La psicosis del dólar - Indicadorpolitico.mx

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ALEJANDRO RAMOS
CARLOS RAMÍREZ
LA
P$ICO$I$
DEL DOLAR
PRIMERA EDICIÓN, OCTUBRE DE 1985
ISBN 968-13-1538-3
DERECHOS RESERVADOS © – Copyright ©, 1985, por EDITORIAL
DIANA, S. A. – Roberto Gayol 1219, Col. del Valle, 03100, México, D. F.
Impreso en México — Printed in México.
Prohibida la reproducción total o parcial
sin autorización por escrito de la casa editora
A la memoria de
Manuel Buendía
periodista asesinado
el 30 de mayo de 1984.
CONTENIDO
Verde que te quiero dólar…………………………... 11
El mito de la paridad cambiaría …………………… 18
Divina obsesión..……………………………………. 29
El dólar hace maletas..………………………….….. 48
El gran escape del 82..………………………….….. 64
Populismo financiero…..……………………………. 88
El retorno de los brujos..……………………………. 103
La ruta del dólar………..……………………………. 118
El que se hace chiquito..…………………………… 133
2001: el futuro nos alcanzó..……………………….. 145
Un nuevo amanecer………..……………………….. 163
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INTERROGANTE
¿Por qué sentimos que la verdadera
crisis no es un problema de caja,
como quiso hacernos creer simplistamente un señor secretario, sino una
auténtica conmoción de estructuras,
y lo que nos falta no es un dólar sino
un líder?
Manuel Buendía
20 de agosto de 1982
Verde que te quiero dólar
Defender el peso ha sido desde siempre aspiración y lucha de
los gobiernos surgidos de la Revolución Mexicana. Hubo en
épocas recientes, un presidente que llegó a decir pública-mente:
“Defenderé el peso como un perro”, pero a pesar de su singular
metáfora, la moneda nacional perdió, una vez más, el desigual
combate que libra contra el dólar norteamericano.
Y es que fuera de palabras y pronunciamientos patrióticos, el
peso carece de una defensa real. Aun los mexicanos, quienes se
supone están a su favor, actúan en su contra y a la menor oportunidad se apresuran a canjearlo por dólares.
La compra de la divisa estadunidense y su posterior depósito
en bancos del vecino país se ha constituido en algo así como un
deporte nacional, que no es más popular porque encuentra limitantes naturales derivadas de que, en realidad son proporcionalmente pocos los mexicanos que tienen capacidad económica
para jugar a la especulación con la moneda.
Para ellos —no más de cuatro o cinco millones de personas,
en un país de casi ochenta—, poseer dólares y especular en con11
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tra del peso es, en muchos casos, un símbolo de status e identificación con una forma de vida, la american way of life, a la que
aspiran y a la que no están dispuestos a renunciar, no importándoles que esto signifique la quiebra de la nación y penurias para
la mayor parte de sus compatriotas.
Entre los beneficiarios de las apuestas al dólar contra el peso
figuran políticos, empresarios, profesionales medios, banqueros
y gente que ha hecho del rumor y la debilidad de la divisa mexicana, un lucrativo negocio personal.
“Están en su derecho, existe un costo de oportunidad y no sé
si acciones como ésas puedan resultar incluso criticables”, comentó el Presidente José López Portillo unas cuantas semanas
antes de nacionalizar la banca, establecer el control integral de
cambios y denunciar que los “sacadólares” habían sometido a
México al peor saqueo de su historia.
La frivolidad que caracterizó al régimen y a la figura de López
Portillo restó seriedad a su señalamiento del primero de septiembre
de 1982, pero una cosa quedó clara: ningún país, por fuerte que sea,
puede resistir una fuga de divisas tan desproporcionada como la
que ha sufrido México y que lo mantiene de espalda contra la lona.
La crisis mexicana es en gran medida la psicosis del dólar,
una especie de enfermedad colectiva que se inició hace ya bastante tiempo y que cobró carta de naturalización a raíz de la devaluación de la semana santa de 1954.
A partir de entonces, la solidez del peso se identificó con el
estado de la economía, de la política y hasta del progreso social. Si
la moneda resistía frente al dólar, las cosas iban bien. De lo contrario, había que preocuparse y comprar “verdes” a toda velocidad.
De ese modo ocurrió en 1976, cuando luego de 22 años de
paridad fija se produjo la “devaluación de Echeverría” y la moneda mexicana reinició su tortuoso camino de flotaciones, deslices, ajustes y tropiezos generalizados.
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La devaluación de 1982, ya con López Portillo en el mando,
vino a dar al traste con el mito de la paridad fija sostenido durante
los años del llamado “desarrollo estabilizador” y su vigencia vergonzante, semioculta, dos sexenios más. También sacó a relucir
que a lo largo de más de tres décadas el peso le había jugado al
fuerte, al estable, y que en el pecado había llevado la penitencia.
Nacionalización bancaria y control integral de cambios sólo
echaron más leña a la hoguera, pues se decidieron cuando ya el
grueso de los dólares había salido del país.
Desde entonces para acá se ha intentado recobrar la “soberanía
monetaria”, pero todo ha resultado inútil. El peso sigue perdiendo
terreno frente al dólar y en la administración de Miguel de la Madrid Hurtado también ha sido objeto de ajustes y devaluaciones.
De la Madrid tomó posesión el primero de diciembre de
1982, y una de las primeras medidas de su gobierno fue devaluar
la moneda y establecer un tipo de cambio al que se denominó
“libre” y que colocó al peso a 150 por dólar, manteniendo el
“controlado” como una herencia de las espectaculares medidas
tomadas tres meses antes por su antecesor.
A dos años ocho meses de haber iniciado su gestión y de
aplicar un rígido programa “anticrisis”, que incluyó la recuperación de la “soberanía monetaria”, de la Madrid Hurtado se vio
obligado a desaparecer el tipo de cambio “libre” para establecer
uno “superlibre”, más flexible a las fluctuaciones de la ley de la
oferta y la demanda.
En el camino hubo otras modificaciones. Pronto se vio que
frente a la especulación desenfrenada con el dólar no había peso
que aguantara, y ya para septiembre de 1983, el “dólar libre” inició su desmoronamiento a razón de una pérdida de trece centavos diarios, la que técnicamente fue calificada como “desliz”.
El 18 de octubre de 1984, el dólar libre rompió la barrera de
los 200 pesos por unidad y la respuesta de las autoridades no se
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hizo esperar: el 5 de diciembre de ese mismo año, el deslizamiento del tipo de cambio tanto “libre” como “controlado” brincó de 13 a 17 centavos diarios.
Ya en caída libre en marzo de 1985, los deslices del peso
continuaron y en lugar de 17 fueron 21 los centavos que perdía
cada día y con ello se confirmó lo que para los especuladores y
“sacadólares” era una convicción: la “soberanía monetaria” no
pasaba de ser una aspiración, o como diría cualquier militante
del maoísmo: “un tigre de papel”.
De nuevo, aunque muchos sin saberlo, los mexicanos revivieron el clima especulativo de la semana santa de 1954, cuando
alertados por el rumor y apostando a la segura siguieron debilitando al peso hasta que éste dio de sí. Como dice la canción, “la
historia vuelve a repetirse”. Al igual que tres décadas antes, en
abril de 1985 se intensificó la compra de dólares y, también como entonces, el gobierno recurrió a la tan sobada como inútil
táctica de asegurar que “el mercado cambiario opera normalmente y no hay fuga de capitales”.
Lo cierto es que las casas de cambio y las ventanillas bancarias donde se expendían “verdes” en billetes o cheques de viajero, surgieron auténticos “asaltos” de compradores sedientos de
divisas y era frecuente ver en las Lomas, Polanco y el Pedregal a
choferes y sirvientes haciendo cola desde la madrugada a las
puertas de los bancos para “apartarle su lugar al patrón”.
Para el mes de junio “la cosa estaba que ardía” y en las casas de
cambio de la zona fronteriza norte el dólar se cotizaba a 280 pesos
por unidad. La especulación era desenfrenada y ante la escasez la
gente se nutría de “verdes” en los múltiples mercados paralelos.
Ante semejante evidencia, las autoridades admitieron que había especulación y fuga de divisas, y en un intento por frenar
esas prácticas el 29 de ese mismo mes comenzaron a operar las
casas de cambio bancarias, cuya función, según se dijo, consiste
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en regular el comportamiento del mercado, que de “libre” pasó a
ser “superlibre”, lo cual fue interpretado por muchos como la
aceptación de que “todo se vale”.
La realidad, que no el “realismo” del discurso gubernamental, pronto demostró que así era y en cuestión de días, el “dólar
se fue por las nubes”. En su carácter de “superlibre” y no obstante la participación de las casas de cambio bancarias, la especulación siguió y la divisa estadunidense alcanzó cotizaciones hasta
de 285 pesos por unidad.
La crisis de la crisis
“Atrapado sin salida” el gobierno, a través del Banco de México, reconoció que las reservas internacionales del país, es decir, el respaldo en divisas extranjeras que tiene el peso, disminuyeron en casi dos mil millones de dólares en sólo 7 meses y
anunció la aplicación de una política monetaria “flexible” para
no hacerle el juego a la especulación.
Pero todo fue inútil, y por el lado del dólar estalló lo que ya
se comienza a llamar la crisis de mitad de sexenio, o la “crisis de
la crisis”, que obligó a la administración de Miguel de la Madrid
a renovar los buenos propósitos del inicio de su gestión y bajo el
escudo de cambios “drásticos y a fondo”, continuar por el mismo rumbo que no funcionó, con la convicción de que se marcha
por “el camino correcto”.
En materia cambiaría el rumbo resultó el ya de todos conocido: el jueves 25 de julio el peso del mercado controlado,
que se usa para importaciones indispensables y como pago al
servicio de la deuda de empresas privadas, se devaluó oficialmente en un 20 por ciento y su cotización pasó de 233.15 a
279.49 pesos por unidad.
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Un día antes, el secretario de Hacienda y Crédito Público, Jesús Silva Herzog, había delineado las nuevas reglas del juego para
el dólar controlado. El desliz diario de 21 centavos duraría hasta el
4 de agosto. Del 5 de ese mes en adelante, el peso en ese mercado
entraría en una modalidad denominada de “flotación controlada”,
que implica ajustes “diarios y graduales” de la divisa mexicana
con relación a otras monedas, incluido, por supuesto, el dólar.
Aquí nos encontramos, y la psicosis del dólar sigue en todo
su apogeo. Y aun cuando la divisa estadunidense es cada vez
más escasa, el reducido número de mexicanos que tienen acceso
a ella continúan consumiendo dólares a toda prisa, ya sea para
viajar al extranjero, adquirir propiedades más allá de las fronteras, procurarse atención médica especializada, adquirir insumos
para sus empresas o simplemente derrochar, especular y gastar
mientras se pueda.
Estos tan singulares como nocivos afanes han terminado por
darle la puntilla a la maltrecha economía mexicana, que aún no
sale de una devaluación, maxiajuste o simple desliz, cuando ya
tiene encima la siguiente, lo que ha dado lugar a que el dólar sea
una mercancía muy demandada incluso por aquellos que no tienen un fin especifico para utilizarla.
Así, han surgido los mercados del dólar, que se multiplican
como hongos, incluyendo todo tipo de cotizaciones, desde las
oficiales hasta las más inimaginables, todo dentro de una gran
cadena en que se eslabonan autoridades, especuladores, compradores, vendedores, políticos, narcotraficantes y contrabandistas.
Es de este modo como se mantiene y aumenta la fuga de capitales, misma que se inició con el mito de la paridad fija, se
consolidó en los años del “desarrollo estabilizador” e hizo explosión cuando México perdió la apuesta del petróleo, se endeudó
en exceso y adoptó para sí el pernicioso ciclo: inflación-fuga de
capitales-devaluación-inflación…
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En medio hay choques de tendencias, luchas intestinas dentro
del propio gobierno, presiones del capital financiero nacional y
extranjero, cambios de rumbo y desviaciones, buenos propósitos,
muchas desilusiones y, sobre todo, errores, errores, errores…
En la psicosis del dólar muchos mexicanos han perdido el
rumbo. Viven y ganan aquí, pero han dejado el corazón en
San Francisco, Nueva York o Miami. Piensan en dólares y actúan en consecuencia: especulan y lucran con el peso, aunque
sean muy pocos los que en realidad tienen posibilidades de ir
a residir al extranjero.
También pierden de vista que sus dólares depositados en
bancos de Estados Unidos e incluso los inmuebles adquiridos “allá
del otro lado”, están en riesgo y que “no todo lo que brilla es dólar”.
En este libro nos propusimos examinar en sus principales aspectos este extraño fenómeno que amenaza con llevar al país al
suicidio económico, político y social. Sin buscar culpables o inocentes, buenos o malos, sino hechos y realidades, reseñamos esta
historia que a todos incumbe, porque es a los mexicanos a quienes corresponde encontrarle un desenlace.
Nuestro trabajo no tiene más pretensión que ofrecer una visión detallada del proceso de dolarización económica y social y
una particular interpretación de sus causas. Si adicionalmente
motivamos la reflexión del lector, todos, pero fundamentalmente
México, saldrá ganando.
Carlos Ramírez
Alejandro Ramos
julio de 1985
El mito de la paridad cambiaria
“El país está en calma y el peso mantiene su paridad fija
frente al dólar”. Estos conceptos sirvieron durante muchos años
a los gobernantes mexicanos para testimoniar la salud de las finanzas nacionales. Tales palabras dieron lugar a lo que se habría
de conocer como el “mito de la paridad cambiaría”, inamovible,
sostenida por encima de todas las cosas, verdadero eje de una nación muy inclinada a erigirse sobre mitos y tumbas.
Después de la devaluación de la semana santa de 1954, cuando
el peso cayó 44.5 por ciento y bajó unos escalones al cotizarse de
8.65 a 12.50 pesos por dólar, el país vivió una nueva etapa. A partir
de 1955 se inició esta historia que empezó casi como una comedia,
siguió como un drama y ahora está convertida en tragedia.
Cada informe presidencial hizo crecer un mito singular: el
trauma de semana santa fue sustituido por una veneración casi religiosa de la paridad cambiaría. “El peso está firme”, eran las escuetas palabras, casi mágicas, que indicaban el rumbo correcto de
la nación. Podrían haber caído las reservas internacionales o al18
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canzarse ritmos de crecimiento económico menores al aumento de
la población, o presentarse números rojos en las balanzas comercial y de pagos, pero aquella frase bastaba para actuar como antibiótico económico sobre una población proclive a la enfermedad
hipocondríaca de las caídas monetarias. Un largo, interminable
aplauso rubricaba las palabras del presidente en turno y un profundo suspiro se escuchaba en las calles al oír aquellas frases conocidas. Así ocurrió en los sexenios de Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo
López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz, y en los cinco primeros años
del de Luis Echeverría.
Desde la procesión del silencio de 1954, pletórica de sufrimientos y plegarias en una semana santa religiosa y financiera, pasaron
22 años de estabilidad cambiaría en la que el dólar se cotizó a
12.50. Se pensó, entonces, que así sería siempre. ¿Cómo imaginar
otra cosa si el discurso gubernamental alimentaba esa creencia?
Sin embargo, el mito de la paridad cambiaría única, fija y libre, pretendió ignorar la realidad y creyó a pie juntillas que el
“milagro mexicano” existía en verdad. La economía se envolvió
en su propio mito e ignoró los cambios en el sistema monetario
internacional, el deterioro paulatino de las economías de otros
países, la guerra financiera entre las potencias industriales y el
desmoronamiento gradual, pero inexorable, del viejo orden
construido en 1944, en el balneario de Bretton Woods.
Y si en 1971 México no quiso entender el significado de la
decisión de Estados Unidos de echarle la última paletada de tierra a Bretton Woods con el rompimiento de esa relación casi incestuosa entre el dólar y el oro, menos aún comprendió la evolución económica, social, política, demográfica y cultural del país,
que hacia ese año mostraba ya la punta del iceberg de una crisis
descomunal. De hecho, el corsé de la estabilidad a toda costa no
podía apresar y modelar a una rolliza nación que crecía desordenadamente por todas sus latitudes.
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Tuvo la oportunidad, pero la economía mexicana perdió
varias veces el tren porque el pesado lastre de los mitos había
conformado ya toda una ideología económica: libertad cambiaria y paridad única eran igual a libertad política y estabilidad económica.
Debido a la inestabilidad del dólar y a causa de la emisión
de dinero sin control y sin apoyo, ensalada a la que se agregó
dos años después el picante sazón del primer crack petrolero,
en 1971, las principales divisas del mundo abandonaron definitivamente las paridades fijas y se movieron en adelante conforme a la ley de la oferta y la demanda, a las presiones del
Fondo Monetario Internacional y a las maniobras especulativas de los más fuertes.
México se negó a romper su mito. Hizo todo lo posible
por evitar el tropiezo, pero a costa de acumular rezagos y desequilibrios que después se pagaron más caros. El mito monetario se convirtió, a la postre, en la patente de corso de una
exclusividad nacionalista que parecía una especie de vacuna
contra las alergias monetarias de otras naciones.
Surgió, en consecuencia, el muro de la tortilla monetaria,
un cierre de fronteras económicas a piedra y lodo, un aislamiento triunfalista que, por lo demás, no duró mucho tiempo.
El mito del peso siguió alimentándose, mientras la economía
adquiría todo tipo de enfermedades y el sarampión monetario
iba apoderándose de todo el sistema financiero de la nación,
donde los números rojos saltaban por doquier.
Para entonces, el mito de la paridad cambiaria, fija y libre,
se había convertido en un principio revolucionario, tan digno
de ser enarbolado como el nacionalismo, la igualdad de oportunidades, el PRI, el cambio social, la libertad y el desarrollo
de tantos apellidos.
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Días de guardar
Había algunas razones para suponer que las devaluaciones
serían un shock para los mexicanos. El antecedente más claro fue
aquel sábado de gloria de 1954, cuando el apego a las paridades
fijas tomó por sorpresa a muchas personas que confiaban en la
inmovilidad del tipo de cambio. A tres días de “resurrección”, el
peso comenzaba su largo y penoso camino que aún no concluye.
Pese a todo, algunos lo tomaron con optimismo. El caricaturista Arias Bernal se mofó de la medida desde el periódico
Excélsior y mostró a los mexicanos que el mundo no se acababa
con una simple devaluación.
En una cantina, dos regiomontanos, de esos de fama tan bien
ganada, juegan cubilete y comentan las declaraciones del secretario de Hacienda, Antonio Carrillo Flores, sobre el gran salto
hacia atrás del peso.
—¿Así es que usted cree que sea más económico el dólar a
doce por uno…? —pregunta uno de ellos, mientras sonríe
porque pachuca gana caballo.
—¡I'iñor! ¡Más barato por docena!
El asunto, por lo demás, tenía pocas cosas de las cuales reírse.
Aquel sábado de gloria los mexicanos querían enterarse de los nuevos
rumbos de la guerra fría y de la intervención del Papa Pío XII en las
negociaciones URSS-Estados Unidos sobre la bomba atómica. Ya
Moscú había sorprendido al mundo acerca de la posesión de la misma,
pero mandaba decir a través de los periódicos que no la enseñaría.
Otros mexicanos, muy alejados de las variaciones en el tipo de
cambio, aunque sensibles a las presiones inflacionarias que trajo
consigo el traspié del peso, seguían viviendo los últimos años de
aquella Ciudad de México. Por seis pesos, uno podía ir al teatro
“Margo” a solazarse con los “pujiditos” de María Victoria y enrojecer con aquellos vestidos ajustadísimos que también hicieron
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época. Por el mismo boleto, uno podía escuchar a la famosa orquesta de Luis Álcaraz y regocijarse con la picardía de uno de los
grandes de la risa: Tin-Tán, con su inseparable “carnal” Marcelo.
La cosa fue que nadie esperaba la devaluación. Justamente
siete meses antes, en su informe de gobierno de 1953, el presidente Ruiz Cortines había cumplido con el rito de informar,
desde la tribuna política más alta del país y en la fecha
política más significativa, acerca del peso:
“La solidez de la reserva monetaria, que el 30 de junio último
era de 233.3 millones de dólares y que superó en 65.2 millones a
la de la misma fecha del año anterior, permitió atender con
holgura los movimientos estacionales dentro de nuestra tradicional libertad de cambios.”
En otras palabras, el peso estaba firme.
Pero, en el lenguaje político de dobleces, firme no quería decir
propiamente sólido. Eso lo sabían algunas personas hacia el interior
del gobierno, con información suficiente sobre el deterioro de la balanza de pagos y sobre la fuga de capitales. Por ello, quizá, el New
York Times escribió un editorial en el que señalaba que “la repentina
determinación tomada por México (de devaluar su moneda) fue uno
de los secretos de su índole mejor guardados en los años recientes”.
Y así fue, en efecto. Sólo unos cuantos sabían del deterjoro progresivo de la balanza de pagos y de la salida de capitales. Como ocurriría después con las posteriores devaluaciones
y deslices, las justificaciones oficiales pretendían ocultar los
verdaderos motivos de los tropiezos.
¿Qué motivó, en realidad, la devaluación? En sus informes al Fondo Monetario Internacional, las autoridades financieras mexicanas no
pudieron ocultar la baja en las reservas internacionales. El FMI calificó
a estas cifras como “desequilibrio fundamental”. A ello se agregaban
las fugas de capitales. Oficialmente se habló de salida de divisas por 21
millones de dólares en sólo 17 días, los previos al 17 de abril.
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Sostener en estas condiciones la paridad del peso era, según
declaraciones de Rodrigo Gómez, director del Banco de México,
“temerario”, porque se ponían en peligro las reservas nacionales
en dólares. De hecho, señalan testimonios de la época, el gobierno no quiso poner a las reservas en periodo de observación para
no arriesgarse a perder más divisas. La devaluación adelantó y
precipitó los acontecimientos. El lunes 19 de abril de 1954 la demanda de dólares en los bancos se redujo significativamente.
Los problemas, también, aparecieron dos días después. El
economista Manuel Cavazos Lerma dice al respecto:
“La salida de capitales que surgió a raíz de la desconcertante
devaluación redujo las cuentas de cheques e implicó serios problemas de liquidez en las carteras de los bancos, por lo que de
nuevo el Banco de México acudió en apoyo del sistema bancario
para evitar el pánico financiero. La devaluación provocó fugas
de capital con recursos provenientes de ventas masivas de valores bancarios en poder del público, por lo que el Banco de México se vio obligado a intervenir para sostener su precio y evitar
que los valores financieros fueran objeto de especulación”.
La presión especulativa con los dólares fue constante desde la
devaluación de 1949. Las reservas del gobierno mostraban esas
oscilaciones y las cifras oficiales no justificaban el optimismo manifestado por el presidente Ruíz Cortines en septiembre de 1953.
De 1950 hasta la devaluación de 1954, pocos mexicanos
pensaban que la compra de dólares en las ventanillas de los bancos era un arma de dos filos: si bien protegía sus fortunas o les
permitía comenzar el itinerario turístico hacia otro lado de la
frontera norte, también era una forma de minar la solidez de la
moneda, es decir, de sus propios pesos.
Pero nadie se ponía a pensar en ello. Años habían pasado ya
en los que el discurso político del gobierno se sustentaba en el fortalecimiento verbal de la paridad cambiaría. En la realidad, la
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compra de dólares fue obligando al Banco de México a quemar
algunas de sus reservas. En 1954 hubo una caída de 40.1 por ciento en las reservas gubernamentales sobre las alcanzadas en 1950.
Sábado de gloria
En todo caso, aquel sábado de gloria el país se supo en crisis.
Había pasado ya el gran jalón derivado de la Segunda Guerra
Mundial y habían concluido también los beneficios de la Guerra
de Corea. Las estadísticas gubernamentales no podían ocultar el
desplome en las exportaciones y el aumento en las importaciones.
El déficit total de la cuenta corriente de la balanza de pagos de tres
años (el periodo 1951-1953) fue de alrededor de 200 millones de
dólares. Los números rojos en ese saldo en el primer semestre de
1954 llegaron precisamente a 200 millones de dólares.
La devaluación llegó finalmente el sábado 17 de abril. Paralelamente a la decisión de devaluar, el gobierno anunció oficialmente e insistió de muchas maneras en mantener la compra y venta de
dólares “ilimitadamente”. El FMI apoyó la medida y el gobierno
instrumentó programas de protección al salario y de austeridad insistente. Sin embargo, no se pudo evitar el impacto inflacionario.
En obligadas declaraciones a los periodistas, el secretario de
Hacienda, Antonio Carrillo Flores, se mostró optimista y enérgico
al afirmar que los efectos de la devaluación no afectarían a las clases populares. Ese mismo día los precios de los productos básicos
se dispararon. El martes 20 de abril se informaba en los diarios,
por ejemplo, que el jitomate pasó de 1.00 peso el kilo a 1.50; el
aceite subió de 3.80 el litro a 4.20; el frijol pasó de 1.50 a 3 pesos
el kilo. En general, los precios de los artículos de primera neceéisdad se encarecieron, en promedio, un 40 por ciento.
El golpe llegó sin avisar, aunque muchos mexicanos sabían que
estaban contribuyendo al deterioro del peso. La revista Tiempo re-
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veló que la especulación era desenfrenada y que el Banco de México había sacado al mercado, en el periodo enero-abril de 1954, más
de 40 millones de dólares de sus reservas para sostener el “caliente”
mercado cambiario y, por supuesto, la paridad del peso.
Este hecho fue determinante. El mismo semanario hacía la
lista de los culpables de la devaluación:
“—Los que acudieron a cubrirse ante el temor de que el
peso no pudiera mantener su posición.
“—Los que por esa misma desconfianza adelantaron sus
compras de materias primas importadas.
“—Los que resolvieron prevenirse adquiriendo desde
luego dólares para pagos futuros.
“—Los que, alarmados por el panorama cambiario, quisieron proteger el valor de sus pesos cambiándolos por dólares.
“—Los que vieron el campo abierto a la especulación”.
El artículo de Martín Luis Guzmán no se refería a otro importante grupo de mexicanos que contribuyó a la devaluación,
los que entonces —y desde luego ahora— no creyeron en que la
paridad peso-dólar fuera un mito y que el gobierno actuara en
este punto con un amplio margen de infalibilidad. En efecto, los
sacadólares comenzaron a hacer fama y fortuna, al tiempo que el
gobierno insistía en rechazar cualquier tipo de control de cambios porque —según rezaba el mito— la libertad cambiaría era
una de las más preciadas y queridas libertades de los mexicanos.
Ello se aseveraba en el contexto de una de las devaluaciones
provocada fundamentalmente por la fuga de capitales. En 17
días salieron del país 21 millones de dólares —los primeros 17
días de abril—, en tanto que en los primeros tres meses de 1954
ya se habían detectado dólares golondrinos por 20 millones más.
Frente a esta evidencias y sin la voluntad de controlar los
cambios, el gobierno comenzó a tratar de detener la fuga de capitales —sin violar la libertad cambiarla— por la vía de la amena-
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za. El viernes 23 de abril la Secretaría de Hacienda informó que
en pocos días se darían a conocer los nombres de los mexicanos
que habían sacado dólares del país y los habían depositado en
bancos norteamericanos.
Cundió el pánico… y el elogio. El PRI, tras reiterar el apoyo
al presidente Ruiz Cortines porque la devaluación había sido “patriótica, conveniente y oportuna”, saludó la promesa gubernamental de dar a conocer la lista de sacadólares, al tiempo que presumió
que los funcionarios del gobierno no estaban en esa lista.
El domingo 25 de abril, en los pasillos de la XX Convención
Nacional Bancaria en Acapulco, el periódico La Prensa recogió
inquietudes al respecto:
“En círculos conectados con la Secretaría de Hacienda se
manifestó que en la lista que registrará a las personas que sacaron dólares del país aparecen Jorge Henríquez Guzmán y Eduardo Facha, el primero, hermano del ex candidato presidencial de
la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano, y el segundo del
Partido Acción Nacional.
“La cantidad de divisas extranjeras que sacaron se considera de cierta importancia.
“Asimismo, empresas norteamericanas retiraron, en la primera quincena de abril, cantidades de diversa cuantía en dólares.
“La lista que se publicará contiene los nombres de los que
antes de modificarse el cambio de paridad entre el peso y el dólar, sacaron cantidades superiores a 10,000 dólares.”
No obstante la inquietud social por la devaluación y el golpe
brutal del ajuste cambiario, razones políticas impidieron la
publicación de aquella lista, que fue la primera que se manejó.
(En 1982 se recurrió a la misma amenaza y tampoco pasó nada.)
Para 1954 otros hechos comenzaron a aflorar, pero desde entonces había una especie de compromiso para evitar cualquier
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limitación a la libertad cambiaría, por más daños que causara a la
economía nacional.
Después de la devaluación del 17 de abril de 1954, algunas
voces comenzaron a hablar de control cambiario, pero eran pocas y no tuvieron influencia. En su editorial del 20 de abril, el
periódico La Prensa hacía señalamientos que no lograron motivar a la opinión pública:
“Algunos economistas, en juicio privado de improvisado
ojeo, estiman que quizá habría sido posible determinar una política precisamente opuesta a la adoptada, revalorando el peso mexicano a 6 por uno, una vez bien meditado un programa de control absoluto sobre la demanda y la exportación de dólares. Se
atrevieron a imaginar que tal medida habría provocado un entusiasmo sin precedentes, con la circunstancia de que en iguales
condiciones de exasperación los riesgos habrían sido, cuando
mucho, los mismos. Un control absoluto sobre la venta de dólares de nuestros bancos; una inspección individual de cada solicitud de compra de dólares; una limitación estadística de crédito,
podrían haber ofrecido al gobierno la garantía de aumento en las
reservas, mayor libertad de compras fiscalizadas en el exterior y
un ritmo de vida más en consonancia con el desarrollo industrial
de México. Aun cuando esta tesis parece osada y para muchos
inadmisible, habría contenido los efectos inflacionarios que acaso vemos en diversas esferas del país”.
Tal vez por la preocupación por la lista de sacadólares y el lenguaje duro contra los especuladores, la inquietud en determinados
sectores obligó al director del Banco de México, el legendario Rodrigo Gómez —bajo cuyo pensamiento económico conservador se
formaron los principales funcionarios del área económica del gobierno desde entonces a la fecha—, a emitir una declaración oficial
tajante respecto a la decisión gubernamental de que por ningún
motivo se controlarían los cambios en México.
Por lo demás, el optimismo gubernamental, sustentado por
el apoyo del PRI, se exhibió en toda su dimensión. El 18 de
28
abril el secretario de Hacienda dijo que pese a la devaluación
el poder adquisitivo del peso era mayor que el del dólar.
En una columna de un diario se recogió una comparación
que no convenció a muchos:
“El titular de las finanzas manifestó que como consecuencia
de la devaluación, nuestro peso queda convertido en ocho centavos de dólar. Con ese peso, usted, querido amigo, obtiene más de
lo que pudiera comprar en Estados Unidos con ocho centavos.
“Más claro, usted compra en Norteamérica con esos ocho
centavos un refresco, mientras que en México ese refresco lo
obtiene mediante 25 centavos de peso.
“Hasta ahí nos convence esa teoría; sin embargo, no hay
que olvidar que nuestra vida económica y comercial está íntimamente ligada con Estados Unidos.
“Se ve, pues, que efectivamente por cuanto se refiere al poder adquisitivo de la moneda en territorio nacional, nuestro peso
mantiene una utilidad superior; empero, no hay que olvidar, tampoco, lo fácil que sería ganar ocho centavos en Estados Unidos y
lo difícil que sería ganar un peso en México”.
Lo que finalmente nadie puso en duda era que el país estaba
en aprietos y que en materia monetaria se reafirmaba un camino
de ficción y de estabilidad sostenida con alfileres.
Al final de cuentas, la devaluación pareció resolver algunos
problemas y sirvió, sobre todo, para comenzar a construir el mito
de la paridad fija, única, libre y baja. Los esfuerzos de la política
económica de los sexenios posteriores se orientaron justamente a
evitar que el peso cayera por la pendiente de la devaluación
constante. Las fluctuaciones internas eran controlables y existía
una relativa calma económica internacional.
No obstante, persistió el miedo psicológico a los sábados
de semana santa.
Divina obsesión
29
30
Únicamente —la excepción de la regla— en 1983 no operó este
criterio, por una razón: la cruz del dólar pesaba 150 pesos, es decir,
80 por ciento arriba de su valor real. Vacacionar en Houston, descansar en la Isla del Padre, comprar en Brownsville o McAllen, ir a
ver lanzar a Fernando “el Toro” Valenzuela a Los Angeles, hacerle
al Woody Allen en Nueva York o de plano buscar las raíces en la
España caparrocera, significaba en verdad una vía dolorosa.
Pero la racionalidad económica no sabe nada de mitos: la inflación, los deslices y los resabios del mito, alimentados por la desconfianza en la utilidad —supuesta o real— de los deslices, mostraron en 1984 una semana santa muy movida y en 1985 una semana
mayor en salida de dólares y menor en recogimiento religioso. Volvieron los años felices en que gastar en dólares era comprar todo
(productos y descanso) más barato que aquí.
A partir de 1954 y, seguro, hasta otro golpe similar, la semana santa será, además de celebración religiosa, una fiesta pagano-financiera.
Las razones sobran. El mito del peso estaba fundamentado no
sólo en el mantenimiento de una paridad fija y libre con el dólar, sino sobre todo en la creación de una economía mexicana amarrada a
la norteamericana, pero no sólo en materia de dependencia financiera, comercial y similares, sino sobre todo en definición de Estados Unidos como parte del mercado de consumo de los mexicanos.
Porque la pregunta es una: ¿dólar, para qué? Las respuestas,
muchas: para atesorar, para guardar, para especular, para turistear,
para ir de compras, para depositarlo en bancos del otro lado, para
comprar condominios.
Así las cosas, el dólar se convirtió en la moneda fuerte en México: para los que la tenían, porque guardaban bajo el colchón o en el
calcetín su seguridad financiera; y para los que no lo tenían, porque,
en todo caso, sabían que la paridad baja, fija y libre era la vacuna
para evitar alergias devaluatorias y por tanto dañinas para todos. En
esta línea, el acceso al dólar era la vitamina o la vacuna contra la
peor epidemia de la segunda mitad del siglo: las devaluaciones.
A lo largo de más de dos decenios, el ánimo fue creciendo y las
políticas económicas de los diferentes gobiernos que apuntalaron el
31
mito del peso fueron adquiriendo el rango de teorías o de propuestas mexicanas al mundo.
Mientras tanto, hacia el interior de las fronteras, al amparo del
mito del peso, los mexicanos fueron especializándose en el uso y
abuso del dólar.
La cultura del dólar
Por si fuera poco, el mito fue el pilar fundamental de la economía.
Cuatro presidentes del país forjaron sus afanes y destrezas,
posibilidades y frustraciones, alcances y voluntades y prestigios y
silencios en el mantenimiento a toda costa, por iniciativa propia o
forzados por las circunstancias, del mito del peso fijo.
