Untitled - La esfera de los libros

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FICHA TÉCNICA
Título: La desventura de la libertad
Subtítulo: José María Calatrava y la caída del régimen constitucional español en 1823
Autor: Pedro J. Ramírez
Colección: Historia
Páginas: 1210
Formato: 16x24 Cartoné
Precio: 39,90 €
Fecha de publicación: 8 de abril de 2014
EL LIBRO
Mayo de 1823. Los Cien Mil Hijos de San Luis, comandados por el duque de Angulema, han cruzado el Bidasoa
y avanzan sin oposición hacia Madrid. Su objetivo es acabar con el régimen constitucional restablecido durante
el Trienio Liberal. Las Cortes han huido a Sevilla llevando consigo a Fernando VII. Masones y comuneros buscan
al hombre providencial que lidere la resistencia, emulando la gesta de 1808, y logran que el rey encargue formar
gobierno a José María Calatrava, un patriota ejemplar que a veces vota con la derecha y otras con la izquierda.
Este libro reconstruye los dramáticos cinco meses en los que ese último gobierno del Trienio resiste primero en
Sevilla y luego en Cádiz, mientras los generales le traicionan, las arcas públicas se quedan vacías, la diplomacia
británica le abandona a su suerte y el monarca conspira para destruir el orden constitucional que ha jurado
proteger.
Pedro J. Ramírez aporta a un vibrante relato, en el que las intrigas políticas se hilvanan con los episodios militares
y los bailes en Londres con las aventuras galantes en París, una espectacular documentación inédita que cambiará
la percepción histórica de esta encrucijada clave. Se trata del archivo de José María Calatrava, descubierto y adquirido por el autor, que incluye piezas tan reveladoras como unas Memorias elaboradas junto a sus ministros,
unas Notas reservadas en las que pedía que no vieran «nunca la luz pública» o el original de la prueba definitiva
de la felonía de Fernando VII.
La desventura de la libertad es al mismo tiempo una obra de gran rigor académico y una fascinante narración
periodística. Como en el caso de El primer naufragio —publicado con mucho éxito por esta editorial—, el relato
refleja los grandes debates que han moldeado nuestra historia contemporánea. De su lectura se desprende que
solo una reforma constitucional a tiempo puede evitar la «putrefacción» de un régimen político corroído por
sus inconsecuencias y solo unas reglas del juego claras sirven para neutralizar la influencia nociva de un mal
monarca.
la desventura de la libertad
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EL AUTOR
Considerado por The Guardian «el periodista europeo más importante
del último cuarto de siglo», Pedro J. Ramírez (Logroño, 1952) ha sido director de Diario 16 y El Mundo —fundado por él en 1989— durante treinta
y cuatro años. Ha obtenido prestigiosos galardones internacionales como
el Premio Montaigne, concedido por la Universidad de Tubinga, o el Isaiah
Berlin por su trayectoria liberal. Es doctor honoris causa por la Universidad
San Ignacio de Loyola de Lima y el Lebanon Valley College de Pennsylvania,
donde fue profesor de literatura.
Tras haber publicado libros de actualidad política de gran éxito como
Amarga Victoria o El desquite, su obra El primer naufragio, dedicada a la
Revolución Francesa, le catapultó como historiador con cinco ediciones
vendidas y grandes elogios de la crítica. La desventura de la libertad es su
primer libro sobre la historia de España.
UNAS PALABRAS DEL AUTOR
A finales de 2011 el librero Miguel Miranda ofrecía a través de Internet, y de uno en uno, algunos documentos
procedentes del «archivo del exministro José María Calatrava durante el Trienio Liberal». El que concretamente
despertó mi curiosidad y me indujo a ponerme en contacto con él fue la «carta de suicidio del general Sánchez
Salvador», pues las razones de paisanaje —era riojano como yo— amplificaban el interés por una circunstancia
tan atípica como que un ministro de la Guerra se corte el cuello en pleno conflicto bélico. Cuando visité la añeja
y acogedora librería en la calle de Lope de Vega para ver el documento, Miranda me comentó que su madre recordaba que su padre, fundador de una saga familiar que avanza ya hacia la tercera generación, había adquirido
en una testamentaría ese archivo y podía haber incluso «unas memorias», pero no estaba seguro. Si yo tenía interés por el periodo y el personaje, él podía aprovechar la Navidad para buscar lo que tenía en «algún armario»
de su casa.
Quedamos así y a la vuelta de Reyes me confirmó el hallazgo. Acudí de nuevo al local y encontré sobre la mesa
lo que aparentaba ser un abultado libro de lomo granate y tapas color crema. Tenía el alto de las viejas enciclopedias y el grosor de tres volúmenes. Era en realidad una caja que se abría por la mitad y en cuyo interior Miranda había distribuido cincuenta y ocho documentos singulares o bloques de documentos relacionados entre
sí, en otras tantas fundas de plástico transparente. Estaban en efecto lo que él llamaba «las memorias» —un
manuscrito de noventa y cuatro páginas tamaño holandesa titulado Apuntes sobre los principales sucesos del
último Ministerio Constitucional—, pero había mucho más.
