la cárcel, lo
acciona un funcionario cejijunto encastillado en una garita de
acero y cristal a prueba de balas. Se relaciona con los visitan- traspaso y me adentro en el
tes, mejor decir que los controla, a través de una diminuta patio. Allí me espera
ventanilla de apenas 5 centímetros de altura y 30 de ancho Mónica, la bibliotecaria del
provista de una bandeja, es allí donde Mónica deposita mi Centro de Internamiento.»
DNI y la autorización que me permite el acceso. En el segundo claustro de ese corredor nos cruzamos con la mirada huidiza de un interno esposado al que
acompañan un par de mossos d‟esquadra.
Una leyenda urbana de la Modelo dice que hace años —hay división de opiniones si ocurrió en
tiempos de Franco o ya con la democracia—, un recluso logró evadirse fingiendo ser un camarero
del bar situado frente a la cárcel que a media tarde servía cafelitos, anís del Mono o coñac Veterano
a los sufridos guardianes del centeno. El tipo se vistió con un pantalón oscuro y un fajín, una camisa
blanca con chorreras, en el cuello una pajarita y una servilleta blanca en la bocamanga, y con el
complemento de una bandeja con un servicio de café, aprovechando que excarcelaban a varios reclusos se pegó a ellos y consiguió poner los pies en la acera de la calle de Entenza, hecho lo cual
apretó a correr y aún lo están buscando. Así me lo contaron y así lo transmito, si non è vero è ben
trovato.
Haciendo el mismo recorrido que aquel evadido, pero al revés, hacia el interior, Mónica y yo traspasamos la última puerta y llegamos a la imponente bóveda central del conjunto carcelario, el núcleo
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de donde parten seis galerías como los radios de una rueda de coche o lo tentáculos de una tarántula
gigante que, una vez te ha atrapado en su telaraña, ya no te dejará escapar. El diseño de la cárcel
responde al concepto de panóptico inventado por Jeremy Bentham a finales del siglo XVII: Considerada la forma ideal para controlar visualmente un amplio espacio desde un único lugar. En el urbanismo tiene su reflejo en los Campos Elíseos de París: desde el Arco del Triunfo como atalaya se
domina la perspectiva circular de todo el abanico de calles, 12 en total, que parten de él. Por orden
de Napoleón III, el barón Georges-Eugène Haussmann planificó el ensanche de la capital francesa
aplicando el concepto del panóptico para detectar cualquier concentración o motín que se produjera
en uno de esos vectores visuales —eran tiempos convulsos—, a fin de que el ejército pudieran proceder rápidamente a aislarlo y reprimirlo. Es la llamada «dictadura de la mirada» —aunque yo lo
dejaría en simple dictadura—, que busca controlar todo el espacio público y privado. Sin llegar a las
delicatesen de París, el lema de la Junta Constructora que en el 1904 edificó la Cárcel Modelo de
Barcelona: In severitate humanitas, hunde sus raíces en el Despotismo Ilustrado puro y duro, una
variante del salesiano slogan: A Dios rogando y con el mazo dando.
Ni que decir tiene que en el siglo XXI, con los helicópteros, los sensores cinéticos y las cámaras de
seguridad, el panóptico está superado y los medios que el Gran Hermano Estado tiene para observarnos y castigarnos si no somos buenos ciudadanos son infinitamente más eficaces, sutiles y sofisticados. Pero el objetivo es siempre el mismo: la información y la represión de todo aquello que
atente o socave el orden establecido. En eso el mundo no ha cambiado nada.
Las celdas (perreras o chabolos) del centro se organizan en los
tres pisos que tiene cada galería conectados por una pasarela circular situada en la bóveda central, que de esta manera ve reforzada
su función de columna vertebral vigilante. En cada perrera, que
inicialmente estaba destinada para acoger a dos reclusos, hay
instalados seis camastros. Aun así, y en los años ochenta y noventa del pasado siglo, llegaron a ser insuficientes ante la afluencia de internos, necesitando colocar colchonetas para que en cada
chabolo cupieran hasta ocho o nueve huéspedes. La densidad de
los alojados de cada galería es variable, siendo la menos concurrida la que acoge a los mayores de setenta años —los llamados
abuelos—, que con apenas una veintena de inquilinos es un auténtico oasis de paz. La primera galería es la de ingreso, y la más conflictiva y numerosa la de los
reincidentes.
«Como en todo
asentamiento y colmena
humana el colectivo que
la habita se organiza y
tiene sus leyes propias,
con códigos de
conducta, pautas y
hasta ocupaciones
laborales que no existen
extramuros.»
Como en todo asentamiento y colmena humana el colectivo que la habita se organiza y tiene sus
leyes propias, con códigos de conducta, pautas y hasta ocupaciones laborales que no existen extramuros. Un ejemplo es el oficio de avisador, llevado a cabo por un recluso que está a disposición de
los funcionarios para localizar e ir en busca de cualquier interno si se le necesita. Hay que tener en
cuenta que ni la megafonía ni los Samsung existen en el interior del centro. Es más, todo se hace a la
vieja usanza, manualmente y con soporte de papel, sin ordenadores, aparte de estar vetado a los penados el acceso a internet y a los móviles. Otra de esas nuevas profesiones es la de gavetero, consistente en situarse en cabeza de cada una de las alargadas mesas del comedor, y de la perola o la
bandeja llenar los platos que sus compañeros le van pasando. Tanto una como otra ocupación se ve
recompensada con un salario mensual de 30 euros, convertible en un vis a vis complementario a los
dos mensuales a que por ley tiene derecho cada preso.
Con respecto de los vis a vis es hiriente, y a uno le hace reflexionar, el ver, en el patio de entrada del
centro a aquellas mujeres, esposas o compañeras, perfectamente y cuidadosamente engalanadas para
la ocasión —vestido de fiesta, tacones de palmo, peluquería, perfume, sombra de ojos, colorete y
lápiz de labios—, haciendo de la necesidad virtud a la espera de la cita con su hombre para tener una
hora de intimidad carnal en un entorno y unas circunstancias muy poco proclives para practicar eso
que se ha venido en llamar amor. Nada que ver con las Rimas de Bécquer ni con el Arte de Amar de
Ovidio.
Pero volvamos a «Los Penitentes».
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Bajo la imponente bóveda central que se eleva 20 metros por encima de nuestras testas —la cabeza
de la tarántula—, nos esperaban los internos apuntados al círculo de lectura, alguno con la novela en
la mano que comentaremos, o con unas cuartillas conteniendo un relato o una poesía. Porque, contrariamente al estricto régimen y disciplina que existe allí dentro, Ramón Valls y yo somos absolutamente liberales en los temas que tratamos y en cómo ocupamos el tiempo que compartimos con
los reclusos, la mayoría de las veces relacionados más con sus vivencias personales que con la literatura. Podría decirse que es un vis a vis intelectual que solo tiene de común con el otro la frecuencia quincenal.
Recogidos los integrantes del círculo, y siempre bajo la protección de Mónica, nos dirigimos a la
biblioteca, pasando antes por un amplio espacio al aire libre. Allí y a esa hora, las once de la mañana, la hora del recreo, hay de todo y para todos los gustos. Sobre una misma cancha se juegan
partidos cruzados de fútbol sala y baloncesto sin que se produzcan conflictos ni interferencias, aunque a veces y en lugar de encestar un triple se haga gol y viceversa, o se aproveche un tiempo muerto para lanzar un penalty. Mientras algunos internos toman el sol otros charlan sobre su próximo
juicio, la apelación o la proximidad del tercer grado, y una minoría se machaca levantando pesas o
haciendo abdominales. La mayoría lanza una mirada de deseo a la tarjeta plastificada que llevo colgada del cuello: el salvoconducto que me ha permitido entrar y me
servirá para salir. Atravesamos el recinto mirando de no recibir al- «Aunque un dato es
gún pelotazo y de nuevo otro control que incluye arco de metales, importante conocer y
para por fin acceder a la biblioteca. Llegados allí Mónica, que siem- nos debería hacer
pre tiene tareas pendientes que hacer, nos deja a nuestro aire para pensar: el 85% de los
regresar dos horas más tarde y acompañarme en el camino de re- internos están allí por
torno hasta situarme en el mismo portalón de la calle Entenza que he cuestiones
cruzado a mi llegada. Antes de dejarme a solas en la biblioteca con relacionadas directa o
los internos me entrega un dispositivo antipánico, se supone —no se indirectamente con la
ha dado el caso y espero que no se dé—, que debo pulsarlo para droga.»
pedir socorro y ¡a mí la legión! si algo fuera de lo normal sucede.
Que me quieran hacer la vaca o me secuestren, por ejemplo.
Y empieza la tertulia.
Al ser La Modelo un centro de paso, sus moradores cambian con frecuencia al ser trasladados a
otras cárceles —Brians, Quatre Camins o Tarragona—, cuando han sido juzgados o cambia su régimen de internamiento. Esa renovación da al círculo de «Los Penitentes», por una parte una precariedad y falta de continuidad en sus integrantes, pero por otra una gran riqueza en cuanto a experiencias nuevas y cambiantes, distintas y distantes tanto de procedencia —venezolanos, paquistaníes o
nacionales—, como respecto del historial o del tipo de delito cometido por quienes son mis contertulios. Aunque un dato es importante conocer y nos debería hacer pensar: el 85% de los internos
están allí por cuestiones relacionadas directa o indirectamente con la droga.
Los comentarios de los que han leído mi novela Ángeles Negros ocupan cinco minutos, para después
pasar a la habitual sección de Ruegos y Preguntas. Ese día se ha incorporado a la reunión un colombiano pendiente de extradición a su país, Rubén se llama, que nos hace una amplia disertación sobre
las Farc, los secuestros exprés y la personalidad de Alvaro Uribe, el que fuera presidente de Colombia y cuya vida cambió cuando asesinaron a su padre. Pero Rubén, sabe Dios cuál es el delito por el
que está encarcelado, bien seguro que nada acorde con la ley, al final de su larga exposición —los
colombianos son primos hermanos de los argentinos en cuanto a la oratoria que se gastan—, nos
hizo una pregunta que nadie supo responder:
—Ustedes habrán estudiado y conocerán los Diez Mandamientos de la Ley de Dios, ¿no es verdad?
Asentimiento general, para añadir:
—Pero a buen seguro no saben que hay un undécimo mandamiento.
Mirada de circunstancias de los presentes. Sabemos lo de no matarás, no desearás la mujer de tu
prójimo —por cierto: ¿las mujeres pueden desear al hombre de su prójima?—, no robarás. Así hasta
diez. Pero, ¿un undécimo mandamiento?
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Rubén con una sonrisa de oreja a oreja nos ilustra:
—Yo se lo digo, el onceavo mandamiento es: No dar papaya.
—¿No dar papaya?, ¿qué significa eso? —preguntamos al unísono yo y Pepe, un camello al que
pillaron en El Prat con una maleta en cuyo doble fondo había cinco kilos de farlopa.
—No dar papaya es no colocarse jamás en una situación de riesgo, no dar oportunidad al enemigo,
no dejar la puerta abierta de tu casa cuando te vas, estar siempre alerta. En mi país es algo fundamental para sobrevivir.
Comprendí en qué contexto había nacido aquella expresión, un ambiente en el cual nunca puedes
bajar la guardia porque te va la vida en ello.
Por mi condición de abogado es frecuente que me hagan preguntas sobre atenuantes y agravantes,
reincidencia, nulidad de acciones o delito continuado. Cuestiones que yo nunca respondo, entre
otras razones porque cualquiera de aquellos tipos se conoce el Código Penal mucho mejor que yo,
que si algo sé está limitado al urbanismo. El menos ilustrado de ellos si se presentara a oposiciones
tengo por seguro que ganaba la plaza de catedrático en Derecho. Da gusto oírles perorar sobre los
entresijos de las leyes, sus puertas de escape, el porqué aportar la fianza o no hacerlo para no enseñar la oreja ante el juez de una riqueza que debe permanecer oculta, y tantas otras cosas.
Lo que también he aprendido es el abismo que separa su manera
de entender y moverse por la vida, muy distinta de la del común
de los mortales. Su moral, que por supuesto tienen, su concepto de
lo bueno y lo malo, o del delito, no tiene nada que ver con la que
yo tengo y en la que he sido educado por los escolapios de la calle
de Balmes. Bastantes de ellos han convivido con el hampa desde
la más tierna infancia y la consideran su ecosistema propio y natural —no han conocido otro—, aparte de tener del crimen un concepto muy relativo y contingente. Un marroquí, también encausado por tráfico de drogas, en su caso hash, me puso este ejemplo
para demostrar la distinta consideración que tiene una acción según quien la cometa y en dónde:
«No dar papaya es no
colocarse jamás en una
situación de riesgo, no
dar oportunidad al
enemigo, no dejar la
puerta abierta de tu
casa cuando te vas,
estar siempre alerta.»
—Delito es fumarse un porro en la Rioja y también lo es beberse un rioja en Marruecos. Pero no es
delito ponerse ciego de alcohol en la Rioja o de hachís en Rabat.
Da qué pensar.
Roberto, un tipo de cuarenta años, manresano, con una dentadura en fase de recuperación tras
haberse pasado años refrotando coca por ella, una práctica que tiene los efectos colaterales de cristalizar y cuartear el marfil, nos recitó varias poesías, versos cortos que, como la mayoría de los que
componían los internos, tenía por motivo o bien un concepto nostálgico y recurrente de la madre —
el remordimiento por haberla defraudado—, o bien la libertad. El de Roberto se refería a este último
tema:
Al alba te espero siempre
apostado en mi ventana.
Te busco y jamás te encuentro.
Mi libertad, ¿dónde andas?
La última anécdota del día, antes de que Mónica regresara y pusiera fin a la reunión, la contó Felipe,
un sevillano de unos sesenta años con cincuenta de estancia en Barcelona. En los años noventa pasó
cinco en la Modelo, de la que conocía hasta el último rincón, actualmente está empleado en el Economato como dependiente —otro oficio similar al de avisador o gavetero—, y lleva 15 meses como
preventivo a la espera de juicio.
—La suerte es relativa —soltó con su acento andaluz que no había perdido por mucha inmersión
lingüística de su país de adopción—. Tanto es así que cuando el 7 de julio del 1997 salí de la cárcel,
libre, lo hice acompañado de mi hermano y mis dos hijos que me esperaban en el patio. Nadie más,
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mi mujer estaba desaparecida en combate, ¡qué sé yo, por dónde andaría, si en la calle de las Tapias
o por ahí!, y mis padres enterrados en el Cementerio de San Fernando. ¿Y saben ustedes lo más
divertido?
—Venga, cuéntalo, hombre. —Rubén.
—Pues que solo pisar la calle, nada, no había dado ni dos pasos por la acera, va y piso una cagada
de perro, ¡joder! Era una mierda de campeonato. Me dejé la suela del zapato perdida, ¡y qué pestuza!
—¿Y?
—Pues ná, que a mi hermano Manolo no se le ocurre otra cosa que decir: ¡hostia, tío, qué mala
suerte tienes!
—¿Mala suerte?, le digo yo. ¡Pero qué coño dices, gilipollas! En mi primer día al aire libre después
de cinco años, un mes y cuatro días, ¡que viva la mierda de perro! Y me embadurné la suela del otro
zapato.
Una sonora carcajada remató sus palabras.
Otra de las cosas que he aprendido hablando con los internos es que todos, uno por uno, necesitan
una muletilla, un soporte para poder asumir la privación de la libertad sin que su sesera se resienta
excesivamente. Digo excesivamente porque resentirse, se resiente.
Hay un recluso, Severiano que, frisando los treinta y algún año, es
una especie de ayudante de Mónica en sus labores de bibliotecaria.
Compagina esa labor con la de cartearse con una docena de novias
que, en los cinco años que lleva cumplidos de condena, ha ido
cazando, como dice él, gracias a los anuncios por palabras que
cada mes inserta en La Vanguardia o El Periódico a través de un
primo suyo que de tarde en tarde le hace una visita. Los textos de
Seve se dirigen a la fibra compasiva y maternal que —dicen—,
adorna el alma femenina: «Lo único que puedo ofrecerte es mi
amistad y mi amor» y «La soledad entre rejas es el peor de los
suplicios», son dos ejemplos de sus bramidos de ciervo en celo.
«Otra de las cosas que
he aprendido hablando
con los internos es que
todos, uno por uno,
necesitan una muletilla,
un soporte para poder
asumir la privación de
la libertad sin que su
sesera se resienta
excesivamente.»
Pero dejando aparte el epistolario que recibe, y que él siempre contesta en papel cebolla de color
rosa o azul cielo con alguna estrella o corazón de complemento, Severiano posee una jaula construida por él mismo con un hámster en su interior que lleva a todos los sitios —a todos los del interior de la Modelo a los que tiene acceso, se entiende—, incluso a la barbería de la cárcel donde en
ocasiones ejerce de peluquero, aunque no sé yo si pondría mi pescuezo a su disposición. Un par de
meses atrás, mientras escuchaba al Seve ufanarse de sus hazañas sentimentales leyendo algún párrafo de las incendiarias cartas que recibía, yo no podía quitar los ojos y la atención de su mascota
dando vueltas y más vueltas, como una mula ciega en una noria, al circuito que dentro de la chirona
le había montado.
Y no se me ocurrió nada mejor que, cuando acabó la lectura de la última misiva recibida de una tal
Merche que se despedía de él con un: «Cada día que estoy separada de ti me acerca a la eternidad»,
preguntar al Seve:
—¿Qué placer encuentras en el hámster? Siempre es lo mismo. Esa monotonía, ¿no te cansa? —
Señalándole la jaula.
Guardó la carta de Merche en una abultada carpeta, sacó de su bolsillo un par de cacahuetes, los
mordió quitando la cáscara y metió las semillas por entre los barrotes. La mascota cesó por un momento su deambular y se zampó aquellas golosinas en un abrir y cerrar de ojos, para regresar acto
seguido al bucle de su movimiento sin fin. Su dueño trituró con los dedos las cáscaras y las tiró a la
papelera de la biblioteca, se volvió hacia mí y me dijo:
—Llevo aquí dentro cinco años, dos meses y trece días, y con suerte en ocho años más estaré fuera,
o casi fuera. Ya sabes, el tercer grado. Eso espero porque hago cuanto me dicen y más para conse-
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guirlo, me apunto a todos los cursos ya sean de catalán, medio ambiente y hasta de costura. Eso
significa —su barbilla señaló la jaula—: que hasta que llegue ese día, y aparte de los dos hámsters
anteriores cuyos huesos están sepultados en uno de los parterres del patio, cuatro más me harán
compañía en el futuro, incluido este. Porque has de saber que la esperanza de vida de estos animaluchos ronda entre un año y medio y tres. —Se sonrió.
—No entiendo qué quieres decir.
—¿No?, pues muy fácil, necesito putear a otro ser viviente para soportar que me puteen a mí. Si no,
me volvería loco, y eso podía ser peligroso, te lo aseguro. El ver a ese bicho dando vueltas y más
vueltas en la rueda me relaja. Su no parar de moverse sin resultado alguno es una muestra de su
sufrimiento, y yo deseo que sufra, lo deseo con toda mi alma. Lo suyo sería pacer por el campo,
aparearse, anidar, como lo mío sería ir de putas, pegarme un chute o tomar una cerveza en la terraza
de un bar. Pero no será así porque pasará su vida, hasta que muera, intentando encontrar un agujero
a esa jaula, dar con una escapatoria que nunca hallará. Y, ¿sabes, escritor?, eso me hace feliz.
Yo volví la vista hacia el hámster que seguía con lo suyo, el hocico hacia delante, su mirada fija en
la nada y sin parar de mover las patas. —Lo cogió por el lomo y me lo acercó:
—Anda, acarícialo. No temas, no te hará nada.
Yo pasé la mano por su pelaje y lo noté mojado de sudor a pesar de que ese día no es que hiciera
precisamente calor.
—Es la angustia. Si fuera humano lo llamaríamos estrés. —Volviendo a situarlo sobre la rueda.
Fijé mi vista en Seve.
—¿Te parece que soy cruel? —me espetó.
«El ver a ese bicho dando
vueltas y más vueltas en
la rueda me relaja. Su no
parar de moverse sin
resultado alguno es una
muestra de su
sufrimiento, y yo deseo
que sufra, lo deseo con
toda mi alma.»
Aquel día Mónica estaba con nosotros, y me hizo una seña con
la cabeza indicándome que lo dejara estar. Ella estaba en posesión de una información de la que yo carecía, del historial de
Severiano, una condena de cuarenta años no se la dan a uno por
robar un kilo de peras en el supermercado. Ante ese gesto suyo
opté por la prudencia:
—Si la Administración de Justicia te deja tener a este bicho, yo
no tengo nada que decir. —Le respondí.
Pepe, que hacía de gavetero y debía ocupar su lugar de distribuidor del rancho antes de que llegaran los internos al comedor,
rompió el silencio helado que siguió poniéndose en pie y murmurando que si se retrasaba eran capaces de no pagarle los 30 euros a final de mes. Eso puso fin a la reunión de aquel día.
Fue esa la primera ocasión, en el tiempo que llevaba compareciendo en la Modelo cada 15 días, que
entreví el lado oscuro de la Fuerza. Luego vendrían más, pero eso es otra historia.
Ahora, de nuevo con Mónica como ángel de la guarda dulce compañía no me desampares ni de noche ni de día, con la impronta de los cuatro versos libertarios de Roberto frescos y vivos —¿podría
ser el lado bondadoso y resignado de la Fuerza?—, me dispuse a deshacer el camino de los cinco
tornos de clausura para regresar a lo que se llama civilización. En las galerías se estaría realizando el
enésimo recuento del día, de ahí que cuando cruzamos el patio exterior ya nadie estuviera jugando
ni a futbol sala ni a baloncesto.
Al llegar a la bóveda central varios reclusos —los garbanceros— estaban transportando los carros
con la comida. Uno levantó la tapa de una bandeja y me mostró su interior: salchichas en salsa de
tomate.
—¿Gustas, escritor?
—Huele que alimenta, pero no, gracias. Que te aproveche.
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Recupero mi euro, mi móvil y mi cartera y me despido de Mónica con el mismo ritual que a mi llegada de un beso en la mejilla. Y bajo un sol de justicia, esta vez el muro de la cárcel queda a mi
derecha me dirijo, calle Provença adelante, a la parada del autobús.
Levanto la vista, por encima del paredón que cerca el penal la solitaria palmera del patio se alza
orgullosa, desafiante y potente arañando el cielo, más alta aún que la bóveda del panóptico y las
antenas de telefonía que la rematan. Me acuerdo del poema que Gerardo Diego dedicó al ciprés de
Silos:
Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza
devanado a sí mismo en loco empeño.
Mástil de soledad, prodigio isleño;
flecha de fe, saeta de esperanza.
Llego a la parada del autobús, la pantalla indica que faltan cuatro minutos para que llegue el 27, y
me siento a esperarlo. Al igual que las veces anteriores tengo la tentación de coger el móvil y llamar
a mi mujer para decirle que a lo sumo dentro de veinte minutos estaré en casa. Pero no lo hago.
¿Qué sentido tiene?, ¿es que acaso yo no estoy en el lado de los buenos?, ¿es que no soy diferente
de Rubén, Pepe o Roberto?
Aparece el autobús. Subo e introduzco la tarjeta de TMB. El lector emite un pitido que vuelve todas
las miradas hacia mí, los 10 viajes de la tarjeta están agotados. Entre hacerme el sueco yendo de
polizón arriesgándome a que me pillen, o pagar 2,15 euros, casi el triple de lo que resultaría con
tarjeta, finalmente opto por esto último.
Le doy 5 euros al conductor, él me da un billete y el cambio.
De momento, aunque no sé por cuánto tiempo, sigo estando del lado de los buenos.
© José Vaccaro Ruiz
José Vaccaro Ruiz. Arquitecto y abogado. Es autor de las novelas Ángeles negros (Atlantis, 2009),
La vía láctea (Neverland, 2010), La granja (Ediciones Atlantis, 2011), Catalonia Paradis (Neverland,
2011), Tablas (Neverland, 2012) y El Invitado de Nunca Jamás (Neverland, 2014).
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Relato
LA NOTA MUSICAL EMPRENDEDORA
por Ramón Araiza Quiroz
Una nota musical heredó una fortuna. Invirtió su dinero en una institución financiera. Claro, primero
buscó las mejores opciones en revistas especializadas y en la red. Los asesores la visitaron y le
explicaron los diferentes portafolios de inversión. La nota musical se tomó con calma las cosas y el
día que se había puesto en mente como fecha límite para decidir, llegó. Fue a uno de los lugares, un
edificio que proyectaba poder, y habló con un ejecutivo. Esa misma mañana firmó todos los
documentos e invirtió parte de su gran fortuna. Su vida transcurrió entre el glamour de las fiestas y
las compras. Pasó el tiempo y su inversión a largo plazo venció. La nota musical retiró solamente
los intereses generados. Salió del lugar y caminó a la plaza principal. Se colocó en un sitio
estratégico y sacó de su maletín las extrañas ganancias que la institución financiera le había
otorgado: un payaso adormecedor, un mago con un conejo hastiado, un león decrépito y una carpa
raída. El diminuto circo no rebasaba los cuarenta centímetros de altura. El espectáculo inició ante el
nulo asombro de paseantes. La lluvia empezó a caer y el escenario se dañó. La gente abandonó el
sitio y la nota musical vio entristecida sus mojadas ganancias. Reparó su pequeño circo y volvió a
insistir en poner un espectáculo de primer mundo. Cambió varias veces de plazas públicas y de
ciudades, pero la gente no respondía. Su dinero le daba siempre ganancias extrañas: un niño
atrapado en el pasado, un tigre con cuadros en la piel y un oso pelón; por mencionar algunas.
Tiempo después a la nota musical le desagradó el cariz que tomó esto y retiró todo su dinero. Se
arrellanó en un mueble de su casa y pensó en qué invertir su capital. Decidió apostarle a lo suyo: la
música. Ir en contra de su naturaleza había sido su peor error, pensó. Pronto se hizo promotora de
una cantante de pop que en corto tiempo alcanzó el estrellato con la asesoría de la nota musical.
Ambas se hicieron multimillonarias y se asociaron para abrir una institución financiera.
Desde hace tiempo están ofreciendo los mejores rendimientos en todo el país y créditos con tasas
muy bajas: especialmente para cirqueros que están cerca de irse a la bancarrota.
© Ramón Araiza Quiroz
Ramón Araiza Quiroz. Escritor de nacionalidad mexicana. Autor de relatos y un par de novelas
así como de un poemario. Síguelo en facebook.com/ramonaraizaquiroz o visita su página
www.ramonaraiza.com.