En el país hervía y se cocía ya la cultura del dólar. Según cifras
oficiales, la dolarización era menor que la conocida hoy en día. Sin
embargo, aún así, llegó a afectar las reservas internacionales del
Banco de México.
En el fondo, el mito agotó pronto sus posibilidades de manejo
en política económica y se quedó solo como justificante de política
a secas. Después no sirvió ni para una cosa ni para otra, porque los
mexicanos compraban cada día más dólares. A la menor provocación, las ventanillas de los bancos mostraban largas colas desde las
nueve de la mañana.
En un principio era para lo indispensable, después fue para
mirar al lado norte de la frontera como territorio propio, luego vino
la manipulación política sobre el tipo de cambio y el chantaje. No
tardó en llegar la inflación y entonces, el dólar se convirtió en la
mercancía más barata. Finalmente estalló la bomba financiera y el
mito se transformó en pánico.
El “sálvese quien pueda” se escuchó en todos los rincones del país.
Vino una calma chicha, pero el camino estaba abierto. Sin mito,
la economía se desplomó. Así, pese a devaluaciones, sobrevaluaciones, deslices y controles cambiarios, la salida de dólares y de mexicanos continúa hasta la fecha, en cierta forma porque algunos quieren restañar el mito y otros quieren aprovecharse de él.
32
Bajo estas consideraciones, los viajeros de la semana santa de
1985 asaltaron las ventanillas de los bancos en los días previos al periodo vacacional, unos esperando el “sabadazo de gloria” y finalmente acostumbrándose a vivir en el error. El caso es que los dólares, con
mito y sin mito, fueron la mercancía más demandada pese a cotizaciones en los mercados “negro” y paralelo de hasta 30 y 40 por ciento
más caras que las establecidas oficialmente, con todo y deslices.
Lunes, martes y miércoles santos de 1985 mostraron un país en el
que el tiempo parecía no haber pasado. ¿Alguna diferencia con los meses previos a agosto de 1976 o febrero de 1982? Varias, pero ninguna
que pudiera celebrarse como un triunfo o una toma de conciencia: en
1985 la gente se mostraba irritada, antes festiva; hoy presurosa por su
dotación de 500 dólares per cápita, antes libre de comprar lo que su dinero pudiera; hoy las quejas contra los bancos nacionalizados por la especulación interna, el burocratismo y la corrupción, antes agradecidos
con los cajeros por los tips de posibles devaluaciones futuras.
Menos impulsivos y más previsores, los viajeros de cuello blanco, poseedores de tarjetas de crédito internacionales o cuentas millonarias en bancos mexicanos que les daban prioridad, o sabedores
de los mecanismos para acceder a los cheques de viajero, ni sudaron ni se acongojaron. Los 500 dólares de la cuota de entonces servían únicamente para gastos menores como taxis, propinas o impuestos por uso de aeropuerto.
En todo caso, los demandantes de dólares de hoy son los mismos que los de ayer. La liquidez les sobra, no ganan salario mínimo, sus ingresos crecen geométricamente, son los beneficiados por
la inflación y las devaluaciones provocadas. Dolarizan no sólo sus
excedentes sino también su mentalidad. Piensan en dólares, aunque
no hablan inglés. ¿Para qué?
Los compradólares aguzan su ingenio, afilan sus uñas, pulen sus
carteras, engordan sus cuentas. Todo comenzó con pocos y se fue extendiendo a otras capas de la población. Se inició como un mito y terminó como una gran decepción. Se apostó todo a la libertad cambiaria
y se perdió. Era su única esperanza y ya nada vale la pena para ellos.
México no es un país, una nación, sino un mercado de cotizaciones.
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La construcción del mito
La devaluación del 31 de agosto de 1976 provocó reacciones encontradas e introdujo, en buena parte de la sociedad, aquélla que fundamenta el futuro de la nación en la relación con el dólar: una alergia
a los movimientos monetarios. La relación, en consecuencia, comenzó a ser propia de psicoanálisis. No por menos el ajuste de 1976 recibió los calificativos de “traumático, drástico y decepcionante”, términos alejados de la racionalidad económica. Lo mismo ocurrió con las
devaluaciones de 1982 y los deslices de 1983, 1984 y 1985.
Pese a los tropiezos de los últimos 10 años, las autoridades financieras gubernamentales parecen decididas a volver al pasado. De hecho, las políticas económicas de tres gobiernos apuntan a querer reconstruir el mito de la paridad cambiaría, libre y fija, como si con ella
también se reconstruyera la ilusión de un país mítico. En esta hora,
pueden más los objetivos monetarios que la posibilidad de reconstruir
la sociedad en base a la política y a la sociedad misma.
No hubo ningún Presidente de la República posterior a los cincuenta que no aspirara a la paridad cambiaría única, fija y libre. Algunos, porque vivieron desde el poder la fascinación del mito del
peso y otros porque se formaron políticamente en ese largo periodo
de 22 años de la paridad a 12.50 pesos por dólar. Pero, ¿cómo surgió el mito del peso?
La historia no es larga, pero muchos quisieron olvidarla o
revivirla mecánicamente.
Toda devaluación, señala el maestro Ricardo Torres Gaytán, ha
servido en México para anunciar cambios, giros básicos en la orientación de la economía: la de 1940 permitió el viraje del avilacamachismo. La de 1949 justificó el modelo de sustitución de importaciones, eje del alemanismo. La de 1954 anunció el desembarco del
desarrollo estabilizador, que venía del brazo del desarrollismo. Las
posteriores también traerían sus heraldos: la de 1976 rompió con las
posibilidades de modificar la estructura y orientación de la economía. La de 1982 volvió al país al viejo modelo de desarrollo. Las de
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1983, 1984 y 1985 no ocultan los pesos y contrapesos que aspiran,
vía deslices y políticas de ajuste monetaristas, a restituir el país a la
ortodoxia.
Como todo mito, el del peso tiene su origen en una fábula; una
ficción alegórica que pretendía darle a México el privilegio de haber encontrado la fuente de la eterna juventud financiera y monetaria. De ahí que una política de estabilización estuviera teñida, en palabras de su ideólogo, Antonio Ortiz Mena —secretario de Hacienda durante doce años, con Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz
Ordaz—, de tintes revolucionarios tradicionalmente ajenos a la sofisticación del mundo secreto de las finanzas nacionales.
A la luz de una realidad económica nacional e internacional de
los ochenta, el espíritu del desarrollo estabilizador se pretende manejar como la fórmula mágica. Sin embargo, esa estrategia no fue
tal ni siquiera en el largo periodo de casi 20 años en que se manejó
como la única alternativa.
Curiosamente, el desarrollo estabilizador está relacionado con
el mito de la paridad, fija y libre, del peso. No es para menos. De
hecho, la política económica se orientó toda a construir la base del
granito que luciría en su parte superior un peso duro, fuerte, reconocido dentro y fuera.
Y eso ocurrió, en efecto, pero a un costo tal que el país tiene
que seguir pagando aún en la actualidad. Porque analizar el mito del
peso permite conocer propósitos, justificaciones, objetivos, oportunidades y, sobre todo, la propaganda que gira en torno a una política que podría encarnar uno de los orígenes de todos nuestros males
financieros y económicos.
La paridad única fue posible fundamentalmente por dos causas:
el hecho de que en el periodo 1954-1970 se hubiera consolidado el
poderío del dólar como moneda de cambio internacional, desplazando a la libra esterlina y aun al oro, y porque en el orden interno, México hubiera vivido una larga etapa de crecimiento económico alto
con baja inflación y niveles manejables de endeudamiento externo.
Este periodo casi idílico en la superficie recibió el marbete de
desarrollo estabilizador, y al paso del tiempo sirvió para que algu-
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nos representantes tanto del sector oficial como del privado dividieran la etapa más reciente del país entre “lo que se debe y lo que no
se debe hacer” en materia económica.
Lo más destacado de esta larga etapa fue justamente la construcción del mito de la paridad monetaria fija, baja y libre. Toda la
política económica se puso al servicio de este mito y al final de
cuentas el gobierno del Presidente Gustavo Díaz Ordaz entregó una
economía sustentada en la paridad fija.
Veintidós años pueden ser muchos o pocos, todo depende. En poco
más de dos decenios la economía mexicana se fue invadiendo del dogmatismo de la política a la mexicana. No es casual que en 1984, desde
sus oficinas del Banco Interamericano de Desarrollo, Antonio Ortiz
Mena hubiera señalado sin rubor que la política del desarrollo estabilizador fue revolucionaria y estuvo al servicio de la Revolución Mexicana.
Sin embargo, como escribió a propósito de esa declaración el
columnista Manuel Buendía, “otros en cambio, no han perdido la
memoria y creen que Ortiz Mena debería regresar a México para
pagar las que debe.
“A la marginación y al desempleo, a la declinación del sector
agropecuario, a la importación de alimentos y otras delicias de
nuestra crisis, tal vez no se les pueda atribuir madre, pero sí tuvieron padre, y éste podría llamarse Antonio Ortiz Mena”.
Durante los años del desarrollo estabilizador, que comienzan de
hecho al día siguiente de la devaluación del 17 de abril de 1954 y
terminan meses antes del 30 de noviembre de 1970, México vivió
ciertamente un compendio estadístico que impresionó a funcionarios económicos de otros gobiernos.
La etapa fue, en efecto, de relativa prosperidad y equilibrio en
el orden financiero, al tiempo que consolidó una estructura productiva dependiente del dólar en capital, tecnología, mercado y hasta
materias primas de Estados Unidos.
Fueron los años de la “nueva grandeza mexicana”. Era, pues, el
famoso “milagro mexicano”, previo al brasileño. En esa etapa, el
peso era considerado internamente una moneda fuerte, aunque careciera de valor de uso o de cambio más allá de las fronteras.
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A la estabilidad de la economía y del peso contribuyó sin duda,
un entorno internacional menos volátil e incierto que el actual. La
Segunda Guerra Mundial había arrojado su propio acuerdo financiero de paz, en lo que pudo considerarse entonces el Tratado de
Versalles económico, la famosa conferencia en el balneario Bretton
Woods, en donde surgieron tipos de cambio fijos, se consolidó el
patrón oro y nació el FMI como el organismo mundial encargado
de supervisar las paridades monetarias.
Esta circunstancia resultó favorable para el dólar Norteaméricano, que definitivamente se convirtió en una divisa con valor de
cambio y de uso en todo Occidente, amparada en sus posesiones de
oro en verdad impresionantes.
El milagro mexicano
La fortaleza del dólar arrastró consigo al peso, sobre todo por la
dependencia de México de la economía de Estados Unidos. El “milagro mexicano” era como un gusano gigantesco que avanzaba desde Tijuana y llegaba a las islas del Caribe, pero con la cola bien
amarrada a Estados Unidos por el brazo bajacaliforniano.
Era una gran escenografía. México mostró a los inversionistas
extranjeros estabilidad política, control de mano de obra, salarios
casi regalados, recursos naturales abundantes y políticas económicas flexibles, al tiempo que la libertad cambiaría era la garantía para
remitir utilidades al exterior por la vía de transferencias bancarias,
simples y sencillas.
El proyecto de aprovechar el sano influjo de la inversión extranjera directa y del crédito externo para restructurar un aparato
productivo sólido y suficiente nunca fue más que un buen deseo,
aunque permitió que durante 18 años la economía mexicana
creciera a tasas elevadas con niveles bajos de inflación.
El eje de la economía fue, justamente, construir el mito del tipo
de cambio fijo, libre y estable. Todo se orientó, en consecuencia, a
mantener baja la inflación y sostenerla más o menos igual a la nor-
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teamericana. La posibilidad de lograrlo se fundó en un contexto internacional bastante estable en el renglón inflacionario.
Ello implicó también constreñir la economía a las necesidades
del mantenimiento del tipo de cambio de 12.50 pesos por dólar y no
en función de las necesidades básicas de las mayorías mexicanas.
Fue, pues, una especie muy singular de “economía revolucionaria”,
en donde lo revolucionario era la estrategia de acción de la política
económica y no precisamente el cumplimiento de metas soslayadas
y rezagadas del movimiento social de 1910.
Asimismo, destacó en esta política del desarrollo estabilizador
la posibilidad real y efectiva de sustituir la inversión pública con
créditos externos y con inversión extranjera. En el periodo 19591966, por ejemplo, el 42 por ciento de la inversión pública eran
recursos ingresados al país vía capitales foráneos y deuda externa.
Estas cifras son importantes, porque señalan el origen de los recursos que internamente —vía impuestos, por ejemplo—no podían
conseguirse. En el segundo sexenio del desarrollo estabilizador, el
de Adolfo López Mateos, la deuda externa aumentó apenas 680.9
millones de dólares. En cambio, en el tercer periodo de esa estrategia, en el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, la adicción a la deuda
externa se hizo más pronunciada y se utilizaron 4,522.1 millones de
dólares. En total, en doce años el país recibió préstamos por 5,203.9
millones de dólares.
Este ingreso de divisas sirvió para fortalecer las reservas internacionales y controlar la balanza de pagos. En esos doce años —
una docena trágica social— el déficit en cuenta corriente de la balanza de pagos —elemento que ha anunciado vendavales devaluatorios por sus cifras mil millonarias— no llegó a 800 millones de dólares. Por algunos años se estacionó en 200 y 400 millones. Cabe
señalar un dato revelador: el déficit en cuenta corriente en 1981,
que anunció lo inevitable de la devaluación del 17 de febrero de
1982, ascendió a casi 13,000 millones de dólares.
Detrás de esta escenografía, una realidad social y política habría
de comenzar a consolidarse. La ruptura política y económica se
transfirió a sexenios posteriores y a inestabilidades internacionales
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más agudas. De hecho, el grueso de los mexicanos fue excluido de
la bonanza de las estadísticas. Las clases altas se consolidaron al
amparo de una política económica de encendido verbo revolucionario; las clases medias nacieron con vicios privados y virtudes
públicas y las clases bajas tuvieron que pagar la cuenta de un
banquete al que no fueron invitadas.
Las evidencias estaban a la vista: la marginación creció, y así,
las películas de la época exhiben a un Cantinflas quejándose de la
carestía, a un Pedro Infante víctima de la pobreza y la miseria, a un
Fernando Soler rumiando la falta de salarios, a un Tin Tan mofándose de su carnal Marcelo porque el dinero no alcanzaba para nada,
y a un David Silva haciéndole al “espalda mojada” porque en este
país la “prosperidad” no alcanzaba ni para campesinos ni para
proletarios.
Los espejismos
Muchos fueron los tópicos falsos sobre el desarrollo estabilizador, sobre el mito de la paridad fija durante 22 años. Respecto a la
realidad detrás de la fachada escenográfica, el economista Armando
Labra hace un enjuiciamiento preciso:
“La estrategia estabilizadora —que somete las causas a la manipulación de los efectos—, lejos de propiciar la estabilidad, alimentaba la inflación y en tanto recurre a expedientes contraccionistas,
expande el desempleo, la concentración de la riqueza y del ingreso
y la dependencia externa”, porque ante una oferta abatida, los costos unitarios rebasan a la demanda.
Publicitado políticamente, el desarrollo estabilizador no ha soportado el paso del tiempo. De ahí que el mantenimiento de la paridad cambiaria durante 22 años haya tenido un costo social y económico que aún seguimos pagando muchos mexicanos.
Porque, en efecto, no fue un milagro mantener por más de dos
decenios el tipo de cambio de 12.50 por dólar. No lo fue, en el fondo, porque en economía los milagros no existen y porque la racio-
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nalidad económica es bastante implacable. La cuenta tenía que
pagarse algún día y ese día llegó a mediados de los setentas.
Mientras tanto, el mito de la paridad fija fue uno de los mitos
del desarrollo estabilizador. Empero, para 1970 varios hechos se
imponían:
—La pobreza creció y la concentración de la riqueza se agudizó. Cifras oficiales señalan que en 1958 el 30 por ciento de las familias más pobres se repartían apenas el 9.6 por ciento del ingreso
nacional, en tanto que el 10 por ciento de las familias más ricas acaparaban el 35.6 por ciento de ese ingreso.
—Por evitar la inflación, el gasto y la inversión públicas se desplomaron. El efecto fue el siguiente: sólo 24 por ciento de la población recibía atención médica pública; el 41 por ciento de los niños
entre 6 y 14 años no tenían lugar en la escuela primaria. El desarrollo de las industrias eléctrica, petrolera, siderúrgica y minera se detuvo. Los transportes carretero y ferrocarrilero resultaban anticuados. La producción de alimentos se acercó al colapso a causa del
empobrecimiento de los campesinos. Y la planta productiva estaba
penetrada de manera indiscriminada por la inversión extranjera.
—Rezago social, desatención a los mexicanos más pobres, riquezas acumuladas en pocas manos, millones de personas sin tener
acceso a los nutrimentos básicos, familias que vivían en pocilgas y
viviendas pequeñas, millones de mexicanos sin saber leer y escribir,
desempleo masivo. Todo ello para construir el mito de la paridad
fija.
Testimonio inequívoco de “los olvidados” del desarrollo estabilizador fueron los mexicanos, cada año en mayor número, que
abandonaban sus parcelas y se iban a probar suerte como “espaldas
mojadas”.
Justamente en 1954, cuando se debatía en el país la devaluación
del “sábado de gloria”, Estados Unidos ofreció visas de trabajo
temporal para 6,000 braceros, pero en unos pocos días se concentraron en la frontera más de 25,000 mexicanos en busca de empleo.
Curiosamente correspondió a los braceros mexicanos, que a
partir de la Segunda Guerra comenzaron a ir a prestar sus servicios
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a los campos de Estados Unidos, el ser los iniciadores y promotores
del espejismo del dólar.
Por más que Carrillo Flores hablara de diferencias en el poder
adquisitivo, las ganancias eran mayores en Estados Unidos que en
México. Una hora de trabajo en la pizca de algodón o en las cosechas agrícolas estadunidenses les retribuía más que los jornales de
varios días en los campos de México. A pesar de la paridad fija, el
pago en dólares se convirtió desde entonces en un enorme atractivo.
Cuando cesaron las hostilidades de la Segunda Guerra y Estados Unidos dio por terminado el conflicto en Corea, la contratación
de braceros se limitó drásticamente, pero la semilla del dólar había
sido sembrada ya: la mejor manera de prosperar era ir a trabajar a
Estados Unidos, buscando de llegar a ser, como Lalo González
“Piporro”, el bracero del año.
Nadie pudo detener desde entonces el camino hacia el Norte.
Los trabajadores legales terminaron y comenzó la larga época de
los que cruzan de noche el río Bravo y llegan a los campos norteamericanos sin papeles. Conflictos políticos posteriores popularizaron el término técnico de “indocumentados”, aunque popularmente
se les siga conociendo como wetbacks o espaldas mojadas.
Muy ajenos a las necesidades, tribulaciones y esperanzas de los
campesinos que iban a incorporar la fuerza de sus brazos (de ahí el
nombre de braceros) a la producción agrícola norteamericana, se
desarrolló otro grupo de mexicanos mucho más reducido e invariablemente identificado con la alta sociedad y con el capital extranjero, que gradualmente comenzó a dolarizar sus viajes, compras, negocios, gustos, preferencias y sentimientos.
“Dejar el corazón en San Francisco” y enamorarse al ritmo y en
el estilo de Ray Conniff y Lest Elgart pronto se convirtió en una
moda que desplazó rápidamente al mambo, al cha-cha-cha y, por
supuesto, a todo ritmo mexicano de los salones de baile y las fiestas
de alta sociedad. Lo chic era escuchar música en inglés e impresionar a “la peluza” con la ropa adquirida en la frontera y el televisor
traído de “fayuca” y pagado rigurosamente en “verdes”.
El influjo del dólar iba aparejado al crecimiento de la clase
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media y al acelerado proceso de urbanización que se dio en México
y que concentró en cuatro o cinco ciudades al grueso de la
población. El espejismo del dólar comenzó a transformarse en una
nueva “cultura” surgida de la imitación y de una admiración
creciente hacia todo lo norteamericano.
“Deberíamos ser como los gringos”, fue una frase que cobró
vigencia y luego se hizo consigna. La radio y la televisión, junto
con el cine y los periódicos, se encargaron de “responder a las
preferencias del público” con amplios espacios dedicados a
promover las bondades del american way oflife.
El quietismo político, el “equilibrio económico” y la firme
paridad del peso frente al dólar, eran factores que contribuían en
forma decisiva a sustentar el discurso oficial de estabilidad y
progreso, mismo que sobrevivió, aunque maltrecho al movimiento
estudiantil de 1968, que amorfo, ingenuo y falto de proyecto, probó
que algo en la sociedad mexicana andaba mal y que no “todo es
posible en la paz”, como rezaba el slogan olímpico con el que se
pretendió presentar a México como un “mundo feliz”.
El “desarrollo compartido”
Si el movimiento estudiantil de 1968, que concluyó tristemente
con la matanza de Tlatelolco, representó la primera gran sacudida
para el sistema y le dejó bien claro que no todo era miel sobre
hojuelas, pronto conocería el país que las cosas tampoco eran tan
estables en lo económico y en lo financiero.
Los Juegos Olímpicos de 1968 y el Campeonato Mundial de
Fútbol de 1970, eventos de magnitud internacional que supuestamente iban a inundar a México de dólares y establecer una corriente
inacabable de turistas de todos los continentes hacia este país, lejos
de ser buen negocio sólo implicaron gastos que fueron cubiertos,
como muchas otras cosas, con los impuestos de los ciudadanos
mexicanos.
Para colmo, ni la Olimpiada ni la Copa del Mundo se
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constituyeron en promotores especiales del turismo hacia México, y
el país sólo mantuvo los niveles que ya tenía en este renglón.
Los dos años finales del gobierno de Díaz Ordaz lo fueron
también del desarrollo estabilizador. El primero de diciembre de
1970 asumió la presidencia de la República un abogado con ideas
muy singulares en lo económico, lo político y lo social.
Desde su campaña política, Luis Echeverría mostró que quería
cambiar las formas. La retórica posrevolucionaria cobró vigor y en
su discurso se renovaron las alianzas entre el gobierno y las clases
populares, principalmente los obreros y campesinos, sin romper con
los empresarios.
También hubo acercamientos con los intelectuales, en particular
con aquéllos que habían tomado el movimiento estudiantil de 1968
como bandera personal y se mostraban deseosos de participar en la
“apertura democrática”, que ofrecía el nuevo gobierno.
A esta acelerada práctica sin teoría se le definió más tarde como
“el estilo personal de gobernar”. En realidad no había cambios de
fondo; lo que se intentó fue la renovación del esquema político y
económico vigente, aunque eso sí, cargado de pronunciamientos
nacionalistas y en favor de las clases mayoritarias y de los países en
vías de desarrollo.
Si acaso hubo deseos auténticos de cambio económico y social,
éstos, al igual que las buenas intenciones, se ahogaron en la maraña
de intereses creados por el propio sistema. Fue entonces como, casi
por decreto, surgieron los “empresarios nacionalistas” que habrían
de terminar el sexenio condenando al gobierno con el que se aliaron
y al que a final de cuentas terminaron por reprocharle todo, y en
especial una cosa: el conducir al país a una gran devaluación, de la
que ellos fueron corresponsables y que para muchos significó el
inicio de la lucha en busca de la estabilidad y la confianza perdidas.
La insuficiencia de ahorro interno, es decir, de recursos propios
para financiar el crecimiento y la satisfacción de necesidades
sociales indispensables, ha sido una característica tradicional de los
países subdesarrollados. México, aun en los mejores días del
desarrollo estabilizador, no pudo sustraerse a esta circunstancia y
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recurrió al crédito externo en forma creciente hasta que su
economía se dolarizó.
Los préstamos de organismos como el Banco Mundial, el
Banco Interamericano de Desarrollo, lo mismo que el Banco de
Importación y Exportación de Estados Unidos, abrieron la puerta a
los créditos internacionales, que por miles de millones de dólares
habría de recibir México.
La propia estructura dependiente que se arraigó durante el
desarrollo estabilizador dio lugar a la dolarización de la economía.
De 64 millones 200 000 dólares a que ascendía la deuda externa del
país en 1960, pasó a 768 millones 200 000 dólares diez años
después; esto es, aumentó más de doce veces en una década.
Este flujo de dólares que provenían del exterior en forma de
créditos, de alguna manera hizo posible que se mantuviera la
paridad del peso frente al dólar.
Sin embargo, a partir de 1971 las cosas empezaron a cambiar en
el entorno internacional y se precipitaron cuando el 15 de junio de
ese año, el presidente de Estados Unidos, Richard Nixon decidió
dar por terminado el ciclo de los tipos de cambio fijos y por
consiguiente la convertibilidad del dólar en oro.
Para entonces la divisa norteamericana, que a partir de Bretton
Woods había pasado a ser la reina del sistema monetario
internacional, se encontraba notoriamente sobrevaluada; los
productos estadunidenses perdían competitividad frente a las
exportaciones de otros países desarrollados y en las cuentas
nacionales norteamericanas empezaban a surgir números rojos, bajo
una molesta palabra: déficits.
La acción del gobierno de Nixon tuvo como propósito corregir
los saldos negativos que aparecían en los registros de la economía
norteamericana. Así, el dólar se devaluó frente a monedas como el
marco alemán y el y en japonés, que ya desde entonces
representaban a economías fuertes y en plena etapa de expansión.
Se trataba de lo que los economistas llaman una “devaluación
ofensiva”, encaminada a impulsar las exportaciones estadunidenses
abaratando sus productos en el mercado internacional.
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En adelante no hubo más tipos de cambio fijos y las monedas
del mundo entero comenzaron a “flotar” conforme más convenía a
sus gobiernos y a sus bancos centrales. Surgieron las
“devaluaciones defensivas”, que implicaban la depreciación de una
moneda para seguir los pasos de otra correspondiente a un país
competidor en las exportaciones de algún producto.
Nixon y la suspensión de la convertibilidad del dólar en oro
habían terminado de un plumazo con los acuerdos de Bretton
Woods. En adelante todo se valía. Una decisión unilateral concluyó
con un acuerdo multilateral en el que habían participado incluso
naciones de la órbita socialista. El banderazo para la guerra
financiera y monetaria internacional había sido dado y pronto el
mundo conocería de ganadores y perdedores.
Un brioso caballo
En México la eliminación de tipos de cambio fijos no pro-dujo
mayores alteraciones. La suerte del peso estaba indefecti-blemente
ligada a la del dólar y aparentemente no había mucho de que
preocuparse, sobre todo porque nuestro país, más que exportador
seguía siendo netamente importador, razón que se consideró
suficiente para no intentar el más mínimo ajuste en la paridad del
peso frente a la divisa estadunidense.
Para 1973 el dólar fue devaluado en 10 por ciento, lo que acabó
por trastocar el orden monetario internacional y agudizó el
proteccionismo comercial, mismo que encontró un arma muy eficaz
en las “devaluaciones defensivas”. La flotación de las monedas se
efectuaba teóricamente de acuerdo con la ley de la oferta y la
demanda, pero en la práctica correspondía a los intereses muy
concretos de cada gobierno.
Mientras tanto, el peso serio e inamovible, seguía cotizándose
en su ya tradicional paridad de 12.50 dólar.
Cuando en febrero de ese año, el entonces secretario de
Hacienda, Hugo B. Margáin habló en privado acerca de la
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necesidad de devaluar, la respuesta vino pronta y contundente. A
los pocos días, argumentando motivos de salud a raíz de una caída
sufrida mientras montaba a caballo, dicho funcionario dimitía. Una
declaración presidencial corroboraba que la caída y el caballo eran
un simple pretexto.
“Las finanzas se manejan desde Los Pinos”, dijo Luis
Echeverría aludiendo al enorme poder presidencial, y entonces
nombró como sucesor de Margáin a José López Portillo, un
abogado supuestamente entendedor de las cuestiones económicofinancieras.
Para entonces la paridad peso-dólar ya era una ficción. Todo
aquel que realizaba operaciones en divisas extranjeras encontraba
que sus pesos eran muy rendidores sobre todo convirtiéndolos a
billetes verdes y luego dándose a la alegre práctica de gastarlos por
el mundo.
Esta situación no pasaba del todo inadvertida para el gobierno
de Echeverría, sobre todo porque cada vez era mayor el número de
créditos que había que contratar en el exterior para complementar el
ahorro interno, cubrir las importaciones tanto de la planta industrial
como de alimentos necesarios para la población y mantener “a
tiempo” el mercado cambiario.
La línea de acción emprendida por el régimen fue de orden
global. México se convirtió en promotor de la integración
económica latinoamericana y en abanderado de las causas del
Tercer Mundo, en busca de un orden económico internacional más
justo y equitativo.
El establecimiento de un adecuado sistema monetario, de
precios justos para las materias primas y de flujos equilibrados de
comercio, fue una propuesta mexicana que literalmente le dio la
vuelta al mundo y que tuvo como feliz culminación la aprobación,
por parte de las Naciones Unidas, de la Carta de los Derechos y
Deberes Económicos de los Estados.
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El shock petrolero
Y mientras esto ocurría, los países árabes, junto con Venezuela,
Irán, Ecuador y Nigeria, dieron el gran golpe de los setentas, al
cuadruplicar de la noche a la mañana los precios internacionales del
petróleo, lo que desquició y sumió en la recesión a las economías
de los países industrializados, incluida la de Estados Unidos.
México, que por esas fechas no era exportador sino importador
de pequeñas cantidades de petróleo, no resintió mayormente esa
acción, aunque los encargados de la política energética tuvieron el
buen tino de proseguir e intensificar los trabajos de exploración en
busca de hidrocarburos.
En el ámbito internacional ya se hablaba de México como país
rico en yacimientos petrolíferos y como virtual tabla de salvación
para las naciones industrializadas que ya no quisieran depender de
los suministros de la Organización de Países Exportadores de
Petróleo (OPEP), cuyos miembros eran considerados entonces
como los “chicos malos” de la película.
Los funcionarios mexicanos y el mismo Echeverría decían
desconocer la magnitud de las reservas petroleras mexicanas,
aunque no dejaban de coquetear con la OPEP, sobre todo a través
de los contactos con el presidente de Venezuela, Carlos Andrés
Pérez, otro hombre que en materia de retórica “no cantaba mal las
rancheras”.
A pesar del agitado movimiento en el orden internacional que
se dio en la primera mitad de la década de los setentas, en México
se hizo un esfuerzo por aislar al país y a su moneda de esos
vaivenes, y para ello se recurrió en mayor medida a las recetas
financieras que más tarde habrían de colocarlo en una situación de
crisis que diez años después aún no puede superar.
Frente a la dolarización del sistema financiero y la fuga de
capitales, que comenzó a sentirse con cierta intensidad a partir de
1973, las autoridades respondieron con lo que era una receta clásica
en el Banco de México: elevar las tasas de interés y fingir demencia
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para no alterar la tan libre como creciente conversión de pesos a
dólares.
Paralelamente se aumentó el rendimiento a los depósitos
bancarios en moneda extranjera con el propósito de arraigar los
dólares en el país aunque éstos no hubieran siquiera entrado al
sistema financiero nacional y no tuvieran más respaldo que el papel
en que se suscribían los contratos.
Esta singular política de defensa de la paridad del peso,
conjuntada con un intento de corregir rezagos de tipo social por
medio de la asignación de recursos que provenían del endeudamiento externo y de un acelerado proceso de colocación de dinero en
circulación, se tradujo en alzas constantes de precios que llevaron el
índice inflacionario a tasas que duplicaron el promedio de las
registradas en los años del desarrollo estabilizador.
El “desarrollo compartido”, como se calificó al proceso
político-económico iniciado con el gobierno de Luis Echeverría,
comenzaba a chocar de frente con la realidad y a darse cuenta de
que los procesos técnico-financieros no entienden de marginados ni
de igualdad, cuando no operan dentro de un sólido proceso de
cambio económico y social.
A pesar de todo, el dólar siguió cotizándose a 12.50 y el mito de
la paridad única se alimentaba en los propios desequilibrios de la
economía.
El dólar hace maletas
A mediados del desarrollo estabilizador, uno de sus prohombres comenzaba a ver ciertos hechos contradictorios en la
política económica. Participante en la devaluación de 1954
como director del Banco de México, Rodrigo Gómez —el patriarca del pensamiento económico mexicano— veía ya en
1964 algunos signos poco convincentes, por lo que externó
algunas dudas, pero no pudo desligarse demasiado de la fascinación del “milagro” económico.
“Es claro que la estabilidad cambiaría no basta, por sí misma, para alentar el progreso económico”, dijo poniendo en duda algunos de los soportes básicos del desarrollo estabilizador, aunque no pudo esgrimir nuevas razones. “Pero no es
menos claro que sin ella está difícil alcanzarlo, por lo que resulta válido considerarla como un elemento indispensable para lograr este fin”.
En su última instancia, buena parte del desarrollo
estabilizador estaba sustentado en la fatalidad económica y el
desconocimiento teórico de los alcances de la estrategia.
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49
Más avanzado el desarrollo estabilizador, se caracterizó por la
reiteración de hechos bastante conocidos. “El país está en calma y
el peso mantiene su paridad firme frente al dólar”. Los funcionarios de los gobiernos de Díaz Ordaz y de Luis Echeverría hicieron
todo lo posible para orientar la economía en función del tipo de
cambio libre, fijo y bajo. Inclusive uno de los protagonistas menores del sexenio de Echeverría criticó la política económica del gobierno de 1970 a 1976 y escribió que en esos años se había puesto
en marcha un “desarrollo estabilizador vergonzante”.
Para muchos mexicanos, ajenos a la economía y en su mayoría creyentes de las palabras gubernamentales, era suficiente escuchar en cada semana santa y en cada informe presidencial que
el peso estaba firme y que no había razones para devaluarlo. Los
negociantes y los especuladores, más apegados a la realidad de
la economía, seguían lucrando y contagiando cada vez a mayores sectores de la población de la lotería del tipo de cambio.
Poco a poco, la cultura del dólar se fue arraigando en el ánimo de muchos mexicanos. El dólar barato era el atractivo para
invertir, especular o viajar a Estados Unidos. La demanda de divisas fue creciendo en los bancos y el gobierno no tenía armas
para enfrentar esta presión sin violar las “reglas del juego” de la
libertad cambiaria y de la existencia de los bancos privados.
A mediados del sexenio de Echeverría los problemas se
agudizaron. La inestabilidad internacional se unió a una ola
inflacionaria que invadió a Occidente mediante el pretexto del
ajuste de precios del crudo de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, y ninguna nación pudo, desde entonces, excluirse de la crisis.
El discurso oficial siguió manejando los tópicos de siempre.
La política cambiaria continuó siendo el eje de la economía.
Pese a las evidencias de especulación irrefrenable, las autoridades parecían vivir en la región idílica del patrioterismo econó-
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mico, mientras la sociedad mexicana hacía manejos increíbles
con el dinero para aprovechar la dolarización del sistema.