Me bastó leer algunos párrafos relativos al propio suicidio de Sánchez Salvador y otros episodios poco conocidos
del final del Trienio para darme cuenta de la autenticidad y relevancia de esos papeles. Vi que había tres
clases de documentos: en primer lugar los que formaban el archivo político de los cinco meses escasos en los
que Calatrava fue de facto el jefe de aquel último gobierno del régimen liberal derrocado por la invasión francesa
de los Cien Mil Hijos de San Luis; en segundo lugar los relativos a las polémicas y peripecias que Calatrava protagonizó durante su emigración en Londres; y por último, agrupados en el fondo de la caja en la clásica carpeta
azul sujeta con gomas, papeles relacionados con la segunda etapa, en que Calatrava estuvo en el poder durante
la regencia de la reina gobernadora María Cristina de Nápoles.
Enseguida descubrí, no sin sentir cierto vértigo, que entre los papeles estaba el original del tantas veces debatido
Manifiesto del 30 de septiembre de 1823 con la firma autógrafa de Fernando VII y las tachaduras y cola desventura de la libertad
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rrecciones mandadas introducir por él. Solo el hallazgo de las «memorias» y la aparición de ese documento ya
me parecieron de un valor enorme. Era inaudito que esa documentación no hubiera ido a parar a manos de alguna institución pública —«con esto de la crisis nadie tiene fondos para comprar nada», me dijo Miranda—, pero
decidí aprovechar mi buena suerte y cerrar el trato.
Examinando más despacio el contenido del archivo, transcribiendo los principales documentos, fui cobrando
conciencia de que su riqueza y trascendencia superaban todas las expectativas. Especialmente relevante fue el
descubrimiento de las Notas reservadas, un extenso relato escrito con letra de mosca, aprovechando cada centímetro del papel como si se tratara de un bien escaso, reconstruyendo diálogos con el rey y otros interlocutores
clave, a modo de testimonio íntimo de la experiencia política de Calatrava. Me impresionó especialmente su
explicación de que no escribía esas Notas «para que vean nunca la luz pública, sino únicamente para que no se
me olviden», y su petición de que si en el futuro tal «cuaderno» caía en «manos de mi familia o de otra persona»
se actuara de forma «que a nadie perjudique el contenido».
Al leer esto me di cuenta de que la mejor manera de cumplir, casi dos siglos después, con el espíritu de ese deseo
de un hombre tan notable como desconocido para los españoles de hoy, era tratar de reconstruir de la manera
más fiel posible los acontecimientos de los tremendos cinco meses de la primavera y el verano de 1823. Decidí
utilizar el relato de Calatrava como hilo conductor y sus papeles como respaldo documental, pero situando a
la vez cada episodio en el contexto de las demás versiones disponibles y contrastando sus vivencias con las de
los demás protagonistas, especialmente Fernando VII y el duque de Angulema.
A medida que fui avanzando me di cuenta también de la trascendencia del debate de fondo que las distintas escuelas históricas han venido planteando desde entonces sobre las causas del fracaso de la primera experiencia
de un régimen parlamentario en España. En concreto la discusión sobre la conveniencia o no de haber reformado
la mitificada Constitución de 1812 bien merecía una aportación final por mi parte a partir de las reflexiones
que Calatrava hizo en el exilio sobre lo sucedido. Así es como nació este libro.
Pedro J. Ramírez
la desventura de la libertad
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CRONOLOGÍA DEL DRAMA DEL
PRIMER LIBERALISMO EN ESPAÑA
19 de marzo de 1812. Promulgación de la Pepa. Las Cortes
de Cádiz aprueban el día de San José la Constitución Política de la Monarquía Española.
4 de mayo de 1814. Fernando VII reimplanta el absolutismo.
3 de octubre de 1815. El general Díaz Porlier, héroe de la
Guerra de la Independencia, es ahorcado en La Coruña. Se
abre el camino de los pronunciamientos.
1 de enero de 1820. Triunfa la sublevación de Riego. El coronel proclama la Constitución en Las Cabezas de San Juan
y dispara la rebelión que fuerza al Rey a aceptar el régimen
liberal.
9 de julio de 1820. Jura de la Constitución por Fernando VII
y «Gobierno de los presidiarios» encabezado por Arguelles.
3-7 de septiembre de 1820. Destitución de Riego y sesión
de «Las páginas». Los incidentes del Teatro del Príncipe,
donde se canta el «Trágala» en presencia de Riego, y tal vez
con su complicidad, dan pie al Gobierno para ordenar su
traslado a Asturias. Durante una tormentosa sesión parlamentaria, Argüelles amaga con «abrir todas las páginas» de
una supuesta conspiración republicana. Las Cortes quedan
divididas entre los doceañistas y los veinteañistas.
1 de marzo de 1821. El discurso de la «coletilla». Tras leer
el texto escrito por el Gobierno, Fernando VII añade una
«coletilla» de su cosecha y destituye a Argüelles y sus compañeros.
4 de mayo de 1821. Asesinato del cura de Tamajón. Después
de una jornada de gran agitación en Madrid, un grupo de
exaltados asalta la cárcel de la Corona en la que se halla
preso Matías Vinuesa, capellán de honor de palacio.
18 de septiembre de 1821. «Batalla de Platerías» en Madrid
y revolución exaltada en Sevilla y Cádiz.
4 de enero de 1823. Las notas diplomáticas. Las cuatro potencias firmantes entregan al gobierno de Madrid sendas
notas diplomáticas. Los embajadores abandonan Madrid y
el 28 de enero Luis XVIII anuncia que «cien mil franceses,
mandados por un príncipe de mi sangre a quien tengo por
hijo –el duque de Angulema–, están preparados para partir, invocando al Dios de san Luis».