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Relato
ENCUENTROS Y DESENCUENTROS
(entre las 2.11 y las 2.21 de la tarde)
EN LA PLAZA DE ARMAS
por Elmer Ernesto Alcántara
...no lo hagas por mí, Irene, ya sé que te he molestado muchas veces; hazlo por mi Danielito, se
trata de su salud, él es tu ahijado. Te juro que te lo devuelvo con el aguinaldo de julio, sin falta, ya
estamos a mediados de mayo; acaba de decir, con voz suplicante y angustiada, mirando a cada momento al piso y con la cara desencajada por la vergüenza, la mujer de pelo negro y grandes ojeras;
justo cuando el minuto 11 se ha echado a andar en la Plaza de Armas y ha sido puntualmente marcado por el viejo reloj de la Municipalidad. (Recordemos que esta historia comienza exactamente a
las 2 y 11 de la tarde); y aunque ha tenido un pequeño monólogo previo, la mujer de pelo negro y
grandes ojeras, no sabemos de qué se ha tratado éste porque eso corresponde al minuto 10 y el minuto 10 no cuenta en esta historia. Lo que en esta historia cuenta es lo que la mujer de pelo negro y
grandes ojeras está diciendo ahora... tú sabes cómo estamos los profesores, el sueldito no alcanza
para nada y Daniel todo el tiempo tiene problemas con el taxi; más es lo que gasta arreglándolo
que lo que saca con las carreras. Hace días que estamos a sopita de agua con fideos y arroz con
huevo frito. Si no se tratara de la salud de mi hijo no te estaría molestando, Dios es testigo de eso,
no tengo otra salida. No sabes cómo ronca su pecho todas las noches, parece que se fuera a ahogar; me da miedo que se haga cró- «Por unos segundos un
nico, hasta se puede volver neumonía. Ya lo hemos llevado al se- silencio incómodo se
guro, pero ya sabes cómo es el seguro, hay que hacer cola desde las instala entre ellas, tac,
cinco de la mañana para que te atiendan a las once y te digan que tac, tac, tac; hasta que
necesita un tratamiento que ellos no pueden dar, que lo lleves a una la mujer menuda y de
clínica con un especialista; y eso no está a nuestro alcance por pelo pintado de rubio
ahora; y calla, la mujer de pelo negro y grandes ojeras; tac, tac, tac, empieza a hablar.»
tac. La mujer menuda y de pelo pintado de rubio que sentada en la
banca frente a ella la escucha con cara de fastidio, no la escucha solamente; la está observando, pasea sus ojos fiscalizadores por las ropas modestas, los zapatos baratos, la cara avejentada y sin maquillar donde destacan nítidamente las grandes ojeras, y todavía no dice nada. Por su expresión,
parece desaprobar completamente la apariencia de su interlocutora; y a diferencia de ésta, ella sí está
bien arreglada y vestida; hasta se podría decir que está elegante. Pero no es sólo la ropa lo que las
diferencia; es la actitud segura, desdeñosa y casi despreciadora de la mujer menuda y de pelo pintado de rubio la que contrasta con la actitud apocada y casi sumisa de la mujer de pelo negro y grandes ojeras que ahora calla y parece no saber dónde posar los ojos. Por unos segundos un silencio
incómodo se instala entre ellas, tac, tac, tac, tac; hasta que la mujer menuda y de pelo pintado de
rubio empieza a hablar; todo el tiempo lo mismo, María, todo el tiempo lo mismo; ya estoy cansada
que sólo me llames para contarme tus penurias y pedirme plata; el día que no te falta para pagar el
alquiler de tu casa, te falta para pagar la luz o el agua; y ahora que ya se te ahoga el hijo por las
noches; ¿y tu marido?, ¿qué?, ¿está pintado? Ese bueno para nada para lo único que ha servido es
para engordar como un chancho en ese taxi y llenarte de hijos. Si yo tengo lo que tengo es porque
mi marido se lo gana trabajando y yo lo sé administrar. ¡No es justo, María!, ¡no es justo! Todos
tenemos aspiraciones, queremos vivir cada vez mejor. Y yo no puedo dejar de darle a mi familia las
comodidades que quisiera sólo porque cada cierto tiempo tengo que sacarte de tus problemas. Somos hermanas, está bien; pero ya cada una tomó su camino, formó su familia, ahora hay que avenirnos pues a lo que nos ha tocado calladas la boca y sin molestar a los demás, todos tenemos
nuestros problemas. Calla ofuscada la mujer menuda y de pelo pintado de rubio; está claramente
molesta y no se preocupa en esconderlo. La mujer de pelo negro y grandes ojeras ésta visiblemente
avergonzada y nerviosa, se frota las manos y unas gotitas de sudor empiezan a aparecer en su frente;
se nota claramente que está muy incómoda, que quisiera salir corriendo; pero en lugar de eso vuelve
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a hablar, aunque más tímidamente, con tono suplicante; siempre te hemos devuelto lo que nos has
prestado, Irene, aunque sea tarde, aunque sea de a pocos, balbucea. Sí, claro, mal tarde y nunca, y
así no son las cosas, interrumpe fastidiada la mujer menuda y de pelo pintado de rubio. Te juro que
es la última vez, Irene, después de esta, aunque tengamos que comer tierra, no te molesto más;
hazlo por Danielito, se trata de su salud; agrega ahora sí mirándole a los ojos, la mujer de pelo negro y grandes ojeras. Sí, claro, eso nunca falla ¿no?, hacerse la víctima, el fácil recurso de dar lástima, agrega la mujer menuda y de pelo pintado de rubio. Tac, tac, tac, tac.
Diez metros más allá, en una banca de la otra fila de bancas de las dos que están distribuidas a los
dos extremos del corredor que conduce al centro mismo de la Plaza donde se levanta la estatua de
La Libertad (cada fila de bancas tiene 4 bancas distribuidas más o menos a 5 metros una de otra),
están sentados dos adolescentes con uniforme azul de colegio; uno rubio y uno de risos marrones, y
también se dicen algo pero ellos, además, están deslizando, por entre sus mochilas que han acomodado apropiadamente para ello, sus manos y se están acariciando secretamente los dedos y las palmas de las manos. Si por mí fuera, me arrodillo aquí nomás, delante de todos, dice bajito el chico
rubio, mirándole arrebatadoramente los ojos al otro, que también lo mira y se ríe. Se aproxima un
poco más, el chico rubio y ahora le dice aún más bajito; es que es muy rico arrodillarme delante de
ti y que me lo metas en la boca; todo lo que tú me haces es muy rico, hasta cuando de juegos me
castigas; hace una mueca, el chico rubio, y continúa; ¿sabes?, me gusta mucho como huele tu
cuarto, y no sabes cómo me arrecha que me hagas todo eso ahí, entre tu ropa, tus calzoncillos y tus
medias, con tus viejos en el otro cuarto… y luego salir los dos con cara de chicos buenos que han
estado haciendo la tarea… ufffffffff, eso sí que me pone loquita. Gesticula, calla por unos segundos,
tac, tac, tac, tac el chico rubio, y continúa; aunque el bruto de mi viejo me medio mate a golpes
cuando se entere y a mi vieja le dé derrame cerebral, pero soy así
pues que le voy a hacer. Si su hijo nació para perrita que pena
«El hombre termina de
pues, a ellos no les va a doler; es a mí a quien le duele bien rico;
pasar y él vuelve a
saborea las palabras el chico rubio; hayyyyy, pero mejor no sigo
lanzar otra devoradora
que ahorita me pongo loquita aquí mismo, en plena Plaza de Armirada al chico de los
mas. El chico de risos marrones se limita a sonreír, divertido. Mirisos marrones que
rándolo con atención, se podría decir que tiene un segundo lenhasta ahora no ha dicho
guaje, el chico rubio, uno que está detrás de sus palabras, hecho de
nada y lamiéndose con
gesticulaciones, muecas, ademanes, guiños que acompañan a éstas
ahínco los labios con la
tratando de enfatizarlas o darles otro sentido; es un lenguaje
lengua, le pide que le
ampuloso, exagerado y de pretensiones femeninas que deforman
diga ‘soy tu marido’.»
su cara y la hacen a ratos divertida y a ratos grotesca; pero eso,
claro, sólo lo puedo ver yo, que puedo acercarme sin que me vean; porque ahora que se aproxima un
hombre por el centro del corredor, cruzando la Plaza, y pasa cerca de la banca donde ellos están
sentados, cambia completamente de actitud el chico rubio y ahora sí luce como un correcto colegial
conversando con un amigo, tac, tac, tac, tac. El hombre termina de pasar y él vuelve a lanzar otra
devoradora mirada al chico de los risos marrones que hasta ahora no ha dicho nada y lamiéndose
con ahínco los labios con la lengua, le pide que le diga „soy tu marido‟; soy tu marido, dice entonces
el chico de risos marrones; dímelo otra vez; dice el chico rubio; soy tu marido; repite el de risos marrones y el rubio lanza un suave pero prolongado gemido. Oye, dice divertido el chico de risos marrones; ¿qué pretexto le vas a inventar hoy a tus viejos por llegar tarde de nuevo, mira, ya son casi
las 2 y cuarto, que otra vez te quedaste a jugar ajedrez en el colegio? No; contesta el rubio con
melosa voz, saboreando el sentido de sus palabras; les diré que me castigaron, así no le mentiré; y
hace otro gesto. Eres una puta de mierda; dice el chico de risos marrones y los dos ríen divertidos.
En la misma fila de bancas de la que ocupan los muchachos del uniforme azul, a unos cinco metros
de ellos, en otra banca que, si alguien pudiera ver desde arriba, forma un triángulo con las otras dos
(con la de las mujeres que son hermanas y la de los muchachos que se acarician las manos), sentados conversan dos niños aunque, más que una conversación, esto es en realidad un esforzado monólogo de un lado y un muy triste silencio del otro. El niño de buzo deportivo, que no debe pasar de
los doce años, le está diciendo al pequeñín de los anteojos y chalequito que debe andar por los ocho,
que ya no esté triste, que no sea tonto, que no se deje... no seas tonto, Luis, no te dejes, ya son como
tres veces que veo que pasa lo mismo y tú no dices nada, sólo te dejas, ¡no debes permitirlo!, le está
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diciendo tratando de hacer que levante la cabeza. Yo quisiera defenderte, le pegaría por ti, tú lo
sabes, pero él es muy chico para mí y eso estaría mal. Imagínate que yo le pegue a uno de primaria.
Pero tú si puedes, además eres tú quien tiene que defenderse. Lo que pasa es que tú le tienes miedo
y el miedo te paraliza y además yo sé que a ti no te gusta pegar a nadie… pero es ahí cuando él se
aprovecha y hace lo que quiere contigo, ¿ves?; se burla de ti como quiere, te tira bollos de papel en
la cara y hasta te empuja y te hace caer en los juegos del recreo como hoy; el pequeñín de los anteojos y el chalequito, cabizbajo, sólo escucha, en silencio. Tac, tac, tac, tac Luce inmensamente triste
y amilanado. ¿Sabes, sabes lo que vamos a hacer, Luis? Yo te voy a enseñar a pelear, sí, desde mañana, te lo prometo; y entonces si él te empieza a pegar otra vez, tú le respondes, y entonces se
lleva sus buenas trompadas y jamás va a venir a molestarte otra vez. Le pone una mano en el hombro el niño del buzo deportivo y lo sacude un poco, lo mueve; pero el pequeñín de los anteojos y el
chalequito está a punto de llorar; en este mundo tienes que responder, hombre, aprender a responder y defenderte; así es la ley, si no todos te pasan por encima. Vamos a practicar juntos desde
mañana y tú te vas a defender; en dos semanas vas a estar preparado si entrenas conmigo, pero
vamos, hombre, anímate, ¡arriba ese ánimo!, no dejes que un bruto como ese, sólo por envidia,
porque eres el primero de tu clase, te amedrente. Hoy se portó muy feo contigo, vi todo lo que te
hizo pero ya tranquilo. Mañana será otro día, ya no estés triste, vamos... Mira el reloj de la Municipalidad, ya son casi las 2 y 14, ya no demora tu mamá a recogernos y te va a encontrar así. Tac,
tac, tac, tac.
En una cuarta banca que está fuera del triángulo que conforman
las primeras tres, un poco como por detrás de éstas pero en el «Tiene un aire juvenil
mismo corredor, está sentado, solo, un hombre de pelo largo que aunque debe andar cerca
fuma y fuma un cigarro tras otro. Claramente puede verse que de los cuarenta; lleva
está muy nervioso, que está casi desesperado. Tiene un aire jeans, una camiseta
juvenil aunque debe andar cerca de los cuarenta; lleva jeans, una negra pegada al cuerpo,
camiseta negra pegada al cuerpo, una cadena y un crucifijo una cadena y un crucifijo
grande (al parecer de oro) colgados al pecho, muchas pulseras grande (al parecer de oro)
en las muñecas, un tatuaje en el brazo izquierdo y botas negras. colgados al pecho,
Y desde que el minuto 11 se ha echado a andar en esta Plaza de muchas pulseras en las
Armas, una de sus botas, la derecha, se ha dejado escuchar tac, muñecas, un tatuaje en el
tac, tac, tac en un taconeo nervioso, angustiado e incesante, en brazo izquierdo y botas
casi toda la Plaza. Tiene además en sus manos un sobre amarillo negras.»
que pasa de una mano a otra, que voltea continuamente, que
observa, que deja por un momento sobre la banca, que vuelve a coger y así segundo tras segundo.
Si alguien, en este preciso momento, entrara a la Plaza por Independencia, la cruzara en diagonal,
como dirigiéndose hacia Pizarro, y se parara a la altura de la estatua por un momento, podría contemplar toda la escena: vería, en primer plano, la banca del hombre de pelo largo que fuma y fuma
un cigarro tras otro; unos cinco metros más allá pero en la misma fila, la banca con los dos niños;
otros cinco metros más allá, la banca con los dos chicos colegiales de uniforme azul; y desde esa
banca, unos diez metros a la izquierda, en la otra fila de bancas, la banca con la mujeres que son
hermanas. Y mucho más allá, como fondo de todo, el edificio de la Municipalidad con su reloj marcando las 2 y 15 de la tarde a la izquierda, y a la derecha, la esquina que forman las calles Pizarro y
Almagro con el semáforo en rojo entre ellas… es hacia esa intersección de calles adonde el hombre
de pelo largo que fuma y fuma un cigarro tras otro mira y mira persistentemente. Cualquiera que no
preste la suficiente atención a la escena creería que el hombre de pelo largo que fuma y fuma un
cigarro tras otro está mirando con insistencia a esas tres parejas que, sentadas en sus respectivas
bancas, conversan sobre sus asuntos. Pero no, ése sería un error inducido por la posición de la banca
donde éste está sentado (un poco por detrás de las otras tres), y por la dirección hacia donde realmente mira. Si acaso puede soslayadamente verlos es porque están en el camino de lo que él está
realmente mirando y no sólo mirando, sino mirando con angustia y desesperación: la esquina que
conforman los edificios de la Municipalidad, el Palacio Royal y la Biblioteca Municipal y donde
desembocan (como ya indiqué) las calles Pizarro y Almagro con el semáforo en rojo entre ellas. No
hay duda de que el hombre del pelo largo que fuma y fuma un cigarro tras otro está esperando a
alguien; y mientras espera, fuma y fuma con jaladas de angustia. Cada tantos segundos, unos es-
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pasmos incontrolables lo invaden y taconea con más furor. Mira el reloj de la municipalidad: 2 y 16
minutos, mira su propio reloj: 2 y 16 minutos; y fuma y fuma, y su taco resuena, nervioso, insistente, contra el piso brilloso; tac, tac, tac, tac. Y ahora que está encendiendo otro cigarro, se puede
ver que sus manos tiemblan. Parece a punto de caer en un pozo de desesperación. Es una tarde soleada; pero en este preciso momento una nube que el viento arrastra por el cielo oculta momentáneamente el sol y una sombra se proyecta sobre toda la Plaza, el semáforo cambia a verde y se escuchan bocinas de carros y motores; luego sólo el tac, tac, tac, tac en las 2 y 17 de la tarde.
El sol vuelve a aparecer, justo en el momento en que un grupo de chicas que conversan y ríen alegremente cruza la Plaza yendo de Pizarro hacia Independencia; pasan cerca de las bancas donde
están sentadas las personas que hemos estado observando (las bancas están distribuidas a cada extremo del corredor, a unos cinco metros una de otra y las chicas pasan por en medio del corredor,
donde están los faroles), sus voces y risas alegres invaden por un momento la escena, y luego desaparecen de ella. Un chiquillo de unos nueve años con una cajita de golosinas pasa voceando sus
productos: caramelos, chocolates, chicles, cigarrillos; nadie se interesa en él y sigue de largo; detrás
del chiquillo pasa un policía municipal que hace sonar su silbato y con un gesto de su mano le dice
que se retire, que se aleje, que se vaya; el chiquillo apura el paso. Las nubes siguen pasando, raudas,
de sur a norte; tac, tac, tac, tac, un vientecillo se hace sentir por unos segundos y luego desaparece.
El reloj de la Municipalidad da las 2 con 18 y el semáforo se pone en rojo otra vez. La tarde casi se
puede sentir.
El hombre de pelo largo que fuma y fuma un cigarro tras otro va por
su tercer cigarro; el pequeñín de los anteojos y chalequito levanta por
fin la cabeza y empieza tímidamente a sonreír; el chico de buzo deportivo que está con él ríe también, y lo abraza; ése es mi campeón, le
dice, yo voy a ser tu entrenador, ya vas a ver; los dos muchachos de
uniforme azul siguen diciéndose cosas y mirándose, en una especie de
secreto e íntimo frenesí, me tienes loquita, dice el chico rubio, tú y esa
cosa rica que tienes; la mujer de pelo negro y la otra que lo tiene pintado de rubio discuten por algo, yo te dije que no lo hagas, que no te
cases con él; ¿qué ibas a sacar de un taxista?, y como siempre tú
haces lo contrario y encima te llenas de hijos… estaba enamorada,
Irene, y Daniel no quería ser taxista toda su vida, tenía sus aspiraciones; pero las cosas no siempre
salen como uno quiere… sí, claro, el amor; pero el amor no da de comer, María, el amor no cura
las enfermedades. Yo no me casé por amor, yo me casé pensando en mi futuro, ¿soy menos digna
que tú por eso? ¿No, verdad? Y ahora no como sopita de agua con fideos y arroz con huevo frito
todos los días; ¿el amor?, eso déjalo para las telenovelas. Una nube grande y gorda cubre otra vez
el sol y vuelve a ensombrecer la Plaza, desde el comienzo del corredor donde están distribuidas las
bancas se escucha la voz de un predicador, que levanta la Biblia, entrégate, hermano, al amor del
Señor, Él es la respuesta, la única esperanza, la salvación, arrepiéntete; su voz se hace por ratos
clara y por ratos desaparece. El semáforo otra vez se pone en verde, algunos carros hacen inmediatamente sonar sus bocinas. Tac, tac, tac, tac.
«Cuando el reloj de
la Municipalidad
marca las 2 y 18,
por la intersección
de las calles Pizarro
y Almagro una mujer
joven, morena y muy
bella ingresa a la
Plaza de Armas.»
Cuando el reloj de la Municipalidad marca las 2 y 18, por la intersección de las calles Pizarro y Almagro una mujer joven, morena y muy bella ingresa a la Plaza de Armas; lleva un traje de saco con
falda marrón con crema, de esos que se usan en las oficinas; cruza la calle y camina decidida por el
corredor donde están las bancas hacia el centro de la Plaza; en ese mismo momento, un hombre que
lleva a un niño de la mano cruza el centro de la plaza, rodean el monumento y se encaminan por el
mismo corredor pero en sentido contrario, como al encuentro de la mujer joven, morena y muy bella. El hombre y el niño avanzan, pasan cerca de la banca del hombre de pelo largo que ha tirado el
cigarro y se ha puesto de pie. Dan unos pasos más, hombre y niño, y pasan ahora cerca de la banca
de los niños que ahora ríen alegres; mientras la mujer joven, morena y muy bella pasa al lado de la
banca donde la mujer de pelo pintado de rubio abre su cartera; el hombre con el niño de la mano y la
mujer joven, morena y muy bella se cruzan casi en el centro mismo del corredor, apenas se miran y
siguen su camino. La mujer joven, morena y muy bella se detiene delante del hombre de pelo largo
que tiene el sobre amarillo entre sus manos; ¿qué es eso tan importante que me tienes que decir
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para sacarme a esta hora de la oficina, Ernesto?, le dice, mirándolo; el hombre de pelo largo, nerviosamente, sin poder controlar el temblor de sus manos abre confusamente el sobre y extrae algo
que ofrece a la mujer joven, morena y muy bella; ¿qué significa esto, Lorena?, a media mañana lo
han metido por debajo de mi puerta. ¿!Qué es esto!? La mujer joven, morena y muy bella recibe lo
que el hombre de pelo largo le ofrece, son unas fotos, las mira con un atisbo de sorpresa pero en
ningún momento pierde el aplomo, esboza una sonrisa y vuelve a mirar al hombre de pelo largo a
los ojos; lamento que te hayas enterado de ésta manera, te lo iba a decir uno de estos días, además
supongo que ya lo intuías, hace tiempo que ya no es lo mismo; el hombre de pelo largo arrancha las
fotos de la mano de la mujer joven, morena y muy bella, se pasa una mano por el pelo, respira profundo; no, Lorena, yo no intuía nada, se supone que eres mi novia, que nos íbamos a casar, ¿qué
carajo tenía que suponer?, ¿qué eras una pendeja?... no, Javier, no, nada de escenitas, y menos en
plena Plaza de Armas, ¿quieres hablar de eso?, está bien; yo también tengo cosas que decir, pero
en otro momento y otro lugar, no aquí ni ahora; además, sólo salí por quince minutos. El hombre
de pelo largo está desencajado, una expresión indefinible se dibuja en su rostro; desde cuándo, Lorena, ¿desde cuándo me estás cagando?, ¡dímelo!, ¡dímelo!; y con Lucio, con la mierda de Lucio,
con la basura de Lucio, ¡eres una perra!… ni bien salió de su boca, cargada de rencor, la palabra
perra, la mujer joven, morena y muy bella estira su brazo y plazzzzzzz, estrella su mano contra la
cara del hombre de pelo largo que deja caer al piso las fotos que tenía en la mano y regresa por
donde vino, dejando al hombre de pelo largo parado y aturdido. Fue un seco y sonoro plazzzzzzz, en
las 2 y 20 de la tarde y todos voltearon, instintivamente, instantáneamente, en dirección del sonido;
la mujer de pelo negro, que guardaba algo en su cartera, la mujer de pelo pintado de rubio, que cierra al suya; el chico rubio, que se llevó una mano a la boca e hizo un gesto exagerado de sorpresa, el
chico de risos marrones que empezó a reírse; el pequeñín de lentes y chalequito que ya estaba contento, el niño de buzo deportivo que mira sorprendido. Por unos segundos las miradas se cruzan, se
encuentran y luego se desvían… y lentamente van regresando a lo que los ocupa. El sol vuelve a
salir, el minuto 21 Está a punto de extinguirse en el reloj de la Plaza; y todo vuelve a estar casi como
cuando el minuto 11 se echó a andar… aunque ahora el hombre del pelo largo ya no está sentado, ya
no fuma, ya no taconea; ahora está parado, llora y tiene destrozado el corazón.
© Elmer Ernesto Alcántara
Elmer Ernesto Alcántara. Nací en Santiago de Chuco, un pueblito de los andes del Perú, el 25 de
setiembre de 1968. Viví allí hasta los 14 años; allí estudié toda la primaria y parte de la secundaria. En 1982 mi familia se mudó a Trujillo, ciudad en la que terminé la secundaria y viví hasta
1987, cuando me fui a vivir a Lima con intenciones de estudiar una carrera en una universidad de
allí. Ingresé a San Marcos a estudiar Economía, carrera que empecé a solventar trabajando al
mismo tiempo. No terminé la Universidad, por varias razones pero sobre todo porque tempranamente me decepcioné de la carrera. En medio de esos vaivenes, la literatura, que siempre me
había rondado como una irresistible tentación, se me impuso casi como una necesidad. Luego de
conocer a Borges, Cortázar, Chejov, Poe, Mansfield etc., me rendí completamente ante los cuentos,
las historias cortas, los relatos; leí y estudié a los maestros con devoción y no en mucho tiempo me
embarqué en el aventurero sueño de ser un contador de historias. La necesidad de sobrevivir me
llevó a desempeñar los más diversos trabajos; incluso me llevó a Sydney, Australia; adonde llegué,
a cuestas con mis libros, mis borradores y mis ilusiones. Luego de varios años allí regresé al Perú
(quizá con menos ilusiones pero con más borradores), y luego de otras tantas experiencias en
otras tantas ocupaciones…, me decidí por trabajar y terminar esos borradores. Este relato pertenece a un conjunto de relatos que he llamado ―Bentanas Aviertas‖. Es el resultado de ese trabajo;
he reunido en él 12 relatos y 6 micro-relatos. Mi gran ilusión es que algún día vean la luz en forma
de libro. Hace un año regresé a Sydney y aquí estoy, tratando de mantener vivo el sueño. Con
respecto a mí no hay más que decir; dejo todo lo demás en boca de mis narradores y mis personajes; espero que ellos sí tengan mucho que decir.
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
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Relato
DESCASARSE
por Alberto Sánchez Arguello
Recogió en rincones, baños y corredores, todas las lágrimas que había llorado por su muerte. Lo sacó
del féretro y le sacudió la naftalina del traje. Lo tomó de la mano para regresarle los últimos treinta
años de rutinas y aburrimiento.
Le devolvió las frases hirientes y los actos humillantes a cambio de todos los cuidados y comidas que
le había preparado con esmero. Tomó los vestidos y regalos de los aniversarios y se los dio junto con
las rosas marchitas del jardín.
Empequeñeció a sus hijos, hasta lograr meterlos en el fondo de su vientre. Luego quitó de las paredes
las fotos y arreglos primorosos de una vida dedicada al hogar. Se limpió las cicatrices de los golpes y
vomitó las amarguras de incontables noches de espera cuando él salía de juerga con otras mujeres.
Sólo le restó arrastrarlo a la iglesia, invitar de nuevo a todos los amigos y familiares y ante la pregunta
del sacerdote responder con voz bien alta:
—¡No quiero!
© Alberto Sánchez Arguello
Alberto Sánchez Arguello (1976 Managua) Psicólogo. Ganador del primer concurso de cuento
versión juvenil de la Fundación Libros para niños (2003) con ―La casa del agua‖. Primer lugar en el
VII concurso nacional ―Otra relación de género es posible‖ categoría cuento, de CANTERA Nicaragua
(2007). Selección de jurado para publicación por la obra ―Chico largo y charco verde‖ en el cuarto
concurso nacional de literatura infantil ―libros para niños y niñas‖ categoría cuento (2008).
Publicaciones en las revistas digitales Narrativas y Periplo. Seleccionado para la antología "Flores de
la trinchera" del fondo editorial Soma (2012). Blog: ofrendando.blogspot.com. Twitter: @7tojil.
NARRATIVAS
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Narradores
Antonio Orejudo
Madrid (España), 1963
https://www.facebook.com/antonio.orejudo
***
Nació en Madrid en 1963. Doctor en filología hispánica, durante siete años fue profesor de
literatura española en diferentes universidades de Estados Unidos y ha pasado un año como
investigador invitado en la Universidad de Amsterdam. En la actualidad es profesor titular en la
Universidad de Almería. Es autor de cinco novelas: Fabulosas narraciones por historias (Madrid,
Editorial Lengua de Trapo, 1996; reedición Tusquets, 2007), con la que obtuvo el premio Trigre
Juan; Ventajas de viajar en tren (Madrid, Alfaguara, 2000. Traducido al francés y XV Premio
Andalucía de Novela); La nave (Sevilla, Servicio de publicaciones Junta de Andalucía. 2003);
Reconstrucción (Barcelona, Tusquets, 2005); y Un momento de descanso (Barcelona, Tusquets,
2011). Todas ellas, muy distintas entre sí, componen el corpus coherente de uno de los
narradores más brillantes en lengua española. Asimismo ha publicado los siguientres libros de
crítica y estudios literarios: Cartas de batalla. Edición, introducción y notas, Barcelona, PPU,
1993; Las 'Epístolas familiares' de Antonio de Guevara en el contexto epistolar del Renacimiento,
Madison, Hispanic Seminary of Medieval Studies, 1994: Mala suerte, Antonio Orejudo y Helena
González Vela, Madrid, Santillana («Colección Lecturas graduadas»), 1995; Lope de Vega:
Fuente Ovejuna, preparación, prólogo, apéndice y notas de Antonio Orejudo, Madrid, McGrawHill, 1996; Miguel de Cervantes: Tres novelas ejemplares (La ilustre fregona, El casamiento
engañoso y Coloquio de los perros, edición, introducción, notas y orientaciones para el estudio de
Antonio Orejudo, Madrid, Castalia, 1997; En cuarentena. Nuevos narradores y críticos a
principios del siglo XXI, Antonio Orejudo, coordinador Murcia, Universidad, 2004. Igualmente, ha
participado en las siguientes obras colectivas: Páginas amarillas (Lengua de Trapo 1997). Junto
con Nicolás Casariego, F.M., Luisa Castro, Daniel Múgica, Ray Loriga, José Ángel Mañas y Eloy
Tizón, entre otros; y ¡Mío Cid! (451 Editores, 2007).
***
Entrevista
NARRATIVAS: ¿Cómo resumirías tus comienzos literarios y el camino recorrido hasta ahora?
ANTONIO OREJUDO: Decepción y desengaño con ribetes de satisfacción por un trabajo hecho
con honradez y decencia. Cuando yo empecé a soñar con ser escritor la literatura lo era todo en
la vida, al menos en mi vida. De entonces a esta parte, todo aquello ha ido sufriendo un proceso
de devaluación progresiva hasta quedar en prácticamente nada. En ese proceso interviene mi
edad biológica y el pesimismo con el que se ve todo desde la atalaya de los 50, pero también la
propia trayectoria de la institución literaria que hoy es insignificante, y cuyo prestig io social no es
ni sombra de lo que era cuando yo empecé a soñar con ser escritor. En este desolador panorama
tengo al menos la satisfacción del operario, la satisfacción del trabajo bien hecho .
N.: Aunque has abordado diversos géneros, incluyendo el ensayo y los artículos periodísticos,
tiende a considerársete sobre todo como un novelista, que es tal vez lo que más prestigio
literario te ha dado hasta el momento. ¿Qué dirías que hay en la novela que no se encuentre en
otros géneros narrativos? ¿Exige cada género un tono o un planteamiento específico, o se trata
tan solo de diferentes formas de contar?
NARRATIVAS
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AO.: Lo que me atrae de los géneros es la posibilidad de mezclar, parodiarlos, contrastarlos o
hacerles decir algo diferente a lo que dijeron en su origen. Lo que me atrae de la novela precisamente es su versatilidad y su carácter falsificador, sus posibilidades de hacerse pasar por
cualquier género incluida la poesía lírica. La novela siempre ha usurpado o vampirizado los que
ha tenido a su alrededor: la historia, el ensayo, el periodismo. Esa ductilidad, que no tienen otros
géneros, es lo que me atrae de ella. No creo que exija un tono determinado, más bien una nota ble capacidad de imitación. El novelista que a mí me gustaría ser es un falsificador de voces, de
discursos, de tonos y de géneros. El novelista que a mí me gustaría ser es un ventrílocuo. O
mejor dicho: un farsante.