Los “dólar people”
Como siempre, los que creyeron a pie juntillas en el discurso
gubernamental salieron perdiendo. Al final de cuentas, el patriotismo monetario sucumbió bajo los escombros del patrioterismo
del dólar y las decisiones posteriores respondieron más al juego
de los especuladores y menos a la responsabilidad de los mexicanos que se negaron a entrarle a esa lotería.
En este panorama, al finalizar 1975 y comenzar 1976 las autoridades hacendarías parecían querer tapar el sol con un peso. Los resultados económicos de 1975 no justificaban el optimismo gubernamental y las presiones políticas por el verbo incendiario de Echeverría comenzaban a engrosar las hordas de los “dólar people”.
El fin del “milagro” fue un amargo despertar. Poco faltó para
que se canonizara el tipo de cambio libre, fijo y bajo pero el
tiempo fue el peor enemigo. Circunstancias de inestabilidad interna se aunaron con la crisis internacional, y el resultado no se
hizo esperar.
Lo que falló aquí fue la percepción política de los funcionarios del gobierno. Mientras las autoridades hacendarias se rasgaban las vestiduras negando cualquier posibilidad de devaluación,
en el exterior había algo más que sensibilidad hacia los rumores
devaluatorios. Los expertos de las casas de bolsa comenzaron a
estudiar con paciencia las estadísticas mexicanas y el Fondo Monetario Internacional filtró las preocupaciones de ese organismo
y las gestiones de funcionarios mexicanos para hacer el ajuste en
el tipo de cambio.
The New York Times reveló en septiembre de 1976 que algunos banqueros extranjeros esperaban desde tiempo atrás la
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devaluación del peso. “Aunque la decisión fue sorpresiva”,
escribió Brendan Jones, “la devaluación era esperada desde
hacía varios meses por las instituciones financieras en México
y en otras partes. Hace un mes (en julio de 1976), Alien W.
Lloyds y Asociados, uno de los más grandes despachos de
asesoría a inversionistas, estuvo advirtiendo a sus clientes que
los rumores sobre la devaluación del peso estaban siendo fomentados por corredores mexicanos e instituciones bancarias,
debido a los cientos de millones de dólares que estaban perdiendo sus competidores mexicanos”.
Pese a todo, la situación quería pintarse color de rosa. A
finales de marzo, en la víspera de la semana santa de 1976, el
secretario de Hacienda Mario Ramón Beteta había enfrentado
las preocupaciones del sector financiero y en la XLII Convención Nacional Bancaria refrendó el espíritu estabilizador de la
economía mexicana.
El nerviosismo para entonces estaba en su apogeo. Los rumores involucraban supuestas intenciones gubernamentales
no sólo para devaluar el peso, sino también para aprovechar el
viaje y controlar los cambios así como nacionalizar la banca.
Estas preocupaciones se unían a los rumores de política interna respecto a la convicción presidencial de optar por la reelección y a los incipientes comentarios clandestinos sobre la posibilidad de un golpe de Estado.
Ante los confiados banqueros, por cuyas ventanillas de
cambios desfilaban los azorados mexicanos que veían venir la
devaluación, el secretario de Hacienda pronunció las palabras
mágicas:
“Podemos afirmar que está plenamente garantizado el tipo
de cambio y la libre convertibilidad de nuestra moneda; su solidez no se encuentra en duda. Nada aconseja una devaluación”.
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Confianza extraviada
Para entonces ya la confianza nacional estaba extraviada. Estadísticas del Banco de México indican que la fuga de capitales se
disparó en el mes de abril y continuó con bastante fuerza en mayo
y junio. En ese trimestre, la salida de divisas fue de 1 162.3 millones de dólares, contra apenas 197.2 millones en el periodo eneromarzo del mismo año de 1976. En el trimestre de la semana santa
y del síndrome del sábado de gloria, el país perdió el 37 por ciento
del total de “divisas con alas” de ese año.
Duro golpe a la confianza, al discurso gubernamental. Sin
embargo, después de semana santa, a finales de abril, el mismo
secretario de Hacienda se enfrentó con la prensa extranjera, tan
dada a confiar en los rumores, y ahí volvió a mostrar su sonrisa y
confianza en la solidez del peso.
“No hay más que dos razones para devaluar. Una es que las
circunstancias lo impongan y la otra que se encuentre que pueda
derivar algún beneficio al país. México no se encuentra ni en un
caso ni en el otro”.
Meses después, el propio secretario tuvo que reconocer que
ya para abril las circunstancias estaban imponiendo una devaluación del peso y que al final de cuentas había muchos beneficios
teóricos con esa medida.
Mientras tanto, podía más el espíritu de Ortiz Mena y el mito
de la paridad fija que la realidad del país en materia económica.
Ni las reservas de 3 000 millones de dólares, ni las muestras de
confianza del gobierno ni los números rojos en la balanza de pagos podían decidir técnicamente una devaluación. Pudo más la
especulación.
El 30 de agosto, cuando Beteta se enfrentó con la prensa nacional para anunciar la devaluación disfrazada como flotación,
las autoridades enfrentaron también el reclamo. Una pregunta
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abordó el tema de las promesas oficiales y le recordó a Beteta
que apenas cuatro meses antes había descartado con más vehemencia que razón cualquier ajuste en el tipo de cambio. El interrogado aclaró entonces, apabullado por el peso de las evidencias, que las cosas cambiaron demasiado pronto.
Dijo que unos meses antes se había referido exclusivamente
al momento de la pregunta. Claro, las decisiones “dependen de
las circunstancias que las conforman”, justificó.
La flotación, por lo demás, había hecho añicos el mito, no porque la realidad así lo exigiera o porque el gobierno tuviera en su
bolsillo una nueva política. No fue así, ni con mucho. Ocurrió que
la especulación pudo más que el manejo de la política económica
y el tropiezo del 30 de agosto de 1976 inauguró la incertidumbre
monetaria, azuzada por promesas incumplidas de un peso duro y
de no devaluación.
Entonces se perdió la fe.
La fe perdida
Porque la fe no movió montañas y no pudo evitar la caída.
Ni pudo fijar los límites de una nueva política económica.
Al asumir el gobierno en diciembre de 1970, el presidente
Echeverría giró la pesada nave socio-económica y política del
país y la orientó hacia nuevos rumbos. La política rescató lo
que la economía había marginado y el compromiso de hacer
justicia social tomó el centro del discurso gubernamental.
Desde ese diciembre de 1970, dos caminos se le abrieron y se
caminaron simultáneamente. Una parte de los mexicanos se fue por
el lado del cumplimiento de los compromisos sociales básicos de la
Revolución que se habían pospuesto en aras de la construcción del
mito de la paridad cambiaría fija, baja y libre. Y otros comenzaron
a cebar sus armas para aprovechar la inestabilidad interna y continuar haciendo negocio con el dólar y a costa del peso.
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El país aún recordaba los elogios internacionales para Ortiz
Mena y su desarrollo estabilizador y confiaba en continuar por la
misma senda del “equilibrio” monetario. Pero el dilema nacional
sabía menos de elogios y más de necesidades por satisfacer. Ya
habían ocurrido algunos campanazos de advertencia acerca del
rezago social y los casos de las protestas ferrocarrileras, médicas
y estudiantiles en los sesentas hacían ver la urgencia de introducir mayor política a la gestión económica.
Sin embargo, como lo observó Carlos Tello Macías, el gobierno
de Echeverría quiso cambiar el rumbo del país pero sin cambiar la
tripulación que estaba acostumbrada a una misma orientación. Las
contradicciones internas propiciaron la caída del caballo de un ortodoxo secretario de Hacienda e impidieron la fijación de nuevas reglas del juego económico. De hecho, se continuó por el camino del
desarrollo estabilizador, pero avanzando a saltos de mata por el camino del que se de-finió como “desarrollo compartido”.
Uno y otro, al final de cuentas, tuvieron que chocar a lo largo
de seis años. Algunos estimaban que el fantasma de Rodrigo Gómez acudía a las sesiones espiritistas del Banco de México para
asesorar a los economistas que se formaron bajo su vigilancia y
ejemplo austero. El director del Banco de México, Ernesto Fernández Hurtado, trataría de llenar unos zapatos que le quedaban
grandes. Fracasó en su intento y fue uno de los designados para
justificar la devaluación de agosto de 1976. Posteriormente pasaría a su jubilación y volvería en los ochenta como banquero privado al frente del Banco BCH, para luego, a partir de diciembre
de 1982, ocupar la dirección de un Bancomer ya nacionalizado.
Por lo pronto las enseñanzas de don Rodrigo no operaban en los
setentas. Occidente había terminado definitivamente con el viejo orden de Bretton Woods, y en lo interno, los 22 años de herencia
cambiaria dejados por la devaluación de 1954 no resistieron más y
el peso hubo de pagar tributo al dólar.
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En México se vivía en el idilio monetario. Aun cuando se sabía que el
peor enemigo de la estabilidad monetaria es la inflación, los mexicanos ingresaron en 1973 a la era de las alzas generalizadas de precios. De 1972 a
1973 la inflación se triplicó y se consolidó en índices de dos dígitos. En
1974 se llegó a la punta de 25 por ciento de inflación anual y los dos años
posteriores registraron tasas de alrededor de 15 por ciento.
La pugna verbal que vivió el país en el sexenio de Echeverría
fue el enfrentamiento entre el propósito de cumplir con los viejos
postulados de justicia social y la urgencia de aprovechar el auge de
ta-sas de crecimiento económico de más de 7 por ciento anual en
1972 y 1973 y de 6 a 4 por ciento en los dos años siguientes.
Y ahí comenzó la fiesta de la dolarización al amparo del viejo
mito de la paridad cambiaría libre, fija y baja, protegida por los esfuerzos desesperados del gobierno para mantener un peso firme ante
las presiones especulativas. A partir del segundo trimestre de 1975 el
Banco de México ya estaba utilizando sus reservas monetarias para
mantener el mercado cambiario.
Los mexicanos comenzaron a tener y a gozar del dólar. La adquisición de la divisa norteamericana fue el seguro de vida más demandado. A la menor provocación política, las colas en las ventanillas bancarias de venta de dólares aumentaban. Representaban un
singular termómetro.
Pero ésa no era aún la dolarización para el consumo; ésta llegaría en 1981 y 1982. En 1975 y comienzos de 1976 ocurría la manipulación política de la compra de dólares. El turismo y las transacciones fronterizas comenzaban a repuntar con cifras que duplicaban
las de los años sesenta, pero aún eran sostenibles esos niveles de
gasto porque no llegaban a los 500 millones de dólares y las transacciones fronterizas difícilmente rebasaban los 1 000 millones de
dólares.
En cambio, la dolarización política mostró a los mexicanos un camino de manifestación de descontento. Eran, desde luego, los sectores
beneficiarios del desarrollo estabilizador, los que formaban ese 10 por
ciento de las familias más ricas que se quedaban con más de una tercera parte del ingreso nacional. Eran, de hecho, los mighty mexicans que
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posteriormente aparecerían orgullosos y sonrientes en el número especial de la revista Town and Country de 1980, en pleno boom petrolero.
La dolarización, entonces, comenzó a volverse una fiebre. Primero
fueron los empresarios que temían el discurso político del gobierno de
Echeverría. Luego fueron las clases medias y su pánico alimentado por
las cadenas telefónicas, verdaderos medios de transmisión de noticias
alarmantes sobre lo que pensaban que ocurriría en el país.
La devaluación, en este contexto, sorprendió a los que creyeron en
el discurso oficial. Porque fueron muchos los que hicieron caso de
aquellos mensajes del secretario de Hacienda y los que leyeron confiados en los periódicos del 19 de junio una declaración de Beteta.
En la reunión de trabajo —que organizó Echeverría para
despedirse del poder en todas las secretarías de Estado— “Seis años
de política hacendaría: 1970-1976”, Beteta salió al paso, medio
irritado y medio sorprendido, de los rumores contra el peso. En los
noticieros de televisión apareció sonriente, esforzado, crédulo.
“El crédito del país y la firmeza de nuestra moneda son hechos
irrefutables que están por encima de las campañas que cíclicamente
se alzan en contra de nuestras instituciones. Los heraldos foráneos
de la desconfianza y de la catástrofe y sus aliados internos que se
dejan llevar por el egoísmo y la duda han fracasado una vez más”.
Pero más allá de la enjundia política, algunos comenzaron a
preguntarse si había algo de cierto en la voz popular.
Porque los mitos, mitos son, pero sólo cuando logran insertarse
en la credibilidad de la gente.
Y por junio y julio no era semana santa, pero el país parecía
comenzar a prepararse para una nueva peregrinación del silencio,
cargando la pesada cruz de la devaluación y la corona de espinas de
la especulación.
¿Qué había en el fondo de la decisión oficial de hacer hasta lo
imposible para sostener la paridad del peso? Un deseo ferviente,
aun diríase que hasta enfermizo, de mantener el mito de la paridad
fija de 12.50 pesos por dólar, como si con ello se salvara al país y a
las instituciones emanadas de la Revolución.
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“No somos nada”
La economía, el país, el ánimo de los mexicanos se fueron
deslizando desde 1975 por la pendiente de la pérdida de confianza.
Los acontecimientos hablaban de una inevitable recesión interna,
consecuencia de una recesión internacional.
Ello, en todo caso, era apenas el reflejo de contradicciones internas. El gobierno aguardó hasta el último minuto para, de acuerdo a los
deseos de los sectores empresariales y económicamente más fuertes,
no fallarle al país. Todo se pudo haber aguantado, menos haber asistido
como generación al aniquilamiento del mito de la paridad cambiaria.
Podrá no creerse, pero muchos sectores —inclusive los más informados y con mayor capacidad de análisis financiero— estaban casi seguros de que la paridad de 12.50 pesos por dólar era infinita. O, cuando
menos, que a ellos no les tocaría enterrarla. Sin embargo, en la práctica
hicieron todo lo posible para que ello ocurriera a corto plazo.
Por el gobierno no quedo: sacrificó metas sociales, introdujo
contracciones presupuestales, acudió al endeudamiento externo para
conseguir los dólares que mantuvieran aceitada la pesada y complicada maquinaria especulativa, pero todo ello no fue suficiente.
Con pena, dirigiéndose a una sociedad que se quería desmemoriada, el gobierno anunció la noche del 31 de agosto de 1976, el día
de “Nuestra señora del Consuelo”, que el mito había sido sólo eso:
una quimera, un sueño, una fábula. Repentinamente se cambió el
sentido de las cosas y los colores trastocaron. El mensaje gubernamental abandonaba de pronto una tradición en la que había formado
prácticamente a una generación y ahora salía con que siempre no,
que el camino era otro y el porvenir resplandeciente.
“El gobierno de la República”, dijo Beteta en su mensaje leído en
Palacio Nacional, “ha concluido que el mantenimiento de la paridad
cambiaria fija del peso mexicano con respecto al dólar estadunidense
ha dejado de ser compatible con nuestras metas de política económica y social”.
La última paletada de tierra a un mito que formó financieramente a un país había sido echada finalmente. Quedaba, no obstante,
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otro mito al que pocos hicieron referencia: la libertad cambiaria.
Aquí el gobierno, pese a contar con evidencias realmente escandalosas sobre la especulación de ciertos sectores políticos y sociales
de la nación, no quiso tampoco pasar a cuchillo algo que significaba
más que un simple instrumento monetario.
Mientras otros países arribaban necesariamente a la urgencia de
diseñar controles cambiarios acordes a sus necesidades internas,
México se negaba definitivamente a romper del todo con el pasado
y sus fardos que le impedían modernizarse. La libertad de cambios
“se ha hecho un principio dentro de nuestra política económica”, diría Beteta, y muchos desde luego suspiraron aliviados —algunos
porque quedaban abiertas las puertas para el negocio de la especulación, y otros, que pese a no tener con qué cambiar pesos por dólares, intuían que la existencia de la libertad cambiaria era consecuencia de la libertad que existía en la nación.
Esa libertad cambiaria originaría hechos financieramente dolorosos
seis años después. Mientras tanto, hubo que respetarla pese a que el
país se desangraba económicamente y muchas medidas posdevaluatorias no dieron el efecto esperado porque la especulación era demasiada.
Cambio de señal
El tipo de cambio fijo entró en el museo de la historia de la posrevolución mexicana. Como si no hubiera existido un mito, como si
generaciones de economistas no se hubieran formado teóricamente
en el pensamiento del desarrollo estabilizador, como si funcionarios
del área financiera no hubieran aprendido de Rodrigo Gómez y de
Ortiz Mena que la meta era el tipo de cambio fijo y no las demandas sociales, el gobierno puso la direccional a la izquierda y dio
vuelta a la derecha.
En la más alta tribuna del país, al día siguiente de anunciada la
devaluación, mientras muchos mexicanos trataban de comprender el
porqué de la medida, el presidente Echeverría leía su sexto informe
de gobierno y anunciaba tiempos nuevos. Sin embargo, no pocos
analistas y observadores comentaron posteriormente que el VI infor-
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me de Echeverría carecía de memoria histórica. Cinco años trabajando en el fortalecimiento del mito de cambio fijo; un lustro orientando
—como criticaría después Carlos Tello— la economía hacia la estabilización del tipo de cambio, para que en un momento, en un instante, en un párrafo del informe presidencial se decidiera definitivamente enterrar la paridad del dólar de 12.50 pesos.
“El actual (tipo de cambio fijo no es un fin, ha sido sólo un instrumento para alcanzar objetivos trascendentales de política económica”,
explicó Echeverría.
Mensaje escueto, directo, lúcido, pero demasiado tardío. Pocos
mexicanos lo entendieron y muchos veían la televisión aquel miércoles
lo. de septiembre de 1976 sin poder comprenderlo. Se sabía que durante 22 años había sido todo lo contrario. En 1964 —a 10 años de la
traumática devaluación de Ruiz Cortines, a medio camino del docenato
del desarrollo estabilizador y ocho años antes de la devaluación de
1976—, Rodrigo Gómez había fijado los límites de la cordura:
El gobierno tomó “la determinación de mantener la paridad
cambiaría a toda costa”.
Así de simple era. Echeverría no se atrevió a violar las reglas
del juego. Cuando quiso hacerlo, era ya demasiado tarde. Y lo peor:
no tenía a su lado el equipo financiero necesario para aprovechar la
devaluación de agosto y fijar nuevas características del sistema
económico nacional.
A su lado estaban justamente aquellos funcionarios del área
financiera y hacendaría que se habían forjado al lado de Rodrigo
Gómez y que continuaban admirando en lo íntimo los secretos
estabilizadores de Ortiz Mena.
Si se pensó finalmente, ya con la economía en pleno derrumbe,
que el tipo de cambio era un instrumento y no sólo un fin, el gobierno
quedó con las manos atadas por el FMI y no pudo hacer nada para llevar a la práctica esa saludable modificación de la estrategia monetaria.
Hubo, dijo Carlos Tello, “obstinación en revivir cadáveres”. Al
final de cuentas, la política 1970-1975 y la posterior a la devaluación
no los pudo ocultar. Por una parte el presidente Echeverría quedó
preso en el pensamiento económico conservador, ortizmenista —fi-
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nalmente su enemigo político en la sucesión presidencial de 1970 lo
había derrotado en lo económico—, y por otra el mismo presidente
no quiso violentar las reglas del juego político y económico y prefirió
dejar las cosas como estaban.
Por lo demás, a lo largo de cinco y medio años no se pudo romper
con el cerco del pensamiento económico conservador. Los fantasmas
de Ortiz Mena y de Rodrigo Gómez vivieron en los recovecos del ala
norte de Palacio Nacional y en los austeros y legendarios edificios bancarios de Condesa.
Si un caballo pudo expulsar de Hacienda a un hombre que se la pasaba advirtiéndole al presidente de la República que no podía seguir gastando a ritmos desenfrenados, pero con la intención de extenderle la vida y oxigenar a un decrépito desarrollo estabilizador, al final, las finanzas se manejaron desde Los Pinos pero sin coherencia y sin una política alternativa.
Por supuesto, los mexicanos supieron leer entre líneas este
fenómeno. Mientras que desde el poder se ponían de acuerdo, abajo,
en las calles, los rumores fueron conformando la cultura del dólar y
la gente fue adquiriendo la divisa norteamericana como una forma de
mostrar su descontento.
Fe, esperanza y caridad
Si la fe mueve montañas, pronto se supo que no evita las crisis
y menos aún las resuelve. Al contrario, como fenómeno psicológico
y mágico-religioso-financiero, contribuyó a introducir en el ánimo
de mucha gente con poder adquisitivo el efecto de comprar dólares
para protegerse de la incertidumbre que se sentía inevitable.
Desde el gobierno, las cosas se veían en cristales de diferente
graduación: las cosas pequeñas se advertían grandes y las grandes
se perdían en nimiedades.
Y así, la fe se convirtió en desesperanza y no hubo caridad. De
manera progresiva, la fuga de capitales —verdadero talón de Aquiles
de la paridad peso-dólar— comenzó como una bolita de nieve, creciendo a partir de 1973 de manera significativa hasta que en agosto
de 1976 llevaría a una devaluación.
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En 1973 la fuga ascendió a 850.4 millones de dólares, pero en
ese año hubo un aumento en la reserva del Banco de México por
122.3 millones de dólares.
De 1974 en adelante, nadie pudo detener esa creciente bola de
nieve. De hecho, la fiebre del dólar se había convertido en un deporte
nacional, al amparo de una libertad cambiaría irrestricta y un tipo de
cambio fijo a 12.50 por dólar, que estaba perdiendo contactos con la
relación económica México-Estados Unidos.
En ese año salieron del país 1 040.0 millones de dólares, en tanto
que la reserva apenas pudo crecer 36.9 millones de dólares. El
equilibrio estaba perdiéndose. Para 1975 la fuga fue igual a la de
1974 y la reserva creció un poco más —165.1 millones de dólares—,
debido sobre todo a que en ese año entraron al país 4 400 millones de
dólares por créditos externos.
Para 1976 la cosa comenzó a romperse. En este crítico año se
fugaron 3 144.2 millones de dólares y el gobierno tuvo que sacrificar
1 004.0 millones de dólares de su reserva en su intento de evitar la
caída del peso. Pero fue inútil: el peso se devaluó y de nada sirvieron
las reservas utilizadas. Bueno, sirvieron para algo: los especuladores
hicieron el negocio del año al comprar dólares subsidiados por el
gobierno y venderlos más caros o guardándolos para futuras
devaluaciones.
De hecho, la situación escapó del control del gobierno desde el
segundo semestre de 1975. No iba bien, pero las manifestaciones
antigubernamentales aún no se englobaban bajo el signo del dólar. La
irritación de ciertos sectores contra las medidas populares y
populistas del presidente Echeverría se canalizaban con rumores y
chistes, hasta que alguien encontró el lado flaco de la economía
política mexicana: su moneda.
Por ahí comenzó el deterioro. El rumor cuajó por varias
razones: algunos tenían razón por el análisis de las estadísticas
básicas y además el gobierno estaba dispuesto a jugársela por el
tipo de cambio libre y a 12.50 por dólar, aunque el valor real para
entonces anduviera por los 15 pesos, sobre todo por el disparo
inflacionario interno.
62
Sin embargo, el gobierno desestimó los “focos rojos” de la
economía.
El costo que pagó fue severo. Para 1976 fue imposible detener
la crisis. Más aún porque los rumores políticos estaban calentando
no sólo la economía sino la propia estabilidad política del régimen.
Grupos de derecha y sus aliados comenzaron una campaña en
contra del gobierno, llegando inclusive a involucrar a Estados
Unidos en el apadrinamiento de las fuerzas conservadoras.
Todo conspiró contra el peso: cartas de legisladores estadunidenses
acusando al gobierno de comunista, rumores sobre la congelación de
cuentas bancarias, interpretaciones falaces de la ley de asentamientos
humanos, comentarios en lo bajo de la inminencia de la devaluación.
En el fondo, el gobierno no pudo hacer nada. Lo que hubiera
podido hacer no estaba ya en sus manos, porque había perdido un
tiempo precioso para sustituir el mito de la paridad fija a 12.50 por la
racionalidad económica. Quiso cambiar las cosas sin hacer cambios y
el precio fue alto.
Por lo demás, ningún país podía aguantar un cuadro estadístico general como el que presentaba México en 1975 y en la primera mitad de
1976. El deterioro era acelerado y las cosas no podían frenarse sin
tomar decisiones realmente de fondo. Y no se tomaron: se prefirió devaluar en lugar de frenar la especulación y detenerla para siempre. Se
sacrificaron, en cambio, valiosas reservas monetarias en aras de apuntalar el mito del tipo de cambio fijo y libre.
Al final de cuentas, el crack se manifestó y todos se llamaron sorprendidos y engañados. La muerte por inanición del mito de la paridad
cambiaria fue acreditada a una política económica a la que se acusó de
ineficaz e irresponsable, pero pocos reconocieron sus propios errores. En
realidad la especulación monetaria y la dolarización en la mentalidad de
importantes sectores de la sociedad mexicana precipitaron las cosas.
No fue el populismo. Fue la fiebre del dólar. Durante las
primeras semanas de agosto el cambio de divisas en los bancos fue
realmente alarmante y la única forma de detenerlo fue encareciendo
el tipo de cambio, sin pensar que con ello en realidad no se castigaba,
sino que se premiaba precisamente a los especuladores.
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Los primeros ocho meses de 1976 fueron un auténtico viacrucis. Finalmente los mexicanos vivirían su semana santa en agosto, lo cual no
resultaba agradable porque el espíritu de semana santa tenía más cosas
que ver con devaluaciones y decepciones monetarias que con las tradicionales vacaciones en Acapulco o en el entonces naciente Cancún.
Sin fe en ninguna medida monetaria posdevaluatoria, el peso comenzó a flotar y junto con él flotaba apenas la credibilidad del país.
El golpe más duro de la devaluación no había sido precisamente el
ajuste de 52 por ciento. La variación pasó inmediatamente de 12.50 a
19 pesos por dólar.
El efecto más decepcionante fue el desmoronamiento del mito de
la paridad fija. La decisión de flotar introdujo mayor incertidumbre,
sobre todo después de construir la viabilidad de México como país, la
singularidad como nación, en un tipo de cambio fijo, bajo y libre
durante más de dos decenios.
Después de ello, nada quedaba por hacer. Los mexicanos con
poder adquisitivo —sobre todo el 30 por ciento de la población que por
entonces acaparaba el 70 por ciento de la riqueza nacional—
asimilaron el golpe de la devaluación y empezaron a hacer negocio. La
flotación fue aprovechada por los especuladores y manejada a su
gusto, obligando al gobierno a intervenir para fijar la nueva cotización.
De hecho, el oficio de especulador estaba reconocido. Sin que el
gobierno pudiera hacer algo, el síndrome del dólar comenzaba a calar
hondo en el sentimiento de muchos mexicanos. De aquel famoso sábado de gloria de 1954 quedaban algunas enseñanzas nada agradables: el
tipo de cambio fijo era, finalmente se había reconocido, un mito, algo
poco científico.
Se consolidaba así la cultura del dólar, la mentalidad dolarizada
y se avanzaba hacia el gran golpe de 1982.
El gran escape del 82
Sin duda alguna 1982 es un año que ya se ha inscrito como
decisivo en la historia reciente del país. Es el año del estallido
de la crisis más profunda de la posguerra y, en términos menos
formales, el que marca el quiebre final del hasta entonces espectacular y aun idílico modelo de crecimiento mexicano.
Fue un año de ajustes y desajustes, de esperanza y desilusión.
También fue el año en que más divisas se fugaron del país como
signo inequívoco de que las cosas estaban mal y había que poner
a salvo lo ganado. Fue el año en que México quedó con las arcas
vacías, cuando se declaró insolvente frente a sus acreedores
externos y sintió más que nunca la fortaleza y el poder del dólar.
Al iniciarse este año crítico para nadie era un secreto que el
peso se encontraba sobrevaluado y en círculos financieros, y
sobre todo entre los especuladores, se hablaba de cuál podría
ser el valor real de la moneda mexicana: 40, 60, 70, 80 y hasta
64
65
90 unidades por dólar. Era como un juego de apuestas en el que
cada quien seleccionaba el número que más le gustara o el que
le ofreciera mayores posibilidades de ganancia.
El propio Banco de México presionaba, aunque con cierta timidez, para que se realizara un ajuste en la paridad. El peso se
deslizaba a un ritmo de 4 centavos por día, pero esto a todas luces
era insuficiente y lo único que hacía era alentar la compra de dólares que se expendían libremente en cualquier sucursal bancaria.
Y es que la receta que proponía el banco central no resultaba
convincente ni siquiera para López Portillo, quien por el contrario había dado muestras, comprometiendo su palabra, de que se
la jugaría con el peso hasta el final, reviviendo de paso el mito
de la paridad única.
Los técnicos del Banco de México, con Miguel Mancera en
la retaguardia y Gustavo Romero Kolbeck a la cabeza, habían
echado mano de su viejo manual “anticrisis” y en su tradicional
lenguaje críptico sugerían la conveniencia de actuar con mayor
firmeza en materia monetaria y revisar la relación peso-dólar.
En otras palabras, recomendaban una devaluación mayor seguida de un ajuste global en la economía.
Dólares en oferta
Era un enfoque simplista que pretendía ignorar la situación
político-social y reducirla a una mera fórmula monetaria. De algún modo se trataba de la misma receta con que se buscó justificar la devaluación de 1976, la flotación y los deslices posteriores, y que de nueva cuenta se pretendía presentar como fórmula
infalible ante los desajustes de la economía. En términos de lógica pura, era una causa a la que se pretendía disfrazar de efecto.
Si bien los técnicos del instituto central, que presumían de seriedad y eficiencia a pesar de sus fracasos, no lograron una deva-
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luación pronto, sí en cambio pudieron aplicar una de sus medidas
favoritas: elevar la tasa de interés como mecanismo también “infalible” para retener el ahorro y frenar la fuga de capitales.
Pero esa receta, como muchas otras, tuvo efectos contrarios a
los buscados y el alza en los réditos bancarios sólo confirmó a
los especuladores y hasta al ahorrador común y corriente que lo
seguro, lo rentable en ese momento, era la adquisición de dólares, sobre todo cuando se compraban sin ningún problema y hasta los colocaban en oferta.
El incremento de los rendimientos a los depósitos bancarios
trajo consigo la consecuente elevación de las tasas de préstamo, lo
que desalentó la inversión productiva y estimuló la inflación. Industriales, comerciantes y en general todos aquellos empresarios
que recurrían a las instituciones de crédito para solicitar financiamiento, dejaron de hacerlo ante lo caro del dinero. Muchos de
ellos redujeron el ritmo de actividad de sus establecimientos y se
dieron a la práctica de moda: la especulación con la moneda.
Las compras de pánico en los bancos iban en aumento. Los
empleados y gerentes de esas instituciones ya tenían sus “marchantes” que les demandaban su “reserva de dólares”. El flujo de
divisas del país semejaba a una gran hemorragia a la que se pretendía combatir con transfusiones. Todos los dólares que ingresaban vía venta de petróleo y créditos externos salían por un boquete enorme constituido por las miles de ventanillas bancarias.
Como consecuencia, la incertidumbre iba en aumento, la inflación se aceleraba y todo se volvía cero, menos el dólar, que
seguía en oferta expidiéndose a 26.50 cada uno; pero eso sí,
con un riguroso desliz de cuatro centavos por jornada. La moneda norteamericana era la única mercancía barata que se podía
adquirir y que además contaba con el respaldo de la palabra
presidencial.
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Febrero loco
Al terminar el aciago 1981 e iniciarse 1982, los brindis de
año nuevo y los buenos propósitos eran porque la crisis —que se
veía inevitable, imparable— no fuera tan brusca. Para nadie era
un secreto que los problemas financieros de finales de año anunciaban lo peor, y era claro que los resultados estadísticos del país
no podían sostener el equilibrio de ninguna economía.
Había que hacer algo. Sí.
Sin embargo, el problema del peso —o del dólar, según se
vea— se había convertido ya en un algo eminentemente político.
Pero mientras las autoridades esclarecían si los discursos y arengas bastaban para detener la especulación, la moneda mexicana
comenzaba a hacerse chiquita.
A principios de 1982, el peso andaba a la deriva sostenido
sólo por declaraciones tronantes, promesas de confianza, llamados al patriotismo monetario, petrodólares, deuda externa y reservas del Banco de México, ante el embate de especuladores y
de los números rojos en la contabilidad mexicana con el exterior.
Todo por el mito. Porque bastaba saber en las primeras semanas
de 1982 que el déficit en la cuenta corriente de la balanza de pagos
era de 11 000 millones de dólares, para esperar lo peor. No sería ya
una crisis o un tropiezo, menos aún un bache insignificante. Las estadísticas oficiales no podían ocultar la inminencia de un crack.
Se hablaba, ya para entonces, de una conspiración contra el peso. Los mexicanos sabían perfectamente que la mercancía más barata era el dólar y sobre él se fueron, vaciando prácticamente las reservas del banco central. Esos dólares sirvieron para ir construyendo la imagen de que los mexicanos eran los árabes de América Latina, los beneficiarios del “boom” petrolero, los poderosos de los
pobres, los nuevos Beverly Ricos.
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Y no era para menos, pues el acceso a dólares baratos y la galopante inflación interna hicieron ver que en el exterior todo salía regalado. Fue una fiesta de dólares, una gran barata que nunca nadie
imaginó. Con maletas llenas de dólares comprados con pesos que
dentro valían poco, pero que funcionaban para adquirir una especie
de cheques en blanco, los mexicanos se lanzaron a la conquista de la
tierra prometida: recuperaron parte de Texas con la adquisición de
inmuebles y convirtieron el sur de Estados Unidos en “El dorado”
mítico: los comercios “hicieron su agosto” durante meses enteros.
Las tiendas para mexicanos florecieron del otro lado de la frontera. Había de todo, hasta empleados bilingües para atender a los
que no sabían hablar inglés pero que sí conocían el valor de los signos y colores del dólar. Había que comprar en Penney y no en Liverpool, en Broadway y no en el Palacio de Hierro, en Montgomery
Ward y no en Sanborns. Los Mall se multiplicaron en McAllen,
Houston y Brownsville.
Lo chic era tener tarjetas de Sax y de Penney. Los que no pudieron salir en las páginas de Town and Country sí lograron rehacer su
guardarropa en los centros comerciales pegados a la línea fronteriza.
Eran los hijos del mito que se comían a la gallina de los
huevos de oro.
La mañana del 17 de febrero de 1982 la cosa se puso
drástica. Las cifras de demanda de dólares le quitaron la sonrisa
hasta al director del banco central, Gustavo Romero Kolbeck,
tan dado a mostrar su alegría a la menor provocación.
El Banco de México quiso ocultar el quiebre con un boletín
escueto, cifrado. Se habló del retiro del banco central del mercado de cambios, lo que era igual a una devaluación. Se enfatizó el
patriotismo, lo que quería decir que la cosa estaba que ardía. Se
culpaba a las tasas de interés internacionales —”nos están matando”, dijo, azorado, Romero Kolbeck ante unos quisquillosos
reporteros—, lo cual significaba que el problema era interno.