19 de febrero de 1823. Asalto a palacio por una turba de
masones, salida de Madrid. Una junta médica dictamina
que Fernando VII puede viajar y el rey, las Cortes y las
demás instituciones parten para Sevilla.
3 de abril de 1823. El cruce del Bidasoa. La vanguardia de
las tropas francesas cruza el Bidasoa enarbolando la bandera
blanca con la flor de lis de los Borbones.
13 de mayo de 1823. Calatrava forma gobierno en Sevilla.
Aquí empieza el relato recogido en este libro.
17 de mayo de 1823. La traición del conde de la Bisbal. Los
franceses entran el 23 de mayo en la capital y nombran una
Junta de Regencia presidida por el duque del Infantado.
11 de junio de 1823. La suspensión temporal del rey tras
negarse a salir de Sevilla. Alcalá Galiano y Argüelles se
ponen de acuerdo para que las Cortes decreten que el rey
no puede estar en su sano juicio, lo suspendan en sus funciones y lo sustituyan temporalmente por una Regencia. El
rey se pliega a esa medida de fuerza y es conducido hasta
Cádiz, donde cuatro días después se le reintegran sus poderes.
26 de junio de 1823. La traición del general Morillo.
4 de agosto de 1823. La traición del general Ballesteros.
9 de diciembre de 1821. El misterio del sobre cerrado. A
instancias del rey, las Cortes debaten la situación creada en
Andalucía. Fernando VII encarga a Martínez de la Rosa formar el tercer gobierno del periodo constitucional.
8 de agosto de 1823. Las ordenanzas de Andújar. Angulema
prohíbe a las autoridades españolas encarcelar a nadie que
no haya cometido un delito flagrante.
30 de junio-7 de julio de 1822. Fallido golpe de estado del
7 de julio. Los sublevados se introducen subrepticiamente
en Madrid y tratan de tomar la capital. La Milicia Nacional
les hace frente y les derrota.
31 de agosto de 1823. Toma del Trocadero.
6 de agosto de 1822. Los exaltados llegan al poder. Tras el
fracaso del golpe, el rey convoca a Riego para calmar a la
calle y vuelve a girar hacia el bando constitucional.
1 de octubre de 1823. Fernando VII llega a El Puerto de
Santa María. El rey se retracta de sus compromisos de la víspera, anula todo lo acordado por las Cortes desde 1820,
condena a muerte a los tres regentes nombrados en Sevilla
e inicia la represión de los liberales, que marchan en masa
hacia el exilio.
20 de octubre de 1822. El congreso de Verona. Rusia,
Austria y Prusia firman un acuerdo secreto para respaldar
una eventual invasión francesa si el régimen liberal español
no se aviene a variar de rumbo.
la desventura de la libertad
30 de septiembre de 1823. Manifiesto de Fernando VII
prometiendo borron y cuenta nueva.
7 de noviembre de 1823. Ejecución de Riego en la plaza de
la Cebada. Seis días después Fernando VII entra triunfalmente en Madrid. Comienza la Década Ominosa.
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SOBRE JOSÉ MARÍA CALATRAVA
Su nombramiento
Necesitaban a un hombre honrado, capaz de liderar una gesta, y así fue como
todas las miradas convergieron en José María Calatrava, única gran figura de
las Cortes de Cádiz que, permaneciendo activo durante el Trienio, no había
ejercido aun las responsabilidades gubernamentales a las que parecía destinado. Siendo masón siempre se había caracterizado por su independencia de
criterio y su obsesión por la aplicación de las leyes, alineándose a menudo
en los grandes debates que implicaban reformas sociales con las posiciones
más avanzadas, lo que le hacía aceptable para al sector menos furioso de los
comuneros.
Galiano resume así sus cualificaciones: «Grato a los amigos de Argüelles por
haber sido uno de los prohombres de las Cortes de 1810, no desagradable a
los exaltados templados de la Sociedad [masónica] y amistad de los anteriores
ministros, aprobador de las respuestas dadas a las notas de Paris y Verona y
empeñado en sostener sus consecuencias, o dígase la guerra; en suma, verdadero lazo de unión de las dos facciones, opuestas ambas y ya unidas, de las
que, con pocos desafectos, se componía la casi totalidad de las Cortes».
Que Calatrava no se identificara con ninguno de los sectores del régimen podía ser, en efecto, un activo pero
también un lastre. La otra cara de la moneda es la visión de Romero Alpuente que lo presenta acremente como
«odiado por los serviles… abominado de los constitucionales puros… y desconceptuado de los individuos de
la sociedad de la que era desertor». (pág. 65)
Los motivos de su aceptación
Con este panorama, tan lúgubre como una sesión de fantasmagoría, no es de extrañar que Calatrava consignara
en los Apuntes, escritos en tercera persona, de acuerdo con sus demás compañeros de Gobierno, que aquel nombramiento constituía «una calamidad para él y su familia»; y que en las Notas reservadas, pergeñadas con la más
diminuta de las letras como un desahogo íntimo, fuera mucho más rotundo y emotivo:
«Apenas he recibido en mi vida una pesadumbre mayor ni apenas ha habido disgusto que haya consternado
más a mi familia porque todos consideramos desde luego que, en las críticas circunstancias presentes, no podía
excusarme como la primera vez, sin dar lugar a que mis conciudadanos me mirasen como un egoísta que no
consultaba sino su tranquilidad… o como un cobarde que en aquella época de peligros rehusaba comprometerse. Preví en toda su extensión los males y amarguras que me aguardaban en el Ministerio y que iba a perder
hasta la reputación. Pero creí que debía a la patria el sacrificio de todo y me resolví a hacerlo si el rey persistía…».