N.: Buena parte de los personajes de tus novelas parecen obsesionados por ofrecer siempre de terminada apariencia, o al menos cierta pose, de manera que acaban viviendo en una suerte de
impostura permanente incluso para sí mismos, circunstancia que en realidad delataría fragilidad
y falta de confianza más que otra cosa. ¿Se trata de un reflejo de tu visión del ser humano o solo
de un recurso que usas a la hora de construir tus historias?
AO.: Más que fragilidad y falta de confianza lo que denota esta impostura estructural de mis
personajes es una idea muy poco unitaria y estable de la personalidad. La identidad es algo muy
inestable, y más en los tiempos que corren. Nadie sabe muy bien quién es y dónde está exacta mente en estos tiempos. Y sobre todo, cada vez nos resulta más difícil identificar a los demás,
situarlos en un punto fijo. Mis personajes son líquidos, pero se hacen pasar por sólidos.
N.: Otra cuestión que abordas en muchas de tus obras es la verdad, o mejor dicho las diferentes
formas que adquiere la verdad, como si esta no estuviera en ningún caso en estado puro al alcance del ser humano.
AO.: La respuesta a esta pregunta tiene mucha relación con la respuesta anterior. Pensábamos
que el acceso a la información iba a facilitar nuestros conocimientos de la verdad, sea lo que sea
eso; y resulta que esta sobreabundancia de información lo único que ha conseguido es enturbiar
mucho más las aguas y dificultar nuestro entendimiento. La inestabilidad de la identidad a la que
me refería antes es una consecuencia de una inestabilidad de rango superior: la inestabilidad de
la verdad. Y algo todavía más incómodo: la inestabilidad del bien y del mal. Tomemos un ejemplo extremo: la esclavitud infantil está mal. Esto es una verdad absoluta... salvo en ciertos paí ses en los que la alternativa a la esclavitud es la muerte.
N.: Fabulosas narraciones por historias fue tu primera novela, o al menos tu primera novela publicada, y sin embargo es una obra de enorme complejidad, donde recreas de una manera absolutamente sui generis (y en ocasiones casi delirante) la vida alrededor de la Residencia de Estudiantes de los años 20 del siglo pasado en Madrid. ¿Cómo surge esa historia? ¿Qué te lleva a
adentrarte en esa época y además con esa mirada tan peculiar?
AO.: Fabulosas narraciones por historias hablaba en 1996 de cosas de las que nadie hablaba
entonces: de las relaciones entre historia y ficción o de la cultura de la Transición. Esa novela fue
la primera obra literaria española que cuestionó eso que ahora llamamos Cultura de la Transi ción, rompiendo el consenso en torno a los dogmas culturales de esa Iglesia laica llamada Resi dencia de Estudiantes. En Fabulosas, la Residencia de Estudiantes, esa reserva espiritual de la
socialdemocracia y más allá, es un nido de corrupción, intereses e hipocresía. Esa novela es el
primer pedrusco que se lanza en las mansas aguas del imaginario progresista. Lo que pasa es
que es un pedrusco literario lanzado por un desconocido desde una editorial que publicaba en ese
momento su libro número 10. Fabulosas narraciones por historias es una patada en el culo
literario de la generación de Felipe González. Es también una intuición: la intuición de que bajo
los altares de esa Iglesia laica que aquellos jóvenes socialdemócratas de la Transición, hoy
sexagenarios, levantaron en honor de la Residencia de Estudiantes y de la Generación del 27
había mucha mierda.
N.: En otra de tus novelas, Un momento de descanso, entras a saco con la universidad española,
la cual no sale especialmente bien parada y de la que alguna vez has dicho que es “casposa y
grosera”. Aparte de contar historias, ¿sientes especial interés por señalar o denunciar en tus
obras de ficción aquellas cosas que no te gustan o que te desagradan?
NARRATIVAS
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AO.: Pese a mi fama de escritor disparatado yo me tengo por un novelista social y políticamente
comprometido. Hasta Un momento de descanso, no estoy tan interesado en la intimidad de los
personajes cuanto en las relaciones políticas que establecen entre ellos. Y me interesa sobre todo
el imaginario cultural colectivo.
N.: ¿Qué hay en la cabeza de Antonio Orejudo antes de ponerse frente a una hoja en blanco?
¿Cómo concibes tus historias?
AO.: Sólo hay caos y confusión. Por eso lo paso tan mal en la primera fase de la elaboración, en
la inventio. Me gustaría tener un proyector narrativo claro, una tarea por delante, y dedicar mi
vida a completarla. Qué envidia me dan esos escritores... Yo cuando termino una novela no
tengo ni idea de lo que haré a continuación. Ni siquiera sé si haré algo, ya se irá viendo. Y du rante la escritura de la novela no tengo una línea de intención. O al menos no tengo una sola.
Voy escribiendo un poco a ciegas, y sólo descubro el sentido al final. Escribir sin sentido consciente es agotador, pero escribir con sentido me resulta extremadamente aburrido. Así que tengo
que elegir entre el tedio o el agotamiento. Y siempre elijo lo peor.
N.: Como lector, ¿cuáles serían tus preferencias en el terreno de la narrativa en castellano y tus
autores favoritos?
AO.: Yo soy profe, y durante mucho tiempo he enseñado literatura del Siglo de Oro, así que
tengo mucha deformación profesional. Sé que resulta muy pedante decirlo, pero es la verdad:
mis mayores inspiraciones han sido siempre textos del XVI y del XVII, muchos de ellos sorpren dentemente audaces. Durante la carrera, mientras mis amigos estaban a la última en literatura
española, yo andaba leyendo, por obligación, a escritores como Antonio de Guevara, que acabó
dándome el título de mi primera novela. Ventajas de viajar en tren nace de El casamiento engañoso de Cervantes. Reconstrucción sucede en el XVI y Un momento de descanso es, como casi
todas las novelas de Cervantes, dos tíos que se ponen a hablar y que se van por los cerros de
Úbeda.
N.: Por último, ¿en qué proyectos literarios está ahora trabajando Antonio Orejudo?
AO.: Me remito a la antepenúltima pregunta. En mi cabeza ahora sólo hay ruido y furia, pero
carezco de los huevos de Faulkner para hacer con todo ello una novela.
***
Relato
VENTAJAS DE VIAJAR EN TREN
(fragmento)
por Antonio Orejudo
Depresión postesquizofrénica. Adinamia o astenia, depresión física y psíquica con debilitación muscular. La paciente presenta un trastorno depresivo aparecido tras un episodio esquizofrénico. Persisten los síntomas de la esquizofrenia catatónica, pero predominan los depresivos: desgana, apatía,
abulia y sentimiento de irrealidad o extrañeza respecto al mundo externo o así mismo. Distanciamiento respecto al entorno. Disforia. La paciente presenta poca expresividad facial y lentificación de
los movimientos espontáneos, disminución de la frecuencia del parpadeo, pocas inflexiones vocales
y mirada huidiza. Síntomas de anhedonia, vacío emocional y flexibilidad cérea. Despersonalización.
Yo lo mío empezó como 101 dálmatas, y todo lo que sucedió después pude haberlo deducido de la
primera noche, cuando lo conocí, porque todas las cosas están siempre en sus principios. Una noche
que bajé a pasear a mi perro Pingo; al ver que trataba de aparearse con una perra, corrí a separarlo,
pero en ese momento apareció su dueño, Emilio, a quien yo conocía de vista, porque tenía un
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quiosco de periódicos cerca de la plaza de toros, y me dijo que los dejara, que a él le gustaban los
perros, que tenía una casa muy grande y que estaba buscando una carnada. A mí me dio cosa, pero
no dije nada y los dejé. Es muy raro estar ahí, en silencio, con un desconocido, mientras tu perro
monta a la perra del otro. Cuando terminaron de hacerlo Emilio me dijo que fuera a visitarle al día
siguiente, y aunque no me apetecía porque amaneció lloviendo, como no tenía nada mejor que
hacer, fui a verlo al quiosco y estuve un rato allí, bajo la lluvia, poniéndome perdida y charlando
con él a través del ventanuco. Podía haber tenido el detalle de invitarme a entrar, pero, según me
dijo, para él el quiosco era su casa y significaba mucho que una mujer entrara allí. Me dijo que volviera otro día y yo le dije que bueno, pero no pensaba volver; lo que pasa es que como no tenía nada
mejor que hacer, al ir a comprar el pan o a pasear al perro, me dejaba caer por allí. Cuando hacía
buen tiempo él me enseñaba revistas de perros, y me hablaba todo el tiempo de razas y cruces; lo
hacía con buena intención, pensando a lo mejor que a mí me interesaba todo eso, pero es que a mí
me importaba tres pepinos, yo tenía mucho cariño a Pingo y preguntaba por la preñez de Charla,
que era su perra, pero nada más.
Nos fuimos viendo casi a diario, y el mismo día que Charlita parió cinco cachorrillos preciosos,
Emilio me pidió salir. Le dije que sí y entonces él me abrió las puertas del quiosco, y pude darles a
los clientes el suplemento del domingo.
Vendió cuatro de los cinco cachorros, y se quedó con el quinto, un perrillo muy rumboso, Elvis, que
fue mi regalo de pedida. Tuvimos un noviazgo corto, casi todo él dentro del quiosco. Luego nos
casamos, pero no pudimos irnos de luna de miel, porque el quiosco es lo que tiene, que es muy esclavo; y tienes que estar todos los días al pie del cañón. Pero a mí no me importó; a mí lo que me
importó es que se cansara de mí tan pronto.
A los pocos meses, no había pasado ni un año desde que nos casamos, ya me dejaba sola todo el día en el quiosco, y él se iba con
los perros a la Casa de Campo. Yo recogía, hacía caja, cerraba el
quiosco todas las noches, y luego me iba a casa corriendo, a
hacerle la cena antes de que llegara. Menos mal que vivíamos al
lado del quiosco.
«Una noche, al
acostarnos, él me pidió
que lo hiciéramos por
detrás, como los perros,
dijo; y como llevábamos
mucho tiempo sin
hablar y sin hacer nada
de nada, aunque no me
apetecía, cedí.»
Una noche, al acostarnos, él me pidió que lo hiciéramos por detrás, como los perros, dijo; y como llevábamos mucho tiempo sin
hablar y sin hacer nada de nada, aunque no me apetecía, cedí; y si
cedes una vez, yo no lo sabía, ya cedes siempre; unas veces es por
amor; otras porque te sientes insegura; y otras porque tienes miedo. En general es por los tres motivos a un tiempo, si es que los tres no son la misma cosa.
Desde entonces nunca más volvimos a hacerlo cara a cara, siempre me ponía a cuatro patas, algunas
veces sin pedirme permiso; y no es que me violara, pero a mí tampoco me apetecía hacerlo algunas
veces y tenía que hacerlo. Un día probé a negarme, y entonces él se marchó con los perros y se tiró
fuera una semana. Aunque nuestra casa no es muy grande, las paredes se me caían encima, y nunca
más volví a decir que no; cedí, y él estuvo muy cariñoso durante un tiempo y prácticamente no iba a
la Casa de Campo.
Otra noche, mientras lo hacíamos a cuatro patas, me habló; se acercó a mi oreja y me dijo que gimiera como una perra, y yo lo hice sin pensar que a partir de entonces iba a tener que hacerlo siempre. Saqué la lengua y gemí como una perra, y a él le gustó, y estuvo muy simpático toda la semana,
y me hizo el primer regalo desde que me regaló a Elvis. Me compró un collar, un collar de perro,
con tachuelas, y me dijo que le gustaría que me lo pusiera mientras lo hacíamos a cuatro patas y yo
jadeaba con la lengua fuera. Y yo me lo ponía y luego me lo quitaba. Y entonces él me dijo que para
qué me lo iba a estar poniendo y quitando todo el tiempo, que me lo dejara puesto, y me lo dejé
puesto. A la gente le chocaba mucho; le hacía gracia que yo llevara el mismo collar que nuestros
perros. A mí me daba vergüenza y me ponía el pelo por delante, para que no se me viese.
Como yo notaba que él estaba cada día más contento, no decía nada y me dejaba hacer. Un día dijo
que él hacía la comida; él se compró un kilo de langostinos de Sanlúcar y a mí me puso estofado de
carne, dijo que era estofado de carne, pero yo sabía que era comida para perros. No está mala, pero
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yo hubiera preferido langostinos de Sanlúcar. Él me miró comer y se excitó, y luego me cogió por
detrás.
A partir de entonces, él hizo siempre la comida; yo pensaba que no había mal que por bien no viniese, aunque al final ni siquiera se molestaba en ocultarme de dónde salía el estofado; cogía descaradamente una lata de comida para perros, la abría delante de mí y me la echaba en el plato. Hoy
cómetela sin cubiertos, directamente con la boca, verás que bien, me dijo una vez. Y en cuanto empecé a hacerlo, me cogió por detrás. Al principio me negué a comer en el suelo; pero un día me
trajo, todo contento, una escudilla de plástico con mi nombre estampado en ella. ¿No te gustaría
comer con ellos?, me preguntó señalando a nuestros perros. Le dije que no, y me tachó de intransigente y de no hacer nada por salvar nuestro matrimonio, cogió a los perros y se marchó a la Casa de
Campo.
Yo me dije que por ahí no debía pasar, pero cuando estás sola, pensando todo el santo día, es muy
fácil encontrar razones para hacer cualquier cosa, por disparatada que sea, y al final no me parecía
tan grave comer a cuatro patas a las mismas horas que nuestros perros, pensé que podía ser hasta
divertido. Cuando se lo dije, me abrazó y por primera vez en mucho tiempo me besó en el hocico.
Nos compenetramos muy bien, me dijo unos días después, ya no necesitamos ni siquiera hablar,
salvo para lo más imprescindible, estamos hechos el uno para el otro; con un ladrido querrás decir
que sí, y con dos que no, ¿vale? Yo le dije guau; y él me cogió por detrás.
Llegó un momento en que vivía más tiempo a cuatro patas que a dos. Muchas veces venía mi madre,
o alguna amiga, preguntaba por mí, que en ese momento estaba merendando en mi escudilla, en el
suelo del quiosco, y él me daba una patadita de complicidad y decía que no estaba, que me había ido
de compras. Los cambios se habían ido produciendo tan poquito a poco, que no me di cuenta de que
me había convertido en una perra; que había cedido un terreno que no iba a recuperar jamás, y que
difícilmente volvería a ser una persona. Eso sucede muchas veces en la vida, sobre todo si no haces
nada al principio.
Cuando quería hablar con él, él hacía como que no me entendía. Dímelo con ladridos, con ladridos,
decía. Y con ladridos me entendía. Todos los días me hacía un regalo, pero yo casi hubiera preferido
que dejara de hacérmelos. Me traía huesos de sabores, galletitas, y una caseta, que colocó en el patio, y a la que me fue relegando poco a poco, con la excusa de que los dos dormiríamos mejor por la
noche. Cuando llegábamos a casa, yo me metía en la caseta sin protestar, y él se ponía a ver la tele
dentro, en el salón. Así por lo menos, pensaba yo, no le oigo roncar.
A la falta de conversación se le unió la falta de convivencia, y ya ni siquiera verme comer a cuatro
patas le excitaba. Por eso me puso tan contenta que un día me dijera que quería tener un cachorrito;
que mi salida de casa había dejado espacio libre y que podía entrar uno más. Yo lo interpreté mal y
me puse a hacer cabriolas, porque dándole vueltas a la cabeza, había pensado que a lo mejor un hijo
me convertía en ser humano a sus ojos. Pero no tardé en darme cuenta de lo que pretendía. Y como
él intuyó que ni siquiera yéndose a la Casa de Campo una semana aceptaría cruzarme con Elvis, el
hijo de mi Pingo y de su Charla, que ya estaba hecho un perrazo, no tuvo más remedio que atarme y
darme de palos. Y Elvis me cogió por detrás. Aquella noche, en la caseta, sin dejar de llorar, determiné matarlo.
Me hice con un martillo y un serrucho, que escondí en la caseta, y aprovechando una noche, que se
había quedado dormido viendo en la tele una entrevista con un observador de la ONU, entré a hurtadillas y de un martillazo lo dejé en el sitio. Le abrí la cabeza con el serrucho a la altura de la frente y
le vacié el cráneo con la mano derecha enfundada en un guante de fregar. Repartí los sesos a partes
iguales entre los perros; y allí lo dejé, con la cara iluminada por la tele y la frente levantada, como si
se hubiera quitado el sombrero al verme entrar, como si por primera vez en mucho tiempo volviera a
tenerme respeto.
© Antonio Orejudo
NARRATIVAS
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Entrevista
NUEVA EDITORIAL Y NUEVA COLECCIÓN: PAN DE
LETRAS Y PAN NEGRO
Entrevista a Xavier Borrell, editor de Pan de Letras
por José Luis Muñoz
2014 ha sido trágico para el mundo editorial: en julio moría Josep Forment, editor de Alrevés, y días
atrás era Jaume Vallcorba, el editor de Acantilado y Cuaderns Crema, el que nos dejaba. Pero al
mismo tiempo nacía una nueva editorial, Pan de Letras, y un nuevo editor, Xavier Borrell, que va a
pilotar la colección de novela negra Pan Negro en unos momentos ciertamente difíciles para el
mundo editorial. Borrell, periodista cultural que tiene en antena los programas literarios Propera
Parada Cultura de Radio Cornellá, también en web, del que es director, y Todos somos sospechosos
de Radio 3 (RNE), ha publicado las novelas Amores inciertos y El canto de la ira y es un apasionado del género negro que ahora se arriesga en el mundo de la edición.
En Matarraña Negra, ese evento literario que ha cocinado Octavi Serret el pasado 23 de agosto en
Valderrobres, Teruel, en torno a su librería Serret Libros y en el que han participado 13 autores negrocriminales con notable éxito, Xavier Borrell nos ha ofrecido un aperitivo literario de lo que será
la colección Pan Negro reuniendo en el libro de relatos negros Todos son sospechosos a un plantel
de autores espléndidos, maestros en el género, algunos de los cuales van a ser los que van a abrir
Pan Negro a partir del 2015: Nieves Abarca, Nacho Cabana, ganador del Premio L'H Confidencial
2014, José Antonio Castro Cebrián, Claudio Cerdán, ganador del Premio Novelpol a la mejor novela
del 2012, Empar Fernández, Paco Gómez Escribano, Luis Gutiérrez Maluenda, Javier Hernández
Velázquez, Toni Hill, Lluc Oliveras, Alexis Ravelo, ganador del Premio Hammett 2013 a la mejor
novela negra, Rosa Ribas y el propio Xavier Borrell firman los relatos de este libro colectivo. Sobre
Todos son sospechosos, que estará en todas las librerías en septiembre, y sobre la colección Pan
Negro hablamos con Xavier Borrell.
— Pan Negro es una nueva colección de literatura negra y policial de la nueva editorial Pan de
Letras y que empezará a publicar sus primeros títulos a partir del 2015. ¿Cómo se le ocurre a
Xavier Borrell esta idea en un momento en que todo el sector está en crisis y un buen número de
editoriales ha echado la persiana?
— Siempre he tenido una tendencia a la literatura negra desde mis inicios como escritor y crítico
literario allá en 2008. En todo este tiempo he visto evolucionar a escritores que triunfaban sólo entre
un público especializado y ciertamente sectario que se retroalimentaba de publicaciones. Sin embargo en la actualidad, desde que Stieg Larsson irrumpió en la novela negra con la saga Millenium,
la cosa ha cambiado, hay un público necesitado de otro tipo de novelas negras y escritores dispuestos a hacérselas llegar.
— ¿Qué personas forman parte de Pan de Letras y cuál es su perfil, empezando por usted mismo
que viene del mundo del periodismo y que también es autor de novelas?
— El equipo lo formamos Desiree B. Silvage, la editora de la editorial, y yo, que dirijo el sello Pan
Negro de este género negro-policiaco; ella proviene de la publicidad, lo cual complementa perfectamente con mi papel de director del sello. Personalmente empecé como escritor para ir metiéndome
poco a poco en los medios de comunicación. Llevo 6 años en el programa Propera Parada Cultura
de Ràdio Cornellà del que tenemos un blog muy dinámico con críticas y entrevistas, y desde 2012
entre otras cosas, colaboro en la parte literaria del programa de radio 3 (RNE) que presenta Laura
González (que ha escrito el prólogo del libro) Todos Somos Sospechosos, entrevistando y hablando
de autores de novela negra.
NARRATIVAS
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— Una primicia de lo que puede ofrecer la editorial es el libro de relatos Todos son sospechosos,
nombre parecido al programa nocturno de Radio3 (rne) que dirige Laura González, donde colabora Xavier Borrell, en el que reúne a unos cuantos autores como Luis Gutiérrez Maluenda, Empar
Fernández, Paco Gómez Escribano o usted mismo. ¿En torno a qué gira ese libro de relatos que se
ha presentado en España por primera vez en Matarraña Negra de Valderrobres, ese singular evento
que se monta alrededor de Serret Libros y Octavio Serret y tuvo lugar el pasado 23 de agosto con
un notable éxito?
— El libro se compone de una serie de relatos, de lo que hemos creído representa lo mejor de la
novela negra nacional. Podemos encontrar la prosa más elaborada de José Antonio Castro y Javier
Hernández, la parte femenina de escribir de Rosa Ribas o Empar Fernández, la más escatológica de
Claudio Cerdán y Nieves Abarca, lo denominado gris asfalto de Paco Gómez Escribano o el mío
propio, o entre otras cosas la parte cinéfila de Lluc Oliveras y Nacho Cabana. Todo representado de
punta a punta de nuestra geografía desde Las Islas Canarias hasta la Comunidad Gallega.
— ¿Cómo se le ocurrió bautizar esa nueva colección de novela negra con el nombre de Pan Negro?
— Básicamente fue un juego de palabras entre el nombre de la editorial y el género que queremos
representar. Con un pequeño homenaje a ese pan tan horrible que se comía en la posguerra española.
— Pan Negro tendrá que competir por un espacio, el de la literatura negracriminal, que tiene muchos adeptos pero en el que también hay una gran oferta: RBA Negra, Cosecha Roja de Erein, Alrevés, Rojo & Negra, Salamandra Negra, etc. ¿Qué tipo de novelas va a ofrecer al lector?
— Por encima de todo buscamos la variedad de estilos sin cerrarnos a nada. Sabemos perfectamente
que este mundillo en sí mismo es muy variado y nos gustaría llegar a todos ellos. Creemos que hay
un nuevo público acostumbrado a ver series de televisión como Dexter, True Detective o Breaking
Bad, dispuesto a consumir este tipo de literatura en español, más cercano a ellos. Aunque no olvidaremos algún clásico de vez en cuando.
— ¿Se va a circunscribir Pan Negro a autores nacionales o también va a buscar escritores internacionales para incorporarlos a su colección?
— La idea es no cerrarnos a nada, incluso recuperar clásicos del género o editar en los distintos
idiomas de la península ibérica, aunque hay que ir despacio para hacer las cosas con eficiencia.
— Hábleme un poco de las novelas y de los autores que se van a publicar, de Empar Fernández,
Lluc Oliveras, Luis Gutiérrez Maluenda y Paco Gómez Escribano.
— Empar Fernández es una mujer con mucho sentimiento y gran conocedora del género negro con
mucha experiencia; vamos a retomar la saga del inspector Escalona que su público reclama con ganas. Lluc Oliveras tiene maestría en el arte de narrar historias, pero sobre todo es muy versátil, debido a su experiencia como guionista, hizo una primera parte de un libro explicando la vida de otra
persona que es un ejemplo de literatura de la llamada quinqui; nos trae una novela muy cinematográfica que dará que hablar. Y con Luis Gutiérrez Maluenda y Paco Gómez Escribano abriremos la
colección con Lumpen, la novela perfecta escrita a cuatro manos con la experiencia y la ironía de
Luis, y la espectacular narración de la vida quinqui con un nuevo detective de por medio, de Paco.
Además tenemos otras bombas que aún no puedo desvelar.
— Lleva muchos años la novela negra estando de moda. ¿A qué atribuye su éxito internacional?
— Es la eterna pregunta; sin duda el éxito viene porque se está dinamizando mucho y los escritores
le están dando a su público lo que quiere leer. Dentro de este género hay representadas varias vertientes. El que quiere detectives clásicos, novelas de acción, quinquis o sentimentales, tiene autores
que se lo aportan. Por otro lado el lector cada vez busca menos datos como los que ofrece la novela
histórica porque tiene más accesos a ella por otros medios. Por eso la novela negra triunfa: es directa
y concisa.
— ¿Cómo ve el futuro del libro tradicional? ¿Se está comiendo el ebook al libro de papel?
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— Creo que podrán convivir perfectamente, es muy práctico llevar un lector con 50 libros cargados
y acceder a ellos, sin embargo nada sustituye a la emoción de un libro físico y la sensación de que es
tuyo.
© José Luis Muñoz
José Luis Muñoz (Salamanca, 1951) es uno de los escritores más veteranos, prolíficos —38 libros
publicados— y premiados —Tigre Juan, Azorín, La Sonrisa Vertical, Café Gijón, Camilo José Cela,
Juan Rulfo, Ignacio Aldecoa— de la novela negra española entre cuyas obras destacan Barcelona
negra, Lluvia de níquel, El mal absoluto, La caraqueña del Maní, Pubis de vello rojo, Llueve sobre
La Habana, La Frontera Sur, Marea de sangre y Ciudad en llamas. Acaba de publicar Te arrastrarás
sobre tu vientre en la editorial El humo del escritor. Articulista de opinión comprometido —tiene
una columna en El Cotidiano en donde analiza la situación social y política—, viajero —ha colaborado en Viajes National Geographique, Traveler, Nómadas— y crítico cinematográfico y literario,
vive a caballo entre el Valle de Arán y Barcelona dedicado a la escritura. Sus novelas, políticamente
incorrectas y provocadoras, no dejan indiferente a nadie. Tiene en la red el blog La soledad del
corredor de fondo (http://lasoledaddelcorredordefondo.blogspot.com.es/) que acumula más
de 600.000 visitas.
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Estudios
REBUSCAR ENTRE LAS NUBES
(Anécdotas, tormentos y manías de los grandes escritores)
por Jesús Greus
ENTREGA 4
XIII
FRACASOS Y DESENGAÑOS
Hay algo aún más temible que el vacío, y es que, concluida la obra tan pacientemente gestada, se gún hemos intentado describir a lo largo de este breve ensayo sobre la creación literaria, no sea
aceptada aquélla por los editores. Esto sucede con bastante frecuencia en el caso de escritores jó venes o desconocidos. El fracaso literario puede resultar desmoralizador hasta el extremo de con ducir al suicidio, tal como aconteció al escritor norteamericano John Kennedy Toole, autor de La
conjura de los necios. Y cuántas veces ha sucedido, como fue el caso de este mismo autor, que esas
obras, rechazadas originalmente por los editores, se convirtieran con el tiempo en sonoros éxitos
editoriales.
Seguramente, el caso más notorio de fracaso literario, y también de ceguera editorial, fue Por el
camino de Swan, de Proust, obra rechazada, como es bien sabido, nada menos que por el gran André Gide para la editorial Gallimard. El propio Proust, no carente de recursos, se vio obligado a
financiar de su propio bolsillo la edición de su obra, de posterior éxito arrollador y alzada, con el
tiempo, al más elevado rango de la literatura universal. Treinta años hubo de esperar el enfermizo
Proust, resignado al fracaso de todas sus obras anteriores, hasta que A la sombra de las muchachas
en flor recibió, en 1919, el Premio Goncourt, proporcionándole un merecido reconocimiento.
No fue el único que hubo de recurrir al extremo de financiar de su propio bolsillo la publicación de
su obra para que viera la luz. Henry David Thoreau se vio obligado, asimismo, a sufragar la edición
de su primera obra, rechazada por cuantos editores la leyeron. Hizo una modesta tirada de mil
ejemplares, de los cuales apenas logró vender doscientos en cuatro años. Tampoco el norteameri cano John Dos Passos tuvo mejor suerte en sus inicios. Su novela contra la guerra, Tres soldados,
fue rechazada por catorce editoriales hasta ser por fin aceptada. Similar fue el caso de John Steinbeck, más tarde Premio Nobel. Incluso Pío Baroja, no precisamente sobrado de recursos financie ros, hubo de sufragar de su bolsillo la edición de sus primeras obras, por las que no se interesó
ningún editor. Lo que demuestra el tesón que han necesitado muchos autores para lograr iniciar una
carrera literaria.
El propio Jorge Luis Borges, quién lo diría, hubo de recurrir en sus inicios a la auto edición: «Con
trescientos pesos que me dio mi padre hice imprimir trescientos ejemplares de mi primer libro.
¿Qué otra cosa pude hacer que repartirlos y regalarlos a los amigos? ¿A quién le importaba al guien que escribía poemas y se llamaba Borges?»
A menudo han sido ilustres lectores los responsables del rechazo editorial de autores posteriormente consagrados. ¡Quién podría creer que George Orwell hubo de ver rechazada su novela Rebelión en la granja, hoy un clásico de la sátira política y social, por la editorial británica Faber &
Faber, y debido al informe negativo del poeta T. S. Elliot!