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¿Era una sorpresa? Para muchos mexicanos, no. Sólo era cuestión de tiempo para que la crisis estallara. Ninguna economía podía
soportar la presión de la demanda de dólares y los números rojos en
las estadísticas más importantes. Ninguna economía. Y eso lo sabían muchos funcionarios, pero se quiso jugar al nacionalismo, a
envolverse en el peso y luego lanzarse al vacío del dólar.
Y vaya que lo sabían muchos. Ya hacia enero, el rumor de la
devaluación aceleró la compra de dólares. El 28 de enero el periódico The Wall Street Journal hablaba de una sobrevaluación
del peso de 25 por ciento. Sin embargo, ésta y muchas otras
noticias similares fueron retiradas de algunos diarios mexicanos
antes de su publicación por peticiones muy concretas de la Secretaría de Hacienda. “Aceleraría la especulación”, justificaban
los voceros y funcionarios de esa dependencia, mientras que la
especulación se aceleraba a sí misma.
El propio gobierno sabía que la crisis tenía que estallar. El 2
de diciembre de 1981, el presidente López Portillo le hizo al meteorólogo financiero y anunció que 1982 sería un año difícil,
“quizá el más duro y el más seco”. Otras declaraciones presidenciales, a veces tronantes contra los especuladores y a veces optimistas, también contribuyeron a alimentar la especulación. Nadie creía en nadie, más que en la compra de dólares.
Así terminó casi todo el primer bimestre del año. Una sensación de incertidumbre precedió a la quiebra del 17 de febrero. En
la noche de ese día difícil comenzaron las horas más largas y penosas del sexenio.
En la línea de golpeo
Ya no hubo duda. Una devaluación drástica del peso estaba a
la vista. Esa mañana las operaciones cambiarías alcanzaron un
ritmo frenético. Todo mundo demandaba dólares y las sucursales
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bancarias solicitaban dotaciones extras de los ansiados billetes
verdes con la efigie de George Washington, también sonriente,
en el centro.
Finalmente en la noche de ese día difícil la burbuja reventó.
A través de un comunicado oficial, el Banco de México anunció
su retiro del mercado cambiario. Se trataba de una devaluación,
pero no se atrevieron a decirlo. Tampoco indicaban la nueva
cotización del peso, la cual entonces habría de fijarse de acuerdo
a la ley de la oferta y la demanda.
En días posteriores a la nueva devaluación, el peso alcanzó
una cotización hasta de 70 unidades por dólar, lo que representaba una caída del 70 por ciento, es decir, más de dos tercios de su
valor anterior.
Al maxiajuste cambiario siguió, como era previsible, un
paquete de austeridad que a nadie convenció y sólo aumentó la
incertidumbre y la dolarización. Porque con devaluación y todo,
la divisa norteamericana seguía vendiéndose libremente en los
bancos en cantidades prácticamente ilimitadas y a todo aquel que
deseara adquirirla.
México seguía firme en la conservación de la más cara de
sus libertades: la cambiaria.
El nuevo paquete de ajuste, dado a conocer el 19 de ese “febrero loco” por el secretario de Hacienda, que por entonces todavía era David Ibarra Muñoz, establecía entre otras cosas, mayores tasas de interés bancario y anunciaba el reinicio de los deslices del peso una vez que se estabilizara el mercado y pudiera establecerse una nueva paridad.
Un día después, el presidente de la República ofrecía en una
reunión con las fuerzas armadas su propia versión de los hechos:
“En esta semana, el Banco de México sufrió verdaderos
asaltos contra sus reservas. Cuando advertí que corrían el
riesgo de agotarse, en el silencio de mi despacho de Los Pinos
71
tomé la dolorosa decisión de retirar del mercado monetario al
Banco de México para que no volviera a ocurrir lo que pasó en
1976, año en que se tuvo que adoptar una medida equivalente,
aunque ya sin reservas en el Banco”.
Y luego, en su lenguaje muy característico y bastante gráfico,
el jefe del Ejecutivo explicó:
“Se los digo a ustedes como representante del pueblo de México: la decisión por mí tomada consideré que era oportuna para
que —usando una expresión— no se nos acabaran las fichas, para que la adoptáramos antes de que fuera demasiado tarde y que
a la gravedad de las consecuencias, no se agregara la impotencia
para seguir manejando nuestra política económica”.
La verdad era que el manejo de la economía se le había
escapado desde hacía tiempo al gobierno. Se actuaba conforme
a las circunstancias y no había más controles que aquellos que
flotaban en la imaginación de los “hombres del presidente”.
Las reacciones de los diversos sectores en torno a la nueva
devaluación eran explosivas.
Pero la devaluación, lejos del optimismo oficial, ni alentó las
exportaciones, ni ubicó a México en las corrientes de comercio
internacional, ni corrigió desequilibrios financieros, ni mejoró
las perspectivas de la economía, ni trajo consigo ninguna de las
bondades que se pretendieron atribuir.
La economía mexicana estaba enferma y la devaluación era
el tumor que le estalló y obligó a una intervención de cirugía
mayor hecha a destiempo, cuando ya nada podía corregir, sino
por el contrario dejaba heridas profundas por donde el paciente
se desangraba a ritmo cada vez más acelerado.
El alza generalizada de precios, o la inflación, como la han
denominado los economistas, se intensificó. Los productos de
consumo básico se volvían inalcanzables para gruesas capas de
la población, que poco a poco iban prescindiendo del consumo
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de carne, leche, huevo, y limitando su dieta a aquello que les
diera sensación de alimento aunque no las nutriera.
La reetiquetación
“A río revuelto, ganancia de pescadores”, reza un refrán popular. Y a esta máxima se acogieron gran número de comerciantes, quienes aprovechando el descontrol en los precios y la confusión generalizada en materia económica, se dieron a la alegre y
lucrativa práctica de “reetiquetar” los precios de sus mercancías.
Los controles que supuestamente ejercían las autoridades
eran ignorados por todos, y aunque hubo algunas multas y cierres temporales de almacenes, estas acciones no fueron suficientes para evitar que muchos comerciantes cambiaran todos los
días, siempre hacia arriba, el precio de sus productos, bajo un argumento único: “es por la devaluación”.
Cada “reetiquetación” alentaba la espiral inflacionaria en la
que ya estaba sumido el país. Los obreros reclamaban mayores
salarios ante la rápida pérdida del poder adquisitivo. Los empresarios argumentaban que elevar sueldos sólo traería más inflación. Los comerciantes se quejaban de los controles de precios.
Los banqueros guardaban prudente silencio y el gobierno pedía
calma e improvisaba algunas medidas que pretendían satisfacer a
todos por igual.
Una de esas medidas fue la recomendación de aumento
salarial de emergencia hecha por la Secretaría del Trabajo, el 22
de marzo de 1982. El Diario Oficial señalaba que a partir de esa
fecha, los trabajadores comprendidos en los apartados A y B del
artículo 123 recibirían un incremento salarial del 30 por ciento,
cuando su sueldo no excediera de los 20 mil pesos mensuales.
De 20 mil uno a 30 mil pesos, el aumento sería de 20 por
ciento, y para los salarios mayores de 30 mil pesos mensuales,
73
el incremento se recomendaba en 10 por ciento.
Para darle un carácter formal, el acuerdo publicado en el
Diario Oficial establecía que los aumentos de referencia tenían
un carácter retroactivo al 18 de febrero último y deberían ser
pagados en una sola exhibición, quedando incorporados permanentemente al monto del salario de cada trabajador.
Sin la firma presidencial de por medio, la recomendación
de la Secretaría del Trabajo fue motivo de discusión en torno
a su obligatoriedad. Finalmente fue ignorada por muchas empresas, que argumentando problemas financieros y desequilibrios en producción, no cumplieron o bien lo hicieron en los
términos que consideraron más convenientes para sus intereses con la citada resolución.
Relevo anticipado
Desde los primeros días que siguieron a la devaluación de
febrero, el control de cambios había sido planteado formalmente
como una alternativa viable para poner freno a la especulación y
la fuga de divisas. La sangría de dólares que sufría el país era
enorme y las reservas del banco central se habían reducido a
poco más de 3 mil millones de dólares, una cantidad mínima
dado el tamaño de la economía del país.
Sin embargo, esta propuesta no había encontrado eco en los
círculos oficiales y el propio López Portillo la había desechado
por “impracticable”. No obstante, algunos sectores como el de
los trabajadores, y grupos políticos interesados en poner un freno
a la fuga de dólares, insistían en la aplicación de la medida, hasta
lograr convertirla en punto de discusión a los más altos niveles.
La idea del control de cambios, y aún más, la de la nacionalización bancaria, fue objeto de debates y preocupaciones en reuniones que tuvieron como escenario las oficinas de los banque-
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ros privados, las salas de Palacio Nacional, y por supuesto, los
privados del Banco de México.
López Portillo respondió en primera instancia a estos hechos y a
la difícil situación que enfrentaba el país con una salida fácil: en
abril destituyó a David Ibarra y a Gustavo Romero Kolbeck y colocó a Jesús Silva Herzog y a Miguel Mancera en las titularidades de
la Secretaría de Hacienda y el Banco de México, respectivamente.
Era un paso adelantado del relevo gubernamental. El entonces presidente electo, Miguel de la Madrid Hurtado, enviaba a
dos de sus hombres de confianza para hacerse cargo de las finanzas en momentos críticos y en los que ya asomaba de nueva
cuenta el “fantasma” del Fondo Monetario Internacional, que a
instancias de loe acreedores de México observaba ya muy de
cerca el comportamiento de este país en camino de la quiebra.
Y el relevo anticipado en las sedes del poder financiero local
no la pudo evitar. Las acciones seguidas por Silva Herzog y
Mancera fueron en el mismo sentido que las de sus antecesores:
elevación de la tasa de interés para hacer atractivo el ahorro en
pesos, rechazo al control de cambios y más ajustes presupuestales encaminados a controlar lo que ya era incontrolable por esa
vía: la inflación y los desequilibrios en las cuentas nacionales.
El descontento y el desconcierto se generalizaban. Ya no sólo
los trabajadores, sino también los empresarios medianos y pequeños, algunos comerciantes, los partidos políticos y la gente con sentido común se inconformaban con la situación y advertían que era
necesario actuar con firmeza para combatir los dos grandes azotes
de la economía: la inflación y la irrefrenable fuga de dólares.
El manual de Mancera
Los banqueros guardaban un discreto silencio, pero actuaban. El nuevo director del banco central, Miguel Mancera, se
75
apresuró a redactar y hacer circular un folleto titulado “Inconveniencias del Control de Cambios”, que más tarde habría de convertirse en manual infalible para los especuladores.
El planteamiento de Mancera era tajante: “Si algún país existe, en donde el control de cambios tenga la máxima probabilidad
de fracasar, ése es probablemente México”.
Y daba sus razones. El control cambiario no podía operar debido a
que las “costas dehabitadas” del país son propicias para el “contrabando”, además de que comparte una frontera de más de 3 mil kilómetros
con Estados Unidos, donde no existe control de cambios y cuya moneda es la de más amplio uso internacional.
Agregaba que el personal bancario era poco versado en operaciones internacionales, que el entrenamiento del personal aduanal tomaba mucho tiempo, que las importaciones eran enormes,
que el turismo y las transacciones fronterizas eran muy importantes para la economía y que había en el país un comercio considerable de oro y plata.
En consecuencia, para Mancera y en ese entonces para el
Banco de México, ninguna forma de control cambiario era recomendable ni posible para el país. Rechazaba la implantación de un
sistema de paridades duales señalando que “no evitaría la fuga de
capitales sino que la multiplicaría, dada la pérdida de confianza
que sería causada por el establecimiento mismo del control”.
Y advertía: “La asignación de divisas al tipo de cambio controlado a los distintos solicitantes del sector privado sería difícil
de hacer con acierto y honestidad. La sobrefacturación de importaciones manejadas al tipo de cambio controlado sobrevendría
con toda seguridad. Y además, se afrontarían fuertes presiones
para adoptar el control de cambios integral”.
Luego externaba su conclusión: “La adopción del control de
cambios, en cualquiera de sus formas, reflejaría un escapismo a
las realidades económicas que nada resolvería y sí conduciría,
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con toda probabilidad, a la paralización de amplios sectores de la
economía nacional al escasear y encarecerse las divisas necesarias para la importación de insumos”.
Mientras tanto, las reservas internacionales del Banco de México continuaban consumiéndose para mantener la oferta de dólares
en los bancos comerciales, que obtenían excelentes utilidades con
los diferenciales de compra-venta. La captación de moneda nacional y la demanda de crédito para la inversión productiva se habían
restringido, el ciclo inflación-devaluación-fuga de capitales se había
consolidado, pero se insistía en combatir la situación con las mismas recetas que ya habían probado su inoperancia.
López Portillo avalaba públicamente el manual de Mancera y
expresaba con un dejo de resignación refiriéndose al control de
cambios: “Ni política, ni administrativa, ni geográficamente puede
controlarse”. Luego hacía una mención a los especuladores con la
moneda: “No se los puedo impedir, tal vez ni criticar; hay un precio
de oportunidad que satisface el interés individual”.
Los sacadólares tenían luz verde, en tanto que el nuevo secretario de Hacienda, Jesús Silva Herzog teorizaba: “… no hay incompatibilidad entre democracia y eficiencia; prueba de que el sistema
político mexicano ha sabido construir un dispositivo institucional,
que le permite responder a las crisis internacionales sin cancelar sus
principios de democracia, justicia, libertad”.
Más adelante una justificación ante la crisis: “El problema básico fue que crecimos demasiado rápido y en ese marco se produjo
por una parte el oil shock, la baja del precio del petróleo, y un aumento de la tasa de interés… Frente a ello lo recomendable hubiera
sido llevar a cabo un ajuste, empero no lo hicimos y, en consecuencia, esa cifra fue cubierta con un endeudamiento externo adicional
al que nos habíamos propuesto en 1982”.
Sus palabras eran una crítica implícita a David Ibarra, su antecesor,
y a la divisa crecimiento con inflación enarbolada por el propio presidente de la República.
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“No hay de otra”
Acto seguido, Silva Herzog señalaba que la situación del país
era difícil y obligaba a un ajuste de varios meses que tendría sus
costos tales como crecer menos y sacrificar empleos, por lo tanto
se trataba de un problema de caja y la crisis estaba bajo control.
Fue entonces cuando acuñó una frase que habría de repetirse
en todos los tonos y en todos los foros, nacionales e internacionales, como argumento único, irrebatible: “no hay de otra”.
Dentro de esa tónica, en mayo y junio se ampliaron las cónsultas con el Fondo Monetario Internacional. En medio tuvo lugar la
que iba a ser la última Convención Nacional de Banqueros, con
las instituciones de crédito aún en manos de particulares.
El evento, celebrado en Acapulco, nunca reflejó la gravedad
de la situación que enfrentaba el país. Se habló de la solidez, la
eficiencia y la modernidad del sistema financiero; se insistió en
que la crisis estaba bajo control y que a pesar de pronósticos pesimistas de los críticos del gobierno, el programa de ajuste se
cumplía y daba buenos resultados.
La única voz discordante resultó ser la de Enrique Creel de la
Barra, presidente de la Comisión Nacional Bancaria y de Seguros,
quien ante el desconcierto de los asistentes a la reunión expresó:
“La banca mexicana debe actuar con responsabilidad eminentemente social, ya que al ser una actividad concesionada por
el Estado se tiene que ajustar a los lineamientos de política económica y a los objetivos impuestos”.
Más adelante hubo un señalamiento que resultó premonitorio: “Una banca elitista, al servicio de unos cuantos privilegiados, ni debe ser concesionada, ni tiene razón de existir”.
El director del Banco de México también habló y recitó su letanía: “La captación de recursos en moneda nacional ha mostrado en
las últimas semanas un comportamiento poco satisfactorio, ya que
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aunque las tasas de interés son competitivas, no son lo suficientemente remuneradas. Un objetivo prioritario será elevarlas para que
compitan exitosamente con la captación en dólares”.
Fracaso monetario
Para el mes de agosto, la crisis lejos de estar “bajo control” se había agravado, a pesar de los ajustes y reajustes a la economía, de las
elevadas tasas de interés que exigía Mancera y de la irrestricta libertad
cambiaria vigente. Las recetas monetarias habían fracasado rotundamente ante una crisis de carácter estructural.
El FMI había entrado de lleno al escenario mexicano y por principio de cuentas recetaba más apretones de cinturón y ajustes en la
moneda como forma de atacar la emergencia.
En un documento enviado al directorio ejecutivo del organismo
internacional, la misión que examinó la situación mexicana señalaba: “El staff considera que las autoridades deben estar preparadas
para modificar el ritmo al que la tasa de cambio se ajusta, o aun permitir mayor flexibilidad en la tasa de cambio ante posibles presiones en las reservas internacionales del país.
“Hasta que la estabilidad se alcance —agregaba el documento—, la flexibilidad de la tasa de cambio requiere orientarse a la tarea de mantener la competitividad externa, pero debe también señalarse que es la mejor forma de hacer frente a los problemas derivados de la falta de confianza”.
Las recomendaciones del FMI también se hicieron sentir en
otros renglones, y así, el primero de agosto, el gobierno anunció un
aumento de 30 por ciento a los precios del pan, la tortilla, las gasolinas y la energía eléctrica, en un intento por fortalecer las finanzas
públicas y reducir el déficit fiscal.
Pero esos incrementos sólo atizaron la inflación, que para entonces galopaba a un ritmo cercano al 55 por ciento anual, al tiempo
que alertó a los especuladores de que una nueva devaluación se
aproximaba y había que apresurarse a comprar dólares y sacarlos
del país antes de que se acabaran.
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Dentro del propio gobierno había divisiones. De hecho ya funcionaban dos equipos que buscaban decidir en materia financiera: el encabezado por Silva Herzog y Mancera, representando al presidente electo, y el que tenía como cabeza visible a José Andrés de Oteyza, secretario de Patrimonio y Fomento Industrial, quien se mantenía muy cercano y pesaba mucho en el ánimo del Presidente López Portillo.
Los sectores productivos tampoco tenían posiciones coincidentes. El
movimiento obrero demandaba una enérgica intervención del Estado para frenar la especulación y pedía que no se le dejara caer todo el peso de
la crisis. Los industriales hablaban de la descapitalización de las empresas y de la necesidad de fortalecer los fondos de desarrollo ante lo proy.bitivo del crédito bancario y lo difícil de la situación financiera.
Los bancos seguían vendiendo dólares a gran velocidad e incluso
algunos de ellos enviaban directamente divisas al exterior. Bancomer,
entonces propiedad de Manuel Espinosa Iglesias, utilizó un correo personal para remitir cinco millones de dólares a un banco corresponsal en
Estados Unidos. Los dólares viajaron en dos grandes maletas al lado de
un pasajero que compró boletos de avión de primera clase.
No fue caso único, aunque sí uno de los más visibles, pues los dólares fueron detectados por los empleados del aeropuerto. Pero como
todo se valía, no hubo mayor problema y, al igual que el jibarito de la
canción, el singular pasajero salió “loco de contento con su cargamento” para Nueva York.
Los dólares se agotaban en el sistema y los banqueros fueron los primeros en apercibirse de ello y de que algo se avecinaba. El Banco de Cédulas Hipotecarias, entonces dirigido por Ernesto Fernández Hurtado,
exdirector del Banco de México, realizó una operación de emergencia y
en un solo día remitió 300 millones de dólares al extranjero.
Control cambiario
Días después, el cinco de agosto, López Portillo retomó el poder en
materia financiera y luego de una larga consulta con el secretario de
Hacienda, éste anunció la implantación de un sistema dual de cambios,
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con lo que se ponía fin a la irrestricta libertad en ese renglón, en un
intento desesperado de poner un “tapón” a las escasas divisas que
restaban en las arcas de la Nación.
Silva Herzog explicó la medida en los siguientes términos: “La
fórmula que se adoptará conducirá a la vigencia simultánea de dos
tipos de cambio: uno preferencial y otro de aplicación general.
“Su vigencia será temporal, en tanto que el Programa Integral de
Ajuste Económico rinde todos sus efectos. Es de esperarse que, una vez
que esto suceda, habrá una conveniencia de los dos tipos de cambio, lo
cual hará innecesario el mantenimiento de dos mercados de divisas”.
Y advertía: “Esta es una situación nueva, que el país no ha vivido
nunca. Por ello habrá que tener serenidad y confianza, para saber
aprovechar las experiencias nuevas que surgirán en los próximos días,
y evitar distorsiones mayores en el mercado”.
Luego reconocía: “Es necesario precisar que la decisión que hoy se
anuncia ha sido forzada por las presiones de carácter altamente especulativo que han venido afectando al mercado cambiario”.
La medida fue acompañada de hecho por otra drástica devaluación de la moneda. El peso se cotizó en el mercado libre entre 77 y
84 pesos por dólar, mientras el tipo de cambio preferencial fue ubicado en 49.13 pesos por el Banco de México.
Esta vez correspondió a López Portillo dar las explicaciones, y en una
reunión con representantes de los diversos sectores productivos argumentó:
“Lo que se busca es hacer un esfuerzo para administrar las divisas
que ingresan al país, fundamentalmente las del petróleo, ideando un
sistema defensivo que nos permita destinar esas divisas para lo verdaderamente importante; que nos permita dedicar los dólares que el país
ingresa por el petróleo y por el crédito que el Estado obtiene en el exterior, a pagar nuestras importaciones —pero no todas—, no las suntuarias, no las de lujo, no los viajes innecesarios.
“A pagar las importaciones de los alimentos en los que todavía
somos insuficientes —hay algunos—; a pagar los elementos que
necesita la industria para seguir produciendo los bienes de capital,
los equipos, las máquinas que necesitamos para seguir creciendo.
“Destinar esos dólares para pagar las deudas del sector público
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y los compromisos del sistema de ahorro de los bancos de México
para que éste no pierda su crédito, que es uno de los patrimonios
fundamentales”.
En la misma oportunidad el presidente de la República argumentó en contra de las devaluaciones, que como la de febrero de
ese año, “no resuelve” sino que agrava —como ya lo hemos visto—
los problemas.
“Chicoteó la inflación y se estableció un círculo vicioso, un
círculo perverso que teníamos que mantener muy precariamente en
un ambiente monetario muy asustadizo, y no resolvimos sino que
agravamos el problema, porque por el propio vicio posdevaluatorio
se fueron causando efectos antes inexistentes”, agregó López
Portillo, y en seguida pidió:
“Que se acabe el negocio de la especulación contra los ingresos
provenientes del patrimonio y del crédito del pueblo. No podemos
aguantarlo, lo hemos vivido mucho tiempo. Todo puede terminar, y
el momento de orientar el destino de nuestras divisas ha llegado al
país. El sistema que se nos ocurrió es el que ustedes conocen”.
Era la misma fórmula que desde meses antes había sido propuesta
una y otra vez por diversas agrupaciones obreras, partidos políticos y
respaldada por amplias capas de la opinión pública. Finalmente se actuaba en forma parcial ante lo que desde tiempo atrás era evidente: los
dólares se fugaban del país como la sangre en una vena abierta de tajo.
López Portillo justificaba la demora: “La medida nos va a crear sin
duda problemas; es muy difícil de administrar. Hemos argumentado
contra esta medida, pero la hemos tenido que tomar. Se habla de la dificultad de la administración y de la corrupción a la que va a dar lugar.
“Efectivamente hay ese riesgo; pero aún corriéndolo, lo peor que
nos pudiera pasar sería que estuviéramos en el punto de cualquiera otra
de las decisiones. En cambio tenemos la oportunidad, si somos solidarios, si somos honestos, y al hablar de honestidad me estoy refiriendo
al sector público, pero también al sector privado que es el corruptor por
la contaminación de los sistemas de paridad que puede haber…
“Si no nos corrompemos unos a otros, si no queremos corromper y
nos negamos a ser corrompidos, el país tiene la oportunidad de mane-
82
jar con más utilidad, inteligencia y honestidad, las divisas limitadas de
que ahora dispone”.
Negativa presidencial
“De otra manera”, enfatizaba el Presidente de la República, seguiríamos en el mundo de lo absurdo, abiertos al saqueo hacia el
exterior, indefensos, quejándonos de que los buitres de la inflación
nos corroan las entrañas, y a eso me niego, señores”.
Empero su negativa no fue suficiente, no obstante que la acompañó
de un llamado a la “serenidad y al patriotismo”. Algunas formas de corrupción, sobre todo la bancaria, ya se habían arraigado en el manejo de
di-visas desde antes de la implantación del sistema dual de cambios, así que
el precio del dólar en el mercado libre se disparó hasta 120 pesos por unidad.
Las reacciones eran diversas. El sector obrero, con resignación, se
manifestaba dispuesto a aplazar sus demandas salariales a cambio de
que no hubiese más alzas de precios; pero los comerciantes se
lanzaban contra todo tipo de controles, los industriales hablaban de una
descapitalización del 300 por ciento a causa de las devaluaciones de
1982, y las pérdidas del sector privado en su conjunto se estimaban en
un billón 300 000 millones de pesos en lo que iba del año.
El desconcierto y la desconfianza eran generalizados. La fuga
de capitales y la especulación con la moneda persistía, los dólares
de las reservas internacionales del país se agotaban, y así, el 12 de
agosto las autoridades emitieron un nuevo comunicado:
“La Secretaría de Hacienda y Crédito Público y el Banco de
México informan que a partir de mañana los depósitos en moneda
extranjera se pagarán conforme a lo dispuesto por la Ley Monetaria
de 1926, precisamente en moneda nacional.
“A fin de que esta medida no dé lugar a condiciones desordenadas
en el mercado de cambios, éste permancerá cerrado temporalmente a
partir de mañana.
“Las obligaciones que tienen los bancos en dólares, así como
las que tienen los cuentahabientes que deseen hacer retiros de sus
83
depósitos en dichas monedas, serán pagadas en moneda nacional al
tipo de cambio correspondiente al cierre del mercado de hoy, es
decir, 69.50 pesos por dólar”.
Se trataba de los llamados “mexdólares”, depósitos bancarios
hechos en moneda nacional pero teóricamente convertidos a dólares
y que se habían establecido desde algún tiempo atrás a efecto de
frenar la compra de “billetes verdes” y su posterior remisión al
extranjero.
Las circunstancias y la realidad obligaban a terminar con esta
ficción de dólares que nunca ingresaron al sistema financiero, que
ofrecían un rendimiento por los depósitos y que buscaban promover el
ahorro interno con las autoridades jugando también a la especulación
con la moneda. Quien recurría a los “mexdólares” lo hacía con la
certeza de que el peso se iba a devaluar, y si encima le pagaban un
porcentaje extra, doble ganancia. Esa era la lógica financiera.
Rebelión de banqueros
La medida motivó protestas. Algunos de los poseedores de “mexdólares” se decían engañados, exigían que se les entregaran dólares en efectivo
o en su caso que se les liquidaran sus depósitos al tipo de cambio libre.
Encontraron el respaldo de los banqueros, que en un abierto
desafío a las autoridades, publicaron un comunicado suscrito por la
Asociación de Banqueros de México en el que se explicaba que no
era obligatorio convertir los pesos en dólares. La presión dio
resultado y el 16 de agosto se inició parcialmente la transferencia de
dólares, no obstante que unos días antes el secretario de Hacienda
había recurrido en solicitud de ayuda al gobierno de Estados Unidos
en el episodio conocido como el Mexican Weekend.
Después de su repentino como misterioso viaje a Washington,
Silva Herzog convocó a una conferencia de prensa el 17 de ese mismo
mes, en la que sin preguntas de por medio informó que ante la escasez
de divisas se habían realizado negociaciones internacionales que
arrojaban los siguientes resultados:
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“Ampliación de las exportaciones de petróleo a un nivel de un
millón 700 mil barriles diarios, destinados en su mayor parte a Estados
Unidos. Del Fondo de Estabilización Monetaria de la Secretaría de
Hacienda Estadunidense, México obtuvo un pago anticipado de mil
millones de dólares.
“Para las importaciones mexicanas de granos y alimentos se
obtuvo, en un organismo de apoyo a las exportaciones estadunidenses,
una línea de crédito por 1 000 millones de dólares.
“Se acordó una línea de crédito de 1 500 millones de dólares
con el Banco Internacional de Pagos.
“Se iniciaron conversaciones con el Fondo Monetario Internacional para utilizar los recursos que en calidad de miembro le corresponden a México”.
Las arcas vacías
Lo que no se dijo fue que para ese entonces México era ya un país
insolvente, que las reservas internacionales habían quedado en cero y
que en el Mexican Weekend se había convenido una estrategia con los
más altos funcionarios del gobierno norteamericano para así hacerlo
saber a los banqueros privados internacionales durante una reunión que
tendría lugar el viernes 20 de agosto en el edificio de la Reserva
Federal, en Nueva York. (Ver Las arcas vacías, El día que México no
pudo pagar. Alejandro Ramos Esquivel. Editorial Diana, 1984.)
La fuga de capitales, alimentada por las divisas de las reservas
del Banco de México, había cobrado su precio. El país estaba en
quiebra y así se reconocía ante la comunidad financiera mundial. La
crisis deudora internacional había estallado y México era el principal
protagonista.
Fueron días intensos. De disputa y confrontación en lo interno y de
emergencia pura en el ámbito externo. Como parte del “rescate de
México”, la banca privada internacional había formado un comité de
vigilancia integrado por representantes de los 14 principales acreedores
del país para que se mantuviera al tanto del uso de los 5 000 millones
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de dólares que en forma de préstamo le otorgaría a esta nación a efecto
de que pudiera hacer frente a sus compromisos y no dejara de pagar los
intereses de su deuda, que en ese entonces se estimaba en 80 000
millones de dólares, la segunda más elevada del mundo.
También se había comprometido el apoyo del Banco de Pagos Internacionales, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y
el del resto de la banca privada internacional, en virtud de que la insolvencia de México significaría el desmoronamiento del sistema financiero de Occidente. El riesgo era mayúsculo y nadie quería correrlo.
En las negociaciones con sus acreedores, México había obtenido
en principio un plazo de 90 días en el que dejaría de pagar capital e
intereses de su deuda externa. Se trataba de una moratoria temporal, de
un roll over para permitirle ganar tiempo y recibir parte de la ayuda
convenida a efecto de que pudiera salir de su situación de insolvencia.
Los funcionarios mexicanos que habían participado en el arreglo
se apresuraron a elaborar un informe sobre la situación del país y a
demandar formalmente la prórroga de 90 días para suspender pagos.
En un mensaje firmado por Silva Herzog y hecho circular a cientos
de bancos a través de la red de télex internacional, el 22 de agosto de
1982, se podía leer:
“México sufre una severa escasez de divisas provocada por una
masiva fuga de capitales y el virtual cierre de sus accesos a los
mercados internacionales de dinero en los últimos meses… Esto nos
ha obligado a tomar una serie de drásticas medidas, como una fuerte
devaluación del peso, el establecimiento de un sistema dual de
cambios, el incremento de precios y tarifas de bienes y servicios que
presta el sector público, limitaciones a las transferencias en dólares en
depósitos domésticos y el cierre temporal del mercado cambiario…
“Además —proseguía el télex—, México ha iniciado negociaciones formales con el Fondo Monetario Internacional y espera firmar un
acuerdo con el mismo en octubre próximo… Una vez suscrito el convenio, el Fondo proporcionará cerca de 4 500 millones de dólares a
México durante un periodo de 3 años, en los que el país aplicará un severo programa de ajuste económico”.
Era la radiografía de un país en plena crisis financiera. Sin embar-
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go, no daba ningún indicio del “gran golpe” político que se avecinaba.
López Portillo, de nuevo en el poder, había ordenado una alternativa
viable para poner fin al caos en que se desenvolvía el país. A través de
Oteyza había recontactado a Carlos Tello, secretario de Programación
y Presupuesto al inicio de su régimen y quien había renunciado al
cargo por no estar conforme con las políticas derivadas del acuerdo
suscrito por México con el FMI, a raíz de la devaluación de 1976.
Tello, junto con un grupo reducido de colaboradores y amigos, trabajó en secreto. Nadie en esos días imaginaba una sorpresa como la
que preparaba López Portillo en su sexto y último Informe de Gobierno a la Nación.
A pesar del sistema dual de cambios, los dólares seguían saliendo.
Los bancos privados hacían grandes negocios con la venta de divisas.
Por concepto de estas operaciones, tan sólo en el mes de agosto,
registraron utilidades por 9 000 millones de pesos. Esto literalmente
motivó la furia de López Portillo, quien en el pecado les hizo llevar la
penitencia.
La nacionalización bancaria
El primero de septiembre de 1982, en el nuevo Palacio Legislativo
de San Lázaro, frente a los poderes legislativo y judicial y en una cadena
nacional de radio y televisión, el presidente de la República expresó:
“México, al llegar al extremo que significa la actual crisis, no
puede permitir que la especulación financiera domine su economía sin
traicionar la esencia misma del sistema establecido por la Constitución:
la democracia como constante mejoramiento económico, social y
cultural del pueblo.
“Tenemos que cambiar. Decisión siempre dura, pero que no puede seguir entronizada en la posibilidad de sacar recursos cuantiosos al exterior,
y después pedirle prestado migajas de nuestro propio pan. Todo ello propiciado y canalizado por instituciones y mecanismos especulativos.
“La producción, agobiada por los resultados de los fenómenos
exteriores que acabamos de describir y por el manejo que se ha hecho
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de nuestros recursos, no encuentra forma de financiarse. Se está sofocando. Para salvarla requerimos de toda la concentración posible de
los medios para que las empresas públicas y privadas, agrícolas e industriales, puedan continuar con las actividades que dan empleo y
sustento a los mexicanos”.
El gesto serio, circunspecto de López Portillo y el tono grave de
su voz ayudaban a crear un ambiente de expectación. Su descripción
de la situación que vivía el país y las culpas que implícitamente
atribuía a las instituciones privadas de crédito, se fueron haciendo
más explícitas a medida que avanzaba la lectura de su informe.
“Tenemos —enfatizó— que organizamos para salvar nuestra
estructura productiva y proporcionarle recursos financieros para seguir
adelante; tenemos que detener la injusticia del proceso perverso: fuga
de capitales-devaluación-inflación que daña a todos, especialmente al
trabajador, al empleo, a las empresas que lo generan”.
Acto seguido, una leve pausa y el anuncio inesperado, acompañado
de una retórica singular, dramática, que impactó a propios y extraños:
“Estas son nuestras prioridades críticas”, resumió López Portillo, y dijo:
“Para responder a ellas he expedido en consecuencia dos
decretos: uno que nacionaliza los bancos privados del país, y otro que
establece el control generalizado de cambios, no como una política
superviviente del más vale tarde que nunca, sino porque hasta ahora
se han dado las condiciones críticas que lo requieren y que lo
justifican. Es ahora o nunca. Ya nos saquearon. México no se ha
acabado. No nos volverán a saquear”.