Impresiona imaginarle escribiendo estas palabras. Muchos políticos se han presentado a lo largo de la Historia
como víctimas del deber para disfrazar las ambiciones más diversas, pero pocos lo han hecho con tales visos de
sinceridad y probablemente ninguno con el aval de un extenso documento hacia cuyo final puede leerse: «No
consigno estos hechos para que vean nunca la luz pública sino únicamente para que no se me olviden… Si por
mi muerte o por otro acaso cayese este cuaderno en manos de mi familia o de otra persona, yo recomiendo a
su probidad que lo recupere en términos de que a nadie perjudique el contenido».
Más que escribir para la posteridad, Calatrava estaba dialogando con su conciencia. (pág. 68)
Su papel en las Cortes de Cádiz
Como tantos otros jóvenes de la más diversa condición, José María Calatrava, Pepe Calatrava para sus paisanos
y amigos, se había movilizado en 1808 contra la invasión francesa y contra el rey extranjero que, tras el despojo
de Bayona, usurpaba los derechos de Fernando sin otro mérito que el de ser hermano de Napoleón. Fue vocal
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de la Junta de Extremadura y Fiscal del Tribunal de Seguridad Pública creado en Badajoz; pero como dice
uno de sus pocos y concisos biógrafos: «Al mismo tiempo que vestía la toga empuñaba la espada».
En concreto en marzo de 1809 recibió el encargo de organizar como Capitán de Artillería la milicia que
se estaba creando en Mérida. Tuvo que transcurrir más de un año para que fuera elegido diputado suplente a las Cortes Extraordinarias convocadas en Cádiz. Y aun pasaron otros seis meses antes de que
ocupara un escaño en sustitución de su paisano Pedro Quevedo, a la sazón obispo de Orense, cuando
este se negó, como miembro de la Regencia, a prestar juramento al principio de que la soberanía residía
en la Nación.
No había cumplido los 30 cuando Calatrava fue engullido por la vorágine de los debates constitucionales.
En Cádiz se alineó decididamente con el sector más progresista de las Cortes, acudiendo a menudo a
sus tertulias del café de Apolo, a las reuniones auspiciadas por el bibliotecario Bartolomé José Gallardo
y a los encuentros convocados por Argüelles en su propio domicilio del barrio de San Carlos. Tenía tan
claro cuál era el alcance de su mandato que cuando uno de los diputados conservadores pidió que cada
precepto fuera acompañado de sus correspondientes antecedentes legales, él le reprochó con vehemencia
que se comportara «como si esto fuera un colegio de abogados y no un cuerpo constituyente».
Intervino en todos los grandes debates jurídicos, impulsando la transformación del llamado Consejo
Real en el Tribunal Supremo de Justicia que un día terminaría presidiendo. Intentó en vano que se suprimiera el fuero eclesiástico; pero contribuyó en cambio a acabar con el llamado «voto de Santiago»
por el que los campesinos de la Corona de Castilla debían pagar un impuesto al opulento cabildo de la
catedral compostelana para cumplir con el supuesto compromiso adquirido en el siglo IX por el rey Ramiro I de Asturias, a cuenta de la milagrosa intervención del patrón de España en la batalla de Clavijo.
Todo ello le acarreó fama de anticlerical, le convirtió en una de las figuras emblemáticas del que sería
conocido como grupo doceañista y le puso en el punto de mira del movimiento absolutista que depositaba todas sus esperanzas en lo que pudiera hacer Fernando VII cuando regresara a España. Las Cortes
se trasladaron a la capital del reino a finales de 1813 y, a la espera de acontecimientos, Calatrava, que se
había casado en 1803 con su prima lejana María de la Paz Montero de Espinosa y tenía ya tres hijos, decidió darse de alta en el Colegio de Abogados de Madrid y reanudar el ejercicio de su profesión. Poco
imaginaba que él mismo sería pronto su único cliente. (pág. 80-83)
Su detención y deportación a Melilla
Calatrava fue detenido en el piso que ocupaba en el número 15 de la calle Concepción Jerónima, a pocos metros
de la propia cárcel de Corte. La detención la efectuó un grupo armado encabezado por su ex compañero en las
Cortes de Cádiz, el antiguo afrancesado devenido en feroz absolutista Ignacio Martínez de Villela. Investido de
la autoridad de comisionado de policía, a Villela se le atribuye un comentario burlón mientras registraba el domicilio: «Esto sí que es quebrantar de cuajo la Constitución; pero más vale caer revueltos en tortilla que como
huevos estrellados». Seguro que sus sayones le rieron la gracia.
Desde palacio se urgió enseguida a los jueces para que el proceso incoado a los detenidos desembocara en una
rápida y fulminante condena. Pero el problema de los instructores era cómo transformar la labor parlamentaria
que había dado pie a una Constitución monárquica, en una conjura contra la corona de carácter democrático
y republicano. Los tres interrogatorios practicados a Calatrava el 16 de junio, 15 de octubre y 14 de noviembre
denotan que, a pesar de la angustia que le producía la situación de abandono en que quedaba su familia, mantuvo la serenidad necesaria para medir siempre sus palabras, sin incriminarse ni traicionarse a sí mismo.