Hacia 1843, Balzac padeció una crisis de éxito y público tal, que apenas lograba un espacio en un
periódico donde publicar novelas por entregas, moda literaria del momento de la que había sido
uno de los iniciadores. Sabido es que el destino del gran retratista del París del XIX estuvo marcado por una sucesión de éxitos y fracasos, siempre entre la gloria y el olvido. Balzac pasó la ma yor parte de su vida agobiado de deudas y perseguido por los acreedores. La culpa la tuvieron, en
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parte, sus delirios de grandeza y su afición a comprar antigüedades. Más de una vez le embargaron
sus propiedades, y, en alguna ocasión, tuvo que alquilar una vivienda con nombre falso. De su casa
de Raynouard, la última donde residió y hoy convertida en museo, el escritor se veía obligado a
escapar de la impertinente visita del acreedor de turno por un portón que daba acceso a una calleja
solitaria.
El destino ingrato de muchos escritores hace, en fin, que buena parte de su obra duerma en cajones
durante décadas e incluso, a veces, ni siquiera vea la luz hasta después de su muerte. Así le sucedió
al escritor ruso Mamin-Sibiriak, que sólo fue reconocido y aclamado veinte años después de su
entierro en San Petersburgo. En una carta a un amigo, ya hacia el final de su vida, se quejaba con
resignación: «He escrito mucho, quizás unos cien tomos. De éstos se han publicado hasta la fecha
unos treinta y seis. Como veo mi porvenir entre tinieblas, no trazo ningún plan para el futuro. »
Otro caso similar es el del también ruso Vladimir Korolenko, de quien se publicaron en la U.R.S.S.
por primera vez, en 1960 y cuarenta años después de su muerte, dos volúmenes de sus relatos sobre
las prisiones de Siberia, donde pasó desterrado muchos años. En vida tan sólo publicó un puñado
de trabajos periodísticos y de relatos, aparecidos en diarios y revistas.
El propio Dostoievski, hoy el más inmortal de los escritores rusos junto con Tolstoi, no alcanzó un
reconocimiento público hasta bastante tarde en su vida. Él, que fue dueño en tiempos de dos aldeas
en la provincia de Tula, pasó su vida atormentado por los acreedores, sufrió cuatro años en un pe nal de Siberia y llegó a vivir en la miseria tras la muerte de su hermano y de su primera mujer. De
modo que tampoco fue el suyo un camino fácil. Aunque quizá nunca fueron cómodos los senderos
de la literatura en Rusia, y, si no, que se lo pregunten a Alexandr Solzenitsyn, por citar sólo un
nombre bien conocido, quien padeció un largo y atroz destierro siberiano por criticar en su obra el
totalitarismo soviético.
Otro notable fracaso literario, bien conocido, fue el del irlandés James Joyce, cuya revolucionaria y
controvertida obra Ulises demostró ser tan difícil de leer como de publicar. Entre 1918 y 1920,
algunos de sus pasajes vieron la luz, por entregas, en la publicación Little Review de Nueva York.
Hasta 1922 no apareció la obra completa en forma de libro, en París, mientras en Gran Bretaña y en
Estados Unidos permaneció prohibida por escandalosa durante muchos años más.
Y cómo olvidar otra obra hoy considerada genial, por muy ardua que resulte su lectura, y que tantos sudores etílicos costó, a la hora de publicarla, a su autor. Me refiero, por supuesto, a Bajo el
volcán, del desgraciado Malcolm Lowry. Unos once años anduvo el pobre Lowry, entre la lucidez
y la embriaguez, ocupado en corregir sucesivas versiones, una y otra vez devueltas por los editores.
Otro tanto le sucedió al autor de Moby Dick, cuya obra fue incomprendida por sus contemporáneos
y tachada de pesimista. El desafortunado Melville, harto de deudas y de llamar en vano a las puertas de los editores, dejó de escribir y trabajó durante veinte años como modesto inspector de adua nas del puerto de Nueva York. «Cuando un pobre diablo —declaró hastiado y triste en una carta—
escribe rodeado de acreedores espiándole por detrás de su silla, y encaramados en su pluma y
zambulléndose en su tintero —como los demonios en torno a San Antonio— ¿qué puede esperarse
de ese pobre diablo?» Y abandonó la literatura.
Otro aventurero marítimo, el escocés Stevenson, vio asimismo rechazados por los editores todos
sus primeros relatos y poemas. Esto le indujo a reflexionar con humildad que aún «no había
aprendido a escribir, y tendría que seguir aprendiendo y viviendo.»
Dos dramaturgos considerados hoy como monumentos del siglo XX se vieron obligados a estrenar
sus primeras obras en sótanos parisinos. Me refiero, nada menos, a Eugène Ionesco y a Samuel
Beckett.
Quién diría hoy que el mismo García Márquez hubo de sufrir quince largos años de relativos fracasos, mientras se ganaba la vida como periodista, pasaba privaciones y escribía sus novelas y relatos
de madrugada. Su primera obra, La hojarasca, tardó cinco años en ser publicada. La Editorial Losada, de Argentina, la rechazó de plano, adjuntándole una carta en la que se le aconsejaba dedicarse
a otra ocupación. Su segundo libro, El coronel no tiene quien le escriba, fue ofrecido a Gallimard,
en París, donde lo leyeron Juan Goytisolo y Roger Caillois. El segundo rechazó el libro sin con NARRATIVAS
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templaciones. El primero, en cambio, que terminaría siendo buen amigo del autor, hizo una halagadora nota de lectura. No fue hasta la publicación de Cien años de soledad, en 1967, cuando García
Márquez obtuvo un reconocimiento universal. Él mismo relató las rocambolescas circunstancias
que vivió aquel manuscrito una vez terminado:
«A principios de agosto de 1966 Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de San Ángel, en la
Ciudad de México, para enviar a Buenos Aires los originales de Cien Años de Soledad. Era un
paquete de quinientas noventa cuartillas escritas en máquina a doble espacio y en papel ordinario,
y dirigido al director literario de la editorial Sudamericana, Francisco (Paco) Porrúa. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales, y dijo: ‘Son ochenta y
dos pesos.’ Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que llevaba en la cartera, y me en frentó a la realidad: ‘Sólo tenemos cincuenta y tres.’ Tan acostumbrados estábamos a esos tropie zos cotidianos después de más de un año de penurias, que no pensamos demasiado la solución.
Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos a Buenos Aires sólo la mitad,
sin preguntarnos siquiera cómo íbamos a conseguir la plata para mandar el resto.» La segunda
mitad de la novela lograron enviarla, la semana siguiente, merced al empeño de un calentador
viejo, una batidora y algún otro trasto más que hallaron por la casa.
El propio Graham Greene fracasó repetidamente como novelista, y a punto estuvo de abandonar la
literatura para dedicarse a cualquier otra cosa. Resuelto, sin embargo, a hacer una última tentativa,
escribió su novela Orient Express con el claro propósito, según propia confesión, de agradar al
lector y de tentar a los productores cinematográficos. Y funcionó: el libro tuvo un éxito rotundo de
ventas y supuso el inicio público de su carrera literaria.
Un célebre caso de reconocimiento póstumo fue el del escritor siciliano Giuseppe di Lampedusa,
quien, como todo el mundo sabe, murió sin llegar a ver publicada su novela y sin presagiar su
enorme éxito. El gatopardo, que denunciaba lo que el propio autor definió como «la terrible insularidad mental de los sicilianos», fue rechazado en 1956 por Mondadori, y de nuevo devuelto, al
año siguiente, por la editorial Einaudi, poco antes de la muerte del escritor. No fue hasta noviembre
de 1958 cuando su viuda logró al fin publicar el libro. Poco más de un año después, El gatopardo
llevaba cincuenta y dos ediciones vendidas.
Póstumo fue también el éxito de Emily Dickinson, considerada hoy como una de las grandes figuras de la literatura norteamericana y que, sin embargo, no llegó a publicar en vida ni una docena de
sus poemas. Incluso el impío Walt Whitman, que trabajó como editor, carpintero en Brooklyn y
enfermero durante la Guerra Civil, obtuvo su mayor reconocimiento tras su muerte. Tal fue el caso,
así mismo, de Kafka. Fue abogado, como es bien sabido, y trabajó en diversas compañías de segu ros. En vida tan sólo publicó algunos fragmentos de relatos. Otras fuentes dicen que llegó a vender,
en toda su vida, la astronómica cifra de ochocientos ejemplares. Antes de fallecer, y a imitación de
Virgilio, mandó destruir toda su obra a su amigo, el crítico y también escritor Max Brod. Éste, le jos de destruirla, por supuesto, y al igual que hiciera siglos antes el testamentario de Virgilio, la dio
a conocer. Por fortuna, ni Virgilio ni Kafka tuvieron las agallas como para destruir su propia obra,
lo que hace pensar que ambos quisieron dejar la puerta entreabierta al destino póstumo, que les fue
propicio.
A algunos autores, el contenido de su obra, demasiado aventurado para su época, les valió el ostra cismo oficial. Beaudelaire, por ejemplo, fue acusado por el gobierno de desafiar, en su poema Las
flores del mal, las leyes que amparaban la moral y la religión. La obra fue prohibida, y su autor fue
tachado el resto de su vida de poeta maldito. Otro tanto le sucedió al gran Flaubert con su célebre
Madame Bovary, cuya publicación le valió una breve prisión, junto con su editor, por ultraje a la
moral pública.
También Émile Zola fue acusado de depravado por publicar novelas consideradas entonces como
pornográficas. Así, y a pesar del renombre alcanzado en vida, apenas recibió emolumentos por sus
doce primeras obras publicadas. Fue por fin al publicar Naná cuando alcanzó un notable éxito literario y económico: la primera edición de cincuenta y cinco mil ejemplares se agotó en dos sema NARRATIVAS
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nas. Nunca más volvió a padecer problemas económicos, si bien, debido a la amoralidad de su
obra, jamás ingresó en la Académie Française, al igual que Balzac o Flaubert.
También es cierto que ni siquiera el éxito editorial garantiza a menudo un desahogo económico.
Tal fue el caso de Joseph Conrad, quien, a pesar de haber logrado el reconocimiento público, pasó
la mayor parte de su vida agobiado de deudas y de acreedores, a lo cual no fue ajena su pésima
capacidad como administrador. Un rasgo éste nada infrecuente, por cierto, entre muchos de sus
colegas, buen número de los cuales fue, en lo tocante a la economía, un hatajo de manirrotos y
perdularios.
Otro tanto puede decirse de Benito Pérez Galdós, cuya profusa y variada obra constituye uno de los
monumentos de la literatura española. Miembro de la Real Academia de la Lengua, propuesto al
premio Nobel, dramaturgo y novelista de rotundo éxito, murió, sin embargo, en Madrid arruinado y
ciego. Sus últimos años sobrevivió merced a una cuestación popular. Como se ve, el éxito de pú blico no siempre garantiza la holganza económica.
Juan Goytisolo me relató en Marrakech una anécdota curiosa de sus inicios como escritor. En cierta
ocasión, acudió junto a Rafael Sánchez Ferlosio a visitar al editor José Ramón Lara para propo nerle cada cual la publicación de una obra suya. Eran ambos entonces escritores debutantes. Al
parecer, Lara, tras haber hojeado ambos libros, espetó a Goytisolo con su acento andaluz: «Tú no
escribes mal, pero esto no se vende.» Luego se volvió a Ferlosio y le dijo: «Y tú escribes demasiado bien.» Y con lo dicho, rechazó ambas obras y los despachó sin más.
Vladimir Nabokov describió a los editores como «lectores de pruebas», y declaró en una entrevista
haber conocido entre ellos a algunos de gran delicadeza, «dispuestos a discutir conmigo un punto y
coma como si se tratara de una cuestión de honor, lo cual es con frecuencia, ciertamente, todo
asunto relativo al arte.» Pero también se topó con «unas cuantas bestias pomposas» empeñadas en
hacer sugerencias que él rebatía con un sonoro gruñido. La relación entre autores y editores no es
siempre un camino de rosas, y, si no, valga el ejemplo de Marguerite Yourcenar, muy quisquillosa
ella, que pasó su vida riñendo con sus editores.
La lista de fracasos literarios sería, en fin, interminable. Lo cual demuestra que, por desgracia, los
editores no son ni mucho menos infalibles en sus juicios acerca de las obras sometidas a su criterio,
y que no siempre saben reconocer el talento. Si a ello se suma que, hoy, la mayoría de ellos aspira a
la venta masiva de las obras que publican, el resultado, para la literatura, es lamentable. A la vista
está…
XIV
DE VERDADES Y MENTIRAS
A pesar de lo mucho escrito sobre literatura, hay un asunto poco estudiado, y cuyo examen resultaría fascinante, si no fuese por la obvia dificultad, y en algunos casos incluso imposibilidad , que
entraña su comprobación. Me refiero a la intuición de los escritores, a sus descubrimientos o supo siciones relativos a la Historia —ya sean presentes, pasados o futuros—, logrados, aún sin proponérselo, a través de sus obras de ficción. Pero antes permítaseme hacer una breve reflexión sobre la
naturaleza de la novela.
Unamuno dijo que «la novela es la más íntima historia, la más verdadera, por lo que no me explico que haya quien se indigne de que se llame novela al Evangelio, lo que es elevarlo, en realidad, sobre un cronicón cualquiera.» Esta observación del salmantino apunta, por cierto, a la opinión de Borges: «Creo en la teología como literatura fantástica. Es la perfección del género.»
Por su parte, Galdós observó en el segundo tomo de sus Episodios Nacionales: «No hay existencia
que no tenga mucho de lo que hemos convenido en llamar novela (no sé por qué), ni libro de este
género, por insustancial que sea, que no ofrezca en sus páginas algún acento de vida real y palpi tante.»
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En fin, que no andaba descaminado don Miguel de Unamuno, pues la ficción encierra a menudo, en
efecto, verdades sutiles e intuiciones inexplicables. Es decir, cuando inventa, a veces acierta. Un
fenómeno éste poco analizado, como digo, y que sería apasionante, aunque difícil, desarrollar.
Es común que estimemos como verídico cuanto se nos expone mediante un ensayo de ciencia, y
ficticio cuanto leemos en literatura. Pero debemos reflexionar que la diferencia entre literatura y
ensayo estriba en que, al tiempo que éste toma al ser humano como objeto de estudio, analizándolo
desde el exterior y con pretensión de objetividad, aquélla parte de un supuesto íntimo, pudiéndose
permitir la licencia de la subjetividad: retrata al ser humano por dentro. El ensayo, por tanto, puede
equivocarse, porque es objetivo, científico; la novela, no, porque es subjetiva, imaginativa, y sus
errores son los del hombre mismo, los de su psicología, los de su momento histórico. También, sus
aciertos.
Porque escribir es describirse, es desnudar a esta infeliz criatura capaz de tantas bajezas y de tantos
prodigios. Escribir novela consiste en descuartizar al ser humano y mostrar a la luz sus entresijos y
sus instintos. Tal es el poder del escritor, armado con el punzante bisturí de su pluma sobre la
blanca sábana del papel. Hunde el bisturí en la piel del hombre para extraer sus entrañas: a veces
brotan manojos de flores, y, a veces, oscuras algas de olores nauseabundos.
Así lo expuso en una entrevista el poeta sirio Adonis, hombre no en exceso simpático, con quien
compartí mesa en cierta ocasión en Burdeos: «¿Qué es la verdad? Algo relativo. La ciencia no
puede vivir el amor o la angustia. Ninguna otra disciplina puede hablar sobre el estado del alma.
Sólo la poesía vivida a través de una experiencia corporal puede expresar el amor.»
La osadía de la ficción consiste en atreverse a rellenar, mediante la imaginación o la intuición, los
huecos que la Historia, la ciencia o el saber dejan inexplicados. Ése es su juego y, a veces, su
acierto. «Sólo la literatura —ha escrito Vargas Llosa— dispone de las técnicas y poderes para
destilar ese delicado elixir de la vida, la verdad escondida en las mentiras humanas.»
Vienen aquí a colación dos ejemplos de aciertos históricos, logrados por sus autores, sin duda, de
manera involuntaria. Uno hace referencia al futuro; el otro, al pasado. En su cuento Los funerales
de la mamá grande, García Márquez describía una improbable visita de un papa a una aldea colombiana. A fin de no describir al entonces presidente de Colombia, el Papa era recibido, en el
cuento, por un presidente calvo y rechoncho. A principios de la década de los años setenta, la des cripción de semejante viaje papal resultaba francamente aventurada, un mero producto de la ficción
literaria. Pues bien, el cuento se cumplió once años después, cuando el Papa Wojtila viajó a Colombia, donde fue recibido, como en el cuento, por un presidente calvo y grueso. Quizá por eso
comentara el propio García Márquez que «los libros son más peligrosos que quienes los escriben.»
Viene también aquí a colación aquella observación de Oscar Wilde: «La literatura siempre se anticipa a la vida.»
La segunda anécdota hace referencia a Marguerite Yourcenar. En su novela Opus Nigrum hay
cierto personaje, joven oficial del duque de Alba en los Países Bajos, llamado Lancelot de Berlaimont. Tres años después de la publicación de la obra, la autora visitaba un día el pequeño museo
arqueológico de Namur, donde, para su gran sorpresa, halló una losa sepulcral, de 1578, cuya le yenda rezaba: «En este ataúd yace el cuerpo de Messire Lancelot de Berlaimont». El hombre real
había ocupado, además, el mismo rango en el ejército, y hacia las mismas fechas, que el personaje
de ficción. «Lo que yo había creído —escribió Yourcenar— una máscara modelada por mis manos, se llenaba de repente con una sustancia viva.» ¡Ante sus ojos se hallaba, pues, la tumba de
uno de sus personajes de ficción!
En honor a la verdad hay que decir que, unos años después, encontró la autora, en un libro proce dente de la biblioteca de su padre, una crónica del siglo XVI en la que se mencionaba el nombre de
dicho personaje, y que ella pudo haber leído en su adolescencia, rememorándolo después, de ma nera inconsciente, al escribir su novela.
En cualquier caso, resulta escalofriante pensar cuántos aciertos históricos puedan quizá contenerse
en las aparentes mentiras o exageraciones de las obras de ficción. ¿Habrá acaso intimidades reales,
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que jamás la Historia podrá desvelar, en las memorias apócrifas de un emperador romano, o en la
crónica equinoccial de un conquistador visionario, o en la apostasía de otro lúcido emperador pa gano? Probablemente nunca lo sepamos.
¿Y contendrán tal vez, por qué no, predicciones más o menos inconscientes ciertas obras de ficción
científica, por mucho que hoy nos parezcan descabelladas? Cuántas ideas de Leonardo o de Julio
Verne, en su momento quiméricas, las ha visto realizadas el tiempo. Después de todo, recuérdese
que también la ciencia arranca de la imaginación. Miguel Servet, Galileo, Einstein, Cajal, Marie
Curie y tantos otros fueron visionarios, al igual que tantos escritores cuyas fantasías nos parecen
quiméricas. Es éste un elemento, el de la imaginación y la osadía, en el que literatura y ensayo se
hermanan, quizá porque, en un momento dado, ambos arranquen de una intuición.
«En un mundo hecho por mentirosos —ha escrito el mexicano Hernández Padilla—, los escritores
nacemos mentirosos y, curiosamente, se nos otorga confianza porque la nuestra es la única profe sión en la que se admite mentir. Tal vez por ello, la historia pertenece mas a novelistas y a poetas
que a los científicos sociales.»
No podemos, en fin, creer cuanto nos dice un ensayo, ni despreciar cuanto nos revela un cuento.
Hemingway dejó escrito, entre los papeles hallados en su casa de Idaho tras su suicidio, que «no es
contra natura que los mejores escritores sean unos mentirosos. Una gran parte de su oficio es
mentir o inventar... Mentirse a sí mismo es dañino, pero se subsana con la escritura de libros ver daderos.»
XV
MUNDOS IMAGINARIOS
Para concluir este breve repaso a los trabajos y los días de esos locos lúcidos que son los escritores,
y cuyas páginas nos procuran tantas horas de placer o de desasosiego, quisiera hacer una breve
reflexión sobre el género novelístico y su posible extenuación en este nuevo siglo ficticio.
En los últimos cien años la novela ha sido, sin ningún género de duda, el medio más universal para
expresar ideas. Por eso declaró con agudeza Albert Camus: «No se piensa sino por imágenes. Si
quieres ser filósofo, escribe novelas.»
Toda novela no es, en efecto, sino un disfrazado ejercicio de meditación. No hay ninguna obra de
ficción que se precie en la que no esté presente la abstracción, en la que la poesía no se enrede con
el pensamiento. ¿Qué es el Quijote sino un monumental ensayo sobre el ser español? Aldous Huxley llegó al extremo de exclamar a este respecto: «La ficción, la historia y la biografía son inmensamente importantes (…) como vehículos de expresión de ideas de filosofía general, de idea s religiosas, de ideas sociales. ¡Dios mío, Dovstoievsky es seis veces más profundo que Kierkegard por que escribe ficción!»
La literatura que aspira a ser intemporal retrata la condición humana. Porque el género humano,
aparte matices culturales, es en esencia idéntico ahora que hace dos mil años; sus desasosiegos y
sus sueños son los mismos, aunque los formule de manera diferente. En este sentido, la historia de
la literatura no deja de rizar el rizo: Shakespeare ya escribió todo lo que había contado ant es la
mitología griega —la pasión, los celos, la envidia, la ambición— y lo que retrataron después la
poesía romántica o la novela moderna. Lo dijo Borges: «Cada generación reescribe en el dialecto
de su época lo que ha sido escrito ya.» Los géneros literarios cambian, pero no tanto su contenido
esencial, que sigue haciendo referencia a cuanto atañe íntimamente al género humano. También
indicó Cela, a este respecto, que «la literatura es un relevo de antorchas donde no existen generaciones espontáneas.»
La literatura es, por lo tanto, inagotable, porque su secreto y su fuerza consisten en exponer y dilu cidar todas aquellas emociones que el común de los mortales no acierta a expresar por sí mismo.
«Los verdaderos escritores —observó Yourcenar— son necesarios: expresan lo que otros sienten
sin poder darle forma.»
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En el caso probable de que la novela deje de ser, en el futuro, el gran género de masas que ha su puesto a lo largo del último siglo, la literatura pervivirá, sin duda, en otros géneros, incluido, ¿p or
qué no?, el ensayo. Italo Calvino dijo que «los escritores tienen que saber decir más cosas de las
que normalmente dicen los hombres de su tiempo.» Y las seguirán diciendo. Los géneros pasan,
pero no por ello deja de expresar el ser humano, con otro lenguaje u otros recursos, su desconcierto
o sus emociones ante el hecho de existir. Sin ir más lejos, el que fue, durante nuestro Siglo de Oro,
el gran modelo de expresión y de crítica social, el teatro, que arrebataba al público y abarrotaba los
corrales de comedias, terminó por pasar de moda, al igual que en otro tiempo el romance del Medievo, el ensayo humanista del Renacimiento o, más tarde, la ópera.
«Se puede crear un mundo con papel, tinta y palabras», escribió Anaïs Nin en su famoso diario.
Da igual que hoy lo hagamos mediante ordenadores, e incluso que en el futuro pudiera llegar a
desaparecer el libro-objeto como artículo de consumo. La novela, como la poesía hoy, pasará a ser,
quizás, un género minoritario, leído y cultivado tan sólo por estudiosos o por trasnochados. Pero no
por ello morirá la literatura; tan sólo se transformará. «La literatura no es agotable —escribió Borges— por la sencilla razón de que un solo libro no lo es.» Alguien seguirá creando mundos ficticios, no ya de tinta y papel, pero ficciones al fin y al cabo, o realidades enmascaradas, que nos
harán soñar de igual modo. «Aunque supiera que nadie fuera a leer lo que escribo —expresó William Burroughs—, seguiría escribiendo para sentirme acompañado. Porque estoy creando un
mundo imaginario en el que me gustaría vivir.»
Como lectores querremos seguir leyendo, soñando, viviendo, a través de personajes fantásticos,
todas esas vidas, aventuras y fábulas que nosotros no podemos vivir. Sea cual fuere el género lite rario cultivado en el futuro, seguiremos necesitando mundos imaginarios que nos hagan soñar. Y
seguiremos precisando escritores, o contadores de cuentos. Por fortuna, siempre habrá alguien dis puesto a contar un cuento, y alguien deseoso de escucharlo. Como dijo el premio Nobel John
Steinbeck: «Desde la soledad, el escritor intenta comunicarse, tal como lo hace una estrella distante (...) Para ello utilizamos el viejo método consistente en contar una historia y rogar a quien
nos escuche que la oiga y la sienta.»
© Jesús Greus
***
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DOSTOIEVSKAIA, Ana. Carnets. Correspondance de F.M. Dostoïevski et A.G. Dostoïevskaïa.
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Jesús Greus. Nacido en Madrid, es licenciado en lengua inglesa por el Institute of Linguists de
Londres. Fue colaborador de ABC, El Día del Mundo, Diario 16 de Baleares, Libération du Maroc y,
actualmente, de revistas digitales españolas y de la inglesa LSD Magazine. Ha trabajado, además,
como traductor para diversas editoriales de Madrid. Como conferenciante, ha sido invitado por el
Institut du Monde Arabe en París; la Universidad de la Sorbona; la fundación Le Monde autour du
Livre, en Burdeos; el Centro de Estudios Luso-Árabes de Silves, Portugal; la Fundación Arte y Cultura de Madrid, etc. Es también músico y formó parte, en el pasado, de diversas formaciones de
fusión e investigación musical, así como de música medieval y renacentista. Ha sido gestor cultural
del Instituto Cervantes de Marrakech. Es miembro de fundaciones culturales en dicha ciudad,
donde reside, así como de una asociación dedicada a la salvaguardia de un palmeral y su arquitectura en el Sáhara. Es, así mismo, autor de los guiones cinematográficos ―Snapshots from Marrakech‖ y ―The City of Flowers‖. Como escritor, ha publicado hasta la fecha: Ziryab, Editorial Swan
1988. Novela ambientada en Córdoba en el s. IX. Éditions Phébus, Francia 1993. Reeditada en
Editorial Entrelibros, 2006; Junto al mar amargo, Hakeldama Editor, 1992. Novela; Así vivían en alAndalus, Ediciones Anaya, 1988. 13 reimpresiones. Nueva edición revisada bajo el título Así vivieron en Al-Andalus, Anaya 2009; Claro de luna. Obra poética; De soledades y desiertos, Ediciones
La Avispa, 2001. Teatro; Laberinto de aljarafes. Editorial Sirpus, 2008. Relatos.
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Aniversarios
LA VIDA COMO ES , 60 AÑOS
por Pedro M. Domene
Juan Antonio Zunzunegui es el más representativo, según Juan Luis Alborg1, de los epígonos de la
novela realista clásica, aunque el estudioso aclara que, en realidad, Zunzunegui se encamina, una y
otra vez, hacia «zonas de pura fantasía, con aspectos de irrealismo alegórico, páginas de libérrima
arbitrariedad, premeditadas estilizaciones, juegos de saltarina inverosimilitud. Y son otras veces relatos de densa pulpa realista los que están cortados con ritmo de farsa, con premeditadas deformaciones
de esperpento, con caprichosa voluntad de creador que manipula el dato externo tan libremente como
el pintor que extiende por la tela los colores».
Antonio Iglesias Laguna2 califica al bilbaíno de ser un hombre formado en los clásicos y junto a Ramón J. Sender, los dos grandes epígonos del novecientos, ambos señeras figuras de la narrativa española contemporánea y, sin duda, si no los mejores escritores, al menos los mejores novelistas, y aunque su literatura ha sido considerada de cierta tosquedad, de repetición incansable de los mismos temas, los mismos tipos, las mismas situaciones, novela tras novela, aunque Iglesias Laguna, sostiene
que sacarle jugo a tipos muy parecidos entre sí, con problemas análogos no está al alcance de cualquiera y apunta que Balzac, Dickens o Galdós, pese a la inmensidad de su obra, trabajan sobre unas
coordenadas específicas de problemática, ambientación y personajes, y el genio de Cervantes radica en
encontrar mil variantes para la misma aventura quijotil. Iglesias Laguna insiste en el desfase técnico
del novelista, aunque su talento narrativo permanecerá vivo, con el frescor de su primera juventud y
primeros textos. Su estilo, insiste el estudioso, se presta a una crítica poco benévola, aunque Zunzunegui tiene voluntad de estilo, ansía crear un lenguaje tan expresivo como preciso, y rehuye la facilidad
de aquellos que propenden a escribir tal y como hablan. Su intento por condicionar su prosa a una
riqueza léxica ilustrada con neologismos, arcaísmos, tecnicismos, extranjerismos, y numerosas formaciones verbales inusitadas, irá cambiando desde sus primeras obras, Chiripi (1925) hasta La úlcera
(1948) donde abunda esa prodigalidad verbal, junto a fastuosas descripciones del paisaje, los detalles
ambientales y una prosa morosa, será a partir de Las ratas del barco (1950) cuando el estilo del bilbaíno se vuelve más suelto y menos recargado, olvidándose de prolijidades superfluas que nada añaden a su estilo y mejor prosa. En sus últimas obras, su prosa se torna más limpia, más simple, aunque
tampoco pierde la plasticidad que la caracteriza, por ejemplo en, Una mujer sobre la tierra (1959), El
camino alegre (1965), Todo queda en casa (1965), Un hombre entre dos mujeres (1966) o Una rica
hembra (1970).