Se había llegado al límite. Los hijos del mito se habían comido a
su propia madre. Los jirones de aquel mito que forjó a una nación no
convencían a nadie ni servían para nada.
¿Cómo salir del hoyo? Sin reservas, sin credibilidad, sin influencia
social, sin convencimiento real de que el país estaba bajo control o de
que el problema era sólo de caja, había que tomar decisiones de fondo.
Y se tomaron.
Populismo financiero
Bien a bien nadie lo podía creer.
Tres días antes de su sexto informe de gobierno, el
Presidente López Portillo pidió la atención nacional porque
diría y anunciaría cosas importantes. Antes de las once de la
mañana del primero de septiembre de 1982, repetiría esto tres
o cuatro veces, pero sin hacer mayor revelación.
A diferencia de otros años, el texto del informe no fue entregado a los periodistas en la madrugada del día primero, sino unos
minutos antes de que se iniciara su lectura. Ahí, en letras de molde, con toda claridad se anunciaban las medidas que habían de impactar a todo el país y trascender de inmediato al extranjero.
La nacionalización de la banca y el control integral de cambios eran una sorpresa para todos, hasta para los banqueros.
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“Es injusto. La nacionalización no resuelve sino que agrava
los problemas”, declaró Carlos Abedrop, presidente de la Asociación Nacional de Banqueros.
“No puede ser”, coincidían en señalar los dirigentes del sector
privado. Los trabajadores y los partidos políticos —a excepción del
PAN y el PDM— estaban felices, veían una luz al final del corredor.
Durante los meses, años, previos, la economía había estado
en manos de las fuerzas especulativas. El dólar se había convertido de hecho en la moneda nacional.
Informes especiales para el Presidente le decían que los promotores y beneficiarios de la devaluación eran los banqueros,
que en las ventanillas de las sucursales bancarias se aconsejaba
cambiar pesos por dólares y que de ahí salían muchos rumores.
Agregaban que algunos gerentes de bancos hacían su propio negocio, comprando dólares sin registrar las operaciones y quedándoselos para revenderlos por fuera a clientes muy seleccionados.
A partir del establecimiento del tipo dual, las ganancias de
los bancos aumentaron en el renglón de operaciones cambiarias, ya que había un diferencial de 20 pesos entre los tipos de
cambio libre y controlado, mismo que iba íntegramente al renglón de utilidades de las instituciones de crédito.
La inestabilidad de la moneda también trabajaba en su favor
en lo referente a préstamos, ya que los propios bancos mexicanos habían otorgado una gran cantidad de créditos en dólares a
empresas del país, que al momento de la nacionalización estaban
en quiebra técnica. A fuerza de devaluaciones del peso, sus pasivos eran mayores que sus activos y de hecho no podían hacer
frente a su realidad financiera.
En esta situación se encontraban varias empresas del Estado, entre
ellas Teléfonos de México. Sin embargo los más apremiados, como se
revelaría muy poco tiempo después, eran algunos grupos industriales
del sector privado que se habían endeudado alegremente en dólares,
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tanto en México como en el extranjero, y cuyos pasivos se habían multiplicado por cinco en poco más de seis meses, al pasar la cotización
del peso de 26 a 50 y luego a 120 unidades por dólar. Alfa, Visa, Cermoc, resultaron algunos de los casos más sonados.
Esto significaba que lo más importante de la planta productiva del país estaba en serio riesgo de desaparición. La desconfianza era generalizada, no había firmeza en el rumbo y López Portillo veía y sentía que el país se le desmoronaba entre las manos.
La economía se había dolarizado a causa de la especulación o
bien por razones legítimas como la capitalización de las empresas
con moneda extranjera. Esto es, al endeudarse en dólares, muchas
compañías buscaban tener una reserva en esa divisa para poder hacer frente a sus pagos. A esto las obligaban las circunstancias y el
hecho de que las tasas de interés, es decir los réditos que tenían que
pagar, eran inferiores en los préstamos en dólares que los que se cobraban en financiamientos en moneda nacional que, siguiendo la
vieja teoría del Banco de México, iban permanentemente al alza y se
ubicaban en agosto de 1982 a tasas por arriba del 80 por ciento anual.
Paralelamente el país se había declarado insolvente ante la comunidad internacional, y aunque ya contaba con una prórroga de 90
días para dejar de pagar intereses y amortizaciones de su deuda externa, sólo se había ganado tiempo que de poco o nada serviría sin
cambios en lo interno. La crisis del gobierno, como la veía el Presidente en particular, se había iniciado como financiera, avanzado a
lo económico y apuntaba a lo social. Pero en realidad era una crisis
de credibilidad, de confianza.
En el terreno de lo personal el estado de cosas golpeaba fuertemente la autoestima de un hombre pasional como López Portillo,
quien se negaba a aceptar su fracaso como gobernante. De ahí que
en su sexto informe de gobierno, la nacionalización de la banca
haya sido interpretada por muchos como una revancha contra los
banqueros, sus viejos amigos y antiguos aliados.
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Realmente la medida respondía a motivaciones distintas, en el
fondo algunas de carácter técnico. Para aplicar un control integral
de cambios como el que se proponía para frenar la especulación y
salvar la planta productiva, era necesario que los bancos privados
pasaran a manos del Estado, pues de otra manera no había posibilidad alguna de tener éxito, ya que se daba por descontado que los
banqueros no iban a atentar contra su propio negocio, además de
que se proyectaba un giro radical para el sistema financiero donde
hombres como Manuel Espinosa (Bancomer), Agustín Legorreta
(Banamex), Eloy Vallina (Comermex) y otros por el estilo no tenían cabida.
Los dólares del informe
Sin embargo, la pasión y la emoción que con frecuencia embargaban a López Portillo le dieron a las cosas un cariz distinto.
Habló de que el país había sufrido el peor saqueo de su historia, y
responsabilizó a los banqueros. Denunció la especulación y otras
prácticas financieras que atentaban contra el interés nacional, y responsabilizó a los banqueros. Habló de desnacionalizados que habían
exportado su lealtad y sus dólares, y responsabilizó a los banqueros.
También dio cifras:
Las propiedades de mexicanos en Estados Unidos llegaban a
25 000 millones de dólares, los depósitos en bancos norteamericanos ascendían a 19 000 millones, y se estimaba que en conjunto la fuga de capitales superaba los 50 000 millones de dólares.
López Portillo definió esto como el peor saqueo sufrido por
el país en toda su historia. Enfatizó que contra la fuga de capitales no hay fondos suficientes que alcancen, dijo que falló la
conciliación de la libertad de cambios con la solidaridad
nacional y procedió a dar el anuncio de la nacionalización de la
banca y de la implantación del control integral de cambios.
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El nuevo modelo
Estas medidas fueron acompañadas con un relevo en la dirección del Banco de México, donde Miguel Mancera Aguayo fue sustituido por Carlos Tello Macías, el arquitecto de la nacionalización
bancaria y cabeza de un reducido grupo que se proponía, en el corto
tiempo que le restaba al gobierno de López Portillo, implantar un
nuevo modelo financiero en el país.
Clemente Ruiz Duran, quien llegó con Tello al banco central,
donde ocupó el secretariado técnico, explica el desafío de ese momento: “La responsabilidad era enorme, era una responsabilidad
histórica, una responsabilidad con la nación.
“Echar a andar las cosas no era una cuestión fácil, como había señalado el Ejecutivo; se había llegado a este momento en condiciones
críticas. Se requería establecer un control generalizado de cambios, sólo que sin divisas; era necesario dictar nuevas reglas a la política monetaria y crediticia, pero sin alterar el orden institucional, y todo esto en
el marco de un gobierno que terminaría su gestión en 90 días más”.
El primer objetivo después de la nacionalización era mantener
la confianza y así, el sábado 4 de septiembre de 1982, Carlos Tello
anunció en cadena nacional de televisión que no había ninguna
afectación a los depósitos bancarios y que se respetarían íntegramente los valores, joyas y dinero guardados por el público en las
cajas de seguridad de los bancos.
También informó que los depósitos en cuentas de ahorros que
durante años habían ofrecido un rendimiento de 4 por ciento anual,
lo tendrían en adelante de 20 por ciento con el propósito de estimular y premiar al pequeño ahorrador. Igualmente, a partir de esa fecha quedaron suprimidas las comisiones que cargaban los bancos
por el manejo de cuentas de cheques.
Pero sin duda la medida más importante anunciada por Tello consistía en el regreso a la paridad fija del tipo de cambio. El peso dejaría
de “flotar”, de deslizarse, de hundirse, por lo menos durante algún
tiempo, en el que tendría dos paridades: 50 y 70 unidades por dólar.
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La cotización “preferencial” de 50 pesos por dólar estaba orientada al
suministro de divisas para la planta productiva, a efecto de que pudiera cubrir sus compromisos más apremiantes con el exterior y realizar las impartaciones estrictamente necesarias para evitar la paralización de la actividad
económica.
La correspondiente a 70 pesos por dólar se destinaba a otros usos tales
como viajes, gastos médicos, importaciones no necesarias y usos diversos.
Dada la prácticamente inexistencia de dólares en el sistema bancario para
estos requerimientos, se limitó su venta a cantidades muy reducidas, de hecho insignificantes.
Una vez establecidas estas paridades se procedió a terminar con los
depósitos en dólares hechos en bancos del país, mediante su conversión a
pesos mexicanos. 12 000 millones de los llamados “mexdólares” fueron
devueltos en moneda nacional.
El Banco de México explicó la decisión en los siguientes términos:
“Nadie que haya depositado sus activos en moneda distinta de la mexicana
podrá llamarse a engaño. Recuperarán sus inversiones y el rendimiento
que éstas generan, a la paridad más alta para los dos que se han fijado: 70
pesos por dólar”.
Y enfatizaba: “Habrán realizado una ganancia muy considerable en
pesos mexicanos —en la mayor parte de los casos, de más del 150 por
ciento en poco más de medio año—. Como se indica en el decreto de control de cambios del primero de septiembre, el sistema bancario nacionalizado dejará en lo sucesivo de recibir este tipo de depósito y de conceder
crédito en otra moneda que no sea la mexicana, que por ley es la única de
curso legal en el país”.
Al mismo tiempo se ofrecía a las empresas cancelar sus adeudos en
dólares al tipo de cambio de 50 pesos por unidad en lo correspondiente a
préstamos contraídos con bancos nacionales. Muchas empresas así lo hicieron y mejoraron sustancialmente sus estados financieros.
Otra medida importante adoptada por el gobierno fue la baja en las tasas de interés bancario, con el propósito de reducir el costo del crédito y
alentar la actividad productiva.
En su libro 90 días de política monetaria y crediticia independiente,
Ruiz Duran precisa los alcances del nuevo modelo financiero que entró
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en operación:
“Para las empresas esto significaba una reducción sustantiva en
sus costos. Para dar una idea del efecto de esta medida debemos
señalar que algunas empresas habían registrado sus deudas a 120
pesos al finalizar agosto, y ahora el Estado les permitía hacerlo a 50
pesos; es decir, el ahorro en desembolsos era de alrededor de 231
000 millones de pesos.
“Los empresarios utilizaron de inmediato esta ventaja empezaron a
liquidar en septiembre los créditos que tenían contratados en monedas
extranjeras con la banca; en los dos primeros meses se convirtieron 1613
millones de dólares, es decir, el 48 por ciento del total. Al iniciarse el mes
de noviembre se decidió ampliar la medida permitiendo la liquidación por
anticipado de estos créditos”.
Choque de tendencias
Todo lo anterior representó un subsidio de la banca nacionalizada a la planta productiva. El valor real del peso era de alrededor de 60 por dólar, por lo que el tipo de cambio preferencial
también se encontraba subsidiado.
El nuevo modelo significó un respiro, la inflación se redujo
de 10 por ciento en agosto a 5 por ciento en septiembre y así se
mantuvo en los dos meses siguientes. Sin embargo, el control de
cambios funcionó con muchas dificultades y la realidad es que
no alcanzó a impedir la fuga de dólares.
Lo que sí pudo lograr fue que la dolarización no se alentara desde dentro del sistema, pese a que la paridad fija estaba condenada a
ser una ilusión, y así se habría de probar unos cuantos meses después.
Al conjunto de medidas aplicadas durante los 90 días que siguieron a la nacionalización de la banca, se le conoció muy pronto
bajo la denominación de “populismo financiero”, encontrando
fuerte resistencia, sobre todo en el interior del propio gobierno.
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Tello y su reducido grupo no formaban parte del “clan” financiero del país y sus acciones y argumentos eran descalificados,
señalándolos como “irrealistas” y contrarios a toda ortodoxia.
La apertura de esta polémica corrió a cargo de Silva Herzog.
Marginado del proceso nacionalizador, el secretario de Hacienda
se enteró de los decretos horas antes de la lectura del VI Informe
Presidencial. Sin mucho ánimo, como una formalidad burocrática,
presentó su renuncia al presidente de la República, pese a que firmó el decreto nacionalizador y, en palabras de López Portillo:
“pasó a la historia”.
Con esa misma formalidad el funcionario fue ratificado en el
puesto y le dieron instrucciones de darle posesión a Tello Macías
en el Banco de México, cosa que hizo sin convicción. Poco después salió con destino a Toronto, Canadá, para intervenir en la
reunión anual conjunta del Fondo Monetario Internacional y el
Banco Mundial.
La propia nacionalización tenía enfoques distintos para Silva
Herzog y Tello Macías. (Véase La Nacionalización de la Banca, David Colmenares, Luis Angeles, Carlos Ramírez. Terra Nova, 1982).
El nuevo director del Banco de México hablaba de relanzar a
la banca como instrumento de desarrollo, al margen de funcionamientos anteriores. Para él, si el sector financiero privado había
servido para la especulación, en manos del Estado podría utilizarse para la recuperación.
Para tal fin fijó objetivos que serían alcanzados por la banca
nacionalizada: fortalecer el aparato productivo y distributivo del
país, reordenar el sistema de crédito, detener las presiones
inflacionarias, brindar seguridad a los ahorradores, apoyar a los
pequeños cuentahabientes y bajar las tasas de interés.
En Toronto, Silva Herzog declaraba que no debía haber tanto
cambio en los principios bancarios: “Deberá mantenerse el principio fundamental de la operación financiera, pagar al ahorrador un
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rendimiento atractivo y evitarse todo intento de subsidio que impediría el buen uso de los escasos recursos de que dispone”.
Lo cierto es que en tres meses las utilidades del sistema bancario se redujeron en forma sustancial y a través de subsidios se canalizaron al apoyo de las paridades fijas, a la conversión de depósitos en divisas y moneda nacional y al respiro financiero de la
planta productiva. Los objetivos de la nueva banca no consistieron
en seguir acumulando ganancias estratosféricas, sino en tratar de
salvar la situación y desdolarizar la economía.
Para alcanzar esas metas, Tello y su grupo se apoyaron en la
institucionalidad con que actuaron la mayor parte de los funcionarios del sector financiero, que respetaron en el nuevo modelo aunque estaban en desacuerdo con él y a algunos les parecía descabellado. Otros pensaron que el nuevo equipo había llegado para quedarse. Recordaron que Tello y De la Madrid Hurtado habían sido
compañeros en la dirección de crédito de Hacienda y pensaron
que ésa sería la tónica del gobierno que entraría en funciones en
diciembre de ese año.
Subterráneamente la inconformidad contra los nuevos ocupantes de la dirección del Banco de México sí era abierta. Funcionarios
del banco central mantenían contacto permanente —extraoficinas—
con gente de la Secretaría de Hacienda, donde el equipo de Jesús
Silva Herzog tampoco simpatizaba con el “populismo financiero”.
Los mayores enfrentamientos entre estas dos tendencias se
dieron, sin embargo, en el terreno de la negociación internacional.
La nacionalización de la banca había sembrado pánico entre
muchos de los banqueros internacionales acreedores de México,
quienes veían en la medida un adelanto de lo que para ellos representaba una pesadilla: la suspensión de pagos. De pronto quisieron
saber todo acerca de Carlos Tello. Los rumores de que era comunista habían trascendido las fronteras motivando muchas preocupaciones. Algunos también creyeron que era un primer enviado
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del futuro gobierno y se pusieron a temblar.
Tello tenía su historia y no resultaba tranquilizadora para la salud de los banqueros internacionales. Hombre duro, de convicciones arraigadas, había sido secretario de Programación y Presupuesto al inicio del régimen de López Portillo y renunció al cargo
en 1977, cuando denunció públicamente que el programa monetario de Hacienda estaba asesorado por funcionarios del FMI.
En su libro La Política Económica en México 1970-76, Tello
Macías se refiere a los programas de estabilización y a la presencia del FMI como “la obstinación de revivir cadáveres”.
Y agrega: “La única alternativa a este tipo de estratagemas
(las del FMI) es la conformación de una nueva estrategia para el
desarrollo nacional, que ponga de inmediato las medidas necesarias para reorientar la economía hacia objetivos de mayor producción y empleo, de satisfacción de las necesidades básicas de
la mayoría de la población, de redistribución del ingreso entre
grupos y regiones del país, de mantenimiento de nuestra soberanía como nación, de fortalecimiento de nuestra independencia
económica y nuestras libertades democráticas”.
Después de la nacionalización de la banca en 1982, e incorporado a las negociaciones con el FMI, Tello, según refiere Joseph
Kraft en su reporte sobre El Rescate de México, daba la impresión
de ser un hombre que batallaba, casi solo, por una buena causa
contra las revueltas fuerzas del mal.
“Según Tello —escribe el investigador norteamericano—, De
la Madrid, Silva y la mayoría de los burócratas mexicanos estaban
alineados con el FMI, Volcker y los bancos internacionales”.
Para cuando Tello llegó al Banco de México, la negociación
con el Fondo Monetario Internacional estaba en marcha y se esperaba un pronto acuerdo. México recibiría 3 800 millones de dólares de ese organismo financiero, que además serviría de aval para
que el país pudiera obtener 5 000 millones de dólares en créditos
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de la banca privada internacional, a efecto de que pudiera hacer
frente a sus necesidades de divisas y continuar con el pago del
servicio de la deuda externa.
La presencia del nuevo director del banco central en las negociaciones con los banqueros y con el “staff” del FMI hizo que
cobraran un giro diferente. Tello y su grupo no aceptaban las
condiciones del reajuste económico que se pretendía imponer a
México y que implicaba un sacrificio del bienestar social, de los
salarios y del empleo de grandes capas de la población.
Esto complicó muchísimo las cosas. El acuerdo alcanzado en
principio por Silva Herzog y su hombre de confianza, Ángel
Gurría, entonces director de deuda externa de la Secretaría de
Hacienda, estaba muy cerca de irse por la borda. Los banqueros
estaban desconcertados y cada vez más preocupados.
El cambio de autoridades financieras en el banco central mexicano y la implantación de un nuevo modelo doméstico, chocaba
de lleno con las políticas recomendadas por el FMI y aprobadas
por los banqueros acreedores. En la reunión conjunta del Banco
Mundial y del Fondo Monetario Internacional a la que asistían
Silva Herzog y sus hombres de confianza, el caso de México fue
el eje de las discusiones, de las angustias de los banqueros.
Frente a la nueva política financiera implantada en ese país, la
nacionalización de la banca pasaba a ser un asunto menor. Después de todo, desde la óptica de los acreedores, una medida semejante aseguraba que México asumiría sus compromisos de deuda
íntegramente, incluyendo los de las empresas del sector privado,
que en conjunto ascendían a la nada despreciable suma de 20 000
millones de dólares.
Sin embargo la presencia de Tello en el eje del sector financiero
mexicano sí les quitaba el sueño y les hacía dudar del futuro de
Jesús Silva Herzog, en quien habían encontrado un interlocutor
confiable. El principio de restructuración, la carta de intención con
99
el FMI y hasta el pago de los adeudos mexicanos estaban en el aire.
Las noticias que recibían los banqueros reunidos en Toronto
eran inquietantes. Después de la nacionalización de la banca y de
la implantación del control integral de cambios, el presidente López Portillo había recobrado popularidad. La gente no se precipitó
a los bancos a retirar su dinero, sino que confió en la nacionalización y en su gobierno.
Faltaban divisas
Los ocupantes del Banco de México hicieron cuentas y encontraron que faltaban divisas, que no había dólares suficientes
para hacer frente a los compromisos del país en lo que restaba
del sexenio, así que decidieron encarar de lleno la negociación
con la gente del FMI.
En lo que también se ha definido como otra de las claras manifestaciones del “populismo financiero”, el grupo de Tello, contando
con el amplio apoyo de López Portillo, consideró que se podía
negociar con el Fondo desde una posición de fuerza, por lo que se
rechazó todo arreglo alcanzado hasta antes de la nacionalización.
Esto hizo pensar a Gurría y al propio Silva Herzog que probablemente la estancia del grupo Banxico se alargaría más de 90 días,
es decir, que se quedarían hasta el otro sexenio. Pero no, pronto
recibieron instrucciones que despejaron sus dudas y en esos días se
vio al entonces subsecretario de Hacienda, Antonio Enríquez
Savignac, cenando en un restaurante de Nueva York con un grupo
de banqueros internacionales, a quienes pidió calma y tiempo a que
llegara el nuevo gobierno, el de Miguel de la Madrid Hurtado.
Ajenos a estas acciones, los integrantes del grupo Banxico intentaron lo que parecía imposible: firmar con el FMI un convenio
de facilidad ampliada que se rigiera por pautas contrarias a las
100
políticas tradicionales de la organización multilateral.
Los puntos defendidos por los negociadores mexicanos eran los siguientes:
a) La orientación de la política monetaria y crediticia se mantendría en apoyo a la producción.
b) No se aceptarían modificaciones al sistema cambiario.
c) No se aceptarían restricciones a las condiciones de vida de
los trabajadores, a través de los topes de aumentos salariales. Las
condiciones de vida de los trabajadores no eran negociables con
entidades del extranjero.
Empero, estos buenos deseos pronto chocaron con la realidad
y con la dureza del FMI y de los bancos acreedores. Las condiciones que exigía México eran inaceptables y las negociaciones fueron suspendidas temporalmente.
En el ínter, el grupo Banxico seguía actuando y en sus filas
surgió una propuesta mucho más audaz que también mereció el
apoyo del Presidente López Portillo. Se trataba de utilizar una
suspensión de pagos de la deuda externa para forzar al Fondo y a
los banqueros a flexibilizar sus posiciones.
Para entonces otros países de América Latina, como Argentina,
Brasil y Venezuela, se encontraban en el umbral de la quiebra técnica, muy cerca de una situación como la vivida por México en agosto
de ese año. Así que se pensó y se propuso una moratoria conjunta.
Una medida de esa naturaleza resultaba terrorífica. Los cuatro
países mencionados representaban las tres cuartas partes de la
deuda externa de América Latina, que ya ascendía a 250 000 millones de dólares. La suspensión de pagos significaba la quiebra
del sistema financiero internacional.
La propuesta mexicana se hizo por conductos informales, aunque se dijo que el propio López Portillo habló telefónicamente con
sus homólogos de Venezuela, Brasil y Argentina. Esto se filtró
hasta los banqueros acreedores, quienes no daban crédito a lo que
sucedía y exigían orden.
101
Finalmente López Portillo consideró que había que dejar el
manejo del país al nuevo gobierno y a partir de octubre perdió toda fuerza el grupo del Banco de México. Los países convocados a
la moratoria conjunta no la aceptaron, por considerar que su situación no era tan difícil como la mexicana y había otros caminos
menos drásticos para negociar.
Los banqueros internacionales y la gente del Fondo respiraron.
Las negociaciones con México se reiniciaron en un clima más
tranquilo, de menos oposición, y finalmente devinieron en una
carta de intención que se firmó el 10 de noviembre de 1982 y que
seguía, palabras más, palabras menos, los lineamientos tradicionales de ese tipo de documentos. México tendría que apretarse el
cinturón por lo menos durante los tres años siguientes.
Mercado negro
Mientras esto acontecía en los elevados círculos financieros
del país y del extranjero, por otro lado, dentro y fuera del territorio nacional se había extendido un “mercado negro” del dólar.
El control integral de cambios no fue suficiente para frenar la
fuga de capitales, aunque sí redujo la especulación al colocar
menos dólares en el sistema financiero.
En la zona fronteriza norte del país, la que se extiende a lo largo
de más de tres mil kilómetros de línea divisoria con Estados
Unidos, fue donde se presentaron mayores problemas. Hubo un
enorme contrabando de dólares y de pesos, según se requiriera y
como la oportunidad se presentara. Las casas de cambio que se
establecieron en ciudades fronterizas norteamericanas hicieron
grandes negocios: vendían dólares a precios sustancialmente más
elevados que el cambio oficial en México y tenían mucha demanda.
Nadie creía en las paridades fijas, mucho menos los mexicanos,
que por necesidad o desconfianza se apresuraban a convertir sus
102
pesos en dólares al precio que se les demandara. La psicosis del
dólar seguía operando y tenía en el manual escrito por Miguel
Mancera la guía más eficaz para burlar los controles cambiarios.
El primero de diciembre de 1982, el “populismo financiero”
había llegado a su fin y uno de sus impulsores resumía:
“Al finalizar los 90 días, el país había logrado avanzar en la
estabilización de los costos financieros, lo cual habría repercutido
en una estabilización del proceso inflacionario, cuyos incrementos
mensuales se habían mantenido en 5 por ciento, cifra menor a la
tasa media anual.
“Por otra parte, se había logrado fortalecer el proceso de
capta-ción, lo que reflejaba la confianza del ahorrador medio en la
banca nacionalizada; se había optado por la legalidad, no por los
merca-dos paralelos.
“La política implementada en estos 90 días fue menos exitosa
en cuanto a frenar la caída de la producción o evitar la fuga de capitales, para lograr esto se hubiera requerido de una política global
y no dejar que la política monetaria actuara unilateralmente sin encontrar eco en el resto de otras políticas de Estado. Se avanzó y se
mostró que había un camino alternativo y se desmitificó la política
monetaria”.
Al día siguiente, el 2 de diciembre, Carlos Tello entregaba el
cargo ahora a su antecesor, Miguel Mancera Aguayo, quien luego
de 90 días de ausencia forzada volvía a la dirección del Banco de
México trayendo consigo el “orden”, la ortodoxia y su imprescindible manual en contra del control de cambios.
El retorno de los brujos
Para el amanecer del 30 de noviembre de 1982 el reporte meteorológico no anunció cambios importantes en la temperatura ambiente. Sin embargo, el tiempo político y económico estaba más que
caliente. Aquel martes se habían reunido en la Ciudad de México
más periodistas que nunca, incluso superando en número a los que
cubrieron la Olimpiada de 1968 o el Mundial de Fútbol de 1970. El
cambio de gobierno, que se formalizaría al mediodía del primero de
diciembre, había generado expectativa en muchas partes. El nombre
de México, aunque fuera por su crisis, estaba ya en las primeras
planas de los diarios más importantes del mundo.
Varios hechos estaban apuntados en las libretas de los enviados
especiales de publicaciones internacionales. Las quinielas iban a enfrentarse esa noche a la realidad y los gabinetólogos de café iban a
conocer los resultados de sus listas tachadas e inentendibles. Algunos nombres eran ya seguros, sobre todo del equipo cercano al que
ya era virtualmente presidente de la República.
También en las libretas estaba apuntada una pregunta, tal vez la
más importante del momento. Se sabía, por quienes comprendían
los enmarañados laberintos del sistema político mexicano, que la
banca no volvería a sus dueños, aunque sí se inventarían algunos
103
104
mecanismos para reconciliar al gobierno con los exbanqueros resentidos y amargados. Pero no era esa la mayor preocupación, sino
otra: ¿qué iría a pasar con el peso? Conocida era ya —los discursos
del candidato presidencial priísta y posteriormente presidente electo
circulaban subrayados por escritorios de los interesados y por los
que habían hecho de la especulación un muy retribuible oficio— la
forma de pensar de Miguel de la Madrid. Conocida era su posición
no sólo ante la nacionalización de la banca, sino respecto al control
de cambios. Muchos sonreían con picardía porque eran demasiados
los rumores que afirmaban que algunos de los economistas funcionarios del pensamiento económico conservador estaban bombardeando la Casa del León Rojo (la residencia particular del nuevo
mandatario), con evaluaciones y análisis negativos sobre el control
cambiario.
Esa noche el gabinete sería conocido. Un hecho llamó la atención de algunos periodistas mexicanos: la expectación mayor no era
conocer los puestos claves en las secretarías de Hacienda, Programación o Gobernación. Cierta dosis de morbosidad y curiosidad por
saber por dónde marcharía el país en asuntos monetarios había provocado apuestas clandestinas para saber quién iría a ocupar el perseguido sillón del tercer piso de la calle de Condesa No. 3, esto es,
la dirección del Banco de México.
No pocos pensaban que Carlos Tello Macías ligaría puesto, según rumores que comenzaron a preocupar a mucha gente a mediados de noviembre. Otros buscaban en la lista de economistas del
grupo Banco de México al hombre idóneo para conducir la política
monetaria del país. Al igual que la mayoría del equipo económico
del entonces presidente electo, los candidatos al banco central ostentaban en sus curriculums —ahora con orgullo, pero tres meses
antes con mucho temor— su paso por las principales universidades
del pensamiento económico conservador: Chicago, Yale, Harvard.
A tres meses de distancia, la figura de Tello se había diluido entre chistes y ataques sin piedad. No tenía ya aquel día la fortaleza y
el nombre de 90 días antes, cuando una nota del The New York Times concluía escuetamente: es obvio que después de la nacionaliza-
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ción bancaria y el control de cambios Carlos Tello Macías era el
hombre para el Banco de México.
Pero ni hombre ni decreto cambiario pudieron revertir el pánico
de muchos mexicanos. La credibilidad del gobierno estaba en su nivel más bajo, al grado de que la Secretaría de Hacienda tenía que
disminuir las declaraciones tronantes de López Portillo contra los
sacadólares porque esa inquina provocaba mayor fuga de divisas.
Las evidencias de que los sacadólares no descansaban ni en fin
de semana eran las cifras e informes confidenciales que aterrizaban
todos los días en los escritorios de funcionarios de alto nivel.
Tan sólo en los tres últimos meses de 1982 —sobre todo en octubre y noviembre— se fugaron del país 2 626.1 millones de dólares, el 33 por ciento de la fuga total del año. Sin mito alguno al cual
aferrarse, el peso se hundía en el pantano de la especulación, con un
dólar atado al cuello. Más que asesinato impune, parecía eutanasia
declarada.
Así las cosas, ese último día de noviembre de 1982, Carlos
Tello Macías estaba seguro de que sus horas de permanencia en
Condesa estaban contadas.
Y sabía además otras cosas: al día siguiente empezarían nuevas
políticas y muchas de los últimos 90 días se cambiarían sin miramientos. Respecto a la nacionalización de la banca, los mecanismos
de operación se habían trasladado al ala norte de Palacio Nacional.
Lo que quedó en sus manos fue el control de cambios y la operatividad de esta decisión dedicó justamente esos 90 días. Pero no más.
A punto de salir de su despacho, Tello anotó en una tarjeta una breve frase que posteriormente recogería en su libro sobre esos acontecimientos aún frescos: “Duró muy poco”.
En efecto, duró muy poco: 90 días de trabajo y de nadar contra
la corriente, en un momento político en que el presidente saliente
iba perdiendo poco a poco las riendas del gobierno y en que el
presidente entrante empezaba a ejercer el poder y a frenar, más que
proponer medidas. Sí, duró muy poco. Muy poco.
106
Tiburón II
Un ¡ah! de satisfacción y suspiro se escuchó en muchas oficinas
públicas y privadas al conocerse el nombre del feliz agraciado con
el puesto de director general del Banco de México. No era un hombre desconocido, sino una rehabilitación al viejo estilo posestaliniano. El significado de la reinstalación de Miguel Mancera Aguayo,
hijo de un subsecretario de Hacienda en la devaluación de 1954, fue
un auténtico crucigrama político.
Bueno: también fue una definición económica. La ortodoxia
volvió a instalarse en las oficinas del Banco de México como si con
ello hubiera querido destacarse que las aguas volvían a su cauce.
El país se retrotraía de golpe el 31 de agosto, a la prenacionalización, a aquella larguísima semana en que los bancos permanecieron cerrados y custodiados por guardias gubernamentales.
Pero en la calle, la gente entendía poco del ajedrez político que
se jugaba en las alturas. Ni cesó la especulación ni volvió la confianza, pues era imposible que ello ocurriera de golpe y sin saber
qué rumbo económico y monetario tomaría el próximo gobierno.
Muy tarde se supo, con decepción, que la racionalidad económica
no responde a los estímulos impactantes. Mancera Aguayo quiso, desde el primer momento, desaparecer el control de cambios siguiendo la
línea de pensamiento expresada en aquel documento del 20 de abril de
1982, en el que con argumentos financieros y hasta picarescos, advertía que ningún control de cambios funcionaría en México.
Esa de diciembre era su segunda decepción. La primera había
ocurrido en agosto, cuando se vio obligado a desdecirse parcialmente de sus conclusiones y poner en marcha un sistema dual de
cambios, anunciado en una conferencia de prensa en la que tuvo
que responder a mordaces preguntas de ¿por qué ahora sí y antes
no, ese tipo de control?
Luego recibiría, en diciembre, instrucciones para utilizar lo bueno del control, aunque con cierta “manga ancha” para desmontar
aquello que no le pareciera.
107
El problema número uno del país era muy serio: no era el peso,
ni tampoco el dólar, ni menos aún López Portillo o Durazo; el problema era la falta de confianza. En reuniones semiprivadas, ya en
Los Pinos, el nuevo presidente de la República escuchaba la palabra
desconfianza a la menor provocación. Sí, pero ¿cómo desterrarla?
Las recomendaciones no eran muchas: una había sido reinstalar a
Mancera Aguayo en el Banco de México, aun cuando esta decisión
se interpretara como una afrenta al presidente saliente y se identificara erróneamente como una condena política a las decisiones de
López Portillo respecto al desembarco de Carlos Tello Macías. Pero
había que tomar otras medidas.
En la calle eran cada vez menos los mexicanos que comprendían con claridad lo que estaba ocurriendo. El país comenzaba a
prepararse para el banquete de los políticos de lo que se consideraba
ya, a unas horas de distancia, el sexenio pasado. A ello se agregaba
la especulación más febril de los negociantes del dólar, en espera de
que el nuevo gobierno diera marcha atrás con las decisiones de 90
días antes. Para adelante no veían más caminos que cerrar la frontera y acudir a instancias policíacas para detener la fuga de divisas,
pero no resultaban decisiones cercanas o viables.