Pese a las prisas de Palacio y la renovación ad hoc del tribunal competente, los sumarios contra los diputados
quedaron empantanados a lo largo de 1815. Los encarcelados terminaron elaborando una prolija defensa conjunta, titulada Satisfacción Fundamental que fue enviada al rey junto con un dictamen exculpatorio de la Comisión de Estado. Fue entonces cuando Fernando decidió tirar por la calle de en medio, abortando la instrucción
e imponiendo, como monarca absoluto, largas penas de destierro a medio centenar de personalidades del bando
liberal.
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Estremece tanto la arbitrariedad del decreto de aquel 15 de diciembre que anteponía la voluntad del rey a cualquier otra consideración legal o jurídica como su lenguaje expeditivo, propio del absolutismo: «Las personas
que comprende la adjunta lista serán conducidas a los destinos que se señalan. Y para las que se hallan en esta
corte se prepararán los carruajes y demás necesario con toda reserva, lo cual estará pronto para la noche del 17,
y en lo más silencioso de ella se pasará a las casas y parajes donde esos sujetos se hallan, se les hará vestir y poner
inmediatamente en camino antes de amanecer, de modo que en siendo de día se encuentre el pueblo de Madrid
con esta novedad». (pág. 89-92)
En la encrucijada del año 22
Calatrava se había debatido entonces entre sus afinidades ideológicas con los exaltados, su afán por estabilizar la situación y su
apego al orden y las formas de la democracia. Pero si su dictamen
salomónico sobre la rebeldía de Cádiz y Sevilla le había situado
como una especie de nadador entre dos aguas, tuvieron que pasar
pocas semanas para que las circunstancias le obligaran a dejar muy
claro dónde estaba. Ocurrió con motivo del último gran debate
de las primeras Cortes del Trienio, a propósito de tres propuestas de
los moderados para limitar la libertad de prensa y los derechos
de petición y reunión.
Calatrava se opuso con ardor, alegando que la prioridad era cambiar al gobierno dimisionario de Feliú y no darle «tres leyes represivas en las que se atacan los derechos más preciosos de los
ciudadanos». Incluso fue vitoreado desde las tribunas por los más
exaltados. Cuarenta y ocho horas después «hombres vendidos al
oro de las sociedades secretas» según Vayo, intentaron agredir a
Martínez de la Rosa y Toreno en las inmediaciones de las Cortes y
llegaron a invadir el domicilio de este en la calle de la Luna, provistos con especial furia de una cuerda para ahorcarle. En el piso
estaba además la hermana del propietario, viuda del general Díaz Porlier, primer mártir de la causa liberal
durante el sexenio absolutista. Al día siguiente, 5 de febrero de 1822, Calatrava clamó desde la tribuna:
—Yo, que he tenido acaso la desgracia de sostener una opinión conforme a la que afectan tener los promotores
de estos desórdenes, soy el primero y el más interesado en que se dé un testimonio que asegure a nuestros sucesores la libertad que deben tener… Hay una facción liberticida que, afectando amor a la Constitución, y sirviendo acaso al influjo extranjero… no trata sino de privar a esta infeliz patria de la libertad… Es indispensable
que las Cortes no descansen hasta conocer la raíz del mal, arrancarla y exterminarla.
Calatrava no quería que quedara la menor sombra de duda de cuál era su opinión sobre quienes pretendían
convertir la pugna parlamentaria en confrontación callejera, esgrimiendo además la libertad de expresión para
reprimir la de sus colegas moderados:
—Yo me considero tan insultado en los aplausos que con tan mala intención se me prodiguen como en las injurias
que se hagan a mis compañeros. ¿Qué diputado habrá que mire con indiferencia tan escandaloso atentado?
¿Dónde está la Constitución, dónde la libertad y dónde el respeto a esas leyes que tanto proclaman?
Pocas veces elevaba el tono, pocas veces rugía en la tribuna. Pero aquel día lo hizo con «su voz recia, su faz dura,
sus manos trémulas, su palabra caliente y tumultuosa»:
—Se dicen liberales. ¡Infames!... El liberal respeta la Constitución, obedece las leyes y es enemigo de los déspotas.
El que desobedece la ley no es un liberal, no es ciudadano; es un malvado… Son traidores: traidores los llama
la Constitución y la ley y traidores los llamo yo y traidores es preciso que aparezcan a la faz de la Nación y de la
Europa entera… No, estos jamás encontrarán en Calatrava un protector. Calatrava será el primero que no
cese de clamar contra ellos. Calatrava será el primero que pida que caiga sobre ellos la cuchilla de la justicia.
(pág. 131-132)
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Lo que Calatrava escribió sobre el rey
«Lo que enervaba infinitamente la acción de los ministros, lo que los reducía, como a todos sus antecesores en
el régimen constitucional, a una situación que tendrá pocos ejemplos, era el tener a la cabeza de aquel gobierno
al enemigo más encarnizado del gobierno mismo. El principal conspirador contra el sistema que estaban encargados de sostener, el más empeñado en frustrar cuanto intentaban, en desacreditarlos y perderlos, era el propio rey de quien dependían, a cuya aprobación tenían que someter todos sus proyectos y a quien debían de
comunicar todos sus secretos y noticias, aun conociendo que se prevalía de estos avisos para inutilizar cuanto
hacían o proyectaban».