Ignacio Soldevilla Durante3 señala que, a pesar de haber cosechado premios y mucho éxito, sus
relaciones con el poder le proporcionarían más enemigos que amigos pese a ser considerado un artesano de su obra narrativa, tomando técnicas y modos de aquellos que en su momento lo deslumbraban,
Gómez de la Serna, de Baroja, incluso la desfasada tarea minuciosa y tenaza de Galdós, notario de su
tiempo, la obra del bilbaíno, exceptuando sus primeras obras y hasta llegar a ¡Ay… estos hijos! (1943)
«constituye —añade Soldevilla Durante— una interminable requisitoria fiscal que va dejando
progresivamente caer los paréntesis irónico-humorísticos para evidenciar más y más la catadura del
acusado que no sabemos bien si es solo el español del siglo XX o el Hombre a secas». Según Santos
Sanz Villanueva4 a lo largo de los años cuarenta se producen algunos hitos novelescos que ofrecen una
visión desencantada, si no crítica, de la realidad. Y añade que si bien no hay que situar a Zunzunegui
entre los novelistas sociales si puede percibirse en sus libros, algo de crítica social y, sobre todo, un
desencanto hacia la historia social de los últimos años dirigida primordialmente hacia las clases bur-
1
2
3
4
Hora actual de la novela española, II; Madrid, Taurus, 1968 (reimpr.); págs.137-185.
Treinta años de novela española, 1938-1968; Madrid, Prensa Española, 1970; págs. 113-121.
Historia de la novela española (1936-2000), Vol. I; Madrid, Cátedra, 2001; págs., 374-379.
Historia de la novela social española (1942-1945); vol. I; Madrid, Alambra, 1980; págs. 227-246.
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guesas, aunque Francisco Ynduráin5 advierte que es un escritor esencialmente conservador y en el que
una tesis de justicia social se encuentra fuera de sus planteamientos. Su crítica va por otros derroteros,
por el de una censura de ciertos modos de comportamiento que entraña una visión casi nostálgica de
tiempos pasados en lo que la burguesía se convertía en el árbitro de los buenos modos. Por ello, la
crítica no le ha considerado como un escritor social, y si alguien lo ha hecho ha sido desde criterios tan
amplios y confusos como los que esgrimía Ignacio Elizalde cuya obra asocia, erróneamente, a la de
Aldecoa, Gironella o Augustí, aunque Gil Casado por su parte, solo califica su novela Esta oscura desbanda (1952), como una novela social y cuyo tema es la abulia; Eugenio de Nora habla de su narrativa, junto a la de Pérez de la Ossa y Ledesma Miranda, como de transición hacia el nuevo realismo;
Valbuena Prat considera sociales sus novela a partir de El barco de la muerte (1945), que ya muestra
una intencionada sátira social, más amarga que antes, velada por el lado del humor; y finalmente, alguien que, indudablemente, no aplica en sus juicios criterios conservadores es Rafael Bosch6, que
escribe: « (…) un escritor de ideas progresistas, sino de ideas regresivas, pero a quien justamente ( y
a pesar de su detestación de todo lo que huela a progresismo político) sus ideales de regreso a formas
de vida más tradicionales, preburguesas, impulsa a una visión justa y feroz de los males y degeneraciones del progreso burgués cuando este empieza a precipitarse por la pendiente del gran capitalismo». Será, en definitiva, Gil Casado quien, cuando se refiere a los novelistas de la generación del
cuarenta, y señalaba cómo abundaba la temática burguesa, calificaba la novela de Zunzunegui de «parasocial», aunque dentro de un realismo-naturalismo, «Por lo general, a través de un largo período de
tiempo, se narran sucesos que exponen la abulia e inutilidad de esas gentes, pero la proyección histórica no tiene el propósito de ahondar en el estado de la conciencia nacional, ni siquiera en el de la burguesía, sino, por el contrario, lo característico es el determinismo de los sucesos narrados, que sirven
para probar cómo la conducta del personaje se debe al medio ambiente en que ha crecido, a la herencia
que ha recibido de sus padres». Según Sanz Villanueva7 su novela más representativa y mejor lograda
de esa crítica burguesa, es Esta oscura desbandada (1952) que plantea una corrupción social de amplios alcances y resulta coetánea con las primeras manifestaciones del realismo social propiamente. Y
Corrales Egea8 advierte que «el realismo de Zunzunegui resulta más próximo al realismo costumbrista
clásico —incluso con sus ribetes de tradición picaresca— que del realismo objetivo crítico utilizado en
tanto que instrumento revelador».
Hacia el ecuador de su producción literaria, escribe Juan Luis Alborg9 publica, La vida como es
(1954), considerada como la mejor de sus novelas. Es la novela del hampa madrileña, ambientada
durante las décadas anteriores a nuestra guerra civil. El autor se jactaba, y posiblemente no haya duda,
de haberla escrito sin apoyarse en ninguna documentación, oral o escrita, y que toda ella es producto
de su intuición y de su imaginación; entronca, además, por su temática con las más profundas raíces de
la picaresca, de la que sin duda es una excelente muestra, una especie de resurrección contemporánea
de las más logradas. Sigue en la misma línea, según Alborg, de El Chiplichandle, ejemplo de este singular género, aunque la diferencia entre ambas novelas es el asunto y el marco geográfico, esta última
ambientada en Bilbao y la nueva entrega en Madrid. La novela ofrece un excelente panorama sobre la
picardía de Madrid, de esos delincuentes contra la propiedad, delincuentes menores sin delitos de sangre, en cuya vecindad viven, al margen, esos comerciantes más o menos fraudulentos del bajo Madrid
que se lucran tras la comodidad de los mostradores. Se concreta en un espléndido cuadro, con abundantes anécdotas, donde situaciones de tipos, de vida cotidiana, de claros y oscuros que ambientada
unas décadas antes, no resultó del agrado del lector española de la época que esperaba un cuadro de la
vida como rea, realmente, en los difíciles años de la postguerra.
Zunzunegui supera a todos los novelistas del 50 en la sistemática demolición de los mitos de la sociedad española del momento; lo que los distancia es que estos parecían acusar a la sociedad mostrando a
la víctima y en esperanza de un mundo más justo para mañana, y en la obra de Zunzunegui no hay
5
“Novelas y novelistas españoles, 1936-1952”, Revista di Letteratura Moderna, año III, núm. 4, octubrediciembre, 1952; pág., 278.
6
La novela española del siglo XX (Las generaciones novelísticas del 30 al 60); Nueva York, Las Américas, 1970;
vol. II, pág., 132.
7
Ob. cit., pág., 232.
8
José Corrales Egea; La novela española actual; Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1971; págs., 113-114.
9
Ob. cit., pág. 173.
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víctimas ni inocentes. Y, sin duda, por este y otros motivos, el narrador bilbaíno tuvo más lectores en
la burguesía española que jamás lo tuvieron los novelistas sociales porque el vasco supo mostrar con
sus obras el pozo ciego sobre el que se asientan las floraciones más vistosas de la sociedad de consumo y por ello se considera su literatura como entre el entronque con la tradición «negra» de la literatura picaresca.
Antonio Vilanova10 habla de Zunzunegui como un ejemplo inequívoco de auténtica vocación literaria,
caracterizada por un progreso ascendente y una inalterable continuidad. Que con La vida como es confirma su fuerza creadora y se muestra como el heredero de la tradición realista de Galdós y se convierte en el mejor ejemplo de una evidente resurrección de la novela de costumbres decimonónica y un
deliberado intento para crear una novela picaresca moderna que le permite tener evidentes puntos de
contacto con el mundo barojiano, sobre todo de La busca, incluso, como señala Vilanova, con el agrio
retablo de La colmena, de Camilo José Cela. La vida como es entrecruza varias acciones y tiene una
mayor estructura novelesca que sus obras anteriores, además de una mayor riqueza vital y humana que
los cánones establecidos de la picaresca clásica. Aunque subyace el propósito del autor de novelar los
bajos fondos madrileños y su acción discurre en ese sentido, ambientes de delincuencia y hampa, y el
clima novelesco alcanzado esta más cerca del realismo decimonónico. Peligra la intención de Zunzunegui cuando ofrece un mundo con una clara intención absorbente y total, en el que la sátira deja paso
a una comprensión profunda y a una auténtica piedad por parte del autor. En realidad, en el mundo en
que se mueve, no busca la anécdota documental o el rasgos costumbrista que contribuya a su veracidad o realismo, sino que consigue crear criaturas de ficción con una aparente vida auténtica y cuyas
andanzas y aventuras interesan al lector por su valor humano y moral al margen de esa condición o
ambiente en que se mueven y recrean sus acciones.
Hasta este momento, si repasáramos la bibliografía completa del autor, ninguna de sus novelas anteriores tiene una riqueza ambiental y de tipos, además de una soltura y maestría en el manejo de la estructura y profundidad narrativa como en La vida como es porque, al margen de esa visión de un
mundo caótico y desgarrado, Zunzunegui ha entrevisto más allá de la maldad cierto sentido a la razón.
En esta obra el propósito satírico y moralizador pretende ni encubrir ni deformar en lo más mínimo la
amarga crudeza de la vida real que se vive en el Madrid de época, donde el vicio y la maldad no reciben castigo alguno, aunque la nobleza y la bondad desembocan en ruina y fracaso. Vilanova nos habla
de «un libro valiente y sobrecogedor, amenísimo y lleno de vida, en torno a la dramática historia de la
infeliz Conchita, casada sin saberlo con un ladrón que quiere hacerla cómplice de sus fechorías y que,
incapaz de encubrir los robos del marido y de ver a su hijo convertido en un delincuente profesional,
se suicida en el túnel del metro»11. Y, aun añade, que se trata de una novela «cuyo valor humano está
muy por encima del interés costumbrista y de la excesiva prolijidad con que en determinados momentos nos describe las argucias y recursos de los rateros y ladrones, en el pintoresco escenario de los
bajos fondos madrileños»12.
© Pedro M. Domene
Pedro M. Domene. Nació en Huércal Overa (Almería) en 1954. Profesor de Lengua y Literatura.
Colabora asiduamente en publicaciones literarias especializadas de España, México y Estados Unidos. Crítico literario en el suplemento Cuadernos del Sur del diario Córdoba y en las revistas Mercurio, Turia y Literal, Latin American Voices (Houston). Autor de varias antologías y publicaciones
sobre narrativa contemporánea, Narradores españoles de hoy (1997), Lo que cuentan los cuentos
(2001), Microrrelato en Andalucía (2008) y Disidencias (en la literatura española del siglo XX)
(2010). Ha reunido sus ensayos en el volumen Imposturas (2000) y publicado obras de ficción para
jóvenes como Después de Praga nada fue igual, II Premio de Narrativas Juvenil Los Pedroches,
Conexión Helsinki (2009) y Las ratas del Titanic (2014).
10
11
12
Novela y sociedad en la España de postguerra; Barcelona, Lumen, 1995; págs. 48-51.
Ob. cit., pág. 50.
Ob. cit., pág. 51.
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Reseñas
EL LIBRO DE LOS PEQUEÑOS MILAGROS, de Juan
Jacinto Muñoz Rengel
Editorial Páginas de Espuma
Colección: Voces/ Literatura
136 páginas
Fecha de publicación: 2013
ISBN 978-84-8393-146-2
***
Hay títulos que provocan crisis de ansiedad que terminan en bajas
laborales entre el colectivo de bibliotecarios encargados del trabajo
catalográfico. Todo porque estos pobres tienen que distinguir entre
«título» y «ampliación de título». La ampliación de título es aquello
que viene después de dos puntos en un título. Con un ejemplo nos
bastará. Sea el título Manual de Podología básica o de andar por
casa: los callos y durezas y cómo eliminarlos. Lo que viene después de los dos puntos es la «ampliación de título», y si no ando muy descarriado, en el peor de los casos, el bibliotecario c atalogador podría no incluirlo en el campo de la ficha catalográfica correspondiente si debido a su exten sión, no le cabe.
Juan Jacinto Muñoz Rengel puede que se haya granjeado la antipatía de un nutrido grupo de pro fesionales al titular su obra El libro de los pequeños milagros y los planetas ignotos, que contiene
las pormenorizadas y muy veraces {micro}narraciones de los grandes hechos sobrenaturales y
extraordinarios de este mundo, así como las {mini}epopeyas de otras tantas hazañas extraterres tres, y una recopilación de la más diversas y memorables prácticas amatorias, venganzas y tortu ras, muertes, reencarnaciones, espíritus y fantasmas, reptiles, monstruos, arquitecturas imposibles,
las crónicas de la conquista del espacio y la búsqueda de Dios.
Y aprovechando que en todo esto aparece dios, si algo podemos decir acerca del hecho de la crea ción literaria es que es de carácter milagroso. Pues al igual que a propósito de los milagros, (de los
cuales ni dios se pone de acuerdo sobre si existen o no, si son o no son), nadie puede canonizar en
relación a lo que es o no literatura de la buena.
Lo único verdadero es que para leer se necesita fe. La misma de la que hace gala el protagonista
de Fe, microrelato que como su título indica gira en torno a la fe y a lo que se consigue con la fe. Y
como no hay fe sin descreimiento, ni dios sin diablo, ahí tenemos Impronta, el complementario de
Fe. Complementario, porque si en este el descreimiento del mundo exterior genera la «tragedia
material», en Impronta la «tragedia inmaterial» justifica la creencia del mundo exterior.
Lo mío no es más que una afirmación sin pretensiones axiomáticas. No quiero tensionar, exhortar a
la fe ciega de quien lea esta reseña (entre otras cosas porque ya dije que para leer se neces ita fe, y
si esta es ciega, podemos estar entrando en una paradoja). Y ahora ya me he hecho la cama para
decirle que el libro contiene alguna que otra de esas (paradojas), a partir de títulos que nos incitan
a pensar en los extraños compañeros de cama semántica que genera el lenguaje. Es el caso de
Parad(h)ojas, que aun siendo una creación casi poética me viene a pedir de boca (una obviedad,
porque antes de la escritura, no habría otra forma de pedir que no fuera a viva voz, con la boca).
Y a veces no hay nada más obvio que un título que lo dice todo: Backward, una vuelta atrás en
cada uno de los micros que integran esta serie que va desde Backward I hasta Backward VI. La
«complementariedad» entendida en el sentido de «lo contrario», aunque Backward II bien podría
ser además un homenaje a Viaje a la semilla de Carpentier, o a Cuatro corazones con freno y marcha atrás de Jardiel Poncela, o a toda la ficción que ha tratado el mito de la vuelta atrás en el
tiempo.
Lo obvio, lo evidente, los micros carentes de herramientas referenciales, de fuertes cargas semánticas que pudieran nuclear el peso de la narración, la falta de interés estético y de sujeción a las
normas del efectismo literario a que la práctica ha consagrado el microrelato, desembocan en pro ductos en los que no hay maquinaria argumental ni de trama que se ponga a funcionar, ningún
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resorte, no hay cortas y pronunciadas pendientes hacia el climax, ni fosfenos… Micros que pode mos calificar de lacios... ¿Debería Muñoz Rengel claudicar de la escritura de microrelatos y emplearse como operador telefónico de teletienda? Hágase su voluntad. Pero perderíamos a uno de
los pocos o quizá al único visionario que se atreve a nadar contracorriente incursionando en el lado
de lo simple, lo evidente, lo huesudo. Claudicación va de eso, de claudicar. Dicho así, se confirma
que no estoy en la zona vip de la tabla del cociente intelectual. Pero déjeme añadir que esta claudi cación no se contempla desde la orilla del abandono, del dejarse hacer, sino que los protagonis tas
son parte activa en la resolución de su propio destino, convirtiendo esa fatalidad en rebeldía. Me da
a mí que eso explicaría gran parte de la esencia de estos microrelatos que (salvo aquellos que tie nen un mero interés recreativo (por lo de juego, sea el caso de Soles que nos alumbra una dimensión de nuestro sol que cobija aves fénix, pero también otros animales que en los documentales de
la 2 se nos presentan más ajenos al calor, pero ahora debidamente evolucionados para soportar
esos cuantos millones de grados) mayoritariamente cobijan un alarido de dolor frente a las perver siones sociales que se nos están imponiendo.
Aunque va por otros derroteros, por ejemplo Vigilados me ha recordado que ahora soy incapaz
para cualquier actividad, salvo que pueda pagar mi «capacitación». De hace años, lo más «habilitante» que recuerdo es el «Carnet de manipulador de alimentos». Ahora necesitaría un carnet para
aplicar un herbicida en el jardín de mi casa, un carnet para cortar con una motosierra una rama de
un árbol de mi casa, un carnet para mover con una carretilla un palet de latas de conserva que
compré para mi despensa, un carnet para traspasar el umbral de una obra y poder entrar a trabajar
como fontanero… Si en Gnosticismo un dios crea a otros dioses lo mismo que un robot crea otro
robot, ¿qué organismo supremo de inspección, que Big Brother del conocimiento universal crea y
evalúa a todos estos que nos evalúan y cobran por decir que sabemos hacer algo?
Podría decirse que a partir de la amplificación real (no de la deformación ficcional) se nos alerta
sobre el hecho de que estamos pasando de la vida privada a la privatización de la vida, que en
verdad nos acercamos peligrosamente al Expolio. Un expolio que en una realidad quizá no demasiado lejana se extenderá hasta el mismo uso del lenguaje: De la pintura rupestre al lenguaje del
futuro.
El todopoderoso Poder Invisible (bajo cuyo paraguas se cobija el Big Brother del conocimiento que
señalaba líneas arriba) crea el problema, el todopoderoso Poder Invisible crea la solución, el todopoderoso Poder Invisible crea la noción de lo políticamente correcto, y así el ciudadano se paraliza
en la indecisión: objetivo conseguido. Biobuitre, una ecuación perfecta para explicarlo.
Si cosificar algo implica negarle voluntad propia, entonces Rebelión de las cosas es una paradoja
con todas las de la ley (basta contraponer «rebelión» a «cosas»). Vida artificial bien podría ser el
colofón.
Ya lo sé: es estúpido y redundante hacer una reseña sobre una obra cuyo título es u n compendio
de los elementos que contiene. Estúpido, redundante, y largo. Para que esta reseña reúna esas
tres características no tengo más remedio que seguir dando el tostón, diferenciando otra categoría
más de micros que podríamos nombrar como modelo «al otro lado del espejo». Por abreviar no
citaré más que Neuroleptol, que tiene su continuación Neuroleptol, fase de administración masiva
que mira la realidad desde el lado de un «alucinado».
La regresión infinita en Reproducción a escala. Los Recovecos, quién sabe si sacados de una pintura imposible del matemático Escher. La viga literaria en el ojo propio en Persistencias. La sonrisa
que nos arranca 15 con la fina ironía del «Aquellos eran tiempos de acción» que da la vuelta al
calcetín de la realidad…
La identidad en Expiación, el paso del tiempo en La lógica del tiempo y la suposición del doble en
El doble, son tres de las obsesiones que señalan en otra dirección: la de recordarnos que antes
hubo un Muñoz Rengel novelista que masticó estos temas en su novela El sueño del otro.
Si quiere que corte, yo le digo que en el libro hay un buen puñado de otros microrelatos represen tativos de tantas otras tendencias cuyos títulos no he citado (esta vez por pereza ni siquiera conté
el total de micros), y como herramienta extraordinaria un Índice para la confección de un bestiario
que abarca al que en el libro se arma. A cambio, usted no me hace escribir de nuevo el título de
esta obra que como toda la materia antes del Big Bang se colapsa, no como el universo, en el equivalente material a una cucharilla de café, sino en Backward VI.
© José Cruz Cabrerizo
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POLVO EN EL NEÓN, de Carlos Castán
Editorial: Tropo Editores
Colección: Ilustrada
Fecha de publicación: 2012
96 páginas
ISBN 978-84-96911-60-4
Fotografías: Dominique Leyva
***
Polvo en el neón es un libro escrito por Carlos Castán y una historia
fotografiada por Dominique Leyva.
La carretera como metáfora de una vida que nos lleva y nos trae por
distintos paisajes para devolvernos, muchas veces, al punto de partida. A esa bifurcación que elegimos no tomar cuando se nos planteó
la posibilidad de hacerlo y entonces nuestros pasos emprendieron
otra ruta; que se rebeló, con el tiempo, inadecuada.
Carlos Castán pone en boca de Quinn una filosofía vital que resulta esencial para seguir adelante,
pese a todo, contra todo. Las fotografías de Dominique Leyva añaden un plus y crean una atmós fera que envuelve y acompaña mientras pasamos las páginas del libro y descubrimos el pasado, el
presente e intuimos el futuro del protagonista. Las palabras están al servicio de la trama, nos llevan
con paso preciso y directo por cada curva del viaje, en una autopista que hiere y obliga a tomar
decisiones difíciles.
Carlos Castán ha logrado la cuadratura del círculo literario con esta obra, en la que nada sobra, en
la que nada falta. Correcta, impecable, contundente, directa, con la tensión sabiamente adminis trada, con los sentimientos expuestos tras una capa de alma que no es tan dura como parece. Una
delicia para cualquier lector.
© María Dubón
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EL INVITADO DE NUNCA JAMÁS, de José Vaccaro
Ruiz
Neverland Ediciones
Colección: Espacio 1
Fecha de publicación: 2014
278 páginas
ISBN 978-84-942705-1-2
***
Este arquitecto barcelonés cosecha del 45, que sabe muchos de
chanchullos urbanísticos y políticos, ha dejado de ser un recién
llegado al género negro para convertirse en un conspicuo creador
de tramas y atmósferas turbias. Con cuatro novelas en su haber
—Ángeles negros, La Vía Láctea, Catalonia Paradís y Tablas—
José Vaccaro Ruíz se inscribe por merecimientos indiscutibles en
la corriente hardboiled del género. Sus novelas están llenas de
tipejos tan poco recomendables como secuestradores, caníbales y delincuentes sexuales que
harían beato a Hanibal Lecter, pero sin perder nunca esa especial ironía —Luego seguiría con
Maruja y finalmente con la vieja, en unas tres horas se habría cumplido lo pronosticado en el
Génesis: Polvo eres y en polvo te convertirás— sin duda heredada de maestros como Francisco
González Ledesma y Manuel Vázquez Montalbán con cuyos Méndez y Pepe Carvalho el
protagonista de sus novelas, el conseguidor Juan Jover, tiene mucho que ver: apacible, discreto
y bon vivant, la mierda en la que hurga no consigue mancharle.
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El invitado de Nunca Jamás juega, en la editorial adecuada, Neverland, con el mito de Peter Pan
de J.M. Barrie, un escritor bastante siniestro —el siniestro y desaparecido Michael Jackson era
un furibundo seguidor del escritor británico hasta sus últimas consecuencias— y el editor de la
misma, J.D. Álvarez, que ha publicado todo lo que encuentra de Barrie y de José Vaccaro Ruiz,
ha escrito un prólogo excelente para la novela que edita. Vaccaro destripa el cuento infantil, lo
adapta a nuestros días y busca como protagonistas de su pesadilla de horror a una madre tan
inquietante como la de Anthony Perkins en Psicosis, que no acepta haberse quedado sin su hijo
predilecto, y Roberto, el otro menos querido y ninguneado, un veterinario que en sus horas libres
secuestra niños que, como en Peter Pan, nunca llegarán a adultos.
Consigue Vaccaro Ruiz remover al lector en su asiento con párrafos de pesadilla —El rigor mortis
había empezado y el filo penetraba limpio por ingle, rodillas y codo para desmembrar los brazos y
las piernas, después la cabeza y finalmente el tronco—, no rehúye el poder turbador de la violencia explícita, engancha con su trama y crea personajes absolutamente creíbles, aunque sean
monstruosos. El lector asiste a la relación entre Juan Jover y su secretaria y amante Puri —Eran
pasadas las once cuando pulsó el timbre del piso de Puri con la contraseña acordada, dos toques
largos y uno corto, esperó unos segundos, metió la llave y abrió. Era la forma de manifestar que
respetaban mutuamente su intimidad, preavisando su llegada— que tiene momentos hilarantes —
Por su parte, Puri, dolida, se planteó si realmente valía la pena estar encamada con un tipo que
podía ser su padre y una sensibilidad de paquidermo al que, encima, y aparte de roncar por las
noches, le crecían pelos en las orejas— que contrastan con la vida en esa tétrica casa mazmorra
de la sierra de Collserola que el autor borda describiendo —ahí se nota su profesión de arquitecto—, como borda, porque tiene un oído extraordinario, los creíbles diálogos con los que dibuja
sus otros personajes (el Pichabrava, Cerón…), tarea siempre difícil en un escritor, el de escribirlos con una mínima credibilidad, desafío del que sale Vaccaro Ruiz con matrícula cum laude.
Disfrute el lector de la novela, a ser posible, con Macallam en mano—el whisky de cabecera del
protagonista y sospecho que de su autor—, y si no se lo puede permitir, lo puede beber virtualmente con los que se mete entre pecho y espalda ese conseguidor Juan Jover que ya tiene larga
vida en la historia de la novela negra que se hace en España.
© José Luis Muñoz
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MUJERES EN LA EDAD INVISIBLE, de Margarita
Barbáchano
Mira Editores
Colección: Sueños de tinta
182 páginas
Fecha de publicación: 2011
ISBN 978-84-8465-400-1
***
«La edad invisible de la mujer empieza en la menopausia porque dejamos de ser deseables», dice Lola, uno de los personajes que la escritora Margarita Barbáchano ha creado para mostrar, en doce narraciones breves, el universo de la mujer madura. Cada relato va precedido de una fotografía en blanco y negro que nos pone en situación,
que condensa y plasma con intensidad el contendido de la historia que
sigue.
Con un lenguaje claro, no exento de cinismo, se describen realidades cotidianas de diversas mujeres
que ya acumulan cinco decenios de vida. La mujer que busca encuentros sexuales en la red, harta de
citas fallidas, de hombres inadecuados, y quiere sentirse seductora y dueña de su sexualidad. La
desempleada que se convierte en jubilada prematura a causa de la crisis y ve cómo sus planes de
futuro se trastocan irremediablemente. La madre que añora al hijo que ha abandonado el nido y se
resiste a asumir que el niño se ha hecho adulto y no volverá. La mujer que se vuelve consciente de su
madurez, reflejada cada día en se enemigo implacable que es el espejo, pero reúne el valor suficiente
para cambiar de vida: sin trabajo, sin marido, pero al fin ella. La esposa hastiada de serlo, aburrida de
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una vida sin ilusión y sin alicientes, de un marido al que ya nada le une y por eso decide intentar otra
vida divorciándose. La futura viuda, que ayuda a su marido a afrontar la recta final de su existencia.
La divorciada que se siente hueca por dentro y un día decide darle un vuelco a sus días, abandona la
ciudad y se traslada a vivir a un pueblecito para disfrutar con intensidad de una nueva etapa vital. La
madre que vive un espejismo creyendo que su hijo es una persona bien distinta a la que en realidad
es y debe enfrentarse a una verdad cruel y devastadora. La vencedora de un cáncer de mama que
tras esta dura experiencia encara un nuevo reto, el de redescubrir su sexualidad. La política que se
presenta a candidata en unas elecciones llena de ambición y descubre a través de su hija la verdadera cara de una sociedad que no quiere ver. La abuela que afronta este hecho con miedo porque le
confirma que se va haciendo mayor. La actriz a la que retiran de los escenarios porque ya no encaja
en ningún papel, pero sabe aprovechar su talento para formar a nuevos actores y actrices.
Todas las mujeres que aparecen en Mujeres en la edad invisible tienen un denominador común, son
mujeres fuertes que atraviesan un momento de debilidad, un periodo en el que el suelo tiembla bajo
sus pies y les hace sentir inseguras, con miedo a un futuro que intuyen poco halagüeño. Pero todas
estas mujeres saben luchar, no se rinden y se esfuerzan por encontrar su lugar en el mundo. Su
ejemplo nos demuestra que nada es imposible, que disponemos de recursos y de inteligencia suficiente para reconducir nuestra vida, solo debemos arriesgarnos, salir de nuestra zona de confort y
arriesgarnos a vivir.
© María Dubón
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EL MANUSCRITO DURRUTI, de Gonzalo Navajas
Editorial Alfar
Colección: Biblioteca de autores contemporáneos
Fecha de publicación: 2014
120 páginas
ISBN 978-84-7898-552-4
***
Puede que la de Buenaventura Durruti, cuya aura mítica quedó acrecentada por su muerte misteriosa en el frente de Madrid —tema que
trató Pedro de Paz en la novela El asesinato de Durruti por la que ganó
el premio José Saramago—, sea una de las vidas más azarosas de los
líderes que combatieron en la contienda civil. La corta existencia de
este anarquista y hombre de acción, de escasa formación pero ideas
muy claras, estuvo trufada de sobresaltos. Él y sus camaradas se
enfrentaron a tiros con los pistoleros de la patronal en una época en
que Barcelona no distaba mucho de la imagen que tenemos de Chicago
años 30 —lean Cabaret Pompeya de Andreu Martín y se pasearán por esa ciudad— y también
cometieron algún que otro cruento desmán durante la guerra civil.