Así las cosas, el gobierno puso en marcha los planes que ya habían comenzado a definirse durante la campaña y en el intinerato
del presidente electo respecto a la política monetaria. Se partió de
un análisis más que crítico, destructivo. El país estaba prácticamente en ruinas. Además de otras cosas, el presidente Miguel de la Madrid decía en un documento inusitado —por su forma y sobre todo
por su contenido— enviado al Congreso para definir su estrategia
hacia 1983:
“El peso se cotiza en el mercado negro a un precio superior en
más de 400 por ciento al de diciembre de 1981. Los pesos se fugan
al exterior. Hemos perdido soberanía monetaria. El país tiene la
deuda externa más alta del mundo y paradójicamente nuestro banco
central no cuenta con las divisas mínimas indispensables”.
El mensaje no terminaba ahí. Después de analizar la crisis en
prácticamente todas las áreas de la economía, la página 14 registra-
108
ba un párrafo que produjo taquicardia a no pocos legisladores, debido a que esas palabras partían no de un partido de oposición o de algún banquero resentido o de un empresario irritado, sino nada menos que del propio presidente de la República, avaladas con su firma y en una hoja con el escudo nacional:
“La situación es seria. Está en entredicho la continuidad del
proceso de desarrollo y se cuestionan las bases mismas que lo han
sustentado. Lo que es más grave: de continuar el sendero antes
apuntado, la viabilidad del país como nación independiente podría
verse comprometida”.
Luego criticaría severamente al gobierno anterior, del cual él,
como secretario de Programación y Presupuesto, había formado
parte clave en el diseño de la estrategia económica.
“En este contexto, es necesario valorar en todas sus consecuencias y dimensiones las opciones que tiene la nación: seguir la inercia de la política económica para intentar sobrellevar las condiciones actuales o realizar los ajustes requeridos para acelerar la transformación de la estructura económica”.
Para comenzar, rechazó la “ilusión populista” del sexenio anterior y de ahí partió para definir tareas. Hubo, en consecuencia, dos
criterios: tipo de cambio realista y cambio de tipo y de realismo. El
peso saltó de 70 a 150 por dólar, y entonces Mancera Aguayo sustituyó al que consideró desde entonces su peor enemigo, al grado de
retrasar el ingreso de la pintura de Carlos Tello en la galería de directores del Banxico, como una forma de excluir todo lo que oliera
a tellismo de los austeros edificios de la ortodoxia financiera.
Pese a todo la especulación continuaba, por más que el valor
real del peso fuera de la mitad del valor establecido en el mercado
libre por el Banco de México. Aun a 150 por dólar —114 por ciento
más de su precio de unos días antes—, en 1983 salieron capitales
por 4 668.5 millones de dólares, más de la mitad de lo que ingresó
como créditos en ese año y algo así como el 22 por ciento de los ingresos por exportaciones de mercancías.
No era la especulación ni la fuga tan intensa como la de meses
anteriores, pero sí resultaba significativa, porque las medidas instru-
109
mentadas en diciembre no habían surtido los efectos esperados. La
fuga de 1983 resultó del 43 por ciento sobre la detectada en el pavoroso año de 1981 y del 58 por ciento sobre la sufrida en 1982.
¿Qué había ocurrido? El intento gubernamental del equipo del
presidente De la Madrid por ganar tiempo y buscar un poco de aire
en la superficie antes de volver a hundirse en el mar de la crisis, había sido poco aceptado. En efecto, pocos comprendieron en la calle
que la fijación de un tipo de cambio a 150 pesos por dólar —1,100
por ciento sobre la mítica de agosto de 1976— tenía dos propósitos.
Por una parte, desalentar drásticamente la compra de dólares,
castigando su precio con una cotización del doble de la real en el
mercado, al tiempo que hacía atractiva la venta de dólares al gobierno para capitalizar las reservas —que habían caído a más de 3 000
millones de dólares en 1982- oficiales.
Por otra parte, experimentar a corto plazo —las previsiones inflacionarias fueron demasiado optimistas— una vuelta al tipo de
cambio fijo, aunque no bajo ni libre del todo. Los planes gubernamentales requerían un compás de espera de cuando menos cuatro
años con el tipo de cambio semifijo y con un colchón de prácticamente 100 por ciento de subvaluación.
Por lo demás, el viejo mito del tipo de cambio fijo y libre aparecía como una demanda obligada del nuevo gobierno, bajo la consigna de recuperación de la soberanía del mercado de cambios. Los
primeros meses de 1983 apuntaron a devolver la confianza y pugnar
por la búsqueda de mayor tranquilidad en el tipo de cambio. Para
ello se contaba con algunos mecanismos del control cambiado y
con el tipo libre de 150 por dólar, aunque limitado a 500 dólares por
persona.
Sin embargo, la especulación había entrado ya en una dinámica
imparable. Los signos tradicionales de confianza no servían para
volver a la racionalidad del pasado, en la que la fuga de capitales y
la especulación cambiaría —1949, 1954, 1976— servían para que
ciertos sectores de la sociedad mexicana mostraran su inconformidad para con algunas decisiones del poder público. Una vez pasada
la tormenta, la normalidad volvía al mercado de dólares.
110
De hecho, hacia finales de 1982 y principios de 1983 la gente le
había tomado el gusto a la compra de dólares. Hubo muchas maneras de acceder a la divisa norteamericana —legales o extralegales—
Los mercados negros comenzaron a brotar como hongos, en tanto
que la pasividad de los funcionarios del Banco de México era más
que manifiesta.
Si recuperar la soberanía monetaria era una consigna, los intentos por lograrla fueron infructuosos. Y eso que no había dólares. Al
parecer, las autoridades monetarias respiraron hondo cuando llegó
la semana santa de 1983 y la demanda de dólares fue realmente escasa. Pero poco les duró el gusto cuando supieron que ello no era
respuesta a las medidas gubernamentales, sino tan sólo efecto de un
dólar encarecido. Hubo que esperar unos meses hasta que la inflación fuera acercando las paridades reales para que se comprendiera
que la soberanía del mercado cambiario estaba muy lejana.
Pese a las evidencias de que continuaba la fuga de capitales, los
responsables de la política económica hicieron muy poco para colocar algunas trampas y bardas. De hecho actuaron como si hicieran
todo lo posible para facilitar la fuga de capitales con el desmantelamiento paulatino del control de cambios.
Maratón sin obstáculos
Al llegar a su antiguo despacho, del cual había estado fuera durante unos tres meses, Miguel Mancera Aguayo colocó sobre su escritorio la carpeta de piel con su nombre inscrito en una placa metálica. Dentro de ella estaban las propuestas para convertir el control
de cambios en un instrumento menos rígido y estricto. Si por él hubiese sido, el decreto de control habría desaparecido en el primer
día hábil del nuevo gobierno.
Sin embargo, en las reuniones del equipo económico del gobierno del presidente Miguel de la Madrid resaltaban voces señalando
que una liberación del tipo de cambio originaría —aun pese al alto
111
grado de subvaluación— una demanda de dólares que el gobierno no
tenía con qué enfrentar. Las reservas estaban bajas, los créditos frenados y la inversión extranjera aún seguía renuente a aterrizar.
De ahí que a lo más que aspiraba Mancera Aguayo fuera a que
el control de cambios siguiera vigente, pero con flexibilidades lo suficientemente amplias como para que no resultara un espantapájaros de los inversionistas extranjeros y pudiera convertirse en atractivo para la inversión doméstica.
Los expertos del Banco de México, educados en las escuelas
del pensamiento económico donde el control de cambios resulta
una aberración y por lo tanto es poco estudiado, se dieron a la tarea
de deshacer entuertos.
Todavía convertido en un problema ideológico, las huestes de
Mancera Aguayo tuvieron que releer el texto de su director de abril
de 1982 para saber qué andaba mal y qué había que corregir. Ya se
tenían evidencias de que la corrupción estaba presente en el manejo
de las divisas, pero la falta de confianza en el control había
provoca-do una indolencia en las autoridades monetarias.
Era obvio que el control de cambios se había convertido en la
muñeca fea del nuevo régimen. La burocracia y la corrupción eran
utilizadas como justificaciones. El clásico “se los dije” parecía envanecer más a los funcionarios del Banco de México. Antes que
pensar en hacer algún intento se hablaba sin rubores de la “imposibilidad práctica” de controlar las divisas.
Pero al no haber luz verde para derogarlo por completo, la solución poco salomónica fue la de “controlar lo controlable”. Con esta
consigna en sus libretas, los expertos del banco central plantearon
su estrategia en tres etapas: la primera cubría las espaldas a los empresarios urgidos de dólares para deudas e insumos. La segunda
apuntó a la simplificación de trámites y la entrega de dólares sin
comprobantes. Y la tercera puso en operación un control sin controles, un poco a la usanza de la publicidad oficial: “porque confiamos
112
en usted, creemos en su palabra”.
Lo malo era que otro comercial gubernamental llamaba la atención sobre los posibles problemas de la confianza: “papelito habla”.
Ya para finales de 1984 era posible que los empresarios obtuvieran
divisas inclusive por el 110 por ciento de sus necesidades. Si 100
por ciento era quizá una concesión extraordinaria —no había sacrificio empresarial, sino subsidios oficiales—, el 10 por ciento adicional resultó inexplicable para muchos y, por si fuera poco, puso en
manos de empresarios divisas que no se utilizaban para urgencias
sino para otras cosas, como la especulación, por ejemplo.
Cuando el equipo de Mancera terminó de vaciar los escritorios
de los expulsados tellistas, su asombro no tenía límites. Un informe
discreto fue elaborado para diagnosticar la realidad del control de
cambios integral.
“El Banco de México había estado captando relativamente
pocas divisas. Sólo las procedentes de Pemex y de unos cuantos exportadores.
“En consecuencia, las divisas disponibles para importaciones
eran escasas, teniendo como efecto el agotamiento gradual de los
inventarios de productos e insumos de importación.
“También, como efecto de la escasez de divisas, existía incumplimiento generalizado en el servicio de la deuda privada externa, y como consecuencia de ello no se obtenían nuevos créditos
de bancos y proveedores extranjeros.
“Las poblaciones fronterizas sufrían graves trastornos.
“La violación de las disposiciones cambiarias era masiva y
promovía la corrupción”.
Así las cosas, el nuevo gobierno empezó casi desde cero. Y eso
casi era una piedrita en el zapato del director general del Banco de
México: por la situación de escasez de divisas, era prácticamente
imposible volver al esquema de libre cambio. Sin embargo, hubo
caminos que se transitaron como si en México hubiera, de nuevo,
113
libre cambio: acceso automático a divisas, protección gubernamental de movimientos devaluatorios, vuelta a la confianza en los usuarios de los dólares y la no exigencia de tanto papeleo, acceso a divisas controladas para todas las importaciones que tuvieran o no permiso, venta de divisas a precio controlado para usos ajenos al exclusivo uso para importaciones.
La inflación ataca de nuevo
Pero la situación del país no obedecía al manejo de las riendas de
las autoridades monetarias. Aun con control de cambios, la especulación seguía significando la peor calamidad de la economía mexicana.
Y vaya que esto lo sabían los expertos del Banco de México, pues ellos
eran los encargados de recibir las evidencias de la fuga de capitales y
elaborar la balanza de pagos trimestral en base a datos “maquillados” y
ajustados para evitar mayores muestras de pánico.
¿Qué falló? En realidad, la economía no estaba respondiendo a las
estrategias oficiales. En el centro de esta evidencia se encontraba el
germen de la peor enfermedad de cualquier economía: la inflación.
Como una verdadera plaga, la inflación iba royendo las bases del
crecimiento económico del país. En casos más concretos, la inflación
desbocada —con cifras que rayaban en los tres dígitos y con disminuciones anuales de apenas la mitad de lo esperado— estaba atentando
contra la estrategia estabilizadora del gobierno. Es más, la reconstrucción del viejo mito del tipo de cambio fijo se veía prácticamente
inutilizada por el crecimiento sostenido y general de los precios.
Hacia 1983, los que trabajaban fervientemente en la reconstrucción del viejo mito de la paridad cambiaria, no contaban con la astucia de la inflación. Como esperaban que la economía mexicana
si-guiera mostrándose generosa, la meta inflacionaria de 60 por
ciento fue rebasada con mucho y la paridad real entre las monedas
sufrió una reducción drástica del margen de subvaluación.
Los resultados hacia finales de 1983 fueron el primer regadera-
114
zo de agua fría para los estrategas que creían que el realismo era lo
mismo que la realidad. En el asunto del peso, el colchón de subvaluación de casi 80 por ciento en el tipo libre que había en enero de
ese año, hacia diciembre se había reducido a apenas 23 por ciento.
Fue tan drástico el golpe de la realidad, que en septiembre de
1983 comenzó a instrumentarse la práctica del deslizamiento, la
cual no es otra cosa que las “minidevaluaciones” o la suma cotidiana que al final del año da como resultado una devaluación.
De hecho, había fallado la estrategia. Pese al uso del colchón de
aire de 114 por ciento de subvaluación, en ocho meses la inflación se
había comido la gran oportunidad de estabilizar el tipo de cambio. El
uso del desliz pretendió alargar un poco la agonía. De haberse
mantenido el tipo de cambio fijo a 150, por la inflación el margen de
subvaluación del dólar hubiera sido de 14 por ciento; en cambio, con
el desliz se logró mantenerlo en 23 por ciento en diciembre de 1983.
Sin embargo, en economía no hay absolutos. El rango de
subva-luación de 14 por ciento se alcanzó en marzo del siguiente
año. Ello implicó, de hecho, la evidencia más concreta de que el
desliz sin control inflacionario sólo pospone el suicidio.
En una carrera dispareja, la paridad real del peso quería alcanzar
a la paridad subvaluada del Banco de México. Con el apoyo de la
inflación, la paridad real comenzó en 1984 a encontrar el aire a su
favor. De una subvaluación de 19.6 por ciento en enero de ese año,
pasó a una mínima de 5.2 por ciento en diciembre. Para 1985 el dilema no era desconocido, así que se volvió a la receta obligada por
las circunstancias: aumentar el desliz primero, devaluar abruptamente después y dejar que el peso flote finalmente, con la esperanza de que no se hunda y se produzca el “milagro” de frenar la fuga
de capitales. No obstante, una vez más la receta monetaria aplicada
por las autoridades fracasó y el peso siguió a la deriva.
También quedó comprobado que la estrategia favorita del Banco
de México en general, y de Mancera en particular, en cuanto a elevar
115
la tasa de interés ante el menor asomo de dolarización mayor, de
precios más elevados en el mercado interno y de pesos huidizos, no
bastó para frenar la fuga de capitales. En el primer semestre de 1985,
con los réditos al 60 por ciento anual, la captación de los bancos se
redujo y el ahorro del público se canalizó por otros instrumentos
como los Cetes, Petrobonos y, por supuesto, los dólares.
En contrapartida, la elevada tasa de interés pasiva (la que se paga a
los ahorradores), repercutió sobre las activas (las que cobran las instituciones de crédito), las cuales se ubicaron en un radio cercano al 90 por
ciento, con lo que se terminó por desalentar la inversión productiva.
Pocos fueron los industriales o comerciantes que se atrevieron a
solicitar financiamiento en esas condiciones, ya que si, por ejemplo,
requerían de un préstamo de 10 millones de pesos, por decir algo,
tenían que pagar 9 millones por concepto de intereses y por
adelantado.
La situación no fue mejor para las empresas ya endeudadas y
para los particulares con cuentas pendientes por pagar, ya que los financiamientos que habían contratado a una tasa del 45 ó 50 por
ciento años antes, se les conviertieron una carga que importaba el
90 por ciento o más por pago de intereses. De alguna manera esto
era el mismo caso de México frente a la banca privada internacional, sólo que en menor escala.
Por lo demás, las elevadas tasas de interés domésticas, independientemente de no significar un seguro para fomentar el ahorro ni
mucho menos para frenar la fuga de capitales, como lo argumentan
las autoridades, sí han tenido un impacto negativo sobre el crecimiento de los precios, no obstante que la teoría monetarista sostiene
lo contrario.
Al encarecer el crédito aumenta el costo financiero de las empresas y éstas se ven obligadas a vender más caros sus productos,
lo cual crea una expectativa inflacionaria que es agudizada por los
comerciantes, quienes ante la certeza de que en poco tiempo los
116
bienes que adquieran costarán más, se anticipan a las alzas recurriendo a la socorrida práctica de la “reetiquetación”, misma que
todavía tiene un efecto psicológico sobre algunos segmentos del
consumidor final, que se apresuran a realizar “compras de pánico
antes que las cosas se vayan por las nubes”.
Esta es la realidad que con frecuencia las autoridades
desestiman y a la que tratan de disfrazar como “realismo” y que
deja claramente establecido que los tiempos cambian y las
recetas que funcionaron en otras circunstancias no siempre son
válidas, porque tanto en economía como en política y en toda
actividad que tenga un carácter social, lo básico es tomar en
cuenta al hombre y su comportamiento, ya que de otra manera se
estará yendo por el camino del fracaso.
Confesión de parte
La nueva devaluación de julio de 1985, que se conjugó con
desajustes en otros aspectos de la política económica, mismos que
motivaron una confesión por parte del gobierno al reconocer que se
habían cometido “errores de instrumentación”, dio lugar a un singular hecho dentro de las rígidas estructuras de disciplina ideológica
casi militar que caracteriza a las huestes del Banco de México.
Tal vez animado por el “mea culpa” de los altos niveles de la
administración, o bien convencido por la realidad, Francisco Gil
Díaz, director de investigación económica del Banco de México,
declaró públicamente algo que con toda seguridad hizo saltar a
sus jefes de sus asientos.
“El problema en México —dijo— no es incrementar el ahorro sino
retenerlo, porque no hay ningún rendimiento, por grande que sea, que
compense la falta de confianza”. Y abundó: “No hay otro camino: o
controlamos la inflación o estamos condenados a ver desaparecer nuestra moneda”. (Ver El Financiero, 26 de julio de 1985, pág. 1.)
117
En esa misma semana, por primera vez en varios meses, las
ta-sas de interés registraron un ligero descenso, lo mismo que los
rendimientos de los Certificados de Tesorería de la Federación,
que a esas alturas del año eran instrumento de inversión predilecto
para empresas y particulares, al tiempo que se convirtieron en un
medio de financiamiento más que básico para el gobierno.
¿Se iniciaba una nueva etapa en la política monetaria? ¿Mancera y sus Chicago boys que lo acompañan se convencieron de
que una cosa es la teoría y otra la realidad? ¿Se estaba efectuando un retiro estratégico para luego imponer un monetarismo
a ultranza?
Estas son interrogantes que el tiempo aclarará, pero que por
lo pronto volvieron a poner a la ortodoxia en entredicho, con lo
que siguió abierta la ruta del gran escape.
La ruta del dólar
En su camino de mitos, tropiezos y devaluaciones, el peso mexicano ha sufrido de “enanismo” irreversible. Se le nota chiquito, desmejorado, al grado que ya ni se fabrica en billetes, sino únicamente en monedas cada vez más pequeñas, cuya función tiende a ser el poder emplearse para accionar los teléfonos públicos en sustitución de las aún
más pequeñas monedas de 20 centavos, a las que verdaderamente hay
que buscarlas con lupa.
La pérdida de poder de compra del peso ha sido vertiginosa; de
1972 a 1985, en sólo 13 años, cayó en más de 3 mil por ciento. Esto
significa que con un peso de ahora se pueden adquirir bienes o servicios por el equivalente de lo que podían comprar tres centavos de entonces. Con “soberanía monetaria” recuperada oficialmente y todo, el
peso de hoy es menos fuerte que una “josefita”, las también desaparecidas monedas de cinco centavos que en una época, hace no muchos
años, eran muy populares.
118
119
Algunos ejemplos resultan ilustrativos. Un automóvil popular
(Volkswagen) nuevo tenía hace 13 años un precio de 33 mil pesos de
contado. Actualmente su costo, en el modelo más económico, gira alrededor del millón y medio de pesos.
Tal vez algo más revelador sea el hecho de que el salario mínimo
mensual de 1972 no llegaba a los mil pesos, y actualmente es superior
a los 30 mil pesos mensuales, sólo que con esta cantidad se compra
mucho menos que en aquel entonces, lo que entre otras cosas agrava la
situación de millones de trabajadores y sus familias, que pasan aceleradamente a la marginación social.
Colocado en términos de dólares, hace 13 años se podían adquirir
mil dólares yendo a cualquier banco y pagando 12 mil 500 pesos. En la
actualidad se requieren más de 350 mil pesos para obtenerlos en el sistema bancario, siempre y cuando se tengan los contactos adecuados y
sea posible conseguirlos por esa vía.
Los dólares llegan al país por varios caminos y se van por muchos
más. De acuerdo con las cifras oficiales, el petróleo es la principal
fuente de ingreso de divisas a nuestro país, y en 1984 capturó alrededor
de 16 mil millones de escurridizos billetes verdes, a pesar de las bajas
en los precios internacionales de los hidrocarburos. Las exportaciones
no petroleras, principalmente de frutas, legumbres, camarón, metales y
algunos productos manufacturados como zapatos, muebles y diversos
componentes, ingresaron al país cerca de seis mil millones de dólares.
El turismo, que desde siempre ha sido la gran esperanza nunca cristalizada para sacar al país de la pobreza, contribuyó con casi mil millones de dólares. Las transacciones fronterizas, es decir, las relaciones comerciales y de todo tipo que tienen lugar en la frontera norte del país,
aportaron 700 millones de dólares a las arcas de la nación, y el endeudamiento externo se dejó sentir con 3 mil 800 millones de dólares.
Hubo muchos otros dólares que ingresaron al país sin registro alguno. Fueron los dólares del narcotráfico, producto de las ventas multimillonarias de amapola y mariguana al mercado de Estados Unidos,
donde existen 20 millones de consumidores de drogas.
Aún así, a base de limitar importaciones y contraer la planta productiva, las reservas internacionales del Banco de México se reconsti-
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tuyeron y al iniciarse 1985, alcanzaban un monto de más de ocho mil
millones de dólares, lo que permitió hacer nuevas “transfusiones” al
peso, hasta que pasadas las elecciones del 7 de julio se decidió cambiar
de táctica y de nueva cuenta devaluarlo.
Los mercados del dólar
Sin embargo, detrás de todo esto hay otra historia por muchos
vivida y por pocos conocida. Es la historia del gran escape del peso,
que se inició en 1981, arreció en 1982, amainó en 1983 y cobró
nuevo vigor en los últimos meses de 1984 y en el primer semestre de
1985, al grado que el propio Miguel Mancera hubo de reconocer que
las reservas del Banco de México sufrieron en esa primera mitad del
año actual un fuerte mordisco de dos mil millones de dólares.
La dolarización de la economía y la consecuente fuga de capitales encontró muchos caminos, los cuales se multiplicaron a raíz del
“retorno de los brujos” al Banco de México. Una investigación
realizada por los autores de este libro arrojó la existencia de 18
mercados donde se comercian pesos con dólares, ello hasta antes de
la devaluación de julio de 1985 y la puesta en práctica de la inédita
“flotación controlada” que comenzó a regir en el mes de agosto.
En estos mercados se puede comprar desde un dólar hasta un
millón. La clave es buscar y encontrar el lugar preciso para este
tipo de adquisiciones, a pesar de que en teoría el gobierno controla el 80 por ciento de las divisas que ingresan al país.
Pero si así fuera, el 20 por ciento restante no sería significativo
ni mucho menos capaz de trastornar el mercado cambiario. Lo
cierto es que en los diversos mercados del dólar circula un porcentaje mayor, tan elevado que ni las propias autoridades pueden calcular aproximadamente su monto, entre otras cosas porque al “flexibilizar” el control de cambios dieron lugar a mayor especulación.
Prueba de ello son los dólares que han sumido a la economía
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mexicana en un círculo vicioso, donde cada devaluación estimula la inflación y ésta a su vez la dolarización y la fuga de capitales. Tal era la situación de los mercados del dólar hasta el mes de
julio de 1985. El tiempo presente que se usa en la descripción
sigue siendo válido en tanto no se demuestre lo contrario.
El tipo de cambio de los mercados paralelos lo fijan la oferta
y la demanda, sí, pero también la especulación y un irrefrenable
afán de lucro. Sobre el precio oficial, las cotizaciones oscilan entre 10 ó 20 por ciento o más. A nivel empresarial, con compras y
ventas a futuro se cargan niveles de utilidades y de proyecciones
de deslizamiento. Otras cotizaciones afectan, incluso, las expectativas de inflación y el valor real del peso por el diferencial inflacionario México-E.U.
Con estas características los mercados del dólar resultan ser
tantos como ingenio, negocio o capacidad de acceso a dólares no
controlados pueda haber. Hay dólares que debieran estar bajo
control del Banco de México pero que no son declarados. Hay
otros que llegan por diferentes vías. No son pocos y tampoco
escasea la forma de comerciarlos.
Claro que también hay “dólares legales”, pero son los menos
en este tipo de transacciones y de hecho se reducen a las operaciones que realizan los bancos, los módulos de las terminales aéreas
y las casas de cambio que operan con licencia de las autoridades.
Circuitos clandestinos
Entre legales e “ilegales”, los mercados del dólar resultan ya
muy diversos, y se enumeran a continuación:
1. El libre. Manejado por el Banco de México. Sirve, dentro del mecanismo del control de cambios, para venta de dólares a particulares a razón de 500 por ocasión. Los bancos sólo venden a cuentahabientes de cheques y únicamente hay 2 millones de dólares. Según datos extraoficiales,
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en los bancos y módulos del aeropuerto se venden dos millones de dólares
diarios, o sea 560 millones —por días hábiles— al año. En 1983 y 1984,
en consecuencia, se vendieron mil 120 millones de dólares. No hay datos
del Banxico respecto a la venta de dólares en este tipo de mercado. Sin
embargo, los poseedores de divisas prefieren los mercados paralelos, porque les dan más pesos por sus dólares, además de que no hay topes en la
compra de dólares. (Nota: Este mercado desapareció en julio de 1985 y
fue sustituido por el “super-libre”, que opera más o menos de la misma
forma pero a una cotización mayor).
2. El controlado. En este mercado se incluyen exportaciones
oficiales —sobre todo las petroleras— y otras manufactureras;
créditos externos; algo de divisas turísticas y operaciones a través
de bancos. Importaciones indispensables tienen acceso al dólar
controlado, servicio de la deuda pública, deuda privada y reservas
internacionales. La cotización del controlado se refiere al 80 por
ciento de los ingresos totales de divisas, pero pese a ese volumen
no opera como precio oficial. Es el precio del dólar más bajo.
(Du-ró hasta el 4 de agosto de 1985, en que fue sustituido por el
de “flotación controlada”, luego de la consiguiente devaluación.)
3. El dólar fiscal. Cada determinado número de semanas
publica el Diario Oficial la cotización peso-dólar a corto plazo
para efectos de referencias impositivas. Sólo como referencia y
no tiene ninguna influencia sobre el mercado de dólares.
4. El fronterizo. Hay un mercado de divisas controlado por casas de cambio ubicadas en la frontera norte, del lado estadunidense.
Casi la mayoría de ellas son propiedad de mexicanos y se instalan
en los lugares donde tradicionalmente existen relaciones comerciales intensas: California y Texas, sobre todo. La cotización de este
mercado oscila entre 5 y 10 por ciento sobre el tipo de cambio libre.
El precio cambia varias veces en la semana para afectar el deslizamiento
acumulado y el proyectado. La cotización de estas casas de cambio señala
precios del dólar en comercios norteamericanos y mexicanos en casi todo tipo
de transacciones fronterizas. Nadie controla este mercado, aunque las casas de
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cambio se intercomunican información y datos para ofrecer un mismo precio.
Las más activas y las que captan mayor número de pesos a cambio de dólares
son las de Texas, en Laredo y Brownsville, y las de San Diego.
5. El comercial fronterizo. A quienes habitan en la zona mexicana fronteriza, pero también a quienes acuden a hacer compras en
el sur de Estados Unidos, se les impone un mercado de dólar controlado por los principales centros comerciales estadunidenses. Su
precio es casi igual al de las casas de cambio, aunque por el volumen de pesos y dólares que mueven puede bajar un poco. Eso sí:
siempre estará por encima de las cotizaciones oficiales de México.
Este mercado surgió a raíz del control generalizado de cambios en
septiembre de 1982, cuando la sobrevivencia del comercio del sur de Estados Unidos estuvo amarrada a la necesidad de aceptar pesos en las
compras o declararse en quiebra. Los pesos que aceptan en las transacciones comerciales los venden después a norteamericanos que vienen a
México o los usan para hacer compras en México.
Este mercado es el más socorrido para los mexicanos de la frontera,
que tienen que hacer sus compras indispensables al otro lado de la línea, y
para los que resintieron el control de divisas, pero que aún tienen la suficiente liquidez para seguir comprando y haciendo turismo en EU, pagando
con pesos. Los volúmenes de divisas que se comercian en este mercado
son incontrolables, pero ascienden a varios miles de millones de pesos.
6. El paralelo. Existe un mercado entre particulares. En relaciones puramente comerciales se da la compra-venta de dólares a precios mucho más atractivos que en los mercados oficiales. Para tener
acceso a este mercado es necesario tener contactos empresariales y
bancarios. El volumen de divisas puede ser elevado y sin límite.
7. El negro. Es el mercado más socorrido, en donde circulan los
dólares que no entran al circuito de control oficial. Dentro de este
mercado destaca el del aeropuerto, al que solamente le hace falta un
módulo especial. Los compradores y vendedores de dólares se han
asentado en la sala internacional y establecen sus propias cotizaciones: le compran al turista que llega y le venden al que sale. La cotiza-
124
ción puede llegar a ser 20 ó 25 por ciento más alta que la oficial.
Otro mercado negro es el de los cajeros de bancos. Por falta de supervisión y control interno, muchos miles de dólares que se compran en las
ventanillas de los bancos no se incluyen en las nóminas de las divisas controladas. Algunos empleados y aun gerentes los pagan de su bolsa y luego
los venden a clientes o a demandantes. Según informes de fuentes privadas, hay sucursales especiales para este tipo de mercados, sólo que para
acceder a ellas se requiere de confianza y amistad o ser cliente importante.
Uno más: el mercado en hoteles y restaurantes, adonde ingresan y de
donde salen divisas sin ningún control.
En estos tres mercados la velocidad del uso de las divisas supera la
posibilidad de establecer controles oficiales, además de que no hay
ver-dadera voluntad para supervisarlas.
8. El exterior. Por transacciones internacionales, el peso se cotiza, cuando menos, en tres mercados de futuro en EU. El precio se establece por el volumen de la demanda y el grado de confianza. Las cotizaciones a tres, seis, nueve meses y a un año pueden ser hasta 50 por
ciento mayores que las estimadas oficialmente por el ritmo del desliz y
que las calculadas como valor real por el diferencial inflacionario.
Por ejemplo: el mercado de Chicago establece el precio del dólar —en
relación con el peso— en 238.10 en marzo, 263.16 en junio y 285.71 en
septiembre. Tan sólo con el desliz, en esos meses el precio oficial del dólar
libre será de 226.02 en marzo, 241.49 en junio y 257.13 en septiembre.
Hacia septiembre, el diferencial de precios entre el libre de México y
el de Chicago será de 11 por ciento. El mercado de Nueva York anda por
el mismo camino. A finales de enero cotizó el dólar en 228 pesos; el libre
oficial de México estuvo en 215.99. El diferencial de precios ascendió a
5.5 por ciento.
9. El dólar de contrabando. A través de las casas de cambio
que operan en el sur de Estados Unidos, millones de dólares se adquieren, se envían o se traen a México para su comercialización.
Al tipo de cambio de la frontera se le agrega una utilidad producto
del desliz y de la operación. El diferencial del tipo oficial de este
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mercado llega a ser de 20 y hasta 30 por ciento o más, dependiendo de la demanda o la urgencia del comprador de dólares.
10. El del “money orders”. Este mercado es bastante socorrido,
sobre todo en provincia. Los dólares que entran a este mercado son
los que envían los braceros —casi cuatro millones— a sus familias
en forma de giros. El giro sin cobrar es vendido o rematado a un
tipo de cambio mayor al que se cotizan estas transacciones, el controlado —el más bajo—, y después son revendidos como dólares
en efectivo. El sobreprecio oscila entre un 10 y un 15 por ciento
respecto del oficial libre.
11. El contrabando hormiga. Así como se venden aparatos
eléctricos, también existe un contrabando de dólares de negociantes
estadunidenses o mexicanos que traen volúmenes bajos de divisas
norteamericanas. Las cantidades son menores y los precios mucho
más altos que en los demás mercados.
12. Las casas de cambio en México. Alrededor de los principales centros turísticos del país, sobre todo de la capital, hay casas de
cambio que se dedican a la compra-venta de dólares. Las cotizaciones son un poco más altas que las oficiales. De hecho, estas casas
de cambio se dedican más a la compra que a la venta. Esos dólares
son reciclados después por un mercado subterráneo de divisas que
nadie controla.
Los volúmenes son altos. (A partir de julio de 1985 aparecieron
las casas de cambio bancadas para regular el mercado y operar el
dólar “superlibre”. Hasta ahora los resultados son los mismos).
13. Casas de bolsa. Aunque no existen ya las mismas facilidades que en el pasado, algunas casas de bolsa mexicanas se dedican
a comprar y vender dólares mediante un mercado discreto. Las relaciones entre los agentes de bolsa y el volumen de divisas no controladas que manejan muchas empresas permiten este tipo de actividades. Todo se maneja mediante acuerdos verbales y las cotizaciones
se fijan con base en las necesidades, la disponibilidad y la posibili-
126
dad de reunir grandes cantidades y por el tipo de transacción. Si son
a futuro, se guían por los mercados de Chicago.
14. De particulares. Un minimercado pareció haberse establecido ampliamente, pero en la actualidad como que ha venido disminuyendo: es el comercio de divisas de particulares mediante anuncios
en los periódicos. Se publica un teléfono y las transacciones se hacen
personalmente. No son grandes los volúmenes de divisas, aunque
muchas de ellas se reciclan mediante la acumulación y las devaluaciones. Si hoy se compran caros los dólares, bastará con esperar un
tiempo para que un nuevo ajuste a la paridad del peso permita la
recuperación de utilidades. Este mercado es muy demandado en la
compra de dólares para turistas que van a Estados Unidos y para
quienes quieren hacer negocios acumulando divisas y paciencia.
15. El bancario. Se abren cuentas pequeñas en varios bancos y
se compran los dólares permitidos por operación: 500. Luego se
acumulan y, mediante las operaciones bancarias permitidas, se envían a cuentas personales o con nombres comerciales en Estados
Unidos. Para este mecanismo se necesita tener cuenta en un banco
norteamericano.
16. El de las transacciones fronterizas. Cientos de miles de
dólares, y con bastante seguridad se puede hablar de millones de
dólares, se comercian en el lado mexicano de la frontera norte entre
visitantes y turistas que cruzan la línea divisoria. Los dólares que
gastan los turistas no son controlados y los comercios, hoteles y restaurantes los ingresan en un mercado especial para demandantes
mexicanos a precios similares a los de las casas de cambio del lado
estadunidense. Los lugares donde hay mayor afluencia de estos dólares son Tijuana, Mexicali, Nuevo Laredo, Matamoros y ciudades
cercanas.