«El rey estaba de acuerdo con los invasores y con los enemigos internos; y sin embargo los ministros tenían que
disimular que lo sabían y despachar con él como rey constitucional. El honor y los juramentos les impedían
dejar de serle fieles. La ley mandaba respetar su persona como sagrada e inviolable; y eximiéndole de toda responsabilidad, obligaba a cerrar los ojos sobre todos sus actos privados sin dejar otro arbitrio que el de impedirlos
por los medios indirectos que se pudiese». (pág. 180)
La opinión de Quintana sobre Calatrava
Quintana admiraba el rigor y consistencia de Calatrava. Le parecía una de las pocas personas capaces de encarnar
la forma tranquila, estoica casi, de entender la libertad en la que él creía.
Por eso había lamentado que no aceptara en Madrid encabezar el gobierno tras los sucesos de julio del año anterior. Por eso le parecía tan digno de encomio que lo hubiera hecho en Sevilla en condiciones mucho peores.
Su juicio sobre «el impávido Calatrava», en esa encrucijada terrible en la que se encontraba ahora, contrasta
con la severa opinión sobre los demás actores principales y constituye una de las más elocuentes aportaciones
de la presencia de Quintana en Cádiz: «Jamás puse la vista entonces sobre este hombre magnánimo y resuelto…
que no me llenase de dolor, de admiración y de respeto. Sus miras, sus pasos todos en la carrera política habían
sido dirigidos por el amor a la justicia, por la pasión de la libertad, por el celo hacia el bien y el honor de su
país. La causa que defendía era la causa general de las naciones de Europa».
Quintana se fijaba en la conducta de Calatrava en las semanas que llevaba al frente del gobierno y lo veía
«olvidado de su peligro propio, puesta la imaginación sólo en las desgracias públicas… con semblante sereno
y con frente resuelta en aquella larga agonía».
Mientras su amigo Blanco White había buscado una solución política viable para España —empecinándose en
seguir en el exilio por considerar suicida la adoptada—, Quintana, como el Diógenes del candil en la fantasmagoría del profesor Robertson, buscaba a un hombre providencial y en vez de a Cromwell, Washington,
Napoleón o Pelayo sólo había encontrado a Calatrava. Pero Calatrava no era un caudillo militar ni siquiera un
líder carismático. Tan sólo un buen jurista, un orador cabal y un patriota recto. Sin medios, recursos ni aliados,
era iluso esperar de él una nueva Reconquista. Pero eso no hacía menos meritoria su tenacidad y resistencia a
los ojos de Quintana:
«Calatrava se propuso acompañar y asistir a la agonizante libertad, al modo en que un hombre virtuoso acompaña
y asiste en el último trance a su amigo; y aunque despedazado con el sentimiento y penetrado de horror, le consuela
y le sostiene animosamente hasta el momento en que espira».
Quintana había mirado a Calatrava y había comprendido su drama. Se había dado cuenta de que había aceptado
convertirse en el apóstol de una causa perdida por la que iba a sacrificar la felicidad familiar, la libertad personal
y tal vez la vida. No estaba viendo en él los laureles del triunfo de Pelayo sino el legado de dignidad y grandeza en
la derrota de Padilla: «Volved atrás y contempladme cuando yo di a la tierra el admirable ejemplo de la virtud con la
opresión luchando». Era lo máximo que, dadas las circunstancias, podía hacer ya un buen español. (pág. 600-601)
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EL MANIFIESTO DE FERNANDO VII DEL 30 DEL SEPTIEMBRE DE 1823
El manifiesto que Fernando VII firmó…
Tras comprobar que el rey estaba decidido a aceptarles esta vez la renuncia, Calatrava propuso a sus compañeros
instarle a firmar «un documento público y solemne» en el que quedaran recogidos «los sentimientos que mostraba
y las espontáneas declaraciones y promesas que hacía antes de ponerse en manos del enemigo». A todos les pareció
que era una forma de «dejar a salvo en lo posible los principios políticos y los derechos de la nación», de «empeñar
más al rey en su cumplimiento» y de «dar crédito a los constitucionales» ante cualquier situación venidera.
Los primeros párrafos habían sido redactados por Manzanares y eran meramente declarativos. Fernando hizo gestos de «particular aprobación» cuando el ministro dimisionario de la Gobernación de la Península se los leyó, en
presencia de Yandiola.
Fue en la concreción de los compromisos que asumía Fernando, redactada personalmente por Calatrava con su
habitual precisión quirúrgica, donde surgieron las discrepancias. Especialmente en el primer punto relativo al sistema de gobierno que quedaría en España, pues se reprodujo el tira y afloja que los ministros habían mantenido
durante las últimas semanas con el rey. La propuesta de Calatrava decía:
«1º) Declaro, de mi libre y espontánea voluntad, y prometo bajo la fe y seguridad de mi real palabra que si la
necesidad exige alteración de las actuales instituciones políticas de la monarquía, no adoptaré nunca el gobierno
absoluto, sino que daré desde luego a mis súbditos uno que haga la felicidad completa de la nación, afianzando
la seguridad personal, la propiedad y la libertad civil de los españoles».
Según los Apuntes, Fernando pidió a Manzanares que le leyera dos veces ese párrafo y manifestó su desacuerdo:
—Me parece que eso de que «nunca adoptaré el gobierno absoluto» es redundante porque en otras partes se viene
a decir lo mismo y enseguida se habla de un gobierno «que haga la felicidad completa de la nación». Creo pues
que sería mejor quitar lo de «gobierno absoluto» porque si no van a decir los de allá que ha habido coacción.
—Bien, señor. Lo que Vuestra Majestad guste.