El manuscrito Durruti, escrita por el profesor de literatura moderna y cine en la Universidad de California Gonzalo Navajas, no es la primera novela —En blanco y negro, La última estación y La
destrucción de la urbe— e este barcelonés que lleva casi toda su vida afincado en Estados Unidos
y ha publicado un buen número de ensayos sobre literatura. Al hilo de la investigación histórica en
la que está trabajando un estudiante norteamericano para su tesis doctoral sobre la figura del líder
anarcosindicalista, Gonzalo Navajas construye una estimulante narración en la que pasado y presente se interrelacionan continuamente. A pesar de que el protagonista no comparte los métodos
violentos del personaje que está estudiando —en el presente, dice, Durruti, condenado a muerte en
varios países, sería como Bin Laden, tendría la condición de un peligroso terrorista— se deja seducir por su honestidad revolucionaria —el militante anarquista siempre rechazó cualquier poltrona de
poder— y la intensidad de ese tiempo que intenta revivir en su callejeo por las calles de la Ciudad
Condal en compañía de Alba, una anarquista convencida con la que tiene un affaire, y Quim.
Esta novela tan corta, no llega a las 120 páginas, como amena sobre un proceso de investigación
histórica que se convierte casi en una vampirización por parte del personaje investigado sobre el
investigador, está extraordinariamente bien escrita aunque incurra en una cierta redundancia; va El
manuscrito Durruti constantemente del presente al pasado, estableciendo comparaciones, y con
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una cierta nostalgia de una época en la que las cosas estaban mucho más claras que en los actuales momentos de confusión; y aborda el autor la personalidad de Durruti, el coprotagonista de la
novela aunque nunca aparezca, a través de esa persona interpuesta —el estudiante que prepara
una tesis que teme cierre más puertas que abra en un país, EE.UU., obsesionado con el tema del
terrorismo— cuya fascinación por la ciudad y la época queda bien patente.
Puede que Gonzalo Navajas, barcelonés que emigró a California, esté hablando de sí mismo en
esta novela.
© José Luis Muñoz
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UNA MADRE, de Alejandro Palomas
Editorial Siruela
Colección: Nuevos Tiempos 278
Fecha de publicación: 2014
248 páginas
ISBN 978-84-16120-43-7
***
Tiene arte y oficio Alejandro Palomas (Barcelona, 1967), periodista y
traductor que ha publicado con anterioridad las novelas El tiempo del
corazón, El secreto de los Hoffman, El alma del mundo, El tiempo
que nos une y Agua cerrada, y que nos ofrece en Una madre el retrato tierno e intimista de una familia que se reúne alrededor de Amalia, la madre que cumple 65 años y cuya mayor ilusión es sentar a la
mesa en Nochevieja a su extraña familia formada por Fernando, el
narrador, que trabaja como locutor y doblador, tío Eduardo, un gay
excéntrico y divertido con mil anécdotas que contar que amenaza con casarse con un travestido portugués negro, sus hijas Silvia, Sara, Emma y su pareja Olga. ¿Serías tan amable de callarte un poco
mientras terminamos de saber qué demonios quieren decir exactamente Olga y Emma cuando dicen
que están embarazadas?
La novela de Alejandro Palomas cuela en las conversaciones entre personajes, que los dibujan en
buena medida, anécdotas y apuntes cómicos que redondean el retrato de esa familia tan extraña
como bien avenida. Mamá ni siquiera la miró. Quiso recoger ella misma el canapé, con tan mala
suerte, y peor vista, que al agacharse golpeó con el codo la botella de Coca-Cola que tenía junto al
plato y un chorro negro voló desde la boca de la botella con un siseo, empapando la bandeja de canapés.
Antes y después de esa cena, que parece un homenaje de Alejandro Palomas a Las horas de Virginia Woolf, y a la novela de Michael Cunningham llevada luego al cine, asiste el lector a la radiografía de esa extraña familia tolerante —el hijo es homosexual como el entrañable tío Eduardo
Guapo o, más que guapo, apuesto, con una de esas aposturas de hombre clásico, siempre impecablemente vestido, pulcramente afeitado, con un pelo espeso y moreno como el del abuelo, sonrisa socarrona y un porte de dandi argentino que él reconoce y potencia desde siempre y donde
quiera que va, y también lo es una de sus hijas casada con una amiga que espera un hijo— cuyo
nucleo es la entrañable Amalia, trasunto de la madre del propio autor sin muchas dudas, atormentada por haber errado en la elección de pareja Cuando lo pienso me duele tanto haberos dado un
padre así que no sé cómo pediros perdón, y narra Alejandro Palomas con infinita ternura ese lento
declive mental del personaje de Amalia, a un paso de la demencia, que la convierte en un ser frágil
y entrañable al que le lector acaba adorando.
Sé que Silvia no callará esta noche, que Emma llegará con sus bombas de relojería y que
tío Eduardo torpedeará la mesa con alguno de sus desmanes. Y que habrá que recomponer, que zurcir y recoger cristales, porcelana y piel del suelo.
Alejandro Palomas dibuja a sus personajes con trazos a veces hilarantes. Olga es ruido porque está
rellena de él, como una casa abandonada llena de cacofonías dispersas que, encadenadas, asustan.
Su risa es ruido. Su voz también. Habla como suena, no como piensa. Habla del pasado de sus per-
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sonajes que explica su presente. A mamá la incontinencia le llegó con el divorcio. O, para ser más
precisos, cuando por fin estuvo instalada en su apartamento con Shirley y pareció que tenía la vida
más o menos organizada de nuevo. Primero fue la vejiga, después llegó el colon irritable y, a partir de
ahí, llegaron incontinencias de otra índole que, aunque en un principio nos sorprendieron —y no tardaron también en alarmarnos, sobre todo a Silvia—,no nos llevó mucho tiempo comprender.
Con acertadas pinceladas, dominio del lenguaje que adquiere en ocasiones textura poética. La piedra
cayendo a plomo en el agua y el impacto provocando una ola quieta que se expandió desde la terraza
de la cafetería hacia el este de la ciudad, anegando calles, plazas y avenidas hasta caer sobre mí
como un aluvión de fango, navegando entre situaciones tragicómicas y estrambóticas con las que el
autor adereza una narración atenta a exquisitos detalles, Una madre de Alejandro Palomas es, sobre
todo, una declaración de amor de un hijo a una madre, prodigiosamente bien escrita con una prosa
sensible que sencillamente conmueve al lector al mismo tiempo que lo hace sonreír.
Y es entonces cuando se me ocurre que este baile tan bien acompasado, este laberinto de
gestos naturalmente hilados, todo este lenguaje fácil, reconocible, automático…,todo esto
es lo que nos hace familia, historia común, comunidad.
Una loa en toda regla a la familia.
© José Luis Muñoz
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UNA DEL OESTE, de José Javier Abasolo
Editorial Erein
Colección: Cosecha Roja
Fecha de publicación: 2014
Páginas: 380
ISBN 978-84-9746-892-3
***
Leer una novela de José Javier Abasolo (Bilbao, 1957) es una
apuesta segura. El escritor vasco tiene una dilatada carrera literaria
en el género negro sobre sus espaldas con títulos como Nadie es
inocente, Hollywood-Bilbao, Lejos de aquel instante, Antes de que
todo se derrumbe, premio García Pavón del 2005, El aniversario de
la independencia, Pájaros sin alas, La luz muerta; forma parte de la
cantera de escritores del País Vasco que se dedican al negro junto a
Juan Bas y Jon Arretxe y viene publicando sus últimos libros en la
colección Cosecha Roja de Erein.
En Una del Oeste Abasolo nos ofrece dos novelas en una; la primera, policial, la investigación en
torno al asesinato de un charcutero bilbaíno a manos de un yonqui que muere luego en un tiroteo,
una muerte aparentemente accidental sino fuera porque el citado charcutero es Colt Duncan, un
exitoso escritor de novelitas del Oeste; la segunda es el manuscrito póstumo del tal Colt Duncan,
una novela del Oeste canónica, al estilo de las de Zane Grey, o Silver Kane, el alias de Francisco
González Ledesma, a quien parece estar homenajeando Abasolo.
Hay en la novela del escritor vasco una trama detectivesca muy bien armada —las sospechas
acerca de que Emilio Etchevarria, el charcutero finado, es un impostor se acentúan cuando no hay
un solo libro en su casa—; buena construcción de personajes entre los que Abasolo parece estar
muy cómodo —jueces, abogados, policías— pues recordemos que el autor lleva muchos años trabajando para el Gobierno Vasco y los debe conocer de primera mano; buenas dosis de ironía
marca de la casa, y juego metaliterario a cuenta del último manuscrito de Colt Duncan y de quien
se esconde realmente bajo ese pseudónimo en este libro tan entretenido como inteligente cuyo
tema lateral es el arte de escribir, su reconocimiento y la impostura.
¿Una novela negra? ¡Qué horror, Dios mío, qué horror!... Nada más alejado de mi forma de
sentir la literatura que esa ordinariez del género negro, tosco y vulgar donde los haya, con
sus páginas empapadas de sangre y sudor, de lágrimas y excrementos, con sus concesiones al ínfimo gusto del populacho.
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A Abasolo, un veterano de lo negro en este país y con obra traducida hasta en la convulsa Ucrania,
maestro de la sutileza que huye de la estridencia, autor reposado pero no por ello menos ácido, le
sobra oficio en eso de armar novelas y además podría ser, a la vista de esa novela del Oeste que,
como en una caja rusa, está dentro de su último libro, un muy digno sucesor de Zane Grey o Silver
Kane.
Esto es el Oeste, sheriff. Y en el Oeste a los cuatreros y a los impostores hay que matarlos.
Es lo que se merecen.
© José Luis Muñoz
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CÁMARA GESELL, de Guillermo Saccomanno
Editorial Seix Barral
Colección: Biblioteca Breve
624 páginas
Fecha de publicación: 2013
ISBN 978-84-322-2025-8
***
Guillermo Saccomanno (Buenos Aires, 1948) es uno de los mejores
narradores vivos argentinos. Autor de las novelas Situación de peligro,
Bajo bandera, La indiferencia del mundo, El amor argentino, El pibe,
El buen dolor, La lengua del malón, El amor argentino, El oficinista y
Un maestro, ha sido galardonado, entre otros, con los premios Biblioteca Breve (El oficinista), Rodolfo Walsh, en cuyo jurado estaba el que
esto escribe (Un maestro) y el Hammet que concede la Semana Negra de Gijón a Cámara Gesell.
A través de una multiplicidad de voces, nunca impostadas, Saccomanno pone en pie este fresco sobre la Villa (su Villa Gesell en donde vive desde hace más de
veinte años, en otro nuevo juego de palabras), una población de veraneantes que es una alegoría
de una Argentina sumida en el caos, la violencia, el hambre y la injusticia, un cosmos enloquecido
que el autor, en otro juego de palabras, mira, como Dios —No se culpe a nadie. En todo caso, el
gran culpable no es otro que el autor de nuestros días. Y si, creer que Dios es el escritor de nuestra
historia, no nos libra de la culpa, pero alivia— desde una cámara gesell, ese invento del psicólogo y
pediatra estadounidense Arthur Gesell que permite a los policías ver a los interrogados sin ser vistos por ellos.
De Guillermo Saccomanno se dice que es el Roberto Bolaño argentino. Cámara Gesell es una novela épica, poderosa, puede que la más ambiciosa que se haya planteado su autor, y quizá sea esa
ambición la que la pierda. El protagonista indiscutible de la novela es la Villa —Puede pensarse que
si uno fuera un caminante extraviado que divisa en el horizonte un pueblo y ese pueblo es la Villa,
tal como se la ve desde este médano, podría parecer la salvación: hospitalidad, refugio, un plato de
comida, un descanso para el cuerpo agotado y el alma atormentado. La Villa como salvación,
puede pensarse. Pero todos sabemos que ésta es una imagen ilusoria. La Villa es la perdición.
Todos estamos perdidos en este lugar—. Y los humanos que merodean por ella, que se asesinan y
se cojen, que roban, secuestran, violan e incendian, son meras células de ese cuerpo putrefacto en
donde domina el mal —Y no hay manera de volver a ser el que uno era, ese estado de inocencia,
una suavidad transparente que sólo nos vuelve cuando observamos a los chicos. Me dirán que los
chicos tampoco son inocentes, que tienen deseos y en ellos ya está latente, agazapado, el mal—.
La multiplicidad de actores, con sus propias voces, hace que el lector se pierda y que no acabe de
ver a los personajes comparsas de ese gran drama humano que es la novela.
A veces descriptiva, con raigambre popular —Decirle pulpería al Quitapenas es darle categoría.
Hay una parrilla en un rincón negro, unos chorizos carbonizados, una tira de vacío reseco. Hay un
mostrador corto donde apenas pueden acomodarse tres o cuatro—, o brutalmente sexual —
Cuando Valeria, la mujer del farmacéutico Marconi, deja los chicos en el Nuestra Señora, al bajar
de la 4, ahí están los barrenderos. Dejan de laburar para mirarla. La calentura con que miran los
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negros. La calentura con que me coje Alejo. Me gusta que me haga el orto. Chorrearlo. Y que nos
filme. Le encanta. Pajero—, la violencia es una constante en la novela poblada de seres que se
dejan llevar por sus instintos de supervivencia —Y cuando abrió los ojos, empapado, porque Dante
era siempre de despertarse empapado, los tenía encima, la piba embarazada, con un bombo de
pocos meses y una 22. El pibe, con una 9. Llevaban capuchas, camperas, jeans y zapatillas. Ella le
puso el caño bajo el mentón. Se equivocaron, dijo Dante. Soy un seco. Comprendo que necesiten
guita si van a ser padres, pero no tengo un mango—, y siempre cuajada de reflexiones —Lo que
todos sabemos de todos, como es previsible, siempre es más de lo que sabemos de nosotros mismos. Te diría que para nosotros mismos somos desconocidos. Nos vemos en el espejo al lavarnos
la cara en la mañana, cuando enderezamos el retrovisor o de refilón mientras pasamos frente a una
vidriera, pero quienes vemos no somos nosotros.
La variedad textual de Cámara Gesell es asombrosa; el esfuerzo estilístico de su autor, encomiable. Incluye esta novela coral noticias de prensa, anuncios terapéuticos, monólogos interiores, acción sangrienta, diálogos certeros y realistas, todos ellos escritos en una prosa que fluye sin apenas adjetivaciones y salpimentada de argentinismos. Salta Guillermo Saccomanno de la primera
persona y la tercera a la siempre difícil segunda que tiene la virtud de implicar al lector en el texto,
meterlo en él con voluntad protagónica, y lo hace con soltura y de forma natural, lejos de la artificiosidad.
Frente a la ambición y grandiosidad de Cámara Gesell, que está extraordinariamente bien escrita
como todo lo que sale de la cabeza del argentino, me quedo con la mucho menos ambiciosa y más
modesta, incluso en páginas, El oficinista. La desmesura de la última novela de Guillermo Saccomanno, que a punto estuvo de perderse porque un ladrón le robó al autor el ordenador a punta de
pistola, acaba apabullando a un lector incapaz de aprehender sus muchos personajes y registros
de este libro barroco, aunque estos, los personajes, sean meras células que corren por las arterias
de la Villa.
Menos muchas veces es más.
© José Luis Muñoz
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SOMBRAS DE LA NADA, de Jon Arretxe
Editorial Erein
Colección: Cosecha Roja
Fecha de publicación: 2014
246 páginas
ISBN 978-84-9746-890-9
Traducción: Cristina Fernández Blanco
***
Es Jon Arretxe hombre orquesta donde los haya. Este doctor en Filología Vasca —practicante, pues escribe sus libros en euskera—, licenciado en Educación Física, viajero por África y cantante de ópera
tiene en su haber una veintena de obras publicadas, unas cuantas en
el género de literatura de viajes —7 colores, Tubabu, El Sur de la
Memoria— y las demás cercanas al género negro como Shahmarán,
La calle de los ángeles, Sueños de Tánger, 19 cámaras, 612 euros, las tres últimas pertenecientes a
la saga del investigador burkinés Touré, mago, vidente, adivino, gigoló y hechicero, y también detective sui generis al que nadie paga, que desentraña casos criminales con métodos muy heterodoxos.
En Sombras de la nada Touré —si algo habría que reprochar en el perfil del protagonista sería su
modo de hablar europeo, una opción que mantiene Arretxe con todos los personajes africanos de la
novela y es algo que quizá pueda sorprender al lector—, habitante del gueto bilbaíno la Pequeña
África de San Francisco, poblado por negros, drogadictos y buscavidas, deberá investigar un caso
que le toca muy de cerca, la desaparición de su propia hija Sira con la ayuda de su amigo maliense
Osmán y su amante blanca Cristina, a la que llama Sa Kené, y para ello deberá sortear las
dificultades que siempre le impone la Ertzaina —No te fíes nunca de los maderos. Entre ellos habrá
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personas normales, vale, pero la mayoría, en cuanto se pone el uniforme, se convierte en máquinas
programadas para jorobar a la gente, por lo menos a gente como nosotros—, el larvado racismo de la
sociedad —Tú mismo sabes hasta qué punto le puede facilitar la vida a un africano el simple hecho
de formar pareja con una mujer de aquí—, las redes de prostitución en las que caen las jóvenes
africanas que llegan sin papeles a España y las peligrosas y sanguinarias mafias nigerianas. Una
novela con África como referencia y con africanos como héroes y villanos que hermana a Jon Arretxe
con el canario Antonio Lozano cuyo grueso de novelas —Hárraga, El caso Shankara, Me llamo
Suleimán— tienen al castigado continente negro como coprotagonista.
Con un ritmo narrativo muy ágil atrapa Jon Arretxe al lector en esta trama turbia, que también vuela a
África, a los lugares de dónde salen los Ulises de este siglo que transitan por desiertos y cruzan
mares en busca de un espejismo —Todos llegamos huyendo de la miseria, pero parece que a
algunos se les ha olvidado, y en vez de mostrar un mínimo de solidaridad con nosotros, prefieren
hacernos pagar los desdenes que, seguramente, ellos sufrieron antes—, sin librarlo de la crudeza de
un desenlace dramático.
Utiliza el autor vasco las herramientas de la novela negra, la nueva novela social heredera de los
Balzac y Zola del XIX, para denunciar la hipocresía de un mundo en el que los africanos sobran o
sólo se hacen presentes en la crónica de sucesos: Sombras de la nada, como muy bien los define en
el título de su última novela Jon Arretxe.
© José Luis Muñoz
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SENDEROS DE GLORIA, de Humphrey Cobb
Editorial Funambulista
Colección: Literadura
Fecha de publicación: 2014
328 páginas
ISBN 978-84-942380-5-5
Traducción: Juan José Pulido
***
En estos últimos meses, dos ediciones de la novela Senderos de
gloria han salido al mercado, una publicada por la editorial Capitán Swing y otra, la que me dispongo a reseñar, editada por Funambulista en colaboración con ACVF, con una excelente traducción del original en inglés por Juan José Pulido (lástima de
dos o tres «en frente» aislados que no llegan, sin embargo, a
desmerecer el conjunto, pues el resultado es un texto ágil, preciso, con unas descripciones emotivas y excelentes y unos diálogos contundentes y frescos).
La historia creo que es de todos sabida, si no por anteriores lecturas, por la película del mismo título
de Stanley Kubrick: estamos en la Primera Guerra Mundial, en el frente en torno a Verdún, cuando un
regimiento recibe la orden de atacar un promontorio con fama de inaccesible. El ataque resulta infructuoso, porque realmente es imposible, inhumano avanzar un metro bajo el fuego enemigo. El general que ordenó el avance, contrariado porque éste no se haya llevado a cabo —y con ello se hayan
frustrado sus posibilidades de ascenso—, decide hacer un escarmiento en los soldados, y tomando
de entre las filas a tres —aunque su intención originaria era escoger a decenas, o a centenares—,
fusilarlos como culpables de cobardía.
Senderos de gloria, construida a partir de las experiencias de Cobb en Amiens, entreveradas con un
caso real, se publicó por primera vez en 1935, en el periodo de entreguerras, y muy pronto se convirtió en un hito de la novelística antibelicista, corriente que no bastaría a parar el segundo monstruo
todavía más cruel que se estaba alzando en el horizonte. Prohibida durante muchos años en nuestro
país —tanto el libro como la película—, Senderos de gloria es todo un alegato contra la inhumanidad
de los mandos, contra el absurdo de la guerra que obliga, en este caso, a los hombres a amoldarse a
los mapas; todo un fresco de primera mano, que en varias ocasiones llega a estremecer al lector,
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sobre la inhumanidad en su grado más puro, la miseria, la suciedad, el barro y el miedo de que están
hechas las heroicidades militares.
La de Cobb —insisto que en excelente traducción de Pulido— es una novela que deja marcado al
lector seguramente de por vida; porque es inevitable —la magia de la buena literatura— compartir,
contagiarse del indefinible sentimiento que se extiende entre los soldados preparados para el ataque
mientras el teniente va desgranando los minutos que faltan para la hora cero; sentirse afectado por la
agonía de ese sargento que descubre que esa extraña sensación que de pronto le asalta no es otra
cosa sino que ha sido alcanzado, está solo y su herida es mortal; y uno, indudablemente, no vuelve a
ser el mismo después de leer la incuria del consejo de guerra que se abre a los soldados y de acompañar a quienes van a ser fusilados en su camino hacia el paredón.
Es sintomático que esta nueva edición de la novela en castellano haya sido editada por Funambulista
dentro de su colección «Literadura». Porque, en efecto, Senderos de gloria no es una novela entretenida, como tal, ni divertida en el sentido de ligera y amable, sino que es una novela «dura», una novela que apela a emotividad, a la impresión, a tocar en el centro de corazón al lector; una novela que
busca que éste, el lector, ya no sea el mismo después de haber pasado por sus páginas. En definitiva: una novela grande de verdad.
© Miguel Baquero
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núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
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Novedades editoriales
Demonios familiares
Ana María Matute
Editorial Destino, 2014
Julio del 36. Una pequeña ciudad del centro de España. Eva vuelve a la casa familiar
tras la quema del convento donde estaba como novicia. Su padre, el Coronel, un hombre conservador y autoritario que siempre ha tratado a su hija con un amor distante,
está paralítico desde hace años y dirige su hacienda desde la silla de ruedas, asistido
por Yago, un hombre oscuro cuya historia tiene muchos secretos. En el bosque cercano
a su casa, Eva encuentra el cuerpo malherido de un paracaidista, y ayudada por Yago,
que reconoce al muchacho, lo trasladan al desván. Eva sabe que debe mantener la
presencia de Berni en el más absoluto secreto, y más desde que la zona ha sido tomada por el bando nacional. Dedicada al cuidado de Berni, la joven e inexperta muchacha
experimentará un sentimiento que sabe que no debe sentir, algo que traiciona a todos cuantos ama.
Monasterio
Eduardo Halfon
Libros del Asteroide, 2014
Agotados tras quince horas de vuelo, dos jóvenes guatemaltecos esperan sus maletas
en el aeropuerto Ben Gurión de Tel Aviv. Han llegado para asistir a la boda en Jerusalén de su hermana pequeña con un judío ortodoxo de Brooklyn. Mientras que muchos
buscan en Israel una tierra prometida, el narrador de Monasterio, que se define como
«judío, a veces», se sorprende descubriendo el país con un malestar creciente. El
azaroso rencuentro con una sensual israelí, a la que había conocido años antes en
Antigua Guatemala, le obligará a enfrentarse al lugar y a la historia de su propia familia. A medio camino entre novela y autobiografía, en un tono tan sencillo como lírico,
Monasterio es un viaje conmovedor e intenso a las profundidades de la identidad, la intolerancia religiosa, y
los límites y ficciones que el hombre usa para entenderse y sobrevivir.
Vestido de novia
Socorro Venegas
Tusquets Editores, 2014
Cuando aparentemente han quedado atrás la viudez y el dolor de la pérdida, cuando
el luto ha sido superado por una vida en la que hay un nuevo esposo y un hijo, una
mujer es confrontada con los cabos sueltos de su pasado al recibir una extraña oferta:
alguien quiere comprar el nicho donde descansan las cenizas de Aldo, su primer marido. En las alas de las mariposas que cazaba de niña regresan augurios y presentimientos que dejó pasar, señales de lo poco que ese matrimonio duraría, como el vestido de novia que eligió de color negro. «Quizá desde niña, cuando seguía a esas mariposas, ya era una viuda en estado larvario». ¿Qué dijo el amado antes de morir?
¿Pesan esas palabras tanto como sus cenizas? Poco a poco, Laura irá descubriendo aristas desconocidas de
Aldo.
Lo que a nadie le importa
Sergio del Molino
Editorial Mondadori, 2014
«Calla, que de ti no quiero ni que me cierres los ojos.» Con esta sentencia disparada
contra su mujer, el octogenario José Molina rompe en su lecho de muerte un silencio al
que se ha aferrado durante décadas. Esta frase se instala en la mente de su nieto de
diecisiete años, que por primera vez intuye que detrás de ese abuelo adusto, seco y
bronco se esconde un pasado de cicatrices y miedos. Años más tarde, el nieto adulto
intentará encontrar las palabras que nunca se dijeron y descubrir de qué están hechos
sus propios silencios. Sergio del Molino ha escrito una novela íntima y familiar en la
que la memoria y el presente se mezclan en una crónica de España, un país lleno de
silencios donde nadie dice nunca nada porque parece que todo está ya dicho.
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
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La tristeza de las fiestas
Mariano Peyrou
Editorial Pre-Textos, 2014
En estos relatos, que podrían subtitularse Crítica del amor, se analizan los mecanismos
que operan en el enamoramiento, el deseo y la seducción. Pasando de lo cómico a lo
patético, de lo implacable a lo tierno, de lo lúcido a lo ingenuo, de lo ácido a lo emocional, este libro nos ofrece una galería de situaciones en las que se cuestionan los
principios mismos del amor tal y como lo concebimos, con su complejidad y sus contradicciones, con sus aspectos más bellos y dolorosos, con sus revelaciones y sus
trampas. Mariano Peyrou, «una de las propuestas más lúcidas de la poesía reciente»
(A. Ortega, Babelia), se presenta aquí como un narrador sorprendente, dotado de una
prosa sutil y lúdica y de una mirada penetrante y muy personal.
Mar de Irlanda
Carlos Maleno
Editorial Sloper, 2014
Una fiesta enorme, confusa y estridente, y una enigmática mujer de ojos verdes. La
nostalgia de lo no vivido, de un lugar en el que nunca se ha estado. La extraña chica
que hace autoestop y se mueve como si bailase Across The Universe. Un fracasado
vendedor de aspiradoras con vocación literaria. Nastassja Kinski, la máscara de la cara
de un Felipe González prematuramente envejecido, doscientas mujeres desnudas en
un verde prado de Wisconsin… Impostar, desaparecer, huir de sí mismo para, sí, como el Marlow de Conrad, terriblemente volver a encontrarse consigo mismo. Esta es
una novela disfrazada de libro de relatos en los que todo está conectado. Una autobiografía que se va escribiendo junto a la imagen de una mujer de ojos verdes con el Mar de Irlanda al fondo, y una bella y triste frase de Chéjov sobrevolándolo todo.
La fuerza y el viento
Óscar Lobato
Editorial Alfaguara, 2014
Uriel Gamboa flota a la deriva en medio del Caribe, sin agua y con un cadáver a su lado. El camino hasta aquí ha sido largo: educado en una rígida disciplina militar, escapa
de casa siendo adolescente y se une a Miguel Lantery y Gabriel Paíño para cumplir el
sueño de convertirse en un verdadero pirata. Su objetivo: apoderarse del oro robado
por los nazis tras la Segunda Guerra Mundial y saquear a banqueros estafadores y capos de la droga. Sus incursiones llevarán a estos piratas contemporáneos a surcar los
mares desde la Costa del Sol española al litoral italiano, desde Irlanda hasta el Caribe,
asaltando barcos y enriqueciéndose gracias a la venta de sus cuantiosos botines y a
las inversiones en negocios amparados en paraísos fiscales. La fuerza y el viento es una apasionante novela
de aventuras, una obra de ficción que recorre la historia de las últimas décadas desde la mirada de unos piratas implacables para los que las derrotas más amargas sólo pueden compensarse con la venganza.
Mira lo que tengo
José María Valtueña
Tusquets Editores, 2014
Semanas antes de cumplir diecinueve años, Alicia, hija única de un matrimonio acomodado y primera bailarina de una compañía de ballet, sufre un pequeño accidente.
