The Unilever SerieS: Ai WeiWei, Portrait photograph (Photocredit

Anuncio
The Unilever Series: Ai Weiwei, Portrait photograph (Photocredit: Tate Photography)
D142
Ángel C. Ulloa
¿El nuevo rey
Midas?
Tras haber extendido su
alfombra china en la TATE,
¿qué coleccionista no
desea una obra firmada
por Ai Weiwei?
La figura de Ai Weiwei se ha convertido en la última
década en un referente obligado a la hora de realizar una
valoración seria de lo que el arte asiático representa en el
panorama artístico actual. Artífice de algunos de los montajes más impactantes de los últimos años y, al mismo tiempo,
víctima de la más férrea censura a la que el gobierno chino
ha condenado su opinión, Ai Weiwei lucha por mantenerse
en un punto geográfico en el que a ojos del gobierno es
persona non grata y sin embargo como figura pública se ha
ganado un lugar privilegiado del cual resulta complejo desbancarlo. Probablemente esta se haya convertido en una de
las luchas más recientes que un artista esté llevando a cabo
a nivel mundial. La lucha contra un sistema que, como en el
resto del planeta, no ha cedido sitio al enemigo. Un sistema
que no contempla la hipócrita posibilidad, tan en boga en
occidente, de albergar en su interior a la manzana podrida.
Ahora, el mediático artista asiático ha extendido en
la siempre ávida de múltiples polémicas sala de turbinas
de la Tate, un manto de cien millones de pipas de girasol
reproducidas en cerámica por los artesanos de la ciudad
china de Jingdezhen, región dedicada a la artesanía, para
la que el encargo de Ai Weiwei ha supuesto un importante
alivio económico.
D143
FRAGMENTS, 2005 / MOON CHEST, 2008 (vista de la exposición individual de Ai
Weiwei en Mori Art Museum). Fotos: DARDO
D144
La vida de Ai Weiwei pasa por el exilio al
que al poco de nacer fue condenado su padre,
Ai Qing, célebre poeta del régimen acusado
de prácticas antisocialistas. Su forzada huída
de Beijing lo llevó a conocer de cerca la vida
en las regiones menos favorecidas de China,
algo que marcará su trabajo hasta la actualidad. Aunque su entrada en contacto con el
arte contemporáneo la ha atribuido siempre
al descubrimiento de un libro de Jasper Johns
que un amigo de su familia puso a su disposición; en sus constantes entrevistas, la figura de
Jasper Johns tiene siempre ese lugar privilegiado que supuso la llave a artistas con los que
él se acabará sintiendo más identificado. Tal
es el caso de Andy Warhol, John Cage o su
siempre citado Marcel Duchamp.
La producción artística de Ai Weiwei resulta
por momentos difícil de situar en un contexto
concreto, sin embargo, la aparición de nombres propios como los citados anteriormente,
así como su interés por el arte minimal, nos sitúa en una particular reinterpretación geográfica y temporal del ready made. Una revisión
de conceptos que, para el anquilosado arte
chino, ha supuesto una suerte de reinvención.
Pese a ello, esta influencia occidental no se
ha traducido en un arte occidentalizado, sino
que ha logrado asomarse al abismo de cada
una de las dos orillas sin precipitarse al vacío.
Ha llevado hasta el límite las posibilidades de
la tradición china y las del reajuste del arte
de occidente. Probablemente, el éxito de Ai
Weiwei radique en su capacidad para adaptar
esa corriente a su cultura y abordar con ello
los problemas propios de ésta. Porque lo
grandioso de su obra no se traduce en un simple alarde técnico, utilizando sus medios del
modo más conveniente y generando una obra
de dimensiones paralelas a las de su cultura.
La cultura del detalle, del trabajo minucioso y,
al mismo tiempo, de la necesidad de evolucionar sin que esa evolución se traduzca en la
idea de la China actual como bazar de menaje
a precio de saldo. Y llenar la sala de turbinas
de la Tate con millones de cerámicas pipas de
girasol es una muestra de esa minuciosidad.