Bajo los ojos atentos del rey y del ministro dimisionario de Hacienda, el ministro dimisionario de la Gobernación
de la Península apoyó sobre la mesa el pliego desplegado del grueso papel de color ocre que se empleaba para los
escritos oficiales. Como era costumbre, el texto respetaba por la izquierda un margen blanco de una cuarta parte
de la superficie. Llenaba tres caras completas y las primeras líneas de la cuarta.
Manzanares «tomó en el acto una pluma del bufete mismo de Su Majestad» y la dirigió con pulso firme a la parte
superior de la segunda página. Primero tachó la palabra «no»; luego añadió —detrás de «adoptaré»— la palabra
«un», colocando dos diéresis para precisar su ubicación en la línea; después invalidó las palabras «nunca» y «él»;
y tras respetar «gobierno», cruzó con un solo trazo la línea en la que decía «absoluto, sino que daré desde luego a
mis súbditos uno». Al final había tachado trece palabras y «entrerrenglonado» una. La cláusula había quedado tan
desnuda como quería Fernando: «Adoptaré un gobierno que haga la felicidad completa de la nación».
El rey ya no se comprometía a descartar el absolutismo sino que, por el contrario, dejaba la puerta abierta a que
ese le pareciera precisamente el mejor sistema para procurar la «felicidad completa de la nación». Si Manzanares
y Yandiola accedieron era porque habían acordado con Calatrava y los demás que «el Manifiesto fuese enteramente
conforme a la voluntad del rey».
Fernando coincide casi literalmente en la descripción de lo ocurrido: «Me lo leyeron, lo aprobé, excepto una cláusula que sonaba mal… y además para que no creyesen que me la habían hecho poner, por estar en estado de coacción. Les hizo fuerza y la borraron delante de mí».
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Lo que viene a decir el rey es que simuló estar de acuerdo con el resto y para dar mayor verosimilitud al engaño,
en un alarde no se sabe si de prudencia o de sadismo, objetó aquello que más podía incomodarle. Ni siquiera de
mentira estaba dispuesto a renunciar al absolutismo.
El artículo esencial para los ministros era en realidad el segundo y pese a que Calatrava lo había trufado de más
«redundancias» que el primero, Fernando no hizo observación alguna:
«2º) De la misma manera prometo libre y espontáneamente y he decidido llevar y hacer llevar a efecto un olvido
general, completo y absoluto de todo lo pasado, sin excepción alguna, para que desde este modo se restablezcan
entre todos los españoles la tranquilidad, la confianza y la unión, tan necesarias para el bien común, y que tanto
anhela mi paternal corazón».
Fernando escuchó sin inmutarse los dos últimos artículos que venían a aplicar las garantías del «olvido general»,
establecido en el artículo segundo, a militares, funcionarios y milicianos. Terminada la lectura el rey dijo que no
era necesaria «ninguna otra variación», que el Manifiesto «quedaba bueno» y que estaba listo para firmarlo.
Manzanares le contestó que puesto que contenía sus propias tachaduras, «se pondría en limpio de mejor letra».
Pero a Fernando le pareció innecesario:
—No. ¿Para qué si ya está en pliego? Bueno está así.
Entonces el rey firmó el Manifiesto con la palabra «Fernando» y su habitual anagrama en la parte superior de la
cuarta página del pliego. Dejando un importante espacio en blanco, Manzanares añadió una «Nota» con la misma
tinta negra con que había copiado su propia introducción y los cinco artículos redactados por Calatrava. La «Nota»
especificaba que las trece palabras en cuestión —aparecían de nuevo subrayadas una a una— habían sido «borradas
por disposición expresa de Su Majestad antes de firmar la precedente alocución». Tras escribirla estampó su nombre
completo, abajo a la derecha, dejando un hueco a la izquierda para que, con tinta más oscura y trazo más grueso,
Yandiola corroborara lo antedicho con las palabras «concurrí a este acto» y su propia rúbrica. (pág. 902-910)
Que Calatrava guardo hasta su muerte…
El jefe del último gobierno constitucional guardaba como oro en paño en su humilde casucha de Somers Town el
manuscrito original del manifiesto del 30 de septiembre de 1823, derogado el 1 de octubre. Según se decía en
los círculos de la inmigración, se trataba de la prueba definitiva, no ya de la duplicidad, sino de la felonía de Fernando. La noticia de su existencia y trascendencia saltó incluso al otro lado del Atlántico y así queda acreditado en
el retrato, sorprendentemente favorable —teniendo en cuenta lo publicado el año anterior en la acerba «carta» de
Benigno Morales—, que Felix Mejía escribió de Calatrava en 1826 en Filadelfia. Cualquiera diría que el exilio había
venido a atemperar, también en Pennsylvania, la mirada del implacable zurriaguista hacia quien a fin de cuentas
había ordenado primero su expulsión de Sevilla y después su deportación de Cádiz a Canarias:
«Liberal de todo corazón y liberal de los que, si hubiera habido muchos, otro gallo le habría cantado a la libertad… Calatrava parece que conserva aún, como una prueba de sus servicios a la nación en la última hora de la libertad, la minuta de la famosa y pérfida proclama de Fernando VII al salir de Cádiz… En ella está de bulto la mala
fe… las enmendaduras mismas que hizo Fernando de su puño para acabar de engañarlos y llenarlos de confianza… ¿A ver dónde hay un tal ejemplo de desvergüenza y de baja perfidia?... Fernando apuró allí todos los recursos de su negra alma… Engañó como siempre y Calatrava anda huyendo de sus garras carnívoras, llorando la
pérdida de su adorada libertad». (pág. 990)
… Y el destino ha puesto en manos del autor
Transcurridos más de cuarenta años desde que sucedieron los hechos, la búsqueda del original de este manuscrito
terminó convirtiéndose en poco menos que una obsesión para los progresistas españoles. El 12 de septiembre de
1864 el periodista pionero e incansable activista político Angel Fernández de los Ríos, en una carta fechada en la
localidad cántabra de San Vicente de Toranzo —donde se reponía de la depresión que le había causado la muerte
de su segunda esposa—, le explicaba a su correligionario Salustiano de Olózaga que había tenido «noticia muy fila desventura de la libertad
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dedigna de que Calatrava había conservado hasta sus últimos días la minuta». Y añadía que había pretendido reproducir «una autografía con las enmiendas que hizo el rey de su puño y letra» para «acompañar a un libro, en
que me ocupaba de aquellos sucesos».