Obligada a permanecer en casa, siente el irrefrenable impulso de escribir en su ordenador sus primeras e inocentes experiencias eróticas. Todo empezó cuando, para que
se desenganchara del móvil de última generación, sus padres le regalaron a Bobi: un
juguete que atiende a su voz, anda a cuatro patas y le da calor humano…, y ese calor
provoca el despertar de su picardía. Más tarde conoció a Roberto, ahora su novio y del
que está enamoradísima. Pero esas «limpias y puras» vivencias íntimas que desde
hace tiempo experimenta Alicia con su perrito Bobi se vuelven cada vez más tórridas y asombrosas. El relato
de Alicia, escrito con sorprendente franqueza y también con una candidez entre traviesa y candorosa, hará
dudar al lector: ¿está leyendo una novela o una historia real ocurrida en nuestros días?
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
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En la piel del otro
Maria Barbal
Editorial Destino, 2014
Un periodista interesado en la Asociación Memoria y Libertad investiga y recopila las
experiencias de sus miembros, todos familiares o represaliados directos en campos de
concentración. La asociación está dirigida por una mujer, Ramona Marquès, cuya energía y dedicación han logrado llevar la voz de las víctimas hasta el Parlamento y dar a la
asociación renombre internacional. Las entrevistas que realiza el periodista destacan el
carácter arrollador de Ramona, su firmeza y responsabilidad, aunque la unanimidad
acerca de las bondades de la presidenta se resquebraja con una declaración inesperada. ¿Quién es en realidad Ramona Marquès? La historia apasionante de una joven que
no sólo decide tomar las riendas de su futuro sino que cincela su pasado a conveniencia de la vida que ha
decidido vivir, la identidad que ha decidido usurpar. Maria Barbal consigue con una prosa plena de hallazgos
y de afilada precisión iluminar lugares recónditos del alma y la voluntad de un personaje fascinante.
Asoka
Carlos Almira Picazo
Editorial Nazarí, 2014
«Yo creo que, aun cuando pudieran enumerarse otros aciertos, esa es la mejor
apuesta de Carlos Almira en Asoka: soslayar exquisitamente la tentación de recrearse
en lo exótico, la fuerza evocadora de la ancestral civilización hindú, así como las
posibilidades epopéyicas del personaje principal (tanto por lo oscuro de las noticias
que tenemos sobre él, como por la importancia de su figura en la historia antigua de
oriente), para, ya liberado de la inmediatez de esas sugerencias, perfilar un personaje que late y se desarrolla con profundo trazo humano. De esta manera, como
todos los personajes históricos que siempre acaban convertidos en paradigmas literarios, Asoka discurre por las épocas de su vida sujeto a la necesidad de aprender, lo que significa: conocer
el mundo, saber interpretarlo y, finalmente, poder representarlo como expresión de la propia voluntad para,
de esta manera, ser capaz de dominarlo.» (José Vicente Pascual).
Debajo de la luna
Manuel Vergara Vial
Ediciones oblicuas, 2014
Eduardo vive solo con su hija Selena, una precoz e inteligente niña de ocho años que
es el centro de su vida. Cada paseo por el parque o viaje en metro son capaces de
transformarlo en una fantástica aventura. Su idílica vida, sin embargo, va a verse
trágicamente alterada por dos fatales acontecimientos: a Selena le diagnostican leucemia y el mundo comienza a ser víctima de una desconcertante cadena de desastres naturales. Eduardo se verá forzado a buscar un tratamiento entre la desesperanza y tormentos del pasado. Debajo de la luna es la primera obra literaria del chileno, también guionista, Manuel Vergara Vial, un relato apocalíptico, casi escrito a
forma de fábula, donde se dejan al descubierto los sentimientos humanos más extremos: el odio, la envidia,
el egoísmo… y también la dulzura, la compasión y el amor.
Catalina, la nueva Miss Marple
José Luis Caramés Lage
Ediciones Oblicuas, 2014
Catalina Andrade vive obsesionada en convertirse en la nueva Miss Marple, la protagonista de las novelas de Agatha Christie. Toda su vida la ha dedicado a informarse
sobre los métodos de investigación de los grandes detectives privados de la literatura
universal, hasta llegar a convencerse de que las técnicas empleadas en la criminología y las que desarrolla la medicina a la hora de diagnosticar una enfermedad son
prácticamente idénticas. Con el secreto objetivo de convertirse en una gran detective,
pues, se matrícula en la Universidad de Medicina. Lo que Catalina no sabe es lo realmente cerca que se encuentra de investigar su primer caso. Tras un par de semanas
de clase, descubre el cadáver de una compañera asesinada en medio del aula.
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
Página 140
Londres después de medianoche
Augusto Cruz
Editorial Seix Barral, 2014
Mc Kenzie, agente retirado y hombre de confi anza del mítico director del FBI J. Edgar
Hoover, es contratado por el famoso coleccionista Forrest Ackerman para investigar el
paradero de la primera película americana de vampiros, el filme más buscado de la
historia. Todo apunta a que la última copia se perdió a finales de los años sesenta; sin
embargo, un enigmático joven afirma haber asistido recientemente a una proyección
privada. La leyenda asegura que Londres después de medianoche trajo la desgracia a
sus actores porque en ella actuaban vampiros reales, que los cines que la exhibieron
se incendiaron y que aquellos que la buscan desaparecen. Mc Kenzie, un detective de
la vieja escuela, no cree en la maldición y se lanza a la aventura de encontrar la cinta.
Augusto Cruz debuta con una novela llena de suspense basada en uno de los mayores misterios de la historia del cine, una búsqueda legendaria plasmada con una elegancia narrativa poco frecuente. Un asombroso
ejercicio de documentación repleto de anécdotas reales y una lectura cautivadora que evoca con brillantez
el terror clásico del cine mudo, para los amantes del celuloide y de los buenos libros de misterio.
La decepción del cabo Holmes
Carlos Laredo
Sinerrata Ediciones, 2014
El cabo José Souto, apodado Holmes por su afición a las novelas detectivescas y
por su minuciosidad en el trabajo, se enfrenta a la investigación de un extraño accidente automovilístico en un salvaje acantilado de la Costa de la Muerte. Lo que a
simple vista parece un caso fácil se va complicando a medida que la identidad del
fallecido y las circunstancias del accidente resultan cada vez más dudosas. Con la
ayuda de su amigo Julio Santos, el detective privado y dandi madrileño al que ya
conocimos en El rompecabezas del cabo Holmes, Souto conseguirá desenredar
trabajosamente una trama en la que se mezclan contrabando, conexiones políticas,
el Prestige y hasta su vida personal. Con un final frenético y sorprendente, esta nueva aventura del cabo
Holmes nos transporta de nuevo a los bellos paisajes de la costa gallega mientras el protagonista pone a
prueba su suspicacia y el valor de la amistad, el amor y la lealtad.
Cusco, espejo de cosmografías. Antología de relato
iberoamericano
VV.AA.
Ceques Editores, 2014
Este libro recoge dieciséis relatos de dieciséis grandes autores de dieciséis países del
mapa iberoamericano nacidos a partir de 1960 y expresa la diversidad de cosmografías literarias de las y los autores antologados: Gabriela Alemán, Claudia Amengual,
Javier Cercas, Jacinta Escudos, Leila Guenther, Eduardo Halfon, Carlos Herrera, Ana
Istarú, Andrea Maturana, Juan Carlos Méndez Guédez, Andrés Neuman, Edmundo
Paz Soldán, Ena Lucía Portela, Cristina Rivera Garza, Mayra Santos-Febres y Juan
Gabriel Vásquez.
La distancia entre dos puntos
Fernando García Maroto
LcLibros, 2014
Casal, el protagonista de La distancia entre dos puntos, es un profesor universitario
que está viviendo una relación con una alumna. Al protagonista le atormenta más la
diferencia de años que les separa, que los rumores y cotilleos que puedan correr entre
el claustro de profesores. En medio de estos agitados sentimientos, Casal parece advertir con inusitada claridad todo lo que nos aparta de los demás: la edad, el idioma,
la fealdad o la belleza…, todas esas barreras infranqueables que nos mantienen aislados a unos de otros. A través de una prosa rotunda, de unos caracteres bien marcados, de una tensión «de pensamiento», García Maroto nos traza en esta novela un vívido retrato de la incomunicación y la soledad. Esa soledad que aguarda siempre, para el protagonista, al final del camino; a ella es a la que parecen referirse todas las medidas, la que recalcan todas las distancias…
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
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El idioma materno
Fabio Morábito
Editorial Sexto Piso, 2014
Con ironía, y a menudo con humor, Fabio Morábito emprende a partir de los ochenta
y cuatro textos breves que componen El idioma materno un particular viaje en busca
de sus raíces como escritor, y traza en estas páginas una suerte de personalísima
genealogía de su vocación literaria. El resultado es un libro lleno de lucidez e inteligencia, una deliciosa e inclasificable meditación que mezcla el ensayo, la autoficción y
la confesión y que es, ante todo, y en cada momento, una celebración de la pasión
lectora y de las diversas manías a las que da pie —y en la que muchos se sentirán
reflejados—, a la vez que una constatación de las complicadas relaciones entre lenguaje, escritura y mundo.
El viento en tu cara
Félix Terrones
Editorial Nazarí, 2014
la Fé).
«Los microrrelatos de Félix Terrones son como perlas negras, joyas oscuras donde reverberan la crueldad, la sordidez y la tristeza humana. Y sin embargo, son alhajas miniadas con una delicada orfebrería porque la prosa de Félix Terrones labra, repuja y
engasta esas gemas sombrías incrustadas en la entraña de sus historias. Como los
perfumes finos y los venenos mortales, los microrrelatos de Félix Terrones también
sirven en miniatura todo el desasosiego del mundo.» (Fernando Iwasaki). «Los textos
de Félix Terrones comienzan con el estilo de una novela, siguen como los mejores relatos breves y terminan con la extrañeza de las "grandes" minificciones.» (Carlos de
El agua que falta
Noelia Pena
Editorial Caballo de Troya, 2014
Tengo para mi que por estos pagos aquello de «algo huele a podrido en Dinamarca»
da un poco bastante o un mucho igual. Por aquí la corrupción apesta, flota y nos desangra pero las autoridades la aceptan como un hecho —cohecho— que forma parte
inevitable del paisaje. Que sin aceite, dicen, la maquinaria no marcha. Que les va la
marcha a quienes primero usurpan la propiedad de fuentes y cauces y luego sonríen
mientras afirman que a río revuelto ganancia de pescadores. Aquí lo que daría realmente miedo sería el «algo empieza a oler a limpio en Dinamarca». Eso sí que les daría y da pavor, que los vecinos de un barrio de Burgos por ejemplo decidan mantener
el barrio limpio de máquinas, corrupciones y contratas. Este libro no es una novela ni un ensayo ni un
poema pero cuenta, echa cuentas y cuenta cuales son las palabras disponibles, las palabras gastadas y las
palabras posibles. Porque pensar es hoy tratar de abrir grietas en la secuencia de los acontecimientos, interrumpir el orden que controla la producción y límites de los discursos. Hacer nuestro el tiempo para pensar. Y no es ya cuestión de lanzarse a un río sino de inventarnos el agua que falta: tomar la palabra.
Anotaciones para el vuelo del pájaro.
La mujer de yeso y otros relatos
Federico de Ibarzábal
Editorial Letras Cubanas, 2014
«La mortal aventura de Bin-Dink», «Ventanas azules» o «Derelictos» son algunos de
los cuentos más llamativos de esta colección que pretende abrir al lector contemporáneo el horizonte creativo de un autor de la etapa republicana prácticamente desconocido en nuestros días. La ironía con que mueve sus hilos el azar, la sorpresa, la inseparable tríada muerte-misterio-mar, la infidelidad, son algunos de los aderezos de las
narraciones de Federico de Ibarzábal, breves y amenas. Federico de Ibarzábal (La
Habana, 1894-1955). Periodista, poeta, narrador. Colaboró con revistas como Bohemia, Carteles y Social. Publicó dos libros de cuentos: Derelictos (1937) y La charca
(1938); dos novelas: La avalancha (1924) y Tam-tam (1941) y varios libros de poemas, entre ellos Una
ciudad del trópico (1919).
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
Página 142
El juego de las llaves
Luis Martínez Pastor
Editorial La Fragua del Trovador, 2014
El encuentro fortuito entre dos antiguos vecinos, Malena y Álvaro, cuyas vidas han tomado caminos muy distintos, hace que esos sentimientos de juventud que parecían
aletargados, despierten de repente sin hacerse partícipes mutuamente de aquello por
los que sus corazones latían y que siempre habían callado. La casualidad, unida al
choque emocional que ha supuesto el encuentro, que no es sino una exhumación de
nostalgias y pasiones, les lleva a rescatar de la memoria un inocente juego de pistas y
premios que de niños practicaban. Lo que parecía un nuevo acercamiento entre ellos,
ya cuarentones, no será sino un ir y venir de pasiones y fiestas de máscaras jugando
de nuevo sin pretenderlo «a las llaves». La fogosidad de una Malena apasionada y las nuevas circunstancias
personales y profesionales de un misógino y apocado Álvaro, alternan entre distintos personajes y situaciones que hacen que se descubran algunas de las parcelas más sórdidas de la soledad y el ansia humana que
tratan de cubrir con esperanzas falsas.
Cuentos para sentir las horas
José Verón Gormaz
Mira Editores, 2014
La brevedad y la variedad del cuento como género exigen la complicidad del lector
con el autor y con el texto. En Cuentos para sentir las horas , esto se percibe con
claridad. Se trata de un libro dividido en cuatro partes, que comienza con los cuentos
brevísimos de «Microcosmos», dotados de la expresividad de lo mínimo y el impacto
de lo sorprendente. La segunda parte, «Rumores de Lilandia», se halla sembrada de
pequeños enigmas y peculiaridades territoriales reales o imaginarias, para crear un
ambiente de humildes descubrimientos dignos de movernos a la reflexión. El tercer
apartado, «El laberinto de la dicha», discurre por caminos literarios en los que asoma
el misterio de lo cotidiano y no pocos reflejos críticos, dentro de pequeñas historias contadas de forma
directa y ágil. El apartado final, titulado «Cuaderno de notas», vuelve a la extrema brevedad para contar
mínimos relatos que con frecuencia toman la forma de los ensayos esquemáticos, con abundantes guiños
culturales.
El viejo muere, la niña vive
Julián Ibáñez
Editorial Cuadernos del Laberinto, 2014
Bellón es un buscavidas que sobrevive a base de encargos, como retorcer el brazo a
morosos o cobrar cincuenta euros el revolcón. Un día entra en un chalet por una ventana y contempla una escena que le hace desear que la ventana hubiera estado cerrada. Da un pequeño golpe callejero. Pero el fulano que ha organizado el golpe está
relacionado con lo que Bellón vio en aquel chalet. Así que todo se complica un poco.
Bellón se encuentra en medio de un fuego cruzado. Y se ha quedado sin pasta para
un chaleco antibalas. Cuando uno vive en el filo sabe que para llegar a viejo lo mejor
es ser sordo, mudo y ciego. Pero durante uno de sus encargos, Bellón ve algo que no
debería. Y sabe que eso le traerá complicaciones. La policía va tras él, y no serán los únicos. A su favor sólo
cuenta con todo lo que la calle le ha enseñado. Pronto los que le buscan descubrirán que no pueden causar
problemas a Bellón, porque Bellón es el auténtico problema.
El tránsito de Roberto Morrison
Mayte Sánchez Sempere
Editorial Talentura, 2014
El Rober decide morirse sin dar la oportunidad de matarle a los que le odian, que son
todos los que le conocen; decide morirse y sus últimas palabras encierran un misterio
y una esperanza. Lázaro, inesperado testigo de la muerte del Rober, comienza una
aventura en la que está seguro de que va a triunfar, porque una historia que empieza
con un muerto no debería ir a peor. Mayte Sánchez Sempere obtuvo el II Accesit en el
II Certamen de Novela Corta Giralda en 2013 con la novela Madre es un país que no
tiene fronteras,
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
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El orden de mundo
Ramiro Sanchiz
Editorial El Cuervo, 2014
Sin entender del todo lo que va viviendo y narrando, Federico Stahl vuelve en esta
entrega para tratar de rearmar su memoria y su lugar en el mundo. Un mundo tan
familiar como anómalo: una isla de basura en el Atlántico Norte, una mujer perdida en
el sueño del rock, esqueletos de antiguos aviones, extrañas visiones entre la niebla,
estrellas soviéticas sobre paneles de metal, el ansia de infinito. «Ramiro Sanchiz persigue a los escritores que le interesan (Felisberto Hernández, Elvio E. Gandolfo, Jorge
Luis Borges, Roberto Bolaño y Mario Levrero parecen ser sus referentes más cercanos)
hasta que, de algún modo, consigue convertirse en uno de ellos. No es otra cosa la
literatura» (Patricio Pron).
La chica que llevaba una pistola en el tanga
Nacho Cabana
Roca Editorial, 2014
En Madrid, dos skinheads atacan a un matrimonio rumano y matan a su hija pequeña.
Violeta y Carlos, agentes de la comisaría de Leganitos, detienen a los agresores y
siguen una pista hasta un burdel de Murcia, y en concreto hasta María, la hermana
mayor de la niña rumana, una prostituta. En México DF, Pedro, un español casado y
con una hija de once años, se malgana la vida como taxista. Por ello, obtiene comisiones de los clubes de alterne a los que lleva a sus clientes y termina vinculado en un
caso de trata de blancas y prostitución infantil. Asediado por la culpa decide huir a
Madrid, donde se instala con su familia en casa de su madre, confiado en que no los
seguirán hasta allí. Cómo se relacionan ambos casos y cuáles son las consecuencias en las vidas de Pedro,
Violeta y Carlos será lo que averigüemos en esta novela trepidante sobre redes internacionales de tráfico de
personas y prostitución infantil. Un verdadero tour de forçe sembrado de pura acción y tiroteos del que
nadie saldrá ileso.
Made in Spain
Javier Mestre
Editorial Caballo de Troya, 2014
Los zapatos y la literatura mantienen una vieja y prolongada relación. Llegue con recordar desde el famoso zapato de cristal de La Cenicienta —quizá la primera metáfora
narrativa sobre la virginidad y sus extravíos— hasta El zapato de raso de Paul Claudel,
pasando por Los zapatos rojos de Andersen y sin olvidar, si nos queremos meter en
prosas periodísticas más cercanas, el famoso lanzamiento de zapato con el que Muntadhar al Zaidi bombardeó al ínclito George Bush. Aquí la cosa va también en cierto
modo de zapatos, zapatazos y pérdida de la virginidad. De la virginidad empresarial, si
me permiten columbrar que tal cosa es posible. Pues que un tanto despistado y drogadictillo heredero recibe como herencia tras la muerte de sus progenitores una fábrica de zapatos sita en
las muy laboriosas tierras alicantinas. Y no se le ocurre otra cosa que querer convertirse en empresario
honesto y pagar lo justo a cada miembro del antaño sujeto revolucionario. Radical contradicción que, como
todos ustedes se imaginan, va a dar lugar a diversos desastres y desencuentros económicos, laborales, sindicales, amorosos y criminales. La cenicienta trabajando en una fábrica de zapatos.
La llave dorada
Carlos Almira Picazo
Editorial Talentura, 2014
La Llave dorada es una colección de microrrelatos ambientados en épocas y situacio-
nes muy diversas, algunos de ellos fantásticos, cuyo único hilo conductor es el autor,
esto es, la forma de narrar, deudora de lecturas y vicisitudes complejas, eso que suele
llamarse la vida. «Género aún embrionario, el microrrelato no conoce todavía sus límites. Explora, husmea, se encoge y se dilata. Sabiéndose esencialmente narrativo, flirtea con la poesía, el aforismo o el chiste (su pariente más grosero). La verosímil facilidad de su ejecución le ha ganado una legión de acólitos, pero sólo el tiempo dirá quiénes fueron dignos de él. Caben pocas dudas de que Carlos Almira figurará entre ellos.»
(Manuel Moyano).
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
Página 144
Los geranios
Ana Solari
Casa Editorial HUM, 2014
«Después de la contundencia de El señor Fischer , último libro de Ana Solari, todo podía
parecer banal. Tal vez por eso, en Los geranios, decidió indagar un realismo sucio que
recuerda al de su primer libro, Cuentos de diez minutos (1991). Ahora hay un pueblo y
unos personajes que parecen salidos de una película o de un sector del cuento breve
norteamericano. La voz de un narrador invisible adopta la perspectiva de la protagonista, una muchacha rebelde y paradójica, que a través del sexo y la bebida intenta
superar la deslealtad del padre que la abandonó. Junto a la hermana enamoradiza, la
madre inoperante, el novio inadecuado y pocos personajes más, la módica tragedia
familiar, dispuesta con talento por la autora, consiente chispazos de humor y la sospecha de un modo de
belleza que admite ver las cosas desde otro lugar.» (Alicia Torres).
Lamas en Lima
Regina Robles Meiners
Editorial Altazor, 2014
Con una prosa envolvente y sobria, Regina Robles Meiners da cuenta de que el mundo
físico no es un fin último, y que el desarrollo espiritual no está necesariamente en
contradicción con el mundo moderno y el desarrollo tecnológico. Lamas en Lima reúne
diecisiete textos que relatan fluidamente la llegada y difusión del budismo en el Perú,
sin caer en los corsés del detalle histórico ni en la parafernalia de la propaganda
sectaria ni del proselitismo político-religioso. Esta colección de relatos, donde lo ficcional
no está del todo excluido, irradia una verdad literaria que se convierte en protagonista
del libro. Línea tras línea se descubrirá que la concatenación de hechos y anécdotas
aspira a una historia mayor que Robles Meiners revela con una clara estrategia narrativa, a fin de no dejar
de lado al lector ajeno al budismo ni a aquel que ha volcado su vida a los grandes secretos del espíritu
universal. Como el aparente laberinto del Camino del Diamante, Lamas en Lima plantea también en ángulos
rectos la riqueza ética del Sutra y propone la posibilidad de plena trascendencia. No olvidemos que todos
somos budas y no lo sabemos. Lo que tenemos que hacer es darnos cuenta de ello.
El combatiente
Renzo Rossello
Estuario Editora, 2014
Irma Aráoz, una joven enfermera que busca justicia para una niña abusada, acude a un
pequeño grupo de viejos ex guerrilleros, que se alzaron en armas durante los tumultuosos
años 60 y que ahora viven en los márgenes del escepticismo, ganados por el desencanto.
Los antiguos sueños de justicia buscan una última oportunidad: si no se puede cambiar el
mundo, al menos cambiar un puñado de vidas. Renzo Rossello regresa al ruedo policial
con en este poderoso western noir donde pareciera que, a la vuelta de la esquina, no espera la redención, no al menos en esta historia de justos y pecadores. Rossello es escritor
y periodista, ha trabajado en La Mañana, El Diario, La República, El observador, revista Posdata y El País. Su primera novela, Valores y dublés (Yoea, 1991), ganó el premio “Biblioteca de Marcha” en 1989. Trampa para ángeles de barro (Graffiti, 1993) obtuvo el primer premio en el Concurso «Dashiell Hammett del Río de la Plata». Ha publicado varias novelas más.
La puerta de los pájaros
Gustavo Martín Garzo
Editorial Impedimenta, 2014
El unicornio es el animal más tímido que existe y se sabe muy poco de sus costumbres.
Mas basta que una doncella se interne en el bosque para que se ponga a seguirla en
secreto. Cuando la doncella se sienta a descansar, el unicornio se acuesta a su lado y
se queda dormido sobre su falda. Lo que pasa entonces es algo que nadie ha contado
hasta hoy. La puerta de los pájaros de Gustavo Martín Garzo cuenta, con doce bellísimas ilustraciones de Pablo Auladell, la historia de los encuentros de una princesa, un
unicornio y otros seres míticos. Es un relato sobre la infancia y los días pasados. Una
fábula fantástica sobre el alma de esos niños que fuimos una vez.
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
Página 145
Alcohol de quemar
Miguel Mena
Tropo Editores, 2014
«Desde que nos conocemos, ella hace lo que puede por contagiarme su sistema. Yo
finjo una aproximación a sus reglas, pero en realidad me resulta imposible hacer de mi
vida una prueba deportiva. A lo más que llego es a comparar la relación entre nosotros
con una prueba ciclista, una prueba por etapas que comenzó con un breve prólogo,
avanzó por terreno llano durante los primeros meses y quizá ahora comience a conocer las subidas y bajadas propias de una etapa de montaña. No importa. Estoy dispuesto a pedalear sin pausa, a mantener el equilibrio, a dosificar el esfuerzo. Lo único
que deseo es contar siempre con esta compañera de escapada, tenerla ahí cuando necesite un empujón o un relevo». (Fragmento).
Cuatro
Rodrigo Hasbún
Editorial El Cuervo, 2014
«Leer a Rodrigo Hasbún es un ajuste de sentidos: acostumbrar los ojos a la oscuridad
de sus profundidades, deleitarse con los chispazos del lenguaje en ellas; entrenar al
oído para respetar murmullos y aplaudir estridencias. Para seguir leyendo, siempre».
(María José Navia). «La literatura de Rodrigo Hasbún tiene una potencia extraña (“la
escritura —trabajar con la memoria y las emociones y la imaginación— es un oficio
intenso y misterioso pero también un poco idiota”, dice). Le gusta tocar las zonas más
oscuras. Leerlo es como subir a esa “diligencia del abismo” a la que se refería Bernardo
Soares, el heterónimo de Pessoa: un viaje al borde del precipicio» (José Andrés Rojo).
El balcón en invierno
Luis Landero
Editorial Tusquets, 2014
Asomado al balcón, debatiéndose entre la vida que bulle en la calle y la novela que
ha empezado a escribir pero que no le satisface, el escritor se ve asaltado por el recuerdo de una conversación que tuvo lugar cincuenta años antes, en otro balcón, con
su madre. «Yo tenía dieciséis años, y mi madre cuarenta y siete. Mi padre, con cincuenta, había muerto en mayo, y ahora se abría ante nosotros un futuro incierto pero
también prometedor.». Este libro es la narración emocionante de una infancia en una
familia de labradores en Alburquerque (Extremadura), y una adolescencia en el madrileño barrio de la Prosperidad. Es también el relato, a veces de una implacable sinceridad, otras chusco y humorístico, de por qué oscuros designios del azar un chico de una familia donde
apenas había un libro logra encontrarse con la literatura y ser escritor. Y de sus vicisitudes laborales en comercios, talleres y oficinas, mientras estudia en academias nocturnas, empeñado en ser un hombre de provecho. Pero dispuesto a tirarlo todo por la borda para ser guitarrista, y vivir como artista. Y en ese universo
familiar de los descendientes de hojalateros, surge un divertidísimo e inagotable caudal de historias y anécdotas en el que se reconoce la historia reciente.
Así empieza lo malo
Javier Marías
Editorial Alfaguara, 2014
En el Madrid excitado de 1980, Muriel encarga al joven De Vere que investigue y sonsaque a un amigo suyo de media vida, el Doctor Jorge Van Vechten, de cuyo indecente
comportamiento en el pasado le han llegado rumores. Pero Juan no se limitará a eso y
tomará dudosas iniciativas, porque, como él mismo reconoce desde su edad madura,
«los jóvenes tienen el alma y la conciencia aplazadas». Así descubrirá que no hay justicia desinteresada, sino que está siempre contaminada por el rencor personal, y que
todo perdón o castigo son arbitrarios, los individuales y los colectivos. Con su prosa
inteligente y profunda, Javier Marías nos da también una novela sobre el deseo, que a
menudo se impone a todo escrúpulo, lealtad o respeto, y sobre nuestra imperfecta contemplación de los
hechos, siempre tuerta: a veces por fuerza, a veces por entera decisión nuestra.
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
Página 146
Gente del mundo
Alberto Chimal
Ediciones Era, 2014
Puede que este breve libro sea apenas un resto, una ruina, lo que queda de una miríada de civilizaciones. Un puñado de textos muy breves, donde en un gesto crucial
queda esbozada una cultura. Una colección de ilustraciones que producen la imagen
alegórica de todo un pueblo. Puede que este breve libro sea una colección de futuros,
un lugar donde algunos ejemplos sirven como conjuros que, además de convocar con
la precisión de muy pocas palabras, sugieren variaciones, series. Se quedan en la memoria y sugieren también lo que no dicen. No se puede confiar en lo que surge a primera vista: porque estos mundos emergen de la trama conjetural de traducciones,
polémicas, leyendas y versiones imposibles de verificar o desmentir, cruces que los llamados a pie de página, y por lo tanto a fuentes ulteriores de erudición, postergan aunque parecen estar cimentándolos. No se
puede confiar en la naturaleza histórica de los textos, no se sabe cuál es la relación entre los textos y las
ilustraciones, no se sabe cuál es la relación entre el autor de los textos y la autora de las imágenes. Hay entonces que jugar. Decidirse a ser arqueólogo y demiurgo.
Todos son sospechosos
VV.AA.