17. Pero sin duda las operaciones más importantes se realizan
en un mercado al que muy pocos tienen acceso, y están íntimamente ligadas con la fuga de capitales. Son transacciones realizadas a
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través de corresponsalías o sucursales de bancos extranjeros que
operan en el país. Clientes importantes entregan pesos y se los
convierten en dólares que de inmediato se depositan en el exterior.
18. Otras operaciones trascendentes son las que se realizan con
empleados de compañías extranjeras que reciben su paga en dólares, mismos que venden a una cotización de hasta 30 por ciento
arriba de la oficial. Curiosamente, siempre encuentran compradores
que pagan con la certeza de que están haciendo un buen negocio.
En todos estos mercados, el dólar se comercia indiscriminadamente, afectando la estabilidad del peso. Las divisas se usan para
todo: turismo, adquisición de inmuebles en EU, depósitos en bancos norteamericanos, especulación, importaciones, compras en comercios estadunidenses, acumulación de riquezas, protección contra vaivenes de la economía y, sobre todo, por la desconfianza en la
estabilidad financiera.
El asunto clave es dar con un mercado y tener dinero para
adquirir dólares. Lo demás es negocio seguro, porque el
deslizamiento diario del peso, el imparable proceso inflacionario
y las devaluaciones están condenando a la moneda mexicana a
una inestabilidad por sí misma.
Divisas sin control
La inestabilidad del peso se alimenta de una gigantesca
montaña de dólares. Estimaciones no oficiales indican que en
1983 y 1984 hubo cuando menos 22 mil millones de dólares que
circularon sin control, que se comerciaron en los diversos
mercados especulativos y que mantuvieron viva y creciente la
fuga de capitales.
Un dólar fresco pasa rápidamente de las manos del comerciante poseedor al consumidor de divisas. Muchas transacciones
se efectúan sin tener aún los “verdes” en la mano, es decir, por
128
adelantado.
Los dólares sin control que sostienen los mercados paralelos
no son inofensivos, ya que realmente atenían contra la propia
economía. Sus efectos son directos e inocultables, sobre todo a
raíz de que gradualmente se ha ido desmontando el control
integral de cambios. Provocan inestabilidad en el mercado de
divisas, estimulan la especulación y la fuga hacia Estados
Unidos, contribuyendo con ello a reproducir un ambiente similar
al de 1981 y 1982, que fueron los peores años de la dolarización
y marcaron el estallido de la crisis.
Esos 22 mil millones de dólares son demasiados para una
economía ayuna de divisas. Equivalen al 50 por ciento de las
exportaciones mexicanas en dos años, a más de una quinta parte
del presupuesto federal para 1985 y al doble del servicio de la
deuda externa mexicana en un año.
Dólares libres
Los dólares que escaparon al control de las autoridades fueron
de diversa índole: desde aquellos que no están considerados en los
reglamentos del control de cambios, hasta los que han sido producto de sobre y subfacturación en operaciones de comercio exterior.
A la fecha, sólo los grandes ingresos de divisas del Estado
—exportaciones petroleras y gubernamentales, inversión
extranjera directa y créditos externos— pasan a ser controlados
por las autoridades financieras.
Muchos otros accesos al dólar quedan sin supervisión oficial
alguna. Ingresan inmediatamente a los mercados paralelos de
cambios y la mayor parte de ellos cruzan la frontera para guarecerse del lado norteamericano.
Un grupo de economistas de la ENEP Aragón, dependiente
de la UNAM, realizó un ejercicio de cálculo sobre las divisas sin
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control, mismo que resulta sumamente ilustrativo del fenómeno
dolarización-fuga de capitales. El análisis, realizado con base en
el reglamento del control de cambios y del uso de divisas de tipo
controlado, las balanzas de pagos de 1983 y la del primer
semestre de 1984 arroja los siguientes resultados:
— En 1983 entraron al país 22 mil millones de dólares por
exportaciones declaradas, 8 mil 300 por deuda externa y 374 por
inversiones extranjeras directas.
Por la vía de las divisas controladas salieron del país 25 mil
millones de dólares.
— Estas divisas fueron por importaciones prioritarias en insumos y bienes de capital, pago de servicio de las deudas pública y
privada, utilidades remitidas al exterior, amortizaciones de pasivos
y aumento en las reservas.
— Así, en este cálculo global, más de 5 mil millones de dólares no pasaron por el control estricto del gobierno.
— En el primer semestre de 1984, el asunto también arrojó
cifras que prácticamente no ingresaron a supervisión gubernamental: casi 1 mil 300 millones de dólares.
Además de las cifras anteriores, hay otras divisas que tampoco
pudieron controlarse: las transacciones fronterizas, por ejemplo, no
necesariamente son controladas en su totalidad. Hay miles de comercios, hoteles y restaurantes en la línea; son muchos los
visitantes y los dólares. Los ingresos por transacciones fronterizas
alimentan el mercado paralelo de la frontera en el lado mexicano y
muchas divisas llegan hasta el centro del país ya sea de contrabando
o en remesas especiales que alimentan a los demandantes de
dólares.
De acuerdo con los datos de la balanza de pagos, en 1983 y el
primer semestre de 1984 se detectaron 2 mil 258.4 millones de dólares por transacciones fronterizas. Si bien no todas ingresaron a los
mercados paralelos, buena parte de estas divisas —la abrumadora
130
mayoría— no pudo supervisarse. La compra-venta de dólares en la
frontera, del lado mexicano, sigue siendo igual a la que existía en
1981 y en la primera mitad de 1982.
Otro rubro importante de divisas no controladas lo
representan las que provienen de ciertas exportaciones. Renglón
importante, por su ubicación fronteriza, es el ingreso de divisas
por venta de hortalizas, que en 1983 y 1984 sumaron 400
millones de dólares.
Trampas del comercio exterior
Un renglón que no puede ocultarse en el ingreso de dólares
clandestinos es el derivado de la violación de los controles al comercio exterior. En las reuniones de exportadores e importadores
se hace referencia a ellos, aunque nunca se dice ni cómo ni
cuánto.
Sin embargo, las denuncias comienzan a proliferar contra las
prácticas de sobrefacturación en las importaciones y contra la
subfacturación en las exportaciones. Es decir, mediante mecanismos ilegales empresas mexicanas y norteamericanas declaran
diferentes cifras en las compras y las ventas de productos.
En julio de 1984, informaciones periodísticas señalaron que
autoridades mexicanas, así como la embajada de México en Estados Unidos, habían detectado retención de dólares y errores en las
cifras que manejan ambos países en materia de comerio exterior.
En la balanza de pagos de México existe el renglón de errores y omisiones, en el que tradicionalmente se concluye lo que se
caracteriza como contrabando en importaciones y exportaciones.
Sin embargo, sus cifras no siempre son reales.
En la denuncia de mediados del año pasado se hacía un
cálculo global: entre el 10 y el 15 por ciento de las ventas de
productos privados a Estados Unidos eran dólares extraídos del
131
control gubernamental. En 1983 las exportaciones privadas
ascendieron a 4 mil millones de dólares. La denuncia detectada
en EU se refería a retención de dólares solamente.
En una visión global, varios investigadores han seguido la ruta
de las cifras oficiales de México y Estados Unidos sobre comercio
exterior. En un seguimiento computarizado, el empresario Emilio
España Krauss publicó en 1982 un libro que recogía las cifras de
ambos países en importaciones y exportaciones a lo largo de 40
años, y llegaba a la conclusión de que por parte de México existían
rangos impresionantes —de alrededor de 30 mil millones de dólares en ese lapso— de divisas no declaradas.
Investigadores universitarios rastrearon las cifras en ese sentido.
Para 1983 localizaron alrededor de 7 mil millones de dólares de diferencia en las cifras de exportaciones e importaciones entre ambos
países. Las cifras del Departamento de Comercio de Estados Unidos
siempre señalan valores superiores a los registrados por México.
Respecto a 1984, el cálculo arroja los mismos resultados. En
el primer semestre del año hubo 5 mil millones de dólares de
diferencia entre lo que Estados Unidos registró de importaciones
y exportaciones con México respecto de lo que señalan las cifras
en las estadísticas mexicanas.
Por más que el control de cambios haya querido detener este
tipo de manipulaciones con las divisas y que se busque o no a las
empresas que acuden a la sobre y subfacturación, el hecho es
que —señalan los analistas consultados— hay divisas que se
crean por el comercio exterior y que no se declaran.
A finales del año pasado, el senador Miguel Borge Martín señaló que gran parte de las ganancias de los exportadores quedan
fuera del país en depósitos en bancos norteamericanos. Como presidente de la Comisión de Economía del Senado, el citado legislador apuntó que estas formas de retener dólares eran una manera de
sustraer recursos nacionales, auspiciada por quienes “desean tener
132
todo lo bueno de México y todo lo bueno de Estados Unidos”,
arriesgando poco.
Es apostar a ganar de cualquier forma. De todas maneras,
muchos exportadores justifican este tipo de prácticas como un
camino para allegarse divisas en un mercado de dólares
raquítico, debido a que el controlado por el gobierno otorga
prioridad al pago de servicio de la deuda y a la adquisición de
importaciones indispensables, entre insumos y bienes de capital
para mantener funcionando la planta productiva mexicana.
De las divisas sin control nadie da razón, pero son esos dólares
los que mantienen aceitada la maquinaria que opera los mercados
paralelos de divisas. Con una cantidad tan fuerte de dólares, indican evaluaciones académicas, ninguna economía podría recuperar
realmente la soberanía sobre el mercado cambiario.
En México han ocurrido pruebas de ello. En 1984, cuando
me-nos en tres ocasiones los tipos de cambio de los mercados
parale-los presionaron la especulación y desquiciaron los
esfuerzos gu-bernamentales para mantener controlado el mercado
de cambios.
Quienes tienen acceso a divisas sin ninguna supervisión oficial
son lo que generan y crean su propio mercado paralelo. Para ellos
es negocio, sin duda, pero para el país es un dolor de cabeza que
impide la recuperación efectiva de la estabilidad cambiaría. Bastan
unos cuantos cientos de millones de dólares circulando por ahí, sin
control de ningún tipo, para que la fiebre de la dolarización vuelva
por sus fueros.
El que se hace chiquito
Víctima de la inflación, la fuga de capitales, la desconfianza y de una
creciente especulación, el peso como medio de cambio está condenado a
la desaparición y se aproxima el día en que el sistema monetario tenga que
ser modificado, quitándole ceros a los billetes para evitar el manejo de cifras estratosféricas en las operaciones cotidianas. Así ha ocurrido en Argentina y otros países donde la devaluación acelerada de la moneda ha hecho una población de millonarios, porque todo, desde una camisa hasta un
par de zapatos, cuesta millones.
En decrecimiento permanente, el peso es aún sobreviviente de la moneda fraccionaria de uso corriente, que al paso de los años y a fuerza de
quebrantos económicos y monetarios, ha registrado la desaparición de los
centavos primero, luego de las famosas “josefitas”, de las monedas de diez
, de veinte, de las “pesetas” de veinticinco y de los “tostones” de cincuenta
centavos, que cuando circulan lo hacen casi por casualidad y sufren auténticas “redadas” a cargo de las autoridades, que pudorosas, pareciera que no
desean que esas monedas “anden rodando” sin poder comprar nada.
La moneda de a peso, los populares “Morelos”, han ido reduciendo su
tamaño como fiel reflejo de su anémica constitución, que de la plata los
llevó al níquel y de ahí a las aleaciones “que ya ni suenan”. Así pues, en
este proceso el peso no sólo ha perdido peso sino hasta el “tintineo”.
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134
Del peso en forma de billete, ni hablar. Simplemente desapareció y
quien desee ver algunos ejemplares tiene que acudir a los museos o a
las agencias numismáticas. Del Calendario Azteca que los adornaba en
el frente y de sus colores negro, gris y rojo, ya casi nadie se acuerda, y
quienes lo hacen lo describen en forma tan vaga y nebulosa como el
futuro de la moneda.
Pero lo peor no está de ese lado, que a fin de cuentas no deja de ser
anécdota, sino en el hecho irrefutable de que por el camino que va,
muy probablemente en 1987, en materia de divisas, el país tendrá que
enfrentar situaciones muy similares a las de finales de 1981 y mediados de 1982.
El año próximo, 1986, con todo y su Campeonato Mundial de
Fútbol, del que México será escenario, podría ofrecer ya un adelanto
de los efectos y la “fiebre” de dólares que ocasionarán la especulación,
la multiplicidad de mercados cambiarios y la falta de voluntad de las
autoridades para ejercer un mínimo control de divisas.
Así, el futuro del peso oscila entre un control de cambios que cada
día controla menos y que cada vez entrega más divisas sin supervisión
ni seguimiento oficial, y una economía cuyo proceso de ajuste provoca
desajustes que enrolan a la moneda en el círculo vicioso de la inflación-especulación-desliz-devaluación-fuga de capitales-inflación.
Al final de cuentas, las evidencias de hoy son las mismas del pasado reciente: se vive una virtual libertad cambiaría y ésta se refleja en
las cifras de la fuga de divisas —pesos y dólares—, crecientes depósitos de capitales mexicanos en bancos norteamericanos, reavivamiento
de la compra de inmuebles en el sur de Estados Unidos, aumento del
turismo mexicano en el extranjero, incremento del gasto fronterizo en
territorio estadunidense y multiplicación de mercados paralelos de
cambio que en nada ayudan a sostener la cotización del peso.
Un hecho se relaciona con otro. Los mercados de divisas que nacen como hongos no surgen de la nada, sino que se alimentan de dólares que se intercambian velozmente por pesos. Y es ahí donde comienza la ruta de los dólares que nutren la especulación cambiaria en México. El camino termina cuando los dólares cruzan la frontera y se refugian en bóvedas de bancos extranjeros.
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Capitales golondrinos
El largo y sinuoso camino de los pesos y dólares golondrinos comienza desde el poco control ejercido sobre las divisas. Para el Banco
de México, el control de cambios aspira “sólo a controlar lo controlable”. De ahí en adelante son más las consideraciones negativas sobre el
control que los usuarios de divisas, y quienes comercian con ellas están
convencidos de que el país volvió a una virtual libertad cambiaria.
Se trata de una vieja historia, que en su fase más contradictoria se
remonta al 20 de abril de 1982, cuando el director del Banco de México, Miguel Mancera Aguayo (en su primera vuelta), publicó un documento clásico sobre la imposibilidad de establecer un control de cambios
A priori, el funcionario le negaba la más mínima posibilidad de
éxito —no obstante que ahora, en su segunda vuelta como director del
banco central, lo tiene que administrar—, y argumentaba que ese instrumento de política monetaria no era viable debido a la corrupción del
mexicano, la impreparación de los empleados bancarios y la nulidad de
la burocracia para entender un sistema tan sofisticado como el que por
entonces se proponía.
No es de extrañar que en diciembre de 1982, ya como custodio del
control de cambios en el que no creía, Mancera se haya apresurado a
desmantelarlo a través de las “flexibilizaciones” y otras argucias que
dejan en manos de particulares una buena cantidad de las divisas que
ingresan al país, a pesar de que algunos de ellos las usen para dañar
aún más la ya muy maltrecha economía.
De hecho, el único hilo que sostiene el control cambiario es la confianza del Banco de México en que los exportadores, importadores y
deudores externos hagan buen uso de las divisas que se les entregan al
precio de dólar controlado y no las utilicen en otro tipo de negocios,
como el tan en boga de la especulación.
¿Pero qué ocurre en realidad? Investigaciones académicas y sospechas oficiales indican que buena parte de los mercados paralelos se alimentan de divisas provenientes de importadores y exportadores que
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destinan dólares subsidiados para otras actividades que les dejan mayor
provecho personal. Formalmente el control cambiario, tal como Mancera lo ha dejado, entrega divisas a importadores que las solicitan y libera exportaciones de declaraciones al Banxico.
A partir de una evaluación del mercado cambiario en diciembre de
1982, las nuevas autoridades se echaron a cuestas la tarea de hacer más
operativo el control. Documentos del Banxico hablan de tres etapas de
educación sobre el control de cambios: la primera, de diciembre de
1982 a diciembre de 1983; la segunda, de enero a septiembre de 1984,
y la tercera a partir de octubre de 1984.
Pese a que la evaluación de los tres primeros meses del control
cambiario era poco alentadora, se llegó a una conclusión ambigua: se
dejarían libres los dólares turísticos, los envíos de braceros vía giros y
las transacciones fronterizas. Y aun cuando la situación era imposible
de controlar, el Banxico declaró: “La situación del país hace ver que no
era posible (a finales de 1982) restablecer la plena libertad cambiaría ni
tampoco continuar con el rígido control de cambios”.
A partir de entonces, las autoridades del Banco de México toman
decisiones que apuntan a volver a un mercado libre de facto, aun cuando el banco central teóricamente habla de control. El camino seguido
ha estado lleno de fatalismo y pesimismo, ante un objetivo: sólo controlar lo controlable.
La primera etapa fue de adecuaciones y facilidades a los usuarios de
divisas. Muchos controles se liberaron y muchas facilidades de operación en dólares se concedieron. Nació el Ficorca. Pero a partir de enero
de 1984 comenzaron los cambios de fondo en el control de cambios:
— Se amplió el plazo para entregar divisas de exportaciones.
— Se creó el Compromiso de Uso o Devolución de Divisas (CUDD),
lo que permitió eliminar trámites para acceder a divisas para importaciones. El acceso a divisas es automático, “ya que su funcionamiento está basado en la confianza que se tiene en el buen uso
que harán los importadores” de los dólares.
— Se dio acceso a divisas controladas para todas las importaciones
autorizadas, con o sin permiso.
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— Se concedió el derecho a adquirir divisas hasta por el 110 por ciento del monto señalado en los permisos. Esta decisión del Banxico
causó extrañeza, porque se otorgaba 10 por ciento más de divisas,
que los importadores utilizarían para sus operaciones.
La tercera etapa del control cambiario consolidó la flexibilización de
ese mecanismo. Documentos del Banxico explican los pasos seguidos:
— Eliminación del papeleo excesivo en la venta de divisas para pago
de intereses de la deuda privada.
— Venta de divisas para el pago de accesorios de la deuda privada.
Esos accesorios pueden ser, indican expertos consultados, comisiones o “mordidas” que no se registran ni generan recibos controlables.
— Deducciones automáticas o ventas de divisas para el pago de gastos asociados al comercio exterior, hasta cierto límite, sin neceéisdad de presentar comprobantes. Los solicitantes pueden tener acceso a divisas sin entregar nada a cambio.
— Simplificación de los requisitos para el uso del CUUD. En este nuevo
mecanismo de control de cambios, muchas divisas son solicitadas y
entregadas tan sólo confiando en la buena voluntad de los solicitantes.
Aunque ahora se habla de confianza, en el documento de Mancera
Aguayo de abril de 1982 se registraban desconfianzas y certezas de
que esas divisas sólo servirían para alimentar mercados negros o subsidiar fugas de capitales.
En todo caso la situación de peso está a la deriva. No son sólo problemas de un control que poco controla y que sí, en cambio, alimenta
la especulación, sino que también influye aquí la situación general de
la economía. Una proyección de la inflación mexicana y de la norteamericana —fórmula para fijar el valor real del peso— indica que el
peso seguirá depreciándose a lo largo de los años. Para México no se
prevén cifras inflacionarias anuales menores del 25 por ciento, en tanto
que en Estados Unidos seguirán siendo de un dígito.
Las soluciones para frenar la especulación en cualquier mercado
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de cambios han fracasado. Ni el desliz ni las devaluaciones han frenado la fuga de capitales. Un análisis de las cifras por fuga de capitales y
depreciaciones del peso arroja resultados contundentes:
— De 1976 a diciembre de 1984 salieron del país, como capitales golondrinos, 38 mil millones de dólares. En ese periodo hubo una devaluación del peso de 1 mil 400 por ciento.
— En 1982, el peor año de las devaluaciones y en el que el peso pasó
de 24 por dólar a 150, la fuga de divisas ascendió a 8 mil millones
de dólares.
— En el primer semestre de 1982, los meses más difíciles de aquel
aciago año, la fuga sumó 5 mil 387 millones de dólares.
— En el periodo de enero de 1983 a junio de 1984, el peso perdió casi
el 25 por ciento de su valor, pero la fuga de divisas fue de casi 4
mil millones de dólares y los depósitos de capitales mexicanos en
EU ascendieron a 3 mil 500 millones de dólares.
Existen otros datos:
— El desliz diario de 13 centavos, primero, de 17 después y de 21 más
tarde, no han frenado los indicadores de gasto turístico o de transacciones fronterizas en el sur de Estados Unidos.
— Después del golpe de 1982, el turismo mexicano hacia el exterior
comenzó a recuperarse a mediados de 1983. En los primeros nueve
meses de 1984, con respecto a los de 1983, salieron 500 mil mexicanos más.
— El gasto turístico también creció. El atractivo de gastar se derivó del
abaratamiento del dólar como producto del ritmo inflacionario mexicano con respecto al norteamericano. En los primeros nueve meses
de 1984 se gastaron casi 150 millones de dólares más que en el mismo periodo de 1983.
Y si el camino del dólar hacia afuera de las fronteras mexicanas
comienza en un control flojo de cambios y en proceso de extinción, la
ruta necesariamente pasa por el problema que se caracteriza como de
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confianza. Sin embargo, analistas de las cifras de salida de capitales y
de los problemas nacionales no coinciden necesariamente con este criterio. Por el contrario, sostienen que la fuga es producto de sectores
que tienen bastante liquidez monetaria y de la existencia de los 18 mercados del dólar.
La fuga es reflejo de un deporte, pero también es una enfermedad
social. Lo mismo consiste en un negocio que en el surgimiento de un
comercio de divisas muy redituable. Además, la fuga se alimenta de
los fracasos en la política monetaria de 1976 y 1982: los que confiaron
en el peso y no lo cambiaron por dólares, perdieron. Y no por problemas de confianza, sino porque la política monetaria era más esperanza
y buenos deseos que efectividad en el manejo de instrumentos idóneos.
Los expertos señalan: es la existencia de una mentalidad dolarizada. Y de una política económica ineficaz. Los tipos de cambio se manejan como si se viviera una amnesia colectiva y como si el patriotismo monetario no hubiera pasado por los choques de 1976 y 1982.
Los resultados están a la vista: multitud de mercados de cambios,
persistencia de fuga de capitales, existencia de divisas sin control.
Por lo demás, en el ánimo de los analistas queda la certidumbre de
que los problemas de la economía podrían tener un respiro si las autoridades deciden revertir el proceso y adoptar criterios que castiguen la
especulación y la fuga. Los principales problemas —deuda, empleo,
inversión— podrían resolverse con el retorno de capitales logrado a
través de las medidas adecuadas.
Dinero de pánico
Sin embargo, eso parece lejano y por el momento la fuga de capitales es una incógnita en cuanto a su monto. De acuerdo con los datos
ofrecidos por López Portillo el primero de septiembre de 1982, eran
14 mil millones de dólares los depositados por mexicanos en bancos
de Estados Unidos. Pero otras fuentes no oficiales aseguran que superan los 20 mil millones. El sistema de la Reserva Federal norteamericana contabiliza 14 mil millones de dólares en sus más recientes
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informes, pero no considera todo tipo de depósitos.
Independientemente del monto, la cifra es elevadísima y si tomamos como válida la de las autoridades norteamericanas, ello
equivale al pago de intereses por la deuda externa mexicana durante todo un año.
Los mexicanos que pusieron alas a su dinero en busca de seguridad y rendimiento que dudaban obtener en su país, creyeron
haber resuelto sus problemas de por vida, colocando sus inversiones en un sistema bancario presumiblemente superseguro. Sin
embargo, se equivocaron.
En Estados Unidos los depósitos de mexicanos corren un serio
riesgo, ya que la mayor parte de ellos han sido hechos en bancos
con una frágil posición financiera, como son muchos de Texas y
California, así como los gigantes de Nueva York y Chicago.
Una prueba irrefutable de esto es el caso del Continental Illinois
de Chicago, que se salvó de la quiebra debido al auxilio emergente
de la Reserva Federal, que funciona como prestamista de última
instancia y hace las funciones de banco central en el vecino país.
Pero ése no es un caso único, y aunque la situación financiera
de los bancos estadunidenses se trata de guardar como un auténtico
secreto de Estado, ha trascendido que a un gran número de ellos los
amenza la quiebra y que el sistema entero está en un riesgo similar
al vivido en los años previos a la gran depresión de los treintas.
Los enormes déficits presupuestales de la administración de
Ronald Reagan, la existencia de un dólar sobrevaluado frente a las
monedas fuertes del mundo, el desequilibrio de la balanza comercial norteamericana, sus crecientes gastos militares y el dolor de cabeza que representan las tasas de interés, son factores que inciden
negativamente sobre la salud financiera de los bancos, como recientemente quedó comprobado con las quiebras registradas en Ohio.
Así que el dinero de los mexicanos en Estados Unidos está
en grave riesgo, sobre todo porque fue depositado sin estrategia
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alguna, sin considerar la solidez de las instituciones ni el tipo de
inversión al que se recurría. Fue el dinero de pánico que hoy renueva su situación, sólo que del otro lado de la frontera donde
supuestamente estaría seguro.
Al respecto, un estudio elaborado por Sidney Wise y Hugo
Ortiz en relación con las venideras quiebras bancarias en Estados Unidos precisa:
“En numerosos casos, los mexicanos depositaron su dinero
en bancos al norte de la frontera sin enterarse de todas las consecuencias al respecto. Muchos no comprobaron la firmeza de sus
bancos; si los depósitos estaban asegurados o no contra pérdidas
ni qué tipo de depósito les convenía más. Asimismo muchos ignoraban que los 'money funds' (fondos del mercado de dinero)
no se hallan asegurados contra pérdidas en E.U.
“Ciertamente —prosigue el análisis—, muchos desconocían
otras opciones de inversión que pueden ser más seguras o más favorables para sus objetivos individuales. Y con frecuencia pasaron
por alto las implicaciones fiscales, lo mismo que las diferencias que
existen entre depositar en un banco comercial y hacerlo en una institución de ahorros y préstamos (Saving and Loan Associations).
“En adición, tómese en cuenta que los fondos enviados por mexicanos a bancos de E.U. han sido considerados a menudo como dinero de pánico, esto es, dinero depositado bajo un estado altamente
emocional, sin la debida consideración de los riesgos, objetivos, liquidez y otros factores esenciales de una inversión acertada.
“Por otro lado, entre los tenedores de cuentas bancarias en
E.U. se encuentra un gran porcentaje de empresarios mexicanos y
también un buen número de ex funcionarios y personas en el gobierno que han disfrutado de un enriquecimiento inexplicable”.
Hasta aquí los conceptos de Wise y Ortiz, editores de la prestigiada publicación “El Inversionista Mexicano”, que circula por suscripción entre hombres de negocios de México y Estados Unidos.
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Otras sorpresas
Las potenciales quiebras de bancos norteamericanos no constituyen las únicas sorpresas para los mexicanos que creyeron tener a salvo su dinero al otro lado de la frontera. También existen
otros aspectos de orden fiscal, tanto en México como en Estados
Unidos, que les podrían significar serios descalabros.
El principal de tales riesgos reside en que sin duda alguna los
depositantes mexicanos en bancos de Estados Unidos no declaran fiscalmente aquí los ingresos que reciben por concepto de intereses en las instituciones norteamericanas, lo cual los coloca
simple y llanamente fuera de la ley.
Cierto que las autoridades mexicanas no han actuado en ese sentido, ni parece fácil ni probable que lo hagan. Empero, tampoco parecía así la nacionalización de la banca, y a pesar de todo se llevó a cabo.
Por lo demás, en el caso de que las autoridades del país se
decidieran a proceder por la vía fiscal, estarían en pleno derecho
y no atrepellarían ninguna ley, sino por el contrario la harían
cumplir. En cambio la evasión fiscal de muchos de los depositantes en bancos norteamericanos podría alcanzar cifras espectaculares que no estarían exentas de implicar procedimientos penales, con fuertes multas y encarcelamiento incluidos.
Obviamente, una acción de este tipo no sólo se ve difícil,
sino remota, sobre todo porque no parece existir la voluntad
polí-tica para actuar en un sentido como el que se describe.
Empero, los tiempos cambian y después de todo en el Palacio
Negro de Lecumberri que hoy aloja al Archivo General de la
Nación, exis-te una lista de 22 mil mexicanos a los que se les
detectaron pro-piedades y cuentas bancarias en Estados Unidos.
Esto es, se tiene algo más que la punta del hilo de la madeja.
143
El riesgo mayor
Sin embargo, el riesgo mayor subsiste del lado de las quiebras bancarias en Estados Unidos. Instituciones de aparente fortaleza como el Bank of America, Citibank, Manufacturers Hanover, Morgan y Chase Manhattan, figuran precisamente entre los
bancos más expuestos a la quiebra, sobre todo porque tienen
comprometidos gran parte de sus activos en préstamos a países
latinoamericanos altamente endeudados.
Si Argentina, Brasil, México o Venezuela dejaran de pagar
tan sólo los intereses de sus deudas externas, los mencionados
bancos y muchos más de Estados Unidos quebrarían casi de la
noche a la mañana. En caso de que se integrara un frente de deudores como el que se apunta ya en algunas capitales latinoamericanas, el sistema financiero internacional se derrumbaría, y junto
con él, los dólares de los mexicanos en bancos norteamericanos.
En una reciente visita a México, Paul Volcker, presidente de la
Junta de la Reserva Federal de Estados Unidos, rechazó la idea de
negociar la deuda de las naciones latinoamericanas por otras vías
que no sean las tradicionales. La simple integración de un frente
de deudores y de un diálogo político en torno a este asunto trastornaría los mercados financieros y crearía incertidumbre. “A mí me
asustaría”, dijo el funcionario norteamericano.
Pero la realidad trabaja en contra de los deseos de Volcker y
otros banqueros del mundo. Las naciones endeudadas, México
incluido, tienen cada vez más dificulatades para cumplir con los
objetivos técnico-financieros que fijan los acreedores y el Fondo
Monetario Internacional. La negociación política de la deuda es
un reclamo continental y es vista por muchos como la única
salida a este problema.
Lo anterior implica que aun descartando una suspensión de
pagos por parte de uno o varios países endeudados, los bancos
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norteamericanos seguirían en muy mala posición, ya que todo
apunta a una disminución de sus utilidades y con ello a crear un
clima de incertidumbre y hasta de pánico en todo el sistema, lo
que naturalmente también afecta a los dólares depositados por
mexicanos en Estados Unidos.
Una quiebra tan solo parcial del sistema bancario norteamericano igualmente afectaría a los propietarios de inmuebles al norte del
Río Bravo, ya que la mayor parte adquirió casas y terrenos a plazos,
lo que los hace altamente dependientes de las fluctuaciones del sistema financiero y del comportamiento de las tasas de interés.
Así que los riesgos existen por todos lados y está visto que
los dólares con alas, lejos de encontrar refugio seguro y un reposo productivo para sus propietarios, se encuentran hoy más que
nunca en el filo de la navaja.
2001: El futuro nos alcanzó
Para julio de 1985 el rumor se había vuelto de nueva cuenta política cambiaría. Intuyendo otra devaluación para después de las elecciones de mitad de sexenio, los habituales compradores de dólares aceleraron sus adquisiciones y otra vez la realidad les dio la razón: bien asegurado el triunfo de los candidatos priistas sobre otros partidos, que no
sobre el abstencionismo, las autoridades dieron luz verde a un nuevo
ajuste en la paridad del peso.
Esto, entre otras cosas, dio lugar a que se hablara de que el país entraba a la crisis de la crisis y que a De la Madrid Hurtado se le había
adelantado el “viacrucis” de final de sexenio. Ni siquiera Echeverría y
López Portillo, sus vituperados antecesores, se habían visto en una
situación semejante antes de llegar a su tercer informe de gobierno.
Se habló de confianza, de desconfianza y de la necesidad de poner
orden. En la Segunda Reunión Nacional de la Banca, celebrada en Guadalajara, como herencia de los espectaculares festines que constituían las
convenciones de banqueros, cuando las instituciones de crédito estaban
en manos privadas, funcionarios del gobierno de alto nivel sacaron sus
armas ideológicas y reeditaron enfrentamientos verbales del pasado.
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146
De la Madrid Hurtado aprovechó ese foro politíco-financiero
para anunciar un nuevo paquete de ajuste para corregir el desajuste y luego de sentenciar que su gobierno no dudará en ningún
momento para tomar medidas “duras y profundas”, ratificó su
esperanza en que “saldremos de la crisis”, y su convicción de
que el país marcha por el rumbo correcto.
Acto seguido se redujo su salario de un millón de pesos mensuales en diez por ciento y ordenó que los secretarios de Estado
limitaran sus prestaciones y compensaciones. Decidió desaparecer 15 subsecretarías y 50 direcciones generales del gobierno, al
tiempo que 28 mil burócratas fueron echados a la calle.
Esta última medida resultó espectacular, mereció la aprobación de algunos sectores de la población —los que no tienen parientes en el gobierno— y puso a temblar a miles de mexicanos
que creyeron encontrar en la burocracia un refugio seguro,
incluso a salvo de crisis y devaluaciones monetarias.
Pero se equivocaron y de inmediato engrosaron las filas del
desempleo, lo que dio lugar a que los críticos de siempre calificaran la medida como “populismo administrativo”, argumentando que nada resuelve dejar sin trabajo a miles de burócratas para
ahorrar alrededor de 400 millones de dólares, cuando en ese año
el pago de intereses de la deuda externa del país, que ya ascendía
a los 100 mil millones de dólares, importaba un monto superior a
los 11 mil millones de dólares.
Los inconformes con el nuevo ajuste al desajuste sugirieron que
mejor se buscara una renegociación de la deuda externa, ya que el
peso de ésta resultaba insoportable para el país y que de seguir las
cosas por el mismo camino México volvería a la insolvencia de 1982
y se tendría que declarar, contra su voluntad, en suspensión de pagos.
Dijeron una y otra vez que el pago del servicio de la deuda
constituía la mayor fuga de capitales y dejaba al país sin dinero para
la inversión productiva y para obras sociales y materiales; también
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insistieron en que la situación se volverá insostenible y que en tanto
la economía siguiera por el camino de la depresión, no sería posible
ningún cambio estructural ni mucho menos salir de la crisis.
Empero nadie les hizo caso. Otros inconformes y guasones
hicieron chistes, propusieron que se duplicara el sueldo a los gobernantes a cambio de que hicieran bien su trabajo, e inventaron
la siguiente historia llena de un optimismo arrebatador.