Pero la ilusión de Fernández de los Ríos se había desvanecido pronto: «Mis diligencias sólo produjeron el desengaño de que no aparece el borrador que los amigos de Calatrava vieron en su poder recientemente». La decepción
había sido tan grande que el prócer progresista incluso expresaba su temor de que esa identificación pudiera haber
sido errónea y el documento hubiera sido destruido en medio de cualquier turbulencia. No habría sido la primera
vez. Invocaba como precedentes «el atropello cometido por los absolutistas el año 23 a orillas del Guadalquivir» y
las «quemas absurdas de todos los impresos liberales» durante la Década Ominosa «para que se tuvieran por no
pasados los periodos de dónde procedían». La alusión al decreto de Valencia no podía ser más clara. ¿Habrían conseguido Fernando VII o sus albaceas políticos eliminar también de «en medio del tiempo» el soporte material del
ejemplo más flagrante de su felonía?
La primera edición de ese libro de Fernández de los Ríos, al que se refería en su carta —Luchas políticas en la España
del siglo XIX—, salió a la luz ese mismo año 1864 y, al tratar del ya mítico Manifiesto, incorporó algunos matices de
su propia cosecha que acentuaban aún más la perfidia de Fernando. En concreto que la iniciativa de su redacción
había sido del rey, que cuando «Calatrava le presentó el borrador» Fernando dijo que «para no ofrecer dudas
quería mudar de su puño algunas frases» y que así lo hizo, «sustituyendo con palabras más claras y terminantes
las que le parecieron oscuras».
En medio de esa escalada de pequeñas fantasías, una cosa sí era cierta: Calatrava había guardado las dos hojas escritas en folio por ambas caras, que constituían a la vez su acta de acusación, su prueba de cargo y su sentencia de
culpabilidad contra Fernando, hasta el último día de su vida. Luego, junto a los Apuntes, las Notas reservadas,
El deplorable estado… y el resto de su archivo sobre el Trienio, ese documento había pasado a sus herederos, a los
herederos de sus herederos, a los herederos de los herederos de sus herederos… Y así había rodado por las polvorientas estanterías del tiempo, remontando los encrespados oleajes de casi dos siglos de rupturas y reformas, dictaduras y democracias, guerras civiles y reconciliaciones nacionales, hasta llegar, a través del librero Miguel Miranda
—que sólo recuerda haber oído decir a su madre que su padre lo obtuvo de una testamentaría— a manos del autor
de este libro, como un regalo de la fortuna y una encomienda de la Historia. (pág. 992-995)
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Facsímil del original del 0DQLILHVWR de Fernando VII, página 1
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Facsímil del original del 0DQLILHVWR de Fernando VII, página 2
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Facsímil del original del 0DQLILHVWR de Fernando VII, página 3
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Facsímil del original del 0DQLILHVWR de Fernando VII, página 4
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ANEXO DOCUMENTAL
Página inicial de los Apuntes de Calatrava
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16
Carta de suicidio del general Estanislao Sánchez Salvador y firma autógrafa del mismo
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17
Ensayo interpretativo de Calatrava
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Fragmento de las Notas reservadas halladas en el archivo de Calatrava
«Solo me propongo consignar varios hechos respectivos a la época de aquel ministerio que no se hallan expresados o bastantemente desenvueltos en los Apuntes. Y no los consigno para que vean nunca la luz pública, sino
únicamente para que no se me olviden, por si la necesidad me obligara en adelante a hacer uso de algunos de
ellos. Si por mi muerte o por otro acaso cayere este cuaderno en manos de mi familia o de otra persona, yo recomiendo a su probidad que le recupere en términos de que a nadie perjudique el contenido».
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ENLACES
Ficha técnica:
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El autor:
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Foto autor:
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José María Calatrava (A. Gisbert, Congreso de los Diputados):
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Fernando VII (V López Portaña, Museo del Prado):
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Facsímil del original del Manifiesto de Fernando VII página 1:
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Facsímil del original del Manifiesto de Fernando VII página 2:
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Facsímil del original del Manifiesto de Fernando VII página 3:
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Facsímil del original del Manifiesto de Fernando VII página 4:
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Inicio de los Apuntes de Calatrava:
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Carta de suicidio de Sánchez Salvador:
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Firma de Sánchez Salvador:
http://www.esferalibros.com/uploads/ficheros/libros/descargas/201404/descargas-firma-sanchez-salvador-es.jpg
Inicio manuscrito Calatrava:
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Notas reservadas:
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