Editorial Pan de letras, 2014
Secuestrarte y retenerte entre historias de bajos fondos y asfalto es nuestro delito y
si este plan resulta perfecto, puedo anunciarte que pagaremos tu fidelidad con un
botín suculento. Contamos con una coartada perfecta: una antología de relatos oscu-
ros, historias de prostitución, de bajos fondos, de yonquis, de corruptos, de per dedores, de personajes sin rumbo, de noches escondidas, de delitos sin resolver, de as falto, de asesinatos encubiertos… ¿te atreves? Entre estas páginas hay mucha realidad, de esa que es mejor sólo ver a través de los libros para no olvidar, para com batir, para que la literatura siga convirtiéndose en la memoria colectiva de lo que que da por hacer en este mundo en crisis en el que la ficción es nuestro refugio. (Prólogo de Laura González.)
Dos toneladas de pasado
David Torres
Editorial Sloper, 2014
«Un excepcional artista de la palabra», así definió el maestro del relato Esteban Padrós de Palacios a David Torres cuando prologó su anterior libro de cuentos Cuidado
con el perro (2002). Aquí, por primera vez, Torres se atreve con la media distancia de
la novela corta en El último concierto de Toño Balandros , la hilarante y asombrosa
historia de un cantante feo y homosexual que intenta el milagro de la resurrección
entre músicos frustrados, bailarinas de estriptís, empresarios compasivos y narcos
colombianos. Además, entre los cuentos que completan el libro, un poeta enloquecido
funda la ciudad de Londres; una escritora imagina un futuro en el que el destino se
guarda en los teléfonos móviles; un radical artista de body art va amputando partes de su propio cuerpo; un
matador fracasado torea el tráfico en una glorieta de Madrid; una fotógrafa encuent ra el paraíso en la selva
amazónica; un periodista acude al reclamo de una aterradora pared de los Alpes; y un episodio de la crisis
griega repite un canto de la Odisea homérica.
En un minuto
Inmaculada Alvear
LcLibros, 2014
La esquina donde se encuentran Elvira y Amal, es la esquina donde nos encontramos
muchas veces en la vida, en la que la desconfianza y el miedo nos impiden actuar
como nos gustaría y nos dejamos llevar por creencias establecidas en las que el odio y
la xenofobia imprimen nuestro comportamiento. En la sombra, está Matías, el marido
de Elvira, que vigila a esta familia musulmana con recelo y odio, un reflejo social de la
desconfianza. En un minuto puede vencerse la incomunicación, puede romperse el
muro entre diferentes culturas, se pueden superar los miedos y prejuicios y atender
solo al ser humano que hay al fondo de cualquiera de nosotros.
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
Página 147
Flora y fauna. Antología personal
Gilda Manso
Editorial Micrópolis, 2014
«Con una pluma incandescente, Gilda Manso escribe sus minificciones, y l as pone a
vivir en una jungla desbordante de pájaros, sirenas, murciélagos, tigres que vuelan,
jirafas sin cuello y con papada, alacranes que hacen ruido en algún sueño, dragones
cautivos y dragones boxeadores, pajaritas de papel, y gatos cazadores de espí ritus.
En connivencia con otra fauna de doble fondo, se pasean por allí personajes históri cos, héroes y heroínas, genios de estas y otras épocas, a quienes la escritora les da
vuelta de campana a través de su fino humor y una ironía devastadora, rupturas con
la tradición, guiños intertextuales y desacralización de mitos y mitologías, en medio
de una atmósfera fantástica que permite que a una mujer le duela la mano de su esposo, y otra pueda ver
lo que hay adentro de los ojos de los otros, y ver tigres negros que acechan el insomnio.» (Nana Rodríguez
Romero).
Lo que aprendemos de los gatos
Paloma Díaz-Más
Anagrama, 2014
Los seres humanos —piensa el gato— tienen una irremediable tendencia a entender
las cosas al revés. Por ejemplo, si ven un libro que se titula Lo que aprendemos de los
gatos, probablemente creerán que trata de lo que los humanos pueden aprender acer ca de los gatos, para conocerlos mejor (cosa que, dicho sea de paso, tampoco estaría
de más); sin embargo, para cualquiera que sea capaz de pensar con claridad, resulta
evidente que Lo que aprendemos de los gatos significa otra cosa: lo que los humanos
pueden aprender a partir de los gatos, es decir, lo que los gatos pueden enseñarles.
Este tipo de errores se producen porque los humanos parten de la absurda creencia de
que son animales superiores, cuando todo el mundo sabe que los animales superiores son los gatos .
París desaparece
Héctor Manjarrez
Ediciones Era, 2014
Esta novela evoca un París mítico, el último París mítico: el de los años que desembocarán en las consignas y las barricadas de mayo del 68. El París de De Gaulle en la
Presidencia y André Malraux como ministro de Cultura y el belga Jacques Brel y la
judía Barbara como los cantores de la ciudad, el de Sartre y Beauvoir en el Café de
Flore, el de un pintor enamorado y una bandita de prostitutas y prostitutos y una mujer amada que deja París y un joven que es seducido por una sordomuda en la Cinémathèque de Langlois: un París tan hermoso como despiadado en el que el narrador
está dispuesto a morirse de hambre si así tiene que ser, porque así es París. Lírica,
divertida, histórica, melancólica, París desaparece es una novela con el peculiar sabor sardónico de los años
sesenta parisienses, narrada en primera persona por un jovencísimo escritor mexicano, casi un niño, asombrado y encantado de lo que está viendo y viviendo, incluyendo sus extrañas relaciones con Sartre, con el
susodicho pintor (que pinta un falso Matisse), con su sensual tía Adela de visita, con el bellísimo Alain acusado de asesinato y convertido en transformista.
La mujer loca
Juan José Millás
Editorial Seix Barral, 2014
Julia trabaja en una pescadería y de noche estudia gramática porque está enamorada
de su jefe, que en realidad es filólogo. En sus ratos libres, la joven ayuda en el cuidado
de una enferma terminal, Emérita, en cuya casa coincide con Millás, que está haciendo
un reportaje sobre la eutanasia. Durante sus visitas, el escritor se siente atraído por la
idea de novelar la vida de Julia, aunque para lograrlo deberá enfrentarse a su bloqueo
creativo con la ayuda de una psicoterapeuta. La realidad trastoca los planes del escritor
cuando Emérita revela un secreto que ha guardado celosamente toda su vida. Lo que
había comenzado como una crónica periodística se convierte entonces en una suerte
de novela en la que él se verá involucrado como personaje.
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
Página 148
Mansa chatarra
Francisco Ferrer Lerín
Editorial Jekyll & Jill, 2014
Se recogen en Mansa chatarra una serie de textos dispersos a lo largo de la obra
poética y narrativa de Francisco Ferrer Lerín, así como una veintena de inéditos, cuyo
denominador común estriba en la procedencia onírica de su material literario. A la
hora de realizar la selección, se ha entendido el espacio onírico como aqu él que re coge fundamentalmente las nociones de sueño y ensoñación, según la conocida ter minología de Gastón Bachelard; o, si se prefiere, los sueños de día y los sueños de
noche, tal como los denominó Borges. No se escribe el sueño, sino la memoria de los
sueños, decía también Borges, al tiempo que se preguntaba si la memoria no es asimismo un sueño. Pero, en última instancia, el elemento decisivo sigue siendo la escritura como forma singu lar de mediación y último eslabón de esa cadena inestable de sueños que se ocupa de cristalizarlos. En los
sueños lerinianos, abundan las pesadillas o al menos las situaciones hoscas, inquietantes. Lo mons truoso, el
crimen, lo grotesco, las confusiones, transformaciones y desdoblamientos de los personajes, la conciencia
del sueño durante el sueño...
La librería quemada
Sergio Galarza
Editorial Candaya, 2014
Sergio Galarza cierra su trilogía sobre Madrid con este ácido y entrañable retrato de
un grupo de libreros que mientras se esfuerzan por recomponer sus propias vidas
rotas por el tedio, las claudicaciones y la desesperanza, se enfrentan diariamente a
situaciones tan absurdas como tener que explicar a los clientes que los libros no se
catalogan por colores y que los ascensores de la librería además de bajar, suben.
Ahora deberán tratar de sobrevivir también a los despidos cada vez que bajen las
ventas o a las nuevas y disparatadas políticas de mercadotecnia en un sector que
vive una gran transformación y que no es ajeno a la crisis del país. En La librería
quemada todo arde. Dicen que los libros arden a 451 grados Fahrenheit, ¿pero alguien sabe a qué tempe ratura arde un librero?
Distancia de rescate
Samanta Schweblin
Literatura Random House, 2014
El campo ha cambiado frente a nuestros ojos sin que nadie se diera cuenta. Y quizá no
se trate solo de sequías y herbicidas, quizá se trate del hilo vital y filoso que nos ata a
nuestros hijos, y del veneno que echamos sobre ellos. Nada es un cliché cuando al fin
sucede. Distancia de rescate sigue esta vertiginosa fatalidad haciéndose siempre las
mismas preguntas: ¿Hay acaso algún apocalipsis que no sea personal? ¿Cuál es el punto exacto en el que, sin saberlo, se da el paso en falso que finalmente nos condena?
Samanta Schweblin ha escrito un relato extraordinario e hipnótico, urgente y perdurable, que logra mantenernos inevitablemente atrapados y sumergirnos en un universo
ficcional estremecedor.
Zapatos rojos para saltar en los charcos
Nacho Montes
La esfera de los libros, 2014
Esta novela es una historia de mujeres en guerra con la vida, de amistades cómplices,
de almas comunes, parte de la misma se desarrolla en tierras aragonesas. Hay noches
de confidencias con los amigos que hacen que el mundo parezca más amable y la vi da menos difícil. Los secretos de la amistad siempre forman hilos difíciles de romper.
Hay secretos que nos encadenan a personas que nunca imaginamos. Lugares que
guardan para siempre el alma de quienes los habitaron. Esta novela es una caja de
secretos. Secretos de muerte, secretos de amor, secretos que acabarán uniendo a sus
protagonistas en torno a un árbol que solo florece en julio. Hay pequeñas cajas en la
vida que guardan para siempre grandes historias. Y hay zapatos rojos que nos hacen saltar en los charcos
disipando todas las tormentas.
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
Página 149
Nosotros caminamos en sueños
Patricio Pron
Literatura Random House, 2014
Una bomba queda suspendida del cielo y se resiste a caer. Unos soldados exhaustos y
hambrientos miran hacia arriba y se preguntan si todas las guerras son así. No saben
quién es el enemigo ni dónde está, pero siguen caminando en sueños, como sonámbulos, luchando por un trozo de tierra que no pertenece a nadie, defendiendo un país
que flota sobre un subsuelo de miseria y corrupción. No hay nada normal ni previsible
en Nosotros caminamos en sueños , la versión corregida y ampliada de la novela en la
que Patricio Pron contó «no lo que realmente sucedió o pudo haber sucedido sino lo
que sucedió efectivamente, aunque sólo en la imaginación infantil» del autor, que tenía
seis años de edad cuando estalló la guerra entre Argentina y Gran Bretaña. Nosotros
caminamos en sueños habla de ese enfrentamiento, pero el verdadero tema de esta novela cómica es qué
sucede cuando se mata en nombre del nacionalismo, qué pasa cuando el sentido común deja lugar a la co bardía y a la estupidez disfrazadas de patriotismo. La de Pron es una visión satírica de todas las guerras, un
relato habitado simultáneamente por los espíritus afines de Samuel Beckett, César Aira, Martin Amis y Fog will que solo toma como prisionero al lector.
¡Buenas noches, Miami!
Begoña Oro
RBA Editores, 2014
Cuando hace quinientos años Ponce de León llegó a las costas de Florida buscando la
fuente de la juventud, jamás podría haberse imaginado que en ese territorio lleno de
palmeras, extensos humedales e idílicas playas podría existir una grandiosa e indescriptible ciudad como Miami, con sus rascacielos y sus tiendas de ropa, con su bri llante sol y su clima tropical, con sus colores incendiarios y sus cantantes melódicos espa ñoles, y, sobre todo, con esa impresionante mezcla de culturas. Esa es la ciudad que
descubre Begoña Oro en un viaje que le lleva a participar en la Feria Internacio nal del
libro de Miami y a conocer su extraordinario paisaje humano, natural y artificial.
El sueño del depredador
Óscar Bribián
Versátil Ediciones, 2014
¿Qué tienen en común los poemas de Baudelarie, Silvia Plath o Leonard Cohen con
los ahorcamientos para alcanzar el clímax durante la asfixia autoerótica? En un control rutinario en la carretera de entrada a Zaragoza, la Policía localiza un vehículo
sospechoso. En su interior se encontrarán animales y varios instrumentos para deso llarlos. Pero la verdadera sorpresa aparece cuando en el interior de uno de los ani males se localiza una pista que conducirá al caso de un brutal y peculiar asesinato.
Laura Beltrán, la nueva subinspectora de la Brigada Provincial de Homicidios, y su
superior, Santiago Herrera, un veterano inspector, se verán envueltos en un abanico
de asesinatos que combinan el sadismo y los enigmas de la psicopatía con las inquietudes propias del comportamiento humano.
Las nieves del tiempo
Marcelo Birmajer
Editorial Sudamericana, 2014
Marcelo Birmajer vuelve al policial. Después de más de veinte años de la publicación
de Un crimen secundario , su única y exitosa novela policial, el autor de Historias de
hombres casados sorprende con este relato maravilloso. Un escritor fracasado y recién abandonado por su mujer viaja inesperadamente al sur argentino a reemplazar a
un conferencista. Llega a Las Nieves, un pueblo chico de la Patagonia, un lugar de
extraña atmósfera donde terminará enamorado de la única joven del pueblo. Como
en los buenos policiales, todo cambiará después de un crimen impensado. Las nieves
del tiempo es la historia de un antihéroe expuesto a una situación extraordinaria, un
policial con pinceladas de comedia de enredos. Birmajer explota su soltura narrativa al máximo y logra mantenernos atrapados hasta la última página.
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
Página 150
Todos se van
Wendy Guerra
Editorial Anagrama, 2014
Relato en forma de diario personal que abarca de los ocho a los veinte años de Nieve
Guerra. Todos se van narra la infancia y la adolescencia de su protagonista, quien,
desde su nacimiento, viaja a la deriva de su propia vida gracias a que el Estado cubano decide su destino, siempre supeditado a un incierto desenlace signado por un matiz
político-social. Nieve resiste la vida azarosa de sus padres y el pánico de crecer en una
sociedad controladora hasta la asfixia que le va restando todas sus posesiones afecti vas. Nieve es una sobreviviente, sagaz protagonista generacional de los cubanos naci dos a partir de 1970 que necesitan existir en primera persona desde una experiencia
gregaria y colectiva que desemboca en la diáspora insular. Todos se van es una novela de ficci ón que recrea
el diario de infancia de su autora, quien escribe en su cuaderno mientras espera en su isla el regreso de sus
amores. Ha sido llevada al cine por Sergio Cabrera en 2014. El diario continuará... La primera edición de
Todos se van ganó el 1.er Premio de Novela Bruguera (editorial entonces dirigida por Ana María Moix) el 2
de marzo de 2006, otorgado, en calidad de jurado único, por el escritor Eduardo Mendoza: «Una conflictiva
vivencia personal y social narrada sin prejuicios de ningún tipo, un viaje instructivo y enriquecedor.».
Grietas
Santi Fernández Patón
Editorial Lengua de trapo, 2014
El narrador de esta novela, que se tiene que hacer cargo de una hija a la que no co nocía, inicia una relación con Lucía. Lucía sabe que no podrá curarse ha sta que no
comprenda toda la extensión de su enfermedad. La superación de la anorexia les
obliga a buscar su lugar en un mundo donde lo social y lo íntimo se confunden y les
atrapa en un presente sin expectativas. La crisis económica, y sobre todo el ciclo de
protestas sociales que inaugura, coloca a estos personajes en una soledad a medio
camino entre la complicidad y el desastre. Con una profundidad inusitada, Santiago
Fernández Patón narra los complejos mecanismos con los que el capitalismo corrompe
hoy los cuerpos y desquicia las personalidades. Grietas es el testimonio de una generación que ya ha deslegitimado los viejos roles y los relatos heredados, pero que tiene la incierta labor de construir los suyos .
El caballero de San Petersburgo
Mayra Montero
Editorial Tusquets, 2014
A finales del siglo XVIII, la joven criolla Antonia de Salis vive con su prima Teresa en
Rusia. Allí reciben la visita de un fascinante militar hispanoamericano, Francisco de
Miranda, precursor de la independencia que agita a las colinas, que está de visita en
Rusia para tejer una alianza con Potemkin. Antonia cae seducida ante un personaje
tan idealista como ardiente, con fama de donjuán y magnífico contador de historias
ante las damas. Tanto que, tras algunos encuentros furtivos, decide seguirlo hasta
San Petersburgo, donde Francisco de Miranda es perseguido, sin saberlo, por un di plomático español empeñado en capturarlo. Treinta años después, en la cárcel de La
Carraca en Cádiz (los hechos están rigurosamente documentados), un general Miranda enfermo y vencido
recibe las visitas y los cuidados de una enigmática mujer que tiene muy presentes las aventuras de Crimea y
de San Petersburgo.
Esperando a Javier y otros cuentos
Zelideth Chávez Cuentas
Grupo Editorial Arteidea, 2014
«Entre las voces más representativas de la narrativa andina actual, ocupa un lugar
relevante Zelideth Chávez Cuentas. La antología que prologamos prueba amplia mente que en su obra pueden detectarse prácticamente todos los rasgos o tenden cias que caracterizan a dicho espacio privilegiado de las letras peruanas: la reelaboración de la oralidad, plasmando un español rico en giros andinos con resonancias
del aimara y/o quechua; estrechamente conectado con lo anterior, la herencia de la
tradición oral andina, con su legado de creencias real-maravillosas». (Ricardo Gonzáles Vigil).
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
Página 151
Cadáveres en la playa
Ramiro Pinilla
Editorial Tusquets, 2014
Un Samuel Esparta ya maduro, que mantiene contra viento y marea su peculiar libre ría en Getxo, recibe en los años setenta la visita de una señora, Juana Ezquiaga, que
quiere contratarlo para que averigüe la desaparición, mucho tiempo atrás, del que
fue su amor de juventud. Juana sabe por un anciano pescador que las corrientes es tán llevándose la arena de la playa, y que pueden emerger los cadáveres que se esconden en sus tripas. En uno de los fusilamientos de la guerra civil, los falangistas
abrieron una fosa común allí, y el pescador le ha contado que en el último momento
apareció alguien con una carretilla portando un cadáver. Juana sospecha que eso sólo
pudo hacerlo alguno de los viejos amigos, celosos de la pareja. ¿Podrá Samuel Esparta investigar con éxito
un posible crimen cometido treinta y cinco años antes? ¿Logrará aclarar, a partir de los vecinos a los que
interroga, la amalgama de envidias y despecho de un grupo de amigos antes de la guerra? Afortunada mente, la siempre eficiente Koldobike no quiere perderse semejante reto, y acude en ayuda de su antiguo jefe .
Una puerta al sur
María Luisa Martín Horga
Editorial Círculo Rojo, 2014
Marina vive en Santander, instalada en la rutina y la monotonía de un trabajo que no
le satisface. La desolación de su hermana, tras la muerte de su cuñado en extrañas
circunstancias, y las intrigas que ambas están padeciendo serán los detonantes para
el inicio de un viaje de huida que acabará en Almería. Allí se reencontrarán con su
hermana menor y con un pasado que desconocían, desvelando un misterio oculto
que jamás hubieran podido imaginar. Una Puerta al Sur es un sorprendente relato
lleno de humor y ternura que ofrece una visión optimista de la vida. Y es que cuando
una puerta se cierra siempre hay otra que se abre: solo hay que saber buscar.
El intenso calor de la luna
Gioconda Belli
Editorial Seix Barral, 2014
Tras dedicarse por entero a formar una familia, dejando atrás proyectos profesionales,
Emma llega a la madurez de sus cuarenta y ocho años. Sus dos hijos ya se han marchado de casa y la relación con su marido ha perdido el encanto de los primeros años.
Cuando su cuerpo de mujer atractiva y sensual muestra los primeros signos de cambio,
Emma se angustia y teme perder los atributos de su feminidad. En medio de una vorágine de pensamientos negativos, un hecho fortuito la lleva a entrar en contacto con una
realidad ajena a la suya donde encuentra una inesperada pasión que cuestiona su apacible rutina y la lleva a descubrir el gozo, la sexualidad y las posibilidades de realización
de esta nueva etapa de su vida.
La soledad de los perdidos
Luis Mateo Díaz
Editorial Alfaguara, 2014
Ambrosio Leda vive escondido desde hace quince años en Balma, la Ciudad de Som bra, donde la posguerra es un tiempo inmovilizado que mantiene a quienes la habitan
apresados por la desgracia y el remordimiento. La Depuración decretada tras la Contienda le obligó a una huida de su hogar y le condenó a vagar por la ciudad, desde el
oscurecer a la mañana, buscando la subsistencia. Sus noches están llenas de sucesos,
encuentros y revelaciones que hacen tan sorprendente como arriesgada una trav esía
que es el espejo de su destino. Todo es posible entre la niebla y la negrura de esta
ciudad desolada: requerimientos disparatados, aventuras misteriosas, voces que arti culan conversaciones anónimas que parecen diluirse. La soledad de los perdidos es una incursión sonámbula
y grotesca en la soledad y el extravío de quienes, tras la tragedia de un siglo trágico, se vieron arrojados al
abismo de la historia. ras el ciclo literario dedicado a Celama, el mundo tan personal y secreto de Luis Ma teo Díez, sostenido en una escritura poderosa e inimitable, alcanza en esta novela el límite de su fuerza,
complejidad y belleza, y nos ofrece el latido lleno de patetismo, entrañable y humorístico de unos persona jes inolvidables.
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
Página 152
Horror vacui
Paula Lapido
Editorial Salto de Página, 2014
Isaac es un tatuador que sólo consigue calmar su compulsión rellenando los espacios
en blanco; sobre la piel, con la aguja, o sobre el papel, con el lápiz. Los espacios en
blanco de la memoria son más difíciles de rellenar, porque de los últimos diez años
conserva en su cabeza poco más que una peculiar cicatriz en forma de sierra... Sin
embargo su amnesia se verá sacudida por la aparición, cerca de su estudio, de un
cadáver rodeado de incógnitas que presenta en su tobillo un lagarto tatuado que sólo
puede haber sido obra de Isaac. Hay también una mujer vestida de rojo y autómatas
que parecen de carne y hueso y secretos que nunca sabrá del todo si pertenecen a
las vidas de otros o a la suya propia.
La Quebrada del Roble
Esteban Gorgojo
Click Ediciones, 2014
Tres hermanos acuden al pueblo de su padre, recientemente fallecido, para abrir el
testamento paterno. En el testamento figuran como herederos los tres hermanos y un
anciano anarquista, que ha vuelto del exilio, enemigo de su padr e en la guerra civil.
Los hermanos hablan con el viejo comunista libertario, y descubren un turbio asunto
en la guerra en el que su padre fue protagonista. A partir de ese momento, el her mano menor va recomponiendo la figura paterna, la del enemigo de su padre y, también, la suya propia. Una novela con dos historias: una, la del pasado, de guerra,
exilio y dolor; otra, la del presente, de búsqueda, encuentro y reconciliación. Una
novela en donde el odio y la crueldad de la guerra están presentes. Pero, también, el perdón, el abrazo con
nuestros orígenes, la búsqueda de la paz que nos permite vivir en armonía con nuestros recuerdos y con
nuestro entorno.
Berlín vintage
Óscar M. Prieto
Tropo Editores, 2014
Desde que viera por primera vez La Vocación de San Mateo , Aldous recorre el mundo
con el objetivo de contemplar todas las obras de Caravaggio que se conservan. Al
interesarse por uno de los lienzos, que la historiografía oficial incluye entre los des truidos en el incendio de Friedrichschain —cuando el Ejército Rojo ya entraba en Berlín—, un desconocido le sugiere que se ponga en contacto con Laly. La investigación
sobre el posible paradero de este cuadro sacará a la luz el complejo tapiz de la natu raleza humana, capaz de las barbaries más horrendas y de los actos de valor y de
altruismo más admirables.
El corazón del caimán
Pilar Ruiz
Ediciones B, 2014
Corre el año 1897 y Ada recibe la noticia de la desaparición en combate de su marido,
Víctor, un militar español. Sin embargo, está convencida de que sigue vivo, y se dispone a buscarlo a través de una guerra y una isla en forma de caimán; la isla es
Cuba, y la guerra, la de la Independencia. Ada Silva es cubana, pero también espa ñola; la contienda se libra a su alrededor mientras ella continúa empeña da en su
propósito: encontrar a Víctor. Con la única compañía de Pompeya, una santera que
habla con los Orishas para conocer el futuro, emprende un viaje que les mostrará a
ambas la destrucción del mundo que conocieron una vez, arrasado como por un hura cán devastador. La aventura de Ada recorre su pasado y el de su familia a lo largo de un siglo XIX que está
a punto de finalizar: el de los emigrantes españoles a América, como la tía abuela Elvira; el de su padre, el
misterioso revolucionario Darío Silva; el del propio Víctor y el de otro hombre, alguien que siempre ha estado a su lado aunque ella ni siquiera lo supiera.
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
Página 153
Historia de una piltrafa y otros cuentos crueles
Lorenzo Silva
Ediciones Turpial, 2014
Este libro de Lorenzo Silva nos ofrece tres relatos inéditos que constituyen la ópera
prima de un jovencísimo autor y nos lo muestran ya como un excelente narrador, con
el humor y el radical desparpajo de los veinte años. Para vivir una experiencia extrema
basta a veces con llevar hasta sus últimas consecuencias una decisión en apariencia
simple. Es lo que hace el protagonista del relato que abre este volumen, sumido en
una pintoresca espiral de absurdo, escatología, sexo oscuro y violencia física. También
extrema es la breve narración que cierra el libro, un delirio feroz de crueldad gratuita
disfrazado de anodina anécdota cotidiana en un futuro espeluznante. Entre ambos extremos, el romanticismo renuente y ácido del tercer cuento, un diálogo entre dos desconocidos que reco rren
de noche su ciudad. Con este libro, Lorenzo Silva se incorpora a una coleccion que tiene como objetivo pu blicar a autores noveles y como padrinos, editar primeras obras de escritores ya consagrados .
Los últimos
Juan Carlos Márquez
Editorial Salto de Página, 2014
Un grupo de supervivientes vaga por una Tierra devastada, eludiendo una misteriosa
amenaza, hasta encontrar refugio en las ruinas de Disney World. Y, como corresponde
tras un Apocalipsis, lo que sigue es un nuevo Génesis. Pero esta vez Adán y Eva no
están solos. En las páginas de Los últimos el lector encontrará mutaciones, canibalismo, persecuciones y viajes espaciales; también unos personajes que intentan preser var su humanidad en un marco extremadamente hostil, lleno de privaciones, duelos y
penalidades. Desde la original revisión de premisas arraigadas en el centro de nuestra
tradición narrativa, y transitando referencias no menos evidentes a las series de tele visión, el cómic y los videojuegos, Márquez resuelve una novela sorprendente y singular .
Mi padre, ese idiota
Carlos Segovia
Editorial Playa de Ákaba, 2014
Mi padre, ese idiota es una comedia, una novela corta, un monólogo teatral, una reescritura del mito de Edipo, la antítesis de la Carta al padre de Kafka, una mirada ácida
sobre las relaciones de familia y el mundo literario; a fin de cuentas, una bufonada.
Porque en la corte solo el bufón tiene derecho a la palabra y a decir la verdad. Si se
trata de ficción o de biografía, de realidad o invención, es algo que el autor nunca nos
dejará del todo claro en este selfie literario, en este Proust enloquecido. Un padre aparecido de entre los muertos, una narración incesante que simula una sesión de análi sis, un concurso literario amañado y su paralela gira promocional. A fin de cuen tas, se
trata de matar a los fantasmas, a las sombras; quitarse de encima todo ese lastre que nos sirve como disculpa para no dar un paso. A fin de cuentas, se trata —como siempre en literatura— de palabras.
Enma al borde del abismo
Marcos Vázquez
Ediciones Trilce, 2014
Hay veces en que al despertar sentimos que va a ser un día distinto. Una sensación
extraña nos avisa y nos sorprende. Aquel domingo Emma la sintió. Un desaparecido y
la imperiosa necesidad de encontrarlo, cadáveres con señas enigmáticas y mentes
prodigiosas en su crueldad cruzan el camino de Emma y la llevan al borde del abismo.
Aquel domingo, un mes antes de cumplir los diecisiete años, comenzará a vivir una
historia policial de misterio y suspenso como ninguna otra. Emma nunca va sola aun que parezca, es su secreto y su salvación. Marcos Vázquez (1965, Montevideo) estudió
informática y se ha dedicado al desarrollo de programas de computación en el área de
comunicaciones. Su devoción por la escritura y las artes escénicas siempre lo ha acompañado. Ha escrito
varias obras de teatro para niños y participó en su realización. Imaginarius (Ediciones Trilce, Montevideo,
2010 y Lom Ediciones, Santiago de Chile, 2011) e Imaginarius. La invasión de los agontes (2013) tienen un
gran éxito entre los lectores. Su libro La leyenda de Laridia recibió el premio Bartolomé Hidalgo 2012.
NARRATIVAS
núm. 35 – Octubre-Diciembre 2014
Página 154
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