Va de cuento:
Tiempo nublado
El lunes 15 de enero del año 2001 fue el final de una quincena
que quería ser diferente. Las expectativas de ingresar al Siglo XXI
como quien cruza una puerta y se encuentra en un escenario luminoso, se habían extraviado en una situación nacional e internacional
bastante deteriorada. Los últimos años del Siglo XX habían sido los
más penosos de la centuria pasada y prácticamente habían destruido
toda esperanza. Algunos culparon de ello al paso del Cometa Halley, pero la realidad era que poco podía ofrecer una economía
mundial conformada por los jirones de economías nacionales bastante deterioradas.
Las páginas de los pocos periódicos existentes habían relegado
ya a interiores los informes antes catastrofistas de las quiebras de los
principales bancos internacionales. Para evitar el pánico, los gobiernos de Estados Unidos y Europa tomaron las riendas de los consejos
de administración y nadie miró con extrañeza la virtual nacionalización de grandes emporios financieros, que todavía en los primeros
años de la década de los noventas no creían en la ruptura del sistema
monetario a causa de la, por entonces, décima crisis de deuda.
En este terreno las cosas habían cambiado rápido, pero no eran
tranquilizadoras: el Fondo Monetario Internacional ya no existía y el
Banco Mundial no pudo sustituirlo. La “banda de los cuatro”, como
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se conocía a las grandes potencias mundiales, con una China capitalista a la cabeza, hacía de rectora de las finanzas internacionales y se
encargaba de vigilar que las naciones pobres cumplieran sus compromisos externos mediante la aplicación de programas de “superajuste”
a sus economías, aprovechando el “terco optimismo” que manifestaban sus dirigentes, aún convencidos de que no había de otra.
El dólar despuntaba el nuevo siglo sin mucha fuerza, luego de que el
déficit presupuestal de Estados Unidos ascendía ya a los 500 mil millones de dólares. Los blancos eran una minoría en un país dominado por
negros y latinos y, sobre todo, a raíz de que un actor medio desequilibrado y narcisista que había ocupado la presidencia varios años antes, ordenó sustituir la imagen de George Washington en los billetes para colocar
en ese espacio una foto suya montando a caballo y en la que también se
observaba a su esposa, Nancy, entregándole una bala de plata.
El cambio no hacía más confiable a la moneda norteamericana,
y en algunos países ricos había niños que tomaban esos billetes como base para escribir historias de terror, pues se habían enterado de
que el viejo actor-presidente había sido sustituido en la Casa Blanca
por un antiguo colega suyo que se volvió alcohólico a fuerza de repetir la grabación del comercial de una añeja bebida debido a que
invariablemente derramaba el vaso.
Para entonces ya casi nadie se acordaba de los infructuosos intentos que se habían hecho por reconstruir el viejo orden financiero internacional, principalmente desde que un comando de militares europeos de alta graduación, entrenados en los campos africanos del coronel Kadafi, bombardeó por equivocación el balneario
de Bretton Woods en el estado norteamericano de New Hampshire. Luego se supo que el error surgió porque el Departamento del
Tesoro estadunidense y la Junta de la Reserva Federal habían pasado a jurisdicción de la Central Intelligence Agency (CIA) y ésta,
de acuerdo con su tradición, había manejado informes falsos de
una reunión secreta para reinstaurar el imperio del dólar.
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La situación se había podido salvar un poco debido a que pequeños acuerdos monetarios se firmaban cada año en el seno del
Comité de Seguridad Económica de las Naciones Unidas, gracias a
que el edificio de cristal que le servía de sede había sido trasladado
de Nueva York a las Islas Malvinas, lo cual resultó todo un acierto,
pues entre otras cosas evitó la decimoctava guerra entre Argentina e
Inglaterra por la posesión de las famosas Falklands.
Ante la conversión de la inteligencia política en inteligencia financiera, la Unión Soviética no se había quedado atrás y por órdenes de Mijail Gorbachov, quien triplicó el presupuesto y los poderes de la KGB, luego de que esta temida organización se había distinguido en el suministro de informes equivocados, pero que de
cualquier manera sirvieron para aplacar cuando menos 29 sublevaciones en países del campo socialista, ya que nadie les hizo caso.
En medio de todo esto, el problema de la deuda seguía vigente,
como pesada herencia del siglo anterior que ya fue bautizado como
la “centuria antidarwin”, una vez que había servido para comprobar
que el hombre no desciende del mono sino que es a la inversa.
Este inesperado reconocimiento a la involución de las especies
sirvió de pretexto para que algunos intelectuales nostálgicos y con
pretensiones de economistas declararan con pedantesco aire de “se
los dije” que la deuda, como el dinosaurio de Monterroso, seguía ahí.
Lo más chocante era que no les faltaba razón, ya que para evitar
insolvencias varios países latinoamericanos estaban utilizando la marihuana como principal producto de exportación, toda vez que en Estados Unidos se había legalizado el consumo de estupefacientes y los
más conspicuos narcotraficantes del pasado estaban a cargo del manejo
del comercio exterior.
Para evitar indisciplinas, pues en Argentina y Uruguay eran
muy populares los tangos que sugerían que la deuda no se podía
pagar, los norteamericanos, aprovechando la coyuntura y la Doctrina Monroe, habían hecho secretarios de Hacienda de otros países a
150
varias figuras del siglo pasado que hablaban un poco de español y
presumían de conocer “a fondo las mañas de los latinos”.
Así”, Henry Kissinger, después de pasar una década en una clínica gerontológica y someterse a 40 operaciones de cirugía plástica,
aparecía como ministro de finanzas de Bolivia, que en la primera
semana del Siglo XXI ya había contabilizado tres golpes de Estado;
de El Salvador, luego de que el Congreso norteamericano transformó en deuda a pagar toda la ayuda proporcionada a los gobiernos
de derecha para combatir a la izquierda; y de Chile a consecuencia
de la inquietud causada por el general Pinochet, quien había reformado por vigésima vez la Constitución a fin de asegurarse la presidencia del país hasta el año 2050, si Dios le daba vida.
Después se supo que Kissinger también trabajaba para un despacho internacional en materia de deuda, fundado por un tataranieto
de los Rockefeller y en el que eran empleados de confianza Jacques
De Larosiere y Paul Volcker, que habían quedado sin trabajo luego
de la desaparición del FMI y de la Junta de la Reserva Federal. El
jefe de todos ellos era Henry Kaufman, en otro tiempo conocido como el “brujo de Wall Street”, un barrio de Nueva York donde desaparecieron las oficinas de finanzas y fueron convertidas en almacenes al mayoreo, en cuyas elevadas azoteas se instalaron miradores
para turistas morbosos que quisieran ver desde las alturas la antorcha caída de la estatua de la Libertad.
México, recuerdos del futuro
México no había podido escapar a las turbulencias con que
abría el nuevo siglo; las crisis se habían vuelto recurrentes y eran incontables las batallas perdidas en la guerra económica en que seguía envuelto el país, lo que ya hacía sospechar a algunos miembros del gobierno que tal vez la estrategia no era la adecuada y que
a lo mejor no se iba por el rumbo correcto. Acto seguido se arrepen-
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tían, borraban de su mente esos locos pensamientos y se avocaban
al diseño del 65 programa de ajuste en los últimos 16 años, ya que a
partir de 1985 se había establecido un promedio de cuatro cada doce meses, lo que servía de argumento a los comunicadores oficiales
para sostener que, pese a todo, la crisis se mantenía bajo control.
Esta circunstancia hizo que en la vida de México en el periodo
presidencial 2001-2006 los cronistas se convirtieran en economistas, quienes en sesudos análisis explicaban que se había llegado a
esa situación porque los programas de reordenación aplicados desde
casi cuatro lustros antes arrojaban resultados satisfactorios y en ese
lapso la inflación sólo creció a un promedio de 35 por ciento anual,
la deuda se había recalendarizado cada 18 meses y tal vez el único
problema mayor que subsistía era que la moneda seguía devaluándose, pero eso ya no importaba, pues se debía, como acertadamente
explicó un banquero central de mediados de los ochentas, a que “el
peso se devalúa porque hay exceso de pesos”. Así las cosas, los menos preocupados por estos simbolismos del Siglo XXI eran los 35
millones de trabajadores de salario mínimo y cuyos líderes, una vez
que habían ratificado su centésima alianza histórica con el Estado,
declaraban orgullosos que se avanzaba firmemente en la recuperación de la constitucionalidad del minisalario. Pero, al igual que 16
años antes, nadie les creía y en las columnas económicas de los periódicos se había denominado a esas percepciones bajo el concepto
de “dotación extrema de consentimiento o salario de salvoconducto”.
Aquel 15 de enero del año 2001, un lunes de la semana mexicana de trabajo de cuatro días por seis y media horas de labor, amaneció medio nublado. El invierno frío y seco, producto de la ruptura
ecológica de los últimos años, se sentía duramente en las calles,
ahora más pobladas y más llenas de comercios ambulantes. Los circuitos cerrados de radio y televisión en las calles no podían introducir el optimismo con sus mensajes sobre la evolución positiva de la
economía y acerca del anuncio sobre el control de la crisis. A poco
más de quince años de distancia, la palabra crisis había perdido en-
152
canto y capacidad de significado. Es más, la crisis era considerada
ya, por los ensayos sobre la economía de la coyuntura, como una
etapa más en el proceso de desarrollo de los pueblos.
En México, cada quincena era la posibildad de recordar el problema de la deuda, que hacia poco rebasó el tope psicológico de
200,000 millones de dólares. Y lo era porque alguna iniciativa política del partido en el poder —que en 16 años tuvo cuatro diferentes
nombres pero al que siempre identificaron como PRISIS— había
logrado el consenso del Congreso para la aportación salarial, como
impuesto, del 4 por ciento del ingreso bruto para amortización en el
pago de la deuda. Pero ni así disminuía el volumen total, porque todo iba a pago de intereses y comisiones de renegociación anual del
pasivo nacional.
Los trabajadores mexicanos se habían acostumbrado a esa
economía. En pocos años, el poder de compra se hizo añicos.
Quienes habían nacido en los primeros años de la segunda mitad
del siglo XX llegaban al retiro y a la vejez en un mundo económico diferente: de contar el poder adquisitivo en centavos, las
monedas bases de México pasaron a multiplicarse: 1, 5, 10, 50,
100, 500, 1 000 pesos. En los días del flamante Siglo XXI la moneda fraccionaria base, con la cual se podían utilizar los contadísimos teléfonos públicos para cuyo acceso había que hacer reservaciones o colas larguísimas, era de 10 000 pesos, cuyos números eran casi ilegibles por el tamaño de la moneda y por la gran
cantidad de ceros incluidos.
En tres lustros, que se sintieron largos, pesados, somnolientos, el país había ensayado todas las recetas económicas sin resultados. Hubo una época, casi en los últimos años del Siglo XX,
en que se experimentaron síntesis verdaderamente impensables
de fórmulas económicas, pero sin dar los resultados necesarios
para rescatar al país del constante deterioro. La militancia de los
sindicatos obreros se trocó por la necesidad de tener empleo, aun
153
con los “salarios de salvoconducto”, sin que una cosa y otra tuvieran correspondencia. El país atravesó, prácticamente, por doctrinas económicas anuales, llegando, inclusive, a identificarse
épocas. 1989 fue el Año de Keynes, en tanto que 1997 fue el
Año de Friedman. Por dos años consecutivos, 1993 y 1994, se
vivió el año de Volcker, cuando inclusive el conocido expresidente del Sistema de la Reserva Federal de Estados Unidos vivió
temporadas de descanso en las playas de Zihuatanejo y concedió
audiencias privadas a multitud de economistas y funcionarios de
todos los niveles. Delarosiere hizo esfuerzos y trabajos de cabildeo para logar la implantación del “Año Delarosiere”, pero dicen
que algunos alumnos de Jesús Silva Herzog —incrustados en la
Cámara de Diputados— evitaron el homenaje al ex director del
FMI, debido a viejas rencillas porque Larosiere no le dio a Silva
Herzog espacios de acción política para manejo interno allá por
la crisis de 1985 y sobre todo en 1987, cuando se decidió la sucesión presidencial mexicana.
Para la abrumadora mayoría de los 50 millones de mexicanos
de la población económicamente activa, aquel Siglo XXI no les deparaba buenas noticias. De hecho, el aprendizaje para vivir en la crisis se convirtió en la mejor manera de, si no combatirla, sí atenuarla. Y eso era bastante. Aun así, en menos de una generación el desempleo era el enemigo número uno —la inflación no bajaba del 35
por ciento anual, pero no rebasaba el 60 por ciento, lo cual era una
ganancia en estos tiempos de cambio de siglo—, debido ante todo a
que la capacidad de la economía —orientada a pagar la deuda y no
a crecer— se mostraba abrumada por no poder responder a la necesidad de proporcionar empleo a las 2.5 millones de personas que se
incorporaban cada año a la PEA. Y si a esto se añadían los aproximadamente 750 000 niños cuyas economías familiares no podían
sostenerles ni la escuela ni la ociosidad, entonces el resultado final
no hacía sino augurar un mal comienzo de siglo.
154
Dieciséis años pasaron rápido. Fueron poco más de dos sexenios desde aquel 1985. Comenzaba el tercero con el Siglo XXI. Algunos funcionarios de aquel gobierno de mediados de los ochenta,
que marcó la fractura económica del país, continuaban en algunas
áreas del Estado. La fusión de algunas dependencias, la fundación
de otras cada año, se había unido a la desaparición de las que fueron
culpadas de la crisis. El Banco de México desapareció del mapa
después de una agitada manifestación que terminó con la lapidación
de los edificios de Condesa por airados ciudadanos que hicieron trizas los cristales con pequeñas pero dañinas monedas de 1 000 pesos
que no servían ni para el teléfono. En lugar del Banxico se creó el
Fideicomiso para el Diseño y Aplicación de la Política Monetaria.
Hacienda volvió a sus viejas funciones de recolectora de impuestos
y la SPP desapareció tres veces y otras tantas se creó de nuevo con
diferentes nombres. Aunque la responsabilidad de la política económica estaba distribuida en varias dependencias, como una manera
de evitar el acaparamiento de poder político con tintes sucesorios, al
final de cuentas el control en la aplicación de las estrategias de
desarrollo estaba en manos de la llamada Dirección Federal de Seguridad Económica, organismo más poderoso que su antecedente
policíaco y de inteligencia que se desmoronó cuando se descubrieron sus alianzas con los principales narcotraficantes.
Los últimos tres presidentes de México no vivían en la República. Uno residía en Madrid, en donde se había casado y divorciado
cuatro veces. Luego de casi 20 años, apenas había expuesto algunos
cuadros sin ninguna reacción de la crítica, en una abandonada galería de los suburbios madrileños. Otro expresidente había logrado
una cátedra en Harvard y algunas asesorías en organismos financieros norteamericanos. Un tercero seguía haciendo intentos por lograr
la presidencia ejecutiva del nuevo Banco Monetario de Reconstrucción, utilizando para ello sus conocimientos de las altas finanzas
que habían, cuando menos, evitado la ruptura total del orden econó-
155
mico, aunque aceptando una crisis social sin precedente. Para el
puesto que buscaba, en realidad lo de la crisis social era intrascendente; lo básico era conseguir elementos suficientes para una “política económica internacional armónica”, en sustitución de las mal
conocidas políticas de estabilización, que ni eran políticas y menos
aún lograban la estabilización económica indispensable. Mientras
se decidía el puesto, el ex presidente era asesor de algunos gobiernos latinoamericanos.
Crónicas marcianas
La cola para cobrar la primera quincena del año 2001 no difería
de muchas otras, pese a dos razones: una, que el cobro de las quincenas de los trabajadores se hacía en las ventanillas bancarias y no en
las empresas, porque el esquema había permitido el mantenimiento
mínimo de líquidos y captación de los bancos del país, que ya habían
pasado en dos ocasiones por la reprivatización —que fue celebrada
políticamente como un triunfo— y por una nueva nacionalización —
que fue menos traumática que la de 1982, porque ahora los banqueros privados fueron los que la promovieron y la celebraron con una
gigantesca manifestación en el Zócalo, encabezada por los apellidos
ilustres de la banca—. La tercera reprivatización y nacionalización
posterior fue más burocrática que nada y la noticia no alcanzó siquiera alguna mención en la primera plana de los diarios y apenas unos
segundos en los noticieros de televisión. ¿La razón? A nadie le interesaba ya. El otro motivo por el cual no se percibían novedades en
aquella primera quincena del año 2001 era que la toma de posesión
mes y medio antes había estado definida por el desinterés. La noche
del 30 de noviembre del año 2000 se había organizado una austera
pero simbólica ceremonia para anunciar al gabinete del primer sexenio del Siglo XXI. El país estaba tan indifierente, que pocos registraron el hecho de que la totalidad del gabinete estaba formado por polí-
156
ticos. En broma, el nuevo portavoz presidencial había dicho en uno
de los magníficos salones del Hotel Challenger —el más lujoso de la
época—, ante más de 4 000 sillas vacías, algunos reporteros locales,
una cámara de la televisión del Estado, cinco corresponsales norteamericanos y apenas dos enviados especiales de periódicos de Europa, que “la economía era algo muy serio como para dejarla en manos
de economistas”. Así, el nuevo gobierno de políticos llegaba a sustituir al gobierno de economistas que terminaba su gestión justamente
esa noche. Los pocos asistentes bromearon en torno de la sucesión del
año 2006, la que tal vez estaría formada exclusivamente por poetas.
Esa mañana, los trabajadores comenzaron a hacer fila desde
temprana hora, lo que quería decir que en los días de quincena quedaba paralizado el aparato productivo del país. Este hecho no perocupaba a nadie, porque de hecho la economía nacional estaba inmersa en una inercia productiva, distributiva y de consumo que poco tenía que ver con las características de la semana mexicana de
trabajo y la creación de algunos otros días de asueto al año para celebrar fechas significativas.
Esa mañana, también, pocas características novedosas ofrecía la
economía nacional. El gasto público para el año 2001 había sido
aprobado por un Congreso dominado aún por el partido tricolor —
cuyo nuevo nombre pocos recordaban, pero eso era lo de menos—
y al que pertenecían —según reporte de las columnas políticas de
comienzos de siglo— 35 partidos de oposición. En 16 años, el gasto público continuaba su tendencia a crecer al ritmo de la inflación
y para el 2001 se iban a ejercer 1 838.5 billones de pesos, algo así
como 10 000 veces el de 1985, año de infortunado recuerdo. En un
año, el del siglo que terminaba unos días antes y el del que comenzaba con buenos augurios de los horóscopos computarizados, el
gasto público había crecido en 160 billones de pesos, algo así como
2 400 veces el presupuesto federal de 1985. Para el 2001, el gasto
público sólo serviría para pagar el servicio de la deuda y para gasto
157
corriente de casi 10 millones de trabajadores al servicio del Estado.
El país había atravesado por varias crisis antes de comenzar el
nuevo siglo. ¿El motivo? La deuda, siempre la deuda, cuyo volumen avanzaba a pasos agigantados tras la meta de 210 000 millones
de dólares de Brasil. México pagaba cada año algo así como 30 000
millones de dólares anuales por intereses, aunque afortunadamente
nada de capital, como lo señalaban las ocho renegociaciones del débito y la firma de 25 cartas de intención con el FMI y con el nuevo
Banco Monetario de Reconstrucción.
Reflejo de esta situación era la economía familiar, la doméstica,
la de aquellos millones de trabajadores que hacían cola cada quincena para cobrar su salario de salvoconducto, o sea el mínimo. Pese
a todo el tiempo que había transcurrido, algunos trabajadores parecían no acostumbrarse aún a las cifras. Por ejemplo, manejar 90 000
pesos diarios de salario mínimo era bastante difícil, sobre todo si a
la quincena sumaban un millón 350 000 pesos y al mes dos millones 700 000 pesos por trabajador.
Cifras millonarias que motivaban sueños de millonarios en pocos, porque la mayoría de los trabajadores ya estaban acostumbrados a los ceros de la crisis, los ceros que multiplicaba la inflación
como verdadera multiplicación de panes y peces. Pocos caían en el
engaño de los ceros. Muy pocos. Porque, ¿qué se podía comprar o
adquirir con esos 90 000 pesos diarios? Poco, debido a que en 16
años el poder adquisitivo del otrora salario mínimo no sólo no había
crecido al mismo ritmo que la inflación, sino que seguía a la zaga.
Con respecto a aquel fatídico 1985, el salario mínimo del 2001
compraba todavía menos.
Así, por ejemplo, los casi 33 millones de pesos anuales del salario mínimo para cada obrero no podían permitir el acceso a los productos básicos. En esa primera quincena del 2001, algunos periódicos realizaron con flojera algunos cálculos, porque ya ni siquiera la
difusión de datos comparativos podía influir, como antes, en el pro-
158
blema económico salarial del país. La renta de una casa para un trabajador de salario mínimo era de casi un millón de pesos mensuales. Y no era una casa propiamente dicha, sino un pequeño departamento de lo que era por entonces el suburbio del país más socorrido
para departamentos desvencijados de este tipo: Ciudad Tequisquiapan, verdadera zona laboral como lo fue Ciudad Nezahualcóyotl en
los años sesenta. La comunicación con la ciudad de México era por
tren directo.
Al llegar a las zonas de acceso de transporte en las afueras de la
ciudad, los trabajadores tenían que tomar todo tipo de vehículos:
metro, camión, trolebús, taxi y camiones especiales que hacia comienzos de los años noventa habían sustituido a las “combies” en
las rutas de colectivos llamados peseros. Pocos recordaban que eran
peseros porque en 1960, cuando comenzaron a funcionar, efectivamente cobraban un peso por viaje. Cuarenta y un años después, un
viaje por pesero costaba 5 000 pesos. Cada vehículo de este servicio
sacaba tres millones 200 000 pesos diarios.
Los que no querían gastar tanto tomaban los camiones repletos
de pasajeros. Al transporte urbano le pasó lo que a la banca: después de la municipalización de 1982, pasó a manos privadas y luego se volvió a municipalizar. Como ninguna de las dos formas de
propiedad era la adecuada, se creó una nueva figura: la mixta social,
conformada con capital privado y público y la participación de los
usuarios, los que adquirían acciones en esa empresa mediante la
acumulación de boletos por viaje. Aunque este tipo de operación no
les daba a los usuarios ningún reparto de utilidades —al contrario,
subsidiaban el transporte con el pago voluntario de algunos pesillos
de más en cada boleto para mantener la existencia de las líneas de
camiones—, de todos modos los hacía propietarios de acciones a su
nombre que eran deducibles de impuestos. Así, cada boleto de camión costaba 700 pesos por viaje.
Los demás precios no eran para que nadie se sintiera orgulloso
159
de ser millonario del siglo XXI: un boleto de cine costaba 20 000
pesos; una bolsita de palomitas, 15 000 pesos; un boleto para ir al
fútbol, 50 000 pesos; un libro, 100 000 pesos; un desayuno en las
cafeterías al por mayor, 200 000 pesos; un trago de whisky nacional, de sabor horrible pero de los únicos en venta, 95 000 pesos.
Los precios estaban al gusto de todos. Así como llegaban los
millones de pesos, igual se iban. Pocos pensaban en el lujo —muy
pocos, por cierto, debido a que los esquemas de distribución del ingreso estaban más radicalizados. Si en 1978 el 70 por ciento de la
población ganaba el 30 por ciento del ingreso, y el 30 por ciento de las
familias ricas se llevaban el 70 por ciento de la otra tajada, en el 2001
el 5 por ciento de la población se comía el 90 por ciento del pastel.
Un coche, por ejemplo, mostraba los niveles de precios: el
clásico Volkswagen valía en el 2001 algo así como 131 millones
de pesos. Un auto de lujo, de superlujo, podía costar hasta 1 000
millones de pesos. Una casa o más bien un pequeño condominio
se cotizaba en 800 millones. Un traje de no mucho lujo valía dos
y medio millones de pesos.
¿Los básicos? También por las nubes. El disparo de los precios en los productos considerados indispensables había sido
más rápido que el de otros bienes, debido sobre todo a la infinita
pugna intergubernamental entre quienes seguían confiando en el
control de precios y los que estaban seguros de que ese mito debería enterrarse con el siglo.
Aunque los populistas seguían ponderando las bondades de
los subsidios y los controles de precios, en las estadísticas oficiales se advertían los drásticos cortes anuales en los subsidios a los
productos básicos. Eso quería decir, sin más ni más, que la carestía de los artículos de consumo indispensable iba más allá de la
carestía de otros productos.
El kilo de carne oscilaba entre 150 000 y 200 000 pesos. El litro
de leche, cada día más escasa y poco nutritiva por la incorporación
160
de químicos, costaba 10 000 pesos y cada mes subía unos miles
más. El huevo podía conseguirse a 20 000 pesos el cartón.
En materia de salarios, los ceros de la crisis habían hecho estragos hasta en el ánimo de los trabajadores. Por ejemplo, muchos
de ellos se jubilarían esa primera quincena de enero del 2001 con
un sueldo mensual de 10 millones de pesos, aunque habían comenzado a trabajar, 35 años antes, con 700 pesos al mes.
Los que más ganaban estaban presos en la maraña de ceros y
en el manejo de cifras bastante largas. Uno de los cientos de miles de directores generales del sector público ganaba en el 2001
poco más de 60 millones de pesos al mes, algo así como 720
millones de pesos al año.
Muchas fortunas había formado, nominalmente, la inflación y
muchos sueños de grandeza había también desmoronado esa ola incontenible que finalmente se quedó a vivir en México. Las cifras
anuales promedio no eran escandalosas —33 por ciento de crecimiento anual en 16 años—, aunque se temía que con el siglo y el manejo de expectativas, los índices de aumento de los precios volverían
a rebasar la cifra psicológica de 50 por ciento. Sería el acabóse.
Orwell, economista
Paralelamente al aumento de los ingresos vía inflación, la paridad
peso-dólar había pasado por varias etapas. Nunca volvió la confianza,
inclusive pese a que en 1986 el entonces director del Banco de México
había apostado al presidente de la República su puesto al frente de la
banca central contra la vuelta a la tranquilidad en el renglón monetario
una vez que desapareciera totalmente el control de cambios.
La apuesta se llevó a sesión de gabinete económico durante varios
días. El estudio de las alternativas y efectos de la desaparición total del
control cambiario provocó la filtración de decisiones y agitó aún más
el mercado de cambios. A como estaban las cosas, para 1986 había
más de 30 mercados paralelos de divisas.
161
El control de cambios desapareció, en efecto, pero también desapareció del mapa político el director del banco central. Dicen que se jubiló y se retiró a escribir sus memorias, pero nadie supo en realidad qué
pasó con él. Pero lo de menos era saber de la suerte del funcionario,
cuando lo importante radicaba en seguir los efectos de la inexistencia
del control.
Las evidencias hicieron estremecer de terror a los estrategas de la
política económica gubernamental: la fuga de capitales se multiplicó por
tres en unos días y nuevamente las reservas del Banco de México volvieron a secarse. Una decisión presidencial instauró de nuevo el control
de cambios. La fuga no cesó aunque continuó en niveles que posteriormente se conocieron como normales. Así, el control no fue un instrumento efectivo para detener el flujo de divisas al extranjero, sino que sirvió de tope psicológico para evitar la sangría financiera indiscriminada.
Los años pasaron. Y los mexicanos siguieron su rutina: depósitos
de fortunas mexicanas en bancos norteamericanos, compra de inmuebles y turismo selectivo, pero imparable. Al comenzar el nuevo siglo,
pocas evidencias se tenían de los dineros de mexicanos fuera de México, debido sobre todo a que Estados Unidos había logrado la aprobación de una ley en el Congreso para quitarle la nacionalidad a los dólares que llegaban de fuera, como una forma de atraer más capitales y tener dinero en sus bancos.
Sin embargo, cálculos de organismos académicos estimaban que
en el año 2001 había alrededor de 30 000 millones de dólares depositados en bancos norteamericanos por mexicanos, además de que propiedades por 100 000 millones de dólares eran de mexicanos. El turismo
había convertido al sur de Estados Unidos en el famoso Eldorado de
las leyendas del Oeste. En términos económicos, la frontera no existía
para separar a México de Estados Unidos. Inclusive, las reuniones de
los presidentes de ambos países enfatizaban sus decisiones para sustraer a la frontera de las crisis económicas de ambos países.
Pese a todo, la inflación se había convertido en el peor enemigo del
peso. El siglo XXI abrió con una paridad de mercado —basada en el diferencial inflacionario entre México y EU, más un 30 por ciento de colchón subvaluatorio, por lo que pudiera ofrecerse— de 15 000 pesos por
162
dólar. Eso sí, en el mercado negro —en donde había disponibilidad suficiente de divisas— el precio llegaba a ser de 30 000 pesos por dólar.
Las decisiones adoptadas por México y Estados Unidos evitaron
desde hace mucho el estallamiento de crisis y el retiro gubernamental
del mercado cambiario. No había ya psicosis por el dólar, sino que la
demanda estaba despojada de avaricia y ambiciones y tenía mayores
fundamentos realistas: el peso sería siempre el peón del dólar.
Por lo demás, para que hubiera psicosis debió haber existido dinero
para especular y gente dispuesta a hacerlo. Pero al comenzar el nuevo
siglo eran pocos los mexicanos con suficientes capitales o liquidez como para alimentar el pánico cambiario. La psicosis, además, era la suma de pequeñas e infinitas esquizofrenias. Ahora, los pocos que tenían
mucho eran siempre los de la cabeza fría, los especuladores a la usanza
de grandes financieros, poco dados a perder el control de sí mismos o a
provocar pánicos o psicosis.
En este contexto, la especulación se convirtió en un negocio. Las
presiones sobre el mercado ofical de cambios eran, inclusive, hasta
previsibles y se anunciaban en boletines transmitidos a la sede del Fideicomiso que sustituyó al banco central vía circuito cerrado de televisión. Los ajustes por especulación eran, así, menos traumáticos.
En un siglo, el peso había perdido todo, hasta la vergüenza. Al comenzar el Siglo XX estaba virtualmente a la par, al uno por uno con el
dólar. Los libros de historia económica destacan este dato. Sin embargo, un siglo después, en el XXI, se necesitaban 15 000 pesos, si se tenía suerte y contactos para tener acceso a dólares oficiales, o 30 000
pesos para conseguirlos por esas calles de Dios.
Todo era cuestión, pues, de tener dinero y suerte. Mucha suerte, sobre todo. Porque dinero lo había al comenzar el siglo. Mucho dinero, dinero por millones. Lo malo era que en las colas de los bancos, los trabajadores se preguntaban cada quincena: millonarios, sí, pero ¿para qué?
Un nuevo amanecer
Por un camino de ajustes y desajustes, de cortes y recortes, de
cambios y recambios, la economía mexicana dejó al peso en la orfandad, no obstante que la paridad monetaria continúa considerándose herramienta básica en el proyecto de cambio estructural que
se propone el gobierno, y que al igual que muchos otros de sus objetivos, enfrenta una terrible carrera contra el tiempo.
Un rápido vistazo al comportamiento de la moneda mexicana
durante los dos años con ocho meses de la administración del
presidente Miguel de la Madrid, pone los pelos de punta. El “retorno de los brujos” al Banco de México y la aplicación de su inconfundible como invariable “alquimia monetarista” arroja un
nada reconfortante resultado: en 2 años 7 meses la moneda mexicana se devaluó en casi 500 por ciento, al pasar de 70 pesos
por dólar en diciembre de 1982 a 379 en los primeros días de
163
164
julio de 1985.
La “flotación controlada” que comenzó a regir el 5 de agosto
de 1985 —cuyo comportamiento práctico no se alcanza a examinar en este libro dado que se concluyó de escribir en los últimos
días de julio— es empero un claro indicativo de que el peso sigue por la pendiente del dólar y nada parece poder evitar que
ruede hasta el fondo del abismo.
Y es que no sólo es cosa de las autoridades, sino de todos los
mexicanos. Mientras persista la psicosis del dólar la moneda nacional, con toda y águila en el reverso, no tiene salvación. El país
de millonarios que se describe en el capítulo anterior no es una
ficción, sino una aterradora realidad, en tanto nadie siga dando
un peso por el peso.
Tampoco es cosa de patrioterismo, pero sí de mexicanismo,
de lógica y de sentido común. Es claro que las circunstancias
económicas muestran con toda nitidez que apostarle al dólar es
negocio seguro, que por esa vía los pesos se multiplican y que en
un estricto sentido se obra dentro de la ley.
Sin embargo, también es indudable que son a lo más cuatro o
cinco millones de mexicanos los que se pueden dar el lujo de
convertir sus pesos a dólares, y muchos menos los que pueden
viajar al extranjero y sólo unos cuantos los que están en capacidad de adquirir propiedades e irse a vivir al exterior. De ahí que
habría que preguntarse ¿la ganancia en la especulación con el
tipo de cambo justifica este atentado colectivo contra la nación?
Porque como van las cosas cada día serán menos los poseedores de dólares, y aunque seguirán haciendo pingües negocios
cambiando sus pesos por “verdes” el camino también tendrá sus
riesgos en lo externo: ¿Quién asegura una fortaleza eterna del
dólar?, y sobre todo, en lo interno, donde habrá cada vez más pobres y menos ricos, se registrará un deterioro mayor de los niveles de vida de la población, aumentarán la criminalidad, el ham-
165
bre y la insalubridad y quedarán sueltas las fuerzas sociales que
pueden romper la también mítica “estabilidad política” del país.
El riesgo es para todos y no únicamente para los especuladores y “sacadólares”. De ahí que corresponde a la sociedad entera
hacer ver al gobierno que la “libertad cambiaria” es prescindible
cuando está en juego el destino de la nación, y que más que recetas de teoría económica, algunas de ellas impuestas desde el exterior, se requieren resultados y no vanas promesas de una prosperidad que se antoja cada vez más lejana.
No se trata de reconstruir un mito, sino de reencontrar el
rumbo para el país. Para ello se requiere concertar la voluntad de
los mexicanos, fortalecer el concepto de patria, así como la solidaridad social, y tomar las medidas que ayuden a desterrar la
arraigada psicosis del dólar.
México es y existe, aunque algunos mexicanos hayan dejado
de creerlo. De ahí que resulte oportuno retomar los conceptos
que a propósito de esta crisis de identidad nacional expresó Manuel Buendía ante un grupo de estudiantes universitarios:
“Tomen hoy, en lo íntimo de su conciencia, un compromiso
personal.
Frente a los ojos de sus maestros, de sus padres y de cada
uno de los seres que aman,
asuman un compromiso personal, individual, intransferible.
Juren ser patriotas y limpios y valientes y eficaces. Juren ser
fieles a México.
Juren borrar de su vocabulario la palabra rendición. Y si
ustedes prometen esto y lo cumplen; si otros mexicanos jurasen
igual, y también lo cumplieran, mañana mismo en la Patria
amanecería otra vez la esperanza”.
ESTA EDICIÓN DE 15 000 EJEMPLARES SE TERMINO
DE IMPRIMIR EL 31 DE OCTUBRE DE 1985 EN LOS
TALLERES DE EDITORIAL CALYPSO, S. A.
OCULTISTAS 43 COL. SIFÓN
09400 MÉXICO, D. F.
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