La formación en Norteamérica y el posterior
regreso a China es sin duda una declaración
de intenciones. Ai Weiwei no aleja su trabajo
de su pueblo; su pasado lo hace consciente
de quién es.
En una entrevista concedida en 2008,
recordando un viejo trabajo en el que con una
percha metálica y cáscaras de pipas realizaba
un retrato de perfil de Marcel Duchamp, el
artista comentaba la importancia de ese snack
para los chinos. En plena Revolución Cultural,
la figura de Mao Zedong era comparada con
la de un sol al que seguían todos los girasoles,
su pueblo. De este modo, la multiplicidad de
significados que su acción en la Tate puede
albergar, sobrepasa lo banal que en un primer
momento podría resultar su propuesta. Si
echamos de nuevo la vista atrás y recordamos
las influencias más claras que Ai Weiwei cita,
podemos enfrentarnos por un lado a ese
interés del Pop Art por la cultura de masas,
por la utilización de los objetos cotidianos que
nuestra sociedad ha creado y en torno a los
cuales gira y, por otra parte, rescatamos una
ironía más dadaísta en la elegancia con la que
trata sus obras y la crítica implícita en ellas. Su
vertiente más minimal nos acerca a ese gusto
por las formas simples y sistemáticas. Una preferencia por las formas básicas que se podrá
ver en sus primeros proyectos arquitectónicos.
Si figuras como Judd o Lewitt configurarán sus
piezas en talleres, con materiales industriales,
aquí el procedimiento es bien distinto; nos encontramos con una presencia del trabajo artesanal chino sobre materiales tradicionales. Por
lo tanto, si volvemos a la reinterpretación, Ai
Weiwei ha convertido los objetos fetiche de su
cultura en su equivalente de Sopa Campbell.
Sobre sus vasijas aparece el logotipo de CocaCola o estas mismas son protagonistas de una
acción en la que, bajo el título de Dropping
a Han Dynasty Urn, emula el modus operandi
de Jackson Pollock, otro gigante emblema
norteamericano.
Su regreso a casa coincidió con un momento de efervescencia mundial del arte de
su país. Una efervescencia que iba unida a la
importancia que China comenzaba a librar
como nuevo motor económico mundial. En
1999, esa explosión del arte oriental llegó
a su punto más álgido con la invitación que
Harald Szeeman hizo a una veintena de
artistas chinos para participar en la Bienal de
Venecia y con la concesión del León de Oro
de esa edición a Cai Guo-Qiang. La presencia
de estos artistas en el panorama occidental
se propagó y los grandes centros del arte
occidental comenzaron a incluirlos en sus programas. Sin embargo, la propuesta conceptual
de Ai Weiwei todavía tardará varios años en
materializarse. Su irrupción será paulatina y en
primer lugar comenzará a introducir en su país
algunas propuestas y textos desconocidos
hasta ese momento. Así, basó sus esfuerzos
en configurar una infraestructura destinada a
dinamizar el panorama artístico por medio de
comisariados y mecenazgo. Pero la historia
está condenada a repetirse y el arte degenerado reapareció de la mano de este chino
dispuesto a escarbar en lo más hondo de la
realidad de su país y sin embargo, su ascenso
mediático convirtió la escena en una tensión
hitchcockniana, un intento por raptar al homenajeado en pleno desfile. Sin ser vistos.
La obra de Ai Weiwei no tiene puntos casuales, cada pieza forma un engranaje que se
nutre de lo banal y que, sin embargo, se haya
en el punto más alejado de esa banalidad.
Todo tiene un porqué y un dónde. Un cuándo,
que se remonta siglos atrás, en los orígenes
de las dinastías que han hecho posible la materialización de su obra; y un quién, sin duda
la figura de uno de los artistas que más ha
dado que hablar en los últimos años, la de un
creador capaz de dotar al alarde oriental de
un trasfondo cuya sustancia nos haga recordar
a figuras tan imperecederas como las citadas
y un visionario que alerta de la acelerada destrucción de una cultura ancestral. Como diría
Andy Warhol, “la idea no es vivir para siempre,
la idea es crear algo que sí lo haga”.
D145
Descargar